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Sociedad de masas
La tesis de que al nivelamiento y a la igualación de los hombres se opone, por otro lado, un
refuerzo de la individualidad en las llamadas personalidades dominantes, en relación con el poder
de éstas, es errónea y a su vez forma parte de la ideología. Los amos fascistas de hoy no son
superhombres sino funciones de su propio aparato publicitario, puntos de entrecruzamiento de las
mismas reacciones de millones. Si en la psicología de las masas contemporáneas el jefe no
representa tanto el padre como la proyección colectiva y desmesuradamente dilatada del yo
impotente de cada individuo, las personas de los amos corresponden efectivamente a tal modelo.
No es por azar que tienen aire de peluqueros, actores de provincia o periodistas de ocasión. Parte
de su influencia moral deriva justamente del hecho de que ellos, impotentes en sí mismo y
similares a cualquier otro, encarnan –en sustitución y en representación de todos- la entera
plenitud del poder, sin ser por ello nada más que los espacios vacíos en lo que el poder ha venido
a posarse. No es tanto que sean inmunes a la ruina de la individualidad, sino más bien que la
individualidad en ruina triunfa en ellos y se ve de alguna forma recompensada por su disolución.
Los jefes se han convertido completamente en lo que siempre fueron un poco durante toda la
época burguesa: actores que recitan el papel de jefes. La distancia entre la individualidad de
Bismarck y la de Hitler no es inferior a la que existe entre la prosa de Pensamientos y recuerdos y
la jerga ilegible de Mi lucha. En la lucha contra el fascismo no es tarea sin importancia la de reducir
las imágenes hinchadas de los jefes a medida de su nulidad. Por lo menos en la semejanza entre
el peluquero judío y el dictador el film de Chaplin ha tocado algo esencial.
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