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LA ANALOGÍA ENTRE LA PINTURA Y LA LITERATURA*.

Wendy Steiner, Universidad de Pennsylvania.

La Poesía es un arte de imitación, pues así


la llamó Aristóteles con la palabra
Mímesis, esto es, un representar,
Fingir, o figurarse,
metafóricamente hablando, una pintura
hablante.

Sir Philip Sidney.

En su introducción a The Mirror and the Lamp, M. H. Abrams afirma confiado


que «el pensamiento crítico, como el de todas las otras áreas de interés humano, ha
consistido en gran parte en pensar en paralelos, y por ello las argumentaciones críticas
han sido hasta cierto punto argumentaciones por analogía»1. La facilidad con que un
crítico literario puede hacer una afirmación de tal tipo es señal del camino recorrido por
las humanidades desde el positivismo, ya que ningún otro tipo de científico o filósofo
reconocerían tan tranquilamente la naturaleza analógica o metafórica de su
conocimiento. Como dice Max Black, «destacar las metáforas de un filósofo es
menospreciarlo −como lo es alabar a un lógico por su hermosa letra manuscrita. Se
considera que la adicción a la metáfora es ilícita, sobre la base de que si uno sólo puede
hablar metafóricamente, entonces no debiera hablar en absoluto2. [25]
En los últimos años pocos conceptos han sido sometidos a mayor
desmitificación que la noción de similaridad o parecido. Black mismo acaba declarando
este concepto vago desde el punto de vista del escrutinio lógico3. Y sin embargo
probablemente no haya mecanismos más esenciales para el progreso de la filosofía, la
ciencia, y la crítica literaria que las metáforas, analogías y modelos. Como Charles S.
Peirce señalara, estos instrumentos icónicos del pensar son únicos en su capacidad de
revelar una «verdad inesperada»:

una gran propiedad diferencial del icono es que mediante su


observación directa se pueden descubrir verdades relativas a su objeto
distintas de las que bastan para determinar su construcción. Así, es
posible dibujar un mapa a partir de dos fotos, etc. Dado un signo
convencional o general del objeto, para deducir una verdad que no se
la que explícitamente significa, es necesario, en todos los casos,
reemplazar al signo por un icono4.

Esta riqueza en los signos icónicos −metáforas, analogías, modelos, diagramas,


pinturas, etc.− permite explorar en profundidad un sistema o rastrear todas las relaciones
e implicaciones de una noción, incluso si tienden a desplazar la fuerza original de su
formulación icónica. Este potencial tanto para el avance como para el deterioro es lo
que convierte al pensamiento icónico en un proceso dinámico.
*
Título original: «The Painting-Literature Analogy», en The Colors of Rhetoric: Problems in the
Relation between Modern Literature and Painting, Chicago, The University of Chicago Press, 1982,
págs. 1-18. Traducción de Ana Romero. Texto traducido y reproducido con autorización de la autora.
1
Abrams, The Mirror and the Lamp, Nueva York, Oxford University Press, 1953, pág. VI.
2
Black, Models and Metaphors, Ithaca, N.Y., Cornell University Press, 1962, pág. 25.
3
Black, «How Do Pictures Represent?», en E. H. Hombrich, Julian Hochberg y Max Black, eds. (1972).
4
Charles Sanders Peirce, Collected Papers 2, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1932, pág.
158. Un icono es un signo que se parece a lo que representa.
Este dinamismo es especialmente evidente en la metáfora de la que me ocupo
aquí, el parecido entre la pintura y la literatura. Se trata éste de un caso privilegiado: es
una metáfora sobre el parecido en sí y, de manera todavía más significativa, sobre el
parecido entre la realidad y los sistemas que el hombre ha desarrollado para
representarla. Creo que se compara la literatura tan a menudo con la pintura porque la
pintura ha venido a representar el ejemplo paradigmático [26] del «espejo de la
realidad». La analogía entre las «artes hermanas» permite a su vez que la literatura sea
también considerada un icono de la realidad, en lugar de un medio convencional de
referirse a ella. La necesidad de descubrir el potencial mimético en la literatura ha sido
la motivación escondida en la larga historia de las comparaciones críticas entre las dos
artes. Cuando esta motivación desaparece, como ocurrió en general durante el periodo
romántico, entonces desaparece la comparación. Es la reaparición de este motivo en el
periodo moderno lo que ha hecho que la relación entre las artes sea de interés inagotable
tanto para los críticos como para los artistas del siglo veinte.
El hecho de que la analogía entre la pintura y la literatura tenga siquiera una
historia es una función de la naturaleza de las analogías. Cualquier parecido, como
destacan los teóricos5, depende de la concurrencia de diferencias concomitantes.
Mientras el parecido sea lo bastante intenso, es posible dejar de lado las diferencias.
Pero cuando se explora la analogía hasta el punto de que las diferencias se vuelven
problemáticas, normalmente se desacredita la formulación existente de la comparación
como un mero «parecido metafórico» que el avance del pensamiento habrá puesto en
evidencia. En este punto una nueva metáfora toma su lugar −pero una metáfora, al fin y
al cabo. Sobre este procedimiento W. H. Leatherdale dice, citando a otros especialista
en lógica, C. M. Turbayne:

«el intento de re-ubicar los hechos devolviéndolos a donde “realmente


pertenecen” es en vano. Es como intentar observar la regla
“Librémonos de las metáforas y sustituyámoslas por la verdad literal”.
¿Acaso es posible hacer tal cosa?... nunca podemos saber exactamente
cuáles son los hechos… No podemos hacer otra cosa que ubicar,
ordenar o distribuir los hechos de una manera u otra». Esto equivale a
admitir que la ciencia es irreductiblemente metafórica. De ahí que
Turbayne concluya que la única manera de remediar la situación es
sustituir una [27] metáfora por otra más efectiva y satisfactoria, pero
siempre con la consciencia de que estamos utilizando una metáfora6.

La analogía entre pintura y literatura sigue el mismo patrón sisífeo, y está


abocada a continuar haciéndolo. Porque no puede haber ningún consenso final acerca de
si las artes se parecen o no, y de qué manera lo hacen, sino solamente un aumento de
nuestra consciencia sobre el proceso de compararlas, acerca de la generación y
regeneración de las metáforas. Es mi propósito descubrir este proceso a través de la
discusión histórica que viene a continuación.
Antes de empezar, sin embargo, quisiera proporcionar mediante un ejemplo, una
explicación más precisa de la manera en que la metáfora pintura-literatura se desarrolla
y cae en desuso. Hacia el final del siglo pasado, la crítica empezó a basar sus paralelos
interartísticos en criterios históricos: la presencia de un Zeitgeist que iluminara todas las
artes, o de una Formwille que se expresara en todos los fenómenos estéticos de una
época. Aunque los elementos místicos de este planteamiento más o menos se han

5
W. H. Leatherdale discute las categorías de la analogía negativa, positiva y neutral de Keynes en The
Role of Analogy. Model and Metaphor in Science, Amsterdam, North-Holland, 1974, pág. 41.
6
Leatherdale, op. cit., pág. 138.
desvanecido ya hoy en día, tales comparaciones siguen siendo muy comunes entre los
estetas. Una de estas comparaciones, esta vez entre la literatura y la arquitectura, se
plantea así:

El clasicismo normativo… atravesó fases similares en las dos artes.


En ambas podemos distinguir una misma fase de corrección, durante
la cual las formas (órdenes, estilos) fueron recuperadas, definidas,
purificadas. En ambos casos se dio a continuación una fase manierista
durante la cual el tratamiento de las reglas se hizo más sutil y
complejo. Y en ambos casos se dio la posibilidad de una adhesión
pedante a la ortodoxia clásica del Renacimiento… Las pilastras
dudosamente dóricas de Miguel Ángel en los edículos de la capilla de
los Medici en San Lorenzo y el exuberante jónico «francés» de de
l’Orme en las Tullerías −ambos un uso incorrecto del ornamento que
se aleja de la gramática usual de los órdenes− se pueden
legítimamente comparar con el desarreglo por Sidney de las alturas
del estilo en su «Apostrophel and Estela»7. [28]

En otras palabras, Miguel Ángel o de l’Orme son a los órdenes arquitectónicos


clásicos lo que Sidney es a las alturas del estilo clásico en literatura. Es importante notar
que el término «clásico» significa aquí «normativo», pero con respecto a diferentes
normas, pues no se intenta igualar la norma literaria con la arquitectónica. Este tipo de
analogía implica por tanto cuatro términos: Miguel Ángel y sus normas, Sidney y las
suyas diferentes. Es la relación idéntica que existe entre cada artista y las normas de su
arte lo que crea la analogía.
Ahora bien, los iniciadores de la periodización artística, Oskar Walzel y
Heinrich Wölfflin, inventaron tales analogías para tres, y no cuatro, términos. Wölfflin
propuso hacer una distinción entre el arte del Renacimiento y el del Barroco en base a
sus respectivas cualidades «lineales» o «pictóricas». René Welleck ha explicado estos
conceptos:

«Lineal» sugiere que el perfil de las figuras u objetos está claramente


dibujado, mientras que «pictórico» significa que la luz y el color son
los principios de la composición y difuminan el perfil de los objetos.
La pintura renacentista usa una forma «cerrada», un agrupamiento
equilibrado de las figuras o superficies; mientras que el barroco
prefiere una forma «abierta», una composición asimétrica que ponga
el énfasis en una esquina del cuadro en lugar de en el centro, o bien
que apunte más allá del marco de la pintura8.

Entonces Walzel adoptó los términos «cerrado» y «abierto» y encontró que se


apreciaban, respectivamente, en Corneille y Racine y en Shakespeare. La agrupación
«asimétrica» de numerosos personajes secundarios en Shakespeare y su dispersión del
énfasis a lo largo de los dramas le hacen barroco, mientras que Corneille y Racine son
tipos renacentistas porque se concentran en un pequeño número de personajes
principales y en dirigir la acción hacia un único clímax. En otras palabras, Rubens es al
Barroco lo mismo que Shakespeare es a éste, es decir, a la asimetría, a la «forma
abierta», etc. El número de términos [29] en la proporción se ha reducido a tres, y en
correspondencia se percibe que el parecido entre el pintor y el poeta es mayor. En la
comparación a cuatro términos, aunque Sidney guarde una relación similar con sus

7
Alistair Fowler, «Periodization and Interart Analogues», New Literary History, 3, Primavera 1972, pág.
503.
8
René Welleck (1941), pág. 33.
normas a la que Miguel Ángel guarda con las suyas, que son muy distintas, no estamos
convencidos como consecuencia de que las obras de Sidney y Miguel Ángel sean
especialmente parecidas. El tipo de comparación a la manera de Wölfflin-Walzel nos
hace pensar que las pinturas y textos barrocos en cuestión tienen rasgos comunes,
similaridades innatas.
Pero el problema de la comparación a tres es, por supuesto, que el crucial
término medio, visto detenidamente, corre el peligro de quedar disuelto en una
homonimia más que en una identidad. Como consecuencia, Walzel ha sido responsable
de cuarenta años de intentos compulsivos por parte de la crítica de definir el barroco,
para convencerse los unos a los otros de que la «forma abierta» y términos similares
tienen un mismo y único significado cuando se aplican a artes distintas9. Una típica
objeción a este movimiento se puede encontrar en la pretensión de Rosamund Tuve de
que la representación original que Wölfflin hiciera de la pintura barroca tiene que ser
«traducida antes de que pueda ser aplicada al problema de la forma tal y como se
presenta en la literatura»10. «Abierto» y «cerrado», «simétrico» y «asimétrico»
significan cosas distintas cuando se refieren a pinturas o a textos literarios. No ayuda
demasiado la contrarréplica de Alistair Fowler a Tuve de que «cada comparación
interartística, incluso entre dos artes visuales, implica una metáfora (‘traducción’), pero
esto está, sin embargo, lejos de invalidarla mientras la metáfora tenga sentido»11. ¿Cuál
es la diferencia entre una metáfora acertada y una desacertada? Y, si la comparación
interartística es simplemente una cuestión de hilar similaridades metafóricas, ¿no
estaríamos demostrando que las artes están irrevocablemente [30] separadas, y que solo
pueden ser acomodadas por medio de recursos metafóricos, esto es, «poéticos»?
En otras palabras, el punto de coincidencia en la comparación ha demostrado ser
aquí homonímico y en consecuencia la comparación no parece válida. Este es el típico
esquema de desarrollo en la historia de las analogías entre las dos artes. Estamos
atrapados entre la Escila de una poco convincente relación a cuatro y la Caribdis de una
inestable relación a tres. La historia de las comparaciones entre la pintura y la literatura
es, por tanto, consecuencia del descubrimiento de las relaciones a tres, donde el término
medio se escinde en dos entidades discretas, o bien en relaciones a cuatro que no
consiguen poner las artes en relación porque simplemente parecen demasiado sutiles.
Con esta estructura en mente, las diversas vicisitudes de la comparación
interartística quizás resulten ahora más comprensibles. Podríamos empezar por sus dos
más tempranos loci classici. El primero es la sentencia atribuida por Plutarco a
Simónides de Ceos de que la pintura es «poesía muda» y la poesía una «pintura
parlante». Aunque ha sido repetida en cientos de tratados y artículos de estética, la frase
en sí misma pocas veces ha sido analizada. ¿Por qué querría uno pensar que una pintura,
por un lado, habla y, por el otro, un poema es mudo? La respuesta radica al menos en
parte en la personificación que se hace de las dos artes en la frase de Simónides. El
deseo de una pintura hablante es el deseo de destruir la barrera entre el arte, que es
limitado en su modo de significación, y los seres humanos, cuyo lenguaje y presencia
física combinan una semiosis que apela a todos los sentidos. Una pintura hablante sería
casi una persona. Y aquí nos encontramos de vuelta con la moraleja del Franklin [de
Chaucer] en que los signos utilizados por la gente debían directamente hacerlos

9
Véase el resumen que Wellek hace sobre estas cuestiones en «The Concept of Baroque in Literary
Scholarship», Concepts of Criticism, New Haven, Conn., Yale University Press, 1963.
10
Véase Fowler, op. cit., pág. 499.
11
Ibid., pag. 499.
presentes a ellos (y a la realidad)12. Una pintura hablante [31] convocaría la «realidad»
entera del que la hace y a la vez lo «significaría», o significaría la realidad en general.
Sería lo que Peirce llama un icono, o lo que Derrida denomina un signo con «voz» o
«presencia»13. El intento de sobrepasar los límites entre un arte y otro es por tanto el
intento de disolver (o al menos, enmascarar) los límites entre arte y vida, entre signo y
cosa, entre escritura y diálogo. Las historias apócrifas que sustentan la figura de la
pintura hablante (Zeuxis pintó unas uvas tan reales que los pájaros trataron de
comérselas, o todo el topos de las estatuas tan reales que tomaron vida) son sintomáticos
de esta ruptura de los límites entre arte y vida, como lo es también el poder realista de la
moderna «pintura hablante», el cine. El artista es presentado como un rival de Dios, al
crear una vida sin la cualificación del «como si». Y ahora que ya no es posible encontrar
la advertencia implícita en historias como la del Franklin, el artista debe aspirar a su
ensueño sin otro castigo a la vista que el propio fracaso.
Durante el Renacimiento y en adelante, el paralelo interartístico y la cuestión de
la verosimilitud estuvieron inevitablemente conectados. Sidney, por ejemplo, afirma en
su «Apology of Poetry» que la poesía «es un arte de imitación, pues así la llamó
Aristóteles con la palabra Mímesis, esto es, un representar, fingir, o figurarse,
metafóricamente hablando, una pintura hablante». Y Dryden señala que «la poesía,
como la pintura, tiene un fin, que es dar placer; y la imitación de la naturaleza es el
medio general de alcanzar este fin»14. De hecho, por la época de Dryden la conexión
entre la comparación interartística y la imitación de la naturaleza se solía establecer de
forma consciente, pero está ya implícita en la frase de Simónides, en el topos de la obra
de arte que viene a la vida y en los manifiestos estéticos de todas las épocas. [32]
Sin embargo, frente a la «pintura hablante», el poema mudo parece un objeto
malogrado; la pintura es poesía menos la voz. La asimetría tras la retórica de Simónides
sugiere que el poema tiene todas las de ganar en la analogía pictórica −tiene sus propias
propiedades simbólicas y además la palpabilidad de un medio visible: se convierte en el
lenguaje que emana de un cuerpo. Pero ¿qué gana la pintura? No adquiere voz, sino una
inefable propiedad que se dice «poética». La fórmula de Simónides revela la inclinación
más común de la comparación interartística −que la poesía necesita ser suplementada
con la presencia física para ser totalmente estética, mientras que la pintura tiene
presencia y es también poética (esto es, estética) sin necesitar usar el lenguaje.
Tal interpretación depende, por supuesto, de que tomemos las metáforas de
Simónides como propuestas o instrucciones, y no como descripciones. Pero, si uno cree
que la poesía es pintura con voz, mientras que la pintura es solo «poesía muda»,
entonces se invierte la jerarquía implícita en la comparación. Así, Leonardo sintió la
necesidad de defender la pintura y corregir el dudoso paralelo de Simónides: «Si se dice
que la pintura es poesía muda, entonces también se puede llamar pintura ciega a la
poesía. Ahora bien, pensemos: ¿cuál de las dos aflicciones es más perniciosa, la del
hombre ciego o la del mudo?… Si el poeta sirve a los sentidos mediante el oído, el
pintor lo hace mediante el ojo, un sentido más elevado»15. Leonardo reconoce aquí los

12
La autora se refiere al «Franklin’s Tale» de Geoffrey Chaucer, de donde saca la expresión «colours of
rethoryk» que da título a su libro, en cuyo apéndice (págs. 221-226) comenta detalladamente las
implicaciones del relato [Nota de la T.].
13
Véase la discusión de la semiótica de Peirce en W. Steiner (1982), págs. 19-22. Para Derrida, véase Of
Grammatology, Baltimore, John Hopkins University Press, 1974, y «Différance», Speech and Phenomena
and Other Essays on Husserl’s Theory of Signs, Evanston, Ill., Northwestern University Press, 1973.
14
Abrams, op. cit., pág. 17.
15
Leonardo da Vinci, Teatrise on Painting, vol. 1, traducido y anotado por A. Philip McMahon,
Princeton, N.J., Princeton University Press, 1956, pág. 18. Las ideas de Leonardo sobre este punto se
límites de cada una de las artes (una forma de conocimiento para el ciego, otra para el
sordo) en lugar de declarar un salto heroico de las barreras. Pero además afirma que la
pintura no necesita usar palabras, porque habla ya en el lenguaje de las cosas, un
lenguaje conocido por todos y más inmediato de lo que cualquier palabra podría ser.
[33]
En esta controversia alrededor de la figura de Simónides se localizan los
principales temas de la comparación interartística. Primero, ¿es la poesía de alguna
manera pictórica, o es de hecho una ciencia para los ciegos? ¿Es la pintura superior
porque habla un lenguaje universal? Y, si es así, ¿qué se puede hacer para universalizar
el lenguaje de la literatura? ¿O es la literatura superior porque de hecho habla, mientras
que la pintura se limita a ser una copia no asertiva del mero aspecto de las cosas? Estos
temas nos conducen a cuestionar qué es la mímesis, y plantean los problemas
concomitantes de la arbitrariedad frente a la naturalidad del signo estético y el modo
óntico de su materia.
Podríamos empezar por la cuestión de la mímesis, que domina las
aproximaciones tanto antiguas como modernas de la comparación interartística. El
esteta de la escuela de Praga, Jan Mukarovsky, por ejemplo, afirma que la «capacidad
de expresar los fenómenos de la realidad externa mediante signos conectados en una
contextura continua» une las dos artes «bajo cualquier situación de desarrollo»16. Ni la
música ni la arquitectura están dominadas por signos capaces de este tipo de referencia,
ni la escultura puede adquirir una «contextura continua». Aunque la expresión de una
realidad externa en la literatura o la pintura sea sólo virtual, sin embargo, es esencial
para ellas. De hecho, el enraizamiento de la cuestión de la realidad representada en
nuestras ideas acerca de la conexión interartística es evidente en la metáfora de relación
dominante, el espejo, cuya imagen es el resultado de una contigüidad existencial entre el
vehículo y el referente. Uno de los recursos de la literatura gótica, el espanto al ver que
un vampiro no aparece reflejado en el espejo, proviene del hecho de que está frente a
nosotros. En este caso la habilidad del espejo para revelar lo existente excede la
evidencia frente a nuestra vista. Y aunque exista una tradición por lo menos igual de
significativa que la del espejo que distorsiona la realidad17, la idea [34] del arte como
espejo afirma revelar lo que «de verdad» está ahí.
La centralidad de la pretensión de realidad se puede observar también en el
segundo locus classicus de la correspondencia entre pintura y poesía, en la frase de
Horacio ut pictura poesis (como la pintura, así la poesía). El paralelo aparece dos veces
en el «Ars Poetica». En primer lugar cuando Horacio afirma que las artes se parecen
entre sí en que poseen algunas partes que pueden ser detenidamente examinadas y otras
que no nos darán placer a menos que las observemos a distancia. En otras palabras, por
lo que respecta a la exacta correspondencia con el mundo extra-artístico, ambas tienen
limitaciones. En segundo lugar, Horacio advierte a poetas y pintores que no deben
abusar de la paciencia del espectador complaciéndose en representar lo imposible. Los
poetas y pintores no deberían usar figuras retóricas o composiciones pictóricas que
mediante su facultad sígnica parecen proponer la existencia de seres no existentes
empíricamente:

discuten en Niklaus Rudolf Schweizer, The Ut Pictura Poesis Controversy in Eighteenth-Century


England and Germany, Bern and Frankfurt: Herbert Lang & Peter Lang, 1972, pág. 29-30.
16
Mukarovsky, «Between Literature and the Visual Arts», The Word and Verbal Art, ed. y trad. De John
Burbank y Peter Steiner, New Haven, Conn., Yale University Press, 1977, pág. 213.
17
Véase Ernest Gilman, The Curious Perspective, New Haven, Conn., Yale University Press, 1978.
Si un pintor quisiera añadir a una cabeza humana un cuello equino e
introdujera plumas variopintas en miembros reunidos alocadamente de
tal modo que termine espantosamente en negro pez lo que en su parte
superior es una hermosa mujer, ¿podríais, permitida su contemplación,
contener la risa, amigos? Creedme, Pisones, que a ese cuadro será
muy semejante un libro cuyas imágenes se representan vanas, como
sueños de enfermo, de manera que pie y cabeza no se correspondan
con una forma única18.

La presuposición de que las representaciones del artista corresponden a unidades


que se pueden localizar en el mundo en lugar de a disposiciones imposibles de
elementos reales es una defensa en Horacio de la consigna de realismo. El artista debe
ser sensible a la relación existente entre el tema y lo que en realidad existe.
Incluso ahora que tal decoro ha perdido su fuerza preceptiva, la cuestión de la
correspondencia con la realidad [35] sigue siendo crucial. La fuerza del arte surrealista
(descrito extraordinariamente bien por las palabras de Horacio) radica precisamente en
su violación no sólo de una convención estética acerca de la representación sino de la
realidad empírica en sí misma. Aunque teóricos modernos como Nelson Goodman están
en lo cierto al afirmar que el acto de representar pictóricamente no prueba la existencia
del objeto pintado19, el hecho de que el objeto exista o de que no exista, o de que
pudiera o no existir es crucial para la recepción de la obra de arte y para el
descubrimiento de las propiedades de las distintas artes. De la misma manera que
Roman Jakobson afirma que la poesía puede ser gramatical, no gramatical o
antigramatical, pero nunca agramatical20, el arte podrá ser documental, realista, surreal,
abstracto, etc., pero nunca estará desvinculado de la realidad empírica.
Lo esencial de la comparación de Horacio entre la pintura y la literatura es como
sigue: la poesía es como la pintura porque ambas tienen como tema la realidad existente
y ambas están limitadas en su adecuación mimética a esa realidad. Pero nótese que esta
aproximación centrada en el contenido resulta bastante débil cuando se expresa como
las otras relaciones que hemos visto: la poesía representa la realidad existente, de la
misma manera que lo hace la pintura. El «representar» aquí es claramente un
homónimo, y ha continuado siéndolo incluso en los intentos de traducirlo por «imitar».
Aristóteles, el archi-mimético, se contentó con usar el término como homónimo.
Porque, aunque Aristóteles era partidario de la unidad de las artes como imitación de
acciones humanas, destacó mucho más su unidad temática que su modo imitativo.
Como ha escrito Jean Hagstrum, «a partir del momento en que la argumentación de la
poética pasa de los medios de imitación a los objetos de la imitación, la analogía con la
pintura es utilizada con más frecuencia»21. [36]
La escisión entre la forma y el contenido es la fuente de una de las principales
líneas de argumentación en la controversia sobre el ut pictura poesis: «el poder
simbólico e inexplícito en el funcionamiento de las imágenes es la base subterránea de
la raíz común de todas las artes»22. De acuerdo con ello, el rasgo común de todas las
artes es que evocan imágenes (por el medio que sea), apelando por tanto a los sentidos,

18
Horacio, «Epístola a los Pisones», 1-9, en Aristóteles y Horacio, Artes poéticas, ed. bilingüe de Aníbal
González, Madrid, Taurus, 1987, pág. 129.
19
Nelson Goodman, The Languages of Art, Indianápolis y Nueva York, Indiana University Press, 1968,
pág. 22.
20
Jakobson, «The Poetry of Grammar and the Grammar of Poetry», Lingua, 21, 1968, pág. 606.
21
Hagstrum (1958), pág. 7.
22
W. K. Wimsatt, «Laokoön: An Oracle Reconsidered», Day of the Leopards, New Haven, Conn., Yale
University Press, 1976, pag. 41.
especialmente a la vista. En tanto que utiliza imágenes visuales, la literatura es una
«pintura hablante», y puesto que las imágenes pictóricas se ofrecen abiertamente para
ser vistas, entonces la literatura sería claramente un arte imagístico.
Las imágenes crean dos tipos de vínculos entre las artes. El primero de ellos es
objeto de la crítica ejercida por la escuela iconográfica de Erwin Panofsky. El arte
iconográfico implica la transferencia de símbolos e historias de un arte a otro. En la
pintura iconográfica, el significado de la tela depende de nuestro conocimiento del texto
literario, bíblico o mitológico en que se basan los detalles de la pintura. Por ejemplo, la
pintura de un niño alado con arco debe ser interpretada como una imagen de Cupido si
es que la obra ha de funcionar alegóricamente, y puede ser así sólo porque el dios alado
es un lugar común de los textos mítico-literarios. O alternativamente, los detalles de una
descripción poética pueden haber sido tomados de una tradición de representación
pictórica. Ambas posibilidades caracterizaron una parte importante del arte renacentista.
Es la combinación en el símbolo del detalle visual y el concepto abstracto lo que facilitó
que fuera compartido interartísticamente. La pintura le podía proporcionar al concepto
una apariencia específica y paradigmática, mientras que la literatura podía establecer la
relación entre un concepto y su manifestación sensible. El arte simbólico o alegórico
parecía así un punto de convergencia y cooperación entre la pintura y la literatura.
La segunda conexión interartística generada por la división forma-contenido es
la idea más general del efecto visual que ambas artes comparten. Este fue un argumento
central [37] durante los períodos barroco y neoclásico, convirtiéndose en lo que se
califica formalmente como el argumento del ut pictura poesis. De acuerdo con este
argumento, la función del arte es evocar imágenes, y la pintura y la literatura podían
aproximarse en la medida en que lo hicieran. Se dan varias razones para el énfasis en lo
visual, por ejemplo, las nociones platónicas de la superioridad del ver como conocer y
de la luz como conocimiento. Abrams señala, además, la conexión existente en este
período entre las teorías de la percepción dominantes y la metáfora del espejo: «en el
Essay [Concerning Human Understanding] de Locke se dice que la mente se parece a
un espejo que fija los objetos que refleja. O (sugiriendo el ut pictura poesis propio de la
estética del periodo) la mente es una tábula rasa sobre la cual se dibujan o escriben las
sensaciones»23. Sin embargo, como sugería más arriba, lo visual también contribuye a la
pretensión de presencia en la obra literaria, ayudándola con ello a acercarse al ser de las
cosas. No es sólo que «la apelación a la pintura corroborase el concepto de que la poesía
es un reflejo de objetos y acontecimientos»24, sino que la poesía tendría a raíz de ello la
vividez de las cosas existentes. «Durante dos siglos los críticos pensaron que era en la
vividez pictórica de la representación o, más precisamente, de la descripción −en el
poder de pintar en el ojo de la mente imágenes claras del mundo exterior de la misma
manera en que el pintor las registraría en el lienzo− donde el poeta principalmente se
parecía al pintor»25.
El término retórico para esta vividez de la presentación es la enargeia, un
concepto crucial para distinguir las nociones barroca y neoclásica de la presencia en el
arte de la de los modernos. Hagstrum distingue, muy útilmente, la enargeia de su
contrario, la energeia:

Enargeia implica alcanzar, en el discurso verbal, una cualidad natural


o bien una cualidad pictórica que sea enormemente natural. Energeia

23
Abrams, op. cit., pág. 57.
24
Ibid., pág. 34.
25
Rensselaer W. Lee, Ut Pictura Poesis: The Humanistic Theory of Painting, Nueva York, W.W.
Norton, 1967, pág. 4.
se refiere a la actualización de la [38] potencia, a la realización de la
capacidad o habilidad, a la culminación en el arte y en la retórica de la
dinámica y llena de sentido vida de la naturaleza. La poesía posee
energeia [aristotélica] cuando alcanza su forma final y produce el
placer que le corresponde, cuando alcanza un ser propio e
independiente aparte de sus analogías con la naturaleza o con otro
arte, y cuando opera como una forma autónoma con un
funcionamiento efectivo por sí misma. Pero Plutarco, Horacio y los
críticos helenísticos tardíos y romanos consideraban que la poesía era
efectiva cuando alcanzaba la verosimilitud, cuando se parecía a la
naturaleza o a una representación pictórica de la naturaleza. Para la
enargeia en el sentido de Plutarco, la analogía con la pintura es
importante; para la energeia aristotélica, no26.

Los modernos intercambiaron la tardía noción de enargeia por la de energeia al


tratar de determinar de qué manera el arte podía ser como la realidad. Cuanto más se
veía la obra como una entidad auto-contenida en lugar de cómo un signo, más podía
parecerse a otras entidades pertenecientes al mundo de los objetos. Y tanto la pintura
como los objetos literarios podían llegar a parecerse en la medida en que alcanzasen este
estatuto de objetos27. En la literatura moderna, la analogía con la pintura es crucial para
la energeia.
El problema que se les presentaba a los críticos barrocos y neoclásicos era que la
vividez estaba, si se me permite, en el ojo del espectador. Por otra parte, encontramos
también a aquellos críticos, como John Hughes, que afirman que «la razón porque las
descripciones ejercen una impresión más vívida en los lectores comunes que cualquier
otra de las partes del poema es porque están formadas por ideas sacadas de los
sentidos…; pero la belleza de los sentimientos… es más remota, y se discierne en virtud
de la reflexión y meditación»28. En el extremo contrario encontramos [39] a Johan Jacob
Breitinger, quien sostenía que la ventaja de la poesía sobre la pintura es que «consiste en
palabras que son “signos artificiales de conceptos e imágenes”, y que por tanto afectan a
la mente directamente y no a través de los sentidos»29. Las imágenes son más directas
porque derivan de los sentidos; pero las ideas son más directas todavía porque, a
diferencia de los objetos sensibles, contienen lo que ya está en la mente. ¿Qué
significan, entonces, bajo tales circunstancias, las palabras «directo» y «los sentidos»?
Nos encontramos de nuevo ante la presencia de homónimos, que se exhiben como tales.
Además, autores como Locke y Burke, sostenían que de ninguna manera las palabras
podían evocar imágenes y, todavía más radicalmente, que las palabras y las cosas
estaban irrevocablemente separadas. Tales observaciones habrían de conducir a una
percepción más técnica del funcionamiento de los signos.
Es importante señalar, no obstante, que en el último párrafo la analogía sucumbe
debido a la incorporación de la noción de presencia a través de la enargeia. Esto es, en
lugar de aceptar la relación a cuatro términos: la pintura está icónicamente conectada
con la realidad y la literatura está conectada con realidad de alguna manera, la
aproximación basada en la enargeia hace una afirmación de similitud más radical: la
pintura es una representación de la realidad física tan vivamente visual como lo es la

26
Hagstrum, op. cit., pág. 12.
27
Véase el Cap. 4 de mi Exact Resemblance to Exact Resemblance: The Literary Portraiture of Gertrud
Stein, New Haven, Conn., Yale University Press, 1978, para una discusión de la relación entre la écriture-
objet de Stein y el tableau-objet de los cubistas.
28
John Hughes, «Description in poetry, the reasons why they please», Lay Monastery, 39, 12 de Febrero,
1713, en The Gleaner, ed. Nathan Drake, 1, vii, Londres, 1811, pág. 45-46.
29
Citado en Schweizer, op. cit., pág. 25.
literatura. El fracaso de la «vividez» para continuar siendo no-homonímica es otra
derrota en la unión del signo y la cosa tan crucial para el paralelo pintura-poesía30. [40]
Si existía alguna duda acerca de la idea de que existen imágenes visuales y, en
caso afirmativo, sobre si éstas le aportan alguna cualidad visual o de enargeia al poema,
el intento humanista de ver la pintura como poesía muda planteó un problema similar.
Ya que, mientras el punto de comparación se basase en ambos casos en el contenido,
había que enfrentarse a la cuestión de qué es lo que constituía un contenido poético
innato. La respuesta tradicional a esta pregunta se entresacaba de la máxima aristotélica
de que las artes debían imitar acciones humanas nobles. Y la idea era susceptible de
interpretación similar en línea con la idea de la enargeia como aproximación imagística
o pictórica a la escritura. De la misma manera que un poema gana la inmediatez de un
objeto real haciéndonos pensar en objeto físicos, la pintura gana la propiedad natural del
movimiento al hacernos ver cuerpos en acción. En ambos casos las artes se acercan
entre sí al apropiarse cada una de un rasgo crucial de la otra del que ella carece −la
visualidad para la poesía, el movimiento para la pintura.

Tan importante fue el tema del movimiento durante el periodo del ut


pictura poesis que los practicantes de los distintos géneros de la
pintura eran valorados según el dinamismo de sus temas. «El tipo más
bajo es el pintor de naturalezas muertas, y a partir de ahí, los pintores
de paisajes, de animales (un tema mejor que el paisaje, porque los
animales son seres vivientes y están en movimiento en vez de
muertos) y de retratos hasta llegar al grand peintre. Aquel que, en
imitación de Dios, cuya obras mas perfecta es también el hombre,
pinta grupos de figuras humanas y escoge sus temas de la historia y la
fábula»31.

Pero una cosa es usar la materia viviente como tema y otra bien distinta es
capturar el movimiento en pintura. La [41] discrepancia entre las propiedades del medio
pictórico y las de sus temas más valiosos planteó la primera objeción técnica estricta a
las comparaciones entre pintura y poesía: el Laocoonte de Lessing. Mientras que en los
períodos barroco y neoclásico se había permitido que el «es a» −como en «la pintura es
a la acción lo que la poesía es a la acción»− siguiera siendo vago, homonímico, Lessing
acentuó su polisemia. Se centró en el modo de representación de la realidad y no en el
aspecto de la realidad representada. Aunque es probablemente exagerado afirmar, como
hace Joseph Frank, que Lessing descubrió «la relación entre la naturaleza sensible del
medio artístico y las condiciones de la percepción humana»32, puesto que en el

30
Una serie de críticos han negado que los patrocinadores del ut pictura poesis estuvieran de hecho
haciendo afirmaciones mágicas acerca de la identidad de las artes al describir la comparación como una
cuestión mucho más de decoro y convención. Hagstrum, por ejemplo, sostiene que una descripción
«pictórica» era aquella que era «pintable». Es decir, este tipo de descripción podía hacer referencia a
detalles visuales, cuyas relaciones fueran susceptibles de representación gráfica; tal descripción no
implicaría una secuencia o movimiento temporales, ni sería tampoco puramente conceptual, pero podría,
aunque no necesariamente, «copiar« pinturas o escuelas pictóricas (Hagstrum, op. cit., págs. xxi-xxii). Tal
planteamiento, aunque cauteloso, pasa por encima muchas cuestiones cruciales. ¿De qué manera puede
algo escrito copiar una pintura o escuela pictórica? ¿Cómo puede un escritor eliminar de la literatura la
secuencia temporal? Y, de manera todavía más crucial, ¿cuál es la motivación escondida tras tan peculiar
conjunto de restricciones −si no es defender de alguna manera la visualidad o vividez en la poesía? Los
argumentos acerca del ut pictura poesis en los siglos dieciocho y diecinueve suscitan numerosas
preguntas.
31
Lee, op. cit., págs. 18-19.
32
Joseph Frank, «Spatial Form in Modern Literature», The Widening Gyre, New Brunswick, N.J. Rutgers
University Press, 1963, pág. 8.
Laocoonte ni el medio ni la percepción reciben un tratamiento muy penetrante, es
seguramente acertado decir que los términos del argumento eran ahora ya distintos. La
relación entre las artes no iba a estar determinada por su tema o materia, sino su materia
por la relación entre las artes, identificadas estas últimas con sus medios.
Con la asunción implícita de que las artes debían emplear la enargeia, o el
parecido a la vida, Lessing defiende que los únicos temas que las artes debieran adoptar
son aquellos cuyas propiedades se dan ya entre las propiedades de sus respectivos
medios:

Mi razonamiento es el siguiente: si es cierto que la pintura, para imitar


la realidad, se sirve de medios o signos completamente distintos de
aquéllos de los que se sirve la poesía −a saber, aquélla, de figuras y
colores distribuidos en el espacio; ésta, de sonidos articulados que van
sucediéndose a lo largo del tiempo−; si está fuera de toda duda que
todo signo tiene necesariamente una relación sencilla y no
distorsionada con aquello que significa, entonces signos yuxtapuestos
no pueden expresar más que objetos yuxtapuestos, o partes
yuxtapuestas de tales objetos [esto es, cuerpos], mientras que signos
sucesivos no pueden expresar más que objetos sucesivos, o partes
sucesivas de estos objetos [esto es, acciones]33. [42]

Así, la pintura no es como la poesía debido a que no representa la misma


realidad. Pero, a la vez, la pintura es a los cuerpos lo que la poesía es a las acciones. El
«es a» aquí es mucho menos obviamente homonímico que anteriormente −de hecho,
Lessing sostendría que se trataba de una identidad−, pero volvemos a encontrarnos con
la relación a cuatro términos. Por tanto, aunque las artes son similares en que son
imitaciones, no imitan las mismas cosas. Este es un parecido relacional más que
sustantivo, y por ello Lessing es conocido por haber diferenciado en lugar de conectado
las dos artes.
No obstante, la distinción entre las artes por él establecida depende totalmente de
la premisa de la mímesis, y de hecho también de la noción más precisa de iconicidad,
como un rasgo común a las artes. Si no fuera importante para la pintura y la literatura
imitar la realidad, es decir, ser como la realidad o contener algunas de sus propiedades,
entonces no importaría que se tomaran o no como tema cuerpos o acciones. ¿Y por qué
debieran «requerir indiscutiblemente estos símbolos una relación apropiada con la cosa
simbolizada» si no es para asegurar la presencia en la obra de arte? Por tanto,
subyacente a la definitiva disyunción de las artes en Lessing encontraremos una
analogía escondida: la poesía es tan parecida a la vida como la pintura; ambas son
icónicas con respecto a la realidad.
La fuerza sugestiva del argumento de Lessing radica, creo yo, en la aceptabilidad
para su época de esta analogía oculta. Me parece que esta es en parte la motivación para
la tan citada frase de Goethe de que el Laocoonte «nos transportó de las regiones de la
observación esclava a los campos libres del pensamiento especulativo. El por mucho
tiempo malinterpretado ut pictura poesis de golpe quedó descartado. Una vez clara la
diferencia entre la pintura y la poesía −las cimas de cada una aparecían separadas, por
muy cercanas que estuvieran sus bases»34. Aunque Wimsatt ve las imágenes como esta
base común, el verdadero fundamento compartido de las artes es, en el razonamiento de
[43] Lessing, su supuesta iconicidad, el argumento mimético. A este respecto, como

33
Lessing (1990), pág. 106.
34
Goethe, Dichtung und Wahrheit, vol. 8, trad. Minna S. Smith, London, G. Bell, 1908, 2ª parte, pág.
282.
Abrams comenta35, Lessing compartía irónicamente las asunciones de los archi-
representantes de la ideología del ut pictura poesis: «como Batteux, Lessing concluye
que la poesía, no menos que la pintura, es imitación. La diversidad entre las artes se
deriva de su diferencia al nivel de los medios, que impone diferencias necesarias en los
objetos que cada una de ellas es competente en imitar. Pero aunque [la pintura es
estática y la literatura dinámica] Lessing reitera para [la poesía] la fórmula
convencional: la “Nachahmung”36 es todavía para el poeta el atributo “que constituye la
esencia de su arte”».
Las objeciones de Lessing al argumento neoclásico del ut pictura poesis
contribuyeron al cambio general en la teoría estética que marca el periodo romántico.
En aquella época el arte ya no se valoraba como imitación de la realidad, sino como
expresión del espíritu humano. Como se explica detalladamente en The Mirror and the
Lamp, este desarrollo causó la pérdida de la importancia correspondiente del paralelo
pintura-literatura. «El uso de la pintura para iluminar el carácter esencial de la poesía
−ut pictura poesis− tan extendido en el siglo dieciocho, casi desaparece de la crítica más
importante del periodo romántico; las comparaciones entre la poesía y la pintura que
sobreviven son casuales o, como en el caso del espejo, muestran el lienzo del revés para
imaginar la sustancia interior del poeta. En lugar de la pintura, la música se convierte en
el arte frecuentemente señalado por su profunda afinidad con la poesía. Puesto que si
una pintura parece lo más cercano a la imagen en espejo del mundo exterior, la música,
entre todas las artes, es la más lejana»37.
Como consecuencia, la fórmula de Simónides tenía que ser reinterpretada.
«Friedrich Schlegel era de la opinión de que cuando Simónides en su famosa frase
caracterizó la poesía como una pintura hablante, fue sólo porque, al ir la poesía de su
época siempre acompañada de música, le [44] había parecido superfluo recordarnos
“que la poesía era también una música espiritual”»38. Si Schlegel entendió
verdaderamente que la conexión entre la pintura y la literatura era paralela a la que
plantea entre la literatura y la música, entonces significa que las ve en una relación de
acompañamiento más que de similitud. Y de hecho la simultaneidad iba a ser la noción
predominante para la conexión interartística en el siglo pasado. Wimsatt la describe
como «una mezcla o unión armónica de artes más o menos análogas en varias artes
compuestas (Gesamtkunstwerke) −como la canción, el drama o la ópera»39. Esta noción
se manifestaba también en el renovado interés por los libros ilustrados (síntoma además
de la nostalgia del diecinueve por la Edad Media).
Wimsatt nos previene contra el confundir la coexistencia de dos medios
artísticos en un arte compuesto con una verdadera analogía entre las dos artes
implicadas, pero me parece que esta noción de la mezcla o la coordinación no es tan
mecánica como él pretende. Al combinar lo visual y lo verbal (o musical), la obra de
arte resultante estaba alcanzando la vividez y entereza de los estados espirituales que se
suponía trataba de expresar. ¡No es casual que el aburrimiento de Alicia ante «un libro
sin dibujos, ni conversaciones» la empuje al paisaje interior del País de las Maravillas!
No sólo había perdido su autoridad la analogía pintura-literatura durante el
periodo romántico, sino que, cuando surgió una teoría sobre su relación, ésta descartó
explícitamente la conexión de las artes con la realidad empírica. Me refiero a la

35
Abrams, op. cit., pág. 13.
36
«Imitación» [Nota de la T.].
37
Abrams, op. cit., pág. 50.
38
Ibid., pág. 51.
39
Wimsatt, «In Search of Verbal Mimesis», Day of the Leopards, pág. 57.
periodización de las artes surgida de la filosofía romántica e iniciada por personajes
como Walzel y Wölfflin. Si la analogía romántica con la música había servido a una
noción del arte como expresión del espíritu individual, la periodización puede ser
considerada como un expresionismo del espíritu nacional de una época. Ya hemos visto
cuál sería el destino de un concepto de periodo como el «barroco» en su aplicación
«meramente metafórica» a [45] través de las artes. Pero incluso si admitimos aquí la
analogía basada en cuatro términos, René Welleck, entre otros historiadores cuidadosos,
ha criticado las presuposiciones temporales que se esconden tras la comparación. Los
periodos ocurren en momentos distintos para cada arte, y en una sociedad un arte puede
florecer mientras su arte hermana permanece en la sombra:

Distintas artes… tienen cada una de ellas su evolución individual, con


un tempo distinto y una distinta estructura interna de elementos. Sin
duda están en constante relación las unas con las otras, pero estas
relaciones no son influencias que empiezan en un punto y determinan
la evolución de las otras artes; tienen que concebirse más bien como
un complejo esquema de relaciones dialécticas que operan en ambas
direcciones, de un arte a otro y viceversa, relaciones que pueden ser
completamente transformadas dentro del arte en que han penetrado40.

El problema de la periodización ha quedado, a pesar de su dificultad conceptual,


como una de las bases principales para la comparación de las artes, y está destinado a
continuar siéndolo. Pero el argumento del periodo puede ser efectivo solamente si los
estudiosos examinan la plétora de presuposiciones ocultas que se esconden tras de él.
Véase, por ejemplo, el siguiente pronunciamiento de Jean Laude sobre la
comparabilidad de las artes: «Todo absolutamente distingue un texto literario de una
pintura o dibujo: su concepción, su método de producción, sus modos de apreciación, su
identidad como un objeto irreductible a cualquier otro objeto, y su funcionamiento
autónomo»41. En base a cada uno de estos aspectos −concepción, producción, recepción,
ontología y función− los críticos, por supuesto, han presentado argumentos a favor de la
correspondencia entre pinturas y poemas, y aún a la vista de ello el sentido común en la
visión de Laude es atractivo. Es la misma vieja historia: las cosas que requieren [46] una
comparación, para empezar de hecho deben ser distintas. Pero el admirable absolutismo
de la posición de Laude se desmorona ante la periodización: «Un texto y una pintura no
pueden ser disociados de la serie sincrónica a la que están conectados y dentro de la cual
aparecen yuxtapuestos. La poesía de Reverdy es contemporánea a la pintura de Picasso,
pero no podría ser contemporánea con la pintura de Delacroix»42. No se nos dice por
qué no, y no nos queda otro recurso que asumir que existe algo en la concepción,
producción, recepción, ontología o función de la obra de Picasso y Reverdy que ni se
puede ni se podría encontrar en la de Delacroix a causa de la configuración de los
factores culturales que los separan. En otras palabras, la apelación a los criterios
periodológicos como conexión entre las artes es un argumento que inevitablemente
depende de algún otro modo de comparación. Por muy convencidos que estemos que las
correspondencias interartísticas son dependientes de un tiempo y por tanto de una
cultura, la correspondencia en sí misma debe buscarse en un factor distinto de la mera
coincidencia cronológica.
Con el advenimiento de la modernidad estética, el paralelo pintura-literatura se
conectó una vez más con la cuestión de la referencia en la obra de arte. Un signo de esta
40
Wellek (1941), pág. 61.
41
Laude (1972), pág. 471. [Véase la traducción en el presente volumen, pág. 89 y ss.].
42
Ibid., pág. 471.
tendencia es el acento moderno en la impersonalidad del arte. La comparación
romántica entre la música y la literatura hizo al arte análogo al artista al cual expresaba.
Pero los escritores modernistas como Eliot, Joyce y Ortega y Gasset negaron esta
correlación y tornáronse hacia la metáfora pictórica en busca de apoyo. Como el poeta
del siglo diecisiete Cowley, podían utilizar la analogía visual para defender que, en la
poesía, «el espejo mimético mira estrictamente hacia fuera…: “No es en este sentido
[expresivo] en el que se dice que la Poesía es una especie de Pintura; no es la Pintura
del Poeta, sino de las cosas y personas por él imaginadas. El poeta puede que en su
propia práctica y disposición sea un Filósofo, incluso un Estoico, pero a pesar [47] de
ello puede ser que hable a veces con la dulzura de una amorosa Safo”»43.
No obstante, al reclamar para el artista el papel del documentalista en lugar del
escritor de diarios, los modernistas no pretendían volver a las teorías miméticas del siglo
dieciocho. El arte no iba a ser concebido otra vez como una copia −y, en consecuencia,
inevitablemente, como una copia imperfecta− de la realidad, sino como un objeto
independiente con el mismo grado de «coseidad» que los objetos en el mundo. Este es el
movimiento que discutíamos antes en conexión con la energeia y la enargeia, y aparece
vívidamente presentado en la siguiente frase de Apollinaire: «nos movemos hacia un
arte completamente nuevo que será, con respecto a la pintura, tal y como será vista de
aquí en adelante, lo que la música es a la literatura. Será pintura pura, de la misma
manera que la música es pura literatura»44. Es significativo que el arte clarificado por
esta analogía sea la pintura más que la literatura; porque, como ya hemos visto, la
comparación normalmente opera en la forma opuesta. La pintura, paradigmáticamente
referencial, existe aquí en forma «pura», tal y como la literatura había existido en su
puridad musical. Aunque esto suena como una negación de la referencia, el hecho de
que la referencia en sí esté de nuevo en juego en el paralelo pintura-literatura es
sintomático de la preocupación moderna por la relación arte-vida. La verdadera manera
de representar la realidad es no representarla en absoluto, sino crear una porción de la
realidad misma. Y la manera de hacerlo es reforzando las propiedades de los medios
estéticos en cuestión, ya que estos son palpables, como las cosas. Esta manera de pensar
es la base del movimiento moderno hacia lo concreto, e inmediatamente reavivó la
latente analogía pintura-literatura.
Frente a esta noción, la caracterización moderna de la relación interartística toma
un nuevo significado en la siguiente afirmación: «Lo que conecta un arte individual [48]
con otro es su comunidad de objetivos. En general las artes son actividades con una
consideración estética dominante; lo que separa a unas de las otras es la diferencia en
los materiales»45. Por mucho que esta afirmación parezca una destilación de Lessing, en
el marco de las ideas que hemos estado describiendo, se trata en realidad de una nueva
exploración de los medios. Porque para el estructuralismo de la escuela de Praga de
donde procede tal argumento es imposible separar el medio y la teleología estética: es
precisamente a través de esta teleología como se define el medio (nótese la diferencia
entre el lenguaje comunicativo y el poético) y, por el contrario, es precisamente el
medio lo que circunscribe los objetivos de cada arte. Al preguntar esta vez qué relación
existe entre la pintura y la literatura, efectivamente, estamos poniendo a prueba la
noción moderna de la «forma expresiva» o de la «funcionalidad del arte», de la misma
manera que en épocas anteriores se había usado la comparación interartística o su

43
Abrams, op. cit., pág. 372.
44
Guillaume Apollinaire, «Pure Painting» (de Cubist Painters), en The Modern Tradition, ed. Richard
Ellmann y Charles Feidelson, Oxford y Nueva York, Oxford University Press, 1965, pág. 114.
45
Mukarovsky, op. cit., pag. 208.
descalificación para ilustrar la escisión forma-contenido o el contraste entre la
creatividad humana y la divina. La respuesta a la pregunta de por qué merece la pena
estudiar esta cuestión es que la comparación interartística revela inevitablemente las
normas estéticas del periodo en que la pregunta es formulada. Contestar esta pregunta
supone definir o al menos describir la estética que nos es contemporánea, y éste es el
valor que tiene volver a visitar la historia de la visión analógica −y el desengaño− que
caracteriza la conexión entre pintura y literatura. [49]

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