La idea de un progreso que Europa difundió por el mundo fue un
mito y suscitó una fe. Pero se presentó como la idea más racional porque se inscribía en una concepción de la evolución que se elevaba de lo inferior a lo superior y porque los desarrollos de la ciencia y la técnica propulsaban por sí mismos el progreso de la civilización. De este modo se identificaba el progreso con la marcha de la historia moderna.
El progreso estuvo en crisis al desencadenarse las dos guerras
mundiales. La posguerra de 1945 presenció la renovación de las grandes esperanzas progresistas de las sociedades industriales pero todo se derrumbó a partir de los años 70, cuando aparecieron los rostros dantescos de la URSS, China, Vietnam, Camboya e incluso Cuba. Después el totalitarismo hizo implosión en la URSS y disgregó el porvenir radiante. En el Oeste, la crisis cultural del 68 se vio seguida a partir de 1973 por el retorno de la desocupación, las dificultades de la reconversión y las contradicciones de la supercompetencia. Finalmente, en el Tercer Mundo, el fracaso del desarrollo desembocó en estancamiento, hambrunas, guerras civiles-tribales-religiosas.
En la misma época, el núcleo de la fe en el progreso (ciencia-
técnica-industria) se ve profundamente corroído. La ciencia revela su ambivalencia radical: el dominio de la energía nuclear conduce también a la aniquilación humana. Correlativamente, los residuos industriales amenazan la biosfera.
El origen del posmodernismo
El progreso traía en su seno la emancipación individual. De ahora en más, el individualismo ya no significa solamente autonomía sino también atomización y anonimización. La secularización significa no solamente liberación en relación con los dogmas religiosos sino también pérdida de los cimientos, angustia, duda. La diferenciación de los valores lleva también a la desmoralización. En Occidente, la crisis del progreso dio origen al posmodernismo, que consagra la incapacidad de concebir un futuro mejor.
Y, en el mundo, la crisis del progreso determina un formidable y
multiforme movimiento de regreso a las fuentes y a las bases étnicas, nacionales, religiosas.
De todas formas, es evidente que el progreso no está asegurado
por ninguna ley de la historia. En todas partes reina el sentimiento de lo incierto. En todas partes se instala la conciencia de que no estamos en la penúltima etapa de la historia. Han desaparecido las balizas que marcaban el camino hacia el futuro. Se debe abandonar la idea simplista de que el progreso técnico-económico es la locomotora que arrastra tras de sí el progreso social, político, mental y moral. En suma, debemos saber que todavía estamos en la edad de hierro del mundo y en la prehistoria del espíritu humano. Esto significa, por una parte, que ninguna esperanza de mejorar las relaciones entre los seres humanos puede ser considerada de manera previsible, pero, por otra, que hay inmensas posibilidades de progreso. El mito del progreso ha muerto, pero la idea de progreso queda revivificada cuando se introduce la incertidumbre y la complejidad.
Copyright Clarín y Le Monde, 1996. Traducción Elisa Carnelli.