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DAMIAN

(Por Doranel R.J.)


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-¡Damián, deja en paz a ese cerdo! –gritó su madre desde el


gallinero amenazándolo con un látigo en tanto sostenía un gallo
bajo el brazo. Damián corrió a esconderse debajo de la cama de su
abuela, pues era la única habitación que siempre se mantenía más
oscura que las otras. Allí escupía a las tablas de la cama, les pegaba
mocos y, en verano, sobretodo, frotaba las muñecas de trapo que le
robaba a su prima Olga contra sus genitales, y mientras lo hacía la
recordaba con sus senitos apenas madurando; era un niño muy
precoz; tenía allí diez años, y como decía mi abuelo Rafael:
“solapado”.

Damián vivía con su madre Inés, una mujer cuarentona de vanidad


perdida, y su abuela Omaira, una anciana postrada en cama en
estado vegetativo; su padre Saúl, fiel campesino, fue asesinado por
la guerrilla en el ochenta cuando él apenas contaba con su primer
lustro. Habitaban en una casucha de tapia, cerca a un río, al cual
asistía Damián en aquellas épocas de verano para observar, desde
atrás de los árboles que rodeaban el lugar, a su prima Olga bañarse;
disfrutaba contemplarla y ver cómo el camisón mojado que su prima
vestía en lugar de un traje de baño se ceñía a su joven cuerpo.

En algún momento, a la edad de seis años, su madre Inés creyó que


él tenía un problema en la cabeza tras sorprenderlo, en cierta
ocasión, desnudo en su cama y con una muñeca entre sus genitales.
Lo llevó adonde mi abuelo, el psicólogo del pueblo:

-Doña Inés, es normal que los niños a esta edad sientan curiosidad
por explorar sus cuerpos y que se pregunten por qué es diferente al
de las niñas. Es necesario que usted lo acompañe durante su etapa
de desarrollo y más ahora que su marido no está. Eso sí se lo
recomiendo. Puede ser contraproducente que Damián aprenda todo
a su manera, pues aún está muy pequeño como para que
comprenda, cabalmente, cómo es que funciona la vida. Él necesita
ser guiado. No lo castigue, pero sí háblele bastante, aconséjelo,
dígale que eso que hace…Pero la madre de Damián no estuvo de
acuerdo con sus palabras. Ella era de esas señoras conservadoras, o
mejor, puritanas que creían que todo acto de lascivia y rebeldía se
resolvía a punta de castigos: reprimendas, azotes, encierros…

Sin la presencia del padre, la madre era quien tenía que hacerse
cargo de la granja. Damián era obligado a laborar en ella desde el
meridiano, hora que llegaba de la escuela, hasta caer la noche. En
varias ocasiones su madre estuvo muy cerca de retirarlo de la
institución porque el trabajo ya no rendía como antes. La
producción de leche era primordial, pero el cultivo de frutas y
hortalizas, de lo cual también se sostenía la granja, se redujo.
Cuatro años después, ya en su décimo aniversario y en quinto
grado, Damián desertó, al fin, de la escuela. Allí comenzaría a
cambiar radicalmente su actitud debido al maltrato, a la falta de
cariño y comprensión de su madre Inés.

Toda la ira que Damián acumulaba la descargaba en los animales


de la granja; le gustaba torturarlos, como a aquel cerdo hembra que
llamaba Inés. Le inyectaba agua en sus nalgas o les cortaba la cola
a sus críos y también sus orejas, como lo hacía a las vacas, con unas
tijeras cada vez que su madre Inés lo golpeaba con el látigo por no
obedecerla. Y cuando tardaba en recoger leña para el fogón era
encerrado en una jaula que ella misma hubo construido para unos
gansos que jamás compró. Y en ocasiones, cuando era sorprendido
desplumando viva a una gallina, su madre Inés le arrancaba un
pedazo de su piel con unas tenazas para que sintiera el mismo
sufrimiento del animal.

Cierto día, después de una reprimenda que su madre le manifestó,


tras azotarlo en sus piernas desnudas con el látigo que ella utilizaba
para arrear a los caballos de carga al sorprenderlo en el preciso
momento que desplumaba viva a una gallina, corrió como loco por
los alrededores de la casa hasta que el ardor en sus piernas, por la
fuerte golpiza, desapareció. Se sentó a lamentarse cerca de la
porqueriza. Desde allí veía a su madre Inés caminar de regreso a
casa con un gallo bajo el brazo, acicalándolo, y le pareció que su
contoneo era similar al de la cerda que allí se encontraba. Notó que
ambas eran regordetas y que ninguna se preocupaba por cuidar de
su apariencia física. Para él, la cerda y su madre eran iguales.

Cuatro años después, ya muerta la abuela Omaira, la situación en


esa casa no había mejorado significativamente. Damián pasaba las
noches ideando una forma de abandonar su hogar, pero no sabía
hacia dónde dirigirse. Los padres de su prima Olga decidieron
mudarse a la ciudad tres años antes sin siquiera despedirse ni de
Damián. La casa quedó abandonada; cinco meses después se
derrumbó y su jardín se marchitó. Ahora sólo restaban Damián y su
madre Inés por aquellas tierras; otras familias vivían por allí, sin
embargo, estaban a casi una hora de distancia la una de la otra.
Cualquier grito de auxilio no sería escuchado. El lugar no era
transitado. Para llegar a la carretera, primero había que atravesar
el río, subir una colina y continuar por un declive hasta llegar a un
llano; era una hora y media de trayecto, no obstante, era más corto
si se iba a caballo. Y allí había que esperar un camión que sólo
pasaba dos veces por día para poder ir al pueblo; son cuarenta y
cinco minutos de viaje. Y del pueblo a la ciudad es poco más de una
hora. Damián ya sabía esto.

Cinco días después, Damián se encontraba en la porqueriza


observado a la cerda Inés comer las sobras.

-¡Qué haces aquí, inútil! ¡Regresa al trabajo! –le gritó su madre


Inés. Damián obedeció como nunca antes. Estaba dócil y muy
pensativo. Hasta su madre Inés se extrañó por su actitud. Damián
continuó laborando normalmente durante todo el día. Preparó la
cena para él y su madre, cosa que nunca había hecho. Ya en la mesa
su madre Inés le preguntó:

-¿Y a ti qué te pasa? –hacía años que no lo tuteaba-.


-Nada, mamá –respondió él con mucha calma-.
-¿Qué te traes ahora?
-Nada. En serio. Me he dado cuenta que si quiero que las cosas
funcionen bien, primero debo empezar por cambiar yo mismo
aquellas cosas que impiden que todo sea mejor.
-¿Y de cuándo acá como tan escolástico?
-¿Por qué me maltratas tanto, mamá?
-Deja eso. Es la primera vez que tenemos una comida tranquila. No
la desperdicies con esa majadería.
-No es majadería, mamá. Es sólo que por más que recuerde, no
encuentro un motivo por el cual haya merecido tu desprecio. ¿Acaso
fue por la muerte de papá, porque tuviste que estar a cargo, sola, de
la granja?
-¡Cállate, sí! No quieras que te voltee ese mascadero con un bofetón.
Más bien siéntete afortunado, porque cuando yo muera, la granja
será solo para ti.

Damián permaneció con la cabeza gacha después de esas últimas


palabras. Su madre Inés se levantó de la mesa un tanto ofuscada. Él
la miraba dirigirse a la pieza. Permaneció en la cocina casi hasta la
medianoche, pensativo. Se levantó. Salió al patio de la casa. Todo
estaba oscuro, no había luna en el cielo, sólo estrellas. Luego se
dirigió al cuarto de su madre Inés. Abrió quedamente la puerta para
asegurarse de que ella estaba dormida. Sigilosamente fue
acercándose. No se escuchaban sus pasos en ese suelo de cemento.
Llegó hasta la cabecera de la cama y se quedó parado allí por media
hora, de frente, observando a su madre mientras dormía. De pronto
se volvió para dirigirse a su cama.

-¿Qué haces aquí? ¿Acaso quieres matarme? –le preguntó su madre,


en tanto encendía la lámpara de aceite que tenía encima de un viejo
nochero.
-Sólo pasé a ver si estabas bien.
-¿A ver si estaba bien? A ver si podías matarme mientras dormía.
Eso es lo que quieres, ¿no? ¡Matarme! ¡Malagradecido! ¡Fuera de
aquí, desgraciado!
-¡Mamá, por favor!
-¡Fuera te digo! ¡Ni creas que podrás matarme esta noche ni
ninguna otra! ¡Qué te largues, carroñero! ¡Fuera de aquí! ¡Fuera!
¡Razón tenía mi padre: “Cría cuervos y te sacarán los ojos”!
Damián, decidido, vuelve hacia ella y le asesta varios golpes en el
rostro hasta que la deja inconsciente. Va al cuarto del rebujo y toma
unas cuerdas. Regresa a la habitación de su madre Inés y la ata a la
cama. Luego se dirige al gallinero y toma entre sus manos al gallo
que ella tanto cuida. Después entra a la cocina y empuña un
cuchillo. La madre comienza a recobrar el conocimiento, pero antes
de que empiece a hablar, o a gritar inútilmente, Damián la
amordaza. Lo último que se escuchan son los gemidos lastimeros de
su madre Inés mientras Damián le abre el estómago para introducir
allí el gallo. En seguida, toma una aguja capotera y cose la abertura
con cabuya dejando solamente la cabeza del gallo por fuera. Su
madre Inés lo mira, lagrimea un poco, y Damián, su hijo, se sienta
frente a ella hasta que aparece un nuevo amanecer.

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