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EL DRAMA EN DEVENIR
APOSTILLA A L’AVENIR DU DRAME
JEAN-PIERRE SARRAZAC
Traducción Víctor Viviescas
Versión previa a la publicada en Paso de Gato

“El teatro no puede ser épico (…) puesto que es dramático”


Eugène Ionesco

Siempre hay algo de engañoso en un título. Pero el lector que ha terminado este libro
[L’avenir du drame] sabe bien que mi intención no fue jamás la de establecer un pronóstico
sobre el “porvenir” de una forma dramática en crisis si no terminal por lo menos
permanente, sino intentar atrapar, gracias al examen de una centena de piezas de los años
60 y 70, el devenir –forzosamente múltiple- de esta escritura que en ausencia de algo mejor
continuaremos llamando “dramática”.

La pregunta que me corresponde formular ahora, haciendo eco a mi primer capítulo sobre
el “autor-rapsoda”, es justamente la del principio dinámico y de las líneas de fuga de este
devenir. Ahora bien, la trasformación de la forma dramática ha sido ya teorizada en dos
ocasiones: por Mijail Bajtin, quien entonces habló de “novelización” del teatro; y claro
está, por Brecht, Benjamin, Szondi, etc. bajo la égida del “teatro épico” o de la “epización”
del teatro. Escrito hace 20 años, El porvenir del drama ha sufrido incontestablemente esta
doble influencia de Bajtin y del brechtismo –en lo que tiene que ver con Szondi, para la
época yo conocía muy poco sus trabajos1-. Sin embargo yo no querría ocultar mis
reticencias a alinear mis propios análisis en la línea de las teorías de Bajtin o de Brecht.

El objetivo de este post-scriptum es por lo tanto explicar porqué yo persisto, 20 años


después, en proponer, bajo la denominación de “rapsodia”, una alternativa a la novelización
y a la epización.

La “novelización de los otros géneros” – y en principio del teatro- de la que habla Bajtin2
no me parece incontestable sino durante un periodo en el cual el arte de la novela es
predominante y sirve de modelo, de manera general de la mitad del siglo XIX a los inicios
del XX, con un punto de clímax que corresponde al momento naturalista (las piezas de
Chéjov, “complicadas como una novela”). Además, la oposición bajtiniana del
monologismo dramático con el dialogismo novelesco, por más brillante que sea no es
menos sumaria y discutible. En cuanto a la epización del teatro, tan a menudo verificada en

1
Peter Szondi, Théorie du drame moderne, L‟Age D‟Home “Théâtre-recherche”, 1983. [Edición en español:
Teoría del drama moderno. Tentativa sobre lo trágico. Trad. Javier Orduña. Barcelona: Destino, 1994]
2
Mijail Bakhtine, « Récit épique et roman » in Esthétique et théorie du roman, traduit du russe par Daria
Olivier, Gallimard, 1978. [Edición en español : Bajtin, Mijail. Teoría y Estética de la novela. Trad. Helena S.
Kriúkova y Vicente Cazcarra. Madrid: Taurus, 1991. (Colección Humanidades / Teoría y crítica literaria)
[Primera edición rusa 1975, primera edición española 1989]]
2

la práctica, ella no deja de suscitar diversas objeciones de orden teórico. La principal de


estas objeciones es que el teatro épico es generalmente presentado –incluso por Szondi-
como el producto de una (r)evolución, como el resultado de un progreso en materia de
dramaturgia. En este análisis el proceso dialéctico de una superación de la crisis de la forma
dramática enmascara mal la perspectiva teleológica de una dialéctica apologética de lo
Nuevo –la “gran forma épica” del teatro- en detrimento de lo Antiguo –el teatro dramático
reputado moribundo-.

Incluso este concepto de epización conservaría alguna posibilidad de abarcar hoy por hoy el
devenir de la escritura dramática si le conserváramos la amplitud y la plasticidad que tenía
en la primera versión de ¿Qué es el teatro épico? de Walter Benjamín, en la que el autor
escribe (contrario a lo que acontece en la segunda versión) que “Strindberg intentó de una
manera muy conciente crear un teatro épico, no trágico” y “abrir la vía a un teatro „gestual‟,
gracias a la vehemencia de su pensamiento crítico y su ironía sin concesión” 3. El
endurecimiento del concepto de lo épico en el teatro (de manera notable en Szondi, más a la
escucha de Adorno –que ataca violentamente la subjetividad de tipo strindbergiano o
expresionista- que de Benjamin) tuvo como consecuencia el haber bloqueado una vía que
es sin embargo fecunda: la vía de un épico-paradójico, oximórico, de este “épico-íntimo”
que parece provenir del Segundo Fausto y que pasa por Strindberg, los expresionistas,
Pirandello, Becket, Adamov, Kroetz, Bernhard, Duras4.

Hablar de rapsodización de la obra teatral, detectar en la escritura teatral una pulsión


rapsódica, es retornar a la concepción amplia de lo épico propia de Benjamin. A esta idea
de una “ruta de contrabando a través de la cual nos ha llegado la herencia del drama
medieval y barroco”. La pulsión rapsódica –que no significa ni abolición ni neutralización
de lo dramático (esa irremplazable relación inmediata de sí al otro, el encuentro siempre
catastrófico con el Otro que constituyen el privilegio de teatro)- procede en efecto por un
juego múltiple de aposiciones y de oposiciones. De modos: dramático, lírico, épico, incluso
argumentativo. De tonos o de eso que se llama “géneros”: farsesco y trágico, grotesco y
patético, etc. (eso que hace que Stein subtitule “su” Cerisaie “tragedia, comedia, pastoral,
farsa”, reencontrando así el sentido musical de “composición libre” de la rapsodia).
También de lo escrito y de lo oral. Y la enumeración no es exhaustiva.

Es en el corto ensayo titulado Poesía épica y poesía dramática, que Goethe dirigió a
Schiller el 23 de diciembre de 1797, que vemos (re)aparecer la figura del rapsoda, ya no
simplemente considerado como un “contador” (narrador) opuesto al actor (o al “mimo”),
sino también como poeta: “Si quisiéramos deducir de la naturaleza humana”…, escribe
Goethe, “…las leyes detalladas a partir de las cuales (poeta épico y poeta dramático) deben
actuar, sería necesario imaginar un rapsoda y un mimo, los dos poetas y rodeados, el
3
Walter Benjamín, Essaies sur Bertolt Brecht. [Edición en español: Benjamin, Walter. Tentativas sobre
Brecht - Iluminaciones III. Prólogo y trad. Jesús Aguirre, 1ª. Edición, Frankfurt am Main, 1972, Madrid:
Taurus, 1999.
4
Sobre esta noción de “épico-íntimo” el lector se puede remitir a dos de mis obras: Théâtres intimes, Actes
Sud, “Le Temps du théâtre”, Arles, 1989; Théâtres du moi, Théâtres du monde”, Editions Médianes,
« Villégiatures », Rouen, 1995.
3

primero de un círculo tranquilo de quienes están a su escucha, el segundo de un círculo


impaciente de los que miran y escuchan”5. Pero cuando Goethe entiende separar
estrictamente los dominios de lo dramático y de lo épico, Schiller le responde que es verdad
que “(su) preocupación presente de distinguir y de purificar los dos géneros es de una
importancia inmensa”, pero que “la tragedia, en el sentido más elevado de este termino,
tenderá (…) siempre a elevarse hacia lo épico y es solamente así que ella deviene poesía.
De igual forma, la epopeya tenderá a descender hacia lo dramático y es sólo de esta forma
que ella satisface enteramente el concepto de la poesía como género”. Schiller comienza
aquí a tomar en cuenta en la teoría (tímidamente, es cierto, puesto que él precisa
inmediatamente que conviene “evitar que esta atracción mutua no resulte en una mezcla y
en una confusión de las fronteras”) lo que Goethe –con Fausto- y Schiller mismo (en sus
“novelas dramáticas” del tipo de Wallenstein) han puesto múltiples veces en práctica, es
decir, el desbordamiento de la forma dramática por tendencias y “motivos” propiamente
épicos.

En la correspondencia entre Goethe y Schiller, el proceso de rapsodización tiene ya la


figura de un “devenir menor” de la forma dramática. Destino absolutamente opuesto a
aquel resueltamente “mayor” que bien pronto va a definir Hegel para el drama considerado
como superación dialéctica de lo épico y de lo lírico. Es Brecht quien va a sacar provecho
de este intercambio epistolar ente Goethe y Schiller para edificar su teatro épico. En el
Pequeño órganon, Brecht observa que “la distinción establecida por Schiller, según la cual
el rapsoda debería tratar su asunto como totalmente pasado, el mimo el suyo como
totalmente presente, ya no es pertinente”6. Sin embargo, acabamos de ver precisamente que
para Schiller la distinción ya no era entonces tan nítida. Schiller toma prestada, por lo
menos en el dominio de la teoría, la “ruta de contrabando” señalada por Benjamin. En el
diálogo a tres bandas entre Schiller, Goethe y Brecht (que excluye a Hegel y su Estética,
pero que podría incluir, ente otros, a Lessing, partidario de un entrecruzamiento de la
novela y el drama) hay materia de reflexión para quienes se interrogan sobre la
procedencia, sobre lo bien fundado de la teoría de la “superación” de la forma dramática
por la forma épica del teatro. Para aquellos, muy particularmente, que van a preferir pensar
las mutaciones de la forma dramática en términos de devenir rapsódico.

En esta nueva perspectiva, la escritura “dramática” se presenta como un espacio de


tensiones, de líneas de fuga, de desbordamientos: desbordamiento de lo dramático por lo
épico y/o lo lírico, libre juego de contrarios. Contrariamente a lo que escribe Szondi, la
forma dramática no sería más ya objeto de tentativas de preservación o de solución, sino
siempre (re)desbordada –es decir, (re)abordada, según una expresión muy cara a Pirandello,
“a contrapelo”-.

5
Goethe, Ecrist sur l’art, présentation de T. Todorov, Klincksieck, “L‟Esprit et les formes”, 1983. [Edición
en español: Escritos de arte. España: Sintes, 1999]
6
Bertolt Brecht, Ecrits sur le Théâtre II, L‟Arche, 1979. [Edición en español : Escritos sobre teatro.
Argentina: Nueva Visión, 1970]
4

Yo he presentado de manera amplia y suficiente a lo largo la obra [El porvenir del drama]
las principales características de la rapsodización del teatro: rechazo de la metáfora del
“bello animal” aristotélico y elección de la Irregularidad; calidoscopio de modos dramático,
épico y lírico; reversión constante de lo alto y de lo bajo, de lo trágico y de lo cómico;
ensamblaje de formas teatrales y extrateatrales, que forman el mosaico de una escritura que
es resultado de un montaje dinámico; surgimiento, manifestación de una voz narradora e
interrogadora que no podría ser reducida al “sujeto épico” de Szondi, desdoblamiento (de
manera notable en Strindberg) de una subjetividad alternativamente dramática y épica (o
visionaria)… Aquí voy a limitarme simplemente a un problema que se sitúa en el corazón
de la evolución de la escritura dramática en el siglo XX: la liquidación de la “unidad de
acción”, esta última exigencia “aristotélica”, tan estorbosa y obsoleta en nuestra época
como pudieron haber sido en el Siglo de las Luces las unidades de tiempo y de lugar.
Puesto que si la acción no tiene ya un “objetivo” en el sentido hegeliano del término, ¿por
qué y cómo tendría ella que mantener esta famosa “unidad”?

Le Patchwork de la vie: en la primavera de 1996 se anunció en París una película que tenía
este título. Ahora bien, es, en efecto, con este “patchwork” de la vida que la(s) forma(s)
teatral(es) debe(n) competir hoy. El modelo dramático, fundado en un conflicto
interpersonal más o menos unitario, ya no da cuenta globalmente de la existencia moderna.
Y esto incluso desde el final del siglo XIX y cada vez más claramente a lo largo de las
décadas siguientes. Como ha escrito William James, “el mundo es más bien una epopeya de
múltiples episodios que un drama donde la unidad de acción fuera manifiesta”7.

El devenir rapsódico del teatro aparece entonces como la respuesta apropiada a este
estallido del mundo. El montaje de las formas, de los tonos, todo este trabajo fragmentario
de deconstrucción-reconstrucción (descoser-recoser) de las formas teatrales, parateatrales
(diálogo filosófico, de manera especial) y extrateatrales (novela, novela breve, ensayo,
escritura epistolar, diario, relato de vida…) que ponen en práctica escritores tan diferentes
como Brecht, Müller, Duras, Pasolini, Koltès, participa de una intensa rapsodización de las
escrituras teatrales.

Para mejor discernir la constitución de nuestros “monstruos dramáticos” contemporáneos,


nos sería útil reexaminar todas estas “mezclas” – el término es de Charles Magnin en un
libro titulado Origines du théâtre8- entre “el drama y la epopeya” (hacia la 116ª Olimpiada
el arte del rapsoda de ser semidramático tiende a devenir cuasidramático) y entre “el drama
y la forma lírica” (Magnin: “no es solamente con la epopeya, es incluso con la forma lírica
que el drama se confunde y se mezcla en su origen”) que esta obra reseña en la Antigüedad
y en la Edad Media: “no tenemos por qué sorprendernos de reencontrar en la Edad Media la
misma confusión de las formas épica, lírica y dramática, e incluso debería encontrarse

7
William James, Le pragmatisme, Flammarion. Citado por Anne Berelowitch, en su trabajo monográfico de
maestría sobre el teatro de Gertrud Stein, Instituto de estudios teatrales de París III, Septiembre, 1993.
[Edición en español: William James. Pragmatismo. España: Sarpe, 1985]
8
Charles Magnin, Origines du théâtre ou histoire du génie dramatique du théâtre antique au IV siècle,
Éditions d‟Aujourd‟hui, “Les Introuvables”, 1981.
5

natural verme buscar el drama moderno en la misma fuente de la cual hemos visto salir el
drama antiguo, es decir, en la Corística”. Además, nosotros deberíamos estar dispuestos a
acometer el indispensable rodeo por esas tradiciones extra-occidentales donde se imponen
diferentes variedades de “novelas dramáticas”.

En cada obra estudiada podríamos verificar que el devenir rapsódico opera mediante
incesantes desbordamientos. Sin duda, desbordamiento de lo dramático por lo épico y por
lo lírico. Pero también en el otro sentido, de lo épico y de lo lírico por lo dramático. No
obstante, desbordar no significa aniquilar. Pretender erradicar totalmente lo dramático del
teatro –y la tentación existe hoy como existió en el tiempo de Piscator- es un gesto tan
inadecuado como querer expulsar del teatro toda psicología bajo el pretexto de que el
psicologismo del siglo XIX se ha vuelto una caricatura. Si el drama puede parecer hoy en
día caduco, lo es solamente en tanto que forma pura, en tanto que forma primaria que no
admite la intrusión de “motivos” –retomo aquí el término goethe-schilleriano- épicos o
líricos que pervertirían justamente este “carácter primario”. Y el estudio de las grandes
dramaturgias del siglo XX – en particular aquellas de Strindberg, Pirandello y toda la
corriente postpirandelliana hasta Genet, o la corriente poststrindbergiana hasta Adamov y
Beckett- nos ha demostrado justamente que el drama era susceptible de aceptar
“segundarizaciones” de las más interesantes. Es decir, de nuevo, que el drama era
susceptible de relativización, de desbordamiento, de fuga (hacia adelante) en el sentido que
le otorga Deleuze: “Fugar(se) (…) es también provocar una fuga, no necesariamente de los
otros, sino hacer que algo entre en fuga, hacer que un sistema entre en fuga, como cuando
reventamos una tubería”9.

Hacer que el sistema dramático entre en fuga (y no que se agote), eso es el devenir
rapsódico del teatro. En este juego de “quitar y poner” al que se libran los diferentes modos
poéticos en los autores más inventivos de nuestro tiempo, es todavía el modo dramático el
que, aún de manera muy limitada, aporta esta dimensión de confrontación interhumana que
nunca hemos cesado de esperar del teatro, más aún incluso cuando nosotros presentimos su
carácter deceptivo, incompleto, ciego a medias. Y que nosotros esperamos porque sabemos
que el teatro no tiene el poder de convocar la catástrofe humana – guerra o escena
conyugal- sino bajo el aspecto de lo interhumano y postulando, en última instancia, la
cuestión del Otro. En todo caso este retorno de lo dramático (y por esto debemos entender
esa necesaria involución en la que de lo lírico o de lo épico se vuelve necesariamente a lo
dramático, al presente de una acción que siempre está en curso, de una tensión siempre sin
resolver, a ese “algo” que “sigue su curso”) no lo podemos nosotros contemplar de ahora en
adelante más que como el resultado de una desviación de lo dramático. Más que como una
manera de descarrilarlo, de desterritorializarlo, de hacerle perder el sentido (o el
“objetivo”). De la manera en la que Sade, si hemos de creer a Barthes, procedió con la
novela: “La novela rapsódica (de Sade) no tiene sentido, nada la obliga a progresar, a
madurar, a terminar(se)”10.

9
Gilles Deleuze, Claire Parnet, Dialogues, nouvelle édition, Champs Flammarion, 343, 1996.
10
Roland Barthes, Sade, Fourier, Loyola, en Oeuvres complètes, tomo 2, 1966-1973, Éditions de Seuil, 1994.
6

Por frágil que pueda parecer la diferencia, que a menudo se hace hoy día, entre pieza de
teatro (que remite al viejo oficio de autor dramático) y poema dramático (obra mucho más
libre que cuenta además con el prestigio de corresponder a un verdadero escritor – que no
se suele plegar a la ley de un género ni, por extensión, a la de la forma dramática-), esta
diferencia nos informa sobre la presencia a la vez errática y fundamental del modo
dramático en las escrituras contemporáneas.

Tanto en L’Histoire du crayon como en múltiples entrevistas con Gamper, Peter Handke,
quien declara partir invariablemente en su escritura de una posición de indiferencia con
respecto a los géneros, y de un a priori épico –contar, siempre contar-, da cuanta
perfectamente de los recubrimientos mutuos e incesantes que se efectúan al interior de un
poema dramático como Par les villages entre los grandes modos dramático, lírico y épico.
“Conservarse regularmente épico pero escribir de todas maneras un drama”, esta divisa
handkiana constituye la mejor rehabilitación, el más fuerte “salvamento” de parte de lo
dramático en el poema. Pero evidentemente con el desplazamiento, con el descentramiento
que opera la rapsodia. “Todo se ha mezclado y confundido un poco…”, confía Handke a
Gamper, “…las fronteras entre el drama, el poema, el relato. En mis últimos trabajos, las
fronteras ya no están tan claramente delimitadas, me siento capaz, o al menos exijo de mi
mismo ser capaz, de unir en lo que escribo la trama del poema o la posibilidad del poema,
el impulso lírico y también el elemento dramático”11.

En esta misma dirección podríamos también invocar el montaje cuasi frankensteiniano, en


todo caso quirúrgico, que practica Heiner Müller sobre el cuerpo del teatro brechtiano, y la
manera particular que tiene Müller –y que ha estigmatizado tan bien Jourdheuil- de
“reintroducir el lirismo en las arquitecturas del teatro épico”12. De hecho, Handke y Müller
lo que hacen es tomar el relevo de una reflexión nostálgica de Blanchot, que en L’Entrétien
infini, escribe: “En las más antiguas formas escénicas cada palabra habla solitariamente,
orientada solamente a los hombres que se han reunido religiosamente para escucharla; no
hay comunicación lateral; es al público a quien se dirige quien habla. (…) Pero, desde que
la palabra se divide para ir y venir en el escenario, la relación con el público cambia; la
distancia se profundiza; quienes están allá abajo para escuchar, no escuchan de manera
inmediata, sino en la condición de delegados, gracias a que su atención cae sobre y le da
soporte a todo. (…) En esta situación, la discontinuidad se pierde en provecho de una
continuidad de superficie”13.

La pulsión rapsódica en la escritura –o en el espectáculo- corresponde a esta tentativa de


tanto en tanto reiterada de recuperar la discontinuidad –lo discontinuo, lo separado- que
preside originalmente la relación teatral. Reabrir la escena originaria del drama,
desembarazarla de la hiperdramaticidad del diálogo de teatro burgués. Dejar que una voz
diferente a la de los personajes se abra camino. No la del “sujeto épico” del tipo del de
Szondi, que es todavía una voz demasiado dominada y, finalmente, demasiado abstracta,

11
Peter Handke, L’Histoire du crayon, Gallimard, coll. Du monde entier, 1987; Herbert Gamper et Peter
Handke, Espaces intermédiaires. Entretiens., Christian Bourgeois, 1992.
12
Jean Jourdheuil, “Heiner Müller, l‟homme mort”, in Comédie-francaise. Les Cahiers, No. 19, Printemps
1996.
13
Maurice Blanchot, L’Entretien infini, Gallimard, 1969.
7

sino la voz dudosa, velada, tartamuda del rapsoda moderno. Una voz que sería la voz de un
mal sujeto. La interpelación al público del Speaker en Calderón de Pasolini, tan tímida que
se vuelve intempestiva. Las intervenciones caóticas del Explicador en el Libro de Cristóbal
Colón de Claudel. Voz del cuestionamiento, voz de la duda, de la palinodia, voz de la
multiplicación de los posibles. Voz irregular que embraga y desembraga, que se pierde, que
divaga, pero siempre comentando y problematizando… Voz de la oralidad en el momento
mismo en que desborda la escritura dramática.

La voz del autor rapsoda yo la escucho de una manera muy clara en, por ejemplo, la
escritura de Koltès. Y esta voz es también un gesto. Roberto Zucco y todas las obras
anteriores de Koltès nos dan a ver ese gesto de manera nítida: coser y descoser, deshacer el
diálogo tradicional (del tipo lateral y cerrado sobre sí mismo que denunciaba Blanchot)
para ensamblar bloques de palabras gestuales –esas “parlerías” o “palabrerías” que
profieren los personajes uno en frente del otro, pero siempre tomando al público como
testigo-.

Tiendo a erigir esta presencia vocal y gestual del rapsoda en línea de límite y rechazo de un
cierto neo-aristotelismo que todavía hace estragos hoy en día y que se dedica a restaurar las
reglas y otras unidades. Lo hace, por ejemplo, cuando establece, de acuerdo con las
necesidades, como en los buenos tiempos de D‟Aubignac, que el autor dramático debe
permanecer ausente de su obra. Pero también recurro a ella [a esta presencia vocal y
gestual del rapsoda] para distinguir la verdadera obra rapsódica del simple zapping
postmoderno de las formas: montaje –o collage- indiferente (es decir, aquel que ninguna
voz viene a asumir en frente del público) de formas devenidas kitch y atemporales. Lo que
hace falta, en lo postmoderno como en lo neoclásico, es esta voz de escucha y de inquietud
que es la voz del sujeto rapsódico, que es la pulsión – la “pulsación”- rapsódica. Entre las
escenas no se escucha nada, puesto que no hay nada que escuchar. El montajista
postmoderno es un gesticulador mudo.

Uno echa de ver muy bien este oportunismo dramatúrgico postmoderno en Botho Strauss.
De manera especial en una pieza como El tiempo y la cámara, que se abre a la manera de
un manifiesto (con un momento de vacilación de las categorías de tiempo, de espacio, de
fábula, de personaje –el personaje “vacante”, aleatorio de Marie Steuber-) pero que se
finiquita enseguida en una serie de sketchs lineales donde lo neo-cortesano (en definitiva, lo
más seguro del talento de Strauss) ronda lo kitch de lo neo-trágico de parodia y de pacotilla.
Verdadero patchwork de pastiches; falsa rapsodia. En apariencia, una nueva revolución de
corte pirandelliano; en realidad, un vago simulacro de pirandellismo apto para el consumo
precavido de un teatro de neo-bulevar con color de vanguardia para las élites.

Había concluido El porvenir del drama afirmando que la rapsodia era “la forma más libre”
y en ningún caso “la ausencia de forma”. Ahora lo sostengo. E incluso, agrego: tampoco
una forma comodín ni la simple manipulación “postmoderna” de viejas formas
debidamente repertoriadas. Por lo demás, sabemos muy bien que después de algunos años
existe la tentación de pasar de lo que yo llamo en este libro “un arte del desvío” a un
rechazo más definitivo y más radical de la escritura “dramática” y de la “pieza de teatro”.
La práctica del “teatro relato” y la idea de Vitez de “hacer teatro de todo” han organizado, a
partir de la mitad de los años sesenta, este desvío mayor que algunos querrían sin regreso.
8

Ahora bien, si no se trata de cuestionar la necesidad histórica de la libertad de “hacer teatro


de todo” –de hecho, ya en los años veinte y treinta del siglo XX se desarrolló en Alemania
un proceso similar gracias a la iniciativa de Piscator-, pienso que sería peligroso e ilusorio
creer que en nuestro tiempo presente hemos acabado con el devenir de una escritura
específica para el teatro y con lo que llamamos una pieza de teatro.

Frente a la brillante invitación que lanzaba recientemente Denis Guénoun a los hombres de
teatro de nuestro tiempo de “abandonar las piezas” y de “fugarse del diálogo” 14, yo prefiero
decididamente la sugestión deleuziana cuya divisa no es “fugarse de” sino “hacer que algo
entre en fuga”.

Hagamos que el drama entre en fuga delante de nosotros…

14
“Bien, puesto que hay que hacer teatro / abandona las piezas / haz teatro sin ellas (…) haz teatro sin piezas.
Exhibe / los fragmentos de la prosa del mundo. / Huye de los diálogos”. Denis Guénoun, Lettre au directeur
du théâtre, Les Cahier de l‟Egaré, Le Revest-les-Eaux, 1996.
9

Presentación de Jean-Pierre Sarrazac


Es dramaturgo y teórico teatral de prolija producción en los dos campos: el de la creación,
el de la reflexión teórica. Es profesor de dramaturgia y de estética del drama moderno en la
Universidad Paris 3 Sorbona Nueva, donde codirige con Jean-Pierre Ryngaert el Grupo de
Investigación de poética del drama moderno y contemporáneo. Enseña también en el
Centro de estudios teatrales de la Universidad de Lovaina-la-Nueva. Anima, tanto en
Francia como en otros países, talleres de escritura dramática y anima y participa en
numerosos coloquios sobre el drama moderno y contemporáneo. Tiene una presencia
permanente en la producción editorial de ensayos y estudios, además de la publicación
regular de libros monográficos sobre la estética del drama. Dentro de sus últimas
publicaciones se pueden mencionar: Poétique du drame moderne et contemporain, Lexique
d’une recherche (Dirección de la obra) (Circé/Poche, 2005), Jeux de rêves et autres détours
(Circé, 2004), La parabole ou l’enfance du théâtre (Circé, coll. “Penser le théâtre”, 2002),
Critique du théâtre, De l’utopie au désenchantement (Circé, coll. “Penser le théâtre”, 2000)
y la segunda edición de L’avenir du drame (Circé/Poche, 1999).
En español, la Revista Paso de Gato publicó en 2006 El drama y sus horizontes, con
traducción de Carmen Mastache y la Revista Literatura, teoría, historia, crítica de la
Universidad Nacional de Colombia publicó en 2007 El im-personaje: Una relectura de La
crisis del personaje, con traducción de Víctor Viviescas. Los dos ensayos incluidos en este
volumen fueron publicados en 1999. El primero, El drama en devenir, fue escrito por el
autor como postfacio de la segunda edición de L’Avenir du drame, obra fundamental que
continúa sin traducción al español. El segundo, En la encrucijada, el Forastero, fue una
ponencia con la que el autor participó en el Coloquio Mise en crise de la forme dramatique
1880-1910, organizado por la Universidad Paris 3 y la Universidad católica de Lovaina,
bajo la dirección del autor, en diciembre de 1998, pero que vio la luz de la publicación en
las memorias del coloquio publicadas por la revista Etudes théâtrales al año siguiente.

Presentación de Víctor Viviescas


Es dramaturgo, director e investigador teatral. Profesor Asociado de la Universidad
Nacional de Colombia, donde está vinculado al Departamento de Literatura, hace parte de
los equipos docentes de las maestrías en Literatura, Escrituras Creativas y Teatro y Artes
Vivas. Es director de Teatro Vreve –Proyecto Teatral.

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