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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

RAQUEL MUSSOLINI

BENITO, MI HOMBRE
LUIS DE CARALT Editor BARCELONA

Narración recogida por Anita Pensotti


Versión española: de Vicente Barrachina
Primera edición: Febrero 1959

Digitalizado por el proyecto Ofensiva (29 de diciembre de 2009)


PRÓLOGO ..................................................................................................................... 3
PRESENTACIÓN ........................................................................................................... 4
CAPÍTULO PRIMERO ................................................................................................... 5
CAPITULO II................................................................................................................. 13
CAPÍTULO III................................................................................................................ 22
CAPÍTULO IV ............................................................................................................... 28
CAPÍTULO V ................................................................................................................ 34
CAPITULO VI ............................................................................................................... 41
CAPÍTULO VIl .............................................................................................................. 47
CAPÍTULO VIII ............................................................................................................. 54
CAPÍTULO IX ............................................................................................................... 60
CAPÍTULO X ................................................................................................................ 66
CAPÍTULO XI ............................................................................................................... 73
CAPÍTULO XII .............................................................................................................. 76
CAPÍTULO XIII ............................................................................................................. 85
CAPÍTULO XIV ............................................................................................................. 92
CAPÍTULO XV ............................................................................................................. 99
CAPÍTULO XVI ........................................................................................................... 106
ÍNDICE DE ILUSTRACIONES.................................................................................... 114

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

PRÓLOGO

Confío a este volumen los más entrañables recuerdos de mi vida de esposa y de madre. En ellos
evoqué los acontecimientos más felices y más tristes; he descrito el carácter y las costumbres de mi esposo y
de mis hijos, recopilé lejanos recuerdos de nuestra intimidad familiar. Ha sido muy doloroso para mí, en
muchas ocasiones, revivir el pasado; pero también, a veces, en esta incursión retrospectiva, experimenté un
indecible consuelo. En los treinta y seis años que viví al lado de Benito, permanecí en la sombra, cuidando de
mi hogar. Por ello, al trazar el retrato de Mussolini, me he limitado a hablar del hombre que el destino me
tenía reservado como compañero, del padre de mis cinco hijos.
Transcurren los días que ahora vivo dedicándole un acendrado recuerdo, ya recobrada la paz del
espíritu ahora que, al cabo de doce años, sus restos mortales reposan junto a los de Bruno, en el cementerio
de San Cassiano. Larga y agotadora fué la espera, y su retorno a Predappio —sin féretro, sin una sencilla
cruz— fué muy distinto al por mí ansiado. Empero, nadie puede arrebatarme, ahora, el inmenso consuelo de
arrodillarme junto a Benito para llorar y perdonar. Pero quisiera que otras muchísimas mujeres pudiesen
tener, como yo, el consuelo de orar sobre las tumbas de los seres queridos de los que, hasta ahora, ignoran
dónde recibieron sepultura. En efecto, todos los caídos tienen derecho a una tumba, pues todos creíanse
asistidos de razón y sentían amor entrañable por la Patria. La muerte borra todos los matices políticos; sólo
deja los sufrimientos a quienes seguimos viviendo.
RAQUEL MUSSOLINI Roma, diciembre de 1957.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

PRESENTACIÓN

La primera vez que tuve acceso a la intimidad de doña Raquel, sólo conocía de ella, poco más o
menos, lo que conocía la mayor parte de los italianos. Sabía de su discreción y de su sensatez, que la
retuvieron entre bastidores durante el mandato fascista, y me la imaginaba robusta, sólida, como conviene a
una magnífica ama de casa, diestra en preparar los tallarines y en educar con mano firme una nidada de
hijos. Imagen banal que me habían sugerido las poquísimas fotografías que de ella había visto reproducidas
en los periódicos; siempre enfrascada con la harina y el rodillo, y como telón de fondo una batería de
resplandecientes cacerolas. De todos modos tratábase de la viuda de Mussolini y me la imaginaba
enmarcada, fuera de las blancas paredes de la cocina, por estancias convertidas en museo denso en
recuerdos de glorias pretéritas y con la impresionante presencia de la Historia, con mayúscula. Así pues, traté
de verla, de primera intención, en Rocca delle Camínate. Me habían advertido que doña Raquel estaba en la
Romana desde hacía varios días y deduje que se habría albergado precisamente en el antiguo castillo de
Malatesta, donde Mussolini solía recibir a sus ministros para discutir con ellos, en el salón del Gran Consejo,
las cuestiones secretas del fascismo. Pero bastóme una ligera ojeada a Rocca, devastada y en total
abandono, para persuadirme de que debía encaminar mis pasos a otra parte. Villa Carpena, la residencia que
en la Romana disfruta doña Raquel, tiene, en efecto, un parecido notable con nuestra protagonista; Villa
Carpena es una quinta simpática que se alza en plena campiña, con su huerto, su viejo pozo y un espacioso
jardín cuajado de flores.
Cuando la viuda de Mussolini salió a mi encuentro en la alameda, vi que era una dama menuda, frágil y
venerable, a pesar de su paso saltarín. Más tarde descubrí que todas las mañanas leía atentamente cuatro o
cinco diarios; que su conversación era vivaz y desprovista de prejuicios, como la de una estudiante moderna y
que cualquier emoción se reflejaba en su semblante con la nitidez de un rótulo luminoso. Y, sobre todo,
descubrí que la historia entraba en su casa con paso suave sin perturbar a nadie; los retratos de Mussolini,
esparcidos por doquier, eran los de un padre, un esposo, un abuelo, y los recuerdos del pasado —una
modesta pintura que representa la casa del Duce en Predappio, un pergamino conmemorativo de la marcha
sobre Roma, otro en memoria de Bruno— rompen la severa austeridad de las paredes. Imaginé que no sería
difícil sacar a luz, en aquel ambiente acogedor, a «Benito, el hombre».
—«¿Os acordáis?» —me dice ahora doña Raquel (es el suyo el «vos» típico de la Romana, muy
distinto del «vos» fascista)—. «Cuando vinisteis a verme por primera vez me negué a haceros el relato de mi
vida. No estaba preparada a ello». Es cierto: doña Raquel no tenía la menor intención de quebrar su
obstinado silencio. «No, no», repetía, pero mientras insistía en su negativa, hablábame de él, de Benito; como
hablaría toda mujer que ha perdido al compañero de su vida y se aferra a cualquier asidero para sentirlo
cercano a ella. Así, aun antes de que doña Raquel se hiciese a la idea de narrar sus propios recuerdos, yo
ignoraba muy pocos detalles de AAussolini, o por lo menos del Mussolini de doña Raquel, el que
especialmente me interesaba en aquel momento. Sabía ya' cual había sido su comportamiento con los
«muchachos» y cuales eran sus platos favoritos; sabía ya de la pequeña protuberancia que apuntaba en su
cráneo y conocía la medida exacta de sus calcetines. Veíale entrar y salir en bicicleta por |a cancela de Villa
Carpena, recorrer el huerto con un cesto al brazo y llevarse a la boca un puñado de habas o de guisantes;
increíblemente vivo, inesperado y sorprendente, hasta el punto de producirme turbación en un principio.
«Benito, iI mió uomo» nació de estas confidencias que una mujer hizo a otra mu¡er. Durante el verano
entero seguí a doña Raquel en todos sus desplazamientos. Evocaba ella acontecimientos lejanos y yo iba
anotando aquellos episodios, sus fresquísimas imágenes, sus frases ingeniosas y las palabras de Mussolini
que ella ha conservado amorosamente como un patrimonio precioso. En ocasiones, mi cuaderno de apuntes
causaba desazón a doña Raquel, porque aquellas páginas recordábanle, de súbito, que no hablaba para mí
sola. Entonces interrumpía con brusquedad su relato, pretextando quehaceres caseros; y yo ocultaba mi
cuaderno, pero permanecía al lado de ella. Y en un momento dado, ante una taza de café, o mientras
dábamos un paseo contemplando el crepúsculo, florecían nuevamente los recuerdos; serenos o dolorosos,
dramáticos o matizados de humorismo, pero siempre auténticos, nítidos, revividos con intensidad tal que yo,
al escucharla, reía y lloraba con ella.
Fué una experiencia extraordinaria. Durante mi vida de periodista, de «coleccionista de personajes»,
tuve ocasión de entrevistar a reyes y reinas, actrices y cantantes, millonarios y prelados. En los pasados
meses, al ir en busca de un «Mussolini hogareño», tuve la suerte inmensa de tropezar con otro personaje de
mérito excepcional : Raquel, la «pieza» más extraordinaria de mi colección.
ANITA PENSOTTI Roma, diciembre de 1957.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

CAPÍTULO PRIMERO

Cuando relato a Ana María, la menor de mis cinco hijos, la historia de mi encuentro con Benito, y le
describo cómo se inició nuestra vida en común, ella me contempla seria y compungida plegando los labios
hacia arriba, gesto característico de su padre; ¡uego, moviendo la cabeza con aire de perplejidad, de cariñosa
indulgencia, me dice:
—¿Sabes que tú y papá erais unos verdaderos románticos?
Me enfurezco:
—Nada de románticos —le digo—. Tú no puedes comprenderlo, porque perteneces a otra generación.

Vino Benito a recogerme, para llevarme a vivir con él, una tarde de otoño de 1909. No recuerdo la
fecha exacta, pero debió ser bien avanzado noviembre, pues la tierra aparecía desnuda y triste y el frío me
tenía recluida en casa. Vivía en San Martino, a pocos kilómetros de Forli, huésped de Pina, una de mis cuatro
hermanas. Habitaba con ella, su marido y sus suegros en una modesta casa de campesinos que más tarde,
antes de alcanzar mi marido el poder, adquirí con mis ahorros (me costó 12.000 liras, incluyendo en el precio
las vacas y las tierras) y que fui ampliando poco a poco hasta convertirla en una villa sin pretensiones, pero
dotada de comodidades y acogedora; una casa apropiada para mí, para Benito y para los muchachos, en
nuestra Romana. Los habitantes de esta región la bautizaron con el nombre de Villa Carpena. Por la localidad
donde se alza y entre las muchas moradas que me he visto obligada a cambiar en mi accidentada existencia
es a la única que he tenido cariño, la única en donde gusto refugiarme cuando deseo permanecer a solas con
mis recuerdos. De aquella villa sólo quedan hoy en pie las paredes. El interior está casi totalmente destruido,
y al trasladarme allí, de vez en cuando, me veo obligada a instalarme en el garaje.
Aquí fué, pues, donde vino a buscarme Benito aquella tarde otoñal de hace cuarenta y ocho años.
Estaba yo en el piso superior cosiéndome un delantal. Benito llamó a Pina y le di¡o:
—Dile a Raquel que baje: he encontrado casa y quiero que venga a vivir conmigo; pero que aligere,
que tengo mucha prisa.
Entró en la cocina y se puso a discutir de política con el suegro de mi hermana, un viejo campesino de
mente despierta a quien Benito solía leer —para conocer una opinión— sus artículos de fondo, costumbre
que mantuvo años más tarde cuando fué director del periódico «¡ Avanti!».
Pina se me acercó hecha un mar de lágrimas para comunicarme la llegada de Benito y que éste
deseaba llevarme con él inmediatamente.
—¡ Oh, Dios mío ! —gemía espantada, cubriéndose el rostro con las manos—. ¿Qué va a ser de ti?
¿Qué sucederá ahora?
Sus augurios eran catastróficos; el uno peor que el otro. Ella no poseía un temperamento rebelde como
el mío: era humilde y resignada, y Mussolini, con su fama de revolucionario y sus clamorosos mítines, no
debía parecerle otra cosa que un exaltado : un «loco», como muchos le llamaban en Romana. Trabajos pasó
Benito para convencerla de que no tenía ninguna intención de ocasionarme daño alguno.
—Quiero que Raquel sea la madre de mis hijos. No puedo vivir sin ellos —le explicó con una paciencia
desusada en él. Y luego, volviéndose hacia mí, añadió—: Vamos, ¿estás ya preparada?
Siempre he sido resuelta : tomo mis decisiones por instinto, en un abrir y cerrar de ojos. Y así obré en
aquella ocasión.
—Bien —le dije—. Voy a coger mis cosas.
Volví a subir al piso, hice un paquete con el único par de zapatos que hasta entonces había tenido (los
había comprado dos años antes, al cumplir los quince), un delantal, dos pañuelos, los zuecos y una camisa.
Después rompí mi lucha que contenía mis escasos ahorros. Descendí a la planta baja sin ni siquiera retocar
mi peinado, con mis rubias trenzas arrolladas de cualquier modo en torno a la cabeza y mi voluminoso fardo
bajo el brazo. Pina se me acercó cuando me dirigía con Benito hacia la puerta.
—Raquel —me dijo—, aguarda un instante a que te traiga el mantón, ¿no ves que está diluviando?
Diluviaba, en efecto, y obscurecía. Caminamos a lo largo de la carretera que desde San Martino
conduce a Forli: ocho kilómetros soportando aquel aguacero denso y persistente y ni yo ni Benito nos
atrevíamos a hablar. En la oscuridad, ladraban los perros cada vez que pasábamos por delante de una
alquería.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

—Parecemos dos mendigos —le dije a Benito—. Hasta los perros nos persiguen con su ladridos.

Llegamos a Forli a las nueve de la noche y Benito me condujo al «Masini», en aquel entonces la fonda
más lujosa de la ciudad, y pidió dos habitaciones que comunicasen. Jamás había pisado yo una fonda y
estaba aterida de frío y llena de zozobra.
—Prepare un baño para la señora —ordenó Benito al conserje.
El conserje me lanzó una mirada irónica.
—Creo que el baño ya lo tomó la señora; está calada como un polluelo.
Al llegar a este punto de mi relato, Ana María me dice con su habitual sonrisa :
—Mamá, ¿no pudisteis coger un paraguas, al menos?
—¿Paraguas? —respondo—. ¿Quién tenía paraguas en aquellos tiempos?
De este modo «romántico», como asegura mi hija, inicié mi vida con Mussolini. He estado a su lado
durante treinta y seis años. Con él compartí el alimento y el sueño, las luchas, los triunfos y las tragedias. Le
di tres varones y dos hembras por hijos. Le acompañé en silencio, haciendo labor de ganchillo o remendando
ropa mientras él escribía sus artículos o preparaba sus discursos. Recibí diariamente sus confidencias. A
menudo, durante la guerra, me disfracé de campesina para descubrir las fechorías de sus jerarcas. Le cuidé
en sus enfermedades y le presté ayuda y consejos cuando de ellos precisó. He sentido celos por su causa,
unas veces sin razón y otras con ella. Y puesto que jamás temí a nada (sólo tuve miedo a las serpientes y a
los temporales) ni a nadie, revelaré en estas memorias muchos de los hechos a los que he asistido como
testigo directo. Pero antes debo narrar cómo, en contra de mi deseo y de mi ambición, me llevó el destino a
ocupar el puesto, tan comprometido, de mujer de Mussolini.
Antes de contraer matrimonio con Rosa Maltoni, el padre de Benito había sido novio de mi madre: Ana
Lombardi. Ésta casó después con Agostino Guidi, y juntos fijaron su residencia en Salto, a seis kilómetros de
Predappio Alta. Es un puñado de casas agrupadas en lo alto de un cerro. Pero la casita de mis padres estaba
separada de las demás. La hiedra cubría su fachada, una espaciosa cocina con la chimenea característica de
aquella región, circundada de banquetas bajas, rodeando al edificio de una vasta hacienda que, en otros
tiempos, perteneció a los condes Ranieri Briscia, familia italiana de rancio abolengo. Mi bisabuelo había sido
administrador de aquellas tierras, pero en el momento de nacer yo habían pasado a ser propiedad de Adone
Zoli, el actual jefe del gobierno italiano, y mis padres trabajaban como guardianes de la finca. Al lado
precisamente de nuestra vivienda se alzaba la villa de Zoli, «El Palacio», como le llamábamos. Rezaba la
leyenda que en sus subterráneos yacían ocultos tesoros fabulosos (oro, piedras preciosas, armas cinceladas)
y que por la noche rondaba un fantasma misterioso aficionado a la música y quien, a hora señalada,
arrancaba a su violín quejumbrosos sones. Muchos años después, siendo Benito ¡efe del Gobierno, volví con
él a dicho palacio, invitados por la familia Zoli a las cacerías por ellos organizadas, deporte por el que sentía
yo verdadera pasión y en el que solía llenar mi zurrón de faisanes y codornices.
También Benito era un excelente tirador, pero solía decir que no tenía valor para matar aquellos pobres
animales y sólo aceptaba las invitaciones por el placer que le producía el darse una larga caminata por los
bosques de su Romana.
Desde muy pequeña, cuando llevaba a apacentar los pavos y los cerdos, oí hablar de Benito. Era, para
mí, el hijo de Mussolini: un muchacho cuyo padre era un personaje famoso en la comarca entera, y cuyo
nombre era continuamente citado en las conversaciones de los mayores. En mi imaginación infantil me
representaba a Alejandro Mussolini, alto y generoso, con ojos chispeantes y potente voz: una especie de
héroe recio e invencible que se valía de todas las artimañas para proteger a los pobres. Tal vez en razón de
esta aureola con que yo circundaba al padre, sentí desde entonces una secreta atracción por Benito.
Contaba yo siete años cuando le conocí y era una alumna turbulenta de la clase elemental. En aquella
época no era obligatoria la asistencia a clase y ninguna de mis cuatro hermanas había aprendido a leer y
escribir. Pero yo me había obstinado y con llantos y súplicas logré por fin arrancar a mi padre el permiso de
tomar lecciones con regularidad.
De marzo a septiembre descendía, descalza, hasta Predappio, que en aquel tiempo no gozaba de otro
alumbrado que un farol de gas en el centro de la plaza. Al ser licenciado mi padre nos trasladamos a Dovia,
un arrabal de Predappio, situado en el bajo valle, a orillas del Rabbi. Este traslado marcó mi destino. En
efecto, la maestra de Dovia era Rosa Maltoni y cuando estaba enferma venía a sustituirla Benito, que en
aquellos años cursaba sus estudios de Magisterio en la Escuela Normal de Forlimpopoli.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Su edad excedía en siete años a la mía y tomaba muy en serio su cometido. En una ocasión me golpeó
las manos con una vara para obligarme a guardar la debida compostura mientras permanecía sentada en el
banco. Efectivamente, yo era una muchacha inquieta y vivaracha : un verdadero diablillo, a pesar de mis ojos
azules y mis cabellos de un rubio claro; si alguien me hacía un desaire la emprendía a pedradas con él,
trepaba a los árboles con la agilidad de una ardilla y, aún ahora, a mi edad (cumplí sesenta y siete el pasado
mes de abril) sería capaz de repetir aquellas proezas.
Si .alguien había en el mundo capaz de domarme, éste era el «hijo de la maestra». Su mirada me
persuadía a prestarle obediencia en cualquier momento. Sus ojos eran incisivos, penetrantes, y sus pupilas
parecían relampaguear. Decía yo que eran fosforescentes. Ciertamente, y él no lo ignoraba, ejercían en todos
un poder increíble que jamás supe explicarme. Muchos años después, en Rocca delle Camínate, tuve
frecuentes ocasiones de presenciar los innumerables encuentros de mi esposo con las más altas
personalidades de todas las naciones. Entraban en el gran salón fingiendo una desenvoltura de que, por lo
general, carecían; luego, el Duce los miraba fijamente frunciendo las cejas y yo los veía, confusos, tropezar
en la alfombra. Siempre he creído que quien dio muerte a Benito no pudo haberle mirado frente a frente. De
haberlo hecho, estoy segura de que habría dejado caer el arma al suelo.
Después de la segunda clase elemental no pude volver a la escuela. En aquel año murió mi padre y
quedamos privados de nuestro único sostén. Nos trasladamos a Forli y comenzamos a buscar trabajo. En
aquellos tiempos, las muchachas del campo sólo disponían de un medio para ganarse honestamente el
sustento : ponerse a servir. Así lo hice también yo y aunque todavía niña, logré colocarme por tres liras
mensuales de estipendio en casa de un hortelano. Temprano aprendí en mi vida a levantarme a las cinco de
la mañana, a permanecer de pie todo el santo día yendo y viniendo del fogón a la tienda y de los dormitorios
al gallinero.
Jamás, desde entonces, he podido estar sentada en una butaca más de diez minutos seguidos, e
incluso cuando vivíamos en Villa Torlonia, a pesar de la insistencia de mi marido («Pero, ¿es preciso que
hayas de fatigarte tanto?») no podía prescindir de echar una mano a las criadas en los quehaceres
domésticos.

Ilustración 1. Raquel Mussolini y Anita Pensotti, que ha recogido la narración de "Benito, mi hombre", en el jardín de villa Carpena,
en Romagna

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Ilustración 2. Raquel Mussolini en Forio d'lschia, el pueblo donde fué confinada con sus hijos Romano y Ana María, después de la guerra

Tras el hortelano tuve por patrón a un campesino tirano y avariento, y finalmente me coloqué como
camarera en la familia Chiedini, personas honradas que me apreciaban mucho. Estando allí volví a tener
noticias del «hijo de la maestra». Me enteré de que había practicado la enseñanza en Gualtieri Emilia, que
había intentado (con escaso éxito) hacer fortuna en Suiza y que, vuelto a Romana, fué casi inmediatamente
encarcelado por haber capitaneado un grupo de manifestantes. Recuerdo que el señor Chiedini me describía
con evidente satisfacción la escena de la detención de Benito, a pie y esposado, rodeado de «carabinierí» a
caballo. (En una ocasión un pintor amigo nuestro pintó un cuadro, que más tarde regalé a mi hija Edda, que
representaba este episodio.) El señor Chiedini era un acomodado terrateniente y, en consecuencia, contrario
a los socialistas y a sus doctrinas. Pero yo le contradecía con ardor, defendiendo a Mussolini y sus ¡deas, que
eran también las mías.
En el ínterin, en 1905, había muerto en Predappio Rosa Maltoni, y Benito, que estaba en el regimiento
de «bersaglieri» en Verona, apenas tuvo tiempo para acudir a su lado. Sentía hacia su madre una inmensa
veneración y el dolor le hizo casi enloquecer. En los años que siguieron, y en cuantas ocasiones fuimos a
Villa Carpena, antes de entrar en casa montaba en bicicleta y corría al cementerio para orar ante la tumba de
su madre. Al enviudar, el padre de Benito cerró su taller de herrería y marchó a Forli, en cuyas afueras abrió
un mesón. La casa existe todavía, en el número 23 de la calle Ravegn'ana (así se la llama ahora); su fachada

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está pintada de color de rosa y el mesón ha sido sustituido por una carbonería. Mi suegro había quedado
solo, pues Benito siempre estaba ausente y los otros dos hijos habían seguido el mismo camino; Arnaldo en
Friuli y Eduvigis en Premilcuore. También mi madre estaba sola y pasaba mil fatigas para vivir con las pocas
monedas que conseguía reunir trabajando en las casas de algunas familias. Por e"o, cuando Alejandro
Mussolini le propuso que fuese con él para ayudarle a instalar el mesón, aceptó gustosa.
Yo había cumplido ya los dieciséis años. Me llamaban la «Chileta» (diminutivo de Raquel) y gozaba
fama de ser incansable en el trabajo, sentir pasión por el baile y tener a raya con pocas palabras a los
jóvenes que mostraban exagerada galantería. No había vuelto a ver a Benito. Pero un domingo por la
mañana oí que me llamaban por mi nombre. Acababa de salir de misa con la hija de mi patrón y me había
detenido a tomar el sol en la plazoleta de la iglesia de San Mercuriale. La curiosidad me hizo volver la cabeza
y vi al «hijo de la maestra». Lucía bigote y perilla, al uso de entonces, vestía un traje raído y llevaba los
bolsillos atiborrados de periódicos. Cambiamos breves palabras y me reprochó que no hubiese ido a ver a mi
madre. Le contesté que el señor Chiedini no me permitía frecuentar la casa de un hombre de ideas
subversivas y que probaría a pedirle permiso a su esposa.

Con tal pretexto pude, el domingo siguiente, pasar la tarde con mi madre y con Alejandro Mussolini.
Benito estaba también y al despedirme yo se puso a mi lado para acompañarme. Al llegar a la plaza del
Duomo (sin haber cambiado una palabra en todo el rato) me invitó a tomar un café en el bar de la esquina.
«Está loco», pensé. En aquella época, una muchacha que se dejase ver acompañada de un hombre en un
local público, podía considerar arruinada para toda su vida la reputación. Comprendió mi negativa y por suerte
no insistió. Pero antes de dejarme me dijo que mi puesto estaba al lado de su padre y de mi madre y que
debería abandonar cuanto antes a la familia Chiedini.
—Yo —añadió— parto dentro de ocho días. Me marcho a Trento a trabajar en el periódico de Cesare
Battisti.
—Ya pensaré en ello —le respondí. Pero no necesitaba reflexionar mucho. Pocos días después estaba
instalada en el mesón Mussolini. Me sentía contenta como jamás lo había estado; mi alegría contagiaba a los
clientes que me reclamaban a sus mesas: todos ellos querían que les sirviese la «rubia».
En vísperas de la partida de Benito, su padre descorchó unas botellas de «Sangiovese» y organizó un
baile en mi honor. Benito tocó el violín, alternándose con un amigo, y se bailó hasta hora avanzada. ¡Qué
bailarín tan maravilloso era mi marido! Cuando todos hubieron marchado me llevó aparte y me dijo
resueltamente:
—Raquel; cuando vuelva, serás mi mujer.
No aguardó la respuesta ni se interesó por saber si yo compartía o no la misma opinión. Apenas me
hube acostado olvidé sus palabras; pensé que había estado bromeando. Contrariamente, a los dos meses, el
señor Alejandro recibió una postal de su hijo con esta posdata : «Muchos saludos a Raquel y dile que no se
olvide de lo que le dije». Me guardé bien de ello; en el ínterin había sido solicitada en matrimonio por un ¡oven
geómetra de Rávena. Se llamaba Oliven y era propietario de buen número de hectáreas de tierra; hasta el
final de su vida, pensando en cuanto debí sufrir a su lado, mi marido se reprochó e! no haberme dejado casar
con aquel pretendiente.
Después de año y medio, Benito regresó de Trento. Ya no llevaba perilla y como de costumbre no tenía
dinero, pero llevaba bajo el brazo su inseparable violín. Le habían expulsado del Trentino por haber escrito en
el periódico de Battisti esta frase: «Italia no termina en Ala» y por tal motivo había conocido por algunos días
las cárceles de Rovereto. Se enteró, a su regreso, de que yo tenía un pretendiente y me obligó a romper en
pedazos, ante sus propios ojos, las pocas cartas que de aquél había recibido. No satisfecho con ello, le
escribió exhortándole a que en lo sucesivo me dejase en paz. Después me repitió que quería casarse
conmigo. Pero yo no estaba de acuerdo en absoluto. No quería terminar como su pobre madre (¡cuántas
veces la vi llorar en la escuela por los continuos disgustos que le ocasionaban su marido y su hijo!). Benito
recurrió a las amenazas. Dijo que se arrojaría bajo un tren y que yo tendría el mismo fin. Mi madre,
concentrando todas sus energías, le hizo observar con timidez que yo era menor de edad y que si él insistía
podría hacerlo detener. Benito sacó entonces un revólver y pronunció gravemente estas palabras en
presencia mía :
—Si Raquel no me quiere, aquí hay seis balas; una para e'la y las demás para mí.
Los argumentos eran convincentes.
Tal fué el prólogo de nuestro idilio. Le llamo idilio por llamarle de algún modo. Exageradamente celoso
como todos los de Romana, me encerraba con llave cada vez que salía y cuando estaba en casa, para evitar
que bajase a la planta baja, él mismo lavaba los platos y vasos y servía la mesa en mi lugar. Era un camarero

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magnífico: esbelto, vestido de negro con su servilleta impecable al brazo. Su padre, al verlo, se abandonaba a
crisis
de desesperación.
—¡Un profesor —decía—, un joven tan instruido, obligado
a hacer de esclavo!
Pero Benito sostenía que ninguna profesión denigra a una persona inteligente. Le llamaban «el
profesor» porque daba clases de francés y le tenían un respeto tan profundo que se apartaban al verle
aparecer por el extremo de la calle. Aún ahora, algunos, en Romana, le llaman «el profesor».
Además de prohibirme «bajar al piso de abajo», Benito no me permitía que asistiese a sus mítines.
Decía que mi presencia aminoraba su elocuencia. Pero cierto día, el señor Alejandro me llamó aparte:
—«Chileta» —me dijo—, Benito habla en el círculo socialista de Ospedaletto. Iremos de escondidas a
escucharle; antes de que termine nos escabulliremos y te llevaré al baile.
Salimos, en efecto, antes que los demás, después de haber gritado un par de veces: «¡Viva Benito,
viva Mussolini!», y corriendo llegamos al baile del círculo, donde precisamente en aquel instante interpretaban
«Bandera Roja», el himno que indefectiblemente precedía al baile. (Esta canción la tengo clavada en mis
oídos casi sesenta años. Incluso ahora, cuando voy a Romana, oigo su estribillo por doquier.)
Entré, pues, en la sala de baile con el señor Alejandro y apenas la orquesta atacó un vals, uno de los
militantes socialistas allí presentes me invitó a bailar. Ignoro quién fuese aquél, pero lo que si sé, es que en
cierto momento me encontré frente a Benito, quien mirándome con ojos enfurecidos me arrancó de los brazos
de mi pareja. Me hizo bailar con él sin dirigirme la palabra. Tomamos después un coche de punto y durante el
recorrido de Ospedaletto a la palizada Mazzini me pellizcó furiosamente los brazos. Yo lo soportaba en
silencio sin atreverme ni a respirar. Después de esta escapatoria me «exiló» en Villa Carpena, en pleno
campo, en casa de mi hermana Pina. Venía a verme a pie desde Forli todas las noches, pero un día (había
comenzado el mal tiempo y el camino, aún sin asfaltar, estaba fangoso) se cansó y me obligó a irme a vivir
con él a Forli. Pero esto ya lo conté.
Nuestra primera vivienda estaba en el antiguo palacio Merenda, en la calle que conserva el mismo
nombre. Se componía de dos pequeñas habitaciones en las que abundaban las pulgas y que daban a un
patio sombrío, en lo alto de una escalera tan sumamente angosta que apenas podía pasar por ella cuando
esperaba el nacimiento de Edda. Antes de venir a recogerme a Carpena, Benito la había amueblado como
mejor pudo: una cama, una mesa desvencijada, dos sillas y un hornillo de carbón. Pero no había pensado en
los cubiertos ni en las sábanas. Los pedí prestados a mi madre y después, poco a poco, me procuré lo
indispensable. Fueron los años más hermosos. Benito dirigía un semanario socialista, «Lucha de clases», y
en poco tiempo llegó a ganar 120 liras mensuales, de las que 20 eran destinadas a la caja del partido y 15 al
pago del alquiler; el resto lo administraba yo economizando en todo para ahorrar unas monedas. Hasta el
último día de su vida, mi esposo me entregó siempre el sobre con la paga íntegra, que ni siquiera abría. No
tenía noción del dinero y a veces llegaba a confundir unas monedas con otras. Estoy segura de que, al morir,
sólo llevaba en los bolsillos el pañuelo y los lentes; jamás llevó encima una sola lira.
En los primeros tiempos de nuestra unión no logré evadirme de mi antigua sujeción al «hijo de la
maestra». Era costumbre en la Romana tratar de «tú» a los amigos y familiares (costumbre que aún perdura
en el campo) pero a los mayores de edad se les hablaba de «usted» por respeto. Y yo, continué hablando de
usted a Benito durante mucho tiempo, incluso cuando hicimos vida en común. Decíame él con un gruñido:
—¿No aprenderás nunca a hablarme de tú?
Pero yo, a pesar de mis esfuerzos, me equivocaba de cuando en cuando.
Éramos felices en aquella época. Benito no había sabido adaptarse nunca al ambiente de las tabernas
(la gente que blasfemaba y jugaba le irritaba haciéndole sufrir), y estaba contento de poder, al fin, comer en
casa. Por la mañana salía muy temprano a la calle y antes de dirigirse a la redacción de «Lucha de clases»
hacía un alto en la plaza, en el quiosco de Damerini. De pie, leía apresuradamente todos los periódicos en
aquel cuchitril : no podía adquirirlos todos pero le permitían leerlos gratis. De noche frecuentaba el café de
«Macarrón» que ocupaba toda la esquina del palacio Serrughi en la plaza Aurelio Saffi, donde hoy está la
Cámara de Comercio. Allí discutía de política hasta muy entrada la noche. A menudo le acompañaban en
aquel café algunos estudiantes de las escuelas técnicas que solicitaban su ayuda para resolver sus
problemas de matemáticas. Benito desembarazaba una de las mesitas de mármol y comenzaba a llenarla de
signos y cifras con el lápiz. Cuando el mármol estaba completamente garrapateado se sentaba en la
inmediata y así sucesivamente, seguido del séquito de sus improvisados alumnos.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Hasta entonces me placía quedarme en casa, tranquila, sin entrometerme en su trabajo. Mis vecinos
eran pobres gentes que se ganaban el pan tejiendo cestitas de mimbre.
Cierto día, la condesa Merenda, propietaria del palacio, subió la escalera de nuestra casa, acompañada
del administrador. Oí que decía en tono despreciativo:
—¿Es posible que esté obligada a tener en mi casa a tantos pordioseros?
La mañana siguiente, mientras afeitaba a Mussolini, recordé aquellas palabras. Al llegar aquí considero
necesario abrir un paréntesis. Al ver que debido a sus nervios se hacía cortes en las mejillas, le propuse
desempeñar yo el oficio de barbero. Me prometió una recompensa de cincuenta liras al mes y algún tiempo
después mi esposo llegó a la conclusión de que el afeitado le costaba caro. En consecuencia aprendió a
rasurarse sin herirse, y, más tarde, cuando vivimos en Milán, aceptó los servicios de un barbero. Referí,
pues, a Benito, el juicio expresado por la condesa Merenda. No me dejó terminar: Con el rostro enjabonado,
tomó una hoja de papel y la pluma y escribió apresuradamente unas palabras. Me enteré después que había
remitido aquella nota a la condesa. Había escrito ¡ «Recuerde, egregia señora, que mi esposa es más noble
que usted».
Muchos años después, mi esposo volvió a Forli, en visita oficial. Los habitantes de Predappio habían
decidido regalar al Duce su casa natal y hubo solemnes manifestaciones. Fué inaugurada, además, una
lápida que testimoniase el lugar donde, el 29 de julio de 1883, vio la luz por vez primera Benito Mussolini.
Apenas leyó la inscripción, mi marido ordenó que la quitasen a toda prisa: «Por orden», añadió, «del
lapidado». Yo también asistí y la primera persona a quien vi en la recepción celebrada en prefectura fué
precisamente a la condesa Merenda. Alguien se empeñó en que pronunciase algunas palabras y yo, sin
hacerme rogar, comencé así: «Cuando uno llega a ser un personaje importante todo el mundo nos quiere y
nos adula. Pero cuando se es pobre... No he olvidado que algunas condesas aquí presentes...».
Desgraciadamente no pude terminar pues Benito, con un pretexto, me llamó a su lado. En lo sucesivo, la
condesa se mostró amabilísima con nosotros. Incluso se empeñó en grabar una inscripción en la fachada de
su palacio, para conmemorar el nacimiento de mi Edda.
Edda, en efecto, nació en Forli, en las habitaciones de Vía Merenda, hace cuarenta y siete años. Benito
deseaba ardientemente una niña y escogió para ella aquel nombre que había leído en un libro, tres meses
antes del feliz acontecimiento, seguro, como estaba, de que su deseo sería realizado irremediablemente. En
aquellos días mi esposo había recibido una halagüeña proposición que hubiera podido cambiar
completamente nuestro futuro. Consistía la oferta en encargarse de la dirección de un importante diario
socialista de Nueva York, y en un primer momento le había seducido la idea de trasladarse a los Estados
Unidos. Pero allí estaba yo, en trance de ser madre por vez primera. ¿Cómo obligarme a cruzar el Atlántico
en aquel estado? De común acuerdo decidimos con sentimiento dejar perder aquella ocasión, pero más tarde
me he reprochado, involuntariamente, aquella renuncia. Yo me hubiera ahorrado muchos dolores y Benito,
con su inteligencia, hubiera logrado fácilmente labrarse una fortuna en América.
Nació Edda el primero de septiembre. Benito había salido a comprar la cuna (era de madera y costaba,
lo recuerdo bien, quince liras) y la trajo a sus espaldas hasta casa. Quiso permanecer a mi lado toda la noche
y quedó tan impresionado por mis sufrimientos que durante seis años se guardó de hacerme traer al mundo
nuevos hijos. Como nuestro matrimonio no se había celebrado como Dios manda, por respeto a nuestras
¡deas (un socialista que se uniese en matrimonio ante el altar o que hiciese bautizar a sus hijos, sería
expulsado del partido), nuestra primogénita fué inscrita en el registro como hija de Benito Mussolini y de N. N.
De ahí nació la estúpida especie, que dio la vuelta a Italia, según la cual la madre de la hija de Mussolini era
Angélica Balabanoff y no yo. Edda y yo nos reímos siempre de aquella historia. Le contaba que cuando ella
era una niña y su padre la llevaba consigo a la redacción de «¡Avanti!», en Milán, la Balabanoff se desvivía
por hacerle todo genero de cumplidos y zalamerías, pero ella, asustada, estallaba en sollozos y se ocultaba
detrás de su padre. Luego en casa, Benito me describía la escena. Y yo, riendo, reprendía a Edda.
—¡Cómo! ¿De este modo tratas a «tu madre»?
En cuanto a Benito, le reprochaba su mal gusto en la elección de sus mujeres, a lo que él respondía :
—Las mujeres bonitas son peligrosas y con ellas se corre el riesgo de perder la cabeza.
Pero al punto me aseguraba que le hubiera sido imposible dedicar un solo pensamiento galante a
Angélica Balabanoff.
—Si me encontrase en un desierto —añadía— y ella fuese la única mujer, preferiría cortejar a una
mona.
Empero, a mi marido, estas habladurías referentes al nacimiento de Edda le fastidiaron enormemente.
En los últimos días de su existencia, en Gargnano, un diario suizo publicó un artículo en el que, por enésima
vez, se repetía la necia calumnia.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Benito leyó el suelto y arrojó el ejemplar al suelo con desaliento infinito.


—Después de tantos años y con todo lo sucedido —me dijo— sólo saben escribir que Edda no es hija
tuya...
—¿Por qué te preocupas? —le contesté—. ¡Yo sé lo que sufrí al- traer al mundo a Edda, y no Angélica
Balabanoff !
Veinticuatro horas después del nacimiento de mi primogénita, ya estaba yo en pie y lavaba la ropa.
Había dicho a una vecina que me advirtiese si venía la comadrona y cuando con una seña me indicó la
presencia de ésta en la galería, me metí en la cama a toda prisa, hundiéndome jadeante entre las sábanas.
Nuestra vida proseguía tranquila. Debido a nuestras ideas no habíamos bautizado a Edda. Pero un empleado
de la Alcaldía, para perjudicar a mi marido, había difundido la especie de que nuestra hija había recibido las
aguas bautismales. Se enteró Mussolini y en pocos minutos resolvió el asunto: se encaminó al Ayuntamiento,
mandó llamar al malicioso empleado y lo persuadió, con dos bofetones, a reconocer su embuste. Edda lo era
todo para él : desde su nacimiento le pareció que era el dueño del mundo. La tomaba en brazos, le hacía
largos discursos y tocaba el violín inclinado sobre ia cuna. Cuando la niña se dormía, esperaba un rato por si
se despertaba, mirándola de vez en cuando; pero luego se cansaba y a pesar de mis protestas entreabría con
dos dedos los párpados de la pequeña para contemplar sus ojos.
Entre tanto, en Romana, se recrudecía la lucha entre los partidos socialista y republicano y mi marido
pasaba todas las noches en el café de «Macarrón». Pero una noche le esperé en vano. Dieron las dos, las
tres. Yo sollozaba con la cabeza apoyada en la mesa, segura de que lo habían metido en la cárcel.
Finalmente, a las cinco de la madrugada, se abrió la puerta y apareció él. Estaba alterado, palidísimo. Me
miraba sin reconocerme. Dos desconocidos le sostenían por los brazos como si fuese un saco de trapos.
—No se alarme, señora —me dijeron los dos acompañantes—; no ha sucedido nada grave. Se acaloró
demasiado hablando y sin darse cuenta ha estado bebiendo, como si fuese agua, una cantidad increíble de
café y coñac.
Se marcharon, dejándome sola con Benito, quien comenzó a destrozar todo cuanto se ofrecía a su
mirada. Por suerte no disponíamos de muchas cosas, pues de lo contrario hubiéramos quedado en la ruina.
Desesperada, desperté a mi vecina y la envié a que llamase a un médico. Vino éste, y como medida
prudencial, me aconsejó atarlo a la cama. Cuando se despertó a las dos de la tarde, miró aturdido, en torno
suyo. No conseguía comprender lo sucedido. Se lo expliqué todo y protestó diciendo que no era posible.
Entonces le mostré los destrozos.
—¿Ves? Has hecho pedazos la jofaina, los platos, las escudillas, el espejo. Tendré que gastar un buen
puñado de dinero para comprar otros nuevos.
Él guardaba silencio.
—Escúchame bien —continué diciendo—. Sólo hace un año que vivimos ¡untos pero ya te conozco
bien. (El «tú», en aquel momento, me salió espontáneamente.) Sé que eres bueno y estoy dispuesta a
perdonártelo todo, incluso las aventurillas amorosas, pero no quiero que mi marido sea un borracho. Tuve ya
una tía que se entregaba a la bebida, cuando era niña, y me basta aquella experiencia. Si vuelves a casa otra
vez bebido, soy capaz de matarte.
Benito me escuchó hasta el final y juró sobre la cabeza de la pequeña Edda que no bebería nunca
más. Promesa que mantuvo toda su vida. Renunció al café y a los licores y sólo tomaba dos dedos de vino
dulce cuando le invitaban en las recepciones («De lo contrario —decía— mis huéspedes se ofenderían»), y
todas las noches, antes de dormirse, una taza de manzanilla.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

CAPITULO II

Cada vez que mis hijos me dicen: «Mamá; la semana que viene haremos tal o cual cosa, o iremos aquí
o allá», la inquietud se apodera de mí.
—Tenemos tiempo de pensar en ello —respondo—. Quién sabe cuántas cosas pueden suceder de
aquí a entonces.
Es una especie de supersticioso temor hacia el futuro del que no he conseguido librarme nunca.
Siempre viví al día. Durante los treinta y seis años que pasé al lado de Benito, no hubo un solo día en que
haya podido esperar con calma el regreso a casa de mi marido, de noche, como las demás mujeres. Decíame
él:
—Si no me ves entrar en casa es que me he muerto o que me han detenido.
—¡Bonita manera de tranquilizarme!— le replicaba, bromeando, los primeros tiempos. Pero no tardé en
convencerme de que Benito hablaba en serio.
Después de nacer Edda, nos trasladamos de Vía Merenda a la plaza del 20 de Septiembre. En el
ínterin había muerto el padre de Benito. Mi Edda contaba tres meses y Alejandro Mussolini, que la adoraba,
quiso tenerla a su lado hasta el último momento. Yo quería profundamente a mi suegro, que aquel año no
tuvo otro remedio que modificar su opinión acerca del amor que su hijo sentía hacia el hogar («Jamás hubiera
creído —decía— que fuese capaz de ser un excelente esposo y buen padre : ha constituido para mí una
revelación»), y su muerte me apenó profundamente. Nos repartimos con Arnaldo y Edu-vigis cuanto dejó al
morir: unas tierras y algunos muebles. Hice inscribir a mi nombre el mobiliario que correspondió a Benito.
—De este modo —le dije— seré yo el ama de la casa; si alguna vez no marchamos de acuerdo, podrás
irte cuando gustes.
Vino mi madre a vivir con nosotros y desde los primeros meses comenzó, la pobre, a oír hablar de
cárceles y de abogados. Eran los días de la guerra de Trípoli y mi esposo, que se oponía a aquella empresa,
no desaprovechaba cualquier oportunidad para proclamar, en los mítines, que se trataba de una empresa
descabellada. Cierto día, millares de ciudadanos de la Romana improvisaron una violenta manifestación
contra el gobierno : había en la estación un tren abarrotado de militares que partían para África, y la
muchedumbre asaltó los coches e hizo descender de ellos, profiriendo gritos, a los soldados. Mezclados con
aquel gentío estaban también mi marido y Pietro Nenní.
—Hemos hecho lo imposible para restablecer la calma —me contó Benito a la hora de la cena—, pero
ya verás como yo y Nenni daremos con nuestros huesos en la cárcel.
Continuó frecuentando el café de «Macarrón» y, por el momento, Giolitti no se atrevió a mandar que le
detuviesen por temor a que se promoviera una algarada (en Trentino, como protesta por la expulsión de
Benito, había sido proclamada la huelga general), pero en torno a su mesa mariposeaban continuamente
agentes vestidos de paisano, y una noche, ya servidos los platos a la mesa, vi entrar, en lugar de él, a un
desconocido que llevaba un sobre en la mano. Comprendí al punto que era un policía. En poco tiempo de
convivencia con Benito había adquirido extraordinaria perspicacia para reconocer, sin equivocarme, a los
agentes, y después, a fuerza de vivir en aquel ambiente, terminé por asimilar sus dotes.
—Doña Raquel —decíame indefectiblemente Bocchini, el ¡efe de policía—, si usted no fuese la
esposa del Duce la tomaría a mi servicio; ninguno de mis subordinados posee su «olfato».
Aquel policía me comunicó, pues, con indiferencia, que Mussolini había sido arrestado y al propio
tiempo me entregó un billete de diez liras. Me lo enviaba Benito, con !a recomendación de que estuviese
tranquila (había solicitado del abogado Nenni, que era con quien se reunía en el café de «Macarrón», un
préstamo de cincuenta liras, de las que cuarenta habían sido secuestradas por los guardias en sus propias
narices). Le volví la espalda, sin hablar, estrechando entre mis brazos a Edda.
—¡ Cómo ! ¿Es que no llora? —me preguntó el policía.
—¿Por qué he de llorar? —respondí indignada—. Mi esposo no es un ladrón ni un asesino; la política
no mancha la honradez de nadie.
Después, apenas hubo salido, estallé en sollozos; disponía, como único capital, de doce liras.
Benito permaneció en prisión siete meses, primeramente en Forli y después en Bolonia. Pronto aprendí
las astucias indispensables a la esposa de un preso. Logré hacer llegar a sus manos, libros, periódicos,
lápices, velas. Sus amigos socialistas le llevaban platos exquisitos casi todas las noches (jamás comió tan
bien como en aquel período) y en ocasiones conseguí hablar con él. Cuando Edda aprendió a andar, la

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

llevaba conmigo después de haberla instruido durante horas. Se acercaba a su padre, fingiendo darle un
abrazo, y Benito sacaba de los bolsillos de su delantalito unos pliegos doblados que había escondido en ellos.
Eran las galeradas de sus artículos para «Lucha de clases»; los redactaba en la celda y los hacía salir de la
cárcel por el mismo procedimiento. Durante aquellos meses me escribió setenta cartas. «Ahora —decía—
sufres por mi causa, pero llegará el día en que te regalaré una casa toda de oro, Raquel», y a su Edda, a la
que llamaba «hija de la miseria» ¡ «Cuando sea mayor, quiero que disfrute de las más bellas satisfacciones
que pueda ambicionar una mujer». Su caligrafía de entonces muy poco se parecía a la que todos conocen.
Era diminuta y apretada, y no se modificó por muchos años, razón por la cual he podido comprobar la
falsedad de los «diarios» que me fueron presentados el pasado año por un periódico de Milán. Más que un
verdadero diario eran un conjunto de anotaciones hechas apresuradamente por mi marido en agendas de la
Cruz Roja. Las guardaba en su despacho, encerradas en una cajita y su camarera personal, Irma, las hubiera
reconocido inmediatamente, pues estaba encargada de quitarles el polvo. Primeramente, estos «diarios»
fueron confiados a la hermana de Benito, Euduvigis, pero más tarde volvieron a nuestra casa,
desapareciendo en 1945 junto con muchísimos otros documentos.

A propósito de diarios, debo decir que también yo poseía uno. Deseaba que fuese un libro «sincero» y
a partir del 22 de octubre escribí, diariamente, en cuadernos escolares, todo lo sucedido a Benito y cuanto de
él oí hablar, añadiendo mis impresiones personales. También continué llevando al día el diario en Gargagno y
en ocasiones Benito me tomaba un poco el pelo.
—¿Qué es lo que escribes, Raquel?
—Nada, nada —decía yo, tapando la hoja para que no leyese en ella.
Pero él insistía :
—Quiero ver lo que escribes, Raquel.
—Escribo el nombre y la historia de todos los bellacos que te han hecho daño.
—Déjamelo ver —me ordenaba entonces.
Leía, con una sonrisa en los labios, y tachaba, de cuando en cuando, algún renglón o unas palabras.
Desgraciadamente quemé, antes de la catástrofe, muchos de aquellos cuadernos. Eran, en efecto, la
revelación de nuestros proyectos para el futuro inmediato y temía que pudiesen caer en manos de los
partisanos.
Benito pasó en la cárcel la Navidad del año 1911. En aquella ocasión me escribió una carta que
comenzaba: «Hace frío y el Niño Jesús pone calor en los hogares», carta que escondió entre las manitas de
Edda durante nuestra visita al locutorio. Eran las primeras Navidades que pasábamos separados y fueron
muy tristes. Pero hubo otras muchas Navidades tristes durante nuestra vida en común: una serie larguísima,
hasta el punto de que mi esposo sentíase invadido de tristeza cada vez que se avecinaba el 25 de diciembre.
—A nosotros —decía— el Niño Jesús sólo nos trae penas.
Aquel día señalado trabajaba más de lo acostumbrado y le desagradaba que perdiésemos el tiempo
cambiando felicitaciones y regalos.
Mientras estuvo encarcelado, Benito pudo, por fin, disponer de tiempo para hacer traducciones del
francés, muy aburridas pero bien remuneradas. Se trataba de fórmulas para una tintorería y eran difíciles de
traducir porque estaban cuajadas de términos científicos. Pero mi marido conseguía salir siempre airoso del
paso. Aquel mismo año, antes de ser detenido, había escrito una complicada novela de folletín para el diario
de Cesare Battisti. Se titulaba «Claudia Particella o La amante del Cardenal» y había logrado un éxito ruidoso
entre el público. Tuve, empero, que luchar denodadamente para convencer a Benito que la terminase: se
había cansado después de las primeras entregas y no quería oír hablar más de la novela. Pero Battisti le
suplicaba, desde Trento, que no cometiese semejante locura, pues la tirada del periódico había aumentado
considerablemente. En lo que a mí se refiere, me venían admirablemente bien las quince liras que recibía por
cada entrega. Razón por la que decidí ayudarle, inventando, para facilitar su trabajo, nuevas intrigas y
situaciones inéditas; Benito premió mi labor bautizando con el nombre de Raquel a uno de los personajes.
Finalmente, una mañana de febrero de 1912, oí, inesperadamente, su voz que destacaba entre una
alegre algazara, en la escalera. Durante el proceso celebrado en Bolonia los jueces habían condenado a
Mussolini a un año de prisión y al pago de las costas, pero su abogado había entablado recurso logrando que
la pena fuese rebajada a siete meses. Apenas daba trabajo a sus abogados. Él solo se defendía. Cuando su
amigo Bonavita comenzaba solemnemente una arenga, le interrumpía en lo mejor de ella con un gesto de
intransigencia : —Cállate. Ahora hablo yo.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Seguimos aún en Forli unos pocos meses. Poco tiempo después, Benito fué nombrado miembro de la
directiva del partido socialista y director de «¡Avanti!», en sustitución de Claudio Treves. Jamás había estado
yo en Milán y sentía cierto temor ante la idea de residir en una gran ciudad. Pero pensaba que al fin podría
vivir tranquila, convencida como estaba que la pasión por la política era una característica de nuestra región.
Contrariamente, me di cuenta desde los primeros días que también allí debería sufrir en continuo sobresalto
de la mañana a la noche. De tanto en tanto, escuchábanse en Forli los escopetazos, pero en Milán era peor
porque allí estallaban las bombas de mano. Había conseguido yo apoderarme de una y la tenía oculta en el
desván.
—No tema —decía a mi madre cuando quedábamos a solas con Edda—. Si alguien quiere hacernos
daño, le tenemos una bomba preparada.
Para juntar el dinero necesario para el traslado nos habíamos visto obligados a vender casi todo el
mobiliario. Habitamos primeramente en una pensión próxima a San Damiano (donde estaba la sede de
«¡Avanti !»), y después en Vía Cartel AAorrone. Los vecinos decían : «Ha llegado Mussolini con sus dos hijas
¡ una mayor y otra pequeña». En aquellos tiempos llevaba yo muy cortos los cabellos, a lo «bebé». Una de
las veces que visité a Benito en la cárcel, me había lamentado de un eczema molesto que me impedía
peinarme.
—Pélate —me había respondido Benito. Hallaba, en un abrir y cerrar de ojos, soluciones para todo
problema. Cuando, por ejemplo, me lamentaba, años más tarde, del precio excesivo de los zapatos y de que
nuestros hijos destrozaban muchos pares, él, serio y tranquilo, me sugería :
—Que vayan descalzos.
(Arnaldo, lo recuerdo bien, protestaba al punto: «Benito —decía—, ¿te parece bonito que los hijos de
Mussolini vayan a jugar descalzos al parque?»)
Así, pues, apenas regresé a casa me pelé al cero utilizando la navaja de afeitar. «Benito ha descubierto
—pensaba yo— el sistema de evitar que los hombres me sigan»; y en el fondo me sentía lisonjeada por sus
celos. Pero estaba hecha un adefesio. Mi madre, para remediar aquel desastre, me había comprado una
peluca que no podía aguantar y que me guardaba mucho de encasquetarme. En aquella época, el orgullo de
una mujer elegante era, ante todo, un enorme «chignon» en la nuca. Yo, con mi melenita, tenía aire de
chicuela. Tardó mucho tiempo en que me volviese a crecer el cabello. Cuando, por fin, lo tuve largo, Benito
comenzó a importunarme para que me los cortase a lo «garςon».

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Ilustración 3. Dos fotografías juveniles de Benito Mussolini,


correspondientes a la época en que militaba en el partido socialista

Ilustración 4. La casa donde nació Mussolini, en Dovia (Predappio) Ilustración 5. La casa natal de Raquel, en Salto (Predappio Alto)

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Ilustración 6. Benito y Raquel Mussoli en dos retratos hechos al año


siguiente de la Marcha sobre Roma

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Ilustración 7. Romano besa afectuosamente a su madre, en su casa de campo de villa Carpena

—Es la última moda —decía (era por el año 1923: mi esposo habitaba ya en Roma y yo iba a verle de
cuando en cuando).
Pero yo ni siquiera quería oír hablar de ello. Un día, al pasar por delante de una peluquería donde
Benito solía afeitarse, oí que éste me llamaba. Entré sin sospechar nada de lo que me tenía preparado.
—Escucha : quiero decirte algo.
Estaba sentado ante el espejo y me vi obligada a inclinarme para oírle mejor. Entonces, con un rápido
movimiento, cogió un par de tijeras que había al alcance de su mano y las hundió entre mis trenzas, que cortó
a troche y moche.

Al asumir la dirección de «¡Avanti!» mi marido debía recibir el mismo sueldo de Treves; mil liras
mensuales. Paga que a mi me pareció fabulosa pero que Benito no quiso aceptar, alegando que recargaría
excesivamente los gastos del periódico, limitándose a pedir la mitad. Era yo, sin embargo, quien tenía que
pensar en todos los gastos de la familia. En Milán me encantaba la actividad de sus habitantes. Es una ciudad
a la que, si pudiese, volvería gustosa.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Continuaba desempeñando yo sola todos los quehaceres domésticos y todas las mañanas iba de
compras al Verziere llevando conmigo a Edda. La niñez de mi hija fué muy diferente a la que tuvieron mis
otros hijos, pues su padre no consentía en separarse de ella, obligándola a que le acompañase a todas
partes: al cafe, al teatro, a los mítines e, incluso, a la redacción del periódico. Yo me sublevaba; me resistía a
admitir que se obligase a una niña de tan corta edad a pasar la noche en una redacción o, como ocurría con
frecuencia, en una imprenta. Pero Benito se negaba a escuchar razones.
—Será una escuela magnífica para la pequeña —afirmaba, y, verdaderamente, mi Edda aprendió a
escribir ella sola, a la edad de cuatro años. El suelo de la cocina hacía las veces de pizarra y con un trozo de
yeso pasaba horas enteras garabateando, con gran desesperación por mi parte (era yo quien, después,
tendría que limpiar el suelo), todas las letras del alfabeto. En ocasiones nos íbamos los tres al teatro,
aprovechando las entradas que nos proporcionaba «¡Avanti!» y después nos facilitó el « Popolo d'ltalia». Pero
me cansé pronto, porque era imposible pasar un rato divertido cuando estaba Benito. En las comedias se
exaltaba (y los demás espectadores se volvían a mirarlo, con vivo desasosiego por mi parte) criticando el
diálogo a los recitantes; la lírica solía provocar su sueño, especialmente Lohengrin y Parsifal, dos óperas
interminables. Por el contrario, le placían los actores cómicos (Musco y Petrolini entre los italianos), las
variedades y los ilusionistas. Cuando se hacían juegos de prestidigitación, lo veía tranquilo, atento y
embobado como si fuera un niño. En cuanto a distracciones, sus gustos perduraron en su sencillez hasta sus
últimos días. Se perecía por los fuegos artificiales, pero le gustaba que fuesen grandiosos y, especialmente,
que hiciesen gran estruendo. Cuando festejábamos su cumpleaños, en Rocca delle Camínate, se ocupaba
personalmente de la compra de los morteretes, para evitar, decía, que se regatease su coste.
Pasado un tiempo, me negué, decididamente, a acompañarle al teatro. Pero no quería ir solo. Por otra
parte, no quería renunciar a aquellos espectáculos que le permitían pasar el rato mientras llegaba la hora de
volver al periódico. Para no disgustarle, convencí a mi madre que aceptase sus invitaciones. Pero un día en
que ella le acompañaba, Benito se quitó un zapato y lo lanzó al escenario para mostrar su desaprobación, y
mi madre cobró tal miedo que no olvidó la escena en muchos años. Solucioné el problema el día en que
decidí tomar una criada, una muchacha que se convirtió en su sufrida acompañante.
Durante el período en que mi marido estuvo al frente de «¡AvantM», la tirada del periódico aumentó de
doce mil ejemplares a cien mil. Sus artículos de fondo (que redactaba en un cuarto de hora) gozaban de gran
éxito por su cálido estilo y su agresivo tono polémico. Pero un día, al regresar de un congreso socialista
celebrado en Bolonia, me dijo con tono de amargura :
—Raquel: desgraciadamente hemos de comenzar de nuevo.
Había sido expulsado porque sostenía la necesidad de que Italia entrase en guerra contra Austria al
lado de los aliados y, como de costumbre, había demostrado desinterés por las cuestiones económicas.
Además, había rechazado la liquidación que le correspondía y que el periódico estaba dispuesto a
satisfacerle. De nuevo quedábamos sin una lira y las privaciones de aquel período fueron las más dolorosas
porque iban acrecidas por la pena de ver a mi hombre, siempre tan batallador, cansado y envejecido. En el
ínterin, había sido excluido también del partido socialista, en forma clamorosa, y no podía soportar la idea de
verse privado de un diario en que poder continuar sus luchas políticas.
—Necesito tener un diario mío, que sea de mi propiedad —repetía—; pero es un proyecto que nunca
podré realizar. ¿Dónde podré encontrar el dinero necesario?
Por el momento, le faltaban incluso unas monedas para la comida y la cena.
Benito decidió un día trasladarse a Genova para pedir un préstamo a uno de sus amigos, al capitán
Giulietti. Y durante su ausencia visitó nuestra casa (en aquel tiempo habitábamos un apartamento en el Foro
Bonaparte) una señora de más años que yo, de figura enjuta y modales extravagantes. No me dio su nombre,
pero quiso saber, en cambio, de cuántas habitaciones disponíamos, qué hacía y decía Benito y si él y yo
congeniábamos. Hasta llegó a preguntar a mi Edda si papá quería mucho a mamá. Al regreso de mi marido,
por la noche, le referí aquella visita extraña describiéndole minuciosamente a aquella mujer.
—Es la austríaca —dijo Benito, y al punto comprendí que se había alarmado.
Se trataba de Ida Dalser, una amiga que había tenido en Trentino. Habían sido unas relaciones de
breve duración y sin importancia, pero la Dalser alegaba haber tenido un hijo de Mussolini y le venía
persiguiendo desde hacía años, pretendiendo que se casase con ella. En «¡ Avanti!» la conocían todos, pues
de vez en vez se presentaba por allí provocando ruidosas escenas durante las cuales gritaba como una
endemoniada y golpeaba a los redactores. Se trataba de una exaltada —acabó sus días en un manicomio— y
Benito le tenía miedo, hasta el punto de que para calmarla dio su nombre al muchacho. Por el momento, la
historia acabó allí, pero más tarde me enteré de que la Dalser se presentaba por doquier como la mujer de
Mussolini y debo en parte a aquella maníaca el que Benito y yo decidiésemos transformar nuestra unión en
matrimonio legal.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Después del episodio de Ida Dalser, mi marido prohibió a aquella mujer que se me acercase ni
pronunciase mi nombre, y durante algún tiempo la echamos en olvido. Eran, por otra parte, jornadas decisivas
para nuestro futuro. Algunos amigos habían logrado reunir los fondos necesarios para el nuevo diario de
Benito: «II Popolo d'ltalia». Apareció el primer número el 15 de diciembre de 1914 y a partir de aquel día, en
nuestro hogar, de la mañana a la noche, no se habló de otra cosa que de tiradas de periódicos. Los domingos
por la tarde recorríamos todos los quioscos del centro a fin de informarnos, disimuladamente, de la venta y la
distribución. Nadie nos reconocía. Un día, el dueño de un quiosco dijo a mi esposo:
—Para que «II Popolo d'ltalia» pueda hacer fortuna haría falta que publicase todos los días un artículo
de Mussolini.
Benito escuchó impasible esta opinión.
Llegó después la declaración de guerra y pocos meses más tarde, en septiembre de 1915, marchó mi
marido al frente. De nuevo quedé en la soledad, y así transcurrió un Fin de Año tristísimo, releyendo la última
carta de Benito, fechada el 25 de diciembre. «El rancho de hoy ha consistido en cinco castañas secas»,
escribía, «pero nos mantenemos firmes». Una mañana, mientras estaba en el mercado, dos policías llamaron
a la puerta de mi casa. Mi madre estaba sola y al decirle los agentes que tenían orden de sellar los muebles,
la dejó cumplir sin oposición. Hacía ya tiempo que no se asombraba de nada. Quedé aturdida a mi regreso.
Pero no habían terminado las sorpresas. Fui detenida y conducida a la comisaría, donde me oí acusar de
haber provocado el incendio de un hotel, a lo que respondí que jamás en mi vida había prendido fuego ni a un
pajar y que indudablemente mi detención obedecía a un equívoco. Pero los policías insistían :
—¿Es usted o no la señora Mussolini?
—Sí.
—Entonces no puede haber dudas.
Finalmente, el comisario me preguntó mi nombre y apellidos y lugar de nacimiento. Quedó perplejo al
oírlos y sólo cuando a las seis de la tarde tuvo de Predappio la respuesta de que una tal Raquel Guido había
nacido en aquel lugar consintió en aclararme el misterio. La señora Mussolini que había incendiado el hotel
era Ida Dalser, la austríaca.
Por aquellos días, Benito sufrió un ataque de fiebre tifoidea y había sido llevado al hospital del Friuli.
Cuando me reuní con él, (hice el viaje en una carreta) y le relaté lo sucedido durante su ausencia, comprendió
las últimas proezas de su ex amiga y me dijo:
—Raquel; no hay más que un medio de poner fin a esta historia : casándonos.
—Lo pensaré —le respondí—, pero puede suceder que en el último instante te diga que no.
—Serías capaz de ello —rebatió Benito, convencido.
Nos unimos en matrimonio civil en una triste estancia del hospital, en Treviglio, adonde había sido
trasladado mi futuro esposo. La boda se celebró en presencia de dos testigos t nuestros amigos Morgagni y
Alimento. Benito guardaba cama con un ataque de ictericia. Tenía los ojos amarillos y un gorro de lana le caía
sobre la frente y la nuca. Al formularle la pregunta de ritual, contestó: «Sí, sí», con manifiesta alegría. Pero yo
me hice de rogar. No respondí a la primera pregunta fingiendo estar distraída; tampoco lo hice a la segunda
(mientras miraba con el rabillo del ojo a Benito, quien se retorcía nerviosamente las manos); finalmente, a la
tercera vez, pronuncié un sí en voz baja. La ceremonia había sido brevísima. Al terminar, una monjita trajo un
pastel y celebramos el acontecimiento.
Apenas restablecido, volvió Benito a la trinchera. Le escribía casi diariamente y pronto pude anunciarle
que esperaba otro hijo. Me respondió que le pondría de nombre Vittorio, pues estaba convencido de que la
guerra tendría el más feliz de los desenlaces. No dudaba, por supuesto, de que nacería un varón. Vittorio
nació el 27 de septiembre de 1916.

Benito no pudo dar el primer abrazo a Vittorio hasta enero del año siguiente, después de haber
combatido durante seis meses en el Carso. Llegó, como de costumbre, de improviso (le habían concedido
una licencia) y a duras penas pude reconocerle, tan enflaquecido estaba. Su uniforme estaba hecho jirones y
había reemplazado los botones con trozos de alambre. Como primera providencia le hice quitarse la chaqueta
y corrí en busca de hilo y aguja. El permiso duró pocos días, que mi marido pasó en gran parte en el
periódico, pero de noche no salía de casa y yo disfrutaba, feliz, aquellos breves paréntesis de felicidad y
jugábamos a la brisca y a otros juegos que había aprendido durante su estancia en el frente y se divertía
muchísimo, pues siempre ganaba. Recordaba todos los naipes que iban jugados en una partida. Tenía una
memoria prodigiosa que causaba mi asombro.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

El placer por jugar una partida de brisca le duró toda la vida. En Villa Torlonia, dichas partidas se
habían hecho una costumbre en las tardes domingueras y todos tomaban parte, turnándose, en ellas;
nuestros hijos, las nueras, los nietecitos, Edda y Galeazzo. También en Villa Carpena, cuando yo estaba
ocupada en mis quehaceres, encontraba Benito improvisados compañeros. Reunía a los hijos de nuestro
administrador y repartía las cartas, sentado en los escalones de la puerta de entrada. Pero aquellos chicuelos
pronto se cansaban, diciendo que no les gustaba ¡ugar con él porque quería ganar siempre.
Al regresar Benito al frente, me había confiado, al despedirse, sus temores de no volver con vida. La
gravedad con que pronunció aquellas palabras me conturbó profundamente y pasé semanas angustiosas sin
lograr alejar de mi mente el presentimiento de una desventura. Un día recibí un telegrama anunciándome que
Mussolini había ingresado en el hospital militar de Ronchi. Había recibido una herida grave al estallar un
lanza-granadas y los médicos desesperaban de salvar su vida. Recibió la herida más grave en la pierna
izquierda (un casco de metralla le había fracturado la tibia) y únicamente una delicada intervención quirúrgica,
intentada en última instancia, evitó el peligro de una amputación. Pero la pierna no recobró jamás su estado
normal.
La recia fibra de que estaba hecho Benito le permitió sacar el mejor partido posible de la desgracia.
Cuando estuvo en condiciones de soportar las incomodidades de un viaje, fué trasladado al hospital de Udine,
y de éste al de Milán. Al fin pude acudir a su lado y cuidarle. El médico, el doctor Ambrogio Binda, era un
excelente amigo nuestro y me permitió usar el uniforme de enfermera de la Cruz Roja para poder asistir a mi
Benito usando nombre supuesto. Pero nadie ignoraba que yo era la mujer de Mussolini.
Una mañana, al descender del tranvía, frente al hospital, vi al lado de la portera a una mujer morena y
enflaquecida que en el acto me fué antipática. A los pocos segundo me había olvidado de ella por completo.
Pero diez minutos más tarde volví a verla en el hospital. Vino a mi encuentro y comenzó a insultarme.
—jSoy la esposa de Mussolini! —exclamaba—. Soy la única que tiene derecho a estar a la cabecera de
su cama...
La reconocí. Era la consabida austríaca. Los soldados reían y bromeaban excitados por el improvisado
espectáculo. La rabia me cegó. Me lancé contra la mujer y la emprendí a puñetazos con ella y hasta llegué a
ceñirle el cuello con mis manos. Benito estaba en la cama, vendado como una momia. Apenas podía, con
gran esfuerzo, mover la mano derecha y yo le ayudaba a sostener con los dedos la pluma y a escribir,
despacio, sus artículos (eran los días de Caporetto). Cuando comprendió que las cosas tomaban mal cariz y
que si nadie me detenía ocurriría una hecatombe, intentó abandonar el lecho. Se produjo una formidable
batahola; acudieron los médicos, las enfermeras. Yo lloraba con los nervios deshechos, pero la loca había
desaparecido.

Los sobresaltos y las privaciones de aquellos días me habían convertido en un guiñapo. Pesaba treinta
y ocho kilos y para restablecer mi quebrantada salud decidí, por consejo médico, pasar unos días de reposo
en Luino. En cuanto Benito tuvo permiso para levantarse y andar valiéndose de las muletas vino a reunirse
conmigo en el lago Maggiore. Me gustaba pescar. Alquilaba una barca y me metía aguas adentro para hacer
provisión de peces. Convencí a Benito a que me acompañase y compré para él las artes de pescar, con la
esperanza de que aprendería, pero el éxito fué escaso. En efecto, en cuanto percibía el menor «clic» y veía
agitarse el anzuelo tiraba con fuerza del sedal y escapaban los peces sin picar.
Durante aquellas excursiones en barca hablábamos largo y tendido de nuestros proyectos para el
futuro.
—Raquel —decía Benito—. Ante todo hemos de hacer un hermoso viaje de bodas. ¿Qué ciudad
prefieres?
Yo movía la cabeza.
—Ya veremos si te acuerdas.
Pasaron muchísimos años. Veinte al menos. Un día —ya había sido proclamado el imperio— me llamó
y me dijo con naturalidad :
—Raque!, no he olvidado nuestro viaje de bodas. No pude hacerlo hasta ahora, pues he tenido que
atender a demasiadas cosas. Pero ya ha llegado el momento. Prepárate, partiremos mañana.
Precisamente aquella semana se inauguraba la «litorina» entre Roma y Riccione, donde cada año
pasábamos nuestras vacaciones. Al día siguiente Benito me hizo subir a la «litorina». Echó a todo el mundo
menos al conductor, al que ordenó que no se moviese de un rincón. Luego tomó la dirección y yo me senté a
su lado, y como dos recién casados, hicimos el recorrido de Roma a Riccione.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

CAPÍTULO III

A Benito no le hacían ninguna gracia los ladrones. Un aspecto característico de su carácter era el de
afrontar los más grandes riesgos con absoluta indiferencia e impresionarse, contrariamente, por cosas de
poca importancia. Por ejemplo, era refractario a tomar el ascensor. (Cierta vez, en Roma, tuvo que
permanecer encerrado durante diez minutos en una de aquellas peligrosas ratoneras.)
—Es mejor subir a pie —decía ascendiendo las escaleras con su paso marcial, obligando a las
personas que le acompañaban, a menudo rollizos y jadeantes, a imitar su ejemplo.
El miedo de Benito a los ladrones era ciertamente curioso. No se trataba del natural temor por los
perjuicios que hubieran podido ocasionarnos, ni le hubiera desagradado improvisar una lucha cuerpo a
cuerpo con cualquiera de aquellos granujas, pero detestaba, de un modo casi morboso, toda intrusión en la
intimidad de su hogar y en los lugares donde tenía lugar nuestra vida privada.
—En casa —repetía en los años que detentó el poder— no soy más que el señor Mussolini. Cuando
vuelvo del despacho y cuelgo el sombrero en el recibidor, dejo de ser el Duce, y soy un italiano como todo los
demás.
Y se defendía por todos los medios de la curiosidad de los desconocidos. Por ello sólo al pensar que un
ladrón —un desconocido— pudiera allanar su morada y practicar un registro en los cajones de su mesa le
ponía fuera de sí. Decía siempre: «Los ingleses tienen razón. El dormitorio es sagrado para ellos; nadie, a
excepción de la mujer, debe entrar en él.»
Afortunadamente (tal era nuestra pobreza), en los primeros años de nuestra vida en común no se le
ocurrió a nadie ir a robar a nuestra casa. Pero un día, en el verano de 1919, nos visitaron los ladrones. Yo
estaba con los niños en el campo, cerca de Várese, y Benito, que se veía aún forzado a usar las muletas (yo
le esperaba a la puerta para ayudarle a subir a nuestras habitaciones del cuarto piso), se encontraba en Nervi
para curar sus heridas. Al telefonearle para comunicarle lo sucedido, me dijo:
—Raquel, ya no volveremos más a aquel apartamento; buscaré otro en seguida.
Le hice notar lo caro que costaba un traslado y lo inoportuno que me parecía, al menos por el
momento, pechar con un gasto innecesario. Pero se negó a escuchar razones.
—Déjame hacer —insistía—. Lo arreglaré todo cuanto antes.
En efecto, sin moverse de Nervi, con unas llamadas telefónicas, encontró antes de que anocheciese un
nuevo apartamento en el número 18 de Foro Bonaparte y me obligó a trasladar en seguida los muebles y
enseres, antes de que él regresase.
Y así fué como, después de siete años, dejé mi casa de Vía Castelmorrone. Era mas bien pequeña, sin
comodidad y sin lujos, pero a mi me parecía maravillosa. Hubiera podido amueblarla, finalmente, a mi gusto;
tenía baño, cosa rara en aquel tiempo, y, sobre todo, habían visto la luz entre aquellas paredes mi Vittorio y
mi Bruno. Éste había nacido allí en abril de 1918, y Benito, que no pudo estar presente en el nacimiento de su
primer hijo varón, por encontrarse en el frente, había comenzado por preguntarme con ansiedad cada
mañana :
—¿Te encuentras bien? ¿Puedo irme tranquilo al diario?
Temía que nuestro hijo se permitiese venir al mundo estando él ausente.
—Siempre me he de enterar por los demás —se lamentaba— de las buenas noticias que afectan a
nuestra familia.
Un día —el 22 de abril— me anunció que tenía que tomar el tren para Genova, añadiendo que no
quería que yo aprovechase aquel día para traer al mundo el esperado hijo. Le tranquilicé asegurándole que
estaría presente en el momento supremo. Pero nuestro amigo Morgagni, que había acudido a recibirle a la
estación, pudo congratularse de ser él quien le anunciase que había nacido un hermoso varón y que la madre
estaba perfectamente. Benito tomó un taxi, subió presuroso la escalera de casa y antes de detenerse a
contemplar a su hijo comenzó a gruñir:
—¿Por qué no me has esperado?
En los días que siguieron se empeñó a toda costa en reemplazar a mi madre en el fogón y cocinar para
mí la comida y la cena. De tanto en tanto, yo le hacía advertencias (el dormitorio comunicaba con la cocina),
pero no tardé en darme cuenta de que perdía el tiempo. En efecto, Benito había quemado todas las cazuelas
y ni siquiera sabía freír un huevo. Además, había gastado en dos días todo el dinero que en mis manos

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

habría de durar hasta fin de mes. Así, veintiséis horas después de nacer Bruno, me vi obligada a abandonar
el lecho para evitar peores desastres, j Mi Bruno! Era alegre, rubio, vivaracho. De nuestros cinco hijos era el
que más se nos parecía. Cuando Bruno murió, dispuso Benito que se le siguiese reservando su sitio en la
mesa como si debiese presentarse de un momento a otro. Y cuando al pasar rozaba la silla vacía, se detenía
para acariciarla.
—Mi Bruno —decía—. Mi querido Bruno...

El nuevo apartamento adonde nos trasladamos estaba cerca del Castillo Sforzesco, pero en muy raras
ocasiones podía acompañar a nuestros hijos al parque. Corrían los años de las huelgas en cadena y de las
demostraciones contra los combatientes. Mi Edda tenía nueve años y como Benito no quería renunciar a su
compañía, de cuando en cuando mi pequeña se veía metida en el fragor de una revuelta e incluso, a su corta
edad, tenía que asumir el papel de improvisada enfermera para asistir a los más exaltados. Edda tenía el
mismo carácter de su padre y era la única que se atrevía a plantarle cara, hasta el punto de responderle con
agrios modales y discutir con él. Al final conseguía todo cuanto se había propuesto y se aprovechaba, en
ausencia mía, para tiranizarlo con sus caprichos. Cierta vez (tenía seis años) hasta llegó a darle dos
bofetones en respuesta a la palmadita con que mi marido quiso castigarla porque ella se negaba, dando
gritos, a tomar una medicina. Aquella palma-dita fué una de las pocas que Benito repartió entre sus hijos en
toda su vida. Quería aparentar severidad, pero era indulgente en demasía. Cuando habitábamos en Villa
Torlonia, solía jugar al fútbol con Bruno y Vittorio en la amplia explanada, frente a la galería donde yo cosía o
leía mis novelas de intriga favoritas. Benito se divertía, especialmente, cuando el balón rompía con gran
estépito los cristales del comedor, del despacho o de la cocina. Yo, por supuesto, me divertía mucho menos y
para evitar que «mis hombres» repitieran, entusiasmados, aquellas proezas, les obligaba a pagar una multa
cada vez que cometían un desaguisado. Mis hijos tenían una asignación semanal de unas decenas de liras
para atender a sus pequeños gastos. Por ello resultaba eficacísima la amenaza de la multa. Pero Benito les
azuzaba. De no tener miedo a mis enérgicas reacciones, les hubiera convencido con facilidad a hacer añicos
los cristales de toda la casa.
—Lo que se rompe —solía decir— debe comprarse de nuevo. Es un método infalible para dar impulso
a la producción nacional.
Igualmente, entre los pocos films que lograban atraer su atención hasta el final, se contaban las
películas cómicas cuyos protagonistas se lanzaban mutuamente a la cabeza vajillas enteras. Cuando esto
sucedía, Benito, en la oscuridad del salón, aprobaba con muestras de satisfacción.
—¡ Estupendo ! —comentaba—. ¡ Estupendo !
Dije antes que mi Edda comenzó a hacer prácticas de enfermera de la Cruz Roja a la edad de nueve
años. Era una niña inteligente y sensible, con los mismos ojos, de mirada imperiosa, de su padre, que se
ensanchaban, ávidos, en su carita. También ella, como mi marido, era exageradamente celosa de sus cosas
y de sus afectos.
Edda sufría mucho, por ejemplo, por los cuidados de que rodeábamos a sus hermanitos. Parecíale que
la relegábamos en nuestro cariño, y, en cierta ocasión, llegó al extremo de esconder la silla a su abuela
porque ésta acunaba a Vittorio con ternura. ¡ Ay de quien osase tocar su violín! Benito era muy aficionado a la
música (había tomado lecciones en Predappio y más tarde en Forli) pero tocaba el violín como aficionado,
pues, absorbido por la política y el trabajo, jamás dispuso de tiempo para profundizar el estudio de aquel
instrumento. Pero confiaba en que Edda hubiese heredado su propia pasión por la música y llegase a ser con
el tiempo una auténtica profesional. Apenas hubo cumplido nuestra hija los cuatro años, me obligó a buscarle,
en nuestro mismo barrio, una buena profesora de violín y hube de satisfacer su deseo. Pero aquellas
lecciones resultaban carísimas; diez liras, lo recuerdo perfectamente, cada una.
El año 1919 fué trascendente para mi esposo. El 23 de marzo había fundado los Fascios de combate y
nuestra casa se había convertido en habitual centro de reunión de sus más activos colaboradores. Jamás
tomé parte en sus discusiones y sólo hacía acto de presencia para servirles el café. Pero, a veces, cuando
conseguía quedarme a solas con él, recomendaba a Benito ¡
—Apártate de la política; es una mujer mala. Ya verás como un día u otro acabará por arruinarte.
No hacía caso de mis consejos. De otra parte siempre se me ha considerado como la pesimista de la
familia y todos mis hijos, siguiendo el ejemplo paterno, se burlaban de mí por esta causa. Incluso cuando
Wilson, el presidente de los Estados Unidos, visitó Milán, volví a repetir que aquello no reportaría ningún
beneficio a los italianos. En dicha ocasión mi marido había sido invitado, como director de «II Popolo d'ltalia»,
a una solemne recepción en honor del huésped, y yo, como mujer de aquél, hubiera podido acompañarle.
Pero no quise. Insistió Benito en que fuese al menos a ver desfilar la comitiva, a lo que respondí que Wilson
me era antipático, opinión que no tuvo más remedio que admitir Benito al volver del banquete.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Mi marido trabajó intensamente durante todo el año 1919, pues aparte de dirigir «II Popolo d'ltalia» (en
este período le acompañó, con su afecto, su sensibilidad y sensatez, su hermano menor Arnaldo:
colaboración que perduró, fiel y desinteresada, hasta la muerte de mi cuñado, sobrevenida en 1932), tuvo que
organizar los Fascios de combate. Pero su actividad se hizo aún más intensa a partir del momento en que
D'Annunzio decidió la marcha sobre Fiume para reivindicar para Italia aquella zona. Aquella noche del 11 de
septiembre, había asistido al teatro con Benito y le había visto, durante todo el espectáculo, extrañamente
preocupado. A la salida se nos acercó un empleado, quien entregó a mi marido una nota í era el famoso
mensaje que comenzaba: «La suerte está echada. Parto en este momento. Mañana tomaré Fiume por las
armas. Que el Dios de Italia nos proteja.» Desde entonces, Benito, que siempre había sentido predilección
por Carducci entre los poetas modernos, fué no sólo gran amigo sino un ferviente admirador de Gabriel
D'Annunzio. No compartía yo esta admiración. Me irritaba la vida bohemia de D'Annunzio y me ofendía, sobre
todo, la ligereza con que contraía deudas, sin por ello sentir vergüenza.
—No sé cómo puedes sentir afecto por él, tú que siempre has cumplido con tus acreedores pagándoles
hasta el último céntimo —decía yo a Benito.
Pero él movía la cabeza.
—Calla, Raquel —decía riendo—. El genio no se mide por sus deudas.
Más adelante contraje la gripe, durante la lactancia de mi hijo Bruno, y casi en seguida sufrió Benito un
cúmulo de contratiempos. En primer lugar, al regreso de Fiume (adonde había marchado en avión para
reunirse con D'Annunzio), se vio obligado a aterrizar, por avería del aparato, en territorio eslavo, corriendo el
riesgo de que le detuviesen. Poco después, al dirigirse a Milán para tomar parte en un congreso nacional de
los Fascios, el automóvil en que iba chocó contra la barrera de un paso a nivel, que estaba echada en el
momento en que no se esperaba el paso de ningún tren, y hubo quien llegó a creer que se trataba de un
atentado. El conductor y uno de los amigos más fieles de mi marido, Leandro Arpinati, resultaron heridos,
pero Benito, que había sido lanzado fuera del vehículo por la violencia de la colisión, fué a caer, en un vuelo
de diez metros, sobre un montón de pedruscos. Aparte del consiguiente susto, sólo se produjo algunas
magulladuras y rasguños de menor importancia.

Ilustración 8. Mussolini de uniforme durante la Primera Guerra Ilustración 9. Mussolini herido en el Hospital de Baggio (Milán)
Mundial.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Ilustración 10. Mussolini en el confín ítalo-austríaco después de su Ilustración 11. El "Covo", primera sede del fascismo
expulsión del Trentino en 1909.

Hacía ya diez años que vivía con Mussolini y cada vez que ocurrían incidentes de este género decía
para mis adentros que tal vez Benito tenía razón cuando aseguraba que era invulnerable.
—Estate tranquila —me repetía—. Mi cabeza es más dura que el acero y nunca me ocurrirá nada malo.
Ni siquiera rozaba su pensamiento la idea de la muerte. Estaba convencido de que el destino le
reservaba una larga vida y una vejez tranquila (soñaba con pasar los últimos días de su existencia en nuestra
Romana, en Rocca delle Camínate). De todos modos, a pesar del optimismo y de la seguridad de mi marido,
yo sentía siempre mucho miedo. Una vez, en noviembre de 1919, Benito me llamó por teléfono hacia las once
de la noche para comunicarme que en aquella ¡ornada su partido había sufrido una resonante derrota en las
elecciones.
—Ha sido —añadió— un completo fracaso. En la Galería, una muchedumbre de energúmenos, grita
imprecaciones contra mí y puede ocurrir que aquellos locos quieran asaltar nuestro apartamento. Estáte
tranquila, no te preocupes, pero es conveniente que pienses en poner a salvo a los niños.
No me hice repetir la advertencia. Corrí a despertar a Vittorio, que entonces tenía tres años, quien,
cayéndose de sueño me rodeó el cuello con sus brazos.
—¿Es que hay fuego mamá? ¿Nos quemaremos todos?
Nuestro único refugio era el desván, y allí, bien envueltos en mantas, escondí a Edda, Bruno y Vittorio.
Volví a bajar al piso para espiar detrás de las persianas. En Foro Bonaparte, muy cerca de donde
habitábamos, estaba la sede del partido socialista y de aquel edificio vi salir, horas después, tres féretros
llevados a hombros de un largo cortejo. Aquella fúnebre comitiva se detuvo bajo las ventanas de mi casa y
mientras me esforzaba para mejor distinguir en la oscuridad lo que sucedía (sólo unas pocas antorchas
iluminaban la escena), oí un gran clamor y una voz potente y aguda :
—Aquí está el cadáver de Mussolini.
Se trataba de una mascarada de pésimo gusto (los otros dos féretros simulaban contener los
cadáveres de D'Annunzio y de Marinetti), pero yo no lo supe hasta la mañana siguiente, cuando un agente de
policía, apiadado de mi angustia (pasé una noche terrible en el desván con mis tres pequeños) dijo a la
portera de mi casa :

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

—Dígale a la pobre señora que su marido se encuentra en San Vitore, pero que está sano y salvo y
que volverá pronto.
¡En efecto!, poco después fué puesto en libertad, habiéndose interesado por él Toscanini y el director
del «Corriere della Sera», Luigi Albertini, adversario político de mi marido; pero en aquel entonces las
desgracias nos afligían interminablemente. Bruno enfermó de difteria, yo y Benito pasamos días de angustia,
pues parecía que no hubiese posibilidad alguna de salvarlo. Lo tuve en mis brazos un día entero sin apartar
los ojos de sus labios hinchados y acechando su fatigosa respiración. Por fin se le declaró fuera de peligro,
pero cuando sanó, tras una grave complicación bronco-pulmonar, sólo pesaba siete kilos, y su padre y yo
apenas podíamos mantenernos en pie. Como todas las mujeres, siempre he sido más fuerte que mi marido
para soportar el dolor e, incluso en aquella ocasión, tuve que infundirle ánimos. Benito no soportaba las
enfermedades, ya fueran propias o ajenas. Recuerdo que en Villa Torlonia una de nuestras criadas padecía
regularmente, todos los inviernos, ataques de bronquitis y se convulsionaba a causa de fuertes accesos de
tos.
—Hay que procurar que se cure —decía Benito y yo le repetía que no ofrecía ningún peligro por
tratarse de una enfermedad de escasa importancia. Pero fué inútil : cada vez que la oía toser la miraba con tal
enojo, que la pobrecilla se obsesionó con que su presencia tenía el poder de poner de mal humor a su amo,
por lo cual hacía esfuerzos para reprimir sus golpes de tos con resultados que movían a compasión. Cuando
yo guardaba cama, Benito entra en un estado de extrema agitación. Quería comer conmigo en la habitación y
montaba en cólera si descubría sobre mi tocador algún mazo de flores. Excepto las rosas, le gustaban poco
las flores. Le sugerían imágenes tristes de muertos, de cementerios. Y no las quería en mi dormitorio, cuando
yo estaba enferma.
En cuanto a él, aparte la úlcera de que luego hablaré, gozaba de una salud de hierro. La única molestia
que no pudo quitarse nunca de encima fueron los resfriados. Dos veces al año, por lo menos, en los cambios
de estación de invierno a primavera o de verano a otoño, comenzaba a estornudar en forma violenta,
sonándose las narices cada cinco minutos. No tenía entonces bastantes pañuelos, que quería grandes, del
tamaño de una sábana, como decía bromeando. Cuando el resfriado alcanzaba la fase más aguda, se metía
en cama dos o tres días, prohibiendo a todos que se le acercasen. Los niños tenían que hablarle desde
detrás de la puerta.
—¿Cómo estás, papá? —le preguntaban, a lo que él respondía :
—Marchaos en seguida, pues si no os vais a poner también enfermos.
Reanudemos el relato. Apenas se puso bien Bruno, mi marido pudo entregarse día y noche al trabajo,
que en aquel período no le daba respiro. No sentía desaliento por el fracaso de su candidatura en las
elecciones de 1919, sino que había reorganizado los Fascios con las personas que le habían permanecido
fieles. Para aliviar la fatiga cerebral (permanecía sentado ante e! escritorio durante quince o dieciséis horas) y
gozar del aire libre, decidió tomar lecciones de pilotaje aéreo del aviador Ra-daelli y dos o tres veces por
semana aterrizaba con su «Bianchi» descapotado en el aeropuerto de Bresso. Transcurrió algún tiempo. Una
mañana (era el primero de marzo de 1921 ) me desperté sobresaltada. Había visto en sueños a Benito
precipitarse con su avión envuelto en llamas. Le conté mi sueño sin omitir datalle.
—No vayas a Bresso —le dije—. Me tendrías preocupada.
Fingía él reír de mis presentimientos, pero en su interior creía en ellos.
—Julio César —me dijo en una ocasión— no hubiera terminado de aquella manera si hubiera hecho
caso a su mujer.— Aquel día, pues, para contentarme, dejó en casa el chaquetón de piel que usaba en sus
vuelos, pero yo no quedé tranquila y cuando horas después oí repicar el teléfono pensé i
—Ya está : Benito no ha querido hacerme caso.
¡Efectivamente!, igual que en mi sueño, el aparato, por avería del motor, se había precipitado desde
una altura de sesenta metros, estrellándose en el suelo. Benito se había salvado pero volvió a casa
acompañado del doctor Binda. Llevaba la cabeza vendada y cojeaba. Sentí tal coraje que ni siquiera quise
abrazarle.
—Te está bien empleado. Me alegro —grité. Y de súbito estallé en copioso llanto.

Aquel accidente obligó a Mussolini a permanecer en cama veinte días y a sufrir intensos dolores
ocasionados por la fractura de la pierna izquierda, por la rodilla, la misma pierna que durante la guerra resultó
gravemente herida. Recibió la visita de Margarita Sarfatti, una escritora, una hebrea que colaboraba en «II
Popolo d'ltalia» después de haber escrito para «¡Avanti!». No era un misterio que desde hacía algún tiempo
existían relaciones amorosas entre ella y mi marido. Jamás, hasta entonces, había osado visitar mi casa y yo

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

fingí ignorar quién fuese ella. Pero cada vez que me acercaba a Benito para arreglarle el embozo, decía
distraídamente como si hablase conmigo misma s
—Hay personas que no sienten vergüenza de nada. Sería necesario —y es lo menos que podría
hacerse— arrojarlas por la ventana.
He sufrido mucho por causa de aquella mujer. Muchas personas acudían a decirme: «Mussolini se deja
influenciar por la Sarfatti», y no podía soportarlo. Adivinaba que el afecto de aquella mujer por mi marido era
demasiado interesado. No me produjo extrañeza cuando, terminada la última guerra, cedió a los aliados su
correspondencia con Mussolini. A decir verdad, yo he sido más generosa que ella, que ha llegado incluso a
vender sus cartas de amor. También yo, de haberlo querido, hubiera podido dar publicidad a las cartas que
aquella mujer escribía a Benito. Eran muchas y en todas ellas, al final, solicitaba algún favor; para sus
artículos, para su carrera. Lo sé bien porque mi marido las iba dejando por doquier, en los cajones, sobre los
muebles, sin preocuparse en esconderlas o ponerlas a buen recaudo. Un buen día hice con ellas un montón y
les pegué fuego en la chimenea de nuestro salón de Villa Torlonia. Verdaderamente, para ser sincera del
todo, fué Benito quien me convenció para que las quemase. De todos modos, las destruimos juntos, yo y él, y
de pie contemplamos cómo las llamas devoraban aquellas innumerables misivas.
Margarita Sarfatti se peleó con mi marido después de haber escrito un volumen titulado «Dux» que le
procuró buena suma de dinero. A Benito no le agradó el iibro. Lo arrinconó y se convenció, al fin, de que yo
tenía razón. Yo creí haberme librado paja siempre de ella : había sido despedida de «II Popolo d'ltalia»
legalmente indemnizada. Pero un día, al abrir el « Popolo», como todas las mañanas, vi su nombre
estampado al pie de un artículo. Me hallaba en Merano, para curarme de un agotamiento, junto con la madre
de Galeazzo, Carolina Ciano, quien siempre fué una amiga fidelísima. Le dije que precisaba ir a Telégrafos
para expedir un telegrama urgente. Doña Carolina entró en sospechas y quiso acompañarme. Ya en la
estación de telégrafos tomé un impreso y lo fui llenando sin preocuparme de su importe. Después lo presenté
en la ventanilla y Carolina, que me había seguido, lo leyó en rápida lectura inclinándose sobre mis hombros.
—Raquel —exclamó con espanto—, no pretenderás remitir este telegrama.
—Ciertamente que sí.
Cuando la señorita empleada leyó la dirección me miró con asombro.
—Me niego a transmitir al Duce un telegrama como este —protestaba indignada.
Le informé brevemente de que yo era la esposa de Mus-solini y ella, estupefacta, tuvo que
obedecerme.
No satisfecha con ello, tomé otro impreso y redacté otro telegrama para Arnaldo, director de «II Popolo
d'ltalia». No recuerdo bien, a la distancia de tantos años, el contenido exacto de aquellos dos telegramas
pero, sin saberlo, había hallado el tono justo. En efecto, la misma noche, Benito sostuvo conmigo una larga
conversación por teléfono desde Roma. Estaba colérico y muy alarmado.
—No sé nada —me decía— sobre el artículo de la Sarfatti. La despedí hace tiempo y no quiero oír
hablar más de ella.
Comprendí que era sincero pero aproveché la ocasión para alejar el peligro que, pronto o tarde, podría
representar en mi vida aquella mujer.
—Escúchame bien —dije a Benito—, y hazlo saber también a Arnaldo. Si mis ojos tropiezan otra vez
con un artículo de la Sarfatti, aunque sea en la última página, me presento en Milán, cojo una bomba y hago
volar por los aires el palacio del « Popolo». Tanto más —añadí— cuanto «II Popolo d'ltalia» ya no le gusta a
nadie ¡ se ha vuelto tan pesado como un ladrillo.
Mi amenaza surtió efecto y desde aquel día la firma de Margarita Sarfatti desapareció para siempre de
las columnas del « Popolo».

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

CAPÍTULO IV

La primera vez que Benito se batió en duelo, le compré una camisa nueva y pasé un susto de muerte.
Aquellos padrinos vestidos de negro como si asistiesen a un entierro, aquella atmósfera de secreta conjura
que rodeaba el encuentro y aquellos misteriosos preparativos, no me dejaron pegar un ojo en toda la noche.
Mi sobresalto era acrecido por el hecho de que mi marido no sabía manejar la espada y tuvo que tomar, a
toda prisa, unas pocas lecciones del maestro Ridolfi. Pero pronto fué un diestro esgrimista. Alegaba que la
esgrima era para él como un descanso, un pasatiempo agradable, y yo le contradecía, preocupada,
diciéndole que podría haber elegido un deporte menos peligroso y más barato. No se crea, en efecto, que los
duelos costaban poco dinero. Había que pagar al médico, al «centinela» y recompensar con un regalo a los
padrinos, por la molestia que se tomaban. Además, acechaba la cárcel, pues la ley italiana, como ocurre en
nuestros días, prohibía los desafíos.
A Benito se le incoaron buen número de procesos por su manía de resolver a sablazos toda cuestión
con sus más encarnizados enemigos, que abundaban en aquel entonces. Las elecciones políticas de 1921
constituyeron una revancha del fracaso de 1919, y mi marido, elegido diputado, había comenzado a ir y venir
de Roma a Milán. El trabajo era abrumador en la Cámara y de vez en cuando debía pronunciar un discurso.
En el ínterin seguía escribiendo sus agresivos artículos que suscitaban continuas polémicas y que a menudo
terminaban con un desafío en toda regla. Estos encuentros llegaron a ser tan frecuentes que ya no me
impresionaban. La única que jamás logró habituarse a ellos fué mi pobre madre y constantemente tenía que
recurrir a cien estratagemas para que no se enterase de todo aquello. Después de su primer desafío, con el
coronel Beseggio, Benito volvió a casa con un gatito vagabundo que encontró en la calle. Me dijo que le había
traído la suerte y siempre tuvo una particular predilección por toda clase de gatos. (Los perros, por el
contrario, le fastidiaban. «Ladran demasiado», se lamentaba.) Siguieron los duelos con el socialista Ciccotti,
con el abogado Merlin, que era anarquista, con Treves, ex director de «¡Avanti!»; con Salvemini y Missiroli.
Para no ser descubiertos por la policía, mi marido y su adversario solían batirse al amanecer en los lugares
más insospechados; bajo un puente, en la orilla de un río, incluso en el interior de un establo. Una vez
escogieron como campo de honor, un lugar donde un grupo de lavanderas tendían a secar sobre la hierba la
ropa blanca : huyeron como enloquecidas, me contó Benito, lanzando gritos histéricos: «¡Socorro!, ¡socorro!
¡Se están matando!» En otra ocasión, para asegurarse de no ser molestados por nadie, se encerraron con
llave en una estancia expresamente alquilada y que fué desembarazada de los muebles en un abrir y cerrar
de ojos. Después, cuando estaban en lo mejor, el «centinela» emitía un silbido para avisar que la policía
estaba a la vista y todos, ambos rivales, el médico, los padrinos, los amigos, huían a toda prisa, sujetándose
el sombrero de copa con una mano y citándose en otro lugar para recomenzar el interrumpido duelo. A veces
se veían obligados a trasladarse a otra ciudad e incluso a otra provincia, y para borrar la pista, con los
agentes pisándoles los talones, abandonaban el automóvil, buscaban un coche de caballos o saltaban al
estribo de un tren de mercancías cuando éste arrancaba. Un día, cuando ya llegaban, en el «Bianchi» de
Benito, al lugar fijado para el encuentro con Missiroli, un cerdo cruzó de improviso la carretera chocando con
el coche, que dio una vuelta de campana cayendo en la cuneta, y el duelo con Missiroli sufrió un retraso de
cuatro horas.
Al evocar con Edda estos lejanos episodios, me dice mi hija :
—Me parece, mamá, que en el fondo papá se divertía con estas cosas.
—Tal vez, pero estoy segura de que no lo pasó muy bien cuando se enzarzó a estocadas con Treves.
Fué el duelo más duro que sostuvo. A su regreso, le faltaba a Benito un trocito de oreja (Treves, en
cambio, había salido más malparado; una herida profunda le atravesaba la axila) y tenía la camisa empapada
en sangre. Intenté inútilmente lavar las manchas. Pensé, entonces, que con nuestro presupuesto no
podíamos permitirnos el lujo de estropear demasiadas camisas y que aquella podría servir muy bien para los
futuros desafíos. Por ello, cuando Benito me decía al salir de casa: «Raquel, hoy tenemos «spaghetti» yo
corría a preparársela. La frase «Hoy tenemos «spaghetti» era la clave para indicar las estocadas. A¡ llegar la
noche, y para decirme que todo había ido a las mil maravillas, mi marido me telefoneaba: «Raquel, ya puedes
tirar los «spaghetti» a la basura.» Más tarde me hacía una breve descripción del encuentro, y después de
cenar, para festejar el desvanecido peligro, íbamos al teatro de polichinelas, espectáculo muy de su agrado.
Siempre conservé en un armario la «camisa de Treves» —así solía llamarla— junto con otros muchos
recuerdos. Por ejemplo, guardaba en una botella los pequeños fragmentos de metralla que de cuando en
cuando salían a la superficie de cualquier parte del cuerpo de mi marido, donde habían quedado albergados
como consecuencia de la explosión de un mortero durante la primera guerra mundial, como ya referí
anteriormente. La botella encerraba buen número de ellos, treinta y cinco o treinta y seis. Tenía en una cajita
atada con una cinta, el reloj que mi marido llevaba en la muñeca en el momento en que resultó herido y que le

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

había salvado la mano (jamás se olvidaba del reloj: «Vale más esperar que ser esperado», decía), y en otra
caja las chamuscadas fotografías mías y de mi suegra, que Benito llevaba siempre en la cartera y que en dos
ocasiones distintas habían detenido milagrosamente las balas dirigidas contra su corazón. Conservaba
innumerables cosas (que la catástrofe dispersó): objetos de escaso valor, pero evocadores de los más
importantes acontecimientos de la vida de Mussolini.
—Un día los pondremos en un museo —decíame Benito enseñándome el sistema más fácil para
ordenarlos y catalogarlos.
Era, en efecto, ordenadísimo, más bien exagerado. Todas las noches, antes de acostarse, ordenaba
meticulosamente los libros, los papeles, las plumas que cubrían su escritorio. Y, ¡ ay! si cualquiera de
nuestros hijos hojeaba en su ausencia los lujosos volúmenes ilustrados, que recibía en obsequio, alineados
en las estanterías: se daba cuenta inmediatamente de cuál de ellos había sido sacado de su sitio. Cuando se
dejaba los lentes algo ladeados sobre la mesa, volvía a colocarlos bien aunque estuviese a punto de meterse
en cama.
Apuraba los lápices hasta el final. Eran lápices encarnados o azules, que solía usar en sustitución de la
pluma, y que difícilmente encontraba en las librerías por gustarle suaves y de mina gruesa. Sabía yo que en
su despacho los tenía en abundancia, pero no había modo de convencerle de que trajese alguno a casa.
—Son lápices del Estado —me decía.
Era meticuloso incluso con los folios de papel en que escribía sus artículos; no desperdiciaba ni uno, lo
que a mí me parecía algo exagerado.
—¿Crees acaso —le dije en una ocasión— que en tu despacho miran tanto las economías?
Cuando me iba de vacaciones, en los años que habitamos en Villa Torlonia, él mismo controlaba a la
servidumbre para que todo estuviese en orden a mi regreso. De noche arreglaba el embozo de la cama a
los muchachos y por las mañanas, antes de marchar al despacho, no se olvidaba, como le había
recomendado, de hacer una rápida visita de inspección a todas las habitaciones, comprendidos los
dormitorios y la cocina. Una vez, al hacer este recorrido, descubrió una mancha de limón en el suelo del
comedor. Llamó a la doncella para que la «quitase cuanto antes». «De lo contrario —le amenazó— mi esposa
nos gritará a los dos», e hizo una mueca fingiéndose atemorizado.
Creo haberme detenido, al ordenar estos recuerdos, en el año 1921. Al año siguiente tuvo lugar la
marcha sobre Roma, el acontecimiento más importante en la vida política de mi marido. Sin haberse
producido la marcha sobre Roma, Benito hubiera continuado dedicándose al periodismo, su gran pasión de
siempre, y su destino hubiera sido mucho más sosegado. De todos modos, Benito organizó con gran
entusiasmo la empresa, que fué llevada a fin con pocos desembolsos : nada de millones ni de miles de
millones. Contábanse, entre los escuadristas, jovencitos de quince, dieciséis años, apenas mayores que mi
Edda, y procedían de todos los lugares de Italia, llevando consigo un lío con las patatas, el queso, el
embutido, e, incluso, la cazuela y la leña para encender el fuego. Aquellos muchachos tendrían que dormir en
el campo al aire libre, pues la policía los vigilaba, pero algunos de ellos pasaban las noches, turnándose, bajo
el techo de nuestra casa, montando guardia a Mussolini para permitirle que durmiese tranquilamente algunas
horas. Otros habían alquilado una buhardilla en el edificio frontero y cuando había peligro se avisaban
cantando hasta desgañitarse, por el ventano, la alegre canción que comienza :
«L'ardito é bello,
l'ardito é forte,
piace alie donne,
piace ai bambini»
Recuerdo que en el centro de nuestro patio se alzaba una palmera, alta y de robusto tronco, donde se
podían ocultar fácilmente los revólveres y los puñales. Yo, a mi vez, poseía una pistola. A Benito no le hacían
mucha gracia las armas, pero a mí me gustaban, pues siempre fui aficionada a la caza y ¡amas he renunciado
—ni siquiera ahora— al permiso de armas que me fué concedido en el tiempo en que Ida Dalser, la austríaca
que se hacía pasar por esposa de Mussolini, me amenazaba de muerte cada quince días.
De día la llevaba en el bolso y de noche la dejaba debajo del diván donde dormía Vittorio, en nuestro
dormitorio. Me había procurado, además, una buena cantidad de bombas de mano que había colocado en lo
alto del armario después de envolverlas en algodón en rama. Pero, ante la inminencia de la marcha sobre
Roma, a fin de evitar que la policía las descubriese en cualquier registro, decidí librarme de ellas y recurrí a
un truco que salió a las m¡¡ maravillas. En aquellos días teníamos con nosotros a mi hermana Pina, a la que
Benito quería entrañablemente (a menudo, sin yo enterarme, le mandaba dinero). Estaba ya gravemente
enferma, delgadísima, pálida —desgraciadamente, murió dos años más tarde de tuberculosis— y apenas

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

podía tenerse en pie. No obstante, con el fin de ayudarme consintió, la pobreciila, en ocultar las bombas en su
pecho llevándolas, dos por vez, al parque del Castello Sforzesco. Después, cuando nadie podía verla, las
lanzaba a un foso, mirando continuamente en torno suyo y temblando de miedo.
Me hubiera gustado estar en Roma, el 28 de octubre, y esperar el regreso de Benito al término de
aquella jornada decisiva para su futuro y para los destinos de nuestra Patria.
Muchos años más tarde, en ocasión de los funerales de Constanzo Gano, el duque Amadeo de Aosta
(¡era tan simpático !) me confesó que jamás pasó un día tan divertido en su vida como aquel 28 de octubre de
1922. Había bajado a la calle para alborotar y repartir golpes de porra. Pero después se vio obligado a unirse
a la familia real en el balcón del palacio del Quirinal para presenciar desde allí el desfile de los camisas
negras. Y su mayor preocupación mientras éste duró, fué la de mantener bien cerrado, bajo el mentón, el
cuello de su abrigo, pues vestía la camisa negra y no quería que su tío se diese cuenta de ello.
Hubiera sido maravillosa mi presencia aquel día. Sólo puedo recordar, pues, lo que yo vi y oí desde
nuestro apartamento de Milán. Oía, a menudo, en las conversaciones sostenidas por Benito, los nombres de
Balbo, de Michelino Bianchi (tan bueno y escrupulosamente honrado), de De Vecchi y de De Bono, cuya
barba plateaba ya en aquellos tiempos. Mi misión, en la marcha sobre Roma, era la de captar y referir
fielmente las llamadas telefónicas, aspecto de vital importancia, al decir de mi marido. Una noche (el 27 de
octubre), Benito se empeñó en que le acompañase al teatro Manzoni, donde se representaba «La viuda
alegre». Mi asombro no tuvo límites.
—¿Cómo puede interesarte «La viuda alegre» —protesté con energía— teniendo tantos quebraderos
de cabeza?
De momento, Benito no me respondió. Continuó arreglándose el lazo de la corbata y se puso a silbar;
detalle que aumentó mis sospechas porque le eran insoportables las personas que tenían el vicio de silbar. ¡
Ay, si oía silbar a la doncella o a nuestros muchachos!
Camino del teatro me lo explicó todo. Todo estaba dispuesto para marchar sobre Roma y su presencia
en el Manzoni no era más que una estratagema para despistar a la policía. En efecto, a los veinticinco
minutos desaparecimos, callandito, del teatro. El día que siguió fué un ininterrumpido sucederse de llamadas
telefónicas. Los fascistas gritaban que había que incendiar el «Corriere»; el director de este periódico
suplicaba a su vez que se respetase el palacio y yo tuve que multiplicarme para repetir a todos que Mussolini
había prohibido terminantemente prender fuego al periódico. En fin, me correspondió recibir, en la mañana del
día 29, la llamada telefónica que decidió el destino de mi marido. «Aquella persona está preparada para partir
—decía al otro extremo del hilo telefónico una voz varonil que me era desconocida—. Precisamos comunicar
directamente con Mussolini.» Pero Benito no estaba en casa ni tampoco en «II Popolo d'ltalia», y tuve que
aguardar otra llamada, que tardó una media hora, para conocer la personalidad del misterioso individuo que
estaba preparando la marcha. El resto es ya de todos sobradamente conocido y no es necesario que me
fatigue en hacer su relato. La persona que debía «partir», esto es, abdicar, era el rey, pero prefirió, valiéndose
de su ayudante de campo (con quien había hablado por teléfono) conseguir que Benito se presentase en
Roma para formar nuevo gobierno, salvando, como se dice en mi tierra, el guiñol y los polichinelas.
Benito salió para la capital la noche del 29. Vino a casa, cogió la maleta que yo le había preparado, se
tocó con una especie de fez de uno de cuyos lados colgaba una enorme borla y me saludó con breves
palabras; en nuestra casa se habían pronunciado muy pocos discursos largos. Aprovechándose de aquel río
revuelto, Edda y Vittorio hicieron novillos. Y Grillo, nuestro chofer paduano (joyero en la actualidad, según
creo) repetía a todo el mundo:
—¡ Hemos hecho la marcha sobre Roma !
Y se expresaba con tal tonillo de satisfacción que parecía atribuirse la gloria de aquella hazaña. Era un
guasón muy simpático el tal Grillo. Aporreaba el piano, en nuestra casa, precisamente en las horas en que
Benito se entregaba al sueño, y de noche daba un paseo por las avenidas del parque para sorprender a las
parejas de enamorados con la deslumbrante luz de los faros del coche (y sin que yo me enterase de ello, se
llevaba a mi Edda) y los domingos cargaba en el coche un increíble número de personas; en una ocasión
incluso llegaron a once.
Decía mi madre que estaba muy pálido y todas las mañanas le preparaba una yema de huevo.
Naturalmente, todos estaban contentísimos por el triunfo de Mussolini. Todos menos yo. Me daba
cuenta de que se le había confiado una tarea dificilísima, porque Italia, en aquellos momentos, era un navio
que hacía agua por todas partes. Además, no podía soportar la ¡dea de que Benito tuviese que renunciar a su
libertad para ponerse al servicio de los demás. Antes no tenía quien le mandara; el periódico era suyo, podía
escribir, hacer y deshacer a su antojo y en el peor de los casos terminaba en la cárcel.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

—Vas a ser el criado de los italianos —-me lamenté al partir él para Roma—, con la diferencia de que
los demás cobran sueldo y tú ni siquiera eso. (Sabía por mi marido que el cargo de presidente era sólo
honorífico.)
Muy pronto tuvo que reconocer Benito que no me había equivocado. Le hubiera gustado hacer largos
viajes y no podía darse ese gusto porque estaba ocupadísimo. Era un amante de su familia y de las
comodidades de su hogar y se veía obligado a estar alejado de ellas. Incluso le resultó difícil, en cierto
momento, disponer del tiempo necesario para escribir sus artículos, trabajo que tan bellas satisfacciones le
proporcionaba. Alguna vez digo a mis hijos:
—¿Sabéis cuál fué, durante veinte años, el más ambicionado deseo de vuestro padre? Subir <a un
tranvía de circunvalación y dar una vuelta por Roma, confundido entre la gente.
Pero tal capricho era imposible de satisfacer con los policías pegados a los talones.
También en Riccione, donde pasábamos las vacaciones, los policías, día y noche, aparecían por todas
partes. Terminada la cena, Benito y yo salíamos a dar un corto paseo por la avenida que da al puerto.
Caminábamos en silencio, gozando al fin de un poco de tranquilidad; pero después, inopinadamente,
resonaban a nuestras espaldas los pesados pasos de los agentes vestidos de paisano.
—Raquel —decíame Benito—, volvamos a casa ; seguramente las novias de estos pobres los estarán
esperando.
Emprendíamos el regreso y en ocasiones, al llegar al portal, nos ocultábamos detrás del seto que
rodeaba nuestra villa.
—Ahora verás —susurraba Benito. Y, en efecto, al cabo de unos minutos, como habíamos previsto,
percibíanse, aquí y allá, voces femeninas en la oscuridad, cuchicheos, llamadas y risas reprimidas.
En los primeros años de su permanencia en el poder, todos, incluso el Rey, le daban el título de
«Presidente». También yo me había habituado a dirigirme a él con esta palabra y pronto comencé, cada vez
que volvía de Roma, a advertirle:
—Presidente, vigila. Te están enredando.
A decir verdad, se lo decía en nuestro dialecto y con el estilo más pintoresco; de todos modos el
sentido permanece inalterado.
Entre los años 1923 y 1925 hubo una cadena de acontecimientos alegres unos y tristes los otros, en
nuestra vida privada. En primer lugar, se extinguió, dulcemente, casi sin sufrimientos, la vida de mi
queridísima Pina, que sólo contaba treinta y cinco años; poco después falleció Giovanna, otra de mis
hermanas. Al año siguiente, mi madre nos dejó para siempre. Me había repetido insistentemente que
deseaba morir el día de Difuntos y su corazón, agotado por tantos sinsabores y tantas emociones, dejó de
latir el amanecer del día dos de noviembre.
Fué un inmenso dolor para mí y para Benito, que la había querido como a una madre y ni siquiera pudo
asistir a su entierro. Apenas regresé del camposanto y recorría aquellas estancias vacías, sin conseguir
refrenar los sollozos, cuando me avisaron que el marqués Paulucci di Calboli me requería al teléfono.
Paulucci era el secretario de mi esposo y comprendí al punto que me aguardaban malas noticias y que ni
siquiera me estaría permitido llorar en paz a mi madre. No me había equivocado : presurosamente,
esforzándose en buscar las palabras adecuadas, Paulucci me comunicó el atentado de Zaniboni, el primero
de una larguísima serie.
—Pero ha resultado ileso —añadió—. La policía ha descubierto la cosa a tiempo.
No quise darle crédito, pero pocos minutos más tarde fui llamada de nuevo al teléfono. Esta vez era
Benito, que quería que escuchase su voz para tranquilizarme. Intenté, inútilmente, arrancarle algún detalle de
lo sucedido. Me interrumpía constantemente :

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Ilustración 12. Mussolini en una ceremonia oficial en el primer año de su gobierno; a su lado Costanzo Ciano (derecha) y el príncipe
Boncompagni

Ilustración 13. Mussolini salta a caballo un obstáculo en el parque


de villa Torlonia
Ilustración 14. La fachada de villa Torlonia

—Carece de importancia. No debes impresionarte. Habíame de mamá, ¿está mejor?


—Sí, sí; ya cesó de sufrir.
En aquel período, yo y mis hijos habíamos abandonado Milán para trasladarnos a Carpena, pues el
alquiler de dos apartamentos (uno para nosotros en Milán y otro en Roma para mi marido) era demasiado
gravoso para nuestro presupuesto. Pero, después de la muerte de mi madre, yo, que siempre la había tenido
a mi lado, me sentí muy sola sin su compañía, en la casa de Carpena. También Benito comenzaba a sentirse
molesto por la falta de un apartamento en Milán. En toda ocasión en que se veía obligado a trasladarse a esta
ciudad, tenía que dormir en la prefectura, lo que le hacía tan poca gracia que bien pronto decidió un nuevo
traslado a Milán, donde alquilamos un apartamento en Vía Mario Pagano. En él, el 29 de diciembre de 1925,
yo y Benito celebramos nuestro matrimonio religioso.

Algunos años antes habíamos hecho bautizar a nuestros tres hijos, todos a la vez. Después, en el
verano de 1924, Bruno y Vittorio habían recibido la confirmación y la comunión en un antiguo convento de
benedictinos, en Camaldoni, en los Apeninos toscanos, a poca distancia de Badia Prataglia, la localidad

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

donde transcurrían en aquella época nuestras vacaciones y donde mis hijos disfrutaban de lo lindo. El 29 de
diciembre nos tocó a mí y a Benito recibir los sacramentos. Fué una ceremonia aún más breve que la de
nuestro matrimonio civil, en 1915, durante la primera guerra mundial. Yo estaba en la cocina preparando los
tallarines.
—Acaba de llegar el señor presidente —vino a decirme Ciña (nuestra doncella)—, y viene acompañado
de un sacerdote y del Marqués Paulucci. Dice el señor presidente que vaya usted inmediatamente al salón.
Continué condimentando los tallarines. Pero a los pocos minutos vi comparecer a Benito.
—Vamos, Raquel. No te hagas de rogar —me dijo, y como yo fingiese no haberle oído, me desató el
delantal y me empujó hasta la pila del fregadero para que me lavase las manos. Ofició monseñor Magnaghi,
rector de San Pietro in Sala, en un salón transformado provisionalmente en capilla. Después de haber
recibido nuestro consentimiento y haber bendecido los anillos, nos unió en matrimonio. Terminada la
ceremonia, Benito me besó en las mejillas.
—¿Hemos acabado, sí o no, de casarnos? —le dije bromeando—. Espero que finalmente habrás
quedado tranquilo.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

CAPÍTULO V

En los primeros años de mi vida en común con Mussolini había oído que lo llamaban siempre «el
profesor». En Milán fué para todos, de la portera al chofer, del ordenanza a los amigos, «el señor profesor», y
precisamente cuando me estaba acostumbrando al vocablo «honorable», subió al poder con el título de
«presidente»; por tal razón, después de la marcha sobre Roma, me dirigía a él de este modo, pero en los
años que siguieron se difundió rápidamente, por Italia y el extranjero, el calificativo de Duce. Fué el primero
en emplearlo el compañero Olindo Vernocchi, en el lejano período de las luchas socialistas en Forli; después
fué adoptado por los escuadristas y finalmente entró, paulatinamente, en la intimidad de nuestra familia.
También yo me acostumbré a decir «el Duce» cuando hablaba de Benito a los muchachos o a la servidumbre
y aún hoy, mis nietos llaman Duce a su abuelo.

«¿Recuerdas?», me escribe Guido desde Argentina (Guido es el primogénito de mi Vittorio, tiene veinte
años y cursa en Buenos Aires el tercer año de ingeniero). «¿Recuerdas, abuela, el lobanillo del abuelo
Duce?» | El lobanillo del «abuelo Duce»! ¡ Imposible olvidarlo! De ¡oven, Benito poseía una poblada cabellera
; lisa, brillante y negra. Pero al ser gravemente herido, en la primera guerra mundial, comenzó a caerle el
pelo irremediablemente y bien pronto, a pesar del empleo de toda suerte de lociones, quedó casi calvo. Hasta
el punto de que, en un momento dado, tomó la decisión de pelarse al cero, y por vez primera reparé en aquel
gracioso lobanillo que despuntaba en medio de la cabeza. No exactamente en el centro, sino a la derecha,
algo más arriba de la nuca. Era una especie de verruga y los médicos, de cuando en cuando, malgastaban
sus palabras en el intento de convencer a mi marido a que se !a extirpara. Cierto día, en Riccione, el conde
Pule, un médico simpatiquísimo, entrañable amigo de nuestra familia (en la actualidad cuenta noventa años,
pero está sano y ágil como un jovenzuelo; todavía va de caza y monta en bicicleta), trató por todos los medios
de persuadir a Benito.
—Duce —decía—-, trátase de una intervención quirúrgica de pocos minutos de duración; hemos de
eliminar ese antiestético lobanillo.
—Será antiestético —rebatía Benito—, pero todos mis hijos y después mis nietos lo han acariciado.
Deseo que quede como está para delicia de mis biznietos.
Así era; mis hijos y después los hijos de mis hijos, ¡se divertían tanto con aquel lobanillo! Cuando venía
a villa Carpena o a Riccione, para pasar unas horas en nuestra compañía, Benito tenía la costumbre de bajar
un rato al jardín, después de comer, para tomar el sol. En efecto, era muy friolero. Incluso en Gargnano, a
orillas del lago Garda, donde el clima es tan benigno, no le bastaba una estufa, y pedía cuatro durante el
invierno : dos en el despacho y otras dos en el dormitorio. Mis hijos y mis nietos esperaban, pues, con
ansiedad aquella siesta al sol. Después se ocultaban a espaldas de mi marido y señalando con el dedo la
minúscula verruga canturreaban con sus finas vocecitas: «Campanín, drin, drin...». «Drinnn...», respondía
Benito, arrugando la frente, para estallar en seguida en una alegre carcajada.
¡El «abuelo Duce»! Otro de mis nietos, Marzio, no ha mucho hizo una de las suyas a este respecto.
Marzio, a quien en familia llamamos «Mogly», tiene un parecido asombroso con mi marido: los mismos ojos,
casi la misma estatura (Benito era algo más alto que él), las mismas manos, de dedos cortos y gordezuelos.
Empero, los cabellos de Marzio son claros (como en un tiempo lo fueron los míos) y varios de sus
innumerables amiguitos le llaman «el rubio». Pretende dedicarse al periodismo y a la política. («¡Ya verás,
abuela» —me dice— «a cuanta gente hago temblar!») y es un muchacho inteligente, bueno y generoso que
—y así lo repito con frecuencia a mi Edda— me proporcionará grandes alegrías. Pero, por el momento, hace
una y piensa ciento. Si tuviese que contar todas las travesuras, no bastaría un tomo. Le sigue siempre un
grupo de rapaces que le obedecen como ¡efe absoluto. Llama a su madre por su nombre —Edda por aquí,
Edda por allá— y a los pocos días fué expulsado del aristocrático colegio inglés que mi hija, gastándose un
buen puñado de dinero, había escogido para que el pequeño aprendiese buenos modales. Ahora vive en
Pesaro, huésped de un profesor que le da lecciones particulares y que le quiere mucho. La esposa de este
profesor, una dama muy devota, cuelga una estampa en la pared cada vez que «Mogly» regresa sano y salvo
a casa, por la noche y a fuerza de peligros superados ha llenado ya de santos y santitos un paño entero de
pared. Entre otras cosas, mi Marzio, aprovechó la oscuridad nocturna para cambiar el rótulo de una calle,
escrito en inglés; encerró con llave, en una iglesia, a un obispo y a sus feligreses, hizo por algún tiempo el
oficio de pescador y el de cartelero, pegando manifiestos electorales en las paredes, mediante un salario
convenido. En Forio d'lschia, cuando viene a verme, es capaz de asomarse al balcón e improvisar largos
discursos a los transeúntes. En una ocasión, en Bolonia, pintó la silla y la mesa de un orador comunista, sin
que nadie se percatase de ello, y ocurrió una catástrofe; cuando aquel golpeaba la mesa, ensuciábase las
manos y al sentarse se embadurnaba el fondillo de los pantalones. A partir de entonces, Marzio se vio

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

imposibilitado de volver a Bolonia y mi Edda tuvo que desembolsar la suma de treinta mil liras por daños y
perjuicios. Gusta «Mogly» de la compañía de la gente humilde. En cuanto le es posible, regala zapatos,
guantes y vestidos. Pero nunca se olvida de la fotografía de Benito: por la noche, indefectiblemente, la pone
debajo de la almohada. Cierto día, en que al frente de su «escuadra» estuvo en Savignano de Romagna,
entre Forli y Ravena, entró en una posada atestada de comunistas. Sentóse con ellos y a los pocos minutos
era ya amigo de todos. En un momento dado se puso en pie como si de pronto recordase algo y ordenó al
posadero :
—Traiga unas botellas j quiero invitar a beber a todo el mundo. Porque hoy —añadió con énfasis— es
la onomástica de mi abuelo.
—j Qué chico tan simpático ! —dijeron los comunistas, y encantados con aquel inesperado brindis
dijeron a coro:
—¡Viva el abuelo; viva el abuelo!
Al cabo de un rato «Mogly» pidió más botellas, siempre en honor del abuelo. Entonces le preguntó
alguien ¡
—¿Cómo se llama tu abuelo?
—Mi abuelo fué un gran hombre —respondió Marzio con laconismo.
No insistieron los otros y siguieron bebiendo. Pero «Mogly» había trazado un plan y cuando creyó
llegado el momento propicio, repitió con voz de triunfo:
—¡Mi abuelo fué un gran hombre, mi abuelo era el «abuelo Duce» ! —Aquellos comunistas adoraban el
vino. Habían trasegado demasiados vasos y estaban ya algo achispados. En consecuencia, siguiendo el
ejemplo de Marzio, poniéndose en pie y balanceándose ligeramente sobre sus piernas, corearon :
—¡Viva el «abuelo Duce», viva el «abuelo Duce»!
En 1925, cuando celebramos nuestro matrimonio religioso, mi marido padecía ya de úlcera. Comenzó a
notar los primeros síntomas un año antes, después de la muerte del diputado socialista Giacomo Matteotti. No
tengo ninguna intención de suscitar nuevas polémicas a propósito de este triste asunto, tanto más cuanto la
declaración del socialista Silvestri ha fijado frente a la historia que Mussolini no tuvo ninguna culpa ni ninguna
responsabilidad en aquel trágico acontecimiento. Sólo recuerdo que nunca hasta entonces, había visto a
Benito tan trastornado y preocupado. Había venido a buscarnos a Badia Prataglia, donde mis hijos estaban
estudiando aquellos días el catecismo, preparándose para tomar la comunión. Me dijo que sólo podía estar
con nosotros unas pocas horas y que ni siquiera podría asistir a la ceremonia. Precisamente en aquella
ocasión me explicó lo ocurrido. Matteotti, en aquellos años de pasiones políticas, se había creado muchos
enemigos, pero mi marido fué el primer sorprendido, profundamente sorprendido, el día en que fué hallado,
muy cerca de Roma, y apenas oculto en la maleza, el cadáver de Matteotti. Un grupo de fanáticos —que por
desgracia abundan en todos los tiempos— le había raptado en un automóvil. No tenían intención de darle
muerte; y cuando, en la terrible lucha que se desarrolló en el interior del coche, Matteotti se derrumbó sin vida
en el asiento, perdieron completamente la cabeza. Hasta el punto que estuvieron dando vueltas durante largo
tiempo, presos de pánico, antes de abandonarlo cerca de Rocca di Papa.
Benito logró descubrir a los culpables, que fueron condenados a veinte años de prisión; prestó ayuda a
la viuda de Matteotti, atendió a los estudios de sus hijos, pero las consecuencias de aquel sangriento episodio
pesaron mucho en la vida política de mi marido. Yo, en aquel período, estaba excesivamente nerviosa. Edda,
con la despreocupación de sus catorce años, no podía comprender los graves momentos por que atravesaba
su padre. Un día yo, ella y Arnaldo, quedamos encerrados en un ascensor del edificio de «II Popolo d'ltalia».
Edda reía de aquel incidente que le parecía divertidísimo. La emprendí a bofetones con ella, tan violentos,
que aún se acuerda de ellos.
—¿Cómo puedes reírte —le reproché con indignación— con todo lo que está sucediendo?
El caso Matteotti sirvió de pretexto a cuatro o cinco desaprensivos traidores, entonces y después, para
pedir la dimisión de Mussolini. Incluso alguien que ahora goza de cierta importancia, no se comportó muy bien
en aquella ocasión. Contrariamente, ayudó inmensamente a mi marido, con su inteligencia, su diligencia y su
lealtad, Constanzo Ciano, el padre de Galeazzo (¡cuántas desventuras hubiéramos podido evitar, más tarde,
si no hubiese muerto Constanzo !). El propio Farinacci contribuyó a salvar la situación («Indudablemente
posee valor» —decía de él mi marido—) y la crisis fué superada.
La úlcera de Benito se convirtió muy pronto en el agobiante tormento de mis días. Estaba lejos de mí,
en aquella época, y no me permitía que corriese a su lado, para cuidarle y obligarle a seguir un régimen
especial. Un día, en la estación, estuve tentada de tomar el tren de Roma, pero cuando ya iba a hacerlo, se
me acercó un policía que me rogó que la siguiese. Acompañada por él tuve que dirigirme al despacho del

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

comisario, quien me dirigió un breve discurso que tenía por objeto persuadirme de que renunciase a aquel
viaje, al menos por el momento. El tono era cortés, pero enérgico. Debía darme cuenta, me explicó el
comisario, de que mi presencia al lado de Benito alarmaría a la gente y que la noticia de mi presencia en
Roma, difundida por la prensa, podría dar pábulo a la creencia en una enfermedad del Duce, más grave de
cuanto en realidad fuese. Salí poco convencida de la entrevista, pero fui obligada a obedecer y no pude ir a
Roma hasta el año siguiente, en la Navidad de 1926. Encontré a Benito al cuidado de una doméstica llamada
Cesira, y ella llevaba la voz cantante. La había escogido, así me fué referido, Margherita Sarfatti. En aquella
ocasión me dijo Benito que deseaba tener otro hijo: «Un hijo —añadió— de los días felices, no de la guerra y
de la miseria como lo habían sido Edda, Bruno y Vittorio.» Naturalmente, como tenía por costumbre, había ya
señalado el sexo del retoño («Quiero otro varón») y también el nombre: Romano.
No permanecí mucho tiempo en la capital : veinte días o un mes. El tiempo suficiente para comprender
que convertirse en un personaje es, en el fondo, un enorme fastidio. No se puede reír, ni pasear, ni morirse ni
ponerse enfermo; no se puede hablar cuando de ello se sienten deseos, ni vestir a gusto de uno. Benito, por
ejemplo, era muy cuidadoso de su propia persona. Se duchaba diariamente y todas las mañanas, al regresar
de un paseo a caballo por el parque, se friccionaba meticulosamente, con agua de colonia, piernas y brazos.
Detestaba los perfumes. «Soy como Napoleón —decía—. Una vez, durante la campaña de Rusia, sus
ayudantes, creyendo complacerle, le presentaron a una hermosa mujer, que gozaba fama en todo el país por
su extraordinaria belleza. Y fué grande su asombro al ver que Napoleón la rechazó con desdén.» Aquella
dama que debió sufrir tal humillación, me explicaba Benito, cometió el error de perfumarse con esencias
costosas y en modo exagerado.
Tampoco Benito podía sufrir a quienes llevaban barba de varios días (la suya era hirsuta y dura,
rebelde a las navajas) y era el primero en dar ejemplo afeitándose meticulosamente. Por el contrario, el atavío
del Duce era de extrema sencillez. Vestía, sin dignarse echarles una ojeada, dócil y apresuradamente, los
trajes y uniformes que Irma extendía sobre la cama. La misma Irma, que actualmente cose mis vestidos,
volvía en Villa Torlonia los rozados cuellos de las camisas. Numerosas tiendas de Milán y de Roma le
enviaban en aquellos tiempos, como homenaje, corbatas y batines finísimos, que muchas veces se
guardaban intactos en el guardarropa. Sobre todo ¡os batines, de los que sólo se servía para dirigirse, en
cuanto se levantaba, al cuarto de baño. No hablemos de las zapatillas: jamás las he visto en nuestra casa.
Benito tenía el pie pequeño y bien cuidado (diariamente se hacía la pedicura) pero calzaba zapatos dos
números mayores de lo necesario por el placer de estar cómodo y no perdía el tiempo en hacerse el lazo de
los cordones, como ahora hace mi Romano, que se le parece muchísimo. Cuando encontraba un par de
zapatos a su gusto, no había modo de que se desprendiese de ellos. Una vez, en 1937 ó 1938, hizo poner
medias suelas a un par catorce veces. La única manía que siempre tuvo, a propósito de elegancia, fueron los
guantes; a veces eran viejos y deteriorados, pero siempre de piel y buena hechura.
Durante muchos años, mi marido se vio forzado a visitar al Rey dos veces por semana —jueves y
domingos— con bombín, pantalones a rayas y chaqué. Cuando estuvo de moda el bombín, Benito se servía
de él para proteger su cabeza del frío o de los eventuales cachiporrazos de sus enemigos. Pero pasó la moda
y aquel cubrecabezas le daba enorme fastidio. Me decía :
—Sólo quedamos tres personas en todo el mundo que llevamos bombín : yo, Stan Laurel y Oliver
Hardy.
Y levantándose con las manos los faldones del chaqué, daba vueltas delante del espejo, para hacernos
reír a mí y a los niños.
Había otras muchas cosas que molestaban al Duce cuando visitaba Villa Saboya. Por ejemplo: el
hecho de que todos, en la familia real, hablasen entre sí en francés («Acaso, ¿no son también italianos?», se
lamentaba conmigo en ocasiones), el modo de hablar del Rey, que arrastraba mucho las eses, y el rígido
protocolo de la Corte. Una vez, durante una recepción en el Quirinal, mi marido se prendió distraídamente la
servilleta en la solapa de la chaqueta y una dama de la aristocracia 'e clavó los ojos con insistente mirada de
asombro. Comprendió Benito y puso inmediatamente ia servilleta en su sitio.
Mi primer encuentro con la casa de Saboya (que por lo demás fueron muy pocos) me dejó un recuerdo
muy simpático. Había ido con los muchachos al Palacio de los Deportes, en Milán, para asistir a un concierto.
Asistía también la reina Margarita y, de pronto, mientras en voz baja les señalaba a mis hijos la presencia de
la dama, se me acercó su ayudante de campo.
—Su Majestad la Reina madre —me dijo— le ruega que vaya a su palco. Desea conocerla a usted y a
sus hijos.
—No estoy acostumbrada— dije negándome en un principio— a tratar con las reinas.
Pero el otro respondió que no podía en modo alguno rechazar la invitación. Entonces entré, con Bruno
y Vittorio. La Reina se mostró muy amable. No puedo olvidar una de sus frases :

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

—La Casa de Saboya deberá estar eternamente reconocida a su esposo por todo cuanto ha hecho y
está haciendo por nuestra nación.
La reina Margarita era ciertamente hermosa : pequeña, con las piernas algo cortas (solían fotografiarla
de medio cuerpo), pero con un rostro dulce de rasgos perfectos. Cuando murió, cinco o seis meses después
(estábamos en 1927), me enteré de que había nombrado a mi marido albacea testamentario. Le dejó,
además, una medallita antigua que Benito llevó siempre colgada al cuello, con otra con la imagen de San
Antonio (las llevaba al morir pero no fueron encontradas).
Dije ya que cuando uno se convierte en personaje importante, surgen, de improviso, increíbles
complicaciones, incluso en las cosas más sencillas, como es el estar enfermo o traer hijos al mundo. Yo y
Benito habíamos tenido muchas ocasiones de comprobarlo. He aquí un primer ejemplo: El día 7 de abril de
1926, una vieja exaltada, la inglesa Violetta Gibson, atentó contra la vida de mi marido haciéndole desde corta
distancia cinco disparos de revólver. Benito había inaugurado aquel día un congreso de médicos en
Campidoglio y estaba rodeado de un grupo de profesores. De los cinco proyectiles, uno sólo alcanzó a herirle,
y de un modo curioso ¡ perforándole la base de la nariz y obligando al Duce durante algún tiempo a cubrir su
nariz con un gran parche. Pero lo más grave del caso, y Benito pudo experimentarlo, fué culpa de aquellos
doctores que, creyéndole gravemente herido, se le echaron encima todos a la vez disputándose a codazos el
honor de ser el primero, cada uno, en socorrer al Presidente.
—Si no me hubiese defendido con energía, a puntapiés y puñetazos —me contaba después Benito—,
no sé cómo hubiera terminado la cosa.
El atentado de la Gibson fué el segundo, en orden cronológico, en la vida de Mussolini. En el mismo
año se produjeron otros dos: uno en Roma, en Porta Pia (se trataba de un joven anarquista) y el otro en
Bolonia, el 31 de octubre. ¡Cuántas veces, viviendo con Mussolini, he oído hablar de atentados ! Lo mismo
que había sucedido con los duelos, fueron tan frecuentes los atentados que aquel vocablo pronto adquirió,
incluso para los niños, un sonido habitual, de significado algo misterioso, pero inocente. Una vez, en Villa
Torlonia, mi Romano se puso muy impertinente porque su padre (eran más de las diez) quería mandarle a la
cama. Aquella noche hacían una película de cow-boys y a Romano le hubiera gustado quedarse hasta el
final. Pero mi marido fué inexorable: a las diez, por lo regular, el sueño le cerraba los ojos y exigía, antes de
encerrarse en su habitación, que nuestros hijos más pequeños estuviesen ya acostados. En aquella ocasión,
Romano se alejó de puntillas, pero Bruno, que estaba encargado de vigilar al hermano (le llamaba Pitágoras
porque no despuntaba en matemáticas) lo descubrió poco después en el rincón más oscuro de la balaustrada
que dominaba el salón donde proyectábamos, en privado, algunas películas. Estaba arrodillado entre las
columnas y, compungido, tenía en sus manos un fusil de madera que le habíamos regalado por Navidad.
—¿Qué estás maquinando? —le preguntó Bruno con curiosidad.
A lo que respondió con seriedad :
—Quiero cometer un atentado contra papá.
Romano nació en Vilia Carpena el 26 de septiembre de 1927. Cuando mis hijos se enteraron de que
iba a aumentar la familia, comenzaron a chancearse de mí y de Benito. Especialmente Edda, que ya tenía
diecisiete años.
—¿No os da vergüenza, a vuestra edad, tan viejos?
—¿A nuestra edad? Tu madre tiene treinta y siete años y yo cuarenta y cuatro —respondía Benito,
riendo.
Pero yo me daba cuenta de que, en el fondo, la irónica alusión de Edda le fastidiaba enormemente.
Hasta el fin, no quiso resignarse a la ¡dea de envejecer.
—Es una palabra estúpida —le oí repetir con frecuencia—. Habría que hacerla desaparecer del
diccionario.
Para el nacimiento de mi Romano no fué suficiente la presencia de la comadrona, como había sucedido
con los otros tres hijos. Era, ahora, la esposa del jefe del gobierno, y me fué impuesto un catedrático,
ginecólogo famoso, que me hizo enloquecer con sus «novísimos métodos».
Según su parecer, el parto se presentaba difícil y quería que las paredes fuesen recubiertas con
cortinajes blancos y me martirizaba al repetirme constantemente, como si yo no lo supiese, que era la esposa
del Duce, añadiendo que, a todas luces, yo no me daba cuenta de la importancia que aquello tenía.
Yo me enfurecía.
—Cuando se traen hijos al mundo —le dije— los dolores son los mismos para todas las madres; no
existen diferencias entre una mujer del pueblo y una reina.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Edda también tuvo ocasión de pelearse con él.


—Con todas sus pretensiones —le dijo un día—, lo menos que podría hacer cuando visita a mi madre
es vestir camisa blanca.
De todos modos, Romano vino al mundo con toda felicidad. Su padre llegó procedente de Roma a las
cinco de la tarde, después de una desenfrenada carrera de automóvil. Estaba convencido de que el niño ya
habría nacido y quedó muy contrariado al ver que aún no era así.
—¿Qué hacemos ahora? —se lamentaba—. La agencia Stefani ha difundido ya la noticia por todo el
mundo.
Le aconsejé que se acostase.
—Ya te despertaré cuando llegue el momento —le dije para tranquilizarle. Pero la Ciña, nuestra
doméstica, no llamó a su puerta hasta medianoche, cuando ya Romano hacía media hora que había tomado
su primer baño. Benito, emocionado, se puso la camisa al revés, tomó en brazos a su hijo, me besó,
exclamando a voz en grito (él, que de costumbre hablaba en voz baja y comedida):
—Bien, Raquel: has estado magnífica. ¡Me has dado una gran alegría !
Inmediatamente después de este feliz acontecimiento, comenzaron las discusiones en torno a mi lecho:
el doctor quería que en los comunicados a la prensa sólo se mencionase su nombre; la comadrona,
pobrecilla, argumentaba que el mérito era, en parte, suyo. Intervine entonces:
—Creo —dije tranquilamente— que he sido yo verdaderamente quien ha traído el niño al mundo.
Con motivo del nacimiento de mi Romano, llegaron millares y millares de telegramas procedentes de
todas partes del mundo; los aviones arrojaron sobre Villa Carpena, flores, prendas de recién nacido y
obsequios de toda clase («Si conservases la centésima parte de lo que entonces te regalaron, vivirías como
un gran señor», suelo repetir a mi Romano.) Aquel año, los habitantes de Ravenna y de Forli regalaron Rocca
delle Camínate al Duce, por medio de una subscripción a la que cada uno de ellos contribuyó con una lira, y
el 27 de septiembre, en honor de mi hijo, iluminóse por vez primera el faro que coronaba la torre. Benito quiso
asistir al bautizo. No había tenido ocasión, hasta entonces, de estar presente en una ceremonia como aquella
y como el sacerdote, temeroso de equivocarse, cometiese algún «lapsus», mi marido le apuntaba unas
palabras en latín.
Más tarde mi marido regaló a Romano una página arrancada de su agenda de 1927, donde bajo la
fecha del 26 de septiembre, había anotado sus impresiones sobre el nacimiento de su cuarto hijo. Yo había
puesto un marco a aquella página y Romano la conservó, muchos años, colgada en la pared de su
habitación. Después desapareció, como la mayor parte de los documentos que Mussolini nos dejó a mí y a
nuestros hijos, pero, a tal respecto, tengo algo que decir. He leído recientemente en los periódicos la
complicada odisea de los diarios de Mussolini. Siempre me han gustado las novelas de aventuras («¿Quizá
tenga razón Bocchini —repetíame Benito— y debería nombrarte ¡efe de la policía») y el asunto,
probablemente, habría podido divertirme, si no estuviese tan íntimamente relacionado conmigo y con todos
los míos. Pensaba que cualquier enviado del gobierno actual se presentase a nosotros (auténticos o
apócrifos, estos documentos pertenecen a los herederos del Duce) cuando en manera tan clamorosa, fueron
secuestrados en Vercelli los presuntos diarios.
Las agendas que el pasado año fueron ofrecidas a un editor milanos, eran falsas. Las comprobamos
yo, Romano y Edda (quien aún posee algunas cartas de su padre escritas en la época en que su caligrafía
era menuda y apretada), y las revisó, después, Vittorio, venido exprofeso para ello de la Argentina. Vittorio fué
el último en ver aquellos documentos. Se los había entregado yo misma en Gargnano, para que procurase
ponerlos a buen recaudo. Efectivamente, mi hijo los entregó a un diplomático de una nación amiga pero,
cinco o seis meses después, aquella persona le garantizó que los había quemado, para evitar el peligro de
que cayesen en manos de los Aliados. Desde entonces no hemos sabido nada más.
He tenido ya ocasión de aludir brevemente a las agendas de mi marido. No considero que tuviesen
gran importancia, pues Benito las dejaba negligentemente en su mesa de trabajo, en el despacho de Villa
Torlonia. Estaban encerradas en una cajita, una especie de estantería portátil, de madera clara, con dos asi-
tas a los lados y una puertecilla cerrada con chapitas de hierro. Creo que fuesen veinte o dieciocho, y antes
de los años 1937-1938 jamás las había visto. El Duce había regalado esta caja primeramente a Eduvigis y en
su interior contenía, cuando la abrí por primera vez, la carta con orla de luto (había sido escrita poco después
de la muerte de Arnaldo) con que mi marido confiaba a su hermana las agendas. Después, como ya he
referido, estas agendas volvieron a nuestra casa y el día en que las descubrí en el escritorio de mi marido, me
puse a hojearlas distraídamente. Se mencionaban en ella muchas cosas, acontecimientos en su mayor parte,
alegres o tristes, de nuestra familia. En cierto punto, mis ojos tropezaron con el nombre de la Sarfat-ti.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Proseguí hojeando: el nombre de aquella mujer aparecía reiteradamente en las hojas. Estaba furiosa pero
fingí no haberme enterado de nada. Sólo al volver Benito a casa le dije :
—¿No te parece conveniente cerrar con llave esta caja?
—¿Quién quieres que la toque? —me respondió. En ciertas ocasiones era ingenuo como un niño.
Pocos días después fui a pasar una temporada a Rocca y cuando Benito vino a reunirse conmigo me
comporté con frialdad. Como los esposos de toda época y de todos los países, también nosotros reñíamos en
ocasiones. Y siempre por motivos políticos. Pero pronto hacíamos las paces. Aquel día, sin embargo, nos
peleamos por culpa de los famosos diarios. Y como Benito quería saber a toda costa los motivos de mi
inquina, terminé por explicárselos. Me dio la razón y dijo que en cuanto le fuese posible mandaría
encuadernar las agendas borrando las frases que me habían enojado. Así lo hizo y además arrancó muchas
hojas.
Corrigió las agendas en los pasajes más delicados. Algunas veces recurría a vocablos o imágenes sólo
por él comprendidas. Por ejemplo la frase: «He encontrado la Vela en el mar» (creía yo que se trataba de una
mujer), tenía un significado, según me dijo, muy diferente y mucho más importante.
También yo, en una ocasión, quise recurrir al lenguaje cifrado. Fué después de la detención de mi
marido, en el verano de 1943. Ignoraba dónde se encontraba y las cartas que yo le remitía eran intervenidas
por la censura. Un día, para hacerle saber que la Romana aguardaba ansiosamente su liberación, le escribí:
«Todos esperan aquí que las aguas vuelvan al río». Pero él no comprendió el sentido y respondió: «Me
desagrada mucho, Raquel, que la Romana padezca sequía».

Ilustración 15. Benito Mussolini, Vittorio Emanuele III y Badoglio durante unas maniobras. La fotografía corresponde al primer año del
fascismo

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Ilustración 16. La Rocca delle Camínate como es actualmente. La torre de Malatesta.

Ilustración 17. El salón del Gran Consejo. Durante la guerra La Rocca fué devastada y saqueada

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

CAPITULO VI

En los días pasados, al releer, como hago de cuando en cuando, la «Historia de un año» de mi marido,
me he detenido a meditar sobre una frase que hace referencia al Concordato. En cierto lugar, Benito dice que
el decenio de oro del fascismo comienza el 11 de febrero de 1929. Carezco de competencia necesaria para
hablar en términos precisos de aquel acontecimiento histórico, pero recuerdo perfectamente, aún a la
distancia de tantos años, lo que en aquella ocasión me dijo nuestro amigo el padre Facchinetti. Vino a vernos
a mí y a mis hijos, la noche del 11 de febrero, con expresión tan radiante en el rostro, que le pregunté si le
habían regalado algunos millones para sus pobres. No me respondió; estaba demasiado atareado en sacar
de las mangas de su hábito de franciscano un pastel y dos botellas de champaña que depositó
cuidadosamente sobre la mesa. No me extrañó. El padre Facchinetti acostumbraba frecuentar los salones de
la aristocracia milanesa (se lo disputaban por su interesante y brillantísima conversación) y hacía buen acopio
de bizcochos y bombones que distribuía entre sus protegidos. Continué, pues, sirviendo la papillas de arroz a
mi Romano que reclamaba la cena (tenía entonces quince meses) golpeando con energía el cuchillo en su
sillita. Pero en un momento dado, al levantar la cabeza vi que mi huésped estaba repartiendo besos y abrazos
a todos mis hijos: incluso a Ciña y a Pía, mis criadas.
—¿Qué ha sucedido? —le volví a preguntar, asombrada.
Entonces, el padre Facchinetti me explicó, con acento conmovido, el significado y la importancia del
Concordato.
—El acuerdo firmado hoy en Roma entre el Gobierno y el Vaticano —me dijo— es el acontecimiento de
mayor importancia para el mundo católico desde 1870 hasta nuestros días, y el Duce puede sentirse
verdaderamente orgulloso de haber logrado esta victoria resolviendo un problema que en vano afrontaron
hombres de Estado como Cavour y santos como Juan Bosco. Quisiera llamar al Duce para felicitarle.
Yo vacilaba indecisa entre satisfacer su deseo y el temor a distraer a Benito en su trabajo (jamás puse
el pie en el despacho de mi marido y sólo una vez asistí al Palacio Venecia para ver pasar a Hitler —desde
una ventana del último piso— cuando el canciller alemán visitó Roma). Pero precisamente en aquel momento
sonó el teléfono: era Benito que quería compartir conmigo su alegría por el nuevo triunfo, y después de
felicitarle brevemente cedí el auricular al padre Facchinetti para que éste pudiese expresar al Duce su
entusiasmo y su exuberante admiración.
Hasta la noche del 11 de febrero sólo había logrado de mi marido noticias vagas y fragmentarias sobre
las negociaciones en curso. Conocía sus entrevistas con el cardenal Gasparri celebradas en un antiguo
convento en las proximidades de Roma y sus frecuentes coloquios con el cardenal Pacelli. Benito, además,
me había descrito sus impresiones sobre el Papa Pío XI, que le era muy simpático por la cordialidad de sus
modales —era mi-lanés— y la viveza de su inteligencia. No me había ocultado, desde comienzos de 1927,
que proyectaba una gran empresa, pero que le sería bastante difícil llevarla a buen fin porque, para realizarla,
tropezaría con innumerables obstáculos. El Concordato, en efecto, costó a mi marido dos años de intenso
trabajo y cuando pienso en aquellos esfuerzos y en su cadáver todavía negado a la piedad de los suyos, me
sumo en las más amargas reflexiones. Pero prefiero reanudar mi relato, antes de tener que ceder a la
tentación de afrontar asunto tan delicado y sobre todo tan doloroso para mí.
Después del nacimiento de Romano, me juró que el próximo acontecimiento feliz lo organizaría a mi
modo, de acuerdo con las viejas normas. En efecto, cuando Ana María vino al mundo, el 3 de septiembre de
1929, llamé a Benito por teléfono y le dije sencillamente:
—Ha nacido.
—¿Quién? —dijo él, cayendo de las nubes (para evitar el peligro de Ginecólogos ilustres, le había
dejado entrever que el alumbramiento aún estaba lejano).
—La niña.
—Pero, ¿cuál?
—La nuestra —respondí—. Ahora tenemos que buscarle nombre.
Benito actuaba con extrema velocidad, con tal velocidad que, a la mañana siguiente, al leer los
periódicos, me enteré de que mi hija sería bautizada con el nombre de Ana María, en recuerdo de mi pobre
madre.
Éramos ya demasiados en el apartamento de Vía Mario Pagano y pronto se hizo indispensable un
nuevo traslado. Mi marido estaba cansado de vivir tan alejado de nosotros y deseaba tener a su lado a sus
hijos, para jugar con ellos en los descansos que le concediesen sus ocupaciones. Decidió, por ello, buscar en

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Roma una vivienda cómoda y amplia, apropiada a nuestra numerosa familia. Apenas se propagó por la capital
la noticia que el Duce precisaba una casa, la aristocracia romana entró en competición para ofrecerle una.
Venció al fin el príncipe Torlonia, quien ya había tenido en varias ocasiones que hospedarle en su villa.
Cuando me enteré me entraron ganas de reír. En la Romana, si alguien se da aires de presunción, se le dice
para tomarle el pelo: «¿Quién crees ser? ¿el príncipe Torlonia?» (Los Torlonia eran propietarios, en mi país,
de vastísimas extensiones de tierras.) Me parecía casi increíble: yo, la campesina de Salto, ir a residir en la
villa de un Torlonia, en un palacio quizá más antiguo y suntuoso que el de mis antiguos amos: los Zoli.
En cuanto a la antigüedad no quedé desilusionada. En los primeros tiempos, cuando venía a visitarnos
desde Predappio mi cuñado Germano, que era más bien robusto, no lograba poner a salvo una silla. Aquel
pobrecillo se recostaba en el respaldo y la desvencijaba con gran vergüenza por su parte. Aún no había
tenido tiempo de sentarse, despacito, en el borde, cuando caía al suelo. Las cocinas, sombrías y polvorientas,
estaban en el sótano. En compensación, en la planta baja había un espacioso salón con las puertas y
paredes revestidas de estuco dorado, una lámpara resplandeciente que me recordaba la del teatro de la
Scala y numerosas columnas de mármol.
—Tendré mucho trabajo aquí dentro —pensé la primera vez que recorrí el interior de Villa Torlonia— si
no a mí y a mis hijos nos parecerá que vivimos en un museo.
Nos trasladamos a Roma en noviembre de 1929, cuando mi Ana María contaba poco más de dos
meses. Comencé inmediatamente a sustituir los muebles que no me gustaban, a barnizar sillas, a construir
entanterías, a colgar en las ventanas cortinas claras y ligeras (siempre he sabido hacer de todo un poco,
incluso de leñador, de blanqueador y de albañil). Logré, así, transformar en poco tiempo muchas habitaciones
sin preocuparme del estilo ni de cosas semejantes, sin otra idea que nuestra vivienda fuese alegre y
confortable. El dormitorio del Duce, situado en el primer piso, era triste, con muebles oscuros y macizos, pero
en vano quise convencer a mi marido que los cambiase.
—No podemos hacerlo, Raquel. Somos huéspedes en Villa Torlonia.
En realidad satisfacíamos un alquiler simbólico (así lo había querido el príncipe): una lira al año, razón
por la cual Benito nos repetía continuamente a mí y a las doncellas que no debía quitarse, en absoluto, nada
de su sitio, ni siquiera una chuchería o un clavo, y ante el temor de ser desobedecido enseñaba a Irma el
modo de quitar el polvo.
—Debes hacerlo —le sugería— poco a poco, pues de lo contrario correrías el riesgo de olvidar el lugar
exacto de los objetos que hay encima de los muebles.
El príncipe Torlonia era muy simpático, muy diferente al «soberbio propietario de tierras» que había
imaginado cuando me apasionaba en las luchas socialistas en Romana. Cuando el Duce nos sorprendía en
íntima conversación, a orillas del pequeño lago de las ninfas o en la plazoleta ante la galería, movía la
cabeza, riendo:
—Por supuesto —decía— que estáis resolviendo el problema de la agricultura.
La agricultura era, en efecto, nuestro tema favorito, pero también hablábamos de otras muchas cosas.
Por ejemplo de los espíritus que, según se decía, hacían visitas nocturnas a Villa Torlonia; igual que sucedía
en el palacio de la familia Zoli. Y de aquella vez en que, durante una sesión de espiritismo, la madre del
príncipe había asegurado: «Juan, en cuanto yo desaparezca florecerán las violetas», y al instante el velador
se había cubierto de aquellas olorosas florecillas. Asistíamos, además, a los trabajos de excavación que se
realizaban cerca de nuestra vivienda. (Para que pudiésemos sentirnos con toda comodidad en su mansión, el
príncipe Giovanní Torlonia se había retirado a vivir a la «casita de las lechuzas», medio escondida entre los
pinos del parque.) Salían a luz esqueletos, calaveras, ánforas y objetos diversos. Una vez, mi Romano se
encontró un fragmento dorado en forma de media luna y se empeñó en que indudablemente se trataba de un
amuleto, y fiel a su creencia, cuando jugaba al tresillo con Bruno o Vittorio la metía en el puño. Y perdía. En
vista de ello la regaló a uno de sus amigos, quien a su vez, después de experimentar sus efectos, la regaló a
un condiscípulo, el cual la restituyó a Romano. Hasta que, en cierta ocasión, mis hijos quisieron hacer una
prueba. Durante una partida fueron tocando, uno a uno, la media luna y quien la había tocado perdía
indefectiblemente.
Romano contó a su padre este hecho tan extraño, pidiéndole una explicación. Benito comenzó a
bromear, pero al fin admitió que, por razones misteriosas, ciertas personas u objetos ejercen una influencia
nefasta. En efecto, era algo supersticioso. Un día, en Bolonia, en 1926, después de haber inaugurado un gran
estadio de deportes y haber comido en el local del Fascio, se reunió conmigo y con los demás invitados en la
prefectura.
—Hay trece mujeres —le había dicho alguien, y él, pensando en otra cosa, había respondido:
—¡Mal augurio!

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

En la tarde de aquel mismo día, por poco no resultó víctima de un grave atentado, y desde entonces
guardó para aquel número cierta desconfianza. Tanto era así, que los domingos, cuando nos reuníamos en
Villa Torlonia, hijos, yerno, nueras y nietos, para la cena tradicional, comprobaba personalmente que no
hubiese trece cubiertos. Y si tal sucedía no atendía a razones; uno cualquiera de nuestros hijos,
generalmente Romano o Ana María, era obligado a comer en la cocina. Benito estaba convencido, además,
de que cuando las cosas presentan mal cariz desde un principio, no había modo de enderezarlas y, en fin,
solía hacer caso de los consejos de los «¡ettatore». (A propósito de éstos, había uno en Milán, un periodista,
que provocaba el desprendimiento de las lámparas cuando visitaba nuestra casa. Yo, contradiciendo a mi
marido, sostenía que se trataba de una mera coincidencia; pero cada vez que nos visitaba ocurría un
estropicio: una vez... hasta estalló la cafetera.)
Los primeros años transcurridos en Villa Torlonia fueron muy tranquilos. Mis hijos, por deseo del Duce,
frecuentaban las escuelas públicas y la única diferencia con los demás escolares era que sus profesores les
llamaban por su nombre para no sentirse cohibidos cuando debían amonestarles, diciéndoles, por ejemplo:
«Mussolini no ha comprendido», o bien «Mussolini se ha equivocado». Por lo demás, no podían permitirse el
lujo de hacer novillos, pues Benito pedía por teléfono noticias de su comportamiento y de su
aprovechamiento, casi diariamente, al director y a los profesores. Para tener contento al Duce, mis hijos
debían traer una buena calificación en matemáticas, la asignatura preferida, porque —me explicaba— «forma
la inteligencia y el carácter». Desgraciadamente, ninguno de ellos estaba de acuerdo con los números y era
un triste momento aquel en que tenían que hacerle firmar el boletín. Una vez, Vittorio, no atreviéndose a
enseñarle su «cuatro» (aunque Benito era excesivamente indulgente, mis hijos le tenían gran respeto), llegó
hasta el extremo de falsificar la firma. Pero un día se descubrió el pastel. No lograba reproducir la «eme», la
característica «eme» de Mussolini. Probó y volvió a probar y por fin se vio obligado a borrarla y a rehacerla,
pero el profesor no se dejó engañar.
—¿Te parece posible —dijo a mi hijo— que el Duce se equivoque al firmar?

Desde los primeros años de gobierno, Benito se había impuesto un riguroso sistema de vida.
—Mi secreto consiste en no malgastar ni un solo minuto —decía, y realmente había organizado a la
perfección sus propias ¡ornadas.
Se acostaba temprano por las noches, a las diez o todo lo más a las diez y media, y de golpe se
sumergía en un sueño profundo. Dormía con sueño pesado incluso durante los bombardeos, cuando
estábamos en Gargnano. El general Wolf quería a toda costa que le convenciese para que bajase con
nosotros al refugio. Pero Benito no me escuchaba.
—Baja tú, Raquel —repetía pacientemente—, mi cerebro necesita reposo.
Una noche, los aviones americanos soltaron las bombas a escasa distancia de nuestra villa. El Duce se
había acostado ya y Wolf me rogó que fuese a persuadirle de que se pusiera a salvo. Bien sabía yo que era
perder el tiempo, pero ante la insistencia del general subimos ambos hasta la puerta de su habitación. Y,
durante media hora, a través de la puerta entornada, nos turnamos en suplicarle que se levantase. Todo fué
inútil.
—Marchaos, marchaos —repetía cada vez—. Dejadme que duerma tranquilo.
Para Benito era fácil e inmediato el despertar. Apenas Irma subía las persianas, a las seis de la
mañana, abría los ojos y saltaba, sin mal humor, del lecho. Le gustaban las buenas sábanas —fueron
siempre nuestro único lujo— y le agradaba que se le cambiasen diariamente, pero no podía tolerar las
almohadas fofas o demasiado hinchadas, especialmente las de pluma.
—Recuerda, Raquel —decía—, que cuando muera no quiero que me pongan un cojín debajo de la
cabeza; poned una piedra o un ladrillo.
Así era. Descansaba mejor con la cabeza apoyada en un tronco de leño, o en un escalón, o en el
volante del automóvil. A menudo —en verano— cuando dejábamos Rocca y volvíamos en coche a Roma, me
preocupaba por él. Temía que el calor le adormilase. Benito paraba el motor.
—Ahora voy a echar un sueñecillo de diez minutos.
En efecto; como si tuviese un despertador dentro de la cabeza, se despertaba exactamente al cabo de
diez minutos.
Era poco exigente con las comidas. Comía deprisa sin mirar siquiera el contenido del plato (era yo
quien hacía las partes, comenzando por el cabeza de familia, a usanza de la Romana). En los primeros
tiempos de nuestra vida en común, apenas sentado en la mesa se enfrascaba en la lectura, apoyando el

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

periódico en la botella del agua. Después, y sin que yo se lo pidiese, fué corrigiéndose de esta fea costumbre,
para no dar mal ejemplo a sus hijos y se mezclaba —algo distraídamente— en nuestras conversaciones.
Desde 1918 había renunciado a fumar —era aficionado a los cigarros puros— y después de 1924 había
logrado curarse en poco tiempo la úlcera, observando un régimen severísimo que conservó
escrupulosamente hasta sus últimos días. Componían su desayuno, pan integral, fruta y café con leche muy
tibio (si estaba caliente se escaldaba, con gran fastidio). A mediodía le preparaba un plato de tallarines y
verduras variadas —se perecía por las setas y la ensalada de cebollas crudas— y la cena componíase de
una sopa, verdura y fruta. Nada de dulces y poca carne (de vez en cuando, algo de conejo); y por añadidura
alguna tortilla o algún huevo al plato.
Cuando hacía buen tiempo, Benito daba un breve paseo por el jardín de villa Torlonia, hasta las tres de
la tarde en que se reintegraba a su trabajo. Cogía, aquí y allí, una hoja de menta o de albahaca que se ponía
detrás de la oreja y deteníase a devorar con avidez gran cantidad de guisantes, tomates casi verdes y
especialmente habas. Cuando la vieja higuera que se alzaba delante de nuestra galería estaba cargada de
fruto (¡cuántas confidencias y cuántas discusiones hubo entre Benito y yo a la sombra de aquel árbol !) él
mismo se encargaba de coger los higos. También en villa Carpena, en la época de las cerezas, iba y venía de
casa a los árboles frutales llevando al brazo un cestito de mimbre.
Ya en aquella época, cada vez que aparecía en público, el Duce era acogido con manifestaciones de
delirante entusiasmo, que en ocasiones llegaba al fanatismo. En Riccione, yo y los niños éramos informados
con regularidad del momento exacto en que Benito tomaba el baño, por la multitud que se concentraba en
determinado lugar de la playa adonde acudían como moscas a la miel. Ciertas «ondinas» se lanzaban al agua
premeditadamente vestidas, para poderle admirar. Yo tenía la costumbre, para evitar la curiosidad de la
gente, de bañarme lo más lejos posible, donde no hubiese nadie. Pero algunas veces me sucedía presenciar
los «asaltos» de las admiradoras. Entonces, abriéndome paso a codazos entre la muchedumbre, empujaba a
las más fanáticas para ayudarlas a llegar hasta su ídolo y, en seguida, me burlaba de él.
—¿No ves —le decía— que te han ensuciado todo el brazo con el carmín de sus labios?
Mi marido fingía estar fastidiado, pero yo sabía que, por el contrario, se sentía halagado.
Los primeros en sentirse molestos, por estas continuas demostraciones de afecto por parte de
desconocidos, eran mis hijos. Bruno, Vittorio y especialmente Romano, el menor de todos, solían preguntar
con inocente obstinación:
—¿Por qué corren y gritan todos cuando llega papá?
Un día, nuestra cocinera dio, sin darse cuenta, una respuesta adecuada :
—Ya sabéis —dijo a mis hijos— que el rey es el hombre más importante de Italia. ¡Figuraos que
después de él es vuestro padre el hombre de más méritos !
Esta explicación fué muy del agrado de Benito (se la había referido Romano, añadiendo: «¿Es
verdad?») y la recordó muchas veces.
—Sigo en importancia al Rey y al Papa —decía—, y es muy difícil que las cosas marchen bien cuando
son muchos los que mandan.
En la primavera de 1930 nos dejó Edda para formar su propio hogar. Un día, al volver de una
recepción, entró presurosa en el despacho donde su padre estaba trabajando, inclinado sobre la mesa
escritorio y le espetó de un tirón :
—Papá : voy a casarme. Me he prometido hace media hora con Galeazzo.
Desde hacía muchos años, al Duce y a Constanzo Ciano les unía una cálida amistad que con el tiempo
se había extendido a las respectivas familias; por ello dieron gustosos, como yo y mi marido, su
consentimiento. La noche en que se formalizó el noviazgo, cuando los dos jóvenes cambiaron, en Villa
Torlonia, la promesa y los anillos (el destinado a Galeazzo había costado seis mil liras), enumeré a mi futuro
yerno, las virtudes y defectos de mi primogénita: le expliqué que era bondadosa y fiel, pero dominante y vivaz,
que era muy inteligente, pero no sabía cocinar, ni planchar, ni remendar. Todos se echaron a reír.
—Ríanse —dije algo enojada y volviéndome a Galeazzo, agregué—. De todos modos quedas
advertido.
La boda se celebró en la iglesia de San Giuseppe, en Vía Nomentana, y mi Edda tuvo por testigos al
príncipe Torlonia y a Diño Grandi, que en aquel tiempo no era más que subsecretario y no desperdiciaba
ninguna ocasión para proclamar su fidelidad eterna hacia el Duce y sus descendientes (por desgracia, en el
curso de estas memorias me veré obligada a seguir ocupándome de él). Después de la ceremonia y del
refresco partieron los esposos en viaje de novios para Capri y Benito quiso acompañarlos conmigo hasta

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Rocca di Papa para poder llorar a sus anchas en el momento de despedirse de su hija. No podía resignarse a
la idea de tener que vivir alejado de su Edda. Discutían a menudo por culpa de sus caracteres tan parecidos y
tan batalladores (tanto, que una vez me dijo Benito bromeando : «He conseguido dominar a Italia, pero jamás
lograré dominar a Edda» y, sin embargo, sentía hacia ella una verdadera adoración. Nuestro regreso fué muy
triste. Sentados juntos en el coche que nos conducía a Villa Torlonia, ambos pensábamos lo mismo:
«Confiamos en que Galeazzo pueda hacerla feliz.»

El matrimonio de mi primogénita atrajo sobre mí la atención de los extranjeros. Era la primera vez que
aparecía oficialmente al lado del Duce y un diario de Londres descubrió con cierto estupor: primero, que
vestía un traje elegante (confeccionado por una modista de Forli); segundo, que mis cabellos eran rubios; y,
en fin, que no aparentaba ni sesenta ni siquiera cincuenta años.
—Has impresionado a los ingleses —me dijo Benito, quien recortaba y guardaba minuciosamente todos
los periódicos que hablaban de él.
—Y... ¿qué creían? ¿Que era muy vieja y paticoja?
Cuando, en nuestro hogar, precisábamos de algún dinero, como en el caso de la boda de Edda, mi
marido resolvía el problema escribiendo un par de artículos para cualquier editor americano que los pagaba
espléndidamente. Yo hubiera deseado que escribiera uno por lo menos cada semana. Pero su trabajo
raramente le permitía pensar en sí mismo y en la economía doméstica. Precisamente por dicho motivo (en
1931 o en 1932) el Duce tuvo que hacer frente, de improviso, a una importante deuda con un Banco. Y
experimentó tal espanto que le sirvió de lección para el resto de su vida. En aquella época íbamos los
domingos a Villa Carpena. Allí, después de jugar a la brisca y dar largos paseos por el campo, Benito no
sabía ya qué hacer. Entonces organizaba cortas excursiones en bicicleta : é! delante, seguido de nosotros, en
fila india •. mis hijos, sus amigos, los hijos del administrador y, por lo regular, cerraba yo la fila porque, de
tanto en tanto, me caía del sillín. Otras veces visitaba a nuestros labriegos para charlar con ellos y conocer
personalmente sus necesidades. A su regreso me decía :
—Raquel. Duermen amontonados en una misma habitación. Hemos de reunir algún dinero para edificar
colonias de viviendas para esta pobre gente.
Este pensamiento llegó a ser tan obsesivo que para librarse de él decidió solicitar un préstamo del
Crédito Romagnolo. Se trataba de una suma crecida: trescientas mil liras, pero el Duce, con unos pocos
artículos, hubiera podido restituirlas. Sino que, a causa de su agobiadora actividad, los artículos no pasaron
de ser un excelente propósito y después de cierto tiempo, el Banco le exigió la devolución de aquella suma.
Aquel día, cuando Benito volvió de su despacho, estaba de pésimo humor. Por su modo de abrir la puerta y
saludarnos a mí y a los muchachos, comprendía yo inmediatamente si tenía o no preocupaciones.
—Me gustaría que cualquiera de tus admiradoras pudiera estar a tu lado cuando estás tan «negro» —
le decía muchas veces riendo.
En efecto; en aquellos momentos era indispensable conocerle a fondo para estar en condiciones de
intuir sus deseos y evitar el causarle fastidio. Generalmente hablaba poco, pero en aquellos casos sólo se
expresaba por señas. Irma, la pobrecilla, tenía miedo de no saber comprenderle y también les sucedía lo
propio a mis hijos. Para mí era diferente: después de tantos años de vida en común, yo y Benito nos
comprendíamos con una sola mirada.
Ciertamente, no era fácil ser la esposa del Duce. A menudo me telefoneaba, de improviso, desde el
Palacio de Venecia.
—Raquel, dentro de cinco minutos iré a recogerte a la puerta de casa.
Y eran cinco minutos, ni uno más. No me decía adonde íbamos, pero por lo general nuestras metas
eran Rocca delle Camínate, para lo cual tomábamos el avión hasta Forli y luego el automóvil, Carpena o
Riccione. Por suerte jamás he usado cremas, polvos, coloretes y otros potingues. Pero en cinco minutos, una
mujer apenas puede, por muy rápida que sea, cambiar de vestido. Mas, después de algunos experimentos
poco afortunados, adopté un sistema que funcionaba a las mil maravillas. Preparaba en la antecámara en
previsión de cualquier contingencia, un bolso de viaje con el peine, los pañuelos, un delantal, una carterita
con algún dinero para mí y para Benito y un par de zapatos. En efecto; para no perder tiempo, apenas el
automóvil de mi marido se detenía en Vía Nomentana, a la puerta de Villa Torlonia, yo corría a su encuentro
con las cómodas sandalias que solía usar en casa.
Aquel día, Benito volvió del despacho evidentemente malhumorado. A fuerza de insistir, logré averiguar
el motivo. Había recibido el aviso con que el Crédito Romagnolo le invitaba a devolver cuanto antes la suma y
me lo mostró con indignado estupor.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

—Son unos ladrones —me dijo—. Me prestaron 300.000 liras y ahora me exigen muchas más.
Tuve que explicarle pacientemente (¡tenía tan poca experiencia de las letras de cambio y cosas por el
estilo!), que indudablemente se trataba de los intereses. Empero, el problema esencia! era el de hallar el
dinero a la mayor urgencia. Recordé entonces los numerosos regalos que el Duce recibía de todas las
regiones de Italia. Como en su mayor parte no eran objetos de utilidad sino decorativos —copas, estatuas,
cuadros, bandejas— los expedíamos a Rocca, donde disponíamos (en Villa Torlonia no había sitio) de una
sala bastante espaciosa para guardarlos. Pensé que podríamos vender cinco o seis de aquellos regalos y
pagar la deuda. Apenas llegados a Rocca, Benito y yo descubrimos lo que necesitábamos: placas y medallas
de plata y una bandeja de oro, magnífico presente de la ciudad de Genova.
—¡ Estamos salvados ! —exclamó con un suspiro de alivio, mientras la sopesaba.
Pero sólo era de oro la superficie y su peso obedecía a un grueso aro de hierro. Así lo dijo un joyero a
la persona a quien confiamos el encargo de hacerla examinar. Nos vimos, pues, obligados a recurrir a las
ánforas, pero el valor resultaba siempre inferior al indispensable para obtener, a cambio, la suma de 300.000
liras. Entonces, a regañadientes, me privé de mi pulsera; un aro de oro cincelado que lucía en la muñeca
desde hacía muchos años. Me lo había regalado Benito siendo director de «II Popolo d'ltalia» y cuando
residíamos en Milán. Había sido impelido a aquel gesto, insólito en él (no tenía por costumbre el hacer
regalos y le faltaba, además, tiempo para escogerlos) por el ejemplo de un regalo idéntico ofrecido por
Arnaldo a su mujer, Augusta. Yo había acogido la pulsera con escaso entusiasmo.
—¿Era muy preciso — le había reprochado— gastar el dinero en estas bagatelas?
En realidad, jamás poseí alhajas ni las ambicioné nunca. Pero tenía en gran estima aquel brazalete
cincelado. Fué, en efecto, el único regalo que tuve de mi esposo el día de mi cumpleaños. Benito me regalaba
siempre un retrato suyo con dedicatoria.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

CAPÍTULO VIl

Después de mi «admisión en sociedad» en ocasión de la boda de Edda, volví inmediatamente a


sumirme en la sombra, con la firme decisión de no salir de ella más que en circunstancias excepcionales.
Poseía además un «traje de ceremonia» —así lo llamaba Benito— preparado a toda eventualidad; largo,
ceñido, de seda y con tornasoles azulados. No me resultaba difícil mantener el incógnito. Nadie podía
reconocerme, pues los periódicos no habían publicado mi retrato, en tantos años, más de dos o tres veces.
Además nunca me presentaba como señora de Mussolini sino como Raquel Guidi. En Riccione, mi
queridísima amiga Elena Di Salvo recibía con frecuencia el tratamiento de «excelencia». Como era rubia, de
ojos claros, la mayoría de los bañistas estaban convencidos de que era «doña Raquel», y yo les instigaba no
sólo a mantener el equívoco, sino a darle resonancia llamándome en público con el nombre de Margarita.
De este modo pude vivir en paz lejos de las personas latosas y aduladoras y, sobre todo, podía
mezclarme con la muchedumbre para escuchar sus libres comentarios sobre el Duce y el fascismo.
—Sal a recoger algunos comentarios, Raquel —me decía algunas veces Benito, y yo no deseaba
encargo mejor. Con mi billete de tercera clase me mezclaba con los viajeros, tomaba parte con vivo interés,
en sus conversaciones. Recorrí la Romana en todos los sentidos, en motocicleta, acompañada de algunos de
mis fieles agentes. Me querían mucho porque me preocupaba, acudiendo si era necesario a la intervención
de mi marido, en resolver sus más urgentes problemas familiares.
—No comprendo cómo te las compones para enterarte de las cosas tres meses por lo menos antes
que yo.
—No es ningún secreto —le rebatía triunfante—. Tus agentes trabajan por dinero y los míos lo hacen
gratis.
En efecto; por agradecimiento no pretendían ninguna recompensa. En una ocasión, asida a las
espaldas de uno de aquellos «guardias de Corps» (en el sillín de una moto), entré por la puerta de un
convento de frailes, en Predappio. Se trataba de un convento que había hecho ampliar y decorar yo misma en
gran parte, pero el padre prior no me conocía y se puso a gritar cuando me detuve con la motocicleta y el
agente ante la puerta del refectorio.
—Las mujeres no pueden entrar aquí —exclamaba—. Salgan inmediatamente.
Quise explicar el motivo de mi visita. Precisamente en aquellos días la desgracia se había abatido
sobre el valle de Rabbi. Un desprendimiento de tierras había provocado el desbordamiento del río y muchas
familias de labriegos habían sufrido gravísimos daños. Algunas habían perdido todo cuanto poseían y
quedaban privadas hasta de techo donde guarecerse.
—Os pido — dije al padre prior después de haberle puesto en antecedentes— que deis hospitalidad
por algún tiempo en vuestro convento a esa pobre gente.
Pero el prior no atendía razones y ante mi insistencia me sugirió para librarse de mí:
—¿Por qué no prueba a escribir al Papa?
—¡Magnífica idea! —respondí, y dejándole plantado ordené a mi agente que me llevase de prisa a
Forli, a la central de teléfonos. Apenas llegada, pedí y obtuve en pocos minutos comunicación con la
secretaría de Benito. La secretaria se puso al habla con el Vaticano y dos horcs después regresé a
Predappio; el convento entero se encontraba a disposición de mis damnificados.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Ilustración 18. La familia Mussolini delante de la puerta de villa Torlonia. A la izquierda Raquel que lleva en brazos a Ana María; Vittorio,
Romano, Benito, Edda y Bruno.

Ilustración 19. Mussolini durante el tiempo de colegial en la escuela Ilustración 20. Mussolini con su hija Edda.
municipal de Forlimpopoli.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Dije antes que frecuentemente me acaecía el captar, confundida con la multitud, divertidos comentarios
sobre el Duce.
Por ejemplo: cuando Benito dictó una ley disponiendo que fuese severamente castigado quien
maltratase a las mujeres, escuché a un paisano mío —los de Romana tienen la mano bastante «suelta»—
comentar despectivamente:
—Ese «loco» que nos gobierna nos ha privado de todo: ahora ni siquiera tenemos libertad para
vapulear a nuestra esposa.
Cuando, más adelante, dictó mi marido la dirección única en la circulación callejera, las lamentaciones
no tenían fin.
—¡ Vaya ! —repetían—. ¡ Ahora pretende que caminemos en fila, como los gansos!
Las protestas eran continuas. Pocas veces tuve el placer de decir a Benito:
—El pueblo está satisfecho y aprueba sin reservas tus decisiones.
Los italianos somos difíciles de contentar: cada día, según e! tiempo, cambiamos de humor y de
gustos. No puedo simpatizar, ciertamente, con los hombres que hoy ocupan el poder y, sin embargo, en
ciertos momentos los compadezco, pobrecillos. Pienso en lo difícil que es gobernar Italia.

Estas «misiones de confianza» que tanto me halagaban y que luego desarrollé por iniciativa propia a
escondidas de mi marido, menudearon después de la muerte de Arnaldo. Arnaldo fué para el Duce algo más
que un hermano; puede decirse que su único amigo, la única persona en quien podía confiar ciegamente, sin
reservas. Con su sensatez, con su temperamento sosegado y reflexivo, actuaba de freno bienhechor en las
decisiones de Benito. Además, aunque jamás consiguiese librarse de cierta sujeción hacia el hermano a
quien consideraba el ¡efe, le guardaba una sinceridad absoluta y jamás dejóse tentar del deseo, tan
comprensible pero peligroso, de ocultarle la verdad, por desagradable que fuese. Benito estaba algo nervioso
en el momento de confiarle la dirección de «II Popolo d'ltalia». No estaba plenamente convencido de que
Arnaldo estuviese a la altura de aquella tarea tan difícil y delicada, pero bien pronto tuvo que reconocer su
error.
Mi cuñado nos dejó para siempre en diciembre de 1931, dieciséis meses después que el destino le
había herido arrebatándole a Sandro, su primogénito, a la edad de veintiún años. A partir de entonces
comenzó a padecer del corazón y a fin de sustraerle al lúgubre ambiente de su hogar, transformado en una
especie de santuario consagrado a la memoria de Sandro, le persuadí a que pasase una temporada con
nosotros en Villa Torlonia. No lograba desviarse del continuo pensamiento en la muerte que, en el agobio de
su dolor, se le aparecía como la única esperanza de reunirse con su hijo.
Una tarde —faltaban cuatro días para Navidad— al regresar de Ostia, con Ana María, que contaba
entonces poco más de dos años, percibí con asombro una desusada concentración de coches ante nuestra
residencia. Arpinati salió a mi encuentro con expresión alterada.
—¡ Qué desgracia ! ¡ Qué horrible desgracia ! —repetía con voz quebrada.
No le dejé terminar.
—¿Ha muerto? —me limité a preguntarle, presa de mortal angustia.
—¡Sí; ha muerto! —respondió.
Y yo, abriéndome paso entre aquella gente apesadumbrada y silenciosa, subí presurosa la escalera.
Gritaba frases incoherentes, llamaba a mi marido, le buscaba, llorando, por todas las habitaciones. Por fin le
vi; estaba sentado en mi saloncito; permanecía inmóvil, con la mirada fija en el vacío, y sólo cuando me
detuve jadeante a pocos pasos de él, para recobrar aliento y calmar mi corazón, intuí, de repente —al verle—
que se trataba de Arnaldo.
Muerto su hermano, mi marido tuvo que afrontar el problema de proveer de un nuevo director a «II
Popolo d'ltalia». Aquel periódico era lo que más amaba después de su familia y grandes fueron sus
vacilaciones antes de decidir a quién habría de confiarlo. Pero la lucha indescriptible que se desencadenó en
torno ai puesto vacante, acabó por convencerle de que la única solución posible para evitar celos y rencores
era colocar a un Mussolini en la dirección del « Popolo». Vittorio, el mayor de nuestros varones, sólo tenía
quince años; motivo por el cual la elección recayó en Vito, el hijo segundo de Arnaldo. Benito quedó solo en la
lucha. Eran los años en que todo se deslizaba sin dificultades y todos juraban fidelidad inquebrantable al
Duce, y éste, en su optimismo incorregible, tomaba por oro puro aquellas hermosas palabras. Yo me
encolerizaba.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

—Eres demasiado ingenuo —le repetía—. Podías confiar en Arnaldo; era tu hermano y, por añadidura,
honrado, leal, incapaz de sentir envidia de ti. Pero ahora ponte en guardia. En torno a los poderosos bullen
siempre demasiados bribones.
Benito reía.
—¿Dónde has leído eso, Raquel? ¿En tu libro de «Las mil y una noches»?
—Seguramente —rebatía con indignación—, pero harías mejor en escucharme cuando relato a Ana
María aquellas fábulas. Quizá aprenderías a ser más astuto.
¡Mi libro de «Las mil y una noches»! Lo había leído innumerables veces, y me sabía de memoria todas
sus historias. Aquellas bellísimas fábulas estaban cuajadas de intrigas, traiciones, asechanzas. Ciertos relatos
eran muy instructivos por su ejemplaridad. Enseñaban que en la vida nadie puede sentirse seguro de una
conquista porque es imposible saber lo que nos reserva el destino. Y no he olvidado esta lección que ha sido
confirmada por mis propias experiencias. ¿Quién habría imaginado, cuando era la hija de unos campesinos
de Zoli, que llegaría a ser la esposa del Duce? Más adelante mi marido tuvo que intervenir para evitar que un
grupo de exaltados castigase el antifascismo de Zoli administrando a éste una purga de aceite de ricino.
Ahora se han invertido los papeles y pienso a veces que no vale la pena querellarse por estas cosas.
En «Las mil y una noches» hay reyes, princesas y reinas de todas clases y para todos los gustos, tan
bien descritos, con tal riqueza de pormenores, que a decir verdad las testas coronadas no me causaban
ninguna impresión. En esta cuestión Benito pensaba de otra manera.
—¡Calla, Raquel! —me reprochaba—. El Rey es el Rey y hay que respetarlo.
En resumidas cuentas sólo estuve en la Corte en dos ocasiones, en la primavera de 1930.
La primera vez al percatarse de mi aburrimiento, el Rey se me acercó y señalándome un grupo de
damas que, en interminable parloteo, se confiaban toda clase de chismes y comentarios, me dijo con sorna :
—¿No parece que estamos en un gallinero?
Y reímos los dos. Componían una figura decorativa las damas de la Corte cuando se presentaban en
las ceremonias oficiales, envueltas en sus mantos azules, a pesar de no ser ya unas ¡ovencitas. Benito me
contó un día que el rey de Afganistán, o de otra de las naciones en que los hombres poseen gran número de
esposas, exclamó, en una visita que hizo al Quirinal :
—¡Cuántas viejas tiene en su «harén» el rey de Italia!
La segunda vez, la invitación de ir al Quirinal provino de la reina Elena. Era una fiesta en honor de la
princesa María y la soberana instó a mi marido para que yo estuviese presente. Recuerdo que al principio me
sentí muy preocupada. Tenía que dar el pecho a la pequeña Ana y temía no poder volver a tiempo a villa
Torlonia. Pero la Reina me sacó del apuro.
—Cuando sea hora ya le avisaré —me dijo.
En efecto, de cuando en cuando consultaba su reloj de pulsera y llegado el momento de despedirnos
me obsequió gentilmente con una rosa, rogándome que volviese por palacio.
Era simpática y bondadosa nuestra Reina. Siempre la quise, aún después del 25 de julio, y cuando me
enteré de su fallecimiento, quise remitir un telegrama a sus hijos. Pero alguien me disuadió, diciéndome que
quizás mi pésame no sería bien recibido. Con certeza, sé que ¡a Reina no aprobó la actuación de su marido.
Le amaba mucho y solía aprobar todas sus decisiones, pero en aquella ocasión no pudo convencerlo en
modo alguno de que podría arrepentirse algún día de haber mandado arrestar al Duce en los jardines de Villa
Saboya. Pero, ¿qué marido presta oídos a los consejos de su propia mujer? ¿Acaso me hacía caso a mí,
Benito?
En los anos de que estoy hablando, antes de la guerra de Etiopía, tuve ocasión de conocer de cerca a
muchos personajes de todas las naciones que fueron huéspedes de Villa Torlonia. Por ejemplo. Gandhi,
quien llegó con su inseparable cabrá, entre las alocadas risas de mis hijos, a los que inútilmente había
explicado Benito que Gandhi tenía más de hombre genial que de santón.
También nos visitó Walt Disney, de quien mi marido era un ferviente admirador, e hizo las delicias de
Ana María al obsequiarle con un «ratoncito» de madera que movía las piernas y los brazos. Como es natural,
mis hijos hubieran querido que hubiese siempre algún invitado en Villa Torlonia. Pero lo que mayormente los
divertía era cuando Benito se acicalaba ante el espejo para asistir a alguna ceremonia oficial. En tales
circunstancias se hacía indispensable el uniforme de gala (en ocasiones veíase obligado a cambiarse de
uniforme cuatro o cinco veces al día), aparte las condecoraciones. Poseía tantas, que había una cajita llena
de ellas y que mis hijos revolvían para escoger las preferidas, peleándose entre ellos para ofrecérselas a su

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

papá para que éste adornase su pecho. Quedaban defraudados ya que Benito solía rechazar las más
grandes y vistosas, como por ejemplo la del Brasil, de plata maciza, o la de Siam, que excitaba la imaginación
de mis hijos, con su elefante candido y gigantesco.
En enero de 1935, mi marido conferenció en Roma con Laval. Les unía estrecha amistad y se escribían
a menudo. En aquella ocasión discutieron el problema de Abisinia, antigua preocupación de Benito, y
establecieron un acuerdo, según el cual Italia colonizaría Etiopía, abriendo cauce a la emigración.
Desgraciadamente, aquel acuerdo no tuvo las consecuencias esperadas, y en junio de aquel mismo año,
después de una entrevista desastrosa con Edén (el coloquio se desarrolló en un ambiente de frialdad
desprovista de toda cordialidad), el Duce no tuvo otra opción que recurrir a la fuerza para conquistar por las
armas lo que en vano se esforzó en obtener por medios pacíficos. Cuando mi Romano, que entonces tenía
ocho años, supo que nuestra nación había declarado la guerra a Etiopía, mostró un mapa a su padre, y con
voz temblorosa, señalando África con el dedo, le dijo:
—¡No es posible! ¡Es una locura! ¿No ves cuan pequeña es Italia y cuan inmensa es Etiopía?
Benito se echó a reír.
—No te preocupes, ya verás como venceremos igualmente.
En agosto de aquel año, mientras nuestras tropas se adiestraban ante la inminencia de la empresa
colonial, Bruno y Vittorio habían obtenido el título de piloto civil. Vittorio había cumplido ya los dieciocho años,
la edad mínima exigida a los voluntarios, pero Bruno era todavía un niño: tenía poco más de dieciséis años y
aparentaba catorce. No intenté, empero, disuadirle cuando me anunció que quería seguir el ejemplo de su
hermano mayor. Sabía que era perder el tiempo. Era de temperamento nervioso, incapaz de estar quieto más
de cinco minutos... Me decía:
—Mamá : estoy seguro de que me moriría si se me obligase a estar todo el día atornillado detrás de la
mesa de un escritorio.
Nadie mejor que yo podía comprenderlo. ¡Se me parecía tanto Bruno!
Para autorizar a mi hijo a que participase en la guerra como voluntario, fué necesario un permiso
especial, que firmé ahogando mi dolor.
La ausencia de nuestros hijos prestó una pátina de tristeza a ias Navidades del año 1935. Pero fué más
triste todavía la noche de San Silvestre. Yo y Benito estábamos solos, en Villa Torlonia, y nos turnábamos en
hacer con los naipes el solitario de Napoleón, que no logramos sacar. La gente se divertía en la calle. De
cuando en cuando percibíamos los estallidos de los cohetes y petardos y el monótono zumbido de las
trompetillas. Por aquellos días estaba en curso una dura batalla en Etiopía, pero no era sólo la preocupación
por Bruno y Vittorio lo que tenía silencioso a Benito. Había sido informado de una grave acción de sabotaje
realizada contra un cargamento de dieciocho aeroplanos que eran transportados a África. Los traidores de
nuestra patria habían colocado, disimuladamente, en el barco, varias bombas con mecanismo de relojería,
que habían destruido la mayor parte de los aparatos. El desaliento se reflejaba en el rostro de mi marido, y yo
no encontraba palabras de consuelo para él. Casi a medianoche, Irma nos trajo un telegrama. La batalla
había terminado favorablemente para las armas italianas, y Benito y yo, algo tranquilizados, brindamos, con
dos deditos de vino dulce por la victoria final.
Mientras duró la guerra etiópica, Villa Torlonia permaneció enlazada telefónicamente con el Cuartel
General de nuestro ejército en Abisinia. Y, a menudo, mientras impartía órdenes, atento a no perder ni uno
solo de aquellos preciosos instantes, mi marido se dio cuenta de que la comunicación estaba intervenida y
perturbada intencionadamente.
—¿Por qué me vigilan? —se lamentaba, profundamente abatido.
Una vez, exasperado, arrancó de un tirón el conductor telefónico. También yo en aquel período, me vi
obligada, sin consultar con Benito, a cortarle los hilos del teléfono a alguien. Me enteré, por casualidad, de
que Badoglio conseguía escuchar desde su domicilio todas las llamadas telefónicas que llegaban o procedían
de Villa Torlonia; y gasté un buen puñado de dinero, cinco mil liras, para eliminar aquel peligroso control. Mis
agentes, como ya antes dije, no aceptaban ninguna compensación, pero en aquella circunstancia hubieron de
pagar la complicidad de varias personas que les prestaron ayuda para llevar a cabo la delicada operación.
De Badoglio ya hablaré extensamente más adelante. En los inicios de la guerra de África, era ¡efe del
Estado Mayor General, y le conocía de vista por sus frecuentes visitas a Villa Torlonia para informar al Duce.
Desde entonces, sentí hacia él una instintiva desconfianza, que los hechos no tardaron en justificar, hasta el
punto de superar el odio que por él sentía Graziani. Este general, en efecto, se ponía hecho un basilisco sólo
con que alguien, para gastarle una broma, citase de improviso el nombre de su rival. Pero yo, con el
transcurso de los años, casi logré superarle.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

La «guerra del Duce» —como bautizaron los legionarios a la empresa africana— fué rápida y
victoriosa.
—Hemos actuado con rapidez tal —decía Benito— que ni los traidores han llegado a tiempo de
traicionarnos.
El 9 de mayo de 1936, no estuve presente en la plaza de Venecia, en medio de aquella inmensa
multitud, cuando Mussolini pronunció un discurso en que proclamó el Imperio. Romano, Ana María y yo nos
habíamos apostado en Vía Cesare Battisti y escuchábamos, temblorosas, la radio de un automóvil particular,
sin perder detalle de las palabras del Duce, pues sabía que luego él me pediría mi opinión.
—¿Cómo ha estado !a cosa? —solía preguntarme después de cada discurso.
Sabía que yo era una «criticona» y que siempre era más bien parca en mis alabanzas y cumplimientos
hacia él. Pero, sin embargo, se atenía a mi opinión. Aun ahora, al recordar el discurso del 9 de mayo, siento
que un escalofrío recorre mi piel y, como entonces, la emoción me oprime la garganta. Cerca de nosotros, en
e! interior de un coche, tres jóvenes lloraban. Hombres y mujeres exteriorizaban a gritos su entusiasmo. Yo no
osaba ni respirar.
—¡Si supieran quién soy —pensaba—, cómo me envidiarían !
Más tarde, mientras preparaba en Villa Torlonia una pequeña cena especial para celebrar el
acontecimiento, me fué anunciada ia visita de un gentilhombre de la Corte, el marqués Arbonio Mella de
Sant'Elia. Venía de parte de la reina Elena y puso en mis brazos un magnífico ramo de flores enviado por la
soberana. Eran rosas de un matiz muy especial, entre amarillo y encarnado.
Un floricultor de la Riviera había conseguido obtenerlas después de muchos meses de experimentos y
quiso ofrecerlas a la Reina, dándoles su nombre. Otro floricultor de San Remo dio a Benito una variedad de
claveles, de rarísimos pétalos negros y, aún hoy, un desconocido me envía mil de ellos cada año para que
sean depositadas en la tumba del Duce, en el aniversario de su muerte.
Aquella noche, cuando volvió a casa, mi marido me preguntó, dándome un beso, si me había gustado
el discurso.
—Me ha conmovido —respondí—. Los italianos estarán contentos.
—¡ Así lo espero! También el Rey está satisfecho. Le he dado un Imperio sin derramar ríos de sangre.
Me acordé entonces, de súbito, del ramo de rosas de la Reina y llevé aquellas flores al salón, para que
Benito pudiese admirarlas. Pero Benito, quedó desilusionado.
—Creí —observó algo mortificado— que la Casa de Saboya fuese menos tacaña en las ocasiones
solemnes. Nada he pedido para mí, pero confieso que en esta ocasión esperaba algún regalito para ti.
Pocas horas antes, en el Quirinal, Víctor Manuel III había ofrecido a mi marido, como recompensa por
la victoria etiópica, el título de príncipe, para él y sus descendientes. Benito lo había rechazado.
—Siempre he sido y sólo quiero seguir siendo Mussolini —había dicho, y ante la insistencia del
monarca («Aceptad al menos el título de duque») había añadido:
—Mis antepasados fueron campesinos por muchas generaciones y yo, Majestad, me siento orgulloso
de ello.
Cuando, durante la cena, me contó Benito este coloquio, aprobé satisfecha su decisión. ¡El príncipe
Mussolini! Y, lo que era peor, ¡ la princesa Raquel ! Sólo al pensar en ello me entraban ganas de reír. En
cambio, quien no sólo se guardó bien de rechazar títulos y honores sino que los solicitó por todos los medios,
fué «mi primo» Badoglio. Digo «mi primo» porque a fuerza de insistentes ruegos consiguió que se le
concediese el collar de la Annunziata. Al principio al Rey no le era grata la idea de «emparentar» con él. Pero
Benito, exaltando los méritos y las virtudes de su recomendado, logró persuadirlo al fin.
A su retorno de Abisinia, Vittorio había traído un perro de rubia pelambrera y hocico puntiagudo que se
llamaba «Petini» y que hizo compañía a los perros de diferentes razas que poblaban Villa Torlonia :
«Charlottino» el pequeño e inteligente can que había aprendido a no ladrar para no molestar a Benito, a
«Brock», el canadiense que no soportaba el calor, y a otros cuyos nombres he olvidado. Pero los «recuerdos»
africanos de Badoglio eran tantos que se precisaron varios aviones para transportarlos.
Figuraban en aquel botín de guerra, entre otras cosas, un criado negro y una parte de la vajilla de plata
de Hailé Selassié (El Negus), que lucieron en la nueva residencia de nuestro «primo». Inmediatamente
después de la proclamación del Imperio, el gobierno regaló a Badoglo un suntuoso palacio en Vía Bruxelles.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Era, a lo que me dijeron, grande y suntuoso, con la fachada decorada y un pórtico adornado con
estatuas. Jamás vi estas estatuas cuyo número exacto ignoro, pero oí hablar mucho de ellas durante la última
guerra. En efecto, de cuando en cuando, Badoglio dirigía un escrito al Senado, afirmando que le faltaba una
estatua. Eran los años en que las ciudades italianas sufrían, casi diariamente, terribles bombardeos y, sin
embargo, Badoglio seguía pensando en sus estatuas. Mi marido se lamentaba de que un general se
preocupase por una necedad de aquel tipo. Yo le decía :
—No te preocupes. Ni siquiera es merecedor de una respuesta.
A lo que él me rebatía diciendo que de todos modos era preciso dar una satisfacción a Badoglio. No
hubo modo de hacerle cambiar de criterio y finalmente una nueva estatua fué a enriquecer el palacio de
nuestro «primo».
El mes de mayo de 1936 fué quizá el más feliz en la historia de nuestra familia. Vittorio y Bruno habían
regresado de África sanos y salvos, volviendo a nuestro lado. Las zozobras, las noches en vela, parecían un
recuerdo lejano; en nuestra casa reinaba la alegría y la tranquilidad. Jamás Benito había estado sosegado.
Después del victorioso final de la empresa africana, podía considerarse en la cumbre de su carrera y sentirse
justamente orgulloso de su grandioso triunfo. Yo había estado a su lado durante veintisiete años y en este
largo período había seguido sus agotadoras luchas, su infatigable labor. Creía llegado el momento de que se
concediese un descanso.
—Yo, de ti —le dije bromeando un día— me retiraría a criar gallinas a Rocca. Has cumplido hasta el
final con tu deber fundando un Imperio. ¿Qué más puedes hacer por Italia?
Esta vez mi marido me escuchó sin sonreír.
—Quizá sea una magnífica idea. La cría de gallinas no me entusiasma pero podría dedicar días enteros
al estudio y a la lectura, a tocar el violín, a escribir con calma mis artículos y recoger en un libro mis
recuerdos.
Insistí en el tema y probablemente hubiese logrado persuadir a Benito, si él mismo, en cierto momento,
no hubiese indicado a Starace su decisión de retirarse para siempre de la vida pública. Starace, entonces
secretario del partido, se apresuró a comunicar la noticia a los demás jerarcas y todos ¡untos convencieron a
mi marido de que Italia aún necesitaba del Duce; que su tarea aún no había terminado.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

CAPÍTULO VIII

Después de la proclamación del Imperio, Benito recibió innumerables cartas que insistían en el mismo
tema : «Habéis dado un Imperio a los italianos y el pueblo desea que os convirtáis en su ¡efe absoluto».
Especialmente sus jerarcas sostenían la necesidad de un golpe de Estado que aboliese la monarquía
concentrando los poderes en manos del Duce; y en aquel momento habría triunfado indudablemente un golpe
de Estado. De ello estaba segurísimo mi marido.
—Si se celebrasen elecciones en estos momentos —me dijo una vez— estoy seguro que no votarían
contra mí más de diez mil personas.
Pero sentía un gran respeto hacia la institución monárquica y jamás ni por un instante, aceptó la idea
de un golpe de Estado.
También yo, en aquel período, recibí increíble cantidad de cartas que me invitaban a persuadir al Duce
a «echar por la borda al rey-emperador». Solía mostrar a Benito aquellas cartas y le leía algunos de sus
párrafos. Él, sonriendo, movía la cabeza.
—No quiero —decía— expulsar a nadie. Si el Negus no se hubiese apresurado a refugiarse en
Inglaterra, le habría conservado en su sitio. Había pensado en nombrarle rey de los Scioa, poniendo a su lado
un gobernador italiano. (Tenía en alta estima a Hailé Selassié: una vez, antes de la guerra africana, le había
recibido en Villa Torlonia y le había sido muy simpático.)

Al hablar de correspondencia, Benito me repetía :


—No creo que haya ninguna mujer en el mundo que dé tanto trabajo como tú a Correos y Telégrafos.
En veinte años, entre 1923 y 1943, recibí millones de cartas. Me escribían desde todas partes de Italia
y del extranjero solicitando mi ayuda y recomendaciones y, a veces, para darme extraños consejos: por
ejemplo, que frecuentase las casas de modas e institutos de belleza; que convenciese a mi marido a que me
acompañase a los bailes o al teatro: en una palabra, que fuese «coqueta» con él. Al morir mi cuñado Arnal-
do, las peticiones de subsidios (la gente estaba convencida de que me había dejado quién sabe cuántos
millones) y los telegramas de pésame fueron tan numerosos que se necesitaron tres camiones para
transportarlos a Villa Torlonia. En cierto momento Benito tuvo que confiar a cuatro empleados de su
secretaría particular el encargo de abrir, ordenar y catalogar aquellas montañas de cartas. Pero yo quería
contestar a todos y aún ahora encuentro algunos que me repiten de memoria las palabras que yo les escribí
entonces. Un día —es un episodio que se remonta a cuatro o cinco años— en la plaza de Anguillara, una
aldea a orillas del lago de Bracciano, se me aproximó un comunista que me había reconocido y quiso a toda
costa celebrar nuestro encuentro invitándome a una botella de cerveza. Me dijo que por el año 1933 ó 1934
los ladrones habían saqueado su casa, robando lo poco que habían podido encontrar en ella : mantas,
vestidos, sábanas.
—¿Por qué no te diriges a doña Raquel? —le había sugerido alguien, y él me había remitido una nota
en que después de confesarme que era «algo subversivo», suplicaba mi ayuda. Al «camarada» de Anguillara
le respondí en estos o parecidos términos: «No me importan los matices políticos», y le envié algún dinero.
A decir verdad, no me era fácil hallar el tono justo para cada una de aquellas cartas y envidiaba a mi
marido la habilidad extraordinaria con que improvisaba un discurso o redactaba a toda prisa sus artículos,
interrumpiéndose, de tanto en tanto, para comerse un melocotón o una naranja que tenía en la mesa de su
despacho, previamente mondados y partidos en trozos para no hacerle perder tiempo. Y, ¡ redactaba con tal
precisión sus telegramas ! Yo y los muchachos no sabíamos qué hacer para resolver nuestras dudas y
entrábamos de improviso en su despacho donde escribía, inclinado sobre las cuartillas. «Fulanita se casa, le
decíamos, o ha muerto Mengano, ¿cómo redactamos el telegrama?» Y él, sin levantar la cabeza, nos dictaba
dos o tres frases hermosas, rotundas y sonoras como una composición musical.
Quisiera relatar con todo detalle los recuerdos relacionados con la proclamación del imperio y los días
felices que siguieron al acontecimiento : ¡ es tan doloroso para mí tener que proseguir mi relato! Aún no había
transcurrido un mes de la conquista de Addis Abeba cuando mi pequeña Ana María fué presa de tos ferina.
No me preocupé. Casi todos los niños son víctimas de la tos ferina y sanan pronto. Empero, para hacerle
cambiar de aires, la llevamos a Tívoli, donde ella, Romano y yo nos hospedamos en Villa Braschi, uno de
aquellos antiguos palacios (perteneció a un Papa) que nunca he podido sufrir. Allí fué atacada mi hija de una
grave enfermedad, la poliomielitis, de la que aún hoy sufre las consecuencias. El ataque, gravísimo, había
paralizado sus brazos y piernas, y Benito y yo pasamos junto a su lecho horas y horas angustiosas,
esperando con desesperada ansiedad que se resolviese la crisis. Una mañana —el 10 de junio— mi Ana

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

sintió la proximidad de la muerte. Tomándose el pulso y notando que los latidos eran cada vez más lentos y
débiles, nos dijo que deseaba que la vistiesen de blanco y que la llevasen en un coche tirado por blancos
caballos. Los cuatro doctores que la asistían (los catedráticos Valagussa, Ronchi, Salaroli y Serena) movían
la cabeza con pesimismo. Mi marido lloraba arrodillado al lado de nuestra hija. Y precisamente mientras
suplicaba al profesor Salaroli que intentase algo más, que probase alguna otra inyección, se abrió la puerta y
apareció Galeazzo.
Llevaba en la mano un documento importante que el Duce debía firmar y partir inmediatamente. Italia
estaba en trance de abandonar la Sociedad de las Naciones y yo me daba cuenta de que se trataba de algo
de la máxima urgencia; sin embargo, el pensamiento de que mi marido no pudiese ser dueño de su vida
privada ni siquiera en momento tan dramático, me resultaba intolerable. Por algunos segundos un opresivo
silencio invadió la estancia. Después, de súbito, un viento furioso abrió las persianas de par en par y Benito,
como movido por un resorte, se puso en pie y comenzó a gritar, trastornado por el sufrimiento. Gritaba que
debíamos cerrar aquella ventana, que el viento raptaría a nuestra Ana María. Cuando se calmó y tomó la
pluma de manos de Galeazzo para firmar el documento, la respiración de mi hija había cedido en su jadeo : el
peligro inmediato había desaparecido, tal vez mi hija podría salvarse.
A propósito del episodio que acabo de narrar, copio literalmente las palabras que me escribió el
profesor Armando Ronchi después de leer mis memorias, publicadas por un semanario italiano:
«Quisiera añadir un detalle que sólo conocemos el llorado profesor Serena y yo. Cuando ya los
médicos considerábamos inminente un desenlace fatal, el profesor Valaguessa, quien benévolamente, con su
indiscutible autoridad, había accedido a compartir conmigo la grave responsabilidad de médico, me dijo que
consideraba un deber preparar a los padres para tan triste acontecimiento, por desgracia inevitable,
considerándome el más adecuado para cumplir tan penoso deber. Hice una seña discreta a doña Raquel y
me reuní con ella en la antecámara. Ni tiempo tuve de abrir la boca, pues mirándome fijamente comprendió lo
que iba a decirle y, a pesar de su fortaleza, que superaba a la de su esposo, rompió en sollozos que hicieron
acudir a nuestro lado a Mussolini, quien tras un instante de desaliento se irguió con gesto de desafío al
destino y dando un puñetazo en el viejo y carcomido canterano, que crujió, dijo fijando en mí su mirada: «No;
¡Ana María vivirá! Y en aquel mismo instante una ráfaga de aire abrió de par en par la ventana que el Duce
se precipitó a cerrar como si temiese que el viento quisiese arrebatarle a su hija.»

Ilustración 21. Mussolini con su hermano Arnaldo y su hijo Bruno en los funerales de Sandro Itálico, hijo de Arnaldo, en 1930

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Ilustración 22. Benito con su hija Edda y el maestro de equitación Ilustración 23. Benito y Raquel con sus nietos Marzio, hijo de Edda;
Ridolfi. Marina, hija de Bruno, y Guido, hijo de Vittorio.

La convalecencia de Ana María fué larga y penosa. Nos turnábamos en empujar su cochecito por las
avenidas de Villa Braschi e inventábamos los juegos más estrafalarios para hacerla sonreír. Entre los
juguetes que recibió entonces de todos los lugares de Italia, el más bello —una gran muñeca que hablaba—
era obsequio de la buena reina Elena.
Los meses que siguieron fueron algo más serenos. Benito y yo éramos ya abuelos de dos nietecitos :
Cicino y Dindina (sus verdaderos nombres son Fabricio y Raimunda), y competíamos en mimarlos y
malcriarlos. Una vez, Edda y Galeazzo nos invitaron a comer, y mientras esperábamos la hora de sentarnos a
la mesa, Benito desapareció con los dos pequeños. Al cabo de unos minutos, un criado irrumpió en el
comedor y se puso a gritar, espantado:
—¡ El Duce se encuentra mal! ¡ El Duce se encuentra mal! ¡ Está tendido en el suelo de la antecámara !
Acudí rápida, pálida y preocupada : en realidad mi marido estaba tendido en el suelo, pero únicamente
para que Dindina y Cicino pudiesen subirse con más facilidad a sus hombros.
Edda y mi yerno también venían con frecuencia a vernos y nunca faltaban a la cena de los domingos.
Acabada ésta y la habitual partida de cartas, participábamos todos en la distracción dominguera que
Benito prefería en aquel momento y que él mismo enseñaba a los suyos. Hubo una época del billar, una
época de los bolos y, en fin, una del tenis de mesa.
Después, casi todos los años y procedentes de América, llegaban regalos para Romano y Ana María,
consistentes en magníficos trenes eléctricos que mi marido se deleitaba en montar con los muchachos,
permaneciendo largas horas observando cómo funcionaban y disfrutando muchísimo.
Tampoco renunciábamos a presenciar la película que se proyectaba, en sesión privada, para nosotros,
en Villa Torlonia, en la sala de las columnas.
—Papá —decían los muchachos— ve las películas a plazos.
Y era cierto. Creo que sólo siguió hasta el final las peripecias de «Los muchachos de la calle Paal».
Pero no perdía detalle de los noticiarios «Luce» sometidos a su juicio.
—Están destinados a dar la vuelta al mundo y se hace necesario el más severo control.

Inmediatamente después de la guerra de África, mi Vittorio había comenzado a frecuentar los


ambientes cinematográficos, colaborando en la realización del film «Luciano Serra, piloto». Estaba decidido a
dedicarse a aquella actividad que consideraba muy interesante e incluso quería visitar los estudios de
Hollywood. Gracias a sus amistades en el mundo del cine, había conseguido facilitar a su padre

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

documentales rodados en la Rusia soviética y Benito había podido darse cuenta personalmente del
formidable aparato militar de que disponía aquella nación.
En el período a que me refiero —uno de los más tranquilos para nuestra familia—, mi marido, los
muchachos y yo solíamos ir las tardes de los domingos a la playa de Ostia. El Duce sabía que su presencia
servía para valorizar cualquier lugar de veraneo y se esforzaba en exhibirse lo más posible en aquellos
lugares. Mis hijos, acostumbrados a Riccione, no sentían grandes entusiasmos por Ostia, pero no osaban
desobedecer a su padre y cuando Benito no podía acompañarles porque sus ocupaciones lo retenían en Villa
Torlonia, debían presentarle, a su regreso, un detallado «informe» con el número exacto de automóviles
estacionados en la calle y el de las casetas alineadas a lo largo de la playa. Aquel número crecía de semana
en semana, y Benito se sentía feliz.
—Ahora —decía— será preciso que vaya pensando en «lanzar» una nueva localidad.
En febrero de 1937 mi Vittorio contrajo matrimonio en la iglesia de San Giuseppe en Vía Nomentana,
con la señorita mi-lanesa Úrsula Buvoli, a quien siempre habíamos nombrado con el diminutivo de «Ola», y
Bruno, al quedar solo (él y Vittorio eran inseparables) no tardó en seguir su ejemplo. Fui yo la primera en
enterarse de que se había enamorado de la hija de un funcionario romano, Gina Ruberti, pero no revelé el
secreto a Benito. Mi hijo era muy ¡oven (aún no había cumplido los veinte años) y temía que pudiese mudar
de parecer. Bruno, por el contrario, tenía gran prisa en formar una familia : como si quisiera ganar tiempo, por
un extraño presentimiento. Cuando pidió permiso a su padre para formalizar las relaciones con Gina, le
confesó con cortedad —él siempre tan desenvuelto— que se trataba de una magnífica muchacha
perteneciente a una familia burguesa, sin riquezas ni títulos. Benito le escuchó en silencio: después mirándole
a los o¡os, le dijo severamente:
—Y tú : ¿quién crees que eres?
La boda de Bruno se celebró el 29 de octubre de 1938, pero ya antes de aquella fecha, el breve
paréntesis de serenidad que el destino había concedido a nuestra familia se había cerrado para siempre.
Mientras me dedicaba con fervor a los preparativos de la boda de Vittorio, y como de costumbre, me
preocupaba al pensar en el dinero necesario para la fiesta, Benito había decidido prestar su ayuda a los
nacionales en la guerra de Liberación que tenía lugar en España. Bruno quiso compartir la suerte de los
voluntarios. Tomó parte en veintitrés acciones de guerra y en cierto momento fué el propio Franco quién
advirtió a mi marido de la conveniencia de que nuestro hijo regresase a Italia. La noticia de la presencia de
Bruno en la aviación española habíase difundido en el campo enemigo y su avión, muy pronto localizado, era
objetivo de ininterrumpidos ataques.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Benito sintió gran pesar porque el Caudillo negó su ayuda
a Italia y no tomó parte en el conflicto. Empero, antes de celebrar con él una reunión, estaba convencido de
que Franco se negaría a intervenir y le disgustó el que Hitler le obligase a dar un paso que consideraba inútil.
No he llegado a conocer personalmente a Adolfo Hitler, aunque he tenido ocasión de ser su huésped en
Alemania, de viajar en sus automóviles y recibir, en numerosas circunstancias, sus ramos de flores. La
primera vez que mi marido celebró una entrevista con él fué en Venecia, en junio de 1934. A su regreso me
refirió sus impresiones, más bien desfavorables. Había sacado la consecuencia de que era un hombre
violento, incapaz de dominarse, y, sobre todo, más testarudo que inteligente. Un mes más tarde, nuestro
amigo Dollfuss era asesinado en Viena, a tiros de revólver, mientras, curvado sobre su mesa de escritorio, se
apresuraba en terminar su trabajo para poder dirigirse a Italia, donde le esperaban sus hijos y su esposa.

Dollfuss, el ¡efe del Gobierno austríaco, quería mucho al Duce y a nuestra nación. Era de baja estatura,
con los cabellos obscuros y los ojos azules como los míos: sencillo y cordial con todo el mundo (siempre
estrechaba la mano a Paolo, nuestro chofer), y yo sentía por él gran estima y admiración, hasta el punto de
que aún conservo en Villa Carpena un gran retrato al óleo suyo, en donde sonríe tristemente. En el verano de
1934, mi esposo había invitado a la señora Dollfuss a que pasase unos días en Riccione con sus hijitos, un
varón y una niña, y había alquilado para ellos una villa contigua a la nuestra. Correspondió precisamente a
Benito, la tarde del 26 de julio, el triste encargo de comunicar a la esposa del canciller austríaco la terrible
desgracia de que había sido víctima. Quiso que yo le acompañase, y ¡untos intentamos consolarla. Él le
hablaba en voz baja en su propio idioma (sólo le dijo que Dollfuss había resultado herido en un atentado y
que la necesitaba a su lado), y yo que desconocía el alemán, estrechaba la mano de la desgraciada señora
intentando infundirle ánimos. Cuando partió para Viena, el aya reveló brutalmente a los dos niños que su
papá había muerto. Era una alemana, una espía al servicio de los enemigos de Dollfuss.
También la pobre señora era alemana y sus hermanos escarnecieron sin escrúpulos su dolor. A su
regreso, apenas pudimos reconocerla, hasta tal punto había envejecido. Traía consigo una carta, que su
marido había escrito durante la larga agonía (sólo había pedido un poco de leche y se la habían negado), en
que recomendaba al Duce su propia familia, y muchos obsequios que Dollfuss había preparado para nosotros

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

¡ un juego de ajedrez de marfil, un precioso objeto de porcelana representando la carroza de oro de los
emperadores Habs-burgo, tirada por dieciocho caballos, y la antigua llave de la ciudad de Venecia, que se
conservaba en el Museo de Viena desde los tiempos en que los austríacos habían conquistado la república
véneta. (Aquella llave la conservó Benito en su estudio de Riccione: una reducida estancia sin adornos, un
verdadero rincón que más tarde utilizaron como prisión los americanos.) Más tarde, cuando —en marzo de
1938— las tropas alemanas marcharon sobre Viena el Duce se anticipó a llevar a Roma a la viuda y a los
huérfanos de Dollfuss y los ayudó a ponerse a salvo en los Estados Unidos, donde siguen todavía.
El segundo encuentro entre Hitler y mi marido tuvo por escenario Munich y Berlín, en septiembre de
1937. Muchas cosas habían cambiado desde la muerte de Dollfuss, y además las primeras impresiones de
Benito sobre Hitler se habían modificado. No tengo ninguna intención de mezclarme en asuntos políticos: yo,
de la política, no he dejado de sufrir, desgraciadamente, las consecuencias. Durante su viaje, Benito fué
acogido en todas partes con manifestaciones de gran entusiasmo, y su discurso en alemán fué muy
ovacionado (había comenzado a estudiar este idioma en la cárcel, en Forli, y nunca dejó de ejercitarse con
lecciones y traducciones). A su regreso me describió minuciosamente su visita y los grandiosos recibimientos
que habían sido organizados en su honor. Después, para hacerme reír, me contó que durante el soberbio
desfile militar, un caballo había logrado librarse de los arreos y había emprendido la fuga delante de la tribuna
de Hitler. El Führer se sintió molesto, pero Benito, para sacarle de aquella situación embarazosa, le había
asegurado que también a nosotros nos sucedían estas cosas.
Para agradecer aquellas cortesías, el Duce invitó a Hitler a que visitase Italia : Roma, Ñapóles y
Florencia. Vino en mayo de 1938, y al contemplar el Coliseo iluminado como en un cuento de hadas, poco
faltó para que, con la emoción, no se cayese del carruaje descubierto en que, con Benito, recorría Roma. Por
respeto al protocolo, tuvo que aceptar ser huésped de Villa Saboya, pero no quedó muy complacido. Por el
contrario, se lamentaba de que en Ja mesa del Rey de Italia se comía bastante mal y que el servicio dejaba
mucho que desear. No sentí «sombro al enterarme. Más de una vez, mi marido, con tacto y diplomacia (así lo
creo, aunque no estoy segura de ello; no era muy hábil en estos casos), había intentado hacer comprender a
Víctor Manuel III que las fiestas de la corte pecaban de modestas. El Duce no era un sibarita y ni siquiera
entendía de platos y bebidas exquisitas. Pero hacía buen papel, especialmente con los extranjeros. Galeazzo,
por ejemplo, no reparaba en gastos y era un perfecto anfitrión. Jamás faltaban las flores; las servilletas eran
maravillosas; la comida y los vinos, exquisitos. Otro que tampoco era muy espléndido en estos casos, era
Diño Grandi, nuestro embajador en Londres. Sin embargo, asimiló muy bien el estilo y el continente de los
anglosajones. Benito decía :
—A Grandi, en poco tiempo, se le ha hecho inglesa incluso la barba.

Un día, el Rey (guardaba cama y Benito le visitaba todas las mañanas para que estampase su firma en
los documentos más importantes y hacerle un poco de compañía) le preguntó con gran misterio:
—Señor Mussolini, ¿usted ha conseguido tener en su casa buenas manzanas? A mí me sirven en la
mesa manzanas muy pequeñas.
No había que asombrarse de ello; Víctor Manuel III estaba convencido de que en Villa Saboya se
derrochaba el dinero y decidió fijar una cantidad diaria para la comida, que no debía rebasarse. Razón por la
que los criados encargados de la compra adquirían la fruta más barata.
Pocos días después de partir Hitler (en el momento de abandonar Roma me había remitido un colosal
cesto de rosas, tan voluminoso que no pasó por las puertas de Villa Torlonia), vino el Rey a visitarnos a
Rocca delle Camínate. Muchos meses antes, apenas proclamado el Imperio, el príncipe Humberto había
visitado en Predappio la casa del Duce y la tumba de sus padres. Ataviadas con sus trajes regionales, con
grandes sombreros de paja, las muchachas de la Romana le habían obsequiado, en el salón del
Ayuntamiento, con vino de Albaca y con «piedina». La «piedina» es una especie de hogaza hecha con agua,
sal y harina, que muchas veces sustituye al pan en aquella región cuando la cosecha es deficiente. El
Príncipe heredero la encontró riquísima.
—Sabrosa —dijo satisfecho probando un trozo—; ¿cuál es la receta?
Y las muchachas de Predappio, contentas por aquel cumplimiento, se habían apresurado a preparar un
cesto de mimbre, colmándolo de crujiente «piedina», y se lo habían ofrecido obligándole a que lo llevase a su
casa.
El Rey subió hasta Rocca el 8 de junio de 1938. Benito estaba radiante.
—Debo haber hecho algo bueno para que un soberano se decida a honrar nuestra morada con su
presencia —repetía de vez en cuando.
Y añadía preocupado:

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

—Raquel, hemos de pensar en el refresco.


—Ya he pensado en ello —le contesté—; he pedido al restaurante de la estación de Forli que nos
envíen algunas naranjadas y unos bocadillos.
Víctor Manuel III llegó, con puntualidad, hacia las once. Escuchó las palabras de bienvenida de mi
marido y después, en Predappio, el discurso del «podestá» Baccanelli, del que Benito fué, en tiempos,
profesor de francés. Mientras nuestro «primo» (Benito y yo estábamos en posesión del collar de la
Annunziata) recorría el itinerario tradicional: la casa del herrero, la ex escuela elemental, el cementerio de San
Cassíano, mi marido le esperaba en Rocca asomado al balcón. A medida que el cortejo serpenteaba por la
carretera (era un espectáculo indescriptible, con tantas banderas de alegres colores que destacaban en el
verde) su inquietud crecía a todas luces.
—¿Puede saberse por qué estás tan nervioso? —le reproché—; ni que esperases... —iba a añadir
«...al Rey», pero por suerte me acordé que precisamente se trataba de él, del soberano de Italia. Y añadí: —A
mí no me produce frío ni calor; es como si viniese a vernos el «Minghiní» (un campesino, amigo nuestro, de la
misma estatura del Rey).
—Calla, calla... —me suplicaba Benito.
Por fin Víctor Manuel III franqueó, con su séquito, la enorme cancela de entrada. Llevaba en sus brazos
un gran ramo de rosas.
—Las envía la Reina —me dijo—, pero siento mucho que el sol de la Romana las haya marchitado.
Entregué las flores a mi cuñado Germano para que las pusiese en agua. Pero Germano quería ver al
Rey de cerca y a su vez las entregó a Armando, nuestro portero. También Armando quería contemplar al
soberano y se apresuró a ponerlas en una cuba.
El Rey visitó el parque y la casa; hizo elogios de la sencillez de nuestro mobiliario, del salón del gran
consejo, de un retrato mío pintado cuando yo tenía treinta años (asegurando, para halagarme, que no había
cambiado en nada). Manifestó, además, su complacencia por la cordialidad del recibimiento que le había
dispensado la Romana. Nos dijo que en una ocasión en que tuvo que atravesar nuestra región (los habitantes
de la Romana son antimonárquicos en su mayoría) fué acogido con fuertes silbidos, hasta el punto que a
partir de entonces había procurado, en sus viajes, evitar su paso por la Romana.
—Pero ahora —decía aliviado— las cosas han cambiado.
Cuando partió, Benito, todavía emocionado, ordenó a Armando que le trajese las rosas de la Reina,
pues quería depositarlas sobre la tumba de sus padres.
—¡Qué desgracia! —exclamó Armando—. ¡Pobre de mí! ¡ Qué desgracia !
Sólo se trataba de las flores de la Reina. Por culpa de Armando habían ido a parar al cubo de la colada.
El azulete había desteñido el azul de los colores de los Saboya, emblanquecido los pétalos y acartonado las
hojas. Mi marido no conseguía tranquilizarse.
—Toma nota por lo menos —me dijo— de la fecha y hora exacta y ordena que pongan en la pared una
lápida en recuerdo de este señalado acontecimiento.
Le prometí hacerlo cuanto antes. Pero no le obedecí y la lápida no fué nunca colocada.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

CAPÍTULO IX

El año 1938 quedó grabado en mis recuerdos. No solamente por la visita que nos hizo el Rey en
Rocca, sino por muchos otros acontecimientos: la muerte de D'Annunzio, mi primer (y último) crucero, y sobre
todo la conferencia de Munich. He tenido ya ocasión de hablar de D'Annuncio. No sentía por él gran estima,
porque no sabía perdonarle sus excentricidades, ni sus deudas. En cambio mis pequeños eran unos
entusiastas de «Ariel» (le llamaban siempre por este sobrenombre) e incluso Benito demostraba una gran
indulgencia hacia las extravagancias de Gabriele. A mi entender, muchas veces exageraba. Por ejemplo,
cuando se casó Edda. En aquella ocasión envió desde Gardone, un mensajero, con el encargo de entregar a
la hija del Duce, personalmente, el regalo del «Comandante». La ceremonia de la entrega fué tan larga, tan
complicada y solemne, que tanto mi hija como yo estábamos convencidas, mientras abríamos con ansia el
paquete, de encontrar en él un tesoro. Pero encontramos un pijama. Un modesto pijama de seda encarnada
con dragones y flores estampadas, de los que los vendedores ambulantes chinos ofrecen, a bajo precio, a los
candidos extranjeros.

Unos días antes de morir D'Annunzio, Benito consintió en pasar una semana en el Vittoriale. Tenía
necesidad de descansar y estaba convencido de que la tranquilidad del lago le rejuvenecería. Empero,
cuando vino a recogerme a Villa Carpena, con tres días de anticipación, se le notaba más cansado y
desconcertado que antes. En Vittoriale, me explicó, las camareras tienen nombres muy extraños —sor
Intingola, sor Durania, sor Saludable— y cada vez que se cruzaban con su «señor» estaban obligadas a
hacer una reverencia y a cruzar los brazos (lo que implicaba, naturalmente, que todo rodase por el suelo:
platos vasos, cubiertos). Además, a las cinco en punto de cada mañana, los cañones del buque «Redipuglia»
empezaban a tronar con desesperante puntualidad; la cama destinada a mi marido estaba flanqueada por dos
grandes arcángeles de piedra que parecían reales y en cuanto al dueño de la casa, dormía en un ataúd.
Benito, pues, estaba acostumbrado a las clamorosas extravagancias que tanto gustaban a su amigo en
vida, pero nunca pudo imaginar que Gabriele le sorprendiera después de muerto. Cuando D'Annunzio murió,
el primero de marzo de 1938, el Duce marchó a Vittoriale a rendir un último homenaje al poeta y allí, mientras
la princesa de Montenevoso se desmayaba de dolor en sus brazos, fué informado de que entre las últimas
voluntades del finado, había una que le concernía. Gabriele, en el testamento, se había acordado de él. Le
había dejado en recuerdo una oreja, esto es —explicaba— «la parte más pura y perfecta del cuerpo»,
añadiendo que Mussolini debía separarla él mismo, sirviéndose de una espada afilada, al día siguiente a su
muerte. A su regreso, Benito me dijo que no hubiera creído nunca encontrarse ante un caso tan embarazoso.
Hubiera querido complacer al poeta. Al final decidió (con mi aprobación) renunciar a aquella insólita herencia.
Poco tiempo después de que D'Annunzio nos dejara, conocí por primera vez la emoción de un crucero.
Hasta entonces no conocía más allá de Nápoles, pero en la primavera del 38 llegué hasta Trípoli a bordo del
yate «Aurora», que habían puesto a disposición de mi marido. Fué un viaje agradabilísimo incluida la
estancia, durante la cual gozamos de la compañía del padre Facchinetti, obispo de aquella ciudad; fué uno de
los más gratos recuerdos de mi vida. Romano y Ana María no habían podido acompañarnos (su padre no
quiso que perdieran días de escuela), pero tomaron parte en otro crucero, el que organizamos en el siguiente
agosto y que tuvo el itinerario de Zara, Lussino, Pola, Trieste y Venecia. Todavía ahora mis hijos recuerdan
las calurosas acogidas que nos fueron dispensadas, especialmente en Zara, donde millares de personas nos
acompañaron hasta el muelle y permanecieron largo tiempo arrodilladas, mientras el «Aurora» se alejaba
lentamente, llamándonos desde lejos por nuestros nombres y agitando con frenesí sus pañuelos. En
Postumia visitamos las célebres grutas; en Brioni recibimos, en el yate, la visita del príncipe Aimone de Aosta
: como de costumbre, había comido ajo (le gustaba con delirio) y sus excusas no tenían fin. Fueron unas
vacaciones estupendas y accidentadas, diferentes de todas las demás. Durante el viaje de retorno, Romano y
Ana María proyectaban otros cruceros con otros itinerarios. Para no desilusionarlos escuchaba sus proyectos
y discutía los más nimios detalles; pero un triste presentimiento me advertía que aquel maravilloso verano no
se repetiría.
Me hago a menudo la pregunta: ¿«Deseaba Mussolini la guerra?» No es a mí a quien compete
enjuiciar los acontecimientos que conmovieron al mundo a partir del 1939; es una tarea que gustosa dejo a
los historiadores. Pero quiero, por lo menos, declarar: Benito no quería la guerra. El pensar en un nuevo
conflicto estaba tan lejos de su mente, que se dedicaba por entero, en aquella época a la preparación del plan
«E-42», una obra colosal cuyo desarrollo seguía atentamente día a día. A menudo me encargaba que yo
misma vigilara los trabajos, informándole a mi regreso, con exactitud, sobre cada cosa. He visto alzarse poco
a poco aquellos blancos edificios y alguna vez, cuando paso por allí me dejo vencer por la melancolía. Sobre
todo si miro las estatuas con sus pobres narices rotas : es una manía de los italianos el romper la nariz de las

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

estatuas (también en Carpena, en julio del 43, los bustos de Benito y de Bruno fueron mutilados en aquella
forma): una manía que nunca he logrado comprender.
Benito no quería le guerra. Lo demostró en septiembre de 1938 durante la conferencia de Munich.
Recuerdo su breve llamada telefónica, ya firmado el convenio, y el acento de infinito alivio con que me
anunció: «El peligro ha desaparecido». El primer resultado de sus esfuerzos por alejar la tempestad que se
cernía sobre Europa fué la visita a Roma de Chamberlain y de Halifax, el ministro inglés de Asuntos
Exteriores. A Benito, Chamberlain le era muy simpático. Debo añadir que mi marido admiraba a casi todos los
hombres de Estado de su tiempo, incluido Stalin, al cual un día lo definió así: «Es un dictador de agua de
rosas». Al único que no podía tragar era a Roosevelt. Estaba convencido de que, no obstante sus mensajes
de paz, atizaba el fuego para hacer estallar le guerra, y que no tenía muy clara ¡dea sobre la situación
europea. En cambio sentía una gran estimación por Eisenhower: lo consideraba uno de los mejores generales
del mundo, comparable a los alemanes.

Durante su estancia en Roma, Chamberlain dedicó a Benito una fotografía, que pasó a enriquecer
nuestra colección de obsequios recibidos de las más altas personalidades, en Rocca delle Camínate. En
cuanto a las conversaciones sostenidas con el primer ministro inglés, mi marido me dijo no estar descontento
de ellas. Parecía todavía posible salvar la paz del mundo. En Villa Torlonia, el ritmo de nuestra vida había
vuelto a la normalidad. En aquel período, establecí unas multas, para castigar cada retraso de mis hijos a la
hora de comer o cenar (el importe de las multas iba a parar a una hucha grande) y Romano y Ana María
pretendían que también Benito estuviese sujeto a las mismas sanciones. (Mi marido, en efecto, había
adquirido la costumbre de permanecer en el despacho más tiempo de lo normal y a menudo era el último en
sentarse a la mesa.) Vittorío y Bruno habían ya formado sus respectivos hogares, pero seguían frecuentando
asiduamente nuestra casa con sus jóvenes esposas. Había aumentado el número de nietos: en el 37 había
nacido Guido, primogénito de Vittorío, y Marzio, tercero de Edda, y el «abuelo Duce» era feliz cuando podía
jugar un rato con ellos.
Pero pronto tuvo que renunciar a aquel ¡nocente placer. El horizonte político se había ennegrecido y su
actividad no le concedía tregua. Un día —hacía poco que Galeazzo había firmado el «pacto de acero» con
Alemania— Benito se detuvo ante un cuadro colgado en la pared de la antesala de Villa Torlonia. Le había
sido regalado por los húngaros y en la parte inferior se leía : «Los tratados no son eternos». Leyó varias
veces en mi presencia aquella frase, repitiéndola en voz baja; después comentó : «Se ha terminado la época
de las vueltas del vals. Por primera vez en la Historia, Italia deberá respetar sus pactos».
El 27 de ¡unió de 1939 murió Costanzo Ciano, aquel a quien mi marido en el año 26 (el año en que los
atentados a su vida habían sido más numerosos) había nombrado su sucesor. Era, sin duda, su más querido
amigo, el único al que, después de la muerte de Arnaldo, podía confiar cualquier cometido. Su desaparición
señaló el fin de nuestros mejores años: apenas dos meses después, el primero de septiembre de 1939,
estallaba en Europa la Segunda Guerra Mundial.
Benito no creía en la guerra «relámpago» y menos en la posibilidad de limitar el conflicto. «Cuando
empieza un incendio —decía— no se sabe nunca las proporciones que pueda tomar». Y no me ocultaba su
preocupación. «Italia —me decía una vez— por su prestigio y por el puesto que ocupa en el mundo, no puede
permitirse el lujo de permanecer en la ventana. De otra parte, las guerras de África y de España han
debilitado nuestras fuerzas armadas y las ya escasas materias primas de nuestro país. Sólo queda una
solución : retrasar nuestra intervención al menos hasta 1942.»
Al cabo de pocos meses, en febrero de 1940, Roosevelt enviaba a Roma a Summer Welles con el
encargo de convencer al Duce de que no tomase parte en el conflicto. Supe después por Benito, que aquella
visita había suscitado serias preocupaciones en Berlín. En efecto, doce días después, llegaba a Italia von
Ribbentrop y comunicaba a Galeazzo que de romper nosotros el «pacto de acero», Alemania ocuparía
militarmente el territorio italiano. El 30 de mayo Roosevelt volvió al ataque, con un mensaje personal, que
inquietó mucho a Benito. Precisamente en aquellos días habíamos proyectado en Villa Torlonia, algunos
documentales sobre las operaciones de guerra en curso y habíamos quedado asustados, casi aterrorizados.
Algunas escenas de la invasión de Polonia con aquella épica lucha entre los carros de combate alemanes y la
heroica caballería polaca eran de un realismo trágico tan horroroso e intenso que yo no había podido resistirlo
y me había refugiado en mi habitación. Aquellos documentales también habían impresionado vivamente a
Benito. Además, cada nueva victoria de Hitler provocaba una avalancha de cartas en las que se le echaba en
cara al Duce su indecisión y repetían con una insistencia monótona pero eficaz: «Italia, como de costumbre,
llegará la última : los alemanes se lo habrán llevado todo por delante».
El 10 de ¡unió de 1940, cuando entramos en guerra al lado de Alemania, yo me encontraba en
Riccione, con Romano y Ana María, y escuchamos por radio el discurso de mi marido. Fué una ¡ornada como
las demás : trabajé en la casa, acompañé los niños a la playa, escuché algunos comentarios. Quería

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

aparentar serenidad ante mis hijos e intentaba a toda costa no pensar en el futuro. Desgraciadamente, las
operaciones bélicas comenzaron con una grave pérdida para nuestro ejército. El 18 de junio, en efecto, ítalo
Balbo, con su avión, fué abatido bajo el cielo de Tobruck por nuestra propia artillería antiaérea. Por un trágico
destino, cruzó con su avión el cielo sobre la ciudad, sin saber que pocos minutos antes una formación aérea
inglesa había llegado hasta allí en incursión. El avión de Balbo fué confundido por un avión enemigo y el
fuego del «Sangiorgio» le alcanzó de pleno, derribándolo.
Me quedé estupefacta de que pudieran acontecer semejantes errores, pero mis hijos me enteraron de
que incluso a ellos les había sucedido más de una vez algo parecido. Mientras Bruno cruzaba con su
escuadrilla el cielo de Brindisi, inmediatamente después de pasar una formación inglesa, fué señalado con
varios impactos por nuestros cañones. También Vittorio fué herido por una ráfaga de ametralladora de un
caza-bombardero nuestro, a la vuelta de una operación sobre Malta. La muerte de Balbo, que había sido uno
de los primeros seguidores de mi marido y que formaba parte del cuadrumvirato de la revolución, afectó
profundamente a Benito. Él estaba seguro de que si ítalo Balbo hubiera mandado, en 1940, las tropas en
Libia, las habría llevado a la victoria.
Aquellos días Bruno y Vittorio se encontraban ya como pilotos en la zona de operaciones y Edda se
preparaba para enfermera en un curso de la Cruz Roja, para ocupar plaza en un buque hospital. Hubiera
querido seguir su ejemplo, pero pensaba que también en Roma o en la Romana podía ser útil. Definí
perfectamente mis planes. Había decidido espiar en secreto a algunas personalidades políticas y militares, de
las que desconfiaba hacía tiempo, para descubrir sus tretas y evitar que traicionaran al Duce. Estaba segura
de que muchos de sus colaboradores —había acontecido otras veces— habían adoptado el triste sistema de
hacer creer a mi marido que todo andaba inmejorablemente, aislando y persiguiendo a aquellos pocos que
tenían el valor de contarle la verdad. Aquellos jerarcas, por otra parte, ya habían aprendido a identificarme.
Me llamaban «la rubia» y me temían. Cada vez que venían a la Rocca me divertía «pinchándoles». Llegaban
limpios y lustrosos con sus flamantes uniformes. A menudo venían a vernos al campo, donde Benito y yo
segábamos el heno o cavábamos la tierra. «Duce —decían—, ¿podemos ayudarte?» Los miraba de pies a
cabeza; fijaba la vista en sus guantes de hilo, nuevos e inmaculados. Luego les contestaba ¡ «No tenemos
necesidad de ayuda • de todas formas, estoy seguro de que no seríais capaces ni de clavar un clavo».
Cuando en la lengua italiana se ordenó que el «usted» fuese sustituido por el «vos» no me preocupó el
cambio. Había utilizado el «vos» como todos los de la Romana, desde que tuve uso de razón; lo seguí
utilizando incluso con aquellos que me trataba de «usted» y lo uso todavía ahora. Pero para muchos, aquel
brusco cambio en la manera de expresarse, les era difícil y al principio algunos se confundían : por ejemplo,
varios jerarcas. A mí me parecían realmente increíbles sus fallos.
«¿Pero, como es posible —le decía a Benito— que nuestras camareras, que apenas saben leer, han
aprendido en ocho días y, ellos, que son tan instruidos, se equivocan aún después de tres meses?» Esto
sucedía en tiempos de paz, pero durante la guerra los trataba aún peor. A menudo, cuando entraban en el
salón del Gran Consejo en Rocca, les seguía de puntillas y me escondía detrás de ellos. «¡A vuestras
órdenes, Duce!», exclamaban efectuando el saludo romano, y yo, rápida continuaba : «...Sí, ¡para
traicionaros!» En estos casos Benito me reñía. Pero generalmente era él, el que me pedía que permaneciese
allí. Bajo cada una de las grandes ventanas que dominaban el valle del Rabbi, había colocado desde antiguo
unos banquitos de madera cubiertos de alegres almohadones. Allí me sentaba tranquila a trabajar en mis
labores. Pero seguía atentamente toda conversación que se sostuviera en mi presencia y, a menudo, mi
marido, interrumpiendo en lo mejor a su interlocutor, me preguntaba de improviso: «¿Qué piensas tú de esto,
Raquel?»
Una vez, el ministro de Agricultura vino a ver al Duce para someter a su aprobación una propuesta de
distribución de trigo a los campesinos. Habló largo rato, y luego, resumiendo, dijo que había pensado asignar
un cupo de un quintal de trigo a los adultos y medio a los pequeños. Yo callandita, continuaba bordando.
Hacía menos de media hora que uno de mis agentes privados me había advertido que aquel ministro había
llegado a Forli acompañado de su cocinero personal con muchas cajas de bizcochos. Por esto, cuando Benito
pidió mi opinión («Tú eres experta en estas cosas...» —me dijo—), me guardé bien de ocultarle aquello que
pensaba exactamente, de su colaborador. Y volviéndome hacia este último, añadí: «Para vos, un quintal de
trigo sería ciertamente superfíuo. Vos no tenéis necesidad de pan: preferís los bizcochos. Pero el pan es el
todo para los trabajadores; los de la Romana lo besan antes de ponerlo en la mesa. Y los niños en el campo
lo consumen en mayores cantidades que los adultos, porque siempre tienen hambre». Concluí pidiendo para
los mayores un quintal y medio de trigo y para los pequeños al menos dos quintales. Desde su sitio, Benito
aprobó con una sonrisa mis palabras.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Ilustración 24. En el aeropuerto de Littorio, en 1936, Mussolini Ilustración 25. Benito, Raquel y Ana María, en la Rocca delle
espera el regreso de Bruno, Vittorio y Galeazzo Ciano, acabada la Camínate.
guerra de Abisinia. En la foto Raquel, es la que da la espalda a
Costanzo Ciano. Al lado de Edda, Carolina Ciano; la niña es Ana
María

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Ilustración 26. Mussolini con Hitler en Berlín, en septiembre de 1937. La visita de Mussolini fué devuelta por el Führer al año siguiente.

En Roma continuaba también mis actividades policíacas. No podía soportar que, mientras el pueblo
sufría por las restricciones que impone cualquier conflicto (yo misma tuve un dura experiencia de ello en la
primera guerra mundial), otros que estaban en lo alto y que debían dar el mejor ejemplo, se concediesen
absurdos caprichos o lujos injustificados. (Hechos de este género, por otra parte, acontecen en todas las
épocas y bajo todos los gobiernos.) Me fué informado, por ejemplo, que un jerarca había querido que la
fachada de su morada fuese idéntica a la de la villa del Duce en Riccione. Otro había hecho asfaltar el camino
que conducía a su finca rural y se había hecho esculpir un busto para adornar el centro de la plaza del
pueblo. En otra ocasión me contaron que, uno de los secretarios de mi marido se estaba construyendo una
espléndida villa cerca de Rocca del Papa. Por fortuna no podía imaginarme lo que entonces murmuraba la
gente: que aquel chalet había sido mandado construir por Mussolini para Claretta Petacci. Yo en aquel tiempo
ignoraba aún las relaciones de mi marido con la Petacci, relaciones que continué ignorando hasta julio de
1943. Todos estaban enterados de ello: mis hijos, mis nueras, mis amigas, pero nadie se había atrevido a
informarme, y yo, como sucede generalmente en estos casos, era la única que no lo sabía. De todas formas,
aquella villa no tenía ninguna relación con la señora Petacci. Con Irma y uno de mis agentes me apresté a
comprobar si la noticia tenía fundamento. A mi vuelta a Villa Torlonia lo conté todo a Benito y pidió
inmediatamente explicaciones a su secretario. Pero él lo negó enseñando como prueba una fotografía en la
cual se veía una pobre casa de campo, jurando que no poseía ninguna casa más. Aquel día Benito fué muy
severo conmigo y me regañó mucho por mis injustificadas sospechas.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Entonces, a los pocos días, volví a la casita aquella disfrazada de campesina. Le dije al guardián que
era una viuda con seis hijos y que buscaba trabajo; con esta excusa logré pasar al jardín y charlar con é!.
Fingí indignarme por los costosos trabajos en curso y por las grandes tuberías de hierro que en aquellos
momentos estaban soldando los operarios ante mis ojos.
Entre tanto, mientras yo charlaba y discutía con el guardián, Romano, que me había acompañado,
filmaba, escondido, una película de dieciséis milímetros que conservo todavía. Y una semana más tarde,
recurriendo a una estratagema, pude enseñársela a Benito s «Ven un momento —le dije—, quiero que veas
un bonito film con Guido, Mogly y Dindina». No me había equivocado: al oír nombrar a sus nietos, mi marido
me siguió a! salón y de esta manera logré convencerle (hasta yo salía en aquel documental, con mi bonito
pañuelo de campesina) de que el chalet de su secretario no era una invención mía. En seguida, empero, me
arrepentí de todo lo hecho. Supe, en efecto, que la esposa de aquel hombre pertenecía a una familia muy rica
y que le habían asignado una importante dote.
Decía Benito que yo siempre veía las cosas a través de la deformadora lente del pesimismo. Cuando le
advertía de que uno de nuestros chóferes tomaba nota de cuantas palabras pronunciábamos, me respondía :
—No te preocupes, Raquel; sólo anota los kilómetros recorridos.
Pero aquel mismo chofer publicó, después de 1945, un li-brito sobre la vida del Duce. "A él se refirió
Edda, al escribirme desde Lipari, adonde había sido desterrada : «¿Has visto, mamá? Hasta las mismas
pulgas hablan ahora».
Esta misma persona ideó, durante la guerra, un curioso sistema para vender impunemente en la bolsa
negra, las frutas y verduras en las que él traficaba.
Alguien me contó que mi marido, cada mañana, iba a una finca situada en las afueras de Roma. Me
quedé asombrada (aquello me parecía algo inverosímil) pero la descripción del automóvil, del chofer y de mi
propio marido respondía a la verdad en forma desconcertante. Tanto, que fui inmediatamente a pedir
explicaciones a mi esposo. Estaba en el huerto recogiendo guisantes e interrumpí su entretenimiento;
mientras yo hablé, me miró extrañado.
Hasta bastante tiempo después no logré aclarar aquel misterio. Para traficar a sus anchas, sin que le
descubrieran, aquel chofer se servía de un individuo completamente calvo que, de lejos, tenía asombroso
parecido con el Duce. La presencia de aquel «socio» en el automóvil le permitía circular cuando le daba la
gana y por donde se le antojaba, cerrando siempre los tratos sin correr el menor riesgo. Pero incluso en
aquella ocasión, Benito decidió perdonar.
Su fe en el prójimo sufrió un grave quebranto cuando, en noviembre del 40, los ingleses hundieron en
el puerto de Ta-rento los tres acorazados de que tan orgulloso estaba : el «Dui-lio», el «Cavour» y el
«Littorio». «Sin la ayuda de un traidor —admitió desconsoladamente—, ningún torpedo hubiera podido llegar
a su objetivo con una precisión tan diabólica». Creí que le hubiera servido de algo la dolorosa lección, pero
bien pronto su innato optimismo le embargó de nuevo. Era inconcebible para él, que sus colaboradores
pudieran dejar de cumplir con su deber y, desgraciadamente, mis tentativas para defenderle de sus
incondicionales fracasaban siempre. Tanto era así, que un día le expuse mi deseo de dimitir mi cargo de
«esposa». «Me marcharé —le dije—, sin pedirte ni una lira, con m¡ hatillo bajo el brazo, igual que vine».
«¿Adonde quieres ir, Raquel?», me repetía Benito. «Muy cerca, a la plaza de Venecia. Me instalaré bajo tu
barcón y no pararé de gritar, de modo que me oiga todo el mundo: «¡¡Abajo Mussolini, fuera Mus-solini! !»
Benito reía, y por algunos minutos olvidaba sus preocupaciones.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

CAPÍTULO X

Cuando, juntos, evocamos los años dolorosos de la guerra, mi Romano me dice:


—Mamá : hay que perdonar a quienes engañaron a papá. Incluso nosotros, sus hijos, no siempre le
obedecimos.
Romano tiene razón: en muchas ocasiones mis hijos no respetaron las órdenes de su padre. Decía
Benito que el ejemplo han de darlo los de arriba, y desde el comienzo del conflicto había impuesto una serie
de restricciones a nuestra familia. Había prohibido a Romano y a Ana María que fuesen a la escuela en
automóvil; exigía que para cualquier compra utilizásemos las tarjetas de racionamiento, numeradas con la
cifra 1 ; y llegaba al extremo de inspeccionar, de cuando en cuando, los armarios y la cocina temeroso de
cualquier infracción.

Bien sé que pocos creerán mis palabras y en el mejor de los casos se nos acusará de ingenuos —digo
«ingenuos» para no emplear otra palabra—, pero digo la verdad y de ello sabe algo mi Ana María, quien, para
evitar la consabida pasta y las eternas judías, que detestaba, y la indefectible ensalada, también de judías, se
veía obligada a encerrarse en su habitación y cocerse en un hornillito un par de huevos al plato. (Mi hija añoró
durante años el espléndido tiovivo —uno de los más bonitos regalos que recibió— del que el Duce la privó
para proveer de hierro a la patria.) Romano, por su parte, no podía tolerar la sacarina y por la mañana,
apenas su padre salía de casa, corría a buscar una bolsita de azúcar que había comprado en el mercado
negro y que escondía, como un tesoro, debajo del colchón.
En cuanto a mí, estaba de acuerdo con Benito sobre la necesidad de ser los primeros en dar buen
ejemplo, pero era mayor mi severidad al ver que este ejemplo no era imitado. Tenía la costumbre, durante la
guerra, de poner a remojo los mendrugos que quedaban sobre el mantel después de las comidas, para
aprovecharlos para el día siguiente. Pero pronto fui informada de que muchas señoras derrochaban el pan de
manera irreverente, y una vez, en que Benito no quería dar pábulo a mis lamentaciones, le persuadí —
estábamos en la Romana— a que echase un vistazo al carromato del basurero. (Estaba con nosotros don
Pietro Zoli —don «Pirín», como le llamaban todos—, el párroco de San Cassiano. ¡ Pobre don Zoli! Siempre
decía que quería ser él quien bendijese los restos mortales del Duce cuando éstos fuesen devueltos a
Preddapio, y que no moriría hasta que llegase aquel momento. Pero contaba ya ochenta y dos años y su vida
se extinguió sin ver realizado su deseo.)
En aquella época, episodios de este tipo suscitaban mi indignación. Aún me quedaban por conocer las
páginas más tristes de la guerra. Nada sabía entonces del sabotaje de que eran objeto armas y municiones,
de los bidones de gasolina mezclados con agua, de los petroleros que saltaban por los aires cuando ya
habían llegado a su destino. Fueron Edda y Bruno quienes me abrieron los ojos, al relatarme lo que ellos
habían visto. Durante la campaña de Grecia, Edda se había embarcado como enfermera de la Cruz Roja en
el buque hospital «Po», que fué hundido por los ingleses con siete bombas en marzo de 1941 (mi hija logró
salvarse arrojándose al mar, donde se mantuvo a flote durante cinco horas, en la oscuridad :
afortunadamente, Benito la había acostumbrado, desde pequeña, a no tener miedo a nada). Más tarde, en
verano, obtuvo permiso para ir al frente ruso, en la zona de operaciones, y allí permaneció tres meses.
También Bruno, como oficial de aviación, tenía oportunidad de estudiar de cerca lo que sucedía en las
residencias de los altos jefes y a menudo me repetía ¡
—A papá le hacen creer lo que quieren: nunca le dicen la verdad.
¡Mi Bruno! Cuando me lamentaba de que las cosas andaban mal en nuestra patria, se burlaba de mí
diciendo:
—Será preciso un golpe de Estado en la familia y ponerte en lugar de papá.
Estaba yo en Riccione, cuando murió, el 7 de agosto de 1941. Le había visto una semana antes;
habíamos bromeado sobre cien naderías, y hasta se había lesionado una rodilla jugando con sus hermanos.
¿Cómo podía sentir ansiedad por él?
—Ve con cuidado, te lo recomiendo —le había susurrado al oído en el momento de partir, y él me
había respondido ¡
—Desde luego, mamá; puedes estar tranquila.
Bruno había venido en vuelo hasta Riccione, con su cuatrimotor de bombardeo; para ser reconocido
por nosotros había descendido por dos veces a baja altura, sobre la playa y sobre la villa. Pocos días
después caía sobre el aeropuerto de Pisa, tripulando el mismo aparato. Se practicó inmediatamente una

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

investigación; hasta llegó a hablarse de sabotaje. Pero mis recuerdos son confusos en este punto. Sólo
recuerdo mi viaje en avión para trasladarme a Pisa : un viaje interminable, mientras rugía un violento temporal
s el prolongado, doloroso silencio de mi marido y aquella terrible noche, cuando regresé a Rocca después de
haber besado por última vez a mi Bruno.
Apenas me había acostado y, de súbito, en la duermevela, percibí su presencia en la habitación. Se me
acercó, se metió presuroso entre sábanas, como hacía cuando era pequeño, me abrazó fuertemente. Tenía
muchas cosas que decirle y no podía. Habló él:
—Tengo mucho frío, mamá; caliéntame.
Desconsolada, le tocaba la frente, las manos heladas, pero mientras le acariciaba, me dijo:
—Ahora debemos separarnos.
Dando un grito salté del lecho, subí a la habitación donde sobre un estante había guardado su gorra de
visera (no llevaba el casco aquel día), su camisa, la camiseta ensangrentada. Allí estaban, donde las había
guardado, y hube de convencerme de que había estado soñando. El temporal, en el ínterin, había llegado a
Rocca. Ululaba el viento entre los árboles haciendo batir con ruido siniestro las ventanas. Desde entonces
tengo pavor a los temporales: un miedo invencible que no consigo dominar.
Sólo encuentro recuerdos tristes en mi memoria después de la muerte de Bruno. El rostro de mi marido
estaba marcado por las huellas del sufrimiento, y cuando regresaba a casa, por la noche, no me atrevía a
preguntarle nada. Irma y yo le preparábamos los periódicos ¡unto a una butaca, confiando en que al menos
descansase unos minutos. Algunas veces, el viejo gato persa que pasaba horas en el despacho subía de un
salto a la butaca e Irma se apresuraba a echarlo de allí en cuanto veía a Benito. Pero él, con gesto de infinito
cansancio, le invitaba a que dejase tranquilo al gato y eligiendo algunos periódicos se sentaba en el primer
taburete que tenía a mano.
La lucha crecía en dureza y yo proseguía mi lucha inútil contra los despilfarros y las traiciones. El 11 de
marzo 1942 fué celebrada en Roma, en la iglesia del Sudario, una misa en sufragio del Duque de Aosta. Le
había querido mucho y le lloré largamente, durante la ceremonia. A la salida, el maestro de ceremonias
(recuerdo que era jorobadito) hizo que el primer automóvil en acercarse a las gradas fuese el de la Reina. Me
tocaba a mí, inmediatamente después, pero el jorobadito buscó en vano mi coche. Se me acercó desolado,
pero yo le tranquilicé :
—He venido en tranvía —le dije mostrándole el billete y rechacé el automóvil que Galeazzo ponía a mi
disposición. Tres meses más tarde Benito partió para el frente africano y a su regreso, hacia finales de julio,
tenía el cutis bronceado, pero había enflaquecido. Se quejaba de fuertes molestias en el estómago y desde
aquel día, a las otras graves preocupaciones, se añadió otra más por su salud. Los médicos no atinaban a
hacer un diagnóstico de su enfermedad: el profesor Castellani sostenía que se trataba de ameba y Frugoni
creía en una reproducción de la úlcera. Pero yo, pesimista como siempre, fui asaltada por extrañas
sospechas. En enero de 1943 me decidí a llamar a consulta al profesor Cesa Bianchi, quien había asistido al
hijo de Arnaldo, y su respuesta fué tranquilizadora ¡
—La única medicina que necesita, sería una serie de magníficos partes de guerra : no hay nada de
grave y su úlcera está completamente curada.
Benito no experimentó mejoría en los meses siguientes, y también los partes de guerra iban de mal en
peor. En mayo, tras un nuevo examen a los rayos X, se habló de gastritis del duodeno. Entre tanto, el destino
de nuestra patria se precipitaba, por desgracia. Comenzaban a llegar los primeros informes del servicio
secreto italiano sobre los propósitos angloamericanos de invadir Sicilia. Pero mi marido estaba convencido de
que les sería imposible desembarcar.
—A menos que —añadía— no me hayan traicionado todos.
Para mí, no podía haber dudas a este respecto. En el invierno precedente, un «carabinieri» me había
presentado una de las espoletas que se fabricaban en Terni: había descubierto que la carga de aquel
artefacto sólo se componía de serrín. Benito había ordenado que se abriese una información que, una vez
más, no dio resultado.
Ya, dos meses antes del desembarco en Sicilia, una dama de la Corte me había revelado que en
Castelporziano se celebraban reuniones secretas para derribar de su puesto a mi marido. Los jefes del
complot eran Grandi, Bottai y Federzoni, pero quien manejaba los hilos era nuestro «primo» Badoglio, quien
al fin logró arruinar no sólo a Benito sino al Rey y su dinastía. Badoglio, en 1941, había sido destituido del
cargo de jefe del Estado Mayor y no lo había echado en olvido. Para apartar al Duce y sustituirle en el
gobierno, había convencido a Víctor Manuel III, con la ayuda de Acquarone, de que la Monarquía sólo podría
salvarse arrojando a Benito por la borda. Al mismo tiempo había deslumbrado a los conjurados,
prometiéndoles elevadísimos cargos. Parecía, por cuanto se me había referido, que hasta Galeazzo se había

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

sumado al complot. Mi esposo sentía gran afecto hacia él, y admiraba su aguda inteligencia. Pero se
lamentaba de que se dejase influenciar con excesiva facilidad por un sector de la aristocracia romana de la
que Benito y yo nos habíamos mantenido siempre alejados. En lo que a mí respecta, sabía muy bien que mi
yerno me juzgaba demasiado sencilla y casera : y a mi vez no podía aprobar su excesiva ambición, su afición
por los campos de golf y las reuniones mundanas, y, en especial, su formalismo a la inglesa, tan en contraste
con mi manera de ser.
También Galeazzo ocultaba, quizás, algún resentimiento contra mi marido, porque le había quitado el
cargo de ministro de Asuntos Exteriores, nombrándole embajador en el Vaticano. Pero Benito tenía buenas
razones para ello. Creía que, si por desgraciada hipótesis, se viese obligado un día a negociar la paz, Gano le
habría servido de mucho en aquel ambiente donde vivían, codeándose, los diplomáticos de todo el mundo.
Diño Grandi había sido embajador en Londres, ministro de Justicia y después presidente de la Cámara de los
Fascios y de las corporaciones. Pero cualquier cargo le parecía modesto. Precisamente en aquel período,
mientras estaba ocupadísimo en poner los cimientos a la conjura, insistía cerca del Duce para que lograse del
Rey la concesión (para Grandi) del collar de la Annunziata. En una ocasión, Edda había advertido a su padre
que desconfiase de él. Pero Benito había concedido poca importancia a las palabras de su hija y le había
respondido :
—Soy como el gato que espera pacientemente al ratón.
También Scorza, hacia primeros de julio, había hablado a mi marido en forma bastante extraña. Benito
me contó, en efecto, que Scorza le había lanzado esta frase i
—Duce: ¿qué haríais si fuesen a deteneros inopinadamente a Villa Torlonia?
Benito sonreía al referir tal episodio.
—¿Quién podría tener tal intención? —me dijo.
—Son capaces de muchas cosas —repliqué con calor.
Aún ahora sustento que, durante el complot, a alguien le pasó por las mientes envenenar a Benito.
También estaba al corriente de muchas cosas y decía la verdad con gran enojo de muchos. Bien lo
sabía el general Ambrosio, a quien había telefoneado muchísimas veces para denunciarle, a escondidas de
mi marido, hechos y traiciones concretas. Después del bombardeo de Roma, Benito aceptó la propuesta de
Grandi de reunir el Gran Consejo.
—Lo desean y lo tendrán —me dijo—, y que cada uno asuma sus propias responsabilidades.
La reunión fué convocada para la noche del 24 al 25 de julio y yo, con gran ansiedad, esperé su
regreso. Cuando en el imponente silencio que se cernía sobre Villa Torlonia, percibí el rumor de su automóvil,
eran las cuatro y amanecía. Irma y yo bajamos a abrirle el portón y me bastó una mirada para comprender
cómo habían ¡do las cosas.
—¿Los has hecho detener al menos? —le pregunté, mientras entraba con él en el despacho.
—Lo haré mañana por la mañana —me contestó con gesto de cansancio.
—Mañana por la mañana será demasiado tarde —exclamé, desesperada—. Grandi, a esa hora, estará
ya camino del extranjero.
Pero Benito no me escuchaba. Apoyando la frente en sus manos, con gesto de sufrimiento, me rogó
que llamase al Mando Supremo: quería saber si aquella noche había habido alarmas y bombardeos.
Poco antes, mientras le esperaba, había hecho unas llamadas telefónicas y sabía que había habido
alarmas e incursiones en Bolonia, Milán y en otras muchas ciudades. Pero cuando pasé e! auricular a mi
marido, oí que del otro extremo del hilo le respondían asegurando que todo estaba tranquilo. Entonces,
exasperada, grité en el micrófono:
—j Ustedes mienten ! ¡ Ustedes quieren traicionar al Duce ! ¡ Le están engañando una vez más !
Benito interrumpió la comunicación.
—Ten tranquilidad, ten tranquilidad, Raquel —me dijo con voz apagada—, ahora es todo inútil; ya no
hay nada que hacer.
Le preparé una taza de manzanilla y hablamos largo rato a la luz de las lívidas horas del
amanecer, sentados ante su mesa de despacho. Me relató lo sucedido en el Gran Consejo y le escuché en
silencio sin interrumpirle más que una vez al oírle que también Galeazzo había votado contra él.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

No conseguimos pegar ojo cuando al fin nos acostamos. A ¡as ocho, Benito ya estaba en pie y se
despidió de mí apresuradamente para dirigirse al Palacio Venecia. Quería mandar detener a Diño Grandi,
pero, como yo había previsto, era ya imposible encontrarlo. Poco antes de las once me telefoneó Buffarini
solicitando una entrevista conmigo (se trataba según dijo de algo de suma importancia) y le cité para las cinco
de la tarde. Benito volvió a las tres. Había realizado, como de costumbre, su trabajo, y cuando Albini, que
había sido nombrado recientemente subsecretario del Interior, le había presentado algunos expedientes para
que los firmase, mi marido le dijo con ironía, mirándole al rostro :
—Te doy las gracias.- ha sido la primera vez que has tenido voto en el Gran Consejo y lo has empleado
contra mí.
Después había visitado las zonas bombardeadas de San Lorenzo y del Tiburtino y estaba conmovido
porque aquella pobre gente, tan afectada por el bombardeo, le había acogido con demostraciones de cariño.
Se negó a comer, y al insistir yo que tomase un caldo, me explicó que tenía prisa y estaba preocupado
porque dentro de unos momentos visitaría al Rey para informarle de todo lo ocurrido en la sesión del Gran
Consejo.
—La declaración de guerra —me dijo— no la he firmado yo solo, así como tampoco el pacto con
Alemania. Por eso hemos de buscar conjuntamente una solución: es un momento angustioso, como el de
Caporetto, pero creo que saldremos airosos del paso.
Tenía la convicción de que Víctor Manuel III le defendería contra todos los conjurados reiterándole su
confianza y permitiéndole detener a los traidores. Pero yo no compartía sus ilusiones y cuando, por tres
veces, telefonearon desde la Real Casa para advertir al Duce que se presentase vestido de paisano (desde el
comienzo de la guerra, mi marido siempre había ido a Villa Saboya vistiendo el uniforme militar), alarmada por
uno de mis lúcidos presentimientos le conjuré:
—No vayas, Benito. ¿No comprendes? Quieren que no vayas de uniforme para no causar alarma en el
momento en que te detengan.
Pero Benito denegaba con la cabeza.
—Sería absurdo, Raquel. El Rey me ha demostrado siempre gran amistad y s¡ me tendiese una
trampa, sería él el primero en causar su propia ruina.
No quise insistir, para evitar discusiones penosas, pero cuando llegó su secretario y ¡untos se dirigieron
hacia su automóvil, al pie de la escalinata, le seguí, descendiendo presurosa.
—No volverás —grité.
Benito, sin responder, me entregó un paquete de cartas (entre las que figuraba la de uno de los
miembros del Gran Consejo, Cianetti que había votado contra el Duce y se había arrepentido
inmediatamente: carta que después, en el proceso de Verona, sirvió como documento para su defensa).
Quedé inmóvil, mirando cómo el coche atravesaba la cancela y se alejaba por Vía Nomentana. Pocos
minutos después llegó Buffarini y me lancé al ataque j
—Traidores, bribones ¡ ¿qué hicisteis ayer noche?
Me describió la sesión de la noche precedente, desprovista de dramatismo, ya que nadie había alzado
la voz ni usado palabras rotundas.
—De todos modos, el Duce debió detenerlos —terminó diciendo—. Tenía medios de hacerlo.
Mientras hablaba con gran agitación, me tendió una cuartilla que Benito había tenido ante sí llenándola
de notas y de signos nerviosos. En aquel momento sonó el teléfono. Con la garganta oprimida por una
ansiedad insostenible, me precipité hacia el aparato y una voz conocida, pero alterada por la emc>-ción, me
anunció:
—En este momento han detenido a su marido.
Quede enmudecida, sin movimiento. Había sucedido lo que temía, y sin embargo, creía ser víctima de
una pesadilla. Buffarini, en el ínterin, había llegado hasta donde yo estaba e insistía en conocer el motivo de
mi evidente desesperación. Y cuando, al fin, logré dar suelta a la espantosa noticia, la acogió con un estupor
que a mí me pareció sincero.
Siguiendo sus consejos telefoneé primeramente al general Galbiati, después al Mando alemán y
finalmente al palacio de Venecia, pero la respuesta era invariable:
—Le han mentido, doña Raquel; no ha sucedido nada de particular.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Buffarini temblaba. Me asomé a la ventana y vi que un camión se detenía ante el portón de entrada.
Descolgué el teléfono y marqué el número de nuestra portería. Pero no obtuve respuesta : la policía de
Badoglio había bloqueado ya nuestros aparatos telefónicos y rodeado Villa Torlonia. Recuerdo con precisión
cada minuto de aquella terrible ¡ornada. En cierto momento, sin fuerzas, me dejé caer en un banco del
parque. Buffarini estaba a mi lado: bebía coñac y se sentía mal cada cinco minutos. Encargué a Irma que
llamase a Vittorio que dormía tranquilo (había volado toda la noche), ignorante de todo cuanto estaba
sucediendo. Se presentó muerto de sueño, canturreando alegremente.
—¿Qué ocurre, mamá? ¿Se está incendiando la casa? —bromeó como siempre hacía.
—Han detenido a tu padre —le dije—. Has de pensar en ponerte a salvo.
Después, mientras Vittorio se alejaba en automóvil de Villa Torlonia, saliendo por Vía Spallanzani, que
aún no estaba bajo el control de la policía, fui llamada de nuevo al teléfono. Esta vez era Romano, que desde
Riccione solicitaba mi permiso para ir al cine (temerosa de una alarma o de un bombardeo, Gina, mi nuera se
lo había impedido). No podía hablar —nuestras líneas estaban vigiladas— y me limité a suplicarle que
estuviese tranquilo, y que no se moviese de casa por ningún motivo. Él insistía casi llorando.
—¿Dónde está papá? Quiero decírselo a papá.
Aquella noche nadie durmió en Villa Torlonia. Al día siguiente, hacia la una de la tarde, el ¡efe de policía
se presentó personalmente a detener a Buffarini y yo quedé sola. Ignoraba adonde habían llevado a Benito y
ni siquiera sabía si aún estaba vivo. De Vía Nomentana me llegaba el clamor de la multitud excitada. Un
antifacista, en venganza, estuvo tocando la trompeta delante de nuestra puerta (en una ocasión la policía le
había impedido que tocase su instrumento en las proximidades de la villa del Duce). Un grupo de
manifestantes amenazó con echar abajo la pared de la cerca. Gritaban como enloquecidos :
—¡ La guerra ha terminado !
Rompían las tarjetas de racionamiento, lanzaban insultos contra Benito y contra nuestra familia.
Aquella misma noche, mientras —pobrecilla— hacía esfuerzos para consolarme, Irma me reveló, sin
quererlo, las relaciones de mi marido con Claretta Petacci. Estaba convencida de que, como todos, yo estaba
al corriente de las relaciones que ya duraban mucho tiempo, y en cierto momento dio el nombre de aquella
señora. Ignoro de dónde saqué fuerzas para no caer desplomada, bajo el peso del nuevo dolor. Me sentía
humillada, alterada por una rebelión interior. Y, sin embargo, comprendía que en aquellos momentos no había
lugar para los celos. Estaban en juego la suerte de nuestra Patria, la vida de mi marido, y cualquier otra cosa,
comparada con ello, carecía de importancia.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Ilustración 27. Bruno Mussolini y el general Biseo, en 1937, Ilustración 28. Vittorio Mussolini en Nueva York, sobre la terraza del
durante el raid Istres-Damasco-París. Empire State Building, en 1937.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Ilustración 29. Raquel, ayudada de sus hijos Romano y Ana María, intenta montar en bicicleta. La foto está sacada recientemente en
Romagna

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

CAPÍTULO XI

La mañana del 26 de julio, para no enloquecer en la interminable espera por conocer la suerte de mi
marido, me ocupé de la colada con mi lavandera (los quehaceres domésticos me han aliviado en los
momentos más dolorosos). Mientras recogía la ropa blanca revolviéndome inquieta por las estancias de mi
casa, demasiado vacía y silenciosa, vino el portero a decirme que una señorita preguntaba por mí en la
puerta de entrada. Era la manicura de la princesa Mafalda de Saboya y me bastó una mirada para
comprender que era portadora de buenas noticias. En efecto, me entregó una carta en que la hija de Víctor
Manuel III (era buenísima y su trágico fin me hizo sufrir mucho), manifestaba su dolor por todo lo ocurrido y
me tranquilizaba asegurándome que mi marido estaba con vida y no corría ningún peligro. Añadió la señorita
que, hablando con la princesa, había tenido la impresión de que en Villa Saboya habían tenido lugar muchas
discusiones a propósito de la detención del Duce y que el mismo Rey comenzaba a tener dudas. La escuché
distraídamente. Benito estaba vivo ¿cómo podría pensar en otra cosa en aquel momento?
El día siguiente, Villa Torlonia fué ocupada por trescientos soldados y sus autos blindados se
detuvieron amenazadores en la explanada donde Benito solía jugar a pelota conmigo o con los muchachos.
Yo regresaba del huerto. Había llevado las bellotas a los cerdos, como cada mañana, y recogido los huevos
que ponían nuestras gallinas.
—¿Es esta la villa de Mussolini? —me preguntó un oficial.
Comprendí que me había tomado por la portera y, sin hablar, asentí con un movimiento de cabeza.
—He sabido que no hay nadie en la casa —prosiguió—. Doña Raquel ha huido, ha sido detenida en
Milán, en la plaza del Duomo. Llevaba una maleta llena de billetes de banco y de joyas.
—¿Quién se lo ha dicho? —le pregunté fingiendo vivo interés.
—Lo he oído por la radio.
—Me alegro mucho —exclamé—. Al menos, por una vez, ha sido capaz de obrar con astucia.
El oficial me miró atentamente. Pero mi delantal, con los huevos y la hortaliza y mi pañuelo ceñido en
torno a la cabeza al estilo campesino, le mantuvieron en el engaño. Me pidió que le acompañase a las
habitaciones de Mussolini. Le guié escaleras arriba, abrí puertas y ventanas, y él miraba en torno suyo
maravillado, exclamando continuamente:
—¡ Qué casa tan descuidada ! ¡ Qué muebles ! ¿Está segura de que no nos hallamos en las
habitaciones de los criados?
Pero al ver los retratos colgados de las paredes, se persuadió de que no le había mentido, y me dijo,
bajando la voz:
—Me gustaría llevarme un pequeño recuerdo, un objeto cualquiera que haya sido tocado por las manos
de Mussolini.
Me fué simpático : ¡ era tan ¡oven ! Tendría aproximadamente la edad de mi Bruno. Entramos en el
comedor, en el despacho del Duce y, finalmente, en mi saloncito. Un cuadro de grandes dimensiones colgaba
sobre el diván. Representaba a mi Bruno, con su flamante uniforme de piloto, sereno y sonriente. El oficial se
detuvo, conmovido, en el centro de la estancia.
—Le conocí —me dijo—. Hice con él los estudios elementales en Milán. Lamenté mucho su muerte.
Era un simpático muchacho, sencillo, alegre, sin pretensiones.
—Sí —murmuré—; era un muchacho muy simpático —y quizá me traicionó mi voz porque se volvió
rápido.
—¿También le conoció usted? —me preguntó mirándome a los ojos, llenos de lágrimas.
—¡Oh, sí! —respondí—. Soy la madre de Bruno.
Se inclinó pidiéndome que le perdonase y no lograba convencerse de que fuese cierto, de que
hubiesen dejado a la esposa de Mussolini, sola, en Villa Torlonia, a merced de cualquiera. Eran las primeras
palabras amables que escuchaba después de aquellos largos días de envilecimiento, y fueron de gran
consuelo para mí. Después, el oficial ordenó a sus soldados que me tratasen con toda clase de miramientos,
y aquellos pobrecillos cumplieron gustosamente la orden. Recorrían en silencio la villa, desilusionados por la
modestia del mobiliario y me pedían, por turno, una servilleta, un gorro del Duce, un botón, al menos, o un
lápiz. Yo seguía ignorando el paradero de Benito y cuando un oficial de Florencia me aseguró, llevándome
aparte, estar en el secreto, no quise darle crédito (me era imposible creer algo o a alguien). Pero él insistía.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

—Tengo un hermano que presta servicio en un cuartel de «carabinieri». Ha visto al Duce. Me lo ha


jurado y pronto iremos a liberarlo.
El oficial florentino no me había engañado. Tuve confirmación al día siguiente cuando Polito se
presentó en Villa Torlonia con una carta de mi marido. El corazón brincó en mi pecho al verle. Hacía doce
años que le conocíamos (algunas veces en Riccione habíamos comido ¡untos en la villa de una buena amiga,
la señora Sandra Borsalino) y pensaba que podría confiar en él y que me ayudaría en momentos tan
dolorosos.
—¿Dónde está el Duce? —le pregunté con ansiedad—. ¿Dónde están mis hijos?
Me tendió un sobre en el que reconocí, con emoción, la caligrafía de mi marido. Era un billete de pocas
líneas. «Querida Raquel : El dador te explicará cuanto me sucede. Ya sabes lo que mi salud me permite
comer, pero no me mandes muchas cosas: algo de ropa de la que estoy desprovisto y libros. No puedo
decirte dónde me encuentro, pero te aseguro que estoy bien. Está tranquila y saluda a los muchachos». Me
fué dada a leer otra carta pero desgraciadamente no pude tomar nota del texto, como hubiese querido, pues
Polito se limitó a mostrármela, recobrándola al punto. Era de nuestro «primo» Badoglio, el cual me invitaba,
con fría fraseología, a que enviase a Benito ropa y dinero. «De otro modo, añadía, ni siquiera podría facilitar
alimentos a Benito».
Aquella carta provocó mi indignación.
—Durante veinte años —grité— mi marido ha renunciado a títulos y honores: ha regalado todo cuanto
le ofrecieron los italianos y extranjeros, incluso mansiones suntuosas, sin permitir siquiera que yo las viese. Y
ahora Badoglio, quien, con el fascismo, ha embolsado tantos millones, se atreve a negarle un pedazo de pan.
Esto no se puede tolerar, supera a todo lo imaginable.
Los dos oficiales que acompañaban a Polito me miraban confusos. Pero uno de ellos, un coronel, logró
decirme en voz baja, cuando los otros no escuchaban
—Tiene razón, doña Raquel; por desgracia no puedo hacer nada por usted, pero puede confiar en mi
lealtad.
Era el 29 de julio; una de las poquísimas solemnidades que jamás dejábamos de festejar en nuestra
familia. Aquel día Benito cumplía años y yo solía prepararle una sorpresa ¡ un par de calcetines, una corbata,
una caja de pañuelos. Ahora estábamos separados e ignoraba si volvería a abrazarlo. Le envié algunos
libros. «No ha cambiado —pensaba yo—. También cuando vivíamos en Forli, en los tiempos de las luchas
socialistas en la Romana, los libros eran su mayor preocupación, cada vez que iba a parar a la cárcel.
Encontré en su mesilla de noche «La vida de Cristo», de Ricciotti, todavía abierto, lleno de anotaciones
marginales y lo ¡unté con otros que había escogido de una estantería. Después preparé un paquete de cosas;
un pollo, tomates frescos (le gustaban mucho) fruta y tallarines. Añadí una botella con aceite, pues los
médicos le habían prohibido que tomase alimentos fritos con manteca. Pero esta botella no llegó a su destino.
Dijeron que se trataba de un obsequio y que no se podía permitir al preso Mussolini que recibiese regalos, ni
siquiera de su mujer, en el día de su cumpleaños. Antes de que Polito abandonase Villa Tcrlonia, vi su
flamante gorra con las insignias de general.
—Enhorabuena —le dije—. ¡ Ha hecho usted una magnífica carrera desde el 25 de julio!
Ahora ya no estaba muy segura de contar con un amigo.
Polito vino a recogerme para conducirme a Rocca la noche del 2 de agosto. Me dijo que allí encontraría
a Romano y Ana María. El pensamiento de volver a ver a mis hijos quitó tristeza a mi partida de Villa Torlonia,
de aquella casa donde había vivido con Benito los años más hermosos de mi vida. Llevé conmigo unos pocos
vestidos y, con el permiso de Polito, la cajita que contenía las condecoraciones del Duce. Fué un viaje
horrible, que recuerdo con humillación y disgusto. Hubiésemos podido llegar a la Rocca en pocas horas pero
el auto estuvo dando vueltas toda la noche y Polito reía burlándose de mí cuando le mostraba mi extrañeza
por aquel derroche de gasolina.
—Siempre hemos tenido mucha gasolina —exclamaba—. Toda la gasolina de que hemos precisado.
Me confesó que jamás había sido fascista y me reveló antiguos complots de la policía que Benito jamás
había sospechado.
Además, pavoneábase incesantemente de su categoría («¡General él», decía aludiendo a Benito, «y
general yo!») dando a entender que la suerte de Mussolini sólo de él dependía. En cuanto a su actitud para
conmigo en aquel terrible viaje, ni quiero ni puedo hablar, pero muchos italianos son sabedores de ella.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Por fin, hacia las once de la mañana, vi perfilarse a lo lejos la Rocca. Estaba a salvo. Todo estaba
tranquilo; los «carabinieri» montaban la guardia acostumbrada y sentí un alivio inmenso al escuchar,
procedentes del parque, las voces de mis hijos.
Aquel mismo día supe que en Predappio se habían tomado medidas para la inminente llegada del
Duce. Incluso ahora estoy convencida de que el Rey tenía verdadera intención de confinar a mi marido en
Rocca y pienso que de haber sido así, muchas cosas se hubiesen podido salvar en Italia. Pero Badoglio
consiguió, una vez más, llevar el agua a su molino. Era demasiado astuto y ambicioso para dejar escapar su
gran oportunidad y probablemente fué por orden suya el que la ambulancia en que viajaba Benito, se dirigiese
hacia Gaeta en vez de tomar la ruta de la Romana.
Dije que hablaría largo y tendido de nuestro «primo» Ba-doglio y como hago honor a mis promesas,
quiero presentarlo de una vez para siempre. No era inteligente, sino astuto, ávido de riquezas y poder. Oí
hablar mal de él desde los días de Caporetto y desde entonces no lo pude sufrir. Estaba segura de que
recibiría un castigo, pero en menos de un mes obtuvo un cargo importante. Nada sabía, en aquellos tiempos,
de las intrigas y engaños que hacen tan complicada la alta política. Pero ahora, después de haber visto tantas
cosas, no me asombro de nada. Cuando, a fines de 1934, mi marido regresó de Alemania, me mostró una
noche un extraño librito que contenía el reglamento de la masonería. Se hablaba en aquellas páginas, de
puñales, calaveras, antifaces negros, mandiles, venenos, pruebas terribles difíciles de superar. Aquella
lectura me fascinaba y aún recuerdo algunos párrafos.
Durante toda su vida, Badoglio fué protegido por aquella misteriosa potencia. Se mostró siempre servil
con mi esposo, para arrancarle el mayor número de beneficios y logró convertirse en marqués del Sabotino y
más tarde en duque de Addis Abeba. El auténtico vencedor de la guerra africana fué, a mi entender, el
general Graziani, pero Badoglio le arrebató el puesto entrando en lugar suyo en Addis Abeba. Pero cuando,
tras la proclamación del Imperio, comprendió que era peligroso permanecer en Abisinia, porque los rebeldes
se estaban organizando, se apresuró a solicitar la repatriación. Un día, mientras cortaba la cinta tricolor
durante la inauguración de la carretera Asmara-AAassaua, dijo: «Corto la cuerda». No era una frase
humorística como creyeron todos. Hablaba en serio, dejando a Graziani todos los embrollos.
Al estallar la guerra en 1939, Benito declaró la no beligerancia. El Jefe del Estado Mayor era Badoglio y
le veía a menudo cuando venía a Villa Torlonia a conferenciar con mi marido. Pero no hizo ningún intento
para persuadir al Duce de que Italia no estaba en condiciones de afrontar un conflicto armado. Empero, nadie
mejor que él podía conocer nuestra verdadera situación militar. En Munich, después de la liberación del Gran
Sasso, Benito me contó a este propósito un episodio que aún hoy me produce escalofríos. Sólo tres meses
antes de entrar Italia en guerra, la Fiat se declaró dispuesta a fabricar un carro armado, de treinta toneladas,
cada día. Pero la Fiat fué invitada a reducir este tipo de tanque de treinta a veintisiete toneladas manteniendo
las mismas características. Después de febril trabajo, la Fiat informó al Estado Mayor de que el nuevo carro
armado requerido ya estaba dispuesto. Pero, después de las pruebas, que tuvieron éxito, volvió a pedírsele
una tercera variación : ¡ reducir el carro armado de veintisiete a veinticuatro toneladas! ¡Y pensar que las
demás naciones, después de las primeras experiencias bélicas, empleaban ya carros pesados que
alcanzaban las setenta y aún más toneladas ! ¡ Podría extenderme tanto en el tema Badoglio ! No bastaría un
volumen. Tengo, pues, razón en despreciarle, en atribuir a él y a su camarilla la ruina de Italia, además de la
de la Casa de Saboya de la que se jactaba de ser el defensor. Los mismos ingleses no lo tuvieron en estima.
Mi marido me dijo cierta vez que habían inventado el verbo «badogliar». Jamás he odiado a nadie. Incluso
sería capaz de perdonar a quienes dieron muerte a mi Benito; pero a él, a Badoglio, no podré perdonarlo
nunca.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

CAPÍTULO XII

En los primeros días de agosto de 1943, parecía respirarse en Rocca una atmósfera de agradable
tranquilidad. En el salón del Gran Consejo, el escritorio de mi marido (me lo han devuelto hace poco: es
pequeño, bajo, de madera negra labrada), estaba, como siempre, atestado de cartas y libros meticulosamente
ordenados. El sosegado paisaje de nuestra Romana se encuadraba en la ventana abierta, el parque era
verde y silencioso. Sin embargo, mis hijos y yo éramos unos prisioneros allí dentro. No podíamos ver a nadie
y la guardia tenía orden de disparar s¡ cualquiera de nosotros franquease la puerta del jardín. Romano y Ana
María me habían dado noticias de mis nueras y mis nietos, y habían traído con ellos a Marina, la hija pequeña
de Bruno. Pero no sabía nada en absoluto de Edda ni de Vittorio y continuaba ignorando el paradero de
Benito.
Estaba convencida de que le habían deportado a una isla, como a Napoleón, y me asaltaba
continuamente la preocupación por su salud. ¿Quién habría cocinado a su gusto? ¿Quién se habría
preocupado de hacerle continuar su dieta? Transcurrían aquellas interminables jornadas leyendo los
periódicos y escuchando la radio, pero todas aquellas noticias aumentaban nuestro aburrimiento, nuestra
inexplicable angustia. Era muy triste para nosotros leer aquellos artículos que destilaban veneno contra
nuestra familia, conocer de improviso todas las calumnias y disparates que circulaban, de antiguo, por los
salones de Roma. Recuerdo que un diario aseguraba que yo me había refugiado en Suiza, cargada de
abrigos de pieles (nunca tuve ninguno; cuando lo precisaba para algún acto oficial, se lo pedía prestado a mi
Edda) negros de astrakán, que me llegaban hasta los pies. En otro periódico leímos que Gano se había
suicidado y lo mismo se decía, en aquellos días, de Hitler. No creímos ninguna de aquellas sensacionales
noticias, pero un día oímos por la radio que Edda había sufrido un accidente y que había sido internada en
una clínica. No había motivo para creer que se tratase, como así era en realidad, de una nueva patraña, y no
pudiendo resistir la impaciencia, expedí un telegrama a Senise, el ¡efe de Policía. No obtuve respuesta.
En aquellas tristes semanas de agosto, la única persona autorizada a acercársenos era Armandino,
nuestro portero. Él fué quien nos trajo una dolorosa noticia s Ettore Muti había sido muerto en Fregene. Le
habían hecho levantar de la cama en plena noche, sin consentirle siquiera vestirse, lo llevaron a una
callejuela y lo ametrallaron. Conocí a Muti desde que tenía catorce años (cuando había tomado parte en la
Marcha sobre Roma) y sabía que nadie como él podía jactarse de su fortaleza física de la que abusaba
inconscientemente. Era un «capitán de aventureros» como aquellos de los tiempos antiguos y ciertamente fué
un error nombrarle secretario general del partido, pues su sitio no estaba detrás de una mesa de despacho,
sino en el campo de batalla, donde hubiera peligros que afrontar y enemigos con quienes combatir.
Armandino me contó que, según se decía, Muti había intentado rebelarse y que por ello le habían dado
muerte. Pero yo no me dejé engañar por aquella versión oficial. De cuando en cuando recibía la visita de un
agente que me traía una carta de mi marido (en conjunto recibí cinco), pero por aquellas cartas comprendía
que su aislamiento era completo (le habían prohibido asistir a la misa que hizo celebrar por la memoria de
Bruno e incluso a mí se me prohibió el 7 de agosto acercarme al cementerio) y que ignoraba completamente
cuanto estaba sucediendo en Italia. No encontré en aquellos escritos, que pasaban por una severa censura,
ningún detalle, por vago que fuese, que me orientara de dónde podía encontrarse. Según algunos
comentarios que se filtraban hasta nosotros, el Duce estaba prisionero en el sur; según otros, en el norte, en
Bolzano, y yo me consumía ante aquella imposibilidad de saber siquiera el clima que le circundaba o el cielo
que le cubría. Un día —era la última semana de agosto—, durante una de las imprevistas visitas del emisario,
el comisario me invitó a preparar ropa de invierno para mi marido, y así supe que querían llevarle a alguna
región montañosa. Le mandé su traje de esquiar, sus botas de montaña, un traje azul y un capote de invierno;
le mandé también (le molestaba el frío en la cabeza) su «capelaz» óz fieltro negro: uno de aquellos gorros
típicos de la Romana que llevó durante toda su vida cuando vestía de paisano y que aún hoy son los
preferidos de Romano y «Cicino», el hijo de Edda. (Éste una vez se compró uno de color violeta.)
Hacia los primeros días de septiembre, con el desembarco del enemigo en Calabria, nuestra situación
empeoró, pues la vigilancia en torno a nosotros se hizo más rigurosa. Una tarde, escuchando la radio
alemana, reconocimos la voz de Vittorio y comprendimos que se había refugiado en Alemania. Esperábamos
que pudiera hacer algo por su padre y por nosotros. Pero estábamos convencidos de que antes de que
lograra cualquier empresa, veríamos llegar por la carretera de Rocca a las tropas inglesas y seríamos hechos
prisioneros por ellas. Poco a poco me fui habituando a esta idea; había imaginado cien veces ver su bandera
en el parque y brillar sus cascos al sol, y cuando la mañana del 12 de septiembre (estaba todavía aturdida por
el anuncio del armisticio) vino Armandino a advertirme, temblando de emoción, que una división alemana
había ocupado el cuartel, yo me sentí presa de un absurdo miedo y corrí, asustada, a refugiarme en la
habitación de Romano.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

En realidad se trataba, ni más ni menos, que de cuatro pobres oficiales cubiertos de polvo y agotados
por el cansancio, que habían llegado hasta Rocca en una camioneta, para liberarnos y conducirnos a
Alemania. En seguida me di cuenta de que tenían hambre (venían de Roma y llevaban dos días sin probar
bocado) y antes que en nada, pensé en reanimarles ofreciéndoles un conejo en salsa, un pato asado y una
botella de aguardiente. Cuando el último trozo de pan se esfumó de la mesa, uno de ellos nos dijo que nos
concedía tres cuartos de hora para hacer las maletas, pues era preciso marchar cuanto antes. En la confusión
indescriptible que aquella orden provocó en Rocca, Ana María y yo nos afanábamos en llenar rápidamente
algunas maletas y Romano —inconsciente— hacía sonar ruidosamente con dos dedos el piano, que había
aprendido a tocar de oído en aquellos días. Hasta el último momento no se decidió a meter en una bolsa un
par de zapatos (de dos colores diferentes), unos calcetines, unas camisas y aquel trozo de hierro en forma de
media luna que había encontrado en el parque y que, a su entender, le había dado suerte. (Siempre logró
salvarlo y aún hoy lo guarda en su habitación con otros recuerdos.)
Antes de seguir a los oficiales alemanes, recorrí la casa para decir adiós a mis más queridas cosas.
Toda buena campesina de la Romana echa profundas raíces en su hogar y sufre cuando ha de dejarlo. Pero
yo había comprendido, desde los primeros años de matrimonio, que hubiera sido un peligro encariñarme
demasiado con las paredes, con los objetos, con la atmósfera indefinible y al mismo tiempo característica, de
cada habitación.
En los treinta y seis años que viví con Benito, nunca me pude ocupar personalmente de un traslado;
siempre he tenido que dejar pasar unas breves vacaciones, haciéndome cada vez la ilusión de que volvería.
Aquel día estaba segura de que no volvería a ver más Rocca (y me equivoqué). Recorrí la cocina, la salita de
estar, las habitaciones de los niños y por fin entré en el salón del Gran Consejo: nunca me había dado cuenta
y en aquella ocasión mi mirada fué a caer sobre un cuadro colgado en la pared; eran los dos perfiles de
Mussolini y de Badoglio frente a frente y unidos por un solo marco.
Sentí rabia. Descolgué el cuadro, rompí el cristal, colérica, y después hice pedazos la tela, insultando
en voz alta a nuestro «primo».
Despegamos del aeropuerto de Forli en dos aviones de guerra; aquel en que viajábamos yo y mis hijos,
y un caza de escolta. Sólo sabíamos que nuestro destino era Viena. Fué un viaje muy accidentado; nos
encontramos en medio de un violento temporal que me obligó a ovillarme en mi butaca, con ios ojos cerrados
y tapándome los oídos con las manos. Luego, estando Ana María y Romano en la cabina de los pilotos,
tuvieron motivos más serios de preocupación, pues conociendo el alemán, comprendieron las palabras que
entre sí cambiaron los pilotos a la vista de un avión enemigo: era necesario cambiar la ruta, pues llevábamos
una carga de bombas y no podíamos exponernos a las ametralladoras enemigas. El aparato de escolta enfiló
la ruta de Viena cargado con todas nuestras maletas, y nuestro aparato aterrizó, por fin, con un solo motor (el
otro se había parado) en un campo inmenso lleno de centenares de aviones. En el de Ronco —aeropuerto de
Forli— solamente habíamos visto un avión que despegaba y otros dos destruidos.
Estábamos en Munich, pero yo lo ignoraba. Creía estar en Viena y esperaba con ansia que alguien nos
acompañara a un hotel y nos dejaran solos al menos unas horas. Fuimos alojados en el «Cuatro Estaciones»
y allí me esperaba una grande e insospechada emoción. Después de cenar (comimos unas extrañas tartas,
arenques saladísimos, mermeladas) se presentó a nuestra mesa un alto oficial alemán y nos dijo que tenía
que anunciarnos una grata noticia. «Hoy —me dijo— nuestros paracaidistas han liberado al Duce de su
prisión en el Gran Sasso. Su marido viene en avión y mañana podrán abrazarle». No había visto a Benito
desde el 25 de julio y cuando vino a mi encuentro en el aeropuerto, a las dos de la tarde, con las botas de
esquiar y el capote oscuro que le había enviado, casi no le conocí: tan pálido y delgado estaba. Me habían
dicho que debía partir inmediatamente, para reunirse con el Führer en su cuartel general y no me resignaba a
pensar que dispondría de muy pocos minutos para preguntarle y explicarle todo lo que había sucedido
durante nuestra separación.
El mal tiempo fué nuestro aliado, pues impidió que pudiera despegar el avión y pasamos la noche en el
«Karl Palatz», la residencia principesca —una de las más suntuosas de Munich—, que Hitler había puesto a
nuestra disposición. La habitación destinada a mi marido estaba llena de espejos, objetos dorados, mármoles
y tapices preciosos; pero Benito, no acostumbrado a aquellos excesivos lujos, prefirió dormir en la mía,
mucho más sencilla. Antes que nada le preparé un baño, pues tenía verdadera necesidad de ello. Me
avergoncé, cuando vi el estado de sus camisas y ropa interior, de las que nadie le proveía hacía tiempo. Los
calcetines estaban acribillados de agujeros, la camisa sucia y llena de remiendos, los calzoncillos
enormemente holgados y con un enorme botón negro que me arrancó un grito de indignación.
—¿Quién te los dio? —pregunté extrañada.
Benito no pudo reprimir una sonrisa y me contó que el día 28 de julio, mientras la corbeta «Persepone»
se dirigía hacia la isla de Ponza, algunos marineros se le habían acercado, a escondidas, para preguntarle
con timidez si necesitaba algo. Uno de ellos le había ofrecido 400 liras (que Benito aceptó por no llevar

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

encima ni un céntimo) y otro, a falta de mejor cosa, le había obsequiado con aquellos calzoncillos, creyendo
muy acertadamente, que podrían serle de utilidad mientras durase su encarcelamiento.
Aquella noche, en el «Karl Palatz», Benito y yo conversamos largamente, en voz baja, temerosos de
que alguien pudiese escucharnos. Quise conocer los pormenores de su última entrevista con Víctor Manuel
III, y Benito me contó que el Rey le había recibido en un estado de extremo nerviosismo y que le dijo sin
muchos preámbulos:
—Querido Duce. Las cosas van mal. Italia está en bancarrota. El ejército ha perdido la moral, los
soldados no quieren batirse y los alpinos entonan una canción en la que se dice que ya no quieren luchar por
Mussolini.
Al llegar a este punto, Víctor Manuel se había puesto a tararear las estrofas de la canción, en dialecto
piamontés. Después comenzó a hablar de la sesión del Gran Consejo, añadiendo :
—No podéis haceros ilusiones del estado de ánimo que los italianos tienen hacia vos. En este
momento sois el hombre más odiado de Italia. Sólo podéis contar con el único amigo que os sigue siendo fiel :
yo. Sin embargo no debéis preocuparos por vuestra seguridad personal. Se hará cargo de la situación el
mariscal Badoglio quien formará un ministerio de funcionarios y proseguirá la guerra. Después, ya veremos.
Sin perder la calma y sin abrigar la menor sospecha de lo que le esperaba, Benito había respondido:
—Majestad; estáis adoptando una decisión de extrema gravedad. Una crisis en este momento significa
llevar al ánimo del pueblo la inminencia de la paz, desde el momento en que es alejado del poder el hombre
que declaró la guerra. La moral del ejército sufrirá un rudo golpe. Carece de importancia que los soldados se
nieguen a luchar por Mussolini mientras se hallen dispuestos a hacerlo por vos. La crisis será considerada
como un triunfo de Churchill y de Stalin, en especial de este último que verá en ello la retirada de un
antagonista que luchó veinte años contra él. Me doy cuenta del odio del pueblo. No se gobierna por tantos
años ni se imponen tantos sacrificios sin provocar resentimientos más o menos fugaces o duraderos. De
todos modos, auguro buena suerte al hombre que se haga cargo de la situación.
Terminada la entrevista, que no duró más de diez minutos, el Rey acompañó a mi esposo hasta el
umbral de la casa y le estrechó la mano, volviendo a entrar inmediatamente.
—Abría la portezuela de mi coche —siguió relatando Benito— cuando un capitán de «carabinieri»,
deteniéndose ante mí me dijo en tono firme: «Su Majestad me ha encargado de la protección de vuestra
persona; deberéis subir a esta ambulancia.» Me vi forzado a obedecer y a mi lado tomaron asiento cinco
«carabinieri» y dos policías vestidos de paisano y armados de fusiles ametralladores. En primer lugar fui
conducido a la academia de «carabinieri» y encerrado en un despacho del segundo piso y sólo entonces, al
ver que a la puerta de la estancia montaban guardia tres «carabinteri» armados, me asaltó por vez primera la
sospecha de haber caído en una trampa.
En efecto, era absurdo recurrir a los guardias para proteger la persona de Mussolini, precisamente en
un palacio que albergaba a dos mil alumnos de «carabinieri».
Sin embargo, al día siguiente, Benito recibió un mensaje del mariscal Badoglio, en el que se confirmaba
que la detención del Duce habíase realizado en su propio interés: «...habiendo recibido por distintos
conductos informes de un serio complot contra su persona... Lamentándolo, os comunico que estoy dispuesto
a dar las órdenes necesarias para que seáis trasladado, con los debidos respetos, a la localidad que tengáis a
bien indicar. El ¡efe del gobierno ¡ Mariscal Badoglio.» Mi marido dictó la respuesta al mismo portador de la
carta, el genera! Ferone, afirmando que la única residencia de que podía disponer era Rocca delle Camínate
y que estaba dispuesto a ser trasladado allí en cualquier momento. No obtuvo respuesta, pero la noche del 27
de julio vio entrar en su estancia a un general a quien de pronto no reconoció y quien hizo su propia
presentación. Era Polito, recientemente ascendido al generalato.
—Traigo la orden de marcha —dijo a mi marido, y le hizo subir a un automóvil, con las cortinillas
bajadas. El coche atravesó la ciudad y en vez de meterse por Vía Flaminia, tomó la carretera de Ñapóles, y
Benito, que por un resquicio de la cortinilla se dio cuenta del cambio de ruta, preguntó a Polito:
—¿Adonde vamos?
—Hacia el Sur.
—Pero, ¿no vamos a Rocca delle Camínate?
—No —respondió el otro con seguridad—. Recibí contraorden.
Al detenerse el coche en las inmediaciones de Gaeta, Benito, creyendo haber llegado a destino,
preguntó :

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

—¿Es Gaeta mi nueva residencia? ¿La misma población en que fué confinado Mazzini? ¡Cuánto honor!
Pero el automóvil reemprendió la marcha y se detuvo en el muelle Gano, donde estaba anclada la
corbeta «Persefone», a bordo de la cuaí Benito fué conducido a la isla de Ponza, donde pasó diez días en
absoluto aislamiento traduciendo al alemán las «Odas bárbaras», de Carducci, y leyendo «La vida de
Jesucristo», de Riccioti.

Ilustración 30. Cuatro escenas de la vida familiar del Duce en villa


Torlonia, antes de la Segunda Guerra Mundial.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Ilustración 31. Raquel muestra a su nieta Marina, huérfana de Bruno, un retrato de su hijo.

Ilustración 32. Edda Ciano en el salón de su villa de Capri.

Pero la noche del 7 de agosto tuvo que partir de nuevo. Temíase un golpe de mano por parte de los
alemanes y habíase pensado en trasladarlo a un lugar más alejado, a la isla de la Magdalena, cercana a
Caprera, donde está la tumba de Garibaldi.
Veinte días, del 8 al 28 de agosto, permaneció Benito en aquella isla desierta, en una villa propiedad de
un inglés, un tal Weber. Tratábase de una casa alejada del pueblo y rodeada de pinos, de la que Benito no
podía salir ni para dar un paseo por el parque; para matar el tiempo comenzó a escribir un diario que más
tarde tuve ocasión de leer en Gargnano, pero que desgraciadamente perdióse después. La villa de Weber era
vigilada, día y noche, por más de cien hombres, entre agentes de policía y «carabinieri», pero nuestro
«primo» Badoglio sentía un gran miedo a que los alemanes y los fascistas intentasen liberar a Benito, razón
por la que se apresuró a cambiar su residencia una vez más. Las islas, al parecer, no le merecían confianza;
y en consecuencia eligió una montaña elevada e inaccesible, creyendo que allí no podría llegarse hasta
Mussolini por ningún medio.
—Primeramente —dijo Benito prosiguiendo su relato— me llevaron de la Magdalena al lago de
Bracciano, a bordo de un hidroavión de la Cruz Roja, y después, con la consabida ambulancia, me

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

condujeron al pie del Gran Sasso, donde está la estación inicial del funicular. Pasé unos días en una villa y
me autorizaron la lectura de la «Gaceta Oficial», incluso los números atrasados.
Allí fué donde mi marido se enteró, por un agente, del feroz asesinato de Muti. Días después llegó la
orden de un nuevo traslado, que habría de ser el último. Le hicieron subir al funicular que le llevó hasta la
meseta del Gran Sasso (a 2.112 metros de altura) donde pusieron a su disposición una reducida habitación
del hotel «Refugio». «La cárcel más alta del mundo», como el Duce dijo un día a sus guardianes.
Iba a amanecer y Benito y yo estábamos aún despiertos, pero ambos no teníamos sueño. Pocas horas
antes, al descender mi marido del avión, había percibido yo la presencia de un ¡oven oficial que me llamó la
atención por una larga cicatriz que le surcaba todo el rostro. Pregunté quién era y supe que se trataba de!
capitán Skorzeni, el valeroso alemán que había planeado y llevado a efecto la liberación de Mussolini. Era la
primera vez que oía su nombre y aquella noche no conseguí hablar con él por haberse marchado
inmediatamente a la cama (no había pegado ojo en cinco noches), evitando las felicitaciones y negándose
incluso a tomar alimento. Quise que Benito me relatase punto por punto lo que dos días antes había ocurrido
en el Gran Sasso y escuché el relato maravilloso, pues jamás había leído u oído una aventura tan novelesca.
—Eran las dos de la tarde —dijo Benito iniciando su relato— y estaba con los brazos cruzados ante
una ventana abierta, cuando un planeador aterrizó a unos cien metros de distancia y vi que de él descendían
algunos hombres. Por sus uniformes conocí que eran alemanes. Aquel reducido grupo emplazó
ametralladoras que apuntaban en dirección al hotel, mientras otros planeadores descendían a la meseta y los
hombres se apostaban empuñando armas. En el interior, en el pasillo, a espaldas mías, proferíanse gritos y
órdenes en confusión, mientras en el exterior, encabezados por Skorzeni, los germanos avanzaban con
decisión hacia el hotel. Los «carabinieri» apuntaban ya con sus armas cuando me di cuenta de que entre los
alemanes había un oficial italiano. Grité: «¿Qué vais a hacer? ¿No veis que viene también un general
italiano? No disparéis. ¡Todo está en regla!» Las armas se bajaron. Era el genera! Soleti, que el grupo de
Skorzeni había escogido como rehén y que más tarde me facilitó algunas noticias sobre la huida de! Gobierno
y del Rey, agregando que no era aconsejable el regreso inmediato a Roma donde se respiraba, añadió, una
«atmósfera de guerra civil». Tras de apoderarse de las ametralladoras emplazadas a ambos lados de la
puerta de entrada al hotel, los alemanes penetraron en mi habitación y yo, profundamente emocionado,
abracé al capitán Skorzeni e hice que inmediatamente me contaran todos los pormenores de la arriesgada
empresa. En el ínterin, los «carabinieri» confraternizaban con los germanos, pero no había tiempo que perder
y momentos después subí, con mi libertador, a bordo de una «Cigüeña» que nos aguardaba en una planicie,
algo más abajo. El aparato despegó, con gran riesgo, mientras los «carabinieri» saludaban agitando los
brazos. Todo aquello sucedió en una hora.
Cuando Benito dio fin a su largo y emocionante relato (que posteriormente publicó en su obra «Historia
de un año»), yo, a mi vez, le puse al corriente de la situación por que atravesaba nuestra patria, y le supliqué
que no volviese a ella.
—Nada ha quedado en pie —le dije—. ¡ Los frutos de tu esfuerzo se han perdido irremediablemente!
—Recomenzaré de nuevo —respondió con amargura, y me explicó que había de permanecer fiel, a
toda costa, al pacto con Alemania, añadiendo—: Tal vez esta decisión podrá costar-me la vida, pero es el
único medio de evitar que Italia pague su traición con la ruina completa, porque la venganza de los alemanes
sería implacable, caso de negarnos a continuar a su lado.
A la mañana siguiente, Benito salió en avión para reunirse con el Führer, regresando el 18 de
septiembre, después de pasar tres días en el cuartel general. Denotaba cansancio y bien poco conseguí
saber de sus encuentros con Hitler. (Pero, en una ocasión, meses después, se le escapó que el Führer, en
una de aquellas conversaciones, le había dirigido estas palabras: «Duce: sois demasiado bueno; jamás
podréis ser un dictador».) Se limitó a decirme que había trabajado intensamente y que aquella misma noche
dirigiría un mensaje a los italianos desde Radio Munich. Se retiró a su despacho, dispuesto para él en la
planta baja del «Karl Palatz», y empezó a trabajar en la preparación de su discurso, tomando notas, como era
su costumbre, con un grueso lápiz rojo.
Habló desde aquel reducido aposento convertido en estudio de emisora; yo permanecí a su lado,
buscando sus ojos con los míos. Sabía cuan cohibido se sentía mi marido ante el micrófono. Le gustaba el
contacto directo con la multitud y, en general, con cuantos le escuchaban (incluso sentía antipatía por el
teléfono, y sus conversaciones por él eran brevísimas), razón por la cual aguardé con ansiedad sus primeras
palabras. En efecto, desde un principio su voz resonó baja, empañada por la tristeza, siendo muchos los
italianos que apenas le reconocieron; pero después, paulatinamente, se fué recobrando, y con gran alivio por
mi parte pronto fué cálida y reposada.
Precisamente en aquellos días, cuanto más precisaba de serenidad, Benito tuvo que afrontar la penosa
entrevista con Galeazzo. Sólo después de mi llegada a Munich me enteré de que Ciano había buscado asilo
en Alemania y con él estaban mi hija y los niños. Me sentía feliz de tener por fin noticias de mi Edda, pero

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

creía que Galeazzo había cometido un grave error pidiendo protección a los alemanes. Nuestros aliados no le
perdonarían jamás el 25 de julio y además estaban al corriente de la actitud antialemana que Ciano había
mantenido durante la guerra y que más tarde quedó reflejada en las páginas de su diario. Quedé altamente
maravillada de su ingenuidad. («Ha ¡do a meterse en la boca del lobo», había dicho a mi Romano, pero
después, meditando, llegué a la conclusión de que indudablemente Galeazzo estaba convencido de que Hitler
salvaría en todo caso al yerno de Mussolini.)
Edda vino a vernos durante la semana que Benito y yo pasamos en el «Karl Palatz». Se me partía el
corazón al verla. Estaba irreconocible, delgadísima, inquieta, con sus ojos febriles que destacaban en su
rostro demacrado, y su voz alterada por la emoción. Su marido le había confiado el encargo de dirigirse al
Führer para que le concediese permiso de trasladarse con la famil!" a Portugal; pero Hitler le había
respondido con una rotunda negativa. Entonces Edda se dirigió a su padre, persuadiéndole a que recibiese a
Ciano. Estuve presente en la primera charla, celebrada en un pequeño despacho del «Karl Palatz». Galeazzo
se defendió de la acusación de traición arremetiendo contra Grandi y Badoglio. Benito le escuchó en silencio.
Sus sufrimientos durante su prisión le inclinaban al perdón más que a la venganza o al rencor (no pensaban,
empero, de esta forma los alemanes y fascistas más intransigentes). Además, quería demasiado a su Edda,
tal vez la única persona en el mundo cuyos consejos escuchaba alguna vez. Ni, de otra parte, podía olvidar
que Galeazzo era el hijo del hombre a quien había estimado hasta el punto de nombrarle, en 1926, su
sucesor en caso de muerte. Durante aquel coloquio, Galeazzo mostró a Benito la copia de una carta por él
enviada a Badoglio en que protestaba de algunas afirmaciones calumniosas publicadas por la Prensa contra
su padre.
También yo estaba dispuesta, por amor a Edda, a sofocar mi resentimiento. Pero un día quise hablar a
solas con mi yerno y no me mostré muy indulgente con él.
—Si no te gustaba el cargo que el Duce te había asignado, pudiste dimitir.
Se justificó asegurando haber obrado siempre de buena fe, pero no le dejé terminar.
—El Duce —le interrumpí— no es un mueble que se puede arrinconar en e¡ desván cuando alguien se
cansa de él. Te has equivocado y quizá algún día tengas que rendir cuentas de tu error.
Admitió que tal vez se hubiese equivocado al prestar su adhesión a la orden del día de Grandi, pero
añadió que su voto y el de casi todos los demás, no podía ni pretendía ser una toma de posición contra
Benito, porque Mussolini «está por encima de todos».

Otras dos conversaciones sostuvo Ciano con Benito, durante las cuales juró estar dispuesto a regresar
a Italia y a tomar parte en las operaciones bélicas incluso como simple aviador, para demostrar su
arrepentimiento y su fidelidad al aliado. Mi marido se dejó enternecer por estas afirmaciones:
—Ahora es preciso pensar en la guerra —le dijo—. Lo demás no cuenta.
Al final de una de estas visitas, Edda y Galeazzo se quedaron a cenar con nosotros, lo que hizo entrar
en sospechas a los alemanes quienes a partir de aquel día no dejaron de espiarle y seguirle a todas horas.
Después Edda marchó a Italia con la esperanza de poder atenuar la hostilidad contra su marido, antes de que
él se repatriase, y Gano, en el ínterin, se hizo operar de un oído. Por ello, y por decisión del general Wolf, sus
tres hijos vinieron a vivir con nosotros al castillo de Hinchberg, a unos ochenta kilómetros de Munich, adonde
habíamos sido invitados a trasladarnos, para sustraernos a las incursiones de la aviación enemiga.
En el comedor de aquel castillo había una chimenea grande y colgadas por doquier profusión de
cornamentas de ciervo. Había cocineros y camareros y un mayordomo muy petulante que me fastidiaba en
gran manera con su desagradable presencia. Consistía el menú en pato con mermelada, ocas con guarnición
de manzanas y unas extrañas bolas de miga de pan que flotaban melancólicamente en la salsa. Exasperada,
un buen día (no tenía otra cosa que hacer) me presenté en la cocina, me ceñí a la cintura el delantal y me
puse a hablar en el dialecto de la Romana, a voces, a aquellos alemanes cuyos semblantes denotaban
sorpresa. A todos sin excepción les llamaba «Pippo», incapaz de pronunciar sus verdaderos nombres y
pronto me di cuenta, no sin estupor, que me obedecían a las mil maravillas. Por este procedimiento,
reaparecieron en nuestra mesa el conejo, las costillas, los bistés y, como es de suponer, los tallarines
preferentemente. Más tarde, el mismo dialecto me fué de gran utilidad con los ingleses y americanos en el
campo de concentración, en cuyo lugar llamábales a todos «Pirín» y, sin saber cómo, conseguía que todos
me entendiesen.
En aquel rincón semioculto de Baviera fueron puestos los primeros cimientos de la República Social
Italiana. Benito permanecía en vela toda la noche para trabajar (él que durante muchos años se había
acostado a las diez) y a menudo me exponía sus proyectos para el futuro. Me explicaba que daría al nuevo

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

gobierno un matiz de carácter social y republicano y yo, socialista y republicana, me sentía feliz y aprobaba
con entusiasmo.
Fué un paréntesis bastante tranquilo el que pasamos en el «castillo de los ciervos».
Mis muchachos organizaban excursiones por los contornos, pescaban truchas en el pequeño lago, y
visitaban Munich y sus museos. Mis nietecitos, con su alegría, me ayudaban a olvidar mis preocupaciones,
especialmente Marzio, que sólo tenía siete años y cometía diabluras de todas clases. Hacia finales de
septiembre, Benito decidió regresar a Italia, donde me reuniría con él, según me dijo, al poco tiempo, con
Romano y Ana María. Como de costumbre, no tenía dinero pero logré facilitárselo añadiendo al poco de que
yo disponía, a mi llegada a Alemania, otro poco que pedí prestado a unos amigos.
Partió con quince mil liras y una camisa negra que le había sido ofrecida por Anfuso, y fué a
establecerse en Rocca.
Me telefoneaba todas las noches y aunque se esforzaba en tranquilizarme percibía que, como había
previsto, estaba muy afectado por las condiciones en que había encontrado a Italia.
—Tenías razón —me dijo en una ocasión—, nada ha quedado en pie.
Los acontecimientos eran tan graves que a menudo me preguntaba a mí misma cómo podría resistir tal
tensión y deseaba correr a su lado, con la esperanza de que mi presencia pudiese reanimarle.
Entre tanto, de Rocca, Benito se había trasladado a Gar-gnano, a orillas del Garda, donde su nuevo
gobierno instalaría el cuartel general. Sabía que los lagos placían poco a mi marido porque, decía, «son un
intermedio entre el río y el mar», y no lograba imaginarme cómo sería la villa Feltrinelli de la que me hablaba y
adonde iría a residir con él. Me dijo que las primeras noches no había logrado conciliar el sueño porque le
producía ahogo el enorme dosel que cubría su lecho, rodeado además por tupidas cortinas de seda.
—¿Por qué no lo mandas quitar? —le sugerí.
—No es posible, Raquel. Está sostenido por cuatro gruesas columnas.
Comprendí que mi regreso a Italia era ya indispensable y me sentí dichosa cuando a los pocos días
me telefoneó Benito diciéndome que ya podía partir.
Salí de Alemania la mañana del 2 de noviembre. Hitler (a quien nunca vi pero que me hacía sentir
continuamente su presencia con flores, regalos y órdenes precisas para cada uno de mis traslados), puso a
mi disposición su automóvil personal y en todas las etapas del viaje, dondequiera que me detenía a comer o a
tomar una taza de té, me daba cuenta, por las atenciones que se me dispensaban, que sus órdenes me
habían precedido. Cuando finalmente, el 3 de noviembre, el coche llegó a las puertas de Rocca, los soldados
y oficiales germanos que allí prestaban servicio se pusieron firmes, emocionadí-simos. Al ver el «Mercedes»
negro del Führer, habían creído que Hitler en persona llegaba de improviso.
Encontré a mi marido muy mejorado de aspecto.
Con su habitual dinamismo, había conseguido reorganizar los más importantes servicios de utilidad
pública : los abastecimientos, la policía, las oficinas administrativas. Al principio tuvo que superar gran cúmulo
de dificultades, pero ahora ya eran patentes los primeros indicios de recuperación. Unidades del ejército
italiano combatían ya al lado de los alemanes y estaban en formación los cuadros de las nuevas divisiones,
bajo la dirección del mariscal Graziani.
Además, en Rocca, Benito realizaba una increíble cantidad de trabajo y no tardé en darme cuenta de
que aquel esfuerzo no le producía excesivo cansancio. Desde hacía varias semanas, durante mi ausencia,
practicaba un nuevo régimen muy eficaz. A su llegada a Alemania le había visitado el médico personal de
Hitler, el cual, después de visitarle, le había puesto en manos de uno de sus ayudantes, el profesor
Zachariae, asistido por un doctor italiano, el profesor Baldini.
Fué Zachariae quien descubrió que la leche le sentaba muy mal a mi marido. Siempre la había tomado
en grandes cantidades y a ninguno de los muchos médicos que le habían asistido se le había ocurrido
prohibírsela. Sustituyéndola por té, sus ataques de estómago fueron espaciándose progresivamente hasta
casi desaparecer, y tanto fué así que muy pronto pudo dedicarse de nuevo a sus deportes favoritos y en
especial al tenis y a la natación.
Benito había mejorado ostensiblemente en su físico desde su retorno a Italia. Pero estaba
obsesionado, por desgracia, por e! terrible drama que una vez más se cernía sobre nuestra familia, que tantos
sinsabores había conocido. El 19 de octubre, apenas descendido del avión que le había llevado de Alemania
a Italia, Galeazzo era detenido y trasladado a Verona, a la prisión de los Scalzi, en espera del inminente
proceso.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Me llegó aquella triste noticia mientras me hallaba aún en el castillo de Hirschberg con Ana, Romano y
los tres hijos de mi Edda, y no me quedé muy sorprendida. Hacía ya muchos días que había podido darme
cuenta de que la situación de Ciano era muy comprometida y que nadie, ahora, ni siquiera mi marido, podría
ayudarle. La mayor parte de los fascistas, en efecto, exigían el castigo de todos los responsables del 25 de
julio y Galeazzo debía sufrir la misma suerte de los demás; no podía hacerse excepción para él, sólo por el
hecho de haberse casado con la hija de Mussolini.
Es muy penoso para mí hablar de este tema. Sufría por Benito, al presenciar su tortura ante un dilema
insoluble y sufría por mi Edda, por el tremendo destino que se veía obligada a afrontar por sí sola, sin el
consuelo de nadie, ni siquiera de su madre. No sabría decir qué dolor fué más íntimo; si el de Edda o el de su
padre. Benito debía dar orden de incoar el proceso, someter sus propios sentimientos a las despiadadas
exigencias de la política, pero jamás supuso —de ello estoy segura— que aquel proceso pudiera abocar a
una tragedia. Y cuando se dio cuenta de que luchaba contra lo imposible, se puso intratable, encerrándose en
un obstinado mutismo.
Mis hijos y yo sólo le habíamos visto tan abatido, indiferente a todo, al ocurrir la muerte de Bruno. Si
alguien en presencia suya aludía inconscientemente a lo sucedido en Verona, le hacía callar de repente,
mirándole con fijeza con gesto de rebeldía. Una vez me dijo (y no hallé palabras de consuelo) i
—Raquel; aquella mañana comencé a morir.
También el lago estaba triste aquella mañana. Durante la noche no habíamos podido pegar ojo y
varias veces me había acercado a la puerta de la habitación contigua, donde Benito dormía, sin tener valor
para entrar. La luz se filtraba por las rendijas y le oía medir con sus pasos la habitación, sin descanso. Aún se
asía a una esperanza; pero hacia las nueve, dos oficiales, el uno italiano y alemán el otro, solicitaron ser
recibidos con urgencia; eran portadores de la terrible nueva de que la sentencia de muerte contra Galeazzo y
los demás condenados había sido cumplida. Benito permaneció encerrado toda la mañana en su despacho. A
mediodía vino Vittorio y juntos permanecieron más de una hora hablando en voz baja. Ni siquiera había
tomado una taza de té y hube de insistir mucho para convencerle de que se sentase a la mesa. Apenas probó
bocado y se levantó casi de improviso sin haber pronunciado una palabra. Por la tarde se dirigió como
siempre a su despacho, a Villa Orsolina; pero sólo recibió a su secretario. Supe por éste que los alemanes,
desde hacía varios días, vigilaban sus movimientos. Acaso estaban temerosos de un golpe teatral;
sospechaban que en lugar de Ciano hubiese sido fusilada otra persona. Más tarde, el juez Vecchieti, del
tribunal especial de Verona, le entregó todas las actas del proceso, entre ellas un voluminoso fascículo
referente a Galeazzo. (En abril de 1945 mi marido me entregó aquel «dossier» para que lo pusiese a buen
recaudo con otros documentos. Lo había sellado y nunca pude conocer su contenido porque,
desgraciadamente, todo se dispersó cuando, en Como, fui detenida por los partisanos.)
La noche de aquel dramático 11 de enero, mis hijos y yo cenamos solos, en silencio; Romano hizo
funcionar la radio para escuchar las últimas noticias pero se lo impedí, para no perturbar a Benito que había
vuelto de Villa Orsolina y se había encerrado en su habitación, sin querer ver a nadie. Acababa de enterarse
de que Edda había desaparecido de Ramiola, pueblecito donde había pasado las últimas semanas de espera.
Le había enviado una carta áspera y violenta que había trastornado profundamente a Benito y yo temía que
mi Edda no pudiera resistir la desesperación y que nuestra familia fuese herida por una nueva y espantosa
tragedia.
Fueron días de pesadilla y aún ahora sufro al recordarlos. Pensaba en mis nietecitos, en el inmenso
dolor de la madre de Galeazzo. Pero Carolina fué muy buena para con nosotros. Escribió a mi marido una
carta generosa y humana que le conmovió hasta hacerle verter lágrimas y continuó dándole pruebas de
cariño. Venía a verle con frecuencia y le infundía ánimos diciéndole que no culpaba a nadie de lo sucedido,
sólo achacábalo a una trágica fatalidad. También a mí me demostró siempre Carolina un gran afecto y no
puedo explicarme cómo ha podido publicar sus «Memorias» que tan abiertamente contrastan con la
cordialidad y el amistoso afecto que siempre me demostró en estos últimos años.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

CAPÍTULO XIII

Inmediatamente después de su retorno de Alemania, mi marido fué rogado insistentemente por quienes
le habían guardado fidelidad, que ocupase de nuevo la dirección de «II Popolo d'ltalia», cuya publicación
había cesado a partir del 25 de julio. El edificio donde el periódico tenía su sede, en la plaza Cavour, en Milán,
había sufrido desperfectos a causa de un bombardeo, pero las instalaciones tipográficas estaban intactas y
los redactores, los enviados, los corresponsales, estaban prontos a volver a ocupar sus puestos. También yo
hice cuanto pude para persuadir a Benito. Confiaba en que su gran pasión pon el periodismo podría servirle
de distracción, en un momento de tan graves responsabilidades y le ayudaría a recobrar su pasado
entusiasmo, como en los tiempos felices, cuando bastaba un artículo flojo de! « Popolo» o algunas erratas de
imprenta, para provocar su ira. En tales casos hacía trozos el periódico y después, en cuanto se calmaba su
nerviosismo, ordenaba a Irma que fuese a por otro ejemplar al quiosco de Vía Nomentana. Jamás había
querido suscribirse.
—¿Para qué quieres gastarte dos veces el dinero? —me lamentaba yo.
—No te preocupes, Raquel. No es dinero malgastado; es dinero que va a engrosar la caja del «
Popolo».
Pero cada vez que insistía sobre el tema, Benito movía la cabeza.
—No pensemos más en ello, Raquel —repetía—; el « Popolo» cumplió del mejor modo su misión, ya
no tiene razón de existir.
Pasado algún tiempo, mi marido vendió su periódico y aceptó la colaboración en el «Corriere della
Sera» con los corresponsales republicanos; sus artículos quedaron recopilados en el volumen «Historia de un
año». Aquellos artículos que escribía a pluma o a lápiz y hacía copiar a máquina por mi sobrina Romana
(tanto los originales como las copias mecanografiadas quedaron dispersos) le fueron espléndidamente
retribuidos y fueron preciosos para mí, en los primeros días de la república social, pues nuestro presupuesto
familiar carecía de otros ingresos. En fin, un día, a su regreso de Villa Orso-lina, Benito me dijo, cohibido:
—El ministro de Hacienda quiere asignarme un sueldo y desea que yo mismo fije la cifra. No sé qué
hacer, Raquel. ¿Qué te parece que puedo pedir? ¿Nueve mil liras? ¿Es demasiado?
¡Nueve mil liras! Éramos una veintena en Gargnano. Además de nosotros y mis hijos, Gina con Marina
y su institutriz, Vittorio con su esposa y sus hijos (después se aposentaron en una casita próxima a Gardone,
pero siempre nos acompañaban a comer y cenar), Romana, el personal de servicio y, de vez en vez, algún
invitado. Intenté hacer comprender a mi marido lo difícil que sería dar de comer a todas aquellas personas
con la cifra que me proponía y logré convencerle a que aceptase por lo menos una suma igual a la que
cobraban sus ministros: quince mil liras, que muy pronto fueron eleva-vadas a dieciocho mil. Con esta paga
me vi obligada también a una severa administración y mis nueras protestaban a menudo por estar habituadas
a otro tren de vida. Benito tomaba entonces mi defensa.
—Raquel tiene razón. Ve más allá y hay que escucharla.
Una vez añadió una frase que siempre he recordado con emoción :
—Será Raquel quien, después de mi muerte, habrá de continuar manteniendo en alto el nombre de
los Mussolini.
La vida de nuestra familia en Villa Feltrinelli no se diferenciaba gran cosa de la que habíamos llevado
en Villa Torlonia o en Rocca, pero nos sentíamos más unidos, como suele su ceder cuando se está
amenazado por un grave peligro. Benito buscaba constantemente la compañía de sus hijos. Romano tenía
diecisiete años y su padre gustaba de dar largos paseos con él por el jardín, discutiendo de política y
haciéndole preguntas sobre lo que decían los soldados alemanes e italianos con quienes mi hijo tenía ocasión
de alternar, ya que con ellos jugaba al fútbol en un pequeño campo en las inmediaciones de Bogliaco Mi Ana
era, quizás, la única persona que osaba entrar inopinadamente en el despacho de mi marido sin llamar a la
puerta, para conseguir de él, con unas cuantas carantoñas, alguna cajetilla de cigarrillos.
Habíamos conservado nuestros antiguos hábitos. Por las noches jugábamos a la brisca o al tresillo con
los padres de Gina, los señores Ruberti, o presenciábamos la proyección de alguna película, documentales
especialmente, de los que Benito no perdía detalle, permaneciendo en pie con la espalda apoyada en el
radiador (era muy friolero), o semiarrodillado con los codos apoyados en los cojines de un butacón, en
postura increíblemente incómoda y penosa que tenía el poder, según él, de calmarle el dolor de estómago.
Después se retiraba a su despacho o a su habitación y se le pasaban las horas absorto en la lectura de

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

gruesos tomos de filosofía que yo no lograba entender, pero que le distraían proporcionándole consuelo a la
par.
Hacía ya algún tiempo que precisaba de los lentes para leer. Poseía dos pares de ellos cuyos cristales
pulía cuidadosamente, pero de lejos veía muy bien, y en general, aunque su peso había disminuido (sus
mejillas estaban hundidas) gozaba de buena salud. Por la mañana, al verle jugar al tenis con Vittorio o
Romano (se veían obligados a levantarse, como su padre, a las seis y media en punto), tan ágil como sus
hijos, me hacía la ilusión de que no había transcurrido el tiempo y que la nuestra era una de las tantas
familias de «dispersos» que aguardaban pacientemente el fina! de la guerra en las tranquilas orillas de un
lago. En realidad, y de ello estaba cierta, Benito había ya renunciado a una vejez tranquila. Ya no tenía ansia
de vivir, era como un enfermo que aún goza de posibilidades de salvarse, pero renuncia a ellas,
abandonándose a la corriente de su destino.

Practicaba los deportes y se cuidaba de su persona, por aquel amor a la higiene y al orden que
formaba parte de su modo de ser, pero jamás aludía al futuro ni expresaba proyectos o esperanzas, y
nosotros, para evitarle preocupaciones, no nos atrevíamos a preguntarle nada. Ya he tenido ocasión de decir
que, a pesar de mis insistencias, jamás consintió en bajar con nosotros al refugio. Era un aposento como los
otros, pero yo había procurado hacerlo confortable, disponiendo mueblecitos y cojines, y al sonar la primera
alarma corría a ponerme el abrigo, llevando conmigo las llaves de casa y una interminable labor de ganchillo,
precedida de «Garda», nuestro perro dogo blanco, que temblaba y ladraba lastimeramente. Me hubiese
gustado que Benito nos acompañase, especialmente de noche, cuando el silencio prestaba resonancia al
zumbido de los aviones y el peligro parecía inminente. Pero él seguía durmiendo : no por petulancia, de ello
me di cuanta en seguida, sino por indiferencia hacia cuanto pudiese tenerle reservado el destino. Y, sin
embargo, nadie mejor que él podía saber que los anglo-americanos conocían perfectamente nuestra morada,
el exacto emplazamiento de su dormitorio, de su despacho y de la galería soleada donde todos los días,
apenas terminada la comida, leía los informes sobre las operaciones de guerra. A menudo se asombraba de
que la aviación enemiga no hubiese bombardeado aún Villa Feltrinelli o Villa Orsoline («Podrían quitarme de
en medio con extrema facilidad» —decía—) y cuando la alarma le sorprendía en uno de sus habituales
paseos por el parque, observaba las evoluciones de los aparatos de caza, con un enorme binóculo que le
había regalado un almirante, en 1938, cuando en Nápoles había asistido con Hitler a las maniobras navales.
Si hubiera que hablar de los seiscientos días de la República Social y de todos los acontecimientos a
que tuve ocasión de asistir, durante este último acto de nuestra gran tragedia, no bastaría para ello un
volumen. Sólo puedo decir que preferiría morir antes de vivir nuevamente semejante y terrible experiencia,
porque ningún horror puede superar al de la guerra civil. Benito sufría, ante el cruel espectáculo de su pueblo
dividido, de los italianos que combatían contra otros italianos y también ante las represalias de los alemanes,
que contribuían a exasperar los ánimos. Una noche —el 20 de agosto de 1944— Romano y yo entramos de
improviso en su habitación (no quería quedarse solo cuando estaba enfermo), pues guardaba cama afectado
de ligera bronquitis. Creíamos que leía o descansaba. Pero lo hallamos de pie, junto al teléfono, esforzándose
en alzar la voz alterada por el resfriado, riñendo ásperamente a alguien que estaba al otro extremo del hilo.
Se había enterado por Mezzasoma, el ministro de la Cultura Popular, que los alemanes, para vengar la
muerte de algunos de sus soldados, habían hecho fusilar, sin previo aviso, a quince rehenes en la explanada
de Loreto, en Milán; y entre dos accesos de tos daba rienda suelta a su indignación.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Ilustración 33. Raquel en el comedor de villa Carpena. Esta silla, que perteneció a Mussolini, fué destrozada por el vandalismo de la
plebe.

Ilustración 34. El hotel del Gran Sasso, donde estuvo preso Mussolini.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Más tarde, Romano me dijo que Benito se había expresado en términos muy violentos contra el
comandante alemán sobre e! que recaía la responsabilidad de la matanza de la explanada de Loreto.
—Creo —añadió mi hijo con manifiesta preocupación— que un día u otro harán su aparición los
alemanes y nos detendrán a todos.
También Vittorio veíase asaltado, en ocasiones, de los mismos temores; y, aún ahora, pensamos que
únicamente el afecto que Hitler demostró en toda ocasión por Mussolini, había salvado a mi marido de la
venganza de los altos oficiales germanos.
No era la primera vez que Benito se enfrentaba con nuestros aliados por la despiadada intransigencia
con que aplicaban las leyes de guerra. Ya en el mes de marzo había protestado con indignación por el atroz
episodio de Vía Rasella.
—Es terrible lo que ha sucedido —me había dicho en aquellos días—, los alemanes creen que pueden
dar a los italianos el trato que dieron a los polacos, sin comprender que de este modo sólo conseguirán
crearse nuevos enemigos.
Sin embargo, en muchísimos casos logró evitar o mitigar los procedimientos inflexibles de los
alemanes. En aquel período escribió directamente a Hitler, en frecuentes ocasiones, para lamentarse a él y
solicitar su personal intervención. En cierto momento, Hitler dejó de recibir las cartas de mi marido, hasta el
punto de que Vittorio tuvo que presentarse más de una vez en el cuartel general germano para entregar
personalmente aquellas cartas en propia mano.
Me resulta difícil, ahora, recordar y aislar los recuerdos de los dos años terribles, los más angustiosos
de mi existencia, que van del 25 de julio de 1943 al 25 de abril de 1945. Se entrecruzan en mi memoria y son
tristísimos, sin excepción; cadena sin fin de dolores y desilusiones que sólo podía conducir a la tragedia final.
Mi patria estaba invadida, Roma había caído (y sus habitantes habían acogido triunfalmente a los
americanos), nuestro más querido refugio, Rocca, había sido ocupado por las tropas polacas, y Claretta
Petacci, después de su liberación, se había trasladado a otra villa, cerca de mi marido, a orillas del Garda. No
vacilo en confesar que ninguna mujer me hizo sufrir tanto como Claretta Petacci Pero pecaban de exageradas
cuantas cosas se decían en aquel tiempo acerca de las relaciones entre ella y mi esposo. Benito fué siempre
no solo el mejor de los padres sino un marido atento y afectuoso que, hasta el final, me rodeó de cuidados.
Puedo jurar que jamás pasó una noche fuera de casa y nunca se tomó la libertad de presentar a Claretta a
nadie de nuestra familia. (Pocos son los italianos que pasan con su familia todas las noches. Sé, también, que
aun ahora personas consideradas libres de toda sospecha, dejan mucho que desear en su comportamiento
para con sus esposas).
Tampoco en Gargnano salía después de cenar. Claretta Petaca habitaba en una casita a pocos
kilómetros de la nuestra, a orillas del lago de Garda; los vecinos la llamaban la «villa de los muertos» porque
jamás vislumbrábase alma viviente. En aquel período me enteré de que gentes sin escrúpulos, interesadas en
pescar en aguas turbias y en fomentar el escándalo, pretendían utilizarla como peón en el terrible juego cuyo
objeto era la ruina de mi marido. Pensaba que ella en su inexperiencia de las intrigas políticas —era muy
¡oven todavía— no se hubiese dado cuenta. Un día tomé la decisión de hablarla. Quería advertirle, además,
que su vida corría peligro. Antes de afrontar aquel encuentro tan penoso en la «Villa de los muertos»
telefoneé a Benito para advertirle que iría «allá abajo».
—Haz lo que te plazca —me contestó.
Me hice acompañar de mi chofer y de dos amigos paisanos míos que me siguieron en otro coche.
Deseaba que también Buffarini, que estaba al corriente de todo, estuviese presente en la entrevista. Fui
a su despacho, en Maderno, y rogué a su secretaria que le llamase inmediatamente. Estaba descansando (su
habitación estaba en el piso de arriba) pero bajó al instante, preocupado, en mangas de camisa. Mientras le
aguardaba, eché un vistazo a un fajo de cartas, sobre la mesa del despacho, y me parecieron interesantes.
Vino a mi encuentro con gesto de asombro.
—¿Usted por aquí, doña Raquel?
—Termine de vestirse y sígame.
—¿A dónde vamos?
—Ya lo sabrá en el momento oportuno.
Me siguió dócilmente, como un perrito, y le obligué a subir a mi coche; éste era pequeño y éi, con su
pesada mole, estaba incómodo y encogido.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Llovía a cántaros cuando descendimos del coche delante de la «Villa de los muertos». Buffarini
pretendía que mis amigos se alejasen, pero no le obedecieron, limitándose a separarse un poco. Llamé dos
veces al timbre sin obtener respuesta. Al cabo de unos instantes, se asomó a la puerta un oficial alemán y
mientras hablaba con Buffarini, trataba de hacerme comprender por señas que no se podía entrar y que era
baldía toda insistencia. Transcurrió más de una hora. Mis amigos se acercaron a Buffarini y recurrieron a las
amenazas. Era el sistema más eficaz con él. Pálido, sudando copiosamente, comenzó a temblar haciendo
señas en dirección a una ventana para que alguien bajase a abrir. El oficial germano abrió el portón.
—¿Lleva armas? —me preguntó al verme demudada.
—No acostumbro a ir de visita llevando armas —dije, para tranquilizarle.
Y sin más palabras se puso a mi lado.
Una dama anciana (no sabría decir quién era) me hizo entrar en una estancia reducida que tampoco
puedo describir, pues mi excitación no me permitía fijarme en nada. Buffarini, el alemán y otro oficial
permanecían en pie, silenciosos. Por fin, al cabo de un cuarto de hora, una «sombra» descendió la escalera.
Oprimía entre sus dedos un pañuelo de seda y me pareció indefensa, como una delicada planta de nuestras
campiñas.
Aún ahora, al rememorar mi encuentro con Claretta Petacci, recuerdo especialmente el detalle de su
pañuelo y su extrema fragilidad, por la que me dejé desarmar en un primer momento. Me sería imposible
describir sus facciones, sus ojos, el color de sus cabellos; y cuando los periódicos publican su fotografía,
contemplo largamento aquella imagen preguntándome si verdaderamente llegué a conocerla.
Acaso evité el mirarla durante el violento coloquio. Estaba yo demasiado excitada, angustiosamente
desesperada en busca de las palabras más apropiadas para convencerla de que se apartase para siempre de
la vida de mi marido.
—¿Señora o señorita? —le pregunté apenas entuve frente a ella, rompiendo el penoso silencio.
—Señora —respondió en voz baja y ronca, en acusado contraste con la fragilidad de su figura.
—Señora —proseguí— Haré esfuerzos para conservar mi calma. No he venido aquí para insultarla,
impulsada por los celos, ni en son de amenaza. Nuestra patria vive horas dramáticas y nuestros sentimientos
personales cuentan bien poco en estos momentos. He venido a pedirle que haga un sacrificio. Mi marido
necesita de paz y tranquilidad para dedicarse al trabajo y, sobre todo, es preciso evitar el escándalo creado
por su presencia aquí, a orillas de este lago, a pocos kilómetros de mi hogar. Cuando bien se quiere a
alguien, se aceptan todos los sacrificios por el ser amado. Yo, que soy su esposa, estaría dispuesta —por
salvar a Benito— a marcharme de aquí, o a encerrarme en un castillo, en la ciudad o en el monte. Si le quiere
de veras, debe renunciar a verle.
Claretta Petacci me escuchaba en silencio, hecha un ovillo en un butacón. No pronunció palabra al
terminar yo de hablar, y proseguí tras una pausa de unos segundos s
—Benito ha sido siempre un excelente padre que ha adorado a sus hijos. Ya sabe usted que tiene
cinco: mejor dicho, cuatro desde que murió Bruno. Por ellos y por mis nietecitos le pido también que
abandone el lago de Garda y no turbe más la tranquilidad de nuestra familia.
Habría deseado que se rebelase, que intentara defenderse de cualquier modo. Pero sollozaba
ahogadamente, con la cabeza apoyada en el respaldo del butacón, como si le faltasen las fuerzas para
escucharme. Entonces desesperada le dije que no podía sufrir a las mujeres que solucionan los problemas
con lágrimas y desmayos y le eché en cara muchas veces: haber hecho fotografiar y poner a buen recaudo
en Suiza y en Alemania algunas cartas muy íntimas y comprometedoras que mi marido le había escrito
durante sus largas relaciones (Benito había ordenado a Bigazzi, ¡efe de policía, el secuestro de aquellas
copias); haber permitido el tendido de un cable telefónico entre nuestra villa y su residencia y, en fin,
mantener contacto con gentes sospechosas.
No tuve ocasión de escuchar su voz, y para convencerme de que no tenía una sombra ante mis ojos y
de que no hablaba conmigo misma, la cogí por los brazos, sacudiéndola, hasta que me dijo:
—El Duce me quiere mucho, señora. Jamás me permití pronunciar una sola palabra contra usted.
La instintiva lástima que por ella sentía pudo más que mi cólera. No podía olvidar sus sufrimientos
después del 25 de julio ni que, para defender a Benito, había remitido desde la cárcel de Novara donde había
sido encerrada, violentas cartas a Badoglio, nuestro común enemigo. Por ello le supliqué:
—Si las cosas son como dice, ¿por qué no intentamos, las dos, hacer algo por mi marido, por qué no le
ayudamos en este trance tan grave de su vida?,

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Se alzó lentamente y desapareció por la escalera. Volvió llevando en sus manos un rollo de cuartillas
que me tendió diciéndome:
—Son treinta y dos cartas que me escribió su marido.
Me bastó una ojeada. No eran cartas; eran copias mecanografiadas. Exclamé:
—Nada quiero llevarme; no era éste el objeto de mi visita.
Comprendía que había sido una ¡lusa por haber confiado en su comprensión y olvidé lo que le dije a
partir de aquel momento. Ciertamente, olvidando mis prudentes propósitos, me comporté como se comporta
toda mujer celosa al decidirse a luchar abiertamente contra su temida rival. Claretta se desmayó repetidas
veces y Buffarini tuvo que acudir a socorrerla con una botella de coñac. Pero entre uno y otro
desvanecimiento halló modo de decirme que mi marido no podía vivir sin ella.
—¡ No es cierto! —le interrumpí, herida en mi amor propio—. Mi marido sabe que estoy aquí. Puede
preguntárselo si no me cree.
Yo misma la empujé hacía el teléfono mientras Buffarini, temblando, acudía de nuevo en su auxilio.
Benito le confirmó que yo no había mentido.
La entrevista se prolongó, inútil y angustiosa. En vano le grité que todos la odiaban.- los fascistas y los
partisanos; en vano le advertí que peligraba su vida (algunos incondicionales de la «X Mas», para salvar al
Duce del escándalo, habían jurado darle muerte). Se lo dije todo: que las conversaciones sostenidas por
teléfono entre ella y Mussolini habían sido intervenidas y su texto remitido, con cinco copias, al mando
alemán. Que los servicios de información inglés y americano se habían fijado en ella para vigilar a Mussolini,
y que debía desconfiar de todos, incluso de un camarero que servía en una fonda de Torri, un pueblo
cercano. Se llamaba Edward Como, y nadie habría podido decir, por su aspecto inocuo y banal, que era espía
americano.
En lugar de responderme, Claretta Petacci continuaba desvanecida en su butacón, hecha un mar de
lágrimas. Ya no pude dominar mi tensión nerviosa y me levanté al fin. Me ardía la cabeza y el corazón me
latía con violencia.
—Acabará mal, señora —le dije antes de marcharme, con desaliento infinito.
Precisamente en aquellos días había recibido un anónimo con un verso cuyo mordaz estribillo decía :
«Los llevaremos a todos a la explanada Loreto». Seguramente me la remitiría algún partisano, y me había
impresionado violentamente. «Los llevaremos a todos a la explanada Loreto». En aquel instante sólo
acudieron a mi mente aquellas palabras y, casi mecánicamente, las repetí a Claretta.
Cuando salí, estaba oscuro y llovía. Niño Martini, uno de mis amigos, y paisano, que me había
acompañado, aún estaba allí, esperándome, y supe por él que habían transcurrido más de tres horas desde
que había entrado en aquella villa. Buffarini se sentó a mi lado en el coche y no le dirigí la palabra en nuestro
camino de retorno a Gargnano. Había intentado hacerme creer que él no conocía a Claretta, y que nunca
había tenido ocasión de verla. Yo no le había concedido crédito pero aquella tarde comprendí, por el modo de
comportarse, que hacía años, quizás desde los primeros tiempos, que frecuentaba asiduamente la morada de
la Petacci. Le dejamos ante la puerta de su vivienda y apenas quedé libre de su irritante presencia, me
abandoné a un llanto convulso.
Para que recobrase la calma, antes de que de nuevo viese a Benito, Niño Martini me acompañó a casa
de un ¡oven oficial alemán, de la guardia del Duce, que me demostraba gran afecto, y quien me habló con
dulzura tal, que, poco a poco, cesé en mi llanto y acepté una taza de café. Cuando estuve en condiciones de
hablar, rogué al capitán que fuese a ver a mi marido para tranquilizarle, para decirle que ningún daño hice a
Claretta. Después, fui a reunirme con mis hijos. Benito estaba aún en su despacho, en «Villa Orsolina», y yo
me encerré en mi habitación para quedarme a solas con mi inmensa desesperación.
Conservo un recuerdo confuso de aquellas horas. Recuerdo que sentía un profundo malestar y percibía
en torno a mi lecho voces angustiadas que no lograba identificar. Supe más tarde que Benito había
telefoneado innumerables veces preguntando por mí. No se atrevía a venir a verme y me mandó una nota con
breves palabras que me conmovieron, pues me preguntaba humildemente si yo querría verlo. Estuvo a mi
lado toda la noche hablando largamente con ternura y acariciándome una mano, solicitando mi perdón.
Escuchándole, me tranquilizaba; allí estaba, ¡unto a mí, y comprendía que no lo había perdido. Se lo conté
todo. Le hablé de mis congojas, de mis temores y de cuanto había sufrido pocas horas antes, durante mi
entrevista con Claretta Petacci. Incluso le conté lo que me había sido referido en aquellos días: que AAarcello
Petacci había adquirido, en la orilla opuesta del lago Garda, una lancha motora que habría de servir para un
novelesco rapto del Duce.
—No tengo fuerzas para resistir esto —terminé extenuada.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Comprendió Benito que yo tenía razón y que era preciso poner fin a las intrigas. Decidió, en efecto,
sustituir a Buffarini, entonces ministro del Interior (y el propio Buffarini acudió a mí, desesperado, a lamentarse
de ello). Pero era ya demasiado tarde, demasiado tarde para todo.
Las intrigas y las insidias se multiplicaban en torno a nosotros y cada día crecía la larga relación de los
muertos. Murió el padre de Romana; cayeron después Sesto, el hermano de ella, y un primo de Benito, el
comandante de aviación Tullio Mussolini, herido durante un ametrallamiento. Fué asesinado el conde Ricci-
Grisolini, que se había casado con la hija de Eduvigis, y más tarde fueron también muertos Pino, el hijo de
Eduvigis, y uno de los sobrinos de Arnaldo, Bondanini, un muchacho de diecisiete años que se había
enrolado como voluntario en la división «Tagliamento».
Acogíamos estas noticias con la respiración de quien sabe que un día u otro tendrá idéntico fin.
Únicamente mis hijos —¡eran tan jóvenes!— podían mantener alguna ilusión. El 20 de julio mi marido se
había entrevistado con Hitler en el cuartel general alemán (en aquella ocasión escapó por puro azar al
atentado organizado contra el Führer por un grupo de generales) y a su regreso había aludido, una noche, a
las «fábricas de la muerte», donde se fabricaban las famosas «V-l» y «V-2», de las que se hablaba hacía
años. Nos dijo que había visitado aquellas fábricas y que había asistido a varios experimentos que habían
desvanecido todas sus dudas acerca la existencia y poder de las terribles armas. A partir de entonces, mis
hijos hablaban continuamente de la «V-l» y de la «V-2», y no conseguía hacerles callar, pero me estremecía
al pensar en aquellos tremendos artefactos, y percibía con certidumbre la inminencia de la catástrofe, que
nada en el mundo podría evitar.
El 19 de diciembre de 1944 mi marido vivió en Milán su última ¡ornada feliz. En aquel dramático período
de su existencia sólo una cosa tenía poder para proporcionarle algunos instantes de alegría, de reconciliarlo
con la vida : la constatación de que en Italia aún existían personas que tenían fe en él.
En la víspera de su viaje a Milán, supo Benito que en aquella ciudad había sido descubierto un complot
maquinado contra su persona, pero no quiso renunciar a tomar contacto con el pueblo, y cuando regresó a
Gargnano, su rostro estaba transfigurado.
—Ha sido un triunfo —me contó emocionado. Hacía tiempo que no había oído su voz con tono tan
eufórico—. Jamás me habían acogido con tan cálido entusiasmo.
Quizá hubiera dudado en darle crédito si yo misma no hubiese escuchado por la radio las ovaciones
que habían acogido su discurso en el Teatro Lírico.
También yo, aquel día, y a pesar de mi pesimismo, abrí mi espíritu a la esperanza. Pero los
acontecimientos se precipitaban. Antes de aquel anochecer, Benito se libró de un nuevo peligro mientras se
dirigía a Mantua al objeto de revistar una sección de soldados en adiestramiento. Más allá de Desenzano un
caza-bombardero había ametrallado desde poca altura el pequeño cortejo de automóviles (tres coches en
total) que acompañaba a Benito. Los otros dos vehículos (en uno de los cuales viajaba el general Wolf)
habían sido alcanzados, resultando muerto un oficial y herido un soldado. Mi marido resultó ¡leso una vez
más, pero aludió al incidente con pocas palabras: —No tiene importancia —repetía, y baldíos fueron mis
esfuerzos para que me relatase los pormenores.
Pocos días antes de su muerte, el 5 de abril de 1945, Benito tuvo un gran consuelo; logró establecer
contacto con Edda, que convalecía en una clínica suiza, gracias a la intervención de un religioso, el padre
Panano, que iba y venía a través de la frontera. Recobró la serenidad como si se hubiese librado de una
pesadilla, y únicamente a partir de aquel momento consintió en hablar de lo que el futuro tendría reservado a
él y a su familia. A menudo, durante la comida, Vittorio planteaba el tema e insistía para que su padre
pensase en ponerse a salvo. Tenía muchos proyectos ¡ un submarino de gran radio de acción que desde
Venecia llevaría a Benito a Australia o a Argentina: o bien, decía, sería conveniente aceptar el ofrecimiento de
Gatti, el joven secretario de mi marido. Gatti, que había contraído matrimonio con una española, había
propuesto tener preparado un hidroavión en cualquier punto del lago y hacer que el Duce se refugiase en
España, en el momento oportuno. Pero Benito escuchaba con una sonrisa indiferente aquellos novelescos
proyectos, negándose a tomarlos en serio; y cuando intuyó que Vittorio había decidido salvarlo incluso contra
su voluntad, recurriendo a la fuerza en caso necesario, nos expresó sus intenciones con toda claridad. Dijo
que sólo quería evitar una cosa : caer en manos de los angloamericanos. Lo demás, incluso la muerte, le era
indiferente.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

CAPÍTULO XIV

Me han preguntado muchas veces los amigos y los periodistas si mi marido me había dejado un
testamento o me había expresado su última voluntad. Sólo una vez, a su regreso de Predappio, adonde había
¡do a depositar unas flores en la tumba de Bruno (era el 7 de agosto de 1944), me dijo que deseaba ser
enterrado al lado de su hijo. También a don Pietro, el párroco de San Cassiano, había expresado idéntico
deseo, y durante años he luchado, hasta el pasado agosto, para que su deseo quedase cumplido. Otra de sus
voluntades era que Rocca se convirtiese en museo, con todos los recuerdos mussolinianos, sus libros, sus
condecoraciones, los obsequios que había recibido de todas partes del mundo. Estoy segura de que jamás
pensó en redactar un testamento propiamente dicho: de haber tenido esta intención hubiese hablado
ciertamente con el notario Alberici, con quien mantenía frecuente contacto a causa de la cesión de «II Popolo
d'ltalia».
Nadie me ha referido haberle oído decir, ni aun en sus últimos días, palabras que puedan interpretarse
como un testamento espiritual. Por el contrario, preocupose en dejar a los italianos el testimonio escrito de
sus numerosos intentos para salvar la paz; preciosos documentos desgraciadamente desaparecidos.
Aún hoy, al cabo de doce años, revivo con horror, en mis breves sueños tormentosos, aquellas
¡ornadas de abril de 1945. Hasta última hora Vittorio mantuvo contacto con un agente del servicio secreto
americano y confió en persuadir a su padre a que no rechazase las posibilidades de salvación.
—No puedes ligar tu destino al de los alemanes —le suplicaba—. Debes pensar en ti mismo.
Pero Benito le respondía que era inútil toda insistencia, que ya había tomado sus decisiones: intentaría
una última y desesperada resistencia en Valtellina, y era en vano que Vittorio repitiese :
—Es una empresa desatinada y según vaya la cosa siempre dirán que has intentado ponerte a salvo.
Se negaba a escucharle. De cuando en cuando le interrumpía, bruscamente, con impaciencia. Y, sin
embargo, sabía que el comité de liberación, con el consentimiento del comandante de la Resistencia Luigi
Cadorna (el hijo de aquel general cuyo honor defendió mi marido después del desastre de Caporetto) había
firmado un decreto en el que se disponía que todos los jerarcas fascistas serían condenados a muerte sin
proceso, después de una sencilla identificación. Pero Benito ya no quería vivir, la existencia había perdido
para él todo sentido.
Le vi por última vez en Villa Feltrinelli a primeras horas de la tarde del 18 de abril. Estaba en pie ante el
automóvil que le conduciría a Milán. Pocos minutos antes, al atravesar la antecámara, se había asomado a la
puerta del salón donde Romano tocaba al piano el «Danubio Azul».
—¿Desde cuándo te gustan los valses? —le había preguntado bromeando dándole unas palmaditas en
la espalda. Romano fué a levantarse para acompañarle hasta el coche.
—No, no —le había dicho—; sigue tocando —y añadió—: Volveré dentro de un par de días.
También a mí, antes de partir, me repitió lo mismo. Pero en el momento de tomar asiento en el auto,
volvió la mirada y quedó inmóvil, contemplando largamente la casa, el jardín, la ventana de su habitación y el
lago azul y tranquilo.
La marcha de Benito dejó en mis hijos y en mí una inquietud que inútilmente intentábamos vencer. Yo
era quien más ansiedad sentía, y no sabía decidirme a preparar las maletas para estar dispuesta a reunirme
con mi marido en Valtellina, con Ana y Romano, cuando el momento fuese llegado. Esperaba que sucediese
alguna novedad que nos impidiese abandonar Gargnano y esperaba, impaciente e intranquila, que volviese
Benito. Pues sólo su presencia podría calmarme. Finalmente, el 23 de abril, escuché su voz por teléfono. Era,
como siempre, clara y velada, pero denotaba su cansancio.
—Llegaré esta noche —me dijo, y yo, tranquilizada, no quise saber nada más. Pero una hora más tarde
me llamó de nuevo al teléfono, para comunicarme que no podía emprender el viaje. Me explicó que Mantua
había sido ya ocupada, que los angloamericanos habían bloqueado las carreteras que conducen a Brescia.
—¡No es verdad; te están engañando! —le interrumpí trastornada—. Hace un momento ha llegado un
camión de soldados procedente de Milán : yo misma he hablado con ellos, y no han tropezado con ninguna
dificultad.
Insistió él en que partiésemos inmediatamente para Monza, donde, añadió, se reuniría con nosotros en
Villa Real, y mandó a nuestro amigo, el ¡efe de policía Berti, para que nos recogiese y acompañase.
Llegamos al amanecer, aturdidos por la angustia, y tuve que esperar hasta la mañana a tener noticias
de mi marido. Me telefoneó a las ocho; después a las once y a la una de la tarde, pero sus palabras no

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

conseguían tranquilizarme. Me dijo, en efecto, que no le era posible reunirse conmigo y con los muchachos y
que daba el encargo a Gatti de llevarnos a Como. Gatti tenía treinta años y era el secretario de Benito sólo
hacía mes y medio.
—¿También usted será traidor al Duce? —le pregunté en cierto momento mientras le preparaba un
trozo de pollo y una taza de caldo (hacía dos días que no probaba bocado).
—Si el Duce muere, doña Raquel, moriré con él; se lo juro— y me impresionó el acento grave y
apasionado de sus palabras.
Fué uno de los primeros en caer, bajo el fuego de los partisanos.
En Como pusieron a nuestra disposición una casona enorme y desolada i Villa Mantero. En ella pasé
con mis hijos, aislados de todos, la ¡ornada del 25 de abril. Mi marido me había asegurado que en Como, en
la jefatura de policía, encontraría la gasolina necesaria para proseguir el viaje (deseaba que nos refugiásemos
en Suiza), pero, cuando fui a informarme, me respondieron que no habían recibido ninguna orden en aquel
sentido. Alarmada (grande era mi experiencia en las insidias y asechanzas) llamé por teléfono a Milán. Una
voz desconocida me dijo que el Duce estaba celebrando una entrevista con Schuster, pero que podría hablar
con mi Vittorio. Le conté todo a mi hijo y éste me sugirió que fuese a ver a Olga, su mujer, que residía en el
lago Como, y que le pidiese a ella la gasolina.
A partir de aquel momento ya no logré comunicar por teléfono. Lo intenté inútilmente durante todo el
día; quería escuchar la voz de Benito, asegurarme de que nada malo le había sucedido y que me explicase
los resultados de su conversación con Schuster. Pero la línea estaba continuamente interrumpida y sólo a la
noche se difundió la noticia de la llegada de Mussolini. Se presentaron al momento una veintena de soldados
en Villa Mantero enviados por él para protegernos y se instalaron como mejor pudieron por aquellas desiertas
estancias. Algunos de ellos querían dormir a toda costa en el suelo, a la puerta de mi habitación y de la de los
muchachos; y en la noche del 26 al 27 de abril, me desperté sobresaltada por unos golpes dados en la puerta
de mi habitación. Benito me había enviado una carta. Reconocí su caligrafía y la abrí con el corazón
sobresaltado llamando a Ana y a Romano, para que se levantasen y la leyesen conmigo.
«Querida Raquel —decía poco más o menos la carta—: Estoy en la última fase de mi vida, en la última
página de mi libro. Acaso no volvamos a vernos; por eso te escribo. Te pido perdón por todo el mal que sin
querer te hice, pero tú sabes que has sido la única mujer a quien de veras he querido: te lo juro delante de
Dios y de nuestro Bruno, en este momento supremo. Nosotros debemos marchar hacia Valtellina, pero tú, con
los niños, procura alcanzar la frontera suiza. Allí viviréis otra vida. No creo que os nieguen la entrada, porque
les he ayudado siempre en lo que he podido y sobre todo porque sois ajenos a la política. Si no fuera así,
deberéis presentaros a los aliados que, probablemente, serán más generosos que los italianos. Te
recomiendo a Ana y a Romano, en especial a Ana, que tanto necesita de ti. Te beso y abrazo así como a los
pequeños. Tu Benito.»
La carta, fechada en Como, estaba escrita con lápiz azul y firmada en rojo. En vano la releí varias
veces, de pie en la habitación, esperando haber interpretado mal aquellas palabras, haber alterado el
significado, con mi innato pesimismo. Pero no, no cabía duda; «Seguramente no volveremos a vernos», decía
Benito, y el tono apesadumbrado de aquella frase, tan insólito en él, me daba la sensación de que,
efectivamente, estábamos en el final. Ana y Romano no se atrevían ni a preguntar y el aire de turbación que
leía en sus rostros, aumentaba mi desesperación. De repente, oí como si llegase de muy lejos la voz militar
que me había traído la carta de mi marido y percibí, confusamente, el nombre de Buffarini.
—¿Buffarini? —pregunté estupefacta.
—Sí —me respondió—. Su Excelencia la espera abajo en la puerta. Él ha sido quien ha traído la carta y
me ha rogado le diga que les acompañará a Suiza, pero que no hay tiempo que perder: deberán partir
inmediatamente.
¡Otra vez Buffarini! Ya no era ministro, y ni siquiera deseaba yo mentar su apellido, que me traía el
angustioso recuerdo de Claretta y las intrigas y murmuraciones que había sido mi obsesión durante mi
estancia en Gargnano.
«¿Cómo era posible —me preguntaba— que Benito hubiera confiado precisamente a aquellas manos
la carta en que me decía adiós? ¿Qué nueva insidia se cernía sobre mí?» Sentía necesidad de Benito, de su
confortadora presencia, de tenerlo ¡unto a mí aunque sólo fuera unos segundos. Pero estábamos separados y
consideraba crueldad insoportable que el teléfono no funcionase. Oírle decir: «¡Calma, Raquel!; ten calma»
(¡cuántas veces había sucedido esto en los treinta y seis años de nuestra vida en común !), hubiera bastado
para reconfortarme algo. Como una autómata me acerqué al aparato y descolgué el auricular. Me pareció un
milagro; inesperadamente, tras horas de obstinado silencio, el teléfono funcionaba. ¡ Por fin podría hablar con
Mussolini!

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

La emoción oprimió mi garganta al escuchar su voz. Le pregunté cómo estaba : no me salía otra cosa
de pronto. Luego me acordé de Buffarini y le pregunté a quién había confiado la carta.
—A Gatti —me explicó—. Le he dicho que se la diera a algún agente.
—Entonces, ¿por qué me la trajo Buffarini? ¿Por qué a toda costa quiere acompañarme a Suiza?
Comprendí que Benito ignoraba todo aquello y me satisfizo que, incluso él, me aconsejase que no
fuese con Buffarini.
—De todas formas —añadió— debes ponerte a salvo. Haz lo que te he indicado y no te preocupes,
Raquel; nadie se atreverá a molestarte.
Luego me explicó que quería intentar una última resistencia en Valtellina y que era mejor para nosotros
renunciar a seguirle. Las lágrimas me impidieron continuar y pasé el aparato a mi Romano, quien pidió a su
padre que pensara un poco en él mismo, pues su vida era muy preciosa para todos nosotros.
—¿Estáis al menos organizados para la defensa? ¿Quiénes están contigo? —le preguntaba ansioso.
—No me queda nadie, Romano, estoy solo; todo se ha perdido.
—Pero, ¿y tus milicias? ¿y tu guardia personal...? —insistía mi hijo.
—No sé; no han llegado todavía. Incluso Cesarotti, el chofer, me ha abandonado. Dile a mamá que
tenía razón en no confiar en él.

Ilustración 35. El Duce, liberado por los alemanes, abandona el hotel del Gran Sasso.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Ilustración 36. Mussolini en Gargano, sobre el lago de Garda, en los últimos días de su vida.

Ilustración 37. Villa Feltrinelli, donde Mussolini vivió con su familia en los días de la República Social.

Romano lloraba y yo le arrebaté el aparato de las manos para oír una vez más a Benito. Me dijo:
—Emprenderéis una nueva vida, Raquel i yo debo seguir mi destino.
Su voz era triste y resonaba dentro de mí como un eco angustioso cuando colgué el teléfono.
Me parecía imposible que todo hubiese de terminar así, que Benito debiera marchar solo hacia su
destino ignoto, sin poder estar a su lado, como había estado siempre en los momentos dolorosos de su vida.
El militar que me había traído la carta estaba todavía en la habitación y parecía una estatua de mármol. Le
miraba sin reconocerle, y me preguntaba a mí misma, qué pensaría de mí aquel hombre. La presencia de mis
hijos me volvió a la realidad: debía seguir los consejos de Benito y ponerles a salvo, cruzando con ellos la
frontera suiza antes de que fuera demasiado tarde. Era muy triste tener que abandonar Italia, dejando en
peligro a tantos seres queridos; pero era necesario y rápidamente preparé nuestras cosas.
El día anterior, había estado con nosotros la familia Vikoler: el profesor, la señora y sus dos hijos. El
marido frecuentaba mucho nuestra casa desde 1940, e incluso había ¡do con nosotros a Gargnano. Daba

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

clases de alemán a mis hijos y mi marido, dondequiera que le encontraba, recurría a él para conversar en
aquel idioma los pocos ratos que tenía libres. Los queríamos mucho y su presencia en casa (mi marido les
había dado las señas) nos confortó grandemente. Ana corrió a despertarlos y así pudimos despedirnos con
tristeza pensando en no volver a vernos.
Eran las tres de la madrugada cuando descendíamos la escalera. Buffarini esperaba todavía en la
puerta; no quise hablarle; le hice comunicar por uno de los militares que nos daban escolta, que no
necesitaba en absoluto ni de su ayuda, ni de su compañía. Se alejó, efectivamente, pero en cuanto nuestro
coche enfiló la desierta carretera de Como nos dimos cuenta de que nos seguía a poca distancia en el suyo.
Estaba muy cansada para sostener una discusión con él y opté por dejarle, encogiéndome en un ángulo de
mi coche. Ana dormía con la cabeza apoyada en mi hombro. Romano se lamentaba, de cuando en cuando,
hablando en voz baja para sus adentros. Con las prisas, se había olvidado en casa su «amuleto» (después
fué requisado por los partisanos, confiscado y más tarde devuelto a mi hijo) y ello le parecía un presagio de
inminente y gran desgracia. El «Lancia» negro en que íbamos, avanzaba lenta y prudentemente bordeando el
lago. Yo estaba trastornada; pensaba sólo en Benito, en la dolorosa resignación que había intuido en su carta
y en su voz, y presentía que en la frontera me obligarían a regresar. A regresar al lado de él, dondequiera que
se encontrase: al lado del padre de mis cinco hijos. Aquel era mi sitio.
La frontera suiza está muy cerca de Como y la alcanzamos en veinte minutos. Había olvidado que
existiesen en el mundo naciones que no conocían las atrocidades de la guerra; donde los habitantes
ignoraban el significado de las palabras «oscurecimiento, tarjetas de racionamiento, alarmas, bombardeos y
ametrallamientos» y no estaban divididos por un odio monstruoso. Cuando noté que el coche se detenía y
abrí los ojos intentando alejar mis dolorosos pensamientos, vi resplandecer innumerables luces. Ponte
Chiasso estaba espléndidamente iluminado y me pareció irreal comparado con Como, que acabábamos de
cruzar, inmerso en la oscuridad y en el silencio obsesionante que precede al estallido de la tempestad.
Muchos otros coches esperaban allí; muchos otros infelices aguardaban para entrar en aquella tierra
prometida. Uno de aquellos automóviles era el de Buffarini, quien no había renunciado a la esperanza de
salvarse ¡unto a nosotros, y quien mandó a su chofer para hacerme saber que deseaba a toda costa hablar
conmigo. No pude soportar más su insistencia y mi escolta tuvo que recurrir a la amenaza para convercerle
de que me dejara en paz. Lentamente nos fuimos acercando a la guardia fronteriza : solicitamos permiso a las
autoridades suizas para cruzarla y derecho de asilo. Se efectuó una consulta telefónica con Berna y la
contestación no pudo ser más fría y rotunda : A todo el mundo se le consentía refugiarse en Suiza, menos a
nosotros: los Mussolini. Volvimos en silencio a nuestro coche.
—Lo prefiero así —les dije a mis hijos y ambos se apretujaron contra mi cuerpo. Comprendí que
aquella negativa no les había turbado y que, como yo, estaban dispuestos a compartir la suerte de los demás,
a seguirla hasta el fin, aunque ello nos costara la vida.
Reemprendimos la ruta de Como (sólo dos de la escolta seguían con nosotros) y fuimos al círculo
fascista. Nuestra ilusión era tener noticias, o, al menos, lograr una escolta que nos acompañara hasta
Valtellina. Pero en aquel local reinaba una confusión caótica. No existía plan preconcebido y todos sugerían
soluciones diversas para evitar la catástrofe; todos discutían en voz alta, con gran nerviosismo. Nadie tenía
tiempo para ocuparse de nosotros; ninguno quería asumir la responsabilidad, sin una orden concreta, de
escoltarnos por la carretera del lago. Entonces Romano intentó ponerse en contacto con Pavolini, que debía
¡untarse con Benito en Como, con unos miles de fascistas armados; pero fué inútil: los teléfonos habían
enmudecido de nuevo.
Mientras deambulábamos por los pasillos del círculo, cansados, soñolientos, esperando encontrar a
alguien dispuesto a escucharnos, tropezamos con un coronel que había visto al Duce dos horas antes en la
Prefectura.
Le asedié a preguntas: ¿cómo estaba Benito?, ¿quién estaba con él?, ¿qué le había dicho? Por él supe
que mi marido había dejado ya Como sin esperar la llegada de la «columna» de Pavolini.
El jefe de la Policía le había advertido que la situación se agravaba por momentos, ya que un gran
número de partisanos marchaban sobre la ciudad; muchos de los que estaban con él habían dejado que el
pánico se apoderase de ellos. El comandante de la plaza sostenía que era imposible defender la posición, por
más que Porta insistiese creyéndose seguro de poder resistir un eventual ataque. Benito había decidido
alejarse de Como para llegar cuanto antes a Valtellina. Temía que su presencia pudiera provocar un
bombardeo y por otra parte quería evitar un conflicto en la ciudad, con inútiles derramamientos de sangre.
Muchas otras cosas me contó el coronel : que mi marido estaba profundamente amargado por la
infructuosa entrevista con Schuster y, sobre todo, porque había sabido, en el curso de aquella conversación,
que el general Wolf a espaldas suyas había convenido la rendición de los ejércitos alemanes. (Entonces
comprendí la desconsolada voz del Duce al teléfono: la desolada voz del que ya no tiene en quién confiar, ni
le resta una sola esperanza.) Supe también que Gina, mi nuera, había permanecido toda la noche en la

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Prefectura (se había reunido en Como con sus padres y fué la última persona de nuestra familia que vio a
Benito), y que el Duce le había preguntado muchas veces, con ansiedad, si había llegado ya «la camioneta».
No puedo pasar por alto la historia de aquella camioneta, tal como la hemos reconstruido mis hijos y yo,
porque en ella se transportaban parte de aquellos preciosos documentos, objeto de discusiones desde hacía
años. En Garda, mi marido guardaba aquellos documentos de inmenso valor en un escondrijo (seguramente
una caja fuerte) que nunca reveló a nadie. El día 25 de abril, en Milán, aquellos documentos, junto con otros
muchos «dossiers» fueron cargados a un pequeño camión que debía seguir a la columna del Duce hasta
Como y de allí a Valtellina.
Subieron a la camioneta, además del chofer, un policía y María Righini, la camarera que en Gargnano
había sustituido a Irma. María, paisana nuestra, como la mayor parte de nuestra servidumbre, había estado
durante muchos años al servicio de la familia de Bruno. Nos tenía un gran cariño y podíamos confiar
ciegamente en ella. En Garbagnate, algo más allá de Milán, la camioneta tuvo que detenerse a causa de una
avería del motor. El chofer y el policía buscaron inútilmente dónde repararla y al fin se vieron forzados a meter
el coche en una alquería en espera de que alguien los ayudase. María, por el contrario, logró un asiento en un
coche, después de haber hecho varios kilómetros a pie. Llevaba consigo una maletita que contenía la ropa
del Duce; algunas camisas, sus zapatillas, su navaja de afeitar, el batín, y consiguió llegar a Como, donde, en
la Jefatura de Policía, pudo hablar con mi marido. Le comunicó el accidente ocurrido a nuestro transporte, y
Benito, que estaba ya muy preocupado por el retraso de la camioneta, ordenó a su secretario que saliese
inmediatamente con tres coches de escolta, confiando en poner, al menos, a salvo los documentos. Pero Gar-
bagnate estaba ya, en aquellas horas, en manos de los partisanos; y en este punto dejamos de saber el
paradero del pequeño camión y de los famosos documentos.
Suplico perdón por este paréntesis, pero lo considero necesario por la importancia del tema. Amanecía
cuando salimos del Círculo fascista. Lo que yo había intuido al escuchar el relato del coronel; la desesperada
soledad de mi marido, había llevado a mi ánimo el convencimiento de que no podía permanecer alejada de él,
precisamente en aquel momento en que mayor necesidad tenía de escuchar palabras de cariño y que a toda
costa debía reunirme con él. Ana, que apenas podía mantenerse en pie, se había sentado en un escalón y
aguardaba pacientemente que yo tomase una decisión.
—Proseguiremos el viaje nosotros solos —dije a mis hijos, y llamé a nuestro chofer ordenándole que
debíamos partir de nuevo hacia Valtellina. Pero apenas puso en marcha el motor, se nos acercó corriendo un
soldado gritando:
—¡Deténganse! El camino de Dongo está bloqueado en muchos puntos por los partisanos. Es
imposible burlar su vigilancia. Si se obstinan en proseguir serán detenidos inmediatamente.
Nos vimos obligados a permanecer en la ciudad. Pero no sabíamos a quién acudir en solicitud de
ayuda. Afortunadamente, uno de los soldados que nos acompañaban era fascista, propietario de un chalet en
la periferia de Como; y a él nos dirigimos pidiéndole hospitalidad. Aceptó y nos encaminamos hacia aquel
inesperado refugio, mientras la tempestad se cernía sobre nuestras cabezas y resonaban cada vez más
claros los primeros disparos. Un cuarto de hora más tarde mis hijos y yo estábamos solos, en la pequeña
estancia que nuestros huéspedes habían puesto a nuestra disposición. Los dos soldados, que se habían
quedado con nosotros, fieles hasta el fin, se habían dirigido al Círculo prometiendo regresar si conseguían
tener buenas noticias. Hacía tres noches que no dormíamos y cuando caímos en la cama, nos hundimos en
un sueño profundo; nuestro único consuelo después de las agotadoras horas que habíamos vivido.
Cuando despertamos, ya por la tarde, las ráfagas de ametralladora eran más frecuentes y más
cercanas. Nuestra ventana daba a la carretera que conduce a Ponte Chiasso y presenciamos, asomándonos
a ella, muchas escenas de pánico. En cierto momento, desde un hospital vecino, huyeron, en pijama, algunos
mutilados de guerra. Un jovencito fué fusilado ante nuestros ojos al otro lado de la carretera. De cuando en
cuando, la radio transmitía las últimas noticias, noticias crueles que nos hacían estremecer. Los muchachos y
yo estábamos aterrorizados : la caza de los fascistas había comenzado e ignorábamos cuántas horas, o
cuántos minutos nos quedaban de vida. Mi Romano sugirió que destruyésemos todo cuanto pudiera servir
para nuestra identificación. En un ángulo había una estufa de hierro y nos sirvió para quemar un fajo de
cartas, algunas de ellas muy importantes. Eran los documentos referentes al bienio 1939-1940 y al 25 de julio;
las cartas que Rommel y Kesselring habían remitido a mi marido durante el último período; e! manuscrito del
libro «Hablo con Bruno» y el original de la «Historia de un año». Escondimos otras cartas en el armario, en e!
escondrijo contiguo a la cocina (fueron secuestradas por los partisanos) y debajo de algunas estanterías. Sólo
quedaba la carta de despedida que Benito me había mandado la noche antes (y me parecía que hubiese
transcurrido un tiempo infinito desde entonces), y el privarme de ella me costó gran dolor. Pero era un
sacrificio que podría salvarnos la vida y que se reveló inútil (¡cuántas veces lo he lamentado!) porque nadie
nos registró cuando vinieron a detenernos.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Transcurrían las horas y continuábamos en nuestra soledad, al margen de los acontecimientos.


Después de otra noche en vela, Romano decidió que no teníamos más remedio que presentarnos a las
autoridades. Habíamos sabido que, desde el día anterior, el Comité de Liberación había ocupado la jefatura
de policía asumiendo plenos poderes, en espera de que llegasen las tropas americanas. Nuestro huésped
nos había informado que la ciudad estaba en calma y propuso dirigirse él mismo a parlamentar con el Comité.
Regresó al cabo de dos horas. El ¡efe de policía, nos refirió, deseaba que por el momento permaneciéramos
donde estábamos, hasta nueva orden. Así pues, nos dispusimos a pasar otra interminable noche de espera.
Llovía en la calle y a menudo Romano, que ni siquiera había llevado consigo un jersey, se quejaba del frío, y
para entrar en calor medía a pasos la habitación, como tantas veces solía hacer su padre... Yo había perdido
toda noción del tiempo, y quedé asombrada cuando mi mirada se posó en un calendario y en la fecha que
señalaba. Era el 28 de abril y no parecía, ciertamente, que estuviésemos en primavera.
Aquel día no tuve ningún presentimiento. Confiaba que Benito estuviese ya a salvo, o hubiese llegado a
la Valtellina. Contrariamente, me preocupaba por los demás: por mi Vittorio, del que no tenía noticias, por mis
nueras, por mis nietecitos. ¿Dónde estaba Marina «mi pequeña princesa», como la llamaba siempre su
abuelo? ¿Dónde estaban los hijos de Ola? Sólo podía estar tranquila por Edda, porque estaba a salvo, en una
clínica suiza, con Fabricio, «Mogly» y «Dindina».
Pasé la tarde ayudando a nuestro huésped a preparar la cena (recuerdo que me producía náuseas el
olor de los alimentos), mientras Ana leía un libro de historia, acodada en el lecho, y Romano, de vez en
cuando, se me acercaba a acariciarme en silencio los cabellos. Aquella noche logramos adormecernos por
algunas horas, agotados por el cansancio y el miedo. Pero fuimos despertados de súbito por el estruendo de
violentas explosiones. Parecía un bombardeo, pero cuando abrimos la ventana vimos que sólo se trataba de
fuegos artificiales. Las bengalas iluminaban el cielo como en Rocca por el cumpleaños del Duce, las
campanas repicaban alegremente y zumbaban los altavoces. Y, de pronto, una voz en la oscuridad (una voz
estridente, aguda, que jamás podré olvidar) gritó excitada:
—¡ Estamos salvados ! ¡ La guerra ha terminado : han llegado los americanos!
A la mañana siguiente pasó por debajo de nuestra ventana un tanque con la bandera estrellada. Nos
quedamos mirándolo, mis hijos y yo a través de las persianas entornadas. Después nos miramos sin
pronunciar palabra y nos abrazamos llorando. Hacia las once la radio transmitió un comunicado: los
partisanos habían dado muerte a casi todos los jerarcas. Sólo oímos un nombre: el de Farinacci.
Ya no era posible ninguna esperanza, quizá porque nos quedaban pocas horas de vida. Pero, cuando
algo se desmorona, la propia muerte se convierte en liberación. La radio continuaba dando, a intervalos,
órdenes y radiando comunicados a los que prestábamos atención. Fuera seguía lloviendo y parecía que ya
habíamos pasado el otoño.
Después de muchísimo tiempo (pero tal vez sólo habían transcurrido unos pocos minutos) percibimos
los pasos de nuestro huésped. Llevaba un periódico en la mano y lo dejó distraídamente sobre la mesa. Creía
que ya estábamos enterados de todo y salió de la estancia con lágrimas en los ojos. Fué mi Romano el
primero en leerlo. Era una edición extraordinaria de «L'Unitá» y ostentaba en primera página, con letras de a
palmo, esta frase: «Benito Mussolini ha sido ejecutado.»

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

CAPÍTULO XV

Cuando, en la tarde del 29 de abril, un comisario y dos partisanos del Comité de Liberación se
presentaron a detenerme, estaba convencida de que iba derecha a la muerte. Pero no sentía miedo. Sin
Benito, la vida carecía de finalidad para mí; él me había inyectado las fuerzas para afrontarla, día a día, y
ahora no tenía sino deseos de que todo tuviese un pronto fin para poder reunirme con él. Estaba tranquila,
indiferente, ya alejada de los hombres, de sus odios, de sus infinitas miserias. El comisario me ordenó que
abriese las pocas maletas que había traído de Gargagno, para estar seguro de que no contenían documentos
o alhajas. En una cajita había una miniatura de Bruno, de la que no me separaba nunca, hecha cuando mi
hijo contaba tres años, y uno de los partisanos exclamó, mostrándola :
—Esto pertenece al pueblo.
Le miré (y casi sentía lástima por él: era muy joven, casi un niño).
—Sí —le respondí—; todo es del pueblo porque siempre hemos dado cosas al pueblo. Incluso mi hijo
dio su vida por él.

Después nos llevaron a la Jefatura de Policía y me separaron de mis hijos. Los abracé pensando que
los veía por vez postrera, pero forcé una sonrisa, para no infundirles desánimo. Ni siquiera lloré más tarde, en
la cárcel de San Donnino donde fui encerrada. Tal vez la naturaleza nos vuelve piadosamente insensibles
cuando el dolor es excesivo para que un ser humano pueda soportarlo, o, acaso, es que se habían secado
mis lágrimas. Había otras muchas infelices en aquella prisión, pero no me reconocieron; sólo una de ellas,
después de mirarme largo rato, me preguntó, asombrada, en voz baja :
—¿Es usted doña Raquel?
Le hice señas de que callase y estalló en sollozos. Su marido había sido retenido en el patio de la
cárcel y desde allí, a intervalos, llegaba una voz monótona que recitaba una lúgubre lista; después, una
pausa, una violenta ráfaga de ametralladora e inmediatamente, en el súbito silencio, el chirrido de las ruedas
de un carro.
Todo el día siguiente estuve atenta a aquellas ráfagas de ametralladora, a aquella monótona relación,
sin temblar. Inmóvil, acurrucada en mi catre, tenía la mirada clavada en la puerta, como petrificada,
esperando que de un momento a otro se abriese para dar paso a alguien que me anunciase que había
llegado mi turno. Contrariamente, al anochecer, por intervención de un sacerdote, tuve el gran consuelo de
volver a ver a mis hijos. Estaban pálidos, trastornados por lo que habían presenciado, y no hallaba palabras
para infundirles ánimos, para ayudarles a seguir confiando en los hombres y en el futuro. Se abrazaban a mí,
aterrorizados, y mi Romano seguía repitiendo (a decir verdad, mi traje negro le producía aquella impresión)
que yo había empequeñecido en las últimas horas. Largo tiempo permanecimos unidos en estrecho abrazo;
después —no sé cuándo— oí pronunciar mi nombre y un oficial de «carabinieri» me invitó cortésmente a
seguirlo. Una vez más me separó de mis hijos, y después de dejar a Romano mi capote gris, para que se
resguardase del frío, me encaminé a la puerta, sin volver la cabeza, para no ceder a la emoción.
En el patio me aguardaban dos funcionarios de la Policía, que me hicieron subir a su automóvil. No me
produjo extrañeza : me matarán, pensaba, lejos de la cárcel, en algún lugar desierto. Pero cuando el coche,
bordeando la orilla del lago, se detuvo ante los jardines de la villa de Este, escuché, en la oscuridad, voces
reposadas que provenían del palacio, en las que reconocí un acento extranjero, comprendí que me
encontraba en la sede del Mando americano y que ya no debía temer nada. Ahora estaba a salvo, pero en
aquellos momentos no logré experimentar ningún alivio.
Un coronel que conocía nuestro idioma me hizo entrar en un salón para interrogarme; pero aquello,
más que un interrogatorio, fué una larga conversación durante la cual hablamos dolorosamente de la trágica
situación de la Italia septentrional.
Más tarde, el coronel americano me acompañó al comedor y me hizo sentar en el sitio de honor,
mientras todos los oficiales allí presentes se ponían en pie insinuando una inclinación. Sentí, entonces, que
algo se fundía dentro de mí y lloré en silencio, ante aquella mesa engalanada con banderas, y aquellos
oficiales que habían sido nuestros enemigos y me trataban con tanto respeto. Lloré largo rato, con la cabeza
inclinada, hasta que alguien me dijo, en un italiano chapurreado:
—Tú comer, ahora; tú no llorar.
¿Cómo seguir su consejo? Ana María y Romano se encontraban aún en la cárcel de San Donnino y
había oído decir que al día siguiente, primero de mayo, los comunistas asaltarían la prisión. Expliqué al

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

coronel que tan gentilmente me había acogido, que me sentía angustiada al pensar en mis hijos, en e1
terrible peligro a que estaban expuestos, lo que provocó su extrañeza, pues creía que mis hijos eran unos
niños y que el Comité de Liberación los internaría en un asilo o institución por el estilo. Me aseguró, por
consiguiente, que gestionaría su libertad cuanto antes, y a la mañana siguiente mantuvo su promesa. En Villa
de Este, encontré a Gina y a sus padres. Aún no había visto a mi nuera desde el día en que dejamos el lago
de Garda, y a duras penas creíamos ambas que sólo hubiese transcurrido una semana desde entonces. Supe
por ella que mi Vittorio, después de haber intentado inútilmente reunirse con su padre en la carretera de
Dongo, el 28 de abril, cuando le buscaban por todas partes para fusilarlo, se había refugiado en casa de un
amigo logrando ponerse a salvo. (Después, durante más de un año, vivió escondido en un convento, pero de
cuando en cuando se llegaba hasta Roma, donde lo vio mi Romano, quien riendo me describió su barba
hirsuta y que incluso en una ocasión se mezcló tranquilamente con los demás bañistas, en la playa de Ostia.
Después, en noviembre de 1946, Vittorio se embarcó clandestinamente para la Argentina, donde se reunió
con su suegro, propietario de una modesta industria, y allí sigue todavía, en Buenos Aires, con su mujer y sus
dos hijos.) También Gina, en aquellas dramáticas ¡ornadas se había alojado en casa de un conocido, en una
villa de Blevio, y había recibido la visita de los partisanos, que le habían registrado su equipaje. Una mujer,
con pantalones y un fusil ametrallador, había encontrado un libro y lo arrojó iracunda contra la pequeña
Marina (que entonces sólo contaba cinco años) hiriéndola en una sien.
Fué la última vez que vi a mi nuera. La quería mucho, habíamos vivido siempre juntas después de la
muerte de Bruno, y antes de separarnos lloramos amargamente abrazadas, unidas por el mismo dolor, por la
misma angustiosa incertidumbre por nuestro futuro. La noche del 2 de mayo, un oficial americano invitó a mis
hijos y a mí a tomar asiento en un «Alfa Romeo». No le pregunté adonde íbamos: no sentía otro deseo que
alejarme para siempre del lago de Como, no ver nunca más aquellas orillas que me horrorizaban. Abrí los
ojos cuando el coche embocó la autopista. Pronosticaba para mis adentros que se me conducía a alguna de
aquellas islas que jamás pude soportar o a la cima de una montaña, a cualquier sitio donde pudiese estar a
solas con mis hijos. Pero me llevaron a Milán y pasamos la noche en un reducido aposento con un solo catre,
que Romano y yo cedimos a Ana María. Nosotros dormimos en el suelo envueltos en dos mantas del ejército
que llevaban estampadas las iniciales U.S.A. y que, a la mañana siguiente, nos fueron regaladas por los
americanos. (Aún las conservamos y nos son de gran utilidad.) Pero nuestro viaje no había terminado. De
noche, en una camioneta descubierta (por suerte, David Rosen, el joven agente de la «Military Pólice» que
nos acompañaba, había prestado un pullover a mi Romano, que había olvidado mi capote gris en la cárcel)
proseguimos para Montecatini, donde permanecimos hasta el 10 de mayo. Después nos entregaron a los
ingleses y, finalmente, fuimos a parar el campo de concentración de Terni.
Los primeros días fueron los más penosos. Nos habían asignado un alojamiento compuesto de seis
estancias en el hospital, pequeño edificio que dominaba todo el campo y se nos prohibió que nos
acercásemos a los otros internados. Estábamos solos, mis hijos y yo, como había deseado, pero cada vez
que los miraba o pensaba en su porvenir, me afligía, perdía de improviso el ánimo, bajo el terrible peso de
nuestra desventura. Tenía precisión de moverme, de distraerme con alguna ocupación y bien pronto, a fuerza
de insistencia, pude obtener el permiso para trabajar. En las cocinas reinaba un gran desorden, los víveres
estaban muy mal distribuidos, y en cuanto a la limpieza, dejaba mucho que desear. Puse manos a la obra
inmediatamente. Había entre las reclusas princesas, escritoras, duquesas, esposas de hombres ilustres y de
desconocidos, mujeres del pueblo y otras de no muy buena reputación. Distribuí entre ellas el trabajo y lo
primero que pedí al comandante del campo (era general y hablaba nuestra lengua) fué una escoba y un poco
de jabón. Me miró asombrado y más tarde, al entregarme la escoba (había mandado traer inmediatamente
para mí una docena) me dijo con aire mortificado:
—Pegúeme con ella en la cabeza, doña Raquel. Me lo merezco por no haber pensado antes en ello.
Por vez primera, después de tanto tiempo, no me fué difícil el sonreír.
—¿Le parece bien —le respondí bromeando— que un general inglés sea vapuleado por la viuda de
Mussolini?
Paulatinamente, el ritmo de las semanas comenzó a ser más lento. Me levantaba al comenzar el día y
procuraba cansarme lo más posible. Con el escaso dinero que me había quedado, Romano había comprado
una armónica, por mediación de un oficial, e improvisaba melancólicas canciones. Ana leía o escribía :
después de cenar, nos sentábamos en torno a una mesita redonda, vieja y coja, donde jugábamos
interminables partidas de brisca, buscando el retardar la hora de irnos a la cama. Era difícil dormir en el
campo de concentración. Al otro lado de la red de alambre espinoso que cercaba el área de nuestra prisión,
deslumbrantes reflectores alumbraban implacablemente, sin interrupción, todos los rincones y aquella luz
entraba a raudales por las ventanas sin postigos, cayendo inexorable sobre nuestros lechos. Algunas veces
creí enloquecer. Quien más sufría era mi Romano, en muchas cosas parecido a su padre; como él, no podía
conciliar el sueño si antes no se aseguraba de que las persianas quedaban bien cerradas. Después, cuando
se apagaban los reflectores, el sol lucía ya en el horizonte y comenzaba la nueva ¡ornada.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Estuvimos en Terni hasta el 25 de julio y el inesperado anuncio de nuestro traslado no me produjo la


menor alegría. Ignorábamos adonde iríamos, y me preguntaba angustiada de qué medios viviríamos. Con una
previsión de la que tuve ocasión de alegrarme infinitas veces, había escondido en una de mis maletas el
tesoro que había logrado poner a salvo en los últimos tiempos: alubias, pan empapado en agua y puesto a
secar, latas de carne en conserva, un poco de azúcar, algo de harina. Primeramente fuimos conducidos a
Capo Miseno, después embarcados en un barquichuelo ya dispuesto al efecto y durante la travesía, uno de
los marineros me dijo que nos dirigíamos hacia la isla de Ischia.
¡ La isla de Ischia ! Jamás había estado en ella pero su nombre me era conocido. Cinco o seis años
antes, mi Vittorio, que siempre tuvo la pasión de escribir, me había regalado una novela por él escrita y
titulada «Allí nos volveremos a encontrar». Era la historia amorosa de un aviador y una enfermera de la Cruz
Roja que se daban cita en aquella isla, donde lograban reunirse después de innumerables peripecias. La obra
la firmaba «Tito Silvio Mulsino», seudónimo (combinado su nombre y apellido) que aún ahora emplea mi
hijo, y tenía una cubierta que nunca he olvidado. Representaba un grupito de pinos mediterráneos
fotografiados desde arriba; precisamente los mismos pinos en forma de sombrilla que, meses y meses, de
1945 a 1949, he visto diariamente al asomarme a la ventana durante m¡ confinamiento en Forio. El pasado
año vino Vittorio a Italia, tras diez años de ausencia, y le he recordado su libro, su título y su cubierta.
También se ha maravillado por la curiosa coincidencia; jamás estuvo, en efecto, en la isla de Ischia. Sólo en
una ocasión pasó sobre ella tripulando su aparato.
Era la onomástica de mi Ana cuando llegamos a Forio. La pequeña playa se nos apareció, atestada de
bañistas, sobre el fondo verde del monte Epomeo; las fachadas de las casas resplandecían al sol, con sus
alegres terrazas,- todo en aquella isla parecía acogedor y tranquilo. Pero yo sólo veía el sombrío torreón
almenado que domina amenazador al pueblo. (Después me explicaron que hace muchos siglos se servían de
él los habitantes de Forio para defenderse de los sarracenos.)
—Allí nos encontraremos —dije a Ana María y a Romano, con tristeza. Estaba segura de que sería
aquella nuestra definitiva prisión. En lugar de ello, y por una senda pedregosa nos condujeron a una casa
frontera al mar, con dos habitaciones en el primer piso: un dormitorio y cocina. Tenía cincuenta y cinco años y
debía comenzar de nuevo! Los cristales de las ventanas estaban rotos, ni siquiera disponía de una olla para
cocinar y, a menudo, me veía forzada a servirme de los botes vacíos de leche que por suerte había llevado
del campo de concentración. Pero después, en Forio, todos fueron muy buenos para con nosotros. Nos traían
uvas, vino de la isla, leche, tomates. Nos ofrecían lo poco que tenían con una generosidad que jamás podré
olvidar y era sencillo, fácil, vivir con ellos y como ellos, después de tantas intrigas, tantas traiciones y horrores.
Por muchísimo tiempo no me moví de casa, excepto una vez para dirigirme a la iglesia del Socorro, el
día del primer aniversario de la muerte de mi marido. Ana y Romano habían entablado estrecha amistad con
otros muchachos y yo quedaba sola, por las noches, inmóvil, durante horas enteras, en el rincón más oscuro
de la terraza, mirando cómo la luna asomaba por detrás del «Torreón de los sarracenos». Mi hija precisaba
de una operación que costaba millones. Romano estudiaba en Nápoles para obtener el título de perito
mercantil, pero yo sabía que sólo le gustaba la música y nada podía hacer por él. Después, en 1947, estuve
en trance de morir de pulmonía y me salvaron con la penicilina, que Fleming había descubierto
recientemente. ¿Por qué hablo todavía de la mucho que sufrimos en aquel período? Continuamente, los
periodistas italianos, franceses y americanos nos asaltaban trepando hasta el techo para espiar nuestra
miseria, pero nuestros amigos nos ayudaban a defendernos de aquella humillación y apenas un reportero
ponía pie en el pequeño puerto, se corría la voz hasta que Antonio, el hijo de mis vecinos, o cualquier otro
corría a avisarme. En 1949, cuando enfermó gravemente mi Romano, descubrí que aún me quedaban
fuerzas para resistir a la desventura. Las fuerzas me las infundía Benito, como cuando vivía, y siempre ha
sido así en estos últimos años. Tuvo que ser internado mi hijo en una clínica cerca de Roma, en Rocca de
Papa, y curó del todo, solícitamente atendido por el profesor Morelli, que renunció a todo honorario; pero el
clima de la isla no era el más apropiado para él y decidimos trasladarnos a la capital, a un departamento de
tres habitaciones en el número 33 de Vía Asmara. En 1951 ocupamos otro pequeño piso en la misma calle y
desde junio de este año habitamos en un moderno edificio de Vía Libia, donde finalmente dispongo de una
habitación para mí sola, en la que he recogido mis recuerdos más queridos.
Los inviernos los paso siempre en Roma, pero durante el resto del año vivo muchos meses en la
Romana.
Me place vivir en el pueblo donde Benito y yo pasamos nuestra infancia y nuestros mejores años,
donde nacieron mis hijos y todos nos quieren mucho. Incluso los comunistas. Hay muchos camaradas buenos
entre ellos, y yo intento ayudarles como puedo, cada vez que se presentan a pedirme una recomendación o
un consejo. Me dan lástima, aquellos pobrecillos, cuando les veo salir por la mañana para participar en alguna
huelga. Si la huelga es muy importante, los campesinos van detrás de sus bueyes cuya testa ciñen guirnaldas
de banderitas rojas.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Ilustración 38. El Duce en su último discurso del Teatro Lírico de Milán.

Ilustración 39. Una de las últimas fotos de Mussolini conseguida en Gargano, el 12 de abril de 1945, veintiséis días antes de su muerte

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Ilustración 40. Estado de la fosa donde estaba enterrado el Duce, tras la desaparición de sus restos.

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Ilustración 41. Procedente del convento de Cerro Maggiore, cercano a Milán, donde estuvieron escondidos durante doce años, entran los
restos de Mussolini en el cementerio de Predappio.

—Llevaos comida —sugiero a cada un de ellos—; esta noche regresaréis tarde: yo entiendo de estas
cosas.
En el pasado mayo, mientras las ininterrumpidas lluvias amenazaban seriamente las cosechas, una
delegación de comunistas, en nombre de treinta mil camaradas, vino a solicitar mi permiso para ir al día
siguiente a la iglesia de la Virgen Negra, que yo mandé edificar en 1933, y sigue siendo de mi propiedad.
—¿Cómo es eso? —les pregunté, asaltada por la curiosidad.
—Queremos rezar a la Virgencita para que nos conceda la gracia de que cesen las lluvias.
—No podéis hacer eso. ¿Sois o no sois comunistas?
—Sí —me responden compungidos—; pero la Virgen es la Virgen; cuando nos quiere, nos quiere.
Y tuve que complacerlos.
Por supuesto, no faltan los malos compañeros. Uno, por ejemplo, consiguió, en 1954, que se
procesase a «Zvani», el padre de Giuseppe (el fiel conserje del cementerio de San Cassiano) acusándole de
que el Duce le había proporcionado el empleo. Cierto día, hace muchos años, cuando salía de la capilla de
nuestra familia después de haber depositado un mazo de rosas sobre la tumba de sus padres, «Zvani» se
había acercado con timidez a mi marido.
—Duce —le había dicho—, quisiera pediros un gran favor— y de un tirón añadió—: Me gustaría ser el
sepulturero de San Cassiano.
—¿No tienes nada mejor que pedirme? —le había preguntado Benito.
Y él (yo presencié el diálogo) había insistido, asegurando que aquel oficio lo había aprendido durante la
primera guerra mundial y era de su gusto. Quedó complacido y cumplía con celo su cometido. (Giuseppe, en
aquel tiempo, era un rapazuelo, y se habituó a seguir a «Zvani» hasta el cementerio, a pasar días enteros

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

entre tumbas y cipreses. Ahora ha heredado el empleo del padre y a su vez está acostumbrando a su hijo, un
niño de cinco años, a no tener miedo a los muertos.)
«Zvani», fué, pues, procesado en Bolonia, pero le absolvieron porque nadie pudo demostrar que se
hubiese aprovechado de nada y continuó siendo el guardián del cementerio de San Cassiano. Meses
después de lo que acabo de relatar, el comunista acusador murió y fué acompañado al camposanto con las
banderas rojas y los honores que su partido suele reservar para los mejores camaradas. Sólo que, antes de
abrazar la causa del comunismo, había sido un ardiente fascista y en aquellos tiempos había redactado su
testamento olvidándose después de modificarlo. Así, cuando el testamento fué abierto, se descubrió que
deseaba ser enterrado con la camisa negra y su pobre esposa comenzó a sentir la obsesión de las pesadillas
y recurrió a «Zvani» suplicándole que le prestase ayuda. «Zvani» decidió al fin aceptar el piadoso encargo
que se le había confiado y se personó en el cementerio para cumplir la última voluntad del difunto. Pero
cuando estuvo delante de aquella lápida no pudo reprimir su ira y arrojó sobre la tumba la camisa negra que
su enemigo se había puesto tantas veces, gritando (¡ era su venganza !):
—¡ Póntela tú solo, si puedes !
Los habitantes de la Romana no han cambiado desde que Benito y yo éramos niños. Conozco uno que
se jactó por mucho tiempo de haber «liquidado» a doscientos cincuenta republicanos.
—j Vamos! —le decía cada vez que me lo encontraba—. No puedo creerte aunque me lo jures. No
serías capaz ni de matar a una mosca.
Más tarde me enteré que sus maravillosas hazañas se reducían a haber desarmado a cinco o seis
«carabinieri».
Sigo encontrándome bien en Romana. Hasta septiembre pasado, Villa Carpena ha estado ocupada por
45 «dispersos», pero yo, desde 1951, he convertido el garaje en una confortable habitación, y en ella paso
semanas de tranquilidad ocupándome del huerto y de los quehaceres domésticos.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

CAPÍTULO XVI

He escrito a Benito la última misiva. La he colocado, para que no se estropee, entre dos tiritas de zinc,
dentro de la tosca caja de madera en que, el viernes, 30 de agosto pasado, Benito ha vuelto para siempre a
Predappio. Es una caja de embalaje que podría servir a los labriegos para remitir los melocotones o las
cerezas, con dos toscos aros de hierro y dos asas herrumbrosas a los lados. Y yo, por una vez, quedo
reconocida a los fotógrafos. Deseo que el mundo la contemple, reproducida en innumerables fotografías.
También le he escrito a él, en mi misiva (y confío que llegará el día, dentro de cien o de mil años, en que
alguien al abrir el sarcófago pueda leer mis palabras): «Este es el féretro que te proporcionó el Gobierno.» He
añadido esta frase en el último momento, mientras firmaba al pie de un folio que el padre Riño Celato había
llenado de hermosas y conmovedoras expresiones. Pero estoy segura de que si pudiese contestarme, Benito
no estaría de acuerdo conmigo. No vacilaría, con seguridad, en reprocharme mi impertinencia y en
exhortarme, como siempre, a la calma.
¡Cuántas veces hemos cambiado por carta nuestras diversas opiniones! Mi caligrafía es nerviosa e
ilegible (una auténtica caligrafía «de doctor» aunque no he pasado de la segunda elemental) y mi marido se
lamentaba con frecuencia porque no conseguía descifrarla. Cuando estuvo en el frente, durante la primera
guerra mundial, le escribía extensamente todas las noches y él me respondía :
«Raquel; tardo tres días en descifrar cada una de tus cartas.»
Luego adopté el sistema de escribirle siempre que, a criterio mío, algo no marchaba bien en la política
o en nuestra vida privada. Estaba segura de que saldría malparada de haber afrontado con él una discusión a
viva voz y que, en ningún caso, me escucharía hasta el final. Razón por la que, de vez en cuando, me aislaba
en la paz de mi saloncito y vertía a la buena de Dios, en incontables páginas, mis pensamientos bien
definidos. Luego metía aquellas cuartillas en un sobre que cerraba, y escribía la dirección : Benito Mussolini,
con el habitual aditamento: personal, que subrayaba con lápiz rojo. Luego colocaba el sobre en la mesa del
escritorio, en sitio bien visible. Y, como de costumbre, dos días después contestaba Benito con otra carta;
mucho más breve pero igualmente sincera.
Después de muchos años he escrito a Benito la última misiva. He luchado desde el año 1945 para
recuperar su cadáver; he seguido con afán sus pobres huesos por diferentes lugares de Italia; he perseguido
siempre nuevas ilusiones; he quedado agotada por la atmósfera enervante.
Pero ahora que todo ha terminado y él reposa al lado de su Bruno y de sus padres, en el cementerio de
San Cassiano, me siento como vacía. En los meses pasados, los periodistas querían entrevistarme en Villa
Carpena para solicitar mis impresiones. ¿Qué podría responder? ¿Que la vida había sido para mí una
alegría? ¿O un dolor? Es demasiado difícil expresarlo. Prefiero relatar la historia, a veces novelesca de mis
doce años de espera, segura de que satisfaré la justa curiosidad de los lectores. Cuando mataron a Benito,
aún antes de ser trasladada a un campo de concentración de Temí, rogué a una de mis nueras —Gina, la
mujer de Bruno— que se interesase por la restitución del cuerpo de mi marido. Gina habitaba a orillas del lago
de Como y creí que no le sería difícil cumplimentar aquel tristísimo encargo. Por el contrario, supe mucho más
tarde por un sacerdote, ligado a mí por vínculos de parentesco, que mi nuera, a pesar de su buena voluntad,
no había logrado obtener ni una vaga promesa.
Grande fué la desilusión, y aquella noche —me encontraba en el campo de concentración desde hacía
quince días solamente— soñé con mi marido. Le vi comparecer ante mí, de improviso, a pocos pasos de
distancia. Caminaba por un sendero solitario y empedrado de guijarros, y vestía miserablemente, con las
ropas mojadas y el rostro abatido. Avancé a su encuentro, le abracé y me sonrió, como hacía siempre que yo
estaba disgustada. Con la cabeza reclinada en su hombro le pregunté llorando si había sufrido mucho. Me
respondió que estuviese tranquila, que no había experimentado ningún dolor. Después dio media vuelta y
percibí claramente nueve orificios en su espalda. Me explicó que aquellos orificios eran debidos a disparos de
ametralladora, pero que las balas no causan daño cuando nos hieren. La primera impresión es casi
agradable, añadió; un intenso ardor y un ligero escozor. Después, ya no se siente nada más.
Desperté y corrí a la habitación de mi Romano. Aún estaba despierto y se asustó al verme tan agitada.
Le conté mi sueño y él me acompañó hasta mi lecho y se quedó haciéndome compañía, hablándome en voz
baja toda la noche. La descripción de la autopsia, con gran asombro mío, corresponde exactamente a mi
sueño. Hice llamar al oficial inglés Navarra, jefe del campo de concentración y le mostré el documento. No
atiné a pronunciar una palabra: le había ya narrado mi sueño y también él quedó pasmado.
Poco tiempo después visitó Terni el director de la Cruz Roja y a él me dirigí confiada, segura de que
podría ayudarme. Incluso le pedí que me devolviesen el corsé ortopédico de mi Ana María, que quedó en
Gargnano en los días de la catástrofe. Para mi hija, que soporta valerosamente desde la edad de nueve años

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

las dolorosas consecuencias de la poliomielitis, aquel corsé era indispensable y yo, desgraciadamente, no
estaba en condiciones de comprarle otro (¿dónde procurarme el dinero en aquel momento?). Pero Ana María
y yo esperamos en vano cualquier noticia; quizá el director de la Cruz Roja no se había interesado. Mucho
tiempo después supe que el corsé había sido subastado por setecientas liras y estaba en Brescia en un
almacén de desperdicios. Podría haberlo retirado, pero Ana María se había desarrollado mucho y no hubiera
podido servirse de él.
Desde el campo de concentración mis hijos menores y yo fuimos al lugar de destierro que se nos había
sañalado: Forio d'lschia, la región que tanto amo por la bondad desinteresada y la generosidad con que
entonces me acogieron sus habitantes, consolándome en mi gran desventura. (Conservo aún la residencia de
Forio y allí paso muchos meses del año.) Un día, leyendo un periódico, mi nuera se enteró de que yo me
encontraba en Ischia y me escribió para decirme que no había sabido nada más de aquello que tanto me
preocupaba, pero que pronto vendría a verme para hablar largamente. ¡ Pobre Gina ! No la volví a ver. Murió
trágicamente, ahogada, a los pocos días, al atravesar con una barca motora el lago embravecido por la
borrasca, cuando se dirigía a asistir a la boda de una amiga. Siempre había tenido un miedo instintivo al agua
(en el mar, cuando las olas le llegaban a la cintura, deteníase jadeante y espantada), pero ya hacía tiempo,
por uno de esos misteriosos presentimientos en los que creo porque muchas veces he tenido experiencia
directa, repetía que su único deseo era, ahora, reunirse con Bruno.
Antes de ser desterrada a Forio, yo no había puesto pie en ninguna isla ni tenía intención de ponerlo.
La idea de una isla pequeña en medio del mar me hacía pensar, con inquietud, en una cárcel. Me parecía que
con mi vivacidad y mi nerviosismo, me asfixiaría en una isla sin poderme mover a mis anchas. Un proverbio
de la Romana, dice: «Napoleón con toda su soberbia fué a parar a la isla de Elba» y muchas veces Benito y
los muchachos me lo repetían para asustarme.
—¡ Ojo! —decían—. Si no eres buena te mandaremos castigada a una isla, como Napoleón.
Desde los primeros días de mi permanencia en Forio descubrí maravillada que también una isla posee
sus ventajas y, como Ischia, sus maravillosas bellezas. Sin embargo jamás logré evadirme de la sensación de
que en una isla se está lejos de todos, que es difícil ir y volver, y recibir o enviar noticias. Cuando, el 23 de
abril de 1946, leí en un diario que los restos mortales de mi marido habían sido robados de noche del
cementerio de Musocco, en Milán, a duras penas le daba crédito, tan absurdamente irreal me parecía el
hecho como si hubiese sucedido en otro planeta. Los inquietos y los fanáticos siempre me han molestado y
en aquella ocasión tampoco aprobé a aquellos que habían tenido tan macabra idea. De todos modos, expedí
inmediatamente dos telegramas: uno al ministro Nenni y otro a Agnesina, jefe de Policía de Milán, para que el
cadáver de Mussolini nos fuese entregado a mí y a sus hijos.
Debo reconocer sinceramente que Nenni se comportó humanamente conmigo ¡ envió a Forio d'lschia a
un comisario portador de una carta en la que me explicaba que desgraciadamente, por razones de Estado, no
podía complacerme. Recordé las palabras escritas por Benito en la «Vida de Arnaldo»: «Sería muy ingenuo si
pidiese que me dejaran tranquilo después de muerto. En torno a las tumbas de los jefes de aquellas grandes
transformaciones que se llaman revoluciones, no puede haber paz», y, resignada, me encerré en mi dolor.
Sabía, también, que en aquellos momentos el gobierno estaba ocupadísi-mo en resolver asuntos graves de la
nación y no quería distraer su atención. Pero apenas subió al poder de Gasperi, hice nuevas tentativas, por
medio de gestiones privadas, para obtener los restos de Mussolini. No obtuve respuesta. Algún tiempo
después vino a verme un «carabiniero» para comunicarme, por encargo del Gobierno, que mi petición había
sido desestimada. Pero, ni aún en aquel doloroso período abandoné la lucha entablada para que Benito
pudiese reposar para siempre al lado de su Bruno en el cementerio de San Cassiano, como fué su deseo.
Tiempo antes había pensado en confiar la delicada cuestión a un hombre de leyes e incluso llegué a dirigirme
al abogado Rormichella, quien, desde finales de 1945, defendía con habilidad y ánimo nuestros intereses.
Redacté una carta sencilla y humana en la que apelaba a la caridad cristiana y al culto sagrado de los
muertos. La firmé y la remití. Pero la respuesta de Scelba —conservo la carta— fué áspera. Un día, en Rocca
di Papa, donde me encontraba para cuidar de mi hijo, recibí la visita del padre Facchinetti, quien sentía gran
afecto por Romano. Le dije que aún no había conseguido dar digna sepultura a Benito y me prometió que se
interesaría personalmente. En efecto; en un coloquio que sostuvo con Alcide de Gasperi, llevó la
conversación a tan delicado tema, pero no obtuvo ningún resultado positivo porque —así se explicó de
Gasperi— aún quedaban demasiados fascistas.

Después, el padre Facchinetti partió para Trípoli, la ciudad de donde era obispo, y yo seguí esperando.
Transcurrieron los meses y los años, pero las cosas seguían en su punto de partida. La Prensa hablaba con
frecuencia de la restitución del cadáver de Mussolini, pero yo jamás autoricé la publicación de tales artículos:
nunca concedí entrevistas ni pronuncié frases que pudiesen ofender al gobierno o suscitar polémicas. El
padre Facchinetti volvió a Italia pasado algún tiempo. Estaba gravemente enfermo pero, antes de entrar en la
clínica para operarse, intentó otra vez resolver el problema que tan preocupado le tenía; y una vez más con

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

resultado negativo. Veinte días después un telegrama del padre Zueca me anunció que el padre Facchinetti
había muerto en el hospital sin haber tenido el consuelo de dar sepultura cristiana al hombre que, según el
Papa Pío XI, la Divina Providencia había enviado a Italia. Con el padre Facchinetti perdía a un amigo sincero,
un verdadero padre espiritual, y grande fué mi sentimiento.
Proseguí la lucha en los años que siguieron. Después del fallecimiento de Gasperi, subió Pella al
poder, pero no me apresuré a dirigirle mi petición para recuperar los restos de mi esposo. Siempre he sabido
que los primeros tiempos en el poder son los peores, y esperé a que se consolidase en su cargo antes de
procurarle otra preocupación. Pella abandonó el cargo el cabo de pocos meses, pero durante su breve
gobierno el ministro Andreotti ordenó que me fuesen restituidas cuatro cartas escritas por Benito en el mes de
agosto de 1943 cuando estaba preso en la Maddalena, y esta atención (de la que aún ahora doy las gracias a
ambos) me causó vivo placer. Después volví a la carga, podría decirse así, por todos los medios, incluso los
privados. Un día en el invierno de 1955, para contentar a un grupo de «missinos» que había hecho una
interpelación en la Cámara sobre la restitución del cadáver dei Duce, Scelba me mandó con gran secreto al
inspector general de la Policía, Agnesina. Vino a verme a Roma al piso de tres habitaciones en la avenida
Asmara, donde habitaba entonces con Romano y Ana María, y me dijo que el gobierno se había decidido por
fin a restituir a la familia los restos de Mussolini. Añadió que debía guardar el secreto incluso con mis hijos.
Juré guardarlo y nos pusimos de acuerdo. El lugar de la cita era Villa Carpena. Agnesina vendría a recogerme
a altas horas de la noche, me haría subir a un «jeep» y me acompañaría al lugar donde permanecía oculto el
cadáver de mi marido; lugar que yo ignoré siempre —quisiera decirlo a gritos para que se enterase todo el
mundo— en estos larguísimos años.
Antes de despedirse, Agnesina me confió que los restos mortales del Duce ya no estaban en Milán y
dijo que estaba dispuesto a revelarme dónde se encontraban en aquel momento. Naturalmente, si alguien
hubiese logrado, aunque fuese por azar, descubrir la verdad, toda la culpa hubiera recaído únicamente sobre
mí, la viuda del muerto. Al día siguiente recibí la visita de dos diputados del M.S.I. Me dijeron que Scelba
tenía intención de restituirme el cadáver pero a cambio de ello debíamos evitar que asistiese nadie con la
intención de rendirle homenaje. Fingí extrañeza y el propio Scelba tuvo la prueba de que ni siquiera había
hablado con mis hijos. En efecto; precisamente en aquellos días, fué a verle mi Edda para preguntarle si aún
no había llegado el momento de dar una tumba a su padre, y Scelba le informó que había iniciado ya, a este
respecto, negociaciones conmigo.
Transcurrieron los días y las semanas sin más novedad. Aún persistía mi irritación producida por la
desilusión sufrida, cuando, de pronto, cundió la voz de que el cadáver del Duce había sido llevado a Monte
Paolo.
Monte Paolo es un santuario situado a unos seiscientos metros de altura en los Apeninos de la
Toscana Emilia, a mitad de camino entre Forli y Florencia. Desde él se domina todo el valle con sus trigales,
sus cipreses, sus huertecillos verdes y bien cuidados. Para gozar de aquel panorama sereno, aquel aire puro
y punzante, Benito y yo, en nuestras visitas a Carpena, nos llegábamos hasta Monte Paolo en auto. El Duce
ordenó la construcción de la carretera que conduce al santuario, una magnífica pista de majestuosas curvas,
e hizo restaurar el campanario de la pequeña iglesia. El prior del convento, padre Teófilo, le estaba muy
reconocido a mi marido por aquella atención, y después de la muerte de Arnaldo mandó levantar una capilla
dedicada a nuestra familia. En la cripta subterránea están los nichos donde duermen el sueño eterno los
frailes del convento y el padre Teófilo hubiese querido que uno de estos nichos fuese reservado a Benito.
—Sólo aquí —insistía—, en esta paz infinita, hallarán vuestros huesos el verdadero descanso.
—Lo pensaré —respondía al padre Teófilo.
Precisamente en Monte Paolo, según se dijo en cierto momento, habían sido llevados los restos de mi
marido. Alguien que se había ocultado en el campanario había visto descargar de un camión una caja de
forma casi cuadrada de aspecto muy parecido a aquella que la tarde del día primero de septiembre
descendió, finalmente, al sarcófago que la esperaba desde hacía tantos años. Se aseguró en un principio que
la caja había sido depositada en la capilla de los Mussolini, luego se dijo que en el interior de la iglesia y
finalmente debajo del altar. Comenzaron las peregrinaciones, se produjo la detención de un fotógrafo y de un
periodista, sorprendidos una noche practicando una excavación en las gradas del altar, y los tres frailes del
santuario fueron acusados de indiscreción y castigados con un traslado. Fueron sustituidos por tres nuevos
frailes, más timoratos y discretos. Otro camión, siempre de noche, fué a retirar el baúl fantasma. En medio de
esta confusión, vacilando entre la incredulidad y la ansiedad, empujados por la desesperación, por la
imperiosa necesidad de fijar nuestro pensamiento en unos palmos de tierra, de arrodillarnos en cualquier
parte, de depositar al azar nuestras flores, mis hijos y yo nos dirigimos a Monte Paolo numerosas veces y
mandamos celebrar misas.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Sucesivamente los restos mortales de mi marido fueron señalados en distintos lugares : en Tívoli, en
San Cassiano, en la iglesia de San Antonio de Predappio. De cuando en cuando, alguien, creyendo darme
una buena noticia, susurraba a mi oído en medio de una conversación banal :
—Aquella persona que usted sabe se encuentra en...
O bien :
—...en...
Y yo, para no gritar, oprimía mis manos con fuerza. Mi desesperación llegó al punto de que en una
ocasión me presenté en la abadía parroquial de San Antonio y dije, en un mar de lágrimas, al padre Enrico :
—¿Por qué me oculta dónde están los restos de mi marido? ¿Por qué no se apiada de una pobre
vieja?
En otra ocasión me visitaron en Roma dos italo-americanos, marido y mujer, que regresaban a Nueva
York después de haber pasado sus vacaciones en Italia. Refiriéronme que estuvieron en Predappio, donde
visitaron la casa del Duce, impresionándoles vivamente el abandono en que era tenida.
—Teníamos el propósito —añadieron— de instalar en Predappio una fábrica que proporcionase trabajo
a buen número de sus vecinos. Pero hemos cambiado de idea.
Yo no prestaba gran atención a sus palabras. En un momento dado uno de los dos me dijo en voz baja:
—Ahí abajo tenemos a Benito. ¿Podemos traerlo aquí arriba?
Me puse en pie como movida por un resorte. No comprendía nada de aquello y mi corazón parecía
enloquecer. Por un instante tuve la ilusión de que hubiese vuelto. Pero sólo se trataba del hijo de mis amigos,
un joven de veintiún años a quien sus padres habían puesto el nombre de mi esposo.
Basándose en estos detalles, muchos italianos creyeron que yo conocía el lugar secreto de la sepultura
del Duce; incluso los había que estaban convencidos de que era yo quien me negaba a hacerme cargo de su
cadáver. Cierto día, acompañada de una amiga entrañable, la señora AAancini (la pobre experimentó también
el dolor inmenso de perder un hijo en la guerra) visité el santuario de Monte Paolo. Llevaba el deseo de
encender un cirio en la capilla en que, decíase estaba escondido el cadáver de Mussolini. Nos recibió un
monje desconocido para mí y pude darme cuenta, desde sus primeras palabras, de que no me había
reconocido. Hablamos del tiempo; después, alzando la mirada como al azar hacia los medallones y pinturas al
fresco que adornaban una de las paredes, le dije, señalando el que reproduce la imagen de mi marido:
—¿Qué mal hizo este hombre? Soy una campesina y no entiendo de estas cosas.
Contestóme que eran muchos sus pecados y al insistir yo en conocer uno sólo de ellos, me nombró la
Petacci. Rebatí con calma :
—¡ Pobre ! ¡ Desgraciadamente son muchos los hombres que cometen pecados de este género! Y en
cuanto a la Petacci, expió duramente sus culpas. Cada noche le rezo un Avemaria.
Permanecí absorta unos segundos. Luego, le señalé el medallón que representa a Eugenio Pacelli.
—¿Es un sacerdote?» —le pregunté.
—Es el Sumo Pontífice.
—¿Por qué lo han colocado al lado de Mussolini?
—En recuerdo del Concordato.
—¿Es cosa importante?
—Importantísima.
—Entonces, si hizo alguna buena obra, ¿por qué se niegan a devolver sus restos mortales a su pobre
esposa?
—Es ella la que no quiere —me dijo mi interlocutor.
—¿Estáis seguro?
—Segurísimo.
A punto estuve de delatarme, pero hice un esfuerzo y logré acallar mi indignación. Sólo más tarde,
cuando volví a Villa Carpena, me encerré en mi habitación y rompí a llorar amargamente.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Por fin, Benito ha vuelto a Predappio. Nos hemos dado cita por última vez delante de los cipreses de
San Cassiano, el mediodía del viernes 30 de agosto. Ha sido una espera larga y angustiosa y muchas veces
he creído que me faltarían las fuerzas para resistir hasta el fin. Muchas veces había concebido esperanzas y
otras tantas habían quedado desvanecidas. Incluso en los días en que cierta persona vino a verme, a Fono,
para tratar, en nombre de Zoli, la vieja y triste cuestión, estaba convencida de que todo se resolvería con un
poco de clamor periodístico y nuevos sufrimientos para mí. Habían decidido restituirme los restos de mi
marido el 15 o el 18 de agosto: el 15, día en que no se publican los periódicos y la gente sólo se preocupa en
disfrutar lo mejor posible la tradicional fiesta, o bien el 18. Aquel día, en efecto, debían celebrarse en
Copenhague los campeonatos mundiales de ciclismo y creíase que sería más fácil desviar la atención del
público de cualquier otro acontecimiento.
Como siempre, no compartí con nadie mi secreto, ni siquiera con Ana María, que pasó el verano
conmigo en Fono. Empero, la noticia se propagó inmediatamente desde Roma, invadiendo en seguida la
prensa entera.
Pasada la fiesta de la Asunción vino a verme el comisario de Porto d'lschia, anunciándome que el
Gobierno estaba dispuesto a restituirme los restos mortales pero con la condición de comprometerme, como
en 1955, a no hablar de ello con nadie, ni siquiera con mis hijos.
—De acuerdo —asentí—. Pero diga a quien le envió que me se imposible alejarme de la isla y pasar
inadvertida; los periodistas no me pierden de vista, el teléfono está intervenido y lo que usted considera un
secreto impenetrable ha trascendido ya en Predappio, y no por culpa mía, hasta el punto que allí todos
esperan el «regreso» del Duce. Por tal motivo quisiera entrevistarme con Zoli o con el ministro Tambroni. Me
contentaré con una breve conversación de unos minutos, pero es indispensable que hable con ambos, en su
propio interés.
Tenía perfectamente definido lo que diría a Zoli y a Tambroni. Les rogaría que me acompañasen a la
misteriosa localidad en que el Gobierno ocultaba desde hacía tantos años el cadáver de Mussolini,
permitiéndome que procediese a la identificación de los restos de mi marido y, sobre todo, reemplazar la
tosca caja a la que Agnesina había aludido dos años antes por un féretro modesto pero decoroso.
Únicamente después de solucionar ambas cosas, proseguiría mi viaje hacia el cementerio de Predappio, para
asistir a la ceremonia de darle sepultura. De haber accedido el Gobierno a mis sugerencias ha-bríase evitado
hacer el ridículo ante el mundo entero. Pero, evidentemente, no lo consideró oportuno. Al despedirse de mí, el
comisario me prometió trasladar mi petición y al leer, pocos días después, en un periódico, que Zoli,
respondiendo a los periodistas, afirmaba que tenía la intención de tratar este asunto directamente con la
familia del Duce, quedé convencida de que, de un momento a otro, sería citada por el jefe del Gobierno. Pero
los días transcurrieron y nadie se presentó a traerme la ansiada noticia. En el ínterin, los enviados especiales
no me concedían tregua y yo, con el propósito de evitar sus preguntas, no salía de casa, ni respondía a las
llamadas telefónicas, sin atreverme siquiera a pronunciar palabra. Temía que las negociaciones quedasen
interrumpidas y estaba convencida de que tendría que renunciar para siempre a la esperanza de procurar una
tumba a Benito.
Supe al fin que Zoli había llegado a la isla para reunirse con Gronchi y Pella en un hotel de Lago
Ameno y pensé que quizá aprovechase aquella oportunidad para concederme la entrevista que de él había
solicitado. Pero una vez más confié en vano y sólo después de que Zoli hubo partido, en la tarde del 28 de
agosto, volvió a visitarme el comisario de Porto d'lschia. Díjome que a la mañana siguiente debería
emprender yo el viaje para la Romana y aguardar nuevas instrucciones en Villa Carpena. Tales eran las
órdenes; además debía reiterar la promesa de no revelar a ningún ser vivo, ni aún a mis hijos, el motivo de mi
viaje y el punto de destino. No me desagradaba acudir yo sola a recibir a Benito. Prefería que mis hijos
recordasen la figura de su padre en vida, tal como le habían visto la última vez en Gargnano. (Soy más fuerte
que ellos y siempre evité a los míos la tristísima tarea de enterrar a nuestros muer-tor.) Pero mis hijos me lo
han reprochado en ocasiones. Opinan que el Gobierno debió de advertirlos pues deseaban estar conmigo en
aquel doloroso momento.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Ilustración 42. Un doloroso momento para Raquel durante la entrega de los restos de Mussolini, en Predappio, el 30 de agosto de 1957.

Ilustración 43. En el apartamento de Roma, Raquel ha reunido sus reliquias más queridas. Rodeado su lecho las fotografías de su marido
y sus hijos.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

El temor a comprometerlo todo una vez más, me impulsó a aceptar cualquier condición. No me
encontraba bien; por la mañana hube de recurrir al médico quien me recomendó que me cuidase mucho y un
reposo absoluto. Así lo expuse al comisario, añadiendo:
—Estoy sola y no dispongo de automóvil; para dirigirme a la Romana tendré que tomar una diligencia
hasta Porto d'lschia, embarcarme en este lugar, coger el tren en Ñapóles, otro tren hasta Roma, hacer un
trasbordo en Bolonia y procurarme de nuevo un medio de locomoción hasta Forli, antes de llegar a Carpena.
¿Podía confiar, acaso, en que nadie me reconociese en aquel largo recorrido y mantener el secreto?
Comprendió el comisario que yo tenía razón y me dijo que trasladaría inmediatamente a sus superiores
las objeciones por mí formuladas. En efecto, dos horas después se presentó de nuevo. Me explicó que había
hablado con el prefecto de Ñapóles, quien le autorizó a que me acompañase en automóvil hasta Carpena,
con otros dos policías vestidos de paisano. Vinieron a recogerme a las ocho de la mañana siguiente. Hacía un
momento que el cartero había traído la correspondencia y de entre las cartas leí una en la que una señora de
Genova pedíame el régimen seguido por mi esposo para curar su úlcera. Aún la llevaba en el bolso cuando
llegué a Villa Carpena.
El viaje fué accidentado; en la travesía en barco de Porto d'lschia a Pozzuoli, me senté en un rincón sin
dirigir la mirada ni una sola vez, según lo convenido, hacia el lugar donde estaban los agentes que me
escoltaban; en Pozzuoli, sin apartarme de las instrucciones recibidas, me confundí con la muchedumbre,
simulando no ir acompañada de nadie, pero después, con cautela, me acerqué a mis custodios, que me
precedían caminando con gesto de indiferencia a pocos pasos de mí y subí con ellos al «Appia» negro que el
jefe de policía de Ñapóles, Marzano, puso gentilmente a mi disposición.
Nos pusimos en marcha. Llevaba conmigo una maleta muy pequeña (una grande, me dijeron, llamaría
la atención) y me había ceñido la cabeza con un pañuelo. Sin embargo, en una posada, en plena campiña, en
las cercanías de Roma, donde nos detuvimos a comer, huyendo de las miradas indiscretas, fui igualmente
reconocida.
—Es doña Raquel —exclamó uno de los clientes, acercándose a nuestra mesa. Mucho trabajo costó a
los agentes y a mi convercerlo de que se trataba de un error.
Después, por dos veces, sangré por la nariz y finalmente equivocamos el camino, alargando el viaje
unos cincuenta kilómetros. Llegamos a Forli ya de noche. Embocamos la carretera que conduce a Villa
Carpena, una carretera polvorienta, pues mi marido no quiso nunca que fuese esfaltada (temía que le
acusasen de aprovecharse de su posición). La había recorrido a pie, con Benito, cuarenta y ocho años antes,
cuando iniciamos nuestra vida en común. Llovía, en aquella ocasión, y nos ladraban los perros de las
alquerías.
El comisario de Ischia vino a recogerme a las once de la mañana del día siguiente. Estaba preparada
desde mucho antes. Había dispuesto las habitaciones para mis hijos y demás parientes, pues estaba segura
de que llegarían en cuanto el Gobierno difundiera la noticia oficial. Colgué de mi brazo el bolso con la sábana
de lino que había bordado para él y una botellita con coñac para el caso de que la emoción me pusiese en la
necesidad de reanimarme. Los últimos minutos de mi larguísima espera fueron quizá los más terribles. Había
llegado antes de la hora de la cita y mientras esperaba el automóvil que me traería a Benito, no lograba
calmar mi angustiosa inquietud.
Cada instante de retraso llevaba a mi ánimo la convicción de que una vez más sufriría una desilusión.
Sería demasiado doloroso para mí describir, a tan corta distancia de tiempo, lo ocurrido el 30 de agosto
en el cementerio de San Cassiano. La capilla estaba a oscuras, y en la cámara mortuoria faltaba el agua y los
desinfectantes. Para remediar la falta, distribuí el coñac entre todos para que se lavasen las manos. Pero no
lo ofrecí a Agnesina. Confieso que me porté con él con poca gentileza durante toda la ceremonia. Rechacé el
brazo que me ofrecía y sus lentes (había olvidado los míos en Carpena) y le di varias respuestas en tono
destemplado. Ahora lo siento de veras.
—Doña Raquel —me dijo, tratando de justificarse—. Comprenda que he recibido órdenes...
—Sí —rebatí—, lo comprendo perfectamente, pero cuando fué su deber cumplir las órdenes recibidas,
no lo hizo.
En aquel momento no podía olvidarme del 25 de julio de 1943. Agnesina era entonces uno de los
comisarios encargados de la protección de Mussolini, y en calidad de tal le acompañó aquel día hasta Villa
Saboya. Le pregunté a su regreso:
—¿Dónde estaba usted cuando detuvieron al Duce?
—Doña Raquel, desgraciadamente fui a afeitarme —(operación que duró cerca de tres horas).

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Mi lucha ha terminado ya y Benito se halla por fin ¡unto a los suyos, en nuestra Romana. Por vez
primera, al cabo de doce años, he sido autorizada para arreglar, en el día de Difuntos, la tumba donde
reposan todos mis seres queridos; llevar a mi esposo los crisantemos que para él cultivé y las rosas rojas, sus
flores preferidas. Para evitar los comentarios acudo de noche a visitar a mi muerto. En la cancela y en la
puerta de la capilla montan guardia los «carabinieri». Pero igualmente proporciona un inmenso consuelo
poder rezar junto al sarcófago donde Benito duerme su sueño eterno.
Después, cuando regreso a Villa Carpena, me detengo por largo rato ante su retrato, colgado en el
saloncito, y le hablo como si aún viviera (y para mí sigue viviendo; tengo la impresión de que viaja por un país
lejano y puede volver de improviso). Le cuento todo cuanto me sucedió y le confío mis pesares y mis
preocupaciones; otras veces, al rememorar el pasado, le reprocho su ingenuidad y el haberse dejado
engañar. De noche sueño con él, como sueña toda mujer que perdió a su esposo y le sigue queriendo. En los
últimos tiempos recibí centenares de cartas y fueron muchísimas las personas que me visitaron, procedentes
de todas partes de Italia. Querían saludarme, conocerme o sólo verme. Me llamaban «mamá Raquel» y yo les
decía bromeando :
—Será preciso que diga a mis muchachos que ahora tengo otros muchos hijos, además de ellos —o
bien—: No me agrada mucho que incluso los que tienen más de ochenta años me llamen mamá— y me
refugiaba en la cocina para ocultar las lágrimas.
Una noche, conté en sueños a Benito todas estas cosas.
—Me llaman mamá —le dije—. Me abrazan y son muy buenos conmigo. El tiempo no pasa en balde:
poco a poco los odios se van aplacando.
Veíale sonreír y escuchaba su voz calurosa.
—Raquel; aquí no se sienten rencores.
—-¿Por nadie?
—No; por nadie.
—¿Ni siquiera por Badoglio?
—Ni siquiera por él.
Iba ya a sublevarme, a rebatirle con viveza, pero en aquel momento se me acercó Benito y reparé
maravillada en su increíble transformación. Era muy distinto a como le vi por última vez en Gargnano. Más
delgado, más ágil. Su cabeza tenía la juventud que muestra en la fotografía que cuelga en la pared junto a mi
lecho, en Roma. La juventud del día en que me pidió que fuese la compañera de su vida, cuando (desde
entonces ha transcurrido ya medio siglo) él lucía bigote y yo tenía los cabellos rubios.
Villa Carpena, noviembre de 1957.

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

ÍNDICE DE ILUSTRACIONES

Ilustración 1. Raquel Mussolini y Anita Pensotti, que ha recogido la narración de "Benito, mi


hombre", en el jardín de villa Carpena, en Romagna ................................................................................................... 7
Ilustración 2. Raquel Mussolini en Forio d'lschia, el pueblo donde fué confinada con sus hijos
Romano y Ana María, después de la guerra ................................................................................................................ 8
Ilustración 3. Dos fotografías juveniles de Benito Mussolini, correspondientes a la época en que
militaba en el partido socialista.................................................................................................................................. 16
Ilustración 4. La casa donde nació Mussolini, en Dovia (Predappio) .................................................................................. 16
Ilustración 5. La casa natal de Raquel, en Salto (Predappio Alto) ....................................................................................... 16
Ilustración 6. Benito y Raquel Mussoli en dos retratos hechos al año siguiente de la Marcha sobre
Roma .......................................................................................................................................................................... 17
Ilustración 7. Romano besa afectuosamente a su madre, en su casa de campo de villa Carpena..................................... 18
Ilustración 8. Mussolini de uniforme durante la Primera Guerra Mundial. ............................................................................ 24
Ilustración 9. Mussolini herido en el Hospital de Baggio (Milán) ......................................................................................... 24
Ilustración 10. Mussolini en el confín ítalo-austríaco después de su expulsión del Trentino en 1909.................................. 25
Ilustración 11. El "Covo", primera sede del fascismo ........................................................................................................... 25
Ilustración 12. Mussolini en una ceremonia oficial en el primer año de su gobierno; a su lado
Costanzo Ciano (derecha) y el príncipe Boncompagni........................................................................................... 32
Ilustración 13. Mussolini salta a caballo un obstáculo en el parque de villa Torlonia ........................................................... 32
Ilustración 14. La fachada de villa Torlonia .......................................................................................................................... 32
Ilustración 15. Benito Mussolini, Vittorio Emanuele III y Badoglio durante unas maniobras. La
fotografía corresponde al primer año del fascismo ................................................................................................... 39
Ilustración 16. La Rocca delle Camínate como es actualmente. La torre de Malatesta. ..................................................... 40
Ilustración 17. El salón del Gran Consejo. Durante la guerra La Rocca fué devastada y saqueada.................................... 40
Ilustración 18. La familia Mussolini delante de la puerta de villa Torlonia. A la izquierda Raquel que
lleva en brazos a Ana María; Vittorio, Romano, Benito, Edda y Bruno....................................................................... 48
Ilustración 19. Mussolini durante el tiempo de colegial en la escuela municipal de Forlimpopoli......................................... 48
Ilustración 20. Mussolini con su hija Edda............................................................................................................................ 48
Ilustración 21. Mussolini con su hermano Arnaldo y su hijo Bruno en los funerales de Sandro Itálico,
hijo de Arnaldo, en 1930............................................................................................................................................ 55
Ilustración 22. Benito con su hija Edda y el maestro de equitación Ridolfi........................................................................... 56
Ilustración 23. Benito y Raquel con sus nietos Marzio, hijo de Edda; Marina, hija de Bruno, y Guido,
hijo de Vittorio. ............................................................................................................................................................ 56
Ilustración 24. En el aeropuerto de Littorio, en 1936, Mussolini espera el regreso de Bruno, Vittorio y
Galeazzo Ciano, acabada la guerra de Abisinia. En la foto Raquel, es la que da la espalda a
Costanzo Ciano. Al lado de Edda, Carolina Ciano; la niña es Ana María............................................................... 63
Ilustración 25. Benito, Raquel y Ana María, en la Rocca delle Camínate. ........................................................................... 63
Ilustración 26. Mussolini con Hitler en Berlín, en septiembre de 1937. La visita de Mussolini fué
devuelta por el Führer al año siguiente....................................................................................................................... 64
Ilustración 27. Bruno Mussolini y el general Biseo, en 1937, durante el raid Istres-Damasco-París................................. 71
Ilustración 28. Vittorio Mussolini en Nueva York, sobre la terraza del Empire State Building, en 1937. .............................. 71
Ilustración 29. Raquel, ayudada de sus hijos Romano y Ana María, intenta montar en bicicleta. La
foto está sacada recientemente en Romagna ............................................................................................................ 72
Ilustración 30. Cuatro escenas de la vida familiar del Duce en villa Torlonia, antes de la Segunda
Guerra Mundial. .......................................................................................................................................................... 79
Ilustración 31. Raquel muestra a su nieta Marina, huérfana de Bruno, un retrato de su hijo. .............................................. 80
Ilustración 32. Edda Ciano en el salón de su villa de Capri.................................................................................................. 80

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RAQUEL MUSSOLINI - BENITO, MI HOMBRE

Ilustración 33. Raquel en el comedor de villa Carpena. Esta silla, que perteneció a Mussolini, fué
destrozada por el vandalismo de la plebe. ................................................................................................................. 87
Ilustración 34. El hotel del Gran Sasso, donde estuvo preso Mussolini. .............................................................................. 87
Ilustración 35. El Duce, liberado por los alemanes, abandona el hotel del Gran Sasso. ..................................................... 94
Ilustración 36. Mussolini en Gargano, sobre el lago de Garda, en los últimos días de su vida. ........................................... 95
Ilustración 37. Villa Feltrinelli, donde Mussolini vivió con su familia en los días de la República Social. ............................. 95
Ilustración 38. El Duce en su último discurso del Teatro Lírico de Milán. .......................................................................... 102
Ilustración 39. Una de las últimas fotos de Mussolini conseguida en Gargano, el 12 de abril de 1945,
veintiséis días antes de su muerte ........................................................................................................................... 102
Ilustración 40. Estado de la fosa donde estaba enterrado el Duce, tras la desaparición de sus restos. ............................ 103
Ilustración 41. Procedente del convento de Cerro Maggiore, cercano a Milán, donde estuvieron
escondidos durante doce años, entran los restos de Mussolini en el cementerio de Predappio. ............................. 104
Ilustración 42. Un doloroso momento para Raquel durante la entrega de los restos de Mussolini, en
Predappio, el 30 de agosto de 1957. ........................................................................................................................ 111
Ilustración 43. En el apartamento de Roma, Raquel ha reunido sus reliquias más queridas. Rodeado
su lecho las fotografías de su marido y sus hijos. .................................................................................................... 111

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