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Noviembre 2019 Teoría Política I Irene Llevat Torre

¿Quién debe gobernar?

Tanto Vallespín como Innerarity vuelven a poner sobre la mesa el eterno debate,
que se remonta a la época clásica y sigue sin inclinarse por una única respuesta, sobre
quién debemos elegir los ciudadanos para que gestione el poder en un sistema
democrático. Entre sus opciones están los intelectuales, los expertos y los “tertulianos”,
y aunque sus reflexiones se basen entorno a la política actual, las diferentes apuestas
por una u otra figura se remontan a la filosofía política de la antigua Grecia.

En su artículo, Vallespín habla con nostalgia y con cierto tono de impotencia


sobre “el final de los intelectuales”. Para él, la figura del intelectual clásico, el que tenía
prestigio por tener un conocimiento profundo en determinados campos y que por tanto
era más respetable o tenía una opinión más fundada, está en peligro de extinción.
Primero, ha sido suplantado por los “intelectuales actuales”, aquellos que tienen
determinadas profesiones y que, aprovechando su popularidad, proclaman qué posición
es la correcta en diferentes escenarios. En segundo lugar, ha aparecido la ola de los
expertos, que, debido a la complejidad de la política de hoy en día, adquieren un papel
importante a la hora de hacer análisis más técnicos en áreas del conocimiento más
especializadas. También están los public intellectuals, algunos de los cuales,
aprovechando su crédito, “venden su alma” para convertirse en transmisores de
mensajes en interés de sus promotores. Y, por último, el grupo al que el politólogo
madrileño parece tener menos simpatía: los tertulianos, quienes han banalizado el
debate público y tienen suficiente con sus conocimientos, valores y “opiniones sin
sustento” para determinar la política sin tener que escuchar a sus enemigos grupos de
eruditos.

La combinación de todos estos factores es un desastre para la sabiduría.


Aquellos actores responsables de guiarnos moralmente sobre qué debemos hacer y
cómo debemos hacerlo, que se encargaban de iluminarnos aspectos de la realidad que
no considerábamos y nos obligaban a ser críticos con cómo son las cosas, han perdido
influencia. Por un lado, muchos de ellos se han dejado polarizar por la política. Por otro
lado, el debate público pierde calidad y cada vez apela más a los sentimientos y los
juicios basados en la emoción en detrimento del razonamiento. Como el autor lamenta,
se da el fenómeno de “la desaparición de la deliberación detrás de lo meramente
expresivo”. Y esta degradación de la calidad del conocimiento nos ha llevado a tener en
el poder político a aquellos que resuenan más en el espacio público y que, sin tener que
basar sus opiniones en la razón, son capaces de canalizar la opinión mayoritaria en una
“economía de la atención”, o lo que es aún peor, canalizan lo que grades figuras
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económicas quieren divulgar y hacen creer al público que es su opinión. Quien nos
orientaba hacia un mejor sistema democrático ha sido reemplazado por los líderes de
las masas.

En otras palabras, esta “substitución” de los guías en la democracia actual es lo


que Platón llamaba el “poder en manos de embaucadores del pueblo”. En su libro de La
República, el filósofo defiende que no todos están preparados para gobernar. Al igual
que las tres partes del alma, en la ciudad hay tres tipos de ciudadanos, y sólo los sabios,
los únicos con talento para ejercer la función de gobernar debido a su acceso al
conocimiento sobre el bien y su capacidad de decidir en base a la justicia, son los que
deberían gestionar el poder. La “aristocracia” es en beneficio de toda la ciudad, porque
es el gobierno de los mejores. Y lo son porque buscan la verdad y el mejoramiento del
alma y de los ciudadanos, un perfeccionamiento moral. Es su función para que pueda
haber justicia, ya que para llegar a ella hay que seguir a los que tienen el saber y nos
orientarán mejor. Con la muerte de Sócrates, también se dio la “muerte de la
democracia”. Para Platón, la democracia es un gobierno en el que los gobernantes
mandan de forma arbitraria, limitando las libertades, y cuya clase política dirigente no
está capacitada ni merece la responsabilidad de dirigir el poder ya que por no conocer
el bien podría estar perjudicando al pueblo, incluso inconscientemente. Cada uno tiene
su función y está dotado de ciertas virtudes para ejercerla. En la democracia domina la
opinión (doxa) y no el saber científico (episteme), y a través de la opinión se intenta
convencer a la asamblea y al público para gobernar “según se quiera”. Sin conocimiento
no se puede tomar decisiones en base a la justicia, y eso puede acabar en que quien
gobierna se deje llevar por “pasiones” y “corrupción”. Tal como decía Sócrates, los
mandatarios a veces se equivocan en sus intereses y eso es malo para el pueblo y para
ellos.

Aunque Vallespín no se posiciona en contra del sistema democrático ni proclama


que deben ser los intelectuales los que nos deben gobernar, sí que da a entender que
ellos, encargados de someter las diferentes opiniones públicas a prueba, deberían ser
los guías morales que deberíamos seguir para mejorar la democracia, tanto analizando
debates del momento, como reconsiderando ciertos aspectos a los que nos hemos
acostumbrado y recordando otros que hemos olvidado. Ambos coinciden en que en la
democracia gobierna la opinión y en el vínculo que hay entre conocimiento y poder. De
hecho, hay ciertos puntos paralelos entre los dos autores. Un ejemplo es la relación que
se puede establecer entre los sofistas y los tertulianos. Los primeros, cuya virtud es la
oratoria, justifican las verdades subjetivas de manera razonada pero siempre
fundándose en la opinión. Los tertulianos, quien el académico categoriza de
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“pensamiento rápido”, juzgan sin tener verdadero conocimiento y arrastran a las masas
con plática populista. Los sofistas defienden que no existe una única verdad ya que ésta
es relativa, y los tertulianos rechazan las grandes verdades en boca de los intelectuales
o expertos y tienden a discutir cualquier premisa. Esta relación también se da entre los
“filósofos” y los “intelectuales”. Tanto unos como otros son altamente educados y tienen
un papel importante en realzar el valor de aquella idea que nos hará “el bien” a todos.
Sus argumentos son más “válidos” o más “loables” porque detrás de ellos hay una
superioridad moral a la que los ciudadanos corrientes no podemos acceder. Ellos son
los que han sabido “salir de la caverna” y por lo tanto hemos de estar dispuestos a
escuchar lo que nos tienen que decir para poder contemplar otras facetas de la
existencia o despejar las nubes que envuelven la objetividad. Para Platón la solución
está en una reforma política para mantener la ciudad, dejando la democracia atrás y
asentando una aristocracia. Para Vallespín la solución está en dejar los portavoces
modernos atrás e idealmente recuperar los ilustrados clásicos.

Si bien no coinciden sobre quién debe gobernar, sí que están en armonía en


cuanto al papel que deben desempeñar los diferentes ciudadanos y en la analogía entre
el hombre y la ciudad para que ésta funcione. Yendo un poco más lejos, y aunque no
forma parte de su pensamiento estrictamente, también puede entreverse un paralelismo
entre los guardianes a servicio de los filósofos. Los últimos se aseguran de educar a los
primeros en caso de que, si se han de posicionar al lado de un bando, sea del suyo. Por
otro lado, Vallespín habla de como los public intellectuals están al servicio de “poderes
fácticos”. En ambos casos hay un intermediario que secunda o se encarga de defender
lo que las élites predican a las masas.

Innerarity en cambio discrepa más de la teoría platónica. En su artículo, cuando


plantea en quién debemos confiar, sugiere que debe ser en el sistema democrático en
sí. Según él, quien posee la inteligencia, el conocimiento o el “bien” es el sistema. El
sistema democrático es inteligente y se alimenta de inteligencia, ya que “potencia la
capacidad cognitiva” de sus ciudadanos y “aprovecha el saber distribuido de la
sociedad”. Por lo tanto, el sistema pasa a ser un sujeto activo que “institucionaliza” el
conocimiento en vez de la élite de pensadores con acceso privilegiado que defiende el
autor clásico. Platón exime a los filósofos de la ignorancia y los coloca en un pedestal
desde el cual gozan de derechos políticos, pero para Innerarity no existe un héroe moral
que actúe de manera impoluta y al que no se le puedan juzgar las acciones. Tanto los
que nos gobiernan como los ciudadanos corrientes somos ignorantes hasta un punto y
por lo tanto todos somos susceptibles de cometer errores. Aunque Platón ni siquiera
pueda concebir en su teoría que los gobernantes, conociendo el bien, puedan actuar
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incorrectamente, el autor del artículo, asumiendo que por su naturaleza humana los
cometerá, encuentra la solución en la inteligencia del sistema. Éste es el que mejor
gestiona nuestra ignorancia de manera más eficiente en comparación con otros
sistemas. Esto es porque algunos de ellos, de poder más centralizado, son más débiles
en cuanto a la acción de sus dirigentes ya que no pueden compensar los daños
causados tan eficazmente. Y esa es la razón de ser de la democracia.

La razón por la que el politólogo defiende que la ignorancia es un “factor de


igualación” es debido a que la complejidad de los problemas que hemos de resolver nos
sobrepasa a todos de igual manera. A pesar de que Platón no opina de igual manera y
de sus muchos otros contrastes, los dos autores parecen coincidir en el “intelectualismo
moral”. Quien hace el mal es por ignorante. Si conocemos “el bien”, nunca actuaremos
de manera opuesta. El problema está en que con las dificultades crecientes que
acompañan la política, los líderes se ven obligados a tomar decisiones con un
conocimiento incompleto, y es por eso que utilizamos los instrumentos democráticos,
que permiten corregir el error de las “personas ordinarias” que nos gobiernan. Aun así,
para Platón el dominio de los filósofos será siempre incuestionable y también su aislada
posesión del conocimiento. Pero Innerarity mengua la cantidad de saber que tiene la
élite intelectual con la sociedad actual ya que esta puede acceder mucho más fácilmente
tanto en cantidad como calidad, alcanzando niveles de conocimiento que antes no había
adquirido. Mientras que para el uno la verdad es eterna e inmutable, para el otro puede
resultar peligroso centrarse en ella y olvidar otros aspectos también importantes.

Hay algo que los tres autores tienen en común y es que el sistema democrático
es “el del modelo tertuliano” en el que los gobernantes no tienen un conocimiento puro.
Mientras que Platón defiende la aristocracia, Vallespín opta por una democracia que
mejore en calidad a través de prestar más atención a los intelectuales tienen que decir,
e Innerarity apuesta por la democracia como un sistema inteligente que es capaz de
socavar la falta de sabiduría en la sociedad. En contra del filósofo griego, los dos autores
de los artículos ponen en cuestión que más conocimiento implique una mejor capacidad
de gobernar.

Aristóteles también discierne con varias de las enunciaciones de Platón. Desde


una perspectiva mucho más pragmática, el filósofo de la teleología argumenta que lo
que hace falta es un Estado “real”, que funcione en la práctica, y no la idea utópica de
Platón. No existen las verdades absolutas, y por lo tanto el “bien” y la “justicia” se
alcanzan a base de ejercerlos y no de la sabiduría. En la misma línea, un Estado debe
estar basado en la maximización de la justicia y la seguridad, y orientado hacia la
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felicidad, ya que este es el objetivo de la existencia humana, y mientras se alcance ese


objetivo, no hay que centrarse en asuntos normativos o “como deberían ser las cosas”.
Los dos filósofos coinciden en que el hombre debe desarrollarse en la ciudad para
cumplir su función, que en el caso de Aristóteles es asumir la perfección moral. Para
ello hay que desarrollar la virtud, que se encuentra en el término medio del exceso y
defecto, y esto se aplica tanto a nivel individual como a nivel de ciudad: para que haya
estabilidad social y gubernamental debe haber un punto de equilibrio entre las clases y
es primordial el desarrollo de la clase media como compensadora.

Poniendo en relación el artículo de Vallespín con el pensamiento de Aristóteles,


se puede destacar el papel de los intelectuales. En contraste con los expertos, que
representan una exageración de conocimientos específicos, y los tertulianos,
caracterizados por la ausencia de sabiduría, destacan aquellos que en un “juego entre
racionalidad y provocación” están en el punto medio de los dos extremos y dan lugar al
equilibrio debido a su conocimiento general. Aun así, esta posición no implica para
Aristóteles una ventaja para gobernar si no se traduce en efectividad política. Tal y como
afirma Vallespín, los intelectuales muchas veces son “ajenos a la inevitable naturaleza
dilemática de la mayoría de las decisiones políticas” y por lo tanto no son la mejor opción
para un modelo de Estado práctico. Además, existe el peligro de que los intelectuales
sucumban a la corrupción. Para el filósofo griego el dinero convierte a los asamblearios
democráticos en demagogos. El politólogo describe como en la actualidad esto sigue
sucediendo: los intelectuales que gozan de popularidad y se encuentran frecuentemente
“bajo el foco público” se dejan comprar y se ponen a servicio de quien les paga. Por
último, aunque sus concepciones de “democracia” sea diferente, ambos autores
parecen otorgar cierta preferencia a una clase política. Aristóteles cree que los
asamblearios deben ser elegidos por sorteo, pero solo aquellos que sean hombres y
que dispongan de tiempo libre para gobernar y no necesiten trabajar. Aunque Vallespín
no otorga más derechos políticos a un sector de la ciudadanía, sí que coloca a los
intelectuales en un escalón más alto desde el cuál dirigir el debate público.

Por otro lado, Innerarity coincide con Aristóteles en una política más práctica y
no tanto de búsqueda de valores. Ambos se centran en resolver los problemas de la
convivencia política y no tanto en diseñarla teóricamente. Sus herramientas para reparar
estos obstáculos son dos caras de la misma moneda: Aristóteles pone énfasis en las
leyes y su efectividad, e Innerarity en las instituciones democráticas y sus instrumentos.
Otra relación paralela es el equilibrio en igualdad y justicia que Aristóteles encuentra
fundamental en la sociedad para que no haya revueltas o para que el gobierno no abuse.
Con Innerarity, este equilibrio se da con el conocimiento distribuido por la sociedad. Hoy
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en día, las masas tienen un acceso mucho mejor a la información y al saber. Debido a
ello, los gobernadores limitan las actuaciones que puedan realizar en su propio interés
para evitar la rebelión en caso de ser descubiertos. Y aunque sus acciones se vean
condicionadas, no se libran de equivocarse (por el hecho de ser personas comunes).
Ambos autores creen que no se puede alcanzar la totalidad de las cosas, aunque sí que
podemos llegar cerca (por ejemplo, con el telos). Nunca podremos llegar a alcanzar el
saber completo y eso nos convierte en ignorantes de ciertos aspectos de la realidad.
Aristóteles niega la existencia de las esencias absolutas, y con ello desmonta la teoría
platónica de que los filósofos deben estar en el poder, y la misma postura la defiende el
politólogo cuando los categoriza de “profetas intelectuales” que tienen “debilidades y
cometen errores”.

En conclusión, lo que Vallespín e Innerarity quieren reflejar en sus artículos tiene


puntos de contacto y de divergencia con el pensamiento de Platón y de Aristóteles. De
manera muy general, se puede identificar a Vallespín en la esfera idealista de Platón,
ya que los dos buscan una clase política apta para gobernar con ciertos ideales y
perspectiva moral. Innerarity es más cercano a la esfera realista de Aristóteles y
persigue una política práctica basada en la efectividad del sistema y a la que cualquiera
tiene acceso porque no hay personas “mejores” para gestionar el poder.

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