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Bourdieu, Pierre. El sentido social del gusto.

Elementos para una sociología de la


cultura. Bs.As.: Siglo XXI, 2010 (1ra ed. 2003).
Es un libro de ensayos muy heterogéneo, que retoma cuestiones bastante conocidas, ya
desarrolladas por él mismo en libros anteriores (sobre todo en La distinción y Las reglas
del arte). Es una suerte de Estética sociológica y muchas de las conclusiones son sólo
pertinentes para la realidad francesa y difícilmente trasladables a la nuestra, por
ejemplo.
El primer capítulo es la transcripción de una intervención suya en la Escuela de Bellas
Artes de Nimes (su exposición y las preguntas del público) y se titula “Cuestiones sobre
el arte a partir de una escuela de arte cuestionada”.
Se pregunta por ejemplo, qué hace artista a un artista y a partir de allí se pronuncia en
contra de la creencia en la transmisión hereditaria del don artístico, en la creencia
carismática (gracias, don), en el mito del culto al artista, principal obstáculo para una
ciencia de la obra de arte. Y define: “El artista es aquel de quien los artistas dicen que es
un artista” (25). Se sitúa contra la tradición esencialista y sacralizadora de Holderlin y
Heidegger del culto místico al creador y a su creación, como ser único, excepcional y
sin historia.
Luego incorpora el concepto de “esquema de percepción” que es aquello que permite
en cada caso reconocer algo como artístico o no (el gusto como capacidad de distinción
en tanto construcción social producto de la educación. “No hay esencia de lo bello”) y
cita el ejemplo de un barrendero de un pueblo suizo que tira a la basura una obra
artística construida con deshechos y expuesta en un espacio público. Cuando la obra no
está inserta dentro de las fronteras del museo (espacio sagrado de consagración), la
evaluación de dicho objeto como artístico depende de los esquemas de percepción que
se posean. Incluso dentro del museo hay personas que siguen evaluando al objeto
artístico por propiedades extraartísticas: tener una visión erótica de los desnudos o
arrodillarse a rezar frente a un cuadro religioso. A medida que nos acercamos al arte
contemporáneo (cuyo objeto es el arte mismo) la estructura social del público es más
elevada: “el Museo de arte moderno tiene un público más culto que el Louvre.”
Finalmente introduce el concepto de habitus como el conjunto de disposiciones,
maneras de ser, modos de pensar, ligados al origen social, al tipo de educación, es decir
que los individuos son el producto de condicionamientos sociales e históricos y que
también estamos determinados por el espacio de los posibles ofrecido por el campo en
un momento dado del tiempo.
El segundo se titula “Los museos y su público”. Allí habla de las “necesidades
culturales” como aquellas que, a diferencia de las necesidades primarias, son producto
de la educación. Que existe una relación brutal entre la instrucción y la frecuentación de
los museos, por ejemplo. Que el público de los museos pertenece a las clases sociales
más favorecidas y que sólo la escuela puede crear o desarrollar la aspiración a la cultura.
El tercero, “El campesino y la fotografía” trata del lugar reducido que la práctica
fotográfica ocupa en el medio campesino…
El cuarto se titula “Sociología de la percepción estética”. Parte del concepto de
autonomía artística que se inicia en el siglo XV, con la afirmación del derecho de los
artistas a legislar sobre su obra independientemente de las constricciones externas,
políticas o religiosas, algo que toma nuevo auge con el romanticismo y la constitución
de un campo intelectual relativamente autónomo. El arte moderno (sobre todo el arte
abstracto o no figurativo) va a abolir el tema para consagrar el triunfo de la forma; es un
arte por el arte, un arte para los artistas. Cita a Ortega. Habla del gusto de las clases
populares por el realismo y de cómo éste coincide con el gusto académico por las
representaciones reconocidas en su rechazo del arte moderno. El arte de vanguardia
exige romper con todos los códigos de la percepción cotidiana.
El quinto: “El mercado de los bienes simbólicos”. Parte del proceso de autonomización
del sistema de bienes simbólicos de la tutela de la aristocracia y de la Iglesia y del
paralelo surgimiento de un público de consumidores de bienes simbólicos que se va
ampliando gracias al sistema de enseñanza y a la incorporación de la mujer, y del
desarrollo de una industria cultural (la prensa y la publicidad). Señala la paradoja de que
es precisamente en ese contexto, cuando el artista puede aspirar a la defensa del carácter
irreductiblemente estético de su obra, que la misma entra en el circuito del mercado de
consumo como una mercadería más. Esto lleva a que el creador reconozca como único
destinatario de su obra a otro creador, un par. Introduce el concpeto de “campo de
producción restringida” (sistema que produce bienes simbólicos destinados a otros
productores de bienes sumbólicos; sistema que se consolida con la existencia de
“sociedades de admiración mutua”, vínculos entre artista y crítico, etc.) y “el campo de
la gran producción simbólica” (producción de bienes simbólicos destinados al gran
público, sin distinción en cuanto a su instrucción, se ajustan a la demanda, pretenden
llegar a la mayor cantidad de receptores porque se trata de hacer rentable la inversión y
lo hacen a través de la búsqueda del efecto y de lo ingenioso). Al primero pertenecen las
obras puras, abstractas, esotéricas, eruditas, que se distinguen por su rareza cultural; sus
instancias de legitimación son las academias, los museos, el sistema de enseñanza,
también los grupos reunidos en torno a un periódico o editorial…
Vuelve a hablar de conceptos ya muy conocidos: campo, agente,
dominados/dominantes, conservadores/transgresores, posición y toma de posición (“No
hay posición en el sistema de producción y circulación de bienes simbólicos que no
reclame a su vez un tipo determinado de tomas y que no excluya toda una parte de las
tomas de posición teóricamenbte posibles”) de posición, habitus (el origen social, la
primera educación de clase) (136 y ss). Cita un ejemplo de cómo todas las interacciones
entre los agentes y las instancias de difusión o consagración están mediatizadas por la
estructura de las relaciones del campo: los manuscritos que recibe un editor (marcado
por el hecho de ocupar una posición en el campo) son producto de una preselección que
los mismos autores han operado en función de la representación que se hacen del editor
y de la tendencia literaria que representa; dicha representación ha podido incluso
orientar consciente o inconscientemente su producción. Están además afectados por una
serie de determinaciones que resultan de la relación de la posición del autor en el campo
de producción y la posición del editor en el sistema de circulación (comercial,
consagrado, de vanguardia, etc.). La situación del crítico es similar: las obras
seleccionadas que recibe llevan la marca suplementaria del editor, del prologuista, de
otro crítico y el valor de esa marca es una función de la estructura de las relaciones
objetivas entre las posiciones objetivas del autor, el editor y el crítico. En cuanto a los
autores, confrontados con la imagen que la crítica y el público se hacen de ellos, se
piensan como parte de algo más que un agrupamiento ocasional sino como parte de una
escuela dotada de un programa estético, de antepasados epónimos, de críticos
tutelares…Los juicios que uno puede tener sobre su obra son juicios colectivos en tanto
tomas de posición que refieren a otras tomas de posición.
El capítulo sexto se titula “La producción de la creencia”. Junto a la búsqueda del
beneficio económico (que hace del comercio de los bienes culturales un comercio como
cualquier otro) hay lugar para la acumulación de capital simbólicos, crédito capaz de
asegurar a plazos beneficiosa económicos. (154) “Cuando el único capital es ese capital
desconocido, reconocido, legítimo que se llama prestigio o autoridad, el capital
económico que suponen las empresas culturales sólo puede aegurar los beneficios
específicos que produce el campo si se reconvierte en capital simbólico”. “La única
acumulación legítima para un autor, crítico, editor consiste en hacerse un nombre, un
capital de consagración que implica el poder de consagrar objetos (la marca o la firma)
o personas, y extraer beneficios de esta operación.
Bourdieu sostiene que la ideología carismática (que está en la base de la creencia en el
valor de una obra de arte) es el principal impedimento para una ciencia rigurosa de la
producción del valor de bienes culturales. Esto es así porque se orienta la mirada hacia
el autor y no se pregunta quién autoriza al autor; esta ideología carismática que hace del
autor el origen del valor de la obra, oculta que existe un comerciante de arte (editor,
marchand) que explota y comercia con lo sagrado y que al hacerlo público consagra el
producto que ha sabido descubrir. “A la literatura no se ingresa como a una religión sino
como a un club selecto: el editor (con los prologuistas y críticos) es un padrino
prestigioso que se asegura rápidas muestras de reconocimiento” (157). Pero pasar del
creador al descubridor desplaza la pregunta “quién crea al creador”? De dónde le viene
al comerciante de arte su poder de consagración? También aquí se impone una respuesta
carismática: los grandes editores son descubridores inspirados que guiados por su
pasión desinteresada han hecho al escritor. Pero esa autoridad es un crédito entre un
conjunto de agentes que constituyen relaciones tanto mñas preciosas cuanto más crédito
posean. Los críticos colaboran con los editores en el trabajo de consagración, orientan
las elecciones de los compradores a través de lo que escriben, a través de sus veredictos
en tanto jurados de premios. Por último, los clientes también hacen al valor de una obra,
son quienes se apropian de ella material o simbólicamente. “En resumen, quien hace las
reputaciones no es tal persona influyente, institución, revista, editor, etc., es el campo de
producción en tabto sistema de las relaciones objetivas entre esos agentes o
instituciones y sede de las luchas por el monopolio del poder de consagración donde se
engendra el valor de las obras y la creencia en ese valor” (159).
El valor de la obra de arte y la creencia en el mismo nace de las luchas entre agentes que
ocupan posiciones diferentes en el campo de producción. La oposición entre lo
comercial y lo no comercial está en la base de la distinción entre lo que es arte y lo que
no lo es (arte burgués versus arte intelectual, arte tradicional versus arte de vanguardia).
Habla también de la lucha entre los dominantes (que aspiran a mantener el statu quo),
los pretendientes (que quieren quebrar esa doxa) y los dominados (que sólo pueden
imponerse a través de estrategias de subversión).
Luego aborda las dos modalidades de producción cultural: una empresa está más
próxima al polo comercial cuando los productos que ofrece en el mercado responden
más directamente a una demanda preexistente (ciclo de producción corto, riegos
mínimos, adaptación a la demanda reconocible, circulación rápida de productos
destinados a la obsolescencia); por otro lado tenemos el ciclo de producción largo, que
acepta riesgos, con una producción orientada al futuro. Dedica varias páginas a la
cuestión de los editores y las editoriales (190-217).
Habla de la primacía que el campo cultural (intelectuales y artistas) otorga a la juventud
y afirma que esto se debe a que la oposición viejos/jóvenes reproduce la homóloga entre
poder, seriedad, burguesía/ indiferencia ante el poder y el dinero (lo que sigue es literal):
“La primacía que el campo de producción cultural otorga a la juventud remite a la
relación de denegación del poder y de la “economía” que está en su fundamento: si por
sus atributos de indumentaria y por toda su hexis corporal los “intelectuales” y los ar-
tistas tienden siempre a colocarse del lado de la ‘juventud’, es porque,
tanto en las representaciones como en la realidad, la oposición entre
los “jóvenes” y los “viejos” es homologa a la oposición entre el poder y la
seriedad “burguesa” de un lador y la indiferencia al poder o al dinero y
el rechazo “intelectual” al espíritu de seriedad del otro lado, oposición
que la representación “burguesa”, que mide la edad con el poder y con
la relación correlativa con el poder, retoma por su cuenta cuando iden-
tifica al “intelectual” con el joven “burgués” en nombre de su estatus
común de dominantes-dominados, provisoriamente alejados del dinero
y del poder.
Pero el privilegio otorgado a la ‘juventud” y a los valores de cambio y
de originalidad a los cuales está asociada no puede comprenderse sólo a
partir de la relación de los “artistas” con los “burgueses”; también expresa
la ley específica del cambio del campo de producción, a saber, la dialéctica
de la distinción que condena a las instituciones, las escuelas, las obras y los
artistas inevitablemente asociados a un momento de la historia del arte,
que han “hecho época” o que “dejan huella”, a caer en el pasado, a devenir
clásicos o desclasados, a ser expulsados de la historia o a “pasar a la historia”,
al eterno presente de la cultura, donde las tendencias y las escuelas más
incompatibles “en vida” pueden coexistir pacíficamente porque están ca-
nonizadas, academizadas, neutralizadas.” (218).
LA DIFERENCIA
No es suficiente decir que la historia del campo es la historia de la lucha
por el monopolio de la imposición de las categorías de percepción y de
apreciación legítimas; es la lucha misma la que hace la historia del campo;
es por la lucha que el campo se temporaliza. El envejecimiento de los au-
tores, las obras o las escuelas no es producto del deslizamiento mecánico
hacia el pasado: es la creación continua del combate entre los que han
hecho época y luchan por perdurar, y los que no pueden hacer época, a
su tumo, sin remitir al pasado a aquellos que tienen interés en detener el
tiempo, en eternizar el estado presente; entre los dominantes, que están li-
gados a la continuidad, la identidad, la reproducción, y los dominados, los
nuevos ingresantes, que tienen interés en la discontinuidad, en la ruptura,
en la diferencia, en la revolución. Hacer época es imponer su marca, hacer
reconocer (en el doble sentido) su diferencia en relación con los otros
productores y, sobre todo, en relación con los más consagrados entre ellos; es hacer
existir inseparablemente una nueva posición más allá de las posi-
ciones ocupadas, delante de esas posiciones, en la vanguardia. Introducir
la diferencia es producir el tiempo. Se comprende el lugar que, en esta
lucha por la vida y por la supervivencia, corresponde a las marcas distinti-
vas que, en el mejor de los casos, apuntan a señalar las propiedades más
superficiales y visibles ligadas a un conjunto de obras o de productores.
Las palabras, nombres de escuelas o de grupos, nombres propios, tienen
tanta importancia porque hacen las cosas: signos distintivos, producen la
existencia en un universo en el que existir es diferenciarse, “hacerse un
nombre”, un nombre propio o un nombre común (a un grupo). Falsos
conceptos, instrumentos prácticos de clasificación que hacen las semejanzas
y las diferencias nombrándolas, los nombres de escuelas o de grupos que
han florecido en la pintura reciente -“pop art”, “minimal art”, “process
art”, “land art”, “body art”, “arte conceptual”, “arte povera”, “Fluxus”, “nue-
vo realismo”, “nueva figuración”, “support-surface”, “arte pobre”, “op art”,
“cinético”- son producidos en la lucha por el reconoámiento por los artistas
mismos o sus críticos habituales y cumplen la función de signos de recono-
cimiento que distinguen a las galerías, los grupos y los pintores y, al mismo
tiempo, a los productos que fabrican o proponen.
Los nuevos ingresantes remiten continuamente al pasado en el movimien-
to mismo por el cual acceden a la existencia, es decir, a la diferencia
legítima o incluso, por un tiempo más o menos prolongado, a la legiti-
midad exclusiva, a los productores consagrados con los cuales se miden
y, en consecuencia, sus productos y el gusto de los que permanecen li-
gados a ellos. Es así como las diferentes galerías o editoriales, como los
diferentes pintores o escritores se distribuyen en cada momento según
su edad artística, es decir, según la antigüedad de su modo de produc-
ción artístico y según el grado de canonización y secularización de ese
esquema generador que es, al mismo tiempo, esquema de percepción
y de apreciación. (220-222)

El capítulo séptimo se titula “Consumo cultural”. Existe una economía de los bienes
culturales que nos permite hablar de consumo y de consumidores. Las necesidades
culturales son producto de la educación formal y familiar. El consumo es un acto de
desciframiento, de decodificación; la obra de arte adquiere sentido sólo para quien
posee el código. Se refiere luego a la “unidad del gusto” y cita a Ortega cuando habla
del arte moderno y su rechazo sistemático a todo lo humano: “Como si la “la estética
popular” estuviera fundada sobre la continuidad del arte y de la vida, que implica la
subordinación de la forma a la función”. (237) Esto se ve bien en el caso de la novela y
del teatro, donde el público popular rechaza toda clase de búsqueda formal y todo efecto
que apunte a distanciarse de las convenciones admitidas, impidiendo al receptor entrar
en el juego e identificarse completamente con los personajes. Es decir, que el gusto
popular se opone a la intención pura del artista que se siente dueño de su obra y afirma
su autonomía otrogando primacía a la forma, al estilo por sobre el tema o referente, que
subordina la obra a una función externa, aún la más elemental de representar o decir
algo. Los sujetos de las clases populares esperan del arte que cumpla una función que en
el fondo es siempre ética (las normas de la moral o del beneplácito). “Los intelectuales
creen en la representación y no en las cosas representadas, el pubelo demanda a las
representaciones y a las convenciones que las rigen, que le permitan creer en las cosas
representadas” (238) Opone, a modo de síntesis, el gusto de los sentidos (placer fácil,
sensible) al gusto de la reflexión (placer puro, depurado): “La negación del goce
inferior, grosero, vulgar, servil, natural encierra la afirmación e la superioridad de los
que saben satisfacerse con placeres sublimes, refinados, desintersados, gratuitos…Es lo
que hace que el arte y el consumo artístico estén llamados a cumplir una función social
de legitimación de las diferencias sociales”. (239).

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