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Cuentos Escogidos Fanny Buitrago PDF
Cuentos Escogidos Fanny Buitrago PDF
Organizan
Banco de la República de Colombia
Observatorio del Caribe Colombiano
Secretaría de Educación Distrital, Cartagena de Indias
Red de Educadores de Lengua Castellana
Apoyan
Universidad de Cartagena, Programa de Lingüística y Literatura
Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena - ipcc
Corporación Cultural 4Gatos
RBN&CO.
Agradecimientos
María Beatriz García (Área Cultural, Banco de la República)
Augusto Otero Herazo (Corporación Cultural 4Gatos)
Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena - IPCC
Impresión
Afán Gráfico Ltda.
Esta obra está amparada por las normas que protegen los derechos de propie-
dad intelectual. No podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente, sin previo per-
miso escrito. Todos los derechos reservados.
Impreso en Colombia
2015
En una ruta de sueños y narraciones, desde la luz del mar y los
balcones de la Plaza del Tejadillo en Cartagena: para Letty Buitrago
y Jorge Plata, Claudia Bueno y Felipe Sánchez, Adriana Bueno y
Mauricio Piñeros, Luis Buitrago y Gloria Molina.
leyendo el caribe en el 2015 | 9
Jaime Bonet
la otra gente | 41
Un baile en Punta del Oro
Hora del té
Mammy deja el oficio
bahía sonora | 53
Antes de la guerra
Narración de un soñador de tesoros
Para los que aman el vino
los encantamientos | 85
Retratos a la cera perdida
Lumbre azul
Mañana, mañana el organillero
CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
leyendo el caribe
en el 2 0 1 5
Jaime Bonet
9
La publicación de este libro ha sido posible gracias al
respaldo del Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartage-
na (IPCC) y a la selección de textos, edición y coordinación
editorial de Emiro Santos García. No menos importante, ha
sido el trabajo de coordinación general que, con el mismo
entusiasmo cada año, lleva a cabo María Beatriz García De-
reix, y el acompañamiento de la profesora Rosalba Tejeda
Mendoza, de la Red de Educadores de Lengua Castellana
del Distrito, y de Augusto Otero Herazo, de la Corporación
Cultural 4Gatos. A todos ellos van los más sinceros agrade-
cimientos.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
FANNY BUITRAGO
la otra escritura
por emiro santos garcía1
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(1963), en la que narra la vida de un grupo de jóvenes im-
pulsivos, decadentes y libertinos. Poco después vinieron
novelas como Cola de zorro (1970) y Señora de la miel
(1993) —la primera fue finalista en el Premio Biblioteca Bre-
ve Seix Barral, en 1968—; volúmenes de cuentos, entre los
que destacan La otra gente (1973) y Bahía sonora. Relatos
de la isla (1975); obras de teatro, algunas todavía inéditas: El
hombre de paja (1964) y El día de la boda (2005). Y relatos
para niños: La casa del abuelo (1979), La casa del arco iris
(1986), Cartas del palomar (1988), entre otros.
“Desde muy pequeña usted frecuentaba los libros de su
padre, la enorme biblioteca en la que estaban las obras de
Honoré de Balzac y Henryk Sienkiewicz.”
Mi papá tenía una biblioteca muy grande, pero también
mi abuelo y mis tías. Una pila de gente de mi familia tenía li-
bros. Yo era una niña tan intensa y tan antipática que no ha-
bía manera de decirme que no. Nunca me prohibieron que
leyera o me señalaron cuáles libros debía leer. Tampoco a
mis hermanos. Jamás. “Lean lo que quieran”, nos decían,
y así salían de uno, que todo el tiempo estaba preguntan-
do: “¿Y por qué esto?”, “¿Y por qué aquello?”, “¿Por qué tal
cosa?”. Mi familia tenía entonces un poco de paz en vaca-
ciones cuando yo estaba leyendo. Recuerdo especialmente
la lectura de Balzac. Jamás olvidaré La piel de zapa, que
acabo de descubrir que no era la piel de un sapo, sino la
piel de un borrico. Del onagro. Pero los españoles son muy
propios para traducir y hacen un poco lo que les da la gana.
Eso lo hemos heredado nosotros, y es simpático, porque si
a mí me dicen La piel del onagro, seguramente no la leo…
Esa piel a la que se le piden deseos, que la tenemos ahora
presente todo el tiempo. El protagonista pedía un deseo y
la piel se encogía; pedía otro y la piel se encogía: el amor,
el dinero, la fama… Ahora la piel la tenemos en las tarjetas
de crédito, a diario.
“¿Cuándo descubrió que quería escribir? ¿Desde esas pri-
meras lecturas o por mucho tiempo sólo hubo lugar para el
placer de la lectura, para las páginas interminables de una
gran biblioteca?”
La literatura es un universo de magia. Después de leer
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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debió tener un lenguaje gestual. Y después, al pie de la
hoguera, contando cuentos, mitificando, ¿qué pensaba?...
“Mañana vamos a tener el fuego todo el tiempo. No tene-
mos que robarlo. No tenemos que encenderlo. Lo hemos
logrado”. Uno enciende, ahora sí, la luz de su casa.
“A los dieciocho años publica su primera novela: El hosti-
gante verano de los dioses (1963). “¿Cómo iba a ser posi-
ble que una jovencita […] se atreviera a escribir una novela
‘fuera de tono’ frente a lo que estábamos acostumbrados
a leer?”, se preguntaba la crítica colombiana Luz Mary Gi-
raldo. ¿Es esta una novela contestataria? ¿Creada en franca
inconformidad con su época?”
No lo había pensado así. En realidad, fue más subjetivo
escribir ese libro. No estaba haciendo ninguna denuncia.
No estaba en plan de señalar los errores de la sociedad
colombiana, ni de nadie. Estaba en plan de contar una his-
toria. Y tal vez puede que sea mi falla mental, pero a mí me
persiguen los temas. Y los temas no persiguen porque sí.
Persiguen porque el mundo tiene una razón para elegirlo a
uno como escritor o como escritora. Jairo Aníbal Niño de-
cía algo muy hermoso que yo me apropié: “Yo no escogí la
literatura; la literatura me escogió a mí”. Escribí El hostigan-
te verano de los dioses porque quería escribir una historia.
A mí me gusta contar historias. Y en ese momento yo tenía
una pila de historias persiguiéndome, casi que enlazándo-
me, pero estaba en una edad en la que los muchachos me
interesaban más que la literatura. Me interesaba más ir a las
fiestas. Me interesaba más el paseo. Me interesaban más las
lecturas. Pero un buen día soñé que los personajes de esa
novela me estaban diciendo: “¿A usted qué le pasa? ¡No
sea tonta!”. Y me tocó. La escribí en dos corredores: uno en
Cali y otro en la Zona Bananera. Pobrecita mi mamá con el
taqui-taqui de la máquina. Porque era tiempo de máquina.
“Y para escoger el título tuvo que elegir entre cien posi-
bilidades…”
Sí. Hice cien títulos, escribiendo a mano. Mi papá decía:
“¡Pero a esta niña qué le pasa!”. Listas y listas… Cada uno
de mis libros tiene una lista. Generalmente me quedo con
el primer título; a veces con el de la mitad.
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cómo se aliñaba una mojarra, sino que escribí “El mongo-
mongo”.
“Fanny, usted suele levantarse muy temprano para escribir
y acostumbra llenar cuadernos enteros que se amontonan
en los armarios. ¿Cómo es su rutina de escritura?”
Normalmente estoy levantada desde las cuatro de la ma-
ñana y trabajo hasta las seis o siete. Pero la vida es bueno vi-
virla. No quiero ser una escritora de escritorio. Quisiera más
tiempo, pero no lo tengo, porque hay que pagar servicios,
hay que ir al colegio de los sobrinos, ir a la fiesta del amigo,
hacer el mercado, lavar los platos. Pero tengo trucos. Cuan-
do lavo los platos, me recito a García Lorca, para que me
dé el espacio literario que necesito para el día. Empiezo:
“La luna llegó a la fragua, con su polizonte…” Y como me
lo sé de memoria, de pronto digo: “Ah, lo que pasa es que
hay tal cuento que tiene un error en tal parte…” Nunca es
suficiente, en todo caso, y sé que cuando muera voy a dejar
mil cosas sin escribir. No pienso que la inspiración exista.
La inspiración es un buen desayuno, primero que todo, un
buen computador en este momento, una buena libreta, un
buen esfero, la mente limpia y el corazón contento. Y ojalá,
programa para el fin de semana.
“En más de una ocasión ha dicho que cada quien tiene un
relato que contar: las historias están allí, asediándolo a uno.
Y los escritores son esas personas que saben escuchar a los
otros y a sí mismos, para construir sus historias a partir de
lo más trivial o lo más maravilloso. ¿Cómo se da en usted el
proceso de creación?”
A cada autor le sucede diferente. A mí no siempre, pero,
en general, cuando empiezo a soñar. Una vez soñé con un
grupo de muchachos en una carretera, y me preguntaba:
“¿Estos tipos quiénes son? Yo no los conozco. No los he
visto. ¿Por qué me llevan de la mano bajo un sol increíble?”.
Era un sueño de verdad. No era un sueño despierto. Y de
pronto me di cuenta que eran los personajes de Los pa-
ñamanes. Cosas como esa me suceden. Cuando estaba
escribiendo El hombre de paja, estaba soñando todo el
tiempo con ahorcados y me despertaba gritando. Así que
si el personaje es bueno, él se impone solito. Señora de la
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tura que quise tener, ni la belleza que quise tener. Me toca
convencer a todo el mundo de que soy lo último. Y la gente
se lo cree, además.
“En Bahía sonora, colección de cuentos de 1975, los perso-
najes saltan de un relato a otro y reaparecen cuando menos
los esperamos. ¿A qué se debe esta estructura? ¿Cómo ve
hoy, después de tantos años, ese libro de ‘infinitas tardes
calurosas y noches empapadas de yodo y de salitre’?”
Cuando nació Bahía Sonora estaba yo en un medio muy
oral –San Andrés y Providencia–, donde los personajes eran
unos primero y después eran otros, donde cada quien tie-
ne una versión distinta de cada persona, como sucede en
el fondo en la vida. A mí no me gusta que me cuenten lo
que la gente dice de mí y yo creo que en cierto modo a
nadie. Rojas Herazo decía algo absolutamente increíble: los
amigos se lo inventan a uno. Han pasado ya varias décadas
desde su publicación y como me preguntaba un estudian-
te, creo que, entre todos los que he escrito, este sería el
libro que yo salvaría de un diluvio universal. Porque en un
momento de mi vida en que cada vez que publicaba me
caía todo el mundo —me decían de todo. ¡Cómo será que
tuve que suspender el contestador telefónico! Me dejaban
toda clase de horrores—; cuando salió Bahía Sonora, eso
fue perfecto. El libro se vendió. Nadie me mechonió, nadie
nada. Inclusive me invitaban hasta a cenar. No ofendí a na-
die. Eso fue absolutamente encantador. Y me ha vuelto a
pasar con Los encantamientos, porque cada libro tiene su
personalidad; cada libro atrae gustos y disgustos.
“En el caso de los personajes de Los encantamientos
(2003), casi todos son artesanos, escritores, pintores o can-
tantes, y comparten, en mayor o menor medida, la pasión
por la belleza y las adversidades del arte. Podría decirse
incluso que es este uno de sus libros más optimistas. ¿Cree
que hay alguna redención posible en el arte? ¿Una libera-
ción en la palabra?”
Puede que la literatura no nos salve de nada, pero por lo
menos nos libera del mal del siglo pasado, del siglo XX, y
de todos los siglos, que es el aburrimiento. El mal que hace
que la gente se deprima. En el fondo, todo es aburrimien-
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el hostigante verano
de los dioses
(Fragmento)
-1963-
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(UNA FORASTERA)
—uno —
1
Estoy de paso. Sé que la ciudad fue construida en la ribera
oeste del río, a un kilómetro de la orilla, en los terrenos
de la parte alta. La decisión provocó un escándalo, con vi-
sos de rebelión entre los colonos, porque las márgenes del
este acusaban gran fertilidad, en tanto que en el oeste las
piedras y la cizaña lo poblaban todo. Una estricta orden fue
impartida por el clero y los gobernantes; la leyenda dice:
levantaron una ciudad en un lugar inhóspito, siendo tan
grande el desconcierto general, que no se tuvo tiempo de
amar o maldecir sus cimientos.
Una tira de papel amarillento y sucio —que Esteban
Lago encontrara en su biblioteca— reza lo siguiente: «Pu-
simos la primera piedra antes de salir el sol, sobre arenas
amarillas y lo más lejos posible de la orilla. Lo hicimos así
para mantener puros a los pobladores presentes y futuros,
jurando sobre los Santos Evangelios no codiciar las márge-
nes vecinas. (Así está escrito y así debe cumplirse, porque
los ríos son viciosos como el hombre y no se secan de vejez,
sino de hastío; las tierras fértiles incitan la codicia; las aguas
claman de deseo; y los ríos destruyen a los hombres cuan-
do éstos se les parecen demasiado, e inundan la tierra, si
la tierra quiere pertenecer a ríos y a hombres). Construimos
en este sitio la nueva ciudad, dejándola sin nombre y ben-
diciéndola a última hora».
Es un lugar de calles estrechas y empolvadas, que se cor-
tan de repente o se alargan demasiado, imitando las fichas
de un enorme rompecabezas. Las casas son amplias y venti-
ladas, casi todas de madera, con aleros bajos y anjeos para
protegerse de los mosquitos; nubes de ellos se agolpan
bajo las luces de neón, formando compactas manchas, on-
dulantes y grisáceas. Hay escasos trayectos pavimentados
y el único parque está en lamentable descuido, pero sus in-
numerables puentes se alzan desafiantes e inconmovibles.
La población incluye a blancos, negros, mestizos y a uno
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que otro extranjero de raza amarilla. En su haber figuran 6
iglesias, 60 prostíbulos, una escuela pública, dos colegios
particulares, un basurero y los inevitables partidos políti-
cos... integrados en los males que dificultan su progreso.
El tráfico de mulas y autos es escaso, debido a que la
jornada de trabajo ha terminado, y la noche, que cae, como
un infinito velo oscuro, cubre los techos rojizos. Es la hora
del tren, que pasa cuatro veces diarias, del que puede de-
cirse que rige la vida de la ciudad y sus contiguas banane-
ras, después del río. La carrilera cruza por los lindes de las
fincas. El río, que ha logrado burlar los antiguos preceptos,
divide en dos secciones la avenida principal.
Llevo dos horas arrastrando mi maleta, sin saber a dónde
ir, trepando las mismas aceras y las mismas esquinas, que me
desorientan cada vez más. «Esquina de las vírgenes diamanti-
nas», «Calle del río solo», «Avenida del Palomar del Príncipe».
En las puertas más desvencijadas se leen placas doradas:
«Al demonio:
¡No entres!
Somos Católicos».
De pronto, el silencio calenturiento del anochecer se
puebla de ruidos agudos y llamativos, que no tienen un
motivo aparentemente preciso. Por el reducido andén vie-
ne brincando una criatura gorda, de unos catorce años,
vestida con exagerada pulcritud; murmura palabras desar-
ticuladas y arrastra un cabrito enclenque, que bala en tono
lastimero... «Beoooo- beeee… oooobeeee».
—Buenas tardes —digo cortés.
Me mira fijamente, curiosa en la corta percepción de
su estupidez, como separándose un poco de la blancura
lechosa de su pesado cuerpo. Los ojos pardos son la con-
tinuación de una frente estrecha y tersa, disminuida por
la cinta brillante que ata una hermosa cabellera. Tiene las
piernas hinchadas y tobillos blandos, que arrastra torpe-
mente al caminar. Las manos son anchas, fofas, con unas
uñas chatas, violentamente pintadas de rojo. Se lleva el
dedo índice a la nariz, abraza amorosamente al cabrito, for-
zándolo a pararse en dos patas, pero no responde.
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Ella haló el cabrito, se volvió sorprendida, y bruscamen-
te dejó de chillar. Miró contenta la mano que se le tendía,
escupió y se sonó ruidosamente con la falda almidonada.
—Los cabritos sienten dolor —amonestó él—; lo vende-
ré si te portas mal con él.
—Nobbb… —dijo asustada—. ¡Nobbb…!
La rodeó cariñosamente por el talle, con un musculoso
brazo y fue llevándola a la casa, suavemente, con energía,
sin prestar atención a su velada resistencia. Sin duda, con la
seguridad de quien cumple una rutina.
—¡Señor…! —grité saliendo de mi estupor—. ¿Sabe en
dónde puedo alojarme? No conozco a nadie en la ciudad.
—¿Qué quiere? —inquirió sin volverse.
—Soy periodista —expliqué fastidiada— vine a entrevis-
tar a ese grupo de escritores que…
—¡Mierda…! —masculló y entró en el jardín, sin soltar a
la chica.
Corrí con la prisa del que necesita comida y ropa limpia.
Alcancé a prenderme de su hombro, a tiempo, para impe-
dir que entrara.
—¡No sea descortés…! ¿Es que se niega a ayudarme?
—me encaré con tal furia, que sonrió benévolamente y pre-
guntó con sorna:
—¿Cree verdaderamente esa patraña de los escritores?
—¡No necesito creer nada...! —me sentía rendida y a
punto de llorar—. Vine a trabajar. Es justo que por lo menos
sean decentes. Hice un viaje muy largo para conseguir un
artículo... nadie quiere darme una información…
—Qué lástima... —adoptó un tono burlón—, pero nues-
tros ferrocarriles no son tan cómodos como se quisiera y
viajar en ellos es un suplicio. Se ve cansada... Pero si no lo-
gra husmear personas decentes, es culpa suya. Se trata de
su problema, no del mío; me parece estúpido inmiscuirme
en asuntos ajenos... ¿Considera necesario que haga algo
por usted?
Entré maquinalmente en la rampa de cemento, pregun-
tándome: ¿por qué razón no me iba en el tren de la media-
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modidades de mi viaje. Tomaré unas notas…
—Usted no tomará ningunas notas —advirtió con acri-
tud— Perderá el tiempo si lo hace. Ya me encargaré de que
ningún escrito suyo salga de la ciudad, si se empeña en el
tema.
—No quise ofenderle, excúseme… Me pareció tan
exacto su parecido con el protagonista que me atreví a…
—Soy el protagonista —cortó—, y la ciudad lo sabe. Eso
no viene al caso. Lo más importante es que usted descanse.
La llevaré a casa de un amigo y se irá por la mañana.
—No dije que quisiera irme.
—Por favor… — una sonrisa compungida iluminó su mo-
reno rostro—. ¡No crea que soy un ogro...! Acepto que soy
muy brusco y que mi comportamiento con usted es apesto-
so... Es que últimamente ocurren cosas irrazonables. ¡Me al-
teran los nervios! Primero la publicación de ese libro; luego
una estúpida muchacha que viene a vivir en casa de Abia;
la brecha del dique; usted. Mañana estaremos, por lo que
veo, perdidos.
—¿Qué tiene de irrazonable mi llegada?
—Nada. Es tan absolutamente normal que surgirán com-
plicaciones. Me llamo Esteban Lago. Algunos amigos me
dicen Beden… ¿usted?
—Marina…
Caminamos, despacio, bajo un sopor caliente y suave,
que hacía transpirar mi cuerpo agotado. Esteban jugaba
con el llavín de plata y, en voz baja, me iba contando la
historia de cada calle, aunque sabía que no le prestaba
atención. Los pocos transeúntes lo miraban de reojo y las
mujeres de los balcones cuchicheaban: «Es Esteban Lago».
—Ellas son imbéciles y usted testaruda. ¡Márchese!
—No puedo, ni quiero.
—Le garantizo que estará más tranquila si lo hace. Aquí
no ocurre nada y no se hace nada tampoco. A no ser, abu-
rrirse, preguntar cuántos racimos de banano se exportaron
en un mes o si el río crecerá tanto como el año anterior.
Aburrirse, beber, y fingir que uno se endiosa más pronto
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víspera de la boda
—I—
La niña aprendió que el mundo es redondo como una na-
ranja amarilla y que sus habitantes se dividen en dos: los
gatos y las mujeres.
Las mujeres sentadas afuera. Junto a las caléndulas.
Encorvadas alrededor de la abuela, labrando mariposas y
orugas de seda —con agujas oxidadas— en un amarillento
vestido.
Ella espiaba, oculta, tras una puerta desvencijada. Le
fascinaba el resplandor del tejido, dócil, acariciador, con re-
flejos danzantes y azulados. Y la figura olivácea de Bethse-
ba. Balanceándose en un mecedor de mimbre, espantando
moscas verdosas con un abanico de fantasía, y, sonriendo,
de tanto en tanto, para sí, con sus dientes limados y peque-
ñitos. Alhucema y ron alcanforado. Ungüentos perfumados.
Esperando por el vestido. (El mismo que guardó por años
en un baúl claveteado. Que rondaba en las conversacio-
nes de las mujeres. Y que la niña nunca vio antes). Oía el
mascullar de las voces —silbando entre dientes cariados—;
sentía las miradas oblicuas, supersticiosas, envolviendo a
una novia encanecida.
Virginidad. Polvos de arroz. Géneros fuertes y almido-
nados.
Y los felinos, obesos, pesados. Alimentados con carne
cruda y leche fresca. Con rutilantes pupilas estriadas y pie-
les lustrosas, dejando testimonios-canela en mesas, sillas, y
sábanas. También en los regazos de las mujeres y en la sopa
aguada que humeaba en la cocina.
—Años atrás —hablaba la abuela—. Bethseba fue more-
na y joven. Ajeno su cuerpo a la rigidez de ahora. La iglesia
se adornó con jazmines y margaritas. Se tocaron campanas,
y todas ayudamos a lavarla, con leche de cabra y agua de
rosas.
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La vieja suspiró ruidosamente por su nariz con cornetes.
Conocía de vacas, de estiércol, de azadones y tierra. Agujas
no. Nada de sedas y agujas.
El mismo murmurar. De los años pasados. De los veni-
deros.
—No acudió —dijo Braulia, cortando el hilo de raso—.
Estuve allí. Le había comprado una peineta de carey y dos
pañuelos de lino.
—Fue el vestido —los dedos de la abuela, hinchados de
años y artritis, rodaron forzados la aguja—. Seda comprada
a Berta, esa ramera del café. ¡Maldita antes! ¡Maldita ahora
que Bethseba se casará con ese vagabundo! David Cente-
no. Avaricioso, mendigo, harapiento. ¡Te maldigo a ti y a tu
flauta de caña!
—Ave María.
Irene levantó el rostro, al camino, buscando el movimien-
to de la brisa en los ciruelos.
—Creí verlo —dijo.
Poseía una hermosura oscura, redundante, con soñolien-
tos ojos pardos, párpados resecos, y altos pómulos. Sus
labios estrechos rezumaban cansancio y rebeldía. “Ese ves-
tido es para mí. Estoy en mi derecho. Soy joven y ella vieja.
No es justo envejecer sin hombres en un sitio tan apartado
como éste. Estoy cansada de obedecer y doblar siempre
las costillas. Odio a Bethseba, y a la abuela, y a la casa, y al
día en que me parieron”.
La niña deseaba ardientemente tocar el vestido. Quería
acercarse, burlar a la abuela, robarlo. Y esconderlo muy le-
jos, en donde nadie lo viera —ni siquiera el ojo monstruoso
de ese Dios que habitaba arriba— y, tenerlo, con su brillo,
junto a la piel desnuda.
Como en los cuentos de hadas.
—No quiso escuchar —continuaba la abuela—. Quería
boato para su boda y no vaciló ante nada para conseguirlo.
Le supliqué. Le suplicamos. Se negó a desposarse cuando
le presenté un traje decente, de tela común, que me fiara
un comerciante honrado. Quedó en su cuarto de soltera.
Terca y sin lágrimas. Mientras los invitados reían soeces y
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sobre las nubes transparentes. Sólo la princesa le vio, y par-
tió con él, burlando a las brujas, las libélulas y los elfos, que
danzaban endemoniados en el foso del castillo...”
El mecedor de Bethseba rechinó. Agitaba un brazo al
camino. La niña tuvo miedo.
—Sal de ahí, Leda. Es mi novio quien llega.
Salió despacio del escondite. “Ven, niñita, ven”. Bethse-
ba acarició el cráneo pequeño y ahusado. Era enjuta, cero-
sa, con senos caídos y caderas estrechas. Usaba un amplio
ropón calicó-medio-luto de mangas abombadas y letines
almidonados al borde de la falda. Los cabellos muy largos,
salpicados de plata, caían por sus espaldas, bordeando los
brazos del mecedor. Tenía un continente sereno, magro,
que la envolvía en un aire de agresiva armonía. (Rosarios de
cuentas. Amuletos. Medallas oxidadas. Pulseras de plata y
jade). Sus ojos amarillos brillaban febriles: Había pagado
con ganado y terrenos por ese muchacho. Lo tendría.
La niña se resentía ante las caricias.
Era la tía Bethseba. Que amasó una fortuna prestando
dinero a interés. Vendiendo tabaco, comprando objetos
usados, destilando whisky, alquilando bestias, componien-
do matrimonios o deshaciéndolos. Se decía que fue ella
quien trajo a esas mujeres que vivían a la salida de la ciudad
—en la casa de la luz roja—, que dormían de día y recibían
hombres en la noche, y cuyos rostros pintados y grotescos
no podía mirar la niña. Le ordenaron cerrar los ojos cuando
iba y venía por el camino de la escuela: Conocía las cejas de
carbón, las mejillas coloreteadas, los moños altos (florones,
pachulí, palabrotas). Le sabían muy bien los dulces que ellas
regalaban. A veces les sacaba la lengua al pasar o recibía
sus monedas.
La abuela no aludía a ello. Tampoco las demás, que pa-
saban los días ociosas, sentadas en el corredor, tejiendo o
quejándose o murmurando. Pero la niña sabía: El dinero de
la carne, y el de la manteca, y el del arroz. Todo. Provenía
de la bolsa de dril que colgaba —sujeta a una tira de cáña-
mo— del cuello de Bethseba. Y las vacas y los perros y los
cerdos y los árboles. Todo le pertenecía.
—Viene... —se agitó la niña, desprendiéndose de las
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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perezosos. De la misma familia que los gatos. Se apoyó en
la cerca, hundiendo la barbilla en el círculo de una caña.
Masticaba tabaco y hojas de limón.
—La noche es buena —su acento era desafiante y cón-
cavo.
—Hoy es un día como los cuentos —murmuró la niña—
Extraño... Todos los príncipes de que supe llevaban zapa-
tos. ¿Por qué él no lleva zapatos?
Las mujeres no respondieron.
De pronto. La abuela sintió aquello absurdo, maléfico,
producto de una venganza o de una envidia reconcentrada.
Tenía que hacer algo. Apartó la costura y fue a buscar un
rifle, sin mirar a la niña, ni percatarse de la expresión victo-
riosa de Bethseba. Encontró un arma a la mano, en uno de
los anaqueles, con tres balas dentro. Examinó el tambor.
Limpió el cañón. Y, con sumo cuidado, apuntó al pecho del
hombre.
—Márchese.
Él respiró en la oscuridad. Estaba tranquilo.
—Hice un negocio. Vengo a cumplir mi parte.
La niña estaba junto a él. Halando la camisa sudorosa, res-
pirando el olor del hombre, llamándole con nombres inven-
tados, buscándole el rostro de los príncipes.
—Disparará —advirtió Irene trabajosamente.
—Dispare —retó él—. Mi padre tiene documentos firma-
dos. Lo perderán todo, hasta la casa.
Mientras, Bethseba contemplaba, abismada, la figura —
nublada y distante— del macho que cambiara por su mejor
ganado y la mitad de sus terrenos. La ira de la abuela, de
espaldas a ella, el llanto de Irene, y el temor de Braulia, la
tenían sin cuidado. Le fastidiaba la expresión soñadora de
la niña (que adivinaba en la cortina de oscuridad), y sus ojos
taladrantes, hondos, lacrados en el hombre.
—¡Lárguese!
—Ella dio su firma. Accedí a venir y aquí me quedo. Tam-
bién tengo hambre.
—Tiene hambre —repitió la niña.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
—II—
La niña contempló al extraño. Atenta. Sin llanto. Con sus
ojos maduros y redondos: Lo sentía como un príncipe —
gato, silencioso, de zarpas agudas y rápidas. Y su piel cá-
lida, untada de sebo, al alcance de las manos pálidas; de-
masiado largas y huesudas para ser las manos de una niña.
—Ve a dormir —ordenó la abuela.
Obedeció, calladamente, sabiendo sus piernas débiles y
su sombra pequeña, apenas como los árboles nuevos —re-
cién plantados— y sin la prudencia de los felinos todavía.
“Me saldrán senos el año entrante. Entonces seré una mu-
jer. Más que una mujer”.
Y el resto de la noche en duermevela. Pestañas agigan-
tadas, a la luz exigua (y enormes vigas del techo), forjando
tejidos, pesadillas y lianas en la pared. Su nombre era Da-
vid. David Centeno.
Él comenzó a percibir secamente los sonidos. Laceran-
tes. Confundidos —al otro lado del tabique— con los ge-
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midos de la niña. Atropellando sus sienes atormentadas y
desplazando los alientos femeninos. Hacía un frío cortante
y salobre que la manta raída no lograba mitigar. Se respi-
raba humedad. Orín. Estiércol. “Estoy junto al mar. Siento
presencia de sal y peces descompuestos. Aún no llega mi
día de morir. Hermoso. Cuando estás vivo todo es hermo-
so. Mujeres que te odian y te aman sin desearte siquiera.
Una niña que te palpa y te desea sin saber que desea. El
camino bajo mis pies desnudos. Respiro. No hay derrotas.
Sólo la vida delante de mí, esperándome, dándome una
lengua para hablar y ojos para ver y un sexo para amar. Ya.
Nada se acabó. Insistentemente la vida continúa. ¿Y si que-
dara ligado a esa mujer vieja a quien vendí cinco años de
mí mismo? No. El único que puede atarme soy yo mismo. Y
existirán prados, ganados, casas, todo producto de mi piel.
Me gusta. Hay que venderse o comprar o hacer lo que sea.
Pero continuar vivo...”
—Despierta... —susurró Irene.
Entreabrió los párpados, gruesos, embonados con
pesadez, como si realizara un esfuerzo superior a él.
Descubrían dos esferas grises, casi azules, en las que se
reflejaban los objetos nítidamente —la cama y la mesa y
la jofaina— como en espejos antiguos, mágicos, media-
namente burlones. Lanzó una seca carcajada, inesperada
para sí mismo; las mujeres retrocedieron: La muerte se
había convertido en una habitación exigua, ridícula, mi-
serable. Una mecha de petróleo ardía sin resplandores,
apenas, mitigando la negrura completa. Le llegaba una
vaharada de objetos antiguos y mujeres a la espera.
—Su rostro... —irrumpió atemorizada Irene—. ¿Viste
su rostro?
Se sentaban al final de la cama. Temerosas. Con las
manos recogidas en sus regazos de género y piernas cu-
biertas. La más joven parecía muy hermosa. David sintió
un ardor bajo la lengua. Aún le dolía demasiado el hom-
bro para codiciarla totalmente; pero la codiciaba.
—Su rostro... —insistía—, fíjate en su rostro.
Braulia fue a tomar la mecha del rincón. De puntillas
se acercó a él. Contuvo la respiración y levantó la luz.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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mas no lograba disimular un dejo duro y torvo—… aunque
no ganaremos nada con su vida. Es un ladrón vulgar. Quiere
dinero y dejará a Bethseba sin un céntimo. Le obligaremos
a marcharse, a su tiempo. Ella tendrá que conformarse.
—No se conformará.
—Haremos que se conforme.
—Sé lo que sientes... —Braulia enredó sus dedos vacilan-
tes en los cabellos rebeldes. Dos arrugas hondas cruzaban
la frente masculina. Tenía una barba oscura, que apuntaba
en desorden, descendiendo por la garganta venosa, hasta
juntarse con el vello del pecho—... es demasiado tiempo
de estar solas y vacías. Demasiado.
—¿Tuviste a Leda sólo por eso?
—Sí.
—¿Es ése tu mejor recuerdo?
—Me gusta recordar la arena hirviendo y agua salada
azotándome el rostro. No sé qué sonrisa tenía él ni qué sen-
tí cuando me poseyó.
—Lo siento.
—No hay nada que sentir. Apenas tengo tiempo de lim-
piar los cerdos y ordeñar las vacas. Apenas.
El viento vociferaba fuerte, desde las rocas, golpeando
las ventanas cerradas y denunciando la existencia del mar.
Braulia apartó su mano.
—No tiene fiebre —dijo—. La boda transcurrirá sin tropiezos.
David intentó moverse. El hombro le dolía cada vez más.
Con gusto hubiese reído muy fuerte, de sí mismo y de las
mujeres. Le excitaban las voces calculadas, en un margen
de miedo, impotentes para rebelarse en sus gargantas
atrofiadas. Estaba desnudo hasta la cintura, con el hombro
vendado; le habían colocado trapos limpios y hojas de sal-
via. En su torso ancho se extendían innumerables manchas
negruzcas, como tiras de fino limo, de trecho en trecho,
mostrando apartes de una epidermis lustrosa y ocre.
—¡Mira...! —gritó Irene—. ¡Míralo! —El sol se filtraba,
por fin, a través de las ventanas clavadas, por las hendijas y
las diminutas claraboyas del techo.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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Lo fue empujando y él se dejó conducir, dócilmente,
como un perrito.
—Conmigo —hablaba segura y pausadamente, como
una mujer.
—¿A dónde?
La sala estaba iluminada —además de los rayos del sol—
con cirios altos, colocados en hilera junto a las ventanas,
presentando un aspecto lúgubre y apagado. Las flores, en
desagradable profusión —en búcaros y artesas y vasos de
cristal barato— perfumaban dulzonamente. David experi-
mentó ligeras nauseas: Bethseba se sentaba en el mecedor.
Con los brazos laxos, y una expresión vaga, indiferente. Era
la primera ocasión en que David la veía realmente (aquella
vez en la ciudad fue ella quien se deslumbró y lo siguió por
espacio de dos días enteros, hechizada por el pregón de
los calderos y las melodías de la flauta y el manipular de las
extremidades poderosas). Contra su condición, no se sin-
tió divertido —ni siquiera medianamente—, sino fastidiado
simplemente.
Ese traje de seda, mustio, bordado en colores iridiscen-
tes, semejante a un sudario de segunda mano. La corona
de azahares artificiales alrededor de unas sienes exiguas,
confiriéndole un aspecto patético, desolado. Uñas engar-
fiadas, pintadas de rojo vivo, con cutículas gruesas y amari-
llentas. El rictus tembloroso en los labios amoratados. Sus
ojos enormes, con borde sanguinolento, los mismos ojos
de la niña. “Las mujeres muy hermosas no deben enveje-
cer. Necesitan sucumbir pronto. Muy pronto”. David recor-
dó a todas las hembras vivas y muertas que viera antes e
imaginó las que vería después. Ninguna tenía esa máscara
impotente, desolada, desbordante de tedio y desdicha que
presentaba la mujer.
—Terminemos la farsa —dijo, sin saber exactamente lo
que pretendía—. Le enviaré sus papeles después.
Bethseba hizo un movimiento imperceptible. No parecía
escuchar. La niña rozó las rodillas de David; su contacto era
tibio, extrañamente acogedor.
—Me lo dijo muchas veces —musitó—: “Un día él ven-
drá y entonces me vestiré de novia. Iremos juntos a la igle-
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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—III—
Los casó un clérigo diminuto, con sotana nueva, de prisa,
atropellando la Epístola de San Pablo. David dijo “Sí” con
claridad, e imaginó un millar de camisas nuevas que podría
comprar con el dinero recibido. Estaba impaciente. Deseo-
so de llegar pronto a la casa y calmar su hambre. Moría de
hambre. Y estaba dispuesto a sacar el mejor partido de la
situación. Se sabía observado, pesada cada una de sus pa-
labras, medidos sus movimientos.
Cuando Bethseba hubo asentido y la ceremonia se pre-
cipitó, David se permitió examinar a la niña. Jamás había
visto otra niña como aquella. Intentó pensar en otras cria-
turas (verlas correr y jugar a muñecas y saltar a la cuerda).
La verdad, era la primera vez que alguien le atraía y le
repelía con tanta violencia. Se daba cuenta. “Vaya. Vaya”.
Y el mismo pensamiento en la fiesta, alrededor de un
fogón rústico, con la novia meciéndose «rrsssddssrrsss»
sin parar, sobre balanzas y mimbre. Los invitados cuchi-
cheando satíricos. Apartándose ostensiblemente de él. Y la
abuela, explicando a gritos —persona por persona— cómo
trató de impedir la boda y matar al hombre y convencer a
Bethseba.
—¡Es la seda! —decía— ¡Esa seda maldita!
David comió de prisa, con la mano, hasta el último grano
de arroz que le sirvieron. Despresó un pollo y lo deglutió
hasta pelar los huesos. Tomó vino en abundancia y agua de
cebada. Deseó a Irene (para no desear a la niña) y tornó a
sentir hambre. Sin decir palabra, alargó su plato a Braulia,
que trajinaba cerca; ella le sirvió otra porción aún mayor.
David engulló con voracidad. Era su primer alimento en
varios días. No había sentido necesidad de comer desde
que salió de la ciudad. Sintió un vago remordimiento por
su hambre, como si privase de algo muy precioso a aquella
comunidad de mujeres flacas y engreídas.
Ya no era tan fácil marchar. Marchar. Le hormigueaban
las piernas. ¿Y si lo hiciera ya? “Esto es una boda. Mi boda”
—pensó—. “Ya veremos mañana”.
La niña fue a dormir temprano. Rendida. Y soñó; con
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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En verano y en invierno y en estío (no conozco el estío) tú,
yo, podemos convertirnos en uno y amar. Por todos los días
en que no te vi, en los que no te veré, y en los que no podré
poseerte ni tú dejarás que te posea”.
—¿Soy yo?
—Eres tú.
Y David olvidó que ella fuera tan pequeña, sin pechos
aún, con largas piernas como las de un muchachito. Le gus-
taba su manera de decir las cosas, grave, reposada, como
la de una mujer.
—Voy contigo —murmuró, segura, con acento cálido.
—¡De prisa...! —dijo él—. Hay mucho camino hasta la
ciudad.
La niña se enredaba una y otra vez en el ruedo del lar-
go vestido. Tropezando. Riendo. Presionando la mano de
David, posesiva y perennemente. Era como un pajarito de
rapiña, pequeño y seductor, con profundos ojos oblongos.
Miedo. David, a veces, sentía miedo. Entonces tocaba su
flauta. Pero la había perdido. No recordaba en dónde.
—¿Quién eres? —preguntó la niña.
—Me llamo David.
—David. Como se llaman los reyes.
Braulia les miró alejarse y convertirse en diminutos pun-
tos negros. El camino era largo y penoso. Nunca Bethse-
ba se iría por él. Pena por ella y alegría por Leda. Ambas
marchaban, a sitios diferentes, y, en el porvenir, la soledad
quedaba torpe y continua.
Se acurrucó a los pies yertos, y estuvo allí hasta que acla-
ró. Sollozaba tenuemente, cuando la abuela se levantó, a la
madrugada, para ir a orar en la iglesia vacía.
—¡Levántate! —gritó autoritaria, golpeando el suelo con
su bastón de bambú—. ¡Levántate!
Los gritos frenéticos emergían de un ropón-calicó-ne-
gro, tan viejo como su poseedora, estridentes y secos. La
abuela estaba casi calva. El ralo cabello se atirantaba hacia
atrás, reseco, deslucido. La piel del cuello se plegaba en
diminutas capas, venosa y floja.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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Bethseba parecía en paz. Por fin. La paz única que ella po-
día lograr adherida a su muerte.
Luego se barrió la casa, se quitó el polvo de los anaque-
les, se sacaron afuera los asientos de paja. Ya llegaban las
demás, rígidas y adustas, sin los hijos, dispuestas a dar con-
sejos a la desposada: Braulia se las enseñó. Tendida sobre
la mesa burda. Rodeada de los cirios que la abuela desti-
nara a su propia muerte. Con un ramo de flores silvestres
sobre la sábana nunca antes usada.
—Leda se ha marchado —repetía—, se ha marchado.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
ese otro
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Cuenta que ella, la madre, te azotaba hasta el hartazgo,
cuando te negabas a mendigar. Son unas manchas oscuras,
feas, repelentes. No se puede juzgarla. Estaba primero el
padre. Un pelirrojo pendenciero, tahúr, bufón de salones,
fanfarroneando siempre: Te preparaba abundantes teteros
de ron, limón y whisky, para que no lloraras de noche y lo
dejaras dormir tranquilo.
Continúas. Paso a paso en la dimensión de mis pestañas.
Ardes: Ayer, apenas, vendías talismanes milagrosos. Conju-
ros para detener el mar. Pomadas curativas. (El pueblo se
cansó de soportar tus burlas).
Y si te detuvieras un instante, tendrías que retroceder y
entonces sentirías que está haciendo miedo, y los perros
ladrarían a tu alrededor, y los hombres te traerían a golpes
y escupitajos, sin ninguna piedad. La piedad ha desapare-
cido de nosotros.
O—O
Fui yo. Te llevé a casa de la pequeña Virginia. Insistí en
que la apartaras de mi hermano. No es que tenga remor-
dimientos. No. Me asustan sus vómitos de color verde y el
que mi hermano persista en amarla. Te advertí después:
Estábamos dispuestos a callar, ignorar al padre y celebrar
una boda tranquila. ¡Te jactaste! Los jugadores de billar se
enteraron. Aún escucho los gritos, el olor de cuerpos cha-
muscados, los insultos soeces. (Tú no estabas ya dentro).
Mi hermano haraganea en una jaula de duros barrotes.
Escribe: “La tendré a ella y a la criatura, por sobre todo. No
siento arrepentimiento. Ni temor. Ni odio. Me aburre ver mi
nombre en expedientes y acusaciones. Sólo me duele que
él no se quemara con la casa”.
No eres ni bueno ni malo. Tal vez. Eres más débil que
la mayoría. La tía Camila no lo comprendió bien. Siempre
fue avara. Con una avaricia de cosas, de sentimientos, de
personas. ¡La despertaste! No le hizo daño que mintieras.
Mentir, es, un ejercicio diario. Continuo. Difícil. Precisa un
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
0—0
¿Has oído como se amotina el mar? Lentamente desapare-
cen las canoas y los pescadores de troncos. No hay viejas
que digan la buenaventura. Aquel italiano manco, que al-
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quilaba piezas con cortinas moradas, cerró el local. Las hor-
migas huyen en fila india, llevando hojitas y migas de pan
sobre sus pardos lomos microscópicos. Tía Camila no dejó
testamento. El malecón cederá pronto. La gente se apiña
en los templos, rezando a ese Dios al que nunca vieran, en
quien nunca creyeron, pero al que todos temen ahora.
Pasando los techos ocres y las casas pintadas de cal, más
allá, diviso a Virginia: Lleva mangas largas y el traje oscuro
resalta su palidez. Tienes los ojos muy abiertos, noctámbu-
los, extáticos. Espera. Todos esperan en esta madrugada.
La gente tropieza y calla. Ella susurra: “¿Cuándo vas a vol-
ver?” ¿Quién le dirá que no has marchado realmente?
Ya no existe su casa. Sus hermanos desclavaron tabla por
tabla las ventanas. Juntaron las vigas. Desprendieron los
paneles de adobe. Reunieron los clavos herrumbrosos. La
maldijeron cuando se negó a partir. Y luego se marcharon
cargando hasta la última astilla.
—¡Ven con nosotros! —dice la gente que pasa.
—¡De prisa! ¡No hay tiempo que perder!
Ella niega moviendo su hermosa cabeza leonada. Insiste
en esperarte. Sólo resta desear que duerma.
Amanece. Los vidrios se cubren de goticas transparen-
tes. Ha nacido una flor en el manzano endeble. Vi un pájaro
silencioso parado en la ventana. Se odia. Se desea. Y cada
uno guarda celosamente su silencio, para no sucumbir, para
no terminar tan pronto. Los hombres siguen buscándote.
¿Hacia dónde pudiste ir?
—A todos los sitios y a ninguno.
Me lo dijo ella, esa mujer arrugada y seca, poseedora de
tu misma voz (el acento taladrante y opaco), la misma que
negaste existiera y que tiene una covacha en las afueras.
Vende unturas, hierbas, amasijos. Tan parecida a ti en su
vejez reacia. Con vagos rasgos de mulata. Alargándome sus
brazos venosos para palparme a su sabor.
—No tema por él —dijo, fijando en mí sus pupilas verdo-
sas, sin iris, horrorosamente cóncavas.
—Lo colgarán.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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—¿Lo vieron?
La gente escupe cuando se te recuerda.
—¿Cómo era su nombre?
Quedó pensativa y dijo: “No. Jamás supe su nombre”.
Luego se inclinó trabajosamente a recoger una lata de con-
servas mohosa, en la que pululaban los gusanos. La apretó
contra su pecho raquítico, como algo muy precioso y viró
hacia las viejas, que, en cuclillas, vigilaban un exiguo fuego.
Cocinaban pellejos y desperdicios.
—Ven conmigo, José.
—Debo buscarlo.
Las viejas se miraron temerosas. Una de ellas sacó de su
seno una botella tornasolada, la destapó y dejó rodar unas
gotas en su palma escamosa. Me roció con ellas.
—Es agua bendita —dijo—. Le traerá suerte.
Eché a correr. La superstición es más fuerte que tu en-
gaño. Las viejas se persignaron. Por largo rato escuché el
murmullo de sus voces cascadas en doloroso trepidar —
mascando una vieja canción de cuna.
0—0
Una escarcha invisible cubre el rescoldo de los plantíos
abandonados. El mar susurra. Con voracidad inaudita. Y su
lengua grisácea se extiende, lenta, por la cintura del cami-
no. Queda mucha gente en la ciudad. Resentidos. Amarga-
dos. Sin dinero para escapar a tiempo. Están ávidos. Con
una furia de emociones. Deseosos de arremeterla contra
alguien. Murmuran por lo bajo.
—Lo lincharemos.
He mutilado un pequeño manzano. No merecía vivir. Y
dejado varios panes en el jardín para las hormigas fugitivas.
El agua lame los nudos del puente viejo y el sacerdote loco
grita. Nadie se burla. Muchos se detienen a escuchar. Vir-
ginia perecerá con la ciudad. José tiene los pies sangrantes
de buscarte. Sus muletas vacilan.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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las distancias doradas -1 9 6 4 -
escombros en la luna
La vieja escarbaba en los escombros. Lentamente. Hacien-
do montoncitos separados. Astillas, trapos, latas. Nada
escapaba a sus ojillos grisáceos de niñetas acuosas. Cuan-
do tropezaba con un objeto valioso: una olla tiznada o la
pata de una mesa, daba griticos de alegría —en tono chi-
llón y desacompasado— lo suficientemente altos para ser
escuchados por las demás, y frotaba el hallazgo, con su
mugriento delantal, repetidamente, como quien brilla una
tetera de plata.
Las otras la miraban hacer. Idiotizadas. Una contra otra,
en cuclillas, silenciosas. Como si no comprendiesen exac-
tamente lo que ocurría. En el matorral se pudrían los des-
pojos de cuatro mulas y de muchos hombres. Los samuros
ahitos no disputaban siquiera. El hedor era insoportable.
Arriba. El sol era un girasol anaranjado y caliente.
Era el atardecer del noveno día y aún humeaban las rui-
nas. Aquí. Allá. Levantando caprichosas figuras oscuras, se-
dosas, tenues. Los niños habían dejado de alborotar. Dor-
mían, inquietos, quejándose de tanto en tanto.
—Quiero algo de comer.
Berta sintió piedad de esa criatura desgarbada. Seca. A
quien veía pasar, a misa, tocada con un sombrerito verde.
No miraba en dirección del café. Y la única vez que se en-
contraron en la calle, escupió y dijo “zorraaa...” impercep-
tiblemente. Y ahora... “quiero algo de comer” con la mano
extendida y los labios cuarteados.
Era la primera vez que hablaba en todo ese tiempo.
—Hay que trabajar —canturreó la vieja, con voz cascada
y metálica— y levantar el pueblo de nuevo. Sucedió igual,
muchos años antes, cuando yo era joven.
Sofía, la más endeble, entornó sus ojos vidriosos.
—Tu hijo estaba con ellos —repitió por milésima vez—.
Tu hijo estaba con ellos. Estaba con ellos.
Cerró los párpados abotagados y violáceos. Sus brazos
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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las ruinas, husmeaba, lamiendo todo a la vez. Era de un pe-
laje amarillento, con leves manchas sarnosas y pezuñas en-
lodadas. Ojos redondos. Aguanosos. Tropezó un segundo,
con algo comestible. Sus dientes crujieron. La vieja se acer-
có con sigilo. El animal se volvió irritado lanzando dentella-
das al aire. Babeaba. La saliva era espesa y sanguinolenta.
Agudos ladridos resonaron por largo rato en el eco em-
polvado.
La vieja lo desolló. Tenía mucha práctica y manejaba el
cuchillo con maestría. Las gotas rojas que salpicaban su de-
lantal la tenían sin cuidado. Su marido se ocupó por 20 años
de la cría y matanza de cerdos. Cuando él murió, ella se
encargó del negocio. Tenía clientela fija y mataba un cerdo
cada semana.
—Despierta a los niños —dijo a Berta, mientras aparta-
ba las vísceras, los sesos y la lengua.
Los niños reunieron ramas y astillas. Prendieron un buen
fuego. Se mostraban dóciles y callados. Ya no zaherían a
Berta. Miraban, fascinados, cómo la vieja cortaba los pe-
dazos de carne y los colocaba en el fondo de la olla. La
más grande que encontrara. Lo hacía con unción, como si
realizase un fervoroso rito.
—No tenemos sal —masculló la vieja.
—Pero tenemos hambre —respondió la mujer que antes
usaba un sombrerito verde. Sus ojos brillaban febriles.
Trajeron agua del río cercano. El fuego no tardó en cre-
pitar y los niños soplaban con pedazos de cartón, envueltos
en tos y humo. Allí permanecieron, arrodillados, por largo
rato. Por fin ablandó la carne. El agua se tornó espesa y
oscura.
Bebieron del caldo, grasoso, agrio. Con avidez. Directa-
mente de la olla, pasándola de mano en mano. Los chiqui-
llos masticaban de prisa, casi sin deglutir; se oía rechinar de
dientes y respiraciones entrecortadas.
La vieja cesó de comer. El caldo corría por sus antebra-
zos y se mezclaba con la suciedad de la piel. Los ojillos
expectantes —circundados por innumerables arrugas es-
triadas— giraron en las cuencas. Era flaca y encorvada, de
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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Sintió ganas de vomitar.
—¿Pasaron por aquí? —preguntó haciendo un esfuerzo.
Ella negó con la cabeza.
—Los tenemos casi rodeados. ¿Es seguro que no los ha
visto? —habló con hermosa voz de tenor, muy alto, para
que le oyeran sus subordinados.
La vieja repitió el gesto anterior. El oficial encendió un
cigarrillo americano. Nunca fumaba otra cosa. El sudor des-
cendía por sus axilas —con olor de tierra y desodorante— y
sus nauseas se hacían más insistentes. Los soldados, aburri-
dos, se entretenían lanzando piedras a los samuros. Llega-
ban vahos de podredumbre. Berta rezaba fervorosamente.
Era preferible que no las vieran: Los hombres en manada
son siempre temibles y no se pertenecen realmente. Más
cuando les ha faltado mujer por varios días.
El oficial buscó afanosamente en los bolsillos. Ofreció
a la vieja chocolates y chicléts de menta. Los soldados lo
respetaban. Había estudiado en la universidad y tenía un
diploma. Era muy fino en sus cosas y perfumaba sus pa-
ñuelos. “Tome, tome”. La vieja sonrió, en un ruidito seco,
mostrando unos raigones ennegrecidos y sus encías rosá-
ceas. Alargó la mano y apañó, rapaz, los regalos. No dio las
gracias. Los soldados apostaban a dos samuros peleando
una tripa. La escena no les interesaba. Habían visto muchas
como esa.
—Daré parte de esto a la Asistencia Social —(anotó la
fecha del día y el nombre del lugar. Destacó la ignorancia
de la vieja y el poco respeto que mostraba a su grado)—.
Haré que le envíen provisiones —le dijo—. Pero debe irse
de aquí. Ya me cuidaré de eso también.
Un rastreador llegó acezando. Dijo algo al oficial. Era un
muchacho moreno y bajito. No pasaría de los 18 años. Los
soldados se cuadraron. El samuro ganador era vitoreado
por algunos.
—¡Vamos! ¡Listos! —el oficial dijo algo a la vieja antes
de arrancar. Su voz se perdió en el crujido del motor y las
pesadas botas que corrían.
La vieja les miró alejarse. Berta se levantó sacudiendo las
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Paladeó el líquido ardiente; lo sintió correr agradable-
mente por sus venas y devolvió la botella sin decir nada. El
oficial se apartó. Los soldados levantaban dos tiendas de
campaña. El quejido de los heridos era inconfundible.
—¡Venga! —gritó el oficial.
Fue de mala gana. Atados. Fuertemente, con cuerdas
nuevas, descubrió cinco hombres. Los soldados se turna-
ban para hacer guardia. En el matorral, cadáveres nuevos
estrujaban las espinas.
—Necesito al cabecilla —el oficial se expresaba con voz
chillona, perdido su control—. Debo liquidar este asunto
ya.
—No los conozco. No los vi nunca —Berta evitó mirarles.
Presentía los samuros.
El oficial se enjugó la frente con un pañuelo limpio. El úl-
timo que le quedaba. Encendió un cigarrillo, nerviosamen-
te, y pidió a Berta que los mirara de nuevo. Sofía se negaba
a levantarse. Dos hombres intentaban mover su pesado
cuerpo. La mujer que usaba un sombrerito verde, asustada,
sollozaba en silencio. A la vieja la habían dejado en paz.
Uno de los hombres amarrados tosía sin descanso. El oficial
se crispaba, a compás; era demasiado para él.
—¡A callar...! Un solo intento de huida y tiraré a matar.
¿Cuál es? —inquirió de nuevo.
La vieja se revolvió en sueños. Dulcemente —con sus
miembros reacios— se fue desperezando. Tardó un tanto
en acostumbrarse a las luces. Reconoció al oficial, vaga-
mente, como a un habitante de su imaginación. Se sentía
bien, rodeada de su propio calor, pero le hormigueaban las
costillas. Tendría que levantarse. Poco a poco, sus pupilas
opacas fueron distinguiendo. Contuvo un grito. El oficial
advirtió la contracción y fue a ella.
—Los hemos traído —dijo, ayudándola a ponerse en
pie—. Mataron seis de los nuestros. Quizá el cabecilla viva
aún. Venga.
El encargado del rancho trajo una escudilla con sopa
aguada, pan, un pedazo de carne cocida. La vieja lo re-
chazó con energía. El oficial, hipnotizado, lo pasó por alto.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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muy tarde y el oficial no les permitiría volver. “Nos iremos
mañana”, dijo a los niños. La vieja se incorporó y comenzó a
escarbar en los escombros. Estuvo en ese oficio el resto de
la noche. Encontró una azada con mango de metal. Marcó
un cuadrado en la tierra —del ancho de un buey— y arre-
metió a cavar.
La luna descendió por el horizonte. El hombre pareció
moverse y la sangre, alrededor, tomó visos azulados. Uno
de los niños sollozó en sueños. La vieja se arrodilló junto al
cuerpo acribillado, sacó su cuchillo y dio un tajo preciso. Te-
nía mucha práctica. Tajar había sido su oficio durante años.
Los ojos del hombre, extáticos y vidriosos, apuntaban al
cielo. Un cielo remoto, de nubes algodonosas, iluminado.
Los samuros danzaban enloquecidos, violando la luna y los
cadáveres nuevos, en el matorral. Berta se apretó más con-
tra los niños. La vieja amontonaba tierra sin descanso.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
la otra gente
-1973-
Un baile en Punta del Oro
Hora del té
Mammy deja el oficio
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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Pero es más humano por haberse atrevido. ¡Esto lo hace
diferente...! No es estúpido robar tres manzanas y besar a
una chica. Es peor no hacerlo nunca.
—¡Por Dios... ! ¿Te has fijado en lo que dices? —se escan-
dalizó la pecosa María Arana.
—Sí. Lo sé... Pienso que en este pueblo nadie se atreve,
ni para el bien, ni para el mal. Todos son iguales, con men-
tes iguales y no ven más allá de sus estúpidas narices. Son
incapaces.
—¿Incapaces de qué?... —interrumpió María, asombrada
y boquiabierta.
—Los otros son incapaces de sentir. A ellos una persona
racional puede más que destruirlos —y sonrió entre dien-
tes—, puede borrarlos del mapa de la vida.
—¡Pavadas...! —se enojó María Arana. Una muchacha sólo
puede cocinar pasteles y hablar cuando los hombres callan.
De esta suerte murió la conversación. Pero en adelante
parece que Lilí cambió por completo y el pueblo con ella.
Días después, Adelina Segura, una piadosa parroquiana,
se fugó con un vendedor de específicos. El alcalde, en un
rapto de modernismo, ordenó pintar de verde el edificio
del concejo. (Con lo que se alborotó la bilis de la mitad de
la población).
Sobra decir que Federico Barrios, herido por la indife-
rencia y el desprecio general, armó tales alborotos que la
policía se sintió con suficiente autoridad para echarlo del
lugar. Era un bello muchacho, de sonrisa encantadora, pero
se llevó seis gallinas y toda la platería de la casa de su tía
abuela, mientras un gran suspiro —universal y democráti-
co— acompañaba su salida.
Quedó en el pueblo Lilí Fresa. Error de inconcebible
magnitud. A ella se refiere mi historia:
Dicen que soñaba con visitar el Mar Muerto y más que
nada con asistir a un baile de gala. Y era una criatura alta,
desgarbada, con una tupida caballera pintada de canas —a
pesar de sus 16 años— venida de no se sabe dónde, cual-
quier día. En una fecha remontada a diez o doce años atrás.
No se sabe bien.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
73
En cambio, al lado de este hombre, Lilí encontraría po-
cas oportunidades de pensar o rebelarse. Compraron una
casa blanca —aunque ella la deseaba pintada de celeste—
con techo rojo y huerto de hortalizas.
Como en esa época tuve que ausentarme del pueblo, un
agente viajero me contó lo demás. Pidiéndome, por añadi-
dura, una botella de whisky por hacerlo:
Contra lo esperado, la fea muchacha se convirtió en una
borrosa ama de casa, que dio a luz, una detrás de otra, cua-
tro niñas en cuatro años. En las fotos aparecen como cuatro
muñecas vestidas de verde. Con lazos verdes en el cabello.
Calcetines color guayaba y zapaticos de charol, tomadas de
la mano, mortalmente pálidas. Me dicen que temían infini-
tamente al padre.
Arnaldo Zapata, entretanto, prosperaba y engordaba.
Portándose como un sujeto recto y honrado, censuraba los
transportes de alegría, los gastos inútiles, las palabras de
afecto, los minutos ociosos. Nunca se permitía distinguir
cuál de sus hijas era cuál. Por consiguiente, no hablaba con
Lilí más de lo necesario.
—¿Qué día es hoy?
—Lunes —respondía ella.
—Ahh.
Lilí pensaba que cualquier instante era bueno para empe-
zar a comprenderse, o al menos conocerse. Y lo intentaba.
—Arnaldo, resulta que…
—Si son las niñitas, hazlas callar. Si estás enferma, puedes
visitar al médico. Si necesitas dinero, otra vez será.
—No ocurre nada.
Sería insensato juzgarlo mal. Era un auténtico producto
del pueblo. Como buen producto, típico e inmejorable,
aprovechaba al máximo todo su tiempo. Sus preceptos re-
ligiosos indicaban que cada minuto es una preciosidad (el
diablo hila en las ruecas del infierno) y que el hombre es-
taba hecho a la imagen y semejanza de Dios, pero que la
mujer era un vulgar hueso de costilla. Estaba contento de
sí mismo y cumplía celosamente sus deberes. “¿No tenía
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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mente acariciado. Reunió sus fuerzas de esposa grisácea,
dulce y obediente, para meterse en la cama, los quehaceres
manga por hombro (sus niñitas deambulando por la casa y
Arnaldo gritando desesperado).
Y en las tardes bochornosas, los viejos tenderos y las
mujeres ociosas se frotaban las manos, esperando que Ar-
naldo Zapata tomara el palo de la escoba para propinarle
una soberana paliza a su mujer. Equivocándose de medio a
medio. Lilí no cedía un ápice. Pasaba horas enteras tendida
sobre la cama, mirando el techo con los ojos en blanco o
leía emocionantes fragmentos de la colección completa de
las aventuras de Buffalo Bill.
En conclusión, la gente pensó que estaba enferma de los
pulmones, una enfermedad muy de moda en ese entonces.
Y como nadie refutó el rumor, una febril actividad higiénica
se despertó en el pueblo. Las casas fueron fumigadas, los
muchachitos sobrealimentados, los perros vacunados y los
ratones envenenados. Todo esto en medio de una algazara
descomunal, que impidió a las almas rectas y a los espíritus
piadosos observar que Federico Barrios había regresado
al pueblo.
Mientras tanto, la terquedad de Arnaldo Zapata daba
frutos negativos.
—¿Qué tiene de malo ofrecer un baile? —se pregunta-
ban los amigos del ponche y las tertulias.
—Lo que pasa es que no sabe bailar —argumentaban las
muchachas volantonas.
—Es un egoísta —cacareaban las señoras acostumbra-
das a organizar eventos de caridad.
Para evitar una catástrofe, lo visitó la comisión de obras
públicas, las señoras de la acción católica, el comité de
jardines y ornato, la sociedad de amor al terruño. Hasta la
dignísima Agueda Miranda, a quien jamás vi salir sin som-
brero ni guantes a la calle, aunque en nuestro pueblo hace
la mayor parte del año un calor insoportable. Y en nombre
del futuro del pueblo y de la comunidad, lo convidaron a
ofrecer un gran baile en honor a su esposa moribunda.
Arnaldo Zapata pronunció un “No” muy hosco y rotundo.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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Y llegó la noche del bailé.
Desde temprano, los invitados se dedicaban a acicalar-
se, menos Federico Barrios y el sepulturero que —como no
sabía leer y era sordo de remate— a estas horas de la vida
no tiene ni idea de los susodichos acontecimientos.
A la hora anotada, Lilí Fresa recibió a una inmensa mul-
titud tomada del brazo de su imponente marido. Tenía los
pies hinchados aprisionados en altos tacones, las uñas pin-
tadas de rojo sangre, los párpados abotagados embadur-
nados de antimonio como una golfa de tres por cinco. En el
dedo anular de su mano derecha brillaba una piedra falsa
tan grande como un huevo de paloma. Nunca estuvo más
fea. Nunca sus cuatro niñas más exactas, más parecidas en-
tre sí: una detrás de otra, sentadas a la derecha de mamá,
vestidas de blanco y con medias color miosotis. No se sabía
cuál era cuál.
En lo que respecta al baile en sí, las opiniones se contra-
dicen. Unos aseguran que Lilí no bailó porque no sabía ha-
cerlo. Otros que ni siquiera se levantó de la cama y presidió
desde ella la reunión. No faltan sujetos incrédulos que juran
sobre la Biblia que Arnaldo Zapata ni entonces ni ahora ha
invitado a extraños o conocidos a su casa. Mi versión favo-
rita es la que vio mi abuela (que en paz descanse) con sus
propios ojos, a pesar de que la pobre tenía la lengua más
afilada que un punzón.
Tal parece que las cosas transcurrieron normalmente
hasta la media noche. Fue en ese instante que todos los
cuentos del mundo dedican a una zarrapastrosa llamada
cenicienta, cuando Lilí Fresa resolvió brincar en un solo pie
por toda la sala. “¡Quiero bailar!...”,, gritaba y “¡No quiero
morir tan joven! Nooo… No quiero morir”. Tal vez añadió:
“Quiero ver a mis hijas grandes”.
Porque, me olvidaba contarles, ni siquiera Federico Ba-
rrios tuvo la gentileza de sacarla a bailar.
Así que se murió de una manera muy simple, no se sabe
si de nostalgia o de despecho. Tan simple, que bastó el
certificado de un tegua y el reclamo —no contestado— de
una de las niñitas.
—Mamá... quiero crema de chocolate. O me dolerá
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
el estómago.
—Y yo, también.
—Y yo.
—Y...
Como Lilí estaba muerta, Arnaldo consideró que su obli-
gación de dar de beber y comer a los presentes había fina-
lizado. Se arregló la corbata, tiró por la ventana el rejo que
comprara días atrás y dijo:
—Buenas noches a todos. Lamento que tengan que re-
gresar a sus casas.
Un “ohhh” de alivio general le acompañó.
—¡Y yo lamento decir que de aquí nadie se mueve!
Era Federico Barrios quien hablaba. Ya no era tan joven
como antes y sus maravillosos ojos color trigo estaban ro-
deados por hondas arrugas soñolientas. Continuaba siendo
un hermoso ejemplar del género masculino. Estaba apoyado
en un rincón, copiando la postura de cien malosos en cien
películas, haciendo girar una pistola en su dedo meñique.
—¡Maldita sea! —masculló haciendo un gesto de fasti-
dio—. De aquí nadie se mueve.
Luego se largó a reír, mostrando pérfidamente sus bri-
llantes dientes carnívoros.
—Bailen —ordenó.
El director de la banda, temblando de miedo, inició una
polka. En silencio, las parejas salieron a bailar. Bailaron sin
cesar, hasta que perdían el aliento o acezaban con los la-
bios resecos pidiendo un poco de agua o se tambaleaban
como marionetas antes de pedir o dar tregua. Bailaron imi-
tando una comparsa del infierno. Mientras las vacas mugían
en los establos con las ubres repletas, y de las casas cerra-
das emergía el llanto de los niños desesperados, y en |a
iglesia la campana pedía clemencia en arrebato, y un viento
de muerte corría de norte a sur, del parque al cementerio.
Parece que bailaron una semana entera, sin que Federi-
co Barrios utilizara la pistola. Teniendo como espectadora a
Lilí Fresa, que casi parecía bonita reclinada en un sofá, con
las manos en el regazo y los ojos dulcificados por la muerte.
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Es viernes. Día de mal agüero. Hoy he vuelto a ese pue-
blo, en donde existe una casa pintada de azul celeste. Aca-
bo de cerrar un negocio con Arnaldo Zapata y he visto a su
alrededor a tres muchachas espigadas.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
la otra gente -1 9 7 2 -
hora del té
Un viernes en que estoy de pésimo humor y sin un cobre
me llama por teléfono Rita de Gómez y me invita a tomar el
té. Rita es una de esas pesadas nuevas ricas que, en media
hora de conversación, te cuentan de “su casa, su carro, sus
antigüedades”. Detesto su compañía y la forma extravagan-
te en que se viste. Pero me veo obligada a aceptar. Cuando
Rita se decide a gastar lo hace en grande, para que nadie
dude del dinero que tiene. Y el caso es que mi tía Natalia y
yo ajustamos cuatro días comiendo papas hervidas y hue-
vos pasados por agua. La última recepción que ofrecimos,
para devolver atenciones, resultó costosísima. Aún debe-
mos el servicio de mesa y las cuentas de la floristería.
Entonces me pongo a pensar que me sentarían muy bien
algunos pasabocas de jamón, y que tendré oportunidad de
lucir el sastre comprado a Madame Nesbit, a mitad de pre-
cio, el último alarido de la moda. Concesión especial para
una Santodomingo. Madame sabe que cuando me paseo
dos veces con un modelo, en el acto lo copiarán mis amigas
y las amigas de mis amigas.
Rita de Gómez puede darse por bien servida. El que me
digne a ser vista con ella le otorgará ciertas prerrogativas.
Ahora conocerá sitios en donde nunca la tomaron en cuen-
ta y ganará unas cuantas amistades. Por algo somos quie-
nes somos.
Cierto que papá se jugó su herencia personal y dos he-
rencias más que no vienen a cuento. Y que la gente habla
muy mal de mí porque hablo como un carretero. Acepto
que hay demasiados clérigos y demasiados políticos en la
familia. También lo de las deudas es verdad. Pero nuestros
apellidos son antiquísimos, soberbios, inmaculados. Tía
Natalia y yo velamos por ellos, sosteniendo nuestra posi-
ción en sociedad contra viento y marea.
—No hay que dejarse ver el cobre —recalca tía Nata—.
Ante todo hay que guardar las apariencias, querida. Tenlo
presente. Las aparien… cias.
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Así que me voy para la cafetería del Hotel Tequendama, y
llego al parqueadero en el momento preciso. Unos minutos
más y quedo varada, en plena vía, sin gota de combustible.
Rita está esperando, un poco nerviosa, desde media hora
antes. Le estampo un beso en la mejilla, doy una ojeada al
salón, saludando a varias personas. Mi sastre causa verda-
dera sensación. Espero, la próxima vez, madame Nesbit me
haga una rebaja mayor.
Cuando estamos estudiando la carta veo entrar a Elvira
Cadena, obviamente acabando de salir de la peluquería —lu-
ciendo una nueva tintura verdosa— que da un rodeo y se hace
la sorprendida al vernos. Lanza un “¡Ohhh… ! ¡Ohhh… ¡”, de
insidiosa admiración. Me besuquea, y toma asiento apre-
suradamente antes de que tengamos tiempo de invitarla.
Durante cinco minutos criticamos el pésimo servicio de
la cafetería, esos horribles uniformes de las azafatas, a falta
de algo mejor. Elvira juega con un pesado anillo de platino,
que no advertí antes y resulta un adorno pretencioso para
su poco delicada mano. Rita describe por centésima vez
los hermosos pastos de su finca en Suba. Creo notar varias
miradas de inteligencia entre las dos y una sonrisita vetada,
socarrona, en los labios de Elvira. Presiento maquinan a mis
espaldas. Adrede comienzo a portarme insoportablemen-
te. Le digo a Elvira, dulce, muy dulcemente, lo desencajada
que la encuentro y lo mal que le sienta la nueva tintura.
Además, recalco lo linajuda que soy y lo mucho que odia mi
tía Natalia a los arribistas.
Cuando ya están muy nerviosas, no resisten más y suel-
tan lo que es:
—Supongo que sabes la noticia —dice Rita pellizcando
un pudín de fresas, queriendo parecer muy “chic” con sus
manos de campesina enriquecida.
Elvira, que está un poco más que ajamonada y no
puede disimular sus patas de gallina, ni con cremas impor-
tadas, baja la cabeza, se ruboriza, sonriendo como una ino-
cente doncella. Al rompe noto sus pestañas postizas. Pero
todavía no doy con el asunto. Sin embargo, para salirles
adelante, me doy por enterada.
—Me comentaron ayer…
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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oficial. Donde las dan las toman.
Devuelvo el saludo a Leandro, que se muestra correctí-
simo y vislumbro lo fácil de pasar determinados peces de
un sedal a otro. No importa que yo no tenga un cobre en
qué caerme muerta. ¡Lo que hacen los apellidos!
No discutiré con tía Nata. La pobre está absolutamente
chapada a la antigua. Los altercados por dinero o arandelo-
nes genealógicos le alteran el sistema nervioso. No podré
conmoverla. Ni siquiera señalándole que los jabones de
Leandro se convierten en dinero, que con dinero se deshi-
potecan las casas, y que si paso tres años más soltera me
quedaré para vestir imágenes. Ya es sabido que las bellezas
de la familia son efímeras. Mis tías abuelas, tan célebres y
pretendidas en su época, se convirtieron en dos mosco-
rrofios insufribles. Pero tuvieron el acierto de escoger ma-
ridos que murieron pronto y testaron con liberalidad. Ahí
las tienen, tan campantes, dedicadas a la Sociedad de San
Vicente, a los pobrecitos de Dios, a la buena comida y a las
partidas de canasta.
A la salida Rita me pide mil disculpas. De nada le ser-
virán, porque hago borrón sin cuenta nueva con ella. Para
congraciarse hace llenar mi tanque de gasolina y cancela
el parqueadero. Con cada minuto dice tres barbaridades
de la tonta Elvira. Digo “tonta”, porque ignora en qué cue-
va de brujas se metió, y es que cuando me enojo lo hago
en serio. Cualquier niño de pecho sabe que mi tatarabuelo
peleó como un Marte en la guerra de la independencia,
y no hablemos de la prima Enriqueta, que dejó al marido
convertido en una coladera cuando lo encontró retozando
con su amiga de confianza.
—¡Esa Elvira no respeta ni a su madre!… Comprenderás
que yo nada tengo que ver en esto. ¡Traicionarte de esa
forma tan vil! Como si todo Bogotá no supiera... —y en tono
confidencial— que duerme con el primero que pasa. Y di-
cen que hace poco le hicieron una operacioncita en salva
sea la parte. No comentes esto… A mi marido se lo conta-
ron en el club… Olvidaba… ¿No te molesta si te pregunto
en dónde compraste ese vestido?
Le anoto la dirección de Madame Nesbit sin dar cuerda
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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comprar un libreto de recetas culinarias y contratar dos cria-
das, no acostarme con el rostro embadurnado de cremas,
huir de las frivolidades y los cuernos durante el primer año
de matrimonio, quedar encinta rápidamente y obsequiar a
mi marido con un varoncito.
Eso sí, que ni piense Rita de Gómez que asistirá a la gran
recepción que tía Natalia ofrecerá el día de mi matrimo-
nio, ni a ninguna de las que pienso programar después de
casada. Con Elvira será distinto. Procuraré que sea ella la
ganadora de mi bouquet de novia. Este hermoso detalle le
inspirará confianza en el futuro. Sin duda le costará mucho
trabajo agenciarse un buen marido, y mi boda puede ser
su última oportunidad. Le deseo de todo corazón y sin el
más mínimo rencor que logre pescar un ejemplar premiado.
Con su ayuda providencial descubrí que no hay como la
industria del jabón para sostener blasones y apellidos.
Me preocupa el estado de tía Nata, quien no me per-
dona el haber descendido de clase. No me costará trabajo
convencerla de lo bien que marcharán las cosas, ahora que
tenemos crédito en todas partes y que podemos respirar
tranquilas por un tiempo. Le encantará tener su cocina bien
surtida y descansar un poco de las apariencias. Amén de las
papas hervidas.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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cinco de la mañana, lloviera o apuntara el sol. La conducía
de vuelta al hogar en caso de que ella esperara en la esqui-
na referida, cosa que pocas veces sucedía.
Mammy no trabajaba los viernes. En dichos días, atavia-
da con sus mejores trapos, visitaba galerías de arte y co-
rrespondía a diversas invitaciones. Conciertos, recitales,
conferencias, y toda clase de eventos culturales que tam-
poco Mammy comprendía. La figura regordeta se lucía en
El Museo o en La Pequeña Galería, sitios en los que nunca
puse los pies. Dos o tres veces la vi en los noticieros, des-
de mi butaca de última fila, sorbiendo melindrosamente un
coctelito suave. Estoy segura que a ninguno de los intelec-
tuales se le ocurrió dudar de la honorabilidad de Mammy,
ni de la pureza del whisky ofrecido en sus reuniones impro-
visadas.
Además de gancho, Mammy tenía excelente reputación
y finas maneras. De su boca no conocí una palabra sucia.
Era la única de nosotras que se daba el lujo de seleccionar
la clientela. Y la lista de sus asiduos impresionaba por la in-
tegridad y el decoro que la respaldaba. Incluía importantes
figuras del gobierno, respetables educadores, banqueros
y jugadores de bridge, animadores de TV., comerciantes y
algunos artistas del futuro. Los deportistas y toreros esta-
ban excluidos de su mundo. Mammy detestaba la sangre,
la violencia y los alardes de fuerza. En cambio, concedía
sus favores gratis a los bohemios y poetas inadaptados. Se
preciaba de ser gran impulsora del arte y la cultura.
Para las muchachas como yo, y como Lila Mimosa o
como Nana Manrique, nacidas y criadas en este sector, el
porvenir promete muy poco. Ahorrando, se puede esperar
una vejez tranquila, quizá regentando una casa de chicas
decentes. (¿Quién ahorra con tantos impuestos y la vida por
las nubes?...) También se puede encontrar un caballero cul-
to y emprendedor, dispuesto a sostener un piso discreto,
a cambio de tu dedicación al punto en cruz, la atención
de sus amigos del póker, y la pericia en masajear su es-
palda agobiada por una gerencia. En el peor de los casos
una puede terminar criando un ejército de muchachitos
llorones, compartiendo la cama y las deudas con “ese mu-
chacho tan amable que se gastaba la paga de la semana
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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las dos de la mañana, y Mammy propuso que entráramos a
un bar elegante y echáramos un trago. El sitio estaba casi
desierto. Y al barman no pareció molestarle nuestra presen-
cia. Claro que el billete de $50 que Mammy le deslizó bas-
taba para hacerle trotar el corazón a cualquiera. Pedimos
dos whiskies con hielo, sentándonos a charlar.
—Aquí comenzó —dijo Mammy.
Estaba la mar de seria, y como mi jornada de trabajo
terminaba, me aflojé un poco el liguero que me escocía,
guardé las medias en la cartera y pedí cigarrillos para escu-
charla a mi sabor:
—Yo estaba estrenándome mi capa de piel de tigre. Esa
que tú conoces. Lo recuerdo muy bien. Lucía el mejor de
mis vestidos y unos zarcillos con piedras verdes. Esa no-
che, cuando salíamos de un banquete oficial, decidimos
tomar un coctel antes de ir a casa. En aquella época yo
sólo bebía mezclas dulces, con una cereza al fondo del
vaso y gotas amargas. Uno de cuando en vez. Acabába-
mos de sentarnos, cuando dos parejas, en la mesa veci-
na, pidieron apresuradamente la cuenta y se marcharon.
Alejandrito (mi esposo se llama Alejandro, pero cariñosa-
mente yo le decía Alejandrito), creyó reconocer al Jefe de
una firma competidora, pero concluyó que estaba equi-
vocado.
Pero no estaba equivocado —seguía Mammy—. Tres
días después recibió una carta del socio capitalista de su
empresa, en donde le rogaba, por el buen nombre suyo y
de la compañía, abstenerse de frecuentar lugares demasia-
do notorios con mujeres de mala nota.
Alejandrito, el encantador Alejandro, descendiente de
una rancia familia santafereña, en la que se practicaba la
costumbre de tomar chocolate con queso a las cinco de
la tarde y pagar $3.50 diarios a los peones de sus fincas
desde tiempo inmemorial, pidió toda suerte de disculpas
a Mammy, portándose como un caballero nato —cosa que
era sin lugar a dudas—, pero no volvió a dar paso con ella
fuera de la casa. Era atento, cortés, no olvidaba aniversario
ni cumpleaños. Sin embargo, en cuanto se hablaba de ir
al cine o aceptar una invitación, se veía atacado por una
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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no estuvieran satisfechos de mí.
Mammy suspiró hondamente. Con un diminuto pañuelo
enjugó su lágrima furtiva y sonó delicadamente su nariz res-
pingona. Usaba un rimmel de magnífica calidad, puesto que
no se corrió ni un milímetro de sus pestañas húmedas. A pe-
dido mío, anotó la marca del producto y el lugar de venta, y
siguió con sus penas.
—Pensé telefonear a mi mejor amiga. Pero recordé que
últimamente me esquivaba. Prueba de ello, eran sus dis-
culpas para no invitarme a jugar bridge o a sus bazares de
caridad. Acudir al sacerdote tampoco era factible; en reali-
dad, no me había confesado en los últimos años, y que yo
recordara, no tenía nada de qué arrepentirme. Ni siquiera
unos modestos cuernos le coloqué a mi marido en veinte
años de casados.
—¿Qué es una purísima…? —preguntó Cuca, desde la
mesa del comedor, en donde se afanaba aprendiendo la
tabla de multiplicar.
—¿Por qué? —inquirí alarmada.
—¿No es una torta con mucha crema?
—No…
—La señora del médico Hernández dijo que tú parecías
una —dijo la niña, pensativa—. Lo escuché en la heladería.
Pero la señora de Torres aseguró que mentía. Exactamente
dijo que era un altar de Corpus… ¿Es malo lo que hablaron?
—No hija; por supuesto que no.
—¿Cuánto son siete por cinco?
Mi especialidad nunca fueron los números. Así que me
encerré en mi alcoba, a llorar. En ese momento me con-
vencí de quién era yo verdaderamente. Una señora gorda,
frescachona, pintorreteada, embutida en un sastre de color
violento que la hacía aparecer más jamona y más cursi de lo
que era en realidad. Me detuve a pensar en dónde podría
destacarme con una figura así. Sin pensarlo más hice mis
maletas, cancelé mi cuenta en el banco, y me planté por
aquí. Jamás me pudo ir mejor. Cuando una descubre para
qué sirve, lo mejor es oír el llamado de su vocación, y no
quedarse como polla en un corral de patos.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
—Bravo… —brindé.
—¡Bravo…!
En mi interior, tampoco estaba muy convencida de las
palabras de Mammy. Pero, cuando una está metida en el
oficio, volver atrás es casi imposible. El único camino es pa-
gar el impuesto a la señora —escasamente la señora—, la
mandamás del barrio, y vivir como Dios manda, en santa
paz, procurando hacer tres comidas diarias para mantener-
se en forma.
Serían como las cinco. Tres caballeros de smoking, un
poco pasados de copas, entraron en el bar. Reconocí en
uno de ellos a cierto cliente adicto a Mammy. Al verla,
atravesó el local, besó galantemente la mano rechoncha y
se quejó de la poca atención que ella le dispensaba.
—Le envié flores, mi querida. Insistí por teléfono. Ya
temo volverme pesado. ¿Es que la he ofendido?
Mammy alegó que tenía un trabajo abrumador. Pero le
prometió una cita para la noche siguiente. El caballero se
retiró totalmente agradecido y pagó nuestra cuenta.
—¡Cuernos del infierno…! —exclamé yo, cuando desa-
yunábamos, horas más tarde, en la terraza de Mammy. Y
una criadita se presentó cargando un descomunal ramo de
gladiolos, que casi la tumbaba con su peso—. ¡Demonio
crudo!... ¡Qué putería de levantes te haces, chica…!
La tarjeta decía: “De un rendido admirador”… obvia-
mente, el caballero del bar. Pregunté de quién se trataba.
—Es mi marido —dijo Mammy.
—Tu marido… ¿Estás loca?
—El mismo. Pero no te preocupes. Le cobro carísimas
sus visitas. Naturalmente, ahora las cosas han cambiado, y
ya no le preocupa ser visto en mi compañía. Para él, es un
descanso que me dedicara a este oficio. Ya puede explicar
a sus amistades que fue un error casarse conmigo.
Palabra que no conseguí comprender a Mammy. Tenía
un agarre de todos los diablos y los hombres se descabeza-
ban por ella. Sin embargo, no perseveró en el oficio.
Las muchachas como yo, y como Doris La Pulga, o como
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Nana Manrique, corren detrás del primer tipo que les
muestre un poco de afecto y terminan el resto de sus días
haciendo de comer y criando hijos. Nos falta educación y
roce social. Eso digo. Eso repetiré a mis hijas hasta can-
sarme. Pero Mammy no entraba en esta colada. Ella tenía
todas las de ganar.
Curiosamente, ahora se encuentra retirada. Vive en un
piso discreto, en la esquina de la 44 con 13. Me contaron
que el alquiler lo paga un caballero elegante, de rancia
estirpe, y que sus hijas visitan a Mammy cada ocho días
(exprimen de sus ahorros como sanguijuelas). A dicho piso
concurren los notables del comercio y de la bohemia capi-
talina.
Cosas del oficio. Estoy convencida que hay algo extraño
en todo esto. No logro saber qué es. Discúlpame. Soy una
muchacha sin enseñanza primaria y los impuestos se llevan
la mitad de mis ingresos. Nunca pude comenzar un cur-
so de corte y costura. No todas tienen tanta suerte como
Mammy.
La verdad. Le estoy muy agradecida por dejarme su
clientela. Lástima que yo también voy a terminar con esto.
Por muy honrada que sea una profesión, es mejor dejarla a
tiempo y gozar unos años de tranquilidad. Eso de terminar
en un convento o venir a menos como Lila Mimosa —que
ahora trabaja en un cabaret de medio pelo— no va con mis
principios. Ante todo una muchacha debe cuidar su reputa-
ción y enseñar a sus hijos y a sus maridos la frente muy alta.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
bahía sonora.
relatos de la isla
-1975-
Antes de la guerra
Narración de un soñador de tesoros
Para los que aman el vino
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
antes de la guerra
—...terminaremos por perder la memoria, cuando nos en-
contremos dispersos, como perderemos la curva de las olas
y las sombras en declive de las casas desmoronándose...
Desde el amanecer mi abuelo está cansando las pa-
labras, negándose a partir, negándose a abandonar a su
gente. Y su gente es una fila de fantasmas. Todos los que
fueron antes de él, que desaparecieron sin necesidad de
marcharse, sus nombres antiguos forjando la clave de los
sueños.
—De aquí me sacan muerto —dice.
Entonces mamá vuelve a explicarle lo que viene des-
pués, cuando rujan los tractores en avalancha y nuestro
pueblo desaparezca bajo el peso de una moderna carre-
tera, hoteles, playas y turistas elegantes. Viviremos en una
casa blanca, sólida, en otra calle todavía sin árboles y en
un barrio que me parece de mentiras. Al otro extremo de
la isla. Una casa nueva, con tres escalones de ladrillo rojo,
dos alcobas olorosas a pintura fresca, una sala con mece-
doras y retratos de viejos bigotudos. Una casa sin obscuros
rumores bajo el piso, en donde la humedad no molerá sus
huesos —ni el mar lo desvelará con sus gemidos— tan her-
mosa que su corazón terminará por alegrarse.
Él mueve la cabeza testarudo. Clava en ella dos ojos tris-
tones y nublados, blancos en su cara morena, apenas perci-
biendo sombras inconclusas. Masca su tabaco. Y la mira. Y
no deja de mirarla con más y más tristeza.
—¿Soy acaso un velero que puede navegar de un sitio a
otro?... ¿acaso la humedad y los huesos no están en mí que
soy una sola persona...?
—No es culpa mía. Yo qué sé. Son cosas del gobierno.
Mamá abre la puerta de la calle. Arrastra una silla y lo
lleva de la mano —afuera— para que se siente al fresco.
Para que hable con nadie y que sus quejas se pierdan en
el viento salobre que galopa por encima de los cocoteros.
99
—Son cosas del progreso —repite mamá, y regresa a su
cocina con pasos espantados, como si cortara el nudo de
un secreto.
Mi abuelo se dobla con trabajo. Toma un puñado de
tierra mojada y la tritura suave, grano por grano entre sus
dedos. Dedos inmensos, retorcidos, tan viejos como esas
puertas azotadas por la arena, acongojadas por el abando-
no y el movimiento sin cerrojos, que ya se comieron la esta-
tura de la gente. Besa la tierra, mientras silba una melodía
que no comienza ni termina, trenzada de siglos atrás, evo-
cando lo que no debe morir en el olvido. En el norte de su
voz corren los antepasados de sus antepasados blancos a
caballo, en el sur de su voz mueren los antepasados de sus
antepasados negros bajo el látigo, en el este está marcada
la tradición que se borrará al perderse la tierra, y al oeste
toda su vida sonando en el tambor de la canción. Cuando la
melodía se apaga en el humo del tabaco, me arrodillo a los
pies de mi abuelo. Rezo. Rezo con él. Pido que no lo maten
sus recuerdos.
Los viejos que hablan con nadie detestan estar solos.
—Si fuera joven, pelearía con el gobierno —grita con
voz enronquecida y puño levantado, seguramente cansado
de rezar.
Acaba de cumplir noventa años. Es alto, seco, encorva-
do. Obscuro y arrugado como un árbol reseco. Hace tiem-
po que no habla de los arrecifes de la isla. Ni de redes ni de
nasas ni de langostas ni de lapas. Ni siquiera el precio del
pescado le interesa, puesto que no puede trabajar. Apenas
contemplar su tierra, su visión del mar y sus pensamientos
ocultos. Y su enemigo, el gobierno, es un gigante de mil
cabezas, capaz de vivir en varios lugares a la vez. Me ima-
gino que tiene dientes largos, tan afilados como los de una
barracuda. Se alimenta de cosas especiales. Por ejemplo:
historia - próceres - impuestos - soberanía nacional. Simón
Bolívar nació en Caracas. Padre Nuestro que estás en los
cielos y venga a nos tu reino. Huelgas... ¡Estado de sitio!
¡Pum pum pum! Tanques y soldados. Presos políticos. ¡Oh
Gloria Inmarcesible!
No se puede pelear con el gobierno.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
101
—Es el único patrimonio de los pobres.
—¿... y si fuéramos ricos...?
—¿qué? ...
—¿Nos quedaríamos aquí?
—Nadie puede escoger. Es un asunto de estado y nos
compraron la tierra. Tenemos que marchar y punto en boca.
¡Ahora cállate! Que no se hable más del asunto.
Primero me limpia la cara con un trapo, sacándome ar-
dor y brillo, restregándome con fuerza las orejas. Después
me unta vaselina —que saca de un frasco verde, redondo
y fragante— para que entre en mi pelo motoso la peinilla.
—¡No te comas las uñas...! Y cuidado con pisar los zapa-
tos, es terriblemente feo. ¡Camina derecho! Persígnate. Si
tu padre, si te viera el sinvergüenza de tu padre.
Por fin salgo vivo y con camisa limpia.
—Bendición, abuelo.
Hay una lucecita bailando en las monedas de sus ojos.
Quién sabe. Todavía es temprano y él también sabe de pe-
leas.
Voy por última vez a la escuela aunque ya no vivimos
aquí. No importa que las calles permanezcan iguales y la
comida tenga el mismo sabor y de noche me despierte
pensando en los fantasmas. Ni siquiera cuando echo mi an-
zuelo desde la punta del viejo muelle, quebrando el agua
con su garfio rizado, pienso que estamos aquí. Estoy miran-
do otro cielo. Un niño tres centímetros más alto. Imagino lo
rojos, lo lisos y pulidos que serán los escalones de la casa
nueva.
—Atencióooon, atencióooon...!
La maestra agita la campanita. Alisa su blusa verde, or-
dena los papeles del escritorio, frunce las cejas pobladas.
Este año tiene hilos plateados en las sienes. Abre los labios
en una sonrisa, pero termina apretando los dientes. Es raro,
olvida la oración de la mañana. Nosotros estamos limpios,
peinados, silenciosos.
Ella pregunta:
—¿Qué es oración gramatical?
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
Respondemos en coro:
—Oración gramatical es una o más palabras con las cua-
les expresamos un pensamiento.
—¿Por ejemplo?
—Amas. Dios es bueno. Tomás trabaja la tierra.
Tomás soy yo. En seguida tenemos ejercicio escrito y
buscamos cuántas vocales hay en cada una de las palabras
siguientes: Jesús - Virtud - Capitán - Agua. Nos codeamos,
de pupitre a pupitre, sonrientes; así los turistas verán que
somos montones de niños en la escuela. Los que vienen
en avión desde el continente y pasean en carritos descu-
biertos, tostados por el sol, y toman fotografías. La maes-
tra está aburrida de ellos. Ya no tiene nada qué decir y le
cuesta trabajo atender a tantas preguntas. Preguntas sobre
si preferiría quedarse, si le duele partir y usted qué opina.
De todas maneras, aunque esos tipos del continente
se ocupen de nosotros y en los periódicos salgan retratos
de las casas, la iglesia y los pescadores, a mi abuelo ya le
mataron sus recuerdos. Porque hay cosas que no podemos
cargar en un camión ni colgárselas al cuello. Tendríamos
que inventar un pueblo diminuto —sin que falte un grano
de arena, la tumba de los bisabuelos que está en el jardín
de en frente, los cocales o el árbol del pan— y encerrarlo en
una caja de música, para que le diera cuerda cuantas veces
se le antoje. Claro, ante todo los sermones del cura y los
rezos dominicales. Y la luna llena cuando surge del mar en
noches oscuras. A lo mejor menos de tumbas que de lutos.
¡Ya viene la banda tocando en carnavales! Ese olor a pan de
coco, pescado frito y ron-don de todos los días. Más bien
el paso de los pájaros de octubre. Tal vez mi padre, cuando
tocaba la guitarra en los kioskos del Johnny Key, antes de
fugarse con una turista de ojos verdes. Se me ocurre, hasta
el último perro. Sólo que los perros se fueron o se murieron
de hambre.
—¡Tomáaas...! ¡Sigue trabajando...!
Los otros niños escriben. El chino muerde un lápiz y Leda
me saca la lengua. Un hombre barbudo, ojeroso, en vestido
de baño y camisa de colorines, quema luces azules. Más
fotos. Más preguntas. La maestra lo esquiva y esconde la
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frente tras el libro de castellano, supongo que entre el sus-
tantivo y el adjetivo.
—¡Atención...!
Vuelan los lápices. El hombre barbudo sigue robando
con su cámara el mapa del Archipiélago suspendido en la
pared, el tablero perfectamente limpio, los tarros de avena
en donde sembramos fríjoles la semana pasada. A noso-
tros. Tan limpios. Tan ocupados con Jesús, la virtud, el ca-
pitán y el agua.
Luego salimos en orden, de a dos en fondo, para asistir
a una función de despedida. Habrá discursos, autoridades,
música y banderolas. Tan - Tan - ra tacchsssssinnnntcccc-
chhsssssinnnnnn.... plan rataplán. En una esquina está
mamá, con los párpados hinchados de llorar. Como todas
las mujeres de nuestro pueblo. Escucho su voz enronqueci-
da a la altura de mi nuca.
—¡Cuando terminen los discursos corre a la casa. Tu
abuelo está perdiendo la chaveta...!
Me escapo por un atajo bordeado de cocales, persegui-
do por sollozos, tambores y discursos. El zumbido de los
altavoces y la música estridente de la banda.
—...éramos señores de esta isla, en nuestra humildad tan
poderosos que nadie nos disputaba ni el mar ni la tierra,
desconocidos para el resto del continente, pero dueños de
nuestro propio destino.
Mi abuelo sigue hablando con nadie, ahora con una es-
copeta entre las manos:
—Si el gobierno y los pañas quieren guerra... ¡La ten-
drán...! ¡Los reto a que vengan a sacarme de mi tierra!
Está sentado en la sombra que arroja el techo de la casa,
única figura en la calle solitaria, impertérrito, como un tron-
co milenario. Tras él puedo ver las sombras bienhechoras
de sus antepasados. Nada le asusta ya. Defenderá la tierra
hasta el final.
Como no puedo traicionarle, comienzo a levantar una
barricada —tal como hacen los guapos en las películas de
vaqueros— con la mesa de la cocina, las sillas, las camas, el
armario con espejo de luna, las ollas, sobre la tumba de los
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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bahía sonora. relatos de la isla -1 9 7 5 -
narración de un
soñador de tesoros
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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Unos pescadores que por allí pasaban escucharon sus
gritos y la encontraron echando espuma por la boca, con el
rostro arañado y la falda hecha jirones.
Miss Bordee se encerró en su casa y nunca más he vuelto
a verla. Y cuando estoy en altamar, solo, sin nadie que hable
conmigo, me pongo a pensar en qué sitio de mi isla puede
estar enterrado el tesoro. Antes de dormirme llamo a los
dupys para que me visiten en sueños. Porque yo no soy
egoísta y repartiría la mitad entre mis amigos y parientes.
Lo que pasó es que como me paso la vida en el mar y soy
sobrino del padre Archbold, no puedo perder el tiempo en
busca de tesoros.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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ya la gente no tiene tiempo de buscar placer en compañía y
compra cosas para engañar a su propia soledad.
Es por eso por lo que cuando paso por El Almacén Líbano
de Kamal Malek y él me dice:
—Aquí bu gonsigue de toda, sañorita. Mucho bueno.
Mucho barato. Bañueletos abericanos. Berfumos brance-
sos. Buchos bonitos telos. Arbesanía de Gulombia. Segre-
tos bara el amor. Bu gombras. Yo vando tu, sañorita.
Yo le respondo:
—Sí, Kamal. En esta isla se consigue de todo. Menos
vida, que sólo la da Dios.
Entonces Kamal piensa que la vida es un artículo de pro-
hibida importación. Me mira con aire misterioso y susurra,
golpeándome con su aliento saturado de ajo-menta.
—Yo bonsigue vida a ti, sañorita. Dime el marco no más,
que te lo baso de gontrabando.
Kamal Malek es un pobre beduino desterrado por la mi-
seria de su tierra. Un extranjero que lucha duramente contra
el tiempo, mientras aumentan sus hijos y se le desvanece el
capital. Duerme con su familia en los altos del almacén, desa-
yuna café aguado sin azúcar, trajeado con las mismas mudas
de ropa, lavadas y vueltas a lavar, una mirada nostálgica en
sus ojos oscuros. Todavía Kamal Malek respeta las palabras,
y roba un minuto de su tiempo al trabajo —de tarde en tar-
de— para ofrecerme una taza de café y sentarse frente a su
negocio a conversar.
Los otros pañas son cosa seria de verdad. No saben ha-
blar de otra cosa que de licencias de importación. Impues-
tos—seguros—saqueos—embarques—. ¿A cómo se cotiza
el oro en el mercado mundial? ¿cómo influye en la economía
colombiana la guerra árabe-israelí? ¡Qué tipos desgraciados
los del Control de Cambio!
¡Hay que verlos, llorando unos en brazos de los otros...!
Que si la temporada de vacaciones fue una birria y las excur-
siones estudiantiles están acabando como el comercio de la
isla, pues no se vende nada de nada. Como si los isleños no
supiéramos que nuestros mejores edificios se encuentran en
Medellín, Bogotá, Beiruth, Nápoles, Miami y Tel-Aviv.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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que empujan a esta isla hacia la misma antesala del infierno.
PROHIBIDA LA ENTRADA
N
O ¡Stop! CUIDADO CON EL PERRO
PISE LOS PRADOS D
O
PROPIEDAD PARTICULAR B
L
P
E
R
V
I
Í
V
A
A
NO HAY PASO D ALTO!!!
O
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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en el calendario los veintiún años cumplidos. Ellos están listos,
sí. Ante el sino inevitable los espíritus ceden, el miedo se con-
vierte en espantosa realidad y es el destino o los dupys de la
muerte quienes ganan la partida. Están listos, dije. Serrucho,
clavos, martillo, escalpelo. Sin permitir que el llanto los trai-
cione.
—¡Él viveee...!
—¡Viveee...!
—¡Viveeee...!
—He live...! He live!
Entonces amanece fiesta en la alegría de Epaminondas Jay
Long. Él se va a cantar a las playas de Bahía Sonora. Canta
abrazando a su Flower on Sunday. Canta mientras le da la
buena nueva a los amigos y parientes, de lado a lado de la ca-
rretera. Canta por la Avenida de Bahía Sardina, seguramente
para irrisión de los turistas. ¡Él canta! Y cuando los pañas pasan
en sus relucientes automóviles, a él no le importa que sean
paisas, franchutes, majitos, spaguettis o gringos... les grita:
—¡Viveee...! ¡Mi amigo viveee...!
Se pavonea en el centro de la isla con su hermosa Flower
on Sunday. Toda ella adornada con cintas y rutilante pedrería.
Es tanto el amor que los dos llevan entre el pecho, que las or-
gullosas mujeres de los funcionarios públicos y de los grandes
hoteleros salen a las ventanas a mirarlos.
Cuando Epaminondas Jay Long entra en La Calle Larga,
tiene ejército de niños tras su paso. Viene un desfile de pitos
y tambores en la distancia y el larguero de cemento. Piensa.
¡Celebran!... Hay banderas de seda, platillos, bum ba bum
trompetines. Más niños que marcan al compás de un tambo-
rilero. Risueñas muchachas de almidonados uniformes. Voces
graves cargadas de proclamas, monjas adustas y coronas de
papel crespón. Él grita con toda la fuerza feliz acumulada en
sus pulmones:
—¡Vive...! ¡Mi amigo vive...! —en ese momento mis herma-
nas se cuelgan de sus brazos. Madeleine y Miranda, las más
bellas muchachas de esta isla.
Se escuchan risas, vivas y silbidos. De acera a acera en La
Calle Larga, la multitud aplaude enloquecida. Todo el mundo
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monosílabos. Sí-no-luego-también-ahora-no-gracias. Ella
tenía mucha habilidad para limpiar, servir, tomar y devolver
el dinero. No era fácil retenerla junto a la mesa. En tres me-
ses de atención Adrián no había logrado una sonrisa o visto
una chispa interesada en los ojos endrinos. ¡Qué mala pata!
Adrián llegó al colmo de prestar el automóvil de su tía
Luz. Un lustroso Mercedes Benz que la vieja apenas sacaba
a la calle. Era sábado. Y esperó con paciencia, a sabiendas
de que el turno de la Número Cuatro finalizaba a medio día.
Tampoco la gasolina hizo el milagro. Ella rechazó la invita-
ción a pasear, cortando de plano los elogios y argumentos
que traía preparados. Movió suavemente la cabeza, sin que
el rostro moreno y agudo en sus contornos demostrase
asombro o emoción.
—No, gracias.
La del Número Cuatro vestía falda a cuadros, blusa azul y sa-
cón negro. Se alejó entre la multitud hostilizada por el frío, esa
multitud dueña de una agresividad totalitaria, levadura diaria en
Bogotá. Enternecido, Adrián pensó que se veía extraña sin el
delantal blanco, insegura, huesuda, demasiado ojerosa a la luz
del medio día. No intentó detenerla. El tráfico era —igual que
siempre— absurdo y caótico, y resultaba estúpido arriesgarse
a manejar en el centro internacional. Su pase estaba vencido.
—Parecía una institutriz en su tarde libre —se dijo mental-
mente.
Como no había esperado demasiado de aquel encuen-
tro, tuvo el coraje de telefonear a su tía Luz para invitarla a
tomar el té. El sacrificio del té con milhojas, repollas y queso
fundido, incensado por la charla insustancial de su prima
María Lucía, resultó productivo. Recibió tres mil pesos, la
oferta del automóvil cuantas veces quisiera. Obsequios
nada gratuitos, porque María Lucía era sobrina-nieta de
Luz, la niña consentida y heredera-nieta de la acaudalada
abuela Gunda Vengoechea. “¡Un buen partido!”, decían las
señoras bogotanas. Toda la familia esperaba, tarde o tem-
prano, fraguarles un noviazgo. Ja ja. Como si él, Adrián, no
estuviese locamente enamorado.
Esa misma tarde Adrián compró los zarcillos plateados.
La última moda. Hizo envolver el regalo en papel de seda
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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—A las cuatro de la mañana. Le anoté la dirección.
Mucho antes de la hora fijada, con su mejor vestido,
Adrián esperaba en el limbo de los que aman. Había gas-
tado un tercio de su presupuesto semanal en el peluquero
y la manicura. Sentíase afiebrado. Con hambre. La dirección
correspondía a la estación de buses VELOTAX, que en la
madrugada parecía la antesala del juicio final. La gente se
empujaba para llegar a las ventanillas, ladraba un perro, un
lotero ofrecía la suerte con el número siete. Aparecían fami-
lias enteras que traían maletas atestadas a reventar, portaco-
midas y ollas con papas saladas, chorizos, tamales, menudo,
carne sudada; atados de ropa, galones de aceite y pacas de
hediondo pescado seco.
Ella se le acercó sorpresivamente cuando temía haberla
perdido entre la vocinglera multitud. Lo eclipsó todo con
su presencia: el desorden, la suciedad del lugar, el tufo del
pescado, las risotadas de tres niños persiguiéndose entre las
piernas de los viajeros. Iba enlutada, con ese negro ascético
de los monjes medievales y las mujeres recreadas por García
Lorca; ese negro que no admite el marfil en las medias trans-
parentes y excluye los tacones altos como si fuesen amora-
les, pecaminosos.
Adrián, minutos antes dispuesto a recibirla con un beso,
musitó un saludo convencional.
—Vámonos —dijo ella.
—¿A dónde? —preguntó, indicando las ventanillas.
La del Número Cuatro negó con la cabeza. Un gesto que
estaría adherido a los recuerdos de Adrián en los años ve-
nideros, inclusive cuando la mujer de piel-oliva se hubiese
desdibujado para siempre.
—Compré los tiquetes ayer —iba guiándole entre la gen-
te, hasta llegar a un corredor estrecho, mal iluminado. Tras
los amplios cristales de una puerta manchada por las mos-
cas, el pullman estaba listo a salir.
Ella tomó asiento junto a la ventana. Adrián corrió el vi-
drio. Una ráfaga de aire helado dispersó el olor a vómito y a
ropa guardada que medraba tenazmente bajo el lavado re-
ciente, el jabón, la creolina. La mañana se anunciaba lluviosa.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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Después, tomó asiento en el corredor. El patrón le trajo
un aguardiente doble. Usaba un blusón pringado de san-
gre húmeda y costras resecas, con la misma presunción con
que el más sofisticado barman luce una chaqueta nueva.
—Oiga, su mercé...
Adrián se volvió. De la misma nada surgió un niño de
ocho o diez años, envuelto en una ruana mugrienta, som-
brero embonado hasta los ojos y alpargatas de fique. Terri-
blemente sucio. Las mejillas encendidas por el frío. Le pidió
veinte pesos por un ramo de campánulas, agapantos y mar-
garitas silvestres. Apoyado en el mostrador de la carnicería,
el patrón afilaba una hachuela brillante.
Tomó el ramo y pagó sesenta pesos por él. El niño, sin
dar las gracias o sonreír, desapareció entre las peñas y
zarzas, al otro lado de la carretera. Entonces se dijo: “Me
pueden matar con esa hachuela, matar y descuartizar, sin
que nadie se entere o quede rastro de mi existencia. Hasta
pueden ganar dinero vendiendo mi carne a los viajantes...”.
Un terror indescriptible y fantástico le invadió, aumentando
su deseo por la Número Cuatro. Se hubiese puesto a gritar,
pero temía mancillar el resplandor alcanforado de aquellas
flores sin aroma. El patrón repitió la dosis de aguardiente.
Ella regresó con el rostro y las manos recién lavadas. Ta-
paba su cabello negro con un pañuelo negro.
—Gracias —extendió rapazmente los brazos, con placer
inusitado. Como si las flores compradas al niño mugroso y
fantasmal (destinadas a quemarse bajo las heladas o a servir
de forraje al ganado) se tornasen de oropel o terciopelo—.
Gracias gracias gracias —repitió—. A mi hijo le gustarán.
El patrón cobró los aguardientes sin molestarse en re-
gresar el cambio.
Luego caminaron por un estrecho sendero apisonado
por el diario transitar de las ovejas, encontrándose de pron-
to en un cementerio rural —limpio y cuidado— erizado de
cruces encaladas. La del Número Cuatro se arrodilló frente
a una tumba pequeña, modesta. Un islote de pensamientos
miosotis y amarillos, geranios, novios, azaleas. Los helechos
crecían profusamente. Adrián ayudó a quitar las ortigas y
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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tenía frío. Y estaba irritado. La del Número Cuatro mastica-
ba alfandoques pegajosos comprados al patrón del blusón
ensangrentado, sin mirarle ni hablar. Sentada junto a un
perfecto desconocido. Nadie.
En el terminal de VELOTAX, cuando le preguntó si de-
seaba acompañarle a un restaurante ella movió la cabeza.
El gesto ya familiar. Resumen de un enamoramiento con-
trariado.
—¿La llevo a su casa?
—Bueno.
Vivía en el barrio La Candelaria y no lejos de El Artille-
ro. El inquilinato funcionaba en una casa colonial, que a los
turistas debía recordarles despóticos virreyes y mujeres de
hermosura legendaria. Había letreros en las ventanas —Se
alquila pieza-inyecciones a domicilio-Hay obleas— y cuca-
rachas en el zaguán empedrado.
La habitación era amplia, con ventana a la calle. Tenía
una cama estrecha, dos sillas, una cómoda. Sobre el sarro
del tiempo y la madera fatigada, el piso rezumaba cera
líquida. En las paredes colgaban numerosas fotografías.
Mostraban a un niño desde su primer día de nacido hasta
los seis o siete años. En los últimos retratos, tomados en un
parque, madre e hijo estaban en un carrusel, sentados en
la imitación de una góndola. La Número Cuatro sonreía, fe-
liz, en una actitud pletórica que Adrián desconocía en ella.
“¡Extraño! No hay un padre a la vista. Como si el amor, el
orgullo, la desbordante alegría experimentada con el naci-
miento de aquel hijo no tuviese relación con ningún hom-
bre en particular.”
Adrián contuvo la tentación. Preguntar fechas, lugares,
el nombre del hombre volcado en el rostro jubiloso del niño
muerto. Tenía celos. Y ella detectó sus pensamientos. Sin
que mediara insinuación comenzó a desnudarse. Entonces
el mundo dejó de ser un lugar brumoso, plagado de sórdi-
dos y vocingleros terminales de buses, destruido y corrom-
pido lentamente por ese parásito llamado hombre. Dejó
de ser una eterna, polvorienta carretera hacia la angustia.
Adrián olvidó el final inevitable y su propio nombre en una
lápida grabada.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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—Así es.
Adrián no esperó otra ronda de cerveza. Pagó la cuen-
ta y salió definitivamente hacia la calle. Tranquilo. Como si
hubiese cumplido ese día tres meses en prisión y se en-
contrase repentinamente en libertad. “Debo llamar a María
Lucía”, se dijo, mientras buscaba una moneda y un teléfono
público.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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dieran los sentidos, los hombres fraguarían in-consciente-
mente mil maneras para conquistarla. Las mujeres irían más
allá de la envidia; calcularían su edad, el precio de cada
ópalo, la marca del vestido, sus trucos de maquillaje, la ca-
dencia de su voz. Y a pesar de sí mismas comenzarían a
imitarla.
Concluido el primer acto, ella y Malcolm se pasearon
sonrientes por el foyer. Excitándose ante la evidente ad-
miración que ambos suscitaban. Hermosos, ricos, auda-
ces. ¡Estupendos! La aleación perfecta entre el dinero, la
inteligencia y la belleza. No existía la menor duda acerca
del frenético amor que les había obligado a disolver sus
respectivos matrimonios, a casarse sin guardar el menor
respeto a las convenciones, el mismo día en que el tribunal
civil anuló el enlace contraído por Malcolm Henderson en
México. Apenas seis meses antes de haberla conocido. En
cuanto a ella, Gunda, dejaba atrás quince años de aparente
sumisión, su única hija, la reputación intachable de la mujer
más exquisita, inaccesible de la ciudad.
Malcolm tenía una mesa reservada en Sibelius, y a Gun-
da la ópera no le interesaba en demasía. Así que escapa-
ron, igual a chiquillos fugados de una concentración esco-
lar; para cenar a media luz, en un íntimo rincón decorado
con tapices turcos, profusamente adornado con orquídeas
negras. Sonaba un quejumbroso violín, en el mismo instan-
te en que Malcolm retiró de su cuello el collar de ópalos y
colocó, en cambio —con sus fuertes y a la vez acariciantes
manos—, las más hermosas esmeraldas que ella recordaba
haber visto en su vida.
Jamás-jamás mujer sobre la tierra fue tan halagada como
ella. Ni siquiera la otra Gunda de su vida anterior. Y eso
que su primer esposo, compensándola de un afecto que no
tenía tiempo para brindarle, aunque indudablemente exis-
tía, le había obsequiado con elegantes y discretas joyas,
antigüedades de gran precio, costosas obras de arte, que
se presumían reflejos de un amor perdurable. Y constituían
simples inversiones en bien del futuro.
Pasada la una de la mañana, hicieron una entrada espec-
tacular en el baile de los Franco Posada. Un poco tarde,
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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gobierno durante la construcción de una avenida. Demoró
veinte minutos en lavar y secar los platos sucios del almuer-
zo. Fregó los azulejos del piso, colocó agua para el café,
tostó pan, batió crema fresca, dispuso una tabla con queso,
anchoas, atún y jamón, con esa calma inamovible envidiada
por el resto de la familia. Luego, se dispuso a enfrentar a
Gunda, a quien temía y amaba alternativamente, a pesar de
vivir en su compañía desde que tenía nueve años, a raíz de
la muerte de su padre.
Gunda se había encargado de ella pasado el luto. Su
madre deseaba casarse otra vez y negábase tercamente a
llevarla a su nuevo hogar. María Lucía era demasiado ino-
cente, entonces, y tardó años en comprender el veneno en-
cerrado en ciertos comentarios cuando la gente aseguraba:
—Es la niña preferida de Gunda y ella siempre consigue
cuanto quiere... ¡Mejor que se la lleve de una vez!
Mejor que mejor. No le importaba trabajar duramente,
como una criada. Tenía abundante dinero para gastos, un
auto propio, aceptable vida social, la certeza de obtener
—por escritura pública— todas las joyas, las obras de arte y
parte del dinero... ¡Valía la pena!... Quitándose los zapatos,
empujó el carrito del servicio, por el vestíbulo que comuni-
caba con el salón, internándose en la penumbra. Era vier-
nes al atardecer. Cuando Gunda recibía la visita de Bernar-
do Alfaro, el único pretendiente de María Lucía que supo
ganarse su aprecio... Pero no debía hacerse ilusiones... Si
así lo deseara, podría deslizarse con los ojos cerrados por
los dominios exclusivos de su abuela. En ese pasado ex-
travagante e irreal, retenido por Gunda obstinadamente,
en una época exacta, cuando todavía su nieta no abría los
ojos al mundo. Sintió el espesor de las mullidas alfombras,
rozando las medias de nylon, cosquilleando entre sus pies.
Casi escuchaba la música invitante, el bullicio de las gran-
des reuniones, el ambiente sensual en donde Gunda reful-
giera como una diosa pagana. Allí, en el salón, seguían los
muebles pesados, los originales de Picasso, Grau y Miró,
que algún día iban a pertenecerle; el monstruoso arzobispo
de Botero, la incomprensible escultura de Soto. Y el Stradi-
varius regalado por un violinista enloquecido, en un rapto
pasional, a la bellísima señora de Malcolm Henderson.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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extraños juegos en las paredes. Con sus mudas historias
de Venecia, Brujas, Ráquira, Murano y Florencia. Con sus
sellos de Bohemia, París, Taiwan, Bogotá, Río de Janeiro y
Caracas. Todos, todos. Con sus fardos de amor, odio, celos,
envidia y admiración. Cegados desde hacía muchos años.
Ahogados en las fundas raídas de terciopelo azul, como in-
finidad de trasgos malévolos a quienes Gunda Vengoechea
temía tanto como a la misma muerte.
María Lucía estaba acostumbrada a cuidar de ellos. A
limpiarlos con alcohol, hacerlos restaurar, a contemplarlos
día tras día.
Entre el montón de nietas, primas, sobrinas y sobrinas-
nietas, Gunda la había elegido como a su favorita. Quizás
porque su figura morena, de ancho rostro, nariz aguileña
y ojos rasgados, no tenía la menor aspiración de ser una
belleza... Ni remotamente siquiera. Era alegre, inteligen-
te, saludable. No temía al trabajo doméstico, la soledad o
la convivencia con su abuela. Y aunque la situación fuese
diferente, la madre de María Lucía aborrecía a Gunda sin
molestarse en ocultarlo. Un rencor tan viejo que ya no se
hablaba de él en la familia. María Lucía no tenía muy claro
en qué forma pudo incubarse un odio tan terrible y demo-
ledor. Un odio transmitido a la nieta favorita, sin respeto
a los lazos de sangre, en cuyo punto de partida había un
hombre... ¡Cómo no!... En la vida de Gunda, antes y des-
pués, siempre existía un hombre de por medio.
Y el hombre que Gunda, sin proponérselo verdade-
ramente, intentaba arrebatar a su nieta, la acompañaba
a tomar café todos los viernes al atardecer. Hablaban de
pintura y modas. Estudiaban el tarot. Escuchaban un poco
de música... Mientras Gunda revivía con añoranza su vida
anterior. Y cuando la vieja se encontraba ahíta del pasado
apoteósico, Bernardo Alfaro se refería al tema del matri-
monio. Estaba dispuesto a casarse con la nieta. Necesitaba
una respuesta afirmativa. No quería continuar esperando.
Gunda reía en un tono maligno, alegre y teñido de al-
tanería. Un destello de impudicia aguaba sus tristes ojos
orlados de violeta.
—No, mi querido... Mi querido Alfaro —decía, con esas
134
CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
135
ción de menores, exigiéndole el divorcio de forma escan-
dalosa.
Así Malcolm Henderson destruyó a la bellísima Gunda
Vengoechea, convirtiéndola en una anciana antes de tiem-
po. En una reclusa irredenta por el resto de sus días.
Tal como sucedía los viernes al crepúsculo, desde hacía
un año, los tres tomaron el café silenciosamente. Mien-
tras llegaba el momento, absurdamente repetitivo, cuan-
do Bernardo se retiraría caballerosamente, prometiendo
regresar la otra semana. Gunda le retendría un instante,
agradeciéndole el ramo de rosas rojas o camelias, obse-
quiadas por él con británica puntualidad. En esa ocasión,
observó María Lucía, había otro elemento de conquista,
un paquete envuelto en papel de regalo, al que Gunda no
había dispensado la menor antención... ¡El muy tonto...!
Convencido de llegar al vanidoso, endurecido corazón de
su abuela.
Mientras Bernardo se despedía, amable en sus movi-
mientos y con esa cándida mirada que a ratos le hacía sos-
pechoso ante los ojos de su novia, Gunda tomó el mazo de
naipes, olvidado un rato entre la mantequilla y el azúcar.
Comenzó a barajar. Se leería ella misma el pasado, ino-
culándole otras variaciones, posibilidades de triunfar que
entonces ignorara. Volvía a evadirse en el brillante oleaje
del salón de baile, con todas las miradas adheridas a la de-
licadeza de su piel, medida por los murmullos admirativos
que su increíble hermosura despertaba... No escuchaba
las palabras de Bernardo. Tenía los ojos fijos en la caja
del regalo, con una avidez inusitada en ella; su gesto era
imperioso, tremendamente altivo.
—Un regalo... —dijo levantando una carta—, en un bai-
le hay un regalo...
Estaba a la espera del tributo que imaginaba merecer
de aquel muchacho, el único hombre admitido en su inti-
midad durante algún tiempo...
—Quiero verlo... —susurró, y en el timbre de su voz
María Lucía adivinó a la hechicera que subyugara a tantos
hombres, recordada por mucha gente como un ser de le-
yenda. Gunda había permitido a muy pocas personas visi-
136
CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
137
¡líbranos de todo mal! -1 9 8 9 -
el vengador errante
contra el enemigo público
número uno
138
CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
139
diosos necesitaban información resumida. Efectividad, ra-
pidez, simplicidad. Una pequeña sala de música bastaría
para complacer a los idiotas que al final del siglo XX siguen
creyendo en la poesía. Ella, esposa de un industrial, encon-
traba despreciables palabras como soneto, alejandrino,
odas, madrigales, amor.
—La gente no acude más a recitales —dijo—: si aca-
so a conciertos, y al teatro, si hay actores desnudos en el
escenario. La televisión es lo importante ahora. Los pro-
gramas de acción son muy estimulantes ¡sangre y puños!
y las novelas seriadas entretienen a fondo. Únicamente a
los chiflados les da por la rima y el verso. A conferencias
y lecturas apenas asisten unas cuantas viejas ociosas y los
desocupados que se llaman a sí mismos escritores, inte-
lectuales. ¡Vestir santos y adornar iglesias pasó de moda!
¿Y quién dijo que escribir es una profesión? Me río.
Era una mujer robusta, de aspecto wagneriano, afecta
a trajes sastres, autos antiguos, zapatos cómodos. Tenía
el cabello teñido de rubio ceniza y acento extranjero, dis-
culpado a cada momento, “Papá fue embajador en Ita-
lia y yo nací en Roma. Íbamos de vacaciones a las islas
griegas.” No necesitaba opiniones, ni debates. Un tercer
asesor, enamorado de los libros, no significaba nada para
ella. Yo era un asistente más a la reunión que había citado
para anunciar reformas en la Biblioteca, y presentarnos al
arquitecto contratado (un genio del oficio), quien revolu-
cionaría la concepción de las edificaciones destinadas a
impartir cultura.
El arquitecto, enjuto representante de las nuevas ge-
neraciones, arete en la oreja izquierda y ojos suavemente
maquillados, que como buen especialista vestía jeans y no
leía absolutamente nada, realizó con entusiasmo su traba-
jo renovador. Las salas uno, dos, tres, y el auditorio fueron
derrumbados para construir un enorme salón, en donde
se programarían recepciones multitudinarias, exposicio-
nes bibliográficas, subastas y muestras de arte, eventos
atractivos a la alta sociedad capitalina, en donde brillaría
majestuosa nuestra directora.
La remodelación, debido al papeleo, tardó demasiado.
140
Al llegar a su término cambió el gobierno, y fue nombrado
director un vocero de la nueva clase dirigente. Debido a
la inflación, al endeudamiento del país con la banca inter-
nacional y al panorama local ensombrecido por el desa-
forado crecimiento de las guerrillas y el insólito fortaleci-
miento de grupos criminales integrados por traficantes de
narcóticos y de armas, que sostienen ejércitos privados e
incrementan la violencia, la política de los nuevos gober-
nantes exigía al pueblo austeridad. Renunciación. A nivel
de la biblioteca, esto traducía congelación salarial y re-
cortes drásticos al presupuesto. Las actividades ostento-
sas quedaron eliminadas. Así, la institución tenía una zona
social temporalmente inútil, una diminuta sala de música
para cumplir funciones de auditorio, deudas cuantiosas y
más de trescientos mil libros inapreciables pudriéndose
en el sótano.
En las secciones destinadas a la lectura, se habían ins-
talado circuitos cerrados de televisión y computadores. La
información debidamente seleccionada, resumida. Ahora,
basta apretar un botón para conocer lo esencial de un
tema. Y el nuevo gobierno capitaliza la incorporación de
la tecnología a la Biblioteca Pública Nacional como una
innovación destinada a educar a las masas en tiempo ré-
cord, proporcionándoles conocimientos rápidos y exactos
sin la barrera de los libros.
Un día, ocioso, y para no rechazar de antemano los ade-
lantos científicos, resolví hacer una consulta en los cubícu-
los que reemplazaron a mi sala de lectura favorita. El autor
no tenía discusión. Las mínimas reglas de cortesía indica-
ban rendir homenaje al príncipe de las letras castellanas.
Y he aquí la información obtenida al pulsar los botones
y formar en la pantalla del televisor el glorioso nombre:
Cervantes Saavedra, Miguel de - Figura máxima de las
letras españolas - N. en Alcalá de Henares 1547 - M. en
Madrid 1616 - Paje de eclesiástico - Soldado batalla Le-
panto - Manco - Ex presidiario - Obra cumbre: Aventuras
del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha - A su
autoría se deben: Trabajos de Persiles y Segismunda - La
Galatea - Novelas ejemplares - El amante liberal - Rinco-
nete y Cortadillo - y otras obras que no añaden nada a su
gloria.
Insistí una y otra vez. Pero, los datos no aumentaron o
cambiaron una sola frase. La pantalla proyectaba sus trai-
doras letras verdes con una flecha. Consulte Diccionario La-
rousse Ilustrado - Enciclopedia Británica - T. V. videocinta
Cervantes serie treinta capítulos. Frenético seguí de botón
en botón, para descubrir que todos los genios de la hu-
manidad estaban condensados en los mismos términos in-
sultantes. Despreciativos. Homero, Sófocles, Esquilo, Omar
Khayam, Shakespeare, Tolstoi, Dostoievsky, José Eustasio
Rivera, Garcilaso, Calderón, Kafka, Saint Exupéry, Li Tai Po,
Faulkner, Conrad, y así todos los titanes que han enriqueci-
do con su talento el mundo de las letras y elevado el espí-
ritu colectivo del universo; reducidos a líneas e información
de cápsulas, para alimentar a través de computadores la
gélida pantalla de un televisor.
Yo había cumplido mi tiempo de jubilación. Acogiéndo-
me a ello, presenté renuncia irrevocable al cargo oficial y
me dirigí a casa, en busca de paz y comprensión para mi
humillado intelecto. En mi ser gestándose un odio feroz ha-
cia el modernismo y su elaborada tecnología, concentrado
en su máximo exponente: la televisión. Al fin y al cabo, los
computadores son oprimidos obreros del sistema. Esclavos
del vasto imperio del maquinismo.
Hasta entonces yo había compartido vida y sueños con
mi esposa. Juntos pasábamos las noches en compañía de
autores eméritos, dedicados a leer, releer y analizar textos
escogidos. Cuando salíamos, era a disfrutar películas famo-
sas en la historia del cine, a la ópera o al teatro. Y no faltá-
bamos a los eventos programados en la Biblioteca. Porque
juraba, inocentemente, que al retirarme, obtendría recono-
cimiento y honor a mis ideas y planes de la mujer que osten-
ta mi apellido. Había llegado el momento justo de surgir,
a mi vez, como un destacado crítico literario, teniéndola a
ella a mi lado. Esposa-inspiración-secretaria-medianaranja-
mensajero-compañera-fortaleza. Dinero, aunque modera-
do, no faltaba. Aún tengo en el banco ahorros de treinta
años. Sin contar la jubilación.
Pero no habían transcurrido seis meses cuando la demo-
ledora realidad me abofeteaba. Mis ojos fueron obligados a
mirar la infamia entronizada en mi propia casa. Aquella mujer
a la que ofrendé mis mejores años, y quien se había mostra-
do irreversiblemente fascinada con el universo literario, no
era otra cosa que un espíritu mercenario. Vivía conmigo para
disfrutar un status social, apellido extra, la diaria subsistencia
gratuita. Cuando le informé sobre mi renuncia a la Biblioteca
y la decisión de convertirme en crítico eximio, no encontré
apoyo o admiración. Únicamente vejámenes insidiosos. Opi-
niones ofensivas que se repetirían incesantemente —desa-
yuno-almuerzo-cena— y una serie de motes que recorrían
la casa, la manzana, toda la urbanización, y eran propagadas
burlonamente por los dependientes de cigarrería y panade-
ría y las domésticas vecinas. Síntesis de lecturas no digeridas
por mi mujer y de las cuales tenía empacho.
Inepto desconsiderado esbirro orate coxis
filisteo Caifás berilio onomatopeya
minarete isótopo-de-boro mercachifle
metílico ovejo-gusano-buey vermiforme ajenjo
sucedáneo áspid polimio corrosivo
infecto miasma contaminante
Soporté los insultos sin chistar, hasta que ella —ella mis-
ma, presuntamente alma gemela, sin el menor decoro—,
me lanzó al rostro la más perversa humillación. No solamen-
te odiaba leer y escuchar leer, sino todo lo que la literatu-
ra significaba. Era una mujer moderna, avanzada, sin pre-
juicios y como tal televidente nata. Veía, una tras otra, las
telenovelas del medio día. Si había aceptado perderse los
seriales de la noche, ello era porque mis viajes compensa-
ban el tiempo malgastado. Total, en una telenovela de siete
meses y tres días, es posible tomar el hilo en una semana,
o menos. Y entonces, desafiante, ya que un bibliotecario
jubilado no le merecía el menor respeto, ella pisoteó alevo-
samente nuestros diez años de matrimonio. Entró al cuar-
to de planchar, removió sábanas y fundas, enseñándome
triunfante el televisor a color. El mismo artefacto que con-
sistía su dicha y razón de existir. Odiado rival que colmaba
sus horas y ansias románticas, mientras que yo dictaba abu-
rridas misivas, clasificaba donaciones, lidiaba funcionarios
irascibles, asistía a inauguraciones o viajaba a supervisar
bibliotecas ambulantes, en pueblos y ciudades alejadas.
Me había mentido. Nunca leía los volúmenes que con tan-
to amor le recomendaba. Examinaba diez, veinte páginas,
al azar. Citaba unos párrafos, exclamaba ¡gran libro! y me
dejaba satisfecho. Y yo, ávido de nuevos autores, conside-
rándola mi alter ego, nunca albergué la menor sospecha.
Fue al reconocer a ese enemigo taimado, mortal, que
se había posesionado de mi casa y de mi mujer, cuando
descubrí la existencia de El Vengador Errante. Incubado
en mi interior meses atrás, después de mi ominoso enfren-
tamiento con la técnica, surgió violenta y repentinamente,
de la misma forma que la diosa Atenea hendió el cráneo
mayestático de Zeus y se precipitó al exterior, armada de
lanza, casco y escudo, lanzando gritos de guerra y victoria.
Soy El Vengador Errante. Yo-ese-mismo. Apodado tam-
bién el brazo justiciero. La sombra que tanto fastidia a los
alcaldes menores, los inspectores de Policía y los amantes
incondicionales de la imagen. ¿Les sorprende? Entiendo
muy bien. Las apariencias engañan.
En rigor, parezco un hombre del montón. Mi mujer, a
quien le han destruido cinco televisores en dos años, ni si-
quiera lo sospecha. Resulto demasiado anodino para ella;
no me perdona haberla abandonado. Me considera, en
su estulticia, un hombre menos que mediocre. Pero soy El
Vengador Errante. Me he sumado a la estirpe de los héroes
y luchadores justicieros, ahora en desuso. Y en aras de la
clandestinidad prefiero omitir caballo, espada, maza, capa,
yelmo, escudo y armadura. Aunque en mi corazón viven —
en sagaz armonía— un Caballero de la Triste Figura y Car-
los XII y Perseo y Amadís de Gaula y Robin Hood y Fan Fan
La Tulip y Bayardo. Todo sin miedo y sin tacha.
Sin embargo, la sensatez exige qué yo, el último de los
héroes, permanezca incógnito y sacrificado en aras de mi
lucha personal contra el enemigo público número uno.
El mayor asesino y depredador de nuestro tiempo, que a
diario pulveriza el gusto por la lectura, la unión familiar y
la alegría de la conversación, modelando autómatas y en-
trenando futuros consumistas. Siervos de la ignorancia y la
violencia.
Yo debo esconderme tras el uniforme de las masas, la tela
jean que disimula la pobreza de jóvenes y desempleados —lo
mismo en Bogotá, Madrid, Nueva York o Hong Kong— y per-
mite a los opresores alternar codo a codo con los explotados.
Bajo el traje azul desteñido, los zapatos tenis, el morral y el ca-
bello a la moda del momento, ¿quién lograría reconocerme?
No me falta el cigarrillo ladeado en los labios. Luzco el arete
afeminado, rutilantes pulseras, collares de mostacillas. Soy
cualquiera. Y nadie. Como un hippy envejecido, un cineasta
sin trabajo, el operario de una marquetería o un publicista en
decadencia. En realidad, El Vengador Errante, deslizándome
entre la noche y la niebla citadina, espiando tras los ventana-
les, demoliendo antenas y televisores, igual en grandes man-
siones que en ranchos de invasión. Justo y equitativo.
Lo más importante es la ruana o bufanda o el chal. En
donde logro camuflar por breves instantes las armas que tan-
to atemorizan a las autoridades, comerciantes y televidentes
fanáticos. Ni ametralladora, ni pistola, ni explosivo, ni mache-
te. Improviso según las circunstancias. Ladrillo, piedra, fierro,
teja, baldosín. Y nadie me atrapará in fraganti, ya que trabajo
solo y en horas impredecibles, cuando la gente aún llena la
ciudad o acaba de apagar el televisor.
La fuerza pública, en sus requisas callejeras, solamente
encuentra los tirantes de caucho, malva y naranja, que cru-
zan mi pecho y están a la vista de todos. Los toman como
un estrafalario adminículo, propio de un viejo comodón o
un exhibicionista. Jamás pensarían que suplen el arco, la
ballesta, la misma espada, y resultan muy fáciles de utilizar.
Basta ubicar el proyectil, colocarlo rápidamente y lanzarlo
con la debida puntería. En tal disciplina ni el mismo Robin
Hood me ganaría, ya que mis manos se han fortalecido y
agilizado. Setenta y nueve mil dieciocho televisores destrui-
dos en el último año así lo confirman. Llevo las estadísti-
cas. Dice la policía, noventa mil. Únicamente que los otros
perecieron a manos de maridos oprimidos, madres deses-
peradas y otros sanos imitadores, que de motu proprio se
adhirieron a la causa.
De mi cuenta, en un momento serán setenta y nueve mil
diecinueve televisores hechos añicos el año en curso. Y no
he contado mi trabajo anterior, para no resultar jactancioso.
Mientras usted lee este cuento, yo me encargaré de asestar
otro golpe mortal al enemigo público número uno que —
como la hidra de Lerna— suele multiplicar sus espantosas
cabezas en un instante.
¿Vio? Se ha quedado usted sin televisor. ¡Se lo advertí!
Espero que aprenda la lección y se abstenga de adquirir un
nuevo modelo.
¡No despilfarre su dinero! El Vengador Errante nunca baja
la guardia ni se rinde.
148
CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
los encantamientos
-2003-
Retratos a la cera perdida
Lumbre azul
Mañana, mañana el organillero
149
CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
1
Mi papá nunca estuvo interesado en la política. Aunque la
gran dama se enamoró de él y lo cortejó durante muchos
años. Él deseaba vivir independiente, con el trabajo de sus
manos. Si luego ostentó los cargos de Tesorero Municipal,
Alcalde, Representante a la Cámara, Gobernador, Ministro,
no lo capturaron sin lucha. Se le abona.
Mi papá fue el mejor artífice de su tiempo. Conocía los
secretos de la madera y la trataba con sumo respeto. Le
gustaba palpar su ánima, dibujar sobre ella, cambiar formas
toscas en magia estilizada. En el pueblo todavía existen ar-
quillas, joyeros, consolas, pebeteros, con su firma. Mientras
trabajaba solía hablar con los amigos que unas veces lo es-
cuchaban embelesados —como si tuviese la piedra filosofal
bajo la lengua— y otras vociferaban con apasionamiento
digno de mítines electorales y arengas domingueras.
En las mañanas nos visitaba el Doctor Justino Manotas,
quien comandaba el partido liberal en el Atlántico y no des-
cuidaba a sus huestes. Mientras saboreaba un café negro,
imponía su educada voz, experta en lidiar enemigos, opo-
sitores, rebeldes, multitudes airadas. Entre un comentario y
otro deslizaba la oferta de un cargo en el Municipio.
—Don Tancredo, el partido lo necesita en la Administra-
ción Pública. Su cerebro y probada honradez le permitirán
encargarse de la Tesorería que ahora mismo se encuentra
en manos de los godos.
Así como era de alto mi papá, así tenía lo terco. Quería
ser dueño y señor. Distribuir los minutos y horas de su tiem-
po. Necesitaba comprensión y ternura, como todos aque-
llos que sueñan a ojos cerrados y a ojos abiertos.
151
Aún guardo una imagen suya, nítida, grabada en las pu-
pilas: sentado en el patio y a la luz transparente del ama-
necer, el taburete contra un árbol de totumo, absorto en
un manoseado ejemplar de La Odisea. La madera era or-
gulloso sustento, los libros su misma vida. Y papá recibía
encargos de clérigos, banqueros, empresarios, gente acos-
tumbrada a lo mejor, para sostener a la familia y adquirir
—de vez en cuando— un ejemplar para su colección de
primeras ediciones.
—Me gustaría confiarle la Tesorería —insistía Manotas.
—Preferiría dirigir la Biblioteca —decía papá.
—La Biblioteca está clausurada. Antes de las eleccio-
nes es difícil reabrirla y sostener el personal. El Tesorero
es un inepto, usted está al comente, Don Tancredo —el
Doctor solía alegar un compromiso urgente y se despedía,
afanado. Conocía a papa desde la infancia. No exageraba
la nota.
Mi papá creía que la palabra de un hombre bastaba, era
su garantía. Nunca solicitó recibos o letras por su trabajo.
Así, cuando yo tenía nueve años, sabía que los ricos pagan
por adelantado o no cumplen nunca. Los tiempos de indi-
vidualidad finalizaban y estaban en boga los muebles fabri-
cados en serie. Las arquillas, bargueños y consolas resulta-
ban anticuados. Ninguna iglesia tenía fondos para decorar
capillas, nichos, oratorios. La gente del pueblo llamaba a
Heráclito Pantoja, un carpintero de corta y clava, a quien le
interesaba más el ron que la madera.
Papá comenzó a deambular de calle en calle, de puerta
en puerta, dispuesto a cobrar deudas atrasadas. ¡Inocen-
te! Los viejos clientes se ofendían al ser molestados, supo-
nían que el dinero y la aristocracia obligaban a los demás a
trabajarles gratis. Los más exquisitos enviaban una caja de
tabacos, una botella de licor o los Diálogos de Platón, en
señal de amistad. En casa, mamá realizaba milagros diarios.
Al desayuno nunca faltó el café en leche y la yuca hervida. A
medio día había sancocho, arroz blanco, tajadas de plátano
frito. Mis hermanas y yo tomábamos clases de música. En
las noches se brindaba limonada a las visitas.
152
CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
2
Fabricar cajones de muerto no fue idea de mi papá. Menos
su gusto. Al tío Manuel, aficionado a la guitarra, los dados y
la bolita, le habían pagado deudas de honor con una carga
de madera. Nada especial. Burdos tablones.
La madera quedó arrumada hasta los primeros agua-
ceros de mis diez años, cuando se desató una epidemia
de cólera. De tanto en tanto se moría un conocido y los
hijos o sobrinos encargaban un cajón barato para llevar-
lo al cementerio. Enseguida los ecos vibraban. El serrucho
tocaba música, los clavos decían pan tierno, el martillo za-
patos nuevos. No quiero alabar demasiado a papá, sus ma-
nos tenían duende. Los ataúdes resultaban obras de arte.
Con adornos, manijas, estilo. Mis hermanas cosían el forro
con tantos pliegues armoniosos y hábiles puntadas que el
muerto descansaba en un capullo de rosa.
Lo malo del negocio era el socio capitalista. Cuando
papá estudiaba las cifras, ya el tío Manuel se le había ade-
lantado y estaba farreándose el dinero en el American Bar.
El trabajo inútil se unía a la tristeza y decepción. Nosotros
sin los zapatos prometidos. Papá con el rostro largo, largo,
tan largo como su nariz y brazos y estatura. Mamá hablaba a
monosílabos. Corrían las murmuraciones por tiendas y can-
tinas. Los amigos volvían al ataque con el asunto político. El
senador Barrero, líder indiscutible del partido conservador,
ofrecía visita para el domingo, al finalizar la misa cantada.
Era un hombre considerado, y temprano enviaba las galli-
nas del almuerzo.
—Don Tancredo —decía el Senador—, mire que un ca-
ballero no debe mortificar a la esposa, y menos al capricho
de su cuñado Don Manuel. Usted es un hombre de valía e
ilustración. El partido requiere talentos. Diga una palabra,
una sola palabra, y se posesiona en la Personería, el Regis-
tro Civil o la Alcaldía…
—…yo soy liberal y usted lo sabe —respondía papá—.
Gracias de todos modos.
—En usted, Don Tancredo, el color político no impor-
ta. Todo el mundo conoce su integridad y la respeta. No
153
olvidamos su gestión como Secretario Ad-Honoren de la
Sociedad de Mejoras Públicas. ¿Quién hizo arborizar el par-
que? ¿A quién debemos la construcción de la piscina públi-
ca y las canchas de fútbol? ¿Quién consiguió la partida para
edificar el hospital?
Papá, decidido a continuar independiente. Lo que me-
nos deseaba era ser un figurón. Sufría con los intrigantes y
pedigüeños que lo creían personaje influyente, eminencia
gris detrás de un doble trono. Gente de ambos partidos
que comenzó a desfilar por nuestra casa y a pedir al garete.
—Don Tancredo, a mi marido lo tienen preso y es ino-
cente. Si usted quisiera interceder en su favor, si usted…
—Don Tancredo, mire que hay una vacante en la Notaría.
Una recomendación suya y estoy listo, una recomendación…
—Don Tancredo, que mi hijo terminó escuela primaria.
Solicitamos una beca y un padrino, que si usted quisiera
escribirle al Secretario de Educación, que si usted…
Las peticiones arreciaban. Quienes obtenían una reco-
mendación, un empleo o la firma de un contrato, no volvían
ni a mostrar el perfil en nuestra sala. Los descontentos sa-
lían a levantar falsos y enredos; que si papá tenía un billete
en lugar del corazón, traficaba con sus amistades, cobraba
las mercedes y favores, nada le interesaba la suerte de los
pobres. Numerosas personas nos quitaron el saludo. La fa-
milia con el pecado y sin el género. De noche teníamos que
soportar borrachos alevosos, balazos al aire, pedradas a las
ventanas. Los turcos y vendedores ambulantes se acerca-
ban a ofrecer manteles, cristalería, letines y sedas, calderos,
perfumes, enciclopedias a crédito. De manera cortés y fir-
me, papá declinó bautizar a la mitad de los niños nacidos en
el vecindario durante aquella falsa prosperidad.
154
CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
3
Crecí en una época difícil. Tanto que mis hermanas tenían
un vestido decente entre las dos. Los domingos no iban a
la iglesia a la misma hora. Adelaida asistía a misa de ocho
y Mary a misa de doce. Y los muchachos que las corteja-
ban no sabían quién era quién cuando las seguían por la
calle. Mary poseía un cabello lacio, renegrido; Adelaida ri-
zos color miel. Pero ambas usaban medias de algodón y
mantilla española. Ni siquiera un ardiente enamorado po-
día advertir las diferencias. Yo no tenía problemas. Cada
año me cosían un hermoso traje con la tela del abandonado
por ellas. Estrenaba zapatos y hebillas y me sentía dichosa.
No obstante, papá temía descubrir a través de mis ojos la
insatisfacción.
—Conserve siempre la sonrisa, niña Elia. Mire que la
ropa no es nada importante. Los adornos están en el es-
píritu, la inteligencia y alegría. Triste es el que no sabe leer
porque está lejos del conocimiento. Triste el que no tiene
amor, ni música, ni casa.
Sin embargo, estimo que la necesidad no empujó a papá
a decidirse por la carrera política. Él hubiese continuado
en sortilegio de madera tallada, confesionarios, púlpitos,
atriles, de espaldas a un lugar que no comprendía su pa-
sión por la belleza; refugiado en el mundo sin fronteras de
los libros. Fueron los cajones de muerto y la gente de Sitio
Nuevo quienes lo obligaron a cambiar de vida.
Llegaron una madrugada evanescente a tocar la puerta
del patio. Forasteros de temblor palúdico —en un solo llan-
to— hediondos a pescado, leña seca, humareda. Un viejo
octogenario, tres mocetones, las nueras, una montonera de
niños mocosos. Se movían a brincos, como si estuviesen
en sus chozas por encima del agua, cargaban trastos de
cocina en redes y bateas. Armaban tal alboroto que la calle
despertó, sisearon postigos, titilaron luces. Se escucharon
gritos de “Vayan a dormir…”, “No molesten”, aunque casi
era hora de abandonar las sábanas. Papá suspendió su lec-
tura y brindó café. Los inoportunos visitantes solicitaban, al
fiado, un cajón, porque la madre había muerto de repente.
155
—No tenemos familia o amistades en el pueblo, mire que
somos forasteros —habló primero el viejo.
—Mi mujer se ha muerto, está muertecita, y nadie quiere
responder por nosotros.
—Don Tancredo, mi suegra se reventó sin óleos ni rezos —
lloraba una de las mujeres—. ¡Ayúdenos a enterrarla!
—Por favor —musitaban los niños, las cabezas gachas, des-
calzos.
Todavía se me agita el corazón. Daba vergüenza sentir fas-
tidio, asquearse por la hedentina, no llorar tanto desconsuelo.
—Don Tancredo, usted que es bueno y justiciero, ¡tenga
piedad! —el viejo repartía saliva estrujando el sombrero roto-
so—. Don Tancredo, no alargue esta mala pata, mire que no-
sotros somos forasteros y venimos de Sitio Nuevo… ¡piedad!
—¡Se lo ruego! ¡Por Dios y María Santísima y San Caye-
tano…! —la nuera más joven, templada de nueve meses, se
hincó sobre la hierba fresca del amanecer y el aleteo de los
pájaros—. Vea, Don, que nosotros negociamos manteca y
pescado. Yo le juro el lunes, el martes, le daremos hasta el
último centavo —alargaba unas garras filudas, rociadas con
picaduras de jején, en donde tintineaban compactas sema-
neras de oro. Iba sucia, en chancletas, la piel forrada al hue-
so, pero su traje era de buen género y ostentaba turquesas
en el cuello. Se veía dominada por su barriga, comadreja
asomada a un gallinero.
El viejo tenía ojos zarcos y dientes marrones y los moce-
tones se le parecían como retratos a la cera perdida. Sus
camisas estaban hechas trizas, los pantalones mugrientos.
Entre las cotizas sobresalían talones rajados, uñas embarra-
das. Papá no advirtió las sortijas, los machetes, los dijes y
esclavas en las muñecas. Tampoco el brillo del metal baña-
do en rojo por el naciente sol. Apenas miró la hamaca —de
unas manos a otras en vaivén—, los cabellos grasientos de
la vieja muerta, entre chinelas y refajos y pañales orinados
escapándose de recargadas peinetas. Fino carey.
—Es un trato. ¡A trabajar! —los niños estallaron en la-
grimones y corrieron a esconderse tras las faldas de sus
madres.
156
CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
4
Aunque después del llanto y el dolor y la alharaca los do-
lientes se hurtaron a su trato, como rociados con sal, papá
consideró una vileza molestarlos en su pena. Esperó más
de dos semanas a que terminara el novenario y encontraran
alivio. Luego supo que los hombres vendían mojarras y lizas
secas en las colmenas del mercado. Al parecer, la tribu es-
taba asentándose en el pueblo.
Vivían en la calle de Coco Solo, por los lados del mata-
dero, en una ruina con techo de enea apuntalada con vigas
nuevas. Papá tropezó a los niños que correteaban empuján-
dose unos a otros en la calle sofocada por el áspero verano.
Tras la única ventana, reconoció los ojos zarcos y los dientes
manchados. Dijo: “Buenas tardes”; por toda respuesta un
salivazo altanero contra el sardinel.
—Buenas tardes —repitió.
—Isaura Isauraaaaaaa —el viejo a los alaridos.
La puerta se abrió de sopetón. Una adolescente semi-
desnuda salió empujando un chivo. Voces femeninas chilla-
ron en el interior de la casa. Olía a pescado agrio, grasa de
cerdo, ron blanco, moho. Los otros niños jugaban a “¿Dón-
de está el Cristo?”
—¿Qué se le ha perdido, Don?
—Isauraaa Isauraaaaa —berreaba él.
—Vengo por mi asunto —dijo papá.
—¿Qué le pasa con mi suegro?
Era la mujer de las semaneras de oro. Con el mismo traje,
un crío agarrado a los pechos y un destetado a sus caderas.
Los otros, en medio del juego, formaban en los labios saliva
espumosa y globos, hacían morisquetas, brincaban alrede-
157
dor. Uno flacuchento y moreno se quitó los calzones y mos-
tró el culo veteado por la mugre: “¿Dónde está el Cristo?/el
Cristo se está bañando/¿Dónde está el Cristo?/el Cristo se
vistió/¿Dónde está el Cristo?/el Cristo desayunó.”
Él seguía firme ante la puerta abierta, las risas y empujo-
nes, la recién parida que se había arrodillado sobre el ver-
dor del patio amanecido. Ahora satisfecha. Reluciente. Con
arrestos para amenazar, mofarse, presumir.
—Se trata del dinero. Lo del ataúd, la iglesia, el entierro,
señora —dijo con toda cortesía.
—Si usted sigue en plan de joder, llamaré a mi marido
y a mis cuñados. ¡Entre todos le van a pegar una buena
cueriza…!
—Señora, yo sólo quiero lo mío.
—¡Largo de aquí, chacarón, si no quieres que te maten! —
aulló la mujer—. ¡Desalmado, logrero, infeliz…!
A papá lo haría desistir un rostro astuto, fuertes colmi-
llos, relumbrantes ojos de comadreja cebada. Sintió el al-
mizcle, la fetidez repelente de las bestias. Dio media vuelta
y aguantó la derrota.
5
Instalado en el traspatio lleno de aserrín y virutas, los boti-
nes charolados, el Doctor Justino Manotas esperaba a papá
durante el primer día de mis once años. Lo acompañaban
el historiador Lucindo Reales, el concejal Ascanio Orozco,
el abogado penalista Roque Bolívar. Todos mustios, acon-
gojados, dado que el Tesorero Municipal se había fugado
con los dineros del pueblo, llevándose las joyas de su mujer
legítima y los ahorros de una querida a quien mantenía en
el barrio del Porvenir. No iba solo. Su nueva conquista era
hija del juez Araque, Dormelina.
También nos visitaba el senador Barrero, sentado bajo
la sombra del totumo del patio, rodeado por sus coparti-
darios. Las sillas no daban abasto. Los hombres entraban y
salían, liberales, ateos, conservadores, beatos, cismáticos,
izquierdistas, entrometidos, apolíticos, hasta el Jefe de Po-
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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los encantamientos -2003-
lumbre azul
A Henry Laguado
1
Hay recuerdos y recuerdos de infancia. Así como hay niños
que han sido felices y otros que apenas fueron niños. Luego
están todos aquellos que se olvidaron de sí mismos.
El niño que fui, ahora está lejos y sin embargo presente.
A menudo se me aparece en sueños, lo llevo de la mano.
Era el consentido y lo sentaban en el balcón, al atarde-
cer, en su propia silla. Desde allí veía pasar a los hombres
que regresaban de la oficina, a las vendedoras de mangos y
alegrías de maíz millo, a las colegialas de medias cortas y a
las muchachas del domingo con trajes multicolores. Desde
que tuvo memoria quería atrapar la luz de su ciudad, dibu-
jar el movimiento constante del mar, susurros de la brisa,
viento y calor atenuándose en los azules de la noche.
—Quieto, no te muevas de ahí. ¡Cuidado! Nada de col-
garse en la baranda —y traían una mesa a su medida, pa-
pel, crayones, acuarelas, lápices afilados.
A la madre le decían la Bella Carmen. Su padre era el
hombre más culto y elegante de la ciudad, fundador de los
mejores clubes.
El niño era el único niño de la casa. Un privilegio, por
ser hijo de quien era y haber nacido en una ciudad amura-
llada. Todos le preguntaban “¿quieres esto?” y “¿quieres
aquello?”, y le decían “ven acá”, “hora de dormir y hora
de comer”. En su añoranza de alegría están las hermanas,
Berta, María Teresa, Alicia, Carmen Su, Federica, Carlina.
Era el único varón. Después nació Rafael y de único pasó
a ser el mayor.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
2
Hay momentos muy vivos en los que aromas y colores son
como lienzos encandilados. Recuerdo una vez en carnava-
les, cuando a Carmen Su la vistieron de japonesa, kimono
bordado en verde y oro, con un gran lazo a la cintura, en-
harinado el rostro, los párpados alargados con pinceladas
negras y la boca rojo fresa. Olía a flores, como a rosas mo-
jadas y claveles. Era feliz mientras la Bella Carmen cantaba
peinándole el cabello negro, largo, lustroso. Feliz porque
había fiesta en el Club de Pesca, e iría su pretendiente, un
muchacho por allá del Sinú o Valledupar. Feliz-feliz hasta
que se miró en el espejo.
Carmen Su comenzó a llorar y a llorar, a renegar:
—¡No voy a la fiesta! ¡Ésa no soy yo!
Mis hermanas menores listas y contentas. Berta, una en-
joyada gitana; Alicia, la más tierna pastora; María Teresa, el
hada del saúco; Carlina, la muñeca feliz. Federica con un
vestido normal, porque nunca fue amiga de disfraces.
Ese niño que fui yo, sentado en un banco junto a un es-
pejo de tres lunas, sentía el rozar de sedas y tafetanes, la
emoción de las voces, el nerviosismo, la ilusión, la ansie-
dad. De repente, nadie le prestaba atención. Aquella sería
su primera vivencia del carnaval; ventajas de ser el mayor. A
su hermano Rafael lo mandaron temprano a la cama.
Todavía ignora si Carmen Su asistió al baile, o si persistió
el llanto, pero nunca olvidará la tersura del aire, los secre-
teos, las risas, además de la intensidad de los perfumes y
leves aromas de verbena y altamisa. Nadie guardó los dibu-
jos que hiciera esa noche. Pero el mejor amigo de papá, en
plena sala y a la segunda copa de champaña, dijo:
—La historia se repite. Correggio y Picasso también na-
cieron pintores.
—No sigas, puñetero, ni me agües la noche. Mejor va-
mos, tenemos retraso.
—Si es pintor, será pintor. No se te olvide.
161
3
Aquel niño no recuerda si a su alrededor había perros, ga-
tos, loros o una María Mulata. Quizá por causa de Tito. Lo
trajeron de regalo en un cumpleaños, enroscado en una
canastilla de fique. Era enormes ojos y rabo y un susto que
le hacía morderse las patas como si fuese un bebé. Fue
bautizado con limonada, y no pudo llamarse Tato, ni Pepe,
ni Roque, ni Guille, porque a muchos niños les decían así.
Emilio era yo, el único por unos años, quien como hermano
de Rafael pasó a ser el mayor.
A Tito le encantaban los mangos de azúcar, el guineo
manzano, los arranca muelas, el arroz de coco y la posta
negra. Vivía en una caja construida a su tamaño, en el corre-
dor que daba al patio, y siempre estaba amarrado con un
cinturón y una cadena; si llegaba a zafarse salía directo a las
maldades. Se meaba en las ollas, desenredaba el moño de
la cocinera, subía por las canales y terminaba en el tejado,
lanzando a los transeúntes limones, guayabas, mangos y
naranjas que se había robado del frutero del comedor.
Lo que más le gustaba a Tito era tomar su tetero con le-
che Klim endulzado con miel, antes de dormir, chupando el
dedo como cuando Rafa estaba recién nacido. También le-
vantar faldas, comer huevos fritos con pan fresco, mecerse
en el columpio instalado entre dos árboles del patio.
El paseo era lo mejor de lo mejor. Eso sucedía los sába-
dos y los domingos, cuando a Tito lo vestían de marinero,
¡entonces no se cambiaba por nadie! Sus trajes crujían de
puro almidón y él ladeaba hazañoso su gorra mirándose en
el espejo de la sala.
Salían todos, Rafa y el mayor, con Tito en medio tomados
de las manos, mientras Berta, Carlina, María Teresa, Car-
men Su, Alicia y Federica caminaban atrás.
Las señoras y los niños y las nanas de la vecindad corrían
a las terrazas y ventanas y quicios a decir adiós, ellos muy
orondos porque nadie tenía un mico tan inteligente y tan
bien parecido como Tito.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
4
Cuando el niño que ya no era el único varón entró a es-
tudiar, Tito tuvo un berrinche porque también quería ir al
colegio. Zafó la cadena, le pegó un mordisco en la nalga
a la cocinera, arrasó con la mesa del comedor y la vajilla
elegante de la Bella Carmen dispuesta para un almuerzo
de veinte personas. ¡Pobre Tito! Aquella vez estuvo fugitivo
durante quince días, amenazado de muerte, tías y primos
hablaban de enviarlo al zoológico, obsequiarlo a un orga-
nillero, dormirlo para siempre con somníferos. Además de
haber acabado con las bandejas, platos, vinajeras, floreros,
mantequillera, les había mostrado la picha a las chicas de
la cuadra.
La Bella Carmen sabía que Tito estaba demasiado triste
porque no podía estudiar ni lo recibían en el colegio. No
hizo escándalo por el desastre sino que se llevó a los invi-
tados al club. Luego dijo que gracias a Tito papá le había
comprado la vajilla más hermosa que pudo encontrar en los
almacenes de París. Cuando ella murió, Carmen Su, Berta,
Alicia, María Teresa y Federica se la repartieron devotas. Al
mayor, que ya no era un niño, y a Rafael les correspondieron
los juegos de té y café.
A Tito lo encontraron metido en una bodega, por los
lados de la muralla, muriéndose de fiebre y diarrea. Se ha-
bía zampado un racimo de plátanos verdes y un bulto de
caimitos. El veterinario mandó que le dieran agua con sal y
cebolla picada y agua de manzana y paico, por turnos, para
curarle el estómago y el desespero. También unas grageas
bermejas que él se negaba a tragar, y cataplasmas en las
costillas pues casi agarra una pulmonía. ¡Ver y no creer! Era
como si la familia tuviese un chiquillo enfermo. Las veci-
nas se acercaban a preguntar por Tito, y aquellas chicas del
vecindario, a quienes les había mostrado la picha, rezaron
novenas, credos, ave marías al perdonarlo. La más preo-
cupada era la cocinera: Tito no la mordió en serio, a ella le
gustaba consentirlo, sobre todo por las mañanas, porque
además de los huevos fritos le enloquecía el café con leche
y las galletas con queso salado.
163
Cuando Tito mejoró le dieron permiso para entrar a la
casa por las tardes. Allí se enroscaba en un banco, mientras
el niño del balcón, sentado en un escritorio, aprendía sobre
matemáticas, minuendos y sustraendos, geometría, historia,
geografía, adverbios, sujetos y predicados. En esa época cos-
taba mucho trabajo hacerlo comer, si acaso tomaba avena con
azúcar y vainilla, miel-me-sabe o flan, de pronto un tazón de
sorbete helado.
Ni siquiera salir a pasear le llamaba la atención. Se conto-
neaba un rato entre Rafa y Berta, o entre Carmen Su y María
Teresa, pero en la mitad del camino comenzaba a gemir, a
arrancharse, se agarraba el estómago.
Cuando rechazó toda comida y corrió a esconderse bajo la
mesa del comedor, se pensó en un mal distinto de la diarrea o
la tristeza. Fue a su muerte, con los ojos nublados y la cabeza
sobre las piernas de aquel niño que ya era un muchacho, una
mano entre las manos de Rafa y otra entre las de María Teresa,
que alguien decidió quitarle el cinturón de cuero y metal que
Tito llevaba hasta para recibir un baño. ¡Dios! Había crecido
mucho en los últimos meses, el cinturón se le incrustó en la
piel del estómago y casi lo cortó en dos, al punto que piel,
carne y tripas era una misma cosa.
El recuerdo del entierro, Tito con su mejor traje de marine-
ro y en un ataúd blanco, forma un nudo doloroso en la gargan-
ta de aquel niño inasible. Papá lloraba detrás de una ventana
que miraba al jardín, con tanta angustia que la nuca se me
eriza cada vez que evoco aquel día. A mis hermanas nunca,
nunca, se les puede hablar sobre el tema. En sus tiempos, la
Bella Carmen no volvió a permitir animales en su entorno.
Años más tarde, en un armario, mientras buscaba unos ge-
melos, tropecé con todos los dibujos que hice de Tito. La Bella
Carmen los había guardado en un sobre, debajo del joyero,
sus cinturones de fantasía, chalinas y pañuelos bordados. No
lo pensé dos veces y los destruí.
164
CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
5
Ese fin de semana el club La Popa celebraba su fiesta anual y
a Federica la presentaban en sociedad. Para la ocasión vestí
mi primer smoking, por eso me permitieron usar los gemelos
de oro y la faja de seda del abuelo paterno, muerto diez años
atrás.
En la noche salina, a los dieciséis años, recién graduado
de bachiller, al concluir los discursos, las felicitaciones y el
brindis ritual, papá me dedicó una copa. Ahora su hijo es-
tudiaría medicina, derecho, o ingresaría en la marina. Las
tradiciones mandan, imponen continuidad, respeto. Tenía
la posibilidad de las mejores universidades, era hora, había
que tomar decisiones.
Quizá extraje ayuda del licor, o me sentí en serio mayor
por fuerza del smoking. Me le enfrenté:
—Quiero estudiar en Bogotá, o en Madrid. Voy a matri-
cularme en Bellas Artes.
—¿Qué…? Ni se te ocurra, ¡sobre mi cadáver! ¿Bellas
Artes? ¿Estás loco…? Es como si patearas la tumba de tu
abuelo, el almirante.
Me incorporé y di la espalda a la ira desbordada, al azo-
ro y el desconcierto del resto de la familia, abuelas, tíos y
primos sentados bajo las arañas de cristal y en la ele de
la mesa. Invité a todas las debutantes y giré incansable al
ritmo de valses, porros, merengues, boleros, como si me
hubiesen nombrado guardián o paje, y cuando se retiraron
las orquestas, me uní al grupo de muchachos que, al ama-
necer, subían en burro hasta el Castillo de La Popa. Era la
costumbre, en la ciudad con murallas, quizá para quitarle
estiramiento y solemnidad al primer baile de gala.
De regreso, al sol ardiente, papá esperaba con el portón
abierto. En su rostro advertí toda suerte de reclamos y exi-
gencias, contenidos en agrias palabras.
—No hay de otra. Mañana mismo te inscribes en la Ma-
rina. Tienes prioridad. Eres nieto de almirante, sobrino de
general y capitanes de corbeta.
—Voy a matricularme en Bellas Artes.
165
Cuando él dijo otra vez “¡sobre mi cadáver!” o quizá “¡pri-
mero muerto!” vi las piruetas de Tito flotar a mi paso, su di-
bujo en crayón, las manos peludas abrazadas al estómago,
el sufrimiento anclado en los ojos.
—¡Bellaaaas Arrteeess…! —comencé a gritar quitándo-
me el corbatín, la faja, la camisa, los pantalones, los calzon-
cillos y las medias. Atravesé en cueros la calle, los vecinos
en bata y pantuflas asomados a los balcones. Entré en la
casa ante el espanto de mamá, la Bella Carmen. Mis her-
manas salían adormiladas de sus habitaciones; la mañana
hurtándoles los aromas, la noche anterior, la desaforada
alegría, el eco de la orquesta, tanta música y felicidad.
Durante tres días me llevaron la comida a mi habitación,
de donde salí camino al aeropuerto, con la ayuda de mamá
y de Rafael. La silueta difusa y recobrada, el ataúd, la alha-
raca, brincos, alardes de Tito por toda compañía.
Después, el hombre que soy tuvo dos gatos en su estu-
dio, Sofía e Inocencio, pero cuando murieron de viejos pro-
metió dedicar todo su tiempo libre a las personas. El niño
que fui no quiere ser olvidado. En sueños me tiene el caba-
llete, elige los pinceles, traza la lumbre azul y la resonancia
del mar esmaltado en la ciudad amurallada de otras tardes.
166
CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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pupilas burlonas —advertí mi falda arrugada que hubiese
fruncido sus cejas y rojo labial, en el óvalo que ya no era—
ni el impacto de su belleza y satinado maquillaje.
—El señor está ocupado. Nunca recibe a nadie —intentó
detenerme la empleada
—A mí sí.
—Mejor le aviso.
—No es necesario. Conozco el camino.
Pablo estaba en su estudio. Vestía traje negro, camisa
blanca, medias rojas. Era como un personaje teatral, creado
en romántica aflicción y al margen del mundo que, situado
en la realidad, se viese obligado a interpretar a Soler, gran
novelista. Mostacho, pipa gastada, clavel en una solapa.
Hasta la antigua máquina Remington sobre el escritorio pa-
recía de utilería.
Dominaba el estudio un retrato al óleo. Liliana entre en-
cajes, sonrisa enigmática y cabellos flotantes, manos po-
sadas en un violín. Retrato encargado, dirigido por ella,
desde su ángulo personal-espejo. Un frutero mosqueado
con manzanas y ciruelas viejas, una copa, dos cigarrillos y
fósforos decapitados, junto a la firma del pintor, decanta-
ban la cursilería.
—Hola.
—Hola. Tiempo sin vemos —dijo él.
—Siento lo de Liliana.
—Gracias.
No hubo explicaciones o reproches. Tampoco el ritual
de la tristeza. Colgué mi abrigo tras la puerta. Acepté una
silla. Había mucho que decir, pero teníamos miedo del so-
nido y la repercusión de las palabras. Todos aquellos temas
frustrados por el código inflexible de Liliana, durante años y
años. Libros detestados, melodías prohibidas, invitaciones
rechazadas, viajes aplazados. Sobre todo, podíamos referi-
mos a los amigos de la primera etapa matrimonial, quienes
la escucharon burlarse del fervor literario de Pablo y ensa-
ñarse a menudo con el tema del sacrificio. Su vida, dinero y
talentos encadenados a un escritor mediocre, que en siete
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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a un renacer de la industria fílmica nacional. Los derechos
fueron cedidos a la televisión para realizar una serie, guion
y actores en paquete. Nadie mencionó a Liliana Montalbán.
Sus diez minutos —de bella desconocida— fueron mutila-
dos a última hora.
El nombre de Pablo sonaba a pleno furor cuando ella de-
cidió regresar a su vida. Lo consiguió pero no sin lucha. La
recuerdo, friolenta y ojerosa, en la sala de mi casa, encogida
en una gabardina tres veces su talla, “Dile a Pablo que me
reciba, díselo… por caridad, dile que me perdone. Dile…”
También frente al viejo edificio del Bosque Izquierdo, en
donde él vivía con su perro. Tocaba el violín a la madrugada.
Lo hacía con una furia armónica que transformaba su acto
solitario en explosión amorosa, ruego humillante, clamor se-
xual. Liliana Soler fue una mujer bellísima hasta el final.
—Vamos a cenar. Hace rato no resisto el aguardiente. Me-
nos anisado.
Había tres juegos de cubiertos sobre la mesa. Cristales,
plata, mantelería almidonada, todo estaba marcado con las
iniciales L. S. El menú acreditaba los gustos de Liliana. Arroz
integral, vegetales cocidos, anones y piñuelas al natural. Los
alimentos nunca tuvieron importancia para ella, sólo la visto-
sidad y la fragancia. No comía nada que tuviese ojos y se ufa-
naba de su estilizada silueta. Estaba a dieta, agua, manzanas y
avena, cuando adquirió una pulmonía. Su organismo, inerme,
rechazó los medicamentos. Hasta un codazo pudo matarla.
Pablo no lograba ignorar el sitio vacío, las frutas, el vino in-
tocado. Liliana nos acompañaba. Más real que en vida, como
entronizada en el papel que tanto material brindó a crónicas
sociales y revistas femeninas, cuando se pontificaba sobre
hermosura, distinción, elegancia, Pablo Soler. ¡Casi podía ver-
la! Las pupilas brillantes e intensas. Melosa, satisfecha de ha-
berme sentado en una silla incómoda, a la espera del “¡Ay, mis
medias!” en el escenario del auténtico triunfo que la suerte le
reservara.
El mundo entero conocía a Liliana Soler, y sus declaraciones:
—He creado el ambiente ideal que requiere el trabajo
literario de Pablo. No me sorprende que su última novela
sea una obra maestra.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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pero nunca charlábamos a placer. Liliana vigilaba. Deci-
dida a impedir que mencionásemos hechos, lugares, su
abandono y retomo, nombres y nombres, tantos ausentes,
interrumpía, divagaba, torcía la conversación. Mentía. Go-
zaba ridiculizándome, para obligarme a estallar. Entonces
(así sucedió con los demás) diría, suave, elegante:
—No deseo verte más. He soportado demasiado y mi
paciencia tiene un límite. ¡Deja en paz a mi marido…! No
impongas tu amistad.
Me negué a presenciar su actuación. Nunca me hospe-
daba en la casona. Así tenía libertad y podía marcharme
cuando se me antojaba. Detestaba dormir allí. Temo a la
oscuridad en antiguas edificaciones. No me gustan los te-
chos altos.
En el hotel disfrutaba de una habitación moderna, con
ventanas a límpido azul y setos floridos. Si despertaba al
amanecer, no me importaba hacerme preguntas ociosas.
¿Cuántos niños emparedados hay entre los muros de la
villa? ¿Cuántos indios murieron para construirla? ¿Y los
descuartizados? ¿Y los ahorcados? Al menos evitaba los
insípidos desayunos gramíneos de Liliana Soler.
Fue allí, un sábado en la mañana, cuando supe la des-
aparición de Basho. Sentada en el balcón, leía el periódico
y esperaba el café.
—¿Va la señora de visita a la casona? —preguntó la camarera.
—Eso creo —respondí—, si los Soler aún viven allí.
—Viven —dijo torva
—¿Y tú? ¿acaso no trabajabas con ellos?
—Me aburrí. No paga hacerlo… —y dándose importancia—
yo de usted no iría.
—¿Por qué? ¿Qué sucede?
—Hace frío. Como el perro no está, hay mucho silencio.
Hielo y silencio que siento en la barriga —luego susurró
con inocente convicción— en los corredores asustan. Es
como si en el aire flotaran curas desalmados y monjas sin
cabeza.
—Tengo que ir.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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bía una tercera copa y una tercera taza paralela a la cafete-
ra humeante. La bandeja con mentas, chocolatines y freso-
nes perfumados me revolvió el estómago. Dije, impulsiva:
—Vamos a la hostería. Todavía podemos tomar una cer-
veza y escuchar música. Los triángulos son de mal gusto.
—Liliana quería gobernar su casa, estar siempre presente.
—La figura del sitio vacío es tema de numerosos cuen-
tos. El anfitrión leproso, la actriz asesinada, la novia ausen-
te. No te repitas.
—La literatura se nutre de las repeticiones.
—Ésta es la vida, Pablo.
—No me jodas, mejor vete. Necesito estar un rato a solas.
—Ahora mismo.
—Por favor, deja la puerta abierta. Te alcanzo luego, y
nos vemos en la hostería. Tengo cosas que hacer.
Me cansé de esperar y hacia la media noche regresé
a la casona. Crucé el frío zaguán, el jardín silencioso, el
patio enlosado y un segundo zaguán. A la luz mortecina
del farol que mal iluminaba el patio Pablo se movía a tum-
bos. Sin chaqueta, la camisa rasgada, jadeante, como si a
su paso tuviese que sortear redes, trampas y alambradas.
—¿Qué te pasa?
Sus manos extendidas, que intenté asir, me golpearon
lanzándome contra una columna. Era como si intentara co-
rrer hacia atrás o vientos iracundos soplaran en dirección
contraria. Ramas y hojas secas arañaron mi rostro.
—Mi abrigo —recordé al levantarme.
—¡De prisaaa...! ¡deee prisaaa!... Liliana quiere con-
servarme a toda costa —gritó. Se arrastraba herido en la
frente, sobre el empedrado, sin flexionar los codos, trope-
zándose con las macetas y las plantas. No avanzaba dema-
siado y la sangre manchaba su rostro.
Me quité los zapatos. Con esfuerzo descomunal, incu-
bado en el miedo, me lo eché a la espalda. A pesar de su
flacura, sentí cargar toneladas. La sangre y el sudor go-
teaban.
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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—Por mí que desaparezca —dije.
El alcalde, que nos acompañaba, protestó:
—No puede ser. Es una joya arquitectónica. Mejor que
siga igual y no se mueva ningún muro u objeto de su sitio.
Todo debe quedar como a doña Liliana le gustaba. Es más
seguro.
—Liliana no quiso otra tumba —explicó Pablo.
Mientras nos alejábamos a velocidad máxima, yo escu-
chaba los alaridos silenciosos de la derrota. Según su úl-
tima voluntad, Liliana está enterrada en el jardín, bajo las
caléndulas, geranios y enredaderas. Mi piel erizada sentía
su furia, la pasión, la soberbia contrariada, porque Pablo
Soler había logrado recobrar su libertad. Ella misma había
encadenado su alma a la casona virreinal al convertirla en
sepultura.
—¿Qué harás ahora..? —le pregunté, cuando entrába-
mos a Bogotá, en un bus intermunicipal.
—Afeitarme el mostacho. Alquilar un estudio, contratar
una secretaria, instalar un computador y suscribirme al co-
rreo electrónico. Necesito asomarme al futuro.
—También yo tengo que trabajar duro. He perdido mi
mejor abrigo.
—Vamos a cenar en serio. Debo parecerte una bestia,
pero me muero por una trozo de carne encebollada —
sonreía, con un gesto encantador y ante el umbral de infi-
nitas posibilidades.
—¿Querías a Liliana..?
—Más que a mí mismo. Ése era el problema.
Todavía no pienso retornar a Villa de Leyva, a pesar de
añorar a su gente, la tersura azul del cielo, la blancura en-
gastada en sus edificaciones coloniales, el colorido esplen-
doroso de las tapias florecidas, los aromas. Aunque de vez
en cuando me reuniré con Pablo Soler, no, no hablaremos
de Basho, ni del amor o los triángulos. Espero que otros
temas nos preocupen.
Hoy y siempre esperaré a que Liliana Soler siga lejos
de nosotros, sepultada en un oasis de olvido y durante
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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago
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