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Silencio y otros cuentos

Silencio y otros cuentos


Ángela Rengifo

Colección El Solar
Escuela de Estudios Literarios
Universidad del Valle
Santiago de Cali, marzo de 2012

Rector Universidad del Valle


Iván Enrique Ramos Calderón
Decano Facultad de Humanidades
Darío Henao Restrepo
Director Escuela de Estudios Literarios
Juan Julián Jiménez Pimentel
Director Programa Licenciatura en Literatura
Héctor Fabio Martínez

© Colección El Solar
Director: Fabio Martínez
Consejo editorial:
Julián Malatesta
Fabio Martínez
María Eugenia Rojas

© Silencio y otros cuentos


Ángela Rengifo
© Escuela de Estudios Literarios
Universidad del Valle
E-mail: estudiosliterarios@univalle.edu.co

ISBN:978-958-670-978-1
Ilustración de carátula: Ever Astudillo
Diseño fotográfico: Over Espinal
Diseño, diagramación e impresión:
Unidad de Artes Gráficas,
Facultad de Humanidades,
Universidad del Valle,
Cali - Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio


o con cualquier propósito, sin la autorización escrita del autor.
Contenido

Prólogo 9
El retrato 13
Metamorfosis 19
Jitanjáfora 27
La casa 35
Réquiem 41
El sueño de las migajas 47
Eva 49
Victoria 59
Una partida de ajedrez 63
Silencio 73
La cometa 77
Las gaviotas 81
Prólogo

El silencio y otros cuentos, de Ángela Rengifo,


presenta un panorama conocido, visto, y no por ello
advertido en su esencia: la desolación de sus perso-
najes. Quizá sean y son los mismos que van por la
calle cada día o que aparecen parados en las puertas
de unas casas siempre indefinidas entre la angustia
de algo que está por suceder y la convicción serena
de que por fortuna ya sucedió: tristes casas, espacios
compartidos de miseria.
El tono sombrío de las narraciones avanza sin dar
tregua al lector a medida que va de una historia a
otra, mientras sus personajes desfilan desde la infan-
cia hasta la locura de una edad adulta compuesta por
sueños de una fragilidad tal que muy pronto fracasa:
la mirada siempre tímida, la mirada que se escon-
de en los rincones y desde allí trata de construir un
mundo violento, agresivo en sus gestos, en la escasa
posibilidad de hablarse desde el fondo de sus desgra-
cia.
Tal vez por ello las sonrisas sean escasas, las pa-
labras casi siempre cortas o nulas. Los gestos sin
fin, como si a toda hora anduvieran despidiéndose
de alguien. Una puerta que abren para que alguien
contemple realidades que escapan a su comprensión:
sexo o violencia, llanto o locura. Voces, miradas in-
fantiles que arrastran pesadas historias, pasado y tra-
dición que se ensaña con los que llegan o acaban de
pisar el mundo, un universo de retratos sin terminar,
de imágenes que, dispersas, pretenden construir otro
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universo y no logran ir más allá de una ilusión falaz


como la memoria que les permite recuperar apenas
trazos, fragmentos de una historia que es de otros y
que a fuerza de dolor les pertenece.
Es, como dice uno de sus personajes: “solo el tiem-
po que pasa”, es decir, la instalación en un ritmo ple-
no de pausas y expectativas que jamás se colman, que
siempre quedan a mitad del camino, relegadas a una
resignación que generan la venganza y la violencia,
y que los dejan sin rumbo, sin destino, sin nada más
que la soledad o la muerte. Lo que de algún modo nos
permite articular esta situación con otro comentario
de uno de sus relatos: “cadenas que lloran el pasado”,
porque sus historias están sujetas a esa conversación
con los muertos, o con los vivos que no saben más de
sí que la urgencia de la misma muerte, porque como
se dice en “La casa”, siempre estuvieron solos.
Es quizá esa la razón que permita encontrar en
esas narraciones una constante repetición de las imá-
genes de los ancestros: pareciera que fuese imposible
prescindir de ellas, dejarlas atrás y convertir el pre-
sente en algo más que un difuso marco de referencias
miserables. Tal vez por ello ningún personaje resulta
un buen interlocutor de otro, porque no pueden con-
versar, porque su miseria interior los deja contra la
pared, vacíos, mientras se contemplan sin saber qué
es lo que sucede con sus vidas, con sus sueños o con
las imágenes que tienen ante sí.
Los personajes de Ángela Rengifo, mayores o in-
fantes, caminan de la mano de la desgracia repre-
sentada en simples migajas de cariño, en caricias de
paso, en inseguridades, en celos o en rabias enloque-
Silencio y otros cuentos 11

cidas, en represión de la sexualidad, o de aquello que


pretende serlo, y construyen un conjunto de cuentos
donde la ausencia de un futuro es la clave, y la urgen-
cia de repetir un pasado es la única llave que los sepa-
ra de la vida. Porque todo es muerte para esta gente
que vive y siente desde la penumbra de sus rincones,
desde la timidez de sus deseos quebrados.

Gabriel Jaime Alzate


El retrato

Ricardo se siente fastidiado por esa imagen. Es el


afiche de una mujer sentada sobre una mecedora en
primer plano; detrás están la playa y el mar, alcanzan
a observarse alcatraces junto a unas canoas encalla-
das. El conjunto da la impresión de vetustez, pero al
tiempo exalta lo tradicional. La mujer negra y, pelo
canoso lleva puesto un vestido rojo de pepas blancas,
con un cuello tipo marinero, sujetado por una gruesa
correa negra. La indumentaria o el paisaje no son
precisamente lo que inquieta a Ricardo. Es esa son-
risa que no puede descifrar. Ella parece mirarlo a él
con un dejo de sarcasmo o burla. Entonces quisiera
alejarse rápido de su vista, huir de ese cuadro —ya se
dijo que es un afiche, pero lo han enmarcado—, pero
necesita permanecer ahí disimulando su nerviosis-
mo. La recepcionista ha anunciado su llegada y espe-
ra que la llamen de nuevo para darle una respuesta.
Así se la pasa desde hace varios meses. Visita ins-
tituciones educativas, incluyendo colegios pequeños
hasta universidades, para ofrecer los libros. La em-
presa donde trabaja es muy reconocida. El problema
es la competencia entre los vendedores, pues les pa-
gan por comisión. A cada uno le asignan un sector,
pero no falta quien quiera transgredir el territorio
del otro. Hay que sumar el fastidio producido por los
visitadores que siempre llegan a la hora más inopor-
tuna. Ricardo ha aprendido a armarse de paciencia
para vencer todos los obstáculos, empezando por la
14 Ángela Rengifo

puerta y terminando por las actitudes hostiles de sus


posibles clientes.
Mientras espera, la recepcionista le sonríe detrás
de las rejas. Eso no implica necesariamente simpatía,
sino un gesto aprendido de falsa cordialidad. Bajo el
muro, sin que ella ni nadie se dé cuenta, se quita uno
de los zapatos para hacerse un masaje. Puede verse
la plantilla tan gastada como la suela, pronto van a
encontrarse creando un orificio que toque el suelo.
Cuando devuelven la llamada a la recepcionista, Ri-
cardo guarda entusiasmado su pie dentro del zapa-
to. Ella pronto opaca su alegría pues le dice que hay
una reunión muy importante y que en ese momento
no pueden atenderlo. Luego de darle las gracias, él
se dispone a marcharse. La recepcionista lo detiene
un momento para regalarle un poco de café calien-
te en un vaso desechable. Nuevamente le agradece y
emprende su camino. Como va tan entretenido en-
friando el tinto, no se fija por donde pasa y tropieza
con algo. Es un gato color blanco con una mancha
marrón sobre su frente, la única que tiene. El gato ha
saltado a tiempo antes que lo pisara y se ha quedado
sentado mirándolo en espera de una especie de dis-
culpa. Pero Ricardo sigue concentrado en su café.
No ha sido de su escogencia este trabajo. Terminó
haciéndolo en parte por la necesidad y en parte por
el azar. Ocho meses atrás estaba en un banco como
cajero. Pese a que el sueldo no era el de un profesio-
nal —Ricardo se había graduado como administra-
dor— al menos estaba sentado todo el tiempo bajo el
aire acondicionado; si antes se quejaba, ahora nota la
diferencia. El asunto es que un buen día lo despacha-
Silencio y otros cuentos 15

ron para las vacaciones con la promesa de volverlo a


llamar. En vista de que ese teléfono no sonaba, pero
sí aumentaban las deudas del arriendo y de los ser-
vicios públicos, empezó a enviar hojas de vida. Pri-
mero fue muy exigente con los clasificados, luego las
enviaba a cualquier parte donde pudieran aceptar a
un profesional sin experiencia en su disciplina con
aproximadamente treinta y cinco años. Entonces un
amigo le contó que podía ganar jugosas comisiones
vendiendo libros y lo ayudó con una recomendación.
En realidad las comisiones no eran tan jugosas, ape-
nas alcanzaba para cancelar sus deudas y comprar
comida. Se culpaba a sí mismo por su inexperiencia,
guardaba la esperanza de que más adelante le fuera
mejor.
Una de las cosas que más lo motiva es su novia
Lina, de un poco más de veinte años. Mientras tra-
bajó en el banco ella parecía muy enamorada porque
aceptaba con agrado sus invitaciones para ir a bailar
o a comer. Fue difícil el cambio cuando se quedó sin
empleo y los domingos por la tarde se convirtieron en
aburridas visitas en la casa de ella que empezaban con
el almuerzo y terminaban con la comida. La situación
empeoró al reconocer los mal disimulados esfuerzos
de Lina para excusar que no pudiera atenderlo: es-
taba enferma o tenía mucho por estudiar. Eso hizo
imperativo conseguir un nuevo trabajo y aunque no
le alcanzaba el dinero hacía lo imposible por llevarla
a pasear. Hasta que una tarde ella le dijo que no iría
a ninguna parte con él si no compraba primero un
nuevo par de zapatos. Ese sería su primer propósito
apenas lograra una comisión, sin imaginar que Lina
16 Ángela Rengifo

ya recibía llamadas de hombres mucho más jóvenes


que él y con capacidad de satisfacer sus gustos.
Otra vez se encuentra frente a una ventanilla con
rejas. Detrás está sentada la recepcionista, una mujer
de unos cuarenta años que lleva puestas unas gafas
casi en la nariz y quien en lugar de sonreírle como
la otra, lo mira de reojo. Mientras espera ser anun-
ciado, Ricardo se detiene a observar la decoración
del lugar. También está allí. Parece que todos se han
puesto de acuerdo en colgar esa imagen que tanto le
desagrada: la mujer burlándose de él como antici-
pándole un nuevo rechazo. Para evitar esa sensación,
Ricardo vuelve a mirar la recepcionista, pero ella le
devuelve su gesto reclamando con sus ojos la priva-
cidad. Suena el teléfono, cree escuchar regaños por
la línea. Ricardo comprueba sus sospechas al escu-
char también de su boca una respuesta agria. Des-
pués disimula dando las gracias y entonces tropieza
con algo. Ese instante le parece repetido. Es un gato
color blanco con una mancha marrón sobre su frente,
la única que tiene. El gato ha saltado a tiempo antes
que lo pisara y se ha quedado sentado mirándolo en
espera de una especie de disculpa. Ricardo se agacha
para acariciarle la cabeza.
Soledad suspira apenas cruza la puerta que da ha-
cia la playa. Su vestido rojo de pepas blancas hace
un hermoso contraste con el azul del mar. A cierta
distancia pueden verse unos turistas aficionados con
la cámara fotográfica. Ella ha terminado de hacer el
almuerzo y la casa despide un olor a comida como
invitando a los convidados. Se sienta en la mecedo-
ra del antejardín para observar la gente que pasa. En
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ese momento va el cacharrero con su mula cargada


de cosas que pueden gustarle tanto a niños como a
viejos. A Soledad le llama la atención el cuadro de un
hombre acariciando un gato. Por el vestuario se ve
que es de ciudad, únicamente lo hace ver mal un par
de zapatos muy viejos. Soledad sonríe al terminar de
pronunciar estas palabras: “Qué pesar, es un mucha-
cho hasta bien parecido”.
Metamorfosis

Siempre que me encuentra por el camino, Saira


me pega. Creerá que soy como su perro. Esta mañana
pasaba cerca al comedor y me dijo que me desapa-
reciera. Pero yo tenía que pasar por ahí para ir a la
cocina, tenía mucha sed y quería un vaso de leche.
Entonces me agarró a patadas con toda esa fuerza
que ella tiene, más que todas las mujeres, y hasta le
puede a un hombre. Menos mal llegó Mita y me de-
fendió, porque si no me hubiera matado. Después de
eso toda la mañana volvía a molestarme como para
seguir la pelea diciéndome: “No me busques, Memi-
to. No me busques porque ni te imaginas lo que te
pasa”. Por eso me quedé encerrado en mi pieza ha-
ciendo dibujos, no quería encontrármela por nada, al
menos mientras le pasaba la rabia o llegaban papá y
mamá para que la pusieran en su sitio.
Pero es que Saira no fue toda la vida así como es
ahora. Antes del accidente estaba estudiando en la
universidad. Mita decía que ella iba a sacar la cara
por la familia, que era su única esperanza. Mi tío
Hugo murió cuando ella estaba todavía pequeña y
por eso se vino a vivir con nosotros. Su mamá la dejó
abandonada mucho antes. Por eso es que yo vivo con
miedo. Si mi papá y mi mamá me dejaran me con-
vertiría en una persona como Saira. Amargada todo
el tiempo, haciéndole daño a los demás. A la única
que quiere es a Mechas, su perra. Porque a Mita tam-
poco la respeta a veces. Pobrecita, ella que la quiere
tanto. Así como está ahora ya no puede esperar que
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Saira rescate la familia y yo, menos. A veces se le ol-


vidan las cosas y no reconoce la gente. Creo que por
momentos ella nos ve a todos como unos monstruos
que queremos atacarla y entonces se pone furiosa.
Mita vive pendiente para que todos los días se tome
los tranquilizantes. Gracias a ella es que Saira sigue
viviendo aquí, si no mi papá y mi mamá la habían
llevado desde hace rato a un sito de esos donde encie-
rran a los locos. Sería lo mejor, pues así Saira ya no
me pegaría. Pero me da pesar de Mita, que la quiere
tanto.
Estaba acordándome del accidente, eso fue un
diciembre. Saira había llegado de estudiar de la uni-
versidad toda contenta para irse a bailar con Danilo,
su novio. A Mita nunca le había gustado ese mucha-
cho para ella y siempre que lo veía le hacía mala cara.
Pero no tenía más remedio que dejarla ir. Se veía
muy enamorada y mi mamá le aconsejó a Mita que si
le decía que no de pronto se iba de la casa. Era la no-
che de las velitas, por esto todos estábamos despier-
tos hasta tarde. Además, la música de las otras casas
tampoco nos hubiera dejado dormir. A mí me encan-
tan todas las cosas que ocurren en diciembre. Nunca
me han dejado jugar con pólvora, pero es lo que más
me gusta. Ver esos colores que suben hasta el cielo.
Una vez me soñé que me ataba a un cohete y podía
volar hasta alcanzar las estrellas; ver desde arriba to-
das las casas, especialmente a mi familia, y que ellos
se sintieran orgullosos de mí por algo. Aunque sé que
nunca me van a dejar jugar con pólvora ni tampoco
hacer muchas otras cosas. Es mejor así porque evito
que me pase lo que a Saira. De diciembre también me
Silencio y otros cuentos 21

gusta la música, la comida, todo lo que venden en los


almacenes, tanta gente como si fueran hormigas que
salieran de la tierra.
Pero desde el accidente a mi abuelita no le gus-
tan los diciembres. Porque de verdad fue horrible.
Seguíamos en el antejardín como a la una de la ma-
ñana. Mi papá y mi mamá bailaban con unos vecinos,
Mita me cuidaba mientras yo jugaba con los niños de
la cuadra. Fue ahí cuando escuchamos el ruido de la
moto, Danilo dando vueltas a la manzana con Saira a
toda velocidad como si estuvieran compitiendo con
alguien imaginario. Mita empezó a gritar regañando
a Saira. Ella al principio parecía muy contenta con
los juegos de Danilo, pero al ver a Mita angustiada
también gritaba con miedo sin que Danilo le hiciera
caso ni la dejara bajar. Todos vimos como la moto se
estrelló contra el poste y Saira salió volando casi has-
ta el final de la calle. Mi mamá despertó como de un
sueño con un alarido: “Se mató”. En ese momento
Mita se desmayó y mis papás no sabían qué hacer,
menos mal que los vecinos ayudaron.
Saira estuvo como cuatro meses en el hospital. Me
recordaba a Pinocho cuando Guepeto lo tuvo que vol-
ver a hacer. Pues así le pasó a ella. Nunca me dejaron
verla hasta que regresó a la casa, pero todos hablaban
de muchas operaciones. Lo más raro es que la perra
que tenía antes amaneció muerta el día después del
accidente. Mita dice que Shira se murió para devol-
verle la vida a Saira. Creo que le regalaron a Mechas
para que también se muera si vuelve a pasarle algo.
Una vez le dije a mamá que me comprara un perro a
mí, que no había quien me defendiera de la muerte.
22 Ángela Rengifo

Mamá dijo que no me preocupara y que no le hiciera


caso a los agüeros de la abuela. Pero sigo muy pre-
ocupado, así que de vez en cuando a la escondida de
Saira le doy de comer a Mechas para que me proteja.
No creo que tenga ningún inconveniente. En tal caso
capturé una lagartija a la que le doy de comer arañas
y cucarachas, saco al sol y regreso a su cajita. Se lla-
ma Marisol. Ella me cuida de la muerte, y Mechas, a
Saira.
Recién llegó no se acordaba absolutamente de
nada. Ni siquiera podía caminar o hablar. Perma-
necía totalmente quieta y sólo sabía que estaba viva
porque movía los ojos, uno de ellos extraviado. Todos
los días papá y Mita la llevaban en el carro donde el
doctor. Meses más tarde empezó recuperar el habla y
el movimiento. Tuvo que aprender a caminar de nue-
vo como cuando los niños están chiquitos y ahora ha-
bla tan enredado como yo. Tiene muchos remiendos
por todo el cuerpo. Aun así, con el tiempo ha recupe-
rado su fuerza y hasta tiene mucha más que antes. Se
aprovecha de que soy más flaco para pegarme cada
vez que quiere.
Su forma de ser ya no volvió a ser la misma. An-
tes me sacaba a comer helado y me consentía. Aho-
ra mantiene nombrando a Danilo, dice que se van
a casar y que viene a hacerle visitas de noche. Mita
no dice nada, pero sé que lo odia con todas sus fuer-
zas porque por su culpa Saira quedó así. Él también
quedó muy lastimado después del accidente, aunque
en comparación de ella no le pasó nada pues sólo se
fracturó las costillas y las piernas. Con el tiempo vol-
vió a recuperar su vida normal, ahora trabaja y tiene
Silencio y otros cuentos 23

otra novia. Por eso es que yo no creo que visite a Saira


como ella, dice pues se volvió muy fea. Ella lo sabe
y cada vez que ve una foto suya antes del accidente
se enfurece. Así que Mita ordenó romper muchas de
las fotos de los álbumes familiares. En eso no estuve
de acuerdo y lloré pues había fotos que me gustaban
mucho. Papá decía que era suficiente con esconder-
las, pero Mita no quería correr ningún riesgo. Decía
que Danilo se consiguió otra novia, aunque al prin-
cipio estaba muy pendiente de Saira. Venía todos los
días a traerle cosas como frutas o dinero, mamá era
quien se las recibía. Hasta que una vez Mita supo que
se había conseguido otra novia y lo echó para siem-
pre de nuestra casa. Si Saira supiera lo que ella hizo
se disgustaría bastante. Tal vez Danilo ya no quiere a
Saira como su novia, pero pienso que siente remor-
dimiento por lo que pasó. Porque a veces pasa por
el antejardín y a escondidas me pregunta por ella.
En todo caso Saira se pone insoportable cuando se
acuerda de él, así que decidimos llevarle la corriente
haciéndole creer que todos sabemos que siguen sien-
do novios.
En parte puedo comprender a Saira. A mí tampoco
me dejan tener novia. Tengo que conformarme con
ver pasar las muchachas cuando van al colegio. Estu-
dié nada más hasta grado sexto porque perdí el año
y los profesores le dijeron a mis papás que yo no era
capaz de repetir. Ellos me llevaron al médico, en ade-
lante no volvieron a llevarme a estudiar sino que de
vez en cuando voy a unos talleres de manualidades.
En parte agradezco porque no me lleven a estudiar,
eso nunca me había gustado y les tenía mucho miedo
24 Ángela Rengifo

a los profesores cuando me preguntaban las cosas sin


que yo supiera responder. Así que se me ocurrió lo
que a muchos de mis compañeros más indisciplina-
dos no. Cada vez que alguien me decía algo me ponía
a aullar. Por eso me apodaron “El lobo”. Alcancé a ser
muy popular en el colegio, por eso digo que soy más
inteligente que todos aunque los profesores y los mé-
dicos le hayan hecho creer a mis papás lo contrario.
Tampoco me gustan las manualidades. Todo se
me cae y sin que nadie me lo diga sé que me quedan
feas, no como lo que venden en los almacenes. Por el
contrario, las profesoras de allá aplauden cada cosa
que hago; ellas son las que parecen bobas. Como si
fuera ciego para no darme cuenta de que no me que-
dan bien. Por eso no me animo a aullarles. Pero en la
casa sí me dan ganas de hacerlo, sobre todo cuando
veo pasar esas muchachas con esas faldas tan corti-
cas. Mita se desespera porque Saira habla de Danilo
y yo aúllo. A veces a Saira también le da rabia escu-
charme aullar y me busca para pegarme, pero Mita
siempre llega en mi ayuda. Aunque otras veces Saira
está demasiado sumergida por las pastas pensan-
do en Danilo y ni siquiera me dice nada, allí me doy
cuenta que Mita se encierra a llorar y no aúllo más.
Más bien me encierro en el baño para sobarme el pipí
hasta que se pone derecho como una antena.
Mis papás vienen a casa solamente a dormir. Mi
mamá me acompaña muchas veces con la luz encen-
dida porque me da miedo quedarme solo en la oscu-
ridad. Cuando ella cree que me he dormido, sale y
apaga la luz. Le hago pensar eso porque sé que ella
viene muy cansada y es muy duro el trabajo. Pero el
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miedo no se me quita. Como no puedo aullar a esa


hora, comienzo a sobarme. Me quedo mirando cómo
poco a poco se va levantando la sábana hasta que por
fin me quedo dormido. Pero una noche escuché rui-
dos en la casa, lo raro era que Mechas no ladraba.
Primero tuve ganas de gritar para llamar a Mita o a
mamá, pero luego caí en cuenta de que era Danilo.
Sí era verdad lo que decía Saira: Danilo venía a bus-
carla por las noches y como Mechas lo conocía, no le
ladraba. Pero quería ver lo que ellos hacían. Así que
me levanté descalzo hasta la pieza de ella. A medida
que me acercaba escuchaba unos quejidos que me hi-
cieron dar cosquillas. Entonces, sin que me sintieran,
abrí la puerta. Por un momento no supe qué hacer
cuando los vi desnudos, a papá sobre Saira. Ella no
parecía enojada con lo que le estaba haciendo aunque
se quejaba bastante, mientras nombraba a Danilo.
Comprendí que todo tiene que ver con eso de las al-
mas y los animales que dice mi abuela. En las noches
papá y Danilo cambiaban de cuerpos para que este
último pudiera estar con su novia a escondidas, ya
que Mita permitía que estuvieran juntos. Me preocu-
paba saber dónde estaría mi papá en ese momento.
Pero qué más da. Lo importante es que formaba par-
te del secreto y que no podía romperlo si no quería
ver a Saira furiosa por acusarla con Mita. También
lo hacía acordándome de todo lo buena que fue Saira
conmigo antes del accidente. Además, me gustaba lo
que yo estaba sintiendo y me recostaba contra la pa-
red para sobarme. Ellos me enseñaron que era más
rico si te quejas al mismo tiempo. No me escuchaban
porque hacían más ruido que yo, ni siquiera se ima-
26 Ángela Rengifo

ginaban que estaba allí. Todas las mañanas cuando


veía que papá besaba a mamá me sentía tranquilo
porque las cosas volvían a la normalidad y todos eran
felices. Incluso Danilo, quien seguía preguntándome
por Saira a las escondidas en el antejardín y al que le
contestaba siempre con una sonrisa de complicidad.
Jitanjáfora

Expósito… traste… patoso… patraña… patria: “Con


relación a los naturales de una nación, esta nación con
todas las relaciones afectivas que implica”. Siempre
me ha hecho reír la manera como una palabra lleva a
otra ad infinitum. También siento miedo. Es la incer-
tidumbre de no saber qué es exactamente una cosa y
quizá no llegar a comprenderlo nunca. Las páginas de
mi diccionario están desgastadas, aunque es una ver-
sión reciente. Todos los días busco alguna definición,
así logro distraerme. Pero esta vez no lo hago sólo por
eso. Quiero escribir un ensayo sobre la patria. Hace
dos semanas estoy pensando cómo hacerlo. La verdad
es que no he podido construir ni la primera frase.
Se filtra sólo un poco de luz por la ventanilla. La
humedad causa estragos en mis libros y en mis pul-
mones. Pero eso sí, la dueña pasa cada mes cobrando
su renta. De todas formas me gusta el lugar. Está ale-
jado del bullicio citadino. Perfecto para alguien como
yo, así el único paisaje divisado por la ventanilla sea la
ropa de mis vecinos.
No tengo idea para quién escribiré este ensayo. Si
fuera para mí mismo, bastaría con mis reflexiones.
Pero no, quiero dejar constancia escrita. ¿De qué? Me
faltan amigos a quienes leérselo, menos puedo pensar
en su publicación. En este país no existe una revista o
periódico cultural respetable. Los hubo, pero fueron
clausurados. A pesar de todo, quiero escribir, quiero
morir tranquilo pensando que al menos dije algo.
Mientras se me ocurre una idea, deslizo la mira-
28 Ángela Rengifo

da por mi habitación. Allí está como siempre, con su


testimonio implacable, el dichoso trofeo. Lo cubre
una capa de polvo. A veces deseo botarlo, pero no
soy capaz. EN RECONOCIMIENTO AL PROFESOR
JAVIER GRANADOS POR SU INVALUABLE LA-
BOR. Era todavía muy joven cuando me lo dieron.
Los muchachos escogían cada año al mejor profesor.
Esa vez me tocó seguramente porque muchos debían
habilitar conmigo. ¿Qué importaba eso? Me puse
feliz, como un niño cuando le regalan una golosina.
Jamás esperé que los estudiantes apreciaran mi tra-
bajo, todo lo hice a conciencia. Sabía de su juventud,
de su inmadurez. La vida poco a poco les enseñaría el
verdadero valor de las cosas. ¿Qué será de ellos aho-
ra? ¿Qué pensarán frente a lo que está sucediendo?
¿Recordarán algo de lo que yo les dije? ¿Estarán vi-
vos? Después de tantos años sólo me queda un trofeo
mohoso y lleno de polvo. Bueno, en realidad no es lo
único. También me quedó una pensión. No completa,
ni el salario mínimo por orden del gobierno, ya que
necesitan invertir su dinero en “prioridades”. Defini-
tivamente, no puedo concentrarme.
Desde aquí la bandera se ve mejor. Está rota, pero
no tengo más para poner. Es ley del gobierno izar
todos los días la bandera del país. Quizá es porque
creen que podríamos olvidar dónde estamos. Si al-
guien deja de izar la bandera, primero lo amonestan
con una notificación, luego le ponen multa y, por úl-
timo, pueden llevarlo preso. Muchos han empezado
a odiar la bandera, a menudo aparecen incineradas
las que están frente a la oficina gubernamental. Para
ellos es el símbolo de nuestra impotencia y verla por
Silencio y otros cuentos 29

todas partes es humillante. Otros, como yo, sentimos


lástima. Las banderas ondeadas por el viento nos di-
cen que teníamos algo valioso y que lo dejamos per-
der, tal vez para siempre.
Hace ocho años comenzó la invasión. Desde enton-
ces vivimos una paz absoluta, de miradas nerviosas y
gestos esquivos. En cada esquina se haya un guarda
azul verificando que todo continúe en orden. De vez en
cuando pasan camiones llenos de guardas verdes para
reforzar la seguridad. Si llega a aparecer un camión
con guardas blancos, todo el mundo corre a esconder-
se pues es señal de que algo “anormal” está sucedien-
do y de que pronto sonará la alarma para el toque de
queda. Por eso transitamos la calle con angustia. Ya no
hay ladrones, el gobierno creó empleos donde se paga
con mercados diarios. Pero corremos el riesgo de que
surjan “brotes rebeldes”. La paz se ha convertido en
un monstruo que no deja dormir con tranquilidad, se
esconde detrás de cualquier puerta y permanece dis-
puesto a devorar personas.
Este maldito zapato me está tallando, creo que ya es
hora de hacerme cortar las uñas. La peluquería queda
por aquí cerca. Hay varias, aunque me gusta esa por
Mónica. Ella es muy joven, le doblo la edad, pero habla
con la madurez de una persona mucho mayor. Tiene
un hijo de cinco años, Kike. A veces está allí y juego
con él a los carritos. Siempre que me ve, corre a mis
brazos diciéndome: “Hola, abuelo”. Las demás pelu-
queras se burlan de mí: “Kike tiene razón, don Javier.
Usted está muy grande para Mónica”. No sé por qué
piensan que yo busco algo con ella, lo único que quiero
es hablar. Además, no tengo nada para ofrecerle.
30 Ángela Rengifo

–Don Javier, buenos días. Qué milagro verlo por


aquí –dice una peluquera.
–Buenos días. Pues no crea que me he olvidado
de ustedes. ¿Se encuentra Mónica? Necesito un pe-
dicure.
–Tiene que ser ella… lo que pasa es que no está,
don Javier.
–Entonces vengo más tarde. Por favor, dígale que
vine. Muchas gracias.
Otra vez la calle, con estos zapatos que me tallan.
Cerca de la puerta, donde las peluqueras no me ven,
acomodo mi zapato.
–Salga, Mónica. Ya se fue.
–Menos mal. Qué viejo tan cansón.
Un “viejo cansón”. Eso es lo que soy, no juzgo a
Mónica por pensarlo. Sólo me apena que no haya
sido capaz de afirmarlo en mi cara. A veces creemos
algo sobre una persona y resulta ser otra cosa muy
diferente. Nos chocamos en la vida y volvemos a em-
pezar. No sé si yo esté a tiempo para hacerlo.
Por la calle cruza un guarda blanco con su arma en
alto. La gente empieza a acelerar el paso. Me encuen-
tro lejos de mi casa aún. Deberé buscar refugio en
otra parte. El gobierno decretó que, en caso de emer-
gencia, los ciudadanos tienen la obligación de reci-
bir en sus casas a cualquier transeúnte. Los rebeldes
no acostumbran a quedarse, están muy lejos cuando
suceden los hechos. Así que no hay probabilidad de
confusión.
Suena la alarma. Timbro en una casa de fachada
verde manzana y puerta café. Desde adentro se escu-
chan unos pasos que se acercan.
Silencio y otros cuentos 31

–Javier, ¿eres tú? –pregunta ella cuando abre. Des-


pués de tantos años, y por casualidad, vuelvo a verla.
–Sí, Sandra. Soy yo, Javier Granados –iba a decir-
le: “el hombre con quien no quisiste casarte”, pero me
contuve.
Con un gesto de la mano me hace seguir. Luego,
mira la calle asegurándose, que no haya nadie más y
cierra. Sandra me señala un sillón. Hasta aquí llega el
olor de la comida que está preparando.
–¿Él está aquí? –pregunto.
–No. Ni mi esposo ni mis hijos se encuentran –con-
testa mientras se dirige a la cocina. El tiempo también
ha pasado sobre ella, es más robusta. Pero continúa
siendo bella.
La casa está muy ordenada, ni una pizca de polvo.
Cada objeto armoniza con los demás. Estando aquí,
me siento tranquilo. Demora mucho en la cocina. ¿Por
qué huye? ¿Tendrá miedo de que le pregunte la razón
por la cual lo prefirió a él? La señorita Sandra Linares
sobresalía entre las demás por su belleza, su elegan-
cia… durante varias semanas la visité en su casa. Le
propuse matrimonio, pero ella me rechazó diciendo
que no estaba lista. Excusas. Poco tiempo después me
enteré de que le había aceptado la propuesta a otro.
Nunca quise averiguar su nombre. Me contaron que
él sabía arreglar la cerca, reparar el tejado, conducir y
hasta bailar. Yo no. Lo único que sabía era enseñar y
escribirle malos poemas. Por fin sale de la cocina. Trae
una taza de café.
–Y bien, ¿qué has hecho durante estos años? ¿Te
casaste? –me pregunta. Está pálida y le tiembla un
poco la mano al entregarme la taza.
32 Ángela Rengifo

—No. Lo único que he hecho es enseñar. Ya me


jubilaron —ambos guardamos silencio. Ella va a en-
cender la televisión—. Sandra, ¿eres feliz?
—¿Por qué quieres remover los problemas del pa-
sado? –dice mirándome fijamente y sosteniendo el
control remoto. Suena de nuevo la alarma—. Creo
que ya puedes irte, Javier. Me alegra haberte visto.
Muy despacio dejo la taza sobre una mesita y me
pongo de pie. Ella abre la puerta. Le doy la mano an-
tes de irme.
Otra vez las personas vuelven a caminar con ner-
viosismo. Mis zapatos me están tallando y en mi ca-
beza se repiten sus palabras: “¿Por qué quieres re-
mover los problemas del pasado?”. Pudo haber dicho
otra frase como: “No tienes que preguntar esas co-
sas”, o, simplemente: “Sí, soy muy feliz”. Pero dijo:
“problemas del pasado”. Eso es lo único que fui para
ella: un problema.
Faltan algunas cuadras antes de llegar a mi apar-
tamento. Hay mucho movimiento en el sitio: aquí
detonó la bomba. La gente dice que mató a dos tran-
seúntes. El sitio está acordonado, tendré que desviar-
me. Los periodistas toman fotos a la escena. Según
ellos, es necesario que la ciudadanía se entere de lo
que son capaces los rebeldes y así puedan compren-
der la importante función cumplida por el gobierno.
Tropiezo con un antebrazo, ha caído varios metros a
la redonda. No soy capaz de avisarle a nadie. Siento
náuseas.
Cuando llegué al apartamento, la cabeza todavía
me daba vueltas. Tuve que caminar bastante para lo-
grar entrar, el recuerdo del antebrazo estuvo todo el
Silencio y otros cuentos 33

tiempo en mi memoria. Me pregunto qué pensarán


los familiares de las víctimas. El gobierno dice que
es necesario el sacrificio de unos cuantos por el bien
de todos. No sé que tan cierto sea. Pensé que uno de
los muertos, descuartizados, pude haber sido yo. Las
cuatro paredes de mi habitación me asfixiaron más
que de costumbre. Empaqué mis cosas. Quería huir.
Ahora estoy aquí, después de pensarlo mucho.
¿Adónde más puede ir un viejo como yo, solo y sin
dinero? Las monjas me tratan bien, pero extraño mi
libertad: es muy estricto el horario de las comidas y
podemos salir únicamente los fines de semana. El
cuarto es pequeño, limpio y con un amplio ventanal.
Hay una cama, un espejo, un escritorio con su silla
y una mesita de noche. Sobre el escritorio puse mi
trofeo, después de limpiarlo con cuidado. Al lado, la
bandera doblada con el roto hacia dentro. Tengo el
diccionario en mis manos. Fatalismo… venenoso…
tiburón… tic-tac… tiempo: “…se le da con mucha
frecuencia un valor patético, como sucesión de ins-
tantes que llegan y pasan inexorablemente y en los
que se desenvuelve la vida y la actividad…”. Cierto,
el tiempo es inexorable. Aún no se me ocurre cómo
empezar el ensayo. Dentro de mí hay algo que pronto
va a estallar, pero me faltan las palabras. Mientras
la hoja continúa en blanco sobre el escritorio, miro
por el ventanal hacia el jardín. No se me ocurre nada,
sólo el tiempo que pasa.
La casa

A esta hora se escucha el silencio y se habla con la


muerte. El viento me trae murmullos de cadenas que
lloran el pasado. Ignacio sigue encerrado como siem-
pre. Le enfurece que yo sepa sus cosas, pero las sé des-
de hace mucho tiempo. Milord permanece sentado al
pie de su puerta esperando verla abierta como en los
viejos tiempos. ¡Pobre! Se le está cayendo el pelo y las
garrapatas caminan por todo su cuerpo. Intenté lim-
piarlo, pero fue inútil: ya estaba invadido. Vive aquí
desde cuando nació, el paso de los años lo ha marcado
tanto como a nosotros y como a esta casa.
Mientras camino se escucha el chirrido de las ta-
blas viejas sobre el piso. Cierro las puertas y las ven-
tanas sólo por costumbre, un ladrón no tendría nada
que llevarse de aquí. Muebles oxidados por el uso,
cuadros con la imagen de santos borrosos… ningún
objeto valioso entre estas cuatro paredes despintadas
que están a punto de caerse.
—¡Qué pasa, Ana María! No me dejas concentrar
—grita Ignacio.
Su voz es como el sonido de las hojas secas mien-
tras se pisan. Desde la puerta medio abierta, Ignacio
me mira con sus ojos casi amarillos. Detrás puede
verse el resplandor de muchas velas encendidas. Está
flaco, le hace competencia al perro que ahora trata de
entrar a su pieza.
—No creo que necesites concentrarte –contesto.
—Deja de andar por toda la casa, vete a dormir.
Te pareces a los muertos con los que hablo –agrega
Ignacio.
36 Ángela Rengifo

–¿Y qué te dicen los muertos? –pregunto. Él me


sonríe maliciosamente.
—Dicen que quieren venganza —responde y vuel-
ve a encerrarse.
Aunque haya salido el sol y los pájaros canten
afuera, las mañanas no son como antes. Nunca más
papá Roberto asomará por la colina con una sonrisa
en la boca y un bulto de mora en los brazos.
—¡Ceneida, Ceneida! Traiga algo para echar estas
moras –grita Roberto.
—¿Dónde está Ignacio? —pregunta ella mientras
seca sus manos en el delantal que lleva puesto.
—Deje de mimar tanto a ese muchacho. Por ahí de-
tracito viene, es muy flojo —contesta Roberto—. Vea,
la niña sí es juiciosa: ya me consiguió un canasto.
—Ana María, tráigale agua a su papá y a su herma-
no —ordena Ceneida mientras Milord sale corriendo
hasta alcanzar a Ignacio.
Nunca más los amaneceres tendrán el olor de leche
recién ordeñada, el paso del sueño a la vida no será
como antes. La naturaleza se puso triste, cada desper-
tar revive el recuerdo. La tierra que nutre al hombre se
convirtió en su enemiga, lo ha vuelto un esclavo. El sol
sirve como testigo mudo de la crueldad. Quisiera no
levantarme, sería mejor estar muerta.
Ignacio no está en su cuarto, todos los días sale
muy temprano dizque a trotar. Se me hace raro que
hoy no haya dejado la pieza con llave. Milord busca
en todas las cosas el rastro de su amo: huele las sá-
banas sucias, la cama destendida, los restos de velas
que hay sobre el piso, las patas de gallo, las plumas de
pájaros… Se decepciona, no puede encontrar nada:
ya no es tan buen rastreador.
Silencio y otros cuentos 37

En la pared del fondo está colgada la foto de mis


padres. Eran muy jóvenes cuando se la tomaron,
creo que estaban recién casados. Aun así su cara re-
fleja cierta seriedad o más bien amargura. Es la única
imagen que Ignacio y yo tenemos de ellos, quizá él
la trajo hasta aquí para sentirse acompañado. Milord
me mira con ojos apagados al salir de la habitación. A
medida que cierro la puerta desaparecen de mi vista
aquellos rostros casi invisibles por el tiempo.
Ese día Milord nos despertó aullando. Ese sonido
despidió la noche, entró por los pasillos y llegó hasta
nuestros oídos. Ignacio y mi papá salieron a recoger
las moras. Yo me quedé con mi mamá en la cocina
ayudándole a asar arepas.
—Anoche tuve un sueño –dijo.
—¿Qué soñaste?
—Soñé que su papá estaba muy contento porque
le iban a comprar la finca y que viajaba a la capital
para terminar el negocio. Se despidió de mí con un
beso en la mejilla. Luego me desperté.
No quise contestarle nada. Ignacio nos escuchaba
desde la entrada de la cocina. Estaba pálido, con la
mirada perdida y la camiseta ensangrentada.
—¡Mijo, qué le pasó! ¡Dónde está su papá! —grita
Ceneida mientras camina hasta el lugar donde conti-
núa de pie Ignacio —¡Qué le pasa! ¡Por qué se queda
callado! —insiste al tiempo que lo zarandea.
–Ya se fue, mamá –contesta Ignacio con voz tem-
blorosa—: se lo llevó la muerte.
Ceneida cae de rodilla sobre el piso y empieza a
llorar mientras se muerde los puños.
—¿Cómo?
38 Ángela Rengifo

—Yo vi cuando don Pelayo le disparó por no en-


tregarle la plata que le debía. Lo traje a rastras desde
esa casa, la mancha de su sangre quedó sobre el piso
y sobre mí.
Don Pelayo se murió de viejo, hinchado por la
maldad. Les dejó a sus hijos las tierras, ahora ellos
tienen allí los cultivos y no les gusta que nadie se
acerque a sus propiedades. Milord se encuentra bas-
tante inquieto esta mañana, da vueltas a mi alrede-
dor y me invita a seguirlo. Las cuatro gallinas que te-
nía en el patio están muertas. Todas desperdigadas y
con el pescuezo torcido. Botan una babilla blanca por
sus picos, las moscas empiezan a rondar sus cadáve-
res. Están sin crestas y sin patas. Seguramente fue
Ignacio para hacer sus porquerías. Milord las huele y
corretea nervioso alrededor de ellas. Mientras tanto,
empiezo a cavar un hueco donde enterrarlas.
Ceneida no quiso ver el cuerpo de mi padre ni yo
tampoco. Ignacio fue quien se encargó de limpiarlo
y después compró en el pueblo un ataúd. El cura ni
siquiera le hizo una oración, todos temían las repre-
salias de don Pelayo. Sólo podíamos estar de un lado:
a favor o en contra suya, quien ayudaba a uno de sus
enemigos también era su enemigo. Ya era mucho que
el curita permitiera enterrarlo en campo santo. Igna-
cio cubría poco a poco con tierra el ataúd. Suena igual
el golpe de la tierra al caer sobre las gallinas muertas.
Milord se ha echado en el pasillo que da la entrada,
desde allí me miran sus ojos tristes.
Los truenos hacen vibrar la casa y los relámpagos
se cuelan por las paredes para interrumpir la oscuri-
dad. El agua moja la tierra, despide un olor a podre-
Silencio y otros cuentos 39

dumbre. El ataúd está en medio de la sala y Milord,


echado al pie. Aparte del perro, nadie acompaña a Ig-
nacio; únicamente yo. No es extraño, siempre estuvi-
mos solos. Como al medio día vino un muchachito a
decirme la razón: “Doña María, vaya por Ignacio que
lo tienen en el hospital”. No me dijo nada más y salió
corriendo. Lo mismo hice yo para ir al pueblo. Cuan-
do la gente me veía pasar armaba corrillo. Llegué al
hospital y pregunté en voz alta por mi hermano. To-
dos me miraron. Una enfermera sintió compasión y
me susurró: “Lo tienen en la morgue”. En ese mo-
mento quedé sin saber qué hacer, sólo escuché a una
mujer contándole a otra: “Lo mataron por robarse
unos mangos de las tierras de don Pelayo”.
Alguien, no sé quién, me llevó hasta otra sala para
mostrarme el cuerpo de Ignacio. Estaba helado. En el
pecho se le veían los orificios por donde entraron las
balas: los acaricié. No quise llorar porque su rostro
reflejaba mucha tranquilidad y quizá también ale-
gría. Un hombre me dijo que traerían el ataúd hasta
la casa. Ignacio no va a quedar en ningún cementerio,
su tumba será el patio donde jugábamos cuando éra-
mos niños. Lo tendré conmigo para siempre.
Ceneida no pudo resistir por mucho tiempo. Duró
dos meses después de enterrar a Roberto. Se había
vuelto indiferente a todos los quehaceres de la casa.
Ignacio iba a recoger las moras para conseguir con
qué comer, yo me quedaba ordeñando y haciendo
las arepas. Milord lo seguía unas veces, y otras, per-
manecía conmigo. Ella pasaba el tiempo acostada
en la hamaca del corredor, miraba hacia el punto de
la montaña donde creía que quedaban las tierras de
40 Ángela Rengifo

don Pelayo. Casi no dormía, de vez en cuando suspi-


raba o hablaba en murmullos como invocando a mi
padre muerto. Así pasaron dos meses. Nos acostum-
bramos a su ausencia, hasta que un día Milord no se
cansó de lamerle las manos para hacernos entender
que estaba muerta.
Desde entonces, Ignacio y yo tuvimos que seguir
la vida solos. No entendíamos cómo de un momento
a otro todo se había derrumbado. Ignacio empezó a
cambiar, no soportó el peso de la sangre que pedía
venganza sin poder saciarse. Mantenía encerrado
muchas horas. Únicamente salía a conseguir aquello
que, según él, hacía falta para consumar la venganza.
Recorría los campos en la noche o en la madrugada
buscando animales muertos o cosas por el estilo. Mi-
lord iba detrás de él hasta que un día también trató
de matarlo. Cuando se enteró de que don Pelayo ha-
bía muerto, dijo que había logrado la victoria. Nunca
lo vi tan feliz. Pensé que volvería a ser como antes,
pero no: la casa empezó a destruirse poco a poco con
nosotros adentro.
Es mejor cerrar todas las puertas y ventanas, el día
sigue nublado y parece que va a llover otra vez. Igna-
cio ya reposa en su tumba. Sólo Milord me acompa-
ñó en el entierro, creo que se siente tan triste como
yo. Mis pisadas se escuchan con mayor fuerza por el
silencio. La pieza de Ignacio está casi a oscuras, pe-
netra un poco de luz por un hueco en la pared. Puedo
ver la foto de mis padres. ¡Milord! ¡Ven aquí, Milord!
Acompáñame mientras esperamos que todo termine.
Réquiem

Las personas que transitan por allí miran asusta-


das. Frente a la casa están parqueados una ambulan-
cia y un carro de bomberos. El incendio sólo afectó
esa vivienda. Lo que antes era un jardín de naran-
jos se convirtió en cenizas y ramas secas. La fachada
se llenó de tizne, el techo se vino al suelo. Un vecino
había informado a los bomberos sobre el incendio
para que socorrieran a la única habitante de la casa,
una joven entre veinte y veinticinco años. A pesar del
humo, un claro de luz corta la penumbra. En lo que
pudo haber sido la habitación, encuentran sobre el
piso una masa calcinada. Está calva y con los brazos
en posición de movimiento, al parecer por defender-
se de las llamas.
Desde la esquina, alguien observa lo que sucede.
Tiene las manos impregnadas de petróleo y lleva un
encendedor azul. Ve que los paramédicos sacan el
cuerpo cubierto con una manta blanca.
—Allá está, Susana. Corre a atenderlo –le dice otra
mesera con una sonrisa pícara.
Susana deja sobre el mesón la bandeja que pen-
saba llevar a otra mesa. Se acomoda el escote de la
blusa y sube un poco su minifalda. A pesar de que es
coja, camina segura haciendo mover su pelo y llevan-
do en la mano una libreta.
–Buenas tardes, señor Cáceres. ¿Qué desean co-
mer?
Es mucho mayor que ella. Vino acompañado por
un amigo y un niño.
42 Ángela Rengifo

—El menú que haya para hoy. Le presento un


compañero de la oficina y a mi hijo —Susana pasa el
lapicero a su mano izquierda para saludar al señor.
Luego acaricia la cabeza del niño.
—¿Cuántos años tienes, precioso? —pregunta.
El niño se recuesta sobre el pecho de su padre. Tí-
midamente saca cuatro deditos.
—Lo puso nervioso la muchacha, ¿no? —dice el
otro señor. Todos ríen.
—En un momento traigo la orden —continúa Su-
sana al tiempo que pasa de nuevo su lapicero a la
mano derecha y lo pone a bailar entre sus dedos.
Mientras los tres almuerzan, Susana se mueve
muy animada atendiendo las otras mesas. Ella se
acerca a la caja cuando ve que él va a pagar la cuenta.
Su compañera, la misma que le avisó cuando llegó, le
cede el turno.
—¿Cuánto le debo? —pregunta mirándola a los
ojos. Ella sonríe con malicia. Él pasa por la ventanilla
un billete. Sus manos se acarician.
Puso el despertador bajo su almohada para que
no hiciera ruido. Al abrir los ojos, se asusta por la
sombra del naranjo. Parece que la abuela no escuchó
nada, sigue roncando. Con mucho cuidado desen-
vuelve las cobijas y pone varias almohadas bajo ellas.
Despacio. Primero un pie; luego el otro. La pijama
larga y ancha cae sobre el piso. Se pone unos jeans y
una blusa. Falta la peineta. ¡Merlín! Quédate quieto,
estas no son horas de lamerse. No vayas a maullar
¡Maldito gato! La abuela se voltea en la cama, pero
continúa profunda. Ahora la puerta. Lentamente co-
mienza a abrirla, sólo el espacio suficiente para salir.
Puedes venir, Merlín, pero apúrate.
Silencio y otros cuentos 43

El bar está menos lleno que de costumbre. Alejan-


dro y Maritza se encuentran en una mesa del rincón
¿Qué hacen? Hay poca luz. ¿Se abrazan… se besan?
Qué importa. Con Maritza no hay ningún problema.
¿Tal vez con otra? Da lo mismo.
—Estabas demorándote –dice Alejandro mientras
se acomoda la camisa. Maritza bebe un poco de bran-
dy—. Todavía volándose de la pobre viejita —ambos
ríen.
—Con mi abuela no te metas, Alejandro —contes-
ta Susana. Alejandro y Maritza guardan silencio. Los
tres se miran serios.
—Calma, amiga. Siéntate a beber con nosotros
—dice Maritza. Susana frunce la nariz.
—Hazle caso –agrega Alejandro, que se ha puesto
de pie y la abraza. Maritza los mira.
Susana por aquí, Susana por allá. Le gusta bai-
lar siempre con los chicos que me gustan. Conduce
despacio. Único carro en la avenida. Tanto esfuerzo
para nada. Al final, la otra se queda con lo que yo
quiero. Para mí sólo quedan las sobras. Es de ma-
drugada, la lluvia opaca los vidrios. “¿Cómo se llama
ella? ¿Susana? ¿Es tu mejor amiga?”. Y yo como una
idiota creyendo que me busca a mí. Los bombillos
de atrás están dañados, el limpiabrisas no funciona
correctamente. “Maritza, ¿qué te pasa?”. “Pero yo no
soy adivina. No sabía que te gustaba”. Como si no
la conociera. Acelera la velocidad, manipula brusca-
mente el direccional y los cambios. Quisiera zaran-
dearla, dañarle su linda cara… Por el vidrio se ve
borroso, cada vez avanza más rápido. Una camione-
ta viene por el lado derecho del carro. No alcanzan a
44 Ángela Rengifo

frenar. Ni la cojera, recuerdo del accidente, espanta


a los hombres. Siempre es lo mismo, a mí me toca
sobarme con las almohadas. ¡Te odio, Alejandro!
Eres cariñoso pero apenas viene ella, cambias. ¡Es-
túpido! Como si fueras el único que le hace el favor-
cito a Susanita.
Cierra la puerta, nadie nos vio entrar. ¿Pongo mú-
sica? No, mejor en silencio. Tampoco enciendas la
luz. La hace sentar a su lado. Acaricia despacio su ca-
bello largo, dibuja sus cejas, su nariz, sus labios. Ella
lo abraza muy fuerte. Te necesito, Pablo. Su cuerpo
está temblando, sudan sus manos. Bobita, no te haré
daño. Sus dedos empiezan a dibujar el cuello, los
hombros, sus senos firmes. Ella se desabotona lenta-
mente, no tiene sostén. Trata de ocultar un mordis-
co. Es tan distinto a Alejandro. Empieza a sacarle la
camisa. La acuesta, los dedos continúan dibujando,
bajan hasta el ombligo, siguen en línea recta. Ella
besa su pecho, acaricia su espalda. ¿Por qué tiemblas,
Susanita? La falda y el panty empiezan a salir. Baja
la bragueta, siente algo duro. Los dedos dibujan las
caderas, la pelvis… termina de bajarse los pantalo-
nes. Ella sonríe, acaricia su rostro, sus canas. Poco a
poco le abre las piernas. Respira cada vez más rápido,
guía sus manos hasta donde quiere sentirlas, lo besa
en la boca. Despacio, Pablo. Eso… así. Besa sus senos.
Ella aprieta su espalda, gime. ¿Me quieres, Pablo? Él
la penetra más hondo, levanta un poco su cuerpo, le
besa el cuello. Sí, sé que me quieres.
–Hoy estuve en el cementerio. Tenía miedo, Pa-
blo. La casa está muy sola –dice ella recostada sobre
su pecho–. Por eso te llamé a estas horas.
Silencio y otros cuentos 45

–No importa. Estoy aquí para acompañarte –con-


testa él.
–Ella… ¿Ella no se da cuenta?
–¿Quién? ¿Margarita? No sé. Tal vez. Pero nunca
me dice nada.
–¿Y si ella te hiciera lo mismo? ¿Si buscara a otro?
Pablo se ríe.
–Margarita es incapaz de hacerlo.
–¿Qué pasaría si lo hiciera? O, mejor. ¿qué pasaría
si yo tuviera otro hombre? –Pablo se queda callado.
Susana se sienta y lo mira esperando una respuesta.
–No digas eso, mi niña –contesta y la abraza muy
fuerte–. Tú tampoco harías eso.
Azucenas, rosas, lirios… Susana compra un ramo
de claveles rojos. Alcanza a ver la torre, el sonido de
las campanas anuncia que pronto empezará la misa.
Algunas personas ingresan al templo, pero Susana se
queda en la puerta. Sus párpados están hinchados.
Mira el altar, las imágenes, los vitrales… como cuan-
do era niña y su abuela la llevaba a la iglesia. Siempre
se quedaba dormida sobre sus piernas. Ahora era ella
quien dormía para no despertar.
Susana camina bajo el sol de la una hasta el fon-
do del cementerio. El silencio deja escuchar el eco de
voces que cantan en misa. No puede entender bien lo
que dicen. Quisiera dejar de oírlo, la tonada es triste.
Intenta en vano mirar el paisaje. Cualquiera diría que
es un día hermoso, para ella no lo es. Al llegar reco-
noce la tumba. Es la única con tierra removida y to-
davía sin lápida. Susana se arrodilla, pone las flores.
Los niños están en el colegio. Pablo no fue a la
oficina. Mira en el periódico la foto del incendio, las
46 Ángela Rengifo

autoridades no han podido esclarecer lo que sucedió.


Sufre, ella no volverá. Siente en su rostro la caricia de
unas manos. Es Margarita que trae el café y lo besa
en la mejilla. Ella vuelve a la cocina. Sobre el mesón
todavía se encuentra aquel encendedor azul. Lo ha-
bía dejado allí después de utilizarlo el día anterior.
Más tranquila, va a guardarlo en un cajón donde sus
hijos no puedan alcanzarlo.
El sueño de las migajas

Ya te he dicho que siempre es lo mismo. Amá trae


la única comida del día en la mañana; primero siento
sus pasos por el corredor, luego el crujir de la chapa
cuando ella abre la puerta. Entra con confianza, sabe
que a ella no le haría daño; pero conmigo es hostil, no
me dirige la mirada y si lo hace, en sus ojos veo rabia.
Muchas veces creo que me culpa por ser así. Quisiera
que me sentara en sus piernas a contarme historias
como cuando era pequeño, cuando todavía tenía mu-
chas esperanzas puestas en mí. Por los barrotes de la
ventana veo como ahora hace lo mismo con su nieto,
con el hijo de Rodolfo.
Rodolfo siente vergüenza de mí, dice que nunca
debí haber nacido, que no los dejo ser felices. Eso
yo no lo entiendo, son ellos quienes me tienen aquí
encerrado en estas cuatro paredes oscuras y frías. A
veces amá no abre la ventana y paso el día entero sin
ver la luz del sol. Antes podía al menos salir al patio
a ver cómo el molino daba vueltas, vueltas y vueltas
y siempre regresaba al mismo punto: eso me parece
hermoso. No te digo esto para que me compadezcas,
sino porque sé que eres el único que me entiende.
Amá se disgustó mucho esa mañana. A pesar de su
indiferencia conmigo no quería aceptar que yo había
sido y es verdad, yo no fui, tú lo sabes, tú siempre me
ves aunque yo no te veo siempre, sé que de día te es-
condes para que los demás no te descubran. Rodolfo
no lo aceptó: “¿Quién más pudo haber sido!”, gritó
mientras me lanzaba con furia al piso y aunque me
48 Ángela Rengifo

salía sangre de la boca seguía dándome patadas. Sólo


un rato después amá dijo: “Basta”. Mientras tanto
yo miraba al niño, espiaba tras la puerta y yo sé que
reía, se reía de mí que no pude defenderme, nadie me
creería, pero yo vi que fue él.
Antes no me dejaban con llave. Esa noche estaba
sentado en el corredor viendo cómo las hormigas iban
y venían llevando pedacitos de comida que encontra-
ban por el camino. A veces quisiera ser una hormiga
y caminar y caminar para recorrer el mundo, para ver
muchas cosas. Sentí un ruido en la cocina, fui a ver
qué era y allí estaba el niño atragantándose pedazos
de pan. Yo le dije que no hiciera eso, que me obede-
ciera, que era mayor que él. Me miró con desprecio y
dándome un pedazo, me dijo: “No olvides que fuis-
te tú”. Salió corriendo. Como tenía hambre comí un
poco de pan y las migajas se las tiraba a las hormigas.
El resto ya lo sabes. Después de los golpes, Rodol-
fo me arrastró con fuerza. Yo sólo miraba el vestido
de amá lleno de flores, quería perderme en ese jar-
dín. Amá echó llave a la puerta y desde entonces es
lo mismo todos los días. No sé si algún día saldré de
aquí, ahora más que nunca quisiera ser una hormiga
para pasar por debajo de la puerta y caminar lejos,
lejos de las burlas del niño, los golpes de Rodolfo y la
indiferencia de amá.
Eva

Samara escoge uno de los volúmenes que cuando


estaba pequeña no alcanzaba. El despacho del abue-
lo muerto se parece a esas bibliotecas subterráneas
de las películas. Su abuela decidió clausurar las ven-
tanas pues nadie entraba allí. La ornamentación es
rasa: un escritorio enorme, un sillón alto, estantes
llenos de libros. Sólo llama la atención esa foto colga-
da frente al escritorio.
Es un retrato a blanco y negro de la familia. En
el centro sobresale la figura del abuelo. Lleva puesto
un traje negro que combina con su bigote y sus ojos.
La expresión es hermética: sus labios dibujan una
línea recta y su frente una arruga; las gafas redon-
das terminan de darle carácter. Al lado izquierdo se
encuentra la abuela. También lleva puesto un traje
oscuro de manga larga, cuello alto y que le llega hasta
los tobillos; encima tiene un delantal blanco. Su pelo
está recogido en dos trenzas que rodean la cabeza.
El rostro no es muy diferente a como es ahora: lar-
gas pestañas, nariz respingada y labios pequeños e
inertes. A ambos lados de la foto se hallan las niñas
que, en contraste con sus padres, sonríen alegremen-
te. Al lado del abuelo está la madre de Samara, una
pequeña de nueve años que lleva puesto un vestido
de mangas bombachas sobre el cual caen dos trenzas.
Al pie de la abuela se encuentra la tía Eva. Tiene el ca-
bello suelto adornado con una cinta. Lleva puesto un
vestido infantil como el de la hermana, pero le queda
pequeño. Su mirada revela un brillo distinto. Por la
50 Ángela Rengifo

estatura puede decirse que cuando la tía Eva se tomó


la foto tenía la misma edad que ahora tiene Samara.
A Samara no le gusta leer. Si ha entrado al des-
pacho del abuelo es porque lo considera uno de los
espacios menos aburridores de la finca. Busca mis-
terios donde no los hay. Imagina que entre los libros
del abuelo puede encontrar una carta secreta o algo
parecido. La idea de venir a pasar vacaciones en este
lugar fue de su madre. Durante el año escolar no sacó
buenas notas. Mandarla allí era un castigo porque en
casa de la abuela no había Internet, ni videojuegos,
ni amigos. En cuanto a su papá, había dejado de vivir
con ellas desde que cumplió ocho años. Cada quince
días la visitaba. No se opuso a la decisión de la ma-
dre puesto que también consideró necesario el escar-
miento.
El ejemplar que acaba de bajar le llamó la aten-
ción por ser el más grande. En la portada dice “Ana-
tomía”. Abre una página al azar y queda cautivada:
están retratados dos cuerpos desnudos de un hombre
y una mujer, acompañados por los nombres de sus
órganos y descripciones detalladas. En el colegio le
han dado clases de educación sexual, pero no es lo
mismo. Siempre tiene la impresión de que le escon-
den algo, cada explicación va seguida por una adver-
tencia. Encontrar este libro con tanta información
justo en la biblioteca del abuelo le parece una ironía.
Con la yema del dedo índice acaricia los dibujos sin
temor. Sus ojos y sus manos siguen devorando pági-
nas.
Al escuchar los gritos de la abuela cierra el libro
de un golpe. Si llega a ser descubierta la pasará mal.
Silencio y otros cuentos 51

Le extraña que los alaridos no se acerquen a ella sino


que se sientan en la huerta. Deja el libro en su lugar
y sale para ver qué está pasando. Es su tía Eva. La
familia dice que ella está loca pero Samara no había
podido creerlo, menos si la recibió tan normal. Aho-
ra está arrodillada sobre el huerto comiendo tomates
maduros y restregándoselos por el cuerpo. La abuela
grita y le lanza una mirada furiosa desde la puerta.
José y Agripina, trabajadores de la finca, van por la
tía. “Tomás, traiga la inyección”. Samara sabe que el
nieto de la pareja trabaja también allí, pero lo que no
sabía es que fuera tan grande o, mejor, tan joven. Un
muchacho al que apenas le está quedando grande el
cuerpo.
Con una mano la abuela sujeta su frente y con la
otra, su cintura. José y Tomás levantan a la tía Eva
por la fuerza. Ella empieza a vociferar y a dar pata-
das. La sujetan. Agripina clava la aguja dentro de su
hombro.
–Abuela, ¿por qué la tía Eva se volvió loca?
–¿Qué haces aquí, muchachita? –pregunta mien-
tras hala a Samara de un brazo–. Deberías estar estu-
diando en tu cuarto.
Cuando la abuela se la lleva, puede ver que José
carga a la tía Eva inconsciente al tiempo que escucha
instrucciones de Agripina.
La tía Eva peina a Samara, su pelo le llega casi
hasta la cintura. Ella está entretenida destapando to-
das las cajas puestas sobre el tocador. Guarda unos
collares y pulseras hechos con semillas, en otros tiene
solamente hojas. Esta habitación es distinta a los de-
más lugares de la casa, que permanecen en penum-
52 Ángela Rengifo

bra. Aquí hay grandes ventanales con vista al cam-


po. Samara puede observar a través del espejo: una
cama sencilla, a ambos lados una mesa de noche con
su respectiva lámpara –según Agripina a la tía Eva le
da miedo dormir en total oscuridad–, un escritorio
donde tiene dispersos lápices de colores y un estante
con muñecas antiguas. Le parece curioso que nada en
este cuarto revele el paso del tiempo, no hay relojes
ni fotografías.
Samara encuentra una cajita con cintas, coge una.
Le pide a la tía que se la ponga. Mira su imagen en
el espejo y sonríe porque se parece a Eva cuando le
tomaron esa fotografía del despacho. La tía coge una
muñeca. Samara también hace lo mismo, tiene su au-
torización para tocar las cosas. Solamente Agripina
puede acceder a esa habitación y ahora, ella. Su abue-
la puede entrar si Eva está dormida; normalmente
deja a Agripina encargada de su cuidado.
—Tienes que hacerle caso a Tulia —Eva se refiere
a la abuela, a quien nunca le dice mamá—. No puedes
comer los tomates de la huerta.
—¿Por qué, tía? ¿Por qué no puedo comerlos? —la
tía se pone a peinar la muñeca como si no la escucha-
ra—. ¿No quieres decirme, tía?
—Las muñecas se ponen tristes —dice y toma la
suya por la cabeza para acercarla a los ojos de Sama-
ra—. No puedes hacerlo porque las muñecas se po-
nen a llorar.
Samara comprende que no debe insistir más. Aca-
ricia su cabeza y la ayuda a recostarse. Eva se queda
dormida cantando una canción de cuna. Samara va
a poner las muñecas sobre el estante, ve una caja. La
Silencio y otros cuentos 53

abre y encuentra un diario. Lo saca, acomoda las mu-


ñecas y sale con el diario escondido bajo su blusa.
En una punta de la mesa está Tulia y en la otra,
Samara. El puesto de la tía Eva permanece vacío.
Agripina trae la sopa, le sirve un poco cada una.
—Pensé que la presencia de la niña iba a hacerle
bien a Eva y ya ves, Agripina, lo que pasa.
Samara mira de reojo a su abuela. Por las ma-
ñanas, cuando todos estaban ocupados, íbamos al
río. Nos quitábamos la ropa. Mi hermana era muy
pequeña para entender los juegos que nosotros ha-
cíamos. Ella se quedaba en la orilla recogiendo pie-
dritas; él y yo jugábamos a los peces que se tocan
pero no se cogen. Nadie podía darse cuenta cómo
era nuestro juego. Hicimos un juramento y sabía-
mos que quien abriera la boca se convertiría en un
pez de verdad.
–Señora, tenga paciencia. De pronto es mientras
se acostumbra. Mire que si la dejó entrar a su pieza
es una buena señal.
Tulia me mira feo, nunca me ha querido. Yo creo
que me tiene rabia porque mi papá me carga y a ella
no. Se enfurece si le pido a mi padre que juguemos
al caballo. Agripina sí me quiere, pero últimamente
me dice cosas que me dejan muy triste: “Pobrecita,
ya está por llegarle”. Yo no sé quién o qué está por
llegar. Pero siento que será algo terrible.
–Aunque me consuela que la muchachita esté
aquí. Así no tiene tiempo de andar con “amiguitos”,
sino que se queda juiciosa estudiando.
Agripina regresa a la cocina y envía a su nieto para
llevar la ensalada. Tomás viste un overol y está des-
54 Ángela Rengifo

calzo. Tiene el pelo muy corto. Cuando intenta ser-


virle a Samara, se le cae el tenedor. La abuela no le
presta atención.
Hasta que Tulia dijo: “No vuelves a jugar en el
campo. Ya estás muy grande y debes aprender otras
cosas. Pronto te irás de la casa, tendrás marido”. Pero
yo no quiero casarme. Ahora más que nunca siento
deseos de jugar a los peces con mi amigo. Una vez
me volé para buscarlo. Pero tuve que bañarme sola:
sé que no volveré a verlo. Al regresar, Tulia casi me
mata a golpes. Me encerró en el sótano todo el día.
Agripina y Tomás están en la cocina tomando su
almuerzo. La abuela guarda silencio. Samara termina
de comer rápidamente.
–Abuela, quiero más ensalada –dice.
–¡Tomás, trae más ensalada! –ordena la abuela.
El muchacho sale con la bandeja y se acerca a ella.
Ésta le hace un gesto señalando a su nieta y sigue
comiendo con la cabeza agachada. Tomás se dirige
hacia Samara, sostiene el tenedor con fuerza. Ella le
señala con malicia donde quiere que le sirva; en la
cara de él se dibuja una mueca de disgusto.
No sé si los tomates tienen la culpa. Todo empezó
ese día que fuimos al circo y papá le dijo a ese señor
que le arreglara una cerca. Vino con su hijo. ¡Podría
tener de nuevo un amigo! La primera vez hablé con
él un momento, le dije que regresara de noche así
nadie lo vería. Cuando estuvo aquí, como era tan
tarde, no pudimos ir al río. Entonces lo llevé hasta
la huerta. No sé si los tomates tienen la culpa pero
no he vuelto a sangrar. Tengo miedo de lo que Tulia
pueda hacerme cuando sepa todo.
Silencio y otros cuentos 55

Después que Tomás termina de servirle la ensala-


da, Samara le sonríe.

El sol de la tarde hace ver las semillas color ro-


sado. Agripina está sentada sobre un tronco con las
piernas abiertas. Su gran faldón abriga todas las se-
millas, que después de espulgar arroja sobre un cos-
tal extendido frente a ella. Samara se sienta al lado,
coge unas cuantas semillas de la falda.
—Tú sí sabes, Agripina —dice Samara mirando las
semillas. Agripina suspende un momento su labor—.
Dime, ¿por qué la tía Eva se volvió loca?
Agripina sonríe.
—Pues si su tía se volvió loca era porque tenía que
ser así y punto.
—Ella era normal, yo la vi en la foto del despacho.
Tuvo que pasarle algo.
—Tienes muchas imaginaciones en tu cabeza.
—Mi abuela es culpable, ¿cierto? No me mires así:
yo tengo el diario, sé muchas cosas.
Agripina amontona con brusquedad las semillas
que le faltan, sacude sus manos y su falda.
—Devuelva ese diario donde lo encontró y no pre-
gunte nada más.
—¿Es por eso que la tía Eva se puso otra vez mal,
porque no encontró el diario? Pensaban que la abue-
la se lo llevó. Pero no, lo tengo yo. Quiero saber, Agri-
pina, ¿qué pasó con el bebé de la tía Eva? —Agripina
finge revisar las semillas del costal. Samara se impa-
cienta–. Si no me lo dices, entonces voy a llevarle el
diario a la abuela.
56 Ángela Rengifo

–Promete que vas a devolver el diario y que no le


vas a decir nada a nadie –dice Agripina con la mirada
baja. Samara asiente–. Ese bebé nunca nació. Doña
Tulia se encargó de eso. Sólo yo lo sabía y ahora lo
sabes tú.
Samara observa con asco las semillas que tiene en
la mano. Las arroja lejos y sale corriendo. Escucha
unos hachazos. Ve a Tomás cortando leña para el fo-
gón. Corre hacia él.
–Vamos, Tomás –le dice halándolo del brazo–, ju-
guemos un rato.
–No, no. Tengo que llevar esto a la casa o si no su
abuela se enoja. Además, a ella no le gustaría que yo
jugara con usted.
–Ella no se va a dar cuenta. Es un momentico,
nada más.
Tomás cede y sale detrás de ella. Llegan al río.
Samara empieza a desvestirse.
–¡Qué hace! –pregunta él.
–Vamos a bañarnos en el río. Quítate la ropa o
¿vas a llegar mojado? Rápido, antes que empiecen a
buscarnos.
Confundido, Tomás se quita el overol. Samara lo
invita desde el agua. Él entra, guarda cierta distancia.
–Este se llama el juego de los peces. No puedes
decírselo a nadie, si lo haces, te convertirás en pez.
Tomás ríe. Samara se le acerca y le da un beso en
la frente. Sus narices se acercan, sus bocas. Por pri-
mera vez ambos nadan en el cuerpo desnudo de otro.
Samara abre con cuidado la puerta para no hacer
ruido. Ve a la tía Eva dormida, seguramente sedada.
Se fija que no haya nadie en el pasillo y cierra la puer-
Silencio y otros cuentos 57

ta. Debajo de su blusa lleva el diario, se acerca a una


de las lámparas para leer por última vez lo que ella
misma escribió: “La tía Eva come tomates porque
está triste, porque se acuerda de lo que pasó. Ella no
deseaba que fuera así, Tulia la encerró en el sótano
y sacó de su cuerpo la gran verdad. Ahora vive fuera
del tiempo o, más bien, en el único tiempo: cuando
todavía era niña y jugaba en el río como los peces. Yo
no tengo culpa de nada eso, tía. Pero te pido perdón”.
Samara acaricia la cabeza de Eva y regresa el diario a
la caja. Luego, abandona la habitación.
Victoria

Ramiro lo supo por una caricia. Ella era como un


refugio, la cueva oscura y cálida en la que penetra-
ba para poder sentirse él mismo. Su lugar único en
el mundo, donde nadie más tenía acceso. Al menos
eso pensó hasta ese momento. A veces le venían a la
cabeza ideas vagas, pero nunca podía confirmarlo.
Victoria lo recibió con ansias, lo miraba a los ojos sin
que aparentemente nada se interpusiera entre ellos.
Él acarició sus piernas buscando la abertura. Ella
siempre pasaba las manos por su espalda, besaba
con desespero sus hombros. Pero esta vez sus dedos
tropezaron con la primera vértebra, fueron descen-
diendo una por una en un viaje que poco a poco ganó
intensidad. Eso no se lo había enseñado. Reaccionó
con rabia, la hizo gritar. Entonces estuvo seguro.
Al otro día todo parecía normal. Victoria le sirvió
el desayuno a Camilo antes de mandarlo para el co-
legio. Luego le llevó a él una taza de café y el periódi-
co. La observaba con cuidado. Cualquier gesto que se
saliera de lo cotidiano podía revelarle la verdad o al
menos darle pistas. Por ejemplo, esa falda color beige
que le daba por encima de las rodillas. Hace varios
meses no se la ponía ¿Por qué razón la usaba ahora?
¿Acaso pensaba ir a la tienda sin decírselo? Ramiro
era muy precavido. Prefería traerle una cantidad exa-
gerada de mercado con tal que no tuviera excusa para
ir donde el tendero. Una vez la acompañó. El viejo
gordo y maloliente no tuvo el pudor de contenerse.
La miraba de arriba a abajo y, antes de salir, le dijo:
60 Ángela Rengifo

“Cuídese, señora. Que tenga un buen día”. Menos mal


había ido con ella para evitarle cualquier tentación.
Pero estaba lo de anoche y, además, esa falda color
beige por encima de las rodillas. Necesitaba pruebas,
las suficientes para decirle unas cuantas verdades en
la cara. Tal vez la manera de arreglarse el cabello. No,
eso no. Se lo había recogido como acostumbraba a
hacerlo.
A Ramiro le atormenta que Victoria trate de ayu-
darlo con los gastos de la casa. Aun así, ella prefiere
trabajar. Todas las tardes llegan señoras de la cuadra
para hacer manualidades. Le enfurece pensar lo que
puedan enseñarle esas viejas a ella. Las “reuniones”
son una excusa para formar un corrillo donde circu-
lan todos los nombres del vecindario. Allí no termina
la cosa. Por lo que ha podido escuchar, viven comen-
tando sobre “su experiencia” con los hombres. Le
aconsejan que no se deje manejar. Como si su esposa
y él necesitaran consejos, entre ellos dos se entienden
sin necesidad de que nadie más se meta.
Casi han pasado dos meses y Ramiro no puede
olvidar esa noche. Los primeros días estuvo muy
pendiente ante cualquier indicio, pero Victoria no
cambió en gran medida la rutina. No obstante, sus
nervios volvieron a aguzarse cuando ella le negó su
cuerpo. Eso fue hace una semana. Contrario a lo que
siente él, parece feliz. Toda la tarde se ha dedicado a
preparar una torta que llevará a la fiesta de Navidad.
Se reúnen donde los padres de ella.
Victoria le dice a Camilo que vaya a jugar con los
otros niños en el jardín. El árbol de Navidad, lleno
de luces y regalos, se yergue en una esquina de la
Silencio y otros cuentos 61

casa. Tienen música a todo volumen. La familia es


muy numerosa. Están todos los primos, tíos… algu-
nos vienen de otras ciudades. Empiezan los abrazos
y besos protocolarios. Ramiro no tiene ánimos para
ello, pero le toca. Entonces se le ocurre otra cosa. Su
rival puede estar muy cerca, tanto como no se alcanza
a imaginar. ¡Claro! Tiene la excusa de visitar a sus pa-
dres de modo que no fuera sorprendida. Inspecciona
con cuidado las miradas que los hombres le dirigen a
su esposa. Tal vez alguno se muestre más solícito de
la cuenta. Como el primo que nunca se casó. Aunque
vive en el extranjero, eso no es problema. Según tie-
nen entendido, el tipo viene a veces por cosas de ne-
gocios. Quién quita que uno de esos “negocios” esté
relacionado con Victoria. Además hay antecedentes.
Ese primo fue uno de los pocos que no asistió el día
de su boda. Su esposa le hablaba mucho de él y hasta
quería que le pusieran a su hijo el mismo nombre.
Ramiro se opuso rotundamente, excusándose con lo
primero que se le pasó por la cabeza. Allí estaba el
primo. Tan caballeroso, recibiéndole los paquetes y
ayudándole con la torta.
Los sigue hasta la cocina sin que se den cuenta.
Allí no está nadie más. Risitas por aquí, risitas por
allá. Hablan en voz muy baja. De pronto un abrazo.
Ramiro no puede detener sus pies y entra de una
manera inesperada. Se muerde la lengua. Ambos se
asustan, pero luego ríen. El primo sale de la cocina
después de recibir una mirada fulminante. Victoria
se acerca con paciencia donde su esposo. Pone la
mano derecha de él sobre su vientre –trata de esqui-
varla, pero al fin acepta–, lo mira distinto. Entonces,
62 Ángela Rengifo

Ramiro comprende que su regalo de Navidad está allí


guardado. Crece y dentro de unos meses lo tendrán
con ellos.
No puede dormirse. Ha estado pendiente de cual-
quier detalle durante todos estos días. Ese desgracia-
do –ignora quién sea, la posibilidad del primo quedó
descartada por falta de pruebas– tarde o temprano
debía buscarla. Aunque es posible que al saber lo del
embarazo la dejara sola. Se volverá loco si el bebé no
nace pronto. Vive sin apetito y hasta tiene pesadillas.
Por el contrario, ella duerme tranquila. Al parecer sin
ningún cargo de conciencia. De repente empieza a
quejarse. Entonces él llama un taxi y alista una ma-
leta.
Las enfermeras entran y salen de la habitación
donde se encuentra Victoria. Ramiro observa con
desconfianza al médico que va a atenderla. Le indig-
na pensar que su trabajo es ver a todas las mujeres
parturientas, sobre todo que vea a su esposa. Pero
no tiene más opción, debe confiar en que todo saldrá
bien. Camilo los espera ansioso en casa de la abue-
la. Después de unas horas, una enfermera lo invita a
pasar. Su esposa está profunda. La mujer le entrega
el bebé, es un niño. Le dice que es idéntico a él. Cier-
tamente se le parece mucho… pero también puede
tener rasgos del otro. Deberá esperar un poco más de
tiempo y seguir pendiente.
Una partida de ajedrez

Cruzar la calle en dirección a la librería es una ru-


tina para Ana. Hace tres meses encargó Una partida
de ajedrez de Stefan Zweig. En su mente dibujaba las
líneas e intentaba descifrar lo que podían decir. Para
ella ese texto no es como los demás, une el ajedrez y
la literatura. Una tarde jugaba una partida en la red
y encontró la referencia del libro. Desde entonces
estaba obsesionada y cruzar ahora la calle era como
vencer el último obstáculo antes de encontrarse con
su amante.
Dentro de la librería, intenta controlar su ansie-
dad. Piensa que es mejor retardar un poco el encuen-
tro y se pone a dar vueltas alrededor de los estantes.
Acaricia los lomos, lee una que otra reseña de las
portadas; su madre fue quien le enseñó a hacer eso.
Creció viéndola leer todas las tardes. En cambio, su
padre no era tan aficionado a la lectura, prefería el
ajedrez. Antes que enseñarle a leer, la sentó frente a
un tablero de casillas blancas y negras. Aunque pu-
diera esperarse lo contrario, Ana no es una jugadora
consumada. Únicamente reparte sus ratos libres en-
tre jugar una partida y leer. Para ella estas dos afi-
ciones son una mezcla extraña. Su madre se suicidó
cuando ella todavía era muy niña, su padre murió
tiempo después. Ana se siente como el resultado de
combinar dos esencias distintas y esto la inhibe para
entregarse totalmente a una u otra cosa.
“Lo siento, el libro está encargado. Si lo desea,
podemos pedir otro a nuestras sucursales de Bogo-
64 Ángela Rengifo

tá”, escucha Ana que le dicen a un hombre. Llevaba


puesto un gabán y sin duda tiene el hábito de fumar
porque se lleva compulsivamente las manos hasta los
bolsillos antes de recordar que se encuentra en un si-
tio cerrado. Luego la mira a ella. Entonces sabe de
qué libro se trata; se acerca al vendedor.
“Así que usted es la propietaria del libro “le dice
el hombre pausadamente”. Podemos hacer un trato:
le pago el doble por él. Usted puede encargar otro de
Bogotá y comprarse algunos ejemplares más. ¿Qué le
parece?”. Ana lo mira de reojo. Ha esperado durante
mucho tiempo este momento y no va a aplazarlo, me-
nos por un desconocido. Si al principio la incomoda
esta situación, después le proporciona cierto placer
humillar a aquel hombre. No le contesta y saca de su
billetera la tarjeta de crédito. Él no dice nada y des-
aparece de su vista. Pero cuando Ana va a cruzar de
nuevo la calle, escucha sobre su hombro la misma voz
diciéndole: “¿Podría acompañarme a tomar un café?
No quise ser grosero”. Ella lo mira y hace un gesto de
asentimiento, aunque no sin desgano.
La cafetería está casi vacía. Salen las blancas,
avanza el peón dos casillas delante del rey. Rafael,
como le ha dicho que se llama, le ofrece una silla a
Ana. La mesera se acerca.
–¿Qué desean tomar?
Rafael mira a Ana. Como ella no habla, contesta
por los dos.
–Dos tintos, por favor.
Ana ha puesto el libro sobre la mesa, sus dedos
tamborilean sobre él mientras mira hacia la calle. Sa-
len las negras, avanza el peón delante del rey.
Silencio y otros cuentos 65

–¿Por qué le interesa el libro? –dice al fin mirán-


dolo.
–En realidad, no lo estaba buscando. Sólo lo vi en
el mostrador
–¿Y eso lo llevó a ofrecerme el doble de lo que cos-
taba? –Ana lo mira con malicia.
–Es una joya. Avanza dos casillas el peón blanco
delante de la reina. Por primera vez lo veo en una li-
brería.
La mesera trae los tintos.
–De todas formas no entiendo –Ana rompe una pa-
peleta de azúcar y la vacea en el café. Avanza dos casi-
llas el peón negro delante de la reina. Queda frente a
frente con el peón blanco–, usted pudo encargar otro
y esperar que lo trajeran.
–Seguramente es lo que me toca hacer ahora –el
caballo blanco salta delante de la reina. Ambos son-
ríen–. Hubiese querido llevarlo de una vez. Es que…
estoy escribiendo un libro sobre Stefan Zweig.
Ana despega de su boca el pocillo. Salta el caba-
llo negro dos casillas delante del alfil. Queda junto al
peón.
–¿Usted es escritor?
–No, no propiamente –Rafael juega con la cuchara
dentro del tinto. Se ruboriza un poco–. Estoy haciendo
una especialización en literatura, es mi monografía.
Ana mira otra vez hacia la calle. Al frente hay un
parque. Imagina que ella y Rafael están allí. Él le cuen-
ta sobre los avances de su monografía. Hay mucha
gente, es difícil encontrar una banca. Pasa junto a ellos
un vendedor de helados. Rafael compra uno para ella,
pero lo deja caer.
66 Ángela Rengifo

–¿Por qué sobre Stefan Zweig?


Rafael toma con calma un sorbo de café. Sigue el
peón blanco delante del rey hasta chocar con el peón
negro.
–¿Sabe quién es Stefan Zweig?
Ana guarda silencio. Lo mira con encono.
–Es un escritor alemán de periodo entreguerras,
origen judío. Un gran humanista –agrega Rafael.
Sigue el caballo negro hasta quedar delante de la
reina.
–Pero aun así debe tener una razón para escoger-
lo. ¿O no?
–Una de las razones es que estudio alemán. Quie-
ro continuar mis estudios en Europa. El alfil blanco
queda dos casillas delante de la Reina. Aunque el
motivo más importante es que me parezco un poco a
él. Al menos eso creo.
Ana saca el libro de la bolsa y pasa algunas pá-
ginas. Se recuesta sobre su silla y cruza las piernas.
Mueven las negras. El peón avanza dos casillas de-
lante del alfil. Queda diagonal al peón blanco.
–¿Por qué cree parecerse a un humanista de pe-
riodo entreguerras? Digo, si puedo saberlo.
Avanza una casilla el peón blanco delante del al-
fil; también queda diagonal al peón blanco.
–Tendríamos que hablar un poco sobre lo que
hizo o lo que sus contemporáneos creyeron que dejó
de hacer –Rafael también se recuesta sobre su silla–.
Zweig nació en una familia acomodada, creció en un
mundo que le facilitaba todo para entregarse al arte.
Aquello cambió con la Primera Guerra Mundial, la
realidad era otra cosa…
Silencio y otros cuentos 67

Mientras Rafael termina de hacer su “exposición”,


la mente de Ana está en otro lado. Las palabras lle-
gan hasta su cabeza y se transforman. Ve a Rafael
sentado sobre un escritorio, en una casa parecida a
la de Zweig. No levanta la cabeza para nada, tacha un
borrador cantidad de veces. Ella se encuentra senta-
da en un sillón cerca de él y lo mira de vez en cuando.
Finge estar leyendo un libro, pero lo tiene al revés.
–…Nunca estuvo interesado en el proselitismo po-
lítico, sólo en el arte. Después de la Segunda Guerra
Mundial perdió todo. Su huida no terminó hasta to-
marse un frasco de veneno.
El caballo negro se prepara. Queda detrás del
peón, dos casillas delante del alfil.
–¿Usted huye de algo? –pregunta Ana. Toma el
último sorbo de café y retira el pocillo.
El caballo blanco contraataca. Queda delante del
rey.
–Todos huimos de algo.
El peón negro captura al blanco.
–¿Cómo puede estar seguro de que yo huyo de
algo, si apenas me conoce?
El peón blanco toma revancha y captura al ne-
gro.
–Si no huyera de algo, no estaría por allí en las
librerías recorriendo todos los lomos de los libros en
lugar de ir directamente por el que necesita.
Ana se yergue en su silla. La reina negra ataca.
Sale en diagonal y amenaza al peón capturador.
–Entonces usted me estaba observando –ironiza
Ana.
El caballo blanco que está delante de la reina sal-
68 Ángela Rengifo

ta hasta quedar diagonal a ella y frente al peón ne-


gro.
–No. Digamos que era inevitable no verla como a
una loca.
Avanza una casilla el peón negro delante del alfil.
Queda diagonal al peón blanco.
–Pues usted con ese gabán no parece lo bastante
normal.
El peón blanco captura al peón negro.
–No he dicho nada de su suéter, aunque esté ha-
ciendo calor –Rafael termina su café. Ana se recuesta
sobre su silla–. Si digo que me parezco a Zweig, es
en esa obsesión por el arte. Quiero saber qué creó él
mismo.
Ana mira la mesa sin decir una palabra. Un mo-
mento después va a coger el libro, pero se le cae. El
caballo negro delante de la reina salta para captu-
rar al peón blanco. Rafael y ella se agachan al mismo
tiempo a recogerlo. Sus cabezas se juntan y ambas
manos quedan suspendidas en el aire. Las blancas
hacen enroque. Rafael deja que ella misma lo reco-
ja. Los dos se incorporan. El alfil negro va a hacer
guardia al lado del caballo.
–¿Y qué tienen que ver la obsesión por el arte y el
ajedrez? –pregunta Ana.
–Mucho. El ajedrez es un arte.
–Para mí son cosas muy distintas.
–Ahora que recuerdo –dice Rafael mientras saca
una cajetilla de cigarrillos. Le ofrece uno a Ana, pero
ella rechaza con la mano. El alfil blanco se interpone
entre el caballo blanco y caballo negro–, usted no
me ha dicho por qué quiere leer el libro.
Silencio y otros cuentos 69

El alfil negro captura al alfil blanco.


–Es simple. Me gustan la literatura y el ajedrez.
Quiero saber cómo se mezclan en el libro ambas co-
sas.
–Si no entendí mal, para usted literatura y ajedrez
son muy distintos. ¿Por qué?
–Creo que en el ajedrez todo está sujeto al cálculo,
depende de la precisión del jugador –Ana le da vuel-
tas a la cucharita del azúcar–. En cambio, la literatu-
ra no es así. Un escritor planea lo que va a hacer, pero
luego se encuentra algo que no esperaba.
–Eso es cierto también para el ajedrez. Zweig
decía que el Arte era el resultado de la lucha entre
opuestos: consciencia e inconsciencia. En el ajedrez
se oponen las blancas y las negras. No todo es preci-
so, también puede estar sujeto al error. Como en la
vida –fuma una bocanada de su cigarrillo. El caballo
blanco captura al alfil negro–, como en el amor.
Ana mira los ojos de Rafael. Ambos están sobre
una cama, desnudos. Gimen en una lucha, sin recor-
dar si su propósito es quedar arriba o abajo del otro.
Las negras cambian de estrategia. El caballo captu-
ra al peón.
–¿Eso es lo que dice el libro? –Ana pone con brus-
quedad la cucharita sobre el plato. Rafael suspira y
fuma otra bocanada.
–No. Eso es lo que pienso. La reina blanca cubre
al rey. Según lo que he leído, Zweig plantea la oposi-
ción entre humanismo y barbarie. Vivió dos guerras
mundiales. Sin embargo, necesito hacer mi propio
análisis.
A ambos se les acaban las palabras. Ana desea
70 Ángela Rengifo

guardar el libro, dar las gracias por el café y marchar-


se. Pero siente que debe preguntar algo más. El rey
negro se pone detrás del peón.
–Lo que usted dijo ahora –dice Ana con vacila-
ción–, eso de que la vida es como el ajedrez, ¿usted
cree que los seres humanos somos fichas?
Rafael sonríe. Al ver que Ana continúa seria, se
queda pensando. El caballo blanco captura al peón.
–Tanto como eso, no. No pienso que seamos fi-
chas ni de Dios ni del destino ni de nada. Sólo que
a veces estos se meten en lo que nosotros queremos
hacer. Aunque no es necesario pensar en una “fuer-
za coherente”. Puede ser simplemente el azar. El alfil
negro captura al caballo blanco.
–¿Qué sentido tendría intentar organizar nuestra
vida si tarde o temprano algo que no deseamos se va
a interponer?
–Yo diría que eso es lo interesante de la vida. Ahí
está el reto.
Ana mira a la calle sin poderlo evitar. Recuerda los
últimos años que sus padres vivieron juntos, el día
que encontraron a su madre muerta… había jurado
que jamás viviría ese infierno.
La reina blanca captura al alfil negro y da jaque.
–Por ejemplo –añade Rafael–, encontrar un día
cualquiera en una librería justo aquel libro que estás
necesitando, pero cuando ya pertenece a otra perso-
na.
–Entonces, si no estoy mal, he sido yo quien ganó
la partida –la reina negra captura la reina blanca y
salva su rey. Ana sonríe y guarda el libro en la bol-
sa–. Gracias por el café.
Silencio y otros cuentos 71

–Espere –dice Rafael haciendo señas para que le


pase el libro. Saca un lapicero y escribe un teléfono
en la última página–. Llámeme cuando termine de
leerlo, falta mucho por conversar.
Ana recibe el libro. Observa el apunte y luego mira
a Rafael como haciéndole un falso reproche; se des-
piden de mano. Ella abandona la cafetería. Tiene mu-
cho en qué pensar.
Silencio

Ella duerme siempre hasta muy tarde. Mientras


no se despierte debo permanecer aquí escondido.
Muchas veces eso sucede cuando es hora del almuer-
zo, que espero ansioso pues manda a pedir pollo asa-
do del que me toca una buena parte. Me gustan esos
momentos porque es uno de los pocos en el día don-
de la veo sonriendo, o al menos sonriendo de mane-
ra sincera y no para engañar a sus clientes. Deja que
me suba a su cama cubierta con cobijas de seda para
darme mi parte con sus propias manos después, que
ha comido la suya. Al terminar, se recuesta por largo
rato a acariciarme. Eso la tranquiliza.
Hoy es distinto porque se ha levantado mucho an-
tes que los demás en la casa. Me doy cuenta por el
silencio. Salgo a su encuentro vergonzoso, casi a ras
del piso. Recibo un beso en la frente, luego ella sale
de la habitación. Pienso dos veces antes de seguirla.
La otra vez quise hacerlo y lo único que me gané fue
una sarta de escobazos propiciados por una vieja gor-
da, además de la gritería y el escándalo formado por
las otras mujeres. Así que mejor la espero cerca de la
puerta. Eso no quiere decir que me tenga encerrado.
Por la ventana puedo salir y entrar de la calle cuan-
tas veces quiera. Mientras ella no está, atravieso el
barrio. En caso de que no haya comida para mí pue-
do robarla fácilmente de las tiendas, aunque eso casi
nunca sucede. Siempre me da un bocado, así sea la
mitad del único pan que pudo conseguir.
74 Ángela Rengifo

Al principio no sabía de mi presencia. Como vi la


ventana abierta y era un día lluvioso, entré. La habi-
tación estaba sola, de todas maneras preferí escon-
derme detrás de las cortinas. Así pasaron varios días
hasta que una vez, mientras ella dormía, entró sin
hacer ruido un hombre a la habitación. Empezó a es-
culcar los cajones y yo me puse furioso. Ella desper-
tó lanzando improperios contra el intruso quien no
había alcanzado a encontrar nada. Por primera vez
sentí una caricia y probé un plato de sopa caliente.
Aprendí a cuidar sus cosas cuando la puerta que-
daba sin llave, es decir, mientras dormía sola. Tam-
bién, que no debía confundir con un ladrón a algún
cliente. Cuando espanté a uno me gané un par de za-
patazos y no tuvimos nada para comer. Al principio
fue difícil comprender la diferencia, luego pude sen-
tir esa sensación cuando gemían haciendo chirrear
la cama y llenando la habitación de olores que per-
manecían bastante rato. Ahora me concentro en que
esos hombres dejen todo como lo encontraron. Pero
anoche sucedió algo extraño. El hombre de esta vez,
mientras le brincaba encima, la llenó de golpes con
una hebilla sin que ella hiciera nada por impedirlo.
Se veía muy satisfecho por lo que estaba haciendo.
Estuve indeciso entre salir a matarlo o permanecer
escondido; esperaba sólo una señal para atacar y no
llegó nunca. Antes de irse, el hombre dejó una buena
suma de dinero sobre el cajón.
Ella ha regresado con una bolsa de hielo y un ta-
zón lleno de pedacitos de pan remojado en leche que
me ofrece antes de recostarse de nuevo. Como rápi-
do, pues tengo mucha hambre, aunque me detengo al
Silencio y otros cuentos 75

escuchar unos gemidos. No son como los de siempre,


sino más suaves como para que nadie se dé cuenta.
Subo despacio a la cama y veo que está llorando. Des-
pués de lamer las gotas que le bajan por la cara, me
recuesto a su lado.
La cometa

Soy feliz porque tengo la mejor familia del mundo.


Mi mamá se llama Lucero y es la mujer más hermosa.
Cuando salimos a pasear se pone la ropa de moda, al
vernos toda la gente cree que somos hermanos. Ella
me prepara comidas muy ricas –nada de sopas feas–,
me lee cuentos y juega conmigo. Dice que soy el prín-
cipe de la casa. Todas las mañanas me despierta para
llevarme al colegio. Eso es lo único que no me gusta
pues me hace bañar con agua fría y luego me pone
ese uniforme tan feo con un shortcito que parezco
niño bobo. Con nosotros vive mi abuela Mercedes,
que sale a trabajar todos los días y de paso me lleva a
estudiar. Ella carga con mi maleta grandota mientras
caminamos hasta el colegio. Casi siempre llegamos
tarde por culpa mía. Aunque ella sí me obliga a tomar
sopas feas y otras cosas que no quiero recordar, es
muy tierna conmigo; cuando vuelve de trabajar me
trae mecato y le gusta cargarme todas las tardes en el
antejardín para que veamos pasar los carros.
Sólo me hace falta un papá. Mi mamá lo sabe y
por eso consigue muchos amigos, pero parece que fi-
nalmente ninguno decide quedarse. Como mi abuela
trabaja todo el día, hoy vino uno a acompañarnos. No
sé cómo se llama, cuando lo vi me cayó bien porque
prometió llevarme a elevar cometas. Mi mami me
ayudó a conectar el play y me dio permiso para ju-
gar toda la tarde. Ahora ya no quiero jugar más play
sino elevar cometas. Voy a buscarlos, deben estar en
alguna parte de la casa. En una pieza la puerta está
78 Ángela Rengifo

medio ajustada. Estoy indeciso en seguir por unos


ruidos raros que parecen quejidos aunque mi mamá
también se ríe. Abro la puerta muy pasito para que no
se den cuenta. El amigo tal vez estaba muy cansado
pues se ha bajado los pantalones y está acostado en-
cima de ella. No duermen sino que se mueven sobre
la cama. Mi mamá quizá tiene mucho calor porque
se desnudó de la cintura para abajo. Yo no creía que
tuviera las piernas tan largas, se parecen a las de mi
profesora. Varias veces dejo caer mi lápiz justo cuan-
do pasa al pie mío para mirar debajo de la minifalda.
Sólo alcanzo a ver una tanga color azul. Imagino que
soy su novio y la llevo a pasear al cine como los ami-
gos de mi mamá y que al apagarse las luces, la abrazo
para darle besitos en el cuello y que las cosquillas le
den risa. Mi mamá se está quejando, creo que él le
acaricia las piernas para que a ella no le duelan. De
todas formas no me preocupo pues los dos se ríen por
momenticos, después de que él le dice cosas a ella en
el oído que yo no alcanzo a escuchar. Lo mejor es ju-
gar play y esperar que ellos me lleven al parque más
tarde.
Justo cuando voy a ganar más puntos llega mi
abuelita. “¿Dónde está tu mamá, Albertico?”, me
pregunta después de darme un beso y pasarme un
bombón. “Pues está con un amigo en la pieza de ella”.
Entonces ella no espera que le cuente nada sino que
se va a buscarla. Ahí la escucho diciendo un montón
de palabras feas que no voy a repetir y que también
dice después que mi mami llega tarde de bailar. Nada
me hace sentir tan mal como que ellas dos peleen
,pues las quiero mucho. El amigo de mi mamá sale
Silencio y otros cuentos 79

corriendo con los zapatos en la mano y el pantalón


desabrochado; ni siquiera se fija en mí al pasar para
la calle. Mi mamá empieza a llorar mientras mi abue-
lita le dice que hay que pagar el arriendo y el colegio,
comprar comida, que consiga un trabajo o un buen
marido. Esa parte no me gusta porque menciona a
don Emerio, el señor de la tienda que me regala dul-
ces cuando voy con mi mamá pero que me grita si me
ve solo.
Después que todo se ha calmado, mi mami viene
a bañarme y a vestirme para servir la comida. Tie-
ne los ojos hinchados de tanto llorar, disimula pre-
guntándome cómo me fue en el colegio. Yo no quiero
quedarme con la duda y le pregunto si su amigo va
a volver para llevarnos a elevar la cometa; ella dice
que ya no vuelve. Creo que mi abuela tuvo la culpa
por molestarlo cuando estaba descansando. Mamá
me pregunta si me gustaría que don Emerio fuera mi
papá. Contesto que no con rabia porque no sabe ele-
var cometas. Entonces mi mamá sonríe prometiendo
que ella misma será quien me lleve al parque para
elevar una cometa, la más grande del mundo y con
muchos colores.
Las gaviotas

Atardecer en el mar
Sus ojos trazan una línea con el horizonte. Allá
donde empieza a esconderse el sol y los buques se
ven pequeños. Ema adora esos momentos en los que
del mar parecen saltar luciérnagas bajo un cielo color
naranja. El viento arrastra su cabello hacia la frente,
coquetea con su vestido abrazándole la piel. Se perci-
be con intensidad un olor salino que trasiega incluso
por la casa y las personas. Pero lo mejor es la voz del
mar, te está llamando; es difícil romper esa fuerza de
atracción. “Tía”, le dice una de las niñas, Lisa. “Mi
abuela te necesita”. Todas las vacaciones es costum-
bre que sus hermanas manden a sus hijos para pasar
una temporada. Los más grandes encuentran abu-
rrido irse a la casa de la playa donde no hay juegos
electrónicos, Internet y entra con dificultad la señal
de televisión. Por eso ahora las acompañan los cuatro
más pequeños.
Lucía necesita que Ema le ayude a enhebrar una
aguja para terminar su bordado punto de cruz. Cuan-
do las hijas se casaron y partieron a la ciudad, sólo
le quedó la mayor como única compañía. En cuan-
to a su esposo, había muerto muchísimos años atrás
cuando las niñas tenían la edad de las nietas. Ema
acude con parsimonia al llamado de la madre. Pocas
veces se le ve reír, el único momento en que parece
más distraída es cuando lleva los sobrinos al baño.
Por eso los mayores dicen que la tía está loca. Si sus
hermanas o la abuela Lucía escuchan este tipo de co-
82 Ángela Rengifo

mentarios, explican que Ema sólo tiene una persona-


lidad retraída y excéntrica, entendiendo por esto que
no le gusta llamar la atención, aunque suceda exacta-
mente lo contrario. Todos los niños continúan jugan-
do, excepto Lisa quien ve a su tía Ema regresar a la
silla del balcón y sumergir su mente en el horizonte.

El mar a la media noche


Se escuchan cada vez más cerca los truenos. Ema
ha decidido lo que va a hacer, dijo que la esperaría
cerca del muelle y que partirían en una lancha para
otra población. Sale con cuidado de las sábanas para
no despertar a sus hermanas; le duele dejar a la más
pequeña que es más apegada a ella pues le lee cuen-
tos antes de acostarse. Pero está resuelta. Unas ara-
ñas revolotean por su estómago, atisbo de duda mez-
clada con esa ansiedad de volverlo a ver. Su madre
no acepta que sea conveniente para ella, por eso lo ha
despedido de la casa. Pero a los ojos de Ema ninguno
de los otros muchachos que la visitan se le igualan
porque él es el único con quien puede hablar. Los de-
más se sientan a su lado demasiado concentrados en
sí mismos para escucharla. La madre excusa su si-
lencio diciendo que ella es muy tímida. Sin embargo,
Lucía conoce la verdad y sabe que es el otro quien
ocupa su pensamiento. La última vez le mandó una
carta, que su hermana menor inocente le trajo, donde
estaba escrito que no volvería a verla y se marchaba
para siempre… a menos que se fuera con él. Por eso
la noche anterior, sin que su madre o sus hermanas
se dieran cuenta, no se puso su pijama sino que se
quedó en ropa de salir.
Silencio y otros cuentos 83

Nada lleva porque estando con él nada va a ne-


cesitar. Cuando logra atravesar los pasillos y abrir la
puerta de la casa, siente un vacío. En medio de la os-
curidad absoluta sólo se escucha el rugido del mar.
Despacio cierra la puerta tras sí para empezar a tien-
tas su nuevo camino, ¿Hacia dónde está el muelle?
No tiene más remedio que guiarse por su memoria.
La arena se siente helada bajo sus pies. De un mo-
mento a otro comienza a sentir barro, pero no por
el agua salina. Son goterones que mojan su cabeza
y todo su vestido. No ve nada, la luna se ha escondi-
do totalmente sin dejar un lucero que la reemplace;
las nubes han cubierto todo. Hacia el fondo se ve la
penumbra uniendo el cielo y el agua. Sin saber cuán-
to tiempo ha caminado, se tira sobre la arena don-
de pudo el cansancio. A la mañana siguiente Lucía,
acompañada por varios pescadores, la encontró in-
consciente. Como esas gaviotas lastimadas después
de la tormenta.

La víspera de aurora
La tía Ema me pidió que la acompañara como to-
das las mañanas. Todavía no salía el sol, pero ella
empezaba con los oficios de la casa y luego íbamos
a traer verduras frescas para el almuerzo. Hablaba
muy poco, era lo normal. Ese día –el último de las
vacaciones con mi hermano y mis dos primos– pa-
recía estar más alegre. Por eso no comprendí, ni aún
logro comprender, los reproches de toda la familia
ni menos los de mis padres: “Debiste haber avisado,
Lisa”. Cuando regresábamos del mercado, pasába-
mos siempre por los acantilados para refrescarnos.
84 Ángela Rengifo

Fue mi tía quien me enseñó a nadar y a encontrarme


de lleno con la naturaleza. Ella subió al acantilado.
No quise interrumpirla, se veía tan hermosa desde
allí… mi único acto fue sentarme en la orilla del mar
a observarla. El sol estaba haciéndose tan fuerte que
obligaba a cerrar los ojos, mas al acostumbrase podía
verse el mar tranquilo con un azul intenso. Ningún
barco zarpaba en esos momentos, sólo las gaviotas
volaban en bandadas buscando el alimento. Mi tía
parecía tan anonadada con el espectáculo como yo,
o más bien al revés porque ya he dicho que me en-
señó a apreciar las cosas más bellas. Todo era mejor
porque ella estaba allí, yo no pensaba como mis pri-
mos que estuviera loca; me da risa recordar el mie-
do de sus advertencias. De un momento a otro –el
sol no me dejaba ver bien– tía Ema se lanzó al vacío.
Al principio sentí angustia viéndome sola sin tener
a quien pedir ayuda. Yo misma subí al acantilado,
lo único que vi fue el agua en reposo. Dudaba de lo
que creía haber visto, quizá estaba jugándome una
broma. Únicamente pude observar una bandada de
gaviotas partiendo hacia el horizonte. No es necesa-
rio detallar cómo reaccionaron en casa. Buscaron su
cuerpo varios días, pero yo sabía que esa búsqueda
era inútil. Comprendí por qué estaba siempre miran-
do al vacío. Esperaba el momento indicado para alzar
vuelo en medio del océano sin término.
Este libro se terminó de imprimir
en el mes de marzo de 2012
en la Unidad Gráfica de la
Facultad de Humanidades
Universidad del Valle
Cali - Colombia

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