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Obediencia A Dios y Vida Eterna
Obediencia A Dios y Vida Eterna
1. EL HOMBRE
Si revisamos la historia nos veremos obligados a aceptar que el problema del ser humano se
encuentra más relacionado con la segunda pregunta que con la primera. Lo que separa de Dios al
hombre no es tanto el desconocimiento de la ley como la pecaminosidad. Conocemos más de la
ley, que voluntad y capacidad tenemos para cumplirla. Dice la Escritura que aún el no judío y el no
cristiano tienen en su conciencia una noción suficiente de lo que es malo y de lo que es bueno ante
Dios (Ro. 2:14, 15,16).
La reflexión que hemos hecho hasta aquí no niega la importancia del conocimiento de la ley. Solo
propone una valoración más congruente del mismo. No menospreciamos el conocimiento de la ley
solo queremos ubicarlo mejor para que nos sea provechoso y útil.
Para Dios, sin lugar a dudas, el cumplimiento de su ley es más importante que el simple
conocimiento de la misma (Ro. 2:13; Stg 1: 22-24). Por eso Dios contempla no solo el hecho de
darnos a conocer su ley sino, especialmente, el de proveernos de la voluntad y el poder para
cumplirla.
El hombre por naturaleza no tiene ni la voluntad ni el poder para cumplir la ley. Quien tiene
originalmente el poder y la voluntad para cumplirla es Dios. La ley dice Pablo, tiene una esencia
espiritual (Ro. 7:12). El plan de Dios tiene el propósito de transformarnos a fin de que podamos
cumplir la ley.
Siendo espiritual la esencia de la ley, el poder para cumplirla no puede comunicarse a través de
una experiencia material (el estudio intelectual). La comunicación del poder para cumplirla solo
puede darse a través de una experiencia espiritual. Las Sagradas Escrituras no tienen solamente el
propósito de darnos a conocer la ley divina sino también y prioritariamente el de llevarnos a una
singular experiencia en la que recibamos ese poder. Encontrar la respuesta a la pregunta de cómo
podemos ser transformados para cumplir la ley es lo prioritario en la búsqueda de nuestra
salvación. Podíamos haber llegado mucho antes a esta conclusión. Bastaba con habernos
preguntado ¿Qué es lo que Dios quiere transmitirnos a través de las Escrituras Sagradas? Quizá
no hemos buscado en las Escrituras todo lo que Dios quiere transmitirnos.
El propósito general de este documento es contribuir a la ampliación del conocimiento sobre la
experiencia espiritual que nos ofrece Dios para poder cumplir su ley.
Para conseguirlo tenemos que comenzar por mencionar que la ley ha sido dada o revelada a la
humanidad en dos formas.
Estas formas son las siguientes:
• Escrita literalmente y
• Escrita espiritualmente
En las Sagradas Escrituras encontramos que la ley divina, puede tener dos formas de expresión
que son: Escrita literalmente y escrita espiritualmente (Jer.31:33; Ex. 24:4; Dt. 31:9; Co. 3:2,3; He.
8:10). Bajo estas dos formas ha sido revelada al hombre, aunque no a todo hombre.
Las formas o modos en que la ley divina puede expresarse responden a los requerimientos divinos
para llevar a cabo el plan de salvación.
La Biblia cristiana, significativamente se encuentra dividida en dos grandes grupos de libros que
reciben el nombre de Antiguo y Nuevo Testamento: siendo la palabra testamento otra forma de
decir pacto, convenio o alianza.
La ley divina escrita en forma literal está relacionada completamente con el antiguo pacto. Por lo
tanto el estudio del antiguo pacto nos servirá para conocerla.
Dios celebró el pacto llamado antiguo con un pueblo de la tierra especialmente: el pueblo de Israel.
El antiguo pacto consistió básicamente en lo siguiente:
• El ofrecimiento de Dios al pueblo de Israel de ser su Dios y de considerarlo como su
especial tesoro sobre todos los pueblos de la tierra si ellos a cambio lo aceptaban
como Dios y Soberano (Ex. 19:5,6)
• La aceptación unánime del Israel a la propuesta divina (Ex. 19:7,8 y 24: 4-8)
La celebración del pacto entre Israel y el Altísimo tuvo como escenario el monte Sinaí y sus
alrededores en el desierto de Arabia. (Ex. 19: 3-8). Dios se manifestó de manera portentosa y de
manera hablada en primer lugar y después por escrito, comunico a Israel una parte de su ley, los
conocidos” diez mandamientos” (Ex. 20: 1-17). Después dio a Israel otros mandamientos y
ordenanzas por medio del profeta Moisés. Todos los mandatos dados por Dios a Israel a través de
Moisés y los profetas constituyen la ley. La ley inunda las páginas del Antiguo Testamento de tal
manera que se ha usado el término ley como sinónimo para nombrar los libros del Pentateuco, el
de los Salmos y los de los profetas. Los diez mandamientos fueron escritos en tablas de piedra
(Ex. 31: 18; 32: 15,16; Dt.4:13; 10: 1-4). El resto de la ley fue escrito por el profeta Moisés en un
libro llamado el libro de la alianza o del pacto (Dt. 31: 9,24-26).
La forma literal de la ley divina en el pacto con Israel es su característica peculiar. Cuando
hablemos de la ley escrita literalmente o materialmente nos estaremos refiriendo a esta forma de
expresión de la voluntad divina.
En la ley dada a Israel, cuyo estudio detallado no es el propósito de este documento; se distinguen
claramente tres aspectos. Estos han sido calificados o llamados de manera convencional con los
siguientes nombres: ley moral, ley ceremonial y ley nacional.
afirmar, por lo tanto, que cualquier pueblo de la tierra al que se le hubiese dado la ley en la forma
en que le fue dada a Israel, hubiera tenido con ella los mismos problemas. La historia de Israel es
el ejemplo de la interrelación del hombre con la ley divina.
La posesión de una buena ley no da una ventaja real a quien la posea a menos que la practique. Si
se tiene una ley buena pero no se vive de acuerdo con ella, es como si no se tuviera. Recalcamos
nuestro planteamiento: entre la posesión de una ley (entendiendo posesión como conocimiento) y
su práctica, existe una diferencia de fondo. No es lo mismo saber que hacer.
La ley divina, dada por intermedio de Moisés establece en el libro de Levítico la síntesis de los
beneficios derivados de su fiel observancia: “El hombre que los hiciere vivirá por ellos” (Lev. 18: 5;
Neh. 9: 29). Esta parte fue y sigue siendo muy significativa para el pueblo de Israel. El deseo de
obtener el beneficio de la vida establecido por la ley es válido. La intención humana de obtener ese
beneficio es encomiable en principio. Sin embargo la suerte final del hombre depende del camino
que tome para obtener tal beneficio. Los libros del antiguo testamento nos enseñan que muchos
israelitas tomaron el camino equivocado para obtener el beneficio de la vida. La condición para
obtener la vida eterna está descrita en la frase “El hombre que los hiciere…” Tan importante como
anhelar el premio lo es considerar el reto, la tarea, la condición puesta por Dios para obtenerlo. La
condición puesta “El hombre que los hiciere…” merece una atención especial, no es suficiente una
lectura superficial. ¿Quién sería el hombre que los hiciere? ¿Cualquier hombre? ¿Todo hombre?
4.2. El Legalismo
De la interrelación de Israel con la ley se originó, entre otras cosas, una interpretación de la ley que
hoy conocemos con el nombre de legalismo.
La verdad revelada por Dios a través de Moisés fue vista por muchos de los israelitas de manera
equivocada. Al intentar cumplir con lo establecido en la ley se olvidaron de su condición humana y
lo más grave, de la acción divina que los había liberado previamente. No tomaron en cuenta que el
cumplimiento de la ley requiere una condición que no tiene de por si el ser humano.
En el legalismo se tiende a creer que el hombre puede alcanzar la salvación mediante su propio
esfuerzo en el cumplimiento de la ley. El legalismo puede entenderse como la practica de vida
acorde con esa idea.
Debido a que es imposible para el hombre cumplir la ley por si mismo, el legalismo proclamado por
sus practicantes como un sistema de estricto apego a la justicia divina, es en realidad una negación
de la misma (Rom. 10: 3-10; Gal. 3: 10, 11)
El legalismo, al considerar el esfuerzo personal como el requisito para alcanzar la salvación, da
lugar a una practica egoísta de la ley. El razonamiento que lleva a esa práctica es el siguiente: si
mediante el cumplimiento de la ley, cada persona puede obtener su salvación, entonces es
correcto anteponer, en la observancia de la ley, el interés personal al colectivo.
La práctica legalista de la ley la despoja el del valor fundamental que la sustenta: el amor. La
práctica religiosa legalista, referida en los evangelios, deja ver claramente su actitud egoísta (Mt.
15: 3-6; Mr. 7: 9-13; Mt. 23:23; Lc. 16:13-14)
El cumplimiento de la ley a través del esfuerzo personal da lugar a una especie de competencia
en la cual los que logren cumplirla en mayor porcentaje serán salvos. En estas condiciones el
mayor bien que se puede hacer a los demás es invitarlos a participar en la competencia y
enseñarles los múltiples obstáculos que deben superar (los mandamientos preceptos y estatutos).
La carrera para la salvación que sugiere el legalismo es estéril. No es posible llegar a la meta
jamás. A medida que se avanza los obstáculos se multiplican y la incapacidad para superarlos se
manifiesta. El pecado aparece inevitablemente y entonces la alternativa para el legalista es
aceptar que ha pecado y por lo tanto aceptar la condenación (Lev.18:5; Dt.27:26; Ro.6:23) o negar
que ha pecado. Esta última opción es la más fácil pero no la correcta. Negar el pecado no hace
que éste desaparezca sino que por el contrario se incremente; al pecado cometido se añade el de
la mentira (1 Jn. 1:8). La opción de negar el pecado continuamente conduce a la hipocresía. Dado
que los pecados no desaparecen de la vida del legalista su necesidad de ocultarlos es cada vez
más grande e imperiosa. La práctica de ocultarlos le hará adquirir una habilidad creciente para ello:
una habilidad para el mal.
Simultáneamente con la necesidad de ocultar el pecado aparece la de confeccionarse una imagen
de justicia externa (Lucas 16: 15). Para ello es útil la práctica de destacar las obras que tengan una
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apariencia de bondad. Para que cumplan su propósito deben ser vistas por los demás ya que de
esa manera no se podrán negar. Así el legalismo se ve obligado a privilegiar la justicia externa en
detrimento de la justicia que proviene del interior, que es la verdadera justicia (Lc. 18:9-14; Mt. 6: 1-
6: Lc. 11: 38-44: Mr. 7:1-4: Mt. 23:25-28)
La autojustificación como sistema de vida engendra muchos males, entre ellos hay uno que Dios
rechaza especialmente: la soberbia. El legalista llega a pensar que son sus obras y su propio
esfuerzo quienes lo salvan y no Dios. (Ro. 3:23 y 27).
Asumir la salvación como un maratón espiritual deriva también en la interpretación de la ley divina
como algo cuantitativo. Para el legalista el juicio final será el momento en el cual se comparen las
obras buenas con las obras malas que hizo y entonces, las obras que abunden mas determinarán
su destino final. Si las obras buenas son más que las malas, se habrá salvado y si no irá a la
muerte o al castigo eterno. El cumplimiento minucioso de algunos aspectos de la ley hace suponer
al legalista que tendrá mayores posibilidades de salvación (Mt. 23: 24-24). Leyendo al profeta
Isaías en el capitulo 65:9, encontramos ya existente la idea de la justicia divina como algo
cuantitativo. La frase. “Quítate de aquí que soy mas santo que tú”, implica una interpretación
cuantitativa de la justicia divina.
La interpretación equivocada de la justicia divina deriva en la deformación de la ley. Los fariseos
legalistas hicieron de la ley algo mucho más complicado de lo que ya era de por sí. Las
enseñanzas de los fariseos, dice la Biblia, hicieron prisioneros doblemente del pecado a sus
seguidores, al ponerles cargas imposibles de llevar (Mt.23: 3, 4, 13,15; Lc. 11: 46-52). La
multiplicación de deberes torna la ley en un castigo antes que en una bendición. La idea de Dios
en un sistema legalista tiene que ser la de un padre autoritario y cruel. Todo lo contrario de lo que
Dios es en realidad.
Los legalistas ignoran el carácter cualitativo de la ley divina. (Lv. 18:5; Stg. 2:10). El ser hechos
culpables de la transgresión de todos los mandamientos, por transgredir uno solo, se debe al
carácter de la ley de Dios. Si tuviese una base numérica o cuantitativa no sería el hombre hecho
culpable de todos por infringir uno solo. Pero como su fundamento es cualitativo, ante el Padre solo
podemos ser hallados como justos o como pecadores y no como más justos o menos justos; más
pecadores o menos pecadores (Ro. 3:23; 5:18,19; Sal.53: 2,3).
Jesús en sus frecuentes encuentros con los legalistas de su tiempo los regaño duramente y los
descubrió ante los ojos del pueblo como falsos guardadores de la ley. Sin duda esta fue una de las
principales razones por las cuales se le trató de matar (Mt. 23:13-27; Jn. 7:19). Argumentos
legalistas fueron utilizados para condenarlo a muerte.
Podemos concluir que el legalismo es una forma de pensar y de actuar mediante la cual,
procurando establecer la justicia propia, se hace a un lado la justicia de Dios (Ro. 10: 3, 4,10; Ga
3:10, 11).
El legalismo ha sido uno de los más grandes obstáculos para el crecimiento de la iglesia de Dios.
Las cartas de Pablo a los romanos y a los gálatas constituyen pruebas del obstáculo que el
legalismo representó para la Iglesia del primer siglo. El legalismo subsiste hasta nuestros días y
continuara mientras existan personas que atribuyan al esfuerzo y al sacrificio personal, en el
cumplimiento de la ley, una virtud salvadora (Rom. 9:32)
• Dios no se agradaba de los sacrificios y presentes que se ofrecían según la ley (Heb. 10: 5-
8; Sal. 40: 6-8).
• La ley del sacerdocio levítico no perfeccionó nada; mostrándose así como inútil para la
perfección del hombre (Heb. 7:11, 18, 19).
• La ley dada por intermedio de Moisés constituye sacerdotes a hombres imperfectos (Heb.
7:28).
• Los sacerdotes puestos como intermediarios entre el hombre y Dios, deben ofrecer
sacrificios por sus propios pecados, antes de ofrecer sacrificios por los pecados del pueblo
(Heb. 7:27).
• El sacerdocio que ejercían los levitas era temporal puesto que terminaba con la muerte del
sacerdote (Heb. 7: 23).
Con relación a este mismo asunto el apóstol Pablo dice:
• Que la ley que debía ser para vida, condenaba al hombre a muerte (Ro. 7:10).
• Que el hombre no podía justificarse por medio de la ley (Ga. 3: 11).
Todas las causas mencionadas están relacionadas con la ley escrita. ¿Significa eso que la ley no
fue buena? ¿O que la ley fue la causa de la invalidación del antiguo pacto? De ninguna manera. Si
el escritor sagrado se refiere a la ley en toda esta argumentación es con el propósito de dejar claro
por un lado, que la ley escrita literalmente no puede ser un medio para la salvación y por otro, que
el hombre es incapaz de cumplir esa ley por si mismo.
Es posible que alguien pudiese argumentar que fue Dios quien falló al dar una ley imposible de
cumplir o al no haber hecho lo suficiente para que Israel se sintiera lo suficientemente motivado
para obedecer. En realidad las obras de Dios entre el pueblo de Israel fueron portentosas y
magníficas como todos lo sabemos y a través de ellas Dios proporcionó el fundamento para la fe
que Israel necesitaba. La realidad no es que Dios haya fallado ni que la ley fuera mala. La causa
fue la condición pecaminosa del hombre.
6. UN NUEVO PACTO
El anuncio de un nuevo pacto, mientras el pacto del Sinaí aún estaba vigente, es una declaración
divina que invalidaba el pacto antiguo (Jer. 31: 31; Heb. 8: 7-13). El crecimiento del pecado hizo
evidente la necesidad de un nuevo pacto para salvar al hombre. Un pacto que superara el
obstáculo que representa la ley para el hombre. Desde Adán y Eva la situación existente es que en
el hombre se encuentra la necesidad de vencer el pecado y en Dios el poder para hacerlo. Por lo
tanto la erradicación del pecado solo pueda darse bajo uno de los siguientes supuestos: llegando el
hombre a ser como Dios o viniendo Dios ha estar en el hombre.
Así que el problema de la salvación puede expresarse a través de una pregunta: ¿Cómo salvar el
abismo existente entre la divinidad y el hombre? El nuevo pacto tiene la respuesta a esta pregunta.
Al anunciar Jeremías, profeta de Dios, el nuevo pacto, lo hace con las siguientes palabras: “Más
este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley
en sus entrañas, y la escribiré en sus corazones; y seré yo a ellos por Dios, y ellos me serán por
pueblo” (Jr. 31:33). Comparando las características del antiguo pacto con las del que se anuncia,
se perciben algunas semejanzas y una sola diferencia: las semejanzas son las siguientes:
• Dios será el Dios de Israel
• Israel obedecerá a Dios
• Habrá una norma divina que obedecer
La diferencia es la siguiente: En el nuevo pacto Dios dará su ley de un modo distinto al modo en
que la dio en el Monte Sinaí y sus alrededores. La respuesta a la pregunta de cómo puede salvarse
el hombre, se encuentra en esta característica del nuevo pacto.
¿Cuál es el significado de la expresión “Daré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus
corazones”? Para determinar el significado es obvio que no debemos recurrir a una interpretación
literal de la frase. Debemos tomarla en sentido figurado. Por medio de las palabras entrañas y
corazón, Dios se refiere a la parte espiritual íntima del hombre. Por lo tanto “dar y escribir” algo en
el corazón y en las entrañas del hombre significa imprimir algo de la parte espiritual del hombre. Lo
único que se puede imprimir en el espíritu del hombre son vicios o virtudes. Tratándose de Dios
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como escritor podemos deducir que lo que imprimirá son virtudes. Podemos concluir que la
expresión “daré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones” se refiere a una
transformación espiritual del hombre merced a la acción de Dios. En el nuevo pacto la voluntad de
Dios se imprimirá en el espíritu humano y no en tablas de piedra. Por lo tanto la barrera que separa
al hombre de Dios podrá ser superada. “Escribir la ley en él corazón” del hombre es condición
suficiente para superar la imperfección del antiguo pacto. “Dar la ley en las entrañas” significa
poner al alcance del hombre la perfección moral y con ello la vida eterna.
La confirmación de que el nuevo pacto anunciado por el profeta Jeremías consiste en una
transformación espiritual del hombre la encontramos en el capítulo 36 del libro del profeta Ezequiel.
En los versos 26 al 28 se lee: “y os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de
vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré corazón de carne. Y pondré
dentro de vosotros mi espíritu, y haré que andéis en mis mandamientos, y guardéis mis derechos,
y los pongáis en obra. Y habitaréis en la tierra que di a vuestros padres; y vosotros me seréis por
pueblo, y yo seré a vosotros por Dios”.
Volvamos por un momento a Levítico 18:5. Imaginemos una situación ideal en la cual algún hombre
se colocara en el supuesto de “el hombre que los hiciere vivirá”. Un hombre que habiendo cumplido
la ley se hiciera merecedor del beneficio prometido por la ley de Dios. Imaginemos que ese hombre
es condenado a muerte por otros hombres y tras aplicarle la sentencia, es puesto en un sepulcro.
Preguntémonos entonces ¿Qué haría Dios al respecto? Sin duda lo rescataría del sepulcro y le
daría una nueva vida. Sin embargo la ecuación: OBEDIENCIA A DIOS=VIDA ETERNA, establecida
por la ley; de algún modo quedaría afectada. La muerte del hombre, aunque temporal, sería un
hecho que merecería una compensación. Lo ideal sería que a cambio de su muerte pudiese
señalar a otro hombre, uno pecador, y pidiera para aquel la vida eterna.
No tenemos que imaginarnos nada. Todo sucedió realmente. Jesús, el hombre de Nazareth,
cumplió perfectamente con toda la ley, fue un hombre sin pecado y por lo tanto no debió haber
muerto. Pero habiendo vivido una vida santa, murió como si hubiese sido un pecador. Por eso la
justicia y el poder divinos se hicieron presentes despojando a la tumba de Jesús. El resucitó. La
muerte, según la ley del levítico, no podía retener a Cristo. Pero además, la ley obligaba a una
compensación por su muerte.
Por su muerte injusta y de acuerdo con la ley, Jesús siendo humano como nosotros, introdujo en el
ámbito humano la posibilidad de que alguien se beneficiara de su sacrificio. Pero al ser divino, la
compensación debía ser más amplia. No solo podría Jesús pedir a cambio de su vida la vida de
una sola persona. Podría pedir la de todos los seres humanos de todos los tiempos. Esta situación
es la que abre la posibilidad para todo ser humano de ser perdonado de sus pecados y salvarse.
La explicación de la justificación, que hemos manejado hasta aquí, de alguna manera gira
únicamente alrededor de la ley y particularmente con lo que se establece en Levítico 18:5. Esta
manera de explicar nuestra justificación por la obra de Cristo, de alguna manera hace aparecer a
Dios como un Dios simplemente justo, pero no misericordioso. Es necesario por ello abundar un
poco más respecto al significado del sacrificio de Cristo para la salvación del ser humano.
Significado del sacrificio
Es a través del entendimiento de lo que significa el sacrificio como podemos nosotros encontrar
detrás de todo esto a un Dios misericordioso más que a un Dios cruel o vengativo.
La ley establecía un sistema de sacrificios para que el pueblo de Israel pudiera conservar su
santidad a pesar de su humanidad que lo hacía caer en pecado. Los sacrificios se ofrecían en el
atrio del tabernáculo (después en el atrio del templo), sobre un altar.
El altar era el lugar donde se hacían los sacrificios y por lo tanto, centro absoluto del culto. Era una
plancha de piedra, cubierta de bronce, con cuatro cuernos, uno en cada esquina, que gozaba de
una santidad especial y del privilegio de protección sagrada (Éxodo 27:2; 29:12; Éxodo 24:6; 1
Reyes 1:50). En tanto que Jesús no había ofrecido todavía su propio sacrificio se refirió al altar
como santo y como santificador. (Mateo 23:18-20). Entendemos que en el Antiguo Pacto, el altar,
así como el propiciatorio en el lugar santísimo eran los lugares en donde se manifestaba la
presencia de Dios y por tal razón estaban revestidos de santidad. El arca de la alianza tenía como
tapa el propiciatorio, éste estaba labrado de una sola pieza de oro, con dos querubines en sus
extremos que extendían sus alas por encima y lo cubrían (Éxodo 25:17-22). Como lo indica la
misma expresión, propiciatorio es algo que vuelve propicio o favorable. Desde sobre el propiciatorio
Dios le hablaba a Moisés, también en él se hacía la reconciliación entre Dios y el pueblo, por medio
de la sangre de un sacrificio, la cual el sacerdote rociaba sobre el propiciatorio (Levítico 16:14).
Cuando el sacrificio se ofrecía por el sumo sacerdote o por todo el pueblo, la sangre era introducida
excepcionalmente al interior del Templo, para rociar con ella el velo del santuario, el propiciatorio y
frotar con la misma los ángulos del altar de los perfumes. En los demás sacrificios por el pecado se
frotaban sólo los ángulos del altar de los holocaustos. Y en todos los sacrificios, se derramaba el
resto de la sangre al pie del altar de los holocaustos.
Ahora bien, el hecho de que se derramara sangre sobre el altar y se esparciera también una vez al
año en el propiciatorio, de ninguna manera significa que a Dios le agradaba la sangre. Hay que
buscar en la misma escritura el significado de la sangre y la razón del sacrificio para no tergiversar
las cosas.
La explicación la encontramos en Levítico 17:10,11 donde se lee: Si cualquier varón de la casa de
Israel, o de los extranjeros que moran entre ellos, comiere alguna sangre, yo pondré mi rostro
contra la persona que comiere sangre, y la cortaré de entre su pueblo. Porque la vida de la carne
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en la sangre está, y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas; y la
misma sangre hará expiación de la persona.
Tres cosas quedan claras en estos versículos de la ley y son las siguientes:
• La vida de la persona o de un animal está en su sangre
• La sangre de los animales, que es su vida, la ha dado Dios para hacer expiación en
sustitución de la vida del ser humano.
• La vida del ser humano, cargada de pecado, representada por la sangre de la víctima, entra
en contacto sobre el altar con la vida y la santidad de Dios y de esta manera se justifica. De
alguna manera la vida de la víctima “cubre” a la del ser humano en el sacrificio y la vida de
Dios cubre a la del ser humano al aceptar la expiación.
Queda claro que la sangre es el medio de propiciación, y la propiciación misma queda vinculada
con la aplicación de la sangre sobre el altar. Pero la propiciación a favor del ser humano lleno de
culpas sólo se lleva a cabo gracias a la vida contenida en la sangre. La idea de la sustitución se
encuentra claramente en el hecho de que era el oferente quien ponía sus manos sobre la cabeza
de la víctima y luego la mataba. El sacerdote no degollaba la víctima sino en las ocasiones cuando
el sacrificio se hacía por todo el pueblo. La palabra técnica usada para significar la reconciliación y
la remisión del pecado es “kipper”, expiar (de la palabra que significa “cubrir”).
Yendo un poco más allá en el significado del sacrificio encontramos que la eficacia del mismo no
dependía de la muerte de la víctima sino del ofrecimiento de la sangre. El ofrecimiento de la sangre
sobre el altar a manos del sacerdote constituía la verdadera esencia del sacrificio cruento. La
acción de matar o destruir la víctima no era el elemento central, y ello queda también evidenciado
por el hecho de que sea el mismo oferente, y no el sacerdote, quien se encargue de dar muerte a
la víctima. La tradición judía expresamente afirma que la acción sacerdotal de rociar la sangre
sobre el altar es “la raíz y principio del sacrificio”. El punto culminante no era la muerte de la víctima
sino la aspersión de la sangre.
En relación con el sacrificio hay otro aspecto que hay que tomar en cuenta y es el de la intención
del que lo ofrecía. Como se deja ver el capítulo primero de Isaías, los sacrificios habían perdido su
eficacia en razón de la actitud con la que los presentaban los judíos. Muchos ya los ofrecían en el
mismo sentido de algunas religiones paganas. Es decir, como si el sacrificio por sí mismo tuviera la
capacidad de apaciguar la ira de Dios, quien con eso quedaba conforme, mientras el oferente
podía seguir pecando. Con esto nos queda claro que el sacrificio originalmente iba acompañado de
una actitud de arrepentimiento y de congoja por parte de quien los ofrecía. Con el sacrificio el
oferente dejaba ver su intención de no pecar más. Por otra parte el mismo sacrificio de la víctima
se constituía en una lección para alejarse del pecado. En realidad los sacrificios se realizaban por
el pecado del pueblo y no porque Dios se complaciera en ellos, como bien se menciona en Isaías
1:11-14 y en otros textos como 1 Samuel 15:22; Salmos 40:6; Oseas 6:6.
La lectura del Nuevo Testamento nos deja ver que todos estos sacrificios prefiguraban el sacrificio
perfecto de Cristo: “Los cuales sirven a lo que es figura y sombra de las cosas celestiales, como se
le advirtió a Moisés cuando iba a erigir el tabernáculo, diciéndole: Mira, haz todas las cosas
conforme al modelo que se te ha mostrado en el monte”. (Hebreos 8:5). “Lo cual es símbolo para el
tiempo presente, según el cual se presentan ofrendas y sacrificios que no pueden hacer perfecto,
en cuanto a la conciencia, al que practica ese culto”, (Hebreos 9:9). Solo el sacrificio de Cristo nos
descubre y cumple la intención de la ley verdaderamente. De acuerdo con el designio eterno de
Dios y por su amor tan grande, llegaría el momento en el cual la vida del hombre se uniría de
manera definitiva y única con la de Dios. No sería la sangre de un animal, lo que estaría
representando o cubriendo la vida del hombre, sino la sangre de un ser humano justo, santo,
intachable. Este acercamiento de la vida del hombre a la fuente de la vida y la santidad que es
Dios, estaría real y completamente representado en la sangre de Cristo. Pero Cristo no se ofreció
en sacrificio por sus propios pecados o para obtener la santidad, lo hizo para expiar los pecados de
todos sus congéneres, nosotros, los demás seres humanos. Su expiación es insuperable y perfecta
por cuanto su sangre humana entró en contacto con Dios mismo en el santuario celestial y no solo
con el altar del templo terreno.
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Aun así podría manejarse la tesis de que Dios, en Jesús, le cobraba al género humano la deuda
del pecado. Esto no es así si consideramos que Jesús es el hijo de Dios y que además Jesús
mismo es Dios. En la muerte de Jesús quien más sufrió fue Dios mismo.
No podemos, de esta manera, hablar de un Dios cruel, aunque si de un Dios justo, pero con un
sentido de la justicia distinto del humano. Encontramos en el sacrificio de Cristo que la justicia de
Dios consiste finalmente en pagar el mismo nuestras culpas.
Esta explicación nos permite comprender que el Dios que está detrás de la ley no es un Dios cruel
ni aficionado a los sacrificios. Fueron los pecados del hombre los que mataron a los animales del
tiempo levítico y Dios no se complacía en mirar la sangre de ellos. En cuanto al derramamiento de
la sangre de Jesús, podemos encontrar en nosotros la culpa y no en Dios. Por todo ello podemos
decir que Dios sobre todo es misericordioso y que su justicia siendo verdadera justicia, es superior
a la justicia humana.
El evangelio de Juan nos dice que la obra de Cristo es la manifestación más grande del amor de
Dios jamás realizada en cualquier otro lugar y tiempo del universo. Para darnos idea de la magnitud
del amor de Dios hacia la humanidad Juan escribe: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que
ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida
eterna.” (Juan 3: 16).
A través de Cristo Dios cumple las promesas hechas a su pueblo por amor a ellos: Por tanto, di a la
casa de Israel: Así ha dicho Jehová el Señor: No lo hago por vosotros, oh casa de Israel, sino por
causa de mi santo nombre, el cual profanasteis vosotros entre las naciones adonde habéis llegado.
Y santificaré mi grande nombre, profanado entre las naciones, el cual profanasteis vosotros en
medio de ellas; y sabrán las naciones que yo soy Jehová, dice Jehová el Señor, cuando sea
santificado en vosotros delante de sus ojos. Y yo os tomaré de las naciones, y os recogeré de
todas las tierras, y os traeré a vuestro país. Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis
limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón
nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra,
y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis
estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra. (Ezequiel 36:22-26). Y que de todo
aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que
cree. (Hechos 13:39).
La justificación por medio de la obra de Jesús es tan amplia y eficaz que alcanza a todos los que
verdaderamente la deseen. Así que, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos
los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de
vida. Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos
pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos. (Romanos
5:18, 19).
La justificación que da Dios, siendo que el mismo la paga, es gratuita para todo ser humano:
Siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a
quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a
causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar
en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús.
(Romanos 3:24-26).
La perspectiva para todo el género humano cambia definitivamente después de la muerte y la
resurrección de Cristo. La cercanía con el Padre ahora puede ser total y ello representa bienestar,
felicidad, salvación, abundancia, paz, alegría, amor, seguridad y vida eterna: El que no escatimó ni
a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas
las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que
condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, el que además está a la
diestra de Dios, el que también intercede por nosotros. (Romanos 8:32-34).
El propósito de la ley del Antiguo Pacto se entiende únicamente si se considera bajo la luz que nos
da Jesús en el Nuevo Pacto. La ley de esta manera nos muestra que su origen está en el amor
antes que en la pura justicia, entendida como dar a cada quien lo que le corresponde. “El hombre
que los hiciere” del Antiguo Pacto, por medio de la sabiduría que nos ha dado Cristo aparece ahora
ante nosotros no como un reto sino como una promesa. Una promesa que ya ha sido asegurada
para nosotros en Cristo: el primer hombre que cumplió toda la ley. Ahora nosotros estamos en
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camino de ser esos otros hombres que cumplirán perfectamente la voluntad de Dios. Ese
cumplimiento será sin duda una realidad, pero está determinada para el tiempo escatológico.
Una última palabra respecto a la ley ceremonial. Creo yo que no deberíamos pensar en ella como
si hubiese sido defectuosa de por sí. La ley ceremonial cumplió eficazmente una doble función.
Primero: la de ser el instrumento para la expiación del pecado del pueblo elegido en la antigua
alianza. Segundo: la de prefigurar el sacrificio perfecto de Cristo para que la salvación alcanzara a
toda la humanidad. Cumplidas perfectamente sus funciones, ha perdido su vigencia.
• El Espíritu Santo es garantía de salvación y vida eterna. (Juan 6: 63; Ro. 8: 11; 2ª Co. 3:16-
18; Ef. 2:18, 19; 2ª Co. 3; Sal. 51: 9-12; Ez. 36: 26, 27, 28; Ez. 11: 19, 20).
El Espíritu Santo no es en realidad una ley ni un conjunto de conocimientos. El Espíritu es el
poder de Dios que guía al hombre desde el interior moviéndole a hacer su voluntad (2 Tim. 1:7).
Cuando un hombre recibe el don del Espíritu, hace la voluntad de Dios no como movido por una
fuerza exterior a él sino como movido por una fuerza interior a él, con la cual se identifica. (Jn.
14:26; 1 Jn. 2.27; 2 Cor. 3: 3).
El don del Espíritu Santo dado al hombre, es el cumplimiento de la profecía anunciada por los
profetas Ezequiel, Jeremías y Joel: Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de
vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré
dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los
pongáis por obra. Habitaréis en la tierra que di a vuestros padres, y vosotros me seréis por pueblo,
y yo seré a vosotros por Dios (Ezequiel 36:26-28). Pero este es el pacto que haré con la casa de
Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su
corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo. Y no enseñará más ninguno a su
prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce a Jehová; porque todos me conocerán, desde
el más pequeño de ellos hasta el más grande, dice Jehová; porque perdonaré la maldad de ellos, y
no me acordaré más de su pecado (Jeremías 31:33). Y después de esto derramaré mi Espíritu
sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos soñarán sueños,
y vuestros jóvenes verán visiones. Y también sobre los siervos y sobre las siervas derramaré mi
Espíritu en aquellos días. (Joel 2:28,29).
Permitiéndonos por un momento hablar del don del Espíritu Santo como “ley escrita
espiritualmente” podríamos decir que: Es espiritual (Romanos 8: 2); es útil para la santificación del
hombre (1ª Pedro 1: 2,22; 2ª Tes. 2: 13; Tito 3: 4-7); sólo Dios puede darla (Jn. 14: 26; Ef. 4: 20, 21;
1 Jn. 2: 27).
7. LA LEY DE LA FE
Todo lo necesario para salvarnos, lo hizo ya Jesucristo quien vino de Dios a nosotros predicando la
buena nueva del Reino y del perdón gratuito a quien lo aceptara (“arrepentíos que el Reino de los
Cielos se ha acercado”). Cristo vivió una vida dedicada a hacer el bien; cumpliendo la ley como
Dios quería que se cumpliese. De hecho sus obras fueron más allá de la letra de la ley. Entonces
no queda nada que hacer para obtener la salvación con excepción de una cosa: Tener fe en
Jesús.
En el Nuevo Pacto la fe tiene una importancia absoluta. Sin ella el hombre no puede aspirar a la
salvación (Romanos 1: 17; Romanos 3: 27-31; Romanos 5: 1; Romanos 10: 9; Hebreos 11: 6).
Ahora bien: la fe no es exclusiva de los hombres del nuevo pacto; sin embargo es en este pacto
cuando se revela totalmente como la condición necesaria para agradar a Dios.
Recordemos que en el antiguo pacto tenía una importancia decisiva la ley ceremonial, ya que era
la que lo hacía viable en razón de la debilidad humana. Los sacrificios de víctimas animales
significaban el arrepentimiento del pecado de la persona que los ofrecía. La sangre derramada, la
cual era ofrecida en sustitución de la sangre de la persona, entraba en contacto con la santidad de
Dios y de esta manera la santificación alcanzaba a la persona. Sin el aspecto ceremonial de la ley
hubiera sido imposible para Israel mantener su relación con Dios por un solo día (Hebreos 9: 13).
En el nuevo pacto, por un solo sacrificio, el de Cristo, son perdonados los pecados del hombre
(Hebreos 10: 9, 10; Hebreos 7: 26, 27). En el nuevo pacto a diferencia del viejo, el atributo de la
justicia y la santidad le es dado al hombre únicamente por la fe en el sacrificio de Jesús (1ª
Corintios 6:11; Gálatas 2: 16; Romanos 5:1).
De esta manera el imperativo del nuevo pacto cambia de “el hombre que los hiciere vivirá” a
“cree en el Señor Jesús y serás salvo (Mr. 16: 16; Lc. 8: 50; Jn. 1: 12; Jn. 3: 16, 18, 36). Estas
afirmaciones son muy diferentes, pero ambas señalan a un mismo propósito que es el
cumplimiento de la voluntad divina.
En el nuevo pacto creer en Cristo es la condición necesaria para:
• Recibir el Espíritu Santo (Hechos 2: 38; Hechos 10: 43, 44; Hechos 5: 31, 32).
• Agradar a Dios (Efesios 5: 9, 10; Hebreos 10: 38, Hebreos 11: 6).
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Pablo refiriéndose a la ley escrita en el corazón le llama la ley de la fe (Ro. 3: 27). Concluimos así
que sólo por la fe el cristiano vive y puede ser salvo (Ro. 1: 17; Gálatas 3: 11).
El amor y santidad manifestados en la vida de Cristo superan en mucho la moral de cualquier judío
anterior a Él. Sus enseñanzas encierran la perfección moral, la cual va más allá de la letra de la ley
(Mt. 5, 6, 7).
En cuanto al aspecto ceremonial, el sacrificio de Jesús supera a todos los sacrificios del antiguo
pacto.
Respecto a la promesa de una tierra y un reino para los descendientes de Abraham ésta no dejará
de cumplirse. Sin embargo ha de ser modificada para ser engrandecida ya que serán incorporados
a ella los que anteriormente no habían sido considerados y entonces el descendiente de David será
soberano sobre todas las naciones de la tierra (Lc. 1: 32; Ap. 11: 15).
Por lo tanto cualquier interpretación de la ley que necesite hacerse, si se quiere que sea correcta,
debe realizarse en relación con lo que Jesús dijo o hizo (Jn. 13: 15; 1 Pe. 2: 21- 23).
Jesús no nos enseñó a ignorar la ley sino a interpretarla correctamente y a cumplirla, y nos ofrece
además el poder para hacerlo. Lo trascendente del nuevo pacto no es la desaparición de la ley
escrita, sino la posesión de un don para interpretarla y de un poder para cumplirla.
La ley dada por Moisés sigue ahí, en el libro, y puede ser útil, pero ya nunca la veremos como se
le veía antes de Jesús.
Hagamos la siguiente comparación: Teníamos hace un tiempo los planos de una casa; con el
tiempo logramos construir la casa y ahora habitamos en ella. Los planos están guardados por si
acaso se necesitaran, pero ya no tienen el valor que tenían antes de que la casa se construyera.
Nadie cambiaría su casa por unos planos.
Ahora bien: para quien todavía no tiene una casa hecha, pero tiene un terreno donde edificarla;
unos planos son sin duda de gran valor. Los planos no edificarán la casa, sino el albañil que los
sepa interpretar. Aun así son necesarios los planos mientras no se tiene la casa.
En nuestro caso el Espíritu Santo nos declara la voluntad de Dios mejor que la ley escrita
literalmente. Así que mientras el Espíritu nos guíe la ley no tienen poder sobre nosotros para
condenarnos (Gálatas 5: 18). (Esto no constituye ningún desprecio por la ley. Por el contrario,
como dice Pablo, es la única manera en que se establece la ley) (Romanos 3:31). Sin embargo
para las personas que no han creído en Cristo, (entre ellos muchos judíos) la ley mantiene su
poder de condenación y su vigencia total (Mateo 5:18). Mientras no acepten a Jesús, tendrán que
vivir intentando cumplirla, sin lograrlo. Paradójicamente, en su intento por cumplir la ley, serán los
que más la infringirán.
Hay quien sostiene que la ley escrita literalmente, fue abrogada. Pero Cristo no vino para abrogarla
sino para interpretarla perfectamente y para darnos el poder para cumplirla verdaderamente. Si
Cristo hubiese abrogado la ley entonces matar, robar y adorar ídolos no serian una ofensa para
Dios, no habría pecado alguno. También hay quienes creen que Jesús redujo la ley a dos únicos
mandamientos, los mencionados en Mateo 22: 34- 40. Jesús no dijo que fueran los únicos sino que
de ellos dependía toda la ley y las enseñanzas de los profetas. En realidad Jesús nos dio a través
de esos dos mandamientos, la clave para la interpretación de la ley.
Es significativo que los apóstoles enviados a predicar a las regiones cercanas no llegaran a la
gente con una lista de mandamientos sino como testigos de la muerte y resurrección de Jesucristo
por medio de las cuales el hombre que se convierte alcanza el perdón y la salvación (1ª. Co. 2: 1-
5). El mal comportamiento posterior, indigno de hombres salvos, en las nuevas congregaciones
fue el motivo por el cual los apóstoles tuvieron que hacer uso de la ley escrita literalmente (1ª. Co.
5: 1, 5, 11). Por el contrario, cuando algunos cristianos fueron influidos para darle a la ley un papel
que ya no tenía, los apóstoles intervinieron para corregir el rumbo (Hechos: 15: 1, 2, 28, 29).
Así concluimos que la ley dada por Moisés no desaparece pues aún tiene funciones que cumplir,
tanto entre quienes no creen en Jesús como entre los que si creen (Mateo 5: 18- 20). Para el
creyente, la ley, se convierte en un instrumento que puede ser usado para evaluar su conducta
ante Dios y para instruirse en el conocimiento de Dios (2ª Tim. 3: 14, 17). Para el no creyente
puede ejercer simplemente una función condenatoria o incluso si la escudriña atentamente, y abre
su corazón a Dios, puede hallar en ella una instrucción decisiva para su vida.
• La santidad de Dios
• La soberanía de Dios
• La existencia del pecado
• La pecaminosidad del hombre
• La imposibilidad de que el hombre se salve por sí mismo
Estos conocimientos son necesarios porque sin ellos sería imposible hallar el camino hacia la
salvación. La ley no es la respuesta para la salvación del hombre, pero si lo prepara para
encontrarla. La función de la ley se comprende mejor cuando Dios establece el nuevo pacto:
• Por la ley es el conocimiento del pecado (Ro. 4: 15; 3: 20; Ga. 3: 19, 22). (La ley no es
mala por revelarnos malos; si nos da conocer como malos y en peligro de muerte es porque
ella es buena Romanos 7:16; 1 Timoteo 1:8).
• La ley nos revela que el pecado es malo (Ro. 7; Deut. 32).
• La ley nos hace descubrir que no podemos salvarnos a nosotros mismos. Luego entonces
la función de la ley escrita no es salvarnos sino proveernos la experiencia necesaria para
buscar la salvación en Dios. Pablo, escribiendo a la Iglesia de Galacia les dice a los
hermanos que la ley nos lleva a Cristo como un tutor instruye a un niño bajo su cuidado, en
tanto que este llega a la edad adulta (Ga. 3: 24).
Nadie está en condiciones de alejarse del pecado mientras no es consciente de sus funestas
consecuencias. Nadie está en condiciones de buscar a Dios mientras no se asume como pecador,
incapaz de salvarse por sí mismo. La buena noticia del evangelio no tendría la cualidad de buena si
no se tiene previamente una mala noticia. La lección del antiguo pacto nos hace ver la malísima
noticia. Para salvarnos es preciso comenzar por asumir nuestra condición pecaminosa y nuestra
sentencia inevitable (Ro. 3: 9 – 19, 23).
No es posible aceptar el evangelio con alegría y con fe si no nos percatamos antes de nuestra triste
y baja condición al estar alejados de Dios. El evangelio sin el previo conocimiento de la condición
del hombre sin Dios, no pasa de ser una historia, quizá hermosa, pero sin fuerza, sin valor para el
que la escucha. Si uno no comprende lo que puede llegar a ser y lo deplorable de la situación en la
que actualmente se encuentra, no podrá apreciar el Evangelio.
Cuando una persona acepta a Cristo como su Salvador, la función de la ley como tutor que lo lleva
a Cristo, termina (Ga. 3: 25; Ro. 10: 4). En el desempeño de su función como tutor, la ley revela el
pecado, nos revela como pecadores y nos condena a muerte. Si entonces aparece Cristo frente a
nosotros, estamos más dispuestos para creer en él. Cuando el creyente acepta a Cristo como su
Señor y Salvador, la ley ya no lo puede condenar (1ª Jn. 9).
Actualmente, lo sabemos, no somos perfectos todavía en cuanto a la interpretación y práctica de la
ley. Estamos en la etapa conocida con el nombre de santificación. Esta situación permanecerá en
alguna medida hasta el día en que seamos transformados totalmente a la semejanza de Cristo (1ª.
Juan 3: 2). Nuestra carencia actual como creyentes solo puede ser suplida por la fe en Jesús que
nos impulsa a ser mejores cada día (1a. Jn. 5: 13- 17). Esto nos lleva a pedir perdón a Dios
constantemente y santificarnos también continuamente. La fase final del proceso de salvación es la
glorificación del hombre o sea la posesión de una imagen plenamente divina (1ª Jn. 3: 2). Para ello
será necesario ser despojados de nuestros cuerpos corruptibles.
En el juicio final la ley ejercerá por última vez su función condenatoria para quienes no creyeron en
Dios (Ro. 2: 12 – 16; Ap. 20: 11 – 15). En la Jerusalén celestial no hay pecado y cuando descienda
a la tierra no habrá allí razón de ser para ley en su forma literal (Ap. 22: 3; 1ª Co. 15: 54-57). En
ese lugar y momento la “ley escrita espiritualmente” habrá sustituido para siempre a la ley escrita
literalmente (Mat. 5: 16, 17).
La ley dice: No hurtarás. Jesús siendo dueño de todo, renunció a ello y viniendo a la tierra vivió
como un pobre, dando a la humanidad lo más valioso y todo lo que tenía: su vida.
La ley dice: Acordarte haz del día de reposo para santificarlo. Jesús hizo de su vida un sábado
permanente y nos ha abierto la entrada hacia el sábado final del hombre: la vida eterna. El nos
enseñó lo que el sábado significa (Mr. 2: 27).
La ley dice: No tendrás dioses ajenos delante de mí, no te inclinarás a ellos, ni los honrarás. Lo
ejemplificado por Jesús es “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma y con
toda tu mente” (Mt. 22: 37).
En este caso la regla para el cumplimiento de cada uno de los mandamientos es: “Cumple los
mandamientos como Jesús lo hizo”.
La ley dice: No matarás. Jesús dijo: “Cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable del
juicio; y cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable”. . . (Mateo 5: 22).
La ley dice: No cometerás adulterio: Jesús dice: Cualquiera que mira a una mujer para codiciarla,
ya adulteró con ella en el corazón.
La ley dice: Ojo por ojo, y diente por diente. Jesús dice: No resistáis al que es malo; antes, a
cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; y al que quiera ponerte a
pleito y quitarte la tunica, déjale también la capa; y a cualquiera que te obligue a llevar carga por
una milla, ve con el dos. (Mt. 5: 38: 47). Por lo tanto la regla para el cumplimiento de la ley es:
Cumple los mandamientos como Jesús dijo.
El cumplimiento de la ley que espera Dios de nosotros tiene su modelo en el cumplimiento perfecto
de la ley que Jesús realizó. Jesús dijo: Porque os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la
de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Y ciertamente los fariseos eran
muy escrupulosos en el cumplimiento de la ley. Lo que Jesús pide es la perfección: “Sed pues,
vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto. Mateo 5:20 y 48). El
Maestro, para que animarnos a seguir su ejemplo dijo: “mi yugo es fácil y ligera mi carga” (Mt. 11:
29, 30). Asumirlo así solo es posible cuando despojándose del egoísmo se le permite a Dios
habitar en uno a través del Espíritu Santo. Cuando ya no es mediante el propio esfuerzo que se
intenta cumplir la ley.
La vida eterna solo se alcanza mediante el cumplimiento perfecto de la ley de Dios, pero este
cumplimiento no se logra mediante el esfuerzo humano. La obediencia perfecta a Dios no es algo
que logramos por nosotros mismos. A través de este estudio hemos visto el camino que tenemos
que seguir si aspiramos a ser perfeccionados.
En el proceso de salvación, hay sin embargo, un solo mandamiento que depende totalmente de
una decisión nuestra y este es el mandamiento de la fe en Cristo Jesús, Salvador del Mundo
(Marcos 16:16 y Romanos 10:9). Mediante la fe es cómo podemos iniciar el tránsito del ámbito
puramente humano para trasladarnos al ámbito divino. Es necesario aclarar, sin embargo, que la fe
tiene también su fundamento en las obras de Dios y viene por el oír de la palabra de Dios. Así es
como la justicia de Dios se revela por fe y para fe: Porque en el evangelio la justicia de Dios se
revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá. (Romanos 1:17).
Ahora también queda claro que formar parte de la familia divina no significa usurpar el lugar de
Dios. La imagen de Dios que nos hace divinos es la imitación del hombre Jesús. Ser hijos de Dios
es llegar a ser hombres plenos, que se amen los unos a los otros, que vivan en armonía y que
obedezcan al Padre que está en las alturas de los cielos para siempre. Amén.