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El arrepentimiento no es lo primero

Por Robert Denton III

Su padre solía decir que no era prudente “apostar cuando ya se habían tirado los dados”, pero ya
los había lanzado, así que ya no había lugar para la duda. A partir de aquel momento, su corazón
y su mente debían ir al unísono. Isawa Tadaka se armó de valor y abrió la puerta.
—¡Tadaka! —Shiba Tetsu se levantó de su almohadón con una brillante sonrisa. El escudo de
la Orden de Chikai brillaba sobre su túnica carmesí a la tenue luz de la casa de té.
Tadaka sonrió a su vez. —Eres un espectáculo para la vista, Tetsu-san.
—Me alegra ver que sigues de una pieza. ¡Últimamente corres riesgos innecesarios!
Tadaka se encogió de hombros. —La fruta está al final de la rama.
Se sentaron ante una pequeña mesa lacada, mientras Tetsu dejaba su tetera de hierro sobre
un lecho de carbón caliente y preparaba su cazo y sus batidores. —¿Cómo va tu recuperación?
—Tan bien como cabe esperar —Tadaka resistió el impulso de tocarse el costado vendado—.
La provincia de Garanto me dio una lección de... humildad.
—Eso he oído —dijo Tetsu, vertiendo agua en la tetera— ¿Qué te parecieron los Kaito?
—Encantadores, pero ingenuos.
Se rio ante aquella afirmación. —Es de esperar, cuando uno pasa toda su vida en las monta-
ñas aislado del mundo exterior —miró fugazmente a Tadaka—. Pero tú no sabes cómo es eso,
¿verdad?
—Bajé para los festivales —una pausa—. Algunas veces.
Tetsu sonrió y preparó dos tazas.
—Aun así —continuó Tadaka—, creo que constituyen un recurso infrautilizado por el clan.
Es hora de que asuman un papel más activo en los asuntos del clan.
La jovialidad de Tetsu se desvaneció. —¿Y... Tsukune-sama? ¿Cómo le va a ella?
Tsukune de pie, herida, al borde de un pozo de piedra. Su espada en una mano debilitada.
—¡Tsukune!
Tadaka cerró los ojos. —Está en manos de las Fortunas.
La luz de la tarde se filtraba a través de las grietas de la pared. Los dos se quedaron callados
un rato.
Tadaka había adquirido un hábito durante el último mes: tanteó con los dedos el lugar don-
de debería haber estado su amuleto de paja, y se le hizo un nudo en el estómago. Es verdad... lo
había dejado fuera. Era curioso ver cómo el hecho de dejar atrás algo que estabas acostumbrado
a llevar, por pequeño que fuera, podía hacer que te sintieras más vacío.
—Debería haber ido yo —dijo de repente Tetsu—. No estaba preparada.

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Normalmente aquella afirmación habría sido presuntuosa, insultante. Al decir aquello, Tetsu
insinuaba que el habría tenido éxito donde Tsukune había fracasado, que si hubiese ido en su lu-
gar habría hecho entrar en razón a Tadaka y evitado toda aquella situación. Había sugerido, sin
querer, que la culpa era de la terquedad de Tadaka, de su negativa a escuchar a la Campeona del
Clan del Fénix.
Tadaka no podía discutírselo.
—Ninguno de nosotros sabía lo que nos aguardaba en el Santuario del Acantilado —el pecho
de Tadaka se encogió—. Ni siquiera yo.
—Aun así —insistió Tetsu—, que arriesgase el liderazgo del clan, que actuase con tanta
precipitación....
—Reconócele algo —dijo Tadaka, su voz quebrada—. Estoy aquí gracias a ella —…y ella está
ahí ahora por mi culpa.
Tetsu evitó su mirada, y solo entonces se dio cuenta Tadaka de que la culpa le estaba recon-
comiendo de forma visible. Se recompuso con un suspiro. —Tu entrenamiento le sirvió bien —
comentó—. Su habilidad con la espada ha
mejorado, al menos en mi opinión.
—Ojalá pudiera hacer más —susurró
Tetsu. La tetera silbó, y el hombre se acercó
para sacarla de las brasas.
Era el momento. Tadaka respiró hondo
por última vez. —Tal vez puedas.
Tetsu se detuvo. Aunque no podía ver
su expresión, Tadaka se imaginó cómo una
practicada máscara de estoicismo ocultaba
sus facciones, una expresión sencilla que no
traicionaba nada.
—Tus habilidades se desperdician día
tras día en este santuario —continuó Tadaka—. Podrías ascender más. Yo podría asegurarme
de ello.
—¿No me digas?
—Ya sabes lo que te voy a preguntar.
Tetsu se giró lentamente, y le tembló la boca. —Sospecho que sí.
Tadaka dejó un pergamino sobre la mesa. Llevaba el sello del Consejo de Maestros Elemen-
tales. —Necesito un segundo para el duelo —dijo.
Tetsu no miró el pergamino. —Esta noche te prepararé una lista de recomendaciones. Mu-
chos de mis discípulos resultarían apropiados para la tarea.
—Te necesito a ti, Tetsu-san —se cruzó de brazos, mirando las sombras entre las grietas de
luz de la pared—. El segundo de Rujo será mi padre. Es propio de él. Busca desequilibrarme, y

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si se diera el caso, la palabra del Maestro del Vacío tiene mucho peso. Pero tú has oficiado cinco
duelos y has participado en tres. Nadie cuestionaría tu juicio, ni tampoco la agudeza de tu vista.
Por favor, Tetsu. No hay nadie más.
Tetsu dividió una cucharada de polvo de matcha entre las tazas. Continuó el silencio.
—Esperaba que a estas alturas ya hubieses dicho que sí —bromeó Tadaka.
Tetsu vertió agua caliente en la taza y removió el líquido de color verde hierba con un batidor.
Tadaka estudió el rostro de su amigo. —Quizás pienses que si pierdo, el consejo recordará a
quién apoyaste. Puedo entenderlo. Yo también he oído los rumores. Nadie cree que pueda vencer
al maestro Rujo —cerró la mano en un puño lentamente—. Pero no perderé, Tetsu. Mi destino
no es perder. Debo ganar por el bien del Fénix.
Por fin, Tetsu dirigió una mirada triste a su amigo. —Tengo confianza en que puedes ganar.
No tiene nada que ver con eso. Somos amigos, Tadaka. No te ayudaré a destruirte.
La respuesta lo dejó atónito. Sacudió la cabeza. —No es lo que piensas.
Tetsu se levantó. —¿Piensas invocar la Promesa?
Tadaka se detuvo.
En los albores del Imperio, en su momento más desesperado, Shinsei acudió a Isawa en busca
de ayuda. Únicamente Isawa tenía el conocimiento necesario para ejecutar el plan de Shinsei, y
solo él poseía la capacidad de desterrar para siempre a un dios caído. Sin él la guerra se perdería,
y el Imperio se hundiría en la oscuridad. Pero esto le costaría todo a Isawa. Tendría que sacrificar
su vida, y las vidas de incontables parientes e hijos de su tribu, en el altar de su mayor enemigo.
Hacerlo era impensable, y por eso se negó.
Entonces el Kami Shiba, un dios hecho mortal, se arrodilló ante Isawa. Prometió que si Isawa
accedía a la propuesta de Shinsei, su linaje serviría para siempre al de Isawa. Isawa aceptó.
Hacer referencia a la Promesa equivalía a hacer valer el pacto entre Shiba e Isawa, una prome-
sa que se había mantenido a lo largo de generaciones. Era el derecho de cualquiera que tuviera
el nombre de Isawa. Independientemente de las diferencias de estatus social o posición personal,
o incluso de la naturaleza misma de la petición, cuando un Isawa recurría a la Promesa ante un
Shiba, ese Shiba debía cumplirla. Hacer lo contrario significaba perder prestigio dentro del clan.
Tadaka estuvo a punto de hacerlo. La tenía ahí, en la punta de la lengua. Con ella, podría obli-
gar a Tetsu a obedecerle. Sabía que si lo hacía, su amigo no se negaría. Era la única forma. Todo
lo que tenía que hacer era hablar.
Pero si lo hacía, Tetsu nunca se lo perdonaría. Y ese precio era demasiado elevado.
—Sólo estoy preguntando, Tetsu. Como amigo. Lo consideraría un favor, nada más.
Tetsu colocó una humeante taza de té ante Tadaka y sonrió. —Amigo mío, yo consideraría
un favor que no me lo pidieras.

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Cuando llegó, la puerta de Tadaka ya estaba abierta. La sombra de su sensei se extendía por la en-
trada; lo había visto mucho antes de percatarse de su ceño fruncido o de la desgastada caja de per-
gaminos que tenía entre las manos.
—¿Dónde lo has encontrado? —preguntó Rujo.
Provenía de la biblioteca de su familia, una cámara subterránea que ni siquiera los sirvientes
parecían conocer. —No tenéis ningún derecho a hurgar en mis cosas —murmuró Tadaka.
El ceño fruncido de Rujo se hizo más pronunciado. —Lo sabía. Esas técnicas que utilizaste de
forma tan descuidada, ¡no las aprendiste de mí! —sacudió la caja de pergaminos con gesto acusa-
dor—. Las sacaste de aquí, ¡de los escritos de un loco deshonrado!
Tadaka se estremeció. —Las escribió en su juventud —insistió—. Están relacionadas con la pu-
rificación de los elementos, ¡no son tan diferentes de los métodos Kuni! ¡Leedlas vos mismo!
—¡Ésa no es la cuestión! —bramó Rujo— ¡Lo que me preocupa es esta atracción por cuestiones
siniestras! Y me veo obligado a actuar ante estas preocupaciones, aunque me duela hacerlo.
Rujo había cambiado de posición, inclinándose de tal forma que su costado derecho, incluyendo
el brazo que sostenía la caja, quedaba iluminado por el resplandor de la estufa de carbón colocada
en el suelo.
Rujo tenía la intención de destruir la caja.
Tadaka sostuvo la mirada de Rujo y se quitó las cuentas de oración de la muñeca para colocár-
selas en la mano. —No lo entendéis —susurró.
—Tal vez. Pero tampoco necesito hacerlo —con un movimiento de muñeca, lanzó la caja a
las llamas.
Tadaka luchó por contener las lágrimas mientras su señor se erguía, inclinándose hacia él hasta
que su agrietado y torvo rostro ocupó todo el ángulo de visión del joven. —Da las gracias a tu padre
la próxima vez que lo veas. Él es la única razón por la que sigues siendo mi alumno.
Y luego se fue.
Tadaka esperó un momento antes de lanzarse hacia la estufa de carbón. Sólo entonces se atrevió
a ver si su ofrenda había sido aceptada. La caja de pergaminos, antigua y seca, ya se estaba desme-
nuzando, pero el papel que había dentro seguía intacto. Recuperó agradecido el pergamino, susu-
rrando su gratitud a los kami del carbón por preservarlo. Ignorando la sangre que goteaba por la
comisura de sus labios, dejó el pergamino sobre la mesa y lo examinó en busca de daños. Tener sólo
una copia era demasiado arriesgado; tendría que transcribirlo lo antes posible.
Después de todo lo que Tadaka había hecho por su maestro, después de haberse mordido la len-
gua cuando sus investigaciones e ideas aparecían en sus escritos, Rujo seguía sin respetar a su alum-
no. Ni siquiera se había dado cuenta cuando Tadaka había invocado a los kami ante sus propias
narices. ¿Realmente era tan grandioso el Maestro de la Tierra?
Y, llegado el caso, ¿qué podría hacer ese viejo estúpido para detenerlo?

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El amuleto de paja seguía colgando de la ra-
ma más baja del viejo roble. Tadaka lo soltó
y comprobó su peso. Aparte de la pizca de
polvo de agar que todavía tenía dentro, esta-
ba vacío. El kodama (espíritu del árbol) ha-
bía rechazado su ofrenda.
Tadaka tocó el tronco del árbol con la
frente y volvió a colgar el amuleto. —Que
así sea —susurró—. Si no es a cambio de un
favor, os ruego que lo aceptéis como mues-
tra de mi respeto.
Una hoja verde, nueva y viva, cayó y le
rozó el hombro. Tadaka dio dos palmadas y
se inclinó. Luego quitó de nuevo el amuleto de paja de la rama.
¿Quizás le pasaba algo al amuleto? Lo inspeccionó de nuevo. No, no había cometido ningún
error. La cinta estaba entrelazada con la paja de la forma apropiada, y la campanilla colgaba bri-
llante y tentadora. Era un digno hogar temporal para cualquier espíritu voluntarioso. El proble-
ma, entonces, era esa voluntad.
Nueve días. No le quedaba mucho tiempo.
Tadaka se colocó el amuleto de nuevo alrededor del cuello, e intentó ignorar la sensación de
que se estaba hundiendo. No tenía nada en contra de Tetsu, pero la negativa de su amigo, com-
binada con estas recientes dificultades, no era un buen presagio. Pero aún había una parte de él
que le instaba a seguir adelante, que insistía en que su destino no era fracasar. Sólo necesitaba
seguir buscando, seguir intentándolo. La solución llegaría cuando los elementos se alinearan....
Sus oídos se destaparon de repente. Se quedó inmóvil. Los sonidos de los bosques Isawa re-
gresaron como el reflejo de un lago ondulante. ¿Qué había causado aquella sensación?
A escasa distancia se encontraba un pequeño farolillo de piedra, que apenas le llegaba al tobi-
llo. Estaba cubierto de musgo y se confundía con la maleza que la rodeaba, con el fogón cubierto
de hojas por la falta de uso.
¿Podría ser?...
Se arrodilló a su lado, quitándose el sombrero cónico e inclinó la cabeza. —Perdonadme —
susurró—, no os había visto —metió la mano en el obi y sacó un cucurucho de incienso y una de
sus cerillas de azufre. Encendió el cucurucho y dejó que fueran apareciendo espesas telarañas de
humo en el fogón del farolillo.
Al principio era bajo, tan suave que apenas podía sentirlo. Un leve retumbar, que crecía rápi-
damente: un reverberar bajo como la nota más grave que se podía arrancar de un koto y que le
resonaba en el pecho.

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Tadaka sonrió. —Estáis despierto —cogió sus cuentas de oración y se colocó en la posición
del loto—. Contadme vuestra historia, anciano.
Los kami no se comunican con palabras. O al menos, no con palabras como las entienden
los humanos. Su lenguaje son las emociones, las sensaciones, los sentimientos. Por eso las emo-
ciones de un shugenja pueden provocar reacciones no deseadas; esta interpretación de los senti-
mientos es mutua. Para poder comunicarse, un shugenja tiene que permitirse sentir lo que dicen
los kami, y confiar en que su corazón lo traduzca.
Tadaka se sentía como si estuviese sentado al pie de un enorme tambor taiko que retumba-
ba con fuerza por todo su cuerpo. Sintió una emoción para la que no existía término humano;
la experimentó como un olor a moho que también podía saborear, que emanaba de la fosa de su
vientre, como si algo estuviese fermentándose en sus entrañas.
Puso la palma de la mano contra la superficie del farol. Su mente se llenó de pensamientos,
pero no provenían de él. —Habéis estado aquí mucho antes que el kodama de este árbol. Con el
tiempo, os ocultó en su sombra —miró hacia la copa del roble. Ocultaba el cielo; incluso ahora
robaba la luz al kami del farolillo—. Lleváis anhelando volver a ver el sol desde entonces, ¿verdad?
Era como si las piedras que había bajo su asiento se hubiesen partido en dos.
Quería que derribara el árbol. Tadaka lo pensó. Un kami del tipo de piedra de la que se había
hecho la linterna, y especialmente de aquella época, sería un poderoso aliado para lo que estaba
por llegar. Pero no podía destruir el árbol. Aunque había agraviado al kami, seguía teniendo de-
recho a vivir, y su destrucción alteraría el equilibrio de aquel lugar.
—Perdonadme, anciano, no puedo hacer lo que me pedís. Pero os ofrezco un trato distinto —
cogió otro pellizco de polvo de agar de su amuleto de paja—. Si me prestáis vuestra ayuda, erigiré
un santuario para vos en la cima de una montaña, y tendréis todo el sol que deseéis.
Nada.
Tadaka bajó la mirada. —¿No es suficiente? ¿Necesitáis algo más?
Todas las cosas están compuestas por los elementos. El cuerpo humano no era ninguna ex-
cepción. Tadaka sabía que su ofrenda tendría que ser grande. Y sabía que no existía una ofrenda
mayor que la de su propia Tierra.
Ya lo había hecho antes. Por esto, estaba dispuesto a hacerlo una vez más.
—Muy bien —susurró, y recordó las enseñanzas de su ancestro.

Tadaka se limpió la línea de sangre de la comisura de los labios. Podía sentir el espacio de su in-
terior, que ahora estaba vacío, como el que siente un diente roto. Se levantó tembloroso. El amu-
leto de paja se había vuelto pesado, como si estuviera lleno de piedra.
Tadaka bajó la cabeza. —Gracias, kami venerable —a sus pies, el farolillo estaba apagado y
sin vida.

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El lugar del duelo era un amplio círculo de tiza en las Llanuras del Corazón del Dragón. Allí na-
die les interrumpiría. Tadaka susurró por encima del montón de piedras situado justo al borde
del círculo. El viento tiraba de la diminuta linterna en forma de orbe del santuario y de la delga-
da cuerda de paja que lo rodeaba.
En el extremo opuesto del círculo se encontraba el santuario de Rujo, una estatua de un ko-
mainu. El perro-león sentado estaba adornado con campanillas y dos cuerdas de paja, y la sua-
vidad y el detalle de la piedra no hacían sino demostrar que el Maestro de la Tierra disponía de
más tiempo, de más recursos.
Isawa Rujo apoyó su mano sobre la cabeza de la estatua, como si fuese a acariciarla. El viento
agitaba su elaborada túnica y le revolvía el pelo alborotado y grisáceo.
¿Qué tipo de kami había encantado para aquella demostración?
—Que comience el duelo —dijo la voz del juez. Asako Togama había sido sabio mucho antes
de llegar a viejo, y había arbitrado muchas de estas competiciones para el clan. Como daimyō de
otra familia del Clan del Fénix, sería totalmente imparcial. Pero Togama conocía a Rujo mucho
más que a Tadaka. ¿Se aliaría la experiencia con la experiencia en esta cuestión?
Tadaka se acercó e hizo una reverencia ante el grupo de testigos. Una vez mostrado el debi-
do respeto, se enfrentó a su sensei. La ira le cerró los puños, pero a pesar de ello devolvió la re-
verencia de su señor.
La voz de Rujo parecía llena de gravilla. —Ha pasado algún tiempo, Tadaka-san.
—Parece que no el suficiente —miró fijamente al espacio vacío donde debería haber estado el
segundo de Rujo—. Veo que mi padre no pudo asistir.
—No le pregunté. Nunca lo angustiaría de tal manera —Rujo se puso serio—. Y por lo que
veo, tú tampoco tienes un segundo.
—No necesito uno. Cuando esto termine, no habrá dudas sobre el vencedor.
—Como tú digas —contestó Rujo.
Togama levantó las manos. —Este duelo resolverá el asunto de honor entre el Maestro de la
Tierra, Isawa Rujo, y el Vástago de la Tierra, Isawa Tadaka —sus palabras eran contundentes y
claras, y omitió los honoríficos para evitar cualquier apariencia de parcialidad— ¡Introducid a
vuestros kami en el santuario!
De forma reverente, Tadaka bajó su amuleto de paja hasta el montón de piedras. El kami se
había fortalecido durante aquella semana, y la paja había reverdecido en algunos lugares; aho-
ra, de los tallos secos brotaban diminutos cogollos. Tadaka colocó una hoja de petasita sobre el
santuario para completar la consagración, y se alejó dando dos palmadas. Entonces, se enfrentó
a Rujo.
Todo lo había llevado a este momento. No se guardaría nada.
Togama continuó. —Este duelo concluirá cuando dos espíritus habiten en un mismo santua-
rio, o cuando un bando se rinda al otro. Que los Cielos favorezcan al legítimo —se sentó abrup-
tamente, al igual que la docena de testigos—. Podéis comenzar.

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—Espera —Rujo extendió la mano y se adelantó—. Aguardad un momento.
Tadaka entrecerró los ojos. El Maestro Elemental se acercó, con los brazos extendidos en ges-
to de súplica.
—Tadaka, esto ha ido demasiado lejos. Sin duda, después de tu terrible experiencia en el
Santuario del Acantilado, serás consciente de lo absurdo de seguir por camino. Si continuamos,
perderás, y esa derrota será una sombra que arrastrarás el resto de tus días. Sin embargo, si te re-
tractas ahora y aceptas el fallo del consejo... —los ojos de Rujo se ablandaron— ... perdonaré esta
indiscreción y consideraré el asunto resuelto. ¿Qué me dices?
Sus palabras parecían sinceras, y eran más de lo que se les había ofrecido a muchos de los que
habían menospreciado a los Maestros.
—Sois muy generoso —contestó Tadaka—. Todo lo que necesito hacer es abandonar mi des-
tino, y todo puede volver a ser como antes—. Puedo volver a proveeros de investigaciones e ideas,
y vos podéis volver a reclamarlas como vuestras. Pero por supuesto, las victorias del alumno per-
tenecen a su sensei; ¿no es cierto?
Tadaka esperaba ver el rostro de Rujo retorcido de ira, pero sólo vio decepción. —Sí. Y tam-
bién sus fracasos —dijo el hombre.
Tadaka se adelantó primero. Corrió hacia delante, cuentas de oración en mano, y se concen-
tró en el santuario de Rujo.
Algún tipo de vida parpadeaba en la inmóvil piedra, pero no pudo sentir qué era. Sin conocer
la naturaleza del espíritu consagrado, nunca podría persuadirlo. Pero Rujo adoptaría un enfoque
conservador. Siempre lo hacía. Tendría tiempo para…
Rujo rompió una bolsa de ofrendas contra el suelo y gritó una palabra de poder. La tierra es-
cupió un canto rodado que se lanzó contra el santuario de Tadaka.
Dando un salto hacia atrás, Tadaka plantó en el suelo un talismán sagrado de papel. El pa-
pel se desintegró en la palma de su mano. Frente a su santuario apareció un muro de piedra.
El canto se estrelló contra el muro con un
ruido atronador, y el sonido de la roca al
partirse ensordeció el claro. Trozos de ro-
ca se dispersaron por todo el recinto, y es-
tuvieron a punto de impactar contra los
sorprendidos espectadores.
Tras el fino velo de polvo, los ojos de Ru-
jo brillaban divertidos. Tadaka apretó los
dientes. Destruir un santuario haría que los
kami no tuviesen lugar en el que refugiar-
se aparte del otro. Rujo había optado por el
enfoque directo.
Muy bien.

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Tadaka sacó un pergamino de su bolsa y lo abrió. La voz de Rujo volvió a alzarse, pero Ta-
daka habló rápidamente mientras hacía una ofrenda de sal al tiempo que las palabras brotaban
de sus labios en un torrente. Los kami respondieron a su ira. El aire alrededor de su pergami-
no se convirtió en cristal, y el pergamino se transformó en el mango de un enorme tetsubō de
piedra. Un grito surgió del pecho de Tadaka mientras blandía el garrote y se lanzaba contra la
estatua komainu.
Rujo cerró el puño por encima de su cabeza. Unas frías manos aferraron los pies de Tadaka.
El suelo le tiró de las piernas, hundiéndolo hasta la cintura en tierra compactada.
Un miedo irracional paralizó sus extremidades y le sacudió la espalda, pero Tadaka se obligó
a respirar, susurrando un pequeño cántico con cada inhalación. Si se dejaba llevar por el pánico,
los kami reaccionarían de forma impredecible. Lanzó el garrote de piedra en arcos cerrados so-
bre su cabeza, tratando de impactar contra el komainu.
Rujo dio una fuerte palmada, de la que salió una nube de polvo arenoso.
Una roca escarpada surgió de la tierra y golpeó contra el tetsubō. El garrote se rompió en do-
cenas de fragmentos brillantes. Trozos de piedra cayeron del cielo. Los chasquidos de las rocas al
romperse se mezclaban con los aullidos de los espectadores, algunos de los cuales a duras penas
se las arreglaban para apartarse del camino de una roca en caída libre. Rujo se protegió la cara de
los guijarros con una manga de seda.
Sin duda, ahora que el duelo había llegado a este punto Togama intervendría. Pero el daimyō
Asako se limitó a observar, impasible, sin mostrar ningún indicio de preocupación por su propia
seguridad, mientras los espectadores se agachaban para evitar los escombros.
Muy bien. Sigamos, entonces.
Tadaka golpeó contra el suelo. Estaba atrapado en una prensa, pero podía sentir a los kami
dentro de la tierra, las vibraciones de sus movimientos reverberando en su oído interno. Con la
ofrenda apropiada, con la humildad debida, podría convencerlos de que lo dejaran ir.
Rujo sacó de su túnica una vara de madera de agar gris mientras seguía entonando un cántico.
La sangre se congeló en las venas de Tadaka. Una ofrenda de esa magnitud solo resultaría
apropiada para un kami muy antiguo. Con un fuerte chasquido de piedra, la estatua komainu
se separó de sus cimientos y salió corriendo hacia delante a cuatro patas, jadeando como una
bestia hambrienta.
Así que esa era la jugada de Rujo. Lo había planeado desde el principio.
El perro-león de piedra se lanzó hacia adelante con un estruendo en dirección a su santuario.
La estatua animada lo destruiría con facilidad. Al otro lado del círculo de duelo, Rujo observaba
con los brazos cruzados y una sonrisa de satisfacción.
El corazón de Tadaka sonaba atronador en sus oídos. Se le nubló la vista. Sus músculos se ten-
saron, y apretó la mandíbula. Sus dedos se cerraron alrededor de un puñado de tierra.
No. No voy a perder. No ante Rujo, ese sabelotodo, odioso....
Tadaka sacó un hilo de paja de la manga, en el que se veía un brote nuevo.

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¡Oh, espíritu ancestral, os ruego que cumpláis nuestro pacto!
Desde el cielo comenzó a caer un torrente de piedras, pero lo hizo en una zona extensa, y no
acertó al komainu por unos centímetros. Las piedras excavaron una profunda zanja, y siguieron
cayendo en dirección a Rujo. El Maestro Elemental observó la tempestad de rocas con una calma
escalofriante. La multitud se quedó boquiabierta. El corazón de Tadaka dio un vuelco; por culpa
de su ira, el kami había malinterpretado sus órdenes.
El suelo se rompió bajo los pies de Rujo. Una columna de roca lo lanzó hacia arriba mientras
el torrente de piedras se estrellaba inofensivamente contra el pedestal que tenía debajo. Una ex-
traña sensación de alivio se apoderó de Tadaka mientras dirigía su mirada hacia la estatua ani-
mada. El perro-león de piedra aceleró mientras daba una vuelta al círculo. Su impulso era más
que suficiente como para hacer añicos el santuario de Tadaka.
El joven se maldijo. ¡Idiota! Te faltaba concentración, y eso ha acabado con tus posibilidades.
La tierra a su alrededor se debilitó; logró liberarse. Parpadeó. ¿Acaso sus maldiciones habían
ofendido a los kami que le mantenían encerrado? ¿O su ira, malinterpretada por los kami, les
había asustado?
El komainu saltó. Con un grito silencioso, Tadaka salió de entre la tierra. Apenas tuvo tiempo
para interponerse en el camino de la estatua antes de que el mundo se tornara negro.
Tadaka recobró la consciencia en el suelo. Sólo había estado inconsciente un momento. Sen-
tía como si sus costillas estuvieran hechas de vidrios rotos. Cada respiración era una agonía. Se
encontraba bajo las patas del komainu, que jadeaba sobre él. Rodó hasta ponerse de espaldas, y
miró hacia arriba al rostro de piedra. De la mano de Rujo colgaba un amuleto de paja, verde y
cargado de hojas.
El mundo se quedó quieto. En la otra mano tenía una ofrenda de incienso. Un gesto, una so-
la palabra, y el santuario del perro-león no contendría un kami, sino dos. Unos instantes y todo
habría acabado. Tadaka había perdido.
Pero el hechizo no salió de los labios de Rujo. En lugar de ello, se quedó mirando a su anti-
guo alumno a los ojos. —¿Lo ves ahora, Tadaka? ¿Te das cuenta por fin de hasta dónde te ha lle-
vado tu orgullo?
Tadaka sintió un fuerte dolor en las costillas, pero lo ignoró. Mantuvo la voz calmada. —Me
encuentro exactamente donde las Fortunas quieren que esté. Mi destino no es perder hoy.
Rujo habló mientras apretaba los dientes. —¡Sigues siendo un testarudo! ¿Estás dispuesto a
perderlo todo? ¡Todo! ¿Por una petición denegada y por orgullo?
—No —respondió Tadaka—. Pero lo haría por el futuro de nuestro clan.
Rujo dudó. El aire estaba cargado de incertidumbre en aquel instante congelado en el tiempo.
—Puede que sólo fuera un niño cuando mi padre nos llevó a tierras Cangrejo, pero recuerdo
lo que vi allí. Teniendo en cuenta lo que sacrifican los Kuni para mantener a raya a la oscuridad,
hasta dónde están dispuestos a llegar... —su mirada cayó pesadamente sobre el rostro de Rujo—
¿Cómo podría hacer menos el mayor shugenja del Imperio?

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Rujo se rio. —Ese es su deber. No el nuestro —pero su resolución se quebró. La mención de
los Kuni le había hecho palidecer, apretar los puños, estremecerse....
Tadaka se irguió e hincó una rodilla. —Estáis equivocado. Las Fortunas nos convirtieron
en los guardianes del espíritu del Imperio. No podemos ignorar las señales. El desequilibrio
elemental, el incremento de los ataques de las Tierras Sombrías, el desplazamiento de las es-
trellas nocturnas... algo se acerca. Vendrá del sur. Del Pozo. Y sea lo que sea, ¡sabéis que no
estamos preparados!
—¡Entonces deja que enviemos a algún otro!
Todos se callaron ante el arrebato de Rujo. Hasta los grillos enmudecieron.
—Enviaremos a otro —continuó. Sus curtidas facciones estaban llenas de dolor—. Pero no a
ti, Tadaka. Hay oscuridad en tu corazón, como la hay en todos los que comparten nuestro lina-
je. No perderé a mi alumno ante esa oscuridad. No repetiré lo que le pasó a nuestro antepasado.
Sonoros lamentos escaparon de múltiples bocas. Hasta Togama apartó la mirada. Los dedos
de Tadaka se cerraron en un puño. Por eso Rujo le había tratado así. Durante todos esos años, al
mirar a Tadaka sólo veía la vergüenza de su familia. Su antepasado caído, un nombre que nadie
se atrevía a pronunciar. Isawa Akuma.
—Sus acciones siguen proyectando a día de hoy una sombra sobre nuestro clan. Dentro de
mil años, su deshonra seguirá persiguiendo a nuestra familia. Cuando te encontré con sus perga-
minos, ¡supe que te encaminabas hacia el mismo destino siniestro! ¡Sé que has oído su voz! Por
eso me opuse a tus investigaciones. Sabía que si se te permitía continuar, compartirías su destino.
—No soy como él —susurró Tadaka.
—¿Acaso crees ser el primero en pensar eso? —Rujo sacudió la cabeza—. Cada Vástago de la
Tierra ha experimentado esta tentación, ¡desde los albores del Imperio y el propio hijo de Isawa!
—se apretó la mano contra el pecho, arrugando el símbolo del Maestro de la Tierra— ¡Yo estuve
donde tú estás! Yo también oí la llamada de las Tierras Sombrías y creí, durante un tiempo, que
podría doblegarlas. Pero fui lo bastante sabio como para reconocer mi arrogancia. Abandoné
la investigación.
La expresión pétrea de Tadaka
se difuminó.
—Ahora te pido que hagas lo mismo —
Rujo bajó el amuleto y extendió la mano—.
No tiene por qué acabar así. Otro puede con-
tinuar donde tú lo dejaste, y todavía puedes
servir al clan. Pero debes olvidarlo, Tadaka.
No es para ti.
Todo el mundo se mantuvo inmóvil du-
rante un largo tiempo.

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Finalmente, Tadaka susurró. —¿Vos también lo estudiasteis?
Rujo asintió.
—Tuvisteis la oportunidad de preparar a nuestro clan contra la oscuridad… —sus palabras
eran penetrantes, acusadoras— …¿y os negasteis?
Rujo estaba desconcertado. —¡Elegí permanecer puro, por el bien del Fénix!
—Entonces fracasasteis en vuestro deber.
El Maestro de la Tierra palideció. Dejó caer la mano. —¿Cómo... cómo te atreves?
Tadaka se puso en pie, lentamente. El dolor se intensificó en una pierna temblorosa, pero lo
ignoró. —La tierra que es demasiado pura no da frutos. El agua demasiado pura no tiene peces.
Estar dispuesto a ignorar lo que nos amenaza no es una virtud, Rujo-sama. El trabajo del Maestro
de la Tierra, de todo el consejo, consiste en comprender la naturaleza de las sombras para poder
combatirlas —se había levantado por completo, y ahora dirigía su mirada hacia abajo, a su an-
tiguo maestro. Su corazón y su mente estaban en perfecta armonía—. Cuando os apartasteis de
la investigación no fue por virtud, sino por cobardía. Evitasteis las sombras porque temíais su-
cumbir a su llamada. Porque teníais miedo —mantuvo los brazos a los lados, como alas desple-
gadas—. Confío en las Fortunas. Confío en los kami. No tengo nada que temer. Y no fracasaré.
Una lágrima cayó por la mejilla de Rujo. —Perdonadme, Ujina-dono —levantó el amuleto
de Tadaka.
El momento de la victoria de Rujo aún no había llegado. Sólo tenía un instante. Tadaka no
dudó. Ofreció lo único que sabía que los kami desearían más que la ofrenda de Rujo, además de
la fuerza para reclamarlo.
El amuleto onduló ingrávido en la brisa, seco y vacío. Rujo se quedó boquiabierto. El vello
de los brazos de Tadaka se erizó mientras extendía las manos. Podía sentir la estática en el suelo,
desesperada por ser liberada. Por fin supo de dónde provenía el kami del Maestro de la Tierra.
Lo que quería. Cruzó por última vez la mirada con un aturdido Rujo. —Dejadme enseñaros algo.
Frotó las manos una con la otra.
La ráfaga eléctrica convirtió la zona en un destello blanco. No existía nada excepto el trueno re-
tumbante. Tadaka recobró finalmente la vista, y los colores desteñidos del mundo volvieron a aparecer.
El aire estaba viciado y olía a ozono. El cuerpo de su maestro yacía a sus pies. Rujo tosió y ro-
dó hacia un costado. La cabeza del komainu santuario había desaparecido. Más allá, el santuario de
Tadaka estaba cubierto de musgo y bañado por el resplandor del atardecer. El kami de Rujo pro-
venía de una montaña. Ansiaba la liberación de la electricidad estática latente en el suelo para po-
der tocar los cielos. Tadaka sólo tuvo que ofrecerle la fuerza de su propia Tierra para que lo hiciera.
—Tadaka es el vencedor —anunció Togama. Su voz temblaba. Solo ahora Tadaka se dio cuen-
ta de que el rostro del anciano estaba pálido, y que todos los testigos le miraban horrorizados.
Rujo jadeó. —Tadaka... ¿Qué has hecho?

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Cuando ofreció precipitadamente su propia Tierra al kami de Rujo y al suyo propio, no le había
importado saber de dónde la iban a sacar. La victoria era lo único que le preocupaba. Ahora, se-
manas después, Tadaka seguía haciendo una mueca de dolor al ver su nuevo rostro en el espejo.
La piel marcada se retorcía alrededor del enorme agujero donde había estado su mejilla, expo-
niendo sus dientes y el hueso de su mandíbula. El aceite de clavo calmaba el dolor. Un bálsamo
suavizó las arrugas de la carne destrozada. Pero ninguna medicina podría restaurar sus rasgos.
Esta herida nunca sanaría.
La puerta se abrió sin permiso. Tadaka se giró. Un joven vestido con un atuendo Shiba se
quedó inmóvil y palideció. —¡Mil perdones! —se las arregló a decir, sin dejar de mirar el rostro
arruinado de Tadaka con los ojos muy abiertos.
—No pasa nada, Yasuhide-san —Tadaka se volvió hacia el espejo y se maquilló bajo el ojo—
¿Traes noticias?
Yasuhide tragó. —Hai. El maestro Ru- —se detuvo, y volvió a empezar—. El rōnin antes co-
nocido como ‘Rujo’ ha dejado Nikesake. Se dirige hacia el Castillo de la Libélula y hacia las tie-
rras Dragón —una pausa—. Dad la orden, y la familia Sesai os seguirá.
Hay una oscuridad en tu interior, Tadaka.
—Dejadle en paz —contestó Tadaka—. Le deseo buena suerte, vaya donde vaya.
Su nuevo yōjimbō se movió ligeramente. En su kimono se veía el emblema de la Orden de
Chikai junto al de la familia vasalla Sesai de los Shiba. —Un antiguo Maestro Elemental es un
enemigo poderoso —demasiado para dejarlo vivo, parecían añadir los ojos de Yasuhide.
—No es mi enemigo. En realidad, le estoy agradecido. El viejo finalmente me enseñó algo.
—¿Oh?
Tadaka sonrió con suficiencia mientras se sentaba sobre su almohada. —Actué con demasia-
da precipitación. Utilicé las ideas de mi antepasado sin entenderlas por completo. Eso fue una
insensatez. No lo volveré a hacer.
—Entonces, ¿os estáis replanteando renovar vuestra propuesta?
—Al contrario. Sufrí esto porque no entendí qué era lo que había ofrecido. Rujo debería ha-
ber ganado, pero perdió porque no me comprendía. En todo caso, el duelo también me dio la ra-
zón —mientras hablaba, cogió una pequeña tela y la envolvió alrededor de la mitad inferior de
su rostro, ocultando sus cicatrices tras la delgada seda—. Si no entendemos la oscuridad, no es-
taremos preparados para enfrentarnos a ella.
Tadaka se levantó, alisando las ropas de su antiguo maestro. Las palmas de sus manos rozaron
el emblema plateado del Maestro de la Tierra. Pronto estaría en tierras Cangrejo, exactamente
donde se suponía que debía estar.
La ignorancia es la raíz del sufrimiento, no del conocimiento. Pero incluso el conocimiento se
puede utilizar con ignorancia. No lo olvides, Tadaka-san. No cometas mi error.
—No lo haré —susurró Tadaka.

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Bajo el maquillaje y la sombra de su sombrero cónico, la red de cicatrices alrededor de su ojo
era apenas visible. Si hubiera sabido lo que le costarían sus acciones, a dónde le llevaría su cami-
no, quizás habría encontrado otra forma. Pero el arrepentimiento era un pecado. No era posible
deshacer el repicar de una campana. La única forma de aprender era seguir adelante.
Y el arrepentimiento no era lo primero.

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Isawa Tadaka - Maestro Elemental de la Tierra

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