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POLITICA DEL ESPIRITU*

Primera Carta

Paul Valéry

N oso tras, las civilizaciones, sabem os ahora que som os m ortales. H abíam os o íd o h a­
blar de m u n d o s co m pletam ente desaparecidos, de im perios idos a pique c o n to d o s
sus h o m b res y to d o s sus artilugios; caídos hacia el fo n d o inexplorable de los siglos
con sus dioses y sus leyes, sus academ ias y sus ciencias puras y aplicadas, co n sus
gram áticas, sus diccionarios, sus clásicos, sus ro m án tico s y sus sim bolistas, sus c r íti­
cos y los crítico s de sus crítico s. Bien sabíam os que to d a la tierra visible está hecha
de cenizas, que la ceniza significa algo. Percibíam os, a través del espesor de la h isto ­
ria, los fantasm as de inm ensos navios que estuvieron cargados de riqueza y de ingenio.
No p o d íam o s contarlos. Esos naufragios, después de to d o , no eran asunto nuestro.
Elam, Nínive, Babilonia eran herm osos nom bres vagos, y la ruina to ta l d e esos
m und o s te n ía ta n poca significación para nosotros com o sus existencias m ism as.
Pero Francia, Inglaterra, Rusia. . . serían tam bién herm osos nom bres. T am bién Lusi-
tania es un herm oso n om bre. Y vemos ahora que el abism o de la historia es su ficien ­
te para el m u n d o entero. S entim os que una civilización tiene la misma fragilidad
que u n a vida. Las circunstancias que podrían m an d ar las obras de K eats y las de
B audelaire a unirse con las de M enandro no son y a to talm e n te inconcebibles: están
en lo s periódicos.
Eso no es to d o . La can d en te lección es aún m ás co m pleta. A nuestra generación
no le h a bastado aprender p o r experiencia propia cóm o las cosas más bellas y las
* T exto escrito en 1918.

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más antiguas, y las más form idables y las m ejor ordenadas, son perecederas p o r acci­
dente; ha v isto, en el orden del pensam iento, del sentido co m ú n , y del sentim iento,
producirse fen ó m en o s extraordinarios, bruscas realizaciones de paradojas, brutales
decepciones de la evidencia.
Sólo citaré un ejem plo: las grandes virtudes de los pueblos alem anes han engen­
drado más m ales qiie cuantos vicios h ay a po d id o crear la ociosidad. H em os visto,
visto con n u estro s propios ojos, el trab a jo escrupuloso, la instrucción más sólida, la
disciplina y la aplicación más serias, ad aptadas a espantosos designios.
T antos h o rro res no hubieran sido posibles sin tantas virtudes. Ha sido necesaria,
sin duda, m u ch a ciencia para m atar ta n to s hom bres, disipar ta n to s bienes, aniquilar
tan tas ciudades en ta n poco tiem po; p ero han sido necesarias no m enos cualidades
morales. Saber y D eber, ¿sois, pues, sospechosos?
Así, la Persépolis espiritual no está m enos estragada que la Susa m aterial. No se
ha perdido to d o . Pero se ha sentido perecer to d o .
Un escalo frío ex traordinario ha re co rrid o la m edula de E uropa. Ha sen tid o , en
to d o s sus n úcleos pensantes, que ya n o se reco n o cía, que dejaba de parecerse a sí
misma, que iba a perder la conciencia, conciencia adquirida m ediante siglos de des­
dichas sopo rtab les, m illares de hom bres de prim er orden, ventajas geográficas, étn i­
cas e históricas innum erables.
E ntonces, co m o en una desesperada defensa de su ser y de su haber fisiológicos,
ha recobrado confu sam ente toda su m em oria. Sus grandes hom bres y sus grandes
libros han su bido de nuevo hasta ella en m ezcolanza profusa. Nunca se ha leído
ta n to , ni ta n apasionadam ente, com o d u ran te la guerra: preguntad a los libreros.
Nunca se ha rezad o ta n to , ni tan p ro fu n d am en te: preguntad a los sacerdotes. Se ha
evocado a to d o s los salvadores, fundadores, p ro tecto res, m ártires, héroes, padres de
patrias,
Y en el m ism o desorden m ental, al llam am iento de la m ism a angustia, la Europa
culta ha ex p erim en tad o la rápida reviviscencia de sus innum erables pensam ientos:
dogm as, filosofías, ideales heterogéneos; las trescientas m aneras de explicar el m u n ­
do, los mil y u n m atices del cristianism o, las docenas de positivism os; to d o el espec­
tro de la luz in telectu al ha ostentado sus colores incom patibles, ilum inando con una
extrañ a lu m b re co n trad icto ria la ag o n ía del alm a europea. M ientras los inventores
buscaban fe b rilm en te en sus diseños, en los anales de las guerras de an tañ o , los m e­
dios de desem barazarse de los alam bres de púas, de burlar a los subm arinos o de
paralizar el vuelo de los aviones, el alm a invocada a la vez to d o s los conjuros que le
eran conocidos, sopesaba seriam ente las m ás estrafalarias profecías;buscaba refugios,
indicios, co nsuelos en el registro íntegro de los recuerdos, de los actos anteriores, de
las actitudes ancestrales. Y a h í están los conocidos pro d u cto s de la ansiedad, las
desordenadas em presas del cerebro q u e corre de lo real a la pesadilla y vuelve de la
pesadilla a lo real, enloquecido com o el ra tó n que acaba de caer en la tram pa.
La crisis m ilitar tal vez ha term in ad o . La crisis económ ica es visible en to d a su
fuerza; pero la crisis intelectual, m ás sutil, que por su propia naturaleza to m a las
apariencias m ás engañadoras (puesto que se cum ple en el reino m ismo de la disim u­
lación), esa crisis d ifícilm en te deja ca p ta r su verdadero centro, su fase.
Nadie p o d rá d ecir lo que m añana estará m u erto o vivo en literatu ra, en filosofía,
en estética. N adie sabe aún qué ideas y qué m odos de expresión quedarán inscri­
to s en la lista de las pérdidas, qué novedades serán proclam adas.
La esperanza, ciertam en te, persiste, y ca n ta a m edia voz:

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E t cum vorandi vicerit libidinem
Late trium phet imperator spiritus.

Pero la esperanza no es m ás que la desconfianza del ser frente a las previsiones


precisas de su esp íritu . Insinúa que to d a conclusión desfavorable al ser debe ser
un error de su esp íritu . Los hechos, sin em bargo, son claros y despiadados: hay m i­
llares de jóvenes escritores y de jóvenes artistas q u e han m uerto. Existe la ilusión
perdida de u na cu ltura eu ro p ea y la dem ostración de la im potencia del c o n o c im ien ­
to cuando se tra ta de salvar cualquier cosa: la ciencia, dañada m o rtalm en te en sus
am biciones m orales y co m o deshonrada por la crueldad de sus aplicaciones; el id ea­
lismo, d ifícilm en te vencedor, profundam ente zah erid o , responsable de sus sueños;
el realism o desengañado, descalabrado, agobiado de crím en es y de faltas: la codicia
y el ren u nciam iento igualm ente escarnecido; las creencias confundidas en los cam ­
pam entos, cruz co n tra cruz, m edia luna contra m edia luna; los escépticos m ism os
m alparados p o r aco n tecim ien to s tan bruscos, ta n violentos, tan conm ovedores, que
juegan con n uestros p en sam ientos com o el gato co n el ra tó n , los escépticos pierden
sus dudas, las recuperan, to rn a n a perderlas, y no aciertan a seguir sirviéndose de la
actividad de su espíritu.
La oscilación del navio ha sido tan fuerte que al fin h asta las lám paras m ejo r sos­
tenidas se h an volcado.
Lo que da a la crisis del esp íritu su profundidad y su gravedad es el estad o en que
ha en co n trad o al paciente.
No tengo tiem po ni capacidad para definir el estad o intelectual de E u ro p a en
1914. ¿Y q u ién se atrev ería a trazar un cuadro de ese estado? El asunto es in m enso;
exige co nocim ientos de to d o s los órdenes, una in fo rm ació n infinita. C uando se tra ­
ta, p o r o tra p arte, de c o n ju n to tan com plejo, la dificu ltad de reco n stitu ir el pasado,
aun el m ás recien te, es en to d o com parable a la d ificu ltad de construir el porvenir,
así sea el m ás p ró x im o ;o , m ejor dicho, es la m ism a dificultad. El p rofeta y el h isto ­
riador yacen en el m ismo saco. D ejém oslos en él.
Pero ah ora debo sólo re cu rrir al recuerdo vago y general de lo que se pensaba en
vísperas de la guerra, de las investigaciones que se proseguían, de las obras que sé
publicaban.
A sí, pues, si hago ab stracció n de to d o detalle y m e lim ito a la im presión rápida y
a ese total natural que da una percepción instantánea, no veo ¡nada! N ada, au n q u e
haya sido una nada in fin ita m en te rica.
Los físicos nos enseñan que en un horno calen tad o hasta la incandescencia, si
nuestros ojos p udieran subsistir, no verían nada. N inguna desigualdad lum inosa su b ­
siste ni distingue los p u n to s del espacio. Esa form idable energía encerrada acaba en
la invisibilidad, en la igualdad insensible. Así, pues, una igualdad de esta especie no
es más que el desorden en estado perfecto.
¿Y de qué estaba co n stitu id o el desorden de n u estra E uropa m ental? De la libre
coexistencia, en to d o s los esp íritu s cultos, de las ideas m ás desem ejantes, de los m ás
o puestos principios de vida y de conocim iento. Es eso lo que caracteriza u n a época
moderna.
No m e desagrada generalizar la noción de m o d ern o y dar ese nom bre a cierto
m odo de existencia, en lugar de hacer de él un m ero sinónim o de contem poráneo.
Hay en la h isto ria m o m en to s y lugares en que p o d ríam o s introducirnos, nosotros
los modernos, sin tu rb a r excesivam ente su arm onía y sin parecer allí o b je to s in fin i­
tam en te curiosos, in fin itam en te visibles, seres ch o can tes, disonantes, inasim ilables.

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D onde nuestra en trad a sorprendiese m enos, a h í estaríam os com o entre nosotros. Es
evidente que la R om a de Trajano y que la A lejandría de los P tolom eos nos absorbe­
ría n más fácilm ente que m uchas localidades m enos alejadas en el tiem po, pero más
especializadas en un solo tipo de costum bres y consagradas p o r entero a una sola
raza, a una sola cu ltu ra y a un solo sistem a de vida.
Pues bien, la E uropa de 1914 h ab ía llegado tal vez al lím ite de ese m odernism o.
Cada cerebro de cierta categoría era una escrucijada para to d o linaje de opiniones;
to d o pensador, una exposición universal de pensam ientos. H abía creaciones del es­
p íritu cuya riqueza en contrastes y en im pulsiones contradictorias hacía pensar en
los efectos del alum brado insensato de las capitales de aquel tiem p o : los ojos arden
y se hastían. . . ¿C uántos m ateriales, cuántos trabajos, cálculos, siglos saqueados,
cuántas vidas heterogéneas sumadas h an sido necesarios para que fuese posible ese
carnaval y se le en tro n izara com o form a de la suprem a sabiduría y triu n fo de la h u ­
m anidad?
En tal o cual libro de aquella época -y no de los m ás m ediocres— se encuentra sin
ningún esfuerzo una influencia de los “ ballets” rusos, un poco de estilo adusto de
Pascal, m uchas im presiones tipo G oncourt, algo de Nietzsche, algo de Rimbaud,
ciertos efectos debidos a la frecuentación de los pintores, y a veces el to n o de las
publicaciones científicas, to d o ello perfum ado con no sé qué de británico, difícil
de dosificar. . . Observem os, de paso, que en cada uno de los com ponentes de esta
m ixtura p o d rían encontrarse m uchos o tro s cuerpos. Inútil buscarlos: sería reiterar
lo que acabo de d ecir sobre el m odernism o y hacer to d a la historia m ental de Eu­
ropa.
Ahora, sobre una inm ensa explanada de Elsinor, que va desde Basilea hasta C olo­
nia, que toca las arenas de N icuport, los pantanos del Somme, el gres de la Cham­
pagne, los g ranitos de Alsacia, el Hamlet europeo m ira m illones de espectros.
Pero es un H am let intelectual. M edita sobre la vida y la m uerte de las verdades.
Tiene por fantasm as to d o s los objetos de nuestras controversias; tiene por rem or­
dim ientos to d o s los títu lo s de nuestra gloria; está agobiado bajo el peso de los des­
cubrim ientos, de los conocim ientos, incapaz de desentenderse de esa actividad ili­
m itada. Piensa en el h astío de reanudar el pasado, en la locura de querer innovar de
continuo.
Se tam balea en tre los abismos, p o rq u e dos peligros no cesan de am enazar al
m undo: el ord en y el desorden.
T om o .u n crán eo , es un cráneo ilustre. —Whose was it?— Éste fue Lionardo. In­
ventó el h om bre volador, pero el h o m b re volador no ha servido precisam ente las
intenciones del inventor: sabemos que el hom bre volador, m o ntado sobre su gran
cisne (il grande uccello sopra del dosso del suo magnio cecero) tien e, en nuestros
días, un em pleo que no es el de ir a recoger nieve en la cim a de los m ontes para
arrojarla, d u ran te los d ías calurosos, sobre el pavim ento de las ciudades. . . Y este
o tro cráneo es el de Leibniz, que soñó co n la paz universal. Y éste fue Kant, Kant
qui genuit Hegel, q u it genuit Marx, qui genuit. . .
Hamlet no sabe bien qué hacer con to d o s esos cráneos. ¡Pero si los a b a n d o n a!. . .
¿Va a dejar de ser él m ism o? Su esp íritu atrozm ente lúcido co n tem p la el tránsito
de la guerra a la paz. Este tránsito es m ás oscuro que el tránsito de la paz a la gue­
rra; to d o s los pueblos se sienten turbados. “ ¿Y yo, se dice, y o , el in telectual euro­
peo, en qué v oy o convertirm e?. . . ¿Y qué es la paz? La paz es, acaso, el estado
de cosas en que la hostilidad natural de los hombres se manifiesta en creaciones, en
lugar de traducirse p o r destrucciones com o ocurre en la guerra. Es el m om ento de

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una concurrencia creadora, y de la lucha de las producciones. Pero yo ¿no esto y
fatigado de producir? ¿No he agotado el deseo de las tentativas extrem as y n o he
abusado de las mezclas sapientes? ¿Es preciso dejar a u n lado mis deberes difíciles
y mis am biciones trascendentes? ¿Debo seguir el im pulso y proceder com o Polo-
nio, q u e dirige ahora un gran periódico? ¿Cómo Laertes, que trabaja en la aviación?
¿Cómo R osenerantz, que se o cu p a en no sé qué cosas bajo nom bre ruso?
— ¡A diós fantasmas! El m undo no tiene ya necesidad de ti. Ni de m í. El m u n d o ,
que b au tiza con el nom bre d e progreso su tendencia a una precisión fatal, tra ta de
unir los beneficios de la vida las ventajas de la m uerte. C ierta confusión reina to d a ­
vía, p ero esperem os un poco y to d o se aclarará; verem os p o r fin aparecer el m ilagro
de u n a sociedad anim al, un perfecto y definitivo horm iguero.

Paul V aléry,
Política del espíritu,
Buenos Aires, E ditorial Losada, 1961.

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