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II-.

LOS ORÍGENES DEL PUEBLO DE DIOS (Génesis)

1. La creación del mundo (caps. 1 y 2)


Las palabras con que comienza el Antiguo Testamento hablan de orígenes. Los orígenes de que se
habla son los de la creación del cielo y de la tierra. Se presupone que Dios es alguien que ya existía
antes de este principio. Las Escrituras dicen poco sobre lo que precedió a la creación del mundo y,
por tanto, lo que la precedió no es esencial para el conocimiento humano.
Las Escrituras tienen dos respuestas para nuestra curiosidad sobre estas cosas: una en el Antiguo
Testamento y la otra en el Nuevo. Primeramente, en el Antiguo Testamento, en Deuteronomio 29.29,
Dios nos dice que las cosas secretas pertenecen al Señor, pero lo que ha sido revelado nos pertenece a
nosotros y a nuestra descendencia para siempre. Esto es lo mismo que decirnos que debiéramos
preocuparnos de lo que Dios ha revelado, y no ser demasiado curiosos con respecto a lo demás. Lo
revelado basta para atraer toda nuestra preocupación y nuestra atención.
Sin embargo, las Escrituras sí nos revelan de manera parcial algunos aspectos concernientes al
propósito creador que estaba en la mente de Dios. Este concepto del propósito de Dios en la
creación es algo sumamente importante para nuestro conocimiento. Aunque a través de todas las
Escrituras, este propósito divino aparece implícito, se nos enseña explícitamente en Efesios 1.4.-
“según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin
mancha delante de él” Aquí se nos dice que Dios nos escogió en Cristo antes de la fundación del
mundo, esto es, antes de la creación. Por tanto, se nos muestra cuál era el propósito de Dios: que
fuésemos santos y sin mancha delante de él en amor.
Sé que algunas traducciones ponen la frase «en amor» con la oración siguiente (el original griego
permite ambas construcciones). Pero dicha frase es necesaria para completar el concepto precedente,
y en realidad así lo hace, por lo cual es preferible traducir así, no solo desde el punto de vista
gramatical sino también porque está más de acuerdo con la verdad divina, tal como ha sido revelada a
través de las Escrituras.
La enseñanza es la siguiente: Dios, antes de la creación, se hizo el propósito de llegar a tener un
pueblo que pasara la eternidad con él y con el que pudiera compartir las bendiciones de toda esa
eternidad.
El solo pensamiento de esta realidad nos maravilla, porque se halla más allá de toda nuestra
comprensión. Nos habla de un Dios de amor que por amor nos incluye en sus designios eternos. Un
Dios que nos escoge específicamente a nosotros para que le acompañemos para siempre. Y se
propuso realizar nuestra entrada en su familia por medio de su Hijo Jesucristo. Aquí queda implícito
todo el plan de salvación, tal y como las Escrituras lo desarrollan. La cuestión realmente importante
es que Dios nos escogió en Cristo antes de crear el cielo y la tierra. Así vemos cómo los propósitos
fundamentales de ese Dios, afectan a todo lo que comienza a hacer cuando crea al mundo y al
hombre.
A continuación sigue una explicación sobre la clase de pueblo que Dios se proponía llegar a tener.
Sus individuos deberían ser santos y sin mancha. Las dos ideas no son sinónimas. «Santo» es la
palabra usada para todo lo que es apartado para Dios. Este pueblo debería ser un pueblo santo, es
decir, un pueblo que fuera propiedad exclusiva de Dios. «Sin mancha» nos enseña que debería ser un
pueblo sin pecado y sin defecto, ya que solo un pueblo así podría permanecer para siempre en la
presencia de Dios.
Además, debería estar delante de Dios, en su presencia, en una relación de amor. Dios nos habla aquí
del amor, relación esencial que debe ser el lazo que una a los miembros del pueblo de Dios, y que lo
una a él con dicho pueblo. En las Escrituras se presenta frecuentemente el amor como el lazo de
unión entre las Personas Divinas (Jn. 3.35; 15.9; 17.23, 26), lo que hace que el hombre, que ha de ser
creado a imagen de Dios, deba poseer también esta característica.
Efesios 1.4 nos ayuda por tanto a ver qué es lo que tenía Dios en su mente cuando comenzó a crear el
cielo y la tierra y cuando puso al hombre en ella.
Necesitamos este concepto para poder ver la maravillosa unidad de la Palabra de Dios cuando
intentamos discernir cuáles son las motivaciones de Dios en todas sus relaciones con el hombre. El
propósito inicial de Dios nunca quedará frustrado; él se mantiene firme en sus intenciones y va
llevando gradualmente sus propósitos iniciales a su perfecto cumplimiento. Esta es la maravillosa
historia que se va desarrollando en la revelación de Dios, es decir, en las Escrituras del Antiguo y del
Nuevo Testamento.
El primer párrafo de las Escrituras (Gn. 1.1-5) presenta la labor creadora de Dios. El verbo usado
aquí para la acción de «crear» es una palabra que únicamente aparece en las Escrituras teniendo a
Dios por sujeto. Por tanto, quiere significar únicamente la labor divina que trae a la existencia aquello
que antes no existía.
Para revelarnos aun más sobre el poder creador de Dios, se nos dice que él sacó el orden del caos y la
luz de las tinieblas (v.2). El versículo segundo es un comentario del primero y no una adición. Para su
propia gloria, Dios creó primeramente el cielo y la tierra, pero en un estado caótico y tenebroso y
posteriormente puso el orden y la luz en lo que ya había hecho.
La palabra usada aquí para nombrar a Dios es un término genérico que en el idioma hebreo es una
palabra en plural. Es correcto traducirla como un singular, puesto que el verbo hebreo «creó» está en
singular. La razón por la cual el nombre de Dios está en plural es que se desea expresar la majestad
de Dios, siendo además muy posible que haya sido para indicar la pluralidad de personas existente en
la Divinidad. El mismo versículo presenta al Espíritu de Dios como una persona, indicando así la
existencia de una pluralidad de personas en la divinidad única.
Debemos notar que los conceptos presentados aquí, de un orden sacado del caos y de una luz sacada
de las tinieblas, son usados en el Nuevo Testamento para presentarnos la obra redentora realizada por
Dios en nuestras vidas. En 2 Corintios 5.17 se nos dice que si alguno está en Cristo nueva criatura es.
Las cosas viejas pasaron y el es hecho nuevo. Pablo se refiere de nuevo a Génesis 1.2 en II Corintios
5: 17, cuando dice que Dios, que ordenó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que
resplandeció en nuestros corazones para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz
de Jesucristo.
Aquí se nos está hablando de la obra de nuevo nacimiento o regeneración que ocurre en el corazón de
todo creyente, haciéndole posible conocer a Dios y tener salvación. Así como el Espíritu estaba
activo en la primera creación y en su iluminación, así también lo está en nuestra nueva creación
espiritual, que nos incorpora como miembros a la familia de Dios.
Juan 1.4, 5.- En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. 5 La luz en las tinieblas
resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella.
Hace alusión en forma similar a la luz de Dios que estaba en los hombres, y que supera a las
tinieblas.
Algo que también necesitamos dejar señalado aquí es que la secuencia de tarde y mañana (Gn 1.5)
que constituye el orden bíblico del período de 24 horas, refleja una y otra vez este triunfo de la luz
sobre las tinieblas. Aquí se nos muestra cómo Dios ha puesto dentro de la creación misma, y dentro
del orden de noche y día, una enseñanza que nos habla de que él creó la luz para derrotar las tinieblas
y del inevitable triunfo de la luz espiritual sobre las tinieblas espirituales.
La revelación natural de Dios comienza desde el mismo día primero de la creación.
Los versículos 6 y 8 hablan de la forma primitiva de la tierra en el momento de ser creada por Dios.
Es importante fijarse aquí cuál es la enseñanza que se presenta. La palabra «firmamento» estaría
mejor traducida si se dijera «expansión»: Hace referencia al área vital que Dios hizo para el hombre
en la tierra. Había agua almacenada por encima y por debajo de esa expansión. Nos damos cuenta de
que las cosas no son así en el mundo de hoy. No conocemos la existencia de tales acumulaciones de
agua por encima y por debajo del área vital del hombre sobre la tierra. No existen en la actualidad.
Esa es la cuestión: el mundo que Dios hizo al principio, parece haber sido diferente del que hoy
conocemos.
Durante el diluvio, este mundo sufrió cambios catastróficos en su totalidad, que lo hicieron
convertirse en el mundo que hoy conocemos. Este era precisamente el argumento de Pedro cuando
escribía a la iglesia, al final de su vida.

En 2 Pedro 3.3-7 se hace referencia a unos tiempos faltos de fe, en los cuales los hombres,
desconociendo voluntariamente lo que Dios había hecho para juzgar al mundo antiguo con el diluvio,
dejarían de creer en la segunda venida de Cristo. Afirmarían que, de acuerdo con sus observaciones,
el mundo permanece el mismo desde el principio. Pedro insiste en el versículo 5 en que desconocerán
voluntariamente la doctrina de la creación tal como aparece en el capítulo primero del Génesis. El
mundo anterior al diluvio, nos dice Pedro, era muy diferente del actual. Provenía del agua. Y en el
diluvio, por medio de los grandes depósitos de agua que se hallaban por encima y por debajo de la
tierra, el mundo que existía entonces fue destruido. De esta forma, Pedro presenta el contraste entre
aquel mundo y el cielo y la tierra actuales (v. 7).
Es importante notar que el mundo como Dios lo creó al principio era bastante diferente de como es
hoy en día. Los grandes depósitos de agua que estaban por encima y por debajo de la tierra habitable
fueron abiertos en el momento del diluvio, y en consecuencia produjeron en la tierra unos cambios
tan catastróficos que alteraron radicalmente toda su estructura y su aspecto mismo. Más tarde
veremos cómo el diluvio significó mucho más que una lluvia que duró cuarenta días con sus noches.
Fue también la ruptura de las fuentes de los abismos y la apertura de las cataratas del cielo (Gn 7.11).
La lluvia fue solamente el tercer elemento del diluvio, y probablemente resultó ser el más
insignificante en cuanto a los daños producidos (Gn 7.12. Ver también Gn 8.2).
Esta es la consistencia interna de las Escrituras. No tenemos aquí alusión a ningún concepto
mitológico antiguo sobre la estructura de la tierra, sino la Palabra de Dios, claramente revelada tanto
en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, y dando testimonio de la misma realidad. Los que en el
día de hoy dejan de lado la revelación bíblica en su búsqueda de la verdad sobre el mundo y sus
orígenes, y que por tanto calculan la evolución de la tierra hasta su forma presente en millones o
miles de millones de años, simplemente están desconociendo la obra creadora de Dios y su poder de
juicio para cambiar en un momento lo que él mismo ha creado.
Pasan por alto los efectos catastróficos que tuvo el diluvio sobre el mundo, en su insistencia sobre la
necesidad de miles de millones de años para que en la tierra se lleguen a producir grandes cambios. Y
aunque ellos puedan llegar a descubrir muchas grandes verdades sobre el universo, por las que les
debemos estar agradecidos, en la interpretación de dichas realidades debemos guiarnos por la Palabra
de Dios. No puedo ver cómo podría un cristiano actuar en forma diferente.
El resto del capítulo primero, dando el orden de la creación, primero la luz, después un lugar donde
habitar, y posteriormente la tierra firme y las aguas para que las distintas formas de la creación
viviesen en ellas, nos presentan una evidencia aun mayor del trabajo ordenado que realiza la mente
de Dios. Después de esto, son hechas las lumbreras que han de iluminar al hombre. A continuación,
las aguas y la tierra se llenan de toda clase de criaturas.
El versículo 26 presenta la creación del hombre, obra cumbre del Creador, en el sexto día. En todo
esto vemos el orden y el plan de Dios a medida que va desarrollando su obra creadora. Esto en sí
mismo presenta a Dios como un ser ordenado y lleva implícita la idea de que aun antes de comenzar
la creación, ya había un propósito fijo en la mente divina, que fue el que tuvo como consecuencia la
creación del hombre, para el cual había preparado ya un mundo en todo adecuado. Se describe aquí al
hombre como creado a imagen de Dios. No se nos dice qué implica esta afirmación, pero
posteriormente una revelación más amplia de la Palabra de Dios, nos enseña que el hombre fue
creado para Dios para tener compañerismo con él.
Como ya hicimos notar, en Efesios 1.4 se afirma que el hombre fue hecho para vivir ante Dios, en su
presencia en amor. Esto sugiere la existencia en el hombre de capacidades similares a las que se
hallan presentes en Dios mismo. Ser a la imagen de Dios, por tanto, es ser capaz de tener amistad con
Dios, y de experimentar amor recíproco por él, reflejando así el amor que él nos tiene. El hombre es,
pues, un ser único, puesto que reúne cualidades que no se encuentran en ninguna otra criatura
conocida.
Vemos también cómo las frases «hagamos al hombre» y «nuestra imagen» implica, aunque tampoco
expongan en forma explícita, una referencia a la personalidad plural de Dios.
Por otra parte, Dios le da al hombre un quehacer y una responsabilidad ante él. El hombre habría de
llenar y someter la tierra, ejerciendo dominio sobre todo lo que Dios había creado (1.28). Luego que
Dios hubo terminado su obra creadora se sintió complacido, y declaró que todo era bueno en gran
manera. Esto ciertamente lleva implícito que la creación no tenía defectos, y que el hombre, tal como
fue hecho por Dios, era también bueno en gran manera (sin pecado).

Hagamos una pausa en este momento para notar que todos los factores señalados en Efesios 1.4 están
presentes en el momento de la creación. Dios creó al hombre santo (es decir, para él) Y sin mancha
(bueno en gran manera) para vivir delante de él (en su presencia e imagen) en una relación de amor.
Esto último se manifiesta en el hecho de que Dios le había dado ya al primer hombre mandamientos
por los cuales este podría, a través de la obediencia demostrarle su amor.
Jesús mismo lo dijo más tarde: «Si me amáis guardad mis mandamientos» (Jn 14.15; cf. Jn 15.14). La
obediencia, por tanto, ha sido siempre una manifestación del amor que le tienen sus hijos a Dios. La
situación que habría de permitir el cumplimiento del propósito de Dios al crear al hombre fue
establecida desde el principio. Todos los elementos esenciales para el cumplimiento de este propósito
estaban presentes y habían sido constituidos desde el momento mismo de la creación.

En el capítulo 2, versículos 1 a13, se nos presenta la idea del Sabath, el tiempo en que Dios descansó
de su labor creadora Esto sugiere también la intención divina de traer a su culminación todas las
cosas que Dios había comenzado. Para inculcar esta verdad en el hombre se afirma expresamente
aquí que Dios descansó en el séptimo día, y santificó (hizo santo) ese día.
Más tarde el escritor de la Epístola a los Hebreos nos mostrará cómo este séptimo día fue establecido
de forma simbólica para indicar la entrada definitiva del pueblo de Dios en el descanso y la amistad
con Dios (Heb 4.3-11). Por lo tanto, desde los tiempos de la creación cada séptimo día se nos
presenta como un recordatorio del gran propósito de Dios de tener un pueblo ante él para siempre.
Cada Sabath a partir de entonces habría de recordar esta esperanza al pueblo de Dios, y era en
realidad como un pequeño anticipo de eternidad en un ensayo de lo que sería el cielo mismo, ya que
en dicho día, el pueblo de Dios debía dejar a un lado las labores profanas de este mundo y entregarse
por completo a gozar de Dios. Más adelante veremos cómo esta doctrina se desarrolla.
En el capítulo 2, versículo 4, Dios se nos presenta en una forma personal. Su nombre propio, Yahweh,
o Jehová, o el Señor, como dicen algunas traducciones, aparece aquí por vez primera. Es significativo
que sea aquí, porque en los versículos siguientes se hace énfasis en que Dios cuida personalmente del
hombre, satisfaciendo todas sus necesidades: físicas, emocionales, y espirituales.
Mientras que el capítulo 1 ha señalado el orden de la creación, el tema principal del capítulo 2 es el
hombre como obra cumbre de la creación, mostrándonos cómo en el propósito de Dios todo fue
hecho para el hombre y para su bien. Es por eso que en este capítulo se hace énfasis sobre todo en el
orden lógico, más que en el cronológico. El capítulo 2 nos demuestra el amor que Dios le tiene al
hombre, que es hechura suya.
El versículo 5 sugiere la idea de que hace falta el hombre para completar la creación. El versículo 7
explica en detalle la creación del hombre, tanto para mostrar su humilde origen del polvo de la tierra,
como su otro origen, tan encumbrado, que procede del aliento mismo de Dios.
Los versículos 8 al 14 hablan de la abundancia con que Dios satisfizo las necesidades físicas del
hombre, dándole un lugar especial que pudiera considerar suyo en esta hermosa tierra y proveyéndole
de toda clase de buenos frutos para nutrir su cuerpo.
En el versículo 9 se nos dice que había dos árboles en medio del jardín. Se los presenta en forma
misteriosa, sin explicar su naturaleza; solo se dice que uno es el Árbol de la Vida y el otro el Árbol de
la Ciencia del Bien y el Mal.
Fuera del contexto de los capítulos 2 y 3, el segundo de los árboles no vuelve a ser mencionado,
Puesto que recibe el nombre de Árbol de la Ciencia del Bien y el Mal, sin duda fue colocado allí para
probar a través de la obediencia el amor que Adán le tenía a Dios, La alternativa sería: « ¿Deberá el
hombre conocer el bien y el mal a través de la revelación de Dios, o mediante su propia experiencia
independientemente de esa revelación divina?»
Su sola presencia allí en consecuencia, ponía a Adán en la obligación de escoger entre depender de la
voluntad revelada de Dios o buscar la manera de existir sin depender de él. Lo primero pondría de
manifiesto su amor a Dios; lo segundo, su odio.
Dios satisfizo también las necesidades emocionales del hombre. Puesto que era imagen de Dios, es
obvio que el hombre había sido creado para cargar con grandes responsabilidades, Debido a ello Dios
le dio una tarea que debía realizar (vv. 15-17), Asimismo Adán recibió órdenes específicas, con cuyo
cumplimiento manifiesta su amor a Dios.
Por último, Dios satisfizo la necesidad del hombre en un área especial. El hombre había sido creado
para tener amistad con Dios pero en un contexto de convivencia con hombres similares a él. Se nos
dice que Dios creó al hombre varón y hembra (1.27), Aquí, en el capítulo 2, tenemos una ampliación
de esta creación de la mujer, lo que nos muestra una vez más que toda la obra de Dios fue hecha
pensando en el hombre y en su bien, nacida del amor de Dios para con el hombre.
Se describe aquí a la mujer como una ayuda idónea para el hombre, una respuesta a sus necesidades.
Fue hecha para el hombre y para completar al hombre. El hombre solo estaba incompleto: así como
la necesidad mutua del hombre y la mujer esta hondamente marcada en la fibra misma de la
humanidad.
Dios sacó a la mujer del cuerpo del hombre y ordenó que a partir de entonces, los hombres nacieran
de mujer, poniendo el acento de nuevo en una dependencia del uno respecto al otro, y en la necesidad
mutua que solo el otro puede satisfacer.
Dios dispuso en la creación el concepto de la familia como la forma en la que llamaría a su pueblo y
lo redimiría. La relación entre esposo y esposa habría de reflejar la relación eterna entre Cristo y su
iglesia (Ef. 5.22-33).
Concluimos esta sección, pues, haciendo de nuevo la observación de que el propósito divino, tal
como se expresa en Efesios 1.4, está plenamente manifestado en el momento de la creación del
hombre a imagen de Dios: tenemos aquí unos seres humanos que son santos y sin defecto ante Dios,
en un estado de amor. Pero la carencia de pecado y el amor deben ser probados. Por encima de todo,
debía someterse a prueba el sentido de la necesidad de Dios en Adán, si habría de haber aquel
compañerismo eterno que Dios mismo había propuesto y deseado.

2. El reto de Satanás al propósito divino (cap. 3)

El capítulo tercero presenta la figura de la serpiente, que se describe como astuta y a la vez como una
de las criaturas de Dios. No había, pues, nada inherentemente malo en la naturaleza de la serpiente.
Como todas las demás criaturas de Dios, había sido creada buena, Cuando comienza a hablarle a la
mujer, nos damos cuenta inmediatamente de que aquí hay algo más que una simple criatura sujeta al
hombre. Se está revelando una personalidad que ya era anteriormente hostil a Dios y perjudicial para
el hombre. Aunque no se declara en forma específica en este capítulo, se demuestra claramente en
muchos otros lugares que esta serpiente fue usada por Satanás al hacer su entrada en el mundo del
hombre para tentarlo y hacerlo pecar.
En Apocalipsis 12.9, cuando se describe a Satanás se lo llama «el gran dragón, la serpiente antigua,
que se llama diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero». Satanás se describe aquí y
dondequiera que aparece en las Escrituras, como alguien que hace oposición a Dios y al bien del
hombre basándose en mentiras y con las motivaciones de un asesino (Jn 8.44). No hay duda de que es
este Satanás el que es presentado como carácter dominante en la narración del pecado y la caída del
hombre.
Sus intenciones son claras. Quiere echar a perder el buen plan y el propósito que Dios tenía para el
hombre, y hacer de este uno como él, un rebelde ante Dios. No hay duda de que el diablo escogió la
serpiente por ser la criatura que más se adecuaba a sus propósitos, puesto que era más astuta que las
demás.
Fijémonos cómo comienza a hablar Satanás: « ¿Con que Dios os ha dicho...?» Desafía abiertamente
la Palabra de Dios, regla y autoridad por medio de la cual el hombre ha de vivir y prosperar.

La sutileza de la insinuación de Satanás está en la forma en que siembra la semilla de la duda acerca
de la Palabra de Dios en el corazón de Eva. Incluso cita en forma equivocada o plantea
exageradamente lo dicho por Dios a fin de que pareciera irracional el que Dios le hubiera ordenado
algo al hombre. Vemos cómo añade astutamente a la Palabra de Dios las palabras «todo árbol».
Satanás sabía qué era lo que Dios había dicho, pero exagera la Palabra divina con el fin de hacer
pensar a Eva que Dios había sido cruel.
Es importante que nos fijemos en que Eva también hace lo mismo. Cuando le responde a Satanás, al
principio cita a Dios con exactitud, pero después añade las palabras «ni le tocaréis» (v. 3) a la orden
dada por Dios. Ella también, siguiendo el ejemplo de Satanás, añadió algo al mandato divino,
manifestando así que estaba resentida por la severidad de Dios.
No es de extrañar que posteriormente Dios nos advierta a través de Moisés y más tarde a través del
apóstol Juan, que no debemos añadirle ni quitarle nada a su Palabra (Dt. 4.2; 12.32; Ap. 22.18,19).
Tanto al principio como al final de la revelación dada por Dios a su pueblo, nos advierte severamente
que no debemos usar su Palabra en forma descuidada. El hecho mismo de que Eva la usara tan a la
ligera, es ya una demostración de que había rebelión en su corazón.
Habiendo echado ya a un lado la autoridad de la Palabra de Dios, se hallaba indefensa y no podría
vencer a Satanás. Así fue como él pudo inculcarle las mentiras que aparecen en el versículo 4.
Cuando se rechaza la Palabra de Dios como medida de la verdad, el hombre se vuelve incapaz de
distinguir entre la verdad y la mentira.
En los versículos 6ss, las acciones y los pensamientos de la mujer nos dan un excelente retrato del
pecado operando en el corazón. Eva vio que el árbol era bueno para comer, aunque Dios no había
dicho eso. En Génesis 2.9 Dios había distinguido cuidadosamente entre los frutos que eran buenos
para comer, y los que no lo eran. Ahora el juicio de la mujer, que ya no estaba guiado por la Palabra
de Dios, era susceptible de error pecaminoso. Ahora fue su propio deseo el que tomó las riendas.
Después de esto, ya no fue la verdad de Dios sino el placer carnal lo que guió sus acciones. Vio que
el árbol y sus frutos eran agradables a sus ojos, y esta sensación se convirtió en la motivación de sus
actos. Por último, aunque su mente le decía todavía que estaba prohibido, ella sometió su mente a sus
carnales deseos a base de razonar una mentira: que el árbol les haría alcanzar sabiduría.
El acto manifestado de comer del fruto fue el siguiente paso como culminación del pecado que había
comenzado en su corazón cuando decidió que no se dejaría guiar más por la Palabra de Dios. Es
provechoso comparar esta situación con dos retratos similares del pecado que aparecen en el Nuevo
Testamento, el primero en 1 Juan 2.16 y el segundo en Santiago 1.14, 15.
Nos quedamos asombrados cuando nos damos cuenta de que su esposo había estado junto a ella
durante todo este tiempo y, aparentemente, no protestó nunca ni ocupó el lugar que por derecho le
correspondía como jefe espiritual de su hogar. Simplemente se limitó a seguirla, cometiendo el
mismo pecado que ella.

El pecado de Adán puede, por lo tanto, ser resumido de esta manera: no ejerció sobre las demás
criaturas el dominio que Dios le había ordenado ejercer (1.26). Ciertamente, la serpiente estaba bajo
la autoridad de Adán, y por tanto sujeta a él. No había excusa posible.
En segundo lugar, él, en la acción de su esposa, pasó por alto las palabras terminantes y el deseo
revelado de Dios con respecto al fruto del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. Y por último,
permitió que su esposa lo gobernara espiritualmente, lo cual es lo contrario del plan bien definido que
Dios había señalado en el capítulo 2 del Génesis.

Mucho más tarde, cuando Pablo trató el asunto de la dirección espiritual en la iglesia, explicó cómo
Dios había destinado desde el principio al hombre para este oficio, y no a la mujer (I Tim 2.11-15).

Las consecuencias de este primer pecado cometido por nuestros primeros padres están detalladas con
claridad en el texto que se halla a continuación (vv. 7-24). Fueron abiertos los ojos de ambos, y
conocieron que estaban desnudos. Ahora que ya habían conocido el pecado por experiencia propia, se
había afectado drásticamente su concepto de la vida. La inocencia original había desaparecido. La
culpa había tomado control de la situación.
Ahora, al oír la voz de Dios, ellos, que habían sido hechos para tener amistad con él, huyeron de su
presencia y se escondieron (v. 8).
La penetrante pregunta de Dios, « ¿Dónde estás tú?», está más relacionada con el estado espiritual de
la pareja que con su situación física. La respuesta a dicha pregunta no dice donde estaban dentro del
jardín, sino que señala el hecho de que estaban escondidos de Dios. Con esto, queda dicho todo (v.
10).
A través de sus sentimientos de culpa ante Dios, se evidencia la naturaleza pecadora que acaban de
adquirir. Su prisa por esconderse de su presencia y echarles la culpa de su pecado a otros, incluso a
Dios mismo, son adicionales manifestaciones de su culpabilidad (vv.12, 13).
Después de esto, Dios se dirige ahora a las tres personalidades implicadas en la tentación y la caída.
Primeramente le habla a la serpiente (Satanás). La criatura-serpiente es maldecida en forma visible, y
más que ninguna otra bestia. De ahora en adelante, será un recordatorio visible de las consecuencias
de la maldición de Dios para hombre (v. 14).
Sin embargo, en el versículo 15, mientras se dirige a Satanás, Dios hace la primera gran promesa y da
la primera gran esperanza de redención al hombre. El versículo 15 del capítulo 3 del Génesis ha sido
llamado con razón «el primer evangelio». En realidad, todo el resto de las Escrituras no es otra cosa
que un desarrollo de la verdad expresada allí.

El primer concepto que encontramos en Génesis 3.15 es el de las dos simientes. «Tu simiente y la
simiente suya» es una expresión que sugiere la existencia en sentido espiritual de dos líneas de
descendencia entre los hombres. A través de todas las Escrituras nunca se hace otra distinción que
esta: la simiente de la mujer (los hijos de Dios) y la simiente de la serpiente (la descendencia de
Satanás). Se podría y se debería seguir tanto a través del Antiguo como del Nuevo Testamento este
concepto de dos familias de hombres en sentido espiritual: los de Dios y los de Satanás. Esta es una
distinción y un concepto de máxima importancia.
En el Nuevo Testamento se ve con claridad que nuestro Señor sigue haciendo esta misma distinción.
La vemos bien definida en Juan 8.42-44. En este pasaje Jesús habla de Dios como el Padre de los que
aman a su Cristo (v. 42), y del diablo como el padre de los que ahora se le oponen (v. 44). En forma
similar, Juan habla en I Juan 3.8-10 de los hijos de Dios y los hijos del diablo. Las Escrituras no
conocen de otra distinción entre los hombres que sea más importante que esta. En Cristo, todas las
diferencias quedan borradas, pero entre los hombres siguen existiendo estas dos categorías de
humanidad: la simiente de la mujer (los hijos de Dios), y la simiente de la serpiente (los hijos de
Satanás). Gran parte de la revelación posterior de Dios tendrá que ver con las características de cada
una de las dos familias entre los hombres, y con la enemistad que existe entre ambas. En las
Escrituras, las dos simientes se distinguen generalmente a base de los términos «justos» y
«pecadores».

En segundo lugar, notamos que el versículo habla de una enemistad entre ambos grupos. Fue Dios
mismo quien puso esa enemistad entre ellos con el objeto de mantener la distinción. Cada vez que las
dos simientes hacen las paces, los hijos de Dios salen perdiendo, como nos demostrarán
posteriormente las Escrituras. Veremos desarrollarse esta enemistad muy temprano, en el cuarto
capítulo de Génesis, y nos es posible seguirla a través de toda la Escritura. Por ejemplo, todavía en el
capítulo 12 del Apocalipsis se manifiesta con mucha claridad.
Finalmente, el versículo nos dice que la serpiente herirá (aplastará) el calcañar de la simiente de la
mujer, y dicha simiente herirá (aplastará) su cabeza. Esto hace alusión tanto al sufrimiento de la
simiente de la mujer, como a su triunfo final sobre la serpiente (la cabeza aplastada sugiere la idea de
un golpe fatal). Así también, a través de toda la Escritura, leemos del sufrimiento de los hijos de Dios
a manos de Satanás y su descendencia, pero siempre aparece la promesa del triunfo final de los hijos
de Dios.
Al llegar a este punto es necesario que enfaticemos el resultado final de las cosas, tal como lo predice
el versículo. La simiente de la mujer, como ya hemos visto, se refiere a los hijos de Dios. Pero por
encima de todo es una sugerencia de Cristo. En Isaías 7.14 se nos habla de uno que nacerá de una
mujer virgen, que es “Dios con nosotros”. En Mateo 1.18, 22, 23 esta profecía de Isaías es aplicada a
Jesucristo. En Gálatas 4.4, 5 se nos dice que en el cumplimiento de los tiempos Dios envió a su Hijo
para que naciera de una mujer. Y finalmente en Romanos 16.20 tenemos la promesa de que el Dios de
paz aplastará a Satanás bajo nuestros pies. Todos estos pasajes forman parte del evangelio de Génesis
3.15. Señalan hacia el triunfo final de la simiente de la mujer, Cristo, sobre Satanás.
Aquí deberíamos comparar con Hebreos 2.14, 15, donde vemos que Cristo actúa en nombre de
nosotros, como la semilla tomada de entre mucha otra simiente, en su triunfo por nosotros sobre el
diablo.
En la vida de Cristo sobre la tierra vemos la resistencia de Satanás y sus intentos de destruirlo. En la
cruz vemos a un tiempo al Cristo herido y a Satanás con la cabeza aplastada, ya que Cristo murió y
resucitó para triunfar sobre todos sus enemigos, que son también nuestros.
Es por eso que con toda razón se llama a Génesis 3.15 «el primer evangelio» o protoevangelio. Trae
seguridad y esperanza para todos aquellos que confían en que el Señor dará el triunfo sobre Satanás y
la liberación de su poder.
Habiéndose dirigido así a Satanás en forma directa, y en forma indirecta a todos los que ponen su
confianza en Dios, el Señor se dirige ahora a la mujer. El inevitable juicio divino sobre ella tiene dos
aspectos: solo podrá dar a luz a su simiente en medio de mucho dolor y estará ahora sometida al
hombre pecador, el que la dominará arbitrariamente, y en ocasiones pecaminosamente.
Tengamos en cuenta que no es el dar a luz el castigo o consecuencia del pecado, sino el dar a luz con
dolor. Era plan de Dios que el libertador vendría por el nacimiento de una simiente. Estimo que este
es el significado de la expresión de Pablo en I Timoteo 2.15. Dar a luz es el oficio de la mujer por el
cual, como en el nacimiento de Cristo, ella y todos serán salvos si creen. Es un oficio nobilísimo que
comparten todas las mujeres fieles, pero por causa del pecado es una experiencia dolorosa.
Notemos también que la sujeción al esposo no es consecuencia del pecado. Como ya hemos indicado,
cuando Dios creó a la mujer y fundó el hogar estableció esta relación. Ahora sin embargo, el esposo
del que se habla es un pecador, y por consiguiente su dominio será con frecuencia cruel, injusto, duro,
y, por supuesto, poco juicioso. Y sin embargo, la sujeción de la esposa sigue siendo voluntad de Dios.
Pablo nos muestra cómo esto sigue siendo verdad, incluso después de que la salvación ha entrado en
el hogar (Ef. 5.22, 23).

Finalmente, el Señor se dirigió al esposo, a Adán. Ahora las consecuencias de su pecado serán que
cuando intente someter la tierra esta se le resistirá. Solo con el sudor de su rostro podrá sacar de ella
su sustento. Al final, la tierra que él debía someter lo someterá a él, y regresará a su seno.
Aquí se presenta la muerte, castigo por el pecado, como una realidad cierta para Adán (v. 19) de
acuerdo con la advertencia que Dios había hecho en 2.17.

El versículo 21 establece que el Señor hizo túnicas de pieles para Adán y Eva. Esto significa sin
duda, que fueron matados animales ante sus propios ojos para cubrir su desnudez. Quizá esto era una
preparación para el sistema sacrificial que sería practicado más tarde por los hombres. Sin embargo,
deberíamos ser cautelosos en darle demasiada importancia. Básicamente, es un acto de la
misericordia de Dios y de su amorosa preocupación por estos pecadores necesitados. No se está
enseñando aquí la doctrina del sacrificio expiatorio de forma específica. Trataremos de este asunto en
el momento en que se presente, en el capítulo 22 del Génesis.

El tercer capítulo termina diciéndonos que Dios bloqueó el camino de acceso al Árbol de la Vida para
que el hombre nunca pudiera alcanzarlo por su propio esfuerzo. Esto sugiere que Dios le estaba
mostrando al hombre que con su propio esfuerzo nunca podría recuperar la vida con Dios que había
perdido. Solo podría hacerlo por la gracia de Dios, como veremos.
El Árbol de la Vida es símbolo de vida eterna en otros lugares de la Escritura (ver especialmente Ap.
2.7 y 22.2, 14). El acceso al Árbol de la Vida se concede solo a los que han lavado sus ropas, esto es,
han sido limpiados de sus pecados por la sangre de Cristo (Ap. 7.14).
Los querubines que guardan el camino de acceso aparecen después en Éxodo 25.18ss, donde son
tallas que extienden sus alas sobre el asiento de la misericordia en el santo de los santos del
tabernáculo. Posteriormente veremos su significado, cuando lleguemos a dicho pasaje.

Ahora vemos al hombre, no como Dios lo había creado sino como su propio pecado lo ha
desfigurado. Ha caído del estado de bondad en que Dios lo había creado, y ya no puede ser lo que
Dios quería que fuera. Ya no es santo ni ama a Dios su hacedor ni a los demás hombres, y no puede
vivir en la presencia de Dios.

3. Siguiendo las dos descendencias hasta el diluvio (caps. 4-8)

A pesar del estado de pecado y muerte del hombre caído, vemos en palabras de Eva al principio del
capítulo 4 una verdadera expresión de fe, puesto que espera en las promesas de Dios. Eva pensó que
Caín era el cumplimiento de la promesa divina de darle a la mujer una simiente que triunfaría sobre
la simiente de la serpiente. Estaba equivocada con respecto a Caín, pero sí estaba en lo cierto al mirar
a Dios como el que le proporcionaría la simiente de esperanza.
En el nacimiento de estos dos hijos, Caín y Abel, tenemos los comienzos de las dos líneas de
descendencia de Adán: la una, la línea de descendencia de la simiente de la serpiente, los malvados; y
la otra, la línea de descendencia de la simiente de la mujer, los justos. Aquí tienen su comienzo las
dos familias de hombres que pueden distinguirse en una línea espiritual a través de toda la historia de
la humanidad hasta nuestros días. Todos los hombres pertenecen en un momento dado, al grupo de
los hijos de Dios, o a la descendencia de Satanás.

El Nuevo Testamento, como hemos señalado, nos habla de las dos familias, y sitúa con precisión a
Abel y a Caín respectivamente en la familia de Dios y en la de Satanás (Heb 11.4; I Jn 3.12).

En cuanto al hecho de las ofrendas presentadas a Dios, se nos dice que Caín traía de los frutos de la
tierra y Abel de los ganados. No hay ninguna indicación aquí de que el material de la ofrenda de Caín
no agradara a Dios. Sería demasiado suponer que Dios había ordenado que solo se hicieran
sacrificios sangrientos. Las Escrituras no establecen esto en ningún lugar en conexión con Adán y su
generación. Lo que es importante no es el tipo de sacrificios sino el corazón del sacrificador. En
muchos otros lugares las Escrituras nos hablan con frecuencia de las ofrendas de granos.
El contexto muestra aquí llanamente que el corazón de Caín era malvado, como también lo testifica
I Juan 3.12. El corazón de Abel en cambio era un corazón recto para con Dios y un corazón lleno de
fe. En consecuencia, lo que él hacía (la ofrenda que presentaba) era aceptable ante Dios.
Posteriormente, Dios rechazaría los sacrificios de Israel, no porque no estuviera ofreciendo
sacrificios correctos en términos de los materiales presentados ante él, sino porque sus corazones
estaban lejos de Dios (ver Is 1.11-20).
Aquí aparece claramente el corazón de Caín como malvado, y se lo presenta incluso en su actitud con
respecto a Dios y su aspecto externo (4.5). Dios le había informado a Caín de su responsabilidad de
no pecar ante Dios. Así, cuando pecara, tendría que darle cuenta plena de sus actos a Dios (4.7). Su
acción posterior ciertamente lo presenta como hijo de Satanás y simiente de la serpiente.
Primeramente, es seguro que engañó a su hermano con palabras, aunque no se nos dice qué fue
exactamente lo que le dijo. Después, mató al justo Abel, reflejando plenamente con sus mentiras y
con el asesinato la naturaleza de su padre el diablo (4.8).
Con la pregunta que le dirigió a Caín, Dios demostró que este era totalmente responsable y debería
darle cuenta de todos sus actos. Somos responsables de nuestro hermano. Todos los pecadores,
aunque estén en rebeldía contra Dios, tienen, sin embargo, que darle a Dios cuenta final de sus
hechos.
Aquí vemos, por tanto, el principio de la enemistad y la hostilidad entre las dos simientes, algo que
puede seguirse tanto a través del Antiguo como del Nuevo Testamento, y a través de toda la historia
humana hasta nuestros días.
La señal que Dios le dio a Caín parece haber sido única (4.15). Es inútil tratar de identificarla con
ninguna clase de marca visible o distinción en ningún pueblo del mundo actual. Sin embargo, la
descripción de Caín como fugitivo y vagabundo sí identifica plenamente la situación de cada pecador
con respecto a Dios.

Los versículos 16-24 siguen la línea de descendientes de Caín, la simiente de la serpiente, por siete
generaciones. La referencia a la esposa de Caín ha preocupado a algunos, pero la única explicación
posible es que se trataba de su hermana (v. 17). El Génesis recoge solo los nombres de tres de los
hijos de Adán y Eva, a pesar de que nos dice que Adán tuvo numerosos hijos e hijas y vivió más 900
años (Gn 5.5). Es importante tener en cuenta que entre los descendientes de Caín hubo muchos
hombres de talento: inventores, artistas, y propagadores de cultura. Los hijos de Satanás siempre se
han desenvuelto bien en el mundo, de acuerdo con las normas de los hombres. Incluso han sido los
gobernantes la mayor parte del tiempo.
Lo que más resalta, sin embargo, es que, por naturaleza, los hijos de Satanás no mejoran sino que
empeoran cada vez más. Lamec, el séptimo desde Adán por la línea de Caín, ejemplifica las
profundidades en que caen los no regenerados cuando no solo mata como su antepasado Caín había
hecho sino que, lejos de tener pesar alguno, j se enorgullece de su acto ante sus esposas, y hasta
compone un pequeño poema para burlarse en su canto la longanimidad manifestada por Dios para
con su antepasado Caín (vv. 23-24) También es él de quien primero se dice que fue bígamo o
polígamo (v. 23). Aquí vemos la tendencia de violar no solo la voluntad de Dios con respecto al amor
hacia los demás, sino también el propósito divino por el que fue establecida la familia: un hombre y
una mujer unidos en la carne como una sola persona.

El resto del capítulo cuarto, una vez trazada la descendencia de Caín, nos enseña el plan divino no
será frustrado por las argumentos del diablo. Dios levanta otra simiente para que tome el lugar de
Abel que sido asesinado (v. 25). De nuevo vemos a Eva en una expresión de esperanza y en que
satisfará sus necesidades. En esta línea de descendientes encontramos hombres de fe.
La expresión «comenzaron a invocar el nombre de Jehová» es una expresión que denota fe. La vemos
también en el Génesis haciendo referencia a la fe de Abraham (12.8) y a la de Isaac (26.25). Y el
profeta Joel declara que “Todo aquel que invocare el nombre de Jehová será salvo” (Jl.2.32).
Así tenemos en el capítulo siguiente la línea de descendencia de los que son fieles, en contraste con el
capítulo 4. En la séptima generación a partir de Adán, a través de Set, tenemos a Enoc, quien hace un
vivo contraste con el Lamec del capítulo 4. Enoc anduvo con Dios y por su gracia fue tomado
directamente para permanecer con él. En Hebreos 11.4 se nos dice que anduvo ante Dios en fe y por
ello fue hallado agradable a Dios. Si Lamec, el séptimo desde Adán a través de Caín, nos muestra las
profundidades a las que caen los hijos de Satanás, Enoc, el séptimo desde Adán a través de Set,
señala hacia las alturas que alcanzan sus hijos en el propósito final de Dios. Por la gracia de Dios,
alcanzan la plena santificación y el privilegio de vivir en la presencia divina para siempre.

Aunque las secciones genealógicas de las Escrituras son generalmente pasadas por alto, muestran
mucho de la gracia de Dios en su manera de tratar a los que son suyos. La línea de Set llega en el
capítulo quinto hasta Noé y sus hijos. El enfoque principal se hace, por supuesto, en Noé, a causa de
su importancia en los capítulos siguientes. Él es el eslabón que une a Set y Abraham. Los cálculos
bíblicos indican aquí que Set vivió hasta los días de Noé. El nombre de este, como los de muchos
personajes bíblicos, es significativo al presentar el carácter y la vida del personaje. Su nombre
significa “alivio” (v. 29), y en tiempo de angustia sería para el ser humano el alivio y la seguridad de
que la vida continuaría.
Finalmente, con respecto al capítulo quinto, hemos de señalar que todos los descendientes de Adán,
aun los de la línea de Set, eran pecadores lo mismo que Adán. Así como Dios había hecho a Adán
originalmente a su propia imagen, ahora también los hijos de Adán eran semejanza de él (la
semejanza del Adán caído). Esta doctrina del pecado original significa simplemente que todos los
hombres que nacen en el mundo son, por razón natural, sin la intervención de la gracia de Dios,
pecadores y muertos en el pecado, como lo diría Pablo mucho después (Ef. 2.1-3). Donde aparece
realmente la fe, esto es señal de la gracia especial de Dios obrando en el corazón. Porque, como
continua Pablo, por gracia somos salvos por medio de la fe y esta salvación no es de nosotros, pues es
don de Dios (Ef. 2.8, 9).

En el capítulo 6 se nos presentan los hijos de Dios y las hijas de los hombres. A continuación se habla
del matrimonio entre ellos. La pregunta sobre quiénes eran estos dos grupos ha sido motivo de
discusión durante siglos. Algunos han llegado a la conclusión de que los hijos de Dios son alguna
clase de seres angélicos y las hijas de los hombres son humanas terrestres, pero la Escritura usa en
casi todas partes el término «hijos de Dios» para describir a los que son hijos suyos por la fe, en
medio de la humanidad (Gá. 3.26; Jn 1.12, 13). Además, en el juicio que sigue se hace evidente que
los pecados cometidos son cometidos por hombres, y no por seres angélicos. Por tanto, es mucho más
razonable suponer que el término «hijos de Dios» identifica a la línea de hombres fieles trazada en el
capítulo 5, y equivale a la simiente de la mujer. Por tanto, «hijas de los hombres», sería el término
que identificaría a las hijas de Satanás del capítulo 4. El pecado consiste, por tanto, en el casamiento
de los hijos de Dios con las hijas de Satanás, el intento de borrar la enemistad que ha sido establecida
por Dios. Cuando los hijos de Dios hacen las paces con el mundo y con los pecadores que hay en él,
la verdad de Dios se ve comprometida y la iglesia se debilita sobre la faz de la tierra.
Posteriormente Pablo advertirá sobriamente sobre dicho matrimonio de creyentes y no creyentes
como algo que perjudica a la iglesia toda (II Co 6.14-18), puesto que amenaza el hogar, que es el
baluarte, humano y social de la iglesia.
De nuevo notamos que, aunque esto era desagradable a los ojos de Dios, las generaciones resultantes
fueron, sin embargo, nobles y poderosas a los ojos de los hombres (6.4). Por tanto, se nos está
advirtiendo que no juzguemos como lo hacen los hombres sino más bien a través de los ojos de la
Palabra de Dios. Lo que complace a los hombres no tiene que ser necesariamente agradable a Dios.
Comenzando en Génesis 6.5, y a través de los siguientes capítulos, hasta el 8, encontramos registrado
el juicio hecho por Dios sobre el mundo de entonces, del cual también hace mención, como hemos
señalado, la Segunda Epístola de Pedro.

Primero se presenta el estado del hombre. Es malvado e incapaz de tener un pensamiento que agrade
a Dios. Solo puede hacer el mal continuamente. La trayectoria del pecado es siempre la misma. Pablo
lo demuestra muy bien en Romanos 1.18-32. La expresión “ se arrepintió Jehová” que aparece en el
versículo 6, como otras expresiones similares que aparecen en las Escrituras, no significa que Dios
cambie de forma de pensar o tenga que admitir su error, en el sentido en que los hombres se
arrepienten (l S 15.29). Es más bien una expresión fuerte usada frecuentemente para comunicar el
gran desagrado que le producen los hombres a Dios. Enfatiza cuán totalmente han fallado los
hombres respecto a lo que Dios se proponía que fueran. Tampoco, significa que Dios estaba
admitiendo su derrota. En lugar de ello, Dios intervendría ahora en el curso natural de los
acontecimientos, una vez que el hombre había demostrado que por sí mismo no podía mejorar su
suerte.

En primer lugar tenemos el juicio de Dios: «Raeré de sobre la faz de la tierra a los hombres que he
creado» (6.7). No hay excepciones a este solemne pronunciamiento, pero sí podemos ver aquí la
gracia de Dios interviniendo. En 6.8 se nos dice que Noé halló gracia a los ojos del Señor. Debemos
suponer que Noé, en forma natural; no era una excepción con respecto a los demás hombres, pero la
gracia de Dios tomó posesión de su vida y lo hizo diferente. La gracia se manifiesta siempre en las
Escrituras como un acto de Dios para con el pecador, que nada merece. La gracia que se agrega aquí
nos enseña llanamente que la salvación de Noé no se debió a que él fuera bueno sino más bien a que
Dios lo había cambiado, separándolo para que hiciera obras buenas. La justicia de Noé mencionada
en el versículo 9, como la de Abraham, y la de todos los hijos que Dios tiene entre los hombres, les es
imputada a través de la fe por gracia. Las obras buenas vienen después. Así establece Pablo esta
relación entre gracia, fe, y buenas obras en Efesios 2.8-10. Hebreos 11.7 afirma también que las
acciones de Noé se basaban en su fe. Por tanto, su obediencia a Dios demostraba bien a las claras su
fe en el Dios por el cual vivía (6.22).
En la primera parte del capítulo 7 encontramos la lista detallada de los que entraron en el arca antes
de que llegara el diluvio. Notemos que Dios invita a Noé a entrar, porque le ha imputado justicia (v.
1). Por virtud de la invitación hecha por Dios a Noé, entran no solo él sino también toda su casa, y
ciertos animales específicos. La explicación lógica para la mención hecha aquí sobre los animales
limpios está en que después del diluvio, Dios les permitiría a los hombres comer de ellos. Por tanto,
son salvados en cantidades mayores, para que proporcionen la comida necesaria después del diluvio.

Muy particularmente en el capítulo 7, y también en el 8, se nos dice que la naturaleza del diluvio, es
decir, sus fuentes, no fueron solamente lluvias venidas del cielo. A decir verdad, este es el elemento
tercero y menos importante del diluvio. Las dos fuentes principales son las aguas almacenadas por
encima y por debajo de la región donde viven los hombres, tal como vimos en la creación (7.11 ,12;
8.2; ver atrás 1.7). Recordemos cómo Pedro lo llama «el mundo que existía entonces y que fue
destruido». La naturaleza catastrófica de una liberación así de poder hidráulico almacenado, queda
fuera de los alcances de nuestra imaginación. Fue la causa de los grandes cataclismos terrestres que
todavía intrigan a los geólogos de hoy.
Aquí vemos también que el diluvio fue total y que cubrió toda la tierra. Los arqueólogos sugieren que
se halla cierta evidencia de una gran inundación en Mesopotamia. Sin embargo, según dicen, dicha
inundación fue un fenómeno local, aunque considerable en tamaño. Por tanto, no puede ser
identificada con el diluvio bíblico.
Este cubrió toda la tierra (7.19). Juicio en el que murieron todos los de fuera del arca (7.22, 23).
El capítulo 8 nos presenta la compasión de Dios por Noé cuando seca la tierra que había inundado.
La narración del diluvio y de cómo la tierra se secó se parece mucho a otras narraciones del Medio
Oriente sobre una gran inundación. Esto ha hecho surgir la teoría de que el relato bíblico no es más
que una de esas muchas historias. Sería mucho mejor pensar que en la Biblia tenemos el relato
verdadero, tal como Dios lo conservó para su pueblo, mientras; que en otros lugares del Oriente se
conservó el recuerdo de esta gran desgracia, aunque de manera imperfecta, llena de mitología y
politeísmo.

4. El nuevo comienzo y el viejo problema del hombre (caps. 9-11)

Cuando empezamos a leer el capítulo 9 nos parece estar presenciando un nuevo comienzo. El
versículo primero nos suena muy parecido a Génesis 1.28, como si Dios estuviera comenzando de
nuevo con el hombre. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. El final del capítulo 8 nos muestra
que el hombre sigue siendo malo. Ya no tiene la inocencia del Edén. No obstante, ha de continuar
teniendo responsabilidades y llenando la tierra. Es un nuevo comienzo, pero la vieja naturaleza
pecadora está muy en evidencia. También está muy presente la maldición. El hombre no dominará ni
someterá la tierra tan perfectamente como Dios se proponía que lo hiciera. Las demás criaturas le
temerán pero no se le someterán (9.2). Ahora los animales le servirán de alimento al hombre,
mostrando de nuevo cómo cargan ellos también con la maldición que, cayó sobre todas las criaturas
al caer Adán (Ro 8.20, 21). Cuando pronunciaba la pena de muerte sobre todos los animales que
deberían alimentar al hombre pecador, Dios estaba también recordándole al hombre, al santificar la
sangre de esos animales, la condición sagrada de la vida, incluso esa vida que le importaba tan poco a
la humanidad (Gn. 4.8, 23).

En este punto Dios establece la pena de muerte para el asesino. Dicha pena no fue dada en un
contexto de falta de respeto por la vida humana, sino al contrario, en un contexto de grandísimo
respeto por parte de Dios, hasta por las vidas de los pecadores (9.5, 6). La Ley fue dada en el
contexto de la misión humana de multiplicarse y llenar la tierra (9.7), es decir, en un contexto de
vida. Por consiguiente, el Dador de la ley tenía las mejores intenciones para la humanidad con su
pensamiento. Los argumentos de hoy en día que se oponen a esta ley, por tanto, y que exigen que no
se siga aplicando la pena capital, no pueden estar dirigidos a beneficiar al hombre.
El pacto mencionado primeramente en 6.18 y ahora en 9.9 es un pacto con toda la humanidad en
general (9.17). Noé y su descendencia incluyen en sí obviamente a todos los hombres nacidos
después de él. El pacto incluye también a los animales de la creación que fueron rescatados por Noé.
Como la mayoría de los pactos bíblicos, es hecho para bien de los incluidos en él. Es establecido por
Dios, es incondicional, y tiene un sello o señal.

Dios es quien establece este pacto para conservar la vida sobre la tierra. Su objetivo es evitar que los
hombres vuelvan a caer en el estado de perversión en el que habían caído previamente, con
anterioridad al diluvio. No le pone condiciones al hombre, pero se compromete a no destruir
nuevamente a la raza humana con el diluvio (9.15). Hasta el día del juicio final, Dios nunca borrará
de nuevo a los hombres de la faz de la tierra, como lo hizo en el diluvio. Esto no impide que juzgue
de manera local a través de inundaciones o por otros medios, claro está. Ni tampoco quiere decir que
Dios no juzgará al mundo en el último día. Pedro aclara bien que Él juzgará una vez más al mundo
entero, en 2 Pedro 3.7. La señal de este pacto es el arco iris en el cielo, que es visible tanto para el
hombre como para Dios. Esto les recuerda a los hombres que Dios se acuerda de su promesa cada vez
que se reúnen las nubes, reminiscencia del diluvio. En esencia, el pacto declara que una destrucción
total como la que ya cayó en una ocasión sobre la humanidad no volverá a suceder hasta el final de la
historia humana; no porque los hombres sean mejores, sino porque Dios en su bondad se ha
propuesto conservarlos hasta el final de los tiempos.

El viejo problema de la naturaleza pecadora del hombre resalta en forma gráfica nuevamente en los
versículos finales del capítulo 9. No hay un cambio verdadero en las inclinaciones naturales del
hombre hacia el pecado. Hasta Noé, considerado justo en su generación está todavía lleno de una
naturaleza pecadora que no ha sido totalmente sometida. Después del diluvio, Noé se emborracha,
usando mal las bendiciones que Dios le había dado, y como consecuencia, yace por el suelo en
vergonzosa desnudez ante sus hijos, en lastimoso y chocante aspecto (9.20, 21).
Cam, uno de sus hijos, hace también despliegue de su tendencia natural al pecado. Cuando ve la
desnudez de su padre, su reacción es ridiculizarlo, en lugar de ayudarlo y compadecerse de él tal
como debería ser entre padre e hijo. No sabemos qué les dijo a sus hermanos, como tampoco
sabemos lo que Caín le dijo a Abel, pero en ambos casos, las Escrituras los reprueban, y sobreviene
un juicio. El delicado amor y respeto de Sem y Jafet presenta un agudo contraste con la acción de
Cam (9.23).
La profecía que sigue a este incidente no es de contenido racial histórico sino espiritual. Básicamente
plantea dos categorías de hombre. Los primeros son los descendientes de Cam (Canaán y los suyos),
y representan la continuidad de los descendientes de Caín antes del diluvio. Son los injustos, cuya
injusticia está ejemplificada en las acciones de su padre Cam. La mención específica de Canaán en
este lugar señala simplemente que la profecía se refiere también a su descendencia.

La otra categoría de hombres son los descendientes de Sem, comparables a los de Set antes del
diluvio. Son los justos, y su justicia está ejemplificada en la conducta de Sem.
Canaán, simiente de Cam, recibe la maldición. Al final, será siervo de Sem y de sus descendientes.
Sem en cambio es bendecido. El Señor es su Dios. Toda la profecía es espiritual y tiene que ver con
las dos familias de seres humanos, tal como vimos en los capítulos anteriores al diluvio.
Pero al igual que antes del diluvio, la simiente de Satanás parece prosperar y destacarse a los ojos de
los hombres. Los descendientes de Cam, según el capítulo 10, parecen serlo todo menos siervos.
Entre ellos encontramos los más grandes imperios del mundo antiguo: Acad, Asiria, Fenicia,
Babilonia, Egipto, los hititas. Como a través de toda la historia humana, la simiente de Satanás se
considera a sí misma dueña del mundo, pero en realidad es sirviente de los hijos de Dios. Esta
realidad está gráficamente ilustrada en la forma en que los egipcios fueron usados para proteger al
pueblo de Dios en tiempos de hambre y para educar a un siervo de Dios, Moisés, para que fuera el
caudillo de Israel. Posteriormente los egipcios les entregan sus pertenencias a los israelitas cuando
estos salen de Egipto, y después Dios destruye sus ejércitos cuando ya habían prestado su ayuda a
Israel. Canaán sirvió al pueblo de Dios desarrollando el alfabeto usado posteriormente por Moisés y
sus sucesores para escribir la Palabra de Dios para su pueblo. También sirvió para cultivar la tierra
que los israelitas habrían de tomar totalmente preparada, con viñedos, tierras y ciudades construidas.

Años más tarde, Asiria, Babilonia y Persia surgirían y caerían según la voluntad divina para que se
llevara a término el propósito de Dios para su pueblo: conservar un remanente de creyentes. Vemos
por último cómo el imperio de Alejandro Magno esparce la cultura y el idioma griegos por todo el
mundo y Roma establece el gobierno mundial, todo como preparación para la llegada del Cristo y la
proclamación del evangelio hasta los confines de la tierra.
Ninguno de estos pueblos y sus dirigentes tenía en mente hacer servicio alguno a Dios o a su pueblo,
pero en realidad, todos los imperios y todas las naciones de los hombres, y todos sus esfuerzos en los
inventos y en el arte, son utilizados por el pueblo de Dios para su gloria y para bien del pueblo. Así es
como Cam y su simiente son en verdad siervos de los hijos de Dios.

Por tanto, vemos que la profecía de Noé no tiene que ver con las razas de los hombres tal como las
conocemos hoy, ni es una justificación para que los blancos sometan así a las demás razas humanas.
¡Todo lo contrario! Jafet representa aquí no una categoría separada de hombres, sino aquellos de
todas las naciones que serían llamados a formar parte de la familia divina. Aquí hay por lo tanto una
promesa misionera que nos dice que de toda la humanidad, de todos los pueblos establecidos sobre la
tierra, Dios estará llamando continuamente un pueblo para que sea suyo.
En los tiempos del Antiguo Testamento eran pocos los de otros pueblos que se unían a Israel pero la
venida de Cristo cambió esta situación, y el evangelio se difundió rápidamente, incluyendo así gente
de todos los rincones de la tierra. Estos son, pues, los que han recibido la bendición de que morarán
en las tiendas de Sem, es decir, serán parte de la Iglesia de Cristo, la que recibirá todas las
bendiciones del pueblo de Dios para siempre.
El capítulo 10 detalla sucintamente las descendencias de los tres hijos de Noé. En primer lugar Jafet,
al que se le presta menos atención, ya que su papel en la historia de la salvación comienza mucho
más tarde; en segundo lugar, Cam, del que ya hemos hablado; y finalmente Sem, en el que se
enfocará ahora toda la atención. Dios escogió a Sem para establecer en él las promesas y las bendi-
ciones que finalmente incluirán gentes de toda la tierra.
El comienzo de las bendiciones de Dios sobre Sem ocurre en un acto divino realizado con el
propósito de dispersar a los hombres por toda la faz de la tierra. Utilizando este medio, Dios separó a
un pueblo, los descendientes de Sem por la línea de Arfaxad, uno de sus hijos (10.22). El motivo del
acto divino en el cap. 11 es de nuevo el pecado del hombre. Los seres humanos quisieron unirse
contra la voluntad divina y borrar las distinciones que Dios había establecido entre los justos y los
malvados, como ya se había hecho antes del diluvio. De nuevo se ve claro, que los intentos de unión
fueron motivados por gente sin Dios y por fines contrarios a él. En sus aspiraciones de construir una
gran torre y una ciudad, y hacerse un nombre, no hay lugar en sus planes para Dios. Su lema es
«Hagamos» (11.3, 4).
La respuesta de Dios a su «Edifiquemos una ciudad» (v. 4) fue: «Descendamos y confundamos allí su
lengua» (11. 7).
Este acto de Dios era en realidad una bendición general sobre los hombres. Era un acto de la gracia
común de Dios, ya que la maldad concentrada corrompe rápidamente hasta el punto de destrucción,
como hizo con anterioridad al diluvio entre todos los hombres, y como podemos ver después en los
sucesos de Sodoma y Gomorra. Tenemos la contrapartida de esta difusión de los hombres a través de
la confusión de lenguas en el Nuevo Testamento cuando Dios, a través del don de lenguas del
Espíritu Santo en Pentecostés, unió a los hombres de las diferentes culturas e idiomas en una Iglesia
de la cual Cristo es la cabeza (Hch. cap. 2).
De entre todos los pueblos dispersos sobre la faz de la tierra Dios escogió un pueblo, una familia, la
de Arfaxad, hijo de Sem, por una gracia y atención especiales. Protegió a sus descendientes hasta que
fuera tiempo de comenzar a establecer un pueblo en la tierra para que fuera su pueblo particular de
entre todas las familias de los hombres (11.10-32).
El foco de la atención se pone ahora en sus descendientes, cuya línea se sigue hasta Taré, quien vivía
en Mesopotamia, en la antigua ciudad de Ur (11.24-28). Entre los hijos de Taré había uno llamado
Abram. Y finalmente, el Señor llama a Abram para que deje su cultura y su pueblo y se convierta en
el hijo de Dios en medio de un mundo descreído.

5. El desarrollo de la fe en Abraham (caps. 12-22)


Es importante recordar el fondo cultural del que provenía Abram, o Abraham, como fue llamado
posteriormente. Cuando aún se llamaba Abram y vivía en Ur, su padre se mudó a Harán, que se
encontraba al noroeste de Ur, y caminó hacia Canaán por el mejor camino disponible en aquel
entonces. Sin embargo, Taré nunca fue más allá de Harán; sería Abraham quien Dios quería que lo
hiciera. Para ello debería separarse de su familia. Este acto de Abraham de separarse de su familia e
irse a Canaán era en sí mismo un acto de fe, como nos dice el autor de Hebreos (Heb 11.8).

Debemos tener siempre presente que los antepasados de Abraham no eran adoradores del Señor sino
de dioses paganos y formaban parte del paganismo de Ur. Josué nos lo recuerda (Jos. 24.2). Esto
quiere decir que el paso de fe que dio Abraham estaba en contra de las tradiciones de sus padres.
Tuvo también que dejar a su padre, lo cual es algo muy difícil de hacer. El tiempo de vida de Taré
indica que probablemente siguió viviendo en Harán unos sesenta años después de la partida de
Abraham. Todo esto nos pone de manifiesto la gran fe de Abraham al dejar tras sí su cultura y su
familia para seguir a Dios rumbo a un mundo desconocido.

Es Dios quien toma la iniciativa con Abraham, como lo había hecho con Noé, al llamarlo y
prometerle que lo bendeciría. Primeramente, promete hacer de Abraham una nación grande, pero más
que esto, promete bendecirlo. La palabra «bendición» trae consigo un significado especial de gracia
divina. Es usada con Adán antes de la caída, con Noé después del diluvio, y con Abraham y su si-
miente en la fe. El salmista declara su significado especial para el justo (Sal 5.12). Se destaca de
manera especial el nombre de Abraham con un honor especial, porque Dios lo hará grande (Abraham
debería ser el padre de los creyentes: Romanos 4.11, 12). Más aun, a través de las bendiciones dadas
a Abraham, serían benditas todas las familias de la tierra (12.3).

Tenemos aquí una promesa de proporciones misioneras, al mismo tiempo que Dios muestra que su
propósito desde el principio ha sido llamar y formar un pueblo de todas las partes de la tierra para que
reciba su bendición especial.
Hacemos una pausa aquí para tener en cuenta que todas las grandes promesas de Dios dadas hasta
ahora con implicaciones en el evangelio contienen la esperanza de la salvación de los hombres. En
Génesis 3.15 se da por primera vez el concepto de una simiente, llamada la simiente de la mujer. Esta
simiente triunfará sobre la de la serpiente (Satanás). En La profecía de Noé (Gn. 9.25-27), Dios se
identifica con un pueblo compuesto por los descendientes de Sem, pero se deja lugar en la bendición
para Jafet y juntamente con su familia. Y aquí en Génesis 12.3, una vez más, no solo se escoge a una
familia en particular de entre la descendencia de Sem sino que también, a través de dicha familia la
bendición alcanzará a una vasta multitud de pueblos de toda la tierra. El propósito de la elección de
Dios se estrecha de toda la humanidad a una sola raza (Sem), y de esta a una familia (la de Abraham),
pero el impacto de la bendición continúa alcanzando hasta los confines de la tierra.

Hebreos 11.8 nos dice que Abraham salió por fe, y este primer acto de fe se registra en Génesis 12.4.
Si Abraham actuó en fe, ¿de dónde había venido esta fe? Efesios 2.8, 9 nos da la única respuesta
posible a esta pregunta. Nuestra fe es un don de Dios; puede llegar solamente a alguien que ha vuelto
a nacer en él. Se da nueva evidencia de la fe de Abraham en el versículo 8: «Invocó el nombre de
Jehová». Como ya hicimos notar en Génesis 4.26, en las Escrituras esta expresión significa que
estaba ejercitando su fe para con Dios. En Romanos 10.12-15 Pablo cita a Joel y declara que los
hombres invocan al Señor solo si son creyentes. Este es el sentido bíblico, aunque no sea el ordinario,
de la frase «invocar el nombre del Señor»,
Aquí está representado para nosotros, por tanto, el inicio de la fe de Abraham. De ahora en adelante,
la veremos crecer. Sacado del paganismo, su fe, como una semilla de mostaza, crece ante nuestros
ojos.
Génesis 12.10-20 nos muestra la fragilidad de su fe cuando fue probada en sus primeros tiempos. Al
verse forzado a entrar en Egipto, parece haber dudado de la capacidad o del deseo de Dios de
protegerlo en ese lugar. Quizá la reputación de aquel imperio que ya era antiguo le producía
verdadero temor. Su gesto de hacer pasar a su esposa Sara por hermana suya es inexcusable. Tratar de
excusarlo es no darse cuenta de qué es lo que sucedió realmente. Su fe fue débil y en su debilidad
mintió y actuó como un cobarde, Sin embargo, a pesar de ello, Dios lo protegió y continuó
bendiciéndolo.

En el capítulo 13 vemos aumentar considerablemente la fuerza de su fe. Regresa a Canaán y prospera


tanto que llega el momento en que no puede seguir viviendo junto con su sobrino Lot. Aunque
Abraham era sin duda el más fuerte, le ofrece con generosidad a Lot que sea él quien escoja en qué
tierra quiere habitar. Con esto demuestra que no se estaba buscando sí mismo. El amor por los demás
era ya uno los frutos de la madurez espiritual que se estaba manifestando en la vida Abraham.
Por contraste, Lot aparece como acaparador, buscándose a sí mismo y espiritualmente torpe. Por
consiguiente escoge mal, prefiriendo la prosperidad mundana aparente de Sodoma. Escogió mal
porque Sodoma era un pueblo de pecadores (13.13).
Dios estaba complacido con la manifestación de fe hecha por Abraham aquí al confiarle su futuro a
Él y no a los hombres. Dios le promete a Abraham toda la tierra, incluso, irónicamente, la que Lot
había escogido. Aquí es donde se menciona por primera vez la descendencia de Abraham. Las
promesas hechas a Abraham eran para él y su descendencia para siempre (13.15). Es Pablo quien
señala posteriormente que la promesa de una descendencia dada a Abraham culminaría finalmente en
un descendiente, el Cristo, a través del cual todas las bendiciones llegarían a su cabal cumplimiento
(Gá 3.16). De manera que a través del Nuevo Testamento vemos que la simiente de la mujer en 3.15
y la descendencia de Abraham en 13.15 culminan en Cristo y en los que creen en él.
Dios sugiere a Abraham que recorra toda la tierra que será dada a su descendencia. Posteriormente
Josué recibe una promesa similar (Jos. 1.2-4) que se convirtió en realidad en sus días.
Con respecto a Abraham, el escritor del Nuevo Testamento en la Epístola a los Hebreos nos dice que
comprendió las promesas como pertenecientes a algo más que una tierra de aquellos días en sentido
literal. Las Escrituras dicen: «Porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y
constructor es Dios» (Heb 11.10). Y también: «Anhelaban una mejor, esto es, celestial; por lo cual
Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos; porque les ha preparado una ciudad» (Heb. 11.16).
En otras palabras, Abraham vio por fe que la promesa de una tierra tenía su realización no en un país
terrenal sino en la ciudad eterna de Dios y su pueblo en los cielos. Más tarde sería simbolizada por
Jerusalén, pero la Nueva Jerusalén procedente de lo alto es la que era en realidad la ciudad del pueblo
de Dios, y no la Jerusalén terrena.
Debemos siempre tener esto en cuenta hoy en día que muchos intentan ver en el retomo del pueblo
judío a Jerusalén algún cumplimiento de las Escrituras. El pueblo de Dios debe mirar siempre a la
ciudad que viene de lo alto, y no a la ciudad terrena (Cf. 4.25, 26; Heb. 12,22; Ap. 3.12; 21.2, 10).
El capítulo 14 nos narra una lección sumamente importante aprendida por Abraham durante el
crecimiento de su fe. La ocasión fue el ataque hecho por algunos ejércitos de la región de
Mesopotamia contra ciudades cananeas, y entre ellas, Sodoma y Gomorra, donde vivía Lot.
La mayoría de los ciudadanos de Sodoma, entre ellos Lot, habían sido tomados prisioneros (14.12).
Cuando Abraham regresó, todos los que habían quedado en el pueblo salieron a recibirle. Abraham se
estaba enfrentando aquel día a dos reyes, el de Sodoma y el de Salem. El primero representaba el
mundo y le ofrecía fama y riquezas, junto con la gloria de los hombres, El segundo le ofrecía en
cambio alabanzas a Dios y no a Abraham, y le enseñó a Abraham que era Dios, y no él, quien tenía
derecho a ser el héroe del momento.

Quién era realmente Melquisedec, aparte de ser el rey de Salem y sacerdote de Dios, no podemos
decirlo. Posteriormente será identificado como un tipo de Cristo (Heb 7.1s). En aquel día represen-
taba simplemente las reclamaciones de Dios sobre Abraham.
Confrontado de un lado con la gloria y las alabanzas de los hombres y sus recompensas, y del otro
con las reclamaciones de Dios sobre su propia vida, Abraham actuó en fe, alabando a Dios como
Melquisedec le había enseñado, y dando el diezmo de todo lo que poseía, rehusando tomar cosa
alguna procedente del rey de Sodoma. Estaba lleno de entusiasmo por el nombre de Dios (14.20-23).
Este acto era, sin embargo, un acto de la fe personal de Abraham, y no quiso comprometer en él a los
que no tuvieran una fe semejante. Su fe no le costaría a nadie más que a él mismo (14.24).
Ya en este momento nos impresiona el rápido crecimiento de la fe de Abraham. El capítulo 15
muestra a Dios complacido también. Después de que Abraham volvió las espaldas a las recompensas
de este mundo, el Señor le confirma su apoyo con las palabras «Yo soy tu escudo, y tu galardón será
sobremanera grande». Porque por pequeñas que sean las cosas de este mundo que el siervo del Señor
deje tras sí, Dios lo recompensa con riquezas espirituales fuera de toda medida.
La única gran preocupación de Abraham en este momento, estaba en que aún no tenía una
descendencia a través de la cual: todas estas esperanzas pudieran realizarse (15.2). Las tabletas de
arcilla que se han descubierto en el área de Mesopotamia y que han sido traducidas contienen un
recuento de las costumbres en los tiempos en que Abraham vivió en Mesopotamia. Nos muestran
cómo Abraham expresaba aquí la noción común en aquellos tiempos de que cuando un hombre no
tenía hijos, su sirviente se convertía en su heredero, es decir, era adoptado como hijo. Este era el
problema que preocupaba a Abraham grandemente en ese momento.
Para comenzar, se encontraba ante un problema que era incapaz de solucionar. Su esposa no le daba
heredero y, sin embargo, Dios le prometía una descendencia y una multitud de herederos (15.5). La
respuesta de Abraham a esta promesa sobrenatural fue creer en el Señor. Esa expresión de fe
complació a Dios, y le fue tenida en cuenta o imputada por justicia a Abraham.

Pablo dirá más tarde que, en realidad, todos los que permanecen justos ante el Señor y son, por tanto,
justificados en su presencia, lo son por la fe como lo fue Abraham (Rm.4.3s, Gá 3.6s). Queda
establecido, por tanto, el gran principio de justificación por la fe, en contraste con el de justificación
por las obras. Nadie es aceptable a por sus obras; solo por fe puede serlo (Heb 11.6).

Aquí es necesario decir una palabra con respecto al significado término bíblico «fe». La palabra raíz
utilizada aquí en Biblia hebrea es una palabra que el sentido de algo muy fuerte, cierto y seguro,
como son los brazos de un hombre meciendo a un niño (Nm 11.12), o los pilares de un edificio (2 R
18.16). En la forma pasiva, toma el significado de «ser afirmado, o asegurado, o establecido» (Is 7.9).
En la forma causal significa «hacer que algo esté seguro, o cierto, o firme». Esta última forma es el
término comúnmente usado en la Biblia para «creer», es decir, «hacer estar cierto, seguro».
Esa misma raíz es usada frecuentemente por Jesús en el Nuevo Testamento cuando quiere poner
énfasis en la certeza de algo. En nuestra Biblia se registran como dichas por él con frecuencia, las
palabras «de cierto, de cierto». La palabra que él utilizó era esta misma palabra hebrea. Nosotros
también la usamos cada vez que oramos y con frecuencia, al final de nuestros himnos. Decimos
"amén", que es la misma palabra hebrea que significa «certeza», y en determinada forma significa
«creer».
Todo esto es para decir que el concepto de fe en la Biblia no es el de inseguridad, sino el de
seguridad. Alguien podrá decir: «Creo que es verdad, pero no estoy seguro». En términos bíblicos,
esto es una imposibilidad. Creer es estar seguro, con una certeza basada no en razonamientos
humanos sino en la autoridad de la Palabra de Dios. Cuando se dice que Abraham creyó en el Señor,
significa que tenía certeza de que se cumplirían las promesas que Dios le había dado y que se basaba
para ello en la autoridad de la Palabra divina.
En el contexto de esta gran afirmación de la fe de Abraham, Dios hace un pacto con él (15.8-21). El
pacto incluye la revelación del sufrimiento, la redención de la cautividad, y la rica herencia de la
tierra prometida (vv. 13, 14,18-20). Esas experiencias a través de las cuales pasaría su descendencia,
habrían de reflejar el trabajo redentor de Dios en cada uno de los suyos cuando nos trae desde el
pecado y la muerte hasta la redención en Cristo, y de ahí a la herencia eterna. Por tanto, el capítulo 15
contiene muchas cosas que señalan hacia la historia toda de la redención del hombre.
Después de la gran expresión de la fe de Abraham que vimos en el capítulo 15, leemos con desaliento
en el capítulo siguiente acerca de la debilidad de su fe. En el asunto de Agar, la sierva de Sara,
Abraham no actuó en fe.
De nuevo Abraham, todavía muy dependiente de su cultura original, recurre a una práctica
comúnmente conocida a través de los escritos antiguos, la de tener un hijo con la sierva de su esposa,
Era una solución humana al problema que Abraham había hallado en 15.2. Sin embargo, no era de fe,
y lo que no es de fe es pecado (Ro 14.23).
En muchos aspectos, el pecado de Abraham en esta circunstancia se parece al de Adán. No hizo caso
de la palabra divina, no, buscó la voluntad de Dios, y dejó que su esposa lo guiara en esta decisión
espiritual. Su propósito era ayudar a Dios, pero al final lo que logró fue traer infelicidad sobre todos
los afectados: su esposa, Agar, Ismael, él mismo, e incluso Isaac.
Sara misma descubriría pronto el pecado que habían cometido, y reaccionó equivocadamente (16.6).
Sin embargo, Dios no sería frustrado por esta manifestación de pecado en la familia de Abraham. No
bajó el grado de sus exigencias con respecto a Abraham sino que de nuevo le reiteró el propósito que
tenía para con sus hijos: «Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí, y sé perfecto» (17.1).
Dios nunca aminora sus normas éticas cuando trata con los hombres a fin de acomodarse a la
fragilidad humana. Lo que siempre hace es impulsar a los hombres adelante, hacia la alta meta que él
ha fijado, y por su gracia todos sus hijos la alcanzarán al final. Debemos ser santos y sin mancha ante
Él en amor.

Cada vez que nosotros, como hijos suyos, le fallamos en esto, Él nos vuelve a llamar a esta alta meta
que será Él quien alcance en nosotros. Mucho tiempo después, Jesús, digiriéndose a sus discípulos,
dirá: «Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto» (Mt
5.48). No hay meta más alta. Pablo expresa esto muy bien en Filipenses 3.12s: «No que lo haya
alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui
también asido por Cristo Jesús…Prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en
Cristo Jesús».

Abraham falla aquí, pero Dios no se da por vencido con él. Renueva la promesa y le da un nuevo
nombre (17.5). Ahora con el pacto, Dios le da un sacramento, la circuncisión de la carne, signo
exterior de la obra interior de limpieza realizada por Dios. En este momento es introducido un
concepto importante. Puesto que las promesas eran no solo para Abraham sino también para su
descendencia, toda esta debería recibir el sello o sacramento de la promesa del pacto. La circuncisión
exterior no los salvaba. Lo que era necesario para la salvación era la circuncisión interior del corazón,
y que Dios limpiara sus corazones. Este fue siempre el significado de la circuncisión en la carne. Era
un signo exterior de una obra interior que solo Dios podía realizar. Hacérsela a un hijo equivalía a
confesar que solo Dios podía salvar a ese niño limpiando su corazón. Era hecha a todo hijo de
creyentes que, por medio de ella, profesaran su fe en Dios y expresaran la necesidad que tenían sus
hijos de ser limpiados.

Pero la circuncisión del corazón es siempre lo esencial (Dt 10.16; 30. 6; Jer.4.4; 9.25-26; Ro 2.28-
29).
En todo sentido, el sacramento de la circuncisión del Antiguo Testamento es comparable al del
bautismo en el Nuevo. Ambos sacramentos son signos exteriores del trabajo interior del Espíritu
Santo que es necesario para la salvación del hombre. En ambos, la purificación del corazón es lo
simbolizado. En ambos, los hijos de los creyentes son incluidos (Cf. 1 P 3.21; Heb.9.14; 10.22; I P
1.2 y Hch 2.39; Tit 3.5).
La acción de Abraham en este momento nos muestra de nuevo que los hombres de fe pueden vacilar.
Ruega que sea Ismael la simiente de la promesa, pero Dios insiste en que ha de ser Sara quien lleve
en su seno a esa simiente, y le da al niño que aún no había nacido el nombre de Isaac (17.19). Esto
quiere decir que para Dios, la simiente sí importa. No sirve cualquier simiente. Todos los verdaderos
hijos de Abraham son escogidos por Dios, y la simiente de la promesa tiene su culminación en Cristo.
El plan de Dios para su pueblo solo puede tener éxito por su propósito y voluntad. Los esfuerzos
poco sabios y los ruegos de Abraham no pueden alterar los propósitos divinos.
Vemos la continua duda de Sara en el capítulo 18, cuando se ríe al oír que ella, que es demasiado
anciana desde el punto de vista natural para concebir un hijo, daría a luz sin embargo a Isaac (18.12).
Se rió, y por ello su hijo Isaac, con su nombre, le recordaría para siempre su falta de fe de aquel día.
El nombre Isaac significa «risa». En esencia, lo que ella y Abraham tenían que aprender en ese mo-
mento es que nada es demasiado difícil para el Señor (18.14).

El incidente de Mamre presentado en el versículo 1 del capítulo 18 habla sobre uno de los juicios más
significativos de Dios en el Antiguo Testamento, superado solamente por el diluvio. Es el juicio
contra Sodoma y Gomorra.
Los tres hombres que se presentaron a Abraham (18.2) fueron Identificados posteriormente como el
Señor mismo, en forma humana, y acompañado por dos ángeles (18.33, 19.1). Estas apariciones
antropomórficas de Dios en la historia de los hombres son raras. El motivo de esta es, por una parte,
la declaración de Dios acerca de sus intenciones para con Abraham y su familia, y de otra su
propósito de juzgar el mal. Estos asuntos se presentan en Génesis 18.16.
El asunto principal de Génesis 18.16 al capítulo 19 es el juicio de Sodoma y Gomorra. Sin embargo,
insertada en medio de esta narración, encontramos una importante revelación con respecto a las
intenciones y el propósito de Dios sobre el creyente y su familia. Veamos esto primeramente. Se
encuentra en el versículo 19.

Basado en su pacto con Abraham y su descendencia, Dios expresa su voluntad con respecto a
Abraham, como si hablara consigo mismo o con sus dos acompañantes. Declara que ha conocido a
Abraham con un fin o propósito definido. La palabra «conocer» significa más que «haber sido
presentados». Trae consigo todo el impacto de algo que se ha escogido. Es decir, «lo he escogido con
el fin de... ». Y después señala su propósito: que mande «a sus hijos y a su casa después de sí, que
guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham
lo que ha hablado acerca de él».
Es muy significativa la responsabilidad paternal establecida en el hogar de los creyentes. Los padres
deben instruir a sus familias en la obediencia al Señor, es decir, a su voluntad. Esta se presenta aquí
por primera vez expresada en términos de hacer justicia y juicio. Veremos cómo estas dos palabras
serán usadas de ahora en adelante continuamente para expresar la voluntad de Dios para con su
pueblo. Son un resumen de la voluntad de Dios con respecto a sus hijos. Solo cuando estos sean
reflejo de la voluntad divina, recibirán sobre sí la bendición de Dios. En otras palabras, la justicia y el
juicio deberán ser la señal que marque la vida de los hijos de Dios.

Acabamos de ver que la justicia puede venir a la vida de los hijos de Dios solamente basada en su fe.
No hay obras propias de ellos que sean justas, excepto si han confiado primeramente en el Señor.
Hacer justicia es por tanto ser un creyente que, por fe, vive ante Dios. Todo lo que hace un creyente
en fe le será imputado a justicia en la presencia de Dios, o sea, será aceptable ante él. Sobre el
significado de la palabra justicia hablaremos más tarde en el lugar adecuado.

Ese día el Señor hizo partícipe a Abraham de su intención de destruir la malvada ciudad de Sodoma.
El estado de Sodoma entonces, era comparable al del mundo antes del diluvio. Pero Abraham estaba
interesado en Sodoma por causa de los justos que vivían allí (18.23). Su ruego de que Sodoma sea
salvada debido a la presencia en ella de un cierto número de justos es razonable, pero aquel día iba a
aprender una lección importante de evangelismo. En última instancia, la tarea del creyente en un
mundo que está bajo juicio no es la de tratar de salvarlo sino la de sacar a los hombres de él. El Señor
juzgará a los injustos. El mundo está reservado para juicio (II P 3.7). Como dijo Pedro el día de
Pentecostés: «Sed salvos de esta perversa generación» (Hch 2.40).
La maldad de Sodoma se pone de manifiesto en el capítulo 19, cuando Lot, por contraste, demuestra
que es hijo de Dios al manifestar amor por los extranjeros (los dos ángeles) (19.1-3). No hay
evidencias de que en ese momento él supiera que eran ángeles de Dios. Los hombres de Sodoma
expusieron sus malos deseos y sus intenciones de conocer carnalmente a los extranjeros (19.5). El
término «conocer» significa aquí, como en muchos otros lugares de las Escrituras, conocer
sexualmente. El ofrecimiento de sus dos hijas que les hace Lot nos puede parecer drástico a nosotros,
pero su intención era proteger a estos huéspedes bajo su techo, y evitar crímenes mayores.
Cuando Lot supo quiénes eran y oyó su mensaje de que saliera de Sodoma antes de que fuera
destruida, vaciló. Ahora se hace evidente el desatino de Lot al escoger. Era un justo, un hijo de Dios
(II P 2.7, 8), pero había escogido contemporizar con la vida mundana. Las palabras que Jesús dijo
siglos después tienen aplicación para Lot: «No os hagáis tesoros en la tierra» (Mt 6.19). Resultaba
duro para Lot dejar todas aquellas cosas terrenales (19.16). Lo que es más, no era una atmósfera
propicia para educar a su familia. Así vemos que algunas de sus propias hijas aparentemente se
habían casado con no creyentes y estaban demasiado envueltas en el mundo para oírla súplica de su
padre (19.14).
Solo dos hijas solteras y su esposa accedieron a marcharse con él, e incluso su misma esposa no logró
arrancarse a la poderosa atracción de Sodoma.
En 19.26 se nos dice que la esposa de Lot miró atrás, desobedeciendo a los ángeles. No deberíamos
considerar esto como un simple acto de curiosidad por parte suya. La palabra usada aquí para decir
«miró atrás» es poco frecuente en la Biblia hebrea. Tiene el sentido especial de «mirar con confianza,
expectación, o añoranza". Ella, con esta mirada, estaba revelando que su corazón deseaba quedarse.
Amaba demasiado al mundo. Esta misma palabra usada en el incidente de la serpiente de bronce a la
que deberían mirar los israelitas para ser salvados en el desierto (Nm 21.9). También se usa la palabra
en conexión con Jonás, cuando se hallaba en peligro en medio del mar y miraba con confianza hacia
el santo templo del Señor, (Jon 2.4). En todos los casos, el sentido de la palabra es «mirar anhelante
hacia», y este fue el pecado de la esposa de Lot. Miró anhelante hacia la ciudad pecadora de Sodoma.
Lot y sus dos hijas fueron salvados aquel día no por su voluntad sino por la misericordia de Dios
(19.16-29). La línea de Lot en la familia de Dios, va rápidamente hacia su ruina. De hecho, sus pro-
pios hijos, nacidos en su unión con sus hijas, no representarán a la familia de Abraham sino a los que
después serían enemigos de Israel (19.37, 38).
Los capítulos 20 y 21 describen dos grandes pasos definitivos en el crecimiento de la fe de Abraham.
El incidente del capítulo 20 solo puede entenderse como una falla en su fe, evidencia de que la misma
era todavía imperfecta. Aparentemente, aún creciendo en fe, Abraham no había sabido darse cuenta
de que Dios está presente en todas partes. Donde no se le honraba, parecía pensar Abraham, no estaba
presente (20.11).
Su pecado, como el descrito en el capítulo 12, no tiene excusa posible. Todo lo que no es de la fe es
pecado.

En el capítulo 21, sin embargo, Dios le enseña a Abraham a contar en él siempre, dándole a Isaac, el
hijo tan esperado. Abraham aprende con esto una gran lección sobre la confianza en Dios (21.1). El
nacimiento de Isaac abría viejas heridas, y le hacía recordar a Abraham otros días en que confiaba
menos, y en los cuales, fuera de la voluntad de Dios, se había apresurado a actuar, teniendo u hijo con
Agar. Ahora, este acto anterior de insensatez chocaba con las bendiciones que estaba recibiendo de
Dios en el presente, y el resultado, como sucede siempre con el pueblo de Dios cuando se actúa fuera
de la fe, era el pesar (21.9-14).
En este tiempo de pesar sin duda la fe de Abraham creció, Aprendió a obedecer a través del
sufrimiento. Ahora estaba ya listo para que su fe le fuera probada. Y esto nos lleva al capítulo 22.
Este capítulo nos habla de la prueba hecha a la fe de Abraham.
Fue una prueba sumamente difícil. Ya hemos visto cómo el crecimiento de Abraham en la fe no fue
un impulso continuo y suave hacia arriba, sino que estuvo erizado de contrariedades a cada paso.
Esto es típico en el crecimiento de la fe de todos los creyentes. Ahora, para la gloria de Dios, esa fe
debería ser probada, porque él, Señor había escogido a Abraham para que fuera el ejemplo de todos
los creyentes.
El mandato que Abraham debía obedecer era muy difícil. Debería ofrecer a su hijo como sacrificio a
Dios. El libro de los Hebreos nos dice que él obedeció con gran fe (Heb 11.17-19). Había aprendido
tan bien la lección sobre la confianza en Dios que ahora creía que Dios, que había prometido
bendecir a su simiente, haría incluso levantarse a Isaac de entre los muertos, si es que ahora debía
morir (Heb 11.19). Abraham no demuestra tener ninguna duda en lo absoluto con respecto a esto.
Cuando Isaac preguntó por el cordero para el holocausto, también en fe, su padre le respondió
proféticamente: «Dios se proveerá de cordero para el holocausto» (22.7, 8). Era una respuesta
profética, porque se apoyaba en la antigua promesa de Dios de que proporcionaría a través de la
mujer la simiente que triunfaría sobre Satanás. Y era un anticipo de Isaías 53, donde está la vívida
descripción del Cordero de Dios que moriría por su pueblo. Sin duda, Juan el Bautista tenía en su
mente esta profecía cuando, en una ocasión, dijo a los que le seguían: «He aquí el Cordero de Dios,
que quita el pecado del mundo» (Jn 1.29). No podemos decir si Abraham lo entendió así, o hasta qué
punto lo logró entender, pero de lo que sí estamos seguros es que su profecía de aquel día señalaba
hacia la obra de Cristo en el futuro.

La intervención del Señor en el acto de obediencia de Abraham (22.12) indica que nunca fue la
intención de Dios que Abraham llevara a cabo el sacrifico, sino solamente que estuviera dispuesto a
hacerlo. Aquí también, como en un cumplimiento parcial de la profecía de Abraham, Dios
proporciona un sustituto para Isaac, el carnero (22.13). Ese día le fue dado a Abraham por primera
vez el principal motivo para los sacrificios de animales, es decir, la expiación vicaria. No importa lo
que hayan significado anteriormente los sacrificios de animales para los oferentes; de ahora en
adelante, para el pueblo de Dios, querrían decir que Dios proporcionaría un sacrificio como sustituto
por el pueblo de Dios, a fin de que este no tuviera que morir por sus pecados.
Una vez más, en este lugar tan, apropiado, Dios renueva su alianza con Abraham en términos de su
descendencia. Las palabras «tu descendencia poseerá las puertas de sus enemigos» son un claro
enlace con Génesis 3.15, el triunfo de la simiente de la mujer sobre la de la serpiente.

6. El período de transición: la muerte de Abraham y la vida de Isaac (23-28.9).

Estos capítulos pueden ser llamados «período de transición». La vida de Isaac no tiene el colorido ni
el interés que tienen las de Abraham y Jacob. Es algo así como un valle entre dos montañas. Estos
capítulos representan en cierta forma el anticlímax en la vida de Abraham. El capítulo 23 narra la
búsqueda de un lugar para enterrar a Sara, y muestra la fe de Abraham en la promesa de Dios. Escoge
ser enterrado en la tierra que Dios le ha prometido, aunque hasta el presente no posee nada de ella,
sino que todavía es un extranjero. El capítulo 24 nos lo presenta buscando una esposa para Isaac e
introduce a la familia de Labán, quien tendría un papel muy significativo en la vida de Jacob.
También destaca la comprensión de Abraham con respecto a los deseos de Dios de que tuviera una
simiente fiel. Abraham veía que en Canaán no había mujer apta para ser la esposa de este hijo de la
promesa que Dios le había dado, pues había mucha maldad entre ellos. Compartiendo la
preocupación de Dios con respecto a tener una simiente fiel, mandó a buscar a su tierra natal una
esposa adecuada para Isaac. Pero notemos que debería ser una dispuesta a venir, dejando atrás su
familia, como lo había hecho Abraham, si quería cualificar para poder ser esposa de Isaac.

La primera parte del capítulo 25 hace un balance de la vida de Abraham y narra su muerte. Puesto
que Abraham vivió hasta los 175 años de edad (v. 7), y Sara murió a la edad de 127 años, apa-
rentemente, Abraham tuvo una vida más larga con Cetura, su segunda esposa (Abraham era
exactamente 10 años mayor que Sara, y tenía por tanto 137 años cuando ella murió; ver Gn 17.17).
Sin embargo, toda la última parte de su vida pasa en unas pocas frases. Solo Isaac es la simiente de la
promesa, aunque Abraham tuvo muchos otros hijos (v. 2).

La vida de Isaac traslapa la de Abraham por un lado y la de Jacob por el otro. Es muy poco lo que se
dice de él en forma exclusiva. De hecho solo hay un capítulo, el 26. De este capítulo se puede deducir
que Isaac se parecía a su padre en muchos aspectos. Cometió los mismos errores (vv. 1-11), y sobre
todo, siguió sus pasos. El versículo 18 hace un buen resumen de su vida. Cavó los mismos pozos que
su padre había cavado, y les dio los mismos nombres que su padre les había dado, expresión de una
vida poco brillante, cuya única recomendación fue seguir tras las huellas de un gran hombre. Fue la
simiente escogida de Dios, y el Señor renovó las promesas que le había hecho a Abraham mucho
tiempo antes (vv.23-24), e Isaac respondió con la misma fe que había sido mostrada por su padre (v.
25; cf. 12.8). El resto de la vida de Isaac está mezclada con las de Jacob y Esaú, sus dos hijos.
7. Jacob, de pecador a santo (25.19-33.20)

Con frecuencia encontramos en las Escrituras que el Señor ha mantenido sin descendencia a algunas
mujeres piadosas. Ha sido para probar su fe. Lo vimos en el caso de Sara, y lo volveremos a ver
ahora con Rebeca. También lo veremos con Raquel, y después con Ana la madre de Samuel, y
Elizabeth, la madre de Juan el Bautista.
En cada uno de los casos la descendencia era una bendición, y en cada uno también el Señor probó
que era fiel para con todos los que acudieron a él en busca de descendencia. Así lo vemos en los
versículos 19ss. con respecto al nacimiento de Jacob y Esaú.
Cuando Dios le prometió los dos hijos a Rebeca, le habló de dos naciones que surgirían. Dios mismo
hizo la elección entre ambos, haciendo a uno mayor que el otro (v. 23). La frase «el mayor servirá al
menor» recuerda la profecía de Noé (9.25-27). De manera que nos hallamos de nuevo en presencia de
la distinción entre los hijos de Dios y los de Satanás. Esta vez, la distinción se hace entre dos que son
hijos de los mismos padres humanos y concebidos al mismo tiempo.

Dios es quien hace la distinción, escogiendo a Jacob y no Esaú, en Romanos 9.6ss, trata sobre las
importantes lecciones que se desprenden de este incidente con respecto a la elección divina.
Pertenecer a la simiente carnal de Abraham (su descendencia) es motivo para que seamos hijos de
Dios (Ro 9.7, 8). La salvación se basa en las promesas de Dios, y de acuerdo con su voluntad.

El «propósito de Dios» (Ro 9.11) de llegar a tener un pueblo está basado en que él mismo elige a
algunos del estado de muerte en el pecado, para la vida eterna (Ro 9.11; cf. Ef. 2.1-3). Nadie puede
ser salvo por sus obras, ya que la naturaleza de todos los hombres está corrompida. La salvación nos
viene solamente por la gracia de Dios, quien obra en los corazones de aquellos que elige para traerlos
de la muerte espiritual a la vida en Cristo (Ef. 2.4-9),
Lo diferente de las naturalezas espirituales de ambos niños, Esaú y Jacob, se hace patente en un
suceso de su vida temprana registrado aquí (vv. 27-34). La preferencia que Isaac tenía por Esaú no se
basaba en la voluntad revelada de Dios (v. 23) sino en el deseo de la carne (v. 28), y al final tendría
como resultado gran pena y sufrimiento, para él personalmente y para su familia.
El incidente narrado aquí nos habla de un día en que Esaú vio un guisado de lentejas que Jacob había
preparado, y lo quiso para sí. Queda manifiesta su orientación carnal cuando se le ve dispuesto a
vender su primogenitura por este momento de placer físico. Solo se trataba de una transacción
infantil que no podía tener validez real en o si misma, como cuando los niños juegan, pero reveló la
naturaleza de Esaú. La Biblia dice que él desdeñó su primogenitura (v. 34).
Jacob no sale tampoco demasiado bien del incidente. Parece actuar egoístamente, guardándose algo
que su hermano necesitaba. Sin embargo, sí revela un profundo sentido y una gran apreciación por la
herencia espiritual de su padre y su abuelo (v. 31).

Todo el episodio revela que Esaú era un profano. Evidencias posteriores de su naturaleza nos revelan
lo mismo. Cuando escogió sus esposas, estas fueron cananeas (26.34-35; 36.2, 3). Cuando Jacob lo
disgustó, su corazón se llenó con sentimientos de asesino (27.41), lo que nos recuerda a otro
fratricida, Caín. El escritor de la Epístola a los Hebreos resume así la naturaleza de Esaú: profano
(Heb 12.16).

Hemos dejado sentado y reiteramos de nuevo que Dios no llamó ni escogió a Jacob porque fuera
naturalmente bueno, sino de acuerdo con sus planes, y lo hizo de nuevo, convirtiendo a Jacob el
pecador, en Israel el santo.

A Jacob el pecador lo vemos en el capítulo 27. La continua testarudez de Isaac fue el motivo de los
tristes incidentes allí narrados. Isaac escoge a Esaú para bendecirlo, aunque Dios no lo había
escogido (27.1). Este pecado se complica con el pecado de Rebeca y Jacob en su plan para
escamotear la bendición de Esaú. Ella sabía cuál era la voluntad de Dios, pero le faltó paciencia y fe
para esperar en él. Como ya habían hecho Sara y Abraham, trató de ayudar a Dios por caminos
torcidos. Jacob estaba totalmente complicado en su pecado, y en apariencia, su único temor era el de
ser atrapado (V. 12).
La fácil respuesta de Rebeca al temor de Jacob, atrayendo la maldición sobre sí misma, tuvo mayores
repercusiones de las que ella creía. En realidad, nunca volvió a ver a su hijo Jacob después de esto.
Lo que parecía que iba a ser una separación de unos pocos días (v.4) se convirtió en una ausencia de
veinte años. Para entonces es de suponer que ella ya hubiera muerto.
Los pecados de Jacob cayeron uno sobre otro. Primero, le miente a su padre (vv. 18,19), después
blasfema el nombre de Dios, tratando de complicar a Dios en su propia maldad (v. 20). La farsa tuvo
éxito y Jacob recibe la bendición que Dios había dispuesto para él, pero la recibe por medios
pecaminosos. Cuando Isaac supo lo que había pasado, se sometió definitivamente a la voluntad
divina (v. 33). Esaú, como ya hemos dicho, no era tan sumiso (v. 41).

La sumisión de Isaac aparece en 28.1s. Cuando se despide de Jacob, renueva la bendición que le
había dado, y esta vez voluntariamente. Por tanto, parece que Isaac se culpó a sí mismo, más que a
Jacob, por lo que se había hecho. El libro de Hebreos nos dice que Isaac bendijo a Jacob y a Esaú en
fe (Heb 11.20). Mientras tanto, Esaú continuaba en sus caminos carnales (28.9).
Cuando Jacob dejó Canaán estaba lejos de ser un gigante espiritual. En Betel se encontró con Dios
cara a cara en un sueño estando totalmente solo (28.12, 13). La escalera vista por Jacob se menciona
posteriormente como un tipo de Cristo (Jn 1:51). Lo importante aquí parece ser que Dios desciende
hacia el hombre, donde quiera que este se halle necesitado. Jacob había huido lleno de miedo de
Esaú, era un pecador y se hallaba solo. Dios descendió él, al lugar en el que estaba, y manifestó su
amor por él (vv. 13-15). En sus palabras dirigidas a Jacob, le da tanto el consuelo como la promesa, y
es esta la bendición realmente importante, la que da Dios y no la que da el hombre.
La respuesta de Jacob deja mucho que desear. Busca la manera de regatear con Dios en una manera
que parece orgullosa: «Si fuere Dios conmigo '" Jehová será mi Dios... y de todo... el diezmo apartaré
para ti» (vv. 20-22). Qué gran contraste hace esta reacción de Jacob con la reacción espiritual de
Abraham a la bendita misericordia divina (14.20).

Jacob el engañador se encuentra con su igual y más que su igual en su tío Labán, con el que vivió en
Mesopotamia. Labán lo burló una y otra vez, como revelan los capítulos 29 y 30. Hay algo de justicia
poética en la forma en que, vez tras vez, Jacob era engañado hasta verse forzado a permanecer
durante veinte años como esclavo de su tío. Sin embargo, en el tiempo de prueba, Jacob aprendió a
confiar en Dios y no en sí mismo. Así fue como vio que, a pesar de los engaños de Labán, y sin sus
trucos, Dios lo prosperaba (31.7-13).
Cuando Jacob huyó con sus dos esposas (31. 17s), Labán lo persiguió y lo capturó. De nuevo
interviene Dios para evitar un choque entre ambos hombres. La arqueología nos ayuda a como
prender el gesto de Raquel cuando se roba los dioses de su padre.
De acuerdo a las costumbres que prevalecían en aquel momento en Mesopotamia, el hijo que tuviera
dichos dioses familiares, tenía derecho a la herencia. Esta vez, Jacob era inocente.
De nuevo, en su encuentro con Labán, Jacob expresa su completa fe en Dios (31.38-42). Cuando los
dos hombres por fin se separaron, erigieron una marca fronteriza entre sus dos pueblos, para que le
recordara a cada uno que no debía traspasar esa frontera para hacerle daño al otro. Jacob la llamó
Mizpa, o “Torre del vigía”.
Tan pronto como Jacob quedó libre de la persecución de Labán, recibió noticias de que Esaú se
acercaba para aniquilarlos (32.1s). En este momento, con la retirada hacia Mesopotamia bloqueada,
por su tío Labán y enfrentado a un hermano hostil que lo busca, Jacob alcanza alturas de su estatura
espiritual. Su oración, en 39.12 expresa un espíritu de gran humildad y confianza. Su fe se parece
ahora a la de Abraham. Ya no confía en su propia habilidad, ni espera en ella, sino solo en la
misericordia de Dios. Basa su oración en las promesas de Dios, de las que hace un recuento (32.12).

Estando solo aquella noche tuvo una extraña experiencia con un hombre que luchó con él durante
toda la noche (vv. 22ss). Aquella noche recibió un nuevo nombre: Israel, que significa «el que se
esfuerza, lucha con Dios». La razón de este nuevo nombre está en que Jacob ha luchado con hombres
y con Dios y ha prevalecido. Ha triunfado sobre los hombres que eran sus enemigos, no por su propia
agudeza, sino por su fe en Dios. Le ha ganado a Dios, no por sus regateos, sino por medio de su
humildad y sumisión, la única manera en que podremos jamás «ganarle» a Dios.

En resumen, podemos decir que Dios escogió a Jacob, como lo hace con todos sus hijos, no porque
sean naturalmente buenos sino por razón de sus propósitos y su voluntad para con ellos. Después,
rehace a esos pecadores que ha llamado, para que sean lo que Él desea que sean. Según vemos en la
vida de Jacob, notamos cómo el Señor va quemando, a través de todas las pruebas y dificultades,
todo su sentido de orgullo.

En el capítulo 33 el encuentro entre Esaú y Jacob revela que Dios se encargó de verdad, de librar a
Jacob de sus enemigos, incluso de Esaú. También revela una vez más la orientación materialista de
Esaú. Este expresa en el versículo 9 que tenía suficiente, y por lo tanto estaba satisfecho (con las
posesiones que tenía). Aparentemente, todo el tiempo, su gran preocupación había sido que Jacob lo
había engañado llevándose sus bendiciones materiales. Sin embargo, cuando vio que no había sido
así, y que tenía muchas cosas materiales, ya no tuvo más intención de matarlo. Podría haber sentido
la pérdida de las bendiciones espirituales que Jacob había recibido, pero no lo hizo. Era en verdad un
profano.

8. Los hijos de Jacob, la familia de Dios (34-50)

La última sección del Génesis nos relata diversos episodios de la vida de los hijos de Jacob. Este aún
vive, pero ya no ocupa el centro de la escena. El tema de esta sección, podría ser la pregunta: ¿Quién
tendrá la preeminencia entre los hijos de Jacob? Cada vez que es probado uno de ellos, esta pregunta
sale a la luz.
La primera prueba para los hijos de Dios aparece para los hijos de Jacob en la aventura de Dina que
se recoge en el capítulo 34. En su evidente curiosidad esta se hace demasiado amistosa con las hijas
cananeas de la ciudad de Siquem. Uno de los jóvenes del lugar, también llamado Siquem, se acostó
con ella y se enamoró de ella. Sus hermanos se indignaron con razón cuando supieron lo que había
pasado (34.7).
Por supuesto que la proposición que le hace el padre de Siquem a la familia de Israel de que se
casaran con cananeos era contraria a la voluntad de Dios (v. 9s). Recordamos el pecado de los hijos
de Dios antes del diluvio, y también el de Esaú al casarse con cananeas. Abraham había sido muy
cuidadoso, y había evitado que pasara esto con su propio hijo Isaac. Sin embargo, los hermanos
estaban igualmente equivocados en sus mentiras y en el engaño, hecho a los hombres de Siquem (v.
13). Estaban particularmente implicados Simeón y Leví, el segundo y tercer hijo de Jacob (vv. 25-
26). En breve tiempo, los hijos de Jacob cometieron engaño, asesinato, y robo (34.27-29), Y todo sin
el consentimiento paterno (v. 30).
A pesar de esto, Dios siguió protegiendo a la familia de Jacob durante el tiempo en que tuvieron que
seguir habitando en la tierra de Canaán (35.5).
El capítulo 35 contiene varias otras cosas notables: la muerte de Débora, ama de Rebeca (v. 8); el
nacimiento de Benjamín, el último hijo de Jacob (v. 18); y la muerte de Raquel, la esposa amada de
Jacob (v.19).
Quizá en esos tiempos de ansiedad, Rubén, el primogénito de Jacob, se sintiera inseguro y cargado de
responsabilidades. Por lo que fuera que fuera, lo cierto es que leemos que se acostó con la concubina
de su padre. Este acto nos es familiar a través de otros lugares de las Escrituras, y evidencia la
intención del que toma las concubinas de su señor, de convertirse en cabeza de la familia o de la
tierra. Por tanto, era un acto de arrogancia, y no solamente deseo carnal. Por consiguiente, ya en este
momento, los tres primeros hijos de Jacob: Rubén, Simeón y Leví, habían actuado todos de una
forma que levantaba serios interrogantes con respecto a que fueran personas adecuadas para ser los
guías del pueblo de Dios.

El capítulo 36 se dedica exclusivamente a seguir a los descendientes de Esaú, para mostrarnos que
ahora se han convertido en un pueblo distinto del israelita. Dios ya había separado a ambos hombres
cuando aun se hallaban en el seno materno. Cada un debería convertirse en toda una nación: Jacob se
convirtió en la nación israelita, y Esaú en la de los edomitas. Ambas naciones tienen una larga
historia en la tierra, pero son distintas entre sí. Mucho después será dado un informe final sobre
Edom a través de las palabras del profeta Abdías.

Comenzamos un nuevo relato con el capítulo 37: la historia de José, el personaje predominante hasta
el final del libro, y de sus hermanos. Los días de la primera juventud de José son bastante poco
afortunados. Se nos cuenta que era el favorito de su padre (v, 3), pero al mismo tiempo, algo así como
un soplón de todo lo que hacían sus hermanos (v. 2). Todo esto hizo alzarse el resentimiento en los
corazones de los demás hermanos, como es natural. La llana narración que hace José de los sueños en
que aparecía como señor no solo de sus hermanos sino también de sus padres, no lo ayudaba en nada
(v. 5s). Además de esto tenemos la insensatez de Jacob de enviarlo a donde están sus hermanos,
cuando se hallan lejos del hogar. Aquí tenernos todos los ingredientes de una tragedia que al fin y al
cabo sucedió.
La intervención de Dios a través de Rubén, el hijo mayor, evitó la muerte de su hermano, que ya
habían planeado. Sin embargo, cuando lo vendieron a los ismaelitas que viajaban hacia Egipto, no
esperaban volver a verlo de nuevo (v. 28). En este infame episodio se destacan dos hermanos, que se
hacen dignos de algún elogio: Rubén, porque trato de salvar a José, y Judá, porque evitó la muerte de
su hermano (v. 26). Pero todos estaban involucrados en la mentira que le dijeron a su padre (vv.
29ss).

Dejaremos por el momento el capítulo 38 para seguir un poco más allá la carrera de José. El capítulo
39 toma el hilo de la narración y relata cómo prosperó en Egipto. Fue un tiempo de prueba para el
joven José. Era apuesto y robusto, y atraía a la esposa de su dueño (39.7). Cuando ella quiso
seducirlo, su respuesta reveló la profunda fe que poseía. Para José, tener una aventura amorosa con la
esposa de su dueño no era solamente una cuestión de que fuera socialmente incorrecto sino que era
en realidad un pecado contra Dios (v.9).
Aunque sufrió por su determinación, Dios lo recompensó por todo lo que había perdido,
bendiciéndolo en la prisión (39.21). En la providencia divina se le proporcionó una forma de salir de
la prisión, cuando su reputación como intérprete de sueños alcanzó al rey. Aquí vemos nuevamente
que José jamás actuó buscando su propio beneficio sino para glorificar a Dios (40.8; 41.16). Ahora
vemos un hombre distinto del jovencito de diecisiete años presentado en el capítulo 37.2. Dios se
acordó de él, y lo exaltó en riqueza y dignidad, llevándolo desde el estado de prisionero en la cárcel
hasta el de ser el segundo en la tierra, por debajo únicamente del Faraón (41.37s).
Este hombre de treinta años (41.46) era ahora un hombre de autoridad y con el auxilio divino fue un
administrador capaz que salvó a Egipto en el tiempo de hambre del que Dios había hablado en el
sueño del faraón (41.53-57).

Antes de seguir adelante con la narración del encuentro de José con sus hermanos, regresemos al
capítulo 38, que contiene un episodio de la vida de Judá, uno de los hermanos de José, que es el
cuarto hijo de Jacob. En este capítulo lo vemos en una situación desagradable. Se casa con una
cananea, lo cual era contra la voluntad de Dios (38.2). No es capaz de educar adecuadamente a sus
hijos, por lo que los actos de estos desagradan al Señor y les acarrean la muerte (vv. 6-10). Tampoco
atiende a las necesidades de su nuera Tamar (vv. 11s). Como si esto fuera poco, sigue deseando a las
rameras de la tierra y tiene una aventura con su propia nuera, que lo engaña así para que le
proporcione descendencia.

Sin embargo, sorprende ver que Dios, a pesar de esta serie de actos vergonzosos de parte de Judá, lo
disciplina (v. 26) y le da un hijo de Tamar, Fares, a través del cual dará más tarde sus bendiciones a
Israel (38.29).
Cuando sobrevino el hambre predicha por Dios al faraón a través de José, la familia de Jacob, junto
con todos los de la tierra, comenzó a sufrir. En la providencia divina, por tanto, los hijos de Jacob
fueron a Egipto y se tuvieron que enfrentar con José, al que creían que no volverían a ver jamás. No
pudieron reconocerlo debido a que cuando lo habían vendido como esclavo era un jovencito,’. y
ahora era ya un hombre maduro (42.6s).
El juego del gato y el ratón que mantiene José con sus hermanos es sin duda voluntad de Dios. Les
había llegado el momento de ser probados, como ya lo había tenido José. Es evidente que los
hermanos, al sentir la presión que José les hacía, mostraron señales de arrepentimiento y
remordimiento por sus hechos pasados (42.21).
Cuando regresaron a donde estaba Jacob sin Simeón, y le dijeron cuáles eran las demandas del señor
de la tierra, que regresaran trayendo a Benjamín si querían volver a ver a Simeón, Jacob, como es
natural, desahogó toda la amargura almacenada en su alma (42.36).
En este momento, Rubén, el hijo mayor, es probado de nuevo, y falla. Su respuesta a las necesidades
de su padre, solo puede recibir el nombre de cruel (42.37). No es capaz de persuadir a su padre con
sus toscas medidas. De nuevo demuestra Rubén que no podía ser el caudillo del pueblo de Dios.
Es entonces cuando Judá surge para dirigir a sus hermanos, como el que lleva la voz cantante en la
familia. Al contrario de lo que vemos en Rubén, Judá se manifiesta compasivo y sacrificado,
dispuesto a ser la seguridad de Benjamín, y a dar su vida por su hermano a causa de su amor por su
padre (43.8, 9). Así manifiesta poseer cualidades espirituales de las que carecían por completo los
demás. De ahora en adelante, la frase «Judá y sus hermanos» se hará frecuente, señalando así el
nuevo papel de caudillo que Judá acaba de adquirir (44.14). El crecimiento espiritual de Judá se hace
evidente en su encuentro con José, que es aún un desconocido para él, con motivo de la aparente falta
de Benjamín (44.18-34). Cumple la promesa hecha a su padre, mostrando su gran amor, tanto por su
padre como por Benjamín. Muestra también el gran cambio de actitud habido en los hermanos que un
día pudieron ver fríamente cómo su hermano José era vendido como esclavo. Ahora Judá estaba listo
y deseoso de ofrecer su vida por Benjamín, aunque pensaba que este había hecho algo incorrecto
(44.32- 34).
También José muestra un cambio notable. El jovencito más bien orgulloso y vano de diecisiete años
es ahora un hombre espiritualmente maduro y humilde (45.5-8). Su visión de la soberanía de Dios
con respecto a su vida y a la de los demás hermanos (45.7-8) puede compararse a la declaración de
Pedro en Pentecostés (Hch 2.23, 24). Pedro pudo ver que, aunque el Señor de la Gloria había sido
crucificado por hombres perversos con manos malvadas, todo había sido parte del propósito de Dios,
y en última instancia redundaría en bien para el pueblo de Dios.
La bendición de Jacob al llegar a Egipto, y la fraternidad reinstaurada con José, son una profecía que
resume mucho de lo que ya hemos visto (cap. 49). Rubén, Simeón, y Leví son eliminados de la
preeminencia en la familia de Jacob (49.2-7) debido a los serios fallos que había en su personalidad.
La atención se centra en Judá que es proclamado jefe (v. 8). Más aun, la predicción del triunfo que
obtendría contra sus enemigos parece hacer referencia a la promesa de Génesis 3.15, señalando que la
semilla tanto tiempo esperado saldría de él (49.8). La imagen del león usada en el versículo 9 será
aplicada más tarde al pueblo de Dios (Mi 5.2-8), y más específicamente al Cristo de la casa de David
(Ap. 5.5).

El versículo 10, que se refiere al cetro de la casa de Judá, predice claramente el establecimiento de la
realeza entre el pueblo de Dios, y el nombre Siloh puede que haga referencia al Rey de Reyes. La
palabra «Siloh» puede ser traducida «aquel a quien pertenece», esto es, el reino de Dios. Las
referencias en el versículo 11 y 12 a la sangre y al color rojo pueden tener también tono mesiánico y
aludir a la cruz. Pero algo sí es seguro: Este pasaje le da a Judá la preeminencia por encima del
pueblo de Dios y mira hacia él como quien traería al Libertador.

Después de la muerte de Jacob, los temores de los hermanos con respecto a la posible venganza de
José fueron rápidamente disipados por él mismo en sus palabras de consuelo (50.19-21). La visión
interior que había ido adquiriendo con respecto al significado de su propia experiencia sobre la forma
en que Dios había convertido todo en bien podría ser un resumen muy adecuado de la lección
recibida por el pueblo de Dios en todo este período de los patriarcas: «Dios lo encaminó a bien, para
hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo».
Cuando el pueblo se quedó en Egipto, la promesa hecha por Dios a Abraham se convirtió en la
esperanza de Israel.

Aquí podemos ver por tanto, el principio de la obra de Dios en medio de su pueblo, que el propósito
divino de tener un pueblo santo, sin mancha, delante de él en amor, no pudo ser torcido por los fallos
de los hombres. Dios escogió y llamó a pecadores, los hizo hijos suyos, Y los moldeó para que
llegaran a ser lo que Él quena que fueran. Desde Set hasta Noé, desde Sem hasta Abraham, desde
Isaac hasta Jacob y Judá, Dios siguió llevando adelante esa Semilla que habría de triunfar sobre sus
enemigos y los de su pueblo. El propósito divino nunca pudo ser derrotado por las maldades y los
fallos de los hombres. Este primer libro de las Escrituras, es un grandioso testimonio de la gracia
soberana de Dios.

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