El papel de la Iglesia argentina durante la dictadura es un asunto especialmente sensible, que ha
complicado siempre su imagen. La mayoría de los obispos apoyaron a los militares, que eran católicos y de misa frecuente. Nunca los condenaron públicamente. Había curas en los centros en los que se cometían las peores atrocidades. Aunque también hubo otros religiosos que siempre rechazaron la dictadura y ayudaron a los que luchaban contra ella. Las fuerzas armadas argentinas, que se adueñaron del poder político el 24 de marzo de 1976, establecieron un verdadero Estado terrorista, para imponer su proyecto político y socioeconómico. El instrumento clave de ese sistema represivo consistió en la detención, desaparición, tortura y asesinato clandestino de millares de ciudadanos, mientras las autoridades negaban su responsabilidad. En ese marco el episcopado católico prestó un claro apoyo al régimen. Aunque en algunos documentos - emitidos por la presión de las víctimas -, indicó la ilicitud de los hechos que se cometían, no señaló a los responsables, ni rompió con el Estado criminal. Finalmente optó por callar. Lo dicho no significa que la totalidad de los miembros de la Iglesia estuvieran en dicha posición. Hubo excepciones en el mismo episcopado. Esta actitud contrasta con la adoptada por los organismos similares en Chile, Brasil y Paraguay. La posición referida se explica por los condicionamientos históricos de dependencia del Estado - que en la Argentina subsisten - y por la prevalencia de la ideología del nacional - catolicismo entre los obispos. Arribada la democracia el tema se encuentra en pleno debate. "Habla de la complicidad de la Iglesia con la última dictadura militar y eso deja asentado lo que desde hace muchísimos años los organismos de derechos humanos venimos planteando: que la Iglesia sabía, que la Iglesia callaba, que la Iglesia era cómplice", dijo la abogada de hijos de desaparecidos, Valeria Canal. Las propias víctimas, sin embargo, son la mejor muestra de que solo se trató de los cargos jerárquicos y no de todos aquellos que profesaban la fe católica. "Muchísimos sacerdotes, no todos del movimiento tercermundista, que acompañaron a las madres, a la lucha de los organismos de derechos humanos, por eso me parece que generalizar no está bueno, sí hay que hablar de la cúpula de la Iglesia, que era amiga de los dictadores", opina Canal. La Iglesia Católica cumplió un papel fundamental durante el terrorismo de Estado. Valiéndose de su rol y de su autoridad moral, desde la propia jerarquía de la Iglesia se legitimó al accionar de la dictadura con numerosas muestras de apoyo, que fueron desde la participación de sus referentes en actos y reuniones del gobierno genocida al llamado público del Episcopado argentino a cooperar con su plan. Ese apoyo decidido que le brindó al Estado esta institución milenaria, se tradujo también en la prestación de numerosos “servicios” por parte de la curia. Así sucedió por ejemplo con la colaboración de curas y arzobispos en los Centros Clandestinos de Detención, donde la búsqueda de la “confesión” de los detenidos y detenidas fue una constante utilizada para brindar información al proyecto económico, político e ideológico que tenían los genocidas. Como si esto fuera poco, la Iglesia también aportó los nombres y domicilios de curas “díscolos”, que cuestionaban el rol de colaboración que mantenía la curia con la dictadura militar; encubrió y dio “apoyo espiritual” a los torturadores y asesinos de detenidos y detenidas desaparecidas; bendijo las armas de la dictadura; mantuvo complicidad con el plan sistemático de apropiación de bebés de las mujeres secuestradas y la sustitución de su identidad, y hasta legitimó la práctica de arrojar personas vivas al mar, durante los llamados “vuelos de la muerte”, bajo el argumento de que ésta promovía una forma cristiana de morir. El actual jefe del Vaticano Jorge Bergoglio y otros miembros de la Iglesia, como los entonces cardenales Raúl Francisco Primatesta y Eduardo Pironio; el arzobispo de Buenos Aires y primado de la Argentina Juan Carlos Aramburu; el arzobispo de La Plata Antonio José Plaza; el presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, arzobispo de Paraná y vicario general castrense Adolfo Servando Tortolo y su entonces secretario Emilio Teodoro Graselli, fueron denunciados por este accionar macabro. Basado en el interés común de defender a la “sociedad occidental y cristiana” de la “amenaza del comunismo” y de la “subversión”, ese vínculo tan estrecho como histórico entre la Iglesia y el Estado se tradujo durante todo este período en numerosos beneficios y prebendas para la institución eclesial. Toda una serie de decretos-leyes, firmados entre otros por los dictadores Rafael Videla, Leopoldo Fortunato Galtieri y Reynaldo Bignone, fueron parte de la “devolución de favores” que le garantizaron a la Iglesia un financiamiento directo y millonario por parte del Estado.