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“La noche boca arriba”

Julio Cortázar
“Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; le llamaban la guerra florida.”

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir a la calle y sacar
la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina
vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los
altos edificios del centro, y él —porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre— montó en la
máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba
los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la
calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga,
bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras,
apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como
correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez
su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la
esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles.
Frenó con el pié y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque
perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo
de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía
soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre
él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado
en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba
la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del
accidente no tenía más que rasguños en la piernas. «Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar
la máquina de costado...» Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien
con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de
barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo
tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio
sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba
sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un
accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no
parecía muy estropeada. «Natural», dijo él. «Como que me la ligué encima...» Los dos rieron, y el
vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco;
mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos
de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza
con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura.
Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si
no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre
el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le
acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaron la cabeza, sintió que lo pasaban
de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en
la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor
a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no
volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en
que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban
a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando
de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se
revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. «Huele a
guerra», pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un
sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus
sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy
lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor
rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un
animal que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada,
pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar
al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo
más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales
palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada horrible
del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

—Se va a caer de la cama —dijo el enfermo de al lado—. No brinque tanto, amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba
de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado,
colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero
no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando
despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados
los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna
pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con
alcohol la cara anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un
frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al
brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un
estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez
ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle
es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan,
más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y
solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando
los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil dormirse.
Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el
sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o
confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de
copas de árboles era menos negro que el resto. «La calzada», pensó. «Me salí de la calzada.» Sus pies
se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos
le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio,
se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez.
Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió
como el escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas
los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora
de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio
en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra
florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo
profundo de la selva, abandonando la calzada mas allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros
no le siguieran el rastro. Pensó en los muchos prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no
contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso.
Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el
horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y
cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho.
Ya lo rodeaban las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una
soga lo atrapó desde atrás.
—Es la fiebre —dijo el de la cama de al lado—. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno.
Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara
violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a
veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin... Pero no quería seguir
pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las
poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral
en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta
camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía
apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado
que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había
ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían
levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la
sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien
como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el
golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio
mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la
contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro.
Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio
hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá
pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba
apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio
el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender.
Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse
y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado
y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto
con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo
del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo
habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él
que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo
que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los
que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca,
tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un
esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose,
luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba
hasta que el dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las
antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los
sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el
pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como
bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el
pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes
mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era
el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo
de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara frente él la escalinata incendiada
de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el
aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo
brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero
corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo
rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la
botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales.
Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus
párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado
pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a
amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba
mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana
esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez
negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca
arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra,
y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no
querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo
el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por
la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas
columnas de humo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el
vaivén de los pies del sacrificado que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con
una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo
lograría, porque otra vez estaba inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía la
muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el
cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a
despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los
sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces
verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus
piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le
había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados
entre las hogueras.

FIN

Final del juego 1956

“Continuidad de los parques”


Julio Cortázar
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla
cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los
personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una
cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los
robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una
irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo
verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes
de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de
irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba
cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que
más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido
por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían
color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer,
recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente
restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las
ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal
se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las
páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas
caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado:
coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente
atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla.
Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña.
Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla
correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en
la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no
ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró.
Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul,
después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación,
nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el
alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

FIN

Final del juego (2da edición) 1964

“Chac Mool”
Carlos Fuentes
Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco. Sucedió en Semana Santa. Aunque había sido
despedido de su empleo en la Secretaría, Filiberto no pudo resistir la tentación burocrática de ir, como
todos los años, a la pensión alemana, comer el choucrout endulzado por los sudores de la cocina tropical,
bailar el Sábado de Gloria en La Quebrada y sentirse “gente conocida” en el oscuro anonimato vespertino
de la Playa de Hornos. Claro, sabíamos que en su juventud había nadado bien; pero ahora, a los cuarenta,
y tan desmejorado como se le veía, ¡intentar salvar, a la medianoche, el largo trecho entre Caleta y la
isla de la Roqueta! Frau Müller no permitió que se le velara, a pesar de ser un cliente tan antiguo, en la
pensión; por el contrario, esa noche organizó un baile en la terracita sofocada, mientras Filiberto
esperaba, muy pálido dentro de su caja, a que saliera el camión matutino de la terminal, y pasó
acompañado de huacales y fardos la primera noche de su nueva vida. Cuando llegué, muy temprano, a
vigilar el embarque del féretro, Filiberto estaba bajo un túmulo de cocos: el chofer dijo que lo
acomodáramos rápidamente en el toldo y lo cubriéramos con lonas, para que no se espantaran los
pasajeros, y a ver si no le habíamos echado la sal al viaje.

Salimos de Acapulco a la hora de la brisa tempranera. Hasta Tierra Colorada nacieron el calor y la luz.
Mientras desayunaba huevos y chorizo abrí el cartapacio de Filiberto, recogido el día anterior, junto con
sus otras pertenencias, en la pensión de los Müller. Doscientos pesos. Un periódico derogado de la ciudad
de México. Cachos de lotería. El pasaje de ida -¿sólo de ida? Y el cuaderno barato, de hojas cuadriculadas
y tapas de papel mármol.

Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a vómitos y cierto sentimiento natural de respeto
por la vida privada de mi difunto amigo. Recordaría -sí, empezaba con eso- nuestra cotidiana labor en
la oficina; quizá sabría, al fin, por qué fue declinado, olvidando sus deberes, por qué dictaba oficios sin
sentido, ni número, ni “Sufragio Efectivo No Reelección”. Por qué, en fin, fue corrido, olvidaba la pensión,
sin respetar los escalafones.

“Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. El Licenciado, amabilísimo. Salí tan contento que decidí gastar cinco
pesos en un café. Es el mismo al que íbamos de jóvenes y al que ahora nunca concurro, porque me
recuerda que a los veinte años podía darme más lujos que a los cuarenta. Entonces todos estábamos en
un mismo plano, hubiéramos rechazado con energía cualquier opinión peyorativa hacia los compañeros;
de hecho, librábamos la batalla por aquellos a quienes en la casa discutían por su baja extracción o falta
de elegancia. Yo sabía que muchos de ellos (quizá los más humildes) llegarían muy alto y aquí, en la
Escuela, se iban a forjar las amistades duraderas en cuya compañía cursaríamos el mar bravío. No, no
fue así. No hubo reglas. Muchos de los humildes se quedaron allí, muchos llegaron más arriba de lo que
pudimos pronosticar en aquellas fogosas, amables tertulias. Otros, que parecíamos prometerlo todo, nos
quedamos a la mitad del camino, destripados en un examen extracurricular, aislados por una zanja
invisible de los que triunfaron y de los que nada alcanzaron. En fin, hoy volví a sentarme en las sillas
modernizadas -también hay, como barricada de una invasión, una fuente de sodas- y pretendí leer
expedientes. Vi a muchos antiguos compañeros, cambiados, amnésicos, retocados de luz neón,
prósperos. Con el café que casi no reconocía, con la ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo
distinto del mío. No, ya no me reconocían; o no me querían reconocer. A lo sumo -uno o dos- una mano
gorda y rápida sobre el hombro. Adiós viejo, qué tal. Entre ellos y yo mediaban los dieciocho agujeros
del Country Club. Me disfracé detrás de los expedientes. Desfilaron en mi memoria los años de las
grandes ilusiones, de los pronósticos felices y, también todas las omisiones que impidieron su realización.
Sentí la angustia de no poder meter los dedos en el pasado y pegar los trozos de algún rompecabezas
abandonado; pero el arcón de los juguetes se va olvidando y, al cabo, ¿quién sabrá dónde fueron a dar
los soldados de plomo, los cascos, las espadas de madera? Los disfraces tan queridos, no fueron más
que eso. Y sin embargo, había habido constancia, disciplina, apego al deber. ¿No era suficiente, o
sobraba? En ocasiones me asaltaba el recuerdo de Rilke. La gran recompensa de la aventura de juventud
debe ser la muerte; jóvenes, debemos partir con todos nuestros secretos. Hoy, no tendría que volver la
mirada a las ciudades de sal. ¿Cinco pesos? Dos de propina.”

“Pepe, aparte de su pasión por el derecho mercantil, gusta de teorizar. Me vio salir de Catedral, y juntos
nos encaminamos a Palacio. Él es descreído, pero no le basta; en media cuadra tuvo que fabricar una
teoría. Que si yo no fuera mexicano, no adoraría a Cristo y -No, mira, parece evidente. Llegan los
españoles y te proponen adorar a un Dios muerto hecho un coágulo, con el costado herido, clavado en
una cruz. Sacrificado. Ofrendado. ¿Qué cosa más natural que aceptar un sentimiento tan cercano a todo
tu ceremonial, a toda tu vida?… figúrate, en cambio, que México hubiera sido conquistado por budistas
o por mahometanos. No es concebible que nuestros indios veneraran a un individuo que murió de
indigestión. Pero un Dios al que no le basta que se sacrifiquen por él, sino que incluso va a que le
arranquen el corazón, ¡caramba, jaque mate a Huitzilopochtli! El cristianismo, en su sentido cálido,
sangriento, de sacrificio y liturgia, se vuelve una prolongación natural y novedosa de la religión indígena.
Los aspectos caridad, amor y la otra mejilla, en cambio, son rechazados. Y todo en México es eso: hay
que matar a los hombres para poder creer en ellos.

“Pepe conocía mi afición, desde joven, por ciertas formas de arte indígena mexicana. Yo colecciono
estatuillas, ídolos, cacharros. Mis fines de semana los paso en Tlaxcala o en Teotihuacán. Acaso por esto
le guste relacionar todas las teorías que elabora para mi consumo con estos temas. Por cierto que busco
una réplica razonable del Chac Mool desde hace tiempo, y hoy Pepe me informa de un lugar en la
Lagunilla donde venden uno de piedra y parece que barato. Voy a ir el domingo.

“Un guasón pintó de rojo el agua del garrafón en la oficina, con la consiguiente perturbación de las
labores. He debido consignarlo al Director, a quien sólo le dio mucha risa. El culpable se ha valido de
esta circunstancia para hacer sarcasmos a mis costillas el día entero, todos en torno al agua. Ch…”

“Hoy domingo, aproveché para ir a la Lagunilla. Encontré el Chac Mool en la tienducha que me señaló
Pepe. Es una pieza preciosa, de tamaño natural, y aunque el marchante asegura su originalidad, lo dudo.
La piedra es corriente, pero ello no aminora la elegancia de la postura o lo macizo del bloque. El desleal
vendedor le ha embarrado salsa de tomate en la barriga al ídolo para convencer a los turistas de la
sangrienta autenticidad de la escultura.

“El traslado a la casa me costó más que la adquisición. Pero ya está aquí, por el momento en el sótano
mientras reorganizo mi cuarto de trofeos a fin de darle cabida. Estas figuras necesitan sol vertical y
fogoso; ese fue su elemento y condición. Pierde mucho mi Chac Mool en la oscuridad del sótano; allí, es
un simple bulto agónico, y su mueca parece reprocharme que le niegue la luz. El comerciante tenía un
foco que iluminaba verticalmente en la escultura, recortando todas sus aristas y dándole una expresión
más amable. Habrá que seguir su ejemplo.”

“Amanecí con la tubería descompuesta. Incauto, dejé correr el agua de la cocina y se desbordó, corrió
por el piso y llego hasta el sótano, sin que me percatara. El Chac Mool resiste la humedad, pero mis
maletas sufrieron. Todo esto, en día de labores, me obligó a llegar tarde a la oficina.”

“Vinieron, por fin, a arreglar la tubería. Las maletas, torcidas. Y el Chac Mool, con lama en la base.”

“Desperté a la una: había escuchado un quejido terrible. Pensé en ladrones. Pura imaginación.”

“Los lamentos nocturnos han seguido. No sé a qué atribuirlo, pero estoy nervioso. Para colmo de males,
la tubería volvió a descomponerse, y las lluvias se han colado, inundando el sótano.”

“El plomero no viene; estoy desesperado. Del Departamento del Distrito Federal, más vale no hablar. Es
la primera vez que el agua de las lluvias no obedece a las coladeras y viene a dar a mi sótano. Los
quejidos han cesado: vaya una cosa por otra.”

“Secaron el sótano, y el Chac Mool está cubierto de lama. Le da un aspecto grotesco, porque toda la
masa de la escultura parece padecer de una erisipela verde, salvo los ojos, que han permanecido de
piedra. Voy a aprovechar el domingo para raspar el musgo. Pepe me ha recomendado cambiarme a una
casa de apartamentos, y tomar el piso más alto, para evitar estas tragedias acuáticas. Pero yo no puedo
dejar este caserón, ciertamente es muy grande para mí solo, un poco lúgubre en su arquitectura
porfiriana. Pero es la única herencia y recuerdo de mis padres. No sé qué me daría ver una fuente de
sodas con sinfonola en el sótano y una tienda de decoración en la planta baja.”
“Fui a raspar el musgo del Chac Mool con una espátula. Parecía ser ya parte de la piedra; fue labor de
más de una hora, y sólo a las seis de la tarde pude terminar. No se distinguía muy bien la penumbra; al
finalizar el trabajo, seguí con la mano los contornos de la piedra. Cada vez que lo repasaba, el bloque
parecía reblandecerse. No quise creerlo: era ya casi una pasta. Este mercader de la Lagunilla me ha
timado. Su escultura precolombina es puro yeso, y la humedad acabará por arruinarla. Le he echado
encima unos trapos; mañana la pasaré a la pieza de arriba, antes de que sufra un deterioro total.”

“Los trapos han caído al suelo, increíble. Volví a palpar el Chac Mool. Se ha endurecido pero no vuelve a
la consistencia de la piedra. No quiero escribirlo: hay en el torso algo de la textura de la carne, al apretar
los brazos los siento de goma, siento que algo circula por esa figura recostada… Volví a bajar en la noche.
No cabe duda: el Chac Mool tiene vello en los brazos.”

“Esto nunca me había sucedido. Tergiversé los asuntos en la oficina, giré una orden de pago que no
estaba autorizada, y el Director tuvo que llamarme la atención. Quizá me mostré hasta descortés con
los compañeros. Tendré que ver a un médico, saber si es mi imaginación o delirio o qué, y deshacerme
de ese maldito Chac Mool.”

Hasta aquí la escritura de Filiberto era la antigua, la que tantas veces vi en formas y memoranda, ancha
y ovalada. La entrada del 25 de agosto, sin embargo, parecía escrita por otra persona. A veces como
niño, separando trabajosamente cada letra; otras, nerviosa, hasta diluirse en lo ininteligible. Hay tres
días vacíos, y el relato continúa:

“Todo es tan natural; y luego se cree en lo real… pero esto lo es, más que lo creído por mí. Si es real un
garrafón, y más, porque nos damos mejor cuenta de su existencia, o estar, si un bromista pinta el agua
de rojo… Real bocanada de cigarro efímera, real imagen monstruosa en un espejo de circo, reales, ¿no
lo son todos los muertos, presentes y olvidados?… si un hombre atravesara el paraíso en un sueño, y le
dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano…
¿entonces, qué?… Realidad: cierto día la quebraron en mil pedazos, la cabeza fue a dar allá, la cola aquí
y nosotros no conocemos más que uno de los trozos desprendidos de su gran cuerpo. Océano libre y
ficticio, sólo real cuando se le aprisiona en el rumor de un caracol marino. Hasta hace tres días, mi
realidad lo era al grado de haberse borrado hoy; era movimiento reflejo, rutina, memoria, cartapacio. Y
luego, como la tierra que un día tiembla para que recordemos su poder, o como la muerte que un día
llegará, recriminando mi olvido de toda la vida, se presenta otra realidad: sabíamos que estaba allí,
mostrenca; ahora nos sacude para hacerse viva y presente. Pensé, nuevamente, que era pura
imaginación: el Chac Mool, blando y elegante, había cambiado de color en una noche; amarillo, casi
dorado, parecía indicarme que era un dios, por ahora laxo, con las rodillas menos tensas que antes, con
la sonrisa más benévola. Y ayer, por fin, un despertar sobresaltado, con esa seguridad espantosa de que
hay dos respiraciones en la noche, de que en la oscuridad laten más pulsos que el propio. Sí, se
escuchaban pasos en la escalera. Pesadilla. Vuelta a dormir… No sé cuánto tiempo pretendí dormir.
Cuando volvía a abrir los ojos, aún no amanecía. El cuarto olía a horror, a incienso y sangre. Con la
mirada negra, recorrí la recámara, hasta detenerme en dos orificios de luz parpadeante, en dos flámulas
crueles y amarillas.

“Casi sin aliento, encendí la luz.

“Allí estaba Chac Mool, erguido, sonriente, ocre, con su barriga encarnada. Me paralizaron los dos ojillos
casi bizcos, muy pegados al caballete de la nariz triangular. Los dientes inferiores mordían el labio
superior, inmóviles; sólo el brillo del casuelón cuadrado sobre la cabeza anormalmente voluminosa,
delataba vida. Chac Mool avanzó hacia mi cama; entonces empezó a llover.”

Recuerdo que a fines de agosto, Filiberto fue despedido de la Secretaría, con una recriminación pública
del Director y rumores de locura y hasta de robo. Esto no lo creí. Sí pude ver unos oficios descabellados,
preguntándole al Oficial Mayor si el agua podía olerse, ofreciendo sus servicios al Secretario de Recursos
Hidráulicos para hacer llover en el desierto. No supe qué explicación darme a mí mismo; pensé que las
lluvias excepcionalmente fuertes, de ese verano, habían enervado a mi amigo. O que alguna depresión
moral debía producir la vida en aquel caserón antiguo, con la mitad de los cuartos bajo llave y
empolvados, sin criados ni vida de familia. Los apuntes siguientes son de fines de septiembre:

“Chac Mool puede ser simpático cuando quiere, ‘…un gluglú de agua embelesada’… Sabe historias
fantásticas sobre los monzones, las lluvias ecuatoriales y el castigo de los desiertos; cada planta arranca
de su paternidad mítica: el sauce es su hija descarriada, los lotos, sus niños mimados; su suegra, el
cacto. Lo que no puedo tolerar es el olor, extrahumano, que emana de esa carne que no lo es, de las
sandalias flamantes de vejez. Con risa estridente, Chac Mool revela cómo fue descubierto por Le Plongeon
y puesto físicamente en contacto de hombres de otros símbolos. Su espíritu ha vivido en el cántaro y en
la tempestad, naturalmente; otra cosa es su piedra, y haberla arrancado del escondite maya en el que
yacía es artificial y cruel. Creo que Chac Mool nunca lo perdonará. Él sabe de la inminencia del hecho
estético.

“He debido proporcionarle sapolio para que se lave el vientre que el mercader, al creerlo azteca, le untó
de salsa ketchup. No pareció gustarle mi pregunta sobre su parentesco con Tlaloc1, y cuando se enoja,
sus dientes, de por sí repulsivos, se afilan y brillan. Los primeros días, bajó a dormir al sótano; desde
ayer, lo hace en mi cama.”

“Hoy empezó la temporada seca. Ayer, desde la sala donde ahora duermo, comencé a oír los mismos
lamentos roncos del principio, seguidos de ruidos terribles. Subí; entreabrí la puerta de la recámara:
Chac Mool estaba rompiendo las lámparas, los muebles; al verme, saltó hacia la puerta con las manos
arañadas, y apenas pude cerrar e irme a esconder al baño. Luego bajó, jadeante, y pidió agua; todo el
día tiene corriendo los grifos, no queda un centímetro seco en la casa. Tengo que dormir muy abrigado,
y le he pedido que no empape más la sala2.”

“El Chac inundó hoy la sala. Exasperado, le dije que lo iba a devolver al mercado de la Lagunilla. Tan
terrible como su risilla -horrorosamente distinta a cualquier risa de hombre o de animal- fue la bofetada
que me dio, con ese brazo cargado de pesados brazaletes. Debo reconocerlo: soy su prisionero. Mi idea
original era bien distinta: yo dominaría a Chac Mool, como se domina a un juguete; era, acaso, una
prolongación de mi seguridad infantil; pero la niñez -¿quién lo dijo?- es fruto comido por los años, y yo
no me he dado cuenta… Ha tomado mi ropa y se pone la bata cuando empieza a brotarle musgo verde.
El Chac Mool está acostumbrado a que se le obedezca, desde siempre y para siempre; yo, que nunca he
debido mandar, sólo puedo doblegarme ante él. Mientras no llueva -¿y su poder mágico?- vivirá colérico
e irritable.”

“Hoy decidí que en las noches Chac Mool sale de la casa. Siempre, al oscurecer, canta una tonada
chirriona y antigua, más vieja que el canto mismo. Luego cesa. Toqué varias veces a su puerta, y como
no me contestó, me atreví a entrar. No había vuelto a ver la recámara desde el día en que la estatua
trató de atacarme: está en ruinas, y allí se concentra ese olor a incienso y sangre que ha permeado la
casa. Pero detrás de la puerta, hay huesos: huesos de perros, de ratones y gatos. Esto es lo que roba
en la noche el Chac Mool para sustentarse. Esto explica los ladridos espantosos de todas las
madrugadas.”

“Febrero, seco. Chac Mool vigila cada paso mío; me ha obligado a telefonear a una fonda para que
diariamente me traigan un portaviandas. Pero el dinero sustraído de la oficina ya se va a acabar. Sucedió
lo inevitable: desde el día primero, cortaron el agua y la luz por falta de pago. Pero Chac Mool ha
descubierto una fuente pública a dos cuadras de aquí; todos los días hago diez o doce viajes por agua,
y él me observa desde la azotea. Dice que si intento huir me fulminará: también es Dios del Rayo. Lo
que él no sabe es que estoy al tanto de sus correrías nocturnas… Como no hay luz, debo acostarme a
las ocho. Ya debería estar acostumbrado al Chac Mool, pero hace poco, en la oscuridad, me topé con él
en la escalera, sentí sus brazos helados, las escamas de su piel renovada y quise gritar.”

“Si no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse otra vez en piedra. He notado sus dificultades recientes
para moverse; a veces se reclina durante horas, paralizado, contra la pared y parece ser, de nuevo, un
ídolo inerme, por más dios de la tempestad y el trueno que se le considere. Pero estos reposos sólo le
dan nuevas fuerzas para vejarme, arañarme como si pudiese arrancar algún líquido de mi carne. Ya no
tienen lugar aquellos intermedios amables durante los cuales relataba viejos cuentos; creo notar en él
una especie de resentimiento concentrado. Ha habido otros indicios que me han puesto a pensar: los
vinos de mi bodega se están acabando; Chac Mool acaricia la seda de la bata; quiere que traiga una
criada a la casa, me ha hecho enseñarle a usar jabón y lociones. Incluso hay algo viejo en su cara que
antes parecía eterna. Aquí puede estar mi salvación: si el Chac cae en tentaciones, si se humaniza,
posiblemente todos sus siglos de vida se acumulen en un instante y caiga fulminado por el poder aplazado
del tiempo. Pero también me pongo a pensar en algo terrible: el Chac no querrá que yo asista a su
derrumbe, no querrá un testigo…, es posible que desee matarme.”

“Hoy aprovecharé la excursión nocturna de Chac para huir. Me iré a Acapulco; veremos qué puede
hacerse para conseguir trabajo y esperar la muerte de Chac Mool; sí, se avecina; está canoso, abotagado.
Yo necesito asolearme, nadar y recuperar fuerzas. Me quedan cuatrocientos pesos. Iré a la Pensión
Müller, que es barata y cómoda. Que se adueñe de todo Chac Mool: a ver cuánto dura sin mis baldes de
agua.”

Aquí termina el diario de Filiberto. No quise pensar más en su relato; dormí hasta Cuernavaca. De ahí a
México pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso de trabajo, con algún motivo sicológico.
Cuando, a las nueve de la noche, llegamos a la terminal, aún no podía explicarme la locura de mi amigo.
Contraté una camioneta para llevar el féretro a casa de Filiberto, y después de allí ordenar el entierro.

Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura, la puerta se abrió. Apareció un indio amarillo,
en bata de casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata,
quería cubrir las arrugas con la cara polveada; tenía la boca embarrada de lápiz labial mal aplicado, y el
pelo daba la impresión de estar teñido.

-Perdone… no sabía que Filiberto hubiera…

-No importa; lo sé todo. Dígale a los hombres que lleven el cadáver al sótano.

FIN

________________________________________

1. Deidad azteca de la lluvia.

2. Filiberto no explica en qué lengua se entendía con el Chac Mool.

Los días enmascarados 1954

“El hambre”
Manuel Mujica Láinez
Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios
chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles,
apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura
del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse
en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza
la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos
del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle
de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta
los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra
maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los
lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a
modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los
arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.

Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse
a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina
podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente.
Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras.
Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.

Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su
choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de
los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago,
aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de
viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador.

El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se


aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco
y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa.
Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y
la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más
distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales
en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca
hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte
que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el
centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber
hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros
les devoraron los muslos.

¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de
víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se
muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos
donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.

Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa
que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las
entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le
mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin
fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América
fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo
se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de
la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran
en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El
único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo
que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah, cuánto,
cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más
ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales.
¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha
asestado a las ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?

El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!,
¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy mismo, con
su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que
robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de
un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar
y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado,
porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse
en dos y tiritar en un rincón de la tienda.

El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios
deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará
ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los
cuerpos y entonces...

Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.

Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los
fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha
amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe
de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin
brazos, sin piernas... Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más...

Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero
siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos,
cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de
los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos
Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos V; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo
cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.
Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la
muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y
tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de
San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor
en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le
envanece tanto. A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de
Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de
los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras
del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban
bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles
el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto
engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio
Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de
hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes
y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos
hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester...

Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven
con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey
de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño
afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros
redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.

El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente
desvanecido sobre la hierba rala.

Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse.
Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró
hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve.
Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó,
magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni
Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni
tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de
oraciones.

Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas
están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal
que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente,
sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y
los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación... Si el genovés se fuera de una vez por
todas... de una vez por todas... ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por
todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá.
Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así?
En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad...

No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura
afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias!
¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que
ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y
siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca
el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que
merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con
un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza
el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces
la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada,
al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan
con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano,
entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse. El ballestero
lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y
se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas,
como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.

12 octubre, el ‘descubrimiento’ de América y la historia oficial


Entrevista a Eduardo Galeano

Eduardo Hughes Galeano, escritor y periodista uruguayo nacido en 1940. Entre sus obras más
destacadas: Las venas abiertas de América Latina, Memorias de fuego, entre otras.

¿Cristóbal Colón descubrió América en 1492? ¿O antes que él la descubrieron


los vikingos? ¿Y antes que los vikingos? Los que allí vivían, ¿no existían?

Cuenta la historia oficial que Vasco Núñez de Balboa fue el primer hombre que
vio, desde una cumbre de Panamá, los dos océanos. Los que allí vivían, ¿eran
ciegos?

¿Quiénes pusieron sus primeros nombres al maíz y a la papa y al tomate y al chocolate y a las montañas
y a los ríos de América? ¿Hernán Cortés, Francisco Pizarro? Los que allí vivían, ¿eran mudos?

Nos han dicho, y nos siguen diciendo, que los peregrinos del Mayflower fueron a poblar América.
¿América estaba vacía?

Como Colón no entendía lo que decían, creyó que no sabían hablar.

Como andaban desnudos, eran mansos y daban todo a cambio de nada, creyó que no eran gentes de
razón.

Y como estaba seguro de haber entrado al Oriente por la puerta de atrás, creyó que eran indios de la
India.

Después, durante su segundo viaje, el almirante dictó un acta estableciendo que Cuba era parte del Asia.

El documento del 14 de junio de 1494 dejó constancia de que los tripulantes de sus tres naves lo
reconocían así; y a quien dijera lo contrario se le darían cien azotes, se le cobraría una pena de diez mil
maravedíes y se le cortaría la lengua.

El notario, Hernán Pérez de Luna, dio fe.

Y al pie firmaron los marinos que sabían firmar.

Los conquistadores exigían que América fuera lo que no era. No veían lo que veían, sino lo que querían
ver: la fuente de la juventud, la ciudad del oro, el reino de las esmeraldas, el país de la canela. Y
retrataron a los americanos tal como antes habían imaginado a los paganos de Oriente.

Cristóbal Colón vio en las costas de Cuba sirenas con caras de hombre y plumas de gallo, y supo que no
lejos de allí los hombres y las mujeres tenían rabos.

En la Guayana, según sir Walter Raleigh, había gente con los ojos en los hombros y la boca en el pecho.

En Venezuela, según fray Pedro Simón, había indios de orejas tan grandes que las arrastraban por los
suelos.

En el río Amazonas, según Cristóbal de Acuña, los nativos tenían los pies al revés, con los talones
adelante y los dedos atrás, y según Pedro Martín de Anglería las mujeres se mutilaban un seno para el
mejor disparo de sus flechas.
Anglería, que escribió la primera historia de América pero nunca estuvo allí, afirmó también que en el
Nuevo Mundo había gente con rabos, como había contado Colón, y sus rabos eran tan largos que sólo
podían sentarse en asientos con agujeros.

El Código Negro prohibía la tortura de los esclavos en las colonias francesas. Pero no era por torturar,
sino por educar, que los amos azotaban a sus negros y cuando huían les cortaban los tendones.

Eran conmovedoras las leyes de Indias, que protegían a los indios en las colonias españolas. Pero más
conmovedoras eran la picota y la horca clavadas en el centro de cada Plaza Mayor.

Muy convincente resultaba la lectura del Requerimiento, que en vísperas del asalto a cada aldea explicaba
a los indios que Dios había venido al mundo y que había dejado en su lugar a San Pedro y que San Pedro
tenía por sucesor al Santo Padre y que el Santo Padre había hecho merced a la reina de Castilla de toda
esta tierra y que por eso debían irse de aquí o pagar tributo en oro y que en caso de negativa o demora
se les haría la guerra y ellos serían convertidos en esclavos y también sus mujeres y sus hijos. Pero este
Requerimiento de obediencia se leía en el monte, en plena noche, en lengua castellana y sin intérprete,
en presencia del notario y de ningún indio, porque los indios dormían, a algunas leguas de distancia, y
no tenían la menor idea de lo que se les venía encima.

Hasta no hace mucho, el 12 de octubre era el Día de la Raza.

Pero, ¿acaso existe semejante cosa? ¿Qué es la raza, además de una mentira útil para exprimir y
exterminar al prójimo?

En el año 1942, cuando Estados Unidos entró en la guerra mundial, la Cruz Roja de ese país decidió que
la sangre negra no sería admitida en sus bancos de plasma. Así se evitaba que la mezcla de razas,
prohibida en la cama, se hiciera por inyección. ¿Alguien ha visto, alguna vez, sangre negra? Después, el
Día de la Raza pasó a ser el Día del Encuentro.

¿Son encuentros las invasiones coloniales? ¿Las de ayer, y las de hoy, encuentros? ¿No habría que
llamarlas, más bien, violaciones?

Quizás el episodio más revelador de la historia de América ocurrió en el año 1563, en Chile. El fortín de
Arauco estaba sitiado por los indios, sin agua ni comida, pero el capitán Lorenzo Bernal se negó a
rendirse. Desde la empalizada, gritó:

— ¡Nosotros seremos cada vez más!

— ¿Con qué mujeres? — preguntó el jefe indio.

— Con las vuestras. Nosotros les haremos hijos que serán vuestros amos.

Los invasores llamaron caníbales a los antiguos americanos, pero más caníbal era el Cerro Rico de Potosí,
cuyas bocas comían carne de indios para alimentar el desarrollo capitalista de Europa.

Y los llamaron idólatras, porque creían que la naturaleza es sagrada y que somos hermanos de todo lo
que tiene piernas, patas, alas o raíces´

Y los llamaron salvajes. En eso, al menos, no se equivocaron. Tan brutos eran los indios que ignoraban
que debían exigir visa, certificado de buena conducta y permiso de trabajo a Colón, Cabral, Cortés,
Alvarado, Pizarro y los peregrinos del Mayflower.

Revista Caras y Caretas. Buenos Aires, octubre 2005.

“La soledad de América Latina”


Gabriel García Márquez
Discurso de aceptación del Premio Nobel 1982

Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del
mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece
una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros
sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua
cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de
mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que
encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el
uso de la razón por el pavor de su propia imagen. Este libro breve y fascinante, en el cual ya se
vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más
asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros
incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos
años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la
Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México,
en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600
que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil
mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de
Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de
Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro.
Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo
pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de
Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro,
que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro. La independencia del dominio español
no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador
de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada
Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca
absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en
la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que
hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para
averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para
combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza
mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito
de esculturas usadas. Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo
Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en
las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la
América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin
se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico
atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos
sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar
demócrata que había restaurado la dignidad de

su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que
en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras
tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos
han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los
120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala.
Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el
paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos
por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil
mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos
países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos,
la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años. De Chile, país de
tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay,
una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más
civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El
Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con
todos los exiliados y emigrados forzosos de América latina, tendría una población más numerosa que
Noruega. Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que
este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del papel,
sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que
sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano
errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y
profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que
pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los
recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.
Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que
los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas,
se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos
con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales
para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo
fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos
cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable
sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300
años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las
tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y
que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes
impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12
mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a
cuchillo a ocho mil de sus habitantes. No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños
de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar.
Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande
más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La
solidaridad con nuestros sueños no nos

haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que
asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo. América Latina no quiere ni tiene
por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y
originalidad se conviertan en una aspiración occidental. No obstante, los progresos de la navegación que
han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio
nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos
niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar
que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también
un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor
desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no
una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos
lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud,
como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es,
amigos, el tamaño de nuestra soledad. Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono,
nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera
las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida
sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos
que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población
de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto,
los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de
destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta
hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios. Un día como el
de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me
sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez
desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es
ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de
todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos
sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la
utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la
forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes
condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la
tierra. Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me
coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante
de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy
como sombras tutelares, pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con
este honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como
una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra
condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la
mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido. Es por ello apenas natural que me interrogara, allá
en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman
nuestra

identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una
manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que
no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado.
Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por
cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado
por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene,
en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La
poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo
Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin
salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina,
y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos. En cada línea que escribo trato siempre, con
mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra
el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los
sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la
consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a
brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única
prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias.

EL ENTENADO: VIAJE, CRONOTOPOS Y CANIBALISMO

La novela El entenado es una de las mejores obras del escritor argentino Juan José Saer, y contiene una
serie de ideas con respecto al mundo, la memoria y la soledad como ejes temáticos en medio de un
episodio de la conquista del Nuevo Mundo, este ensayo intentará acercarse a la novela a través de la
teoría de Georg Lukacs y Mijail Bajtin, con tres temas específicos que son el viaje, el cronotopo y el
canibalismo.

El entenado de Juan José Saer cuenta la historia de un personaje anónimo del siglo XVI, quien en su
juventud se une a una tripulación que se dirige en plan de conquista hacia América, allí sus compañeros
de viaje son asesinados por miembros de una tribu indígena de costumbres antropófagas llamada
colastiné, y el protagonista es hecho prisionero y obligado a presenciar a sus compañeros siendo
devorados por los aborígenes, quedándose con ellos unos diez años en calidad de huésped-testigo en su
aldea situada a orillas del río Paraná, Al regresar a España, es enviado a un monasterio por órdenes del
capellán de la expedición que lo rescata y pronto es puesto bajo la tutela del padre Quesada, con quien
desarrolla una relación paternal y aprende a leer y a escribir de su parte, mientras que el clérigo escribe
un libro con las memorias del protagonista, durando su estadía entre los religiosos siete años, al cabo
de los cuales el padre Quesada muere y el Entenado (de ahora en adelante se le llamará así al
protagonista para diferenciarlo de de su novela) deja el monasterio para vivir por su cuenta, tratando de
subsistir entre la marginalidad y la miseria durante un periodo indeterminado de tiempo hasta se
encuentra con una compañía de teatro y se une a ella. Tiempo después, el Entenado cuenta su historia
al director de la compañía, y este último fascinado por las posibilidades que podrían darse al utilizarse
esta historia, propone escribir una obra de teatro y el protagonista acepta. Una vez escrita la obra, que
toma forma de comedia, la compañía la representa y adquiere un éxito rotundo en España y sus
alrededores, iniciando una gira por Europa, para lo cual la obra inicial se convierte en una pantomima
con el fin de salvar las dificultades del idioma, en esta parte de la historia el Entenado mejora su calidad
de vida pero se siente en medio de una incómoda falsedad, pues siente que lo que está haciendo no es
más que una farsa montada al gusto de un público ansioso de recrearse con una falsedad, y es por esto
decide abandonar el grupo y adoptar los hijos de una actriz de la compañía recientemente fallecida, y
con los ahorros obtenidos en su estadía en el teatro, se establece en cierta ciudad a montar una imprenta,
y es desde allí en su vejez, sintiendo la muerte como una presencia próxima, que decide escribir sus
memorias.

El entenado fue escrito a principios de los años 80 y publicado en 1982, en los últimos años de la
dictadura militar en Argentina, de ahí que algunos interpreten la escena del exterminio de los colastiné
y el papel de la memoria en la novela como una forma de denuncia del régimen militar argentino. En
esta obra Saer sigue el patrón característico de sus otras novelas, es decir, mantiene a la ciudad
argentina de Río Grande y la provincia del mismo nombre como tropos en los que la narración se
desarrolla, y recurre al predominio de la acción por encima de la descripción de los personajes, esta
última característica es resultado de la influencia del movimiento de la Nueva Novela francesa. Entre los
aspectos diferentes de la obra está el carácter biográfico de la narración y el componente histórico, pues
se ubica en la época de la conquista española y está basada en la historia del marino Francisco del
Puerto, quien a diferencia del Entenado, no regresó a su país de origen. Respecto al lenguaje de la
novela, este es “acrónico”, casi que intemporal, pues sus expresiones son intermedias entre la lengua
de los cronistas de la época y nuestro idioma actual, el cual sin utilizar demasiados términos y
expresiones modernas, resulta produciendo un escrito impecable e inteligible para el lector.

Contextualizado El entenado en la obra de Saer, esta resulta ser la primera novela de su última etapa
creativa, caracterizada por la madurez narrativa, pero también es el final de una etapa de
experimentación en la que se pretendía buscar un relato “puro”, sin la forma novelesca, búsqueda
experimental que inició con El limonero real, continuó con Nadie, nada, nunca, y cerró con El entenado
a manera de reinicio, pues seguir el camino de la narrativa pura sería paradójicamente el final de la
inteligibilidad del relato, y con él de la misma narrativa,
por lo que se considera que el autor salvó su proceso creativo al cortar por lo sano (Arce, 2006).

Durante casi tres décadas se ha tratado de estudiar a la novela como un espacio en el que distintos
puntos de vista pueden ser configurados a través de su lectura, algunos de las críticas más recientes
ubican al El entenado como una novela que habla de la soledad del protagonista, configurada por la
memoria y su paso por el lenguaje y la escritura como manera de dar sentido a su existencia a partir de
una visión contemplativa desde la vejez (Saban y Freeudenthal, 2009), también se ha hablado de la
novela como una novela histórica que habla del sujeto marginado, el outsider a través de una triple
temática consistente en el relato de viaje, el “pastiche” entre lo antropológico y lo etnográfico, y lo
picaresco (Elphick, 2006), que no debe entenderse en esta exposición como una clasificación dentro de
dicho género novelesco, sino más bien como una correspondencia parcial con el personaje literario del
pícaro, es decir, un individuo inadaptado en la sociedad que se mantiene entre la legalidad y la ilegalidad
mientras llega su golpe de suerte que le arregle su vida; otros analistas como María Victoria Albornoz se
enfocan en el aspecto del canibalismo, contrastando la visión tradicional de los europeos con la lectura
que Saer da al fenómeno en su novela (Albornoz, 2003), y hasta hay quien ve en El entenado una visión
de la escritura como un fenómeno epistemológico, es decir, como una herramienta para intentar explicar
y aprehender una realidad, comparando la escritura del libro por parte del Entenado con el canibalismo,
intento de recuerdo de un pasado remoto (Barriuso, 2003). Aunque todas estas críticas literarias y
análisis de la novela están bien escritas y configuran toda una malla conceptual que permite abordar el
texto desde distintas ópticas con resultados interesantes, son pocas las cosas novedosas que se pueden
decir acerca de la novela, pero quizá se pueda analizar, o mejor dicho, reflexionar de manera superficial
sobre tres aspectos de la novela: el Entenado como héroe novelesco, los cronotopos presentes en la
novela, y una relectura del canibalismo en contraste con algunas referencias literarias.

Iniciemos estas reflexiones con el viaje como primer objeto de análisis, es el viaje, o más bien su relato,
el motivo y argumento de toda la obra, y como tal puede ser entendido todo el recorrido del personaje
por el mundo, pero el Entenado no pasa por la vida, más bien la vida pasa por el personaje, y lo anterior
no se trata de un juego de palabras, corresponde a una realidad del personaje, el cual queda marcado
de una u otra forma por los eventos que le suceden en la novela; huérfano y eterno apadrinado (de ahí
el título de la novela), pasa de tutela en tutela: primero la tripulación del barco, luego los colastiné y
después el padre Quesada, para luego pasar a integrar el grupo de teatro. Obsérvese que en la novela
prácticamente todos los personajes son anónimos con excepción de los indígenas y el sacerdote, quizá
sea para el Entenado una manera de resaltar las dos presencias que más marcaron su existencia, la de
los aborígenes por reconfigurar su existencia a tal punto que supone para el personaje un (re)nacimiento
en el sentido figurado de la palabra, y el padre Quesada entrega con la enseñanza de la escritura una
forma para darle significado a su vida.

El entenado es una novela que podría ser denominada por Georg Lukacs como novela de decepción, esto
es, aquella en la que los altos ideales del personaje son frustrados por el choque del mundo y sus
circusnstancias (Lukacs, 20010), y de hecho así se manifiesta en el Entenado cuando habla de sus
ambiciones iniciales con las que partió al nuevo mundo:

Yo escuchaba esos rumores [de conquista y riquezas] con asombro y palpitaciones; creyéndome, como
todas las criaturas, destinado a toda gloria y al abrigo de toda catástrofe, a cada nueva relación que
escuchaba, ya fuese dichosa o terrorífica, mis ganas de embarcarme se hacían cada vez más grandes.
Por fin la ocasión se presentó: un capitán, piloto mayor del reino, organizaba una expedición a las
Malucas, y conseguí que me conchabaran en ella (p. 16).
Es este ideal el del héroe épico, aquel que sale al mundo para “ponerse a prueba con las aventuras, para
poder hallar su propia esencia […] los héroes de la epopeya atraviesan una gran cantidad de aventuras,
pero tienen la certeza de que superarán las pruebas, tanto interna como externamente” (Lukacs, 86),
pero los sueños se empiezan a desquebrajar poco a poco durante el viaje: el abuso sexual en el barco
ya no lo convierte en un héroe sino en su superviviente, y la muerte de sus compañeros y captura por
parte de los colastiné darán el golpe de gracia a los ideales del joven Entenado, terminando el proceso
en la noche de la ceremonia caníbal, pues acá ya no hay gloria alguna sino una humanidad desnuda ante
el mundo que ya no ofrece nada y generaría una especie de “aturdimiento” ante los estímulos externos,
de ahí en adelante se daría un paso por distintos escenarios sin dejar de reflexionar y pensar en la década
que el protagonista gastó entre los indígenas, es esta reflexión la que movería al protagonista a
mantenerse vivo de regreso a Europa, aunque sólo al final de su vida pueda llegar a alcanzar ciertas
conclusiones y escribir desde la vejez, el lugar de contemplación y reflexión definitivo, pues ni los diálogos
con el padre Quesada, condicionados por los intereses del sacerdote, ni la comedia que escribió, por ser
una farsa diseñada para cierta clase de público, lograron plasmar lo que él quería decir. Entonces, ¿qué
es la escritura en El entenado? Es una forma de contar la historia personal, una reconciliación con el
mundo, la cual no es perfecta, pero al menos permite pensar el mundo pese a su imperfección, y
reflexionar sobre sí mismo, conformándose con lo que pudo conseguir (Lukacs, 2010), sin olvidar los
sucesos que marcaron su existencia:

Esos recuerdos no se presentan en forma de imágenes sino más bien como estremecimientos, como
nudos sembrados en el cuerpo, como palpitaciones, como rumores inaudibles, como temblores. Entrando
en el aire traslúcido de la mañana, el cuerpo se acuerda, sin que la memoria lo sepa, de un aire hecho
de la misma sustancia que lo envolviera, idéntico, en años enterrados. Puedo decir que, de algún modo,
mi cuerpo entero recuerda, a su manera, esos años de vida espesa y carnal, y que esa vida pareciera
haberlo impregnado tanto que lo hubiese vuelto insensible a cualquier otra experiencia. De la misma
manera que los indios de algunas tribus vecinas trazaban en el aire un círculo invisible que los protegía
de lo desconocido, mi cuerpo está como envuelto en la piel de esos años que ya no dejan pasar nada del
exterior. Únicamente lo que se asemeja es aceptado. El momento presente no tiene más fundamento
que su parentesco con el pasado. Conmigo, los indios no se equivocaron; yo no tengo, aparte de ese
centelleó confuso, ninguna otra cosa que contar. Además, como les debo la vida, es justo que se la
pague volviendo a revivir, todos los días, la de ellos (p. 180).

El entendimiento del viaje no puede comprenderse a cabalidad sin el concepto de cronotopo, entendido
por Mijail Bajtin como la “conexión esencial de relaciones temporales y espaciales asimiladas de manera
artística en la literatura” (Bajtin, 1989). El cronotopo es la unión del espacio y de tiempo, o si se quiere,
es el tiempo pasando a mayor o menor velocidad en un espacio determinado, y a menudo se identifica
con escenas específicas separadas por unidades de enlace que las conectan. Otra característica del
cronotopo es multiplicidad, pues generalmente no existe un solo cronotopo dentro de la obra sino que
hay más de ellos, los cuales están en relación de jerarquía o hacen parte de uno principal, a su vez, la
relación espacio-temporal dentro de la novela varía de acuerdo con su género, el estilo del autor y la
época en la que se escribe (Bajtin, 1989).

En El entenado se encuentran tres cronotopos claramente diferenciados que se relacionan entre sí como
muñecas de una matriuska, es decir, son unidades espacio-temporales que están contenidas en una
principal, y a la cual explican y “rellenan” al cronotopo principal, que sería en este caso el del Entenado
narrador, el anciano que escribe su historia a la luz de las velas, consciente de la cercanía de la muerte,
lo cual le apremia a escribir sus memorias para recordar y ser testigo a la vez de los sucesos de su
estadía entre los colastiné. Acá el Entenado está en su habitación y el tiempo pasa casi sin ser percibido,
marcado a duras penas por el ritual de la escritura, la cena y el paso de las estaciones, benevolentes en
comparación con las que tuvo que pasar en el Nuevo Mundo. El siguiente pasaje revela un poco el
carácter de este flujo del tiempo:

En los últimos años, mi vida se ha limitado a alguna que otra fiesta familiar, a un paseo cada vez más
corto al anochecer, y a la lectura. De noche, después de la cena, a la luz de una vela, con la ventana
abierta a la oscuridad estrellada y tranquila, me siento a rememorar y a escribir. La noche de verano,
después que el rumor de las calles se va calmando, manda, hasta mi pieza blanca, olores de firmamento
y madreselva que me limpian, a medida que el silencio se instala en la ciudad, del ruido de los años
vividos. Muy rara vez, se pone a martillear la lluvia, y las primeras gotas, que llegan después de muchos
días de calor, al golpear contra la cal árida de las paredes se secan de inmediato produciendo un chirrido
bajo y rápido y una nubecita transparente. […] Todas las noches, a las diez y media, una de mis nueras
me sube la cena, que es siempre la misma: pan, un plato de aceitunas, una copa de vino. Es, a pesar
de renovarse, puntual, cada noche, un momento singular, y, de todos sus atributos, el de re¬petirse,
periódico, como el paso de las constelaciones, el más luminoso y el más benévolo. […] Y el primer trago
de vino, cuyo sabor es idéntico al de la noche anterior y al de todas las otras noches que vienen
precediéndolo, me da, con su constancia, ahora que soy un viejo, una de mis primeras certidumbres. Es
una de las pocas, y tan frágil que no posee, en sí misma, valor de prueba. A decir verdad, más que
certidumbre, vendría a ser como el indicio de algo imposible pero verdadero, un orden interno propio del
mundo y muy cercano a nuestra experiencia del que la impresión de eternidad, que para otros pareciera
ser el atributo superior, no es más que un signo mundano y modesto, la chafalonía que se pone a nuestro
alcance para que, mezquinos, nuestros sentidos la puedan percibir. Es un momento luminoso que pasa,
rápido, cada noche, a la hora de la cena y que después, durante unos momentos, me deja como
adormecido. También es inútil, porque no sirve para contrarrestar, en los días monótonos, la noche que
los gobierna y nos va llevando, como porque sí, al matadero. Y, sin embargo, son esos momentos los
que sostienen, cada noche, la mano que empuña la pluma, haciéndola trazar, en nombre de los que ya,
definitivamente, se perdieron, estos signos que buscan, inciertos, su perduración (p. 210).

Desde este lugar de escritura surge el segundo cronotopo que es el del viaje del Entenado, es decir su
paso por el mundo, que es algo lineal y organizado cronológicamente, inicia desde los primeros años del
personaje y sigue hasta la vejez, retomando de manera postrera los recuerdos con los colastiné pero
más a manera de evocación de unos detalles a revelar que a un verdadero flujo del espacio tiempo. En
este cronotopo del viaje, el tiempo se condensa y se alarga en ciertos pasajes como el que narra los
momentos previo al encuentro con los indígenas, o los que refieren al ritual caníbal, los cuales pese a su
brevedad son densos y dan una relación espacio-temporal muy especial, este fragmento es revelador:

Después de echar una mirada lenta y vacía a nuestro alrededor nos internamos en la maleza, dejando
atrás el río en el que chapoteaba la embarcación. Por momentos, la maleza nos tapaba, por momentos,
apenas si nos llegaba a la cintura, por momentos nos tocaba atravesar un bosquecito de árboles enanos
entre cuyas ramas se entreveraban enredaderas florecidas y pájaros cantores. Al final desembocamos
en un prado acuchillado y desierto, un poco amarillento y raleado a causa sin duda de los grandes calores.
El sol alto iluminaba todo sin volverlo, sin embargo, más inmediato y presente. Los barcos, detrás, en
un supuesto río, eran, a media mañana, un recuerdo improbable. Durante unos minutos permanecimos
inmóviles, contemplando, al unísono, el mismo paisaje del que no sabíamos si, aparte de los nuestros,
otros ojos lo habían recorrido, ni si, cuando nos diésemos vuelta, no se desvanecería a nuestras espaldas,
como una ilusión momentánea (p. 30).

Es acá el espacio desconocido el que atrapa a los personajes y les hace perder la noción del tiempo,
alargándolo y volviéndolo presente mediante la expectativa del encuentro y la incertidumbre al no ver
más que naturaleza aparentemente virgen, sin humanos en la percepción del momento, también en
relación con el ritual caníbal el tiempo se alarga, pero lo hace en razón a los detalles y la ruptura que
representa para el protagonista el quedar desamparado entre extraños. En contraste con esto, el relato
del protagonista con respecto a su paso en el monasterio y la compañía de teatro presenta una
aceleración temporal, pues en unas cuántas páginas se revela de manera constante y fluida eventos que
podrían apenas corresponderse a un periodo muy corto de tiempo si no fuese por el énfasis que el autor
pone al enunciar abiertamente el número de años pasados, o bien, ciertas relaciones que establece con
el tiempo en relación con su persona como el encanecimiento del pelo y el desarrollo de barba blanca
(página 130). Aunque estas partes son demasiado largas como para ser citadas, el tiempo que hay entre
el paso del Entenado del monasterio a la compañía de teatro obedece al mismo patrón de aceleración
temporal:

Los primeros, fueron años de sombra y ceniza. Yo deambulaba, como extinguido, por muchos mundos a
la vez que, sin ley que los rigiesen, se entremezclaban, o más bien por cáscaras de mundo, por tierras
exangües en cuyas estepas errabundeaban, a su vez, despojos sin espesor que guardaban, a causa de
quién sabe qué prodigio, una apariencia vagamente humana. Algún milagro, seguro, me mantuvo en
vida. Muchos días, la mendicidad y los basurales me daban de comer. Otros, trabajos temporarios y
subalternos. Es verdad que los tiempos eran difíciles y que las costumbres de mi vida no coincidían
mucho con las del resto de los hombres, pero debo reconocer que del choque con el mundo me había
quedado, por esos años, una especie de aturdimiento, y que mis razones de vivir, e incluso mis ganas,
eran casi inexistentes. (pp. 121-122)

En este caso, la poca referencia a los detalles y la generalización de esta etapa de la historia a manera
de síntesis nos conecta entre una escena y otra, y podría quedarse este pasaje en una mera conexión
de no ser por la movilidad entre espacios “mundos” y la percepción del tiempo en términos de
“aturdimiento” y anonadamiento dan cuenta de una relación cronotópica. El tercer cronotopo, el de los
indígenas, es una relación espacio-temporal enunciada desde el testimonio del Entenado, una forma de
concepción del mundo que atrapa al protagonista mientras está entre los colastiné, y cuyos efectos son
temporales pues no se queda el relato en esa configuración, sino que se nos presenta en la lectura de la
novela como un paréntesis en el ritmo del relato. En los colastiné el tiempo es cíclico y el espacio es la
aldea, un conjunto de chozas a orillas del río, el lugar en donde se desarrollan todas las interacciones
sociales entre los miembros de la tribu y su materialidad resulta ser imprescindible para diferenciarlos
del mundo, es en la aldea en la que el ciclo temporal se manifiesta, modificando las casas y relaciones
de cercanía entre los miembros de la tribu con el pasar de las estaciones, así pues, en la estación de
lluvias el caserío es abandonado por causa de las inundaciones, y en la estación seca esta es reconstruida,
en el verano hay un sopor y cierta irritabilidad a causa del calor y en el invierno el frío obliga a arroparse
y acerca a los miembros de la tribu en razón de la supervivencia mutua, el carácter avasallador del
tiempo cíclico es expresado por el Entenado en este pasaje:

En pocas palabras, dos o tres años después de haber llegado era como si nunca hubiese estado en otra
parte. No había más que el presente pastoso en el que nuestra lucidez valiente pero endeble se debate
y un futuro que anunciaba más repetición que novedad. Mi extrañeza, de ese modo, iba acompañada no
de asombro sino de indiferencia. En el vaivén de las estaciones, mi cuerpo, densidad sin destino propio
y sin memoria, era llevado y traído, en un lugar salvaje, por la estampida lenta de los acontecimientos,
y de ese sistema familiar y desconocido a la vez vendría a sacarme, caprichosa, la muerte. Mi vida ya
no soñaba, abierta, con ninguna diversidad (p. 80).

Pese a que el carácter cíclico está determinado por el paso regular de los fenómenos naturales, el inicio
del ciclo (o su final, dependiendo de cómo que quiera ver) radica en la ceremonia caníbal, siendo quizás
este tema de la novela el más llamativo de todo el relato. El canibalismo, entendido como el hábito
alimenticio consistente en la ingesta de individuos de la misma especie, resulta ser uno de los
desencadenantes de la transformación interna del protagonista: ver morir a los compañeros de viaje es
una cosa, pero observarlos como comida de los victimarios resulta ser tan chocante que para el
protagonista sigue siendo una cuestión a explicar en la medida de lo posible, tanto como sujeto reflexivo,
como en su rol de def-gui, emisario y testigo de los sucesos presenciados ante el grupo de origen.

Conceptualmente hablando, la antropofagia, asociada de manera más o menos frecuente con culturas
indígenas americanas (Albornoz, 2003), resulta ser un tabú en la sociedad occidental, influenciada por
las ideas del cristianismo y el judaísmo del amor al prójimo, al igual que otros valores culturales que en
los que la sociedad sumerge a sus integrantes (Boas, 1964). En la literatura, el canibalismo ha sido un
tema que ha aparecido en diversas obras, pero su tratamiento y concepción han variado con el autor: el
El perfume, de Patrick Süskind, Jean-Babtiste Grenouille es devorado por un conjunto de enfermos
mentales, y su canibalismo se da “por amor” (Suskind, 1986), y Flavio Josefo en Las guerras de los
judíos no oculta su horror ante las medidas desesperadas de los sitiados en Jerusalén por las tropas del
emperador Tito (Flavio Josefo, 1987), o en el caso de los cronistas españoles de la época de la conquista,
intentan demostrar sus superioridad moral al mostrar las costumbres de ciertos grupos caníbales, y
justificar parcialmente las acciones de conquista (Albornoz, 2003), y en algunos cuentos de terror, la
antropofagia es una forma de deshumanizar al antagonista, resaltando su crueldad y desprecio por la
vida, pero no todas las expresiones del canibalismo son repudiables, en el caso del llamado Manifiesto
antropófago de Oswald de Andrade, es idealizado como una manera de concebir y enfrentarse al mundo,
aunque se trata más bien de una metáfora para designar un conjunto de relaciones culturales y
epistemológicas que una invitación a comerse físicamente al prójimo. En el caso que nos compete, El
entenado tiene una visión diferente del fenómeno, dado que acá el narrador no aprueba en lo más
absoluto el actuar de los indígenas, pero lejos de mostrarse moralmente superior ante esta costumbre,
se compadece de la miseria y las circunstancias que les hacen adoptarla, al respecto Saban y Freudenthal
(2009) comentan lo siguiente:
El ritual del banquete humano que los colastiné repiten cada año recuerda al Totem y Tabú de Freud con
su mito de la horda primitiva que mata al padre para liberarse de su tiranía sin límites que oprime la
vida y la sexualidad de la tribu. Vista desde el punto de vista de su función psicológica y cultural, la
antropofagia en El entenado representaría el deseo insaciable de asegurarse una identidad y la dificultad
de incorporar la realidad del otro (p. 135).

Esta interpretación del canibalismo puede ser aplicable a la mayoría de casos, pero en los colastiné es
algo diferente, pues no es simplemente una liberación de la vida y la sexualidad, que explica en parte la
orgía que sucede a la ingesta de carne humana, pero no comprende la dimensión interior del problema,
es decir, el deseo y de satisfacer la pulsión de consumir carne, y aun menos explica el olvido que se
produce tras las festividades reseñadas, estas cuestiones van más allá de los alcances de este ensayo y
bien podrían ser un tema válido de investigación del texto a la luz de la teoría Psicoanálisis, analizando
la naturaleza pulsional de los colastiné, quienes a pesar de ser un colectivo, sus individuos parecieran
mostrar una naturaleza psicológica idéntica, como si estuvieran todos cortados por la misma tijera y les
faltase la dimensión simbólica de su existencia; por el momento sólo se puede dejar insinuada esta idea
para pasar al concepto de Saer muestra en su novela del fenómeno:

“No podían tener una certidumbre mayor de realidad porque en el fondo de sí mismos sabían que, fuesen
cuales fuesen las cosas del mundo exterior que hubiesen elegido como objeto, por lejanos y vagos que
pareciesen los hombres que devoraban, la única referencia que tenían para reconocer el gusto de esa
carne extranjera era el recuerdo de la propia. Los indios sabían que la fuerza que los movía, más regular
que el paso del sol por el cielo, a salir al horizonte borroso para buscar carne humana, no era el deseo
de devorar lo inexistente sino, por ser el más antiguo, el más adentrado, el deseo de comerse a sí
mismos. Ellos eran, de ese modo, la causa y el objeto de la ansiedad. Se conocían sin conocerse, y
realizaban actos de los que sabían que el sentido aparente no era el verdadero; el objeto en apariencia
más alejado de su deseo, es decir ellos mismos, era, y ellos lo sabían, sin representárselo con claridad
sin duda, la verdadera causa de sus expediciones. Daban, para reencontrar el sabor antiguo, un rodeo
inmenso por lo exterior. (p 136)”

Ese “comerse a sí mismos” que el canibalismo intenta satisfacer, no solo resulta ser insuficiente para
cumplir con el deseo, o mejor aun, con la pulsión de autodevorarse, sino que es en el sexo desenfrenado,
el placer de la orgía y la autosatisfacción, el modo complementario de calmar el deseo, como si fuese
una metáfora del autoconsumo, y dada su naturaleza autodestructiva –algunos indígenas morían durante
la ceremonia a causa de los excesos, o como diría el Psicoanálisis, al seguir la pulsión hasta sus últimas
consecuencias-, la figura del def-gui resulta ser indispensable para dejar testimonio de lo sucedido, este
personaje, que normalmente dura un par de meses entre los de la tribu, está destinado a contar a los
suyos lo sucedido como si fuese una memoria externa de los colastiné, pero en el caso del Entenado esta
relación es distinta, porque no encontraron los indígenas un grupo para el retorno de su huésped en diez
años, y a su vez esto le permitió al protagonista observar ciertos aspectos ocultos para el habitante
ocasional, convirtiéndose en el mejor emisario posible gracias a la escritura, perpetuadora de las ideas
y las costumbres por medio de la palabra.

En conclusión, El entenado es una novela fascinante, la cual pese a su brevedad, vale la pena leer y
releer, pues su lectura genera preguntas que al ser respondidas ofrecen nuevas visiones del mundo,
considerando que es más compleja de lo que parece al hacer el ejercicio reflexivo sobre su contenido y
estructura, queda la tarea pendiente de escribir sobre aquellos cabos sueltos que no se han podido asir
por cuestiones de tiempo y desconocimiento teórico.

BIBLIOGRAFÍA E INFOGRAFíA

SAER, J. J. (2005), El Entenado, Buenos Aires: Seix Barral

LUKACS, G. 1914 (2010), Teoría de la novela, Buenos Aires: Editorial Godot

BAJTIN, M. (1989), Teoría de la novela, Madrid, Taurus, 1989


BOAS, F. (1964), Cuestiones de antropología cultural, Buenos Aires: Editorial Solar

SABAN, K. y FREUDENTHAL, D., (2009), A orillas del pasado: Sobre la memoria en El entenado de
Juan José Saer, artículo disponible en: http://www.helix.uni-hd.de, 2009

ELPHICK, L. (2006), Apuntes sobre El entenado de Juan José Saer, artículo disponible en:
http://www.letrasdechile.cl/mambo/images/el_entenado.pdf

ARCE, F. (2003), Juan José Saer: La genealogía del relato, Universidad Nacional del Litoral / CONICET,
artículo disponible en: http://viicitclot.fahce.unlp.edu.ar/Members/spastormerlo/actas-del-vii-
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ALBORNOZ, M.V., (2003), Caníbales a la Carta: Mecanismos de incorporación y digestión del "Otro" en
El Entenado de Juan José Saer, artículo disponible en:
http://www.questia.com/googleScholar.qst?docId=5001961855

BARRIUSO, (2006) Escritura y percepción en la narrativa de Juan José Saer: El entenado como sistema
de representación especular, artículo disponible en: http://redalyc.uaemex.mx/pdf/384/38401501.pdf
40

Adolfo A. Chouhy

Crónica y literatura en «El hambre»


de Manuel Mujica Láinez
También ocurrió entonces que un español se Alrededor de la empalizada desigual que coro-
comió a su propio hermano. na la meseta frente al río, las hogueras de los
—ULRICO SCHMIDL indios chisporrotean día y noche. […] Los espa-
ñoles, apostados cautelosamente entre los
El desembarco troncos, ven el fulgor de las hogueras
Es el año 1536: don Pedro de Mendoza y su her- destrenzadas por la locura del viento, las som-
mano Diego acaban de llegar con catorce naves a bras bailoteantes de los salvajes. (p. 9)
la costa barrosa de un río inmenso. «Hay buenos
El autor no se detiene a contarnos cuál era la si-
vientos, buenos aires», piensa don Pedro, y bautiza
tuación anterior a la hambruna, a la batalla,
la naciente metrópolis. Entre los hombres está
aunque sí lo hace el cronista:
Ulrico Schmidl, de Staubing, Alemania. Utz, como
prefiere firmar, es uno de los primeros cronistas de Allí levantamos una ciudad que se llamó Bue-
esta región de las Indias. nos Aires; esto quiere decir buen viento. […]
Cuatrocientos quince años más tarde, en 1951, Sobre esa tierra, hemos encontrado unos in-
otro cronista recreará los mismos hechos que re- dios que se llaman Querandís, unos tres mil
hombres con sus mujeres e hijos; y nos traje-
tratara Schmidl: el sitio de los indios a los españoles, ron pescado y carne para que comiéramos. 2
el hambre, la antropofagia. Pero esta vez, el nuevo
cronista, de nombre Manuel, los describirá a tra- Y sigue:
vés de su «misteriosa» mirada.
En la historia ficcional del cuento «El hambre»1 Estos Querandís no tienen paradero propio
[…] sino que vagan por la comarca, al igual que
de Manuel Mujica Láinez subyace otra real, la
los gitanos en nuestro país. Cuando […] van
descripta por Ulrico Schmidl en su Viaje al Río de la tierra adentro, durante el verano, sucede que
Plata, publicada en 1567 en Frankfurt am Main. muchas veces encuentran seco el país […] y no
En ella se basó el autor argentino, trasponiéndola encuentran agua para beber, y cuando cogen a
al arte escriturario. A lo largo del presente trabajo flechazos un venado u otro animal salvaje, jun-
tan la sangre y se la beben. (p. 21)
analizaremos los recursos utilizados por Mujica para
transformar la Buenos Aires de Schmidl en su «mis- Nos relata la solidaridad de los querandíes:
teriosa Buenos Aires».
Los susodichos Querandís nos trajeron alimen-
El fulgor de las hogueras tos diariamente a nuestro campamento,
Mujica Láinez nos introduce de lleno en la situa- durante catorce días, y compartieron con no-
sotros su escasez en pescado y carne, y solamente
ción de conflicto: el sitio a los conquistadores por un día dejaron de venir. (p. 2)
parte de la indiada.

1
Mujica Láinez, Manuel, «El hambre», en Misteriosa Buenos 2
Schmidl, Ulrico, Viaje al Río de la Plata, en Josefina Cruz
Aires, Sudamericana, Santafé de Bogotá, 1993, pp. 9–16. (comp.), Cronistas de Indias. Los Fundadores, Ed. Ministerio de
Cultura y Educación, Buenos Aires, 1970, pp. 20–21.
Investigaciones 41
Y la respuesta de los conquistadores: del crujir y derrumbarse de las construcciones ar-
dientes» (p. 9). Y los espacios interiores de don
Entonces nuestro capitán, don Pedro de Pedro de Mendoza y sus conquistadores: «meten
Mendoza envió enseguida un alcalde de nom-
bre Juan Pavón, y con él dos soldados, al lugar más miedo todavía»; «los gemidos del Adelanta-
donde estaban los indios, […] el alcalde y los do»; «añaden pavor a los conquistadores»;
soldados se condujeron de tal modo que los «hubieran querido sacarle de allí, hubieran queri-
indios los molieron a palos y después los deja- do arrastrarle en su silla de manos»; «escapar de
ron volver a nuestro campamento. […] don esta tierra maldita»; «el angustiado implorar de los
Pedro de Mendoza envió a su hermano carnal
con trescientos lansquenetes y treinta jinetes que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de
bien pertrechados; yo estuve en ese asunto. […] una marea, debajo de las otras voces» (p. 9).
Mandó nuestro capitán general que su herma- Vemos que el espacio exterior condiciona el in-
no matara y destruyera y cautivara a los terior provocando una sensación de angustia y
nombrados Querandís, ocupando el lugar miedo que irá en ascenso a lo largo del texto. Más
donde estos estaban. Cuando allí llegamos los
indios eran unos cuatro mil, pues habían con- adelante, al analizar los personajes, veremos cómo
vocado a sus amigos. (pp. 21–22) el autor trabaja esta misma interrelación de espa-
cios tanto en Mendoza como en Baitos.
Así describe Schmidl la situación previa al sitio El otro recurso que utiliza el autor de «El Ham-
de los querandíes y a la que Mujica Láinez no hace bre» es la gradación; así pues, vemos una gradación
referencia, salvo en un párrafo donde dice: ascendente, al narrar el paso del tiempo, en estos
dos espacios:
la voz espectral […] de su hermano Diego ulti-
mado por los Querandíes el día del Corpus Así han transcurrido varios días; muchos días.
Christi. (p. 10) No los cuentan ya. (p. 10)

Pero ni siquiera aclara que se trata de los indios Y otra descendente, al describir el proceso del
que están sitiando la ciudad recién fundada. hambre y la carestía de alimentos:

La construcción del miedo Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca.


A lo largo del texto, Mujica describirá tres senti- Todo ha sido arrebatado, arrancado, tritura-
do: las flacas raciones primero, luego la harina
mientos para construir el miedo, y cada uno de
podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las
ellos girará en torno a un personaje o éste le ser- botas hervidas cuyo cuero chuparon desespe-
virá de eje, de centro para que aquél pueda radamente. (p. 10)
desarrollarse. Los sentimientos aludidos son: el
miedo propiamente dicho, que gira en torno a
don Pedro de Mendoza; el odio, personificado por
Baitos, y la locura que se desatará en la piel del
ballestero pero, en torno a las figuras de Francis-
co, su hermano y Bernardo Centurión, el genovés.
En esta construcción del miedo, Mujica Láinez
utiliza dos recursos técnicos fundamentales.
Uno de ellos es la descripción de los espacios ex-
teriores: «En la negrura sin estrellas»; «Los
españoles apostados […] entre los troncos»; «el ful-
gor de las hogueras»; «las sombras bailoteantes de
los salvajes»; «un soplo de aire helado»; «casucas de
barro y paja»; «alaridos y los cantos de guerra»; «la
lluvia de flechas incendiarias»; «el golpear de las
ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, y
Gramma - Abril de 2004
42
Notará el lector que no se trata de una mera enu- Don Pedro de Mendoza, el Adelantado
meración; a través de la referida gradación Mendoza es el Adelantado y, como tal, «adelanta-
descendente Mujica muestra, por medio de peque- rá» o anticipará, a modo de analepsis personificada,
ñas pinceladas, la escasez, el proceso por el cual se el padecimiento de Baitos, el verdadero protago-
va desde las «flacas raciones» hasta las «botas hervi- nista del cuento.
das cuyo cuero chuparon desesperadamente». Para la construcción del personaje, Mujica recu-
Mujica Láinez además subjetiviza el discurso recu- rre a la relación entre los dos espacios descriptos,
rriendo a la adjetivación: «flacas», «podridas», el interior y el exterior, esta vez enfocados desde
«inmundas»; complementos circunstanciales de don Pedro. Recurre también a símbolos y al juego
modo: «desesperadamente»; y gradaciones internas de contrastar opuestos:
a la gradación descripta: «arrebatado, arrancado,
triturado». Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y
sus labios como higos secos, pero en el interior
Para ver con mayor claridad los recursos utiliza- de su choza miserable y rica le acosa el fantas-
dos por el autor para trasponer al arte el hecho ma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el
histórico leamos el pasaje correspondiente en la lujo burlón de los muebles traídos de Gaudix.
crónica real de Schmidl: (p. 10)

además la gente no tenía qué comer y se moría Los contrastes son claros: choza «miserable y rica»
de hambre y padecía gran escasez, al extremo y un «lujo burlón» que contrasta claramente con
que los caballos no podrán utilizarse. Fue la la apariencia de su rostro saqueado por el hambre
pena y el desastre del hambre que no bastaron
y con su espacio interior.
ni ratas ni ratones, víboras y otras sabandijas;
hasta los zapatos y cueros, todo tuvo que ser La choza del Adelantado está decorada con un ta-
comido. (p. 22) piz con los emblemas de la Orden de Santiago,
mesas traídas de Gaudix, las metonimias «Erasmo»
Y puede también recurrirse a otro cronista de la y «Virgilio», aludiendo a El elogio de la locura y a La
época, Isabel de Guevara: Eneida respectivamente, calificándolos con el adje-
tivo «inútiles»; y «la revuelta vajilla que limpia de
Y como la armada llegase al puerto de Buenos
Aires con mil e quinientos hombres y les faltase viandas muestra el Ave María heráldico del funda-
bastecimiento, fue tamaña el hambre, que a dor» (p. 10).
cabo de tres meses murieron los mil. Esta ham- El lujo banal e «inútil» de la choza y los símbolos
bre fue tamaña, que ni la de Jerusalén se le religiosos de su heráldica chocarán de plano con su
puede igualar ni con otra ninguna se puede sufrimiento y aspecto interno:
comparar.3

El enfermo se retuerce como endemoniado. Su


Láinez agrega de inmediato el condimento fan- diestra, en la que se enrosca al rosario de madera,
tástico: se aferra a las borlas del techo. (p. 10, la cursiva
es nuestra)
Ahora jefes y soldados yacen por doquier, jun-
to a los fuegos débiles o arrimados a las estacas Empiezan, entonces, las alucinaciones: la voz espec-
defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de tral de Juan Osorio a quien, según Mujica, Mendoza
los muertos. (p. 10)
hizo ejecutar en Río de Janeiro y que para Baitos era
Nos introduce en un presente dramático a tra- «el único que para él valía algo» (p. 11). Su hermano
vés de las imágenes descriptas y los conectores «hoy» don Diego, «ultimado por los querandíes el día de
y «ahora». Corpus Christi; y «otras voces más distantes», como
las del Papa y sus cardenales «cuando tuvo que refu-
giarse en el castillo de Sant’Angelo».
3
Guevara, Isabel de, Carta Relación (1556), en Josefina Cruz La crónica de Indias no nos habla de Juan Osorio
(comp.), Cronistas de Indias. Los Fundadores, Ed. Ministerio de
Cultura y Educación, Buenos Aires, 1970, p. 27.
ni de este episodio de huida del Papa. Tal vez Mujica
Investigaciones 43
recurrió a otras fuentes históricas para recrear los
dos acontecimientos, tal vez no. Creemos que el
refugio del Papa constituye una anticipación o bien
un paralelismo con lo que Mendoza y sus conquis-
tadores están padeciendo en esta «tierra maldita».
El episodio de don Diego de Mendoza sí figura en
la crónica de Utz, tal como hemos señalado.

Baitos, el ballestero
El conector entre las dos escenas está dado por la
descripción del acontecer del Papa durante el sitio
mencionado:
Y nos entrega el basamento histórico sobre el que
Y si no hubiera llegado aquel plañir de bocas
sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la per- Mujica Láinez construirá su cuento:
secución de la carne corrupta, cuyo olor invade
el aposento y es más fuerte que el de las medici- También ocurrió entonces que un español se
nas. (p. 10) comió a su propio hermano que había muerto.
(p. 22)
Y sigue ya en el campamento de Mendoza:
Ahora es el turno de Baitos, el ballestero y su odio.
¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para Construye Mujica un paralelismo con Mendoza:
recordar que allá afuera, en el centro mismo del
real, oscilan los cadáveres de los tres españoles Baitos, el ballestero, acurrucado en un rincón
que mandó a la horca por haber hurtado un de su tienda, sobre el suelo duro, también ima-
caballo y habérselo comido. (pp. 10–11) gina. (p. 11)

Da la primera señal de la antropofagia Mendoza está en una choza, Baitos en una tien-
(españolizando el uso del lenguaje al reemplazar da; Mendoza alucina, el ballestero imagina; la
«los» por «les»): anticipación en Mendoza está dada por el Papa y
sus cardenales, en Baitos por el propio Adelanta-
Les imagina, despedazados, pues sabe que los do. El miedo lo ha colmado todo y necesita crecer,
otros compañeros les devoraron los muslos.
expandirse, y su lugar natural es el odio, ese odio
(p. 11)
que siente el soldado por Mendoza y sus capitanes:
La crónica de Schmidl describe el hecho despoja-
[Baitos] piensa que el Adelantado y sus capita-
do de cualquier valoración: nes se regalan con maravillosos festines, mientras
él perece con las entrañas arañadas por el ham-
Sucedió que tres españoles robaron un caballo bre. (p. 11)
y se lo comieron a escondidas; y así que esto se
supo se les prendió y se les dio tormento para
Y este odio también crecerá:
que confesaran. Entonces se pronunció la sen-
tencia de que se ajusticiara a los tres españoles y
Su odio contra los jefes se vuelve más frenético.
se los colgara en una horca. (p. 22)
Esa rabia contra los jefes le mantiene, le alimen-
ta, le impide echarse a morir. Es un odio que
Y pasa a describir el canibalismo: nada justifica, pero que en su vida sin fervores
obra como un estímulo violento. (p. 11)
Ni bien se los había ajusticiado y se hizo la no-
che y cada uno se fue a su casa, algunos otros ¡Ah, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus
españoles cortaron los muslos y otros pedazos aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica
del cuerpo de los ahorcados, se los llevaron a manera! Y más ira le causan cuando pretenden
sus casas y allí se los comieron. (p. 22) endulzar el tono y hablar a los marineros como

Gramma - Abril de 2004


44
si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tenta- Vuelve Mujica a contrastar los espacios, presenta
do está de alegrarse por el desastre de la el externo:
fundación que tan recio golpe ha asestado a las
ambiciones de esos falsos príncipes. (p. 12) Es una noche muy fría del mes de junio. La luna
macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y
Entonces Mujica introduce a Baitos y, con él, al los fuegos escasos. (p. 12)
lector, en el mundo fantasmagórico del delirio don-
de lo que es no es: A través de esta metonimia se refiere al Adelanta-
do, los soldados y los muertos.
El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar
[…] ¡el hambre! ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dien- Dijérase que por unas horas habrá paz con los
tes en un trozo de carne! Pero no la hay… no la indios, famélicos también, pues ha amenguado
hay… (p. 12) el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre
las matas, hacia las horcas. (pp. 12–13)
Y nos presenta a la víctima:
Y el narrador se constituye en la voz interior del
Hoy mismo, con su hermano Francisco, soste- personaje:
niéndose el uno al otro, registraron el
campamento. No queda nada que robar. (p. 12) Sí, allí están, como tres péndulos grotescos. (p. 13)

No queda nada que robar, ni caballos maltrechos, Luego aparecen cuatro «sombras», cuatro hidalgos,
ni cadáveres ni botas para chupar sus cueros. Nada. cuatro «presencias inoportunas» que avivarán «su
Y él con tantas ganas de «clavar los dientes en un cólera»:
trozo de carne».
Aparecen los elementos que harán de enlace en Le irrita observar que ni aun en estos momen-
el tiempo y en el espacio, el nexo entre ese mundo tos en que la muerte asedia a todos, han perdido
nada de su empaque y orgullo. (p. 13)
del delirio, y el real (del cuento) en el que se mue-
ven los personajes; éstos son: el tapado de piel de Y el narrador le hace un guiño al lector, recordán-
Bernardo Centurión y el anillo de plata que su dole que a Baitos «el hambre le nubla el cerebro y
madre le dio a su hermano Francisco al zarpar de le hace desvariar», cuando dice:
San Lúcar. Además de estos elementos serán Fran-
cisco y Bernardo Centurión los personajes Por lo menos él lo cree así. (p. 13)
encargados de liberar el sentimiento hacia el cual
De esos cuatro hidalgos, el inoportuno será Ber-
crecerá este odio, la locura.
nardo Centurión, un genovés, antiguo cuatralbo
El olor de los cuerpos putrefactos vuelve a ser el
de las galeras del príncipe Andrea Doria, al que
nexo entre una escena y la siguiente:
Baitos odia con especial intensidad:
El viento esparce el hedor de los ahorcados.
Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los A este Bernardo Centurión le execra más que a
labios deformes. (p. 12) ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda,
cuando embarcaron, le cobró una aversión que
Elabora un plan para apoderarse de la carne de ha crecido durante el viaje. (p. 13)
los ajusticiados: Y observa Baitos que el tal Bernardo «lleva sobre
¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su herma- su armadura la enorme capa de pieles de nutria
no montar guardia junto al patíbulo. Allí estará que le envanece tanto», el segundo elemento de
ahora con la ballesta. ¿por qué no arrastrarse reconocimiento que en el caso de «El Hambre» será
hasta él? Entre los dos podrán descender uno de «desconocimiento» o confusión.
de los cuerpos y entonces…
El odio crece a la par de los contrastes, los aros de
Toma su cuchillo de caza y sale tambaleándose. oro, la brillante Cruz de Malta, el encaje y las sortijas
(p. 12) del genovés, enrostradas al hambre del ballestero.
Investigaciones 45
El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quie- El ballestero lanza un grito inhumano. […] los
re gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente ojos se le salen de las órbitas, como si la mano
al suelo desvanecido sobre la hierba rala. (p. 14) trunca de su hermano le fuera apretando la
garganta más y más. (p. 16)
Cuando Baitos recobra el sentido no hay nadie;
no están ni su hermano, ni las cuatro sombras; pero Así, con comparaciones, animizaciones y gradacio-
un ruido lo alerta: «el manto de nutrias del Capi- nes, entre otros recursos técnicos, Manuel Mujica
tán de Doria se recortó magnífico». Sólo el tapado Láinez, periodista y escritor, cierra la historia de la
de nutrias (metonimia de Bernardo Centurión) se que Ulrico Schmidl, cronista de Indias, dijera: «Tam-
interpone entre él y los cadáveres, entre el hambre bién ocurrió que un español se comió a su propio
y la saciedad. El narrador presenta el nuevo senti- hermano».
miento que dominará esta última sección del cuento
como la amplificación definitiva del miedo y el La crónica traspuesta
odio: la locura. Es el año 1951: el periodista Manuel Mujica
Láinez ha decidido dejar de lado lo más estricto
El hambre le tortura en forma tal que com- de su oficio para transponer un hecho real al
prende que si no la apacigua enseguida
enloquecerá. (p. 14)
arte, a la literatura.
En la primera fundación de Buenos Aires hubo
Ya destinado a ser víctima del hambre, Baitos, el una gran hambruna; tan grande fue que ni los ca-
antropófago enloquece: ballos servían, que hasta los hombres chupaban el
cuero hervido de las botas… y ni botas quedaban.
Se muerde un brazo hasta que siente sobre la Tantos fueron los «fantasmas» que invadieron esos
lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí
meses aquel puerto, que aspiraba a ser «la perla del
mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y
los tres cuerpos lívidos penden, con su espanto- Plata», que los hombres se comieron entre ellos y
sa tentación… Si el genovés se fuera de una vez hasta un español devoró a su hermano que había
por todas… (p. 15) muerto. ¿Habría muerto?
Ahora es el turno de Manucho, uno de los des-
Y con la repetición de la última idea, cambia el cendientes de aquella raza porteña devastada por
sentido de la oración anunciando el destino del «ta- el demonio, para volver a narrar los hechos que
pado de nutrias»: nunca, nunca, debieron ser despojados del mis-
de una vez por todas… ¿y por qué no, en verdad,
terio.
en su más terrible verdad, de una vez por todas?
(p. 15)

Entonces, mientras Baitos devora a su víctima,

Sólo entonces la pincelada bermeja de las bra-


sas le muestra más allá, mucho más allá,
tumbado junto a la empalizada, al corsario ita-
liano. Tiene una flecha clavada entre los ojos de
vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el
anillo de plata de su madre, el anillo con una
labrada cruz y ve el rostro torcido de su herma-
no, entre esas pieles que Francisco le quitó al
cuatralbo después de su muerte, para abrigarse.
(p. 16)

Es allí cuando la locura se desata desde el cerebro


antes nublado, ahora claro, del antropófago:

Gramma - Abril de 2004

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