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Sarrazac Jean Pierre Apostilla A El Drama en Devenir 1 PDF
Sarrazac Jean Pierre Apostilla A El Drama en Devenir 1 PDF
EL DRAMA EN DEVENIR
APOSTILLA A L’AVENIR DU DRAME
JEAN-PIERRE SARRAZAC
Traducción Víctor Viviescas
Versión previa a la publicada en Paso de Gato
Siempre hay algo de engañoso en un título. Pero el lector que ha terminado este libro
[L’avenir du drame] sabe bien que mi intención no fue jamás la de establecer un pronóstico
sobre el “porvenir” de una forma dramática en crisis si no terminal por lo menos
permanente, sino intentar atrapar, gracias al examen de una centena de piezas de los años
60 y 70, el devenir –forzosamente múltiple- de esta escritura que en ausencia de algo mejor
continuaremos llamando “dramática”.
La pregunta que me corresponde formular ahora, haciendo eco a mi primer capítulo sobre
el “autor-rapsoda”, es justamente la del principio dinámico y de las líneas de fuga de este
devenir. Ahora bien, la trasformación de la forma dramática ha sido ya teorizada en dos
ocasiones: por Mijail Bajtin, quien entonces habló de “novelización” del teatro; y claro
está, por Brecht, Benjamin, Szondi, etc. bajo la égida del “teatro épico” o de la “epización”
del teatro. Escrito hace 20 años, El porvenir del drama ha sufrido incontestablemente esta
doble influencia de Bajtin y del brechtismo –en lo que tiene que ver con Szondi, para la
época yo conocía muy poco sus trabajos1-. Sin embargo yo no querría ocultar mis
reticencias a alinear mis propios análisis en la línea de las teorías de Bajtin o de Brecht.
La “novelización de los otros géneros” – y en principio del teatro- de la que habla Bajtin2
no me parece incontestable sino durante un periodo en el cual el arte de la novela es
predominante y sirve de modelo, de manera general de la mitad del siglo XIX a los inicios
del XX, con un punto de clímax que corresponde al momento naturalista (las piezas de
Chéjov, “complicadas como una novela”). Además, la oposición bajtiniana del
monologismo dramático con el dialogismo novelesco, por más brillante que sea no es
menos sumaria y discutible. En cuanto a la epización del teatro, tan a menudo verificada en
1
Peter Szondi, Théorie du drame moderne, L‟Age D‟Home “Théâtre-recherche”, 1983. [Edición en español:
Teoría del drama moderno. Tentativa sobre lo trágico. Trad. Javier Orduña. Barcelona: Destino, 1994]
2
Mijail Bakhtine, « Récit épique et roman » in Esthétique et théorie du roman, traduit du russe par Daria
Olivier, Gallimard, 1978. [Edición en español : Bajtin, Mijail. Teoría y Estética de la novela. Trad. Helena S.
Kriúkova y Vicente Cazcarra. Madrid: Taurus, 1991. (Colección Humanidades / Teoría y crítica literaria)
[Primera edición rusa 1975, primera edición española 1989]]
2
Incluso este concepto de epización conservaría alguna posibilidad de abarcar hoy por hoy el
devenir de la escritura dramática si le conserváramos la amplitud y la plasticidad que tenía
en la primera versión de ¿Qué es el teatro épico? de Walter Benjamín, en la que el autor
escribe (contrario a lo que acontece en la segunda versión) que “Strindberg intentó de una
manera muy conciente crear un teatro épico, no trágico” y “abrir la vía a un teatro „gestual‟,
gracias a la vehemencia de su pensamiento crítico y su ironía sin concesión” 3. El
endurecimiento del concepto de lo épico en el teatro (de manera notable en Szondi, más a la
escucha de Adorno –que ataca violentamente la subjetividad de tipo strindbergiano o
expresionista- que de Benjamin) tuvo como consecuencia el haber bloqueado una vía que
es sin embargo fecunda: la vía de un épico-paradójico, oximórico, de este “épico-íntimo”
que parece provenir del Segundo Fausto y que pasa por Strindberg, los expresionistas,
Pirandello, Becket, Adamov, Kroetz, Bernhard, Duras4.
Es en el corto ensayo titulado Poesía épica y poesía dramática, que Goethe dirigió a
Schiller el 23 de diciembre de 1797, que vemos (re)aparecer la figura del rapsoda, ya no
simplemente considerado como un “contador” (narrador) opuesto al actor (o al “mimo”),
sino también como poeta: “Si quisiéramos deducir de la naturaleza humana”…, escribe
Goethe, “…las leyes detalladas a partir de las cuales (poeta épico y poeta dramático) deben
actuar, sería necesario imaginar un rapsoda y un mimo, los dos poetas y rodeados, el
3
Walter Benjamín, Essaies sur Bertolt Brecht. [Edición en español: Benjamin, Walter. Tentativas sobre
Brecht - Iluminaciones III. Prólogo y trad. Jesús Aguirre, 1ª. Edición, Frankfurt am Main, 1972, Madrid:
Taurus, 1999.
4
Sobre esta noción de “épico-íntimo” el lector se puede remitir a dos de mis obras: Théâtres intimes, Actes
Sud, “Le Temps du théâtre”, Arles, 1989; Théâtres du moi, Théâtres du monde”, Editions Médianes,
« Villégiatures », Rouen, 1995.
3
5
Goethe, Ecrist sur l’art, présentation de T. Todorov, Klincksieck, “L‟Esprit et les formes”, 1983. [Edición
en español: Escritos de arte. España: Sintes, 1999]
6
Bertolt Brecht, Ecrits sur le Théâtre II, L‟Arche, 1979. [Edición en español : Escritos sobre teatro.
Argentina: Nueva Visión, 1970]
4
Yo he presentado de manera amplia y suficiente a lo largo la obra [El porvenir del drama]
las principales características de la rapsodización del teatro: rechazo de la metáfora del
“bello animal” aristotélico y elección de la Irregularidad; calidoscopio de modos dramático,
épico y lírico; reversión constante de lo alto y de lo bajo, de lo trágico y de lo cómico;
ensamblaje de formas teatrales y extrateatrales, que forman el mosaico de una escritura que
es resultado de un montaje dinámico; surgimiento, manifestación de una voz narradora e
interrogadora que no podría ser reducida al “sujeto épico” de Szondi, desdoblamiento (de
manera notable en Strindberg) de una subjetividad alternativamente dramática y épica (o
visionaria)… Aquí voy a limitarme simplemente a un problema que se sitúa en el corazón
de la evolución de la escritura dramática en el siglo XX: la liquidación de la “unidad de
acción”, esta última exigencia “aristotélica”, tan estorbosa y obsoleta en nuestra época
como pudieron haber sido en el Siglo de las Luces las unidades de tiempo y de lugar.
Puesto que si la acción no tiene ya un “objetivo” en el sentido hegeliano del término, ¿por
qué y cómo tendría ella que mantener esta famosa “unidad”?
Le Patchwork de la vie: en la primavera de 1996 se anunció en París una película que tenía
este título. Ahora bien, es, en efecto, con este “patchwork” de la vida que la(s) forma(s)
teatral(es) debe(n) competir hoy. El modelo dramático, fundado en un conflicto
interpersonal más o menos unitario, ya no da cuenta globalmente de la existencia moderna.
Y esto incluso desde el final del siglo XIX y cada vez más claramente a lo largo de las
décadas siguientes. Como ha escrito William James, “el mundo es más bien una epopeya de
múltiples episodios que un drama donde la unidad de acción fuera manifiesta”7.
El devenir rapsódico del teatro aparece entonces como la respuesta apropiada a este
estallido del mundo. El montaje de las formas, de los tonos, todo este trabajo fragmentario
de deconstrucción-reconstrucción (descoser-recoser) de las formas teatrales, parateatrales
(diálogo filosófico, de manera especial) y extrateatrales (novela, novela breve, ensayo,
escritura epistolar, diario, relato de vida…) que ponen en práctica escritores tan diferentes
como Brecht, Müller, Duras, Pasolini, Koltès, participa de una intensa rapsodización de las
escrituras teatrales.
7
William James, Le pragmatisme, Flammarion. Citado por Anne Berelowitch, en su trabajo monográfico de
maestría sobre el teatro de Gertrud Stein, Instituto de estudios teatrales de París III, Septiembre, 1993.
[Edición en español: William James. Pragmatismo. España: Sarpe, 1985]
8
Charles Magnin, Origines du théâtre ou histoire du génie dramatique du théâtre antique au IV siècle,
Éditions d‟Aujourd‟hui, “Les Introuvables”, 1981.
5
natural verme buscar el drama moderno en la misma fuente de la cual hemos visto salir el
drama antiguo, es decir, en la Corística”. Además, nosotros deberíamos estar dispuestos a
acometer el indispensable rodeo por esas tradiciones extra-occidentales donde se imponen
diferentes variedades de “novelas dramáticas”.
En cada obra estudiada podríamos verificar que el devenir rapsódico opera mediante
incesantes desbordamientos. Sin duda, desbordamiento de lo dramático por lo épico y por
lo lírico. Pero también en el otro sentido, de lo épico y de lo lírico por lo dramático. No
obstante, desbordar no significa aniquilar. Pretender erradicar totalmente lo dramático del
teatro –y la tentación existe hoy como existió en el tiempo de Piscator- es un gesto tan
inadecuado como querer expulsar del teatro toda psicología bajo el pretexto de que el
psicologismo del siglo XIX se ha vuelto una caricatura. Si el drama puede parecer hoy en
día caduco, lo es solamente en tanto que forma pura, en tanto que forma primaria que no
admite la intrusión de “motivos” –retomo aquí el término goethe-schilleriano- épicos o
líricos que pervertirían justamente este “carácter primario”. Y el estudio de las grandes
dramaturgias del siglo XX – en particular aquellas de Strindberg, Pirandello y toda la
corriente postpirandelliana hasta Genet, o la corriente poststrindbergiana hasta Adamov y
Beckett- nos ha demostrado justamente que el drama era susceptible de aceptar
“segundarizaciones” de las más interesantes. Es decir, de nuevo, que el drama era
susceptible de relativización, de desbordamiento, de fuga (hacia adelante) en el sentido que
le otorga Deleuze: “Fugar(se) (…) es también provocar una fuga, no necesariamente de los
otros, sino hacer que algo entre en fuga, hacer que un sistema entre en fuga, como cuando
reventamos una tubería”9.
Hacer que el sistema dramático entre en fuga (y no que se agote), eso es el devenir
rapsódico del teatro. En este juego de “quitar y poner” al que se libran los diferentes modos
poéticos en los autores más inventivos de nuestro tiempo, es todavía el modo dramático el
que, aún de manera muy limitada, aporta esta dimensión de confrontación interhumana que
nunca hemos cesado de esperar del teatro, más aún incluso cuando nosotros presentimos su
carácter deceptivo, incompleto, ciego a medias. Y que nosotros esperamos porque sabemos
que el teatro no tiene el poder de convocar la catástrofe humana – guerra o escena
conyugal- sino bajo el aspecto de lo interhumano y postulando, en última instancia, la
cuestión del Otro. En todo caso este retorno de lo dramático (y por esto debemos entender
esa necesaria involución en la que de lo lírico o de lo épico se vuelve necesariamente a lo
dramático, al presente de una acción que siempre está en curso, de una tensión siempre sin
resolver, a ese “algo” que “sigue su curso”) no lo podemos nosotros contemplar de ahora en
adelante más que como el resultado de una desviación de lo dramático. Más que como una
manera de descarrilarlo, de desterritorializarlo, de hacerle perder el sentido (o el
“objetivo”). De la manera en la que Sade, si hemos de creer a Barthes, procedió con la
novela: “La novela rapsódica (de Sade) no tiene sentido, nada la obliga a progresar, a
madurar, a terminar(se)”10.
9
Gilles Deleuze, Claire Parnet, Dialogues, nouvelle édition, Champs Flammarion, 343, 1996.
10
Roland Barthes, Sade, Fourier, Loyola, en Oeuvres complètes, tomo 2, 1966-1973, Éditions de Seuil, 1994.
6
Por frágil que pueda parecer la diferencia, que a menudo se hace hoy día, entre pieza de
teatro (que remite al viejo oficio de autor dramático) y poema dramático (obra mucho más
libre que cuenta además con el prestigio de corresponder a un verdadero escritor – que no
se suele plegar a la ley de un género ni, por extensión, a la de la forma dramática-), esta
diferencia nos informa sobre la presencia a la vez errática y fundamental del modo
dramático en las escrituras contemporáneas.
Tanto en L’Histoire du crayon como en múltiples entrevistas con Gamper, Peter Handke,
quien declara partir invariablemente en su escritura de una posición de indiferencia con
respecto a los géneros, y de un a priori épico –contar, siempre contar-, da cuanta
perfectamente de los recubrimientos mutuos e incesantes que se efectúan al interior de un
poema dramático como Par les villages entre los grandes modos dramático, lírico y épico.
“Conservarse regularmente épico pero escribir de todas maneras un drama”, esta divisa
handkiana constituye la mejor rehabilitación, el más fuerte “salvamento” de parte de lo
dramático en el poema. Pero evidentemente con el desplazamiento, con el descentramiento
que opera la rapsodia. “Todo se ha mezclado y confundido un poco…”, confía Handke a
Gamper, “…las fronteras entre el drama, el poema, el relato. En mis últimos trabajos, las
fronteras ya no están tan claramente delimitadas, me siento capaz, o al menos exijo de mi
mismo ser capaz, de unir en lo que escribo la trama del poema o la posibilidad del poema,
el impulso lírico y también el elemento dramático”11.
11
Peter Handke, L’Histoire du crayon, Gallimard, coll. Du monde entier, 1987; Herbert Gamper et Peter
Handke, Espaces intermédiaires. Entretiens., Christian Bourgeois, 1992.
12
Jean Jourdheuil, “Heiner Müller, l‟homme mort”, in Comédie-francaise. Les Cahiers, No. 19, Printemps
1996.
13
Maurice Blanchot, L’Entretien infini, Gallimard, 1969.
7
sino la voz dudosa, velada, tartamuda del rapsoda moderno. Una voz que sería la voz de un
mal sujeto. La interpelación al público del Speaker en Calderón de Pasolini, tan tímida que
se vuelve intempestiva. Las intervenciones caóticas del Explicador en el Libro de Cristóbal
Colón de Claudel. Voz del cuestionamiento, voz de la duda, de la palinodia, voz de la
multiplicación de los posibles. Voz irregular que embraga y desembraga, que se pierde, que
divaga, pero siempre comentando y problematizando… Voz de la oralidad en el momento
mismo en que desborda la escritura dramática.
La voz del autor rapsoda yo la escucho de una manera muy clara en, por ejemplo, la
escritura de Koltès. Y esta voz es también un gesto. Roberto Zucco y todas las obras
anteriores de Koltès nos dan a ver ese gesto de manera nítida: coser y descoser, deshacer el
diálogo tradicional (del tipo lateral y cerrado sobre sí mismo que denunciaba Blanchot)
para ensamblar bloques de palabras gestuales –esas “parlerías” o “palabrerías” que
profieren los personajes uno en frente del otro, pero siempre tomando al público como
testigo-.
Tiendo a erigir esta presencia vocal y gestual del rapsoda en línea de límite y rechazo de un
cierto neo-aristotelismo que todavía hace estragos hoy en día y que se dedica a restaurar las
reglas y otras unidades. Lo hace, por ejemplo, cuando establece, de acuerdo con las
necesidades, como en los buenos tiempos de D‟Aubignac, que el autor dramático debe
permanecer ausente de su obra. Pero también recurro a ella [a esta presencia vocal y
gestual del rapsoda] para distinguir la verdadera obra rapsódica del simple zapping
postmoderno de las formas: montaje –o collage- indiferente (es decir, aquel que ninguna
voz viene a asumir en frente del público) de formas devenidas kitch y atemporales. Lo que
hace falta, en lo postmoderno como en lo neoclásico, es esta voz de escucha y de inquietud
que es la voz del sujeto rapsódico, que es la pulsión – la “pulsación”- rapsódica. Entre las
escenas no se escucha nada, puesto que no hay nada que escuchar. El montajista
postmoderno es un gesticulador mudo.
Uno echa de ver muy bien este oportunismo dramatúrgico postmoderno en Botho Strauss.
De manera especial en una pieza como El tiempo y la cámara, que se abre a la manera de
un manifiesto (con un momento de vacilación de las categorías de tiempo, de espacio, de
fábula, de personaje –el personaje “vacante”, aleatorio de Marie Steuber-) pero que se
finiquita enseguida en una serie de sketchs lineales donde lo neo-cortesano (en definitiva, lo
más seguro del talento de Strauss) ronda lo kitch de lo neo-trágico de parodia y de pacotilla.
Verdadero patchwork de pastiches; falsa rapsodia. En apariencia, una nueva revolución de
corte pirandelliano; en realidad, un vago simulacro de pirandellismo apto para el consumo
precavido de un teatro de neo-bulevar con color de vanguardia para las élites.
Había concluido El porvenir del drama afirmando que la rapsodia era “la forma más libre”
y en ningún caso “la ausencia de forma”. Ahora lo sostengo. E incluso, agrego: tampoco
una forma comodín ni la simple manipulación “postmoderna” de viejas formas
debidamente repertoriadas. Por lo demás, sabemos muy bien que después de algunos años
existe la tentación de pasar de lo que yo llamo en este libro “un arte del desvío” a un
rechazo más definitivo y más radical de la escritura “dramática” y de la “pieza de teatro”.
La práctica del “teatro relato” y la idea de Vitez de “hacer teatro de todo” han organizado, a
partir de la mitad de los años sesenta, este desvío mayor que algunos querrían sin regreso.
8
Frente a la brillante invitación que lanzaba recientemente Denis Guénoun a los hombres de
teatro de nuestro tiempo de “abandonar las piezas” y de “fugarse del diálogo” 14, yo prefiero
decididamente la sugestión deleuziana cuya divisa no es “fugarse de” sino “hacer que algo
entre en fuga”.
14
“Bien, puesto que hay que hacer teatro / abandona las piezas / haz teatro sin ellas (…) haz teatro sin piezas.
Exhibe / los fragmentos de la prosa del mundo. / Huye de los diálogos”. Denis Guénoun, Lettre au directeur
du théâtre, Les Cahier de l‟Egaré, Le Revest-les-Eaux, 1996.
9