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(Varios) El Tiempo y Las Filosofías (Ricoeur, Gadamer, Toynbee ... ) PDF
(Varios) El Tiempo y Las Filosofías (Ricoeur, Gadamer, Toynbee ... ) PDF
Hasnaoui
S. M . Ashish - L . Gardet - T . Honderich
Y . F. Askin - H . - G . Gadamer - A . Jeannière - S. Karsz
S. O h e - J. Witt-Hansen - A . Toynbee
Presentación 9
P A U L R I C O E U R : Introducción 11
E L INSTANTE, L O I N M E D I A T O , E L A H O R A , L A E T E R N I D A D ,
EL TODO, EL UNO / E L ARCO DEL TIEMPO (PASADO,
PRESENTE, FUTURO) / L A TEMPORALIDAD (ANÁLISIS FE-
NOMENOLÓGICO) 37
V A L O R A C I Ó N PSICOLÓGICA Y M O R A L D E L T I E M P O 147
B O U B O U H A M A : El adivino 203
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Introducción
Paul Ricoeur
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ble. U n o s , lógica y cronológicamente previos, son inmanentes
a nuestras diferentes culturas; otros, construidos sobre los
precedentes, son objeto de una reflexión de segundo grado que
se articula al nivel de lasfilosofías,de las religiones, de las sa-
bidurías. Estos sistemas simbólicos son estudiados por los di-
versos autores de estos ensayos, que se m u e v e n en su reflexión
entre los dos polos extremos de u n minimum conceptual y de
u n maximum espiritual.
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taneidad entre los sucesos n o cambian y son siempre verdade-
ras, mientras que el presente cambia, pues el m i s m o suceso es
al m i s m o tiempo, futuro, presente, pasado.
M a s esto que yo llamo el ascetismo conceptual del autor
consiste en reducir las propiedades a relaciones, n o aceptando
c o m o irreductibles más que los términos «antes», «después»,
«durante». L a reducción de la que solamente señalo aquí el
principio, remitiendo al lector al m i s m o artículo, se funda en el
argumento siguiente: decir que u n suceso tiene lugar ahora
es decir que es simultáneo al suceso lingüístico que lo enuncia.
A su vez el suceso lingüístico implica la existencia de una con-
ciencia para la cual se dan enunciados. El autor llama su aná-
lisis cautious pata, distinguirlo del otro análisis al que llama
affirmative, según el cual habría algo de específico y de irreduc-
tible en la experiencia del ahora.
Pero este recurso a una experiencia opaca, considerada c o m o
primitiva, hace patente el fracaso del análisis m i s m o , según el
autor: «Lo que afirma es principalmente una convicción a pro-
pósito del presente, y esto es afirmado a pesar de que nada de
naturaleza analítica pueda ser enunciado en torno al mismo».
Por el contrario, nada permanece en absoluto opaco si se en-
tiende por la palabra ahora la simultaneidad entre u n suceso del
m u n d o y u n suceso del discurso y de la conciencia.
El análisis cautious es sin duda irrefutable en tanto que aná-
lisis. M a s por contraste descubre al m i s m o tiempo lo que ex-
presamos ulteriormente cuando hablamos del tiempo y que
está contenido in nuce en la noción de propiedad temporal.
C o n las simples relaciones («antes», «durante», «después»)
n o tenemos aún m á s que sucesos sin peculiaridad alguna, o
más bien sucesos posibles. E n este sentido n o llega nada.
T a n sólo con el ahora, considerado opaco, comienza la experien-
cia del tiempo. Y ésta n o se despliega c o m o temporal sino
con la experiencia que Plotino llamaba diastasis y Agustín
distentio del alma, y que consiste en la escisión, que es la dis-
tancia por la que cada nuevo presente, al sobrevenir, aleja de
sí el presente reciente, el cual, a su vez, se hunde en el pasado,
aunque permanezca retenido por el nuevo presente, que de él
se distingue. Sin esta diastasis, esta distensión del alma, lo tem-
poral n o sería vivido. Pues nada sería anterior, posterior, o
simultáneo a la nada. A decir verdad, nada llegaría. Y n o se
daría esto que, ya en el primer m o m e n t o , permite comenzar
el análisis, a saber, los sucesos presentes; y m u c h o después con-
tinuar el m i s m o análisis a saber, una conciencia real que for-
mula enunciados presentes en relación a los cuales otros su-
cesos son contemporáneos.
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El análisis cautious obtiene así dos resultados: por una par-
te cumple con éxito su programa, que consiste en analizar lo
que nosotros expresamos con relaciones y con propiedades
temporales. Por otra parte, señala el lugar vacío de otros dis-
cursos sobre el tiempo. Y el filósofo analítico designa este
lugar, reconociendo m u y honestamente que el análisis cautious
carece de valor persuasivo, mientras que el análisis afirmativo
tiene mayor afinidad con nuestras convicciones de orden per-
ceptivo y nuestras expectativas pre-filosóficas (contra las que
va dirigido el análisis). ¿Por qué, entonces, persistimos nosotros
en pensar que significamos en nuestras emociones sobre el
tiempo más de lo que el análisis nos autoriza a decir? ¿Se debe,
en realidad, a que nuestras convicciones de orden perceptivo
y nuestras expectativas pre-filosóficas piden ser desarrolladas
en otras formas de discurso distintas de aquel que se ciñe a las
significaciones mínimas de nuestro hablar sobre el tiempo?
Son estos otros los discursos que transmiten los sistemas sim-
bólicos por los cuales tratamos de dar sentido a una experien-
cia de la cual lafilosofíaanalítica acaba de decir m u y justa-
mente, que es opaca. Precisamente por ser opaca, n o puede
ser expresada más que por sistemas simbólicos, cuya articula-
ción cultural es ineludiblemente múltiple, divergente, contra-
dictoria, si se quiere.
Pero antes de abordar el laberinto de las redecillas simbó-
licas por medio de las cuales tratamos de articular nuestra pro-
pia experiencia temporal, es necesario que intentemos tomar
u n segundo punto de partida, el cual puede también caracteri-
zarse c o m o pre-simbólico, en cuanto que el tipo de análisis que
aquí se propone n o hace ninguna apelación a las interpreta-
ciones culturales, sino que se limita tan sólo a describir el ar-
m a z ó n racional de la significación del tiempo.
El primer punto de partida era formal: n o conocía m á s que
relaciones (antes, después, durante); el segundo punto de par-
tida es material: aquí lo primero es que captamos objetos some-
tidos al proceso del cambio. Hablamos del tiempo, dice Y a k o v
F . Askin en su ensayo sobre El conceptofilosóficodel tiempo,
«cuando hacemos referencia a una secuencia de sucesos o a su
duración». E s de notar que este segundo análisis caracteriza
la manera marxista de pensar el tiempo, mientras que la pri-
mera caracterizaría m á s bien la manera de lafilosofíaanalí-
tica anglo-sajona. Para lafilosofíamaterialista, el tiempo tiene
una «realidad objetiva», la que le confiere la materia en m o v i -
miento. L a geocronología atestigua que los seres materiales
registran el paso del tiempo ; la biología por su parte habla «de
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relojes biológicos»; y la psico-fisiología analiza los reflejos con-
dicionados en tanto que funciones del tiempo. Si es verdad
que sólo la conciencia tiene en cuenta el paso del tiempo y
organiza el tiempo en torno al presente, este presente es siem-
pre más que u n simple punto. Deriva su espesor de la persis-
tencia de algunas situaciones y de algunos estados. L a esta-
bilidad relativa y la naturaleza discontinua —«discreta»— de los
fenómenos materiales son, pues, la base de la experiencia del
presente. Es también el desarrollo de los fenómenos reales el
que asegura el nexo entre pasado, presente y futuro, lo cual
funda el carácter uni-direccional, irreversible, del paso del
tiempo. D e ahí deriva la orientación hacia el futuro c o m ú n a
todos los niveles de la realidad, ya se trate de la materia, de la
vida, del individuo h u m a n o o de la historia. El m i s m o desa-
rrollo presenta aún caracteres tendenciales que dan pie a que la
naturaleza pueda ser descrita desde el punto de vista de las
potencialidades n o colmadas, pero reales. Estas dan lugar a la
innovación dentro de los límites permitidos por las leyes de la
naturaleza.
N o es, por tanto, el hombre, la conciencia humana, quien
inaugura la dirección hacia el futuro: los reflejos de anticipa-
ción —llamados extrapolatory— estudiados en los pájaros, su-
gieren más bien que la vida psíquica es una reflexión de la rea-
lidad objetiva, una reflexión anticipadora, enraizada ya en la
misma materialidad. También la cibernética da u n sentido pre-
ciso a la analogía racional entre el comportamiento h u m a n o y
el de los sistemas auto-reguladores: «Esta tendencia (hacia el
futuro) es la expresión de una cualidad que n o pertenece a la
sola conciencia humana, mas, en cierto sentido, informa el pro-
ceso entero del desarrollo en el m u n d o material». Todas las for-
mas que adopta la capacidad humana al tener en cuenta el futuro
—ya se trate de elaborar proyectos, de predecir científicamente,
de organizar racionalmente la sociedad, de salvaguardar el en-
torno natural— proceden de la misma orientación hacia el futu-
ro que tiene su base en el desarrollo del m u n d o material.
Se comprende que en esta concepción materialista, la eter-
nidad n o significa otra cosa que la existencia continua del m u n -
do material, la ausencia de comienzo y definen el movimiento :
«inherentes a la eternidad son los rasgos fundamentales del
tiempo : la duración y la sucesión».
N o dejará de observar el lector que este análisis constituye
la contrapartida exacta del precedente. El primero comenzaba
por lo que decimos sobre el tiempo y derivaba de ahí las propie-
dades temporales de las relaciones de tiempo (antes, durante,
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después); el segundo parte de los cambios y desarrollos que
observamos en la realidad. El primero partía del lenguaje
ordinario, sometido al análisis conceptual; el segundo genera-
liza los resultados de la investigación científica más reciente.
Sin embargo, hay que decir que los dos puntos de partida n o
son totalmente extraños uno a otro. El primer análisis, c o m o se
ha visto, tiene que tener ante sí sucesos para poder obtener
relaciones. El segundo, teniendo ante sí secuencias reales de
sucesos, debe dar cuenta del aspecto relacional del tiempo. E n
la concepción sugerida por la ciencia contemporánea, escribe
Askin, el tiempo n o es «una cosa separada que se baste a sí
misma, ni u n proceso independiente que obrara al estilo de u n
demiurgo de la realidad». E n este sentido, Leibniz tiene razón
contra N e w t o n : n o hay «tiempo absoluto», sino que el tiempo
es una forma de la existencia, una conexión real.
Pero los dos análisis n o se corresponden solamente en que
uno parte del discurso y otro de la realidad, sino en que los dos
se esfuerzan por limitar su análisis a lo que es fundamental. E n
este sentido, ambos comparten el m i s m o anhelo de aislar el
minimum conceptual de nuestra comprensión del tiempo. N o
es pues, extraño, que u n o y otro den de m a n o a los aspectos
más propiamente psicológicos y culturales de la experiencia
del tiempo. Esto se ha visto ya, a propósito del presente opa-
co, en el primer análisis. E n el segundo, se podría decir lo mis-
m o bajo todos los aspectos de la experiencia que revelarían
una teoría de las «superestructuras». Así el tránsito de las p o -
tencialidades n o colmadas, pero reales, de la realidad material
a la capacidad humana de crear el futuro, pone en juego la ex-
periencia viva de la temporalidad que los demás estudios de
esta obra abordan desde el punto de vista de sus múltiples ex-
presiones culturales: «Moverse hacia el futuro —reconoce
Askin— no es en m o d o alguno navegar hacia una constelación
que existe ya, pero que aún n o ha sido alcanzada. Moverse
hacia el futuro es crear el futuro». D e aquí los rasgos especí-
ficos, evocados más arriba, de la orientación humana hacia el
futuro. D e aquí también los rasgos positivos de la eternidad.
Esta n o significa solamente la ausencia de principio y de fin:
«La eternidad en tanto que permanencia de la existencia revela
la continuidad del proceso del tiempo». D e aquí procede tam-
bién el anhelo de acrecentar nuestra percepción del tiempo,
de valorar el tiempo. D e aquí, en fin, la orgullosa afirmación
con que termina el ensayo: « E n este proceso (el movimiento
del m u n d o real) hay u n lugar para el hombre: el hombre in-
ventor, el hombre creador».
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Después de haber leído los ensayos de Y a k o v F . Askin
y de T e d Honderich, ¿no se puede decir que una reflexión sobre
las estructuras simbólicas de nuestra experiencia cultural del
tiempo viene exigida por doble motivo: primeramente, para
pasar de u n análisis formal de las relaciones temporales a la
experiencia viva del presente opaco ; y, en segundo lugar, para
pasar de u n análisis material del cambio a la reivindicación pro-
meteica del hombre inventor y creador?
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pia existencia. A ello se puede añadir, variando en algo las ana-
logías con el lenguaje, que el antropólogo (en el sentido amplio
del término) interpreta en segundo grado la existencia social,
en cuanto que intenta escribir los sistemas simbólicos que ha-
blan los hombres de tal o tal cultura, o también que reescribe lo
que los hombres leen en su propia existencia social.
El estatuto semiótico de los sistemas simbólicos se halla con-
firmado por el puesto de las obras de lenguaje en la interpre-
tación que una cultura da de sí misma. E n lo que concierne
más directamente a la experiencia del tiempo, n o se podría poner
en duda que toda cultura sólo puede relacionarse con su propia
temporalidad a través de la mediación de una actividad fun-
damental que se puede llamar narrativa, la cual tiene c o m o ex-
presión, a nivel de lenguaje, la inmensa variedad de relatos, es
decir, de discursos de forma narrativa.
Y a se trate de mitos que cuentan c ó m o han comenzado las
cosas, de relatos maravillosos que alimentan leyendas y cuentos
populares, de grandes epopeyas o tragedias que relatan los hechos
de los héroes, superiores en fuerza y en inteligencia al c o m ú n
de los mortales ; ya se trate de crónicas, de anales, de «historias»
en proceso de evolución hacia la «historia» con pretensión cien-
tífica, es decir, de relatos cuyos héroes son nuestros semejantes ;
ya se trate de relatos ficticios, pero con colaboración acen-
tuadamente mimética, cuyo resultante es la novela naturalista
moderna; todas estas modalidades de género narrativo de-
muestran que el hombre sólo toma conciencia de esto que
nosotros llamamos precisamente las propiedades temporales o
las potencialidades del desarrollo natural, interpretándolas por
vía narrativa.
N o quiero decir con esto que los sistemas simbólicos de
una cultura n o se expresen más que asumiendo una u otra de
las formas del género narrativo; tan sólo trato de indicar que
la universalidad del género narrativo —¿existe una sola cultura
en la que n o se relate algo de historia?— y la inmensa variedad
del género narrativo —¿cuántas especies hay de relatos?—
demuestran el carácter simbólico de la conciencia humana del
tiempo. Relatando historias, los hombres articulan su expe-
riencia del tiempo, se orientan en el caos de las modalidades
potenciales del desarrollo; jalonan de intrigas y de desenlaces
el curso demasiado complicado de las acciones reales del hombre.
D e esta manera, el hombre narrador hace inteligible para él mis-
m o la inconstancia de las cosas humanas, que tantos sabios, per-
tenecientes a tantas culturas, han opuesto al orden inmutable
de los astros.
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Reconocer la estructura simbólica de nuestra experiencia
temporal, es estar dispuesto a reconocer y a respetar la diver-
sidad de sistemas simbólicos que organizan esta experiencia.
Sucede en estos sistemas simbólicos lo que sucede en las len-
guas. E s u n hecho que la humanidad n o se halla constituida
sobre la base de una lengua única. N o conocemos situación
histórica alguna en la que todos los hombres hayan hablado el
m i s m o lenguaje. Por ello los intentos que se han hecho para
inventar una lengua universal que llenase las mismas funciones
de comunicación que las lenguas naturales (que sólo son natura-
les por oposición a esta lengua artificial hipotética) han fra-
casado siempre. L o m i s m o ocurre con las simbolizaciones que
conciernen al tiempo. N o conocemos ninguna situación his-
tórica en la cual la humanidad entera haya articulado de manera
idéntica su experiencia temporal. Esto n o quiere decir que la
diversidad de sistemas simbólicos referentes al tiempo coinci-
da con la diversidad de las lenguas mismas (este problema se
discute en Las culturas y el tiempo x y se ha mostrado que n o
hay relación, término a término, entre la estructura gramatical
de una lengua y lo que se dice a propósito del tiempo. Las
cosas que se dicen en una lengua n o están determinadas mecá-
nicamente por los instrumentos lexicales y sintácticos de esa
lengua). Los sistemas simbólicos, que conciernen al tiempo,
constituyen más bien códigos culturales específicos, cuya esci-
sión coincide a veces con la de los grandes conjuntos lingüís-
ticos, a veces cruza y divide desde dentro u n m i s m o conjunto
cultural o lingüístico.
A decir verdad, la presente obra testifica la diversidad de
las interpretaciones del tiempo desde el nivel espontáneo y
pre-filosófico de la vida cultural. L o s autores proponen méto-
dos diferentes para dar cuenta de esta diversidad. Se pueden
oponer globalmente las sociedades en función de su posición
en la vía del desarrollo, c o m o hace Honorât Aguessy. Se puede
elegir, c o m o B o u b o u H a m a , una cultura testigo —aquí la cul-
tura songhay— y construir sobre esta base el ideal-tipo del ani-
m i s m o , sin insistir en el area geo-cultural cubierta por el m i s m o .
Se puede, por el contrario, considerar con Saül Karsz u n área
geopolítica c o m o la América latina y describir la lucha interna en-
tre muchos modelos culturales. También es posible situarse con
Louis Gardet y A h m e d Hasnaoui, en u n nivel de elaboración
filosófica —yo lo llamo simbolización de segundo grado— para
hacer aparecer diferenciaciones conceptuales de u n nuevo gé-
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ñero, en los que se halla a la vez una distinción global, la que
distingue el pensamiento árabe-musulmán del pensamiento occi-
dental de origen greco-latino, y oposiciones doctrinales vin-
culadas al proceso interno de diferenciación y elaboración con-
ceptual. Por otra parte, la patología de la experiencia temporal
de las sociedades industriales avanzadas, descritas por Abel
Jeannière, muestra hasta qué punto en estas sociedades el pro-
ceso de simbolización es frágil y sujeto a distorsión.
El primer tipo de diferenciación que se propone en el
ensayo de Aguessy, Interpretaciones sociológicas del tiempo y pa
tología del tiempo en los países en vías de desarrollo, vale c o m o
una advertencia en el umbral m i s m o de toda reflexión apli-
cada a las diversas «modalidades del tiempo colectivo». El au-
tor, en efecto, pone en guardia al lector occidental contra la
tentación típicamente etnocéntrica de considerar las expre-
siones culturales de las sociedades industriales avanzadas c o m o
si fueran universales por derecho. M á s tarde se preguntará
además si estas sociedades tienen una experiencia temporal
única, canónica, o si su edificio cultural n o es ya una casa di-
vidida contra sí misma. Por otra parte, el occidental, ideali-
zando su propia cultura, tiende a medir a todas las demás so-
ciedades en función de su distanciamiento respecto de la suya
sobre u n cierto recorrido unilineal, definido en términos de
grado de industrialización. Habiendo privilegiado y potencia-
do así los criterios del cambio rápido, de la prevalencia de lo
adquirido sobre lo transmitido, de la predicción razonada y de
la programación, el occidental se halla inclinado a definir por
defecto el estatuto temporal de las sociedades en desarrollo.
Caracterizará con expresiones tales c o m o «presentismo» y «ar-
caísmo» el comportamiento temporal de estas sociedades. N o
vacilará en considerar patológico a este comportamiento. Obran-
do así, nuestro ingenuo occidental habrá condenado con la
mejor buena fe su propia cultura, cuyos rasgos del pasado p o -
nen de relieve la protesta contra otros rasgos insoportables
del modernismo. M a s también habrá descuidado el discernir las
diferencias de ritmo temporal en el interior de las culturas
que ha catalogado globalmente c o m o del pasado. E n efecto,
n o se observa sociedad alguna que cultive exclusivamente u n
tiempo unidimensional. El desacuerdo entre las temporali-
dades parece ser la ley que rige n o solamente las diferencias
inter-culturales sino también las diferencias intra-culturales. D e s -
de entonces es ilusorio querer «poner en perspectiva los tiem-
pos colectivos de las diferentes culturas según u n tiempo h o m o -
géneo y una historia orientada». L a oposición entre la concep-
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ción moderna del tiempo y la tradicional es simplemente la
forma más ilusoria de esta pretensión.
Por mi parte diría, para unir estas notas introductorias a m i
propio propósito, que la ilusión del tiempo homogéneo y la
pretensión de una historia orientada provienen del descono-
cimiento del carácter simbólico que se vincula a nuestras m a -
neras de interpretar nuestra experiencia temporal. A fin de or-
denar la puesta en perspectiva de todas las temporalizaciones
culturales, el tiempo universal debería ser u n tiempo n o inter-
pretado, n o simbolizado. Ahora bien; esa aprehensión del tiem-
po es imposible. L a única universalidad del tiempo que se pue-
de concebir es la abertura de cada una de las culturas a todas las
demás, el intercambio de igual a igual entre las culturas, cada
una de las cuales sería temporalizante y temporalizada con re-
lación a la otra. Volveremos, para concluir, sobre esta propo-
sición de Aguessy. L a ilusión típicamente occidental reposa,
por consiguiente, sobre la abstracción del tiempo del cálculo, en
estas sociedades cuyo eje es la economía. Pero, además de que
se olvida el carácter abstracto —es decir, separado, aislado de
la totalidad cultural— de este tiempo, n o se advierte que la
prioridad otorgada a lo económico constituye ya en sí misma
una interpretación, una elección axiológica y por consiguiente
u n estilo de simbolización.
El ensayo de B o u b o u H a m a , El adivino, puede leerse con la
misma actitud espiritual que el precedente, c o m o una protes-
ta contra la pretensión de universalidad, vinculada a la percep-
ción occidental del tiempo industrial. Pero es igualmente in-
teresante desde otro doble aspecto. E n primer lugar, pone en
guardia contra la ilusión inversa de aquella que propugna u n
tiempo universal, a saber, la ilusión de u n tiempo pre-simbó-
lico. L a concepción animista del tiempo reposa ciertamente
sobre formas de vida que se hallan próximas a los ritmos natu-
rales. Pero n o es posible decir, sin alguna mediación simbóli-
ca, el tiempo en el cual se vive el vínculo a las estaciones, a la
vida animal, al hábito del cuerpo, ni la relación a las situaciones-
límites de la enfermedad, del peligro inminente, ni la paciencia
y la espera, ni sobre todo las modalidades del enraizamiento
del hombre en u n universo que se puede llamar «espiritual con-
creto». Las estructuras simbólicas de esta experiencia funda-
mental hay que buscarlas en los cuentos y en las leyendas, en la
recitación del hechicero, en las fórmulas del adivino, en los
proverbios y en el esoterismo de los números, en fin, en el
simbolismo práctico de las iniciaciones y de las maniobras
mágicas.
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Así pues, n o se da ninguna experiencia sin mediación sim-
bólica, verbal o n o verbal. Juegos de lenguaje y formas de vida,
para hablar c o m o Wittgenstein, se corresponden constante-
mente. Pero el ensayo sobre el animismo es interesante, desde
otro aspecto, por el esfuerzo que realiza para llevar el animis-
m o al nivel de una «concepción»filosóficadel tiempo. Para lo-
grarlo, ha recurrido a u n método que m e he tomado la libertad
de caracterizar en términos weberianos c o m o la elaboración de
un ideal tipo —el animismo— sobre la base de una experiencia
testigo, la de la cultura songhay. Ahora bien; esta elaboración
tiene algo de paradógico y la reflexión sobre la paradoja, pues-
ta aquí en juego, puede hacer avanzar nuestra reflexión sobre la
constitución simbólica del tiempo. L a paradoja es ésta: ¿cómo
transmitir en nuestras lenguas occidentales la interpretación ani-
mista, sin hacer uso de las categorías del pensamiento occi-
dental? Esto hace que el discurso sobre el animismo, en lenguas
que han sido estructuradas por otros discursos sobre el tiempo,
parezca que inevitablemente se halla puesto sin base estable.
Es preciso hablar de la indistinción de la materia y del espí-
ritu, de la unión del infinito del tiempo y del espacio, de la to-
talidad material y espiritual del universo, y esto en lenguas que,
a decir verdad, han distinguido y a veces opuesto estos tér-
minos. Otras veces es necesario separar lo que las lenguas de
occidente n o han distinguido, por ejemplo, Dios y el demiurgo,
custodio del universo material y espiritual.
Hasta es necesario atreverse a hablar de tiempo material
y de tiempo intemporal. Así, la transcripción de las categorías
de una cultura a otra ofrece necesariamente u n carácter extra-
ño, c o m o si, para hacerse comprender con los recursos de otro
sistema simbólico, una cultura exigiera de los utilizadores de
este otro sistema u n empleo, en cierto sentido irónico, de sus
propias categorías, a fin de hacerlas decir algo distinto de aque-
llo para lo que fueron formadas. Pero, ¿no es ésta la paradoja
de toda traducción? Desde el m o m e n t o en que se da una di-
versidad cultural radical, la traducción es a la vez necesaria e
imposible. E s necesaria, porque, en último análisis, n o se c o m -
prende más que por comparación. Imposible, porque traducir,
por ejemplo, las categorías del animismo al discurso filosó-
fico occidental, salido del pensamiento griego, es someter este
discurso a tales distorsiones y a una subversión tal que, c o m o
contrapartida, n o se logra nunca hacer plenamente justicia a las
intenciones del otro discurso. Y sin embargo, bajo el régimen
de la pluralidad imprecisable de los universos simbólicos, la
traducción sigue siendo la tarea —imposible, pero necesaria—
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requerida por la sola idea de la universalidad, evocada m á s
arriba por Aguessy.
Saúl Karsz indaga las modulaciones que afectan a «la valo-
ración psicológica y moral del tiempo» en el interior de una
misma área geo-política: —la América latina—. Este intento
está justificado, si es verdad que el tiempo n o es nunca simple-
mente vivido, sino también valorado, es decir, simbolizado
a interpretado. L a aportación peculiar de este ensayo, además
de su contenido informativo concerniente al área geo-política
considerada, reside en su manera de variar el ángulo de tiro en
función de parámetros diferentes. El autor tantea, primera-
mente, una tipología de la experiencia temporal en función de
los grupos raciales: indios, españoles (portugueses), negros,
mestizos, criollos. Cada grupo, lejos de ser definido biológica-
mente, parece hallarse constituido, o para hablar mejor, ins-
tituido por su manera de leer su propio tiempo: tiempo colo-
nial c o m o cambio provisorio de habitantes, tiempo agotado
de los ex-colonizados, tiempo sin densidad de los criollos...
A d e m á s , añorando cada grupo u n tiempo que es el del otro,
la simbolización del tiempo social se nutre de la devolución
en juego de una modalidad a otra. Pero Karsz modula tam-
bién el tiempo en función de una tipología propiamente
política que Karl Mannheim evoca en Ideología y utopia. E n
efecto, las grandes corrientes del pensamiento político se pue-
den delimitar fácilmente en función de su comportamiento
temporal: tiempo de las ilustraciones y de la razón universal,
—tiempo profundo de los románticos— tiempo industrial del
positivismo —tiempo impetuoso de militantismo, surgido de
Bolívar y de Martí,— tiempo contestatario de movimientos
revolucionarios... E n fin, Karsz persigue el m i s m o intento a
nivel de la literatura, sugiriendo la idea de que el artista, al
llevar la simbolización a su más alto grado de lucidez, es quien
revela el «secreto» del tiempo, sea que el escritor resucite u n
pasado ya sepultado, sea que se sumerja en las paradojas y en
los misterios de una «historia de la eternidad» (Borges), o sea
que él medite en el encabalgamiento del tiempo del nombre
medieval y del tiempo del hombre moderno con el tiempo
espeso del hombre latinoamericano. Así pues el tiempo cos-
mológico n o puede ser elevado a la dignidad de tiempo his-
tórico m á s que por la mediación de la valoración siempre
particular y conflictiva. U n continente en trabajo, c o m o la
América latina, es el testigo privilegiado de eso que se puede
llamar el trabajo del símbolo.
23
L a reflexión de Hasnaoui Sobre algunas acepciones del tiempo
en la filosofía árabe-musulmana puede interesar tanto c o m o el
ensayo anterior en el plano de la información histórica. Pero
también, c o m o el precedente, puede invitar a una reflexión
general sobre la diferencia entre los sistemas simbólicos. El
m i s m o autor sugiere y autoriza esta lectura, poniendo su con-
tribución c o m o signo de protesta contra el imperialismo, por
otra parte reciente, del concepto de historia, entendida ésta
c o m o «meta-posición», es decir, c o m o pretensión del occi-
dente a pronunciar u n discurso totalizante sobre sí m i s m o y
sobre otros. Esta supremacía de la historia así definida en el
campo del saber se puede discernir ya en las disputas epistemo-
lógicas a que han dado lugar las recientes ciencias humanas.
A h m e d Hasnaoui, apoyándose tanto en las investigaciones de la
ontología trascendental de Heidegger, c o m o en la arqueolo-
gía del saber de Foucault, quiere servirse de una reflexión sobre
la filosofía árabe-musulmana c o m o de u n instrumento para
desmontar esta pretensión totalizante. Si es verdad que la
tradición ontológica de occidente se halla regida, según Heideg-
ger, por la pre-comprensión del ser c o m o presencia, y si es
verdad que según esta pre-comprensión la esencia del tiempo
reside en la correspondencia fundamental entre el instante, el
punto, el límite, el esto absoluto, es igualmente verdadero que
la reflexión de los grandes pensadores árabes-musulmanes se
puede incluir en esta tradición ontológica.
Puesta la cuestión en estos términos, el autor se ve forzado
a enfrentarse a una doble búsqueda: la primera se refiere al
peso en lafilosofíaárabe-musulmana, de eso que Heidegger
ha llamado lo impensado de la metafísica accidental; la segunda
se dirige a la potencia de diferencia que, en estos pensadores,
trastrueca el modelo inicial. D e esta suerte, se muestra de una
parte c ó m o muchos conceptos que permanecían problemáticos,
incluso aporéticos en Aristóteles (como la analogía del ahora
y del punto), se fueron sedimentando en una tradición de es-
cuela, y, de otra parte, c ó m o otra conceptualization, o m á s
bien una pluralidad de universos conceptuales se emplean en
dar razón de eso que el autor llama «la experiencia primitiva,
fundadora del tiempo en los árabes»:
24
irreversible arrastra en su curso las cosas y los seres, y, c o m o dice
Imrou A l Kays, «no deja subsistir nada por sí m i s m o en su trán-
sito». El dahr es también el lugar de la prueba de la experiencia
ética originaria en los árabes : el sahr que n o consiste, c o m o se dice
comúnmente, en dejar correr el suceso, sino, m á s bien en «estar-
a-la-altura» del suceso. Esta experiencia debemos entenderla aquí
en el sentido del ethos, es decir, de u n comportamiento que ignora
aún el desdoblamiento reflexivo y sus justificaciones, pero que es
la manera de residir en el m u n d o y de enlazar relaciones infra-
humanas.
25
tan rica y compleja c o m o la cultura árabe-musulmana se halla,
c o m o se ha dicho, medida por una experiencia primitiva, y la
afirmación por el m i s m o autor de que «el tiempo en el pensa-
miento musulmán se dice de múltiples maneras».
El artículo de Louis Gardet, sobre El profeta, al que alu-
diremos m á s tarde en el cuadro de una meditación sobre el
papel de lafiguras(figura de profeta, figura de líder, etc..)
en la simbolización del tiempo, aporta una confirmación deci-
siva a esta lectura, al m i s m o tiempo una y plural, de la concep-
ción musulmana del tiempo. Por otra parte, la unidad es bus-
cada aquí en la experiencia nuclear de la profecía (considerada
por el m o m e n t o independientemente de la tipología compara-
tiva del profeta) : «La noción misma de profecía supone una re-
lación m u y especial al tiempo, una fractura de la ineludible su-
cesión temporal, una irrupción en la vida cotidiana de puntos
de tangencia del tiempo y de lo que se halla más allá del tiempo,
una lectura de hechos, que son acontecimientos, a una luz que
los trasciende». E n efecto; en y por la profecía, la palabra de
Dios «hace el tiempo y lo domina». M a s , por otra parte, este
núcleo de experiencia profética, c o m ú n al judaismo, al cristia-
nismo y al Islam, n o puede ser captada fuera de los sistemas di-
ferentes de interpretación que caracterizan «cada clima reli-
gioso». Toda la continuación del artículo de Gardet está por
ello consagrada a una tipología diferencial de la profética,
según las perspectivas temporales propias de cada una de las
tres grandes religiones. A su vez, la experiencia del Islam se
fragmenta en corrientes de pensamiento cuya historia conti-
núa hasta la síntesis con el helenismo en los falasifa orientales
(Farabi e Ibn Sina). El lector advertirá el parentesco y las di-
vergencias entre los dos islamólogos cuyas contribuciones res-
pectivas aproximo aquí. Estos parentescos y estas divergencias
importan menos que el reconocimiento por uno y otro de este
hecho fundamental, a saber, que la experiencia más radical,
aquella misma de la «reabsorción del peso de los días en u n
instante de duración trascendente», n o nos es accesible m á s que
por la mediación de tradiciones múltiples, complejas, opues-
tas.
Para poner fin a esta revisión de problemas planteados por
la simbolización de la experiencia temporal, m e gustaría utili-
zar, a m o d o de u n argumento a contrario, el análisis, ofrecido
por Jeannière, de Las estructuras patógenas del tiempo en las socie-
dades modernas. E n verdad, este artículo n o ha sido escrito con
esta intención. Se refiere m u y claramente a los problemas dra-
máticos, planteados por el desacuerdo entre los ritmos del de-
26
venir personal y los del sistema social. M a s las estructuras
patógenas engendradas por la industrialización pueden ser in-
terpretadas, a la luz de los análisis precedentes, c o m o fenómenos
de desestructuración de los universos simbólicos heredados del
pasado, dicho en breve, c o m o hechos de desimbolización. E n
este sentido ellos constituyen u n testimonio negativo respecto
del trabajo de simbolización por medio del cual tomamos pose-
sión de nuestra experiencia del tiempo.
Tratando de este m o d o las estructuras patógenas del tiempo
en las sociedades modernas c o m o formas de desimbolización,
no creo debilitar el aspecto emocional de los fenómenos des-
critos por Jeannière: tiempo descuartizado, tiempo dislocado,
tiempo impuesto, tiempo sancionado, tiempo acelerado, tiem-
po sin memoria...: todas son experiencias brutas que afectan
directamente al proceso de temporalización al nivel de lo vivido
del m o d o más inmediato. Esta patología debe ser descrita en
términos de deseo, de temor, de frustración, de decepción.
M a s , si todo fenómeno patógeno se inscribe en nosotros con
letras de sufrimiento, lo es en la medida en que la retícula de la
lectura, que nos permite aprehender nuestra propia experiencia,
se ha dislocado también. Las medidas y las presiones impues-
tas por el trabajo industrial, las distorsiones que resultan en los
ritmos temporales, tienen sobre nosotros tales efectos trauma-
tizantes porque n o tenemos modelo alguno capaz de concordar
armoniosamente las representaciones nuevas del tiempo social
con los símbolos antiguos que continúan estructurando nues-
tra experiencia del tiempo. L o que se llama la «inercia de los
cambios mentales» resulta, en gran parte, de esta discordancia
a nivel de las representaciones implícitas, y por consiguiente,
de la modificación simbólica de la experiencia. También ciertos
fenómenos descritos por Jeannière se producen directa y ex-
plícitamente en este nivel representativo: todo cuanto se ha
dicho de la desvalorización de las referencias al pasado, de la
desconsideración de que es objeto la vejez, de la huida del sos-
tén de los valores pasados hacia u n futuro privado, del atasco
en el presente, de la marginación de ciertos jóvenes, concierne
a una patología de representación propia del tiempo en su doble
dimensión individual y colectiva. Sería necesario añadir toda-
vía que la terapéutica propuesta por Jeannière bajo el nombre
de espíritu prospectivo (y que, por nuestra parte, evocaremos
más tarde) n o se concibe, a su vez, sin u n cierto proceso de
resimbolización. Si estamos enfermos del tiempo, es que n o
sabemos c ó m o resimbolizar nuestra experiencia temporal.
27
3. Del buen uso del tiempo
28
U n a última palabra antes de pasar revista a estas figuras:
el orden en el cual las recorro, expresa dos preocupaciones que
m e son propias; formulo la primera vinculando los modelos
de temporalización a tipos humanos y afiguras; con ello quiero
subrayar el carácter dinámico, activo, del proceso de simboli-
zación que hace el tiempo h u m a n o . L a segunda preocupación
retorna a la cuestión planteada al principio de esta introducción :
¿cómo comprender la paradoja central de una búsqueda que
oscila entre los dos polos de u n m i n i m u m conceptual y u n m a -
ximun espiritual? Espero mostrar que sólo pasando de los m o -
delos abstractos a las figuras concretas la meditación sobre el
tiempo h u m a n o puede elevarse hacia este maximum espiritual.
Es primeramente el hombre de acción, el conductor de
hombres, quien testifica que el tiempo n o es solamente vivido
sino, valga la expresión, actuado. El conductor de hombres,
afirma Toynbee, es aquel que anuda la iniciativa y la ocasión.
L a ocasión puede ser la crisis que demanda la intervención de-
cisiva de u n jefe carismático; puede serlo igualmente la fermen-
tación lenta de una época que permite ulteriormente al histo-
riador decir que «los tiempos están maduros» para una «ini-
ciativa histórica». El «gran hombre» —jefe militar o jefe espi-
ritual— es aquel que sabe discernir el n u d o de la crisis, la expec-
tativa de una época; pero lo es también aquel que se hace ca-
paz de percibir la ocasión. Las ocasiones frustradas, las ini-
ciativas intempestivas, los'desánimos del héroe que rehuye rea-
lizar su misión, constituyen otros tantos testimonios negativos
que conciernen ala estructura déla ocasión —del kairos, diría
yo— a la cual ya Hegel había aplicado su reflexión cuando m e -
ditaba sobre la astucia de la ra%ón en la historia, y sobre el pa-
pel de los grandes hombres en su gran Introducción a la filosofía
de la historia.
Otra modalidad de intervención la encarna elfuturólogo. Este
no es el «gran hombre». El tiempo de su intervención n o es la
ocasión cuyo discernimiento exige dones relevantes, sino la
evolución probable de fenómenos sociales bien delimitados por
el análisis. L a visión del porvenir propia de la futurología se
m u e v e entre el determinismo puro y simple y u n libertarismo
sin matices. Esta visión rechaza con la m i s m a fuerza uno y otro.
Johannes Witt-Hansen se sirve m u y oportunamente de las dis-
cusiones dentro de la escuela marxista que atañen a la inevi-
tabilidad del tránsito de las sociedades capitalistas al socialismo
para mostrar que el m i s m o M a r x no ha podido o n o ha querido
dar estructura de prueba a éstas anticipaciones que conciernen
a la sociedad socialista del porvenir; en particular, las leyes de
29
transformación fundadas en la tasa del capital n o tienen en él
más que una significación que señala una tendencia, u n carác-
ter estocástico. L a crítica de las interpretaciones mecanicistas
de M a r x nos lleva a afirmar, en términos más generales, que la
futurología n o será jamás una profecía, es decir, una lectura del
futuro c o m o pasado. M a s si la futurología n o se funda sobre la
concepción de la inevitabilidad del futuro, tampoco supone
un futuro indeterminado. Para subrayar los límites entre los
cuales se mueven las intervenciones humanas en dirección al
futuro, Witt-Hansen subraya el doble encuadramiento en el
que se halla enclaustrado el tiempo social. Este coloca, en pri-
mer lugar, el tiempo social dentro del tiempo de la cosmolo-
gía, sometido también al segundo principio de la termodiná-
mica, conocido bajo el nombre de entropía creciente. L o en-
cuadra, además, en el tiempo de la ecología, que nos fuerza a
situar todas nuestras expectativas y nuestras ilusiones de cam-
bio dentro de los límites de los recursosfinitosen energía de
nuestro planeta. L a futurología se halla así colocada bajo el
signo del «curso fatal entre nuestros esfuerzos por reducir nues-
tro derroche de energía disponible, y nuestro esfuerzo por
adquirir la información necesaria si queremos eludir la pre-
sente amenaza que afecta al globo». El «tiempo futuro» de la
humanidad, n o es cualquier futuro soñado. L a noción de aho-
rro de energía con la entropía creciente c o m o telón de fondo,
implica una crítica radical del crecimiento salvaje, de la ideolo-
gía de consumo ilimitado y, c o m o ideal límite, del evangelio
del bienestar, c o m ú n al capitalismo y al socialismo según parece.
¿Puede abolir la figura del futurólogo todas las demás?
El autor n o pide tanto :
30
tico, sino de las valorizaciones que, c o m o lo ha mostrado el
articulo de Jeannière, son el lugar de una patología especí-
fica. Desde entonces, el «espíritu prospectivo», evocado en sus
anhelos por este último, (y m e acerco aquí a la «filosofía exis-
tencial» global, exigida por Witt-Hansen) n o es cosa sencilla.
Este espíritu debe poner en juego actitudes éticas y pedagó-
gicas capaces de responder a las distorsiones de la experiencia
temporal en nuestras sociedades industriales avanzadas. Dicho
de otra manera, este espíritu debe unir la terapéutica a una pre-
visión. Por esto, la futurología, en tanto que proyección cien-
tífica del futuro, está llamada a aunar sus esfuerzos a los de
aquellos pensadores que apelan a los recursos m á s profundos
de la sabiduría.
L a enseñanza de los maestros de la sabiduría de oriente y
extremo-oriente ha sido presentada aquí en dos ensayos. Shri
Madhava Ashish presenta la figura del gurú; Seizo O h e , la del
maestro sgn. Para ambos el maestro de sabiduría es u n maestro
de eternidad. Para ambos, igualmente, el pensamiento se ali-
menta de una experiencia directa. E n este sentido el simbolis-
m o organizador del tiempo h u m a n o es trascendido, rebasado
por arriba, y la experiencia temporal está dirigida a su maximum
espiritual. Y sin embargo, todo simbolismo n o se halla aboli-
do en la medida en que la experiencia de la eternidad es trans-
mitida por la palabra del maestro al discípulo, en la medida,
por consiguiente, en que es articulada por la meditación de los
libros de la sabiduría. D e esta suerte esta experiencia espi-
ritual se inscribe necesariamente en diversas tradiciones, tan
diferentes, por ejemplo, c o m o la antigua sabiduría de la In-
dia o el budismo zen contemporáneo.
El gurú puede ser llamado en verdad vidente, santo, sabio.
Puede ser saludado c o m o lafiguraluminosa que expone y de-
muestra solamente por su existencia. Su identidad con los otros
videntes y con los sabios de todas las demás religiones puede
ser afirmada con decisión («Ellos han visto la verdad una, eter-
na... Por diferentes que sean sus formas temporales en sí mis-
mas, los videntes son idénticos») ; el ascenso del tiempo a la eter-
nidad, que todos enseñan, puede m u y bien autorizarse tanto
desde una experiencia de vida c o m o de pensamiento: ello n o
obsta para que la relación de enseñanza que une al discípulo
con sus maestros n o se dé sin u n ejercicio del pensamiento crí-
tico, sea para rechazar los principios del pensamiento materia-
lista, positivista, cientista (como lo ha hecho largamente el
autor en la parte polémica de su artículo), sea para distinguir
el verdadero gurú del charlatán. Pero sobre todo hay que n o -
31
tar que el acceso a la experiencia cardinal pasa por la medita-
ción de las doctrinas en las cuales el fondo c o m ú n a todos los
videntes-instructores se escinde en corrientes distintas. E s co-
m o si el informe, desde el m o m e n t o en que es pronunciado,
debiera asumir una forma y someterse a las condiciones limi-
tadoras de la simbolización.
Así Shri Madhava Ashish distingue, al menos, dos inter-
pretaciones fundamentales respecto a la identidad entre lo in-
dividual y lo universal. Según la primera, el individuo debe
perderse sin dejar rastro y sin retorno posible en la universal
felicidad. Según la segunda, el individuo puede retener su
existencia espiritual en el umbral de la completa disolución,
por compasión hacia el sufrimiento de todos. Ciertamente,
ambas modalidades tienen de c o m ú n la misma pérdida del yo,
el m i s m o abandono de toda motivación propia.
32
conduce aún más lejos, hasta el vacío intemporal del eterno
ahora. Este lugar de la nada no es alcanzado más que cuando el
deseo que engendra la tristeza del tiempo que pasa se disuelve
él m i s m o en su raíz. Entonces, no solamente el anhelo coti-
diano, m a s también la ilusión del sí separado, son abolidos.
Pero, una vez más, la diferencia entre las escuelas reaparece.
Seizo O h e distingue la actitud pasiva en la cual el yo se aban-
dona al poder-otro, y la actitud activa del Za^en que cultiva,
por u n adiestramiento práctico, comprendidas las técnicas res-
piratorias, el poder-ser-sí-mismo. Seizo O h e sugiere que el des-
arrollo de la tradición zen en el Japón contemporáneo, en cuan-
to restablecimiento de la armonía perdida entre el espíritu y el
cuerpo, hace posible una liberación de la creatividad origina-
ria del hombre. Poniendo así el acento sobre la creatividad en
el Za^en, el autor da a entender que el zen, en su versión con-
temporánea, puede responder a estas necesidades del m u n d o
industrial que nosotros hemos evocado más arriba con Jeannière
y Witt-Hansen.
33
3
El tiempo es una experiencia que el pensamiento intenta r o m -
per sin cesar. L o que el pensamiento no puede pensar porque
la imaginación no halla limite alguno, es el principio y el fin.
Y el pensamiento tanto menos podrá pensar esta impensable
barrera cuanto más practique u n ascetismo que les es propio,
frente al del mito y de la epopeya, el ascetismo del concepto.
Por ello asume la interpretación angustiosa de Agustín: «¿Qué
es, pues, el tiempo? Si nadie m e lo pregunta, lo sé; pero si quie-
ro explicárselo al que m e lo pregunta, no lo sé». Esta nescien-
cia se hace aún más opaca cuando la reflexión, concentrándose
sobre la muerte, entrevé en la relación con la misma u n rasgo
específico de la existencia humana. Sólo el hombre es una cria-
tura tan individual que no puede comprender su ser sobre el
modelo de la alternancia indefinida de la vida y de la muerte;
la muerte es lo que confiere la duración a su vida.
Esta reflexión basta para hacer vana la pretensión de la cos-
mología, al pretender dirigir ella sola nuestra concepción del
tiempo, c o m o es el caso del Timeo de Platón, donde el tiempo
nace con el m u n d o , c o m o la dimensión inmanente al movi-
miento del cielo. Si el tiempo supone siempre u n alma que dis-
tingue los instantes y cuenta los intervalos, c o m o lo hemos leído
en Aristóteles, entonces la reflexión sobre el tiempo no deja
de ser transferida desde la consideración del m u n d o hacia esta
distensio animi descrita por Agustín (y que nosotros hemos evo-
cado por primera vez discutiendo la distinción entre «relacio-
nes temporales» y «propiedades temporales»). «Esta tensión es-
piritual entre distracción y concentración, temor, esperanza y
arrepentimiento» es lo que motiva que la experiencia del tiempo
sea algo insuperable. A este respecto, Heidegger no hace más
que llevar a su última clarificación la intuición de Agustín,
cuando hace del tiempo u n m o m e n t o «ontológico» en la estruc-
tura de nuestra vida y cuando hace de la orientación hacia la
muerte un rasgo de la «autenticidad de la existencia».
Pero se minusvaloraría el sentido de esta meditación sobre
lafinitud,si se dedujera que puede eclipsar las otras maneras de
abordar el problema del tiempo. El cambio en las cosas naturales,
lo m i s m o que una cierta intemporalidad implicada en el ejerci-
cio del pensamiento, continúan haciéndose valer conjunta-
mente y de acuerdo. L a voluntad de superar todos los límites
continúa afirmándose igualmente a través de las versiones su-
cesivas del mito de Prometeo, dios e ídolo de la civilización
moderna. Y el éxtasis de la creatividad y del amor no cesa tam-
poco de darnos una cierta idea de la eternidad.
34
Ninguna de estas vías se ha cerrado, ni prohibido, por la
meditación acerca de la finitud de la existencia. Porque ésta
no podría sustituir a todas nuestras ideas sobre el tiempo bajo
pena de abrirse ella misma al absoluto. L a función de esta m e -
ditación es más bien oponer u n límite a la pretensión de totali-
zar nuestras perspectivas múltiples sobre el tiempo en u n sa-
ber que en cuanto tal trascendería el tiempo. Este límite del
saber, que ha venido a ser saber del límite, puede ser una res-
puesta (o al menos, una de las respuestas) del occidente al orien-
te, (o a u n cierto oriente).
Esta respuesta, sin embargo, no se ha de entender solamente
c o m o réplica; desde algún aspecto, este saber del límite se
co-responde también con la nesciencia que encubre la experien-
cia de eternidad, propia de las sabidurías del oriente, del extre-
mo-oriente y de otras partes.
35
El instante, lo inmediato, el ahora,
la eternidad, el todo, el uno
El arco del tiempo
(pasado, presente, futuro)
La temporalidad
(análisis fenomenológico)
El tiempo en el pensamiento occidental
de Esquilo a Heidegger
Hans-Georg Gadamer
39
dinariamente sugestivo. M a s a pesar de jugar u n papel tan im-
portante en la tradición mítica el enigma del comienzo y del
fin, de la muerte y del nacimiento, de la nada y del ser, n o se
encuentra en ella una efectiva respuesta al problema del tiempo.
Pues el ser del tiempo n o se hace en ella tema por medio del
concepto. Por otra parte, la interpretación de los textos reli-
giosos o míticos n o pueden ser aceptadas con seguridad c o m o
respuestas religiosas o míticas. Ello es debido a que el bagaje
conceptual, con el que el intérprete se acerca al texto, condi-
ciona lo que éste entiende en dicho texto. E n último término,
esto significa que, a pesar de reconocer el profundo sentido
de la tradición histórica de las religiones con las múltiples cues-
tiones que ésta nos propone, nuestra historia de occidente se
ha decidido a tomar la vía del concepto. O lo que es lo mis-
m o , el camino de la filosofía.
Esto lo transpira ya la significación de la palabra filosofía.
Originariamente tuvo una significación m u c h o más amplia que
el sentido estricto y especializado que le damos hoy. El sentido
amplio y originario de la palabra griega nos habla de «una
entrega al mero interés teórico». L afilosofía,por lo m i s m o ,
comprendía todo el c a m p o del conocimiento científico, del que
solamente quedaba excluido el punto de vista meramente prác-
tico o técnico. A ú n después de que Platón restringiera el uso
de la palabra para significar, con nuevo acento cargado de sen-
tido, el amor del hombre a la sabiduría, que sólo halla su ple-
nitud en la sabiduría reservada a los dioses, persistió el sentido
amplio dado a la palabrafilosofía.L a «metafísica de Aristóte-
les» recibió el nombre de «filosofía primera»; es decir, la cien-
cia primera y superior. T a n sólo en la edad moderna, cuando
la nueva física, desde Galileo, dio nueva acuñación al signifi-
cado de la ciencia y cuando los nuevos principios del método
científico otorgaron a la ciencia moderna su carácter peculiar,
la palabrafilosofíainició el repliegue de su significación al
sentido más restringido que hoy nos es familiar. Actualmente
lafilosofían o es una ciencia entre las otras, ni siquiera la pri-
mera, sino una «ciencia» que fundamenta en verdad todas las
ciencias particulares, pero que pretende ser algo distinto de
ellas por cuanto tiene por tema el ser en general. Ante las cien-
cias se presenta el problema del todo c o m o algo intermitente a
medida que la investigación se hace cada vez m á s especializada.
Pero se ha de advertir que, junto a estas significaciones, la pa-
labrafilosofíamantiene otro sentido, el sentido popular de sa-
biduría práctica que le viene de Sócrates y, de m o d o algo seme-
jante, de lafilosofíapráctica de Aristóteles.
40
Este excursus sobre la historia de la palabrafilosofíanos
enseña que el pensamiento griego puso el fundamento de la
ciencia cuando desechó el reino, coloreado por los mitos, y la
concepción dramática, m u y a m a n o , que surgía de la visión del
m u n d o de la poesía épica. Después de que la ciencia —ante
todo la matemática, la astronomía, la música y también en una
cierta dimensión la medicina en cuanto saber sobre la naturale-
za humana— reemplazara la imaginación mitológica por el pen-
samiento racional y el cálculo conceptual, la pregunta por el
todo se hizo ineludible. Y esta pregunta pedía una respuesta
de índole racional. Solamente después de la irrupción del deseo
de saber racional, que halla su plenitud en la forma concep-
tual, es posible una pregunta c o m o la nuestra : ¿Qué es el tiem-
po? Sin embargo, también se podría decir a la inversa: el pro-
poner conscientemente tales preguntas ha llevado a la ciencia
y, c o m o última secuencia, a nuestra moderna civilización, que
se funda sobre la ciencia y que ha llegado a extenderse al m u n -
do entero.
N o basta ciertamente la sola observación. Se puede poner
ante nuestra vista la rica variedad de actitudes del hombre
respecto del tiempo: la experiencia del cambio del día y la
noche, del sucederse de las estaciones, del crecimiento y agos-
tamiento de las plantas, del mantenimiento de las especies de
una generación a otra, del carácter lábil de toda esencia vivien-
te; se puede igualmente reflexionar en la peculiar tensión que
provocan los límites del nacimiento y de la muerte y pregun-
tarse por el oscuro más allá. Todas estas reflexiones nos llevan
a preguntar qué es el tiempo; pero n o ofrecen respuesta alguna
a la pregunta. A decir verdad, la cuestión del tiempo se nos
muestra más insalvable y más desorientadora que las demás
cuestionesfilosóficas,c o m o qué sea la sustancia o la causali-
dad, qué la materia y la forma, o qué el m i s m o espacio. Parece
un sinsentido negar la existencia del tiempo. Pero aunque el
tiempo existe de la misma manera que las otras cosas que lla-
m a m o s existentes, da lugar a dudas y objeciones m u y vivas y
penetrantes. Conviene recordar aquí el célebre pasaje de A g u s -
tín en el libro X I de las Confesiones, el cual responde a la pre-
gunta sobre el tiempo: «Si nadie m e lo pregunta, lo sé; pero si
quiero explicárselo al que m e lo pregunta, n o lo sé».
Se podría preguntar, con todo, si esta famosa frase de A g u s -
tín tiene que ver de hecho con el misterio del tiempo o se
refiere más bien a toda experiencia del pensamiento filosófico.
Se da siempre, en efecto, una sima entre el uso prerreflexivo
y operativo de nuestros conceptos y la imposibilidad que tene-
41
m o s de dar de ellos una definición adecuada. El trabajo con-
ceptual de la filosofía —eso que Hegel ha llamado el esfuerzo
del concepto— se halla obstaculizada de m o d o incesante por
el eterno caminar indigente de las palabras (to agératon pathos
ton logon), con todas las ambigüedades, incomprensiones y
contradicciones que son casi ineludibles en cualquier forma de
argumentaciónfilosóficay que, desde los tiempos de Sócrates
hasta nuestros días, ha implantado en lafilosofíala peculiar
tensión que le es propia. E n contraste con el relato poético,
épico o mitológico, en el que n o se hace cuestión de su verdad,
pero de cuyo sentido tampoco se hace problema, la abstracción
filosófica queda siempre sujeta a cierta radical desconfianza.
¿Tienen las cuestiones sobre las que se hace problema u n fun-
damento en las cosas, una base real, o n o son más que u n mero
juego de palabras? E n nuestro siglo esta crítica se ha dirigido
especialmente contra la metafísica tradicional. Abrieron surco
en el ataque el empirismo lógico y lafilosofíaanalítica de la
escuela de Oxford. D e aquí data una revolución formal en la
filosofía, por cuanto los problemas más fundamentales de la
metafísica parecen haber sucumbido conjuntamente ante la crí-
tica, fundada en el análisis lingüístico. N o ha sido una excep-
ción el problema del tiempo. John Findlay creyó haberlo
desenmascarado en 1941, cuando, siguiendo a Wittgenstein,
puso en entredicho toda expresión «carente de sentido». N o
obstante, ya en 1956, al reelaborar su artículo, vuelve a una
valoración m á s positiva del problema filosófico del tiempo.
E n todo caso, el problema del tiempo viene a tener u n relie-
ve extraordinario enfilosofía.Por su diversa actitud ante el
tiempo se caracteriza de m o d o m u y especial la diversidad de las
culturas humanas y de los tiempos históricos. Recuérdese la
conocida tesis según la cual el cristianismo y el pensamiento que
va en pos de él introdujeron por primera vez la concepción del
tiempo lineal de la historia y han eliminado la concepción
griega del tiempo cíclico. Q u e en oposición a la mentalidad
griega del tiempo, fundada en los períodos rítmicos de la natu-
raleza, la visión del fin de los tiempos y del establecimiento
final de una felicidad y paz eternas fundamenta una concep-
ción del tiempo en la cual éste se m u e v e en línea recta hacia u n
futuro que se va alejando de m o d o indefinido, parece claro y
evidente. Aquí tropezamos con la tesis según la cual se dan m o -
tivos escatológico-teológicos que, en forma secularizada, han
llevado a formular u n concepto de historia que se halla vincu-
lado a la unidimensionalidad y al sentido único delfluirtempo-
ral. Este concepto de historia y de tiempo histórico, que viene
42
a ser u n estrato del pensamiento moderno, n o se da en la an-
tigüedad clásica.
Tal vez pudiera cuestionarse, fundados en la anterior argu-
mentación, si es correcta la tesis de que el principio de la civi-
lización occidental ha comenzado con los griegos. E n lugar de
preguntarnos qué han pensado los griegos en su esfuerzo con-
ceptual sobre el ser del tiempo, ¿no deberíamos detenernos
más bien a reflexionar sobre la escatología cristiana y sobre su
secularización utópica? Pues se ha de tener en cuenta que por
primera vez, c o m o historia del m u n d o y de la salvación, la
«historia» y con ella la realidad del tiempo han hecho su entra-
da en el campo focal de la filosofía.
H o y otra vez una palabra puede iluminarnos de alguna
manera. N o s referimos a la palabra «moderno», que encierra
mucha historia. D e todos es conocido que los antiguos n o
tienen estima alguna por lo nuevo. E n último término, pudiera
decirse que la historia era para ellos una caída: caída de u n or-
den de cosas que se había mantenido y su desintegración en las
variaciones del suceder cambiante. ¿Se afirma con ello que los
griegos carecieron de sentido histórico? ¿o se afirma, m á s
bien, que la nueva concepción del tiempo, c o m o lineal, puede
contraponerse a la representación griega del tiempo, conforme
a la cual la repetición infinita del movimiento periódico de-
valúa el tiempo y lo degrada al de nuestros relojes?
El suceso que, según se cuenta, acaeció a Solón en Egipto
puede ilustrar la pretendida falta de sentido histórico en los
griegos. Refiere Platón c ó m o Solón identificó la antigua tra-
dición egipcia, que le era conocida, con las leyendas de su pro-
pia tradición mitológica sobre el diluvio y c ó m o u n sacerdote
egipcio se burló de la ingenuidad griega en estos términos:
«Vosotros, los griegos, sois siempre c o m o niños»1. A decir
verdad, esta anécdota está m u y lejos de revelar una falta de
sentido histórico. Pone en claro, más bien, la solidez de la con-
ciencia histórica de los griegos, la cual enlaza los mitos y el
pasado tradicional, digno de fe, para dar unidad sinfisurasa la
propia historia nacional. Esto no tiene nada que ver con la
disolución de la historia, ni con la absorción de la vida actual
en el aquí y en el ahora.
Si se desea otra ilustración de la mentalidad griega sobre el
tiempo, nos la ofrece m u y gustoso otro pensador griego, el
médico Alcmeón de Crotona, el cual afirmaba que «los h o m -
43
bres deben morir porque son incapaces de anudar elfinalcon
el principio». Esta frase hace referencia manifiestamente a la
naturaleza específica del hombre. Pero vale para todas las
esencias vivientes —a excepción de los dioses—, pues nadie
puede eludir la muerte, ni puede tampoco vincular su fin con
su principio.
L a vida está siempre ligada a la muerte. N o obstante, cuan-
do se evoca la vinculación entre el principio y el fin, esta frase
se refiere menos al estatuto ontológico peculiar de los dioses
que al ciclo de la naturaleza y a la vuelta regular del sol y de la
luna, de la primavera y del otoño, cuyo ciclo vital es seguido
por todos los vivientes. Pero m u c h o después se observa que el
hombre difiere de todos los demás seres vivientes, sujetos a la
ley natural de la muerte y el cambio, aunque permanezca la
vida en cuanto tal duración. Sólo el hombre es u n ser tan indi-
vidualizado que n o se siente absorbido en la pervivencia de la
especie, sino que tiene conciencia de la muerte, la teme y busca
c ó m o eludir su amenaza. El hombre, por lo mismo, no acepta
la alternancia, eternamente renovada, de la vida y de la muerte
c o m o forma de su propio ser. Esto le hace tomar conciencia de
su impotencia, pues se halla enfrentado con la naturaleza y con-
sigo mismo. El pensamiento del médico Alcmeón lo expresa
así: «Todo lo h u m a n o se halla escindido en dos». Y propuso
una lista de estas escisiones. El carácter distintivo del hombre,
según él, reside precisamente en esta dualidad y tensión inte-
rior que le indujeron a la aventura peligrosa del pensar.
Sin embargo, en la profunda frase de Alcmeón aún n o se
propone de m o d o explícito el problema de qué sea el tiempo.
Tal problema aparece más tarde, en el primer testimonio ín-
tegramente conservado del pensamiento griego, en la obra de
Platón. E n ésta se suscita la cuestión del tiempo, especial-
mente en el Timeo, donde se la vincula al ordenamiento del
m u n d o por el misterioso hacedor, que se asemeja en m u c h o al
Dios creador, pero que, a pesar de su poder y majestad, difiere
en gran manera del Dios del antiguo y del nuevo testamento.
E n verdad, el enigma del tiempo no es abordado aquí co-
m o objeto explícito de una pregunta sobre la esencia del mis-
m o , a la cual el interlocutor de Sócrates n o es capaz de dar res-
puesta. Es más bien en el contexto sin compromiso de u n re-
lato mítico donde el Timeo se encuentra con el tiempo. Con todo,
este relato viene a ser el punto de partida para todo análisis
filosófico ulterior sobre el mismo. Y a la primera reflexión so-
bre el tiempo, que ha llegado hasta nosotros, la de la Física
44
de Aristóteles, enlaza con la definición del tiempo en el Timeo
y abre la senda a una larga tradición.
Esta tradición se halla ligada de alguna manera a la cuestión
de la existencia del tiempo. Cuando Agustín, en sus Confe-
siones, se abisma en el enigma del tiempo, las contradicciones y
perplejidades, que resultan patentes, n o hacen surgir la duda
sobre la realidad del tiempo. Pese a ello, esa duda n o se halla
totalmente alejada. Ello quiere decir que el tiempo rebasa toda
nuestra comprensión de tal manera que nunca podemos decir
que el tiempo exista realmente, sino c o m o tendencia a la nada;
es decir: c o m o algo que pasa. ¿Existe, pues, realmente el tiem-
po? ¿o es, c o m o dicen losfilósofos,solamente una forma sub-
jetiva de la intuición, en la que se nos muestra lo real?
Cuando, en el apogeo de la edad media, la herencia de la
filosofía griega alcanza nuevo esplendor en la escolástica, las
dudas sobre la realidad del tiempo, latentes en el pensamiento
griego, surgen de nuevo. U n o de los errores condenados en el
famoso decreto de 1277 afirmaba que el tiempo existía sólo en la
aprehensión de la mente, pero no en la realidad (in aprenben-
sione, non in re). U n a tal duda se halla profundamente arraigada
en todas nuestras reflexiones sobre el tiempo. Sería fácil esta-
blecer u n paralelo con el pensamiento indio o chino. M a s lo
peculiar del pensamiento griego y, unido a él, del pensamiento
europeo, consiste en que los griegos han continuado propo-
niendo cuestiones y problemas sobre la naturaleza del tiempo,
pese a los embrollos de su propio pensamiento y teniendo a la
vista la revelación ultraterrena de la eternidad. Los pensadores
occidentales n o han cesado de considerar la naturaleza del
tiempo c o m o u n problema crucial y n o han quedado satisfe-
chos con las explicaciones que hacen del tiempo una ilusión
o simple apariencia, n o obstante todas las dificultades ontoló-
gicas que suscitaba su actitud. Bien se pudiera decir que el
fracaso de la ontología griega ante este problema ha incitado
a los pensadores de la era cristiana a afinar y a precisar sus aná-
lisis. Así podrían transmitir la herencia que ellos habían reci-
bido de los griegos.
Desde esta perspectiva, el relato mítico del Timeo adquiere
una dimensión insospechada. E n u n primer m o m e n t o , el rela-
to de la creación del tiempo se muestra c o m o una mera mito-
logización de nuestra experiencia del tiempo y, de m o d o par-
ticular, de nuestra manera de medirlos. Pues el pensamiento fun-
damental es que el m i s m o universo, a pesar o a causa de la regu-
laridad del movimiento periódico de los astros, pone ante los
ojos del hombre el problema del tiempo. E n efecto; ante las
45
constelaciones de estrellas en continuo cambio, el espíritu h u -
m a n o se siente incitado a investigar la regularidad dentro de
estos cambios. Esto lleva a descubrir los números y la medida
del tiempo. Esta interpretación se clarifica si se piensa en lo
eternamente igual, que se presenta ante nuestra vista c o m o u n
círculo dentro del cual giran los mundos en torno a su eje,
es decir en torno a nosotros. Los primeros pasos que ha dado
el hombre para observar los astros hay que situarlos cierta-
mente en la más remota antigüedad, millares de años antes de
que Platón cuestionase cuál fuera la naturaleza del tiempo. A
ello fue inducido ante todo por las anomalías observadas en las
órbitas de los planetas. Sin embargo, antes del nacimiento de
la astronomía griega, el conocimiento de los astros era una
mera colección de observaciones que intentaban descubrir las
leyes ocultas detrás de las irregularidades. Por este procedi-
miento se llegó a ordenar una tabla de los eclipses solares
(saroï). M a s lo propio y peculiar del pensamiento griego es
que no ha quedado satisfecho con este arte práctico de calcular
y de medir el tiempo ni con los resultados obtenidos, sino que
ha planteado el problema «teórico» de la estructura real del
universo más allá de su imagen apariencial y de la función que
juega el tiempo.
El Timeo describe la creación del tiempo por el demiurgo
c o m o una etapa ulterior en la creación del universo. Después
que el demiurgo hubo creado el «alma» del m u n d o , es decir,
el universo con capacidad de moverse a sí m i s m o y juntamente
el orden del movimiento de los astros en torno a la tierra, deseó
aún mejorar su obra. El m u n d o visible debía ser una réplica
perfecta del m u n d o de las ideas que, dotado de la estructura
perfecta de u n organismo viviente, se mantiene en u n equili-
brio perfectamente regulado. Por ello, la réplica debía poseer
igualmente movimientos regulares de la m á s alta perfección
matemática. Esto es, en verdad, lo que en el cielo se contempla.
E n este m o m e n t o el narrador toma u n camino sorprendente:
a fin de hacer este universo visible de los astros en rotación más
semejante aún a su modelo ideal, el demiurgo creó el tiempo.
A este m u n d o ideal, a cuya imagen ha sido formado este
m u n d o visible y su temporalidad, le compete algo así c o m o u n
eterno «tiempo vital». C o m o todo viviente mortal él tiene «su»
tiempo. Pero este tiempo vital, que los griegos llaman eón, no
tiene límite alguno. Su modelo es u n orden matemático ra-
cional que, en cuanto tal, carece de cambio, de movimiento y de
fin. Es u n perenne «estar allí» que el tiempo imita bajo la forma
de movimiento. Esta imitación tiene la estructura de un ahora,
46
calculado en una serie de números. Esto es el tiempo. D e esta
suerte se halla el tiempo debajo del movimiento circular del
todo e inseparablemente ligado a su progresión sin fin.
Manifiestamente, el tiempo no es simplemente el movimien-
to del todo, pero le acompaña sin más. E s , por otra parte, u n
movimiento en el que efectivamente nada se mueve. Su «ser»,
sin embargo, es c o m o una sucesión infinita de una serie de nú-
meros. L a serie de números «es», en verdad, infinita, sin que
nadie sea capaz de contarlos y recontarlos. L o m i s m o vale para
el movimiento del todo «en el tiempo», y «el tiempo» es real-
mente independiente de todo aquello que se mueve en realidad.
D e esta suerte, sin coincidir con el movimiento de los astros,
el tiempo prefigura la articulación de este movimiento. El tiem-
po es, pues, u n aspecto de la estructura del m u n d o que ofre-
ce la posibilidad de medir tiempos determinados y lo que se
mueve en el tiempo.
L a descripción mítica de la constitución del tiempo según
Platón fue de nuevo repensada por Aristóteles en su análisis
de los conceptos fundamentales de la física. Su propio análisis
del tiempo no declina de lo que las metáforas del Timeo indican.
Pero frente a la ambigüedad del hablar metafórico se ganan per-
files precisos por medio de la operación analítica realizada por
Aristóteles. Por una parte, éste resalta las aporías ontológicas,
yacentes en el problema del tiempo, frente a la paradoja del
presente, que es u n ahora que pasa continuamente. Por otra
parte, juega por primera vez con la conexión que se da entre
el ser del tiempo y el ser del alma. E n esta dirección ya Platón
en el Timeo declara que la determinación del m o m e n t o estruc-
tural del tiempo conduce a los números. Pero, ¿cuál es el lu-
gar del número en el plano ontológico? ¿no se da una relación
especial entre el número y el alma, es decir, el espíritu h u m a n o ?
¿dónde, fuera del poder de abstracción del espíritu h u m a n o ,
puede existir el número puro? Se da el m i s m o grado de abs-
tracción que aquí compete al tiempo y que es totalmente dis-
tinto de lo que se halla «en el tiempo». Aristóteles, por tanto,
señala u n punto decisivo cuando busca la relación del juego
mutuo entre el tiempo y el alma. Esto, ciertamente, viene a
ser algo episódico y no c o m o en Agustín, quien sitúa el problema
del tiempo sobre el plano de la conciencia íntima.
L a descripción mítica del Timeo elimina cualquier duda
sobre la «realidad» del «tiempo».
A pesar de ello, la certeza ontológica, que ve el tiempo c o m o
algo real, queda de alguna manera debilitada si reflexionamos
detenidamente sobre el trasfondo que se advierte en el concep-
47
to de tiempo, propuesto por el pensamiento griego. ¿Qué
quiere decir propiamente el relato mítico del Timeo ? Desde u n
primer m o m e n t o se puede captar una contradicción mani-
fiesta. L a creación del tiempo es una, y n o la más importante,
de las acciones del demiurgo dentro del todo de la actividad
creadora. «Antes» de la creación del tiempo, el demiurgo había
hecho ya muchas cosas. ¿ N o nos dice esto que todo el relato
debe ser sometido a una interpretación aún más metafórica?
E n este sentido el mismo Platón por boca de Timeo nos da una
señal y una observación (Timeo 34c), al decirnos que su relato
no está libre de lo casual y arbitrario y, frente a su propio m o d o
de expresarse, subraya Timeo con insistencia la prioridad del
alma sobre el cuerpo. También, en otro pasaje, afirma que el
tiempo ha sido creado «a la vez» que el universo (38b 6). N o
es nada sorprendente que en la Academia de Platón se haya
suscitado una viva controversia sobre si toda la relación de la
construcción del m u n d o se ha de tomar en serio o si tan sólo
hay que interpretarla c o m o u n medio para hacer más intui-
tiva la descripción constitutiva del mismo.
Pero n o sólo la cronología del acto divino de la creación es
oscura y contradictoria. L a creación del alma del m u n d o , que
precede inmediatamente a la del tiempo, contiene aspectos m u y
dignos de ser notados. Se ha de tener m u y presente que «alma»,
en el sentido originario de la palabra psyche, no apunta en pri-
mer término a la conciencia ni a que se halle equipada ya con
pensamientos. L a función del alma es primeramente la de «ani-
mar» en el sentido de comunicar la vida. Esto quiere decir que
los organismos vivientes —del m o d o más patente, los anima-
les— tienen la capacidad de moverse a sí mismos. Por otra
parte, la conciencia, que, siendo signo distintivo del hombre,
se representa en éste c o m o inteligencia o espíritu, parece, por
el contrario, tener u n origen totalmente diferente, c o m o si
proviniera del exterior (thytratben, según Aristóteles). D a d o que
los griegos concebían el universo c o m o u n inmenso organis-
m o viviente, se deduce de ello que la forma del mismo debe
responder a esta concepción. Debe ser esférico porque lo englo-
ba todo. Debe tener vida íntima, porque es u n todo viviente.
Pero c o m o nada existe fuera de él, sería innecesario y u n sin-
sentido dotarle de tales complementos c o m o son los órganos
de los sentidos. El todo se contempla c o m o u n sistema en su
descripción, cuando se realiza desde una visión de la sustancia
viviente, hechas las debidas reducciones. Es sorprendente, no
obstante, que Platón, para describir este sistema del todo, en el
que el alma y el cuerpo se hallan unidos, hable de «círculos»
48
de lo m i s m o y de lo otro, que es necesario comprender por
referencia al plano de la elíptica. Platón continúa asociando res-
pectivamente estos círculos a las facultades de discernir la ver-
dad y de formar opiniones correctas, llegando hasta mencionar
en este contexto la percepción sensorial. ¿De dónde viene en-
tonces esta alma que parece dotada de esos m o d o s de conocer,
propios del hombre? ¿qué quiere decir todo esto? ¿es algo más
que u n oscuro amasijo mitológico?
Intentemos captar las relaciones reales entre conceptos c o m o
el de identidad y diferencia y las estructuras del pensamiento,
del lenguaje y de la comprensión. E s patente que ninguno de
estos m o d o s de conocer puede ser escudriñado sin que entren
en juego la identidad y la diferencia. Platón ha dedicado su
diálogo el Sofista a esta cuestión. Aquí se continúa la inspiración
del Timeo, pero ahora refleja la analogía existente entre las es-
tructuras del m u n d o y las del pensamiento. L a ordenación re-
gular del m u n d o presupone la identidad, por ejemplo, en la
alternancia de los días y las noches. U n orden articulado im-
plica siempre ambos conceptos. Por otra parte, se halla la ca-
pacidad del espíritu h u m a n o para pensar este orden, es decir,
para distinguir lo diferente y lo idéntico y para verlos conjun-
tamente. L a imagen contraria de u n todo que gira en círculo
concéntrico en torno a u n punto central, hace el tema más
claro. Entre la diferencia y la distinción se da una relación es-
trecha. L o que es distinto, debe poder distinguirse. T o d a dis-
tinción y eliminación hace surgir las diferencias y este surgir
apunta a u n observador infinito, permítase hablar así, ante el
cual las diferencias son patentes. Se podría ir aún más lejos.
Hasta para la mera descripción del sistema del universo es im-
prescindible, en visión imaginaria, u n punto de observación
ideal para el cual el todo existe: E n esta perspectiva, la identi-
ficación y la distinción no son más que el «otro lado» de la iden-
tidad y de la diferencia mismas.
Desde esta reflexión es posible comprender, en m i opinión,
la expresión enfática del Timeo, que dice: « Y en cuanto que es
aquello en que nacen estas dos clases de conocimiento (conoci-
miento sensible —dóxa—y conocimiento racional —epistéme—),
quien afirmara que es otra cosa distinta del alma, podría de-
cirlo todo menos la verdad». El «ser» y el «alma» son mutua-
mente inseparables.
Pero surge ahora otro problema del tiempo que pudiéra-
m o s llamar adicional y que se halla vinculado a la ordenación
del movimiento del todo. Su estructura numérica nos remite
a los mismos principios de lo m i s m o y de lo otro, de la unidad
49
i
y de la dualidad. N o parece sin razón Plotino cuando rechaza
la derivación aristotélica del tiempo respecto del movimiento
y propone por su parte que el origen de ambos, tanto del tiem-
po c o m o del movimiento, es el «alma».
L a dramatis persona de Plotino, que se arroja en el tiempo con
el deseo de apropiárselo, tiene que ver más con la gigantesca
metáfora de la infinitud de la serie numérica y del deslizarse
del tiempo que devora sus propios hijos, los momentos pre-
sentes, que con la evocación real del alma humana que recorre,
contando y midiendo, elflujodel tiempo. Fue la introspección
apasionada de Agustín la que, por primera vez, proyectó la
luz de la experiencia interior que el alma tiene de sí misma, cuan-
do se pone en tensión hacia el futuro, sobre las paradojas onto-
lógicas del «tiempo», que n o puede ser nunca el «presente» y
que, sin embargo, n o es otra cosa que elflujode los presentes
que se aniquilan. Así pudo superar Agustín sin el callejón sin
salida ontológico a que nos aboca la cuestión de cuándo es el
«tiempo» propiamente «actual». El descubrió la dimensión de
la interioridad e hizo tema de su reflexión, n o el tiempo en sí
m i s m o , sino la conciencia de tiempo, situando la dimensión exis-
tencial del tiempo en la tensión espiritual (distensio animi) en-
tre la distracción y la concentración, el temor, la esperanza y el
arrepentimiento. Sin embargo, desde u n punto de vista pura-
mente metafísico, y en particular c o m o concepto fundamental
de la física, la noción de tiempo ha permanecido en la maraña de
contradicciones ontológicas que se han acumulado en torno a la
naturaleza del presente hasta el m o m e n t o en que se llegó a esta
situación: o el ser del tiempo n o es más que u n tema de re-
flexión y sirve únicamente de parámetro para medir el movi-
miento (Newton), o bien el «presente numerado» queda rele-
gado a la dimensión interior de la conciencia, es decir, a la vida
interior (Kant). N o obstante, la unidimensionalidad de la ex-
periencia interior, por la que se desliza la secuencia de repre-
sentaciones, lleva el marchamo de la ontología antigua y de la
definición aristotélica del tiempo c o m o medida del movimien-
to y del orden de sucesión. El esfuerzo del concepto para pen-
sar al tiempo c o m o «ente» y aclarar la estructura de su ser
tiene su cúspide en el análisis magistral de la conciencia del
tiempo, que ha sido elaborado por Husserl.
N o es ciertamente una mera consecuencia de la ontología
griega sino una actitud originaria en el hombre considerar el
tiempo c o m o algo que puede utilizarse, contarse y medirse.
Tal utilización del tiempo implica la capacidad de pensar el
tiempo in abstracto, es decir, c o m o un tiempo vacío. Esto es lo
50
que Aristóteles tiene ante sí cuando caracteriza la esencia del
hombre por su «sentido del tiempo». E s algo m u y propio del
hombre renunciar al placer inmediato a causa de la ventaja de
un bien superior previsto. Pero es necesario dejar claro que es
una experiencia del tiempo m u y unilateral considerarlo c o m o
una cosa que se halla a disposición del hombre, c o m o u n
tiempo «vacío», homogéneo, que se presenta a la vista c o m o
una llanura. Scheler ha hecho ver lúcidamente que la tenden-
cia a la extraversión lleva a representarse el tiempo c o m o algo
«vacío».
H a y , sin embargo, otras experiencias del tiempo en las que
su realidad se muestra, n o c o m o algo que nosotros hallamos tan
sólo cuando contamos con él, sino c o m o u n m o m e n t o cons-
titutivo de la existencia humana en sí misma, donde tiene lugar
su acción. Desde Heidegger que ha elevado de nuevo la signi-
ficación ontológica de la temporalidad y de la historicidad de la
existencia humana y ha establecido una neta distinción entre
tiempo «propio» y «tiempo del m u n d o » c o m o medida, tenemos
una conciencia viva de la función constitutiva que compete al
tiempo c o m o m o m e n t o «ontológico» de la estructura de nues-
tra vida. Heidegger ha subrayado que la temporalidad es u n
«existencial» del ser-ahí h u m a n o —Dasein—, en conexión m e -
tódica con la nueva reelaboración del «problema del ser». Pese
a ello, la «realidad» del tiempo se muestra más inmediata en
otros fenómenos que son comunes a todas las creaturas vivien-
tes. Pues la infancia, la juventud, la madurez, la ancianidad y la
muerte articulan el camino vital de todo individuo. Y esta arti-
culación de épocas de la vida halla su regulación social en las
instituciones y en las costumbres. L a experiencia humana, que
pasa gradualmente por las diversas etapas de la vida, es una au-
téntica forma de experiencia del tiempo en sí. Esta experiencia
es m u y distinta del contar y utilizar el tiempo, y n o tiene nada
que ver con las teorías del tiempo que acabamos de recordar,
las cuales han hallado su plenitud conceptual en el principio
kantiano de la ordenación de los fenómenos según la sucesión y
la simultaneidad. Ella, por el contrario, se halla vinculada a la
experiencia histórica, la cual es propiamente una experiencia
de épocas, de la propia época y, aún más fundamentalmente, de la
época que ha pasado: hitos en el perenne fluir del tiempo;
determinación precisa de u n «espacio de tiempo» que encierra
en sí lo coetáneo y lo contemporáneo.
Estas otras formas de tiempo no se hallan totalmente liga-
das alflujocontinuo del tiempo sino que se fundan en la unidad
orgánica de los seres vivos. Son diversas formas cualitativas
n
del «tiempo». A ú n la actitud del individuo respecto del fin de su
propia vida parece dominada por una ley estructural de la vi-
vencia del tiempo, que es una experiencia c o m ú n a todos los
seres humanos. Esta experiencia consiste en que el horizonte
abierto del futuro, en el cual vivimos, se estrecha de día en
día. C o m o ha escrito Hegel con íntima convicción, la profunda
dimensión del pasado aumenta, tanto más cuanto más se hunde
en la oscuridad en pos de nosotros. E n efecto; nuestro senti-
miento de la vida se halla dominado por perspectivas m u y di-
versas y heterogéneas en las que el porvenir y el pasado están
«allí»: por una parte, hay razones para esperar y también para
olvidar; por otra, se da la resignación y el mirar atrás. Este
sentimiento vital se halla vinculado especialmente con la cer-
teza de la muerte, aún cuando se la encubra y se la desplace:
esto es lo que ha puesto Heidegger ante nuestra vista al afirmar
que «lo propio» del ser-ahí —Dasein— reside en que es una «ca-
rrera anticipada hacia la muerte». Por otra parte, la muerte está
enraizada en nuestra conciencia existencial y en nuestra certeza
de vivir (como ha indicado M a x Scheler en sus últimos escri-
tos, en los que sigue en pos de las intuiciones de muchos gran-
des pensadores y poetas). L a muerte es ambas cosas a la vez:
la característica del hombre y el don natural de todo ser viviente.
El hombre ha dado muchas respuestas a su propia percep-
ción de la muerte. L a religión desarrolla una inagotable fuer-
za creadora para esclarecer el oscuro enigma de la finitud de
toda cosa humana. N o es de m i competencia valorar la impor-
tancia y significación del mensaje cristiano para la historia de
occidente. Pero es patente que n o somos tan sólo herederos de
los griegos, de su curiosidad ante el m u n d o y de su sentido filo-
sófico. Para elfilósofoobservador, el mensaje cristiano, cuando
es aceptado por los creyentes, se muestra al fin c o m o la res-
puesta más profunda al enigma de la muerte. Su efectiva supera-
ción tiene lugar cuando es reconocida en Dios m i s m o . Esta
es la idea genial que se halla en lo íntimo del misterio de la en-
carnación de Dios y de los sufrimientos y muerte en la cruz por
el hombre : la muerte de Dios quita a la muerte del hombre su
aguijón y reconcilia la oposición insuperable de lo finito y lo
infinito. Hegel ha dado a este pensamiento una formulación
filosófica cuando ha integrado en el conocimiento que el filó-
sofo tiene de sí el tema de la resurrección y el descenso del
Espíritu santo. L a fusión del concepto griego de razón con la
doctrina cristiana sobre el Espíritu santo, que han intentado
tanto el «espiritualismo» cristiano c o m o lafilosofíade Hegel,
completa todos los esfuerzos que ha realizado la especulación
32
para penetrar en el misterio de la Trinidad, especulación que
atraviesa el pensamiento de occidente desde Agustín hasta
Hegel y constituye la unidad de la herencia griega y cristiana de
nuestra cultura. Para elfilósofosurge entonces el problema de
saber si el rasgo específico de la experiencia del tiempo en occi-
dente es una fusión efectiva de lo griego y lo cristiano o se da
en verdad una oposición entre la visión griega, vuelta hacia lo
m u n d a n o y actual, y la visión cristiana, preocupada por lo es-
piritual y futuro, c o m o la sima abierta entre la metafísica
griega y la doctrina cristiana de la fe.
Pero si la historia misma de occidente ha fusionado de este
m o d o la tradición hebreo-cristiana con la religión humanista
de la formación cultural, entonces la audaz tentativa de una sín-
tesisfilosófica,emprendida por Hegel, que logra su plenitud
en lafilosofíadel saber absoluto, se muestra, más que temera-
ria, históricamente fundada.
E n todo caso, es menester tener m u y presente que el punto
de vista del tiempo orgánico ha estado siempre en alza en todos
los proyectos de filosofía de la historia. E n cierto sentido, esto
se puede afirmar ya de Hesíodo y de su conocida descripción
del descenso de las edades. T o d o ello n o es sólo una visión
trágica del m u n d o , en la que se ve ir todo a la ruina, sino que
hay también u n m o m e n t o de estabilizaciónfinal,aún en medio
de los trabajos y dolores de la vida humana que indican una
profunda decadencia respecto de la edad de oro. Hesíodo, con
todo, mira esperanzado hacia u n balance positivo de la vida
humana, ya que el declive del m u n d o se detendrá cuando el
orden de Zeus llegue a dominar.
L a doctrina de las edades tiene también en el cristianismo
su peculiar importancia e, igualmente, bajo forma secularizada,
en las escatologías histórico-filosóficas que ponen u n acento es-
pecial en dar significación al futuro. E n todos estos casos ha-
llamos una articulación del tiempo histórico por su contenido
y n o el flujo homogéneo del tiempo que pasa y la medida sin
significación de los instantes. T o d o lo cual anticipa el último
día o la meta final de la historia.
L a plenitud de los tiempos es la cosecha del tiempo m i s m o .
Es esta la perspectiva que han seguido hombres c o m o Vico,
Herder, Fichte, Hegel y sus sucesores. Poetas románticos c o m o
Novalis y Hölderlin y pensadores teósofos c o m o von Baader y
Schelling han definido a su manera el concepto de tiempo or-
gánico frente a la concepción del tiempo de la física newto-
niana y de lafilosofíakantiana. Especialmente desde Bergson,
nuestro siglo ha concedido u n valor nuevo a este punto de vista.
53
Por él se distingue la verdadera experiencia del tiempo del con-
cepto de tiempo propio de las ciencias naturales. E s este u n
tema al que Heidegger ha conferido entretanto plena actualidad
metafísica, gracias a su interpretación del ser con relación al
tiempo.
C o n esto, ciertamente, n o se ha eliminado la supremacía de
la concepción griega del tiempo y, en particular, la función pri-
maria del tiempo en cuanto medida. Este aspecto del problema
del tiempo se halla profundamente vinculado a la experiencia
occidental del ser-ahí —Dasein—, de la que se ha dado una ex-
presión válida, aunque cada ve2 más inquietante, en las cien-
cias naturales y en sus aplicaciones técnicas. Concebir el tiempo
c o m o algo a nuestra disposición para planear, trabajar y cons-
truir, es tener del tiempo u n concepto que se corresponde ple-
namente con la sucesión vacía de instantes que caracteriza la
idea de tiempo en los griegos.
D e todo esto se deduce que la relación entre la visión reli-
giosa yfilosóficadel tiempo e, igualmente, entre la visión grie-
ga y cristiana es de una gran complejidad. Y a el m i s m o tiempo se
presenta bajo aspectos m u y diversos. L a mejor manera de resu-
mir la intelección de sí m i s m o que tiene occidente y sus carac-
terísticas propias pudiera consistir en examinar nuestro tema,
al concluir este estudio, a la luz de los cambios de interpreta-
ción de u n símbolo que tiene él m i s m o muchos niveles de sig-
nificación. Tal símbolo nos lo ofrece la figura de Prometeo,
una de las figuras más ricas de sentido en la mitología griega,
que refleja c o m o u n gran espejo el camino de nuestra civiliza-
ción en el desarrollo de la ciencia y el progreso. Su superviven-
cia a lo largo de milenios es altamente significativa. Los dos pi-
lares sobre los que se asienta el magnífico arco de este relato son,
a m i parecer, el drama de Esquilo, y la réplica poética que G o e -
the ha dado del m i s m o en sus fragmentos poéticos y dramáticos.
E n Esquilo, Prometeo es el héroe de la invención técnica. T a m -
bién Goethe, en la oda que lleva el nombre del héroe, en el
fragmento de Prometeo y en el Retorno de Pandora (obra igual-
mente inacabada), hace de él el representante del espíritu de la
actividad creadora. Sin duda alguna, lo imaginado por Goethe
es también una interpretación de las intenciones poéticas de
Esquilo en la medida en que se ha podido sacar partido de la
única pieza de la trilogía que se nos ha conservado.
Es incuestionable que el Prometeo encadenado de Esquilo
formaba parte de una trilogía. Parece que se ha de excluir de
m o d o absoluto que esta sola pieza haya venido a ser la última
palabra de Esquilo en el teatro griego. E n efecto ; Zeus, el padre
54
de los dioses y de los hombres, se muestra en ella c o m o u n
tirano brutal, incapaz de dominarse y cuya caída posible se
prevé. L a trilogía debería haber llevado el relato a una con-
clusión satisfactoria, c o m o sería la reconciliación de Zeus y de
Prometeo, la recepción de los Titanes en el Olimpo, la intro-
ducción oficial en Atenas del culto de Prometeo, el dios de los
alfareros, y, en u n plano más general, la instalación del firme
dominio de la ley y el orden bajo la autoridad plenamente sa-
bia de Zeus. Esto m e parece corroborado por el hecho del
culto de Prometeo, a n o ser que se despoje a Esquilo de toda
la pieza para atribuírsela a los sofistas, c o m o se ha intentado
hacer.
E n el marco de la trilogía, Esquilo ha tenido la idea genial
de representar al amigo mítico de la humanidad, que trajo el
fuego del cielo, c o m o el héroe de la civilización humana. Vio
en ello u n tema dramático saturado de ironía trágica: el que in-
cita por primera vez al hombre a que se ayude a sí m i s m o ,
penando sin remedio entre las manos de u n Zeus ávido de ven-
ganza. Cuando Esquilo pone el mito de Prometeo en relación
con la actitud del hombre a utilizar el fuego y con ello adquirir
conocimientos técnicos juntamente con la larga serie de inven-
ciones espirituales y técnicas, se desplaza el campo significativo
del mito tradicional y especialmente de m o d o m u y claro su
relación con el relato de la caja de Pandora. El genio que in-
cita a ayudarse uno a sí m i s m o no puede menos de transformar
el valor de la esperanza. L a descripción pesimista de Hesíodo,
en la que la esperanza, único don que ha quedado en la caja de
Pandora, es el mal al que el hombre intentará volver siempre,
pese a que ciertamente será siempre engañado, es reemplazada
por una nueva interpretación de la misma. Y a la esperanza n o
será algo «vacío», una reacción ante la desesperación o la ocio-
sidad, una suerte de vicio m u y aldeano, sino que viene a ser
la fuente de una verdadera confianza en la vida y u n nuevo m o -
tivo de seguridad, que proviene de la misma virtud de la ac-
ción manual. El don del fuego significa espíritu de invención,
destreza manual, progreso sin límites en la marcha de la civi-
lización.
E n el Prometeo de Esquilo esto se expresa también por una
nueva actitud respecto del tiempo. E n u n estadio primero de la
humanidad se dio u n tiempo en el que cada individuo miraba
fijamente, pero sin ver nada, el fin de su propia vida, «mirando,
miren y no vean; oyendo, oigan y no entiendan». H o y , por el
contrario, el tiempo es u n espacio vacío para la planificación,
la actividad y el progreso. Pues detrás del velo que a cada cual
55
oculta la hora de su propia muerte se abre ante cada uno de
nosotros la ruta del porvenir. E inversamente, este porvenir
se muestra abierto ante la imaginación del hombre, porque a
éste le está oculta la hora de su muerte. Bajo este símbolo
la cultura occidental se reconoce a sí misma en estas dos inter-
pretaciones.
L a imagen que nos presenta Esquilo no incluye en m o d o
alguno una amenaza para la humanidad, cuyo destino parece
independiente de las relaciones entre los dioses. E s solamente
en el dominio de éstos donde nosotros debemos reflexionar
sobre la reconciliaciónfinalde Zeus y de Prometeo y el esta-
blecimiento de u n nuevo orden sólido en el universo. Nin-
guna alusión se hace allí a la autodestrucción del hombre por la
guerra y la violencia, ninguna prevención sobre la validez del
derecho y la piedad, ninguna educación por la retórica (Pro-
tagoras) o por lafilosofía(Platón). D e b e m o s admitir que los
dos dioses, tanto Zeus c o m o Prometeo, pudieron aprender
algo. Y sin embargo, la historia de los dioses bajo una forma
mítica refleja en cierta forma el proceso de humanización y
viene a ser una representación de la tragedia de la cultura. Los
hombres tienen que aprender algo también. El problema está
en si ellos han aprendido alguna cosa o si no la aprenderán ja-
más. ¿Qué deben aprender?
L a figura trágica de Prometeo ha acompañado a la cultura
occidental a lo largo de los siglos. El bienhechor de la h u m a -
nidad, condenado a u n castigo sin fin, pudo ser considerado
c o m o una anticipación del Salvador crucificado. U n excelente
ejemplo nos lo ha ofrecido la publicación en la Bizancio cris-
tiana de una obra titulada Christus patiens, que se componía de
dos mil versos, tomados, sin la menor alteración ni adición, del
Prometeo de Esquilo. Inocente juego de u n espíritu, precursor
del humanismo, pero símbolo también de la era cristiana y de
su capacidad de asimilación.
E n realidad Prometeo había sido caracterizado en la anti-
güedad tardía, no por sus sufrimientos sino por su habilidad.
El era quien había conformado al hombre, creador de la raza
humana (en conexión con el culto local del dios creador).
Este modelo ha inspirado de m o d o particular el pensamiento de
occidente desde el Renacimiento. L a creatividad del artista,
que crea u n m u n d o nuevo por el poder de su imaginación, ha
quedado vinculada al mito de Prometeo. El artista es u n segun-
do Dios (alter deus bovillus). Prometeo no es ya el raptor del fue-
go sagrado, sino m á s bien, según Esquilo, el inventor de la
civilización, porque simboliza en u n último análisis la creati-
56
vidad del espíritu en general y no sólo la del artista. Existe una
profunda unidad entre el poeta y el hombre por el hecho de que
ambos consideran la independencia del Titán c o m o un modelo
para ser imitado.
M a s , ¿qué sentido tiene el nuevo sentimiento de confianza
en sí mismo que el hombre del Renacimiento manifiesta al
preguntar si «somos nosotros mismos dioses»? ¿es que se pier-
de la conciencia de los límites del espíritu h u m a n o y de la vo-
luntad humana? ¿es Prometeo el dios de la civilización moderna,
o, tal vez es más bien su ídolo?
A estas cuestiones hallamos en Goethe una respuesta aguda
y lúcida. Era u n joven abogado de 24 años cuando escribió u n
poema y u n fragmento dramático que dieron nueva vida a la
figura de Prometeo, haciendo de él el símbolo de la confianza
del hombre creador en sí mismo. El argumento del drama puede
resumirse del m o d o siguiente: Prometeo construye su propio
m u n d o y, con ayuda de Minerva, símbolo de la sabiduría y de la
filosofía, da vida a las creaturas de su imaginación y suscita una
nueva raza, la raza humana, y la educa de mil maneras. Pan-
dora, el don funesto de u n Zeus envidioso, según el viejo mito,
se muestra aquí c o m o la hija inocente de Prometeo y no trae
consigo ninguna amenaza para el bienestar humano. L a con-
fianza que tiene Prometeo en sí mismo parece imperturbable y
rompe deliberadamente con todos los dioses olímpicos. N o
reconoce a nadie c o m o señor, a excepción del tiempo todopo-
deroso y del destino eterno, a los cuales los dioses del Olimpo
se hallan tan sometidos c o m o él. El gran descubrimiento que ha
hecho Prometeo en su madurez es que ninguno de los dioses
del Olimpo es capaz de ser señor del tiempo, es decir, de adue-
ñarse del pasado y del futuro para condenarlos en el instante y
en el presente. Si los dioses olímpicos son incapaces de esto,
su eternidad n o es más que una duración sin fin, lo cual, a los
ojos de Prometeo, no es una gracia peculiar del Olimpo. Goethe,
a quien sus amigos de Estrasburgo apellidaban Prometeo, pa-
rece haber pensado que la autoconciencia creadora de todo h o m -
bre encierra en sí u n sentido de eternidad. D e hecho, esto es
manifiestamente verdadero: mientras dura tal autoconciencia,
nada puede separarme de m í mismo, es decir, que vivo en una
convicción imperturbable de m i duración y de m i futuro. Este
es el misterio profundo de la autoconciencia que se refleja en la
frase del Prometeo de Goethe: « Y o soy eterno, puesto que soy».
L a idea de que esta autoconciencia pensante pueda dejar de
existir un día parece en cierta manera impensable. Esta incapa-
57
cidad de pensar marca con u n sello indeleble la trascendencia
que se introduce en nuestro sentimiento de la vida.
Es entonces cuando se inicia la trama dramática. L a con-
fianza de Prometeo en sí m i s m o no basta. E n su misma hija le
sale al paso u n presentimiento insuperable de u n más-allá de
la conciencia. E n una admirable escena poética Pandora, to-
talmente fuera de sí, corre hacia su padre. Sin comprender
realmente lo que ha visto, ha observado una escena de amor
entre su amiga y u n joven. Cuando pregunta a su padre sobre
el extraño sentimiento que ha contemplado en su amiga y que
ha sentido en sí misma, Prometeo le da esta respuesta: «Eso es
la muerte». ¡Qué respuesta! Pandora pregunta a continuación
qué es la muerte. Entonces su padre hace una magnífica des-
cripción de una elevada vivencia extática en la cual todo lo que
es distinto y preciso queda disuelto y la autoconciencia alcan-
za el punto más elevado de su concentración en sí misma. Esta
descripción del éxtasis es interpretada sin más c o m o la suprema
elevación del amor y de la entrega. Pero de nuevo hay que ad-
vertir que Prometeo n o llama al éxtasis amor sino muerte. Y
m u y semejante a la muerte es, de hecho, lo que se describe en
los estados siguientes : el sueño, el despertar y la renovación ple-
na. L afigurade Prometeo se agiganta sobre sí misma. Nadie
pensaría hallarla a través de tal maraña de experiencias.
L a creación dramática de Goethe tampoco nos da, c o m o
el Prometeo encadenado de Esquilo, una respuesta clara y sin
ambigüedad al problema de qué quiere significar propiamente
la «figura de Prometeo». U n testimonio de Goethe sobre sí
m i s m o podría ayudarnos algo. E n su autobiografía, Dichtung
und Wahrheit, afirma m u y claramente, al hablar del carácter de
Prometeo, que éste había llegado a ser uno de los ejes de sus
reflexiones. Veía en él la experiencia de que en los momentos
críticos de la vida humana no hay más ayuda que contar con las
propias energías y el talento personal. Para Goethe, el funda-
mento de su existencia era la actividad creadora y Prometeo
venía a ser para él la figura simbólica que encarnaba en sí tan-
to la soledad c o m o la independencia del hombre creador, pero
al m i s m o tiempo los límites con los que todo hombre tiene que
chocar. N o era en m o d o alguno la rebelión de los titanes con-
tra los dioses lo que seducía al espíritu de Goethe, c o m o él
m i s m o hace notar en seguida. D e hecho, el drama del Titán
ue se basta a sí m i s m o quedó inacabado y unos años más tar-
\ e, en su drama sobre Pandora, Goethe presenta a Prometeo
desde una visión más crítica. O p o n e el carácter fundamental-
mente unilateral de las capacidades prácticas de Prometeo a las
58
experiencias más firmes de la vida: el amor, la muerte y el mila-
gro dionisiaco de la resurrección. Por nuestra parte, nos permi-
timos aclarar el hallazgo de Goethe. Son ciertamente estos lí-
mites trágicos del titanismo creador los que hacen ver clara-
mente la disolución de la autoconciencia, al tener experiencia del
otro y de la alteridad de la muerte; en todo lo cual descubre sus
límites. A los ojos de Prometeo, toda pasión que se apodera de
uno implica separación de sí m i s m o , pérdida de soberanía y de
autonomía.
A los ojos de Goethe, por el contrario, y a los de su previ-
sible lector, una nueva solidaridad, un nuevo orden de vida
comunitaria y u n entusiasmo compartido deben superar los
conatos de los titanes y aportar las bendiciones de lo verdadera-
mente divino. L a tragedia de la cultura concluye así en u n fes-
tival de la naturaleza y en unafiestade reconciliación entre la
naturaleza y la cultura.
59
Sobre algunas acepciones del tiempo
en lafilosofíaárabe-musulmana
Ahmed Hasnaoui
60
nismo, mecanicismo, etc.). Por otra parte, el desarrollo de la
epistemología —y más en concreto la forma particular que ha
tomado la epistemología histórica, sobre todo en Francia-
ha contribuido también a establecer esta posición dominante.
El hecho de que el tiempo histórico sea el que ponemos hoy
en primer término, indica cuál es nuestro m i s m o m o d o de filo-
sofar, que ha tomado c o m o tema n o tanto objetos definidos
con precisión, c o m o pertenecientes al c a m p o de la metafísica,
cuanto el conjunto indefinido de discursos y de prácticas que se
presentan ante nosotros tanto en las ciencias humanas cuanto en
nuestro m u n d o «ambiental». L a actividadfilosóficaviene a to-
mar entonces la forma de u n relato del pasado de la filosofía,
de u n desmontar las piezas trabadas del edificiofilosófico.Este
desmontar toma —en Heidegger por ejemplo— el concepto de
tiempo c o m o hilo de Ariadna: toda la ontología antigua, uti-
lizada a lo largo de los siglos hasta Hegel y aún hasta Bergson,
estaría ya predeterminada en la precomprensión del ser c o m o
presencia, ousia, parousia. Se encuentran los mismos predicados
del tiempo en h. Física de Aristóteles y en lafilosofíade la na-
turaleza de la Lógica de Jena de Hegel.
61
taraka) e ideal (mawhûma: imaginado), situado en medio de la
línea y que liga una a otra las extremidades (de las partes de) la
linea; y c o m o es el caso para el ahora (an) 7 que liga las extremi-
dades del tiempo pasado y del tiempo futuro 8 .
62
D e hecho, esta designación n o es el efecto de u n azar, ni
simplemente el de una tradición esclerotizadora, sino, m á s bien,
la indicación de la manera c ó m o esta tradición se halla consti-
tuida en tradición y del papel que se la hace jugar en las estra-
tegias conceptuales del m o m e n t o .
D e esta suerte, la articulación del conjunto de rasgos que para
Heidegger designan una precomprensión ontológica del ser del
tiempo y una precomprensión del ser sin más podría ser de he-
cho el efecto de asumir presiones impuestas por la elección de
«la hipótesis del continuo».
L a comprensión del tiempo bajo la categoría del ahora pue-
de aparecer c o m o la trasposición de la aprehensión vivida del
fenómeno-tiempo por una conciencia «ingenua»; pero lo que
determina esta comprensión es menos esta captación aparente-
mente intuitiva que la «formalización» que la retoma de u n
m o d o contraído, al definirla c o m o «punto», c o m o «límite»,
«formalización» que relaciona el tiempo con el movimiento y
con la magnitud, de la que se ha afirmado el carácter continuo.
Esta «elección», utilizada por Aristóteles para responder a los
problemas surgidos en el seno de la matemática griega («descu-
brimiento de los números irracionales, especulaciones infinita-
tesimales»)M se halla en el origen de la caracterización del pun-
to c o m o limite entre dos partes de una línea, límite que n o es
índice de la divisibilidad hasta el infinito de la magnitud, ni del
instante c o m o límite entre el pasado y el futuro. L a idealidad del
instante y del punto (estos n o son en manera alguna indivisi-
bles subsistentes que compondrían el tiempo y la línea), resul-
tado de una decisión enteramente compatible con el estado de la
matemática griega, basta para explicar el conjunto de rasgos dis-
tintivos bajo los cuales se halla «formalizado» el tiempo, capta-
do bajo la categoría del ahora.
Desde entonces Aristóteles ha sido el indicador de una nor-
m a de racionalidad, con la que se miden las otras tesis a propó-
sito de la naturaleza del tiempo. El aristotelismo ha sido con-
siderado generalmente c o m o la forma óptima de racionalidad
lo cual confiere a la falsafa u n doble privilegio : por una parte,
piensa que puede exhibir en cada instante de su discurso la to-
talidad de sus fundamentos, que puede subsumir dándoles u n
nombre; por otra, pretende definir los tipos de discurso a los
63
que pertenece cada disciplina y atribuirles u n índice de valor
específico: discurso retórico, dialéctico, apodíctico o demostra-
tivo, de suerte que el conjunto del cursus enciclopédico se halla
así cubierto. L a falsafa se presenta entonces c o m o la fuente de
toda región canónica.
D e esta suerte, en sus obras polémicas, Averroes adopta
lo m á s a m e n u d o una postura relativamente compleja respecto de
sus adversarios (los teólogos, Algacel...); n o les opone de m o d o
abrupto, tesis contra tesis por decirlo así, la verdad que disipa-
ría su error; deja m á s bien que la tesis contraria se vaya debili-
tando por sí misma, al desarrollar sus consecuencias hasta el
m o m e n t o en que se hace patente lo absurdo de la m i s m a y sus
contradicciones.
E n Manâhij-al-'adilla16, por ejemplo, al querer mostrar la
vanidad de la hipótesis de los átomos en los As'aríes, denuncia
la incapacidad de una disciplina (la teología kalâm, que se
m u e v e a sus ojos en el sólo campo de la retórica) para decidir
de la naturaleza de las sustancias corporales. Esta decisión su-
pondría en efecto la solución de dificultades —distinción del
continuo y del discontinuo, solución del problema de las rela-
ciones entre el continuo y el infinito— que sobrepasan las solas
fuerzas del kalâm. D e esta suerte, éste mira a asignar límites
m á s allá de los cuales n o puede aventurarse, sin arriesgar, el
hacer u n uso que se podría llamar «trascendente» de la retórica.
64
troduce la concepción lineal del tiempo 18 . E n desquite de esto,
el tiempo en el Islam está caracterizado, según Louis Massignon,
por citar u n ejemplo, c o m o u n tiempo reversible, respecto del
cual los «esquemas temporales», señalados por la idea de pro-
greso, son inadecuados.
Baste subrayar aquí que la idea de progreso n o es total-
mente extraña al pensamiento musulmán, y esto desde la au-
rora de su pensamientofilosófico.Al-Kindí abre su Libro de
la filosofía primera con u n elogio :
(El de) aquellos que nos hacen participar los frutos de sus inves-
tigaciones y que nos facilitan la vía hacia lo que deseamos saber
sobre lo verdadero y lo oculto, ofreciéndonos las premisas que nos
facilitan el acceso a la verdad. Porque si ellos n o hubieran existido,
no hubiéramos podido reunir, aún al término de una laboriosa
investigación realizada durante toda nuestra época (se ha de en-
tender: la época propiamente árabe) estas (verdades primeras),
gracias a las cuales llegaremos a nuestras conclusiones... ciertas 2 0 .
65
5
se despliegarigurosamenteen el espacio que separa las premisas
ciertas, legadas por los antiguos, de las conclusiones nuevas y
ocultas que n o faltarán en venir a coronar «nuestra investiga-
ción laboriosa, nuestra investigación minuciosa, nuestra dili-
gencia». L a cantidad de verdad es «proporcional» al tiempo que
se ha empleado en adquirirla 22 .
Es inútil pretender encerrar el pensamiento del tiempo en
los árabes dentro de una fórmula única que nos descubra el
secreto del m i s m o , salvo si concedemos u n privilegio— pero,
¿en nombre de quién?— a algunos de sus enunciados.
A d e m á s , ¿qué significa u n tiempo reversible, confrontado
con la percepción m á s originaria del tiempo (el dabr), gre-
gariamente indefinido e inexorable, cuyo tránsito por los lugares
donde la tribu de la amada ha elegido domicilio, borrando hasta
el rastro de las cenizas, hace decir al poeta : ¿ N o hay «refugio»
cerca de los vestigios anulados?
Si se quiere buscar una experiencia primitiva, que haya ser-
vido de fundamento a la concepción del tiempo en los árabes,
será necesario retornar a esta percepción ético-cosmológica del
dahr, incansable repetición «de noches y de períodos» M , «suce-
sión de la noche y del día»25, sustancia de las cosas, elemento
en el que se despliegan y donde hallan su cumplimiento 26 ,
66
pero también pujanza anónima, cuyo desarrollo irreversible
arrastra en su propio surco las cosas y los seres y, c o m o dice
Imru'u-1-Qays, «no deja, al pasar, subsistir nada por sí mis-
m o » 27. El dahr es también el lugar de la prueba, de la experien-
cia ética de los árabes, inserta en su misma matriz: el sabr n o
es, c o m o se dice con frecuencia, dejarse llevar por los aconte-
cimientos, sino más bien «el estar-a-la-altura» del acontecimiento.
D e b e m o s entender aquí esta experiencia en el sentido del ethos,
es decir, de u n comportamiento que n o conoce aún el desdo-
blamiento reflexivo y sus justificaciones, pero que es el m o d o
de residir en el m u n d o y de anudar relaciones intra-humanas.
El dahr no es sólo la ética de los árabes, sino también su estética :
¿no se dice acaso que, frente a la adversidad, el hombre «se e m -
bellece» vistiendo túnica del sabr}28. E s el estilo antiguo de
morar en «el m a r del devenir», en tanto que al m a r puede ser
de alguna manera u n sitio para hacer en él la morada. E s la
actitud ética ante el devenir, cuando n o se pone la cuestión de
inscribir la voluntad libre de u n sujeto con actuación autónoma.
L e experiencia «originaria» del tiempo en los árabes es, c o m o
en los griegos de la época clásica30, indisolublemente ética y
cosmológica, y el sabr, en particular, n o se comprende más que
después de haber sido reinscrito en esta experiencia, c o m o ac-
titud de u n equilibrio acogedor frente a la hybris del devenir
informe.
L a experiencia del dahr debe ser sentida en su raíz, antes de
la tematizaciónfilosóficade esta noción por Avicena 31 y antes
que al-Râzî32 eleve el tiempo al nivel de u n principio eterno.
67
El Mîtâq o acontecimiento puro
68
y de u n tiempo precario, amenazado por la muerte, acota el
presente c o m o el lugar del despliegue privilegiado del ethos, y
tiene así por efecto destruir el eón infinito y compacto del dahr.
Por otra parte, u n mito organiza la experiencia temporal
propiamente religiosa, el del mîtâq: primera creación en la «pre-
eternidad» de toda la raza adámica, para que ella proclame a
Dios, Señor único u . Este acontecimiento puro, por ser insituable
en u n tiempo cualquiera, debe encontrar sin embargo, su rea-
lización temporal (a saber, la espacio-temporal) en las figuras
centrales de la profecía que en cada m o m e n t o van reactualizando
el mîtâq. Pero es aquí donde se plantea el pavoroso problema
del fin de la profecía. Desde entonces, la elección puede ser
doble: puede considerarse que la comunidad se halla en plena
posesión de la verdad, y entonces la tarea consiste en enrai-
zaría en una tradición, es decir, en la recogida de los vestigios,
en la salvaguarda de los monumentos, en el cálculo minucioso
de los gestos y de las palabras, donde encuentran su condición
de posibilidad las «ciencias»filológicas,analíticas, etc.. Este
es el sentido del apego a la sari'a, a la letra de la religión p o -
sitiva.
Este es igualmente el sentido de los diversos retornos a la
fuente de la tradición35, cuantas veces pareció que estaba a m e -
nazada por una forma de racionalidad, percibida c o m o alie-
nante. Las figuras de este retorno se llaman As'ari, Algacel,
Ibn Taymyya, quienes han intentado continuamente, por la
utilización del argumento escéptico, hacer vacilar el suelo de
esta racionalidad36.
L a tradición debe mantenerse pura en su literalidad, tal
c o m o ha sido enunciada en su origen. El origen y la letra in-
tercambian mutuamente su prestigio. Cualquier alejamiento del
origen es una «caída», una alteración de sentido. D e aquí la
condena de la innovación vituperable: bid'a31. Esta está con-
denada en la medida en que se arriesga a tomarse a sí misma por
u n origen, de tomarse (o de ser tomada) por la instauración de
una nueva tradición, valedera c o m o tal para la comunidad.
69
L a bid'a es una «réplica» malvada del origen, una réplica per-
vertida 38 .
Al lado de esta «réplica» malvada, hay otra buena: aquella
que consiste en explicitar la tradición, en desarrollar lo que
está involucrado en ella; de aquí proviene la importancia del
qiyâs (razonamiento analógico), que resuelve, en ¿\fiqh (ciencia
de la ley revelada), el problema del carácterfinito,limitado de
la revelación.
Esta «replication» es el m o d o de temporalización privile-
giada délas experiencias de la comunidad; n o se trata tanto de
tejer penosamente una duración entre dos instantes indepen-
dientes cuanto de repetir invariaciones. Este cuadro formal es
tan pregnante que la fa/safa lo reproduce en su relación con el
corpus griego. L a reacción de Averroes, ¿no es el equivalente,
en el dominio de lafilosofía,de los intentos de la salafia respec-
to del corpus revelado?
L a segunda rama de la alternativa que parte del m i s m o fenó-
m e n o fundamental de la clausura profética, y que se inscribe
en la misma lógica, a pesar de sus diferencias, es tomado por el
si'ismo y en general por aquellos que rechazan la soberanía
despótica de la letra: los mu'awmlûm. Frente a esta verdadera
aporía del fin de la profecía que podría formularse así: de una
parte, necesidad de repetir el acontecimiento puro que repre-
senta el mîtâq y, de otra parte, clausura de hecho de esta repeti-
ción por el «sello» puesto a la profecía, el imâma aparece c o m o
una continuación, una reconducción del pacto primordial.
D e esta suerte, u n tiempo secreto, el de la sucesión de los
Imams (guías) habitará la temporalidad empírica. Ciertamente,
la referencia al corpus revelado permanece, y esto por razones
necesarias (puesto que es del sentido del libro de lo que se tra-
ta); pero respecto de la comunidad, el problema es menos de
enraizar en una tradición que de «pluralizar» esta tradición en
una multiplicidad de grupos, cada u n o de los cuales se halla
definido por su relación con u n o de los múltiples niveles de
sentido, extraídos de la interpretación del libro.
Desde entonces, la Sari'a n o es más que el primer nivel de
sentido que presidirá la organización de la vida del c o m ú n de
los creyentes.
L a tradición es entonces una tradición viviente, continua-
mente actualizada en la relación de iniciación que vincula al
maestro (el imam) con el discípulo.
70
L a relación al origen es inversa: n o halla su cumplimiento
m á s que en el telos que representa el advenimiento del Madhí.
Es en este m o m e n t o cuando el sentido encontrará su cumpli-
miento y su realización plena. El tiempo —no el tiempo empí-
rico sino el tiempo secreto que lo dobla y lo traspasa— adquiere
u n poder: este tiempo es el lugar en el que se constituye y se
revela el sentido. A nivel de experiencia temporal, es la espera
lo que caracteriza la conciencia st'ita.
Sutil teología...
71
corpóreo vienen a ser u n cuerpo. Esto podría parecer paradó-
jico : ¿cómo, en efecto, algo que no tiene cantidad, aña dldo a si
m i s m o , puede llegar a producirla?
Esta composición de sustancias corporales a partir de m í -
nimos sin magnitud supone que la composición tiene una vir-
tud propia, que motiva el que la relación cambie la naturaleza
de los términos que entran en la misma.
El m o d o de composición de los cuerpos (yuxtaposición de
átomos que excluye la mezcla) y el agente de esta composición
(o descomposición), el movimiento, exige la existencia del
vacío (segunda proposición).
El nacimiento y la destrucción consisten en la unión y en la
separación de las partículas idénticas que entran en la c o m p o -
sición de los cuerpos. Pero esto no implica que los átomos
existen en «número limitado en el universo». E n efecto; n o
existe u n material previo que Dios tuviera que ir componiendo
en diferentes configuraciones, no hay u n conjunto de elementos
finitos en los que no cambiaría más que la ley de composición.
M á s bien, los elementos y la ley que los organiza son, en su
contemporaneidad, el objeto de u n mismo acto creador que se
renueva indefinidamente.
Esto podría parecer incompatible con la afirmación de la
semejanza absoluta de los átomos, y sobre todo con la afirma-
ción que se deduce de ello, según la cual nacimientos y destruc-
ciones no consisten más que en la unión y separación de los
mismos átomos. M a s , al ser los átomos conservados en la exis-
tencia por u n acto perpetuador de creación (cf. la sexta propo-
sición), solamente por u n cierto abuso del lenguaje se puede
decir que los mismos átomos entran en la composición de los
diferentes cuerpos. Entonces, el problema está en saber lo que
garantiza la identidad de u n mismo átomo (o de u n m i s m o
cuerpo) a través del tiempo.
Este problema surge desde el m o m e n t o en que el tiempo está
compuesto de momentos independientes (tercera proposición),
los cuales, «a causa de su corta duración, no se pueden dividir».
Esta proposición la presenta Maimónides c o m o una conse-
cuencia necesaria de la primera proposición, porque si los
mutakallimïes (teólogos) aceptaran la continuidad del tiempo,
se verían obligados a admitir la continuidad de lo extenso42.
L a negación del continuo en u n campo, el de la extensión,
lleva consigo su negación en los campos que son solidarios :
el movimiento local y el tiempo.
72
El tiempo se halla así constituido por indivisibles: los ins-
tantes. D e aquí que en la doctrina del tiempo sea necesario ad-
mitir la realidad del elemento : n o se concibe el instante, c o m o
en Aristóteles, c o m o si fuera u n límite ideal entre el pasado y
el futuro, sino c o m o u n constituyente del tiempo.
L a composición de lo extenso, formado por indivisibles, que
debe recorrer cada cuerpo en su movimiento, hace que todos
los movimientos sean iguales, pues la diferencia de velocidad
aparente entre los cuerpos en movimiento n o es debida m á s que
a la diferencia de intervalos de reposo que interrumpen el
movimiento 43 .
E s aquí donde interviene la duodécima proposición44, cuya
función crítica aparece en su plenitud. Esta proposición n o
entra c o m o parte de la configuración deductiva que forma el
conjunto de las proposiciones; es m á s bien reguladora, e in-
terviene en cada nivel de la deducción, siempre que sea nece-
sario criticar las apariencias. U n a segunda consecuencia de la
composición del espacio por indivisibles es el n o reconoci-
miento de las magnitudes irracionales y la repulsa del libro X
de los Elementos de Euclides, que se deduce de ella45.
L a cuarta proposición es necesaria para completar la teoría
«física» y la teoría del tiempo. El accidente es u n mcfna, radi-
cado en su cuerpo 46 . L o s accidentes forman u n conjunto de
dobles, uno de cuyos elemento (accidente) se relaciona con el
átomo. E n el conjunto de accidentes que forman el doble
(vida-muerte, ciencia-ignorancia, movimiento-reposo, etc.), u n
término del doble (accidente) hace referencia a u n átomo en sen-
tido partitivo. D e tal m o d o que n o solamente cada átomo im-
plica u n accidente, sino también que cada accidente dice refe-
rencia a u n átomo 4 7 .
Este actualismo del accidente exige que sea válida la quinta
proposición que encierra en sí dos enunciados solidarios:
1) es en el átomo donde reside el accidente (excepto la cantidad,
que no es u n accidente) ; 2) n o es el cuerpo, en cuanto compues-
to (de átomos), el soporte colectivo del accidente, sino los áto-
73
m o s , de los que está compuesto el cuerpo, quienes forman el
sujeto distributivo de este accidente48.
A quien objetara que el accidente mantiene el cuerpo en su
totalidad (puesto que éste desaparecería si esta totalidad n o se
conservara en cuanto tal : así, cuando se cortan las partes de u n
ser vivo, éstas dejan de ser partes vivas), los mutakallimíes opo-
nen la tesis de la creación de los accidentes. L a objeción n o
solamente es errónea por lo que concierne al sustrato (del
cual hace ella una totalidad expresable en su accidente); tam-
poco percibe u n carácter que es esencial al m i s m o : su n o -
duración y su dependencia inmediata respecto de la voluntad
divina.
D e aquí se deduce la sexta proposición: «el accidente n o
dura dos tiempo o dos instantes»49.
Esta proposición señala así la dependencia absoluta del
accidente respecto de la voluntad divina. Dios n o podría crear
una sustancia sin accidente (este enunciado se vincula con la
cuarta y quinta proposición). L a asimetría (aristotélica) que
hace de la sustancia u n término primero repecto de los acciden-
tes, se ha quebrado. Y esto, según Maimónides, se halla en cone-
xión con la intención profunda de la tesis de la no-duración de
los accidentes, porque una sustancia n o es ya entonces lo que,
por el despliegue de la physis, exige tal o cual accidente especí-
fico, sino que es creada con u n accidente por u n solo y m i s m o
movimiento. Cuando Ibn Suwâr 5 0 quiere mostrar que la argu-
mentación de los mutakallimíes en favor del carácter creado del
m u n d o no es concluyente, n o quiere hacerlo sino por medio de
un desplazamiento semántico que le permite restaurar el prin-
cipio de la anterioridad de la sustancia respecto de sus acci-
dentes, principio n o reconocido precisamente por el kalâm 51.
74
Esta casi-igualdad ontológica de la sustancia y del acciden-
te pone en claro la intención profunda de este cuerpo de propo-
siciones : la negación de la physis, de la ley natural, entendida
c o m o ordenación jerarquizada y estable del cosmos. Esta au-
ausencia de una «naturaleza de las cosas» n o permite otra posi-
bilidad que la instantaneidad de u n acto creador52 y su reen-
cuentro a través del tiempo, según u n hábito Câda) que viene
a ser una regla de repetición.
Esta sexta proposición es exigida por la tercera. Esta, en
efecto, al afirmar que el tiempo se c o m p o n e de momentos in-
dependientes, necesitaba ya la explicación de la persistencia de
una cosa cualquiera a través del tiempo.
L a sexta proposición enuncia positivamente este hecho des-
de el punto de vista de la cosa que dura : ninguna autoposición,
ninguna espontaneidad interna puede explicar la duración de
una cosa cualquiera, pues se necesita una intervención exterior.
D e aquí la necesidad de una teoría de la creación continua. Si
se apHca a los accidentes esta creación continua, c o m o el acci-
dente califica totalmente a la sustancia, el mantenimiento de
éste en la existencia o la destrucción del m i s m o lleva consigo
el mantenimiento en la existencia o la destrucción de la sustan-
cia (cf. cuarta, quinta y sexta proposición). L a ausencia de u n
dinamismo interno de la sustancia (átomo) hace que sea sufi-
75
cíente el que la voluntad divina se abstenga de obrar para que
la sustancia retorne a la nada. N o es necesario que esta abs-
tención (tark) 53, suficiente para que una sustancia deje de exis-
tir, la produzca Dios de la nada.
Así pues, es esto lo que habría que admitir si se dijera que
una sustancia dura más allá de u n instante; porque, si después
de haber durado u n cierto tiempo, dejara de existir, habría
necesidad de proponer una razón suficiente para explicar este
retorno a la nada. C o m o esta razón no puede ser más que Dios,
es forzoso admitir que Dios crea de la nada. Así, la teoría de la
creación continua satisface con su explicación a u n principio
de economía : n o es necesario que Dios cree, además del acci-
dente vinculado a la sustancia, «un accidente de la destrucción» ;
es suficiente que se abstenga54.
Esta creación continua n o puede ser una reproducción con-
tinua. E n efecto, entre una creación y otra habría que suponer
entonces la existencia de una nada que debería crearse. Ahora
bien, Dios, al no producir positivamente de la nada, n o puede
producir en los seres u n predicado, afectado de nada, para eli-
minarlo enseguida. U n a de las consecuencias directas de esta
sexta proposición es que la legalidad de la naturaleza n o se
encuentra ontológicamente fundada, pues n o es m á s que el
efecto de una especie de hábito fáda), establecido por Dios. Si
el movimiento de la m a n o (del que escribe) n o puede tener
influjo sobre la pluma, es en virtud del principio que exige que
«el accidente no rebase nunca su propio sustrato»: el movi-
miento c o m o accidente de la m a n o n o podrá trasmitirse, m á s
allá de la m a n o , hasta la pluma. Si el accidente rebasara su sus-
trato, la physis tendría u n dinamismo propio, sin que intervi-
niera en todo m o m e n t o la voluntad divina. D e esta suerte, el
esquema de una vinculación con u n antecedente que actuara
sobre un consecuente n o puede tener lugar en tal sistema. D e
hecho, toda causalidad es negada en el m i s m o 5 5 . « E n suma;
53. Existía una gran discusión sobre el tipo de realidad que convenía
atribuir al tark; cf. M.I., 59 (cuestiones 45 y 46), 60 (cuestión 48) y 61-64
(cuestiones 49-58).
54. Sin embargo, ciertos mutakallimies piensan que si Dios quisiera
destruir el m u n d o , sería necesario que creara una suerte de accidente se-
parado (de todo soporte), el de la destrucción que tendría por efecto «neu-
tralizar la existencia del mundo»; cf. Le guide des égarés I, 291 ; cf. toda la dis-
cusión sobre la realidad àel fana' en M. I. II, 50-52. L a noción de nada (y
todas las demás nociones conexas) presentas ciertas dificultades sobre las
que pensamos volver en otro lugar.
55. E s necesario distinguir aquí entre los as'aries, para quienes tal
afirmación es válida, y los mu'ta^ilies que, al contrario, dan derecho de
76
no se puede decir en m o d o alguno: tal cosa es la causa de tal
otra»56. El hábito es u n principio de coexistencia de ciertos
accidentes. Así, cuando uno escribe, coexisten cuatro acci-
dentes, creados por Dios: la voluntad de mover la pluma, la
facultad de moverla, el movimiento de la m a n o y el movimien-
to de la pluma. A ú n más, estos cuatro accidentes, c o m o tales,
son continuamente recreados, de tal suerte que la causalidad
no es una vinculación en algún m o d o «horizontal» de los fenó-
menos, sino una vinculación «vertical» entre la sola causa efi-
ciente actual, la de Dios, y el conjunto de los fenómenos 67 .
El ejemplo de la voluntad y de la acción, invocado aquí por
Maimónides, es precisamente aquel a propósito del cual se
recordaba la tesis del discontinuo temporal por primera vez,
en el Maqâlât al-Islâmayyîn 68. Se trata de saber si la facultad de
cumplir una acción ('istitâ'a) dura dos momentos o no. A decir
verdad, la respuesta de los mü'ta^ilíes n o ofrece duda alguna :
sí dura59. M a s la respuesta de Abû-1-Qâsim al-Balhî, por ser
excepcional, n o es menos significativa:
77
que la voluntad pasa al estado de nada, el h o m b r e n o se halle
afectado de u n estado de incapacidad. Entonces pueden es-
tablecerse tres estados:
1) U n estado «de impedimento»: se entabla al conflicto
entre u n poder antecedente y una incapacidad actual. El resul-
tado, además, n o es forzosamente u n estado de incapacidad,
c o m o lo muestra la solución adoptada por Abû-1-Hudayl 6 0 .
2) U n estado «de indiferencia» : el agente n o se halla ni en
estado de impedimento, ni en estado de poder. Se podría ima-
ginar que, en virtud del acto de la voluntad del instante prece-
dente, la acción se realiza en el instante presente con u n cierto
retraso respecto del acto de la voluntad.
3) U n estado «positivo» de poder actual.
L a primera solución debe descartarse. L a segunda realiza
una condición simplemente negativa: n o hay actualmente obs-
táculo alguno a la realización de una acción decidida anterior-
mente. L a tercera solución, elegida por Abû-1-Qâsim, repre-
senta u n maximum, porque n o solamente n o hay obstáculo,
sino que reconoce que u n poder positivo se halla actualmente
presente.
L a intervención divina elige precisamente esta solución ó p -
tima, al producir en el h o m b r e u n acto nuevo de voluntad,
aunque la acción se realice en virtud del acto de la voluntad
precedente y n o de aquel que es creado en el m o m e n t o m i s m o
en que se realiza. Así, el discontinuismo temporal caracteriza
n o solamente el orden de la realización «sensible» de la acción,
sino que registra igualmente el orden donde se «despliega» la
voluntad general del agente moral. Esto tiene por efecto intro-
ducir u n desplazamiento entre las dos series, en el que se in-
serta la voluntad divina que añade a la serie noumenal —permí-
tase utilizar una terminología kantiana ciertamente inadecuada—
una especie de suplemento. Este suplemento noumenal, de or-
den teológico, es lo que permite igualar las dos series. El dis-
continuismo temporal, por el que penetra una intervención
divina continua, imposibilita toda autonomía moral. Esto ex-
plica que la mayor parte de los mu'tallies n o hayan adoptado la
solución de Abû-1-Qâsim.
Esta doctrina de la creación continua n o se aplica sólo a los
accidentes positivos, sino también a las «privaciones de capa-
cidad», pues el reposo exige tanto c o m o el movimiento u n acto
creador que le mantenga en la existencia. L a privación n o es u n
no-ser; ni siquiera ese no-ser relativo que le reconocía Aris-
60. M. I. I, 276.
78
tóteles. El reposo, por ejemplo, no es el mero acabar del m o -
vimiento de u n móvil que habría llegado a su lugar o lo habría
vuelto a encontrar. E s más bien, al contrario, u n accidente que
exige dar una explicación de su advenimiento y de su permanen-
cia en el ser. D e esta suerte, el reposo y el movimiento obede-
cen a u n mismo régimen ontológico. Del m i s m o m o d o , la vi-
da y la muerte, la ignorancia y la ciencia, la oscuridad y la luz,
etcétera... Su ser está sometido al mismo discontinuismo tem-
poral y exige, entonces, una igual intervención divina para po-
der perpetuarse.
Si la privación puede aspirar al mismo estatuto ontológico
que el accidente positivo, se puede m u y bien enunciar c o m o vá-
lida la octava proposición: « N o hay por doquier más que sus-
tancia y accidente». L o cual puede traducirse por: se da en
todas partes algo positivo. O también: n o pudiendo crear
Dios una sustancia sin accidente, se dan por doquier sustan-
cias (actualmente) calificadas. Esta homogeneización de los
onta implica el que n o hay ninguna forma que pueda ser la de-
finición de u n ser. Dicho de otra manera: que n o se da una
forma específica. El actualismo se prolonga en nominalismo. Es-
ta homogeneización somete a las mismas leyes de composición
el cielo y la tierra, de suerte que no se da, de una parte, el m u n -
do del devenir sublunar sometido a la contingencia, y de otra
parte, el m u n d o supralunar animado de u n movimiento regu-
lar. El m u n d o , en su totalidad, está sometido a una contingen-
cia radical. Este es el sentido de la décima proposición indiso-
lublemente lógica y teológica: si no se dan naturalezas fijas,
ni lugares a priori, ni formas específicas eternas, entonces es
imaginable —y racionalmente admisible— que la tierra se trans-
forme en esfera celeste. Y que, inversamente, el elemento del
fuego no se eleve hacia arriba, ni que el elemento tierra se di-
rija hacia el centro; que exista «un elefante con la dimensión de
un mosquito». Forma extrema de la contingencia mundial.
Según Maimónides, todas las proposiciones precedentes con-
vergen hacia ésta. Pero es sobre todo la hipótesis de la «igual-
dad de los átomos» y de la no jerarquía ontológica de los acci-
dentes (octava y novena proposición) la que fundamenta esta
proposición décima. El igualar ontológicamente a los acci-
dentes es una exigencia de la doctrina del tiempo: porque el
accidente, al no durar dos momentos, no puede servir de «su-
jeto» a otros accidentes.
Esta décima proposición es la expresión teológica de la ne-
gación de la physis, c o m o despliegue autónomo de los seres,
en u n cosmos dispuesto ordenadamente, jerarquizado y estable.
79
Afirmada de esta suerte la contingencia radical del m u n d o ,
la undécima proposición es exigida c o m o complemento nece-
sario : se trata de hacer inefectivo el instrumento operatorio que,
al afirmar la eternidad del m u n d o , podría invalidar su contin-
gencia: el infinito. Así c o m o el atomismo implica la negación
del infinito en potencia (en efecto, la magnitud sería entonces
divisible hasta el infinito), del m i s m o m o d o la contingencia del
m u n d o implica la negación del «infinito» por sucesión. L a doc-
trina del tiempo es a la vez discontinuista y «finitista».
Esto está conforme con la división qadím-muhdat, que es una
de las estructuras esenciales del halâm.
El concepto de qadîm, que se puede traducir por «eterno»,
no tiene siempre esta significación técnica. Hallamos esta indi-
cación precisa en al-Imta wa-l-mu'ânasa de A b u Hayyân at-
Tawhîdi 81 . El gramático y teólogo A b u Sa'îde as-Sîrâfî ad-
vierte que, para los árabes, qadîm n o significa lo que n o tiene
comienzo en el tiempo, sino aquello cuyo comienzo se pierde
en la noche de los tiempos. Su significación n o hace referencia
a una teocosmología, sino a una ignorancia, proclamada ante
todos, por lo que concierne al comienzo de la aparición de u n
fenómeno.
El sentido técnico que el término qadîm recibe en teología
precisa su significación c o m ú n . Esta elaboración técnica con-
siste en pasar desde algo indefinido en cuanto a la dimensión
del pasado a una verdadera infinitud sin primer término, desde
un origen inasignable (por ignorancia o por olvido) a la ausen-
cia total de origen (ontológicamente afirmada), desde u n defecto
de la imaginación (wahm) a u n principio claro y distinto del
entendimiento (y de las cosas), desde una afirmación empí-
rica (el carácter ilimitado de una dimensión temporal : el pasado)
a una definición apriorística. El qadîm es desde entonces lo que,
por definición y a priori, n o tiene comienzo en el tiempo. Dicho
de otra manera, se pasa del carácter informe del dahr a u n poner
en forma el concepto de tiempo 62 .
L a bipartición del ser en qadîm muhdat no tiene eficacia m á s
que en una teoría que haya logrado desprenderse del tasbíh,
del antropomorfismo 63. Porque, según los râfidîes por ejemplo,
80
Dios, que es u n cuerpo, n o es u n ser inmutable. N o adquiere
ciertos atributos (potencias, vista, oído) m á s que cuando crea
las cosas que posibilitan el ejercicio de estos atributosM. E n
efecto; antes de haber creado los seres, estos n o tenían ningún
m o d o de existencia; ahora bien, los atributos n o pueden ser
«puestos en acción» respecto de la nada.
Tal concepción supone que Dios n o dispone de los seres,
ni en cuanto posibles, ni en cuanto ejemplares, presentes en u n
entendimiento.
Pudiera ser que, para evitar tal situación, N a z z â m haya
propuesto su teoría de los kumûm 65 (latencia) ; los entes son
allí de alguna manera presentados en totalidad a la «mirada» de
Dios, aunque su aparición en el tiempo se haga sólo sucesi-
vamente. D e esta suerte, n o es necesario que ciertos seres apa-
rezcan para que se actualicen los atributos divinos.
D e esta suerte encuentra solución una aporía inherente a la
noción de creación: ¿cómo «paga su moneda» en el tiempo
el acto de la creación? E n esta teoría de N a z z â m el tiempo n o es
anulado, c o m o pudiera parecer, sino que constituye la ley de
la aparición de los seres y de las cosas a partir de una suerte
de fondo predeterminado.
Los conceptos de latencia y de manifestación (duhur), ca-
racterísticos del preformismo nazzamiano, ofrecen una homolo-
gía de función con los conceptos (de origen neo-platónico y que
serán retomados por los espirituales del siglo X V I europeo M )
de envolvimiento y de desarrollo: solamente se desarrolla en
el tiempo lo que estaba involucrado; se despliega lo que es-
taba enrollado.
Los râfidîes, al n o disponer de una solución tan elegante, se
niegan atribuir a Dios la inmutabilidad: n o solamente los atri-
butos divinos n o son actuales más que por su ejercicio efecti-
v o (lo cual supone la aparición de los seres a propósito de los
cuales se ejercen tales atributos), sino que Dios puede «recti-
ficarse» a sí m i s m o , puede llegar a ser una badâ'a. Así pues, su
voluntad n o tiene una orientación definitiva, ni una dirección
inmutable, y esto tanto en el plano de la creación de los seres
c o m o en el de institución de una religión (sarí'a). A l menos,
81
6
esta es la significación que dan los râfidks a la abrogación de
ciertos versos del Corán (nosh) 67 .
A estas tres proposiciones se oponen paralelamente tres
tesis de los mtf families™: 1) la ciencia divina n o se actualiza
a medida que van apareciendo los objetos a propósito de los
cuales se ejerce; n o ha sido creada en el tiempo, es inmutable;
2) Dios no conoce la bada"a ; 3) no abroga nunca un enunciado
«táctico» (habar) por otro enunciado «fáctico», porque la bro-
gación de tal enunciado por otro implicaría que uno de los dos
era falso (kadib).
L a abrogación n o puede tener lugar más que en el caso de
'amr y nahy, es decir, en los enunciados que llevan consigo
una orden o una prohibición, que forman la clase de los enun-
ciados neutros respecto del valor de la verdad.
Así, Dios está «adornado» con el predicado esencial de la
inmutabilidad : a Dios se le piensa entonces c o m o u n ser extra-
m u n d a n o que n o sufre en m o d o alguno en su relación con el
m u n d o . El principio de esta transformación reside en el paso
de una relación real a una relación mixta: mitad real y mitad
ideal69. E n efecto ; para los râfidîes Dios n o es ese ser inalte-
rable que permanece inafectado por lo que produce; la rela-
ción entre él y el m u n d o n o es unívoca, pues se efectúa en los
dos sentidos. D e este m o d o se resuelve la aporía de la relatio
creationis, de manera que se satisface a los criterios de la ló-
gica. E n efecto, n o interviene una relación sin reciprocidad
por parte de la otra.
L a misma relación de conocimiento halla corresponden-
cia a una tal exigencia. N o es realista, ni idealista; se la podría
llamar «paralelista». Supone que se da una presencia igual
tanto del objeto conocido c o m o del «sujeto» cognoscente.
Esto explica que el conocimiento que tiene Dios de las cosas
no puede ser totalmente simultáneo, sino que se actualiza a m e -
dida que van apareciendo los objetos de conocimiento.
Contra esta concepción que afirma la relación recíproca en-
tre Dios y el m u n d o se alza una de las oposiciones fundamenta-
67. M. I. I, 109.
68. M. I. I, 256.
69. Este tipo de relaciones caracteriza, según J. Vuillemin, la rela-
ción de Dios con el m u n d o , tanto en la teología de Aristóteles c o m o en la
teología cristiana. Cf. Théorie des relations mixtes. De la logique à la théologie
en Cinq études sur Aristote, Paris 1967, 147-163. Sobre el punto de vista
opuesto, cf. Jacques Brunschwig, Le Dieu d'Aristote au tribunal de la lo-
gique: L ' A g e de la Science III/4 (1970).
22
les del kalâm 70 , es decir, de la falsafa 71 : la que se da entre
qadîm y muhdat72, y del conjunto de oposiciones conexas : ne-
cesario/contingente, existencia necesaria/existencia posible, crea-
ción ex »¿¿//o/eternidad del cosmos, etc..
E n tanto que qadîm, Dios n o es, c o m o en los râfidîes, u n
ser que participa en el devenir del m u n d o tan sólo de u n m o d o
sesgado. Así, esta oposición tiene c o m o consecuencia el ale-
jamiento de Dios que n o puede ser captado m á s que por la
vía de una teología negativa 73.
Esta repulsa de la relación recíproca entre Dios y el m u n d o
explica hasta las precauciones terminológicas de los mutaka-
llimíes: los as'aries evitan llamar a Dios causa; prefieren el tér-
mino de agente (fá'il) :
Los filósofos, c o m o sabes, llaman a Dios causa primera : pero aque-
llos a quienes se les conoce con el nombre de mutakallimtes evitan
esta denominación con m u c h o cuidado y llaman a Dios el agente.
Opinan que hay una gran diferencia entre decir causa y decir agen-
te, porque afirman que si nosotros decimos que él (Dios) es una
causa, se seguiría que el efecto existe, lo que conduciría a admitir
la eternidad del m u n d o y que el m u n d o coexiste con Dios de u n
m o d o necesario; pero si decimos que es agente, n o se sigue nece-
sariamente que el objeto de la acción exista juntamente con él,
porque el agente puede ser anterior a su acción; m á s aún, piensan que
el agente n o puede decirse tal si n o es anterior a su acción 7 4 .
83
rio por Maimónides cuando éste afirma que el efecto proviene
de la causa cuando esta se halla en acto. «Ignorancia» que su-
pone volver la espalda a la noción dinámica de tiempo que en-
cierra en sí el tránsito de la potencia al acto. L o cual, teórica-
mente, está en perfecto acuerdo con el atomismo temporal que
profesa el as'arismo. Esta «ignorancia» de la distinción del ser
en potencia y del ser en acto pone de relieve u n esquema de
cualidad donde la anterioridad de la causa respecto de su efec-
to es n o solamente lógica (la causa es la condición lógica del
efecto) sino igualmente cronológica. Esto tiene por efecto re-
forzar el carácter absoluto de la voluntad divina, puesto que
Dios, si hablamos con rigor, n o es una causa, dado que la causa
implica u n correlativo, a saber, u n efecto.
Así, lo que pudiera parecer una vana sutileza verbal mani-
fiesta realmente la voluntad de afirmar la inaplicabilidad de la
categoría de relación simétrica a la acción divina, por medio
de lo cual la eternidad del m u n d o es descartada de m o d o ab-
soluto. El tiempo, si todavía —o ya antes— se puede llamar
con este nombre a lo que separa la nada y la creación, es el jue-
go divino en el que una decisión absoluta inaugurará la promo-
ción del m u n d o desde la nada a la existencia.
Maimónides señala que el atomismo físico y temporal se lo
apropian los teólogos para poder afirmar la contingencia ra-
dical del m u n d o . E n efecto, la «igualdad de los átomos» y su
indiferencia respecto del cuerpo en cuya composición entran,
la igualdad ontológica de los accidentes, la ausencia de una
forma estable, todo esto hace que los seres naturales no pueden
hallar en sí mismos la razón de las diversas uniones que los
caracterizan. D e aquí la necesidad de una continua intervención
divina, para imponer a los átomos una cierta configuración y,
a la vez, para mantener a ésta en el ser más allá de u n instante.
D e esta suerte, se trata menos de una teoría física constituida
que de u n esquema de argumentación en la demostración del
carácter innovado del m u n d o . E n todo caso, bajo esta forma
ha sido sostenida por u n espíritu tan perspicaz c o m o A v e -
rroes 78.
Por este motivo n o se identificará prematuramente lo que se
llama el «ocasionalismo» musulmán con el instantaneísmo car-
tesiano y su corolario, la creación continua, ni tampoco con el
ocasionalismo de Malebranche, porque en estos dos últimos
casos la tesis metafísica es el fundamento de una doctrina fí-
84
sica y ha sido formulada con vistas a la física 76. L a separación
y la conjunción de los dominios en lafilosofíaclásica occiden-
tal, separación y conjunción elaboradas y tematizadas c o m o ta-
les (todo el proyecto de las Meditaciones metafísicas consiste en
fundar la física; cf. igualmente la Carta-prefacio de Los prin-
cipios de filosofía), hacen tal identificación peligrosa o, al menos,
nos sugieren atenernos a los esquemas m á s formales, n o a la
marcha ni a los resultados afirmados " . Discontinuidad y fi-
nitud: tales son las dos señales distintivas del tiempo en el
kalám, que serán retomadas, a otro nivel, por la mística y por
lufa/safa, aunque transformadas o afinadas.
85
Todas estas nociones atañen a la igualdad y al infinito : (a)
enuncia la condición de la igualdad: a saber, la coincidencia;
(b) excluye la aplicación de la igualdad en las magnitudes infi-
nitas; de aquí la cláusula (c); (d) es equivalente al axioma: el
todo es mayor que la parte; (e) evita, al no recurrir a la posibi-
lidad operatoria, añadir siempre lofinitoa lofinito,conceder de-
recho de ciudadanía a una noción de magnitud que fuera mayor
que toda magnitudfinita;(£) es una definición de la parte.
86
un «cuerpo» a otro «cuerpo» sin añadirle nada. Y el conjunto,
constituido por una cantidad infinita y una cantidad que se le
ha añadido, es igual a la sola cantidad infinita. El todo es, por
lo mismo, igual a la parte, lo cual es contradictorio 78 .
El proceso mental ha consistido en hacer aparecer el ab-
surdo y la contradicción al término de u n mecanismo pura-
mente operatorio, en el que nada se precisa acerca de la natura-
leza de los seres manipulados. El instrumento de este proceso
es el principio de exclusión de u n tercero.
Esta demostración puede aplicarse a cualquier cantidad.
Así pues ; c o m o el tiempo entra en la categoría de cantidad,
esfinitoy tiene u n comienzo.
El tiempo, en cuanto «predicado» del cuerpo (igual que el
lugar y el movimiento) esfinitoen virtud de lafinituddel
cuerpo.
Elfinitismomatemático se transpone enfinitismocosmoló-
gico : el m u n d o no puede ser infinito ni en sus dimensiones, ni
en su duración.
El tiempo, al ser el número del movimiento 79 , supone el
movimiento, sin el cual no habría realidad alguna. El movi-
miento, a su vez, supone u n cuerpo (una sustancia) que se mueve.
El movimiento y el cuerpo son inseparables. Son contem-
poráneos el uno del otro.
Esta proposición se verifica respecto del (cuerpo del) m u n d o .
Supongamos, en efecto, que el m u n d o haya estado prime-
ramente en reposo; después, que haya sido movido (estando
potencialmente en él el movimiento). N o hay más que dos p o -
sibilidades: o bien, que se trate de u n ser producido ex nihilo,
o bien, que se trate de u n ser eterno.
Examinamos la primera parte del dilema: si el m u n d o fuera
producido ex nihilo, su paso a la existencia sería una generación;
ahora bien, la generación es una de las clases de movimiento.
Si, pues, el m u n d o no precede a la generación —puesto que su
acceso a la existencia es generación— n o puede preceder al m o -
vimiento, lo cual contradice la hipótesis, al presuponerse que
se hallaba en reposo.
N o puede decirse que exista sin el movimiento, ya que no
puede darse sin éste.
L a segunda parte del dilema supone que el cuerpo del m u n d o
se hallaba eternamente en reposo, pues se le pone en movi-
78. Así, para Al-Kindí, el axioma «el todo es m á s grande que la parte»
parece que vale también para el infinito.
79. Definición aristotélica (cf. Física IV, 219 b 1-2).
87
miento. Admitimos entonces que u n ser eterno puede cambiar
(puesto que pasa del reposo en acto al movimiento en acto).
Ahora bien; por definición, u n ser eterno no cambia. Abocamos
aquí a una contradicción, pues admitimos que u n ser puede a
la vez cambiar y permanecer inmutable.
E n las dos hipótesis, que son contradictorias una respecto
de la otra, se aboca a una contradicción desde el m o m e n t o en
que n o se liga la una a la otra, el cuerpo y el movimiento. L a
conclusión es que el cuerpo del m u n d o no precede jamás al
movimiento.
Así pues, el cuerpo implica el movimiento y recíproca-
mente. Pues hemos demostrado que el tiempo supone el m o -
vimiento. E n consecuencia; el tiempo n o precede jamás al cuer-
po. « N o hay cuerpo sin duración, porque la duración es aque-
llo en que se despliega su esencia, es decir, aquello en lo que
es esto que es en tanto que es».
Al ser medida la duración por el movimiento de u n cuerpo,
se sigue que el cuerpo no precede jamás al tiempo.
D e esta suerte, cuerpo, movimiento y tiempo no se pre-
ceden entre sí.
Esta implicación recíproca permite extender la demostra-
ción de la finitud del cuerpo al tiempo. El tiempo esfinitoen
acto. El m u n d o no puede ser eterno. Puesto que no precede al
tiempo, no puede tener una existencia infinita 80. Aristóteles
había reservado la aplicación de u n cierto infinito (el infinito que
define las condiciones de la «recta de Arquímides») a la dura-
ción del m u n d o , señalando firmemente que la «cosmología»
excluye además el uso del infinito, puesto, que el m u n d o forma
un cuerpo esférico y finito.
Desde u n cierto punto de vista, Al-Kindi impulsa la exi-
gencia aristotélica de la inaplicabilidad del infinito hasta su
límite en la cosmología, al afirmar el carácterfinitodel tiempo.
Pone así al mismo nivel las consideraciones relativas a las dimen-
siones del m u n d o y las que se relacionan con su duración.
Esta homogeneización supone una refundición de la cosmo-
logía y una nueva concepción de la mathesis 81.
88
Sin embargo, no es una razón de orden epistemológico la
que guía la investigación de Al-Kindí, sino m á s bien consi-
deraciones teológicas : se trata de hacer compatibles la filosofía
y la revelación musulmana que afirma la creación del m u n d o .
89
movimiento y del tiempo. M a s esta segunda demostración es
directa, aunque se halle fundada en hipótesis.
90
un tiempo infinito ; basta suponer un tiempo compuesto de una
infinitud actual de instantes puntuales.
L a demostración precedente no hacía una llamada a la ex-
periencia; quería hacer ver c ó m o surge la contradicción par-
tiendo de dos hipótesis contradictorias. Era una demostración
indirecta. L a presente manifiesta que la hipótesis de una infi-
nitud de tiempo transcurrido es contraria a la observación.
La demostración de la imposibilidad de la infinitud del tiempo
futuro supone que se ha demostrado lafinituddel tiempo trans-
currido. E s la primera premisa. L a segunda es la siguiente: las
partes del tiempo se suceden unas a otras, una parte después
de la otra. Resulta de ello que cuantas veces se añade a u n tiem-
po determinadofinito(como es el caso para el tiempo transcu-
rrido) una nueva parte del tiempo, la totalidad no puede ser
más quefinita,so pena de infringir la noción c o m ú n (e).
A d e m á s , el tiempo es una cantidad continua, lo cual signi-
fica que es divisible según u n límite que es c o m ú n al pasado y al
futuro. L o que lo divide así es el instante (el ahora), extremidad
que señala el fin del pasado y el comienzo del futuro.
Así pues, toda porción de tiempo determinado tiene dos
extremos : u n extremo inicial y u n extremo que acaba.
Si dos porciones de tiempo se hallan ligadas la una a la otra
por una extremidad que les es c o m ú n , su otra extremidad es
determinada y conocida.
Este argumento tiene ante sí la idea aristotélica, recogida
por Averroes en Tahâfut at-tabâfut88, según la cual, al n o poder
ser concebido el tiempo sin u n término medio (el instante),
y al implicar éste u n anterior y u n posterior, es decir u n tiempo,
no se podría concebir un límite del tiempo sin concebir ipso
facto el tiempo.
U n a vez descartada esta idea (o invertida, dicho m á s exac-
tamente : el instante en Aristóteles era el indicador de que siem-
pre hay tiempo; en Al-Kindí, el instante es el límite c o m ú n ,
pero de dos porciones de tiempo que son limitadas, sin que esta
vez el límite sea u n término medio), Al-Kindí afirma que, sea
cual sea el número de partes determinadas de tiempo que se
añaden a una porción ya determinada de tiempo (en el caso pre-
sente el tiempo transcurrido acaba), el total no puede ser m á s
que determinado.
E n consecuencia, el tiempo futuro n o es infinito en acto, pues
no consiste más que en la agregación de partes determinadas de
tiempo a una porción también determinada 89 .
92
El sufl pertenece originariamente a su tiempo c o m o a algo con
lo que se relaciona esencialmente.
Este «tiempo» no debe ser duplicado por una memoria que
desdoblara el pasado ante la mirada de u n tiempo presente;
esto sería faltar al tiempo que se cumple en el presente.
Del m i s m o m o d o , la decisión de renunciar al m u n d o n o de-
be ser aplazada; debe ser tomada al instante, sin dilación, frus-
trando, si se puede hablar así, la celeridad con la que la verdad
impregna a «aquellos que permanecen siempre en su esperanza».
T o m a r esta decisión y mantenerla siempre presente, es estar
siempre en disposición de acoger la verdad en su dispersión.
L a tensión mantenida por el presente es el correlato de una ver-
dad cuya revelación es siempre súbita. L a distracción, en des-
quite, que es el aplazamiento de la decisión de renunciar al
m u n d o y que es olvido del presente para tomar la carga, torna
al alma estúpida, cuando se acerca a ella la verdad.
L a asunción del tiempo, según la manera c ó m o se realiza,
puede facilitar la escucha de la verdad o, al contrario, impedir
para siempre el acceso de la misma. E n esta asunción, la dimen-
sión del presente es determinante.
Pero, según la fórmula de Marco-Aurelio, se trata menos de
«delimitar el presente» que de ser delimitado por él, si está
permitido hablar de «delimitación» allí donde se plantea el pro-
blema de perder la identidad propia de uno mismo en el encuen-
tro (musâdafa) —desatendido, pero al que se debe estar siempre
atento— de la verdad (al haqq) ; allí donde es u n requisito el
abdicar de su propia elección Çihtiâr), para dejar que la verdad
disponga de u n o y le dirija.
Desde entonces, estar bajo «el imperio del waqt» es abando-
narse ('is tislâm) a lo que aparece ausencia, al hacerse pre-
sencia (gayb).
El waqt no es u nflujoanónimo en el que sería posible «su-
mergirse» a placer. M á s bien sería análogo a una cuchilla. Y la
manera c ó m o la verdad le «hace pasar» y le recompensa, es el
corte incisivo.
Esta semejanza con una cuchilla cortante n o testifica sola-
mente acerca del carácter intrínseco del waqt, al manifestar que
el tiempo n o es inofensivo e inocente en sufluir,e igualmente
acerca de la «cotidianidad» gris en la que «todos los gatos son
pardos»; quiere indicar también que el waqt se comporta res-
pecto de nosotros c o m o nosotros nos comportamos respecto
de él. Del mismo m o d o que la cuchilla es lisa al tocarla, pero
su filo es cortante si se choca con ella, de la misma manera
93
«quien se somete al imperativo del waqt se salva, pero quien va
frente a él, se quebranta y muere».
El abandono que se confía a este tiempo de la presencia, la
aceptación plena de su dike, son una condición de salvación que
se cumple primeramente respecto de este tiempo, puesto que
también hubiera podido ser la abertura por donde escapase
nuestro ser. Este abandono y esta aceptación n o son pura pa-
sividad; son por el contrario, una actitud activa respecto del
waqt: elemento esencial de la experiencia de la presenciam.
El sufí es «maestro del tiempo», según la expresión de
QusayríM, cuando el tránsito de estado (hâl) a otro estado 96
le instala en una posición en la que «el asalto» de la presencia
no trastorna el equilibrio conquistado.
Por esta Aufhebung (supresión-conservación-transfiguración
de los estados), el sufí alcanza, el verdadero tawhíd«que consiste,
dice Junayd, en la separación de lo eterno respecto de aquello
que ha tenido origen en el tiempo 96. El tawhíd, afirmación de la
unidad/unicidad divina, es afirmación de la diferencia entre lo
eterno y lo intra-temporal. Esta equivalencia entre la unidad
y la eternidad encubre el secreto de la estructura de la experien-
cia mística. Borrar el marchamo de la temporalidad que aflige
a la creatura en el fana'¡bagá', tal es el resorte de esta experien-
cia.
Podría parecer paradógico que la enunciación del tawhíd
resida en la separación de lo eterno respecto de lo temporal, y
que su afirmación vivida se esfuerce por borrar esta diferencia.
M a s es de esta tensión de lo que vive el sufismo, tensión vivida
siempre en el presente.
C o m o diría Pascal, esta «contrariedad» mantenida, conduce
a u n balanceo, estilo Junayd, entre unidad y separación:
94
Q u e esta contrariedad sea superada, y es Alá quien afirma
al resplandor de una hoguera: « Y o soy la verdad».
H e m o s subrayado que, para nosotros, el tiempo es la es-
tructura apriorística de lo experimentable; que la historia for-
m a c o m o lo geométrico de nuestro saber. Desde Hegel, a pesar
de los reajustes del concepto de historia, el tiempo viene a ser
para nosotros el lugar del despliegue y de la transformación de
los sistemas. U n a conexión esencial vinculada el tiempo y el siste-
ma. Tan sólo desde hace poco, el tiempo se ha visto libre de la
opresión del sistema. L a discontinuidad, el albur, el suceso, la
serie forman los principios estratégicos de eso que M . Fou-
cault llama u n «materialismo de lo incorpóreo» 98 y, podemos
añadir por nuestra parte, de u n empirismo de la historia.
Entonces, el tiempo no puede ser representado por una línea,
ni por u n círculo, ni tampoco por una multiplicidad de líneas
que se entrecruzaran sino por una serie caótica.
El pensamiento musulmán no ha hecho del tiempo la forma
de la organización interna del sistema. Y aunque sea cierto que
no ha ignorado el concepto de historia — c o m o lo testifican Mis-
kawayh e Ibn Jaldûn—, su significación en la economía del sa-
ber era m u y distinta a la de los siglos XVIII y X I X en Europa.
C o m o lo subraya M . A . Sinaceur " , el interés por la idea de
que «los acontecimientos no cesan de reproducirse idénticos
a sí mismos» es menos para subrayar la legalidad de la histo-
ria que para debilitar el papel del 'isnâd, es decir, de las cadenas
de transmisión. O lo que es lo m i s m o : de separar el enunciado
de u n acontecimiento o de u n hecho del sujeto de la enun-
ciación.
El tiempo en el pensamiento musulmán se dice de muchas
maneras: dahr, cuyas volutas dan refugio y morada a las cosas
y a los seres; tiempo acumulativo del saber a partir de premi-
sas antiguas; acontecimiento puro del mitâq y sus réplicas;
tiempo discontinuo del kalâm que es, según una expresión de
M . Burgelin, «la paciencia de Dios» 100 ; tiempo continuo y aca-
bado de la falsafa ; tiempo pleno de la experiencia mística.
H e m o s querido sugerir simplemente que esta pluralidad de
significaciones no puede reducirse a una sola y que no puede
ser leída si no se realizan las traslaciones necesarias de disci-
plina a disciplina, de región a región, siguiendo las diferentes
variaciones por las que pasa el concepto de tiempo.
9ß
Tiempo, temporalidad y libertad
Seizo Ohe
96
Manifiestamente, D ô g e n considera el tiempo, n o c o m o una
forma de conciencia, sino c o m o la conciencia misma, y nuestro
propio yo consciente es ulteriormente identificado con todo
aquello de que tenemos conciencia. El efecto de esta total iden-
tificación de tiempo y experiencia se halla aún más acentuado
por la experiencia de cada m o m e n t o que abraza lo universal,
c o m o aparece claramente en la frase que sigue, tomada del
m i s m o pasaje: « E n cada m o m e n t o son todas las existencias y
todos los mundos».
L afilosofíadel tiempo de D ô g e n hunde sus raíces profundas
en su propia experiencia inmediata del tiempo. L o expresa de
m o d o más concreto y más personal en el pasaje siguiente:
Al escalar una montaña o al cruzar un río, yo m e hallaba presente,
y si yo soy, el tiempo es. C o m o yo soy aquí y ahora, el tiempo n o
puede separarse de mí. Si el tiempo n o toma la forma de un ir y
venir, el m o m e n t o en el que yo escalo la montaña es el presente
eterno. Si el tiempo toma la forma de un ir y venir, yo tengo el
eterno ahora.
97
7
es también tiempo, y que cada tiempo que es, mora en su propia
situación. Pero aún si se reconoce que el tiempo siempre mora
en su propia situación, ¿quién tiene la libertad de expresarlo?
A ú n en el caso de que tengáis conciencia de poder expresar m á s
largamente este logro, vacilaréis todavía en la búsqueda de su ver-
dad natural. Si pensáis en el tiempo, según el m o d o c o m ú n , aún
la sabiduría y la iluminación vienen a ser meras apariencias en el
tiempo que va y viene.
98
Husserl, dentro de la verdadera base de nuestro tiempo vivido,
en el que se revela la esencia misma de la existencia humana, tal
c o m o se materializa en todo m o m e n t o aquí y allá. Pero tam-
poco se para aquí. D ô g e n propone a todos aquellos que buscan
la verdad el sentarse tranquilamente con las piernas cruzadas y
tratar de pensar lo impensable, es decir, conservar la mente lo
más vacía posible de todas las ilusiones y desengaños de la
vida diaria por la auto-identificación del cuerpo y del espíritu
y por el acompasado control de la respiración. T a n sólo por esta
práctica del Za%en cree él que el hombre puede conseguir la
verdadera iluminación en el vacío intemporal del «presente
eterno», rebasando la temporalidad de la existencia humana.
Y o mismo, durante muchos años, he sido incapaz de c o m -
prender por qué D ô g e n ponía tanto énfasis en la práctica del
Za%en, al recomendarla con confianza a cuantos buscaban la
verdad c o m o si fuera la iluminación misma. Sin embargo, hace
unos meses llegué a comprenderlo cuando casualmente experi-
mentaba al Za^en, sentado con las piernas a medio cruzar, un
Za^en con posición sentada m u c h o más fácil y más estable para
los profanos que la postura con las dos piernas enteramente
cruzadas y una respiración armoniosamente controlada. Siendo
la función respiratoria una de las funcionesfisiológicasm á s
vitales del cuerpo h u m a n o , que puede ser sometida al control
voluntario del espíritu, empecé a sentir súbitamente c o m o si de
alguna manera mi cuerpo y mi espíritu se fusionaran, lo cual es,
probablemente, el estado originario del organismo h u m a n o tal
c o m o fue creado en la naturaleza hace decenas de miles de años
o muchos antes, y tal c o m o puede ser para los niños pequeños.
¿ C ó m o es posible que hoy día esta armonía original de cuer-
po y espíritu en el organismo h u m a n o se haya roto tan lamenta-
blemente en la mayor parte de los adultos? Klages tenía razón
al reprochar severamente al Geist de ser el Widersacher der Seele;
pero se equivocaba al no ver de m o d o adecuado la armonía
original de todas las funciones orgánicas del hombre. A tra-
vés de toda suerte de consignas educacionales, apropiadas tan
sólo para su entorno social respectivo, los hombres de las so-
ciedades civilizadas de hoy vienen a ser semejantes a c o m p u -
tadoras de pequeña velocidad y con programa fijado antici-
padamente, perdiendo cada vez más su innataflexibilidadde pen-
samiento y acción y adquiriendo u n sentimiento cada vez más
vivo de la temporalidad de su propia existencia. Sin embargo,
la mayor parte de ellos sufren por ello en su interior, sin conocer
el remedio. N o es sorprendente, por lo m i s m o , que hoy m u -
chos se interesen por el zen. El zen de D ô g e n ejerce u n atrac-
99
ivo particular porque insiste m u c h o en la práctica del Za%en,
el cual se esfuerza por ayudar a reinstaurar en ellos mismos la
integridad rota del organismo h u m a n o , a restablecer la armo-
nía perdida del cuerpo y del espíritu, del hombre y de la natu-
raleza, y a elevarse sobre la temporalidad de su propia exis-
tencia.
L afilosofíadel tiempo según D ô g e n nos ha llevado así al
problema bastante misterioso del Za%en. Intentemos ver lo que
hay en el fondo de esta sabiduría zen y explicarla en términos
tan simples c o m o sea posible.
Todos sabemos que para obrar bien n o basta conocer lo que
es bueno. Solamente hacemos lo que deseamos hacer. D e aquí
que para hacer lo que es bueno no sólo debemos conocerlo
intelectualmente sino quererlo realmente. Por regla general,
nos sentimos incitados a obrar por la alegría y el placer y nos
desanimamos por el dolor y la tristeza. Esto quiere decir que el
mecanismo que controla en última instancia la acción humana
no es el conocimiento o la razón sino el deseo o la voluntad,
que se hallan generalmente impregnados de sensaciones cor-
porales en diferentes grados. N o podemos hacer nada sin algún
soporte emocional, sea cual sea del m i s m o m o d o que n o pode-
m o s hacer, o aún conocer, sin la experiencia del tiempo que es
siempre el presente. Por otra parte, no hay presente indepen-
dientemente de la experiencia humana, ya sea conocimiento o
acción. Es en el aquí-ahora donde podemos vivir la verdadera
vida en la alegría auténtica de nuestro cuerpo-espíritu. El Za-
herí es justamente el camino para restablecer en su integridad
natural el mecanismo cuerpo-espíritu. Este es el camino para
vivir la verdad y para ver el verdadero yo en una única experien-
cia temporal del eterno presente. Sólo así será superado el do-
loroso sentimiento de temporalidad que acompaña siempre
a la existencia humana. N o s sentiremos libres, no sólo de las
preocupaciones de la vida cotidiana, sino también de las ilu-
siones y engaños del yo esparado, de la oposición entre hombres
y naturaleza, de la división del cuerpo y del espíritu, etc.. en
el brote natural de u n sentimiento de profunda compasión por
todos los seres de la tierra. Esto es, precisamente, lo que resu-
m e D ô g e n en los siguientes términos del ensayo de Shôbôgeœçô,
titulado Genjôkôan.
100
Pudiera ser que absorbiéramos esta misma vena de «espiri-
tualidad japonesa», expresión que tomamos en préstamo de las
últimas palabras de D . Suzuki 2 , cuando advertimos que, aún
en la sucesión ininterrumpida del Nembutsu Shômyô, Namu-
Amida-Butsu (adoración de A m i d a Buda), del budismo de la
tierra pura, el acento se pone sobre el instante del «pensa-
miento único», en el que cada cual invoca al nombre; pero se
trata aquí de una actitud completamente pasiva, pues el yo se
abandona con todo su corazón a otro, al poder (Tariki) de A m i -
da Buda, mientras que en el Za^en la actitud es fundamental-
mente activa y se apoya únicamente sobre el propio poder
(Jiriki) de nuestra innata naturaleza búdica. Este m i s m o carác-
ter de energía total de u n acto de fe instantánea es sumamente
acentuado en el ochó (salto de lado) que era exigido por Shin-
ran (1173-1262), fundador del Shin, es decir, de la secta de la
verdadera tierra pura, para asegurar de m o d o absoluto el rena-
cimiento de sí m i s m o en la tierra pura.
Es m u y característico que todos estos actos instantáneos de
convicción religiosa del budismo japonés tienen una inmedia-
tez cuyo fondo es emocional y aún sensorial. Tienen en c o m ú n
un sentimiento irresistible de plenitud de la totalidad del cuerpo-
espíritu, que n o deja lugar para ningún sentimiento doloroso
de temporalidad que acompaña siempre a la naturaleza humana,
al menos por este m o m e n t o . N o obstante, para los intelec-
tuales contemporáneos, el Za%en es claramente m á s atractivo
y tiene más significación que el Nembutsu. D e aquí que sea la
tradición del primero más que la del último la que sigan hoy
los espíritus que piensan verdaderamente en el Japón moderno,
para establecer con esfuerzos incesantes su identidad en medio
de las diversas culturas extranjeras que llegan a su país de todas
las partes del m u n d o , y en particular frente a la moderna ci-
vilización científica y tecnológica del occidente, a la que en
ningún m o d o pueden sustraerse.
Naturalmente las observaciones que van a seguir sobre el
tiempo, la temporalidad y el vacío intemporal se situarán en
la línea de esta traducción zen.
101
fusionarse, de llegar a ser uno. Si n o fuera así, n o seríamos capaces
de pensar de m o d o temporal, enlazando y ordenando lo que viene
antes y lo que viene después. D e esta suerte, la función unificadora
de la conciencia n o está controlada por el tiempo, más bien, por el
contrario, es esta función unificadora la que establece el tiempo.
D e b e m o s decir que en el fondo de la conciencia hay una cierta
trascendencia inmutable, situada m á s allá del tiempo 3 .
102
c o m o , últimamente, Daisetz Suzuki, el conocido precursor del
zen internacional, y Shinichi Hisamatzu, que dirige personal-
mente el Instituto F A S - Z e n de Kyoto 5 .
Después de todo, lafilosofíaes una obra de contemplación
intelectual, mientras que el zen es u n entrenamiento práctico
con miras a establecer u n mecanismo cuerpo-espíritu, suficien-
tementeflexiblepara hacer frente a cualquier cosa de este m u n -
do. Por un lado, el zen debe ayudarnos a aceptar calmosamente
la temporalidad de nuestra existencia en cuanto tal, en la tran-
quila contemplación propia del Zossen, pero, por otro, debe
actuar también de u n m o d o creador en todas nuestras activi-
dades y en todos los momentos de nuestra vida diaria en pos
del Za^en.
Este último punto es precisamente la clave de otro des-
arrollo descuidado de la tradición zen en el Japón contempo-
ráneo de industria tecnológica avanzada. Si el zen, y en par-
ticular el Za%en, es realmente capaz de establecer u n nuevo
mecanismo cuerpo-espíritu m á s allá del tiempo, es decir, de
reestablecer la armonía entre la mente y el cuerpo c o m o hay
que suponer que tuvo lugar decenas de miles de años después
de todo el proceso acumulativo de la evolución biológica du-
rante miles de millones de años de la historia de la tierra, tam-
bién debe ser posible a cada ser h u m a n o hacer revivir por el
Zasçen su creatividad original, ahora perdida o que yace ale-
targada la mayor parte del tiempo bajo la presión de una pe-
sada rutina, educativa y profesional. Por eso n o es sorpren-
dente que el fundador del método, llamado M é t o d o - N M , de
ingeniería creativa6, haya llegado a colaborar con u n adepto
del zen para poner a punto una técnica única de entrenamiento
de creatividad para los ingenieros. Dejando a u n lado detalles
técnicos, lo que más nos interesa es ver que el movimiento de
trascendencia del tiempo que caracteriza el movimiento de
creatividad «aquí ahora» del Za^en juega, al parecer, u n papel
importante en esta técnica, a fin de reestructurar la inteligencia
altamente mecanizada de u n hombre civilizado y restablecerla
en su estado originario deflexibilidadnatural; y así, con u n
103
apoyo emocional apropiado, conducir la inteligencia h u m a n a
al pensamiento creador.
L a creatividad es ciertamente u n o de los caracteres m á s
distintivos de la inteligencia h u m a n a ; pero se hace m u y poco
uso de ella en la rutina, bajo la presión del tiempo, de las acti-
vidades de nuestra vida diaria. Solamente algunos genios excep-
cionales hacen uso de ella en algunos momentos creadores que
transcienden el tiempo. Las ideas creadoras en el c a m p o del
arte y de la ciencia se adueñan a m e n u d o del espíritu h u m a n o
c o m o la iluminación del zen. Esta es obra de u n instante, aún
en el caso en que haya sido necesario prepararla durante muchos
años de contemplación. U n maestro zen tenía la costumbre de
decir a sus discípulos: «Si queréis ver, ved al primer instante.
O s ponéis fuera de camino desde que comenzáis a pensar» 7 .
Esta instantaneidad que transciende el tiempo es una nota c o m ú n
a la iluminación zen y a la creatividad del arte y de la ciencia.
Libera a los seres humanos, al menos en este m o m e n t o , de su
apego al cuerpo y al espíritu, al placer y al dolor, a la vida y a
la muerte, o, también, a la fama y a la riqueza. D e cuando en
cuando tenemos absoluta necesidad de tales momentos de ale-
gría auténtica. L a creatividad en arte y en ciencia es una especie
de iluminación en nuestra vida intelectual.
104
Por ejemplo, la ciencia y el zen aceptan la unidad de la materia,
de la vida y del espíritu y, en particular, la inseparabilidad del
cuerpo y del espíritu en los seres humanos. Sin embargo, en lo
que concierne al tiempo, la ciencia se atiene ordinariamente al
tiempo físico, medido por algún movimiento de la materia,
aún en el caso de que ciertos procesos vitales pudieran exigir
otro sistema de medida de tiempo, mientras que el zen conoce
solamente el tiempo vivido de la subjetividad. Sin embargo,
la ciencia, en tanto que parte de la actividad creadora de la
inteligencia humana, n o puede existir separadamente de la con-
ciencia de tiempo. C o m o D ô g e n ha identificado ésta con la
experiencia c o m o tal y aún con los mismos objetos de la expe-
riencia, es la conciencia del tiempo la compañía constante de
todo ser h u m a n o , incluido el investigador científico, a quien
unas veces atormenta y otras atempera. C o n todo, una esplén-
dida idea nueva se apodera del sabio durante su trabajo en sus
momentos más creadores y todo su cuerpo-espíritu es invadido
por u n sentimiento de alegría que anula la conciencia de tiempo
en cuanto tal. Es este u n m o m e n t o de creatividad que transciende
el tiempo. Tales momentos de libre creación tienen lugar en la
ciencia y en el arte de m o d o semejante a los momentos de ilu-
minación en el zen, particularmente en el Zarpen. Pero esta po-
sibilidad práctica de libertad instantánea debe fundarse en una
base más profunda.
E n efecto; desde el punto de vista del conocimiento ob-
jetivo, la ciencia nos enseña ahora la continuidad fundamental
de la materia, de la vida y del espíritu; sugiere, con algún apoyo
en la experiencia, que pudo haber existido u n cierto micro-
sistema proteínico que sería «un antepasado c o m ú n de toda la
vida terrestre»10, y que el espíritu c o m o la vida podrían ser
considerados tranquilamente nada más que c o m o una función
altamente elaborada de una organización m u y compleja de la
materia, organización que sería producida por el proceso acu-
mulativo de la evolución química y biológica, situada en el
paso de u n nivel inferior a u n nivel inmediatamente superior.
Sin embargo, en el más alto nivel del conjunto de este proceso
evolutivo, la perspicaz ciencia de hoy n o vacila en reconocer
que el organismo h u m a n o es plenamente capaz de la que se
llama una actividad espiritual con su propio grado de libertad
que es, sin embargo, m u c h o más limitado por la ciencia de lo
que lo había sido tradicionalmente por el zen.
105
Verdaderamente, la inteligencia humana, c o m o portadora de
la actividad creadora del hombre en la ciencia, debe poseer un
cierto grado de libertad; pero la libertad humana n o es nunca
tan grande c o m o siempre el zen lo ha creído. E n realidad, la
actividad espiritual del hombre, sea científico-intelectual o moral
-emocional, se encuentra tan estrechamente limitada, en primer
lugar por la herencia, después por el ambiente natural y el en-
torno socio-cultural, que la libertad humana n o parece, después
de todo, más que una ilusión. Pese a ello, el hombre es libre
de todo condicionamiento dentro de estrechos límites. Si n o
fuera así, n o tendríamos ninguna de las grandes creaciones del
arte y de la ciencia que jalonan la historia de la humanidad.
Estas son u n testimonio irrefutable de la libertad humana.
Repitámoslo; la libertad humana n o es grande; pero sin esta
pequeña porción de libertad n o se da ninguna vida digna del
hombre. Ahora sabemos que tanto la ciencia c o m o el zen se
esfuerzan, cada cual a su manera, por ampliar esta libertad del
hombre: la ciencia por el conocimiento objetivo; el zen por
el esfuerzo personal. Calentar la sala en invierno y refrescarla
en verano, esa es la vía de la ciencia. Adiestrar el cuerpo y el
espíritu para soportar cualquier frío o calor, es la vía del zen.
Estas dos vías son de hecho necesarias. Suprimir por medio de
la ciencia y de la tecnología las causas exteriores que motivan
los sufrimientos n o es menos importante para nuestra exis-
tencia que conseguir la fuerza interior que nos pone al abrigo de
todo sufrimiento. L a ciencia y el zen deberían ser integrados
en el conjunto de la sabiduría humana. El destino futuro de la
humanidad dependerá m u c h o del éxito de este intento u .
E n general, la ciencia se halla hoy día, de m o d o sorprendente,
m u y próxima al zen; ambos, ciencia y zen, respetan la expe-
riencia y consideran la realidad tal cual es. Según la fraseología
de D ô g e n , una y otro «estudian la verdad»; pero la ciencia es
más «olvidadiza del yo», mientras que el zen «estudia el yo»
preferentemente. A m b o s son «iluminados por todas las cosas»
y así «liberados del apego al cuerpo y al espíritu».
Pudiera suscitar interés el añadir que hace algunos años
una autora japonesa escribió u n drama 1 2 , cuyo héroe era u n
hombre liberado, n o sólo de su apego al cuerpo, sino también
del cuerpo m i s m o , es decir, u n ser puramente espiritual y trans-
cendente al tiempo, llamado Emiton, a saber, no time (sin tiempo),
deletreado a la inversa.
106
Interpretaciones sociológicas
del tiempo
Patología del tiempo
Interpretaciones sociológicas del tiempo
y patología del tiempo en los países
en vías de desarrollo
Honorât Aguessy
109
tiempo sobre cualquier otra experiencia nos invita a una expe-
riencia m á s primitiva y más enraizada. V a a ser necesario pre-
cisar la raíz de esta experiencia interna, es decir, los actos de
conciencia que permiten el dominio de los campos ideales en
los que se presenta, por ejemplo, el tiempo de la mecánica.
C o m o estos actos de conciencia llevan en sí mismos la indica-
ción de una experiencia m á s enraizada del tiempo, surge la
cuestión de saber cuál es la naturaleza de esta experiencia por
la que se opera la mediación del ser que tiene una conciencia
segunda cuyo estatuto es difícil de precisar. Así pues, si en este
breve estudio dejamos a u n lado lasfilosofíasdel concepto
(Kant) y las de la existencia (Sartre) para atenernos a la fenome-
nología que «constituye u n método afinado para el estudio de
la temporalidad», t o m o conciencia de que m e es difícil, en cuanto
soy u n «ego», comprender m i pertenencia al tiempo inma-
nente y ser origen absoluto de su sentido. E n otros términos,
¿cómo atribuirme el tiempo y atribuirme este tiempo en el
tiempo?
Estudiando el análisis esbozado por Husserl en las Medi-
taciones cartesianas y en Lecciones para una fenomenología de la
ciencia interna del tiempo, Jean T . Desanti ha podido escribir:
110
una cultura dada donde hace cada u n o en primer lugar su ex-
periencia del tiempo? Si hay que responder afirmativamente,
entonces es necesario interrogar y hacer hablar a las diferen-
tes culturas.
V e a m o s ante todo c ó m o se presentan las diferentes socie-
dades desde el ángulo del tiempo que las caracteriza. Nadie
puede saltar por encima de su propio tiempo, se dice. C o n esto
se da a entender que cada sociedad puede ser conocida por la
originalidad del tiempo cuya marca parecen llevar cada una de
sus instituciones y de sus actividades. Así pues si tenemos en
cuenta la tipología de las sociedades en uso, particularmente
en los medios económicos, podríamos asignar a cada tipo de
sociedad u n tiempo característico. Según este primer acerca-
miento, las «sociedades pre-industriales y no-industriales (ru-
rales)» estarían representadas por su «presentismo», en el que
la intensidad del presente sería el índice principal, mientras
que los «países industrializados y post-industrializados» se pro-
yectarían, en este cuadro de apreciación, hacia una perspectiva
que orienta las actividades en función del estímulo que pro-
viene del futuro.
Para que las sociedades «pre-industriales y no-industriales
(rurales)» sean caracterizadas por el peso del pasado, se necesi-
taría que las actividades a las que se dedican fueran una mera
repetición. Estas sociedades n o deberían contar más que con
lo adquirido por sus antepasados y n o deberían renovarse ja-
más. Sería posible decir de ellas que se atienen a lo que la na-
turaleza les ofrece y que n o modificarán en nada. D e esta suerte,
la misma continuidad de hechos tendrían siempre lugar en estas
sociedades en las que el espíritu de unanimidad sería lo vigente
en el plano de la política, c o m o sería también ineludible el
acuerdo en lo social. El «rechazo de la novedad» es u n o de los
rasgos esenciales por los que Lévy Brühl caracteriza a este
tipo de sociedad. Según él, estas sociedades son opuestas a
todo elemento social extraño, capaz de desencadenar en ellas
u n proceso de descomposición: «Son c o m o organismos capaces
de vivir largo tiempo mientras el medio exterior varía poco,
pero que, si irrumpen elementos nuevos, degeneran rápida-
mente y mueren» 4 . El rechazo de la novedad, en su opinión,
se manifiesta entonces por el respeto meticuloso y exclusivo
de la temporalidad ancestral: «La regla suprema es, pues, ha-
cer lo que los antepasados han hecho y n o hacer más que lo que
Ill
ellos han hecho 5 , de tal suerte que toda innovación, aún la ya
establecida, permanece largo tiempo en precario»6. E n este
tipo de sociedad, el tradicionalismo, considerado c o m o «prác-
tica social y reguladora de las conductas», tendría c o m o fun-
ción suya «suscitar la conformidad y mantener, del mejor m o -
do posible, la repetición de las formas sociales y culturales» 7 .
D e esta suerte, el peso del pasado parecería predominar, en
este tipo de sociedad, sobre cualquier otra dimensión del tiem-
po. L a preocupación primordial consistiría en la transmisión de
códigos y tradiciones. Examinemos ahora las características
de las sociedades de consumo que justificarían su «presentismo».
Se trata de u n tipo de sociedad en la que los actos de consumo
prevalecen sobre las actividades de producción. E n ellas, el
consumidor es considerado « c o m o u n extranjero, por decirlo
en una palabra, sometido a u n sistema de decisión ejercido en
nombre de la colectividad». C o m o si se moviera por una cierta
concepción del progreso, n o hay lugar a hacer referencia alguna
a la tradición o a la historia. L a referencia esencial dice relación
a la economía. D e los numerosos análisis hechos estos últimos
años sobre la sociedad de consumo, retenemos, en lo que con-
cierne al problema del tiempo, que el consumidor, abrumado
por los mass media y la publicidad desmedida, se atiene al nú-
cleo temporal que es el presente renovado, impuesto por la
sociedad. N o sintiéndose ligado ni a los valores del pasado
(ya sea al género de vida, o a la cultura) ni a una perspectiva
histórica, esta sociedad se atendría exclusivamente al presente.
C o m o escribe Alain Touraine:
5. Ibid., 456.
6. Ibid., 458.
7. G . Balandier, Sens et puissance, Paris 1971, 105.
8. A . Touraine, La société post-industrielle, Paris 1969, 270-271.
112
dos. Para indicar el carácter complejo de este tipo de socie-
dad, M . A . Touraine, en su obra titulada precisamente La so-
ciedad post-industrial, da tres calificativos a estas sociedades,
llamándolas: post-industriales, tecnocráticas, programadas. P u -
diera ser más indicado designar en este estudio a la sociedad
post-industrial por otras dos expresiones que calificarían mejor
el género de temporalidad que analizamos: «sociedad en cam-
bio rápido», «sociedad en la que lo adquirido es m á s que lo
transmitido». Esta rapidez de cambio que incita a creaciones nue-
vas transparenta la existencia de u n estímulo real del futuro. Por
esto, según M . Touraine, se puede advertir en este tipo de so-
ciedad «la importancia de la predicción razonada, apoyada en
leyes y en generalizaciones estadísticas que conciernen al h o m -
bre y al grupo, en una palabra, de la prospectiva y la progra-
mación». El crecimiento juega en ello u n papel de indicador
preciso del cambio. Para determinar el papel que juega cada
vez más el crecimiento, M . Touraine escribe:
9. Ibid., 10-11.
113
8
de transformaciones cada vez m á s numerosas y más rápidas.
Se han creado tales rupturas que el presente no parece que pue-
da ser dominado más que en función del porvenir. L a lectura
«prospectiva» de los problemas se generaliza; es la respuesta
técnica (o tecnocrática) a este verdadero desafío. Esta «futuro-
logia», apelativo orgulloso usado algunas veces, que se ha cons-
tituido primeramente en los países de régimen neo-capitalista,
empieza a organizarse en los países socialistas. Para percibir la
razón de por qué pululan tantos futurólogos en el cuadro indi-
ferenciado de las ideologías, M . G . Balandier añade: «Es la
primera vez en toda su historia que la humanidad conoce cam-
bios tan inmensos en el curso de una generación».
H e aquí rápidamente subrayadas algunas características de
los tres tipos de sociedades a las que se ha convenido en atri-
buir tal o cual dimensión de tiempo de m o d o exclusivo: el
pasado, el presente o el futuro. Por ello no es imposible, desde
esta perspectiva, que todo desplazamiento respecto de estas
dimensiones del tiempo aparezca c o m o patológico.
D e esta suerte podríamos considerar patológico el «pasa-
tismo que surge bajo el modernismo», o la «reacción de las ge-
neraciones contestatarias», selladas por el instantaneísmo, o
también «el arcaísmo de las sociedades pre-industriales» que re-
velan un cierto inmovilismo de la sociedad. N o s es necesario
reconocer que la confrontación de la temporalidad unívoca
atribuida a cada tipo de sociedad con la supuesta «patología»
de estos tipos de sociedad viene a ser una revelación preciosa.
Esta confrontación permitirá ir más allá del primer acercamiento
a estos problemas, al que m e he atenido en esta primera etapa
de m i estudio. Ella constituirá también una prueba m u y en-
riquecedora que ha de permitir el acceso a una concepción más
exacta de la temporalidad y de las temporalidades de cada so-
ciedad.
D e hecho eso que llamamos la «patología del tiempo»,
¿no es un aspecto constitutivo de la dinámica y de la comple-
jidad de la temporalidad de cada sociedad? E n otros términos:
en el cuadro de este estudio sobre el tiempo, ¿no designa la
patología lo que debe ser eliminado para que tenga vía franca
la salud? ¿no será ella misma más bien quien aclare los c o m p o -
nentes de la salud?
Durkheim llamaba patológica a toda institución que n o res-
pondiera ya a una necesidad y que, sin embargo, sobreviviera
a su misma razón de ser. Tratándose del estudio del tiempo de
la comunicación que preocupa a la investigación sociológica,
¿se puede comunicar la temporalidad de una sociedad, recha-
114
zando a la vez fuera del tiempo los elementos del tiempo que
se conceptúan c o m o patológicos?
L a continuidad que oculta al hombre desatento (o polari-
zado hacia un solo aspecto de la realidad social) la aceleración
rápida del cambio en ciertos dominios, es u n hecho indiscu-
tible de la dinámica de toda sociedad. E n este sentido, el «pasa-
tismo que surge debajo del modernismo» no transfigura al m o -
dernismo, revela su verdadero aspecto. Paradójicamente hay que
decir que, puesto que se da u n ritmo jadeante de cambio en
ciertos dominios de la realidad social, el pasado se mantiene
de m o d o irrecusable en otros dominios. A propósito de la su-
pervivencia o del resurgir del pasatismo bajo el modernismo,
Maurice Halbwachs escribe:
1U
experiencia individual y colectiva, son los valores del terror,
etcétera... N o s hallamos abocados aquí a u n choque de tempo-
ralidades, n o ya entre diferentes culturas o civilizaciones, sino,
en primer lugar, dentro de una misma cultura o civilización.
Las sociedades que se muestian ellas mismas c o m o polarizadas
por el ritmo trepidante de sus cambios, aparecen ante otros
observadores o analistas c o m o la morada normal de las tradi-
ciones que n o han sido capaces de desarraigar o hacer olvidar
fáciles proclamas. M . G . Balandier, analizando este fenómeno,
se expresa así:
116
plazamiento de las temporalidades que afectan a los sectores
que las constituyen. Lamentablemente, tal c o m o se describen
y son criticadas habitualmente, estas sociedades son m á s bien
creaciones imaginarias abstractas que representan negativa-
mente lo que las sociedades industriales tienen de positivo.
Ellas representan u n tipo ideal (en el sentido en que Dilthey
ha empleado esta expresión), que sirve de polo repulsivo en el
análisis. «El concepto de sociedad tradicional se define mejor
c o m o contratipo (el opuesto de la sociedad industrial) que c o m o
tipo sociológico»13.
Y a para el sociólogo y para el historiador objetivos, n o
parece fundado poner el acento de m o d o exclusivo en la di-
mensión del pasado, si se trata de sociedades llamadas «tradi-
cionales». Si, por el contrario, acentuamos el aspecto de pasado,
al hablar del arcaismo y del inmovilismo de estas sociedades,
el contratipo que representan n o puede menos de reforzar
sus rasgos negativos de monstruo sociológico. Para el soció-
logo y para todo pensador informado, las temporalidades de
estas sociedades se hallan tan diversificadas c o m o las de otros
tipos de sociedades. El nivel económico, el nivel político, el
nivel religioso, etc.. tienen cada u n o su temporalidad.
Volvamos de nuevo, por ejemplo, a la reflexión de Lucien
Lévy-Bruhl, ya citada anteriormente, sobre el rechazo de la
novedad de las sociedades tradicionales. Este autor, que afir-
maba sin matiz alguno que «la regla suprema es, pues, hacer
lo que los antepasados han hecho y n o hacer m á s que lo que
ellos han hecho», subrayando con esto u n arcaismo patoló-
gico, escribe más tarde:
117
el m o m e n t o de la irrupción original de estos objetos, herra-
mientas, instrumentos e instituciones que serían enteramente
heredadas de los antepasados ? Este problema, que debían plan-
tearse los sostenedores de la tesis del «recha2o de la novedad»
por parte de las sociedades tradicionales, n o ha sido abordado
nunca (y menos aún dilucidado) por ellos. Si esta tesis fuera
científicamente fundada, sus defensores deberían hallarse dis-
puestos afijarnosel período del surgimiento maravilloso de
estas instituciones, objetos, utensilios e instrumentos heredados
de los antepasados en u n estado siempre igual y, desde enton-
ces, transmitidos integralmente a las generaciones sucesivas. E n
lugar de esto, ciertos «sabios inspirados» han trazado u n cuadro
teórico y abstracto en el que el inmovilismo se halla asignado
al contratipo sociológico representado por las sociedades tra-
dicionales. Fuera de este cuadro, todo sociólogo que tenga
que enfrentarse con las sociedades designadas con el apela-
tivo de «sociedades tradicionales», sabe que el cambio, la crea-
ción de utensilios adaptados a las dificultades presentes y la
capacidad de encararse con u n porvenir inmediato o lejano
a propósito de una acción presente, son comunes a todas las
culturas. Ninguna de estas sociedades vive en u n tiempo uni-
dimensional, cuyo eje exclusivo sea el pasado.
Así, en estas sociedades c o m o en aquellas que hemos evo-
cado más arriba, se da, por una parte, una temporalidad par-
ticular en cada una de las instancias de la realidad social; por
otra parte, se da igualmente u n choque o, al menos, u n despla-
zamiento entre las temporalidades de estas instancias. E s el
conjunto de estas temporalidades lo que constituye la diná-
mica de la sociedad. V e m o s entonces que los aspectos aparente-
mente «patológicos» vienen m á s bien a completar las condicio-
nes normales de la salud social que descuida u n acercamiento
incompleto y arbitrario. D e u n m o d o más concreto, la diná-
mica de una sociedad n o debiera ser confundida con la tempo-
ralidad de una de las instancias de la realidad social, ya se
trate de la económica, de la política, de la religiosa etc. Esta
dinámica se manifiesta por la interferencia y la acción recípro-
ca de las temporalidades de los diferentes sectores que consti-
tuyen la realidad social. Se distingue igualmente de la de cual-
quier otra sociedad por la modalidad original de articulación
de los diferentes procesos y elementos.
E n estas condiciones, ¿cómo comprender la «patología» del
tiempo universal? ¿qué significa la tentación que se da en m u -
chos pensadores de poner en perspectiva los tiempos colectivos
118
de las diferentes culturas según u n tiempo homogéneo y una
historia orientada?
¡Pudiera ser que llegara u n día en el que se pueda determi-
nar que toda sociedad está tentada a hacer confluir las tempora-
lidades de las demás sociedades en la suya propia! Y a desde
ahora es posible, en todo caso, constatar que numerosos pensa-
dores, originarios de países que se han impuesto a otras regio-
nes del m u n d o , sienten la tentación de la idea de tiempo uni-
versal, desde la que presentan en perspectiva los tiempos de to-
das las demás sociedades. D e esta suerte, identifican el pre-
sente de las otras sociedades con el pasado de las suyas. Enfo-
can, con una visión que advierte sólo insignificantes distincio-
nes, sucesos considerados c o m o m u y distintos por aquellos que
los vivieron y que tenían para ellos una importancia y signi-
ficación considerable. Bloquean con férrea rigidez cuanto se
halla dotado de una sutil dinámica particular. D e este m o d o , lo
que es vida y espíritu para unos, es reducido a la categoría de
materia, que debe ser considerada en la acepción de Leibniz:
mens momentánea.
Intentemos evocar brevemente algunas de las tesis que ha-
llan su apoyo en la idea de tiempo universal.
Hegel nos representa este tiempo c o m o u n río que corre
sin cesar, arrastrando consigo los cadáveres, que son las socie-
dades retardatarias, y depositándolos en cada u n o de sus mean-
dros. N o es sorprendente (en la síntesis hegeliana al menos)
que el autor de La ra%ón en la historia considere las temporali-
dades tanto de las demás sociedades c o m o de las europeas
cual si fueran una manifestación de la astucia de la razón para
llegar a constituir la Europa que surge de las conquistas de
Napoleón Bonaparte. E n su falsa visión o rechazo de las tempo-
ralidades propias de las sociedades africanas, Hegel escribe, al
hablar de los «negros».
229
Después de haber descartado Africa, nuestrofilósofodecla-
ra, a propósito de Asia, que alfinse halla «en el verdadero tea-
tro de la historia». Pero n o tarda en eliminarla igualmente:
120
países, y en cada país a todos los grupos y, a través de ellos,
a todos los individuos», ha planteado en otros términos el pro-
blema que hemos abordado. «El que quiera escribir la historia
universal y escapar a sus limitaciones, ¿de qué conjunto de h o m -
bres aceptará su punto de vista para situarse?». Su respuesta
es la siguiente:
121
M a r x ha sabido tomar conciencia, pues, del carácter no m e -
cánico de la articulación de los procesos en el interior de una
sociedad. Por esta postura se ve c ó m o se aleja de los defenso-
res del tiempo único universal. Se aleja, en cierto sentido, del
Engels de 1852, para quien la comuna campesina se halla total-
mente carente de valor c o m o base eventual del socialismo, pues-
to que, según él m i s m o , sólo existe una vía unilineal que toda
sociedad debe recorrer.
Así pues, nadie duda que la imagen de una corriente uni-
lineal, al expresar un tiempo universal en el que se proyectan
en perspectiva los tiempos colectivos de las diferentes socie-
dades, sea algo seductor para la mente. Los pensadores aspiran
a lo universal y, de hecho, construyen con rigor y coherencia
los procesos de las sociedades humanas. Sólo que a propósito
de los tiempos colectivos tenemos que enfrentarnos, no con una
lógica analítica en la que la simple deducción podría revelar
la verdad, sino con una concepción pragmática de la comunica-
ción h u m a n a ; tenemos que afrontar, no la astucia de la razón
que decreta subrepticiamente el m a n d o de los unos y la servi-
dumbre de los otros, sino las relaciones hechas, a m e n u d o , de
paradojas que son generadoras de vida. E n síntesis, existe la
posibilidad, no de u n tiempo universal, sino de u n tiempo de lo
universal. Este último designa la interferencia dinámica de las
articulaciones múltiples de las diferentes temporalidades.
L a imagen de u n tiempo universal, al poder ser la norma
de los tiempos particulares, se muestra, en compensación, c o m o
una concepción del espíritu. U n problema, con todo, perma-
necerá sin ser clarificado: el pretexto de la exigencia de la
contemporaneidad, no sólo de los diferentes sectores de la rea-
lidad social, sino también de los diferentes conjuntos sociales,
¿no quiere decir que todas las sociedades tienden hacia u n ideal
único y unívoco? ¿no es afirmar que todas las sociedades dan
el m i s m o contenido al ideal que tienen presente? E n nuestros
días gusta decir, tratándose de Europa, que el ideal de medida
y de armonía de los griegos ha sido superado, que no se trata
ya del ideal de grandeza cívica de los romanos y tampoco del
ideal caballeresco de la edad media o del ideal del orden y de la
razón del grand siècle, etc., los contenidos de estas diferentes
formas de ideal, ¿no se hallan unilinealmente unos y otros en
122
prolongación? El ideal o, mejor, el sentido de la dignidad, a
pesar de la pobreza, ¿no merece aún u n lugar junto a las socie-
dades quetienenpor eje a la economía?
N o podemos concluir este estudio sin abordar el problema
siguiente: la verdadera oposición en el estudio sociológico del
tiempo, ¿no es la de la modernidad contra la tradicionalidad?
Esa oposición ¿no ha sido ya superada? Si las transformaciones
se imponen, ¿no significan el paso de la temporalidad de las
sociedades llamadas tradicionales a la de las sociedades indus-
triales, tal c o m o existen actualmente?
Para apreciar mejor la relación entre la modernidad y la
tradicionalidad es necesario precisar los criterios por los que se
define comúnmente la modernidad. E s moderna toda sociedad
de economía pujante, apoyada sobre una industria cuyas técnicas
de base son siempre las más adelantadas. Tal economía requiere
la contribución de capitales considerables y una vigilancia
constante para adoptar las últimas técnicas y para mantener los
mercados, si n o para conquistar otros nuevos. L a lógica de esta
situación provoca una defensa agresiva, que lleva consigo lo
que Clausewitz llama, a propósito de la guerra, «la escalada
hacia los extemos». Por miedo a perder el mercado conquistado,
esa sociedad puede ser impulsada a enfrentarse con los países
que le disputan este mercado o a poner bajo tutela toda sociedad
considerada cosa más débil, por n o hallarse fundada sobre el
m i s m o principio de prevalencia y sobredeterminación rigurosa
de la economía. Esta situación nos muestra que el ideal de la
sociedad modernista es la ausencia del ideal; o, m á s bien,
la n o existencia de otro ideal que n o sea el del equilibrio de
terrores».
E n este contexto, es tradicional toda sociedad que n o cree
en este nuevo «ideal» del equilibrio de los terrores y que se
apoya sobre valores, el más fuerte de los cuales cuestiona su
importancia, al calificarlos de «pasados». El argumento que
se mantiene frente a estas sociedades es el siguiente: mientras
no seáis tan fuertes c o m o los m á s fuertes, no contaréis nada
en el concierto internacional, pues dentro de él nadie existe si-
no en la medida en que se cuenta con él: Mientras n o imitéis
a los más fuertes, n o seréis más quefigurasdecorativas. D e s e m -
barazaos del peso del pasado.
Así pues, en nuestros días todo induce'a creer que el pro-
blema, motivado por la confrontación de los tiempos de las
diferentes culturas, n o afecta para nada a la discusión entre las
sociedades tradicionales y las sociedades modernas. Se trata más
bien de u n problema entre la relación de fuerzas y la voluntad
123
de poder. E n efecto, toda sociedad se halla en cambio. Sus
diferentes instancias —política, religiosa, ideológica, econó-
mica—, al no ser de la misma temporalidad, y sus articulaciones
variadas inducen el cambio. Este cambio es particularmente
perceptible en las crisis que son, en cierto sentido, los momentos
cruciales de la desarticulación o de la nueva articulación de las
instancias.
Estas crisis generadoras del cambio pueden tener u n doble
origen: exógeno y endógeno. D e entre ambas, parece ser la
crisis endógena la más benéfica para la sociedad donde se pro-
duce, porque designa u n m o m e n t o de cambio, porque enri-
quece la temporalidad propia de la sociedad global, al poner
en cuestión el antiguo ajuste de las instancias. E n cuanto a la
crisis exógena, dura tanto cuanto dura la presión. Su impreg-
nación en la sociedad es, sin embargo, relativa, pese a que
imponga a m e n u d o cambios sectoriales y a veces una verdadera
mutación de la sociedad en dominios en los que la técnica se
hace sentir, dominios en los que, c o m o escribe M . G . Balan-
dier, «la energía nuclear, la automatización, la informática, la
multiplicidad de los media están generalmente considerados co-
m o agentes provocadores de cambios profundos y en cadena»21.
E n efecto, por importante que sea, esta mutación no puede
suscitar una nueva dinámica real de la sociedad más que si se
articula con las temporalidades de las otras instancias de la
realidad social. Si el factor técnico, o cualquier otro factor de
mutación exógena, hace declaradamente violencia a otros sec-
tores sociales, entonces surge una actitud de referencia a los
valores autóctonos. E n este caso, el observador inadvertido
habla del peso del pasado para subrayar el peso muerto que
significan estos valores para la maximalization de la rentabilidad
económica, buscada ante todo. Así pues, los problemas no se
reducen tan fácilmente a una especie de maniqueísmo moderno
en el que cuanto concierne a los valores autóctonos es malo,
mientras que es bueno cuanto aumenta todo lo que concierne
a la rentabilidad, a cualquier precio. E n todo caso, el pasado
no ha considerarse sólo en su acepción de «peso». Puede ser
visto también c o m o una dimensión permanente del tiempo de
toda sociedad, o c o m o u n valor o u n recurso. E n este último
sentido, ninguna sociedad se abstiene de referirse al pasado
durante sus períodos difíciles...
Por lo que atañe, por ejemplo, a la situación particular de
ciertas regiones de África, N w a m e K k r u m a h , hombre de ac-
124
ción y pensador, ha puesto de relieve el hecho de que muchos
estratos sedimentados y siempre reactivados pueden constituir
el pasado de una misma sociedad. Bajo la llamada «conciencia-
ción» considera «en términos intelectuales, el conjunto de la or-
ganización de fuerzas que permitirán a la sociedad africana asi-
milar los elementos occidentales, musulmanes y euro-cristianos,
presentes en Africa, y transformarlos en tal manera que lleguen
a insertarse en la personalidad africana». «La llamada filosofía
de la concienciación es aquella que, partiendo del estado ac-
tual de la conciencia africana, señala la vía por la que se logra-
rá el progreso, extraído del conflicto que agita actualmente a
esta conciencia»22.
C o m o podemos deducir de cuanto precede, el cambio está
siempre en acción, de u n m o d o m á s o menos perceptible, en
toda sociedad. Su forma acelerada que impele a la mutación n o
instaura exclusivamente una discusión entre el modernismo y el
tradicionalismo. Toda sociedad se moderniza (según su tempo-
ralidad propia), a menos que la única acepción del término m o -
dernismo sea la repulsa de cuanto n o sea la mera rentabilidad
económica, eficacia técnica, fuerza de dominación masiva. El
cambio actual, cuyas condiciones de eclosión y apertura son
imprevisibles, plantea m á s bien el problema de la invención
de nuevas sociedades, que respondan a las exigencias conjuntas
del desarrollo de la ciencia, de la cultura y de la educación. El
intercambio de igual a igual entre sociedades, cada una de las
cuales será temporalizante y temporalizada, evitará la domina-
ción por el tiempo-de-la-otra y el consiguiente repliegue defen-
sivo sobre el tiempo pasado.
Hablando del tiempo de la conciencia, Husserl escribe que
«todo presente lleva consigo una cola de cometa», signo del
pasado ; y que el futuro inmediato es siempre vivido c o m o lo que
el pasado realiza, a través del presente que se mantiene. Este
tiempo tridimensional de la conciencia debe anudarse al tiempo
colectivo que, por mediación de la actividad social, está c o m -
puesto también de u n presente tenso hacia perspectivas pre-
tenciosas que ejercen sobre él u n privilegio que le es propio.
L a modalidad seductora que se advierte en el ejercicio de este
privilegio del pasado y del futuro sobre el presente es el funda-
mento de la multiplicidad de las temporalidades sociales.
125
Las estructuras patógenas del tiempo
en las sociedades modernas
Abel Jeannière
126
1. El tiempo dislocado
127
dades de la madera y del hierro y maniobra con sus defectos.
El trabajo lo une a la naturaleza que transforma. Inversamente,
el trabajo moderno multiplica los intermediarios entre el h o m -
bre y la naturaleza y se convierte en trabajo abstracto. El do-
minio del material imposibilita los engaños y las convivencias.
L a atención al material se halla aquí reemplazada por la aten-
ción a la máquina. Y la máquina, a su vez, adquiere progresi-
vamente independencia en unos talleres cada vez más automá-
ticos. Trabajar consiste hoy en estar atentos a señales diversas
y estrictamente organizadas. L a habilidad manual se halla reem-
plazada por la capacidad de responder del m o d o m á s veloz
a estímulos imprevistos. L a colaboración con la naturaleza, que
supone imaginación y creatividad, se sustituye por la integra-
ción a u n código de señales en el que se prohibe toda inicia-
tiva. Entonces se pasa a u n tiempo exterior y abstracto en el
m i s m o movimiento de u n tiempo concreto y vivido.
El tiempo agrario se alargaba o contraía según fueran de
largos los días y según la fuerza del sol y la frecuencia de las
lluvias; se regía por las estaciones. Vacaciones yfiestasse dis-
tribuían con las vendimias y las cosechas. El tiempo de trabajo
moderno es u n grupo de horas aisladas en el corte artificial de
las inmutables veinticuatro horas del día. Estas horas se van
adicionando, día a día, independientemente de las estaciones,
lo cual, por lo demás, debe ser analizado c o m o una liberación.
E n adelante, la variabilidad del tiempo de trabajo está ligada a la
voluntad del hombre, independientemente de los ritmos, im-
puestos hasta entonces por la naturaleza.
Pero, aislado, el tiempo de trabajo adquiere u n valor di-
ferente de los otros tiempos. El obrero agrícola y el aprendiz
de artesano eran contratados en otros tiempos por u n año, sus
horas no eran medidas; su vida se ajustaba al ritmo de la de su
patrón. Podía tratarse de una introducción parcial en la vida fa-
miliar, si llegaba a ser criado; se podía también hablar de es-
clavitud. E n todo caso, era el hombre a quien el patrono to-
m a b a en obligación. El empresario moderno no contrata m á s
que u n número determinado de horas, que adquieren, por lo
m i s m o , u n valor de mercancías y una diferencia social, distin-
tas de la otorgada en otros tiempos.
Aquí se trata de medir, no la amplitud del fenómeno econó-
mico y social, sino la del cambio de mentalidad. Se tiende a
pensar que estas horas aisladas son las únicas que resultan pro-
ductivas porque son las que son rentables. Crecen, por ello,
en intensidad. L a empresa moderna organiza sistemáticamente
el tiempo de trabajo, aislado previamente; necesita u n número
128
de horas que hay que explotar al m á x i m o para la producción.
N o tengo por qué evocar el tema clásico de la separación
geográfica del lugar del trabajo y del hogar. Las organizaciones
del espacio y del tiempo se hallan siempre estrechamente li-
gadas. Y los elementos que disocian el trabajo del resto de la
vida son múltiples. Pero debo subrayar otra separación, de tipo
socio-político, que plantea u n problema de poder.
Así pues, el tiempo de trabajo ha venido a ser u n n ú m e r o
preciso de horas, ofrecidas a los organizadores, para que obten-
gan de ellos el m a y o r rendimiento posible. L o s diversos res-
ponsables de la autoridad económica m i d e n la fertilidad de este
tiempo en términos de producción. D e ello resulta u n a nueva
inversión de valores, porque las horas n o son productivas sino
en cuanto acumulan objetos extraños a aquellos m i s m o s que las
han producido. N o s hallamos m u y lejos del labrador que con-
templa su c a m p o recientemente trabajado, del artesano que
mira y maneja c o n satisfación su obra. L a fertilidad de las h o -
ras en la empresa m o d e r n a ha llegado a ser abstracta; en con-
secuencia, el n ú m e r o de horas dedicadas al trabajo, viene a ser
u n tiempo impuesto, u n a sanción. Cada vez son m á s raros los
trabajadores independientes o , dicho de m o d o m á s simple, los
que pueden disfrutar de u n trabajo que ellos m i s m o s h a n ele-
gido, o que, al m e n o s , es de su agrado. Para la inmensa m a y o -
ría se trata de horas vendidas. Y el comprador las hará rendir
lo m á s posible, acentuando su producción.
125»
9
fuerza nuclear de combate de Estados Unidos (proyecto Po-
laris).
Dejando a u n lado las dificultades técnicas, el problema con-
sistía en asegurar el control y la coordinación del proyecto:
hacer el arma operacional a plazofijoy a u n coste razonable,
coordinando la acción de doscientos cicuenta proveedores y
de m á s de nueve mil subalternos.
El objetivo consiste en ganar tiempo. S u importancia se
evidencia si se piensa que el retraso de una semana en la fabri-
cación de giroscopios motiva u n retraso de tres semanas en
poner a punto el sistema de control de vuelo, lo cual implica
a su vez u n retraso de dos meses en el lanzamiento del sub-
marino. Las cadenas de operaciones y sus interrelaciones son
tan numerosas y tan complicadas que ha sido preciso inventar
u n instrumento gráfico que diera una representación de la es-
tructura lógica del programa. Y el proyecto Polaris se ha reali-
zado con más de dos años de anticipación.
C o n el P E R T , y en adelante con otros métodos derivados de
él, nos hallamos ante una organización del tiempo en la que las
palabras «lógico» y «racional» se aplican exclusivamente a las
condiciones de obtención del objetivo. E s innegable que tal
planificación es necesaria; y es patente que tendrá efectos bene-
ficiosos. Ningún empresario se lanzará a una operación compleja
de trabajos públicos o a una campaña comercial de enverga-
dura sin haber recurrido a tales métodos.
Así pues, la meta está en lograr el mayor rendimiento posi-
ble de u n número considerable de horas de trabajo por la in-
terconexión de las mismas. E n suma, se trata de organizar el
tiempo de trabajo sin referencia directa a los trabajadores.
Esto supone u n análisis preciso de las tareas en el que se
tendrán en cuenta todos los encadenamientos complejos de las
operaciones interdependientes, escalonadas en el tiempo y orien-
tadas hacia u n objetivo preciso que, en la empresa, es siempre
la mayor productividad con el menor coste. Se distinguirá,
entonces, entre las operaciones que pueden ser simultaneadas
y aquellas que son obligatoriamente sucesivas; se efectuará en
cada tarea una duración operatoria, a partir de la cual se podrá
establecer una bifurcación reducida de los plazos de realiza-
ción. E n definitiva, el programa será tanto más lógico cuanto
menos tiempo perdido haya en la producción.
N o hay más que motivos para alegrarse si todo esto lleva a
una mejor administración de las colaboraciones múltiples; pero,
¿qué sucede cuando la «racionalidad» del trabajo así concebido
repercute hasta en la sucesión de los actos de cada trabajador?
130
L a lógica del sistema exige que ningún acto sea inútil. L a
interconexión de los actos será tal que la más ligera pausa debe
ser prevista si no se quiere que n o repercuta en múltiples retra-
sos. El labrador, al concluir su trabajo, puede incorporarse
para enjugar su rostro, echando una mirada a la campiña. El
tiempo racionalizado pide estar tensos sobre u n trabajo abs-
tracto que exige el esfuerzo atento del cerebro con m á s fre-
cuencia que el ejercicio de los músculos.
Y la atención exigida se aplica a consignas elementales.
A d e m á s , en la medida en que el sistema se aplica sin que el
trabajador se preocupe de la lógica del m i s m o , la vida de tra-
bajo se hace cada vez más insoportable porque se halla mecani-
zada. Será necesario organizar paliativos, c o m o esa breve se-
sión de gimnasia que rompe la monotonía del trabajo en al-
gunas oficinas y fábricas. Se habla ahora, además, del «enrique-
cimiento de las tareas», es decir, de la posibilidad de dar una
mayor variedad a las acciones, de adquirir u n poco m á s de c o m -
prensión de la tarea misma y del conjunto en el que se integra.
Pero todo esto no son más que paliativos, porque, al fin, se
trata siempre de lograr mayor rendimiento de las horas emplea-
das, de hacerlas m á s rentables, teniendo en cuenta, en esta
ocasión, los límites psicológicos del trabajador, considerado
c o m o u n instrumento de producción.
Es necesario desarrollar una concepción más comprensiva
de la «racionalidad» y de la «lógica», en la que sea integrada el
«factor humano». E n el campo del trabajo n o es lógico y ra-
cional más que lo que está sistemáticamente organizado a favor
del hombre. Y ningún hombre deberá ser definido y recono-
cido sólo por la intensidad de su obra productiva, inserta en
u n sistema de economía del tiempo.
Muchas fábricas y despachos administrativos se hallan m u y
lejos de tal eficacia científica. El tiempo se halla entonces some-
tido a otras presiones: fichar a la entrada, horas muertas fin-
giendo una producción ilusoria.
E n todo caso, cada vez más trabajadores se sienten incita-
dos a situar las horas esenciales de su vida fuera del tiempo
de trabajo. D e aquí que surja el problema de la organización
del ocio. U n a vez que se ha dislocado el tiempo, n o se puede
plantear el problema de su integración más que bajo la forma
de una organización parcial, aún en el caso de que se trate de
los tiempos de ocio. ¡Programar el tiempo que debiera estar
plenamente abierto a la espontaneidad! Pero parece inútil bus-
car una mejor solución de las horas sin trabajo, al menos ac-
tualmente. Y esto por dos razones principales. Por una parte,
131
las horas de ocio están centradas en intereses del m i s m o nivel
cultural que las horas de trabajo: a u n trabajo embrutecedor
no puede seguir el ocio de la creatividad. Por otra parte, el pro-
blema n o consiste en aprovechar la separación sino en hallar
la unidad por la introducción de ritmos diferentes.
132
de ritmo, que pesan de m o d o agobiante sobre las posibilida-
des de adaptación. Por regla general, el ritmo de la invención
técnica precede con m u c h o a las transformaciones políticas. Es-
tas n o son nunca concomitantes con los cambios de mentali-
dad; son, más bien, la resultante de relaciones de fuerzas que
manifiestan discordancias en la evolución social. Por último las
justificaciones jurídicas y los arreglos administrativos vienen
después de los cambios sociales.
El mismo problema del desarrollo podría ser analizado en
términos de distorsiones de ritmos temporales: desplazamien-
to en la velocidad de los diferentes sectores de la vida econó-
mica, toma de conciencia política más rápida que el crecimiento
económico, coexistencia de ritmos modernos artificiales y de
ritmos naturales que la voluntad de desarrollo hará aparecer
c o m o arcaicos. E n los países industrializados esto lleva consigo
una oposición de las zonas rurales a la invasión del trazado
urbano.
Para muchos individuos es difícil adaptarse a velocidades
de evolución diferentes, aunque sean simultáneas; es m á s di-
fícil aún aceptar las rupturas y rebasarlas personalmente en una
integración que la sociedad n o facilita en manera alguna. L a
vida social se halla excesivamente bajo la impronta de la velo-
cidad de evolución de las técnicas y de las relaciones. El males-
tar n o viene tan sólo de que el individuo quiera escapar a una
velocidad que le parece inútil precipitación: la inadaptación
debe ser analizada también c o m o u n alejamiento demasiado
grande entre la velocidad de evolución de las necesidades ob-
jetivas de la vida moderna y la velocidad de modificación de las
mentalidades al m i s m o tiempo que de las estructuras psico-
sociales.
Sin duda, hay que decir que ciertas distorsiones son bené-
ficas; aportan esta tensión interna sin la cual n o se podría
avanzar. Por el contrario, otras retardan indebidamente las
evoluciones necesarias por u n movimiento reflejo de miedo
o por incomprensión. Sabemos en todo caso que la homeos-
tasis de este m u n d o h u m a n o , captada c o m o u n sistema c o m -
plejo, n o puede ser asegurada más que por una intervención
consciente y política. H e m o s perdido la confianza ingenua de
los primeros economistas liberales; nadie puede creer ya que,
en virtud de las leyes naturales de la economía, las contradic-
ciones se compensan y el equilibrio se restablecerá espontá-
neamente.
H o y día no resta sino que cada cual, aislado o en grupo
restringido, se cree una armonía particular en la intersección
de los «tiempos inciertos».
133
2. La aceleracióu de la historia
a) El fenómeno de acumulación
134
campo en el que los efectos combinados de una acumulación
de fenómenos y de u n aumento de velocidad han provocado
un impacto psicológico particular: es el campo de la informa-
ción. Mientras ayer las noticias circulaban a m e n u d o en una sola
región y n o se iban conociendo sino m u y lentamente, a merced
de la celeridad de u n mensajero, o también, en casos excepciona-
les, a la rapidez de señales transmitidas de colina en colina, hoy
todas las noticias pueden difundirse inmediatamente sobre todo
al planeta. E n otro tiempo se requería u n gran esfuerzo para que
la noticia resonara; hoy se necesita más bien u n esfuerzo con-
trario para impedir que u n suceso de importancia sea conocido.
C o n frecuencia n o se puede ocultar si n o se recubre de alguna
manera con falsas noticias.
Km/h
3.000 ft
ft
2.000
/*
i
i
7
/ *
1.000
/ /
_ - _ _— 1 2T^-^-"*'
1900 10 20 30 40 50 60
automóvil
avión clásico de hélices
***** avión a reacción
evolución global
135
El automóvil sucede al caballo, el avión a reacción releva
al avión de hélice. Cada sistema de desplazamiento se perfec-
ciona y alcanza su alto nivel antes de ser reemplazado. El sis-
tema anterior no desaparece, pero el uso del m i s m o varía.
Por otra parte habría que añadir a este cuadro la cabina espa-
cial, ¿pero es u n sistema de desplazamiento comparable a los
precedentes? C o n los cohetes nos hemos situado de u n m o d o
diferente entre la encrucijada de la potencia motora y de la ve-
locidad. L o s relevos, al multiplicarse, cambian la naturaleza
misma del fenómeno.
Cada curva de aceleración debe ser estudiada en sus c o m -
ponentes. E s necesario buscar la correlación entre los diversos
factores, seguir la evolución de cada componente, de m o d o se-
parado y en relación con la resultante que n o es otra que la rea-
grupación establecida según una evaluación probable.
L a ley de los relevos se halla en toda investigación que se
apoya sobre una sección algo larga del tiempo evolutivo. Ella
se aplica a muchos campos según m o d o s diferentes. Se puede
constatar a escala milenaria a través de los cambios de civili-
zación. L a humanidad primitiva de los cazadores-recolectores,
por ejemplo, tenía una percepción de la caza m u y diferente de
la que tendrán los agricultores. Para los primeros, la caza les
habla de la dura necesidad vital; para los segundos, pone de
relieve el crecimiento y también el ocio. E n la civilización neo-
industrial, u n cierto tipo de artesanado viene a ser u n lujo,
algo superfluo. D e esta suerte, lo que para una época es el nú-
cleo m i s m o del trabajo, resbala poco a poco hacia el ocio en la
época siguiente.
L a importancia de esta ley de los relevos es poner u n freno
sólido a la tentación de extrapolar las curvas de la aceleración.
L a extrapolación será formal y casi inútil si n o queda limitada
en sus pretensiones y en el fragmento de porvenir prospectado.
L a ley de los relevos añade lo desconocido de la innovación a la
dificultad de los ritmos divergentes según los objetos, los lu-
gares y las culturas.
136
periencia se atribuye hoy a la posibilidad de manejar efectiva-
mente una enorme cantidad de información. Las situaciones se
modifican con demasiada rapidez para que la experiencia acu-
mulada en el pasado sirva para regular la acción que es nece-
sario aportar hoy. Al menos y en primer lugar, en todos los
campos en los que intervienen las técnicas. Pero la técnica no
es neutra, es siempre acción técnica. Y la modalidad técnica de
la acción tiene repercusión en todos los comportamientos.
L a cibernética toma el relevo de la experiencia. Para u n
jefe de empresa, la experiencia en los negocios es insuficiente.
Hasta puede llegar a ser u n defecto si el responsable se apega
a u n m o d o de acción conocida pero periclitada. M á s cuenta
tiene la doble posibilidad de acumular el mayor número de in-
formaciones posibles y de tratarlos eficazmente. E s necesario
acumular informaciones sobre la situación del mercado, sobre
los fenómenos sociales, económicos,financieros,técnicos, m á s
allá de la empresa y c o m o garantía de la misma, y saber utili-
zarlos en el marco de una estrategia, a la vez, global y precisa.
Las consecuencias que de ahí fluyen son múltiples. El cono-
cimiento de una empresa así se hace m u y difícil. Se halla m u c h o
mejor establecida si se funda sobre su prospectiva a corto pla-
zo que sobre su balance. Pero este porvenir inmediato no de-
pende ya de la voluntad de u n patrón; la autoridad se diluye
anónimamente en el grupo que recoge las informaciones, las
estudia y las estructura.
Las reacciones psicológicas ante la devaluación del pasado
son múltiples. Según los temperamentos; la actualidad y el
porvenir inmediatos se ven c o m o si fueran u n derrumbamiento
de los valores o c o m o una liberación. Unos ven que se hunde
una sociedad a la que veían c o m o una estructura estable, en la
que quedaban encuadradas las relaciones humanas; otros per-
ciben la movilidad de las costumbres, de las ideas y de los va-
lores c o m o una promesa.
Pero al mismo tiempo que se dévalua el tiempo, se deses-
tima a los ancianos; esta es la m á s desoladora de las conse-
cuencias. L a ancianidad no es ya algo excepcional; el anciano
deja de ser sacralizado. Su experiencia n o es más que u n relato
de u n pasado inutilizable; el interés que puede suscitar es el
m i s m o que el de los antiguos relatos sin valor de actualidad;
el anciano ha dejado ser considerado c o m o u n sabio. Incapaz
de asimilar la afluencia de informaciones necesarias para la
acción, vive al margen de la misma. L a tercera edad se halla
aparcada lejos de nuestra sociedad. Los ancianos son hoy día
fastidiosos. Por inútiles, se hallan ausentes de las ciudades nue-
137
vas y de las grandes reuniones; lo más frecuente es que sean
olvidados en los asilos, donde la sociedad, a fin de cuentas,
no puede ofrecerles nada mejor que una lenta eutanasia.
L a devaluación del pasado por la aceleración de la historia
induce a cierto número de adultos a sentirse desfasados por la
velocidad de las cosas antes de haber tocado el umbral de la
vejez. Su inadaptación n o es subjetiva; son incapaces de cola-
borar eficazmente en el trabajo c o m ú n . E n las ramas más des-
arrolladas de la industria, el saber adquirido se queda m u y pronto
anticuado respecto del estado de la técnica; es necesario poner-
lo al día, adaptarlo por una formación complementaria, «re-
ciclar», según el neologismo aceptado.
N o basta, pues, aportar conocimientos nuevos ni añadirlos
acumulativamente a lo ya adquirido de antiguo. L a acelera-
ción en la historia no se traduce sino abstractamente por una
curva continua; la renovación es hecha por una multitud de
micro-innovaciones. L a ley de los relevos impone u n cambio
cualitativo. Esta novedad se manifiesta psicológicamente cuan-
do los conocimientos nuevos n o pueden ser integrados por el
que los recibe, cuando ya n o se armonizan ni con las adquisi-
ciones teóricas, ni con los esquemas mentales.
El «reciclaje» o puesta al día podría llamarse también «ree-
ducación», puesto que el hombre que quiere seguir al m u n d o en
sus cambios debe transformar en ciertos sectores su m o d o de
reflexionar y sus métodos de análisis. L a velocidad del cambio
puede exigir además una reeducación de las relaciones humanas,
a causa de las modificaciones producidas en la concepción y en
el estilo del trabajo en c o m ú n .
Tales exigencias abruman el espíritu de los adultos. Los hay
que son capaces de apreciar el dinamismo gigantesco de una
evolución en la que se pone en cuestión el valor de lo adqui-
rido de m o d o cada vez más rápido. Son felices de que, al fin,
cada generación deba inventar su propio gesto y su regulación,
al menos en aquellos dominios específicos en los que más se
han comprometido. Otros experimentan u n malestar insupera-
ble. L o adquirido por tradición es doble: hay una especie de
tradición técnica, la que se refiere al material, al m o d o de e m -
plearlo y a las relaciones humanas que condiciona, y una tra-
dición de sentido. L a estabilidad del material técnico era su-
ficiente, todavía ayer, para que el niño se familiarizara con un
m u n d o en el que la continuidad era tal que su vida se deslizaba
dentro de relaciones sociales regidas por valores morales recono-
cidos. Pero los dos aspectos de la tradición son interdependien-
tes, y muchos adultos, que soportarían sin demasiada molestia
138
la evolución y las modificaciones del material técnico, se sienten
desamparados cuando constatan que las innovaciones mate-
riales destruyen los valores recibidos. Por su propia definición,
los valores nuevos n o tienen la sanción del pasado, que les
parece una garantía esencial. Pero la innovación modifica el
equilibrio de todas las estructuras tradicionales y hasta exige
la invención de sentido.
El refugio será, a m e n u d o , sumergirse en el presente de eso
que se llama la sociedad de consumo. Ello implica renunciar
a la lucha, dejarse llevar por la corriente, o agarrarse a u n puesto,
a u n salario, mantenerse hasta el retiro, un retiro bastante pre-
coz para permitir aún desplazamientos en el ocio, y bastante
confortable para minimizar los riesgos de verse abandonado
en la vejez. El peso demasiado duro del porvenir inmediato,
la aceleración de los cambios, la multiplicación de las distor-
siones remiten a más de u n adulto a la morosidad de u n pre-
sente infecundo.
M a s , ¿qué ocurre en los jóvenes? L a educación exigida
por la aceleración de la historia debería insistir menos en la
transmisión de u n patrimonio de conocimientos que en las
capacidades de innovación y adaptación y el gusto por u n estu-
dio recomenzado perpetuamente. L a educación debe tener u n
contenido dinámico difícil de definir porque se halla aún en
proyecto.
139
a) Tiempo intermedio
b) Tiempo marginal
240
puede prolongar demasiado en la adolescencia la fase del juego
en la que se crea su propio m u n d o simbólico. L a edad inter-
media n o aporta ninguna transición a la fase en la que se puede
actuar sobre el m u n d o circundante para transformarlo. Es u n
tiempo aparte, marginal.
También en los jóvenes el tiempo de trabajo y el de ocio es-
tán separados. N i uno ni otro llenan las condiciones de una socia-
lización suficiente, ni siquiera de una inserción más que arti-
ficial en el interior del grupo. E n el espacio cerrado que les es
propio, la actividad de los jóvenes no tiene más que una regu-
lación fáctica; viven un tiempo marginal que n o comunica con
la vida moderna afectiva. Ocio y trabajo conocen el ritmo tre-
pidante de las horas demasiado llenas en u n horario ajustado;
n o es más que una imitación parcial del tiempo del adulto.
141
¿ C ó m o salir de una dimensión temporal que viene a ser pa-
ralela a la evolución social y sin otra comunicación con ella
que la verbal? Las posibilidades son en número restringido".
Ciertos jóvenes pueden seguir el juego, es decir, ser «buenos
alumnos», aceptar el verse confinados en unos estudios cuya uti-
lidad ignoran, preparar con una calma aparente el diploma o cual-
quier otro documento que pueda poner fin a su vida marginal.
Pero esta perspectiva está prohibida a las masas de jóvenes para
quienes el tiempo de los estudios y del aprendizaje n o aboca más
que a u n tiempo dislocado, del que serán separadas las horas
morosas de u n trabajo sin interés. Por su parte, la sociedad no
puede esperar nada mejor que una resignación cada vez m á s
aleatoria.
Al ser imposible inserción en el futuro inmediato, los jó-
venes buscan otra posibilidad en la huida anticipada a la uto-
pía. L a utopía de los jóvenes n o es la creación lógica de u n m u n -
do cerrado ; n o tiene nada de c o m ú n con la isla de T o m á s M o r o ;
no se sitúa en el océano del futuro sin vínculo alguno con nos-
otros. Se trata de tendencias utópicas que intentan realizar, en
una abstracción soñada, algunas aspiraciones m á s esenciales.
¿Qué sociedad podría imaginarse que favoreciera la esponte-
neidad, lo m i s m o en la vida del trabajo que en la vida sexual?
E n definitiva, se proyecta a medias u n futuro a la vez imagina-
do, deseado y medio vivido, que invierta los valores de la so-
ciedad actual. A la eficacia industrial que adapta al hombre
al ritmo de la producción mecanizada y pone en conexión se-
ries combinadas de máquinas y de hombres, se opone la crea-
ción de una comunidad en la que la primera preocupación será la
armonía de las relaciones humanas. A la «racionalización» del
tiempo para obtener una maximalización del rendimiento, se
opone la repulsa de toda norma en la utilización de los recursos
humanos. A los programas escolares centrados en preparar la
entrada a la sociedad industrial, se opone la gratuidad del con-
tenido educativo. A la artificialidad industrial se opone la na-
turaleza, una naturaleza que se niega, por los demás, a recono-
cerse tal c o m o ha llegado a ser, domesticada y tan artificial c o m o
los demás objetos industriales.
C o m o reacción a las duras realidades de hoy día, este futuro
soñado puede concretarse de dos m o d o s . Se crearán ciertas
especies de falansterios que realizarán, al margen de la sociedad,
algunas de las armonías del futuro. L a paradoja está en que,
para salir de una marginalidad impuesta, se crea la marginalidad
querida por u n grupo desviador, que cree ser la encarnación de
los valores nuevos. También se puede querer combatir eficaz-
142
mente por la realización de este porvenir; entonces la protesta
se transforma en lucha política. Pero esta lucha será marginal,
porque los jóvenes n o podrán integrar sus reivindicaciones
en el presente de los grandes partidos revolucionarios tradicio-
nales. El partido revolucionario n o se apoya sobre los margi-
nados, aunque, sean jóvenes: se vincula a la gran masa obrera
Para salir del ghetto y afrontar el presente de las luchas sociales,
no queda más que ir a los obreros. Pero los obreros, a su vez,
miran con malos ojos a estos visitantes bien intencionados;
ser obrero n o es una vocación.
Otra solución consiste en alejarse del tiempo marginal para
ir al presente m i s m o . Pura evasión. N o ciertamente a la m a n e -
ra del adulto que se instala en la sociedad de consumo, sino con-
cibiendo el presente c o m o una huida. Esto implica que el pre-
sente será vivido con la mayor carga emotiva posible. Puede ser
la droga. Puede ser la sexualidad. Pero también una cierta c o m -
prensión del arte. Se puede recurrir, n o a la integración en u n
grupo, sino a las manifestaciones colectivas que n o hacen sino
aglutinar las individualidades. Ante la falta de una toma de con-
tacto con la sociedad, se elige lo que está m á s a m a n o : la pala-
bra contra ella.
4. La actitud prospectiva
14}
L a prospectiva es algo m u y distinto que la extrapolación y la
previsión. L a extrapolación es la prolongación de u n movimien-
to del que se ha podido analizar el ritmo y la aceleración, es la con-
tinuación del tiempo pasado ; cree imaginar el porvenir cuando
traza susfigurasen u n tiempo revuelto.
L a previsión amplía m u c h o este marco. Supone, en la ac-
tualidad, u n sistema de relaciones susceptibles de ser correc-
tamente analizadas. Después se puede hacer variar o prever las
variaciones de algunos términos o tensiones, al medir la impor-
tancia recíproca de sus movimientos. E s también posible intro-
ducir una o más variables nuevas, creadoras de u n nuevo equi-
librio del conjunto. L a previsión enfoca siempre la evolución
de u n sistema conocido o las modificaciones futuras de u n
sistema cuya movilidad está suficientemente predeterminada,
aunque sin duda parcialmente, para permitir una explicación
del futuro.
Pero la previsión se hace imposible desde que ella deja de
ser restringida, porque la evolución es m u y frondosa y nadie
puede prever qué tallos han de sobrevivir y cuál de entre estos
triunfará, porque el porvenir será el fruto de u n cierto número
de acciones que será necesario elegir y completar, para que las
decisiones que se han de tomar se sitúen en la encrucijada de
proyectos que n o forman u n sistema, sino, a lo mejor, series
de sistemas que no es necesario unificar so pena de soñar la
realidad en lugar de analizarla. L a prospectiva se sitúa frente al
porvenir incierto; tiene por objeto la acción presente en sus
consecuencias sobre el porvenir; aboca a una experimentación
mientras que la previsión n o puede conocer más que una ve-
rificación. L a prospectiva logra algunas certezas sobre el pre-
sente; sobre el futuro n o presenta más que hipótesis y estra-
tegias.
El espíritu prospectivo es la actitud general, exigida actual-
mente para la acción; enfoca las acciones de hoy día a la luz
de una pluralidad de futuros posibles. E s una voluntad de ele-
gir, en función del futuro, entre los medios y los objetivos del
presente. E s necesario sustituir a los sucesos, que parecen ins-
critos en el curso de las cosas que se imponen y que es nece-
sario soportar, por posibles objetivos que nosotros queremos
alcanzar. N o se trata de adivinar ni de descubrir el porvenir,
ni tampoco de suponer lo que ya tocamos casi necesariamente,
sino de enumerar, a través de las necesidades objetivas pre-
sentes y de su proceso evolutivo, medido cuidadosamente, los
medios que nos restan de hacer la historia.
144
Sin duda que se nos remite al cálculo de probabilidades y a
la teoría de los juegos. Nuestra situación es la de u n jugador
que debe inventar las reglas de u n juego configurassiempre
nuevas y que, a lo largo del m i s m o , n o se repiten jamás : conso-
nancias y disonancias de ritmos vivos, combinados con lentas
maduraciones, posibilidades frondosas, brotes espontáneos, ini-
ciativas efímeras y prodigiosos acuerdos, fuera de todo siste-
m a global, que sintetice la maraña de relaciones unidas y desu-
nidas en múltiples niveles. L a actitud prospectiva manifiesta
aquí su fecundidad; consiste en conservar la alegría de la inves-
tigación, permaneciendo conscientemente en lo aleatorio y lo
hipotético. Los medios para luchar contra las estructuras pató-
genas del tiempo n o están en las cosas sino en el hombre.
Aplicada a proyectos de alguna amplitud, la prospectiva
se apoya sobre el cálculo de la decisión. N o s hallamos desar-
mados ante la multiplicidad de lo probable. L a elaboración de
una estrategia es posible, sabiendo que, particularmente en el
dominio económico y social, todas las opciones deben ser cohe-
rentes, que el encadenamiento de los resultados debe ser pre-
visto, y que, por otra parte, elfluirde las causas y de los efec-
tos debe permanecerflexibley manejable.
Sin examinar las consecuencias políticas de la actitud pros-
pectiva, sabemos que se necesita u n cambio radical, que lle-
gue hasta una transformación completa de los valores. Las es-
tructuras del tiempo n o pueden cambiar sin que cambie el h o m -
bre m i s m o . L a disolución del sentido, tal c o m o había sido trans-
mitido por el pasado c o m o u n patrimonio, n o nos remite tan
sólo a tiempos inciertos, sino a una obra política, creadora
de sentido. Tal cambio no puede hacerse sin dejar al margen los
hombres enfermos del tiempo que cambia. Y será una obra
política y la aplicación de la prospectiva lo que permitirá una
acción curativa, razonada y concertada. El futuro será, en gran
parte, lo que nosotros hagamos en él.
145
10
Valoración psicológica y moral
del tiempo
El conceptofilosóficode tiempo
Yakov F. Askin
149
rialismo debe por lo mismo reconocer ineludiblemente la rea-
lidad objetiva del tiempo y el espacio...»1.
L a naturaleza objetiva del tiempo es hoy reconocida gene-
ralmente por la ciencia contemporánea. L afisiología,por ejem-
plo, revela que la orientación en el tiempo, algo que es inhe-
rente a todo ser vivo, es u n reflejo de las propiedades tempora-
les del ambiente exterior. U n a importante aportación a este
campo fue dada por el análisis de los reflejos condicionados en
función del tiempo y el estudio de los «relojes biológicos».
Esta última expresión alude a la capacidad de los organis-
m o s vivos —vegetales y animales— para medir el tiempo, re-
gulando sus procesos vitales según ciclos diarios, estacionales
y anuales. L a observación y la experiencia han demostrado
que en los organismos vivos los procesos rítmicos están deter-
minados por los cambios rítmicos del ambiente físico 2.
Conviene igualmente mencionar la geocronología. M u y a
m e n u d o nos impiden pensar en el tiempo c o m o caracterís-
tica fundamental e interna de todo proceso los mecanismos de
relojería construidos por el hombre y que a primera vista pare-
ce que personifican el tiempo. Esto es también lo que se capta
en los cuadros de Salvador Dalí, en los cuales el tiempo es re-
presentado por el disco del reloj. E n tal perspectiva, el tiempo
se muestra frecuentemente c o m o algo externo a los fenómenos.
Relacionando el tiempo con los procesos que tienen lugar den-
tro del material geológico, la geocronología utiliza c o m o reloj
el proceso de transformación radioactiva de los elementos quí-
micos y demuestra que todo fenómeno natural, incluso los que
afectan al medio inanimado, es también una manifestación del
tiempo y registra su desarrollo.
Ciertamente, el tiempo objetivo, registrado en u n proceso
de desarrollo, n o debe ser considerado c o m o u n equivalente
exacto del tiempo registrado por el observador 3 . El tiempo cons-
tatado psicológicamente en u n contexto físico, biológico y so-
cial es una cosa, y m u y otra son los módulos rítmicos que apa-
recen en los diversos niveles, por ejemplo, en el microscosmos
y en el macrocosmos. Ello, sin embargo, no excluye el recono-
cimiento de u n «tiempo objetivo, cuya estructura es indepen-
diente del observador»4.
150
Este tiempo objetivo no es una sustancia separada e inde-
pendiente sino u n m o d o de ser. L a ciencia contemporánea nos
impide aceptar lafilosofíabergsoniana, la cual, con palabras
de Maritain, ve el tiempo c o m o «lo absoluto, la fuente de la
inventiva y de la creatividad» 5 . Este concepto de tiempo c o m o
sustancia independiente tiene muchos partidarios, desde la re-
ligión órfica de la antigua Grecia, en la que se pensaba que Cro-
nos tenía una existencia separada desde el principio del m u n d o
y que daba nacimiento a los elementos, fuego, aire y agua,
hasta Spengler que identifica el tiempo con el hado y Heide-
gger quien, describiendo «la temporalidad» c o m o una «forma
primitiva del tiempo», la diferencia del tiempo subjetivo y
hace de ella una de las principales categorías de la existencia:
«La temporalidad es el original "fuera-de-sí", existiendo en sí
mismo y por sí m i s m o » 6 . Pero la ciencia contemporánea, y
aquí debe hacerse una referencia especial a la teoría de la rela-
tividad de Einstein, atestigua la existencia de una concepción
del tiempo según la cual la esencia del m i s m o consiste en ser
un sistema de relaciones entre los sucesos. Esta concepción ve
el tiempo c o m o algo real, en cuanto él m i s m o es una forma de
ser, aunque n o sea u n «objeto» separado, plenamente autónomo,
o u n proceso independiente que actúa en la realidad c o m o u n
demiurgo. N o se puede menos de evocar aquí la perspicacia
de Leibniz acerca de la esencia del tiempo pues, c o m o adver-
timos ahora, se hallaba más cerca de la verdad, a este respecto,
que N e w t o n con su concepción del «tiempo absoluto».
Por otra parte se da una concepción del tiempo, expuesta por
elfilósofoaustraliano Smart, según la cual el tiempo, c o m o trán-
sito y pasada, es una ilusión7. U n a actitud semejante ha adop-
tado elfilósofoamericano Black 8 . Pero no es fácil aceptar lo
que afirman estos autores. Asimilan el paso del tiempo al m o -
vimiento de objetos distintos, cuyas características —tales co-
m o las unidades para medir la velocidad del tiempo que trans-
curre— implicarían una relación entre los cambios espaciales
y el tiempo. Ello carecería de sentido en este contexto. Y c o m o
el tiempo no es u n «objeto» distinto, estos filósofos afirman
que el paso del tiempo es u n « m o d o de hablar», una ficción.
Sin embargo, la noción de «paso del tiempo» tiene mani-
fiestamente una significación real, pues hace referencia a la su-
151
cesión cambiante de acontecimientos desde el punto de vista de
su existencia. El m u n d o tiene su historia: todos los fenómenos
no acaecen a la vez y la existencia de cada «objeto» distinto
tiene u n principio y u n fin. Esto es lo que se significa por suce-
sión en el tiempo y duración en el tiempo. N i la postura de
Kant que escribe que «el tiempo mismo... incluye ya relaciones
de sucesión» 9 , ni la interpretación de Bergson, que en una des-
cripción del tiempo habla de «multiplicidad sin división y su-
cesión sin separación10, ayudan a comprender la naturaleza
real del paso del tiempo. «La duración bergsoniana es una du-
ración que no dura» u , anota elfilósofofrancés J. Pucelle. N o s -
otros no podemos menos de compartir su opinión.
Solamente cuando interpretamos al paso del tiempo c o m o
expresión del cambio objetivo que se da en la naturaleza y en
la historia humana, tenemos una basefilosóficay científica
para la investigación del paso del tiempo y de sus propieda-
des. El paso del tiempo c o m o una sucesión cambiante de acon-
tecimientos en elfluirde la existencia está conexionado con una
determinada estructura temporal y con determinadas relaciones
entre los momentos del tiempo. Estas relaciones pueden ser
definidas tanto cuantitativamente, en correspondencia con las
nociones antes-después, c o m o cualitativamente, distinguiendo
en el tiempo u n m o m e n t o de otro según su relación con el pro-
ceso del devenir, es decir, distinguiendo entre lo que existe
y lo que ha existido, entre lo que existe y existirá. Esto es pre-
cisamente lo que significan para nosotros pasado, presente y
futuro, características de los diferentes «aspectos» del tiempo.
E n el siglo actual, cuya conciencia reflexiva se ha impregnado
en muchos aspectos por las aportaciones de las ciencias natu-
rales, habiendo sido una de las m á s importantes la teoría fí-
sica de la relatividad, la noción de tiempo se ha venido vincu-
lando cada vez m á s a la de espacio. E n las fórmulas de la teo-
ría de Einstein, el tiempo viene a ser la cuarta coordenada del
espacio. Sin embargo, esto n o debe ser tomado demasiado
al pie de la letra. El espacio multidimensional es ante todo u n
concepto algebraico, pues el espacio físico sigue siendo tridi-
mensional. A ú n en el siglo de la teoría de la relatividad, el tiem-
po mantiene su propia naturaleza específica. E s cierto que se
ha hallado una conexión estrecha entre tiempo y espacio, pero
es sólo una conexión, puesto que los dos no son idénticos.
152
Las nociones antes-después pueden ser comparadas en al-
gunos aspectos con las relaciones espaciales delante-detrás o
izquierda-derecha, pero no existe u n equivalente espacial de
conceptos temporales c o m o pasado, presente y futuro. Aquí es
donde emerge ante nosotros con toda claridad la esencia del
tiempo. El tiempo se muestra c o m o u n m o d o de ser de toda
cosa real existente, u n m o d o de ser que está enlazado con el
proceso del desarrollo, con el tránsito de la posibilidad a la
actualidad y con eso que ha sido designado con el término
filosófico de «devenir».
L a orientación hacia el futuro y el recuerdo del pasado son
características de la conciencia humana. E n este sentido no
existimos simplemente en el tiempo, c o m o en u n instante pre-
sente, c o m o en u n «aquí y ahora». Ciertamente que el presente
es el aspecto central del tiempo. Y es su relación con el presente
lo que caracteriza a los otros dos aspectos del tiempo : el pasado
es lo que una vez fue presente y el futuro lo que llegará a ser
presente. El presente se halla siempre vinculado a alguna situa-
ción o acontecimiento existente, cuya duración determina la
«dimensión» del presente de u n m o d o que varía de una catego-
ría de sucesos a otra. Se da una escala sumamente amplia : desde
el presente geológico de nuestro planeta (la era cenozoica c o m -
prende 70 millones de años), o desde el presente biológico del
hombre, que data de la aparición del nombre de Cromañón
(hace aproximadamente unos 50.000 años) 12 , hasta el presente
c o m o u n estado especifico que caracteriza la conversión de una
partícula elemental, igual a una fracción infinitesimal de segundo,
o el presente de una percepción psico-fisiológica cuya duración
está determinada por las capacidades de los órganos sensoriales.
L a relatividad del presente se halla subrayada también en
nuestro uso del lenguaje. El lingüista danés O . Jespersen hace
notar que, en la práctica, el uso del término «ahora» designa
un lapso de tiempo que puede variar m u y notablemente según
las circunstancias y que en ocasiones pudiera ser m u y largo13.
L o cierto es, sin embargo, que la duración del presente no puede
ser nunca cero, pues esto significaría que el objeto (el suceso)
al que hace relación y por el que es determinada no existe.
Este acercamiento al presente difiere de la exposición que ha
dado del m i s m o la tradición aristotélica, según la cual el pre-
153
sente es el punto o m o m e n t o que separa, en el paso del tiem-
po, el pasado del futuro, algo semejante a lo que el filósofo to-
mista N y s definía c o m o «una raya o línea de demarcación traza-
da por la mente humana en el tiempo en cuanto continuum» 14.
El presente es la expresión de una estabilidad relativa en el
proceso constante de cambio. Esta relativa estabilidad n o es
una mera abstracción; tiene uñábase objetiva en la naturaleza
del m u n d o material, que es discreta.
El movimiento constante de la materia implica una vincula-
ción entre el presente, el futuro y el pasado. Esta vinculación
es esencial al proceso del desarrollo y sería inconcebible sin
ella. Se da u n nexo orgánico entre la memoria y el tiempo,
de tal manera que es imposible resolver el problema de la m e -
moria sin solucionar antes el problema del tiempo 16 . Pero la
memoria n o sirve sólo para conservar las diversas etapas del
tiempo. El pasado se halla también visiblemente materializado,
a través de los estratos de las diversas edades geológicas, en los
instrumentos de trabajo que son el resultado tangible de la
habilidad y de la experiencia de muchas generaciones y en los
ganglios que se han ido formando en el sistema nervioso. T o d o
fenómeno dado perdura durante u n tiempo que nunca desapa-
rece sin dejar rastro, o más aún, sin dejar su huella. Todos nos
hallamos familiarizados con los circuios concéntricos del tronco
de los árboles, que muestran la edad de los mismos. Todas las
cosas en el m u n d o —desde las moléculas y las piedras hasta los
seres vivos y las estructuras sociales— tienen unos círculos
concénticos similares, que les son propios.
El principio del historicismo, que postula una vinculación
estable entre el presente y el pasado, es u n o de los principales
fundamentos del pensamiento científico y de la actividad prác-
tica y una característica esencial del acercamiento dialéctico al
m u n d o . Prever el futuro ha venido a ser también u n tema m u y
en boga durante los últimos años. M u c h o se ha escrito en torno
al futuro desarrollo de la economía, de las ciencias, de las artes,
de la sociedad h u m a n a en general. Esto suscita diversos pro-
blemas alfilósofo,uno de los cuales, tal vez el más importante,
sería el siguiente: ¿es esta orientación hacia el futuro u n fenó-
m e n o puramente h u m a n o o es sólo la modificación h u m a n a
de una característica fundamental propia de todo el proceso de
desarrollo ?
154
L afilosofía,al generalizar los resultados de la más reciente
investigación científica, puede responder afirmativamente a la
segunda parte del problema planteado.
C o n todo, debemos considerar primeramente c ó m o se ha
de definir el término «futuro». Si el pasado es la potencialidad
realizada y el presente es el tránsito de la posibilidad a la actua-
lidad, ¿qué es entonces el futuro? ¿es una ficción, u n vacío
existencial, el producto de la conciencia pura, o debe ser consi-
derado simplemente c o m o algo que existe ya materializado y que
existe en alguna parte, a semejanza de una galaxia que n o ha
sido descubierta, desconocida n o sólo por los cosmonautas sino
también por los astrónomos, pero que a pesar de todo existe?
El futuro n o es ni lo uno ni lo otro. N o es ciertamente una
ficción, ni algo que tiene su fuente en la conciencia. L a norma de
su desarrollo se enraiza en las leyes objetivas de la realidad, es
decir, el futuro es una esfera de potencialidades que, pese a n o
hallarse realizadas, n o por ello son menos reales. Por otra parte,
en tanto que futuro n o es algo que exista ya, c o m o u n punto en
el espacio que nadie haya logrado tocar. Moverse hacia el futuro
es algo m u y distinto a volar hacia una constelación que existe ya,
pero a la que aún n o se ha podido llegar. Tender hacia el futuro
es crear ese futuro. El movimiento hacia el futuro es el proceso
de su creación y realización. Y esto n o es sólo verdadero para
el hombre. El m u n d o existe en el tiempo n o sólo porque en el
tiempo se producen los cambios bajo forma de reajustes y
reordenaciones entre lo que existe ya, sino porque el tiempo
es el crisol en el que se forja lo nuevo y se diluye el pasado.
El m u n d o n o existe, pues, solamente en el presente. Se halla
continuamente en trance de ser creado o, mejor, de crearse a sí
m i s m o , a través de u n proceso constante en el devenir, en el
que tiene lugar lo que bien puede llamarse el «acrecentamiento»
de la realidad existente. Esto es precisamente lo que significa
el paso del tiempo.
Cuanto más vive y trabaja, investiga y reflexiona la humani-
dad, tanto m á s toma conciencia, con u n saber científico, del
parentesco que la une a la totalidad del m u n d o . N o se trata
de u n sentimiento instintivo de unidad, c o m o acaecía a los an-
tiguos. E n el descubrimiento de este hecho, que consideramos
característico de la humanidad actual, y que es en verdad una
de las manifestaciones, quizá la más avanzada, de u n atributo
general de la materia, se tienen en cuenta todas las cualidades
específicas de estas manifestaciones. M a s se da una clara evi-
dencia de este parentesco, en particular por lo que concierne
a la categoría del futuro.
155
El estudio actual de lafisiologíapone bien en claro la fun-
ción del futuro en los organismos vivos. L a investigación so-
bre los procesos de anticipación ha logrado resultados intere-
santes a este respecto. El profesor L . V . Krushinsky, de la uni-
versidad de M o s c ú , ha identificado reflejos de extrapolación y
reflejos de anticipación que ha podido observar en los pájaros.
Estos reflejos de extrapolación no pueden ser reducidos a meros
reflejos condicionados. Pero aunque se considerasen tan sólo
estos reflejos condicionados, elfisiólogosoviético P . K . A n o -
khin ha dado del clásico reflejo de Pavlov una explicación que
pone de manifiesto su función de signo, que da u n mensaje
sobre el futuro. D e hecho, el perro oye los pasos del m o z o que
le trae la comida y empieza a segregar la saliva; esta de m o m e n -
to n o se utiliza, pero lo será más tarde cuando el alimento se
halle en la boca.
Esta interpretación n o niega que la vida psíquica sea el
reflejo de la realidad objetiva, pero es u n reflejo anticipado,
según palabras de Anokhin 1 6 . Este reflejo a nivel h u m a n o n o
es otra cosa que una manifestación de la característica general
de todo reflejo, es decir, u n atributo de la materia enraizado en
lo más profundo de ella, c o m o lo hizo notar V . I. Lenin. Ahora
se muestra con claridad que este carácter de anticipación es a
su vez una propiedad general de todo reflejo.
El estudio de la cibernética ha permitido establecer nuevas
analogías racionales entre el comportamiento h u m a n o y el de
todo sistema que se auto-organiza. N o es casual que la obra
de u n o de los pioneros de la cibernética, el fisiólogo sovié-
tico N . A . Bernstein, haya mostrado que el futuro, en tanto que
reflejo de tendencias de todo cuanto obedece a leyes objetivas
y c o m o expresión de las necesidades del organismo, es u n fac-
tor importante, y hasta decisivo, en el desarrollo y en la acti-
vidad del organismo. L a idea de modelar el futuro, de un futuro
que determine necesariamente el comportamiento del orga-
nismo, juega una función primordial en lafisiologíade la ac-
tividad según Bernstein17.
Durante siglos, el futuro ha sido tema de lafilosofíaidea-
lista y de la religión, ya sea en los diseños trazados por los pro-
fetas bíblicos o en los tratados dedicados a la teología, en los
156
que se describe lafinalidadc o m o una fuerza espiritual que go-
bierna el m u n d o . L a orientación hacia el futuro, despojada de
toda connotación mística, emerge ante la mente c o m o una base
característica de todo desarrollo. E n la materia inorgánica se
manifiesta esto en la irreversibilidad de u n cierto número de
leyes naturales fundamentales, entre las cuales baste citar las
leyes de la termodinámica. Esta orientación del desarrollo n o
sólo n o contradice la ley de la causalidad, sino que se halla li-
gada a ella y puede ser considerada, si se quiere, c o m o la pro-
yección de dicha causalidad hacia el futuro. A decir verdad, la
naturaleza de u n acontecimiento se halla determinada n o sólo
por lo que se ha producido anteriormente, por sus causas, sino
también por la dirección en que evoluciona y por las tendencias
inherentes al objeto que se desarrolla. E s importante, por eso
m i s m o , prever el futuro, n o sólo para saber lo que acaecerá
en el porvenir, sino también para comprender lo que sucede
en el presente. Para comprender plenamente una situación dada,
no sólo es necesario tener en cuenta sus orígenes y su pasado,
sino también tomar c o m o base el conocimiento de su futuro,
en el que las posibilidades que hayan madurado dentro del
mismo serán realizadas, revelando de esta suerte su natura-
leza esencial. C o m o ha escrito Marx, «la anatomía del hombre
es la llave de la anatomía del m o n o » 1 8 .
Por regla general, comprendemos mejor el pasado que el
presente. Pero n o es que conozcamos mejor lo que lo caracteri-
zaba cuando era presente (en ocasiones será verdad, pero en
otras pudiera ser lo contrario: muchas cosas han podido olvi-
darse). Si llegamos a conocer mejor el pasado que el presente,
es porque conocemos mejor lo que se hallaba en él pregnante:
reconocemos las tendencias que han madurado, el movimiento
que se hallaba anteriormente oculto y las ramas que han dado
fruto.
Por el curso del desarrollo del objeto se ha «logrado» este
conocimiento.
Esto, sin embargo, n o implica en manera alguna una repul-
sa del carácter unidireccional de la «flecha del tiempo», ligada
a la irreversibilidad del proceso de desarrollo. L a concepción
del futuro es inseparable de la idea de irreversibilidad: una cade-
na de sucesos, en la que éstos se repitieran absolutamente y
cuyo curso fuera reversible, eliminaría toda diferencia real en-
tre pasado, presente y futuro. Tan sólo puede subsistir entre ellos
una distinción subjetiva, en relación con el acto que los percibe
257
o experimenta. Pues en u n m u n d o en el que todo es absoluta-
mente repetible y reversible, la distinción de tiempo n o puede
mantenerse : lo que será ha sido ya, del m i s m o m o d o que lo que
ha sido volverá a ser. Si todas las posibilidades han sido rea-
lizadas, ni las cosas ni los sucesos vendrán a la existencia en
sentido estricto; n o serán más que mera repetición de sí mis-
m o s . E n tal m u n d o desaparecería el concepto de desarrollo.
Ese m u n d o sería idéntico al de Nietzsche con su «eterno retor-
no». Tal es también el tiempo de m u n d o h u m a n o construido
por la teoría psicoanalítica de Freud con su supuesto básico
de que el adulto se halla exclusivamente formado por su ex-
periencia pasada y que el comportamiento h u m a n o se halla
únicamente «programado» por las impresiones sexuales de la
primera infancia, almacenadas en el subconsciente. C o n este
procedimiento, Freud presenta al hombre su pasado c o m o si
fuera su futuro.
U n m u n d o sin desarrollo es un m u n d o sin futuro, sin trán-
sito del tiempo; de hecho, sin tiempo alguno, pues el tiempo
es la forma que adopta el proceso en su desarrollo. El tiempo sin
irreversibilidad se asemejaría al espacio, c o m o lo ha demostra
do claramente el escritor americano Kurt Vonnegut en su n o -
vela m á s original: Slaughterhouse 5 or the children's crusade. E
héroe de esta novela, Billy Pilgrim, tiene u n concepto del tiem-
po que aprendió, así le parece a él, de los habitantes de u n pla-
neta llamado Tralfamadore, donde el tiempo es percibido c o m o
el espacio. Cada cosa real implica todo el tiempo, todo acaece
en el presente, todo es posible en cada m o m e n t o , incluso la
muerte, y es igualmente posible retornar al pasado y pasar a
través de cualquier período dado de tiempo.
Pero si nosotros abandonamos elficticioplaneta de Tral-
famadore y retornamos al m u n d o real, el tiempo no puede ser
asimilado al espacio, pues aquí hallamos causas que actúan,
que toman consigo consecuencias y se producen sucesos cuyo
encadenamiento es irreversible. Si ocurren fenómenos de re-
petición y de reversibilidad, tienen u n carácter estrictamente
relativo. El carácter rítmico no altera en nada la dimensión uni-
direccional del tiempo y el tránsito irreversible del m i s m o .
El determinismo del proceso del desarrollo envuelve ciertas
restricciones que son impuestas a la naturaleza de este proceso
por las posibilidades. Pero las posibilidades, a su vez, pueden
considerarse c o m o tendencias deducidas de las leyes que g o -
biernan el universo, tendencias que se hallan implícitas en él,
aunque no plenamente realizadas. Las posibilidades en el des-
arrollo de la materia c o m o u n todo son infinitas, inagotables;
158
pero cada proceso separado y concreto del desarrollotienesus
peculiares posibilidades. Por una parte, las posibilidades son
aquí numerosas y variadas, de tal manera que las múltiples
facetas de lo posible y la naturaleza creadora del desarrollo
hallan su más clara expresión en el carácter esencialmente esta-
dístico de las leyes fundamentales, ya se trate de la mecánica
cuántica, de las mutaciones genéticas o del desarrollo econó-
mico. Por otra parte, en cada situación concreta hay un n ú m e -
ro limitado de posibilidades reales y existen igualmente límites
respecto de la diversidad del futuro. E n particular hay que ad-
vertir que los científicos han refutado hace m u c h o tiempo las
ingenuas teorías de Lamarck sobre la ilimitada labilidad de los
organismos vivos.
N o se puede interpretar la direccionalidad del proceso de
desarrollo en el sentido fatalista de una predeterminación del
futuro, puesto que haría del devenir y del m i s m o desarrollo
una ficción. El paso del tiempo perdería entonces su signi-
ficación real. Sin embargo, las técnicas de previsión son su-
ficientemente eficaces en gran número de campos científicos para
testificar la existencia de u n entramado fijo dentro del cual se
desarrolla cada proceso concreto. L a presencia de una direccio-
nalidadfijaen el desarrollo es la base objetiva de la previsión
científica.
E n nuestro siglo, el problema del futuro se halla m á s pre-
sente que nunca en la mente y la sensibilidad del hombre de hoy.
Pero esta tendencia es la expresión de una cualidad que n o per-
tenece exclusivamente a la conciencia humana, sino que in-
forma también, en cierto sentido, el proceso total del desarrollo
en el m u n d o material.
L a orientación hacia el futuro impregna todo el psiquismo
del hombre. Esto lo prueban de m o d o convincente las investi-
gaciones sobre la psicología del proyecto, iniciadas por el inves-
tigador soviético D . M . Uznadze y que continúa ahora el Ins-
tituto de Psicología de la Academia de Ciencias de Georgia 19 .
L a conciencia del futuro se muestra hoy c o m o u n factor que
eleva el nivel del comportamiento social. Esto es verdadero
respecto de la sociedad c o m o u n todo, cuando es capaz de fun-
damentar firmemente sus acciones sobre la previsión cientí-
fica (en el dominio social y más aún en el económico), lo cual es
en nuestra época u n aspecto esencial de la gestión social. T a m -
bién es verdad respecto de los individuos. L a orientación hacia
159
el futuro es u n rasgo típico que revela la madurez de la persona-
lidad y una básica condición previa para desarrollar el sentido
de los valores.
El problema, hoy día m u y crítico, de la protección del m e -
dio natural recuerda imperiosamente al hombre de hoy que n o
puede sacrificar el futuro a las ventajas momentáneas del pre-
sente, porque el futuro de hoy vendrá a ser de m o d o inexorable
el presente de mañana, que pedirá cuentas que deberán ser
pagadas. L o s hombres tienen que asumir, pues, sus responsa-
bilidades frente al futuro.
El futuro se halla ligado a una propiedad —tal vez la más
preciosa— del individuo y de las comunidades humanas: la
actividad. T o m a r conciencia de que el tiempo pasa es reconocer
que se da una distancia entre la copa y los labios, según palabras
de Guyau, filósofo y psicólogo francés del siglo pasado. Esta
expresión describe bien la situación temporal del hombre,
que se halla ligada a nuestra preocupación por el futuro. El
progreso científico nos ha capacitado para ver que la naturaleza
existe según una escala temporal más amplia de lo que había-
m o s pensado. A su vez, el progreso social amplía el horizonte
del tiempo h u m a n o .
Sin detenernos en otros aspectos de lafilosofíadel tiempo 20,
tenemos que volver ahora nuestra atención hacia una de las
propiedades fundamentales del tiempo, a saber, su infinitud,
que revela la continua existencia del m u n d o material y el hecho
de que sus movimientos n o tienen principio ni fin. L a infinitud
del tiempo se traduce por el concepto de eternidad. M a s para
que esta idea pueda ser aceptada, es indispensable explicar
c ó m o refleja la noción de eternidad las características del tiempo.
A primera vista, si se define la eternidad c o m o u n tiempo
infinito, se hace de ésta una simple medida del tiempo y se la
vincula únicamente a la duración. Sin embargo, esta concep-
ción no concuerda en manera alguna con el hecho de que todos
los objetos y todos los fenómenos que existen en el m u n d o real
son finitos y pasajeros, incapaces por lo m i s m o de una dura-
ción infinita.
El intento de asimilar la idea de lo eterno a algo separado,
a u n «objeto», conduce ineludiblemente a considerar impo-
sible que algo material pueda ser portador de eternidad. E n
ocasiones se utiliza el hecho de lafinitudde las cosas y de los
fenómenos, de su venir al ser y de su cesar en la existencia, para
20. Para una exposición más amplia, cf. Y . F . Askin, El problema del
tiempo. Su interpretación filosófica, Montevideo 1968.
160
probar c o m o algo evidente que la eternidad n o es más que una
idea. Fundado en esto, escribe elfilósofofrancés Alquié:
161
11
Oponer la eternidad al tiempo es oponer un aspecto del tiem-
po a otro, separándolos mutuamente y haciendo de cada uno
de ellos u n absoluto. Entonces se hace epistemológicamente
posible dar una interpretación teológica de ambos. Lenin, si-
guiendo en esto a Feuerbach, anota : «El tiempo separado de las
las cosas temporales = Dios» 23. U n o de los aspectos del tiempo,
la duración, que expresa la idea de continuidad, separada del
otro aspecto que es la sucesión o el cambio, se transforma, se-
gún la interpretación idealista de la categoría de eternidad, en el
atributo de algún ser inmutable, es el atributo de Dios.
L a eternidad no se da en la ausencia de todo cambio y de
toda actividad sino en el movimiento incesante de la natura-
leza, constituyendo el m o d o de ser del m u n d o material. L a con-
tinuidad de la existencia, su mantenimiento, no hay que bus-
carlo en una existencia separada del tiempo sino en la existen-
cia temporal, pues esta continuidad o duración viene a ser, de
hecho, el resultado de la sucesión de los diversos estados o
acontecimientos. L o eterno no existe fuera del m u n d o temporal,
del m u n d o real, cuyo desarrollo da u n contenido al paso del
tiempo, pero dentro siempre del m i s m o .
L a eternidad es la infinitud realizada y, al mismo tiempo, la
continua realización del inagotable poder creador de la materia
y la actualización permanente de la dialéctica sin fin del tránsito
de lo posible a lo real.
Si se considera la eternidad c o m o u n ser fuera del tiempo o,
según la expresión delfilósofoinglés McTaggart, «la eternidad
es el fin del tiempo» ^, entonces se cambia en u n concepto no
positivo sino meramente negativo. N o viene a ser más que la
negación del tiempo y de todos sus atributos. Alquié escribe
que «la idea de eternidad se origina de la actitud psíquica que
niega el devenir. Nace de la repulsa del tiempo»25.
Sin embargo, la eternidad, lejos de ser algo negativo, es
profundamente positiva. E n cuanto permanencia de la exis-
tencia, pone en claro el aspecto creador del proceso temporal.
Se identifica a veces el tiempo con la mortalidad, la destrucción,
la ruina. A este propósito es m u y característica la postura de los
existencialistas, que ven al tiempo devorando la existencia:
«El tiempo m e separa de m í m i s m o , de lo que he sido, de lo que
quiero hacer, de las cosas y de todo lo que es otro» 2e.
162
El tiempo, con todo, n o representa sólo la destrucción;
es también nacimiento, génesis, tránsito de n o ser a ser. Tener
fe en el progreso es dar nuestra confianza al curso del tiempo.
El carácter fundamentalmente temporal de la vida humana
es u n hecho esencial que debe ser tenido m u y en cuenta por todo
sistema ético que tenga por objeto al hombre viviente y n o u n
tosco modelo de hombre, separado completamente de la rea-
lidad.
Los teólogos y lasfilosofíasidealistas se han preocupado m u y
en serio de la cuestión de la mortalidad del hombre. Pero sólo
han dado a este problema una solución especulativa. Ahora
bien, para poder estudiar esta cuestión es esencial, desde u n
punto de vista metódico, resolver primero el problema de la
relación entre tiempo y eternidad. Si se niega la existencia de
un nexo entre ambos y si todo el sentido del ser se relaciona
con la eternidad separada del tiempo, entonces el tiempo m i s m o
(y todo lo que es temporal) es considerado c o m o algo insig-
nificante y vacío separado de la eternidad concebida c o m o con-
tinuidad inmutable y sin fin. ¿Qué sentido tienen entonces los
esfuerzos por alejar a la muerte, por prolongar la vida humana,
que es una de las metas más comúnmente aceptadas del progre-
so social?
Esta cuestión, evidentemente, no puede ser reducida a una
consideración puramente cuantitativa. El tiempo de una vida
humana se incrementa en m u c h o si el hombre vive cada ins-
tante fructuosa y plenamente. Epicuro decía que el hombre sa-
bio n o elige la porción más abundante, sino la más agradable.
N o se trata por tanto de vivir el mayor tiempo posible; se tra-
ta más bien de vivir con intensidad, de dar toda su plenitud a
cada instante de la vida. Desde el punto de vista social, el pro-
blema del hombre y del tiempo es paralelo al de la utilización
más intensiva y más racional del tiempo. E n efecto, la cuestión
del dominio sobre el tiempo y el uso de éste revisten una im-
portancia excepcional en la vida social y económica. E s , por
lo mismo, u n problema profundamente moral, ligado al sen-
tido que se atribuya a la vida humana.
Sería falso pensar que la temporalidad priva a la vida hu-
mana de todo sentido. L a mortalidad del hombre es trágica,
pero la verdadera tragedia no se halla nunca en u n camino pe-
simista: el hombre, a causa de la intrínseca naturaleza social
de su personalidad, continúa viviendo en la personalidad de
otros.
L a verdad es que el hombre, en su existencia «mortal», se
halla vinculado a la eternidad real del m u n d o objetivo y este
163
vínculo se actualiza en su actividad creadora. Por su inserción
en el trabajo, el hombre prolonga su yo m á s allá de los límites
de su existencia efímera. El hombre muere, pero sus actos per-
duran, sus cualidades continúan existiendo en otros y se trans-
miten de generación en generación. Así es c o m o conviene
plantear y resolver el problema de los valores, en el que la re-
lación entre lo temporal y lo eterno juega u n papel tan deci-
sivo.
El progreso técnico y la aceleración de los transportes y de la
transmisión de informaciones han modificado la representación
que el hombre se hace del tiempo. Importa cada vez m á s utilizar
de m o d o razonable n o sólo el tiempo del trabajo sino también
el tiempo del ocio. Saber apreciar el tiempo en su justo valor
es una de las muchas señales de una vida racionalmente organi-
zada. U n a actitud preocupada sobre el m o d o de utilizar el tiem-
po, que es en verdad la vida entera, demuestra u n fino sentido
de los valores, tanto en el individuo c o m o en la comunidad
social.
Vivir en el tiempo es ante todo usufructuar plenamente el
presente. Pero este m o d o de proceder n o ha de confundirse en
m o d o alguno con el mezquino y c o m o d ó n carpe diem del vi-
vidor clásico. Nuestro presente n o alcanza todo su sentido sino
cuando engloba tanto el pasado —el conocimiento de la cul
tura intelectual y la posesión de los bienen materiales y de los
instrumentos de trabajo legados por nuestros antepasados—
c o m o el futuro, orientado hacia las generaciones venideras. E s
necesario obtener una comprensión intuitiva profunda de las
relaciones mutuas entre el pasado, el presente y el porvenir
y advertir que el presente se halla ligado a los otros dos aspectos
del tiempo y que cada instante contiene dentro de sí la quinta-
esencia del pasado y los gérmenes del futuro.
U n rasgo característico del hombre, desarrollado en el curso
de la civilización, es el intento de ampliar la conciencia percep-
tiva del tiempo, de ir más allá de los estrechos límites del pre-
sente de la experiencia inmediata. Se advierte c ó m o esta ten-
dencia se expresa en la ciencia con su preocupación intensa por
el pasado, con su sentido histórico, con el interés siempre cre-
ciente por la previsión del futuro y sus esfuerzos por descubrir
las leyes inmutables, que subyacen bajo la multiplicidad de los
sucesos. L a misma tendencia se manifiesta igualmente de u n
m o d o vivaz en el arte que transparenta la realidad contemporá-
nea en los personajes de novela, en la escultura y en telas del
pintor, siempre con el intento de captar lo permanente en lo
transitorio. E n efecto; si penetramos de u n m o d o suficiente-
164
mente profundo en lo temporal, podemos llegar a tocar lo
eterno.
El juego dialéctico entre las categorías de tiempo y eternidad
se halla plenamente realizado en el movimiento del m u n d o real.
E n la realidad no se da nunca una eternidad estancada e inmó-
vil frente a una transitoria «vanidad de vanidades», sino u n
único proceso del movimiento de la materia, que actualiza la
auténtica eternidad del m u n d o . Y en este proceso hay u n lu-
gar para el hombre, para el hombre inventor, para el hombre
creador.
165
Relaciones temporales
y propiedades temporales
Ted Honderich
166
cuenta nuestras opiniones en torno a los cuatro sucesos sola-
mente, cada u n o de ellos tiene tres relaciones temporales: una
con cada uno de los otros tres.
Sería m á s natural utilizar las formas gramaticales tempora-
les del lenguaje ordinario y decir, por ejemplo, que la primera
aparición ha acontecido antes que la segunda, o que está aconte-
ciendo antes que ella, o que acontecerá antes que ella. Sin embargo,
la relación que aquí se plantea parece que es independiente de
los tiempos verbales. Estos pueden utilizarse para enunciarla,
y es éste ordinariamente el caso; pero posee una connotación
suplementaria. Será, pues, preferible que nos atengamos a ex-
presarla sin referencia al tiempo gramatical.
E n nuestra opinión existe igualmente, a propósito de nues-
tros cuatro sucesos, otra cosa que n o tiene nada que ver con los
tiempos gramaticales. Cada acontecimiento ha tenido lugar, tie-
ne lugar o tendrá lugar. Cada u n o de ellos es pasado, presente o fu-
turo. Cada uno, pues, posee lo que pudiéramos llamar u n atri-
buto temporal, lo que viene a decir, de una manera o de otra,
que es pasado, presente o futuro.
Las relaciones temporales son inmutables. D a d o que la apa-
rición primeramente mencionada del cometa se sitúa antes de
la segunda, aquella conserva siempre una relación de anteriori-
dad respecto de ésta. Las propiedades temporales de u n acon-
tecimiento en tanto son distintas en cuanto cambian. L a caída
de la hoja, que suponemos acaecer ahora, fue u n acontecimiento
que iba a producirse y será después u n acontecimiento que se
ha producido. El acontecimiento fue futuro, es presente y será
pasado.
Aquí y en lo sucesivo, conviene tener m u y presente que,
cuando se designan las propiedades y relaciones temporales,
se hace mediante expresiones n o específicas. Son meras abrevia-
ciones para el uso corriente. Decir que u n acontecimiento posee
una propiedad temporal equivale a decir que es pasado, presente
o futuro. Esto m i s m o vale para otras afirmaciones relativas a las
propiedades temporales. Decir que las propiedades temporales
de los acontecimientos varían, n o significa otra cosa que lo que
expresamos ordinariamente al decir, entre las diferentes m a n e -
ras posibles, que los acontecimientos son alternativamente fu-
turos, presentes y pasados. N o pretendemos decir que los
acontecimientos tengan propiedades en el m i s m o sentido en que
las tienen las entidades de tal o cual especie. L o m i s m o hay que
decir de la expresión «relaciones temporales», la cual n o implica
ninguna doctrina.
167
El hecho de que los acontecimientos tengan a la vez rela-
ciones temporales y propiedades temporales nos introduce en
una de las disputas fundamentales relativas al tiempo en filo-
sofía, tal c o m o ha sido planteada en lengua inglesa. D a d a la
naturaleza de este estudio, m i intención es primeramente pro-
poner lo nuevo en estas disputas. Por diversas razones, m i expo-
sición de las doctrinas que se enfrentan entre sí será rápida y
parcial2. El intento de avanzar en torno a estas disputas exigiría
una especie de discusión cerrada que n o podemos mantener
aquí. M e limitaré, pues, a presentar de manera informal las
distintas disputas 3 .
L a disputa en torno al tiempo, sobre la que v a m o s a refle-
xionar, se dirige a examinar qué significa decir que u n aconte-
cimiento es anterior a otro, o que se halla en alguna otra rela-
ción temporal repecto de él, o que u n acontecimiento ha pa-
sado ya, o que posee alguna otra propiedad temporal. Estas
cuestiones tienen en sí mismas u n profundo interés y, además,
las respuestas que suscitan son m u y importantes para otra dis-
cusiones relacionadas con el tiempo.
168
Sin embargo, nuestra comprensión de las relaciones tempo-
rales de anterioridad y de posterioridad no se limita ciertamente
a lo dicho. Esto se deduce ya del sólo hecho de que otras rela-
ciones, sin tener que ver nada con el tiempo, poseen las mismas
propiedades formales. D e los objetos colocados en u n espacio,
por ejemplo el mobiliario de u n salón, podemos decir desde u n
cierto punto de vista que tal o cual mueble está colocado a la
derecha o a la izquierda. Se da aquí una relación que es asimé-
trica, transitiva e irreflexiva.
Ante la gravedad con que ciertosfilósofospresentan estas
propiedades formales, conviene indicar claramente cuan poco
contribuyen éstas a nuestra comprensión de las relaciones tem-
porales. T o m e m o s la asimetría. L o que nosotros conocemos al
afirmar que la caída de la hoja tiene lugar antes de la tercera
aparición del cometa, se limita, si nos atenemos exclusivamente
a la asimetría, al hecho de que la caída se relaciona de tal manera
con la aparición que ésta no puede relacionarse con la caída de
ningún m o d o , cualquiera que sea. N o conocemos prácticamente
nada de la naturaleza de esta relación. Todo cuanto conocemos
se halla explícitamente contenido en este aserto: si la aparición
se halla en relación R respecto de la caída, la caída n o se halla
en esta relación R respecto de la aparición. N o sabemos c ó m o
comprender R. Si nos atenemos a la noción de asimetría, n o
podemos ni siquiera distinguir entre anterioridad y posterio-
ridad. N o podemos comprender la diferencia que existe en
que se nos diga que la caída es antes o después de la apa-
rición.
U n a segunda parte de nuestra comprensión de las dos rela-
ciones temporales podríamos decir que se halla constituida por
el hecho de que, al hablar de las cosas que son antes o después
de otras, hablamos de relaciones, que, se supone, vinculan entre
sí cosas de una determinada especie : estas cosas son los aconte-
cimientos. Estas relaciones n o deben ser entendidas c o m o si
anudaran cosas tales c o m o lugares o nombres. Y esto, ¿dónde
nos lleva? Podemos concebir un acontecimiento en cuanto con-
siste, parcialmente, en u n algo que posee cierta característica.
Cuando reflexionamos en que la relación de anterioridad tiene
por término los acontecimientos, ¿comprendemos mejor la
relación? L a respuesta a esta cuestión parece ser afirmativa,
pese al hecho de que una definición completa de u n aconteci-
miento pueda comprender una referencia al tiempo. N o sería-
m o s del todo capaces de comprender, por ejemplo, la relación
de paternidad, si n o comprendiéramos que sus términos n o
pueden ser en m o d o alguno lugares. Sin embargo, es imposible
169
captar claramente lo que llegamos a entender cuando vemos que
existen relaciones temporales entre dos acontecimientos.
E n tercer lugar, se puede considerar que el hecho de hablar
de relaciones temporales puede tener algo que ver con el cam-
bio. E n efecto, saber que nuestros cuatro acontecimientos tie-
nen entre sí estas diferentes relaciones temporales es volver a
conocer los diferentes estados del m u n d o . U n o de los estados
comprende la primera aparición, pero ninguno de los otros tres
acontecimientos. Otro comprende la segunda aparición y la
caída de la hoja, pero n o comprende ni la primera ni la tercera
aparición. Otro estado, en fin, comprende la tercera aparición,
pero ninguno de los otros tres acontecimientos. Decir que la
primera aparición se sitúa antes de la segunda es, pues, volver
a hablar de dos estados diferentes del m u n d o y, por consiguien-
te, en cierta manera, de cambio.
Esto parece que debiera contribuir m á s a la comprensión de
las relaciones temporales. Sin embargo, para no hacer más que
una observación pertinente a este respecto, es esencial clari-
ficar esta noción particular de cambio. L o que entendemos por
«cambio» no es más que la existencia de estados diferentes. El
cambio que, tal c o m o sugerimos, se halla implicado en las rela-
ciones temporales, es precisamente de la misma naturaleza que
aquel que constatamos en el horizonte sobre la línea nítida de las
colinas. Parte de la línea es recta y otra parte escarpada. L a línea
presenta diversos «estados». N o hemos visto aquí esta idea de
cambio que puede relacionarse, pudiéramos decir, no sin cierta
oscuridad, con el nacimiento de una cosa.
¿Existe u n cuarto elemento diferente en el enunciado de las
dos relaciones temporales? ¿existe algo más arriba y sobre las
propiedades formales, por el hecho de que ellas vinculen acon-
tecimientos y por el hecho de que impliquen una cierta especie
de cambio ? Parecería que sí, principalmente porque n o es claro
que tengamos aún una distinción entre anterioridad y posterio-
ridad. L o que se ha sugerido es que estas relaciones y, por con-
siguiente, una serie de acontecimientos definidos en función de
estas relaciones, posean una dirección. Podríamos decir que nues-
tra propia serie posee una dirección que va de la aparición pri-
meramente mencionada del cometa a la tercera. N o s hallamos
aquí ante u n o de esos numerosos términos de valor metafórico
que para ciertosfilósofosson la guía misma de la reflexión sobre
el tiempo y, para otros, su verdadera desdicha.
Cuantos hablan de la dirección de las relaciones temporales,
y de la serie de acontecimientos que de ahí provienen, proba-
blemente no se preocupan de que podamos pensar, o pense-
170
m o s con frecuencia, en acontecimientos anteriores antes de
pensar en acontecimientos posteriores. Nuestro pensamiento
puede moverse en dirección opuesta, y lo hacemos con fre-
cuancia. Ellos se preocupan más bien de establecer que las rela-
ciones y las series, en sí mismas, poseen una dirección. E n este
caso, la relación y las series difieren de la relación espacial, cons-
tituida por el hecho de que una cosa se encuentra a la izquierda
de otra, o de la serie de posiciones en el espacio definidas a partir
de esta relación.
¿Es posible que esta intuición de dirección, a pesar de su
naturaleza sugestiva, tenga que ver con algo que es relativa-
mente sin misterio? Ciertos procesos físicos, particularmente el
acrecentamiento de la entropía, se consideran irreversibles. Esto
significa que se trata de procesos en los que a u n estado inicial
n o puede seguir otro de la misma especie. Si se recorre con el
pensamiento una serie de acontecimientos en una cierta direc-
ción, se encuentran ciertas sucesiones de acontecimientos que n o
se hallan cuando se recorre la misma serie de acontecimientos en
otra dirección. Parece que tenemos entonces una caracteriza-
ción suplementaria de las relaciones temporales, fundándonos en
u n aspecto de la serie de términos definidos por estas relaciones.
N o podemos extendernos sobre este tema, pero, según pare-
ce, esta irreversibilidad podrá ser útil para distinguir la anteriori-
dad y la posterioridad de la manera en que nosotros lo hace-
mos.
¿Es posible que la investigación de u n elemento más pro-
fundo, en lo que toca a la dirección de las relaciones temporales,
no haya tenido mejor resultado que dejar divagar a nuestro
espíritu? Ciertamente, parece que se da una «dirección» pre-
cisa de los acontecimientos cuando los consideramos c o m o fu-
turos, presentes y pasados. Esto es igualmente verdadero cuan-
do pensamos simplemente en los acontecimientos, no de una
manera analítica, c o m o situados en el tiempo. Sin embargo, n o
se trata ahora, ni de propiedades temporales de los aconteci-
mientos, ni de consideraciones generales relativas al tiempo. L a
cuestión que nos preocupa es el hecho de que los aconteci-
mientos son entre sí respectivamente antes y después.
C o m o ya algunos habrán notado, m e he dejado guiar en la
mayor parte de estas observaciones por el conocimiento de una
tradición del pensamientofilosóficosobre las relaciones tempo-
rales. A falta de mejor nombre y por razones que expondremos
más adelante, pudiera ser llamada la tradición cauta. Volvere-
m o s sobre la cuestión de las relaciones temporales y sobre
otra tradición de pensamiento en torno al m i s m o tema. Por el
171
m o m e n t o , nuestra hipótesis dice que nuestras afirmaciones so-
bre la anterioridad y la posterioridad tienen por contenido 1) la
conciencia de que los términos de las relaciones son aconteci-
mientos; 2) ciertas opiniones en torno a sus propiedades for-
males; 3) una opinión que tiene relación con esto que llama-
m o s el cambio, y 4) una cierta opinión en lo que toca a la di-
rección.
Este esbozo de análisis posible, o de una especie de análisis
de afirmaciones relativas a las relaciones temporales, se halla
lamentablemente inacabado. Ello suscita numerosas cuestiones
que quedarán sin respuesta. C o n todo merece anotarse que este
análisis es preciso sobre u n punto que hasta ahora había quedado
inexplícito. L o que tengo en la mente es 5) que este análisis par-
ticular de las afirmaciones relativas a las relaciones temporales se
distingue por el hecho de que n o hace intervenir las propieda-
des temporales. N o pretende exponer la opinión de que una apa-
rición del cometa es anterior a la otra por medio de ciertas
nociones familiares de pasado, presente o futuro. L o m i s m o tam-
bién es verdadero (5) incidentalmente, respecto a u n análisis
de la relación temporal de simultaneidad que hemos afrontado
y que tiene una relación estrecha con esto que precede.
272
sitúa después de m i afirmación A 3 . N o parece, pues, que Agustín
pidiera demasiado, cuando suplicaba devota y angustiosa-
mente que le fuera concedida la posibilidad de percibir a la vez
el pasado, el presente y el futuro.
Si acercamos los análisis de las relaciones temporales y de las
propiedades temporales, tenemos u n cuadro de nuestros enun-
ciados sobre el tiempo. Anotaremos dos de sus caracteres prin-
cipales. N o nos hemos atribuido, a lo largo de nuestro razona-
miento sobre el tiempo, m á s que aquellas ideas del tipo de las
que pueden evocarse a propósito de las relaciones temporales.
T o d o nuestro razonamiento sobre el tiempo, incluso cuanto
concierne a los atributos temporales, se reduce a las ideas par-
ticulares que creemos poseer, al hablar de los acontecimientos
en cuanto situados antes de los otros, simultáneamente con ellos
o después de ellos. Las relaciones que creemos tener en la mente,
al hablar del pasado, no difieren de otras relaciones de su espe-
cie más que en u n punto : uno de sus términos es u n suceso lin-
güístico, que, en cuanto tal suceso, depende de la existencia de la
conciencia.
Existe ahora u n segundo carácter esencial del punto de
vista que hemos aceptado. D a d a la subjetividad de la compren-
sión de las propiedades temporales, tales propiedades no pue-
den darse en u n m u n d o no consciente. N o se trata de saber, que-
de esto claro, si estas propiedades existirían, sino de anotar que
ellas no serían percibidas y no podría haber opiniones en tor-
no a ellas. D e hecho tales propiedades n o existirían por la
simple razón de que su existencia depende de la existencia de
una conciencia.
M á s explícitamente, nuestro punto de vista tiene c o m o con-
secuencia que si se afirma que u n acontecimiento se produce
ahora, se afirma o se presupone el hecho de la conciencia. E n es-
tas condiciones, lo que pensamos cuando pensamos que la
segunda aparición del cometa se produce ahora, no sería verda-
dero si no hubiera alguien para hacer la afirmación Ai bajo una
forma u otra. Si el m u n d o estuviera desprovisto de habitantes
dotados de conciencia, la segunda aparición se situaría después
de la primera, simultáneamente respecto de la caída de la hoja
y antes de la tercera. Si lo que entendemos por «ahora» y nuestras
afirmaciones temporales, al utilizar las formas verbales tempo-
rales, significan adecuadamente lo que queremos expresar, n o
sería verdadero que la segunda aparición se produjera «ahora»
o, según decimos ordinariamente, que se estaba produciendo. N o
sería verdad, ni que la primera aparición se hubiera producido
o hubiera pasado ya, ni que la tercera estuviese por venir o en el
futuro.
173
N o hay duda alguna de que de la exposición de este segundo
carácter de nuestro análisis, algunos se apresurarán a concluir
que el análisis es u n increíble malentendido. Podrán concluir
también que es fácil encontrar argumentos para refutarlo. Sin
embargo, conviene ser comedidos. Pasemos ahora a otra tra-
dición y comencemos por una reflexión sobre las propiedades
temporales, con preferencia a las relaciones temporales.
174
flexión. Decir que el porvenir n o existe aún y que el pasado n o
existe ya, n o es decir que carezcan de sentido. ¿Podemos, pues,
atribuir u n sentido a afirmaciones según las cuales los aconte-
cimientos futuros n o existen aún y los acontecimientos pasados
han dejado de existir? E n la afirmamativa podemos dar paso a
una proposición bastante oscura, que es la siguiente: decir que
la segunda aparición del cometa tiene lugar ahora equivale a
decir que existe ahora.
Sea lo que fuere de todo lo demás, parece que nos hallamos
aquí en nuestro propio terreno. N o es menester que lleguemos
a cerrar los ojos sobre la intuición que tenemos del paso del
presente. Podemos ensayar comprenderlo si lo vemos en rela-
ción con la aparición de la existencia y desaparición de las
cosas.
Sin embargo, no superamos la dificultad. Si reflexionamos
sobre una de nuestras últimas afirmaciones, según la cual los
acontecimientos pasados son acontecimientos que ya n o exis-
ten, uno de nuestros problemas pudiera reducirse a esto: los
acontecimientos pasados n o existen ahora. N o habríamos progre-
sado m u c h o si explicáramos nuestra utilización del «pasado», sir-
viéndonos de la palabra «ahora». D e una manera u otra, desea-
m o s dar una explicación de todos los términos que nos sirven
para conferir propiedades temporales. N o deseamos solamente
establecer relaciones entre los términos, «definir» uno por m e -
dio de otro, sino que queremos más bien salir de nuestro cír-
culo vicioso terminológico. D e la misma manera, acabamos de
suponer que decir que la segunda aparición del cometa se pro-
duce ahora, es volver a decir que esta aparición existe ahora.
¿Para qué sirve todo esto ? N o s hallamos plenamente dentro del
círculo. L a palabra «ahora» vuelve con demasiada frecuencia.
Igualmente, y de otra manera, es imposible negar que no
hemos hecho ningún avance, al dejar de hablar de una apari-
ción que se produce para hablar de una aparición que existe. N o
debemos dejarnos perturbar en demasía por la respuesta del
hombre o delfilósofode sentido c o m ú n para quien son las co-
sas las que existen y no los sucesos. Podemos admitir que este
uso es infrecuente y tratar de justificarlo. Examinemos pri-
meramente esta dificultad para volver en seguida al problema
del círculo vicioso.
¿ C ó m o es que losfilósofoshan podido llegar, a propósito
del tiempo, a afirmaciones análogas a la que consideramos aquí?
L a explicación tiene con frecuencia m u c h o que ver con el aná-
lisis cauto de las propiedades temporales que ya hemos consi-
derado. D e este análisis se desprende una comprensión parti-
175
cular de la afirmación según la cual la segunda aparición del
cometa está sucediendo ahora, c o m o u n asunto de relación de
simultaneidad. Se advierte que esto es maravillosamente ine-
xacto. Es verdad que cuando decimos con exactitud que la
segunda aparición se produce ahora, nuestra afirmación es si-
multánea respecto de la aparición. Sin embargo, no es cierte-
mente esto lo que decimos, o la totalidad de lo que decimos.
Habría que decir algo distinto.
E n u n intento de expresar la cosa que parece significar la
afirmación según la cual la aparición se produce ahora, los filó-
sofos en cuestión han recurrido, c o m o nosotros, a la afirmación
de que la aparición existe ahora. E s inútil que examinemos las
diversas variaciones sobre este tema?
Por lo que se refiere al análisis, el problema consiste en que
hablar así de la existencia aporta m u y poco. Mientras no digamos
más, el contenido más claro de esta referencia está constituido
por dos implicaciones. Implica, primeramente, que afirmar que
la segunda aparición se está produciendo ahora no es decir
algo, o en todo caso no enteramente, en torno a una relación
de simultaneidad. Implica, además, que el hecho de que los su-
cesos se desarrollen ahora persistiría si nos encontrásemos allí
para constatar dichos sucesos.
¿Estamos capacitados, según esto, para comprender lo que
es afirmado a propósito de la segunda aparición? L a única res-
puesta que veo, a la que se podría en todo caso llegar pronto
o tarde, es que, al decir que la segunda aparición se produce
ahora, decimos algo que todos comprendemos, pero que no
queda abierto a u n análisis ulterior. Tenemos aquí una noción
primitiva, expresada por tal descripción de algo c o m o «produ-
ciéndose ahora».
Si adoptamos este punto de vista, tendremos que hacer fren-
te a la objeción clásica, opuesta a quienquiera que afirma de
una noción contravertida que es una noción primera e inanali-
zable. L a objeción afirma que, al decir que una noción es pri-
mera, se reconoce el fracaso del análisis, pura y simplemente.
Es posible que se pueda replicar que algunos de estos «fracasos»
se engendran en la percepción de la verdad. L a existencia de
ciertas nociones primeras en nuestro sistema conceptual es inne-
gable y quizá no pueda ser negada nunca. ¿Existe una razón va-
ledera para negar que tengamos aquí precisamente u n ejemplo ?
El tiempo se halla, en algún sentido, en la base de nuestra per-
cepción y de nuestra reflexión. ¿ O sería mejor para nosotros
que encontrásemos u n concepto inanalizable?
176
Tenemos, pues, una hipótesis según la cual decir que la
segunda aparición se produce ahora, o simplemente está en
trance de producirse, consiste en decir algo que es compren-
dido por todos y que es en cierto sentido simple y funda-
mental, y por consiguiente irreductible. D a d o que n o hay ya
análisis acerca de afirmaciones que se relacionen sobre sucesos
presentes, hemos salvado el círculo vicioso. Esta objeción se
hace de ahora en adelante imposible. El círculo vicioso, que apa-
reció en nuestra tentativa de análisis, n o carece, sin embargo,
de importancia. C o m o las numerosas tautologías que aparecen
en las discusiones sobre el tiempo, es u n indicio de que nos ha-
llamos delante de una noción primera. E n cuanto a los círculos
viciosos que aparecen en los análisis de las afirmaciones relati-
vas al pasado y al futuro, volveremos más adelante sobre ello.
U n a de las dos cuestiones que suscita aún nuestra hipótesis
relativa a las afirmaciones relativas a sucesos presentes, tiene que
ver m u c h o con la descripción de la hipótesis y su formulación
sumaria. ¿Persistiremos en decir que la hipótesis consiste en que
afirmaciones c o m o la relativa a la segunda aparición conceden
existencia a los sucesos ? Pudiera ser que no hubiera ningún mal
en ello, si sabemos exactamente lo que queremos. L a hipótesis,
si eligiéramos afirmar las implicaciones mencionadas más arri-
ba, consiste en tres proposiciones: 1) las afirmaciones relativas
a las propiedades temporales n o tienen que ver, o n o tienen so-
lamente que ver, con las relaciones de simultaneidad; 2) estas
afirmaciones seguirán siendo verdaderas aunque n o hubiera
conciencia alguna; 3) tales afirmaciones reposan sobre una
noción primera.
L a otra cuestión es la siguiente : ¿no estamos en realidad c o m -
prometidos en la empresa absurda de inventar una noción pu-
ramente redundante? Podría decirse: «todos estamos de acuer-
do en que la segunda aparición se produce ahora». Esto quiere
decir que el cometa está cerca de la tierra. El cometa posee esta
característica. ¿Es sensato querer suponer, además, que existe
otra verdad importante que expresáis diciendo que la apari-
ción posee una «existencia»? L a respuesta debe ser que nosotros
no añadimos nada. L o que hacemos al suponer y decir que la
segunda aparición se produce ahora, o que se halla en curso,
o que el cometa está (ahora) cerca de la tierra, o que el cometa
posee (ahora) una característica, es utilizar una noción que n o
es posible analizar.
Tenemos, pues, otro manera de dar cuenta de una clase
de afirmaciones, relativas a las propiedades temporales, las que
conciernen a los sucesos presentes. Está en la línea de la segunda
277
12
tradición de lafilosofíadel tiempo. L a primera tradición, la de
la cautela, se distinguía en particular por una actitud general
de reticencia respecto de todo lo que n o puede ser expresado
con claridad. L a segunda tradición implica, entre otras cosas,
una actitud de afirmación. Podríamos llamarla la tradición afir-
mativa. L o que afirma es principalmente una convicción a
propósito del presente, y esto es afirmado a pesar de que nada
de naturaleza analítica puede ser enunciado en torno al m i s m o .
178
D e b e m o s reflexionar por lo que toca al pasado y al futuro
sobre la posibilidad de analizarlos en función de la noción del
presente y de las nociones de anterioridad y de posterioridad.
Utilizamos estas dos relaciones temporales, al m i s m o tiempo que
nuestro concepto de presente, para explicar el pasado y el fu-
turo. Consideramos, evidentemente, que decir que u n suceso
es pasado equivale a decir que hay que situarlo antes que los
sucesos presentes, y que decir que u n suceso es futuro equivale
a decir que hay que situarlo después de los sucesos presentes.
Reservamos por u n m o m e n t o nuestro juicio a propósito
de esta posibilidad y dirigiremos directamente nuestra atención
sobre las relaciones temporales. Reanudemos su análisis. Los fi-
lósofos de la tradición afirmativa no han quedado generalmente
satisfechos por el género de análisis de las relaciones tempora-
les, presentadas por la tradición cauta. Consideran que es erró-
neo o, en todo caso, que es insuficiente dar una descripción de
relaciones de anterioridad y de posterioridad, haciendo una lla-
m a d a a la naturaleza de sus designaciones, de sus atributos for-
males y, en u n cierto límite, al cambio y a la dirección.
Su procedimiento es aquí bastante previsible. Hacen valer
que una parte o aún la totalidad de lo que queremos decir al
afirmar que la segunda aparición del cometa se sitúa después de
la primera, es que, cuando la primera está presente, la segunda
es futuro, y que cuando la segunda está presente, la primera ya
es pasado. Y lo m i s m o vale para la relación de anterioridad,
así c o m o para la de simultaneidad.
A u n q u e n o podamos decir otra cosa del análisis de las rela-
ciones temporales, es bastante claro que éste tiene una conse-
cuencia. Si adoptamos este análisis de las relaciones temporales,
debemos renunciar a la posibilidad anotada hace u n m o m e n t o
en lo que concierne a las propiedades temporales del pasado y
del futuro. Si adoptamos los dos, recaemos en nuestro círculo
vicioso. Presentaríamos u n análisis del pasado y del futuro que
se fundaría en parte sobre las nociones de anterioridad y de
posterioridad; pero estas mismas nociones serían en parte expli-
cadas por términos de pasado y de futuro.
Parece que hay un medio para salir de esta dificultad, aunque
n o sea u n camino que ofrezca total confianza.
Si, siguiendo a los filósofos de la tradición afirmativa, nos
inclinamos a pensar que el análisis cauto de la relaciones tempo-
rales es erróneo o inadecuado, ¿cuál es la raíz de esta inclina-
ción? Se halla en que las relaciones temporales, dicho todo en
una sola frase, son presentadas de tal suerte que aparecen de-
masiado semejantes a las relaciones espaciales. Sería inexacto, por
179
razones evidentes, pretender que el análisis cauto de las rela-
ciones temporales n o las hace totalmente diferentes de las re-
laciones espaciales. N o obstante, se tiene la impresión de que
la diferencia no se pone suficientemente en relieve.
Para plantear la cuestión de alguna manera, ¿qué podemos
añadir para introducir el tiempo en el análisis de la relación tem-
)oral? Recordemos primeramente que los elementos de las re-
Îaciones temporales constituyen una serie. Este hecho, bastante
evidente, puede explicarse en parte desde las mismas propie-
dades formales de las relaciones. L o s cuatro elementos de los
que nos h e m o s ocupado son miembros de esta serie, que c o m -
prende igualmente los sucesos anteriores a la primera apari-
ción del cometa y posterior a la tercera aparición. Tenemos ten-
dencia a pensar que esta serie es, de algún m o d o , infinita. Sea
c o m o fuere, y para ir al punto esencial, decimos de esta serie
que uno de los sucesos que la componen y todos los sucesos que
son simultáneos respecto de éste, están en trance de producirse o
son presentes. Esto es, de tal manera son así, que los predicados
que expresan nuestras nociones primeras son verdaderos en lo
que les concierne. Brevemente, añadiremos entonces a nuestra
descripción de las relaciones temporales que reúnen los sucesos
que constituyen una serie en la que algunos miembros están
presentes.
Esta característica suplementaria de las relaciones tempo-
rales es menester distinguirla de otra característica que hemos
estudiado ya: la de aunar los sucesos. E n todo caso, puede y debe
distinguirse de todo lo que podría significar esta última carac-
terística en el marco de la tradición cauta. E n esta tradición, el
presente se reduce a u n asunto de relaciones de simultaneidad.
Por ahora n o nos preocupa el problema de la manera en que
pudiera completarse el análisis de las relaciones temporales por
la indicación específica de que éstas aunan los sucesos. E n la
tradición cauta la significación de cuanto puede decirse de los
sucesos en tanto que presentes, es algo que concierne a las
relaciones de simultaneidad. Para explicar las relaciones de an-
terioridad y de simultaneidad y de posterioridad, n o ganaremos
nada con decir que unen términos que pueden hallarse en cier-
tas relaciones de simultaneidad.
U n a ventaja de nuestra indicación según la cual las relaciones
temporales pueden ser comprendidas, en parte, c o m o relacio-
nes entre elementos constitutivos de una serie que posee una
cierta característica, es la de permitir completar nuestro análi-
sis de las propiedades temporales sin caer en u n círculo vicio-
so. D e ahora en adelante estamos en condiciones de poder de-
180
cir que los sucesos pasados deben ser comprendidos c o m o su-
cesos que se sitúan antes que los sucesos presentes, sin sentirnos
molestos por el hecho de que la noción de anterioridad ha sido
en parte explicada en términos de sucesos pasados. P o d e m o s
decir también, de m o d o análogo, que los sucesos futuros deben
ser comprendidos c o m o sucesos que se sitúan después de los
sucesos presentes, sin sentirnos molestos por el hecho de que la
noción de posterioridad ha sido en parte explicada en términos
de sucesos futuros.
5. Resumen
181
6. Especulaciones
182
ceder que los sucesos físicos poseen igualmente esta propiedad.
Esto es así, esencialmente, en razón de la conexión entre el
espíritu y el cuerpo. L o s partidarios de este punto de vista han
luchado con esfuerzo para evitar esta concesión suplementaria.
Según m i parecer, n o han tenido éxito. Este punto de vista,
aunque sobrecargado de proposiciones en torno a la simultanei-
dad, vuelve a caer finalmente en la tradición afirmativa.
Dejando a u n lado las propiedades temporales, la tradición
cauta parece igualmente discutible en su análisis de las relacio-
nes temporales. L a objeción n o tiene aquí tanta claridad. Las
investigacionesfilosóficas,c o m o aquella en la que nos halla-
m o s comprometidos, están orientadas, y esto es u n rasgo m u y
importante, por convicciones, percepciones, conjeturas, etc.,
que son prefilosóficas. L o s análisis, finalmente, son propues-
tos contra estas cosas. Nadie querrá suponer, de m o d o refle-
jo, que todas estas convicciones, percepciones, etc.. son sacro-
santas. Algunas pueden ser rechazadas c o m o contrarias a los
resultados de la investigaciónfilosófica.Sin embargo, para re-
solverlo con rapidez, es difícil n o tener el sentimiento de que
el análisis cauto de las relaciones temporales es el que pierde
en su conflicto, que es bien real, con las posturas pre-filosó-
ficas. Persistimos en estimar que nuestras afirmaciones en lo
que toca a las relaciones temporales significan más que lo que se
puede hallar por el análisis.
Si pasamos a la tradición afirmativa, y más particularmente
a la doctrina afirmativa específica a la que h e m o s llegado,
parece que ésta n o se presta a la refutación, al menos sin grande
dispendio. Parece igualmente que n o está implicada en una
guerra perdida de antemano con tomas de postura pre-filo-
sóficas. T o d o ello está m u y bien, pero n o es esto todo el asunto.
Obviamente, la base de la doctrina se halla en que existe una
noción que se halla más allá del análisis. Cuando esta preten-
sión ha sido presentada por primera vez, hemos percibido la
réplica posible según la cual al refugiarse detrás de la noción
primera equivale simplemente a confesar su fracaso. C o m o ya
lo hemos visto, es posible replicar con valentía que el «fracaso»
pudiera ser algo feliz, pues el «éxito», es decir, la producción
de u n análisis, podría ser el resultado de una mala inteligencia.
C o n todo, hay que decir que una respuesta brillante nunca debe
ser confundida con u n argumento irrefutable. Q u e d a aún la
posibilidad de que se ofrezca u n análisis digno de este n o m b r e
acerca de las afirmaciones en torno a las propiedades tempo-
rales.
183
El tiempo y su secreto
en América latina
Saül Karsz
184
tituirse sobre aquel terreno: los indios, los españoles (o portu-
gueses), los esclavos negros, los mestizos y los criollos. Cada
uno de estos grupos se caracteriza por una valoración peculiar
del tiempo, que está solidarizada con las respectivas funciones
sociales o institucionales. Para todos, sin embargo, se da u n
c o m ú n denominador: el catolicismo llevado por la conquista.
L a diferencia con el protestantismo y el calvinismo de la
América anglo-sajona es fundamental. Estas religiones, en los
siglos XVIII y X I X , exigen de susfielespruebas tangibles de
su relación con la divinidad: nadie se salvaba de una vez por to-
das; cada cual debía hacerse merecedor del m u n d o que Dios ha
creado, merced a su esfuerzo personal, su trabajo y, sobre todo,
su éxito social y económico. D e esta suerte, el tiempo es la aus-
tera ascesis del trabajo, de la acumulación infatigable y de la
eficacia material, premisa y síntoma del destino celeste del ele-
gido. E s el tiempo pragmático, agresivo con la naturaleza; mas
en las relaciones concretas de la vida cotidiana se exigía una pos-
tura caritativa respecto a los iguales, en el seno de la comuni-
dad reunida. Es el tiempo de quienes tienen ante sí u n todo para
olvidar, es decir, el pasado europeo, y u n todo para conquistar,
es decir, el presente y el futuro americanos.
El catolicismo inspira una valoración m u y distinta del tiem-
po. Este es percibido sobre u n fondo de eternidad, imagen tota-
lizante y sin ruptura, que el tiempo histórico imita, pero a la
que no puede acercarse más que por fragmentos y a contragolpe.
Se instaura entonces el tiempo de la espera y del tránsito, porque
sus orígenes y sus metas se hallan en otra parte : en la eternidad
a nivel moral; en las metrópolis a nivel político y económico.
El tiempo vivido en América remite a algo distinto de sí m i s m o .
N o es decisivo sino ilustrativo de lo que se halla más allá, si-
tuado a la vez en el pasado y en el futuro, pero a quien falta
el presente. Por nuestra parte, llamaremos tiempo colonial a este
tiempo vivido que define a la América hispánica desde el siglo
XVIII al siglo X I X .
Tiempo colonial, tiempo de pérdida del propio ambiente.
Para las poblaciones indígenas, relativamente desorganizadas o
constituidas en imperios, c o m o los aztecas y los incas, la llegada
de los blancos significó la destrucción, el alistamiento brutal en
los trabajos forzados y la relativa evangelización. Sus tradicio-
nes desmanteladas por los conquistadores, sobreviven debajo de
su conversión al cristianismo. El presente, truncado del pasado
por la conquista, n o es para los indios de América más que u n
avatar en u n tiempo que juzgan cíclico y repetitivo. El presente
colonial viene a ser para ellos u n tiempo irreal y de ensueño en
185
el que esperan el retorno —imposible— a la vida de antaño.
Rebeliones desesperadas, rápidamente reprimidas, no llegan a
reconstituir el círculo roto. El tiempo estalla en bloques imper-
meables, impregnados todos por el pesimismo y la resignación.
El conquistador vive el tiempo colonial c o m o el intermedio
necesario y enriquecedor que debe reconducirle a la metrópoli.
Para servir a ésta, se aventura en u n continente cuyo tiempo
parece tan difícil de medir c o m o su extensión. Los mensajes
de Europa y la gerencia de los negocios locales son los únicos
puntos de referencia verdaderamente sólidos para él. Todas
las dimensiones son nuevas y, comparadas con las que ha cono-
cido, desmesuradas.
186
también estas represalias sobre el tiempo robado, y de las que
A . Carpentier contará la epoeya y el fracaso, cual estilo del rea-
lismo mágico, en El siglo de las luces.
El criollo, en fin, descendiente del conquistador, nacido en
América, no conoce más tiempo que el presente, ni desea otro
que el futuro. E n efecto, si el criollo puede encontrarse con
antepasados familiares y con tradiciones recordadas, aunque
nunca vividas por él, ello quiere decir que no posee u n pasado
propio. A su pasado le falta espesor. El criollo lo cultiva celo-
samente, menos para reconocerse en él que para distinguirse
y diferenciarse, en su presente, tanto de los indios, c o m o de los
esclavos, de los mestizos y, en parte también, de los conquista-
dores. Así pues, este presente, en su realidad, encierra u n vacío:
lejos de repetir el presente, el futuro debe servir para modifi-
carlo, porque el criollo quiere ser el señor, por entero, del tiempo
y del espacio americanos. Desea el futuro c o m o porvenir, c o m o
su porvenir, identificado con el continente. Se trata, por lo
m i s m o , de u n tiempo abierto, de u n tiempo en tensión que debe
ser remodelado a la medida de estos nombres, para quienes
América debe ser re-conquistada, americanizada.
Esta descripción de las diferentes temporalidades pudiera
hacer pensar en una simple yuxtaposición de tiempos dispersos,
sin la menor unidad. D e hecho, n o hay nada de esto, pues existe
una unidad que es necesario descubrir en el corazón m i s m o
de las temporalidades particulares y opuestas. H e m o s visto que
cada uno de los grupos socialas reconocía c o m o suyo u n tiempo
situado en otra parte, diferente del de los otros grupos. Para
todos sin embargo, es en el presente colonial donde se juega el
destino c o m ú n . El presente, sea para lamentarlo o para cele-
brarlo, llega a ser decisivo y dramático, condensación de espe-
ranzas y de aventuras, verdadero punto de referencia, partici-
pado por todos y por ninguno.
Se produce así, a principios del siglo X I X , una coagulación
del tiempo, que adquiere u n valor inédito : el tiempo viene a ser
sinónimo de definición. D o s imágenes, complementarias una de
la otra, llegan a resquebrajarse: el tiempo colonial, concebido
c o m o una hechura falseada de la eternidad, y la situación colo-
nial, entendida c o m o proyecto irrealizable de la metrópoli.
El tiempo específico de la América latina no se comprende
sino en relación con este nuevo valor del tiempo y con este
quebrantamiento de las dos imágenes del mismo.
187
independencia, organizadas y dirigidas por los criollos contra las
metrópolis y sus partidarios locales, y m u c h o después, al período
de las intervenciones extranjeras, así c o m o a las luchas entre
las diferentes corrientes políticas y sociales americanas.
Tiempo conflictivo y destructor, pero también, y sobre todo,
creador. Actúa sobre diversos planos y abraza todos los aspec-
tos de la vida personal y social, en la medida en que lo indica
la primera gran unificación de las aspiraciones particulares y
la aparición de u n ideal comunitario. Asistimos a una reorga-
nización del tiempo y de su valoración y a una verdadera movi-
lización del m i s m o . Este se acelera, llega a ser u n riesgo la
entrada en escena de confrontaciones que invaden poco a poco
el conjunto social, que se siente sacudido por urgencias pro-
piamente americanas. El sub-continente entero despierta, c o m o
Kant, de su sueño dogmático.
Los cambios radicales que han sobrevenido en todo el sub-
continente, han introducido u n nuevo m o d o de contar el tiempo :
hay u n antes, que n o es en m o d o alguno el pasado de cada cual,
sino el tiempo colonial tronchado ; hay u n ahora, que exige que
uno se defina con relación a él; y hay, en fin, un porvenir, inquie-
tante y, a la vez, apasionante.
Dicho de otra manera; el tiempo comienza a ser valorado en
términos de historia. L a abolición de la esclavitud, por ejemplo,
fue proclamada en estos términos en la región del Río de la
Plata: «de ahora en adelante los hijos de los esclavos nacidos en
América serán libres». El espacio está reestructurado por el
tiempo, cuya apropiación es garantía de liberación. Estos tres
términos: espacio, tiempo, liberación, constituyen otras tantas
puertas abiertas de u n proceso único y que permanecerá hasta
nuestros días ; una constante forzosa de toda la América latina.
Quisiéramos señalar ahora algunos aspectos.
le
les» y de «razón universal». E n nombre de la primera, tenían a
los hombres por iguales, llamados a alcanzar todos la misma dig-
nidad. E n nombre de la segunda, juzgaban el pasado c o m o
un conjunto de errores que en ningún m o d o debían repetirse,
y el futuro c o m o una aventura cuyo único juez sería la «razón
universal». E n cuanto al presente, debía consumar la ruptura
con la tradición y lograr que las instituciones pasasen de u n
estado colonial a un estado racional bajo la dirección práctica
de los «espíritus ilustrados».
Los ilustrados locales se proponían fundir el mosaico de
subculturas y de los pueblos indígenas, negros, mestizos, crio-
llos, españoles y lusitanos, en el único molde de la «razón uni-
versal». U n sólo ritmo de tiempo debía tener vigencia: el que
elevara a América al nivel alcanzado por los ideales de la revo-
lución francesa. Vivir su tiempo significaba para ellos hacer
suyo el tiempo de Europa, su racionalidad y su estilo de vida.
Se ve pues que, según esta concepción, el tiempo aparece
c o m o movimiento abierto y que tiende hacia u n modelo pre-
ciso. Lejos de estar mensurado por la memoria o por la tradi-
ción, el tiempo se organiza por el descubrimiento de nuevos rit-
m o s y por una voluntad de pasar, tan rápidamente c o m o sea
posible, hacia u n porvenir considerado c o m o necesario e in-
superable. Pero se advierte también la doble repulsa que se so-
breentiende en esta concepción: repulsa del tiempo colonial
y del pensamiento de inspiración teológica, que lo anima, y
repulsa de toda forma de temporalidad —sobre todo, india,
mestiza y provincial— que n o sea sancionada por la «razón uni-
versal». D e aquí deriva el conflicto permanente que enfrentará
a los abogados de esta concepción con los mantenedores del
tiempo colonial y con los defensores de los ritmos indios, mes-
tizos y, más en general, agrícolas y telúricos.
189
que conduce a una nueva valoración del tiempo, fundada sobre
dos nociones : orden y ley.
El orden, en efecto, garantiza u n desenvolvimiento nor-
mal del tiempo ; normal, porque la sucesión de guerras locales y la
irrupción de los «caudillos» deben reemplazarse por u n tiempo
centralista, es decir, c o m ú n a la ciudad y al campo, y modelado
por la ciudad. Será u n tiempo nacional que eliminará los ritmos
regionales. L a ley asegura el ritmo de este desarrollo, su influen-
cia efectiva. Y la educación es el camino real porque, en este
contexto, u n tiempo insustancial que debe ser rebasado, definido
c o m o anárquico y gregario, propio de etapas sin cultura, se
opone a u n tiempo profundo que hay que descubrir y respetar:
aquel cuyo fundamento es el individuo, dueño de sí m i s m o . L a
educación tiene que tener por meta este dominio de sí.
Para ser auténtico, el tiempo de los románticos debe ser
interior y asumido, pero sin aislarse en la pura contempla-
ción. Por el contrario, los románticos conciben la exterioriza-
ción material del tiempo, su inserción en las instituciones y en
las prácticas, c o m o u n resultado forzoso del tiempo íntimo. E s -
te n o podría existir sin su exteriorización, pero él es siempre el
modelo y el principio de toda medida. El tiempo, fundamental-
mente individual, ligado aljo, se halla en la base de esta concep-
ción.
Los románticos piensan acerca del tiempo c o m o si fuera u n
sinónimo de proyecto y lo aceptan así, al concederle una valo-
ración positiva en la medida en que viene a ser la expansión
de una epopeya clásica, capaz defiguraren cualquier tradición.
D e esta suerte, al buscar detrás del tiempo histórico la exterio-
rización del tiempo íntimo, los románticos latino-americanos
se sienten en los orígenes de una cierta corriente indigenista
y folklórica: celebran con ello menos u n episodio histórico con-
creto que una adecuación feliz entre u n estilo de vida y u n do-
minio de sí. Se encuentra la huella de esta concepción en el
Martín Fierro de J. Hernández, o en Don Segundo Sombra (1936)
de R . Güiraldes. Pero sólo el primero rebasa la influencia román-
tica para mostrarnos, en las dificultades y persecuciones sufri-
das por u n «gaucho» —arquetipo de todo u n pueblo— una for-
m a de temporalidad menospreciada y rechazada por los «ci-
vilizados».
Así pues, para los latinoamericanos el tiempo n o recibe va-
loración positiva sino en cuanto constituye una forma de ar-
monía y de reconciliación aquende y allende toda ruptura y
sobresalto. Quieren ser los portaestandartes de u n clasicismo del
tiempo que impregna de u n m o d o durable la cultura latino-
290
americana : el pasado, honrado en tanto que mito, se halla ten-
so hacia u n futuro presentido c o m o parusía, mientras que al
presente se le atribuye una función precisa, la de rellenar la
falla existente entre la nostalgia de lo que fue y el deseo de lo
que aún n o existe.
191
y en las necesidades de las empresas humanas y, sobre todo, del
trabajo industrial. Puesto que, según los positivistas, n o hay
providencia alguna que asegure anticipadamente el éxito de la
humanidad, tampoco puede éstafijarla andadura del tiempo hu-
m a n o . N o hay otra trascendencia que la voluntad de regular el
presente, mirando a lo que debe ser el futuro.
Proscripción del pasado, afirmación del presente, ordena-
ción del futuro : la noción de progreso proporciona la llave en
la valoración positivista del tiempo. «Es necesario civilizar»,
dicen unos; «poblar», «educar», dicen otros; en todo caso, es-
tas frases son nociones que condensan el sentido del tiempo,
su evolución. Hostiles a los cambios revolucionarios, los positi-
vistas afirman que el tiempo posee u n sentido objetivo e inma-
nente que es necesario descubrir y con el que es menester con-
cordar: el tiempo se interpreta entonces c o m o u n desarrollo
rectilíneo, definido por el tránsito de lo inferior a lo superior
(Facundo, de Sarmiento). Por este motivo llaman «barbarie» a
todo regreso hacia las etapas precedentes y «anarquía» a todo
intento de saltarse tal o cual etapa. Tiempo, perfectibilidad y
normalidad se hallan reciamente acoplados. Desde esta perspec-
tiva se podrían leer los trabajos de J. Ingenieros sobre la de-
lincuencia: corre por ellas la presencia de los marginados del
tiempo, bárbaros o anarquistas.
Ser libre, en fin, consiste en impregnarse del tiempo prag-
mático de la tradición anglo-sajona, de la cual nuestros posi-
tivistas admiran sobre todo la importancia que da a la eficacia.
M a s también son conscientes —máxime los positivistas meji-
canos— de tener u n conocimiento vivo del antagonismo na-
ciente entre los Estados Unidos y América latina.
E n todo caso se da progreso, pues el desarrollo del tiempo
sigue una lógica estricta y aboca a u n fin preciso: los hechos.
Para señalarlos y para que el tiempo actual corresponda efec-
tivamente a lo que es en su esencia, el panameño J. Arosemena
diseña en 1840 lo que él llama «la ciencia factológica», por la
que anuncia los «tiempos nuevos».
Así pues, este respeto a los hechos, que constituye la fuerza
de los positivistas, define también sus límites. N o sin paradoja,
la búsqueda sin miramientos del tiempo concreto los trueca en
defensores de u n tiempo abstracto. N a d a m á s sostenible, en
verdad, que esta preocupación por los hechos puros al margen,
más allá o más acá, de todo presupuesto, n o porque su conoci-
miento sea imposible, sino porque éste dependa de la solidez
de las hipótesis teóricas, y n o solamente instrumentales, que
lo guían. A l identificar el tiempo concreto y la sucesión e m -
192
pírica, gracias a la idea de progreso, los positivistas restauran
u n tiempo trascendente que trataban fuertemente de eliminar.
Por eso m i s m o , su concepción de la temporalidad es profunda-
mente teológica y teocrática.
Las impugnaciones de las corrientes idealistas y espiritualis-
tas que rechazan la idea de progreso y disocian el tiempo de la
historia y la inteligibilidad de la praxis, n o se hacen esperar.
E n gran parte, la historia de las ideas de la América latina puede
ser percibida, hasta nuestros días, c o m o u n conflicto entre las
concepciones positivistas y las concepciones románticas en
vista de la temporalidad.
193
13
der la liberación por aquellos a quienes se ha arrebatado el
pasado y cuyo presente se halla alienado. Esta empresa, lejos
de acantonarse en u n espacio regional debe comprender a la
vez todo el continente y todos los hombres.
N o s h e m o s limitado aquí a estos tres ejemplos rápidos. Son
suficientes para enseñarnos lo que es una concepción militante
del tiempo en América latina: toma en consideración del tiempo,
partiendo de proponer c o m o cuestión global el presente latino-
americano. Ello implica el análisis concreto de su actualidad
y de las fuerzas que se pueden afrontar para llegar a darse u n
porvenir que no sea en m o d o alguno impuesto, sino construido.
194
tataria del tiempo n o cuestiona la profunda unidad teológica
del catolicismo latinoamericano.
Las diversas formas de violencia de las que es teatro hoy la
América latina n o son marginales a las nuevas actitudes res-
pecto del tiempo, ya sea en el cristianismo ya en otras partes.
Independientemente de la posición adoptada, la violencia gene-
ralizada impone, en verdad, una valoración del tiempo radical-
mente inédita: las nociones de «muerte» y de «normalidad del
tiempo» sufren modificaciones profundas. Así pues, la muerte
no viene ya a poner fin, en el plan biológico y estadístico, a una
existencia individual, que ha tenido su infancia, su adolescen-
cia y su madurez : constituye u n límite constantemente presente,
se halla siempre entre los posibles inmediatos y puede cerrar
cualquier clase de proyecto vital. Se sigue de ello u n desajuste
del tiempo, cuya normalidad —la sucesión acompasada y ar-
moniosa— debe contar en cada m o m e n t o con la irrupción de
algo inesperado en la vida cotidiana. L a muerte, aparentemente
banalizada devuelve al tiempo vivido el peso dramático de la
aventura y de la exigencia.
Se puede lamentar que sea precisamente la muerte quien des-
cubra este peso. Pero ello n o obsta para que la generalización
de las diferentes formas de violencia y el hecho de que éstas
correspondan a los conflictos trágicos de los que es teatro hoy
día la América latina, impregnen todos los aspectos de la vida
social e individual. Mejor que cualquier discurso, esta impreg-
nación cotidiana prueba que en América latina el tiempo n o
puede ser vivido más que en términos de historia. L a valora-
ción psicológica y moral del tiempo es indisociable, de hecho
y de derecho, de este lugar privilegiado respecto de la historia.
195
El tiempo de la obra y el tiempo de la vida forman una unidad;
se refuerzan y se iluminan mutuamente.
Reconocemos en ello una valoración del tiempo, que estruc-
tura así gran parte de la literatura latinoamericana actual: la
presentificación del pasado. Al evocar mitos y episodios del pasado,
se busca menos retornar a u n tiempo idílico que tomar con-
ciencia de los elementos sepultados, pero que permanecen c o m o
determinantes en el presente. Se mira ante todo a la actualidad,
entendida c o m o el resultado de u n proceso y también c o m o el
m o m e n t o de su desmitificación eventual.
N o se debe ver en ello, con todo, el triunfo del naturalismo
o del materialismo vulgar, sino la idea de que el pasado, lejos de
quedar fijo c o m o u n modelo, constituye una de las materias
primeras que el presente debe transformar. H a y en América la-
tina una literatura consagrada a esta revalorización o, mejor
dicho, a esta alza valorativa de las temporalidades rechazadas,
especialmente la india y la campesina. Citemos, entre muchas
otras, las novelas bolivianas de A . Céspedes, Metal del diablo
(1946) y de T . Terán, El precio del estaño (I960), donde se mues-
tra el tiempo de los obreros de las minas, ese tiempo oscuro del
que cada instante es horadado por explosiones que tienen lu-
gar a 100 m . bajo tierra. L o s peruanos Matto de Turner, en
Pájaros sin nido (1889) y C . Vallejo, en Tungsteno (1931), el para-
guayo R . R o a Bastos, en Hijo de hombre (1959), practican tam-
bién esta valoración que hemos llamado militante.
Pero sea en el campo histórico o en la producción literaria,
la valoración latinoamericana del tiempo comprende una gran
diversidad de direcciones y de tendencias. L a obra de u n ar-
gentino, J. L . Borges, y la del colombiano, G . García Márquez,
nos parece que explicitan del mejor m o d o los dos polos de esta
valoración.
E n su Historia de la eternidad(1953), título que es ya todo un
programa, Borges afirma que «conservar y crear, aunque
enemistados aquí, son sinónimos en el cielo». Aquí, es la historia
el m u n d o donde conservar equivale a reproducir prácticamente
sin alterar, mientras que crear equivale a destrucción, tabla
rasa y, sobre todo, nueva separación, la llegada del otro. El
cielo es la eternidad, donde los contrarios vienen a ser sinónimos
porque la creación consiste en u n recomenzar ininterrumpido,
sin principio ni fin, sin ninguna aniquilación. Conservar y crear
son dos aspectos para decir la misma cosa. L a creación conserva
porque reproduce el origen; la conservación crea porque inven-
ta la repetición. Dentro de esta dialéctica cerrada juega y actúa
el concepto borgesiano del tiempo.
196
L a historia de la eternidad es todo menos tina cronología
en la que los efectos seguirían a las causas y las consecuencias
a sus antecedentes. Lejos de registrar progreso alguno, se afin-
ca en u n solo y único punto, ese instante en el que se fusionan, en
un barrio alejado de la ciudad de Buenos Aires, el medieval
Escoto Eriúgena, el horizonte de la pampa y u n hombre moder-
no de paseo. Estos encuentros harían sentir «eso que se llama
el azar», escribe Borges no sin ironía, si el tiempo tuviera otra
consistencia que la del instante profundo. Por su acumulación so-
bre el instante es c o m o el tiempo viene a ser efectivamente
real e inteligible, n o siendo la duración del pasado, del presen-
te y del futuro más que el conjunto de gestos que vienen a frag-
mentar este instante único. E n u n poema, en efecto, dice Borges :
« N o importa el paso del tiempo si hay otra plenitud».
Sin embargo, el instante, consagración del tiempo, n o es en
m o d o alguno una huella fugitiva. Es, por el contrario, indeleble:
es la revelación de la eternidad. E n todo destino, por largo y
complejo que sea, u n solo momento es lo que cuenta: el m o m e n t o
en el que «el hombre sabe para siempre quién es él» (Borges,
Biografía de T. Cru%). El tiempo es una sucesión de momentos,
pero basta uno sólo para consagrarlo, porque c o m o sistema, en
su desarrollo y en sus rupturas, es decir, en su realidad material,
el tiempo es inasible. Tiempo y evanescencia se confunden.
Borges hace del tiempo el sinónimo de la identidad, pero
de una mala identidad: quien dice eternidad, dice igualmente
diferencia, desorden y ruptura. El tiempo, bastardo por defi-
nición, reúne en sí diferencias que, separadas en su origen, lle-
varán siempre consigo los estigmas de su aislamiento. D e aquí
el papel capital de la memoria en Borges: es ella la que auna
las diferencias cuya identidad fue dada y la que avecina el pa-
sado, que se ha perdido, al presente irremediable y al futuro
improbable. Pero también es ella la que olvida y elimina todo
vestigio, y nos muestra lo que es el tiempo en su esencia: la
desintegración por excelencia, la realidad de la abertura.
El tiempo: ilusión tenaz. Los hombres creen estar en él.
Pero los hombres llevan consigo su propia muerte, que eli-
mina el tiempo, hace surgir a los hombres y los disuelve. L o s
personajes de Borges cuentan, sueñan o imaginan su propia
muerte a fin de revivir su vida: jamás para rehacerla, para modi-
ficarla o para proyectarla de otra manera; m á s bien, para reali-
zarla, para hacerla digna de su único precio : la muerte efectiva,
no ya soñada, sino definitivamente concreta. L a muerte, que se-
ñala elfinalde la memoria, nos revela la idea que tiene Borges
del tiempo : lo que no podrá ser nunca verdadero, porque cambia.
197
E n la obra de Borges, las referencias constantes a la cultura
universal (que, sin embargo, no incluye el pasado indio y negro
de América latina) son complementarias de esta idea de tiempo.
Borges n o puede cantar a Juan Moreira sin recordar las doctri-
nas platónicas, ni los jardines suspendidos de Babilonia, sin
evocar una casita color rosa de suburbio, porque ni los unos
ni los otros pertenecen propiamente al pasado, al presente y,
menos aún, al futuro. H a n existido en u n tiempo preciso, pero,
llevados por la transición y el cambio, son todos ellos frutos
efímeros de la memoria y supervivientes provisionales de la
muerte. Subsisten hoy día tal c o m o han sido siempre: instan-
tes de «una pobre eternidad ya sin Dios, y aún sin otro posee-
dor y sin arquetipos» (Historia de la eternidad).
Se podría comprender la obra de G . García Márquez par-
tiendo de una fórmula de A . Carpentier: América latina es u n
continente donde el hombre medieval y el hombre moderno
pueden aún darse la m a n o . Este entrecruzamiento resume en
alguna manera la concepción del tiempo del novelista colom-
biano. N o sin paradoja, por otra parte, pues el tiempo, constan-
temente presente en su obra, es rara vez objeto de una refle-
xión explícita de nuestro escritor o, también, de sus personajes.
Estos viven plenamente en el tiempo; su contextura se mezcla
en él hasta el punto de suministrar el asunto m i s m o de la más
célebre de sus novelas: Cien años de soledad. Todos estos perso-
najes, sin embargo, viven el tiempo c o m o algo evidente, c o m o
el aire que se respira. Por lo que toca al propio García M á r -
quez, declaraba en una entrevista reciente : «yo n o m e intereso
por el tiempo c o m o concepto».
¿Confesión de novelista en quien la tradición romántica pro-
clama su horror a la teoría y la pasión por la afectividad? L a
distinción es discutible, pues para García Márquez el tiempo
c o m o concepto se identifica con la cronología desencarnada,
con la simple enumeración de acontecimientos y de personajes.
El se interesa por el tiempo frondoso, cuyos planos múltiples y
simultáneos se entrecruzan y se fecundan sin cesar; se preo-
cupa del tiempo cualitativo. Ahora bien, este m o d o mítico de
tratar al tiempo, que rechaza la fría sucesión empírica tanto c o m o
la pura exaltación de la subjetividad, llega a producir u n efec-
to ciertamente espectacular: desmitifica y nos enseña que el
mito puede n o conducir a una evasión. N o es el tiempo el que
es mítico sino el tipo de tratamiento y de valorazión que recibe.
Las novelas y cuentos de García Márquez presentan siem-
pre una historia que concierne al tiempo. H a y personajes vi-
vientes y concretos, pero se da siempre en ellos una cierta reía-
la
ción al tiempo y una cierta manera en enfocar la temporalidad.
E n su novela, El coronel no tiene quien le escriba, el viejo coronel
Buendía espera su pensión de retiro : sus días y los de su mujer,
c o m o igualmente la venta de su gallo de combate van al rit-
m o de la espera de una comunicación oficial, que nunca llega.
Eréndia, en la novela corta del mismo título, cuenta por años,
y no por servicios u objetos, su deuda hacia su abuela.
El tiempo separa y une a la gente; la acerca y la aleja; bre-
vemente, la define. El tiempo abre entre los contemporáneos
distancias infranqueables o, al contrario, anuda en u n pre-
sente único antepasados fantásticos con niños pequeños de cu-
na. E n García Márquez, el tiempo posee una realidad plena:
un antropólogo diría que es u n tiempo jugoso.
E n todos estos casos, la relación con el tiempo define dos
tipos de personajes: aquellos que controlan el tiempo de los
demás y se lo imponen, y aquellos que lo viven y lo regulan a su
propio ritmo. Los primeros, c o m o el M r . Herbert de Cien años
de soledad, introducen desde fuera la periodización del tiempo y
deciden de su cronología. Se instalan en el poblado de M a c o n -
do —el espacio americano que vuelve constantemente en Gar-
cía Márquez—, logran u n provecho material o moral y vuelven
a partir, dejando en pos de ellos el vacío, pero n o recuerdos;
víctimas, pero no compañeros y amigos.
Por el contrario, quienes n o buscan controlar el tiempo
desde fuera, sino que lo aceptan c o m o su medio natural, pueden
amar, trabajar, construir. Son titanes tesoneros, indomables. El
coronel Buendía no puede —nosotros diríamos: n o debe—
recibir su carta porque ésta pone en marcha u n tiempo oficial,
lejano, que es otro tiempo. El coronel depende de él; por consi-
guiente, vegeta. Por el contrario, vivía bien, es decir, actuaba,
cuando joven guerrero atravesaba el país, ganando o perdiendo
batallas: aquel era su tiempo. Por esto, en fin, mientras que los
personajes «revisores» desaparecen, los «tesoneros» permanecen
en el tiempo aún después de la muerte, porque continúan paseán-
dose por sus casas, reclamando atenciones e interviniendo en
los asuntos del poblado.
Los textos de García Márquez son crónicas que, por su pre-
sentificación de todos los tiempos en uno sólo y por su disolu-
ción de u n tiempo único en innumerables porciones dispersas,
se dirigen a edificar la memoria de u n pueblo y a hacernos c o m -
prender c ó m o puede ser vivido el tiempo en América latina. E n
este sentido se puede entender la desaparición de M a c o n d o , al fi-
nal de Cien años de soledad, no solamente c o m o el fin de u n m u n -
do sino también c o m o el principio de otros que hay que crear.
199
Eminentemente positivo y abierto, el tiempo en García
Márquez sigue siendo el escenario que necesita la invención y
el descubrimiento: el pasado n o es jamás mera reminiscencia,
sino la recuperación de las raíces. El edificio será, en consecuen-
cia, tanto m á s sólido.
200
Algunas ilustraciones
de la temporalidad vivida:
el adivino, el profeta, el sabio (o gurú),
el gran h o m b r e histórico, el futurólogo
El adivino
Boubou Hama
Introducción
203
El tiempo y el espacio sugieren su conjunción en el infinito,
donde el animista parece situar el reflejo del universo, el h o m -
bre y su historia.
204
El pensamiento animista se enraiza profundamente en el
tiempo temporal y forma unidad con el tiempo intemporal.
Estos dos tiempos, así ligados, determinan la unidad material
y espiritual de los seres y de las cosas. Esta fusión del pasado
y del presente, del tiempo y del espacio, es continua en esta
estrofa de la fórmula que introduce la magia de los animistas
Songhay:
Y o m e dirijo a N'Debi,
N ' D e b i se dirige a su señor,
Y o m e dirijo a los «siete altos», i,
Y o m e dirijo a los «siete bajos» 2 ,
Y o m e dirijo al horizonte del Este,
Y o m e dirijo al horizonte del Oeste,
Y o m e dirijo al horizonte del Norte,
Y o m e dirijo al horizonte del Sur.
205
del árbol o del hombre y de su doble, domina y condiciona todo
lo que nosotros llamamos la magia de los Songhay 4 . Para ellos,
ésta n o sale del orden de la naturaleza creada por Dios.
Si éste n o cae inmediatamente bajo los sentidos, n o puede
ser aprehendido por nuestra razón, por nuestra inteligencia, que
no es de su naturaleza; lo sentimos por nuestro pensamiento,
reflejado sobre el objeto de su existencia, a través del misterio
que rodea su creación, m u y matizada desde el mineral y la planta
hasta el hombre. Dios, inmanente, existe de u n m o d o perma-
nente y absoluto fuera del espacio y del tiempo, de la vida y de
la materia, de su esencia que evoluciona sin cesar hacia él y que
le penetra. Sin embargo, el animista Songhay n o le asigna u n
lugar ni en el tiempo, ni en el espacio. Se desinteresa de él, aun
reconociendo su existencia permanente y prioritaria; inma-
nente, aunque lejana; y todo ello en relación con su arte, es decir,
con sus preocupaciones inmediatas cuyo objeto se limita a la
naturaleza física y espiritual.
E n esta naturaleza, prefiere dirigirse directamente a N ' D e b i ,
que responde de Dios en el seno del universo del que forma
parte. N ' D e b i , según las tradiciones de los sacerdotes animistas
Songhay, fue un hombre que vivió sobre la tierra. E n tiempos
antiguos era u n elegido de Dios, que le había confiado los secre-
tos de la totalidad del universo y de aquellos que tenían relación
con la materia, sus energías y su espíritu (cuando la materia
es pura), con la planta, el animal, con sus cuerpos físicos o
sus dobles o con el alma del hombre, a la que el animista Songhay
no le da nombre, c o m o a Dios.
Esta cuestión de la concepción animista de la materia, de su
espíritu, de sus energías, merece —aunque n o pertenezca di-
rectamente a nuestro tema— que nos detengamos u n m o m e n t o
para insistir también en esto que concierne a la planta, su vida
íntima, su doble (muy próximo al del animal sin que sea, con
todo, idéntico a él).
E n el orden de la naturaleza, el espíritu, para el animista,
es tangible c o m o la materia. L o m i s m o se ha de decir del doble
del árbol, del animal o del hombre, entidades espirituales con-
cretas, visibles a los ojos que tienen sensibilidad, c o m o la paja
206
que damos a nuestro caballo, la madera de la que hacemos u n
mueble, c o m o la carne palpitante de u n animal con la que ha-
cemos una comida suculenta.
La materia, sus energías y su espíritu, la planta, la madera
o su corteza, el animal, su piel, sus huesos y su comida, el h o m -
bre, su carne y su doble no salen del orden de la naturaleza
total, en cuyo centro reina N ' D e b i , el demiurgo, puesto para
guardar el universo, al que gobierna según ritos precisos.
Este demiurgo fue el iniciador primordial. Su enseñanza,
comunicada a los iniciados primordiales, constituye la suma de
conocimientos de que ha sido dotada nuestra humanidad en
nombre de Dios. A su muerte, los iniciados se dispersaron por
el m u n d o donde formaron escuelas, centros de estudio y de
iniciación cuyo pálido reflejo vienen a ser nuestras castas in-
telectuales.
Para el animista Songhay, los hombres de otras épocas
(don borey), estaban más cerca que nosotros de la naturaleza,
sobre la que tenían u n poder ilimitado, gracias a la enseñanza
de N ' D e b i .
Este demiurgo permanece. Sobre el plan del m u n d o inter-
mediario, vive en el tiempo intemporal donde se junta el espí-
ritu con la materia, el doble con las plantas, los animales y los
hombres.
Y este tiempo se halla incluido en los cuerpos brutos lo
m i s m o que en la materia viviente o muerta, que constituye la
planta, el animal o el ser h u m a n o .
Por la práctica del embrujamiento, se puede llegar hasta el
mineral, la planta, el animal o el hombre de los cuales se posee
un elemento constitutivo del cuerpo físico, una astilla, la hoja,
la madera, la piel, los pelos, el hueso, los cabellos, etc.. o la
imagen reflejada en u n espejo o en el agua, o hasta la sombra
proyectada sobre el suelo.
Así, para el animista Songhay, cuando se tiene la parte de
un todo, se tiene ese todo; donde se encuentra, se le tiene a su
disposición, inmediatamente bajo los ojos, a la m a n o . Por esto
el Songhay pone m u c h o cuidado en enterrar sus uñas o sus ca-
bellos, después de habérselos cortado, para evitar que vayan a
manos de su enemigo.
El animista distingue entre el universo físico y espiritual,
dominio de N ' D e b i , y Dios, distinto de este m u n d o contin-
gente, en el cual, sin embargo, influye sobre los seres y las cosas,
los espíritus y los dioses.
Hay, pues, en el espíritu del animista, además del m u n d o con-
creto que nos rodea, otros dos mundos, tan concretos c o m o éste
207
en el que vivimos : el de Dios y la fe, inaccesible a sus medios de
investigación; y el de N ' D e b i , que aprehende por sus medios
y por la práctica de su ciencia.
L a estrofa reproducida más arriba sitúa bien estos dos do-
minios de los que N ' D e b i es el gozne. Este último toma a su
cargo los seres y las cosas, la materia que los constituye, sus
dobles y sus espíritus, pero no sus almas, que pertenecen a otra
esfera espiritual, cuya existencia, cuya presencia inmanente, inac-
cesible a sus sentidos, a sus medios de investigación o de infor-
mación, siente y constata el animista.
L a práctica animista conduce al umbral de esta existencia,
m u y vecina a la de Dios, que ella no explicita, aún atestiguando
su presencia primordial y permanente.
Cuando, entre los Songhay, u n doble atormenta a los m i e m -
bros de su familia o de su poblado, se recurre a Hirow para
matarlo en el figura de u n pollo, de u n lagarto o de u n animal
cualquiera..Pero este doble, muerto de esta manera, n o vuelve
a encontrar a los de la comunidad de sus antepasados. Desa-
parece. Se reduce a una esencia (sin duda el alma) que no puede
ser aprehendida por nuestros sentidos. Parece, pues, que el
alma pertenece a una esfera espiritual que se asemeja a la fe,
que conduce a Dios.
El animista n o se dirige a éste último más que en casos ex-
tremos, cuando el peligro es inminente. L o hace sirviéndose de
fórmulas m u y breves cuya duración depende de la inminencia
de este peligro para el que no se tiene tiempo de pedir la inter-
cesión de N ' D e b i , de pasar por los trámites normales del or-
den de la naturaleza.
Las fórmulas ordinarias son largas. Se las llama jindi, lo cual
significa en Zarma y en Songhay distancia5. A las fórmulas
cortas se las designa con el nombre de sauci; son órdenes impe-
rativas, dadas para parar, frenar y cortar u n movimiento, co-
menzado por u n ser inteligente o no, u n objeto, una cosa cual-
quiera a punto de obrar o de moverse.
Así, para calmar al león, presto a saltar sobre un hombre o
sobre su presa, el sacerdote animista dice, apuntando con el ín-
dice en dirección a la fiera.
Kotombi kani,
A hinjey kani,
Kotombi kani,
A ce mosey kani,
208
Kotombi kani,
A sounfa kani,
Kotombi kani,
A hanney kani.
Sa dagar7,
Zamaa ni ga dagar,
Dey ni nakoy dagar
Filanaa bon.
209
U
tierra, a la cual vuelve al fin de su vida terrestre. El animista
expresa esta realidad, diciendo : Adamu-I^éja laabu no, es decir,
el hombre, el hijo de A d á n , es de la tierra. D e ella viene y a ella
retorna.
Pero, fuera del hombre que vive y que muere, de su cuerpo
físico que se disgrega después de su muerte, cree firmemente en
la existencia del doble que reside en su carne, en el interior de
su cuerpo físico ogaa ham, en su ser secreto. Para él, el doble con-
tinúa su existencia espiritual después de la muerte. Poco le
separa del más allá, del m u n d o invisible de los manes de los
antepasados, de los genios 9 y de los dioses inmortales, percep-
tibles solamente a los ojos de los mediums y de otros dotados
de especial sensibilidad.
Fundamentalmente se da en el hombre u n cuerpo físico, su
doble, diferente de su vida (bundi), que hecha a volar por sus
narices después de la muerte. El animista n o confunde este
bundi con la vida celular que se siente en la carne fresca, en la
corteza de la planta viva, en los colores vivos de susfloreso en
el verdor de sus hojas.
Es su vida terrestre, ligada a la vida permanente de su doble,
a la de la célula, a la vida efímera de ciertos insectos, quien le da
la noción de la duración de la vida, quien llama singularmente
su atención sobre el destino de las cosas y de los seres cuya
muerte renueva la vida que continúa la especie.
Nuestra existencia terrestre es corta respecto de la vida de
ciertos vegetales y de ciertos animales, a la duración de la pie-
dra o de la montaña que simboliza a nuestros ojos la eterni-
dad.
Para el animista, el ser h u m a n o contiene su cuerpo sutil10
(su doble) que lo prolongará entre los dobles de sus antepasa-
dos, en la comunidad de éstos organizada a imagen de la socie-
dad, su réplica concreta sobre la tierra en la que pasamos nues-
tra existencia terrestre.
Existe, pues, nuestra vida terrestre, la de los dobles de los
antepasados, la de la sociedad que nos asiste y la de los dobles
que constituyen el fundamento espiritual de ésta, ligado a la
vida del antiguo y a la del iniciador.
210
L a vida terrestre, sensible, cae bajo los sentidos de cada uno.
Partiendo de su duración, el animista determina o aprehende el
tiempo material o temporal.
D e éste, retiene los instantes medidos por la duración de la
vida de ciertos insectos. A causa de la brevedad de su existen-
cia, las cachipollas son consideradas c o m o si fueran el álito de
la muerte, bu haw. Al instante más corto se le llama moy kilow
en Songhay de Tera. El tiempo de abrir y de cerrar los ojos se
dice, en Songhay o en Zarma, moyka moy dabu, abrir los ojos y
cerrarlos. Cuando se manda a u n niño a u n recado urgente,
uno se dirige a él en estos términos : vete veloz y vuelve antes
que m i saliva echada al suelo se seque: ta tambatamba, hoy ka
%a ay tufaa mana koogu.
E n este orden de ideas, respecto del ser que observa, el
animista reconoce el tiempo ligado a la distancia de u n paso, ce
medaara (Songhay y Zarma), tabandè en Peul: por ejemplo, no
des u n paso antes de pagarme m i deuda. N o se mueva porque,
si da u n paso más, yo no respondo de su suerte.
El animista distingue el tiempo que corre regularmente entre
la inspiración y la expiración. Para él, este tiempo es el espacio
que da el ritmo a nuestra respiración, ligada a nuestra vida, a uno
de sus movimientos completos, teniendo la duración de la vida
humana por espacio la duración de sus años, el tiempo durante
el cual el hombre, que fue el portador de la misma, ha vivido
sobre la tierra. Esta distancia (la edad) se designa c o m u n m e n -
te con el nombre de hundí me fo, una vida de hombre entero,
esta vida de hombre pleno, lleva hasta el fin.
El curso de ésta es señalado por: el tiempo durante el cual
el niño se desarrolla en el vientre de su madre, ^a ^ankaa go nia
gundaa ra; el tiempo del nacimiento (atciria, el bebé que nace);
el tiempo en que el bebé es alimentado en el seno (nanindu, el
bebé en el seno); el tiempo del destete (ka uwaa o korosow, el
bebé destetado) ; el crecimiento (el bebé macho ha llegado a ser
un gran arwasu y el bebé hembra una hondio) ; la pubertad; la
edad madura; la vejez, la muerte, que señala el término de nues-
tra vida terrestre.
L a vida del viejo (régimen patrilineal) o la de la vieja (ré-
gimen matrilineal) prolonga, o más bien mantiene entre los
vivientes, no solamente la «imagen» de los ancianos, sino sobre
todo «su recuerdo». El viejo y la vieja detentan el poder espi-
ritual de los antiguos bajo la forma de objetos consagrados que
se transmiten, de una generación a otra, al anciano del clan o de
la tribu, de la comunidad, del poblado o de la región.
211
El tiempo es señalado por el espacio, por el ambiente, por
los hechos y por los fenómenos que condicionan la vida del
hombre o el comportamiento de su espíritu: la duración de la
jornada y los diferentes momentos del sol en el curso de ésta;
la duración de la noche y la calma que la acompaña. El curso
aparente del sol determina los momentos precisos que el Son-
ghay y el Zarma designan por verbos activos que no se pueden
traducir a nuestra lengua más que por perífrasis: Bya: «partir
de mañana a buena hora»; Zariney: «partir a mediodía»; Wey-
naa : «partir por la tarde» ; Almariney : «partir al caer la noche» ;
Hanna: «partir a medianoche»; Alf ararey: «partir a las cuatro
de la mañana».
El tiempo está señalado por la sucesión de estaciones y la
actividad del hombre durante estas estaciones, sobre todo en
invierno, en el curso del cual se practican los cultivos de ali-
mentación, que sustentan la vida. E n la sabana sudanesa, se
cuenta generalmente la edad por los inviernos. Para advertir
que u n hombre es de m u c h a edad, se dice corrientemente que
ha bebido mucha agua, es decir, que ha conocido muchos in-
viernos.
L a muerte y los nacimientos se sitúan con relación a los
acontecimientos que sobrevienen y que retienen la atención de
los pueblos de una región o de todo u n país: el año de tal o
cual hambre; el año de tal guerra; el de tal epidemia; la llegada
de tal personalidad; el año de la llegada de los blancos, de la
muerte del tal o cual gran personaje, etc..
El animista distingue el tiempo material del tiempo intem-
poral, aunque n o se engaña sobre su conexión, que liga al espí-
ritu de la materia, a los movimientos de nuestra carne o a las
tribulaciones de nuestro doble.
Estos movimientos dominan nuestra naturaleza humana. Y
esta es paciente o impaciente. L a paciencia (que procura la
paz de la conciencia) y la impaciencia (que nos indispone),
c o m o la cortesía y la descortesía, el esfuerzo y la pereza, la gene-
rosidad y el egoísmo, la sabiduría, la inteligencia y la crueldad,
la rectitud y la astucia, etc.. ponen de relieve movimientos de
nuestro ser profundo que soporta su ambiente o que actúa sobre
él para cambiarlo o transformarlo según voluntad o deseo que
hay que satisfacer.
L a espera que se efectúa en nosotros tiene por espacio nues-
tro ser profundo que se sumerge en el movimiento, en el há-
bito de practicar o de soportar este movimiento, que moldea
nuestro carácter particular a través de los valores permanentes
de la sociedad que nos asiste o que nos lleva.
212
L o que domina la vida interior del animista en este terreno
es el pasado que él actualiza en presente, siendo éste semejante
al futuro. Este último, en su fundamento, se apoya sobre el
pasado y el presente. Se beneficia de su enseñanza c o m o de una
iluminación producida en otros contextos, capaces de influen-
ciar la marcha del porvenir.
L a «longitud del tiempo», el «curso del tiempo», en línea
recta o perdido en los dédalos de la acción, son de una sola pieza,
forman un todo en el que se confunden el pasado, el presente
y el futuro a través del tiempo físico, que ha sido, que es y que
será el tiempo que ponemos en esperar una cosa prometida, go-
zar de u n espectáculo, aguardar la fusión de u n metal, esperar la
vuelta de nuestro correo, el fin de nuestra tarea cotidiana (el
tiempo horario), apagar la pena que experimentamos ante el
anuncio de una mala noticia, librarnos de la consecuencia de
una desgracia que nos duele.
El animista sabe que todo esto n o es más que u n instante
del tiempo inmóvil en el que, imperturbablemente, vivimos. Y
esto plantea naturalmente la cuestión del tiempo intemporal,
ligado a la vida social, a la práctica del arte o de la ciencia ani-
mista.
Esta noción de tiempo se halla contenida implícitamente en
todas las fórmulas mágicas. Ella introduce la acción del sacer-
dote que quiere conjurar u n peligro inmediato o lejano. Este
tiempo, que no tiene una extensión puramente cronológica, si-
no también espacial, es una suerte de sinéresis espacio-temporal
que se apropia el m a g o , por los siete altos o cielos de lo alto,
los siete bajos o cielos de lo bajo, partiendo de los horizontes
del este, del oeste, del norte y del sur.
Esta apropiación auna el pasado, el presente y el futuro,
vinculados con N ' D e b i . E n esta quinta dimensión, los seres y
las cosas son comparables a una masa química que el m a g o m a -
neja según sus fórmulas y su palabra creadora, conservada en
la lengua de los genios, de los dioses y de los hombres de otro
tiempo.
T o d o es y todo permanece, parece que demuestra la filoso-
fía de la vida del animista u .
El tiempo, temporal o intemporal, fluye de esta concepción;
por ésta, el animista afirma con vigor el enraizamiento del
213
hombre en el universo y su espíritu; afirma igualmente su m a -
teria y las energías de esta materia en las cuales se bañan los
seres vivos, su carne palpitante o sus dobles inteligentes o n o ,
autónomos o regidos por las fuerzas o los espíritus de la natu-
raleza, en el sentido del equilibrio y del Bien o en el del dese-
quilibrio que provoca la enfermedad o el deterioro de nuestra
salud, es decir, del Mal que disgrega la materia o el buen orden
social.
214
al norte y al sur del emplazamiento elegido, por pequeño que sea.
Solamente después de estas operaciones es sacrificado u n animal
y su sangre ofrecida a los espíritus del lugar en que se quiere
establecer la empresa, a los de los antepasados, a los genios y a
los dioses que moran en los grandes árboles, las grandes m o n -
tañas o las grutas que rodean el emplazamiento de la empresa
instalada.
Para el pensamiento animista, el pasado hace constantemen-
te u n cuerpo con el presente. L a estrofa de la fórmula introduc-
toria de la magia de los Songhay se prolonga con el pasaje
siguiente :
Esto no es de mi boca,
esto es de la boca de A
que lo ha dado a B
que lo ha dado a C
que lo ha dado a D
que lo ha dado a E
que lo ha dado a F
que m e lo ha dado.
Que lo mío sea mejor
en mi boca que
en la de los ancianos.
215
II
14
Esto n o es de m i boca
Esto es de la boca de A
que lo ha dado a B
que lo ha dado a C
que lo ha dado a D
que lo ha dado a E
que lo ha dado a F .
E s F quien m e lo ha dado.
Q u e lo mío sea mejor en m i boca
que en la de los ancianos.
III
Es la camella de N ' D e b i
que ha entrado en el matorral.
El ha levantado las gentes del matorral 15.
El ha levantado las gentes del poblado 1 6 .
Ellos la han buscado,
ellos no la han encontrado.
El m e ha dicho que hay que buscarla,
yo la he buscado,
yo la he encontrado.
El m e ha dicho que hay que matarla.
Y o la he matado.
El m e ha dicho que hay que desollarla.
El m e ha dicho que tome el costado.
El m e ha dicho que tome la pata.
Y o he dicho que no quiero la pata.
El m e ha dicho que tome la carne que quiera.
Y o he alargado el brazo.
Y o he tomado la cabeza 1 7 .
Del mismo m o d o que la cabeza de la camella de N ' D e b i
no m e ha impedido el que yo la tome,
así X el mal de tu cabeza n o puede impedir que lo tome.
IV
Si el mal está en tu cabeza,
yo he retirado el mal,
yo le he puesto fuera.
Si el mal está en los orificios de tu nariz,
yo he retirado el mal,
yo lo he puesto fuera.
Si el mal está en los orificios de tus ojos,
yo he retirado el mal,
yo lo he puesto fuera.
Si el mal está en los orificios de tus orejas,
yo he retirado el mal,
216
yo lo he puesto fuera 1 8 .
Nada m á s que m i m a n o ,
nada m á s que la m a n o de N ' D e b i ,
por siempre jamás, que no tienefinü>.
227
y Bozo 2 1 ), a la tierra (el sacerdote de la tierra, el albañil), a la
madera (el leñador) o a los animales (el carnicero, el cazador),
etc., pretende poseer uno o muchos poderes de este género,
vinculados a su técnica o a la materia de ésta.
Tales son las consideraciones que caracterizan la «menta-
lidad» del animista, las razones profundas que condicionan su
actitud delante de la vida y que hacen que estas razones sean sus
razones para él, las cuales n o obedecen forzosamente a otras
lógicas.
¿ N o tiene razón y quién la tiene? H e aquí c ó m o se justi-
fica el animista:
21. Habitantes de las márgenes del río Niger, pescadores que poseen
poderes particulares en relación con el agua: «señores del agua»; su n o m -
bre cambia según la región, a lo largo del Niger.
22. Textes sacrés de l'Afrique, Paris 1965, 9.
218
lecho y duerme. Según los animistas, es este el m o m e n t o que
elige su doble para rehacer el camino que ha andado, para
tornar al lugar que ha frecuentado durante la jornada, el m o m e n -
to en el que rehace todos los gestos conscientemente cumplidos
durante la vida diurna.
E n el curso de estas peregrinaciones es justamente cuando
el doble choca con las fuerzas del bien y con las del mal, con
los genios malos y con los brujos que comen los dobles o cerko
(en Songhay y Zarma).
E n este doble es donde reside la personalidad del indivi-
duo. El Songhay dice de u n hombre que su bya (doble) es
pesado o ligero, es decir, que su personalidad es fuerte o frágil.
L a práctica del arte o de la ciencia animista, en su dominio,
actúa sobre el cuerpo físico, sobre el espíritu o el doble de éste,
sobre la naturaleza humana que fortifica a uno y otro y, lo que
es más decisivo, sobre su doble, a fin de permitirle acceder a
esferas espirituales cada vez más elevadas, las de los espíritus
avanzados o genios potentes que pueden elegir el adherirse a
una persona, a u n ser h u m a n o . El Songhay n o dice de éste que
es u n genio, sino que afirma que lo tiene, que posee u n genio
que le asiste. Este último no se confunde ni con él ni con su
doble, siendo uno y otro absolutamente autónomos en su
solidaridad íntima. L o s amuletos que lleva, las pastas mágicas
que absorbe, tienen por fin fortificar su cuerpo y su doble,
hacerle capaz de dominar las fuerzas y los espíritus del m u n d o
intermediario del que el nuestro no es más que lafiguramaterial.
El sacerdote más fuerte, el mejor templado, es aquel que rea-
liza en sí m i s m o la conciencia positiva que se confunde con su
doble, que n o forma con este último más que una sola e idéntica
entidad consciente.
E n u n estadio de su iniciación o en u n grado determinado
de sabiduría, el animista, por el esfuerzo de su doble ligado a
las fuerzas exteriores, espiritualiza su propio cuerpo, su natu-
raleza humana, fusionada con la de su doble. E n este estado,
el gran iniciado, el gran maestro, el kortékoynii, el s^irnaa adhe-
riéndose a otro estado de la materia y del ser donde «todo»,
sublimado, llega a ser posible, se halla al alcance del menor
deseo de estos jefes de la religión animista. E n este estado de
la materia y del ser, el tiempo se funde con el espacio, el hombre
llega a ser su esencia, que le permite realizar su realidad perma-
nente.
El problema del espíritu y del doble se halla vinculado al
origen mismo de la materia y del ser, y estos se hallan vincu-
lados a la esencia del conjunto del universo físico y espiritual.
219
El animista, que tiende a la generalización, realiza esta totalidad
del universo, opera una síntesis espiritual que confiere a su
arte y a su ciencia u n carácter eminentemente espiritual. El
animista no acaba en el vacío de la materia o en la ausencia con
el ser de su doble. Para él todo es uno y, sin embargo, diferente
a través de las apariencias en las cuales consideramos o vemos
este todo unitario, oculto, por aspectos múltiples que deforman
la realidad viva de la esencia de los seres y de las cosas. Para el
animista, si esto es así, todo permanece, aún allí donde nuestros
sentidos n o llegan a percibir la presencia física.
El tiempo material existe respecto de nosotros y de las cosas,
vistas a través de los momentos de la jornada del día o de la
noche, de las estaciones que se suceden, de los acontecimientos
o de los fenómenos que hieren nuestra atención por su efecto,
a través de la duración de la calma de este o de aquella, de su
intensidad o de su violencia, del placer momentáneo que se nos
concede o de los desabrimientos que se nos causan, a través del
nacimiento o de la muerte de los seres o de las cosas, a través
de nuestra propia existencia, nuestra dicha o nuestra desgracia,
el éxito o el fracaso de nuestra vida terrestre.
Pero este tiempo material se adhiere al tiempo intemporal
que señala con sus instantes o momentos regulares: sucesión
de los días y de las noches, movimientos de los astros que
gravitan en torno al sol, movimientos de las estrellas que ilu-
minan las noches puras de Africa con su mágico centelleo.
E n este contexto, la convergencia del tiempo temporal y
del tiempo intemporal viene a ser una realidad espiritual en
la que el animista se guarda m u y bien de situar a Dios, diferente
de esta realidad, que, sin embargo él anima con su soplo sano,
con el espíritu de N ' D e b i , en el centro de esta convergencia
inmutable en la que se juega el destino de los seres y de las cosas.
A este resultado del tiempo, el animista n o le da ningún
nombre. Solamente lo constata.
E n este marco, él actúa c o m o creyente. N o niega a Dios,
que le conduce en este tiempo absoluto; el animista nos lleva
hasta el umbral del alma y de su creador, a la fe por la que se
acerca uno a Dios.
El doble se asemeja a nuestra imagen, percibida en la super-
ficie del agua tranquila o en u n espejo. Encubre el pasado y lo
expresa, prolongándolo en el presente. Se halla en u n estado
de la materia y del ser que se presta a todos los cambios. C o n
esta posibilidad es con la que el hombre, al absorber una pasta,
puede desaparecer, franqueando distancias enormes; el doble
puede ser transformado en pollito o en lagarto que mata al
220
hirow o al cerko (brujo que come al doble); el ser, el objeto es-
piritualizado, puede transformarse en piedra, en grano de mijo,
en agua, y desaparecer sin dejar rastro. Este poder de cambio
no es el fruto de una sola generación humana. Es algo colec-
tivo, que materializa el esfuerzo c o m ú n del clan o de la tribu, la
suma de este esfuerzo actualizado en u n objetivo que puede
ser transmitido por el anciano de este clan o de esta tribu.
Esto nos lleva, naturalmente, a examinar el poder real del
clan que no es, a los ojos del animista, una banal cuestión de
presión social.
El poder real del clan es el espíritu o el alma colectiva de
este clan, sobre el que reposa su estabilidad. Este poder, espi-
ritualizado en u n objeto por los animistas de Songhay, existe
en cada familia en la que es conservado por el anciano de esta
familia que lo transmite a su continuador bajo esta forma m a -
terial. L o mismo sucede en el seno del clan o de la tribu. El
objeto puede ser una bola de oro que se conserva en u n tobal
(tambor de guerra), asociado a elementos tomados del león,
símbolo de la bravura temeraria, o de otros animales, c o m o el
elefante, la pantera, etc.. Puede encerrarse en una caja, en u n
tiesto o en cualquier otro objeto de esta naturaleza. Es, a veces,
un barrote de hierro, punteado en uno de sus extremos (por
ejemplo el lola en los Zarma y en los Songhay). E n los Sorko
del antiguo G a o , existía u n ídolo que tenía la forma de u n gran
pez, provisto de u n anillo en la garganta. E n los herreros fue
representado por una fragua mítica que enrojecía la noche para
manifestar su descontento (por ejemplo en los Bauras de Dut-
chi, en la República del Niger). Este poder puede animar u n
cadáver h u m a n o que debe decir lo que sucederá al jefe difunto.
E n los Cerko, Songhay y Zarma, se presenta bajo la forma de
huevos gelatinosos y sin concha. E n los Sonianké, es una ca-
dena de oro, plata o cobre, de una perfección inaudita. E n los
Songhay, a veces es una piedra aplanada, designada con el n o m -
bre dejifigara, la mezquita.
U n a leyenda del pueblo Songhay cuenta que la gran m e z -
quita de G a o se hallaba rodeada por cuarenta piedras que re-
presentaban los cuarenta genios que guardaban la mezquita.
E n el desastre de 1591, cuando fue tomada G a o por las tro-
pas marroquíes, cada uno de los clanes Songhay se apoderó de
una de estas piedras que representan para ellos la imagen de la
mezquita y el recuerdo de la magnificiencia del imperio Son-
ghay, de su grandeza y de su pasado. Ella es todavía objeto de
culto en muchos poblados de la región de Tera (República
del Niger).
221
E n los Gurmantché de D u m b a (Tera, República del Niger),
era u n león el que, hasta la llegada de los franceses, representa-
ba este poder. A d e m á s , él es representado por: una serpiente
mítica (la laguna de Oslo, la de Kokoro, el río Dargol, la Sirba
—Tera, república del Niger—); u n cocodrilo, Tola en los anti-
guos Kurtey. Por esta razón los Peul los llaman aún Tolabés,
las gentes del cocodrilo, de Tola. El culto de Tola fue el origen
del de los caimanes sagrados, m u y numerosos antes de la colo-
nización en muchos poblados gurmantschés, cuyos habitantes
decían que representaban a sus antepasados difuntos; u n bas-
tón, provisto de una cabeza de buitre, esculpida en la madera
(en ciertos clanes soniankeses de Wangarba, Tera, República
del Niger). Era también a veces: una marmita de oro, una red
mítica, u n martillo y una tenaza, u n hacha, una piedra (a m e n u d o
u n hacha lítica), una cantimplora, u n gorro, u n sable, etc..
Todos estos objetos ocultaban el alma colectiva del clan o de
la tribu, etc.. Otros lo adoraban bajo la forma de una estatuilla
de oro, que representaba a u n hombre encarnado (jefatura ac-
tual de Dargol (Tera, República del Niger), máscaras de fami-
lia, del clan o de la tribu que servían de receptáculos al poder
espiritual (país de D o g o n y Bambara, República del Mali,
etcétera...).
El animista negro está ligado constantemente a su pasado
por el apoyo de estos objetos, asociados o n o a otros, y a sus
tradiciones, lo cual lleva naturalmente a hablar de la misión
del poder temporal e intemporal en las sociedades africanas
tradicionales.
Los dos poderes n o se confunden, aunque pudieran hallarse
reunidos en la misma persona o en el m i s m o objeto.
Después de la muerte del jefe del clan o de la tribu, o en
su caso, de la familia, era siempre el anciano el designado para
ser jefe, a n o ser que mediara alguna prohibición (defecto fí-
sico, enfermedad, impedimento, falta de suerte reconocida por
los adivinos). Mientras el objeto que representaba el poder n o
le era transmitido, n o podía ser considerado c o m o jefe real. L a
suerte de la familia, del clan o de la tribu n o se vinculaba, n o
puede ser vinculada más que a este objeto que es el único que
representa el poder real, la permanencia de la entidad humana
considerada.
Por su desconocimiento de la sociedad africana, la adminis-
tración muchas veces n o tomó en consideración este hecho ca-
pital en la designación de los jefes. H u b o , pues, durante el pe-
ríodo colonial, jefes temporales que eran rechazados por las
poblaciones porque n o poseían el poder espiritual, el objeto
222
que representaba tanto el poder temporal c o m o el espiritual,
el poder real, que hubiera hecho de ellos jefes verdaderos e in-
discutibles. Cuando el jefe no cumplía con esta condición pri-
mordial, las poblaciones, si les era posible, nombraban a u n
jefe espiritual para secundarlo en su tarea.
E n Wanzarba (Tera, República del Niger), donde la jefa-
tura era matrilineal, los franceses, para situar a los habitantes
de este poblado en línea con los de otros poblados songhays,
habían nombrado a u n hombre c o m o jefe. Pero por lo que se
refiere al culto, los Sonianké han conservado, c o m o es natural,
su Kassey, su sacerdocio, que sigue asumiendo la responsabi-
lidad del poder espiritual.
E n este clan, el poder se transmite sobre todo por la leche,
aunque se admite que el vínculo de la sangre contribuye a re-
forzarlo. Pero en los Cerko el poder sólo se puede transmitir
por la vía de la leche.
A nivel espiritual, existe u n antagonismo entre el Cerko y el
Sonianké. El primero combate a la sociedad y el segundo la
defiende. Entre ellos, la querella entre el matriarcado y el pa-
triarcado continúa en el plano espiritual.
El enfrentamiento entre el Sonianké y el Cerko se hace de
noche. El Cerko representa el pasado y el Sonianké el pre-
sente. El primero intenta reinar sobre la noche. El segundo, al
que pertenece el día, le disputa la noche en la cual se enfrentan el
Cerko y el Sonianké.
E n Dutchi, ni los jefes, ni los príncipes deben ver a la sa-
raounia de L u g o u , sacerdotisa de la tierra y primera propietaria
de ésta.
E n el mismo país, el Baoura, considerado c o m o el tío mater-
no de los jefes de Dutchi, no los veía jamás. Después de la lle-
gada de los franceses se palió este inconveniente, alzando en-
tre el jefe de Dutchi y el Baura, cuando estos se presentaban
ante el comandante, u n paño negro para evitar u n enfrenta-
miento trágico. E n el Benin existía u n rey durante el día y
otro rey durante la noche.
¿ N o nos muestra aquí el animista negro, c o m o para entre-
tenernos, u n aspecto de su vida en la que el pasado se levanta
contra el presente para obligarlo a adaptarse a su enseñanza?
E n los ejemplos que voy a dar a continuación, esta imagen se
difumina felizmente, en el seno de los clanes y de las tribus.
E n estas agrupaciones humanas, el poder espiritual se trans-
mite intacto, sin choque alguno.
Cada anilla en la cadena del Sonianké es lafigurade u n an-
tepasado. El conjunto de la cadena representa la lista de sus
223
antepasados, desde el antepasado principal hasta él. Y o mismo
he visto cadenas de este tipo de más de u n metro de largas, de
oro, plata y cobre, o que tienen apariencia de metales. L a cadena,
en los Sonianké, representa a los antepasados que se han suce-
dido en el seno del clan, siendo materializado el pasado de este
último por la cadena que regurgita el Sonianké vivo y trans-
mitirá a su sucesor en el m o m e n t o de su muerte.
Estas cadenas tienen el esplendor de u n metal en otro estado
de la materia. Son depositadas en el vientre del Sonianké c o m o
los alimentos que c o m e m o s . Surgen de su ser profundo. El
Sonianké las transmite a su hijo, a u n pariente de la misma san-
gre, pero jamás a una persona extraña al clan y que n o tiene al-
gún derecho. L a cadena es engullida por su extremo libre, al
mismo tiempo que el Sonianké agonizante la regurgita. Muere
en cuanto haya devuelto su cadena a aquel que debe sucederle.
Esto que afirmo puede chocar, pero muestra bien el proceso
mental del animista, en estrecha relación con su concepción del
hombre y de la vida.
Ella da testimonio de su creencia en las fuerzas espirituales
que existen tan concretamente c o m o el m u n d o tangible, aprehen-
dido por nuestros sentidos.
L a profundidad: he aquí lo que caracteriza el comporta-
miento del negro africano y le dicta su conducta, por la que se
diferencia del occidental, producto también de una civilización
a punto de deshumanizarlo. H a y unafilosofíade la vida del
animista que une el pasado y el presente en u n objeto perma-
nente que desafía al tiempo, diferido sin cesar en dirección del
futuro.
El tiempo inmutable, es, quizá, la tierra aparentemente in-
móvil y el cielo que la encierra. Si se hace abstracción de las
estrellas, del sol y de su día duro, de la vida que proliféra so-
bre el planeta, de las miríadas de insectos, de las plantas y de las
flores maravillosas, de los animales y de los hombres, de los
fenómenos que sacuden nuestro globo y su atmósfera (vientos,
huracanes, oleadas, actividades de volcanes, temblores de tie-
rra, etc.), el universo parece que se ha quedadofijoen su ori-
gen y en el origen de la vida y del tiempo.
Sin embargo, sentimos presencias invisibles, ruidos infini-
tos en el silencio austero de la naturaleza. Allí todo está firme.
T o d o se halla ligado en la unidad. D e seguro que en el uni-
verso no se da el vacío. H e aquí, a este propósito, u n testimonio
de fuego, Ouézzin Coulibaly, el gran dirigente del R D A (Ras-
semblemente Démocratique Africain).
224
Durante el período colonial, las circunstancias pusieron en contacto
al viejo africano Losso y al médico francés Kremer.
U n a noche, el francés quiso hipnotizar a Losso a la luz de su lám-
para de petróleo. Este respondió a la mirada persistente del doctor
con una sonrisa m á s bien irónica; después dijo a su amigo occi-
dental :
—Doctor, sé lo que quieres hacer. Pero en este c a m p o , nosotros
somos m á s fuertes que vosotros.
Losso cogió la lámpara de Kremer y la apagó de u n soplo. A m b o s
quedaron sumergidos en una noche m u y negra. Después, Losso
sopló sobre su índice levantado; éste se encendió con una luz des-
lumbradora. A la claridad de esta antorcha humana, los dos amigos
continuaron charlando en la noche durante largo tiempo.
Al fin de su amigable coloquio, Losso dice a K r e m e r :
—Para hacer fuego hace falta: una lámpara con su vaso, esencia,
una mecha, una cerilla con su caja. Para encender, se necesita aún
frotar la cerilla contra su caja y llevar el fuego de tu cerilla a la m e -
cha de tu lámpara para obtener u n fuego más estable. Mientras que
por m i parte, lo hago de u n m o d o mejor, sin aparato molesto, so-
plando simplemente sobre m i índice levantado.
Y añadió en honor de su amigo blanco:
—Vosotros, los blancos, tenéis la potencia de la materia; pero nos-
otros, los negros, la potencia de la vida.
225
15
crédito al espíritu que a la materia, concuerda con el pasado
sobre el cual reposa su personalidad fundamental, su vida en
curso que no rehuye el cambio, es decir, eso que se llama el
progreso, que n o es ni la droga, ni el malestar actual de las so-
ciedades de consumo, ni su confort discutido, ni su automati-
zación, ni su admirable resultado técnico, de espaldas a lo h u -
m a n o y capaz de crear alienados y robots.
L a actitud mental totalizadora del animista espiritualiza el
objeto de la ciencia. El animista la vincula al hombre y, por con-
siguiente, a la naturaleza provista de su espíritu vivo, a la reli-
gión, a la necesidad que tiene el hombre de creer en cualquier
cosa, de creer en sí mismo, en primer lugar, y en el universo
que le rodea y que él no vacía ni de Dios ni de los dioses.
El animista llega hasta el umbral de la fe y de Dios. Partiendo
de su pensamiento tolerante y del encuentro de éste y de la fe
musulmana, han sido construidos los reinos y los imperios ne-
gros de la edad media (Ghana, Mali, G a o ) en las cuencas del
Senegal y del Niger, en Bornou y en Tchad.
El pasado es el fermento activo que da a nuestro presente
actual su dinamismo y a nuestra personalidad su altivez.
L a civilización n o es patrimonio exclusivo de occidente.
Si la civilización occidental interesa al m u n d o entero, es porque
ha producido una obra humana admirable, incluso insustitui-
ble, desde el punto de vista técnico. Sin embargo, debe compren-
der que la humanidad puede estallar por la orientación que da
a la ciencia. Puede ser que haya llegado el tiempo de aceptar
ideas de otros pensamientos, entre ellos el nuestro, que pueden
aportarle el soplo vivificador que le permitirá restablecerse y
recuperarse.
Nuestra tierra está realizando su unidad planetaria y todos
podemos morir por efectos de la radioactividad: nosotros y
también las plantas y los animales que la habitan.
L a degradación de nuestros océanos, la guerra, la enferme-
dad, el hambre, la contaminación, todo esto proclama la unidad
de la tierra en la diversidad de nuestros continentes y de sus
pueblos, cada vez más próximos.
T o d o en el m u n d o vive hoy día de la totalidad de nuestras
culturas, de la de nuestras materias primas, puestas a disposi-
ción del conjunto de nuestra humanidad. El Africa negra, sín-
tesis armónica, ofrece a ésta su vida cósmica que se halla en
trance de elaborar u n tipo de vida nueva en potencia, por su
arte, por sus culturas y por su pensamiento h u m a n o .
Aportamos un retraso dinámico a occidente, para que su alma
pueda volver a hallar una esperanza, la del hombre total, firme-
226
mente apoyada sobre el doble soporte del espíritu y de la m a -
teria, u n hombre nuevo, posible.
El pensamiento animista, que es sintético, generaliza la sig-
nificación profunda del objeto. N o lo analiza. Aporta a la in-
vestigación de su conocimiento una respuesta global, capaz de
determinarlo en su conjunto.
L a vida, su origen y su desarrollo actual, su brevedad, su-
pone la uniformidad del tiempo y la confrontación de esta uni-
formidad con la de la vida, percibida a través de la existencia
permanente de las especies, de tal forma que esta existencia
parezca ser el fin último de la vida a la que concurre el individuo.
El animista considera al hombre c o m o de paso en este m u n -
do. Para desear larga vida a alguien, el Zarma o el Songhay
dice: que Dios te conceda aún dos días, es decir u n respiro
respecto del tiempo infinito, u n instante de vida sobre la tierra.
El animista siente la angustia de este tiempo. L a siente en la
brevedad de su propia vida. L a siente en los ritmos naturales,
en los ritos que conservan la naturaleza o que la renuevan en su
pureza original.
El animista sabe que el tiempo físico, en el que corre su
propia vida, mide la duración de sus emociones, la de sus deseos,
satisfechos o n o , la de sus momentos de impaciencia cuando
odia, de delicia cuando a m a ; para él, el tiempo temporal no es
más que una apariencia vinculada a su ser concreto y subje-
tivo, a su existencia terrestre, comparada con la de otros se-
res u otras cosas.
L a perpetuación de la especie le sugiere otra forma de
tiempo que trata de materializar y espirtualizar en objetos con-
cretos, transmisibles de una generación a otra, capaces de pre-
sentar y representar, en el tiempo temporal, los hechos sociales
o históricos que han tenido su origen en el pasado de los h o m -
bres de otra época.
El animista asocia el tiempo temporal y el tiempo intempo-
ral en todo lo que hace, en el orden social y en la presentación
o la representación de su historia. Para él, los hechos sociales,
c o m o la historia, para ser en el orden de la naturaleza, deben
conformarse con la realidad que es u n trenzado de nuestras
pasiones, de nuestros egoísmos, de nuestras guerras sangrien-
tas, de las catástrofes que, a veces, conmueven nuestra tierra.
Para el animista, el tiempo supone el infinito en el que el
hombre sondea en sí m i s m o , en su ser profundo, el vacío apa-
rente del universo, el otro estado del hombre y de la materia
de la que sólo él tiene el secreto.
227
El tiempo temporal surge del tiempo intemporal para seña-
lar los acontecimientos que fijan las diferentes épocas de la
historia.
4. El tiempo j la historia
228
L a historia n o se separa del hombre. Ella lo recuerda cons-
tantemente por la vida de aquellos que han vivido antes de
nosotros y que continúan viviendo entre nosotros, llenando el
tiempo y el espacio con ejemplos de su vida, ofrecida a nuestra
meditación.
L a historia es la aventura del hombre, movido por su pensa-
miento que se ha formado en el seno de una comunidad o de
un pueblo.
El animista se pregunta: ¿es la historia una consecuencia
de acontecimientos o es la realidad del hombre, integrado en
sí m i s m o y en el universo?
L a historia verdadera es la existencia de este universo, su
evolución condicionada por ritmos que repiten los iniciadores
cuya vida condiciona la nuestra.
¿Es verdaderamente el tiempo el instante que vivimos, o es
más bien, si abstraemos el espacio y el tiempo, una existen-
cia continua diferenciada a través de contextos? ¿nos hacen
creer éstos en los cambios, en las mutaciones que han podido
modificar la realidad del tiempo y del espacio en el plano del
m u n d o intermediario, que es el verdadero, con el cual el ani-
mista conforma su actitud vital?
L afilosofíadel animista extrae su sustancia en fuentes m u y
profundas. Y éstas dan u n otro sentido a la historia.
A d e m á s de las aportaciones inevitables, el sacerdote, el ini-
ciador y el maestro quedan c o m o ejemplos de vida, propues-
tos a las generaciones que vienen detrás.
¿Qué son el hombre y el pueblo sino instantes relevados por
otros instantes de los que nuestras personalidades históricas
vuelven a trazar la historia, los fracasos y los éxitos?
Es verdad. L a historia es el tiempo absoluto, disuelto en el
infinito del espacio. Ella es el accidente histórico donde el
hombre surge del tiempo temporal, manifiesta su presencia,
ligada a la existencia de su pueblo.
L a historia se halla dominada por esta supervivencia de la
especie en cada uno de nosotros.
L a historia debe servir al hombre, porque, hecha por el
hombre y para el hombre, n o podría ser u n objeto separado de
él. Ella explica y justifica las razones de su comportamiento en
función del fin que ha de ser alcanzado en el orden elegido,
conforme al equilibrio del universo que lo lleva.
Para el animista, la historia es ante todo u n fenómeno que
implica la presencia constante del hombre en su seno afinde dar
un sentido moral a su desarrollo en vista del individuo y de su
comunidad, de su pueblo; en una palabra, de lo h u m a n o .
229
A pesar de la diversidad de nuestros personajes históricos,
todos beben su inspiración en el sustrato inviolado del Africa.
Antepasados c o m o Soundiata Keita, los Mansa K a n k o u Moussa
y Souleymane, Sorni Ali Ber, Askia, Samory Touré y Béhan-
2in n o son solamente de su tiempo, sino que surgen desde si-
glos que ellos actualizan en la tradición de los hechiceros.
Siguen siendo el alma de sus pueblos, que se renuevan al con-
tacto con su recuerdo, de donde ellos extraen la razón de su
vida, el estímulo con el cual adaptan la historia a una época.
L a sabiduría de los antiguos continúa rigiendo el presente
y condicionando el futuro. Permanece intangible a lo largo del
tiempo y del espacio, c o m o permanece, de u n m o d o constante,
nuestra alma, confrontada con las condiciones y los obstáculos
del presente en el contexto del que nosotros llevamos nuestro
destino particular.
El astronauta que ve levantarse 24 veces el sol en u n día
está en verdad en la realidad, porque su proeza se debe a la ace-
leración de la velocidad que, habiendo estrechado el espacio,
le permite ver 24 días en uno sólo.
Esta misma aventura, que ha logrado nuestra máquina hu-
mana, nos permitiría trascender este espacio y este tiempo, y
ver imágenes que no han sido aún producidas en contextos
relativos.
El animista cree que esta cuestión, por m u y paradójica que
sea, n o sale del orden de N ' D e b i , del poder que tiene Dios de
revelarlo todo a su elegido.
Esta realidad fundamental pretenden actuarla el sacerdote,
el m a g o y el profeta, a los cuales, en su grandeza, revela Dios
el futuro que se halla próximo. Cerca de u n m u n d o espiritual
concreto, ellos, con la ayuda de su imaginación creadora,
pueden seguir los cambios que, al no ser de orden científico,
no se someten a las condiciones de la ciencia.
Sin embargo, el animista piensa que el hombre n o encuentra
nada que no se halle ya en él. Mientras que lo que llamamos su
magia inventa el objeto, la ciencia que se halla fuera del h o m -
bre, lo descubre y lo realiza en la dualidad absoluta de este h o m -
bre y de su creación que, en ocasiones, se alza contra él.
Quizá sea esto lo que agita a la sociedad de consumo actual,
en la que el hombre ha perdido su identidad.
Por este motivo es censurable destruir una civilización que
es siempre una obra humana, capaz de lograr el que nos co-
rrijamos cuando, en nuestra evolución, nos hemos separado
de los datos que condicionan al hombre entre nosotros. El ani-
mista, sin aceptar la fatalidad, parece pensar que hay u n destino.
230
L o percibe en el pasado y en el futuro. L o ve en el presente, al
tomar conciencia de que continúa la m i s m a cosa a través de con-
textos diferentes.
El papel del hombre, en el orden del universo físico y espi-
ritual, debe consistir en armonizar su vida con el equilibrio ne-
cesario de la naturaleza, muchas de cuyas fuerzas desconoce-
m o s todavía.
Esta concepción del hombre y de la vida justifica en el ani-
mista la práctica de una iniciación que desvela al m i s m o ini-
ciado su destino bueno o malo, la sabiduría que le permite
alegrarse con ella o soportarla, sabiendo bien que él lo hace a
través del destino c o m ú n de su clan o de su pueblo.
L a profunda sabiduría animista sitúa el ser total en el des-
tino del m u n d o en el que se inscribe el de la especie, formado
por la suma de los esfuerzos continuos de las generaciones que
se suceden en el tiempo perpetuo que llamamos el pasado, el
presente y el futuro.
L a realidad es que hemos sido, que somos y que, en todas
las condiciones, seremos lo que nuestro esfuerzo c o m ú n haga
de nosotros.
Para el animista, la historia es esafilosofíade la vida que exi-
ge una totalización del ser y de la especie. Su proceso secula-
rizador condiciona nuestros mitos fuera de la ciencia-ficción
y de lo fantástico. L a historia ocupa el plano de la conciencia
del hombre. Quiere indicarle en cada m o m e n t o sobre la base
de una certeza, u n camino nuevo que hay que emprender.
231
El profeta y el tiempo
Louis Gardet
232
es el que dice a los hombres lo que Dios le manda decir. Dios
«está en la boca del profeta»1. E n árabe, la raíz nV significa en
sentido general llegar y sobrevenir; en su segunda forma, anun-
ciar una nueva. El nabt en su sentido técnico, es ante todo aquel
que anuncia algo a los hombres de parte de Dios, y, por consi-
guiente, aquel que recibe de Dios una misión ante los hombres,
«aquel a quien el Dios-verdad (al-haqq) envía a su creatura
(al-khalq)y>a.
E n las lenguas europeas, profeta (en griego prophètes) re-
cibe el sentido más estricto de «aquel que predice el porvenir»,
que lee en el porvenir la realización de los contingentes futuros.
H a y que notar que, según la teología cristiana, la «luz profé-
tica» puede ser recibida y captada, si Dios lo quiere, por u n
hombre que n o es, por otra parte, u n representante de Dios.
Los ejemplos que se aducen ordinariamente son los de Balaam 3
y Caifas 4. E n este caso, se da una luz profética transitoria, pero
no hay una misión profética, hablando con precisión. E n este
último caso n o hay más que predicción de sucesos futuros,
si bien éstos pueden ser percibidos en su sentido más profundo,
c o m o acaece con la palabra de Caifas que interpreta Juan 5 .
Esta profecía responde a u n designio de Dios que se sirve del
hombre para que sea testigo de su presencia, al confiarle algo
de su misterio y de su obrar en el m u n d o creado 6 . Supone una
elección divina, es decir, el que u n hombre sea escogido libre-
mente por Dios para ser su mensajero. Contra una larga in-
terpretaciónfilosófica,sobre la que volveremos luego, n o son
las cualidades naturales las que constituyen al hombre en pro-
feta, sino la libre elección de Dios.
E n esto están de acuerdo la Biblia y la fe coránica. « Y o te
he elegido para mí», dice Dios a Moisés en el Corán (20, 41).
El hecho mismo de esta elección supone que a las luces profé-
1. Cf. Ex 4, 11-12.
2. Taftäzäni, Maqäsid, 128.
3. Cf. N ú m 22, 24.
4. Jn 11, 49-52.
5. «¿No comprendéis que conviene que muera un hombre por todo
el pueblo, y no que perezca todo el pueblo?», dice Caifas respecto de Jesús
(Jn 11, 50).
6. «Su decir no es un predecir; se da inmediatamente en el instante
de la palabra. La visión y la palabra, en esta profecía son ciertamente un
descubrimiento; pero lo que manifiestan no es el provenir, sino lo abso-
luto. La profecía responde a la nostalgia de un conocimiento ; pero no del
conocimiento del mañana, sino del conocimiento de Dios... L a profecía
implica, de una forma o de otra, una relación entre la eternidad y el tiem-
po»; A . Neher, La esencia del profetismo, Salamanca 1975, 9.
233
ticas se ha unido lo que pudiera llamarse una gracia profé-
tica: para ser mensajero de Dios, el profeta debe hallarse dota-
do de una entera sinceridad y veracidad, y de una vigilancia sin
desmayo en el cumplimiento de su misión. Pueden darse des-
fallecimientos, pero n o se nos habla de ningún profeta, enviado
auténticamente por Dios, que haya cometido traición. Los «fal-
sos profetas» son tales desde su origen, ya se amparen detrás
de subterfugios humanos, ya cedan a ilusiones a que les arras-
tra el culto de «falsos dioses». L a m a n o de Dios se halla siempre
al lado del profeta para protegerle del error.
El pensamiento musulmán tradicional insiste en esta pro-
tección divina hasta hacer de ella u n privilegio de impecabi-
lidad ('isma) : para el tiempo de la misión, dicen las opiniones
más «seguras»; desde el nacimiento hasta la muerte, afirman
algunos 7 . Según el Islam, el profeta se halla, pues, inmune de
las debilidades mayores de la condición h u m a n a ; así se justi-
fica a los ojos de los doctores la veneración con que la piedad
popular envuelve al profeta y de m o d o eminente a M a h o m a .
Dios interviene visiblemente a través de sus enviados en la
historia terrestre. Si el profeta predice, es la prueba de que se
ha vencido la irreversibilidad ineludible del pasado, del pre-
sente y del porvenir. El atestigua la relatividad de este ritmo
continuo, la irrupción, en la trama de la vida diaria, de instantes
de eternidad, que son inconmensurables por el tiempo. Vive en
el tiempo numerado y sucesivo y, a la vez, en u n tiempo espi-
ritual que es la proyección de la eternidad divina en su «dura-
ción que n o dura». Se puede decir que para el profeta una y
otra duración se reencuentran. Ello motiva las expresiones
simbólicas que recalcan el anuncio de sucesos futuros en el
curso de las predicciones y de los avisos. Las «semanas de D a -
niel» (9, 20-27), los «mil años» del Apocalipsis (20, 1-6), la in-
minencia del día del Señor (Jl 1, 15; 2, 1-2), a los que pudiera
añadirse la inminencia de la hora última, aclamada en el Corán
por las suras mequinenses, se refieren a u n tiempo cualitativo,
más verdadero que las sucesiones regulares, medido por la ra-
zón humana, pero que incesantemente desorienta la mente y la
obliga a interpretaciones arbitrariamente precisas.
El profeta se realiza en continua dependencia de la inicia-
tiva divina. Por ello se distingue de m o d o absoluto del m a g o
y del adivino. Estos últimos oyen también transcender el tiem-
po, pero por su propia iniciativa y por el dominio sobre las
234
leyes del cosmos que se esfuerzan por adquirir. Casi siempre, la
reacción primera del profeta es, por el contrario, u n vivo sen-
timiento de temor y, por consiguiente, de humildad, frente al
tremendum divino, frente al m u n d o de lo numinoso que le in-
vade. N o tenemos más que leer en la Biblia la misión de M o i -
sés 8 , la llamada de Samuel o de Isaías, la negativa de Jeremías 9 .
L a palabra de Dios que «cae» sobre el profeta es «pesada»
(thaqtl), dice la tradición musulmana, comentando el versí-
culo del Corán, 73, 5. L a afirmación coránica: «Di: yo n o soy
más que u n mortal semejante a vosotros» (18, 110) resuena co-
m o u n eco de Jeremías (1, 6): « A h , Señor. N o sé hablar. Soy
todavía u n niño».
El profeta está al servicio de la palabra. Dios le segrega de
entre los otros, le consagra y le habilita de este m o d o para c o m u -
nicar a los hombres su mensaje. L a madre de Samuel «se lo da
al Señor todos los días de su vida»10; y Dios dice solemne-
mente a Jeremías (1, 5): «Antes que te formaras en las entra-
ñas maternas te conocí; antes que tú salieses del seno materno
te consagré y te designé para profeta de pueblos». E n esta mis-
m a línea de pensamiento, el Islam pone el acento sobre el «en-
vío» (risä/a) del profeta. L o s mayores profetas, aquellos a los
que Dios destina para ser los legisladores de su pueblo, son sus
apóstoles, sus enviados (rusul). Ser «el enviado de Dios» (rasül
Allah) será para M a h o m a su gran título de honor.
Ahora bien, la palabra de Dios, por ser creadora ex nihilo,
se halla más allá de toda sucesión temporal. Hace el tiempo y lo
domina. «Dios dice...» (primer capitulo del Génesis); «El dice
solamente: "Sea (kun)" y la cosa es» ('Corán 2, 117). Dios crea
por su palabra todo lo existente en este instante de eternidad
que es comienzo absoluto. Desde entonces, cuantas veces di-
rige Dios a los hombres su Palabra por sus profetas, la tierra
y los cielos se abren al instante primero de los orígenes. L a pa-
labra de Dios atraviesa, c o m o acerada espada, la «fisura de los
tiempos», este abismo incapaz de ser medido, en el que se con-
suma la radical alteridad existente entre el Creador y la creatura.
Antes este abismo abierto, el profeta se estremece y se siente
creatura frágil, c o m o u n nombre simple y menesteroso; pero
es c o m o proyectado, por la elección y consagración divinas,
entre esas «fisuras del tiempo», juzga el tiempo numerado por
los hombres y relativiza la duración sucesiva frente al absoluto
del «¡Sea ¡»divino.
8. E x 3, 4-12; 4, 10-17.
9. Cf. 1 Sam 3, 1-18; Is 6, 5 y 29, 11 ; Ter 1, 5-8, etc..
10. 1 Sam 1, 28.
235
Por otra parte, los profetas, al menos al principio de su
misión, no reciben acogida favorable de sus contemporáneos,
pues trastornan las perspectivas habituales de éstos. L a primera
reacción de los hombres, inmersos en lo cotidiano, que comen,
beben y alimentan alegrías y esperanzas terrenas, es la de recha-
zar la dura llamada que Dios les dirige. Cada profeta de los tiem-
pos bíblicos tiene experiencia de ello. H a sido discutido y per-
seguido. «Le son tendidos lazos en todos los caminos y la per-
secución en la casa de su Dios» (Os 9, 8). El texto evangélico
insiste : «Así persiguieron a los profetas que hubo antes de vos-
otros» (Mt 5, 12). Y con más fuerza aún en otro pasaje: «Por
esto dice la sabiduría de Dios: Y o les envío profetas y após-
toles, y ellos los matan y persiguen, para que se le pida cuenta
a esta generación de la sangre de todos los profetas derramada
desde el principio del mundo...» (Le 11, 49-50).
Es en el evangelio donde la suerte trágica de los profetas
es subrayada con mayor fuerza. El Islam retomará el tema. L a
oposición de los habitantes de L a Meca a M a h o m a obliga a
éste a expatriarse (hijra) a Medina. «El profeta está loco, el
inspirado delira», argüían en los tiempos bíblicos sus contra-
rios (Os 9, 7) y a su vez decían los incrédulos de L a M e c a :
«¡Amasijo de sueños que él m i s m o se ha inventado! Es u n
poeta» (Corán 21, 5). Esta es la suerte de todos los Enviados:
ser tratados c o m o impostores11. T o d o profeta, según los teó-
logos del Islam, choca primeramente con la incredulidad de sus
conciudadanos, a los que lanza el «desafío» (tahadoli) del «mila-
gro profético» (mu'ji^a) puta, convencerlos de error. E s esto lo
que permite reconocer a u n auténtico profeta. (Y el «milagro
profético» por excelencia de M a h o m a fue el Corán mismo).
Volveremos después sobre ciertas diferencias de perspectiva
en el judeo-cristianismo y en el Islam por lo que se refiere a la
suerte de los profetas.
Esta oposición que han hallado los enviados de Dios se di-
rige, no tanto al m i s m o Dios, cuanto a la inserción, en el curso
de la historia, de su eternidad, algo inconmensurable por el
tiempo. Los profetas, en efecto, testigos de la presencia de Dios,
rompen de alguna manera el pacto de las causas segundas y de
su secularizante previsión.
236
2. El profeta j el porvenir : líneas judeo-cristianas
237
la Palabra de Dios. S o n bien conocidos los anatemas de los
grandes profetas contra el pueblo «de cora2Ón duro». M a s el »
profeta comparte en su profunda intimidad la miseria de su
pueblo (Jeremías) y n o cesa de interceder por él (Moisés, Isaías,
Jeremías...). Las «naciones» extranjeras son el instrumento de
Dios para castigar a su pueblo ; sin embargo, n o triunfan, por-
que la cólera del Señor caerá, en definitiva, sobre ellas (Deute-
roisaías, Jeremías, Ezequiel). L o s profetas profetizan «contra»
las naciones. N o profetizan contra Israel, sino que le anuncian
el castigo futuro si n o se arrepiente; o proclaman la significa-
ción verdadera del castigo en curso, que es una llamada al
arrepentimiento y a la esperanza. «Vuelve, Israel, vuelve al Se-
ñor, tu Dios, porque caes por tus iniquidades» (Os 14, 2).
Esta interiorización reclamada por el profeta tiene que ver
tanto con las relaciones inter-humanas c o m o con las relaciones
del hombre y Dios. D e aquí esa constante defensa del pobre
y del oprimido, esa constante exigencia de justicia social. El
culto puro a Dios y el amor a toda justicia son una sola y la
misma cosa. «Rasgad vuestros corazones, n o vuestras vesti-
duras, y convertios al Señor, vuestro Dios, que es clemente y
misericordioso» (Jl 2 , 13) 13 . O también: « Y o odio y aborrezco
vuestras solemnidades; vuestras oblaciones. N o las quiero; que
el derecho corra c o m o el agua y la justicia c o m o u n torrente que
no se agota» ( A m 5, 21-24). Y con más insistencia aún en este
pasaje: «¿No sabéis cuál es el ayuno que m e agrada? R o m p e r
las ataduras de iniquidad, deshacer los lazos opresores, dejar
libres a los oprimidos y quebrantar todo yugo; partir tu pan
con el hambriento, albergär al pobre sin abrigo, vestir al que
veas desnudo» (Is 58, 6-7) 14 . El profeta anuncia el futuro;
guía también a su pueblo en el diario caminar. Testifica que está
ya presente u n futuro que debe hacerse sentir progresivamente
en la vida personal y social de los hombres, y contra el cual
no dejan de rezongar y rebelarse los jefes políticos y los falsos
profetas.
D e esta suerte, el profeta bíblico participa todo él en la du-
ración trascendente de Dios y está inserto en lo más profundo
del tiempo y de la continuidad de los tiempos que tejen la
trama de las vidas humanas. Porque esta continuidad de los
tiempos implica ya, en su sentido más íntimo, una proyección
escatológica. N o es que anuncie solamente la venida del Mesías ;
adquiere ya valor mesiánico en la medida en que la «circunci-
238
sión de los corazones»15 permite aceptar el llamamiento de Dios.
El profeta es, ciertamente, el heraldo del porvenir mesiánico;
mas por esto mismo es el centinela (Cusios, quid de node?: Is
21, 11) que vela en las torres de la ciudad para dar al pueblo la
alarma16. Fuera del tiempo, y a la vez, en el tiempo. H a y u n
juicio profético sobre el devenir humano, que implica, sin duda,
una escatología, pero también y directamente una historia.
Aquí existe una distinción entre la visión cristiana de las
cosas y el judaismo post-bíbüco. Según la fe cristiana, el Mesías
ya ha venido en la persona de Jesús de Nazaret. L a preocupa-
ción de los evangelistas es constante en lo que toca a probar
que en él se cumplen las profecías anteriores. El tiempo de los
hombres, al que sólo los anuncios, las amenazas y las promesas
de los mensajeros de Dios daban u n sentido auténtico, queda
c o m o recapitulado en y por la buena nueva de Cristo. L a pro-
mesa se ha cumplido, y «he aquí que el reino de Dios está den-
tro de vosotros» (Le 17, 21). Por m u y larga que sea la continua-
ción de los siglos17, es esta continuación el último tiempo del
m u n d o : antes de que tenga lugar el Apocalipsis de los últimos
días y de la segunda venida de Cristo redentor, esta vez glorio-
samente.
Cristo, muerto y resucitado «por nuestros pecados y por
nuestra salvación», es más que un profeta, según la fe cristiana,
pues es el Verbo encarnado. M a s es también, sobreabundante-
mente, un profeta18. El ha profetizado la ruina de Jerusalén,
los últimos tiempos del m u n d o y su segunda venida. Pertenece
a la duración eterna e increada de Dios. Por otra parte, recibe
en su alma humana los esclarecimientos proféticos, participa-
ciones creadas de la eternidad divina, que hacen de los mensa-
jeros de Dios los portadores de su Palabra. L o s profetas bí-
blicos guiaban el pueblo hacia la edad mesiánica. Esta misión
tiene sufincon la venida de Cristo que es la Palabra eterna, en
el que todo se ha cumplido. « N o penséis que haya venido a
abolir la ley o los profetas: n o he venido a abolir sino a perfec-
cionar» (Mt 5, 17). El espíritu de profecía permanecerá vivo
sobre y en la iglesia de Cristo, y juntamente en todos los res-
catadosfielesa Dios; los tiempos proféticos se han cumplido.
El judaismo posterior n o reconoce a Jesús c o m o Mesías.
D e aquí el que para él los tiempos proféticos continúen abiertos
239
y deben continuar. Ciertas direcciones de la mística judía lo
admiten m u y gustosamente. M a s la ruina del templo y la dis-
persión del pueblo parecen haber creado u n estatuto nuevo en
el que se pediría a Israel que viviera en unafidelidadabsoluta
a la elección y a las prescripciones de la edad bíblica, en espera
de u n Mesías futuro. «El fin de la profecía n o anuncia el fin de
la historia»19.
Después de la destrucción del templo, el judaismo ha entrado
en la edad de las glosas y de los comentarios. El incesante tra-
bajo de sus doctores sobre el texto bíblico n o abre la puerta
a posibles revelaciones nuevas. Para Israel se han cerrado tam-
bién los tiempos proféticos, aunque por otras razones distin-
tas a las del cristianismo. Sin embargo, pensadores modernos,
c o m o E d m o n d Fleg, han querido hacer del pueblo judío c o m o
tal, en su devenir histórico, el Mesías esperado. Su destino en-
tre las naciones, sus sufrimientos sin número y sus esperanzas
nunca abandonadas, adquieren u n valor profético. L a tenta-
ción de sacralizar la historia terrestre en sí misma es en este
caso m u y grande.
Se puede añadir que ciertas tendencias espirituales judías
se retraen, al seguir viviendo en u n tiempo sin sucesos profé-
ticos y c o m o en suspenso; de aquí que el «retorno», proféti-
camente anunciado en otro tiempo n o pueda ser reconocido
c o m o tal sino es asumido en una perspectiva directamente
escatológica.
19. A . Neher, o. c.
20. Estos profetas n o coinciden de hecho con los de la Biblia. El C o -
rán nombra m u y poco a los «profetas» propiamente dichos ; habla más bien
de grandes patriarcas y de reyes.
240
de sus amonestadores. Sin embargo, todas las revelaciones pre-
cedentes son recapituladas y clarificadas por el Corán, porque
M a h o m a es el «sello de los profetas» (khatm al-anbiyä': Corán
33, 40), encargado de transmitir a los hombres la última ense-
ñanza y la última ley religiosa que Dios les otorga.
La raza humana, dejada a sí misma, se disgrega por despreo-
cupación, el olvido, la ignorancia (jähiliyya) de Dios. Se hunde
en una noche a la que traspasan con sus resplandores las m i -
siones de los profetas y enviados. Para triunfar sobre- la noche
de los fatra, sobre los «intervalos», es por lo que Dios, en su
misericordia, hizo de M a h o m a su último enviado; le encargó
establecer «la mejor comunidad que haya surgido jamás entre
los hombres» (Corán 3, 110) y que, divinamente asistida, perdu-
rará,fiela su Palabra, hasta la última Hora. Así pues; esta Pa-
labra, que condensa en forma ardiente y abreviada el testimo-
nio del Islam, la shahäda, es esencialmente la testificación de que
Dios uno y transcendente es Dios y Dios único, y que M a h o m a
es su enviado por excelencia.
Ciertamente, el Corán «abroga» la «ley evangélica», que había
abrogado a su vez la Tora. Abroga a ambas, pero al m i s m o tiem-
po, por esta razón, les devuelve su sentido primero que oscure-
cieron las infidelidades de los judíos y de los cristianos. A decir
verdad, si hay una «historia santa» en el Islam, n o hay una
oeconomia divina, n o hay revelación progresiva. E n su núcleo
más sólido e irrompible, la enseñanza coránica es la reafirma-
ción constante del señorío único y absoluto de Dios. Reactua-
liza, pues, la enseñanza de cada profeta; hace revivir, en su in-
tensidad total, la fe de Abrahán, «amigo de Dios»; hace pre-
sente en el tiempo de los hombres la gran proclamación meta-
histórica del «pacto» (mïthaq) de la preeternidad.
Y a n o se trata de una alianza por libre y mutuo acuerdo,
sino de u n pacto que el altísimo otorga a su creatîira y que lo
graba, cual si fuera u n sello, marca de su pertenencia, sobre el
corazón de todos los hombres. Cuando Dios, en la preeternidad,
antes de la creación de los cuerpos, «sacó una descendencia de
los ríñones de los hijos de A d á n , les obligó a testificar contra
ellos mismos. A la pregunta: " ¿ N o soy yo vuestro Señor?",
ellos respondieron: "Sí, nosotros lo testificamos". Así n o p o -
dréis decir en el día de la resurrección, "nosotros hemos sido
cogidos por sorpresa"» (Corán 7, 172). Las edades que corren
desde la creación del m u n d o hasta la hora última permanecen
cargadas sin duda con el peso de los acontecimientos; pero n o
hallan su significación verdadera más que por estos recuerdos
del pacto primordial. Las prescripciones coránicas n o son tan-
241
16
to u n progreso en la revelación divina cuanto u n esclareci-
miento del pacto, una garantía de la perennidad del pacto, si
la «comunidad del profeta» permanece fiel a ellos.
Desde entonces, estos valores de espera, de esperanza y de
promesa que llevan consigo las nociones bíblicas, se esfuman
ante una presencialidad de fe y de testimonio. E n cierto sentido,
toda revelación profética, toda palabra transmitida a los hombres
por Dios, detiene el tiempo. Se podría decir que en las líneas
judeo-cristianas, el profeta detiene el tiempo en vista de u n fu-
turo a la vez ya presente y porvenir; en el Islam, el profeta
detiene el tiempo por u n retorno inmóvil sobre el instante pri-
mordial que es el del pacto de la preeternidad, el de Abrahán
destruyendo los ídolos, el de M a h o m a expatriándose a Medina
y también el del juicio de la hora última. El profeta bíblico, tes-
tigo de Dios, es testigo también de u n progreso en la historia
de los hombres; el profeta del Islam se presenta c o m o testigo
del único instante (waqt) de eternidad en la que el destino del
hombre es absorbido por la presencia divina.
Esta carencia de dimensión histórica, en el sentido banal
del término, tal vez pudiera explicar la diferente noción de re-
velación para el cristianismo y para el Islam. Según la teología
cristiana, la revelación divina del Espíritu santo se expresa en
y por la libertad del profeta, por las palabras comunicadas a él
y por su estilo propio. E n la teología musulmana, la revela-
ción es la Palabra de Dios, «dictada sobrenaturalmente» 21, que
el profeta n o hace más que repetir fielmente al pie de la letra.
El profeta n o es causa instrumental libre. Por lo m i s m o n o se
puede proponer ninguna cuestión exegética sobre sus fuentes o
sobre su engarce histórico.
El profeta bíblico es el guía y la conciencia de su pueblo.
Desde Saúl y el establecimiento de la realeza, no es forzosa-
mente el jefe'. E n los relatos bíblicos se establece ya una distin-
ción entre lo espiritual y lo temporal, que subrayará aún m á s
el texto de los evangelios. El tiempo de los hombres, detenido
en y por el acto m i s m o de la misión profética, no por esto se
desarrolla menos en el plano de las causas segundas, pues guar-
da su valor de eficiencia. E n el Islam, el profeta, mientras vive,
es por derecho jefe de su Comunidad. Y a hemos visto c ó m o el
Corán insiste también en la oposición e incomprensión que en-
cuentra el profeta al principio de su misión. Pero n o dice c o m o
el evangelio que «los matarán y los perseguirán». Esta posible
242
oposición al enviado de Dios n o debe ser más que transitoria.
M a h o m a debe expatriarse de la M e c a ; pero retorna c o m o ven-
cedor, y vencedor por las armas. El profeta bíblico n o es nunca
un jefe guerrero; el profeta del Islam lo fue. N o podemos vol-
ver sobre la percepción de u n tiempo discontinuo, «una conste-
lación, una "vía láctea" de instantes 22, que valorizaron los teó-
logos musulmanes. Digamos tan sólo que el tiempo profé-
tico y el tiempo discontinuo coinciden aquí; que todo aconteci-
miento puede revestirse de u n valor de intersigno. El tiempo de
la historia humana, con la maraña de las causas segundas que
actúan en él, pierde su naturaleza específica, para venir a ser,
en la parcelación de instantes puntuales, pura manifestación del
mandato (amr) divino. Es ahí, según parece, donde se enraiza
la fusión de lo espiritual y lo temporal, que es propia del Islam.
Otras distinciones podrán actuarse en el curso de esta «de-
mora» ^ post-profética que debe vivir la comunidad en espera
de la hora última. E s característico que, según la mayor parte
de la tradición sunnita, nada ha sido verdaderamente «fijado»
en vida del profeta y por el profeta m i s m o referente a su suce-
sión al frente del estado de Medina. Esta es, tal vez, una de las
notas de mayor oposición shiita que afirma, por el contrario,
la existencia de textos que regulan esta sucesión a favor del
Imam, que debía pertenecer a la familia de M a h o m a . D e he-
cho, el Imam shiita goza de privilegios profetice^; c o m o el
profeta, trasciende el tiempo; por su conocimiento del «sen-
tido oculto» y su total impecabilidad, participa de la ciencia y
de la duración divinas. El duodécimo Imam del shiísmo duo-
décimo M , «desaparecido» (ghä'ib) pero siempre viviente, y que
reaparecerá en los últimos tiempos del m u n d o , adquiere valor
de figura preferencial.
El Islam sunnita n o reconoce tales privilegios al Imán. M a s
también para él el tiempo profético es la realidadrprofunda de
tiempo numerado y sucesivo, en su sucesión de discontinuidad.
El tiempo profético no cesa de tocar tangencialmente la vida
de la comunidad. Proclama u n llamamiento constante a la in-
minencia, no cuantitativamente apreciable, de la hora última,
22. Id., Le temps dans la pensée islamique, en Opera minora II, 606.
Para esta apercepción de u n «tiempo discontinuo», cf. nuestro estudio:
Puntos de vista musulmanes sobre el tiempo y la historia, en Las culturas y el
tiempo, Salamanca 1979.
23. «La noción de duración ha penetrado indirectamente en el pen-
samiento islámico a través de esta idea de "demora"»: L . Massignon,
o. c. I V , 607.
24. Q u e es, desde el siglo X V I , la religión oficial del Islam.
243
en la espera nunca renunciada del Mahdï, el bien dirigido, que
vendrá en nombre del profeta, a guiar la comunidad por la
«vía derecha».
244
de la experiencia del iluminado en el budismo. El iluminado,
el Buda, no es «profeta»; tampoco es el enviado de u n Dios
trascendente. Se halla en la cima de su propia ascensión inte-
rior, y por ella espera la iluminación. L o s sabios inspirados de
la India han percibido intemporalmente el texto sagrado de los
Veda, n o c o m o la palabra de u n Dios vivo y creador, sino
c o m o la expresión de una verdad, cósmica y trans-cósmica a la
vez. Y es la transparencia de u n sí m i s m o del que todas las ca-
lificaciones distintas, que él ponía al nivel de esta «audición»
(sruti), habían sido abolidas.
Se puede decir que la experiencia del yoga, o sus equivalentes
budistas, es una búsqueda de u n más allá de la trama contin-
gente del espacio y del tiempo 29 , en una realización al alcance
de las fuerzas espirituales (meta-espirituales) del hombre,
aunque a contracorriente del m o d o ordinario de conocer. ¿ N o
es esta esperanza de u n más allá del tiempo (y del espacio)
donde se halla el secreto del actual favor de que gozan en occi-
dente el yoga o el zen ? ¿ Y será necesario este rodeo por la gran
cultura de oriente para que los climas monoteístas redescubran
c ó m o el tiempo se quema en la eternidad divina, según dijo
la voz de sus profetas?
Pudiera ser que los ambientes hindú y budista aportaran
la mejor respuesta que el hombre pueda darse a sí m i s m o . El
profeta enviado de Dios aporta la respuesta de Djios. E n los
dos casos, nos hallamos enfrentados con algo que se halla más
allá del tiempo sucesivo (continuo o discontinuo). Pero en el
hinduísmo y en el budismo se trata de una vía de inmanencia
en la que el hombre se autotrasciende a la propia luz del abso-
luto que se halla en él; y el tiempo numerado es abolido en una
duración espiritual e inconmensurable, pero que n o es aún la
eternidad. E n la revelación profética toda iniciativa parte de
Dios, es la eternidad divina que cruza el tiempo denlos hombres
y, en el resplandor de su visita, revela la significación autén-
tica del mismo.
Notaremos, para concluir, que los climas monoteístas cono-
cieron una explicación del profetismo que empalmaría, en cier-
to sentido, con las grandes experiencias del oriente. E s en el
245
área cultural musulmana donde se desarrolla, y bajo influjos
que provienen directamente de Plotino 30 . N o queremos hablar
de la teoría del profetismo que fue la de los faläsifa, los fi-
lósofos helenísticos del Islam, especialmente los faläsifa orien-
tales, Färäbi e Ibn Sinä (Avicena).
Se hallan en la confluencia de la vía de la inmanencia y auto-
trascendencia de las Enneadas y de la enseñanza coránica sobre
el profeta y los profetas. L a conjunción tuvo lugar por y en
su teoría idel conocimiento. Para ellos, el profeta es profeta por
naturaleza. E s u n hombre cuya inteligencia tiene tal lucidez y
la potencia imaginativa, junto con el poder sobre la materia,
posee tal fuerza que será capaz de unirse ya en esta vida al m u n -
do de las inteligencias separadas y de los puros inteligibles.
Recibirá en sí la luz superior, emanada ella también del ser
primero, que es Dios 3 1 . Teniendo en cuenta estas transposi-
ciones monoteístas, estaremos m u y cerca aquí de la «audición»
de los grandes sabios de la India.
D e b e m o s añadir que todo esto se sitúa para los faläsifa en
una visión emanatista del m u n d o , emanación eterna, que pro-
viene necesariamente del ser primero y querida por él32. T o d o
se despliega así en u n determinismo de la existencia en el que el
futuro contingente libre n o tiene algún lugar33. Desde enton-
ces, el profeta ya n o es «un mortal c o m o vosotros», elegido li-
bremente ppr Dios y prevenido de su gracia. E n razón de esto
que es por naturaleza, n o puede dejar de ser profeta, pues tiene
por naturaleza el poder de dar a los hombres la enseñanza que
les es apropiada. Y a n o hay ruptura del tiempo, pues el tiempo,
246
cuya noción es analógica, es eterno. H a y , c o m o en el hinduis-
m o y en el budismo, tránsito de una duración, la de tos seres
corporales, a otra duración (inconmensurable), la del espíritu.
Esta concepción de los faläsifa influyó a veces en la noción
musulmana de profetismo à*; sin embargo, los «reformadores»
estrictos se elevaron contra toda teoría que, bajo pretexto de
honrar al profeta, hacía de él u n super-hombre. El esfuerzo de
Ibn Sïnâ (Avicena) por integrar en su sistema la noción musul-
mana de profetismo fue bien conocida de Maimónides, quien
no quiso aceptarlo. T o m á s de Aquino la ha situado en una lí-
nea llamada de «profetismo natural», que distingue netamente
de la auténtica profecía venida de Dios. Todavía podríamos ha-
llar en Spinoza (¿con Maimónides c o m o intermediario?) u n
eco de las tesis de Färäbi e Ibn Sinä.
N o s hallamos aquí lejos del profeta de los tiempos bíblicos
o del texto coránico. Repitámoslo de nuevo: en la línea de la
enseñanza coránica, tal c o m o la ha expuesto la reflexión musul-
mana, el profeta es el signo de una ruptura operada por la Pala-
bra creadora de Dios en la duración sucesiva y discontinua del
tiempo numerado. El profeta bíblico, y Cristo en tanto que pro-
feta, se halla a la vez en lo más secreto del tiempo de los hombres
y en su línea de ruptura, en los puntos tangenciales del tiempo
y de la eternidad. E s el signo de una presencia trascendental
que libera de su peso muerto a la naturaleza humana y la hace
participar, no por naturaleza sino por gracia, de la eterna ju-
ventud de la «duración que n o dura», que es la duración de
Dios.
247
El gurú, modelo y guía hacia el término
de la evolución humana
Sri Madhava Ashish
248
L afilosofía...es u n término que tuvo en otro tiempo u n sentido
m u c h o más amplio que hoy día y que, bajo el n o m b r e de «filosofía
natural», comprendía todo lo que hoy llamamos ciencia. Poco a
poco, sin embargo, este término ha tomado el sentido más restrin-
gido de especulación sobre la naturaleza final del universo bajo
todos sus aspectos. Ciertamente, a la cuestión «¿Qué es filosofía?»,
un discípulo de Hegel n o respondería de la misma manera que, por
ejemplo, u n Bertrand Russell; pero, de m o d o general, se puede
decir que en Europa lafilosofíaes una especulación sobre el uni-
verso, fundada sobre principios a priori que se admiten y se tienen
por válidos, o bien sobre la observación de hechos, y que cons-
tituye u n intento de comprender el universo por medio de la razón
discursiva.
L o s sistemasfilosóficosclásicos de la India tienen u n punto de par-
tida totalmente distinto. El término sánscrito que se traduce en
general por «filosofía» es darshanam, que significa literalmente «ver».
Y efectivamente, losfilósofosclásicos de la India no parten ni de
principios a priori, ni de observaciones de hechos en el sentido en
que se entiende habitualmente, sino de una experiencia trascenden-
tal que incluye en sí la percepción directa de la verdad sobre la
naturaleza del universo. Esto que se llama en general «filosofía»
es u n intento de proporcionar una explicación lógica y coherente
del m u n d o , percibida de una manera a la vez inteligible y convin-
cente según el temperamento peculiar del que la recibe. E s una
demostración racional de la verdad, percibida por el rishi o «vi-
dente», que va acompañada de la enseñanza de u n método prác-
tico gracias al cual el discípulo podrá llegar poco a poco a la asi-
milación de las verdades que habrían podido ser así demostradas.
Esta exigencia de experiencia directa por parte del maestro y la
posibilidad que tiene el discípulo de tener acceso a una experiencia
análoga es lo que más diferencia a la mayor parte de las filosofías
indias de lasfilosofíaseuropeas. Las filosofías europeas n o ofre-
cen al discípulo ninguna esperanza de poder desembocar en otra
cosa que en la captación intelectual de la verdad. Y a se piense, con
Berkeley, que la pala es una idea que se encuentra en el espíritu
de Dios o, con McTaggart, que es una colonia de almas, el resul-
tado, desde u n plan concreto, es el m i s m o que si se piensa, con el
realista m á s grosero, que n o es m á s que una pala. A l contrario,
cuando el autor de la Bhagavad-Gitä dice que «todo es Vasudeva»
(el espíritu interior), afirma una verdad que piensa que sus oyentes
experimentarán y sobre la cual podrán fundar toda su existencia y
toda su concepción del m u n d o i.
249
es más que una ilusión del psiquismo delirante del individuo en
busca de opio para librarse de la dura realidad de una vida que
se acaba en la muerte, y que la muerte del cuerpo es la muerte
del ser h u m a n o ; si pensamos que el gurú, el sabio, el santo o
el vidente está dominado por el arquetipo del «antiguo hombre
sabio» o que es víctima de una suerte de megalomanía; si, de
hecho, somos groseros realistas y pensamos que cada cosa es
justamente lo que es, sin razón, sin causa, sin propósito, sin
dirección, y que todo lo que se percibe sin la intervención de
los órganos físicos de los sentidos y del cerebro es ipso facto
una alucinación, entonces somos ciegos imbéciles, orgullosos,
obstinados y sectarios, faltos de inteligencia para investigar en
el interior de los misterios más obvios, faltos de humildad para
entender que otros sean capaces de percibir hechos que se nos
escapan y nos sobrepasan y faltos del esfuerzo que se necesita
para libertar nuestro espíritu de ideasfijascon las que nos res-
guardamos del impacto de la realidad.
El carácter experiencial que tienen las percepciones del viden-
te no trastorna tanto nuestras ideasfilosóficascuanto los valores
sobre los cuales fundamos nuestra vida, n o nuestros valores
religiosos, sino valores tales c o m o la opinión que tenemos de
nosotros mismos y la importancia que damos al sentido del
confort. Si llegamos a excitar nuestro espíritu al contacto de
estafilosofía,no es fácil ponerle una etiqueta, calificarla de
«pesimista» u «oscura», para sumergirnos al instante con satis-
facción en la lectura de los semanarios que nos exponen las
soluciones aportadas al problema del m u n d o por la ciencia,
una ciencia que considera incluso el fantasma trivial c o m o u n
fenómeno «no probado».
Esta actitud corriente y completamente inadecuada es hoy
c o m ú n en el m u n d o moderno, que es el que más se beneficia
de la ciencia y, por consiguiente, el que está más expuesto al
materialismo que deriva de ella. Se encuentra qui, cual motivo
de asombro, el reverso de una de las contribuciones más reales
de la ciencia al progreso de la humanidad. Al establecer el valor
del pragmatismo c o m o método aplicado a los dominios de la
experiencia de los sentidos, la ciencia es, en efecto, u n movi-
miento de la historia que ha triunfado de los prejuicios religio-
sos y del pensamiento mitológico. Su antagonista ha sido n o
solamente la religión institucionalizada, revestida de intereses,
la cual durante siglos ha entorpecido y deformado la evolución
del pensamiento, sino también todo el pensamiento primitivo,
mitológico, supersticioso, tal c o m o se le encuentra aún en las
sociedades rurales y tribales. El desarrollo y difusión del m é -
250
todo científico, con sus repercusiones en lafilosofía,han despo-
jado a nuestro pensamiento de una parte de su contenido mítico
y lo han trocado en más práctico. Nosotros planteamos hoy
cuestiones reales y reclamamos respuestas reales. Nuestros es-
píritus no se paran ante las resonancias emocionales de la realidad
religiosa llamada «Dios» o conocida por cualquier otro nombre;
pero en la medida en que preguntamos por algo, preguntamos
por la experiencia directa del ser o del estado de ser que, durante
milenios, ha sido simbolizado por la palabra «Dios», aún en el
caso en que llamemos hoy así a la naturaleza de la realidad.
N o tenemos por qué enorgullecemos de esta capacidad
nueva. El hombre ha buscado y llegado a captar esta experiencia
directa desde que ha habido hombres sobre la tierra. N o había,
entonces, estos dos inconvenientes que tenemos hoy día: nuestra
racionalidad, que oponemos al espíritu objetivamente inde-
mostrable, y la masa de conocimientos científicos que ocultan
nuestra percepción de las propiedades mágicas de la naturaleza.
Evidentemente, lo que ellos veían, lo formulaban en u n len-
guaje que correspondería a su m o d o de pensar, si bien gran
parte de su terminología ya no nos resulta pertinente, al menos
si n o hacemos u n esfuerzo por traducir sus símbolos concretos
en nuestra simbólica abstracta. L a psicología ha dado algunos
pasos en este camino, al descubrir que la psyche «privada de
conciencia» del hombre refinado ha recurrido frecuentemente
al mismo género de mitos y de símbolos que el hombre primi-
tivo. E n otros términos, la facultad de captar directamente el
pensamiento mitológico puede hallarse aletargada en nosotros,
pero n o muerta.
Sería inexacto considerar este desarrollo de lo consciente
simplemente c o m o u n barniz de civilización, aplicado a una
psyche esencialmente primitiva... El hombre que hace una llamada
a lo consciente para comprender y asimilar los elementos pri-
mitivos de la psyche no se vuelve salvaje y no va a huir del m u n d o
para darse a la investigación de una vida simple en u n marco
natural. Viene a ser así más, n o menos, civilizado: más, n o
menos h u m a n o .
Aunque la experiencia mística de la unión haya sido a m e -
nudo u n hecho que se verifica en hombres sin cultura, de origen
campesino o tribal, poco capacitados para expresarse, no es en
m o d o alguno exclusiva de ellos. Algunos de los más grandes
espíritus de todos los tiempos la han conocido y más de uno
ha logrado interpretarla, aún en el caso de que haya paralizado
la alta elocuencia de alguno de ellos, c o m o T o m á s de Aquino.
Pero esta interpretación estaba en función de la extensión del
251
saber universal de la época, y por esta razón, n o puede satis-
facer hoy día a u n gran número de contemporáneos nuestros
que lamentan, puede ser que m u y sinceramente, sentirse inca-
paces de conciliar las demostraciones de los santos con las de
la ciencia. U n a demostración n o elimina a la otra; pero son
raros los que perciben las discrepancias que existen entre los
hechos y su interpretación, discrepancias que son, a m e n u d o ,
responsables de esta dificultad de armonización. Sobre todo
cuando estas discrepancias se hacen patentes a facultades de
percepción de las que el objetor n o ha aprendido aún a hacer
uso.
A u n q u e los fenómenos que estudia el científico pudieran
ser objetivamente demostrables, éste n o tiene en cuenta m á s
que los aspectos que pueden ser percibidos por los órganos de
los sentidos y excluye de su esquema de referencia los aspectos
interiores o sutiles, a los que, por otra parte, muchos cientí-
ficos niegan su misma existencia. Sus conclusiones, por lo que
toca a la significación de sus descubrimientos, son, pues, im-
perfectas. Y cuando el científico extrapola sus conclusiones
a áreas que rebasan los límites de su disciplina, límites que él
m i s m o se ha impuesto, pueden ser enteramente falsas.
Si esta crítica de la actitud motivada por el método cientí-
fico parece injusta, permítaseme citar u n extracto del análisis
de Claude Alvares, dedicado a la obra de Jacques M o n o d ,
El a^arj la necesidad:
Todos los sistemas que se fundan sobre el animismo, todas las reli-
giones, todas lasfilosofías,se sitúan fuera del conocimiento obje-
tivo, n ofinalista,fuera de la verdad, y son extrañas y, por conse-
cuencia, fundamentalmente hostiles a la ciencia... Nuestros filóso-
fos podrían ser m u y justamente excluidos, pues n o pueden ser ya
durante m á s tiempo intérpretes válidos de la verdad 2 .
252
conocimiento imperfecto o erróneo del m u n d o material, hayan
sido menos inteligentes que nuestros contemporáneos, autores
de tesis igualmente m u y estudiadas, fundadas en un saber menos
erróneo. Del m i s m o m o d o , n o hay motivo alguno para pensar
que la experiencia mística que puede tenerse hoy día es de u n
nivel diferente del de las experiencias pasadas. Pero, c o m o la
atención de la humanidad se dirige hoy hacia la exploración de
la estructura material del universo, la investigación que se preo-
cupa de examinar su naturaleza íntima, ha hecho progresos m e -
nos rápidos. N o hemos aprendido aún a utilizar en el estudio
de los fenómenos menos manipulables del m u n d o interior las
disciplinas intelectuales que utilizamos en la investigación del
m u n d o exterior.
Tan grande ha sido el prestigio del método científico, que
solamente hoy día ha llegado el hombre a conocer los frutos
amargos del materialismo, engendrado por esta mentalidad
científica, que hace sentir una universal necesidad de encontrar
el sentido de la existencia. Si el hombre da la espalda a la eva-
luación estéril de la vida, motivada por las extrapolaciones in-
justificables de la ciencia, puede creerse que llegaremos a ver
en este campo u n desarrollo que conducirá a una revaloriza-
ción de la experiencia mística con prolongaciones que pueden
extenderse hasta el campo de la ética social. Estos efectos c o m -
pensarán hasta cierto punto la decadencia de la antigua ética
religiosa que se ha producido cuando el empirismo científico
ha suplantado al pensamiento mitológico y supersticioso. Pero
para ello es necesario que esta reinterpretación de la existencia
sea una renovación de los valores eternos de la vida fundada
en una experiencia mística directa. Ningún refrito, preparado
por u n concilio ecuménico, podría aportar u n cambio verda-
dero. Para los adeptos a la experiencia mística, la acumulación
actual de conocimientos relativos al universo material constitui-
rá una base real de datos con los cuales será necesario conciliar
sus percepciones igualmente reales.
L a psyche humana n o puede tolerar indefinidamente el que
nosotros agotemos tal o cual punto de vista parcial que contra-
ría su exigencia de unidad. Es posible que continuemos acu-
mulando conocimientos sobre el m u n d o material; pero la sed
de conocimiento total que se halla en el corazón del hombre
exige que se mantenga el equilibrio entre el conocimiento de la
esencia y el de la existencia.
E n la hora actual, el m u n d o se divide en dos grupos por lo
que se refiere a la concepción del m u n d o : el científico y el reli-
gioso. H a y quienes piensan que la realidad es material y que
253
todo puede reducirse a sistemas de energía, objetivamente m e n -
surables, y hay quienes admiten la supremacía de la conciencia,
el carácter autónomo de la psyche y la existencia de una realidad
no material. Cada grupo denigra al otro, convencidos ambos de
que si uno tiene razón, el otro no la tiene. Ahora bien, los dos
puntos de vista emanan de la misma psyche humana y, aunque
el progreso del pensamiento se haya caracterizado, o haya sido
favorecido, por las oscilaciones entre estos dos extremos, la
misma psyché humana exige que estos extremos se concilien
y se fusionen en el seno de la totalidad a la que ella aspira.
Esta aparente digresión que acabamos de hacer sobre la
oposición entre religión y ciencia n o nos aleja en realidad de
nuestro tema, porque esta oposición determina la actitud del
m u n d o respecto del vidente en cuanto gurú o maestro espiritual
y, por consiguiente, la opinión que se hace de su utilidad prác-
tica respecto de su estatuto verdadero. Para quienes piensan
que la realidad no es más que lo que se percibe por los órganos
físicos de los sentidos, el vidente es u n anacronismo, u n pro-
veedor de ilusiones arcaicas. Para el pueblo religioso c o m ú n ,
es el santo de su religión que proclama los dogmas de su fe,
que son los únicos válidos a sus ojos.
L a actitud india respecto del mahätmä, sabio, santo o vi-
dente, es la de toda sociedad predominantemente campesina.
El hindú conoce ya al mahätmä por ser algo familiar a la tradi-
ción de su cultura, y puede conocerlo también en la vida real.
H a y ocasiones que motivan el que la experiencia mística sea
menos rara en los pueblos cuyas enseñanzas y costumbres se
hallan impregnadas del sentimiento de la divinidad inmanente
que en aquellos otros en los que la educación les induce a verlo
todo c o m o una realidad grosera y exclusivamente material.
Se enseña al hindú que el mahätmä es la encarnación del cono-
cimiento supremo, trascendental, y que la adquisición de este
conocimiento es la ambición más grande y más noble de la
existencia, una ambiciónfijadadesde el comienzo c o m o el fin
último de la humanidad de todos los hombres. L o venera, por
consiguiente, con u n sentimiento religioso, hecho de admira-
ción y de temor. Admiración porque el mahätmä es u n perso-
naje sobrenatural, dotado de poderes mágicos, cuya bendición
cubre de todo mal y cuyas enseñanzas prometen lo que de otro
m o d o podría ser interpretado c o m o huida o c o m o trascendencia
del sufrimiento. Su conocimiento es esencial y, por consiguien-
te, superior a cualquier otro conocimiento relativo a las reali-
dades temporales. Se halla exento de todo deseo, liberado de
tener que renacer; ni busca ganancias, ni teme pérdidas. M a s ,
254
por otra parte, se teme al mahätmä porque, estando unido al
espíritu universal, se sitúa fuera de las castas, de las religiones,
de las razas y, en general, de toda presión social, lo cual hace
que aparezca c o m o una amenaza a los ojos de sus conciuda-
danos, que apoyan su seguridad en el orden establecido.
Cada mahätmä, tal c o m o aparece de ordinario, encarna la
fuente eterna del dharma, o código de conducta sagrada, institui-
do desde tiempo inmemorial por los dioses, los sabios y los pro-
fetas, a fin de reflejar en el m u n d o la divina armonía del ser.
E n el contexto del pensamiento mitológico, el mahätmä apa-
rece, pues, c o m o la repetición de u n eterno comienzo y, por
esta razón, se tiende a indentificarlo con uno de los dioses eter-
nos o con uno de los sabios de la antigüedad mítica. Esta es la
razón por la cual algunos hombres de alta espiritualidad, a quie-
nes su experiencia exterior ha liberado del condicionamiento del
pensamiento impuesto por su sociedad, son erigidos en mitos
por sus adeptos, que se hacen de ellos una imagen pública
conforme a u n molde cultural reconocido. Por otra partey h o m -
bres provistos de una experiencia igualmente válida, pero que no
se han emancipado de las leyes del código social, adoptan por
sí mismos el comportamiento que su cultura exige del vidente.
¿Qué es entonces el vidente? Para responder a esta cuestión
es menester volverse a las interpretaciones que los videntes han
intentado dar de su visión «inefable» y tratar de ofrecer nos-
otros mismos una que corresponda a nuestra comprensión
actual del m u n d o .
L a conciencia y el deseo de ser conscientes son inseparables.
El que es, desea ser. Pero, anteriormente a la manifestación de
un cosmos, la conciencia difusa del ser no manifestado no puede
tener u n conocimiento personalizado del contenido del ser.
Bajo el impulso de su propio deseo y partiendo de las energías
de este deseo, el ser en su naturaleza íntima se constituye pri-
meramente en elementos individualizados del m u n d o de los
átomos. Sobre esta base, elabora formas que serán vehículo de
m o d o s de conciencia cada vez más elevados. Finalmente, bajo
su forma más elevada y compleja, que es el hombre, el ser ob-
tiene una intensidad de conciencia individualizada que le per-
mite tener a la vez el conocimiento personalizado de las propie-
dades inherentes a su naturaleza y el conocimiento de su estado
de unidad primitiva, fuente de toda energía, de toda forma y de
toda conciencia.
El deseo de conocerse, asociado inherentemente a la con-
ciencia, es el motor que determina la evolución de las formas.
Arrastra a todas las creaturas por el camino del deseo y, para
255
concluir, exhorta al hombre a despojarse de su individualidad
separada y a cerrar el ciclo de la creación que comienza y acaba
en la unidad, unidad que el Vedänta de Shankaracharya describe
c o m o «lo que n o es dos», es decir, lo que n o está separado.
Habiendo exteriorizado sus propias cualidades en las formas di-
ferenciales del universo visible por medio de su conciencia
extravertida manifestada en sus creaturas, el espíritu conoce
primeramente sus propiedades en la existencia, después, al rea-
lizar una vuelta hacia sí en el hombre, redescubre su esencia
indiferenciada. El ciclo se ha cerrado. L a evolución llega a su
término. Así, la experiencia espiritual es el término natural y
lógico del movimiento de progresión en el seno de la concien-
cia por la que el esfuerzo divino alcanza su fin. Por sus creatu-
ras, que llegan a individualizarse en el hombre, la conciencia
universal llega a percibir la esencia de su propia naturaleza.
E n la visión unitiva, el vidente llega a experimentar la iden-
tidad de lo individual y de lo universal, a los que percibe c o m o
una realidad de u n valor eterno, que engloba todo el ser. Esta
identidad no viene a ser u n logro del vidente, sino que existe
sin más. L o que se manifiesta, o mejor dicho, lo que se des-
arrolla en el vidente, es su facultad de percibir la identidad. E n
este contexto parece un sinsentido el que u n individuo n o pueda
alcanzar jamás alguna cosa. El espíritu alza al hombre, que le
sirve de vehículo, de su propio ser y, a través de este vehículo,
llega a tener el doble conocimiento de las cualidades que ha
hecho manifiestas para sí m i s m o y del ser indiferenciado y n o
manifestado en quien residen todas las cualidades. Nuestra
vida es su vida, nuestra conciencia su conciencia, nuestro deseo
de vivir, de hacer experiencias y de conocer, su deseo. Y es
esto lo que impele al hombre a volverse hacia el interior a fin
de decubrise él m i s m o en el motivo del universo entero, u n
motivo que parece ser tan inherente a la naturaleza del ser c o m o
la conciencia misma.
Los videntes que tienen la experiencia de la visión uni-
tiva con el ser se hallan instalados en el centro inmóvil de la
rueda del m u n d o . L o real inmutable, que constituye la esencia
de su ser, existía antes que todo, existe ahora y existirá para
siempre después que todas las cosas hayan dejado de existir.
E n ellos se confunden el pasado, el presente y el futuro en una
simultaneidad eterna, una simultaneidad que n o se verá afec-
tada por la negación einsteiniana de la simultaneidad temporal,
porque no tiene nada que ver con la percepción «simultánea»
de los objetos por los órganos de los sentidos. L o que en los
videntes se halla en el centro, se halla permanentemente allí
256
en virtud de su naturaleza: los m u n d o s de las formas «evolu-
cionan», no hacia el exterior sino hacia el interior, envolvien-
do, encerrando e incluyendo el eterno reposo, stasis, dentro
del círculo del tiempo. E s por esto por lo que, en el seno del
ser, el vidente anuda la eternidad al tiempo, los vincula a la
conciencia plena y constante que la sucesión de los aconteci-
mientos temporales haceflotarsobre el océano de la eternidad.
Es este el contexto en el que el vidente, en cuanto gurú o
maestro, es considerado en el marco de estos estudios sobre
lafilosofíay el tiempo. El muestra el camino que lleva del tiempo
a la eternidad, atrayendo a los otros hombres hacia él, c o m o si
lo eterno en él llamara a lo eterno en los otros. N o intenta per-
suadir a los demás, con celo de misionero, del valor de su m e n -
saje. El mismo es su mensaje. Quien se le asemeja se le une, y
cuantos se hallan suficientemente próximos a lo eterno, n o pue-
den dejar de ser atraídos por lo eternal que habla en ellos.
D e todo lo que precede se deduce con claridad que el hin-
dú identifica al gurú con Dios, ya sea porque vea en él el indi-
viduo particular cuya espiritualidad permite al espíritu adqui-
rir u n conocimiento pleno y n o ilusorio de su propia natura-
leza, o por las posibilidades latentes de cada u n o de nosotros
que, al realizarse, conducirán al m i s m o espíritu a completar
su propio conocimiento.
Finalmente, c o m o a cualquier otro elemento o facultad no in-
tregrados en la psyché, el espíritu exhorta al individuo a incluir
en su conciencia al guía y, una vez que este se ha integrado,
viene a ser la capacidad de conocer la naturaleza íntima del
hombre y del cosmos. Antes de que se desarrolle esta facultad
es prácticamente c o m o si no la poseyésemos y, por consiguiente,
no llegamos a tomar conciencia de la misma sino en otro indi-
viduo en la que se manifiesta.
Cuando se dice que el espíritu, y n o el individuo, alcanza su
propio fin, se puede dar la impresión de estar negando impor-
tancia a la persona y a los valores personales. E s verdad que la
conciencia universal e indiferenciada es tan difusa que parece
impersonal. Pero si la personalidad n o se halla arraigada en
ella, c o m o una cualidad inherente, n o podría darse la persona
en el hombre. Por «persona», n o entendemos los aspectos nega-
tivos, procedentes del comportamiento, que se dan a esta
palabra cuando se habla del culto a la personalidad. Entendemos
con esta palabra la cálida y viviente realidad del hombre que
oculta detrás de esta máscara su espíritu íntimo. Cuando esta
persona, cuando este espíritu íntimo expansiona al m á x i m o sus
posibilidades y llega a conocer la esencia de su naturaleza, n o
257
17
es menos h u m a n o , sino m á s plenamente h u m a n o . El conoci-
miento que posee, la experiencia que tiene de la unidad actual
del ser, engendran la compasión, ese «sentimiento de comunión»,
inherente a una unidad que se expresa ella misma en todas sus
partes. Cuando dirige su atención hacia la fuente de su ser, los
objetos físicos que perciben sus sentidos se mezclan y se des-
vanecen ante su visión, mientras que él se mantiene en este mis-
m o vacío intemporal en el que pasado, presente y porvenir
coexisten inseparablemente. D e este «vacío» han salido todos los
m u n d o s , en él moran y a él volverán a ser reabsorbidos, c o m o
lo son ahora precisamente para la mirada del vidente. Sin e m -
bargo, cuando el vidente se vuelve de nuevo hacia el exterior
y toma conciencia de los m u n d o s de la forma, la mirada que
dirige al m u n d o es la de u n individuo limitado por sus carac-
terísticas psicosomáticas, por accidentes de nacimiento, educa-
ción, capacidad intelectual, experiencia vivida, condiciona-
miento cultural y extensión del saber de la época. Y lo que es
más, la sociedad en que vive puede ejercer presiones para hacerle
modificar su mensaje. E n las sociedades cristianas e islámicas de
la antigüedad, se ha martirizado a los profetas a causa de que las
verdades de su experiencia se consideraban heréticas. L o s sa-
bios indios han tenido mejor suerte. El código impone en la
India presiones sociales, pero la mente puede vagar libremente.
U n comportamiento que le es contrario se tolera si el individuo
se separa del orden social, para vivir c o m o mendigo ambulante.
E s posible que este liberalismo haya dado pie a una prolifera-
ción anárquica de opiniones, de las que n o todas se hallaban
fundadas en la experiencia; pero, en desquite, ha permitido con-
servar relativamente exentas de deformaciones, que van anejas
a las presiones religiosas, las interpretaciones de la experiencia
mística. Todas estas restricciones limitan la interpretación que
el sabio da de su visión interior, del mismo m o d o que limitan
nuestra interpretación de lo que vemos en el m u n d o exterior.
Sin embargo, a pesar de estas diferencias de interpretación, la
analogía fundamental de las experiencias místicas de numerosos
sabios parece evidente.
U n ejemplo de esta limitación puede brindárnoslo la vida
de Balck Elk, u n vidente de la tribu norteamericana de los
sioux que tuvo una notable visión cuando tenía nueve años,
pero le fue necesario esperar, para sacar partido de ella, a que
hombres de más edad y que poseían una experiencia análoga,
le ayudaran a traducirla a u n ritual conforme con los demás
rituales de la misma tribu.
258
Otro ejemplo nos lo ofrece el relato de la vida de Sri R a m a n a
Maharshi, mahätmä del sur de la India, que tuvo también una
experiencia mística en su adolescencia. Después de esta ilumi-
nación, permaneció silencioso algunos años en una gruta. Duran-
te este tiempo, un grupo de adeptos, ya adoctrinados, se reunían
a m e n u d o en la gruta, donde discutían sobrefilosofíavedántka.
Según u n o de ellos, cuando el maharshi rompía el silencio y
se ponía a enseñar, lo hacía en los términos mismos del advaita
ortodoxo, del que había oído discutir en su presencia. N i este
hombre, ni otras personas, entre las que se halla quien esto
escribe, que ha tenido la fortuna de encontrar al maharshi, n o
pueden poner en duda que fue u n mahätmä. E n realidad,
entonces que era joven le faltaba u n esquema conceptual que
le hubiera permitido hablar de su experiencia. Este esquema
lo encontró satisfactoriamente en lafilosofíaadvaita, cuando
oyó discutir sobre ella.
A estos místicos, sean antiguos o contemporáneos, hinduis-
tas, budistas, musulmanes, cristianos o lo que se quiera, en fran-
quía o n o respecto de las vigencias sociales, les debemos todo
lo que hay de valioso en las enseñanzasfilosóficasy religiosas
del m u n d o . Ellos han «visto» lo único, la verdad intemporal
que funda el valor de todas las verdades inferiores y contin-
gentes de este m u n d o .
L a importancia del vidente sobrepasa infinitamente el lu-
gar que ocupa en su cultura local, porque, a causa de la experien-
cia que tiene de la unidad trascendental de donde fluye todo el
ser, representa el fin de todas las religiones, el término de la evo-
lución y la perfección humana. El n o es solamente el santo de
una religión particular: las diferencias que pueden presentar
el mahätmä hindú, el wali musulmán, el arhat budista y el san-
to cristiano son puramente accidentales respecto de su iden-
tidad fundamental. Todos los videntes n o son más que uno y
una es su visión. Sus formas temporales pueden ser diferentes,
pero en su esencia son iguales.
Así pues, la situación mítica que ocupa el vidente en el mar-
co sacral de su cultura n o incide sobre el valor de su experien-
cia mística y de su conocimiento metafísico, ni sobre la impor-
tancia que tiene para su propia sociedad y el m u n d o en general.
Cuando hablamos de su importancia esencial, lo consideramos
c o m o u n fenómeno universal más que local. N o es u n simple
visionario, c o m o cuando se habla de un individuo dotado de
clarividencia. El «ve» y tiene la experiencia de la unidad esen-
cial de todas las cosas, e integra este conocimiento en su ser,
de tal suerte que, en cierto sentido, vive en y de la percepción
259
constante de la unidad. El hecho de la unidad constituye su
mensaje; y su enseñanza es el método por el que los hombres
pueden llegar a esta percepción integral.
El vidente es el modelo del fin de la vida, a causa de que se
realiza en él el deseo que tiene de conocerse el ser universal.
Todos los hombres tienen la posibilidad de realizar este deseo,
por la sencilla razón de que todos son u n elemento del uni-
verso, el único que sea capaz de conocer el todo y de percibir
por su propia experiencia su identidad con este todo del ser.
L a enseñanza del vidente consiste en despertar esta capacidad
latente en otro, de la misma manera que u n maestro de escue-
la despierta o «educa» las capacidades intelectuales aún adorme-
cidas en el niño. Si no estuviera dotado de inteligencia, el niño
no podría responder a la enseñanza que se le da. E n general,
no responde más que a u n nivel, que corresponde a la gama
normal de aptitudes del grupo de su edad. Del mismo m o d o ,
los hombres responden a la enseñanza del vidente porque po-
seen en estado latente la capacidad que éste ha sabido des-
arrollar; pero es evidente que ellos comprenderán o interpre-
tarán esta enseñanza a nivel diferente según que sus posibili-
dades se hayan desarrollado m á s o menos.
L a enseñanza profana «suena a verdad» en los oídos de los
hombres cuando concuerda con su capacidad innata de experi-
mentar lo que es verdadero. Pero, c o m o son relativamente p o -
cos los hombres que han hecho algo por desarrollar esta capa-
cidad y c o m o la enseñanza, tanto profana c o m o religiosa, se
halla frecuentemente en desacuerdo con las reglas sociales y
religiosas que se les han inculcado desde su infancia, son raros
los hombres capaces de reconocer la verdadera enseñanza y de
responder a ella. Se les proponen tesis que, para ellos, se hallan
destituidas de fundamento porque no han desarrollado la fa-
cultad de percibirlas y de comprobar su verdad en el ser m i s m o
del maestro. Esto no es obstáculo para que esta facultad exista
y, de manera general, se puede decir que la respuesta interior
a la enseñanza profana se manifiesta m u c h o antes de que la ca-
pacidad del alumno haya alcanzado el grado de desarrollo que
autorice el poder contar con ella c o m o fuente autónoma de di-
rección. Si hacemos aún otra comparación con la educación,
solamente a nivel de la formación universitaria de post-gradua-
dos es posible ver a u n estudiante aplicar a unos estudios li-
bres los métodos que ha aprendido y mostrar de este m o d o
que los ha hecho suyos.
E n el Vinaya Pitaka se dice de Buda que, inmediatamente
después de su iluminación, dudó de la posibilidad de poder
260
transmitir su conocimiento a otro. Cualquiera que tuviera hoy
día una iluminación análoga podría m u y bien experimentar los
mismos temores. L a continuidad, participada y relativamente
estable, de la referencia objetiva, aplica al campo de las percep-
ciones sensoriales, es proclamada c o m o realidad única, mientras
que la experiencia personal es denunciada c o m o subjetiva y,
por su oposición a la experiencia comúnmente compartida,
c o m o irreal e ilusoria. Pocas personas admiten la verdad de
esta afirmación de A . N . Whitehead: «Fuera de la experiencia de
los sujetos, no hay nada, nada, pura y simplemente nada» 3 .
T o d a experiencia es personal. A ú n el m u n d o de la vida co-
tidiana se hace objeto de una observación personal por parte
de cada uno de nosotros y nuestras percepciones están corre-
lacionadas entre sí por u n acuerdo. Esto sucede tan sólo a
causa de que aún es relativamente raro que se conceda el m i s m o
valor a la experiencia unitiva. Para el vidente, es tan indiscuti-
blemente real que n o tiene necesidad de verla confirmada en la
naturaleza. Esta realidad ha sido verificada por los mahätmäs,
los santos, los sabios y los videntes desde tiempo inmemorial,
y continúa siendo verificada. A ú n m á s ; al descubrir nuestra
identidad con el sustrato universal de la conciencia, descubri-
m o s la unidad metafísica que posibilita la partición de los da-
tos objetivos de la experiencia. Si hubiera una pluralidad de
conciencias individuales, n o habría dos que pudieran parti-
cipar de la experiencia pues faltaría la base para construir la
hipótesis que es el fundamento de todo el pensamiento cientí-
fico, a saber, que todos los hombres tienen más o menos la
misma percepción de los fenómenos.
Sin embargo, la experiencia mística n o es algo que se pueda
compartir sin m á s de la misma manera. A u n en el caso en que
dos videntes se reunieran para comparar sus constataciones, n o
sería con la expectativa de encontrar una similitud entre el
contenido objetivo de sus experiencias respectivas. Ellos bus-
carían una concordancia en la significación del conocimiento
directo o simbólico que han adquirido. El contenido visual
o, de m o d o general, el objetivo, que se asocia con frecuencia
a la experiencia unitiva, difiere según el temperamento de los
individuos, su cultura y las nociones religiosas yfilosóficasque
han asimilado. Esta diversidad es inherente a la situación con-
siderada. E n u n campo en el que las formas n o existen, toda
apariencia objetiva es, de hecho, una representación simbólica
de la significación cuya experiencia es pregnante. Y estos sím-
261
bolos son, en cierto sentido, la expresión o la proyección de la
naturaleza del sujeto pensante. Son una interpretación sim-
bólica de la significación, esencialmente sin forma, que reside
en el seno del ser n o manifestado.
El problema se complica cuando el vidente vuelve al estado
«normal» de vigilia y trata de traducir lo que su naturaleza le
ha revelado ya bajo la forma de una interpretación simbólica.
Si esta última posee, al menos, el valor de lo que C . G . Jung
llama los arquetipos del inconsciente colectivo, el valor de la
reinterpretación del vidente dependerá de su aptitud mental
para manejar los símbolos de los conceptos trascendentales y
de la educación de los sistemasfilosóficosque él conozca y a los
que pueda vincular sus percepciones.
Es aquí donde corremos el peligro de chocar contra algunos
obstáculos porque tenemos tendencia a creer que los maestros
espirituales, especialmente aquellos cuya enseñanza se funda
sobre la experiencia, expresan la verdad pura, mientras que ahora
descubrimos que n o dan m á s que interpretaciones. E s u n hecho
al que es necesario resignarse: todas las proposiciones relativas
a la trascendencia son necesariamente interpretaciones simbó-
licas, y una formulación en términos abstractos n o es menos
simbólica que la que emplea símbolos concretos, sin que ex-
prese necesariamente m á s verdad.
E n efecto, las limitaciones de la capacidad intelectual del
vidente y de su aptitud para expresarse de m o d o coherente
plantean, tal vez, m á s poblemas a su discípulo que a él m i s m o .
El vidente puede satisfacerse a m e n u d o con u n vocabulario
que, para él, tiene sentido. Cuando u n vidente hindú habla del
brahman, sabe por experiencia lo que quiere decir esto y m u y
posiblemente n o buscará engañar al oyente que piensa que se
trata de u n concepto específicamente hindú. E n cambio se nos
dice que u n maestro zen ha emprendido u n estudio especial
de lafilosofíapara ayudar a su discípulo *.
L o que el vidente puede decir cuando interpreta su experien-
cia unitiva es en realidad menos importante que él m i s m o porque
lo que da valor a su testimonio es lo que es él. Su cualidad de
vidente n o depende de su cultura, ni siquiera de su aptitud para
formular su experiencia. Ante quien tiene ojos para ver, él
testifica la verdad en su ser. Para los n o iniciados el problema
consiste en saber percibir lo que testifica el vidente. Este es el
problema que se presenta a quien busca u n maestro para rea-
lizar la experiencia unitiva. ¿ C ó m o distinguir entre el charlatán,
262
el erudito, el vidente que tiene una visión psíquica aberrante
y el verdadero vidente?
Todos los sitemas religiosos tienen c o m o norma que las
disciplinas espirituales se ejerzan bajo la dirección de u n maes-
tro autorizado. El hinduismo n o es una excepción; pero consi-
dera al gurú c o m o u n verdadero vidente que ha percibido su
identidad con el espíritu universal y su código prescribe que se
tenga respecto de toda persona aceptada c o m o gurú una ac-
titud por la que se le asemeja al espíritu. D o n d e tales reglas n o
han sido formuladas exclusivamente en interés de la religión
establecida, el principio que está en pos de ellas es válido. Si n o
fuera por la constante seguridad mantenida por el hombre que
ha recorrido este camino antes que nosotros, que se mantiene
a nuestro lado, que afirma, anima y exhorta, ¿quién de nosotros
osaría perderse a fin de encontrarse, c o m o los héroes de epo-
peya? E n una sociedad moderna, n o sacral, los hombres tienen
necesidad de asegurarse de que hay realmente alguna cosa que
descubrir y de que esta aventura no es una locura. Pero, c o m o
al maestro se le toma ordinariamente dentro de u n sistema
socio-religioso y c o m o lo más frecuente es que el discípulo sea
impulsado m á s por u n sentimiento de insatisfación ante la
vida del m u n d o que por u n deseo real de investigación, puede
suceder que hombres reconocidos públicamente c o m o maestros
espirituales no sean u n realidad otra cosa que maestros de una
sabiduría mundana, que poseen u n buen surtido de fórmulas
apropiadas, recogidas en los textos sagrados. Se pueden encon-
trar numerosos hombres caritativos, ascéticos y fervientes, m u y
sabios por lo que se refiere al ser trascendental, pero que n o
tienen de él ningún conocimiento directo. Y hay maestros
profesionales, tanto en India c o m o en otras partes, que se atri-
buyen una cualidad de la que carecen, porque la vestimenta
santa n o garantiza que u n o sea en verdad santo.
Los textos hindúes señalan los signos distintivos del ver-
dadero gurú, algunos de los cuales parecen reservar este estado
a grupos étnicos concretos, dotados de características físicas
particulares, mientras que otros son aplicables a una sociedad
tradicionalista en la que es posible que se prescriba a todo el
que llegue a la visión mística u n m o d o determinado de vestir
y de vivir. Pero c o m o hay muchos grados de visión mística y
c o m o sin haber tenido tal visión se puede m u y bien adoptar
el m o d o de vida que la acompaña, n o existen en realidad signos
exteriores que permitan distinguir al verdadero maestro del
falso o del menos verdadero.
263
El único guía seguro es «el gurú que lo es en su corazón».
Pero nadie puedefiarsede la «voz» de este maestro hasta que
haya aprendido a distinguirla entre las numerosas voces de la
psyché aún no integrada. A menos de hallarnos decididos a des-
pertar en nuestro corazón la capacidad exigida por la experien-
cia que buscamos, nuestro corazón n o responderá y seremos in-
capaces de reconocer si el hombre que manifiesta una aparen-
te santidad habla por lo que ha estudiado o por propia experien-
cia. E n el plano profesional hemos desarrollado u n sentido
m u y fino para detectar si u n hombre sabe de lo que habla. N e -
cesitamos adquirir en este otro campo la misma finura de juicio.
Externamente, el vidente es u n hombre que se halla en vela,
duerme, come y defeca, c o m o todo el m u n d o . A u n q u e haya
derecho a esperar que tenga la madurez emocional de u n h o m -
bre que ha llegado a dominar su propia naturaleza, de ello n o
se sigue el que sus capacidades mentales sean necesariamente
superiores a la media. Si enseña, puede n o decir nada que n o
haya sido dicho y que n o pueda aprenderse en los libros. Nin-
guna característica exterior, ningún signo sensible, ningún fe-
n ó m e n o extraordinario le diferenciará necesariamente del co-
m ú n de los hombres. Exteriormente, se comporta c o m o el
hombre ordinario. Pero internamente es excepcional, porque
ha desarrollado en él una capacidad que en la mayor parte de
nosotros se halla aún latente. El despliegue o la integración
de esta capacidad latente que permite confluir en la conciencia
unitiva constituye la última etapa de la evolución ascendente
de la humanidad. Es la única potencia del ser subsistente que,
integrada en el alma humana, hace posible que salga a la luz
el hombre total, completo o perfecto.
Nuestra meta n o es, sin embargo, lograr esta capacidad de
distinguir los verdaderos videntes de los falsos, sino la de se-
guir la vía del sabio hacia el interior y comprobar por nosotros
mismos si nuestra experiencia corrobora la suya. N o necesi-
tamos dar u n nombre a tal experiencia. T a m p o c o precisamos de
ninguna hipótesisfilosófica,teoría científica o formulación re-
ligiosa. L o único necesario es la decisión y determinación de
volvernos hacia el interior a fin de hacer la experiencia directa
de las raíces del ser o, si se prefiere, de examinar si en nuestro
ser se dan tales raíces de las que pueda brotar esta experiencia.
Si somos algo inteligentes, no necesitamos de ninguna prueba
filosófica para probar o refutar la existencia de Dios. L a evi-
dencia tanto del universo c o m o de la capacidad que tenemos
de percibir las apariencias fenoménicas debería ser suficiente
para justificar cualquier investigación sobre el origen de la con-
264
ciencia por medio de la cual nosotros percibimos. Y c o m o esta
investigación versa sobre la conciencia y n o sobre sus coorde-
nadas materiales, n o hay otra vía para nosotros que volvernos
hacia nosotros mismos. Nuestro cuerpo viene a ser el recinto
de nuestro laboratorio; nuestros sentimientos son una poten-
cia por medio de la cual obramos; nuestros sueños y visiones
son los datos de la experiencia; nuestros pensamientos, las fuer-
zas reguladoras y canalizadoras de la energía. Por lo que toca
a lo que se halla más allá del pensamiento, la conciencia de ser
conscientes llega a ser tanto el objeto y c o m o el sujeto de la
investigación.
Si nos empeñamos en ignorar que recomenzamos una in-
vestigación que ha sido ya hecha con éxito por numerosas per-
sonas antes que nosotros, correremos el riesgo de chocar ante
el primer obstáculo que ha de presentarse a nosotros y que ven-
drá a ser algo semejante al cogito ergo sum de Descartes. Esta
barrera del pensar es el primer umbral que debe franquearse.
Se corresponde con aquellas cosas que se interponen entre la
vigilia y el sueño, entre la vida encarnada y desencarnada, ritos
de transición por los que el hombre debe pasar sólo, privado
momentáneamente hasta del apoyo que le proporciona el co-
nocimiento de su propia identidad.
N o tendría objeto añadir todavía una descripción del ca-
mino que hay que seguir a cuantos existen ya, porque las dife-
fencias entre los individuos motivan tal diversidad de acerca-
mientos que en algún sentido nos hallamos todos en primera
fila, todos somos vanguardistas. Otros hombres han abierto
sendas a través de la jungla de su espíritu; pero nunca nos
hubiéramos introducido anteriormente, por propia iniciativa
por esta vía precisa. Si descubrimos en nuestro paisaje elemen-
tos que semejan a los de ellos, el valor de este encuentro n o se
debe a lo que leemos u oímos en torno al m i s m o ; tan sólo cuen-
ta el placer de una experiencia participada. Por ejemplo, cuando
la mente se halla verdaderamente tranquila, la cualidad de esta
experiencia nos hace comprender por qué el autor de la Srimad
Bhägavata describe las corrientes del Braja, tan «claras c o m o
la mente de u n yogui».
N o tenemos más que seguir las vías del conocimiento inte-
rior para abocar a una experiencia que nos aporta la confirma-
ción de la inmaterialidad de la naturaleza del hombre, y esto
tiene lugar con tal potencia de convicción que las certezas m a -
teriales del hombre n o son a su vista más que pura ignorancia.
Tal cosa n o es, sin embargo, posible mas que por medio de
severas disciplinas. Si gastamos nuestras energías en lo temporal,
265
tendremos que lamentarnos de que nuestra investigación con-
cluya donde debiera comenzar.
Es necesario saber que muchos de los elementos de nuestra
naturaleza se rebelarán, c o m o los marineros de Cristóbal Colón,
contra ese viaje más allá de los confines de lo visible. E igual-
mente, que toda convicción que tengamos no será comparti-
da más que por aquellos que hayan afrontado la misma trave-
sía. Entonces seremos semejantes a individuos dotados de u n
sentido suplementario, que no pueden intercambiar los datos
recogidos más que entre sí mismos. Las personas desprovis-
tas de este sentido rechazarán nuestros datos. N o s tendrán
por alumbrados y nuestra experiencia será calificada c o m o alu-
cinación. M a s aquel que tiene la certeza de su unidad con el to-
do, no puede sentirse jamás verdaderamente solitario.
Incluyendo la coincidencia y lo que C . G . Jung llama la
sincronicidad, hay una armonía del ser que motiva el que, cuan-
do buscamos la respuesta a la cuestión que nos proponemos en
el único lugar donde podemos hallarla, es decir, en ese punto
de convergencia de la conciencia universal que somos nosotros,
las correspondencias exteriores son activadas y vienen hacia
nosotros: libros, personas y otros sucesos múltiples relacio-
nados con nuestra investigación. Nada de esto implica que nos
veamos forzados a buscar información. Se ofrecen siempre oca-
siones que, si son percibidas, aportarán resultados apropiados
a nuestras necesidades. M a s quienes buscan el maestro donde
no conviene, son fácilmente engañados por charlatanes que los
reclaman c o m o a discípulos.
A ú n en el caso en que nuestra buena fortuna nos ponga en
presencia de un hombre en quien presentimos la existencia de
un conocimiento y de una experiencia auténticos, no tenemos
medio alguno para juzgar su calidad real y perderíamos el tiem-
po si intentásemos hacerlo. Con frecuencia ocurre que nuestro
corazón y nuestra mente responden al hombre que nos sobre-
pasa lo justo para hallarse aún a nuestro alcance. Podemos en-
contrar una fuente de inspiración en aquel que ha llegado al
conocimiento supremo; pero, en la práctica, el mejor guía es
con frecuencia el hombre que trabaja aún o que justamente
acaba de conquistar los problemas que nosotros empezamos a
plantearnos.
Nótese que hablamos del corazón y del sentimiento y no
sólo de la mente. El conocimiento experiencial que buscamos
no es una abstracción mental ni una cosa que se pueda poseer,
observar y ordenar para u n examen ulterior. Por su propia
naturaleza, la búsqueda del todo hace una llamada a la totali-
266
dad del ser del investigador. Y los sentimientos son u n ele-
mento importante y a m e n u d o olvidado de esta totalidad.
Si nos ponemos bajo la dirección de u n maestro del cami-
no, n o le pediremos una instrucción religiosa o filosófica,
aunque uno y otra puedan formar parte de la disciplina que se
nos impone. Deseamos seguirle en su viaje interior, participar
en su experiencia y descubrir, c o m o él, la conciencia unitaria
en el seno de la cual se funde nuestra existencia junto con los
otros seres.
Los obstáculos que hemos de encontrar se hallan ocultos en
nuestra propia naturaleza, detrás de las petulantes pretensiones
y opiniones con las que el hombre inmaduro —y es inmaduro
todo el que n o ha realizado la totalidad del ser— trata de en-
mascarar las imperfecciones de su carácter. Estos son obstá-
culos por cuanto todo lo que nos incita a afirmar nuestra indi-
vidualidad nos excluye, por esto m i s m o , de la perfección de la
unidad trascendental. El temor de perdernos, que nos inclina
a apegarnos a los fenómenos exteriores, nos impide, al afirmar
la importancia de la realidad exterior, que percibamos la inte-
rior. Por consiguiente, si el maestro crea situaciones emocio-
nales, en las que nos hallamos implicados, debemos aceptar-
las, porque es con la ayuda de sus propias emociones c o m o
nos demuestra la insuficiencia de las nuestras.
Antes, nosotros mismos pretenderemos disimular nuestra
inmadurez, proyectando nuestros propios defectos sobre el
maestro. Si somos incapaces de comprender lo que pasa en
nosotros, acabaremos por abandonar su enseñanza hasta el
punto de querer buscar u n «mejoD> guía. Y del m i s m o m o d o
que quien se ha casado una vez tiene muchas probabilidades
de volver a hacerlo por los mismos motivos, así también nos-
otros correremos el riesgo de repetir sin cesar este proceso de
entusiasmo inicial, seguido de insatisfacción, porque rehu-
saremos enfrentarnos con nuestros defectos.
Los principios que acabamos de exponer pueden aplicar-
se manifiestamente a la experiencia de la vida corriente. D e b e -
ríamos estar capacitados para ver que el verdadero maestro
es la vida misma. Si somos capaces de aceptar a la vez la crí-
tica racional de nuestros defectos y las demostraciones e m o -
cionales y en apariencia irracionales que nos ofrece u n hombre
a quien respetamos y a m a m o s , sin intento alguno de defen-
dernos o de justificarnos, ni de echar sobre él nuestros defec-
tos, entonces deberíamos ser capaces igualmente de aceptar
la crítica de cualquiera que fuere. L a vida produce situaciones
reales que el maestro imita. El maestro pondera el vigor del
267
fervor, de la lealtad y de la afección del discípulo con las ten-
siones emocionales a las que él lo somete y él puede atenuar
ciertos choques que pudieran ser m u y fuertes. Aparentemente,
la vida procede de u n m o d o más impersonal. Pero si examina-
m o s los golpes que recibimos y las enseñanzas que obtenemos
o podemos obtener, vemos a m e n u d o c ó m o nos han conducido
por el camino de la madurez. Sin embargo, c o m o la mayor
parte de los hombres no conciben ésta más que c o m o una
adaptación superficial a los aspectos prácticos de la existencia,
sucede a menudo que no somos capaces de ver al maestro en la
vida misma sino después de haber adquirido una perspectiva
más justa de las cosas gracias a u n maestro h u m a n o . E n todo
caso, sea el que sea quien nos aplique este método, es en medio
del tumulto de las emociones cuando podemos identificar más
fácilmente esta parte de nuestro ser que permanece intrínse-
camente en calma.
Esta actitud respecto de la experiencia de la vida no es una
ilusión egoísta, fundada sobre la idea de que el universo entero
gira en torno a nosotros, o de que existe para mayor beneficio
de la raza humana. El universo es divino. L a conciencia divina
busca su propia plenitud y la realiza a través del hombre, en el
que alcanza su más alto grado de intensidad. Pero para obtener
esta complexión mental es preciso que el vehículo mental y
emocional h u m a n o llegue a la madurez. E n este sentido actúa
la experiencia de la vida.
H e m o s subrayado la importancia de la experiencia unitiva
porque su realidad es la única garantía de la importancia de
nuestra empresa. Pero si nos ponemos a buscar «una experien-
cia», viciaríamos nuestro intento, porque éste se hallaría ori-
ginado por una actitud egocéntrica y, por consiguiente, disgre-
gadora. E s verdad que ciertas personas tienen una visión des-
lumbrante de la unidad que, a veces, parece que se les ha conce-
dido sin esfuerzo alguno, mientras que otras no la obtienen
más que después de largos años de lucha encarnizada y n o
siempre. Pero pudiera ser que las primeras no asimilaran lo que
han «visto» sino m u c h o tiempo después, mientras que las se-
gundas han ido integrando cada etapa a medida que aparecía.
Si se admite la realidad de la experiencia así c o m o la madurez
y la integridad que exige de nuestra parte, ¿cómo debemos in-
terpretar entonces su significación?
L afilosofíahinduista, según la interpretación c o m ú n que se
hace de ello, concede tal importancia a la experiencia unitiva
que la más alta meta del hombre se halla en la pérdida de lo in-
dividual en el seno de lo universal. Sin embargo, la filosofía
268
del budismo, que es también india, aunque niega toda super-
vivencia de algo que pueda ser considerado de carácter perso-
nal, ofrece la opción de otra meta en su doctrina del Bodhisattva.
Esta meta consiste en que el individuo se niega a disolverse
enteramente en la unidad trascendental, retiene la existencia
espiritual individual por compasión hacia el sufrimiento de
todas las creaturas.
Y mientras que el Advaita Vedänta de Shankaracharya, con-
siderado generalmente c o m o la doctrina más representativa y
más influyente de lafilosofíahinduista, exalta la realidad n o
manifiesta y trascendental en menoscabo del universo manifies-
to al que declara ilusorio. Nagarjuna, de la escuela Madhyamika
del budismo, declara que «no hay ninguna diferencia entre el
Nirvana y el Samsara», lo cual quiere decir que el absoluto n o
manifestado y los m u n d o s de la forma son de la misma natu-
raleza.
Al analizar estas doctrinas, n o nos corresponde sostener o
contradecir los sitemas religiosos que las defienden. Las evo-
camos, n o para ilustrar el pensamiento religioso, sino para
mostrar las diversas interpretaciones que nos ofrecen hombres
diferentes, fundados en una experiencia que es esencialmente la
misma. Estas dosfilosofíasrepresentan diversos m o d o s de
percepción de una única verdad. Y por nuestra parte debemos
tener la honestidad de admitir que la última verdad pudiera n o
ser susceptible de una evaluación definitiva. T a n sólo se puede
afirmar con certeza que ella es la unidad fundamental del ser,
fuente de todos los valores. L o cual podría expresarse, vol-
viendo a retomar la fórmula de u n viejo sufí indio, quien res-
pondió a la cuestión «qué es la verdad», de la siguiente manera :
«Es m u y simple. L o que a partir de dos hace uno, es verdadero.
L o que a partir de uno hace dos, es falso».
A juzgar por la actitud de los videntes respecto de sus pro-
pias percepciones, parece que nos hallamos en presencia, n o
tanto de dos interpretaciones diferentes de una misma verdad,
una de las cuales es necesariamente menos verdadera que la
otra, cuanto ante la noción misma de una dualidad de interpre-
tación, cada una de las cuales, si se la admite, conduce a resul-
tados diferentes. Todos los videntes están de acuerdo en decir
que es posible penetrar en la unidad y que el individuo que pe-
netra n o se pierde jamás. Según el testimonio de los videntes
que han llegado a este estado, tal aniquilación estaría acompa-
ñada, según parece, de u n sentimiento de plena beatitud. Sea
c o m o fuere, esta aniquilación en el seno del ser invisible, del
que brotan todas las cosas, es el término inevitable de toda
269
existencia. Pero el hecho de que la conciencia divina goce en
su unidad e incluya en este goce al individuo, motiva el riesgo
mientras n o hayamos alcanzado este estado de trascendencia,
de n o compensar suficientemente a nuestros ojos nuestra en-
trega a u n proceso constantemente renovado, y aparentemente
vano, de autocreación seguida de autodestrucción.
A u n q u e a cada individuo que llega a la aniquilación total
le sea dado sentir en u n cierto m o m e n t o que participa en la
plenitud cósmica que se realiza a través de él, ello será al pre-
cio de su aniquilamiento inmediato. E n efecto, no subsistirá
nada de la persona individual y la conciencia universal perderá
este punto de convergencia con la experiencia individual que
le había permitido llegar al conocimiento de sí m i s m o que bus-
caba. Este resultado de la experiencia y la tendencia a negar
el m u n d o que la ha hecho posible parece que hacen u n sinsen-
tido del esfuerzo, aparentemente inmenso, que ha elevado al
ser existente hasta este punto en el que el individuo se hace
capaz de lograr tal intensidad de conciencia y de concentra-
ción en el esfuerzo orientado que puede tener lugar la nega-
ción del cosmos y de sí m i s m o .
A u n q u e todos los videntes aceptan la realidad de esta ani-
quilación, no todos la consideran c o m o la única vía, ni siquie-
ra c o m o la más alta. L a doctrina del Bodhisattva, que enseña que
los hombres pueden pararse en el umbral de la unidad absoluta
en beneficio de la humanidad que sufre, tiene sus equivalentes
en todos los sistemas religioso. Según esta doctrina, la aniqui-
lación es el fin supremo que proporciona al que participa de
ella la mayor felicidad, y abstenerse de alcanzarla en u n sacri-
ficio cumplido por compasión, una compasión que n o tiene na-
da que ver con el deseo sentimental de hacer el bien, sino que
nace de la perfección misma de la unidad esencial de todas
las cosas. Y sin embargo, ciertos videntes llegan hasta criti-
carla. Tachando de beatitud egoísta esta aniquilación de sí mis-
m o en el seno del infinito, prefieren c o m o fin supremo una as-
cesis menos rigurosa. Su razonamiento para tal preferencia es
simple: por la alta espiritualidad del individuo, el espíritu uni-
versal alcanza su meta que es el conocimiento de sí m i s m o .
Ahora bien, si el individuo se aniquila totalmente en el seno del
ser, esta meta se pierde en el m i s m o m o m e n t o en que se rea-
liza y el esfuerzo universal se halla viciado. A l contrario, si el
individuo renuncia a aniquilarse, el espíritu conserva en su
ser el conocimiento de él m i s m o . E n efecto; del m i s m o m o d o
que el espíritu invisible tiene necesidad de manifestarse para
conocer sus atributos inherentes, también tiene necesidad de
270
que este conocimiento esencial more en formas individuales
para que éste subsista, y que estos dos aspectos se confundan
para n o hacer más que uno.
El vidente que proclama una ascesis menos ruda c o m o meta
suprema n o lo hace para protegerse o protegernos contra el
aparente rigor de la aniquilación, del m i s m o m o d o que n o es
guiado por u n anhelo egoísta de conservación. Sólo el esfuerzo
pro trascenderse puede hacer que consigamos una y otra meta,
y sólo la abnegación propia del amor permite renunciar a la
fuerza de atracción unificadora del ser trascendente, que es
experimentada c o m o amor-deseo. E n efecto, tal abnegación n o
es el sacrificio de la meta suprema, sino, por el contrario, el
sacrificio final de la motivación del J Ö . El vidente que llega a
este estado, no es ya, en cierto sentido, u n individuo separado.
L a luz de la conciencia universal brilla, sin obstrucciones, a
través del vehículo de su propia forma.
Esta concepción dual de la meta que puede ser alcanzada
pudiera explicar, según parece, el que se constaten en los vi-
dentes dos actitudes manifiestamente diferentes respecto del
m u n d o : la de aquellos que sacrifican la beatitud que va aneja
a la aniquilación personal, al aceptar en general los vínculos y
las responsabilidades de los afectos de aquí abajo, mientras que
otros, en general, las rechazan.
Los mitos, el folklore, las enseñanzas de las religiones, la
experiencia viva de los seres que se consagran a esta actitud,
los testimonios de los propios videntes, todo esto atestigua la
existencia real de grandes hombres que, m u c h o tiempo después
de su muerte física, continúan viviendo y guiando a los otros.
Quien se haya aventurado a ir lejos en este camino n o verá
en ellos encarnaciones ilusorias del arquetipo del «viejo sabio»,
c o m o aparentemente querría hacerlo la escuela de C . G . Jung.
C o m o tampoco quien haya encontrado u n vidente de carne y
hueso lo tendrá nunca por u n hombre obnubilado por este
arquetipo.
Quienquiera que se comprometa con toda la seriedad p o -
sible en este camino se verá forzado a aceptar la realidad obje-
tiva de los planos sutiles del ser, planos que constituyen a la
vez los reinos de la existencia después de la muerte y los ele-
mentos menos perceptibles de la existencia física encarnada.
Cuando se hace abstracción de los órganos de los sentidos, se
constata infaliblemente que las facultades de percepción re-
gistran fenómenos de otra naturaleza. Y aunque los datos re-
gistrados por los órganos de los sentidos n o sean seguros en la
medida en que tienden a mezclarse en el contenido proyectado
271
en la psyché «inconsciente» del vidente, lo entresacado del aná-
lisis nos ofrece, n o obstante, la prueba suficiente de una expe-
riencia participada, análoga a aquella que sirve de criterio de
la realidad en la percepción del m u n d o por los órganos de los
sentidos. A d e m á s , cualquiera que se tome la molestia puede
darse cuenta de m o d o suficiente de los efectos físicos y psicoló-
gicos producidos por hombres desencarnados, cuya influencia
incide en el m u n d o físico, para convencerse de que no se trata
de ninguna alucinación colectiva, ni de una simple manifes-
tación del inconsciente colectivo.
El vidente ha pasado a través de los campos de este uni-
verso y, si bien puede desalentar nuestras fantasías egoístas en
orden a desarrollar y a explotar estos poderes psíquicos, conoce
el valor de la experiencia paranormal que hace flaquear nuestra
mentalidad ordinariamente materialista. N o s introduce por u n
camino en el que, si n o se produce nunca nada inhabitual, p o -
demos dudar justamente tanto de nuestro progreso cuanto de
la eficacia del método que practicamos.
Los efectos de la experiencia mística n o se limitan al indi-
viduo que la experimenta. Ella viene a ser la fuente de toda una
filosofía que afirma que la vida solamente tiene sentido y una
meta precisa cuando la dirección de los sucesos a lo largo de
la dimensión temporal se halla ligada a la significación que re-
visten en la dimensión de la eternidad.
H e m o s dicho que el vidente era el modelo de la meta de la
vida y la suma de la perfección humana, y el m i s m o tiempo
hemos trazado de él un diorema del que no se excluyen hombres
de inteligencia media, incapaces de expresarse debidamente.
Ahora, si se admite que puede haber cualidades humanas más
importantes que la brillantez del espíritu, es difícil aceptar una
definición de la perfección humana que se halle exenta de u n
lustre visible. Si es verdad que el ojo h u m a n o es una ventana
abierta en el alma por la que ésta se irradia al exterior, es la
lengua, sin embargo, la que revela o traiciona nuestras m á s
nobles cualidades humanas. A los ojos de los n o iniciados,
un diamante en bruto puede pasar desapercibido. Basta, con
todo, tallar una sola faceta para que aparezcan sus cualidades
de piedra preciosa. Pero tan sólo cuando se hayan tallado y pu-
limentado u n gran número por una m a n o experta mostrará
el diamente toda su belleza y esplendor. N o obstante, hay que
decir que u n sólo diamante, aun n o tallado, tiene más valor
que u n vidrio perfectamente pulimentado. Del mismo m o d o ,
u n solo vidente verdadero, por poco hábil que sea en su m o d o
272
de expresarse, tiene más valor que todos los prelados del m u n -
do, hablando u n lenguaje refinado.
C o m o lo indica la analogía propuesta, pueden darse en reali-
dad videntes que tengan más o menos desarrolladas las face-
tas de su personalidad. Pero es necesario desconfiar de fanta-
sías a este respecto. Antes de ponerse a buscar u n vidente de
facetas brillantes, es necesario aprender a distinguir el diamante
del vidrio.
Cuando la conciencia divina adquiere el conocimiento de
su divina naturaleza, se cierra el ciclo de la evolución que la
hacía salir de sí misma. Por su m i s m o ser, el maestro h u m a n o o
gurú es el modelo del término de la evolución y, por la fuerza
de su ejemplo, despierta y suscita el gurú que anida en nos-
otros.
El gurú vive en nosotros c o m o el deseo que nos lleva hacia
el todo. L o hallamos en los hombres que han descubierto el
todo o una parte de este todo ; lo hallamos en la totalidad de la
vida que se encamina hacia su plenitud y en la unidad que con-
tiene al todo.
L a admiración que sentimos ante la senda que el gurú va
abriendo ante nosotros, el respeto espontáneo hacia aquel cuya
mirada serena nos reafirma en que nuestro tumulto interior
puede apaciguarse, el amor hacia aquel que nos sostiene en las
horas de la desesperanza, la gratitud desbordante hacia quien nos
prodiga tales conocimientos y tales consejos y, sobre todo, se
da a si mismo, son los sentimientos naturales que despierta
en nuestro corazón el hombre que, en su m i s m o ser, es el tes-
timonio viviente de la verdad de su experiencia espiritual y de
eficacia de su enseñanza. Siendo lo que es, nos muestra el ca-
mino, porque él m i s m o es la prueba de una experiencia espi-
ritual objetivamente indemostrable.
273
18
El líder
Arnold Toynbee
274
guaje italiano y alemán, debido a las actitudes de quienes han
traicionado la conjfian2a que depositaron en ellos sus seguidores.
Es posible, sin embargo, que los vocablos duce y Führer pue-
dan ser rehabilitados por futuros dirigentes que se hagan acree-
dores a este título. E n la lengua griega n o ha perdido nunca
su connotación favorable. «Guía de almas» (psychopompos) fue
uno de los títulos del dios pre-cristiano griego Hermes. Y uno
de los títulos que recibe en griego la Virgen María es el de «la
que muestra el camino» (hodiegetria).
U n líder potencial necesita que le respondan los partidarios ;
toda nación en momentos desesperados necesita u n jefe caris-
mático. Esta mutua necesidad se manifiesta particularmente en
situaciones críticas militares y políticas. El pueblo inglés n o
hubiera podido evitar la derrota durante la segunda guerra m u n -
dial si n o hubiera hallado u n gran hombre, Churchill, que lo
guió en sus horas más sombrías. Churchill, a su vez, n o ha-
bría podido jugar papel tan importante si el pueblo británico
no hubiera ofrecido «la sangre, el sudor y las lágrimas», indis-
pensables para obtener la victoria. E n 1940, esta meta parecía
m u y difícil de alcanzar por parte de Churchill y de Inglaterra.
Sin embargo, vencieron conjuntamente, dándose mutuamente
el apoyo necesario que fue la clave del éxito. Veinte años antes
de 1940, los turcos se hallaron también en una situación deses-
perada y lograron igualmente la victoria, respondiendo a la
llamada de u n gran jefe, Ataturk, que les pidió le siguieran a u n
combate, perdido, al parecer, de antemano. L o s predecesores
griegos bizantinos de los turcos respondieron del m i s m o m o d o
a la llamada del emperador Heraclio. Las monedas, acuñadas
por Heraclio durante esta crisis de la historia del imperio bi-
zantino, llevaban esta emotiva inscripción: «¡Dios ayude a los
romanos !». El jefe m i s m o había perdido toda esperanza en este
m o m e n t o crucial; pero el pueblo, a quien debía dirigir, tomó
la empresa en sus propias manos, reanimó el ánimo de su jefe
y le incitó a perseverar hasta llevarla a la victoria. E n este caso,
la acción recíproca entre el líder y sus seguidores se muestra
de u n m o d o especialmente significativo.
Mil años antes de Heraclio, los atenienses salvaron a Gre-
cia de ser conquistada por el imperio persa gracias a la dirección
de Temístocles, aceptada por el pueblo de Atenas. Cuando se
descubrieron minas de plata en el Ática, Temístocles persuadió
a sus compatriotas para que empleasen el metal precioso en
construir unaflotaen lugar de distribuir la plata, c o m o boni-
ficación a los atenientse. Cuando vino la invasión, los conven-
ció de que evacuasen el continente y lo dejasen a merced del
273
invasor a fin de tener la oportunidad de ganar, gracias a la nue-
vaflota,una victoria naval decisiva en el estrecho de Salamina.
U n líder potencial tiene que tener su oportunidad, e inver-
samente, una crisis pública exige que u n hombre grande in-
sufle aliento a su pueblo para hacerle frente.
Alguien ha escrito una historia imaginaria del m u n d o m o -
derno en la que n o hubiera tenido lugar la revolución francesa
y las guerras napoleónicas. El autor de este juego mental evoca
la muerte, en 1852, de dos oficiales octogenerios, u n general de
brigada inglés y u n capitán francés. El autor declara haber sa-
bido la muerte del oficial británico, Arthur Wellesley, por una
breve noticia necrológica del Times. Wellesley se había distin-
guido ya en algunas campañas de la India a principios del
siglo X I X , pero, cuando Inglaterra concluyó su conquista de
la India, el general n o tuvo ocasión alguna de lograr otros lau-
reles. E n cuanto al capitán francés, nunca tuvo ocasión de lu-
cirse sobre u n campo de batalla. Había llegado a la edad de ju-
bilarse antes de 1830, fecha en la que Francia iniciaba la conquis-
ta de Argelia, primera guerra (según la reconstrucción imagina-
ria de la historia por este escritor) que este país había emprendido
desde hacía medio siglo, es decir, desde su intervención en la
guerra de independencia americana.
Este oficial de artillería era demasiado poco conocido para
que su muerte fuera noticia en los periódicos. El historiador
declara que halló por azar mención del m i s m o en el registro
parroquial de una pequeña ciudad de la Costa Azul, donde el
oficial, ya retirado, había pasado sus últimos años. El oficial
francés tenía u n nombre de resonancia italiana, Napoleone
Buonaparte; pero n o se indicaba su lugar de nacimiento.
E n sentido inverso hay que decir que las dificultades de un
gran país, en u n m o m e n t o de gran crisis, n o pueden conferir la
grandeza a u n individuo insignificante. Se cuenta que u n h o m -
bre cualquiera, originario de una pequeña isla llamada Belbina,
dijo u n día a Temístocles: « T ú no hubieras podido hacer jamás
lo que has hecho si hubieras nacido en Belbina y n o en Atenas»,
C o n ello intentaba disminuir los méritos de Temístocles, atribu-
yéndolos exclusivamente a la grandeza de Atenas. Temístocles,
le respondió fríamente : «Es posible que tengas razón, pero tam-
bién es verdad que tú no hubieras hecho jamás lo que yo he rea-
lizado si hubieras nacido en Atenas y n o en Belbina». El año
480 a . C , Atenas tenía necesidad de u n jefe en aquel m o m e n t o
desesperado. Temístocles cumplió el papel que de él se espera-
ba y que nunca hubiera podido ejecutar aquel hombre cualquie-
ra que se expuso a recibir su réplica contundente.
276
L a conjunción histórica entre una crisis pública y u n gran
jefe puede ser confirmada por muchos ejemplos conocidos.
El primer emperador de China y, dos siglos más tarde, el
primer emperador romano, Augusto, salvaron de la ruina a una
sociedad entera, dotándola de u n potente gobierno unitario.
Las circunstancias eran las mismas. E n los dos casos, la socie-
dad se hallaba politicamente dividida en numerosos estados, en
perpetua guerra unos contra otros. E n los dos casos, esta so-
ciedad tenía necesidad, c o m o remedio desesperado de una paz
que le fue dada a tiempo por u n emperador que la unificó.
Esas fueron las circunstancias que dieron la grandeza al e m p e -
rador Ch'in Shih Hwangti y a Augusto la ocasión de manifes-
tarse, y hay que tenerlas en cuenta para comprender por qué
uno y otro han podido hacer lo que hicieron.
Francisco de Asís es el alma más grande que ha aparecido
en el cristianismo occidental. Dicho esto, hay que añadir que es
imposible comprenderle sin tener en cuenta la circunstancia que
lo envuelve. L a cristiandad occidental en tiempo de Francisco
se había hecho rica. El padre de Francisco era u n rico comer-
ciante en tejidos. E n el seno de la cristiandad, la iglesia y, en el
seno de la iglesia, el papado, habían llegado a ser cada vez más
poderosos. Abusando de este poder, se desacreditaban. L a con-
testación y el espíritu crítico se manifestaban en las disidencias
religiosas. Por doquier proliferaban sectas cristianas que hacían
voto de pobreza para protestar contra la codicia y el tren de
vida suntuoso de los representantes del establishment eclesiás-
tico. L o s cataros, con su religión opuesta al cristianismo, se
extendían desde Bulgaria hasta Lombardía y el Languedoc,
y susfieles,situados en los más altos puestos jerárquicos, lle-
vaban una vida m u y ascética.
Después de renunciar a la riqueza de su padre, Francisco
se desposó con «doña Pobreza» y persuadió al papa Inocencio III
y a sus cardenales de que acogieran a sus frailes c o m o salvadores
de la iglesia cristiana en lugar de aplastarlos c o m o a herejes.
Si la iglesia cristiana occidental, en tiempo de Francisco, n o h u -
biera estado tan corrompida y tan desacreditada, y si los con-
sejeros de Inocencio III n o hubieran adivinado que Francisco
era el gran hombre que se requería para salvar a la iglesia de su
ruina total, Francisco hubiera podido ser considerado c o m o u n
hippy por sus conciudadanos de Asís, y hubiera muerto tal vez
ignorado por el resto del m u n d o .
Charles Darwin demostró en su libro, El origen de las espe-
cies, publicado en 1859, que innumerables especies de organis-
m o s vivos, incluido el hombre, han podido evolucionar sin
277
intervención alguna de u n dios creador. Si Darwin hubiera
publicado su obra en Marruecos en 1859 o en Inglaterra en
1459, de seguro que hubiera sido condenado a muerte por ateo.
A ú n en la Inglaterra de 1859, El origen de las especies provocó
una violenta oposición. Si la teoría que exponía se fue admitien-
do poco a poco en el m u n d o occidental, fue debido a los pro-
gresos que había realizado desde dos siglos antes el espíritu
científico y el escepticismo dominante frente a los dogmas de
la religión cristiana.
Entre todos los hombres de estado del siglo X I X occiden-
tal, Bismarck fue quien obtuvo un resultado más brillante. Y
hay que decir que sus éxitos se explican en parte por sus cuali-
dades personales.
Se habíafijadounos objetivos limitados y resistía a la tenta-
ción de rebasarlos cuando tenía en sus manos el poder. Después
de haber derrotado a la monarquía de los Habsburgos, no la
desposeyó de sus territorios. L e había sido suficiente con haber
alcanzado su objetivo primero: impedir que Austria se m e z -
clara en los asuntos de los otros estados germánicos. A su
vez, cuando derrotó a Francia, resistió cuanto pudo al estado
mayor prusiano, que exigía la anexión de ciertos territorios
—Belfort por ejemplo— cuyos habitantes hablaban francés.
Sin embargo, Bismarck n o hubiera podido conseguir la uni-
dad de Alemania (dejando a u n lado a Austria) si hubiera sido
contemporáneo de Federico el Grande. El captó bien la oca-
sión que se le ofrecía, porque el pueblo alemán, en el siglo X I X ,
se hallaba por fin preparado para la unión política.
E n efecto, los alemanes, humillados por las conquistas na-
poleónicas, tomaron conciencia de que si Alemania había es-
tado a merced de los ejércitos franceses, ello se debía a que p o -
líticamente estaba dividida en u n cierto número de estados,
ninguno de los cuales podía mantenerse sólo frente a Francia.
A d e m á s , después de las guerras napoleónicas vino la revolu-
ción industrial y los alemanes comprendieron que el maqui-
nismo n o podía desarrollarse eficazmente en u n país política-
mente fragmentado. Antes de Bismarck, los estados alemanes
habían formado ya una unión aduanera por iniciativa del reino
de Prusia. Obviamente, la etapa inmediata sería la unión polí-
tica. Finalmente, hacia 1860, el reino de Prusia había llegado
a formar el núcleo político y militar de una Alemania unificada,
gracias a la obra c o m ú n de Federico el Grande, Stein y otros
eminentes hombres de estado prusianos, que habían preparado
el camino a Bismarck. Bismarck, el hombre de estado — c o m o
Darwin, el hombre de ciencia y Francisco, el hombre de reli-
278
-gión— estuvo m u y lejos de trabajar sobre u n vacío social. L o s
-tiempos estaban maduros para que su grandeza alcanzara la
cúspide.
A primera vista, el profeta M a h o m a aparece c o m o u n gran
h o m b r e que hace cambiar el curso de la historia de la humanidad
por la sola fuerza de su genio personal. Predicó el monoteísmo
a u n pueblo atrasado que vivía en u n rincón perdido e incitó
a sus compatriotas árabes, que él m i s m o había convertido al
Islam, a propagar esta religión por la fuerza de las armas, par-
tiendo de Arabia, a las regiones civilizadas vecinas. Se cita a
m e n u d o el curso de la vida de M a h o m a , con sus consecuencias,
c o m o ejemplo de u n éxito histórico necesariamente imprevi-
sible por ser inexplicable. Sin embargo, u n observador perspi-
caz hubiera podido presentir que en la época de M a h o m a era
inevitable una revolución en Arabia y que sus efectos podrían
hacerse sentir en otras partes del m u n d o .
E n el año 632, M a h o m a había logrado ya la unidad polí-
tica de Arabia, cuando el imperio r o m a n o y el imperio persa,
vecinos septentrionales de Arabia, se habían agotado en una
guerra larga y desvastadora u n o contra otro, mantenida sin
resultado. Estos dos imperios exangües fueron fácil presa al
empuje de los árabes unidos. L a fuerza aglutinante de Arabia
vino a ser la religión monoteísta de M a h o m a , el Islam. El te-
rreno para la unión había sido preparado por el monoteismo
y las semillas estaban sembradas antes de que M a h o m a llegara
a cosechar la mies. Primero el judaismo y después el cristianismo
se habían introducido en Arabia desde «el creciente fértil» por
el norte y desde Etiopía por el sudoeste. Los árabes habían lle-
gado a sentir vergüenza de n o ser, c o m o sus vecinos, u n pueblo
dotado de escritura santa. A l dar a los árabes el Corán, libro
santo escrito en lengua árabe, M a h o m a salió al paso de una ne-
cesidad que, en aquel tiempo, sentían vivamente sus c o m p a -
triotas. Así pues, el éxito del profeta n o hay que atribuirlo
exclusivamente a su grandeza personal. Tal éxito n o es, por lo
m i s m o , algo inexplicable y n o era imprevisible. E n este caso,
también, el acontecimiento que ha producido una inflexión en
la historia se debió a una conjunción de grandeza con oportu-
nidad.
M a h o m a fue grande tanto en religión c o m o en política. Si
reflexionamos sobre la carrera de u n gran jefe político, N a p o -
león, y la de u n gran jefe religioso, Pablo de Tarso, advertimos
que también ellos tuvieron fortuna, al dárseles su oportunidad.
H e m o s indicado ya anteriormente que Napoleón hubiera vi-
vido y muerto en el anonimato si la revolución francesa n o h u -
275»
biera estallado cuando él era u n joven oficial del ejército fran-
cés. Pero la revolución francesa no fue el único suceso polí-
tico europeo que influyó sobre su destino. Durante algunos
siglos antes de estallar la revolución francesa, los países vecinos
de Francia, Alemania e Italia, se hallaban políticamente des-
membrados y, por lo mismo, habían estado a merced de esta
nación y de otras potencias. Y a hemos anotado que la conquista
de Alemania por Napoleón fue u n o de los factores históricos
que dieron a Bismarck su oportunidad más tarde, en el siglo
X I X . Napoleón levantó su imperio, privando a Prusia y Austria
de todo derecho a intervenir en los asuntos del resto de Ale-
mania, a la vez que expulsaba de Italia a Austria. Vinculó a
Francia los pequeños estados en que se hallaban desmenbra-
das tanto Italia c o m o Alemania occidental. Su triunfo, al ha-
cerse dueño, en primer lugar, de Francia, después también de
Alemania y de Italia, se explica, en lo que se refiere a Fran-
cia, por u n acontecimiento contemporáneo, la revolución fran-
cesa en Italia y Alemania, por la culminación de u n desarro-
llo gradual durante el curso de algunos siglos. L a carrera de
Napoleón no fue debida exclusivamente a su genio personal.
L a obra de Pablo fue tan revolucionaria c o m o la de Napoleón
y M a h o m a . Y c o m o la de M a h o m a , fue duradera, en contraste
con el efímero imperio napoleónico. C o m o M a h o m a y N a p o -
león, Pablo supo aprovechar la favorable oportunidad que le
era ofrecida de dar libre curso a su genio. Pablo hizo de una
secta judía una religión ecuménica, lo cual es u n hecho m u y
notable; pero no hubiera podido realizarlo si los tiempos n o
hubieran estado maduros.
E n el imperio romano de la época de Pablo, c o m o en la
Arabia de M a h o m a , los hombres percibían que su ancestral
religión politeísta no correspondía ya a sus necesidades espi-
rituales. Se sentía una sed de religión monoteísta y, consiguien-
temente, las comunidades judías que se hallaban establecidas
en la cuenca del Mediterráneo hacían adeptos no-judíos. Estos
abrazaban el monoteísmo judío, pero eran rechazados por el
código de usos y costumbres del judaismo. Por este motivo,
quedaban u n tanto marginados, n o eran miembros plenos de
la comunidad judía. Pablo fue incapaz de convencer a los ju-
díos de la divinidad de Jesús. Para los judíos, creer en la di-
vinidad de u n ser h u m a n o significaba renegar de la creencia
fundamental del judaismo. Por otra parte, para los no-judíos
la divinidad de u n ser h u m a n o era u n concepto familiar. El
último hombre deificado, después de una larga serie de deifi-
caciones, había sido el emperador Augusto, que había salvado
280
la civilización desahuciada en el extremo occidental del m u n d o
antiguo. Antes de Augusto, Alejandro M a g n o y u n cierto nú-
mero de sucesores habían sido divinizados, c o m o lo habían
sido, antes de Alejandro, los faraones de Egipto, al menos du-
rante dos milenios. Los adeptos no judíos al judaismo estaban
preparados para creer que Jesús era Dios y, bajo esta condición,
Pablo pudo admitirlos en el seno de la comunidad cristiana no
judía sin que tuvieran ninguna obligación de vincularse a la
ley judía. Si Pablo tuvo la oportunidad de obrar así, fue debido
a la evolución histórica de los judíos y no judíos en los países
de la cuenca del Mediterráneo.
E n el siglo I V antes de Cristo, Chandragupta Maurya unió
políticamente la mayor parte del subcontinente indio. C o m o
fundador de u n imperio, fue u n hombre de genio ; mas las cir-
cunstancias le habían sido favorables. E n la cuenca de los ríos
J u m n a y Ganges ya se había hecho la unificación política. Ale-
jandro M a g n o acababa de conquistar los estados de la cuenca
del Indo; pero, después de su muerte, sus sucesores fueron in-
capaces de mantener su dominio en aquella región, tan ale-
jada de Macedonia, pais nativo de los conquistadores. Chandra-
gupta aprovechó la ocasión para expulsar a las guarniciones
macedonias y usar este territorio c o m o punto de partida para
la conquista de la cuenca del J u m n a y del Ganges, ya unifi-
cados. Si Chandragupta hubiera tenido que partir de cero en la
construcción de su imperio, sin poder disponer de las bases
dispuestas por sus predecesores, tal vez hubiera fracasado en
su empresa.
Lenin y Hitler tuvieron cualidades m u y diversas en m u -
chos aspectos. Hitler era u n demagogo excepcionalmente d o -
tado. Lenin era u n conspirador y u n agitador político diná-
mico que, al llegar al poder, manifestó una gran capacidad de
hombre de estado, cualidades que n o es usual hallarlas en u n
mismo individuo. Pero cuando reflexionamos sobre la situación
que ha dado a estas dosfigurashistóricas la ocasión de mani-
festarse, constatamos que ha sido idéntica en ambos casos.
U n o y otro han conseguido el poder porque su país había sido
vencido. El pueblo alemán se sintió agraviado por su derrota
en la primera guerra mundial y consideró injusta la paz que le
fue impuesta. Anhelaba al desquite. Y entre otras razones, por-
que Hitler se lo prometía, por ello los Alemanes le han seguido.
E n la misma guerra, el pueblo ruso había sido vencido y el
régimen imperial desacreditado y abatido. Los rusos pedían
justicia social y siguieron a Lenin porque se la prometía. N o es
281
imaginable que Lenin y Hitler hubieran llegado jamás al poder
si una guerra previa no les hubiera preparado el camino.
El místico musulmán Algacel logró que el establishment re-
ligioso del Islam admitiera que el misticismo es compatible
con la ortodoxia islámica. Esta hazaña diplomática de Algacel
es m u y notable, si se advierte que para las autoridades eclesiás-
ticas de una religión teísta, el misticismo es tenido siempre por
sospechoso. E n efecto, el misticismo tiende a romper la ba-
rrera que separa a Dios del hombre, cuando para los adeptos
de una religión teísta Dios y el hombre son personalidades dis-
tintas y, si se unieran, desaparecerían la individualidad y la per-
sonalidad de una y otra. Dejan de ser dos y llegan a ser uno.
Debido a esto, tanto los místicos musulmanes c o m o los
cristianos han sido a m e n u d o perseguidos. Antes del tiempo de
Algacel, el místico musulmán Al-Halläj fue muerto por haber
declarado que era idéntico a Dios. ¿Por qué, entonces, Algacel
fue capaz de reconciliar al establishment islámico con el misti-
cismo? Algacel triunfó donde Al-Halläj había fracasado, por-
que en tiempo de Algacel el m u n d o islámico estaba en crisis y,
por lo m i s m o , los musulmanes buscaban reconfortarse y sos-
tenerse con una relación m á s íntima entre el hombre y Dios.
Necesitaban u n Dios menos lejano y menos austero que el de
la concepción islámica original. Algacel salía al encuentro de
esta nueva necesidad espiritual. Si hubiera sido contempo-
ráneo de Al-Halläj, habría corrido la misma suerte.
E n el período anterior de la historia del Islam, A b ü M u s -
lim había fomentado una revolución política que, a primera
vista, parece haber estallado súbitamente, c o m o la del profeta
M a h o m a . Solamente después de tres años de propaganda clan-
destina, A b ü Muslim pudo lanzar abiertamente u n movimiento
revolucionario que derrocó la dinastía de los Omeyas. Fue u n
líder revolucionario tan dotado c o m o Lenin; pero, lo m i s m o
que Lenin y Hitler, él tuvo su oportunidad y fue la chispa que
encendió el fuego en la pólvora preparada.
E n ambos casos, el de Lenin y el de Hitler, sus seguidores
han obtenido u n resultado opuesto a lo que deseaban. Lenin
reemplazó una forma de absolutismo-político por otra; Hitler
llevó a los alemanes de una derrota militar a otra segunda, que
trajo consigo graves pérdidas territoriales y la división del res-
to de Alemania en dos estados. D e seguro que los partidarios
de uno y otro n o les hubieran seguido si hubieran previsto las
consecuencias. Sin embargo, en el presente contexto, hay que
poner en relieve que ni uno ni otro hubieran tenido acceso al
poder si no hubieran sido capaces de ganarse el apoyo de un
282
gran número de sus compatriotas que creían sin motivo que estos
líderes llegarían a darles lo que deseaban. Los partidarios de
A b u Muslim fueron embaucados de la misma manera. T o m a r o n
las armas para poner sobre el trono a u n descendiente de 'Ali,
primo y yerno de M a h o m a . Pero se dieron cuenta demasiado
tarde de que, contra su propósito, habían estado trabajando a
favor de u n descendiente del tío de M a h o m a , 'Abbäs.
Cuando sus partidarios no le siguen, el líder se vuelve im-
potente, por mucha que sea su valía. L a increíble conquista del
imperio persa por Alejandro M a g n o se debe a que Filipo de
Macedonia había legado a su hijo un ejército sumamente eficaz.
Mientras este ejército cumplió las órdenes de Alejandro, éste
fue invencible. Cuando, hallándose en la derecha del río Beas,
el más sudoccidental de los cinco ríos del Pendjab, el ejército
se negó a seguirle más allá, Alejandro tuvo que someterse y
batirse en retirada. El genio de Alejandro pudo llegar a la meta
prefijada mientras el ejército de Macedonia estaba pronto a c o m -
placerle. Alejandro hubiera vivido y muerto c o m o rector de u n
reino marginado, en u n extremo del m u n d o griego, si su padre
y predecesor, Filipo, n o hubiera creado u n ejército e impuesto
la paz a las belicosas ciudades griegas. El imperio persa había
estado al abrigo de la invasión y de la conquista tanto tiempo
c o m o los griegos habían permanecido desunidos políticamente.
Si en lugar de ser su hijo, Alejandro hubiera sido el padre de
Filipo, sus grandes dotes militares y políticas no le hubieran
valido más que para obtener victorias locales en pequeñas gue-
rras fronterizas.
Tanto la obra llevada a cabo por Alejandro c o m o sus limi-
taciones confirman la importancia de las circunstancias en el
destino de u n gran hombre. Esto también es confirmado por el
hecho conocido de que varios personajes pueden originar u n
proceso histórico o hacer u n descubrimiento en el m i s m o m o -
mento. M a h o m a fue el profeta con éxito en la Arabia del siglo
V U de nuestra era, pero no fue el único, tuvo u n rival desafor-
tunado, Maslamah. E n los años cincuenta del siglo pasado,
dos ingleses, Charles Darwin y Alfred Russell Walace, llegaron
simultáneamente a la conclusión de que la diversidad de especies
vivientes del planeta tierra podía explicarse sin necesidad de
aceptar la hipótesis de que el m u n d o ha sido creado por u n Dios
que posee, c o m o el hombre, la capacidad de proponerse u n fin
y llegar a realizarlo. E n la década siguiente, tres ingleses reivin-
dicaron para sí el descubrimiento de las fuentes del Nilo blan-
co. Estos ejemplos de simultaneidad sugieren que, en la acción
recíproca entre genio y circunstancia, es ésta la que cuenta
283
más. E n efecto, en el siglo VII, el desarrollo de la religión en
Arabia había llegado a un estado tal que ofrecía gran oportu-
nidad a los profetas del monoteísmo. E n 1850, los progresos
en el conocimiento científico en Inglaterra habían llegado a u n
estado tan avanzado que podían proporcionar la clave para
poder explicar el enigma de la evolución de la vida. E n 1850, el
descubrimiento del interior del Africa por los exploradores
europeos había adelantado tanto que algunos de ellos podían
pretender haber sido el primer europeo en llegar a las fuentes
del Nilo blanco.
L a importancia del factor tiempo queda confirmada por los
casos de fracasos precoces y de éxitos postumos.
E n la historia del desarrollo de la ciencia en Inglaterra,
Roger Bacon fue tan prematuro respecto de su tiempo que su
obra fue incomprendida por sus contemporáneos y, por consi-
guiente, desestimada. Francis Bacon se hallaba tan cerca de la
tierra pometida que podía echar una mirada al campo que te-
nía ante sí, pero no tan cerca c o m o para que pudiera poner los
pies en ella. Sin embargo, sus intuiciones incitaron a los cientí-
ficos de la generación siguiente a fundar la Royal Society en
1660. A partir de esta fecha, el clima intelectual ha sido suficien-
temente propicio para que la ciencia progrese, no sólo conti-
nuamente, sino a u n ritmo cada vez más acelerado.
E n política ha habido también hombres que han sufrido
penalidades por haber llegado demasiado pronto. Desde la uni-
ficación de China, en el 221 a . C , el pueblo chino ha venido lu-
chando con el problema de darse una administración unitaria
sin imponerse a sí misma la carga de u n servicio público que
explote su poder en beneficio personal de sus miembros y sus
familiares. A principios del siglo primero de la era cristiana, el
primer intento de resolver este problema fue realizado por
W a n g M a n g . E n la segunda mitad del siglo X I , W a n g An-Shih
hizo una segunda tentativa. Al fin, a mediados del siglo X X los
tiempos estaban ya maduros para una tercera tentativa de dotar
a China de una administración eficaz sin abrir la puerta a una
nueva corporación de mandarines. El pueblo chino había te-
nido que aguantar a los mandarines durante unos dos mil
años y había sufrido lo suficiente c o m o para intentar ahora u n
supremo esfuerzo. Este pareció ser el objetivo de la «revolu-
ción cultural» del presidente M a o .
E n la historia de la república romana, Cayo Graco, antes de
haber sido elegido tribuno de la plebe en el 123 a . C , había
percibido que la en otro tiempo eficiente nobleza romana se
había vuelto incapaz de gobernar u n imperio que abrazaba toda
284
la cuenca del Mediterráneo. Si Cayo Graco hubiera tenido en
aquel m o m e n t o las manos libres, habría convertido su poder
temporal de tribuno en una dictadura permanente y habría
dado u n buen gobierno a los ciudadanos y a los subditos de
R o m a , despojando a la oligarquía romana de sus privilegios
políticos. Sin embargo, Cayo Graco llegó demasiado pronto
y encontró una muerte violenta, lo m i s m o que su hermano
Tiberio, en el 133 a.C. U n siglo más tarde, Augusto realizó sin
peligro alguno las reformas políticas que Cayo Graco fue in-
capaz de implantar. Augusto tuvo éxito porque los tiempos
estaban ya maduros. U n siglo de guerras civiles y revueltas
políticas habían inoculado en el pueblo romano la idea de que
el régimen republicano tradicional podía sacrificarse en bene-
ficio del orden público.
Los casos de triunfos postumos no son menos alecciona-
dores. E n tiempo de Jesús, los profetas de Israel y de Judá eran
objeto de veneración, mientras que, cuando vivieron, no ha-
llaron más que indiferencia y hostilidad. Confucio aceptó, c o m o
si fuera el menor de los males, hacerse profesor de moral y de filo-
sofía política, ante su fracaso en la vida pública. Después de la
unificación de China, la enseñanza de Confucio llegó a ser el
canon o norma oficial de la enseñanza y guía de los oficios pú-
blicos en la China imperial. Confucio no había previsto la uni-
ficación política de China y, probablemente, la hubiera desa-
probado, puesto que significaba una revolución política y él
era m u y conservador. E n el campo de la biología, las obser-
vaciones de Mendel fueron olvidadas durante años, hasta que
la ciencia de la genética hubo progresado suficientemente para
que los sucesores de Mendel pudieran apreciar la importancia
de sus trabajos.
U n a condición indispensable para tener éxito en el liderazgo
es que el líder esté dotado de penetración psicológica y sea
capaz de irradiar simpatía. D e b e atraer a sus partidarios. Si
fracasa en esto, su genio queda frustrado. A u n q u e Alejandro
M a g n o era idolatrado por sus soldados, al exigirles más de lo
que ellos estaban dispuestos a conceder, se vio forzado a reple-
garse. Líderes impacientes y arrogantes, han provocado tal
oposición que ha destruido su obra. Ch'in Shih Hwang-ti, el
primero que unificó a China, racionalizó y normalizó la admi-
nistración del nuevo imperio chino con actos tan tiránicos que
a su muerte estalló una sublevación general, con u n intento de
anarquía y de guerra civil. El segundo unificador de China,
H a n Liu P'ang, aprendió la lección del fracaso de su predece-
sor. Se apresuró lentamente. La obra que ejecutó Shih Hwang-ti
285
en doce años fue rehecha por Liu P'ang y por sus sucesores
en tres cuartos de siglo. Por consiguiente, continúa.
El tío y padre adoptivo de Augusto, Julio César, acabó de
muerte violenta, c o m o los Gracos. Augusto n o podía compe-
tir c o m o gran genio con Julio César; pero procedió delibera-
damente con una prudencia y u n tacto que Julio César hubie-
ra considerado mezquino. Por esto, sin embargo, la obra de
Augusto perdura, mientras que la de Julio César fue arrastra-
da por el viento. Fue igualmente su temperamento impaciente
y arrogante lo que causó la pérdida del faraón reformador
Aken-Atón. Su m o d o de proceder tiránico ofendió mortal-
mente al establishment sacerdotal de Egipto y por su altanera
lejanía se privó del apoyo del pueblo. El papa Gregorio VII
fue, a este respecto, semejante a Aken-Atón. Su espíritu mili-
tante le perjudicó. Su predecesor, León I X , tuvo la habilidad de
disciplinar a los miembros de la jerarquía sin enfrentarse di-
rectamente con ellos; su sucesor, Urbano II, tuvo el don de
suscitar el entusiasmo de las multitudes. Gregorio VII no tenía
ni lo uno ni lo otro, por lo que se obra acabó en u n fracaso.
W a n g An-Shih también fracasó, porque tenía el temperamento
inflexible de Gregorio VII, de Aken-Atón y de Julio César.
U n ejemplo preclaro de éxito debido a irradiación de sim-
patía es el de M a h o m a . Este vivía tan a tono con el espíritu de
su tiempo que sentía en sí mismo y percibía en aquellos que le
rodeaban la aspiración del pueblo árabe a una religión m o n o -
teísta, revelada por unas escrituras redactadas en lenguaje ára-
be. A l mismo tiempo, M a h o m a tenía conciencia de que su mi-
sión eran tan difícil que amedrentaba. El m o m e n t o crucial fue
para él el de la conversión de los qurayshíes, la comunidad que
se hallaba en posesión de la ciudad natal, la Meca. M a h o m a
tenia dos razones para desear la conversión de los qurayshíes
Por una parte, eran de su tribu; además, formaban una c o m u -
nidad urbana de comerciantes, excepcionalmente culturalizada
dentro de u n m u n d o árabe de pastores nómadas, de cultura
m u y atrasada. Pero los qurayshíes pensaron que el monoteís-
m o predicado por M a h o m a era una amenaza para su prospe-
ridad económica. E n efecto, vivían del comercio, que depen-
día, a su vez, del prestigio del santuario local de la Kaaba en la
M e c a ; pero la Kaaba no estaba dedicada a u n dios único, sino
que era un panteón.
La comprensión cordial de M a h o m a motivó sus dos pri-
meros triunfos decisivos. E n primer lugar, cuando se vio for-
zado a emigrar de la Meca a Medina con u n grupo de prosé-
litos, logro convencer a los nativos de Medina y a los emigra-
286
dos de la M e c a de que debían formar conjuntamente una sola
comunidad. M u c h o después, tras obligar a los habitantes anti-
islámicos de la M e c a a capitular y abrazar el Islam, se mostró
con ellos extraordinariamente generoso, cuando los tenía real-
mente en sus manos, en lugar de castigar su obstinada resis-
tencia. Por estos dos actos de comprensión benévola, M a h o m a
aseguró la pervivencia del Islam. A la muerte del profeta, sus
primeros enemigos se habían dado cuenta de que el Islam, lejos
de ser la ruina de la Meca, iba a hacer su fortuna. Consiguiente-
mente, los qurayshíes —incluso la mayoría de aquellos que se
habían convertido por la fuerza en la hora undécima— se con-
sagraron a la propagación del Islam y al engrandecimiento te-
rritorial del estado islámico. L a rápida expansión del estado
islámico a la muerte de M a h o m a fue debida a la habilidad y a la
experiencia de los qurayshíes; pero fue M a h o m a quien logró
obtener el enrolamiento de éstos y ponerlos al servicio del es-
tado islámico.
Quien pide negocio pide negociación; n o es posible comen-
zar a negociar por la fuerza. D o s de los principales comerciantes
qurayshíes, en los días de la generación de M a h o m a , eran A b u
Sufyän y su mujer Hind, cuyo hijo Mu'äwiyah llegó a ser el
quinto sucesor de M a h o m a en el gobierno del estado islámico.
Mu'äwiyah poseyó el don de la comprensión benévola que ejer-
citaron igualmente M a h o m a , Augusto y H a n Liu P'ang. Gra-
cias a él, arrebató a su rival 'Ali, el cuarto sucesor de M a h o m a , el
apoyo decisivo de la mayoría de las tribus árabes que habían
sido movilizadas por el Islam para servir en el ejército del esta-
do islámico. Mu'äwiyah tenía el tacto y la paciencia que se ne-
cesitan para conciliar y reconciliar a estas tribus irascibles y
turbulentas consigo m i s m o y unas con otras. Manejó tan dies-
tramente a los árabes c o m o el emperador bizantino, Alejo I,
a los barones de la cristiandad medieval que pasaron por Cons-
tantinopla, camino de Jerusalén, cuando la primera cruzada.
Alejo I y Mu'äwiyah fueron oportunistas. Abraham Lin-
coln era u n hombre de principios. Pero Lincoln estaba dotado
también de gran sensibilidad y era m u y hábil. Su meta era la
abolición de la esclavitud en los estados en los que era todavía
legal. T o m ó conciencia igualmente de que los Estados Uni-
dos no serían capaces de conservar su unidad política si la es-
clavitud continuaba legalizada en algunos estados después de
ser declarada ilegal en otros. Asimismo comprendió que en los
estados en los que la esclavitud era ya ilegal, la opinión estaba
a favor de mantener la Unión, aún a costa de una guerra civil,
pero carecía de unanimidad sobre si procedía abolir la escla-
287
vitud. Por ello, cuando estalló la guerra civil, Lincoln puso en
primer plano el mantenimiento de la Unión; no abordó la
abolición de la esclavitud antes de estar seguro de que en los
estados que luchaban por la defensa de la Unión, había dejado
de ser una cuestión polémica. L a perspicacia y la habilidad de
Lincoln le permitieron a la vez conservar la Unión y abolir la
esclavitud.
Por último, tenemos que reflexionar sobre el caso de los
líderes que no quieren jugar el papel de tales. Francisco de Asís
se alboroza cuando su primer discípulo, Bernardo de Quinta-
valle, viene a él para desposarse también con doña Pobreza.
Pero Francisco no se había propuesto fundar una institución;
su meta era imitar a Cristo. Cuando se halló al frente de una
numerosa fraternidad, abdicó de la dirección de su orden e in-
sistió en volver a ser u n fraile más en lugar de ocupar u n puesto
de gobierno. Jesús, el modelo de Francisco, aceptó que se le
reconociera por el pueblo judío c o m o Mesías, pero se negó
a ser u n Mesías guerrero, pese a que éste era el único Mesías
imaginado y deseado por el pueblo judío. ¿Hay que afirmar por
ello que Jesús y Francisco desaprovecharon su m o m e n t o opor-
tuno? Ellos no aprovecharon esa oportunidad para sí pero su
desinterés incitó a sus seguidores a proseguir la tarea en su
nombre. M u c h o s granos germinaron, pero más de uno se per-
dió. Los cristianos no son otros Cristos; ni los franciscanos
otros Franciscos. Sin embargo, una aura preciosa del espíritu
de Cristo y de Francisco sopla aún en las instituciones que lle-
van su nombre. L a oportunidad rechazada n o se ha malogrado
por completo.
D e b o concluir afirmando que la grandeza y la oportunidad
tienen necesidad la una de la otra; si se dan la m a n o , se fecun-
dan mutuamente; si se aislan, ambas resultan estériles.
288
El futurólogo
Johannes Witt-Hansen
289
19
L a clasificación de los fenómenos naturales en dos catego-
rías, de una parte «reversibles» y de otra «irreversibles», es ig-
norada —o c o m o m á x i m o vagamente aludida— por los poetas,
los filósofos y los hombres de ciencia en la antigüedad. Para
Aristóteles, la inversión de la «flecha del tiempo» es, en u n cierto
sentido, una ley universal de las «cosas»; la idea de la irrever-
sibilidad del cambio en la naturaleza y en la sociedad apenas
afloran a su mente. Esta cuestión ha sido m u y bien expuesta
por Werner Jäger, que describe así este aspecto de la concep-
ción aristotélica del m u n d o .
Las cosas que cambian imitan a las que son imperecederas. El deve-
nir y el correr de las cosas terrestres constituyen una revolución per-
manente, ni m á s ni m e n o s que el movimiento de las estrellas. A
pesar de su cambio ininterrumpido, la naturaleza carece de his-
toria, según Aristóteles, pues el desarrollo orgánico se halla fir-
memente regido por la constancia de las formas a u n ritmo que se
mantiene siempre igual. D e m o d o semejante, el m u n d o h u m a n o
—estado, sociedad, espíritu— aparece ante Aristóteles, n o c o m o
impulsado por la movilidad incalculable de u n destino histórico
irrecuperable, ya pensemos en la vida personal o en la de las na-
ciones y culturas, sino c o m o algo firmemente fundado sobre la
inalterable permanencia de las formas, las cuales, aunque cambien
dentro de ciertos límites, permanecen idénticas en su esencia y en
sufinalidad.Esta concepción acerca de la vida se halla simboliza-
da en el gran año, al final del cual todas las estrellas vuelven a su
posición original antes de comenzar su nuevo curso.
290
Pero huye entretanto, huye irreparable el tiempo, mientras noso-
tros, cautivos del amor, vagamos alrededor de cada cosa (Sed fugit
interea,fugit irreparabile tempussingula dum capti circumvectamur amore) 4 .
291
significan esos ciclos imaginarios, de forma que la volubilidad del
tiempo y de los seres temporales torne siempre a lo m i s m o . C o m o
Platón elfilósofo,por ejemplo, tuvo en este siglo discípulos en la
ciudad de Atenas y en una escuela llamada Academia, de la misma
manera durante infinitos siglos atrás, y ciertamente a grandes in-
tervalos, existieron el m i s m o Platón, la misma ciudad, la misma
escuela y los mismos discípulos y se repetirán durante infinitos
siglos después. Lejos de nosotros, digo, el creer esto. Cristo murió
una sola vez por nuestros pecados, y, resucitado de entre los muer-
tos, ya n o muere, y la muerte n o tendrá ya dominio sobre él *.
292
en países cuyas estructuras culturales o sistemas políticos di-
fieren entre sí, o que n o alcanzan el m i s m o nivel de desarrollo
económico o industrial. Mientras puede darse u n consenso
verbal en lo que concierne a losfinesúltimos de la humanidad,
las visiones del futuro o de los futuros del hombre, y los m é -
todos empleados en la investigación de estos futuros, son n o -
tablemente variados y múltiples. Y a antes de que vieran la luz
las modernas tendencias de la futurología existía en Europa
occidental una interpretación más o menosfilosófica,que c o m -
prendía desde las especulaciones de losfilósofosde la historia
—Kant, Hegel y Spengler, por ejemplo— hasta las anticipa-
ciones de los utópicos, de los sociólogos, de los socialistas y
de los representantes de las ciencias políticas — c o m o Saint
Simon, Fourier, Comte, M a r x y M a x Weber. E n 1959 se p u -
blica la obra postuma de Teilhard de Chardin, El futuro del
hombre, en la que expone su visión escatológica del porvenir.
El m i s m o año, Ernst Bloch publica El principio esperanza.
Bertrand Russell, a los 89 años de edad, se enfrenta con la a m e -
naza nuclear en ¿Tiene futuro el hombre? E n las John Dans^ lee-
tures 7 , Freud Hoyle aborda en 1964 u n tema de crucial impor-
tancia para la época actual. E n u n texto, casi desconocido de
los futurólogos, describe la fatal carrera con la que, por una
parte, se intenta frenar el despilfarro de nuestras reservas de
energía y, por otra, nuestros esfuerzos para adquirir la informa-
ción requerida para poder evadirnos de la situación en la que
nos encontramos. Esta carrera parece situarse en el corazón
m i s m o del problema del «tiempo futuro», del punto de vista
de la sociedad humana y de la historia. N o s hallamos en una
encrucijada en la que nos es necesario elegir entre acelerar nues-
tra recogida de información que nos permitirá durante u n lapso
de tiempo razonable asegurar u n orden cada vez más perfecto
en la biosfera y en la sociosfera, o disfrutar de una «edad de oro»
m u y breve, durante la cual algunos países ricos agotarán las
reservas de energía del globo, acelerando así el vuelo de la
«flecha del tiempo» hacia el caos y el desastre final.
L a dificultad consiste en elegir entre estas dos alternativas,
porque, en la actualidad, n o es posible ninguna decisión, con-
certada a escala mundial. Desde el punto de vista técnico es
aún factible invertir el proceso de agotamiento de reservas,
reducir el despilfarro de energías y paliar la desorganización
creciente de la biosfera. Pero políticamente es imposible hacer
adoptar próximamente estas medidas. Puesto que el problema
293
puede ser enfocado desde m u y diversos puntos de vista, n o
existe tribunal supremo que sea capaz de dar con el medio de
demoler el mito del crecimiento y de la prosperidad econó-
mica ilimitada, y que se halle equipado con el poder suficiente
para imponer las decisiones políticas a favor de la biosfera.
E n las sociedades desarrolladas se ha admitido y aceptado que
defectos o inconvenientes tales c o m o la contaminación, la fal-
ta de energía, las guerras y las perturbaciones raciales, pueden
ser eliminadas por una preservación del statu quo económico.
L a idea de invertir el proceso del crecimiento económico sal-
vaje y del consumo de energía significa evidentemente una
amenaza al evangelio del bienestar. Incluso representantes cua-
lificados en futurología —Arne Naess, de Oslo, los llama
«Movimiento de ecología superficial» 8— apenas tienen con-
ciencia de que sus postulados se hallan fundados sobre exigen-
cias incompatibles entre ellas, y que la base de su doctrina sobre
el «tiempo futuro» es en sí misma contradictoria. Los represen-
tantes de tales tendencias tecnocrático-neoconservadoras se en-
cuentran entre los vanguardistas de la investigación sobre el
porvenir en los Estados Unidos (Hermann K a h n , Anthony
Wiener, O . Helmer). Sin embargo, la situación ha cambiado
m u c h o en los últimos tiempos y, en la actualidad, es de buen
tono el denunciar la «edad de oro» de hoy c o m o pesadilla del
mañana 9 . U n a nuevafilosofíaexistencial, con pretensiones de
globalidad, se halla in statu nascendi. D e ahora en adelante el
homo oeconomicus, ya gastado, cede progresivamente el puesto
a u n ser h u m a n o capaz de asumir los calificativos de sapiens y
de humanus. Ahora estamos informados de que muchos siglos
de este «tiempo futuro» son brutalmente suprimidos del cu-
rriculum vitae de la humanidad, dado el ritmo de la consumación
de las reservas del globo y de despilfarro de sus energías. L o s
hechos básicos de la termodinámica, de la teoría de la informa-
ción y del estado actual de la biosfera ponen de manifiesto que
el actual derroche general de energía en los países ricos equivale
a amputar largos plazos del «tiempo futuro» del hombre.
Freud Hoyle hace esta amonestación:
8. A . Naess, The shallow and the deep long-range ecology movement : Futu
riblerne. Nordisk Tidsskrift for Fremtidsforskning 2 (1971) 172-174.
9. Editors of The ecologist, A blueprint for survival, Harmondsworth
1972; D . H . M e a d o w s - D . Meadows-J. Handers-W. Behrens, The limits
of growth, L o n d o n 1972; A . Naess, The radical message of ecologist: S S R S
Newsletter 231 (1973) 3-4.
294
Tenemos, o tendremos bien pronto, agotadas las reservas físicas
indispensables por lo que concierne a este planeta. Agotado el car-
bón, el petróleo, los minerales metálicos de alta calidad, ninguna
especie, por m u c h a que sea su habilidad, podrá escalar la larga su-
bida que conduce desde el estado primitivo hasta una tecnología
de alto nivel. L a ocasión sólo se presenta una vez. Si fracasamos,
este sistema planetario falla en cuanto inteligencia. L o m i s m o ha-
brá que decir de los otros sistemas planetarios. Cada u n o de estos
m u n d o s tendrá su oportunidad, pero sólo una 1 0 .
295
inminente del capitalismo»13. A u n q u e estas ideas han sido atri-
buidas sin fundamento a M a r x , han llegado a obtener u n cierto
crédito, debido a una observación formulada por Lenin a u n
artículo sobre M a r x , en el que dice: «Es evidente que M a r x
deduce la inevitabilidad de la transformación de la sociedad ca-
pitalista en la sociedad socialista, partiendo plena y exclusiva-
mente de la ley económica del movimiento de la sociedad con-
temporánea» M . Refiriéndose al desarrollo del capitalismo desde
la muerte de Marx, Lenin afirma que este progreso «constituye
el principal factor material en favor de la llegada inevitable
del socialismo». Si estas observaciones de Lenin fueran toma-
das al pie de la letra, sería necesario reconocer que la concep-
ción del m i s m o sobre las relaciones existentes entre las leyes
sociológicas y las previsiones o predicciones, difieren funda-
mentalmente de las ideas del m i s m o M a r x . El problema es el
siguiente: ¿que interpretación de M a r x es la base del «con-
flicto ideológico vigente entre los sistemas socio-económicos
del m u n d o » ? 1 5 ¿ Y c ó m o se interfiere esta interpretación con
la visión del futuro adoptada por la futurología soviética?
N o es fácil la respuesta a este problema. L a ideología marxis-
ta-leninista es expuesta a m e n u d o en términos que n o son uní-
vocos, tales c o m o «comunismo científico» y «principios teóricos
del materialismo dialéctico e histórico», etc.. Puesto que la
solución del problema de la coexistencia ideológica parece ser
una condición necesaria para tomar decisiones concertadas a
escala mundial, una clarificación del conflicto ideológico es una
tarea de primera importancia para quien se comprometa en la
previsión, la proyección, la planificación y la preparación del
«tiempo futuro» del hombre. L a disputa entre las partes se centra
en torno a dos concepciones opuestas : la «existencia indefinida»
del capitalismo y la «inevitablidad» del socialismo o comunismo.
E n apoyo de la tesis comunista, se cita a m e n u d o el pasaje del
Manifiesto del partido comunista: « L o que la burguesía... produce
sobre todo, son sus propios sepultureros. S u caída y el triunfo
del proletariado son igualmente inevitables»16. E n verdad, estas
dos declaraciones categóricas n o son predicciones de futuros
sucesos sociales, sino, más bien, slogans políticos que expresan
las esperanzas que M a r x y Engels ciertamente acariciaban. Para
sus designios de predicción y de gestión dentro de la sociedad
296
capitalista, M a r x estableció las leyes del movimiento que expuso
en El capital, cuya función en materia de previsión económica
es fundamentalmente distinta del papel que han jugado los
slogans políticos.
D a d o que el problema de las relaciones entre la concepción
marxista del futuro y las concepciones de occidente sobre el
m i s m o tema han sido puestas en primer plano por u n artículo
de Pavel Apóstol, director ejecutivo de la tercera Conferencia
mundial de la investigación sobre el futuro, celebrada en Buca-
rest en septiembre de 1972 1 7 , y después por una respuesta crí-
tica del futurólogo alemán Ossip K . Flechtheim18, sería sin
duda m u y valioso el intento de aludir todos los prejuicios
políticos que han sofocado las concepciones de M a r x sobre la
ley social, el determinismo y el futuro. Tal tentativa podría
comenzar por la denuncia de tres mitos, estrechamente ligados
entre sí: el primero consiste en pretender que los «15 axiomas»
del Prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política
constituyen una teoría que propone leyes que son válidas para
todas las formaciones sociales. Sin embargo, dado que estos
«15 axiomas» n o se hallan vinculados por nexos deductivos y
n o poseen una estructura de prueba, n o pueden constituir una
teoría en sentido estricto. E n el mejor de los casos, representan
hipótesis plausibles que forman parte del método del materia-
lismo histórico. E n consecuencia, estos axiomas n o pueden servir
de base a previsiones o predicciones que afecten a los fenómenos
sociales. Por otra parte, leyes con esas propiedades se descubren
en El capital, donde, al menos, se exponen dos teorías sociales,
establecidas según el método del materialismo histórico : la pri-
mera es m u y sucinta, a saber, la teoría de una (idealizada) orga-
nización social que tuviera por meta la simple producción de
bienes de consumo ; la segunda da una exposición más amplia
de la formación de la sociedad capitalista «en su promedio ideal,
por decirlo así» 20 . Otro mito interesante se resume en la afirma-
mación según la cual, en la obra de Marx, el desarrollo social
se efectúa conforme a una ley dialéctica, expresada por la trilogía
tesis-antítesis-síntesis. Sin embargo, en ninguna parte de los traba-
jos de M a r x se halla el menor rastro del paradigma tesis-antí-
17. P . Apóstol, Marxism and the structure of the future: Futures (1972)
201-210.
18. O . K . Flechtheim, Eine Antwort auf die Zukunftsvorteilungen eines
marxistischen futurologen: Analysen u n d Brognosen über die Welt v o n
M o r g e n 26 (1973) 19-21.
19. K . M a r x , Contribución a la crítica de la economía política, Madrid 1970.
20. Id., El capital. Critica de la economía política, México 31977.
297
20
tesis-síntesis, en cuanto elemento pertinente para la doctrina
dialéctica del autor. N o hay duda alguna de que los neohege-
lianos lo han utilizado, y sabemos que Proudhon hace uso de él
en su Filosofía de la miseria. E s precisamente en La miseria de
la filosofía donde M a r x ridiculiza a Proudhon por haber utili-
zado sin discriminación los slogans hegelianos y neohegelia-
nos. Y vamos a ver ahora por qué M a r x ha repudiado final-
mente tales slogans. L o que le interesa es la concepción hegelia-
na según la cual toda categoríafilosóficao científica representa
o corresponde a una etapa de la historia de lafilosofía,de la
ciencia o de las instituciones políticas. D a d o que en el pensa-
miento de M a r x , tan solo las relaciones sociales materiales están
conformes con el criterio de recurrencia, hay que esforzarse
por llegar a tener categorías económicas que se correspondan
con las etapas precisas del desarrollo de las relaciones materia-
les de producción. Este es el punto principal de la concepción
marxista de la dialéctica, que Marx expuso en una carta dirigida
a J. B . Schweitzer el 24 de enero de 1865. E n esta carta, M a r x
analiza la concepción de Proudhon sobre este tema, así c o m o
su propia visión del problema, tal c o m o lo presenta en La
miseria de la filosofía:
298
capital», mientras que el aspecto histórico se halla descrito en
la octava parte: « L a llamada acumulación primitiva» 22. A d -
virtamos de paso, que el aspecto lógico del proceso dialéctico
en la obra de M a r x es idéntico por esencia al proceso que se
utiliza en matemática y enfísicac o m o «generalización matemá-
tica» 23.
A u n q u e M a r x deja a u n lado tanto la jerga c o m o la termino-
logía hegelianas, ha hecho uso, sin duda, de los términos y de
las frases del vocabulario dialéctico. Esto acontece sobre todo
en El capital. L a explicación de esta anomalía es m u y simple.
M a r x advierte al lector, en el epílogo a la segunda edición de
El capital, que ha querido llamar la atención sobre el origen his-
tórico del método dialéctico de Hegel 2 4 . Ciertamente, queda al
margen el que M a r x piense que una expresión tan vacía c o m o
«negación de la negación» pueda proporcionar la base para
profetizar el fin inminente del capitalismo, c o m o lo dice P o p -
per. Esto nos lleva al tercer mito digno de mención. Este vuel-
ve a la tesis de que M a r x utiliza las leyes sociales c o m o base
de sus profecías. Para poner este punto en claro, a fin de arro-
jar alguna luz sobre la concepción que M a r x se hace del «tiempo
futuro», vamos a examinar con algún detenimiento el problema
del determinismo en M a r x y en los futurólogos modernos.
T o d o s los futurólogos están de acuerdo en decir que «el
futuro n o puede ser previsto, en el sentido que dan a este tér-
mino las diferentes categorías de profetas»25. A d e m á s , nadie
sostiene que el «tiempo futuro» del h o m b r e pueda predecirse
a la manera que la mecánica clásica prevé los sucesos del espa-
cio-tiempo astronómico. Por otra parte, n o se ha dado ningún
argumento decisivo para probar que el curso preciso de los
acontecimientos sociales se desarrolle de u n m o d o inevitable;
por eso m i s m o parece razonable poner en duda la idea según
la cual M a r x deduce la inevitabilidad de la transformación de la
sociedad capitalista en una sociedad socialista, partiendo de las
leyes económicas del movimiento aplicables a la sociedad m o -
derna. Sin embargo, el negar esta posibilidad impone la obli-
gación de definir el papel que juegan estas leyes del movimien-
to, formuladas en El capital. E s sabido que el método empleado
en física por N e w t o n fue ampliamente utilizado c o m o u n m o -
299
délo en la investigación por los moralistas y economistas es-
coceses, H u m e y Ferguson, por citar algunos; y que este m é -
todo tuvo gran influjo particularmente en la obra de A d a m
Smith. L o m i s m o hay que decir de M a r x quien, impresionado
por el éxito de la matemática clásica, intentó traducir en ecua-
ciones diferenciales su propia idea de la economía política.
E n numerosas cartas y en textos fragmentarios conocidos bajo
el nombre de Manuscritos matemáticos26 parece que M a r x había
planeado una matematización general de sus leyes del movi-
miento. Reconoció, sin embargo, que en el m o m e n t o actual
esta tarea era imposible. Estas leyes habían sido formuladas
después de u n análisis que había tenido en cuenta una experien-
cia teórica imaginaria en la que M a r x suponía la formación de
una sociedad capitalista idealizada, y apoyándolo después so-
bre la base empírica de las estadísticas sociales disponibles en
esta época. Se olvida con frecuencia que la ley fundamental del
movimiento, expuesta en El capital —ley que concierne al m o -
vimiento de la «tasa de interés»— es una tesis hipotética cuyas
variables, a la luz de las estadísticas de la época, representaban
unos valores que hacían patente la baja tendencial del interés.
«Las series hipotéticas, expuestas al principio del presente ca-
pítulo, expresan, por lo m i s m o , la tendencia actual de la pro-
ducción capitalista»27. A u n q u e la naturaleza estocástica de esta
ley n o se formula en términos matemáticos, queda ilustrada
verbalmente por el término «tendencia», utilizado por el autor.
Pudiera parecer que cuanto acabamos de decir constituye u n
motivo suficiente para desechar la idea de u n desarrollo social
lineal, atribuido a M a r x por muchos autores desde Kautsky
y Plejanov a T h . W . Adorno. Por otra parte, parece que la dis-
cusión en torno al determinismo de M a r x ha sido mal interpre-
tada, pues las partes contrarias, al tomar el determinismo de
Laplace c o m o esquema-tipo, parecen haber ignorado que el
carácter arbitrario de los parámetros mecánicos que precisan
el estado inicial de u n sistema mecánico, constituye, en una des-
cripción mecánica, u n elemento tan importante c o m o el carác-
ter determinista de las ecuaciones del movimiento.
Así lo subraya el físico yfilósofodanés A a g e Petersen.
La lógica de la descripción mecánica es llamada con frecuencia «el
demonio de Laplace». C o m ú n m e n t e , se representa a este demonio
bajo la figura de u n calculador gigante que, partiendo del conoci-
miento del estado del universo en u n m o m e n t o dado, puede cal-
300
cular el estado de este universo en cualquier otro m o m e n t o . C o n
todo, esta versión analógica no es perfecta. El demonio debería
ser imaginado m á s bien c o m o seleccionador de los parámetros m e -
cánicos. Pero se ha de entender que este experimentador omnipo-
tente debe disponer de u n computador ideal, programado de tal
manera que pueda resolver las ecuaciones mecánicas del movi-
miento, para todo valor dado de sistema y de condiciones límites 2 8 .
301
sociales, y de que tenía conciencia del papel que juega la elec-
ción de estados iniciales en la previsión social. Y a que M a r x
m i s m o n o formula ninguna ley que regule la transición de la
sociedad capitalista a la socialista, él n o tiene presente la posi-
bilidad de predecir, fundada en leyes, la victoria del comunis-
m o en tal o cual país o a escala mundial. C o m o afirma Engels
en el prefacio a la primera edición alemana de La miseria de la
filosofía, M a r x ha fundamentado las reivindicaciones comunis-
tas y sus propias esperanzas políticas sobre estudios históri-
cos y sobre u n razonamiento analógico-inductivo.
302
de producción, a las cuales cree posible aplicar el criterio de
recurrencia. Este fin es alcanzado por una serie de abstraccio-
nes, en una especie de experiencia imaginaria, de la que son des-
cartados precisamente los factores que serán estudiados m á s
tarde por los futurólogos31; estos factores son la demografía
(crecimiento y movilidad de las poblaciones), el contorno geo-
gráfico, la importancia de la biosfera, etc.. E n su obra, M a r x
sólo menciona estos elementos en términos de «fuerzas produc-
tivas» y «medios de producción», mientras que son descarta-
das las diferentes tasas de crecimiento o de descenso en dife-
rentes culturas o áreas del planeta. D e aquí que la visión que
tiene M a r x del futuro se halla limitada por acotaciones que él
m i s m o se ha impuesto al adoptar u n método abstracto o que
supone condiciones ideales. Por consiguiente, M a r x n o tiene
en cuenta que el crecimiento de la entropía en la biosfera de-
pende de la producción de bienes de consumo o del consumo de
la energía. Hace u n siglo, en verdad, estaba perfectamente jus-
tificado ignorar el impacto producido sobre la ciencia social
por la segunda ley de la termodinámica. Se podría desestimar
sin riesgo alguno el aumento de la entropía o el aumento del
desorden en el universo. H o y día ya n o es así. El desarrollo
de las sociedades de afluencia de bienes, en el curso de estos
veinticinco últimos años, ha engendrado fenómenos bioló-
gicos y sociales que han sobrepasado lo que podíamos creer,
esperar y prever, hasta tal punto que las dos posturas básicas
que habían provocado la lucha ideológica entre el capitalismo
y el socialismo se resquebrajaron. H o y n o es posible creer ya
en una «felicidad eterna» en el seno de la sociedad de la abun-
dancia, perennemente viva, a expensas de las reservas de los
países subdesarrollados. Frente a la amenaza nuclear y a la
catástrofe ecológica posible, es difícil creer en la «inevitabili-
dad» de u n sistema social, cualquiera que sea. Si es verdad, co-
m o subrayaba el ecólogo suizo Hans B . Barre en la tercera
Conferencia mundial de la investigación sobre el futuro (Bu-
carest, septiembre de 1972) que n o hay diferencia alguna entre
las ideologías frente al problema siguiente: «el capitalismo, lo
m i s m o que el socialismo, se adhiere siempre a la religión del
crecimiento, sin tener en cuenta para nada la suma de sacri-
ficios que esto exige»32, entonces difícilmente se puede seña-
lar u n desacuerdo serio entre las futurologías capitalista y so-
303
cialista pot lo que se refiere al objetivo que tienen ante sí. E n
esta misma conferencia33, Alejandro Nadal, de México, ad-
vertía que la propagación por occidente de la ideología de con-
s u m o entre los países del tercer m u n d o origina frustraciones
que, a causa del bajo nivel de vida vigente en ellos, pueden pro-
vocar situaciones explosivas. D e aquí que todos los esfuerzos
debieran dirigirse a dar satisfacción a las necesidades funda-
mentales de estas poblaciones, en alimentación, vestido, vivien-
da, y a desarrollar una mayor independencia frente a los países
industrializados. Tiene importancia capital para el futuro c o m ú n
de la humanidad que se llegue a dar a los pueblos del tercer
m u n d o la esperanza de ver que el porvenir se orienta hacia la
eliminación del dilema actual. Josué de Castro y Miguel A .
Ozorio de Almeida, ambos brasileños34, tienen una visión si-
milar. Esto parece dar a entender que el fondo de la disputa
ideológica n o sea u n conflicto entre este y oeste, sino u n con-
flicto entre países ricos y el resto del m u n d o . Este conflicto
se halla reflejado ciertamente en diferentes concepciones de los
problemas esenciales de la futurología, incluido el de la dura-
ción del tiempo asignado al ser h u m a n o para vivir sobre el
planeta. Si esto es así, debemos reconocer que la futurología,
en cuanto disciplina unitaria que toma en consideración todas
las condiciones conocidas aplicables al «tiempo futuro» de la
humanidad, proviene sólo de haber puesto en marcha la ela-
boración de sus propios métodos y de su propiafilosofía.L o s
diversos métodos intuitivos, exploratorios y proyectivos 3S (ci-
temos, c o m o ejemplo, los temas teatrales y guiones de cine, las
simulaciones y el método Delphi) n o son otra cosa que extrapo-
laciones de métodos bien conocidos que, desde la segunda gue-
rra mundial, han sido ya aplicados a la sociología, a la econo-
mía, a la innovación tecnológica y a la estrategia militar. A d e -
más de esto, el materialismo histórico, considerado c o m o ins-
trumento de investigación sobre el futuro, n o ha sobrepasado
los límites establecidos por el m i s m o Marx hace u n siglo. C o n
justo motivo se puede decir aún, c o m o lo subrayaba Bestu-
zev-Lada en 1969 36, que n o existe prácticamente metodología
33. G . Heyder, Strategien für eine humane Welt. Bericht über 3. Weltkon-
feren^fúr Zukunftsforschung in Bukarest: Analysen und Prognosen über die
Welt v o n Morgen 24 (1972) 25-26.
34. J. de Castro, Pollution problem N. 1. Under development: T h e Unes-
co Courier (1973) 20-23; M . A . O . de Almeida, The myth of ecological equi-
librium: The Unesco Courier (1973) 25-28.
35. O . K . Flechtheim, Der Kampf um die Zukunft, Frankfurt 1972,
85-104.
36. I. Bestuzhev-Lada, o. c, S'il.
304
científica en la materia, es decir, una teoría de la previsión en
general y de las previsiones sociales en particular. U n a filoso-
fía existencial completa, que exija una revolución en el m o d o
de pensar nuestros problemas humanos, están in statu nascendi.
Estamos enfrentados con el problema de desembrollar la lógica
del «tiempo futuro» del hombre, incluyendo la lógica de la
inevitabilidad y la posibilidad, de la necesidad y la contingencia,
del determinismo y la elección. Este estudio, con todo, se halla
en su fase preliminar.
E n Aristóteles, la inevitabilidad se atribuye a la recurrencia
cíclica de las «formas» inorgánicas, orgánicas y sociales, y esto
se aplica igualmente a los períodos cíclicos del tiempo que par-
ten de cero. Para Virgilio el tiempo desaparece para n o volver.
Agustín sostiene que ningún decurso de acontecimientos so-
ciales es inevitable. L a inevitabilidad del socialismo fue dedu-
cida por Lenin de las leyes del movimiento, enunciadas en
El capital. M a r x había percibido vagamente que la inevitabili-
dad y la necesidad, sean causales o estadísticas, son lógicamente
distintas. Sus reivindicaciones y esperanzas políticas, apoyadas
por Engels, toman la forma de slogans en virtud de los cuales
la caída del capitalismo y la victoria del proletariado se muestran
c o m o inevitables. E n El capital, M a r x habla de los futuros
acontecimientos sociales en términos de necesidad o de tenden-
cias estadísticas, que se hallan determinadas por las leyes del
movimiento y por las elecciones políticas. Pese a que la lógica
de nuestra deplorable condición actual no esté aún elucidada,
se puede afirmar sin riesgo de equivocarse que nuestro univer-
so conocerá inevitablemente u n aumento del desorden o de la
entropía, ya sea macroscópico, mixto o termodinámico.
H a g a m o s lo que hagamos, nos será imposible detener este
proceso. Hasta ahora, dada la imposibilidad de cambiar el sen-
tido de la «flecha del tiempo», quedamos desarmados frente
a las «fuerzas destructivas» de la naturaleza. Últimamente, sin
embargo, hemos llegado a reconocer la biosfera c o m o porta-
dora de información y c o m o ejecutora de programa; además,
hemos logrado identificar el agente biológico que desencadena
la actividad ordenadora y reguladora, atribuida al demonio de
Maxwell. Estas funciones ordenadoras, que pueden ser tradu-
cidas en términos de estadísticas matemáticas, son mensura-
bles en unidades de información y conmensurables con las
unidades de medida de entropía termodinámica.
E n efecto, somos habitantes de u n reino caracterizado por
un orden creciente, una entropía negativa y una información,
dentro del cual actúan la evolución biológica y el desarrollo
305
social. Esta biosfera y sociosfera, que es también u n reino some-
tido a la contingencia y a la necesidad 37, a la elección y al deter-
minismo, parece desafiar el imperio de la muerte o de lo ine-
vitable, sometido también a la ley de la entropía universal. C o -
m o han subrayado muchos autores38, esta idea vendría a ser
una mala interpretación de la situación. L a toma de concien-
cia y la explotación adecuada de la información, indispensables
para asegurar el orden, la estabilidad, la evolución y el progre-
so social, n o llegan a hacerse posibles m á s que si se consume
una cantidad equivalente de nuestras reservas de energía, lo
cual lleva consigo una producción correspondiente de entro-
pía. C o m o observa L é o n Brillouin, la segunda ley de la termo-
dinámica es u n decreto de muerte, u n decreto que la vida ha
tenido en jaque hasta ahora. L a vida juega con el hecho de que
este decreto se ha dado sin haber fijado la fecha de ejecución.
L o m i s m o sucede en la vida social. Éste hecho, al que los futu-
rólogos n o conceden apenas atención 39 , se halla fuertemente li-
gado al problema del futuro colectivo del hombre 4 0 , porque
en principio nos permite calcular las duraciones máxima y m í -
nima del tiempo que se concede al hombre sobre el planeta, y
hacer posible una estimación del optimum y del pessimum de la
«Cualidad de vida» que conocerá éste dentro del tiempo adju-
dicado tt. Si llegamos a percibir la lógica del «tiempo futuro»,
y si aceptamos tomar decisiones concertadas a escala mundial,
podemos contar con una prórroga que retrasaría le ejecución
del decreto de muerte m á s allá del año 2000. Esto viene a ser
para la humanidad u n asunto de elección entre u n programa
a corto o a largo plazo.
306
Notas sobre los autores
H O N O R Â T AGUESSY
SRI M A D H A V A ASHISH
Y A K O V F. ASKIN
HANS-GEORG GADAMER
307
Louis G A R D E T
BOUBOU HAMA
A H M E D HASNAOUI
TED HONDERICH
A B E L JEANNIÈRE
308
SAÜL K A R S Z
SEIZO O H E
P A U L RICOEUR
A R N O L D TOYNBEE
JOHANNES W I T T - H A N S E N
309
índice general
Presentación 9
P A U L R I C O E U R : Introducción 11
1. El armazón racional del tiempo 12
2. Las estructuras simbólicas de nuestra experiencia cultural del
tiempo 17
3. Del buen uso del tiempo 28
310
2. La aceleración de la historia 134
a) El fenómeno de acumulación 134
b) La ley de los relevos 135
c) Desvalorización de la referencia al pasado 136
3. El tiempo de los jóvenes 139
a) Tiempo intermedio 140
b) Tiempo marginal 140
c) Difícil articulación del futuro 141
4. La actitud prospectiva 143
B O U B O U H A M A : El adivino 203
Introducción 203
1. El tiempo, el espacio y el pensamiento animista 204
2. El tiempo, el instante y el ser 209
3. El tiempo y su realidad espado-temporal 214
4. El tiempo y la historia 228
LOUIS G A R D E T : El profeta y el tiempo 232
1. El profeta y la presencia de Dios en el tiempo de los hombres 232
2. El profeta y el porvenir: líneas judeo-cristianas 237
3. Islam: el profeta y el tiempo discontinuo 240
4. Más allá del tiempo 244
SRI M A D H A V A ASHISH: El gurú modelo y guía hacia el término de la
evolución humana 248
A R N O L D T O Y N B E E : El líder 274
JOHANNES WITT-HANSEN: El futurólogo 289
Notas sobre los autores 307
311
La conciencia innata de la muerte,
la experiencia de la juventud y del
envejecimiento, la irrevocabilidad
del pasado, la ¡mprevisibilidad del
porvenir, la planificación de nues-
tro trabajo, todo esto implica el
tiempo de una manera o de otra.
Estamos, pues, ante una experien-
cia que el pensamiento ha intenta-
do romper constantemente. Esa v o -
luntad d e superar todos los límites
continúa afirmándose.
La presente obra testifica la diver-
sidad y riqueza d e las interpreta-
ciones del tiempo. Los autores pro-
ponen métodos diferentes para dar
cuenta de esta diversidad: desde
oponer globalmente las sociedades
en función d e su lugar en la vía del
desarrollo, o elegir una cultura tes-
tigo, hasta considerar un área g e o -
política y describir la lucha interna
entre m u c h o s modelos culturales.
Las filosofías, llamadas a dialogar
sobre lo vivo de la cotidianidad,
se nos muestran así en el m o m e n t o
de su cruce, en ese intento de p e -
netrar hasta el corazón del tiempo.
En un m u n d o en el que la trama d e
influencias recíprocas se intensifi-
ca y acelera, el entrecruce de tem-
poralidades vividas tiene que pro-
vocar necesariamente conflictos en
la conciencia del tiempo. D e ahí
que sea necesario descifrar tam-
bién los afrontamientos morales
suscitados por el desacuerdo entre
los ritmos del devenir personal y
los del sistema social.
U n a galería de tipos —el adivino,
el profeta, el gurú, el líder y el fu-
turólogo— nos dramatizan, final-
mente, los análisis del tiempo en
sus dimensiones extremas. S e nos
ofrece así, no una respuesta teóri-
ca a los interrogantes eternos s o -
bre el tiempo, sino la experiencia
de la temporalidad en ámbitos s o -
ciales, históricos e intelectuales
m u y precisos y, a la vez, diversos.