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5/4/2019 El misterio de lo bello

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El misterio de lo bello
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Hace bastantes años, cuando en una entrevista me preguntaron qué era la belleza, creí que no acudiría a mí ninguna idea para definirla,
hasta que se me ocurrió una respuesta: una pausa en el tiempo. No era una frase robada a alguien en particular, pero estaba convencida
de que nombres célebres y anónimos la habrían citado y, lo que es seguro, sentido. No podía recurrir a nombres de hombres y mujeres
universalmente bellos, ni tan siquiera a paisajes u obras de arte. Ni buscar refugio en el lugar común, ni guiarme por una referencia o un
puñado de cualidades. Tenía que sobrepasar los límites del estereotipo para describir un sentido tan elevado.

Es curioso cómo a una idea tan abstracta, algo así como un don del espíritu, se la haya acabado disfrazando con el poderoso canon que
tanto sufrimiento ha provocado a la especie humana. Además de la excelencia de su impacto estético, lo bello alcanza tal estado
cuando posee un misterio, desde la rotunda perfección de unas formas hasta la transparencia de una mirada. Cuando algo o alguien
consigue que nos traspase el sentimiento de la belleza, el tiempo deja de correr hacia delante. Querríamos habitar en ella, no movernos
de allí, de lo que contemplamos y admiramos con mayor o menor distancia pero que en un instante fugaz logramos poseer, grabando su
recuerdo.

rbelleza04 La historia de la belleza es un viaje a través de la historia del deseo. El pasado mes de junio, el Louvre
mostró a sus visitantes una reproducción de la Venus de Cnido de Praxíteles, el primer desnudo
integral de la historia. Según cuenta Filóstrato en sus crónicas, esta célebre escultura, inspirada en una
prostituta llamada Phryné, conquistó el corazón de un hombre que, totalmente fuera de sí, quiso
desposarla. "Ni una palabra me has concedido", acabó gritando el enamorado con despecho. "Por eso,
echaré sobre ti la maldición más estremecedora para los seres hermosos: te deseo que envejezcas".
Praxíteles tenía el don de plasmar la belleza en sus creaciones y, con ella, conseguía el objetivo de los
grandes artistas: conmover y levantar pasiones.

¿Qué extraño mecanismo logra que un objeto bello nos conmueva y logre, incluso, que perdamos la
razón? No es una pregunta fácil de responder teniendo en cuenta que, a lo largo de la Historia, se ha ensayado una idea abierta,
tremendamente relativa sobre la belleza. "La belleza reside en el corazón de quien la observa", dijo Albert Einstein. Mucho antes, el
empirista Hume había constatado algo parecido: "La belleza de las cosas existe en el espíritu del que las contempla". Quizá es por eso
que la idea de belleza no sólo sirve para definir a la obra de arte, sino también a quien la observa.

La historia de la belleza no es sólo la historia de los objetos bellos. Es, ante todo, una historia de las miradas. Auspiciada bajo el reino de
la subjetividad, y por tanto diversa, su percepción no es universal. Lo que conmueve a unos por la exaltación de los sentidos no

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5/4/2019 El misterio de lo bello

conmueve a otros, pero sí existe un mismo ojo para registrar algunas formas absolutas de belleza que nadie discute. De ahí que el
mundo entero reconozca el valor de las grandes creaciones artísticas, incluida la hermosa Venus de Cnido condenada a envejecer.
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Los griegos fueron los primeros que intentaron sistematizar el concepto de belleza. Creían que el universo guardaba un orden intrínseco
-cosmos, orden-. Reconocer este orden del mundo en un objeto determinado provocaba en el hombre una atracción denominada
kalleina, capaz de indicar al espectador que se encontraba ante un objeto bello, un objeto ordenado. Lejos del tópico, que identifica la
cultura griega con el hedonismo, la belleza resultaba un elemento superior que los griegos vinculaban a la proporción, la simetría y, en
general, a la matemática. La suya era una noción intelectualizada de la belleza. Tampoco era ésta un elemento subjetivo, como más
tarde postularía Einstein. La belleza estaba en la naturaleza misma y el arte sólo podía copiarla.

Curiosamente, conforme la idea de belleza va desmarcándose de la concepción griega a partir de la crisis del realismo, también sus
manifestaciones ganan en complejidad y artificio. Actualmente, el mundo del arte y el de la moda privilegian la subjetividad y el
individualismo: de ahí que en las pasarelas se exhiban a menudo creaciones muy personales, fantasiosas y alejadas del paradigma
objetivista del siglo IV a.C. Detrás de estas manifestaciones culturales reside, obviamente, la convicción de que lo bello no puede
reducirse a un conjunto de proporciones. Porque hemos comprobado que en el caos, en lo imprevisible, hay algo que nos conmueve e
identificamos como bello.

La civilización griega, aún siendo la cuna de la actual democracia, era muy distinta a la rbelleza03
nuestra. Para percatarse de ello no es necesario recurrir a extensos y sesudos
manuales de Historia: basta comparar las vestimentas de entonces con lo que llevamos
puesto. La moda y la cultura en general dependen del contexto social y político en el que
vivimos. Además del naturalismo, las causas de que las mujeres vistieran con túnicas
austeras en la época griega podemos encontrarlas en su falta de autonomía,
compartida con los niños y con los esclavos. Sin autonomía personal, las posibilidades
de configurar una identidad propia a través de la vestimenta se reducen totalmente.

También en la época del romanticismo, la vestimenta masculina experimenta una súbita vuelta a la austeridad y a la monotonía,
motivada por el contexto social y, en concreto, por la restauración. Y siguiendo esta misma argumentación, podríamos concluir que la
historia de la moda no es sólo una crónica aséptica de los cambios en la vestimenta, sino un análisis política y socialmente relevante.
"La moda y la indumentaria encarnan al cuerpo en la cultura", asegura la socióloga Joanne Entwistle. Más rotundamente, Balzac
escribió en su inconcluso Tratado de la Vida Elegante que "la indumentaria es la expresión de la sociedad misma". Escribir sobre moda
es, en definitiva, escribir sobre nosotros mismos. El ser humano, a lo largo de los años, ha recurrido al traje como un fiel aliado cuando
ha pretendido ofrecer una imagen de sí mismo especialmente seductora y atractiva.

Desde la barba falsa que utilizaban algunos faraones hasta la cola de león en la espalda de Alejandro Magno o la toga púrpura bordada
en oro en la Roma Republicana, los uniformes han representado prestigio o dignidad. La gran renuncia de los hombres a las pelucas
blancas empolvadas, las zapatillas rojas y exagerados lazos fue promovida por el dandismo, una nueva filosofía de vestir que,
contrariamente a lo que a veces se piensa, rechazaba la cursilería y buscaba la perfección en la simplicidad, alejada del juego de
artificios. George Bryan Brummell (1778-1840) fue su principal mentor. Ni era aristócrata ni pudiente, pero su elegancia fue admirada
por reyes y villanos. Dicen que pasaba muchas horas acicalándose, eligiendo su frac azul, su chaleco de ante ajustado, sus botas altas y
relucientes. Pero Brummell expresó en más de una ocasión su decepción cuando alguien se daba la vuelta para mirarlo al pasar:
"entonces es que no vas bien vestido".

Vivimos inmersos en una sociedad que todo lo individualiza y todo lo relativiza. Sin embargo, la sombra del pensamiento griego es
alargada. Este mismo año se ha publicado en España La ciencia de la belleza, obra del médico alemán Ulrich Renz. El autor, influido o no
por las teorías de Platón y sus discípulos, vuelve a defender que la belleza es algo universal y anclado en las proporciones corporales.
Estamos programados biológicamente para sentirnos atraídos hacia lo bello -resucita, pues, la noción griega de kalleina-. Quizá por eso
muchos de nosotros, creyendo que la belleza es el resultado de una ecuación de la naturaleza que se puede resolver, medimos el
contorno de nuestros pechos, el volumen de nuestros labios, y acudimos al cirujano plástico con el retrato robot de una modelo,
esperando que nuestro escultor con mascarilla nos convierta en afroditas empleando la destreza de un Praxíteles de la posmodernidad.
España es, de hecho, el segundo país del mundo, detrás de Brasil, donde se efectúan más operaciones de cirugía estética.

¿Qué buscamos, exactamente, en la belleza? Los griegos hablaron de atracción, pero no dijeron que ésta, aparte de evocar el orden del
universo, es capaz de proporcionarnos puestos de trabajo, aumentos de sueldo y sentencias favorables en los juicios -Aristóteles sí
advirtió algo parecido al afirmar que "el derecho a mandar corresponde a los bellos"?. Quizá la cirugía estética es un recurso rápido e
inmediato para acercarnos al éxito social a cambio de dinero. Incluso nuestra vestimenta, como sostiene el economista Thorstein
Veblen, "no es, por entero, ni siquiera de modo fundamental, una progresión ingenua a la exhibición del gasto. En la mayor parte de los
casos, el motor consciente del portador de atavío ostensiblemente costoso es la necesidad de conformarse al uso establecido y de vivir
con arreglo a los patrones acreditados de gasto y reputación".

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5/4/2019 El misterio de lo bello

¿Se equivocaban, pues, Hume y Einstein al negar que la belleza fuese algo objetivable? ¿Es simplemente una receta rbelleza02
que, convenientemente administrada, permite la aceptación social, viviendo con arreglo a patrones
preestablecidos? ¿SeMENÚ
reduce entonces la historia deBUSCAR
la belleza al hecho de repasar laSUSCRÍBETE
medida del trasero, la ¡HOLA!

separación de los ojos o la amplitud de las cinturas de aquellos que triunfaron en las distintas épocas? ¿Dónde
quedan el gusto personal, el espíritu del observador y ese je ne sais quoi al que se referían los teóricos de la estética
clásica?

La Historia nos enseña que en la vida no hay blancos ni negros, sino una larguísima y compleja extensión de grises
y sombras. Por eso mismo, puede que la propia idea de belleza tenga que ver con nuestro instinto biológico de
adaptación al medio pero también con la riqueza de la subjetividad humana, con todos sus matices y sus
particularidades. Las pasarelas reflejan de forma exacerbada las contradicciones inherentes a la hipermodernidad,
y también sus peligros. Advierte el teórico Joseph Squicciarino que "si en vez de vivir la moda la padece, el hombre
corre el peligro de perderse a sí mismo, de alienarse, de transformarse en un maniquí inanimado de mirada ausente,
sin objetivo, sobre el que se colocan prendas de vestir con la finalidad de exponerlas, pero con las que no se
expresa ni se elabora una figura de su identidad personal y social, indispensable para la construcción de la propia e irreductible
diferenciación." Las tesis de este pensador se encuentran en la base de quienes critican la moda o el arte contemporáneo como
muestras de frivolidad.

Sin embargo, que esta pérdida de identidad sea posible, no impide que existan verdaderas muestras de creatividad y de personalidad en
las pasarelas. Entre las carnes esculpidas al ritmo de bisturí, con las mismas proporciones, las mismas simetrías y los mismos moldes,
destacan también los cuerpos con personalidad, con ese brillo indescriptible en los ojos, un andar inimitable y una capacidad innata
para conmover el espíritu de quienes observan. Vivimos en un contexto de extremos y de contradicciones: los medios y la publicidad se
uniformizan y promueven ideas encorsetadas acerca de lo bello, lo bueno y lo verdadero. Adoran al becerro del pragmatismo, del éxito
social y, sobre todo, del consumo masivo. Pero, en ese mismo contexto, hay espacio para la belleza subjetiva y para el arte con
mayúsculas.

Afortunadamente, la situación de la mujer del clasicismo griego no es la de hoy en día en Occidente. La autonomía personal que hemos
conquistado permite que, en medio de la monotonía y del canon dominante, pervivan impactos de belleza que nos enamoren con la
misma intensidad que enloqueció al amante despechado de la Venus de Cnido. Edgar Allan Poe, en 1850, se empeñó en crear una
especie de laboratorio para aislar la belleza que había en la poesía, y oponía hermosura a verdad. La belleza reside en el espíritu, no se
detiene en la perfección de unos ojos sino en el pozo que brilla en ellos. Y eso pertenece a los mundos interiores. El deseo no cesará, ni
la voluntad de aprisionarla, el ansia de capturar su poder. Aún sabiendo que es efímera y se desvanece como un diente de león cuando
lo soplas.

Por Joana Bonet

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