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Leery releer

De biblioteca
Por Umberto Eco

LEER y releer N.o 36 – Sistema de Bibliotecas


Universidad de Antioquia – Junio de 2004
Ilustraciones:
Pinturas de Oreste Donadío Copello
(Fotográfias de Regina Sepúlveda y Carlos Lema)

Portada: Mandala, Óleo sobre lienzo y cartón


Presentación
En Apocalípticos e integrados, Umberto Eco nos había advertido
de la presencia irreconciliable de dos actitudes ante las tecnolo-
gías de la vida moderna: Quienes se rasgan las vestiduras por-
que ven venir una gran banalización de las costumbres y del
pensamiento, y quienes asumen esas novedades integrándolas
a la vida diaria sin que el mundo se desplome, pagando, quizás,
el excedente que conlleva una actitud sumisa.
En estas nuevas reflexiones (distante una de otra veinte años)
acerca de las bibliotecas, el autor italiano llama la atención acer-
ca de los roles casi infinitos de las bibliotecas contemporáneas y
nos revela pequeñas verdades, no siempre sabidas, de lo que va
entre el agitado y apasionante mundo de las bibliotecas públicas
y el no menos intrincado territorio de las editoriales. En 1981,
Eco nos hablaba de un futuro que ya existe con creces: la neuro-
sis de la fotocopia.
Desde la reinventada Biblioteca de Alejandría, además, nos ob-
sequia una sabia reflexión sobre el papel de la modernidad en
las bibliotecas de hoy, y sobre la innegable perdurabilidad del
libro, más allá de inútiles tinglados donde combaten tecnología
y tradición.
Mucho ha cambiado el mundo desde el descubrimiento de la
imprenta, desde la invención del libro como hoy lo conocemos,
y muchas cosas han empezado a cambiar desde la aparición del
texto electrónico.
En ello van estas inteligentes líneas del autor de El nombre de la rosa.

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Corrientes benéficas. Óleo sobre tela y gaza

De biblioteca*
Por Umberto Eco
En un lugar tan venerable como éste, considero oportuno comen-
zar, como en una ceremonia religiosa, con la lectura del libro, no
con un propósito informativo, porque cuando se lee un libro sa-
grado todos saben de antemano lo que él dice, sino con funcio-
nes de letanía o de dispersión de espíritu. Por lo tanto:

El universo (que otros llaman la biblioteca) se compone de un


número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales,
con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados con baran-

* Conferencia dictada el 10 de marzo de 1981 en la Biblioteca Comunale de la


ciudad de Milán, Italia, al conmemorarse los 25 años de su sede actual en
Palazzo Sarmani.
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das bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos infe-


riores y superiores, interminablemente. La distribución de las
galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos de ana-
queles por lado, cubren todos los lados menos dos: su altura,
que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario
normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que
desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A la
izquierda y a la derecha del zaguán hay dos gabinetes minúscu-
los. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades
fecales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y eleva
hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente du-
plica las apariencias. [...] A cada uno de los muros de cada hexá-
gono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra
treinta y dos libros de tamaño uniforme; cada libro es de cuatro-
cientas diez páginas; cada página de cuarenta renglones; cada
renglón de unas ochenta letras de color negro. También hay
letras en el dorso de cada libro; esas letras nos indican o prefigu-
ran lo que dirán las páginas. Sé que esa interconexión, alguna
vez, pareció misteriosa. [...] Hace quinientos años el jefe de un
hexágono superior dio con un libro tan confuso como los otros,
pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su
hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaba re-
dactado en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de
un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-
lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También
se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilus-
tradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos
ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubrie-
ra la ley fundamental de la biblioteca.
[...] Afirman los impíos que el disparate es normal en la biblio-
teca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es
una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de “la biblioteca
febril, cuyos azarosos volúmenes corren en incesante albur de
cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confun-
den como una divinidad que delira”. Esas palabras, que no sólo
denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, noto-
riamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignoran-
cia. En efecto, la biblioteca incluye todas las estructuras verbales,
todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos orto-

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gráficos, pero no un solo disparate absoluto. [...] Hablar es incu-


rrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en
uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de
los incontables hexágonos —y también su refutación. (Un nú-
mero n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algu-
nos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición: ubicuo y
perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirá-
mide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen
tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi
lenguaje?) ¡Amén!

El fragmento, como se sabe, es de Jorge Luis Borges, un capítulo


de la Biblioteca de Babel, y me pregunto si algunos de los asiduos
visitantes, directores, trabajadores de bibliotecas aquí presentes,
que escuchan y meditan sobre estas páginas, no han vivido ex-
periencias personales, de juventud o de madurez, de largos co-
rredores y largas salas; es decir, hay que preguntarse si la
biblioteca de Babel, hecha a imagen y modelo del Universo, no
es también imagen y modelo de muchas bibliotecas posibles. Y
me pregunto si es posible hablar del presente o del futuro de las
bibliotecas existentes elaborando puros modelos fantásticos.
Creo que sí. Por ejemplo, en un ejercicio que hice varias veces
para explicar cómo funciona un código de referencia, utilicé uno
muy elemental de cuatro posiciones con una clasificación de li-
bros en la cual la primera posición indica la sala, la segunda indi-
ca la pared, la tercera indica el anaquel de la pared y la cuarta
indica el lugar del libro en el anaquel; de ahí que una referencia
como 3-4-8-6 signifique: tercera sala a la entrada, cuarta pared a
la izquierda, octavo anaquel, sexto lugar. Luego me di cuenta de
que también con un código tan elemental (no es el de Dewey)
se pueden hacer juegos interesantes. Se puede escribir, por ejem-
plo, 3335.33335.33335.33335 y obtendremos la imagen de una
biblioteca con un número inmenso de salas: cada una es de for-
ma poligonal parecida a la celdilla de un panal, en la que puede
haber por lo tanto 3.000 ó 33.000 paredes, inclusive no regidas
por la fuerza de la gravedad, ya que los anaqueles pueden estar
ubicados también en las paredes superiores, y estas paredes, que
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son más de 33.000, son enormes porque pueden dar cabida a


33.000 anaqueles y éstos son larguísimos porque cada uno pue-
de dar cabida a 33.000 o más libros.
¿Es ésta una biblioteca posible o pertenece solamente al univer-
so de la fantasía? Sin embargo, también un código elaborado para
una biblioteca casera permite estas variaciones, estas proyeccio-
nes, y permite, igualmente, pensar en bibliotecas poligonales.
Hago esta premisa porque, obligado a reflexionar, por la gentil
invitación recibida, acerca de lo que se puede decir de una bi-
blioteca, he tratado de establecer cuáles pueden ser los fines,
ciertos o inciertos, de una biblioteca. Hice una breve inspec-
ción en las únicas bibliotecas a las que tenía acceso, porque
permanecen abiertas también durante las horas nocturnas: la
de Asurbanipal en Nínive, la de Polícrates en Samo, la de
Pisístrato en Atenas, la de Alejandría, ya que en el tercer siglo
tenía 400.000 volúmenes y luego en el primer siglo con la del
Serapeo, tenía 700.000 volúmenes, luego la de Pérgamo y la de
Augusto (en la época de Constantino existían veintiocho biblio-
tecas en Roma). También tengo cierta familiaridad con algunas
bibliotecas benedictinas, y he comenzado a preguntarme cuál
puede ser la función de una biblioteca. Tal vez, al comienzo, en
la época de Asurbanipal o de Polícrates era la de recoger los
rollos o volúmenes para no dejarlos regados. Más tarde creo que
su función fue la de atesorar: los rollos eran caros. Luego, en la
época benedictina, la de transcribir: la biblioteca es concebida casi
como una zona de paso; el libro llega, se transcribe, el original o la
copia parten de nuevo. Creo que en alguna época, tal vez ya entre
Augusto y Constantino, pudo ser también la de hacer y leer y, por
consiguiente, se ajustaba, más o menos, a la resolución de la
UNESCO que leí en el volumen recibido hoy donde se dice
que uno de los fines de la biblioteca es el de permitir al público
leer los libros. Sin embargo, creo que, más tarde, nacieron bi-
bliotecas cuya función era la de no hacer leer, de esconder, de
encubrir el libro. Naturalmente, estas bibliotecas estaban hechas
también para permitir reencontrarlo. Siempre hemos admirado

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la habilidad de los humanistas del siglo XV que reencuentran los


manuscritos perdidos. ¿Dónde los encuentran? En las bibliote-
cas. Así como éstas servían para esconderlos, servían también
para redescubrirlos.
Frente a esta pluralidad de fines de una biblioteca, ahora me
permito elaborar un modelo negativo, en veintiún puntos, de
mala biblioteca. Naturalmente, se trata de un modelo tan ficti-
cio como el de la biblioteca poligonal. Pero, como en todos los
modelos ficticios, que al igual que las caricaturas nacen de la
adición de cervices equinas a cuerpos humanos con colas de si-
renas y escamas de serpiente, creo que cada uno de nosotros
puede reconocer en este modelo negativo los recuerdos lejanos
de sus propias aventuras en las más diversas bibliotecas de nues-
tro país o de otros países. Una buena biblioteca, en el sentido de
una mala biblioteca (es decir, un buen ejemplo del modelo ne-

El sol de las fábulas. Óleo sobre yute


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gativo que trato de realizar) debe ser ante todo un inmenso


cauchemar, debe ser totalmente opresiva y, en este sentido, la
descripción de Borges es suficiente.
A) Los catálogos deben estar divididos al máximo: hay que po-
ner mucho cuidado en separar el de los libros del de las revistas,
y éste del de temas, así como los libros de reciente adquisición
de los libros de adquisición anterior. En lo posible, la ortografía
debe ser diferente en los dos catálogos (adquisiciones recientes
y antiguas); por ejemplo, en las adquisiciones recientes retórica
estará escrita con r y en las antiguas con rh; Chaikovski en las
adquisiciones recientes con Ch, mientras que en las antiguas, a
la francesa, con Tch.
B) La clasificación por temas debe ser establecida por el biblio-
tecario. Los libros no deben llevar en el colofón, como suelen
hacerlo según una pésima costumbre los volúmenes america-
nos, indicación alguna acerca de los temas bajo los cuales deben
ser clasificados.
C) Las siglas deben ser imposibles de transcribir, ojalá muy nu-
merosas, de modo que cualquier persona que llene la papeleta
nunca tenga suficiente espacio para colocar la última denomi-
nación y la considere irrelevante, así que el empleado se la de-
vuelva luego para llenarla de nuevo.
D) El tiempo transcurrido entre solicitud y entrega debe ser muy
largo.
E) No se debe entregar más de un libro a la vez.
F) Los libros entregados por el empleado, solicitados mediante
papeleta, no pueden ser llevados a la sala de referencia, es decir,
hay que dividir la propia vida en dos aspectos fundamentales,
uno para la lectura, y otro para la consulta; esto es, la biblioteca
debe desalentar la lectura cruzada de varios libros porque causa
estrabismo.

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G) En lo posible, que no haya absolutamente ninguna máquina


fotocopiadora; sin embargo, de existir una, el acceso a ella debe
ser muy demorado y penoso, el gasto superior al de librería, la
reproducción limitada a dos o tres páginas solamente.
H) El bibliotecario debe considerar al lector un enemigo, un ha-
ragán (de no ser así estaría trabajando), un ladrón en potencia.
I) Casi todo el personal debe sufrir de limitaciones físicas. Estoy
tocando un punto muy delicado sobre el cual no quiero ironizar.
Es función de la sociedad ofrecer posibilidades y oportunidades a
todos los ciudadanos, inclusive a los que no están en la plenitud
de la edad o de sus condiciones físicas. Sin embargo, la sociedad
admite que, por ejemplo, los bomberos sean sometidos a una
particular selección. Existen bibliotecas de universidades ameri-
canas en las que la máxima atención está dirigida a los usuarios
físicamente impedidos: planos inclinados, baños especiales, has-
ta el punto de hacer peligrosa la vida para los demás, que resbalan
sobre los planos inclinados.
Sin embargo, algunos trabajos en la biblioteca requieren fuerza
y destreza: trepar, soportar grandes pesos, etc.; en tanto que exis-
ten otras clases de trabajos que pueden ser ofrecidos a todos los
ciudadanos que deseen desarrollar una actividad laboral, a pe-
sar de las limitaciones debidas a la edad o a otros factores. Con
esto planteo el problema del personal de una biblioteca como
mucho más afín al cuerpo de bomberos que al de los empleados
de un banco, y esto es muy importante, como veremos a conti-
nuación.
J) La oficina de información debe ser inalcanzable.
K) El préstamo debe desalentarse.
L) El préstamo interbibliotecario debe ser imposible o, de todas
maneras, demorar meses; en todo caso, debe existir la imposibi-
lidad de conocer lo que hay en las demás bibliotecas.
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M) Como consecuencia de todo esto, los hurtos deberán ser fa-


cilísimos.
N) Los horarios deben coincidir totalmente con los de trabajo y
ser discutidos previamente con los sindicatos: cierre total el sá-
bado, el domingo, por la noche y en las horas de las comidas. El
peor enemigo de la biblioteca es el estudiante que trabaja; su
mejor amigo es don Ferrante, alguien que posee una biblioteca
propia; por lo tanto no tiene necesidad de ir a la biblioteca y al
morir la deja en herencia.
O) Debe ser imposible conseguir de alguna manera refrescos o
alimentos dentro de la biblioteca y, en todo caso, tampoco debe
ser posible salir de ella a echar un bocado, sin antes haber de-
vuelto todos los libros recibidos para tener que volver a solicitar-
los después de haberse tomado un café.
P) No debe ser posible volver a encontrar el mismo libro al día
siguiente.
Q) No debe ser posible saber quién tiene prestado el libro
faltante.
R) Ojalá no haya excusados.
Además, he puesto un requisito Z): idealmente el usuario no
debería poder entrar a una biblioteca; admitiendo que entre allí,
usufructuando de manera escrupulosa y antipática de un dere-
cho concedido con base en los principios de 1789, sin embargo,
no asimilados todavía por la sensibilidad colectiva; de todas ma-
neras, a excepción de los rápidos recorridos por la sala de con-
sulta, no debe ni deberá penetrar nunca hasta las entrañas del
recinto donde están los anaqueles.
¿Existen todavía bibliotecas de este tipo? Dejo que esto lo deci-
dan ustedes, también porque debo confesar que, obsesionado
por los más tiernos recuerdos (la tesis de doctorado en la Biblio-
teca Nacional de Roma, cuando todavía existía con lámparas

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verdes sobre la mesa, o tardes de gran tensión erótica en la Sainte


Geneviève o en la biblioteca de la Sorbona), acompañado por
estos dulces recuerdos de mi adolescencia, en la edad madura
visito relativamente poco las bibliotecas, pero no por razones
polémicas, sino porque cuando estoy en la Universidad el traba-
jo es demasiado intenso y en la sede del seminario se le pide al
estudiante que vaya a buscar el libro y lo fotocopie; cuando estoy
en Milán, y generalmente por muy corto tiempo, vengo sólo a la
Sormani porque tiene el catálogo unificado. Además, visito mu-
cho las bibliotecas extranjeras, porque cuando estoy fuera del
país desempeño el papel de una persona en el extranjero y, por
lo tanto, tengo más tiempo libre, tengo las noches libres cuando
en muchos países se puede ir a la biblioteca. Entonces, en lugar
de esbozar la utopía de una biblioteca perfecta, que no sé cuán-
do y cómo puede realizarse, les contaré la historia de dos biblio-

Ángel caído. Óleo sobre yute


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tecas a la medida del deseo, que amo y trato de visitar cuando


puedo. Con esto no quiero decir que sean las mejores del mun-
do o que no haya otras; son las que, en el último año, he visitado
con cierta regularidad, una durante un mes, la otra durante tres
meses: la Sterling Library de Yale y la nueva biblioteca de la Uni-
versidad de Toronto.
Muy diferentes entre sí en la arquitectura, como el rascacielos
Pirelli puede serlo de San Ambrosio; la Sterling es un monaste-
rio neogótico, la de Toronto es una obra maestra de la arquitec-
tura contemporánea; hay variaciones, pero intentaré fusionar
las dos, para decir por qué ambas me gustan.
Permanecen abiertas hasta medianoche y también los domin-
gos (la Sterling no abre en estos días por la mañana, pero luego
funciona desde medianoche hasta medianoche y cierra una
noche, los viernes). Hay buenos índices en Toronto, que tam-
bién tiene una serie de visores y catálogos computadorizados,
fácilmente manejables. En cambio, en la Sterling los índices son
todavía a la antigua, pero autor y tema están unificados; por lo
tanto, sobre un tema determinado, no se encuentra solamente
las obras de Hobbes, sino también las obras sobre Hobbes. La
biblioteca contiene además la información acerca de lo que se
consigue en las otras bibliotecas del área. Pero lo más hermoso
de estas dos bibliotecas, por lo menos para una categoría de lec-
tores, es que hay acceso a los estantes, es decir, no se pide el libro,
se pasa frente a un cerebro electrónico con una tarjeta de identi-
ficación, después de lo cual se toman los ascensores y se penetra
en el lugar donde están los anaqueles. No siempre se sale vivo
de allí; en las estanterías de la Sterling es muy fácil, por ejem-
plo, cometer un delito y esconder el cadáver bajo algunos ana-
queles de mapas, el cual podría ser descubierto algunos decenios
más tarde. Existe, por ejemplo, una astuta confusión entre el
piso y el entrepiso, de manera que el usuario nunca sabe si está
en uno o en otro, razón por la cual ya no encuentra el ascen-
sor; las luces se prenden solamente por voluntad del visitante

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de modo que si uno no da con el interruptor apropiado puede


vagar largo tiempo en la oscuridad; diferente es la de Toronto
donde todo es luminosísimo. El estudioso da vueltas, mira los
libros en los estantes, después los saca y puede dirigirse hacia las
salas con hermosísimas poltronas donde se sienta a leer; en la
de Yale lo son un poco menos, pero de todas maneras lleva los
libros consigo al interior de la biblioteca para sacar fotocopias.
Las fotocopiadoras son numerosísimas; en Toronto existe una
oficina que cambia los billetes de un dólar canadiense por mo-
nedas, de manera que uno, acercándose a la fotocopiadora con
kilos de moneditas, puede copiar inclusive libros de setecientas
u ochocientas páginas; la paciencia de los demás usuarios es in-
finita, esperan hasta cuando el que ocupa la máquina llegue a
setecientas páginas. Naturalmente, también se puede sacar el
libro en préstamo; las formalidades del préstamo son de una
rapidez infinita; después de haber dado vueltas libremente por
los ocho, quince, dieciocho pisos de los anaqueles y de haber
tomado los libros deseados, se escribe sobre un papelito el título
del libro, se entrega en un mostrador y se sale. ¿Quién puede
entrar al interior? El que tenga un carné que es fácilmente
conseguible en el lapso de una o dos horas y a veces inmediata-
mente por teléfono. En Yale, por ejemplo, los estudiantes no
pueden subir a las estanterías, solamente pueden hacerlo los
investigadores, pero hay otra biblioteca para estudiantes que no
contiene libros muy antiguos y tiene un número suficiente de
volúmenes, donde los estudiantes tienen las mismas posibilida-
des que los investigadores de tomar y dejar los libros. Todo esto
se puede hacer en Yale aprovechando un capital de ocho millo-
nes de volúmenes. Naturalmente, los manuscritos raros están
en otra biblioteca y un poquito menos accesibles. Ahora, ¿qué
es lo importante en el problema de acceso a los estantes? Suce-
de que uno de los equívocos que domina la noción de biblioteca
es que se vaya allí para buscar un libro cuyo título se conoce. En
verdad, esto sucede con frecuencia, pero la función principal de
la biblioteca, por lo menos en función de la biblioteca de mi
casa y de cualquier amigo que podamos visitar, es la de descubrir
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libros cuya existencia no se sospechaba y que, sin embargo, re-


velan ser de extrema importancia para nosotros. Ahora, es cier-
to que este descubrimiento puede ocurrir hojeando el catálogo,
pero no hay nada más relevante y apasionante que explorar
anaqueles que posiblemente reúnen todos los libros sobre un
tema determinado —cosa que, en cambio, en el catálogo por
autores no podría descubrirse— y encontrar junto al libro que
hemos ido a buscar otro que no buscábamos, pero que resulta
ser fundamental. Es decir, la función ideal de una biblioteca es
un poco la de ser algo así como el banquito de un bouquiniste en
donde se hacen trouvailles, y esta función la posibilita sólo el li-
bre acceso a los corredores de los anaqueles.
Esto permite que en una biblioteca a la medida del deseo de un
hombre, la sala menos visitada sea precisamente la de consulta.
No son ya ni siquiera necesarias muchas salas de lectura, porque
la facilidad del préstamo, de la fotocopia y de la sustracción de
libros elimina en gran parte la permanencia en ellas, o porque
funcionan como salas de lectura (por ejemplo en Yale) la zona
de restaurante, la cafetería, el espacio con los aparatos que ca-
lientan las salchichas, adonde se puede bajar llevando consigo
los libros tomados en la biblioteca y seguir trabajando sobre una
mesa con un café y un pastel, fumando incluso, examinando los
libros y decidiendo si volverlos a colocar en los anaqueles o soli-
citarlos en préstamo, sin control alguno. En Yale el control es
realizado a la salida por un empleado que, con aire bastante
distraído, mira dentro del maletín que uno lleva; en Toronto
existe la magnetización completa de los lomos de los libros y el
joven estudiante que registra el libro tomado en préstamo lo
pasa por un pequeño aparato que le quita la magnetización, luego
se pasa por una puerta electrónica estilo aeropuerto y si alguien
ha escondido en el bolsillo del chaleco el volumen 108 de la
Patrología latina comienza a sonar un timbre y se descubre el hur-
to. Naturalmente, en una biblioteca de este tipo existe el proble-
ma de la extrema movilidad de los volúmenes y, por lo tanto, la
dificultad de encontrar el que uno busca o el consultado el día

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anterior. En lugar de las salas genera-


les de lectura existen las cabinas. El in-
vestigador solicita una donde deposita
sus volúmenes y va a trabajar cuando
lo desea. No obstante, en algunas de
estas bibliotecas, cuando no se encuen-
tra el volumen deseado, se puede sa-
ber, en el correr de pocos minutos,
quién lo ha tomado en préstamo y con-
seguirlo telefónicamente. Esto permi-
te que una biblioteca de este tipo tenga
poquísimos vigilantes y muchísimos
empleados, y tenga un tipo de funcio-
nario a medias entre el bibliotecario tra-
dicional y el mozo (usualmente son
estudiantes de tiempo completo o de
tiempo parcial). En una biblioteca en
la que todos circulan y sacan los libros,
algunos de éstos permanecen continua-
mente en circulación, ya no regresan a
su lugar adecuado en los anaqueles;
entonces estos estudiantes, que dan
vueltas con unos carros enormes, los
devuelven a su lugar, controlando que
las referencias estén más o menos en
orden (no lo están nunca, y esto au-
menta la aventura de la búsqueda). En
Toronto me sucedió no encontrar casi
ninguno de los volúmenes de Patrología
de Migne; esta destrucción del concep-
to de consulta haría enloquecer a un
bibliotecario sensato, pero así es.
Memorias de ingravidez.
Óleo sobre cartón
Este tipo de biblioteca está hecho a mi
medida; puedo decidir pasar allí un día
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en sana alegría: leo los periódicos, bajo algunos libros a la cafete-


ría, luego voy a buscar otros, hago descubrimientos; había entra-
do allí, supongamos, para ocuparme del empirismo inglés y en
cambio comienzo a perseguir a los comentaristas de Aristóteles;
me equivoco de piso, entro en una zona en la que no sospechaba
entrar, de medicina, donde, de improviso encuentro algunas obras
sobre Galeno, por lo tanto, con referencias filosóficas. En este
sentido, la biblioteca se convierte en una aventura.
¿Cuáles son, sin embargo, los inconvenientes de este tipo de bi-
blioteca? Son los robos y daños, obviamente; por múltiples con-
troles electrónicos que haya, es mucho más fácil, creo, robar libros
en este tipo de biblioteca que en el nuestro. Aunque, precisa-
mente el otro día, me contaba el asesor de una famosa bibliote-
ca italiana que descubrieron a alguien que desde hace veinticinco
años estaba llevándose los más hermosos incunables, pues te-
nía volúmenes con sellos de bibliotecas lejanas, entraba con es-
tos, luego los vaciaba, quitaba la encuadernación del volumen
que iba a robar y colocaba las hojas nuevas dentro de la encua-
dernación antigua, y luego salía; y parece que en los veinticinco
años logró formarse una biblioteca maravillosa. Los robos son
posibles, evidentemente, en todas partes, pero considero que el
criterio de una biblioteca, llamémosla abierta, de libre circula-
ción, sea el de que el robo se remedia comprando otra copia del
libro, aunque sea en un anticuariato. Es un criterio millonario,
pero es un criterio. Teniendo que elegir entre permitir leer los
libros o no, cuando un libro sea robado o dañado se comprará
otro. Obviamente, los menucios permanecerán en la sección de
los manuscritos y estarán mejor protegidos.
El otro inconveniente de este tipo de bibliotecas es que ellas con-
sienten, guían, alientan, la civilización del xerox que es la de la
fotocopia. Esta trae consigo, junto con todas las comodidades
que conlleva la fotocopia, una serie de graves inconvenientes
para el mundo editorial, aun desde el punto de vista legal. La
civilización del xerox implica el colapso del concepto de dere-

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chos de autor. Aunque es verdad que en estas bibliotecas donde


hay decenas y decenas de fotocopiadoras, si uno va al servicio
especial en que se gasta menos y se deja el libro para fotocopiar-
lo, el día en que se pide la fotocopia de un libro completo, el
bibliotecario dice que esto es imposible por ser contrario a la ley
de derechos de autor. Pero si se tiene un número suficiente de
monedas y se fotocopia el libro por su cuenta, nadie dice nada.
Además, se puede sacar en préstamo el libro y llevarlo a algunas
cooperativas de estudiantes que hacen fotocopia sobre papel con
tres huecos, de manera que se pueda luego insertar en las carpe-
tas. También en estas cooperativas a veces le dicen a uno que no
fotocopian un libro entero; he tenido ese problema con alguno
de mis estudiantes. “Necesitamos mandar sacar treinta copias
de este libro —dicen— pero ellos se niegan” (otras veces, gene-
ralmente, lo hacen, dependiendo de la desfachatez de la coope-
rativa). “Se niegan a fotocopiarlo porque en el libro se advierte
que está amparado por derechos de autor”.
“Muy bien —digo— manden hacer una fotocopia, devuelvan el
libro a la biblioteca, y luego pidan veintinueve copias de una
fotocopia: una fotocopia no está emparada por derecho”.
“No habíamos pensado en eso”. En efecto, veintinueve fotoco-
pias de una fotocopia cualquiera las hace.
Esto ya ha influido en la política de las casas editoriales. Todas
las de tipo científico ahora publican los libros a sabiendas de
que serán fotocopiados. Por lo tanto, los libros solamente con
mil o dos mil copias cuestan ciento cincuenta dólares, serán com-
prados por las bibliotecas y después los demás los fotocopiarán.
Las grandes casas editoriales holandesas de lingüística, filosofía,
física nuclear, ya publican libros de ciento cincuenta páginas que
valen cincuenta o sesenta dólares, libros de trescientas páginas
pueden costar doscientos dólares, son vendidos al círculo de las
grandes bibliotecas, después de lo cual el editor sabe con certeza
que todos los estudiantes e investigadores trabajan solamente
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con fotocopias. Por lo tanto, ¡ay del investigador que quisiera


tener el libro para sí porque no podría afrontar el gasto! Enton-
ces, hay enorme incremento de los precios y disminución de la
difusión. Luego, ¿qué garantía tiene el editor de que su libro en
el futuro sea comprado y no fotocopiado? Sería necesario que el
precio del libro fuera inferior al de la fotocopia. Puesto que se
fotocopian dos páginas en el espacio reducido de una sola hoja
y, fotocopiando en hojas de tres huecos, ya se puede inmediata-
mente tener el libro empastado, el problema del editor es en-
tonces imprimir como vendibles, no solamente a las bibliotecas
sino al público, libros de muy bajo costo, por lo tanto sobre pa-
pel muy malo, que de acuerdo con estudios realizados en los
últimos años, está destinado a pulverizarse y a disolverse dentro
de algunos decenios (esto ya ha comenzado: los Gallimard de
los años cincuenta se desmoronan hoy al hojearlos, parecen ser
pan ácimo). Lo cual conduce a otro problema: a una rigurosa
selección hecha desde arriba entre los autores que sobrevivirán
y los que terminarán en el olvido, es decir, entre los que se publi-
carán en los libros de los grandes editores internacionales que
apuntan solamente al círculo de las grandes bibliotecas, libros
que cuestan doscientos o trescientos dólares se imprimirán en
papel que tiene la posibilidad de sobrevivir en el interior de las
bibliotecas y de multiplicarse en fotocopias, y entre los autores
que serán publicados solamente por los editores que venden al
gran público y tienden, por lo tanto, a la edición económica,
están destinados a desaparecer de la memoria de la posteridad.
No sabemos exactamente si esto será un bien o será un mal,
tanto más que muchas veces las publicaciones hechas a trescien-
tos dólares por los grandes editores son costeadas por el autor,
el investigador, la fundación que lo sostiene, lo cual con frecuen-
cia no es garantía de seriedad y de valor de quien publica. Por lo
tanto, a través de la civilización del xerox nos acercamos a un
futuro en el que los editores publicarán casi exclusivamente para
las bibliotecas, y este es un hecho que debe ser tenido en cuenta.
Además, en el plano personal, nacerá la neurosis de fotocopia.

LEER y releer N.o 36 – Sistema de Bibliotecas


Universidad de Antioquia – Junio de 2004
20

Asimismo, la fotocopia es un instrumento de suprema utilidad,


pero muchas veces constituye también una alible intelectual: es
decir, al salir de la biblioteca con un manojo de fotocopias, uno
tiene la certeza de que normalmente nunca podrá leerlas todas,
ni siquiera podrá más tarde encontrarlas de nuevo porque em-
piezan a refundirse, pero tiene la sensación de haberse adueña-
do del contenido de aquellos libros. Antes de la civilización del
xerox esta persona compilaba a mano largas fichas en aquellas
enormes salas de consulta y algo le quedaba en la cabeza. Con
la neurosis de fotocopia se corre el riesgo de que se pierdan jor-
nadas en la biblioteca para fotocopiar libros que después no se-
rán leídos. Estoy mostrando los efectos de aquella biblioteca a
medida del hombre, en la cual, sin embargo, estoy contento de
vivir cuando puedo, pero lo peor sobrevendrá cuando una civili-
zación de los videos y de las microfichas haya suplantado total-
mente la del libro consultable: tal vez añoraremos las bibliotecas
defendidas por cancerberos que manifiestan gran desprecio por
el usuario y procuran no entregarle el libro, pero en las cuales,
por lo menos una vez al día, se podía poner las manos sobre el
objeto encuadernado. Por consiguiente debemos considerar tam-
bién este escenario apocalíptico para lograr un balance de los
pro y contra de una posible biblioteca a medida del hombre. Yo
creo que poco a poco la biblioteca se encaminará a ser a medida
del hombre, pero para ser tal y a medida de la máquina —desde
la fotocopiadora hasta el visor— aumentarán las tareas para la
escuela, para las entidades municipales, etc., de educar a los jó-
venes y también a los adultos en el uso de la biblioteca. Usar la
biblioteca es un arte a veces muy sutil, no basta que el profesor o
el maestro diga en la escuela: “Ya que hacen esta investigación,
vayan a la biblioteca a buscar el libro”. Es necesario enseñar a
los muchachos cómo se usa la biblioteca, cómo se usa un visor
para microfichas, cómo se usa un catálogo, cómo se combate a
los responsables de la biblioteca que no cumplen con su deber,
cómo se colabora con los responsables de la biblioteca. Como
extrema hipótesis, quisiera decir que si la biblioteca no pudiera
21

Mandala (detalle). Óleo sobre lienzo y cartón

estar abierta a todos, debería instituirse, al igual que para el per-


miso de conducir el auto, unos cursos de educación al respecto
del libro y de la manera cómo consultarlo. Es un arte muy sutil,
pero sobre el cual habrá que llamar la atención precisamente de
la Escuela y de quienes están al frente de la educación perma-
nente de los adultos porque, lo sabemos, la biblioteca es un asun-
to de la escuela, del municipio y del Estado. Es un problema de
cultura cívica, y nosotros no sospechamos siquiera cuán desco-
nocido sea todavía el instrumento biblioteca para la mayoría de
las personas. Quien vive en la universidad de masas donde pue-
den convivir jóvenes estudiosos de mil astucias y capacidades con
otros jóvenes que llegan por primera vez a rozar el mundo de la
cultura, puede hallarse frente a algunos episodios increíbles. Cito
la historia del estudiante que me dice: “No puedo consultar este
libro en la biblioteca de Bolonia porque vivo en Módena”. “Está

LEER y releer N.o 36 – Sistema de Bibliotecas


Universidad de Antioquia – Junio de 2004
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bien —le digo— en Módena hay bibliotecas”. “No -dice-, no las


hay”. Nunca había oído hablar de ellas.
Una graduanda viene a decirme: “No he podido encontrar las
Investigaciones lógicas de Husserl, no están en las bibliotecas”. Digo:
“¿Cuáles bibliotecas?” Dice: “Aquí, en Bolonia, y además tam-
bién he buscado en mi ciudad, Husserl no está”. Digo: “Me pare-
ce muy extraño que en la biblioteca no haya traducciones italianas
de Husserl”. Dice: “Tal vez las haya, pero están todas prestadas”.
De improviso, todos leen ávidamente a Husserl. Habrá que to-
mar medidas, quizás sea útil tener —de Husserl— por lo menos
tres ejemplares: debe haber algo podrido en el reino de Dina-
marca si esta persona no encuentra a Husserl y nunca se le ha
explicado que podría acercarse a alguien de la biblioteca para
preguntar por las razones de esta falta. Hay una distonía, una
falta de entendimiento entre el ciudadano y la biblioteca.
He aquí el problema de la educación.
Y ahora el problema final; es necesario escoger: se quiere prote-
ger los libros o hacerlos leer. No afirmo que sea necesario esco-
ger hacerlos leer sin protegerlos, pero tampoco se debe escoger
la protección sin permitir su lectura. Tampoco afirmo que sea
necesario encontrar un camino intermedio. Uno de los dos idea-
les debe prevalecer, luego se buscará la manera de hacerle fren-
te a la realidad para defender el ideal secundario. Si el ideal es
hacer leer el libro, se debe procurar protegerlo lo más posible,
pero a sabiendas de los riesgos que se corren. Si el ideal es prote-
gerlo, se procurará permitir su lectura, a sabiendas de los riesgos
que se corren. En este sentido, el problema de una biblioteca no
es distinto de aquél de una librería. Actualmente hay dos tipos
de librerías. Las muy serias, todavía con estantes de madera,
donde apenas entra uno se acerca un señor que dice: “¿Qué
desea?”, después de lo cual uno se atemoriza y sale; en estas li-
brerías se roban pocos libros, pero se compran aún menos. Tam-
bién existen las librerías estilo supermercado, con estantería de
plástico en donde, especialmente los jóvenes, dan vueltas, mi-
23

ran, se informan acerca de lo que aparece, y aquí se roban mu-


chísimos libros, por más que se introduzcan controles electróni-
cos. Se puede sorprender al estudiante que dice: “Ah, este libro
es interesante, mañana voy a robarlo”. También se pasan infor-
maciones entre ellos, por ejemplo: “Cuidado que en la librería
Feltrinelli si te pescan, castigan duro”. “Ah, bien, entonces voy a
robar la librería Marzocco donde acaban de abrir un nuevo su-
permercado”. Sin embargo, quien organiza las cadenas de libre-
rías sabe que, hasta cierto punto, la librería con alta tasa de
hurtos, es también aquella que vende más. Se roban muchas
más cosas en un supermercado que en una droguería, pero el
supermercado hace parte de una gran cadena capitalista, mien-
tras que la droguería es un pequeño comercio con una declara-
ción de renta muy reducida.
Ahora, si transformamos estos problemas de renta económica
en los de renta cultural, de costos y ventajas sociales, el mismo
problema se plantea también para las bibliotecas: correr mayo-
res riesgos en cuanto a la preservación de libros, pero tener to-
das las ventajas sociales provenientes de su mayor circulación.
Es decir, si la biblioteca es, como lo quiere Borges, un modelo
del universo, procuremos transformarla en un universo a medi-
da del hombre, e, insisto, a medida del hombre significa tam-
bién alegre, aun con la posibilidad de tomarse un capuchino, y
con la posibilidad de que dos estudiantes se sienten una tarde
sobre el sofá, no digo para darse indecentes abrazos, sino para
llevar a cabo parte de su coqueteo en la biblioteca, mientras to-
man o devuelven a los estantes algunos libros de interés científi-
co; es decir, una biblioteca que despierte el deseo de visitarla y se
forme gradualmente en una gran máquina para el tiempo libre,
como lo es el Museum of Modern Arts donde se puede ir a cine,
pasear por el jardín, mirar las esculturas y consumir una comida
completa. Sé que la UNESCO está de acuerdo conmigo: “La bi-
blioteca... debe ser de fácil acceso y sus puertas deben estar abier-
tas de par en par a todos los miembros de la comunidad, quienes
podrán usar libremente de ella sin distingos de raza, color, na-

LEER y releer N.o 36 – Sistema de Bibliotecas


Universidad de Antioquia – Junio de 2004
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cionalidad, edad, sexo, religión, lengua, estado civil y nivel cultu-


ral”. Es una idea revolucionaria. Y la alusión al nivel cultural re-
quiere también una acción de educación, de consejería y de
preparación. Y finalmente el otro punto: “El edificio donde fun-
ciona la biblioteca pública debe ser central, fácilmente accesible
aun a los inválidos y abierto en horarios cómodos para todos. El
edificio y su amueblamiento deben ser de aspecto agradable,
cómodos y acogedores; y es esencial que los lectores puedan acer-
carse directamente a los estantes”.
¿Lograremos transformar la utopía en realidad?
Tomado de Revista de la Universidad Nacional. Vol. 1 N.o 6, 1986. Traducción de María
Teresa Cristina.

Discurso Alexandrino*
Tenemos tres tipos de memoria. La primera es orgánica: es la
memoria de carne y sangre que administra nuestro cerebro. La
segunda es mineral, y la humanidad la conoció bajo dos formas:
hace miles de años era la memoria encarnada en las tabletas de
arcilla y los obeliscos —algo muy habitual en Egipto— en los
que se tallaban toda clase de escritos; sin embargo, este segundo
tipo corresponde también a la memoria electrónica de las
computadoras de hoy, que está hecha de silicio. Y hemos cono-
cido otro tipo de memoria, la memoria vegetal, representada
por los primeros papiros —también muy habituales en Egipto—
y, después, por los libros, que se hacen con papel. Permítanme
soslayar el hecho de que, en cierto momento, el pergamino de
los primeros códices fuera de origen orgánico, y que el primer

* Durante la reinauguración de la Biblioteca de Alejandría en 2003, cerrada por


el fuego y la desidia de los humanos hace más de dos mil años, Umberto Eco
habló sobre los libros y los modos de la memoria. A tono con las babélicas
ilusiones del nuevo siglo, pronunció su discurso en inglés.
25

papel estuviera hecho de tela y no de celulosa. Para simplificar,


permítanme designar al libro como memoria vegetal.
En el pasado, éste fue un lugar dedicado a la conservación de los
libros, como lo será también en el futuro; es y será, pues, un
templo de la memoria vegetal. Durante siglos, las bibliotecas fue-
ron la manera más importante de guardar nuestra sabiduría
colectiva. Fueron y siguen siendo una especie de cerebro univer-
sal donde podemos recuperar lo que hemos olvidado y lo que
todavía no conocemos. Si me permiten la metáfora, una biblio-
teca es la mejor imitación posible de una mente divina, en la
que todo el universo se ve y se comprende al mismo tiempo.
Una persona capaz de almacenar en su mente la información
proporcionada por una gran biblioteca emularía, en cierta for-

Tejido humano. Témpera sobre gaza

LEER y releer N.o 36 – Sistema de Bibliotecas


Universidad de Antioquia – Junio de 2004
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ma, a la mente de Dios. Es decir, inventamos bibliotecas porque


sabemos que carecemos de poderes divinos, pero hacemos todo
lo posible por imitarlos.
Construir o, mejor, reconstruir una de las bibliotecas más gran-
des del mundo puede sonar como un desafío o una provoca-
ción. A menudo, en artículos periodísticos o en artículos
académicos, ciertos autores se enfrentan con la nueva era de las
computadoras y el Internet, y hablan de la posible “muerte de
los libros”. Sin embargo, el hecho de que los libros puedan lle-
gar a desaparecer —como los obeliscos o las tablas de arcilla de
las civilizaciones antiguas— no sería una buena razón para su-
primir las bibliotecas. Por el contrario, deben sobrevivir como
museos que conservan los descubrimientos del pasado, de la
misma manera que conservamos la piedra Rosetta en un museo
porque ya no estamos acostumbrados a tallar nuestros documen-
tos en superficies minerales.
Sin embargo, mis plegarias a favor de las bibliotecas serán un
poco más optimistas. Soy de los que todavía creen que el libro
impreso tiene futuro, y que cualquier temor respecto de su des-
aparición es sólo un ejemplo más del terror milenarista que des-
piertan los finales de las cosas, entre ellas el mundo.
He contestado en muchas entrevistas preguntas del tipo: “¿Los
nuevos medios electrónicos volverán obsoletos los libros?
¿Internet atenta contra la literatura? ¿La nueva civilización
hipertextual eliminará la noción de autoría?”. Ante semejantes
interrogantes, y teniendo en cuenta el tono aprensivo con el
que se formulan, cualquiera que tenga una mente normal y bien
equilibrada pensará que el entrevistador se apaciguaría si la res-
puesta fuera: “No, no, tranquilos, todo está bien”. Error. Si les
dijéramos que no, que ni los libros ni la literatura ni la figura del
escritor van a desaparecer, los entrevistadores entrarían en pá-
nico. Porque si nadie muere, ¿cuál es entonces la noticia? Publi-
car que murió un Premio Nobel es una flor de noticia; informar
27

que goza de buena salud no le interesa a nadie, salvo, supongo,


al Premio Nobel.
Hoy quiero tratar de desmadejar una serie de temores. Aclarar
nuestras ideas sobre estos problemas también puede ayudarnos
a entender mejor qué entendemos normalmente por “libro”,
“texto”, “literatura”, “interpretación”, etcétera. De ese modo ve-
remos cómo una pregunta tonta puede generar muchas respues-
tas sabias, y cómo ésta es, probablemente, la función cultural de
las entrevistas ingenuas.
Comencemos por una historia que es egipcia, aunque la haya
contado un griego. Según dice Platón en su Fedro, cuando Hermes
—o Theut, el supuesto inventor de la escritura— le presentó su
invención al faraón Thamus, recibió muchos elogios porque esa
técnica desconocida les permitiría a los seres humanos recordar
lo que de otro modo habrían olvidado. Pero el faraón Thamus
no estaba del todo contento. “Mi experto Theut —le dijo—, la
memoria es un gran don que debe vivir gracias al entrenamien-
to continuo. Con tu invención, las personas ya no se verán obli-
gadas a ejercitarla. Recordarán las cosas, pero no por un esfuerzo
interno sino por un dispositivo exterior”.
Podemos entender la preocupación de Thamus. La escritura,
como cualquier otra nueva invención tecnológica, entumecería
la misma facultad humana que fingía sustituir y reforzar. Era
peligrosa porque disminuía las facultades de la mente y ofrecía
a los seres humanos un alma petrificada, una caricatura de la
mente, una memoria mineral.
El texto de Platón es, por cierto, irónico. Platón estaba desarro-
llando su polémica contra la escritura. Pero en su diálogo tam-
bién fingía que el que pronunciaba el discurso era Sócrates, que
nunca escribió nada. Si hoy en día nadie comparte las preocu-
paciones de Thamus es por dos razones muy simples. En primer
lugar, sabemos que los libros no hacen que otra persona piense
en nuestro lugar; por el contrario, son máquinas que producen

LEER y releer N.o 36 – Sistema de Bibliotecas


Universidad de Antioquia – Junio de 2004
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nuevos pensamientos. Sólo después de la invención de la escri-


tura fue posible escribir esa obra maestra de la memoria espon-
tánea que es En busca del tiempo perdido de Proust. En segundo
lugar, si en algún momento las personas necesitaron entrenar
su memoria para recordar cosas, después de la invención de la
escritura tuvieron que entrenarla también para recordar libros.
Desafío y perfección de la memoria son los libros, que nunca la
narcotizan. Sin embargo, el faraón expresaba un miedo que
siempre reaparece: el de que un descubrimiento tecnológico
pueda asesinar algo que consideramos precioso y fructífero.
Utilicé el verbo “asesinar” a propósito, porque, más o menos ca-
torce siglos después, en su novela histórica Nuestra Señora de Pa-
rís, Victor Hugo narró la historia de un sacerdote, Claude Frollo,
que observaba con tristeza las torres de la catedral. La historia
de Nuestra Señora de París transcurre en el siglo XV, después de la
invención de la imprenta. Antes, los manuscritos quedaban re-
servados a una restringida élite de personas que sabían leer y
escribir, y lo único que se les enseñaba a las masas eran las histo-
rias de la Biblia, la vida de Cristo y de los santos, los principios
morales, y hasta hechos de la historia nacional o nociones ele-
mentales de geografía y ciencias naturales (la naturaleza de los
pueblos conocidos, las virtudes de determinadas hierbas o pie-
dras): todo este conocimiento era proporcionado por las cate-
drales con su sistema de imágenes. Una catedral medieval era
como un programa de TV permanente, siempre repetido, que
se supone le decía a la gente todo lo que les era imprescindible
para la vida diaria y la salvación eterna.
Ahora bien: Frollo tiene en su mesa un libro impreso y murmu-
ra ceci tuera cela (“esto matará a aquello”); en otras palabras: el
libro matará a la catedral, el alfabeto matará a las imágenes. Alen-
tando informaciones innecesarias, interpretaciones libres de las
escrituras y curiosidades insanas, el libro distraerá a las personas
de sus valores más importantes. En los años sesenta Marshall
McLuhan publicó La galaxia Gutenberg, el libro en el que anun-
29

ciaba que el modo lineal de


pensamiento, apoyado en la
invención de la imprenta,
estaba a punto de ser reem-
plazado por un modo de per-
cepción y entendimiento
más global que se valdría de
imágenes de TV u otras clases
de dispositivos electrónicos.
Puede que McLuhan no, pero
muchos de sus lectores pusie-
ron un dedo sobre la pantalla
de la TV y después sobre un
libro y dijeron “Esto matará a
aquello”. Si siguiera entre no-
sotros, McLuhan habría sido
el primero en escribir algo así
como El imperio de Gutenberg
contraataca. Ciertamente, una
computadora es un instru-
mento con el cual se pueden
producir y editar imágenes; y
las instrucciones, ciertamente,
se imparten mediante iconos;
pero es igualmente cierto que
la computadora se ha conver-
Hombre cósmico. Óleo sobre pergamino tido en un instrumento alfa-
bético antes que otra cosa. Por
la pantalla de una computadora desfilan palabra y líneas, y para
utilizarla hay que saber leer y escribir.
¿Hay diferencias entre la primera galaxia de Gutenberg y la segun-
da? Muchas. La primera de todas: sólo los hoy arqueológicos
procesadores de texto de comienzos de los ochenta proporcio-
naban una comunicación escrita lineal. Hoy las computadoras
no son lineales; ofrecen una estructura hipertextual. Curiosa-

LEER y releer N.o 36 – Sistema de Bibliotecas


Universidad de Antioquia – Junio de 2004
30

mente, la computadora nació como una máquina de Turing,


capaz de hacer un solo paso a la vez y, de hecho, en las profun-
didades de la máquina el lenguaje todavía opera de este modo,
mediante una lógica binaria de cero-uno, cero-uno. Sin embar-
go, el rendimiento de la máquina ya no es lineal: es una explo-
sión de proyectiles semióticos. Su modelo no es tanto en línea
recta sino una verdadera galaxia, donde todos pueden trazar
conexiones inesperadas entre distintas estrellas hasta formar
nuevas imágenes celestiales en cualquier nuevo punto de la na-
vegación.
Sin embargo, es exactamente en este punto donde debemos
empezar a deshilvanar la madeja, porque por estructura
hipertextual solemos entender dos fenómenos muy diferentes.
Primero el hipertexto textual. En un libro tradicional debemos
leer de izquierda a derecha (o de derecha a izquierda, o de arri-
ba abajo, según las culturas), de un modo lineal. Podemos sal-
tarnos páginas; llegados a la página 300, podemos volver a
chequear o releer algo en la página 10. Pero eso implica un
trabajo físico. Por el contrario, un texto hipertextual es una red
multidimensional o un laberinto en el que cada punto o nodo
puede potencialmente conectarse con cualquier otro nodo. En
segundo lugar tenemos el hipertexto sistémico. La web es la Gran
Madre de todos los hipertextos, una biblioteca mundial donde
podemos, o podremos a corto plazo, reunir todos los libros que
deseemos. La web es el sistema general de todos los hipertextos
existentes.
Esta diferencia entre texto y sistema es enormemente impor-
tante. Por ahora déjenme terminar con la más ingenua de las
preguntas que suelen hacernos, una pregunta donde la diferen-
cia a la que aludimos no se advierte con total claridad. Pero res-
pondiéndola podremos clarificar otra posterior. La pregunta
ingenua es: “Los disquetes hipertextuales, Internet o los siste-
mas multimedia, ¿volverán obsoleto al libro?”. Y así llegamos al
último capítulo de la historia de esto-matará-a-aquello. Pero esta
31

pregunta es aún confusa, puesto que puede ser formulada de


dos maneras distintas: a) ¿Desaparecerán los libros en tanto
objetos físicos?, y b) ¿Desaparecerán los libros en tanto objetos
virtuales?
Déjenme contestar primero la primera. Incluso después de la
invención de la imprenta, los libros nunca fueron el único me-
dio de adquirir información. También había pinturas, imáge-
nes populares impresas, enseñanzas orales, etcétera. El libro sólo
demostró ser el instrumento más conveniente para transmitir
información. Hay dos clases de libros: para leer y para consultar.
En los primeros, el modo normal de lectura es el que yo llamaría
“estilo novela policial”. Empezamos por la primera página, en la
que el autor dice que ha ocurrido un crimen, seguimos el derro-
tero hasta el final y descubrimos que el culpable es el mayordo-
mo. Fin del libro y fin de la experiencia de su lectura.
Luego están los libros para consultar, como las enciclopedias y
los manuales. Las enciclopedias fueron concebidas para ser con-
sultadas, nunca para ser leídas de la primera a la última página.
Por lo general tomamos un volumen de una enciclopedia para
saber o recordar cuándo murió Napoleón, o cuál es la fórmula
química del ácido sulfúrico. Los eruditos usan las enciclopedias
de manera más sofisticada. Por ejemplo, si quiero saber si es
posible que Napoleón conociera a Kant, tengo que tomar el vo-
lumen K y el volumen N de mi enciclopedia. Y descubriré que
Napoleón nació en 1796 y murió en 1821, y que Kant nació en
1724 y murió en 1804, cuando Napoleón era emperador. No es
imposible, por lo tanto, que los dos se hayan visto alguna vez.
Puede que para confirmarlo tenga que consultar una biografía
de Kant, o de Napoleón, pero una pequeña biografía de
Napoleón —que conoció a tanta gente— puede haber pasado
por alto el encuentro con Kant, mientras que una biografía de
Kant posiblemente registre su encuentro con Napoleón. En
pocas palabras: debo revisar los muchos libros de los muchos
estantes de mi biblioteca y tomar notas para comparar más ade-

LEER y releer N.o 36 – Sistema de Bibliotecas


Universidad de Antioquia – Junio de 2004
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lante todos los datos que recogí. Todo eso me cuesta un doloro-
so esfuerzo físico.
Con el hipertexto, sin embargo, puedo navegar a través de toda
la red-enciclopedia. Y puedo hacer mi trabajo en unos pocos se-
gundos o minutos.
Los hipertextos volverán obsoletos, ciertamente, las enciclope-
dias y los manuales. Ayer nomás era posible tener una enciclo-
pedia entera en CD-ROM; hoy es posible disponer de ella en
línea, con la ventaja de que esto permite la remisión y la recupe-
ración no lineal de la información. Todos los discos compactos,
más la computadora, ocuparán un quinto del espacio ocupado
por una enciclopedia impresa. Un CD-ROM es más fácil de trans-
portar que una enciclopedia impresa y es más fácil de poner al
día. En un futuro cercano, los estantes que las enciclopedias
ocupan en mi casa —así como los metros y metros que ocupan
en las bibliotecas públicas— podrán quedar libres, y no habría
mayores razones para protestar. Recordemos que para muchos
una enciclopedia multivolumen es un sueño imposible, y no so-
lamente por el costo de los volúmenes sino por el costo de las
paredes en las que esos volúmenes deben instalarse.
Sin embargo, ¿puede un disco hipertextual o la web reemplazar
a los libros que están hechos para ser leídos? Una vez más tene-
mos que definir si la pregunta alude a los libros como objetos
físicos o virtuales. Una vez más, déjenme considerar primero el
problema físico. Buenas noticias: los libros seguirán siendo im-
prescindibles, no solamente para la literatura sino para cualquier
circunstancia en la que se necesite leer cuidadosamente, no sólo
para recibir información sino también para especular sobre ella.
Leer una pantalla de computadora no es lo mismo que leer un
libro. Piensen en el proceso de aprendizaje de un nuevo progra-
ma de computación. Generalmente, el programa exhibe en la
pantalla todas las instrucciones necesarias. Pero los usuarios, por
lo general, prefieren leer las instrucciones impresas.
33

Después de haberme pasado doce horas ante la computadora,


mis ojos están como dos pelotas de tenis y siento la necesidad de
sentarme en mi confortable sillón y leer un diario, o quizás un
buen poema. Opino, por lo tanto, que las computadoras están
difundiendo una nueva forma de instrucción, pero son incapa-
ces de satisfacer todas aquellas necesidades intelectuales que es-
timulan.
Hasta ahora, los libros
siguen encarnando el
medio más económico,
flexible y fácil de usar
para el transporte de in-
formación a bajo costo.
La comunicación que
provee la computadora
corre delante de noso-
tros; los libros van a la
par de nosotros, a nues-
tra misma velocidad. Si
naufragamos en una isla
desierta, donde no hay
posibilidad de conectar
una computadora, el li-
bro sigue siendo un ins-
trumento valioso. Aun si
tuviéramos una compu-
tadora con batería solar,
no nos sería fácil leer en
la pantalla mientras des-
cansamos en una hama-
ca. Los libros siguen
siendo los mejores com-
pañeros de naufragio.
Los libros son esa clase
de instrumentos que, El mago. Óleo sobre yute

LEER y releer N.o 36 – Sistema de Bibliotecas


Universidad de Antioquia – Junio de 2004
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una vez inventados, no pudieron ser mejorados, simplemente


porque son buenos. Como el martillo, el cuchillo, la cuchara o la
tijera.
Llegados a este punto podemos preguntarnos por la superviven-
cia de la figura del escritor y de la obra de arte como unidad
orgánica. Y simplemente quiero informarles a ustedes que éstas
ya se vieron amenazadas en el pasado. El primer ejemplo es el
de la comedia dell´arte italiana, en la que, sobre la base de un
canovaccio —un resumen de la historia básica—, cada interpre-
tación, según el humor y la imaginación de los actores, era dife-
rente de las demás, de modo que no podemos identificar
ninguna pieza de ningún autor individual que corresponda con
Arlequino, servidor de dos patrones, y, en cambio, sólo podemos re-
gistrar una serie ininterrumpida de interpretaciones, la mayoría
de ellas definitivamente perdidas y cada una de ellas, por cierto,
diferente.
Otro ejemplo sería el de la improvisación en jazz. Podemos creer
que alguna vez hubo una interpretación arquetípica de “Basin
Street Blues” y que sólo sobrevivió una sesión posterior, pero sa-
bemos que esto es falso. Hay tantos “Basin Street Blues” como
interpretaciones hubo de la pieza, y en el futuro habrá muchos
que aún no conocemos. Bastará con que dos o más intérpretes
se encuentren y ensayen su versión personal e inventiva del tema
original. Lo que quiero decir es que ya nos hemos acostumbrado
a la idea de ausencia de autoría en relación con el autor popular
colectivo, en el que cada participante aporta lo suyo, a la manera
de una historia sin fin muy jazzística.
Pero es necesario señalar una diferencia entre la actividad de pro-
ducir textos infinitos y la existencia de textos ya producidos, que
pueden ser interpretados de infinidad de maneras, pero son ma-
terialmente limitados. En nuestra cultura contemporánea aceptamos
y evaluamos, de acuerdo con estándares diferentes, tanto una nue-
va interpretación de la Quinta Sinfonía de Beethoven como una
sesión jazzera del “Basin Street Blues”. En este sentido, no veo
35

cómo el juego fascinante de producir historias colectivas e infinitas


a través de la red pueda privarnos de la literatura de autor y del
arte en general. Más bien nos encaminamos hacia una sociedad
más liberada, en la que la libre creatividad coexistirá con la in-
terpretación del conjunto de textos escritos. Me gusta que sea
así. Pero no podemos decir que hayamos guardado el vino nue-
vo en odres viejos. Las dos potencialidades quedan abiertas para
nosotros.
El zapping televisivo es otro tipo de actividad que no tiene el menor
vínculo con el consumo de una película en el sentido tradicio-
nal. Es un artilugio hipertextual que nos permite inventar nue-
vos textos y no tiene nada que ver con nuestra capacidad de
interpretar textos preexistentes. Traté desesperadamente de
encontrar un ejemplo de situación textual ilimitada y finita, pero
me resultó imposible. De hecho, si tenemos un número infinito
de elementos con los cuales interactuar, ¿por qué tendríamos
que limitarnos a producir un universo finito? Se trata de un asunto
teológico, de una especie de deporte cósmico en el que uno —o
el Uno— podría establecer las condiciones de toda acción posi-
ble, pero en el que se prescribe una regla y de ese modo se limita,
generándose un universo muy pequeño y simple. Permítanme,
sin embargo, considerar otra posibilidad que en primera instan-
cia prometía un número infinito de posibilidades a partir de un
número finito de elementos —como ocurre con un sistema
semiótico— pero que en realidad sólo ofrece una ilusión de li-
bertad y creatividad.
Gracias al hipertexto podemos obtener la ilusión de construir un
texto hermético: un relato policial puede adquirir una estructura
que permita que sus lectores elijan cada uno su propia solución y
decidan al final si el culpable es el mayordomo, el obispo, el detec-
tive, el narrador, el autor o el lector. De ese modo pueden cons-
truir su novela personal. Esta idea no es nueva. Antes de la
invención de las computadoras, los poetas y narradores soñaron
con un texto totalmente abierto para que los lectores pudieran

LEER y releer N.o 36 – Sistema de Bibliotecas


Universidad de Antioquia – Junio de 2004
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recomponer de diversas maneras hasta el infinito. Ésa era la idea


de Le Livre, según la predicó Mallarmé. Raymond Queneau tam-
bién inventó un algoritmo combinatorio en virtud del cual era
posible componer millones de poemas a partir de un conjunto
finito de versos. A comienzos de los años sesenta, Max Saporta
escribió y publicó una novela cuyas páginas podían ser desorde-
nadas para componer diferentes historias, y Nanni Balestrini
metió en una computadora una lista inconexa de versos que la
máquina combinó de diferentes maneras hasta producir dife-
rentes poemas. Muchos músicos contemporáneos produjeron
partituras musicales cuya alteración permitía producir diferen-
tes ejecuciones de las piezas.
Todos estos textos físicamente desplazables dan la impresión de
una libertad absoluta por parte del lector, pero es sólo una impre-
sión, una ilusión de libertad. La maquinaria que permite producir
un texto infinito con un número finito de elementos existe desde
hace milenios: es el alfabeto. Con el número limitado de letras de
un alfabeto se pueden producir miles de millones de textos, y eso
es exactamente lo que se ha hecho desde el viejo Homero hasta
nuestros días. Por el contrario, un texto-estímulo que no nos pro-
vee letras o palabras sino secuencias preestablecidas de palabras o
de páginas, no nos da la libertad de inventar lo que queramos.
Sólo somos libres de desplazar fragmentos textuales
preestablecidos en una cantidad razonable importante. Un móvil
de Calder es fascinante, aunque no porque produzca un núme-
ro infinito de movimientos posibles, sino porque admiramos en
él la regla férrea impuesta por el artista: el móvil se mueve sólo
como Calder lo quiso.
El último límite de la textualidad libre es un texto que en su
origen está cerrado, por ejemplo Caperucita roja o Las mil y una
noches, y que yo, el lector, puedo modificar de acuerdo con mis
inclinaciones, hasta elaborar un segundo texto, que ya no es el
mismo que el original, pero cuyo autor soy yo mismo, aun cuan-
do en este caso la afirmación de mi propia autoría sea un arma
37

Figuras de ausencia. Óleo sobre yute

que dispara contra el concepto nítido y bien definido de autor.


Internet está abierto a experimentos de esa naturaleza, y mu-
chos de ellos pueden resultar hermosos y fructíferos. Nada nos
impide escribir un relato en el cual Caperucita roja devora al
lobo. Nada nos impide reunir relatos diferentes en una especie
de rompecabezas narrativo. Pero esto no tiene nada que ver con
la función real de los libros y con sus encantos profundos.
Un libro nos ofrece un texto abierto a múltiples interpretacio-
nes, pero nos dice algo que no puede ser modificado. Suponga-
mos que estamos leyendo Guerra y paz de Tolstoi. Anhelamos
con desesperación que Natasha rechace el cortejo de Anatoli,
ese despreciable sinvergüenza; con la misma desesperación an-
helamos que el príncipe Andrei, que es una persona maravillo-
sa, no se muera nunca, y que él y Natasha vivan juntos para
siempre. Si tenemos Guerra y paz en un CD-ROM hipertextual e
interactivo, podremos reescribir nuestro propio relato; podría-
mos inventar innumerables Guerra y paz, uno en el que Pierre
Besujov consigue matar a Napoleón o, si preferimos, uno en el

LEER y releer N.o 36 – Sistema de Bibliotecas


Universidad de Antioquia – Junio de 2004
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que Napoleón derrota en toda la línea al general Kutusov. ¡Qué


libertada! ¡Cuánta excitación! ¡Cualquier Bouvard o Pécuchet
puede llegar a ser Flaubert!
Desgraciadamente, con un libro ya escrito, y cuyo destino está
determinado por la voluntad represiva del autor, no podemos
hacer nada de eso. Nos vemos obligados a aceptar el destino y a
admitir que somos incapaces de modificarlo. Una novela
hipertextual e interactiva da rienda suelta a nuestra libertad y crea-
tividad, y espero que esta actividad inventiva sea implementada
en las escuelas del futuro. Pero con la novela Guerra y paz, que ya
está escrita en su forma definitiva, no podemos ejercer las posi-
bilidades ilimitadas de nuestra imaginación, sino que nos en-
frentamos a las severas leyes que gobiernan la vida y la muerte.
De modo similar, Victor Hugo nos ofrece en Los miserables una
hermosa descripción de la batalla de Waterloo. Esta versión de
Hugo es la opuesta de la de Stendhal. En su novela La cartuja de
Parma, Stendhal ve la batalla a través de los ojos del protagonis-
ta, que mira desde el interior del acontecimiento y no entiende
su complejidad. Por el contrario, Hugo describe la batalla desde
el punto de vista de Dios y la sigue en cada detalle. Así, con su
perspectiva narrativa, domina toda la escena. Hugo sabe no sólo
lo que sucedió, sino también lo que podría haber ocurrido (aun-
que de hecho no ocurrió). Sabe que si Napoleón hubiera sabido
que más allá de la cumbre del monte Saint Jean había un acan-
tilado, los coraceros del general Milhaud no habrían sido abati-
dos a los pies del ejército inglés, pero la información del
emperador era vaga o insuficiente. Hugo sabe que si el pastor
que había guiado al general Von Bulow hubiera propuesto un
itinerario diferente, el ejército prusiano no habría llegado a tiem-
po para provocar la derrota francesa.
De hecho, en un juego de roles uno podría reescribir Waterloo
de tal modo que Grouchy llegara a tiempo con sus hombres para
rescatar a Napoleón. Pero la belleza trágica del Waterloo de Hugo
consiste en que los lectores sienten que las cosas ocurren con
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independencia de sus deseos. El encanto de la literatura trágica


depende de que sintamos que los héroes podrían haber escapa-
do a sus destinos, pero no lo hicieron por sus debilidades, su
orgullo o su ceguera.
Además, Hugo nos advierte: “Un vértigo, un error, una derrota,
una caída que dejó perpleja a toda la historia, ¿puede ser algo
sin causa? No... la desesperación de ese gran hombre era nece-
saria para que llegara al nuevo siglo. Alguien, a quien no puede
hacérsele reparos, se ocupó de que el resultado del acontecimien-
to fuera éste... Dios pasó por aquí, Dieu est passé”.
Eso es lo que nos dice cada libro verdaderamente grande: que
Dios pasó y que pasó tanto para el creyente como para el escép-
tico. Hay libros que no podemos reescribir porque su función es
enseñarnos la necesidad; sólo respetándolos tal como son pue-
den hacernos más sabios. Su lección represiva es indispensable
si queremos alcanzar un estadio más alto de libertad intelectual
y moral.
Es mi esperanza y mi deseo que la Bibliotheca Alexandrina con-
tinúe albergando este tipo de libros, para que nuevos lectores
gocen de la experiencia intransferible de leerlos.
Larga vida a este templo de la memoria vegetal.
Tomado de El Malpensante N.o 52, 1.o de febrero-15 de marzo de 2004. Traducción
de Sergio di Nucci.

Umberto Eco
Escritor, crítico literario y profesor de semiótica, Umberto Eco nació en
Alessandria, una localidad cercana a Turín (Italia), el 5 de enero de 1932.
Hijo de Giovanna Bisio y de Giulio Eco, quien trabajaba como contable.
Tras terminar sus estudios secundarios, Eco se trasladó a la Universidad de
Turín para estudiar Derecho, carrera que abandonó por la de literatura y filoso-

LEER y releer N.o 36 – Sistema de Bibliotecas


Universidad de Antioquia – Junio de 2004
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fía medieval, época histórica de la que se convertiría en un experto y que


serviría de base para varias de sus futuras novelas.
En 1954 se doctoró con una tesis sobre el filósofo Tomás de Aquino, sobre el
que dos años después escribió El problema estético en santo Tomás (1956), su
primer libro publicado. A partir de mediados de los años 50, Umberto Eco
trabajaría como editor cultural para la RAI, y dejó su puesto en 1959.
En 1962 contrajo matrimonio con la especialista en arte y artista alemana
Renate Ramge. Una de las principales facetas como divulgador de Eco fue su
erudición en semiótica, dando clases en Florencia y Milán, y desde 1971 en la
Universidad de Bolonia, y publicando diversos ensayos a lo largo de su trayec-

El mago (detalle). Óleo sobre yute


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toria profesional, como Obra abierta (1962), La estructura ausente (1968), Una
teoría de semióticas (1976), Un panorama semiótico (1979) y En busca del lenguaje
perfecto (1995).
Al margen de sus libros, Umberto Eco ha colaborado como columnista en
diversos periódicos y revistas, como Corriere della Sera, L’Espresso o La Repubblica.
En 1978 comenzó a escribir su primera novela, El nombre de la rosa (1980), un
libro que cosecharía un enorme éxito crítico y popular gracias a su intriga
ambientada en la época medieval. El libro sigue las pesquisas detectivescas
de un monje franciscano en una abadía en la cual se ha cometido un crimen.
Seis años después de su aparición, el director Jean-Jacques Annaud, con
Sean Connery como protagonista, estrenaría una película basada en el famo-
so título.
En 1988 aparecería su segunda novela, El péndulo de Foucault (1988), un libro
centrado en un grupo de trabajadores de una editorial de Milán que se verán
inmersos, entre otras organizaciones secretas, en los enigmas de los Templarios,
desarrollando el asunto con un lenguaje harto erudito y una intrincada trama.
La isla del día antes (1995) fue su tercera novela, con el protagonismo de un
noble del siglo XVII llamado Roberto de la Grive, quien, tras un naufragio
topará con una misteriosa embarcación desierta en los Mares del Sur. Es una
obra de tipo aventurero que no evita disposiciones de carácter filosófico ni
permite su desvinculación de profesor de semiótica, lo que afecta su densi-
dad narrativa.
Tras el ensayo Kant y el ornitorrinco (1998), Eco recibió en 2000, en España, el
premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, y un año
después publicaría Baudolino, su última novela, un libro de mejor lectura que
sus dos obras anteriores, y que toma elementos de las novelas de aventuras y
picarescas para retrotraernos de nuevo a la época medieval con las andanzas
de Baudolino, un embustero y vago campesino que se convierte en hijo adop-
tivo de Federico Barbarroja.

Oreste Donadío Copello


Estudió, parcialmente, artes plásticas en la Universidad Nacional de Medellín.
En 1992 se graduó en la Academia de Bellas Artes de Florencia, Italia, en la
escuela del profesor Gian Franco Notargiacomo.

LEER y releer N.o 36 – Sistema de Bibliotecas


Universidad de Antioquia – Junio de 2004
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Individualmente, ha expuesto en: Galería Gadarte, Florencia, Italia (1991);


Galería Gartner Torres Arte, Bogotá (1993); Biblioteca Pública Piloto, Medellín
(1993); Galería Gartner Uribe, Bogotá (1995); Museo Universitario Universi-
dad de Antioquia (1997); Biblioteca Efe Gómez, Universidad Nacional de
Medellín (2002); y Sala de Exposiciones de Comfenalco, Medellín (2003).
Colectivamente, en diversas salas de ciudades como Perugia, Florencia, Bo-
gotá y Medellín.

Oreste Donadío pinta reinventándose a sí mismo. Cada cuadro representa


nuevas imaginaciones, nuevos elementos para entender su mundo. El vuelo
que emprende también es otro. Cada pintura obedece a un ímpetu donde el
espíritu, espontáneamente, se despoja de la realidad que tiene enfrente, y va
en busca de otras, quizás más apasionadas y más libres.
Como a Paul Klee, se le puede llamar arquitecto de la imagen. Creador de
símbolos y de músicas.
En las pinturas de Donadío habita lo mágico (esa palabra casi siempre traída
de los cabellos), ante todo porque ellas nacen del conocimiento pleno del
arte, y éste las conduce, como un vértigo, a instancias desconocidas, pero
espléndidas. En el misterio que encierran y en la configuración de mínimos
detalles que nos llevan por meandros apenas percibidos, nuestra mirada es-
capa y recrea, con el humor de la libertad, verdades que no nos piden ser
nombradas.
Luis Germán Sierra J.
Se terminó de imprimir
en la Imprenta Universidad de Antioquia
en el mes de julio de 2004
Hotel en Shangri-Lá
Octavio Escobar Giraldo

El megacentro comercial de Hotel en Shangri-Lá es al mismo


tiempo parque de atracciones y prisión, brillo consumista y
aturdimiento existencial. Los personajes que migran de un relato
a otro y sus diálogos que oscilan entre el vacío y la sorpresa
guían al lector por este mar lleno de despojos del pasado y
fragmentos a menudo incoherentes de globalización, referencias
cinematográficas y relampagueos irónicos.

14 x 21,5 cm. 116 pp.


Rústica
$24.000 - US$14

Historias de la cárcel
Bellavista
José Libardo Porras Vallejo

Indudablemente todos los exponentes de una violencia actual


desfilan por los cuentos de Porras, pero el lector termina
aproximándose con cierto respeto a esta geometría hecha de
patios, camarotes, templetes, y de hombres a quienes la
esperanza mantiene en pie a pesar de que ella les haya sido
14 x 21,5 cm. 110 pp. vedada.
Rústica
$20.000 - US$10 Porras, dueño de una prosa medida, distante de cualquier
posibilidad onírica, que sin duda estos ámbitos del encierro y
el delirio pueden ofrecer, sin recurrir a rupturas temporales o
espaciales, escribe historias surcadas por temas constantes que
definen la condición humana: la solidaridad y la soledad, los
celos y el amor, la venganza y la muerte. En las Historias de la
cárcel Bellavista, por otro lado, está presente el argot; no podría
ser de otro modo, pero su uso es moderado, y en todo caso
está sometido a la racionalidad de un escritor sujeto a las
fórmulas tradicionales del cuento.

Pablo Montoya

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