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Almas

Cautivas

Por

Guillermo Cabrera Hernández




Todas las derrotas son el comienzo de una victoria


Hannah Arendt

A Raquel
Alas para un sueño


Emiliano Maldonado era jornalero y matarife: castraba toros, descueraba


vacas, eliminaba perros indeseados y liquidaba a los cochinos de una certera
cuchillada en el costado. A la hora de matar no le temblaba el pulso. Manejaba
con destreza un cuchillo viejo de empuñadura negra, una bayoneta militar que
su padre se había traído de la guerra. La sangre que derramaba era como un
bálsamo, desahogo vital, redención y alivio para sanar antiguas heridas y
acallar viejos rencores. Los cercados de don Asdrúbal el Avinculado, unos
terrenos apartados junto a las plantaciones de tomateros, a las afueras del
pueblo, era donde llevaba a cabo su faena de muerte. Además del oficio de
matarife, encadenado a una rutina de servidumbre, Maldonado era peón
bracero en las fincas agrícolas que se extendían a lo largo del frondoso
territorio; un número más en el ejército de desdichados que sobrevivían en
tierra ajena; otro paria desventurado que se sometía, cautivo, al exiguo salario
del hambre. Armado de un carácter agrio y huraño había sobrevivido frente a
todas las adversidades; fiero y receloso, tenía callos en las manos y en el alma.
Las explotaciones agrarias, feudos de estancieros adinerados, adornaban
con una exuberante alfombra vegetal todos los rincones del valle, llenando de
esplendor sus fértiles vaguadas, pero, embrutecido y humillado por un trabajo
esclavo, el matarife vivía ajeno a la luz de aquel admirable horizonte. Ausente
ante la grandiosidad del paisaje, sometido a una vida sin sustancia, en esquiva
huida a ninguna parte, y en el vano intento de rellenar vacíos y penas viejas,
acostumbraba a ahogar en vino la tensión diaria del trabajo. Buscando refugio
en el sórdido mundo de las cantinas, espacio bullanguero donde gobierna el
griterío y la parranda, Emiliano creía encontrar su liberación. Diariamente,
absorbido por su propia sombra, acudía, subordinado, a la puntual llamada del
vaso y la botella; así, difuminado entre aquellos ambientes ruinosos,
transcurría su vida.
La noche en que conoció a su mujer apenas había consumido media botella
de tinto durante el recorrido parrandero de los sábados, pero, envalentonado
por el vino incipiente, con el vestigio balbuciente del desafío en la mirada
borracha, decidió halagarla cuando la vio llegar al oscuro rincón de la plaza
donde se encontraba refugiado; ella buscaba a una amiga perdida entre el
bullicio de la verbena. Maldonado, simulando que era suya, recitó una cuarteta
que su amigo el Coyote había copiado de un libro:
Alumbras como un lucero
al pie de la madrugada
vibrante de amor y anhelo
veo hambre en tu mirada.
Ella lo observó de soslayo, como quien mira desdeñosamente a un trasto
inservible abandonado en un rincón, pero, entre la mezcla inicial de
perplejidad y sorpresa, se sintió halagada por aquel inesperado verso de
agradable y seductora rima que, guitarra en ristre, le cantara aquel osado
botarate de mirada pícara y adulona complacencia, que la contemplaba
embobado. Maldonado interpretó su sonrisa como una adhesión, sacó a relucir
todo su repertorio de embriagadoras cuartetas y logró seducirla para que lo
acompañase hasta el jolgorio bullanguero de la verbena. Satisfecho de su
deslumbrante conquista, ostentoso y altanero, aquella noche la acompañaría
por la plaza con la arrogancia de un gallo que atraviesa el corral.
−Soy guitarrista coplero; las cuartetas me salen así, como si nada
−presumía, aparentando sobrada indiferencia, encogiéndose de hombros y
esforzándose por pronunciar bien.
−Admiro a las personas con capacidad para el ingenio poético. Me
considero aliada de los libros y las letras –le sonreía Carolina, confiada, para
regocijo del farsante.
Fue el comienzo de un fiel idilio de jueves y domingos, pero, ferviente
seguidor de la jarana y la parranda, Emiliano se aburriría durante las sesiones
de campanario y misa dominical a las que, puntualmente, se veía obligado a
acudir para enamorarla. Irritado frente a las indigestas ceremonias eclesiales,
padecería de desesperantes sofocos ante aquella empalagosa exhibición
dominguera de fervor religioso, un aburrido ritual de sacristanes, beatas y
monaguillos. A duras penas controlaba el hervor interno que le provocaban los
pesados discursos de aquel cura gordo, adulón y plomizo que le había tocado
en suerte. Como un sordo frente a un concierto, no encajaba en medio de aquel
melindroso ritual de reverencias, responsos y sotanas, pero aguantaba
estoicamente todas las sesiones como tributo personal para la conquista
amorosa. Las feligresas más fervientes cuchicheaban, extrañadas de que aquel
parrandero, juerguista y bebedor, asistiese cada domingo al templo. Buenas
conocedoras de su afición a la taberna, se escandalizaban como si
contemplasen a un potro salvaje invadiendo el jardín. Al matarife poco le
importaban aquellas habladurías; solo le interesaba Carolina; todo lo demás le
resultaba indigesto.
−Ese desgraciado cura me hierve la sangre, Martín –se quejaba Emiliano
junto a su amigo el Coyote, mientras compartían una botella frente al
mostrador−. Me vuelve loco, ¿sabes?; tanto molinillo y machaqueo: que si los
panes, que si los peces, que si el agua se volvió vino… que sé yo… y yo,
desesperao pa´que acabe pronto…−se lamentaba.
−Yo solo fi a misa porque me obligaban en el cuartel −agregaba el Coyote
−. No me enteraba de na´ ¿sabes?; y es normal que esos responsos desesperen
a uno. Al final uno no entiende na´ de esas cosas de curas y tal…; son
discursos pa´ perder el tiempo −lo apoyaba, tras apurar un trago y secarse la
boca con la manga de la chaqueta.
La pareja de parranderos, junto a la mayoría de integrantes de aquel
entorno, por inercia, rechazaban todo tipo de meditación; cualquier
conversación que estuviese orientada por la lógica llegaba a ellos como un eco
lejano; el terreno de la imaginación no pertenecía a su mundo, eran palabras
que formaban parte de un espacio desconocido y brumoso, un difuso
palabrerío ajeno al minúsculo ámbito en el que transcurría su existencia.
Prisioneros de su propia cárcel, para aquellos hombres, la relación con el
exterior se limitaba a las huertas, el callejón y la taberna, y el tamaño de aquel
reducido espacio era, a su vez, la medida de su conciencia. En aquel ámbito
agrícola todos se conocían, y el momento ideal para Emiliano era compartir
una botella frente a la barra de la cantina. No soportaba la soledad: buscaba el
bullicio, y cuando no lo encontraba, intentaba mantener conversación con el
primero que pasaba:
−¡Comparte conmigo un vaso vino, Bartolo! Siempre estás agobiao, carajo.
Arrímate y descansa un poco, que todo no va a ser trabajar…joer −gritaba
desde la puerta del garito, al ver pasar a un conocido.
−No pueo, Emiliano, tengo a la mujer enferma… y no tengo a naide que
atienda a los chiquillos…−contestaba el vecino sin aflojar el paso.
−¡Los chicos tuyos ya son grandes, carajo… no se van a morir porque
esperen un poco! ¡Un hombre también necesita distrairse! −insistía.
La joven Carolina, admiradora del arte inventivo, poseía una inclinación
natural hacia el mundo de la imaginación, pero, en un exceso de ingenuidad e
inexperta frente a la brutalidad de aquel mundo, fue incapaz de percibir las
carencias del embaucador que había conocido; por el contrario, terminó
embelesada con las cuartetas que creía de su invención, además de su
capacidad para guardarlas en la memoria. Sólo después del casamiento
descubriría que aquellas estrofas tenían origen en la voluble cabeza de Martín
Sandoval, el Coyote, íntimo amigo de Emiliano, adicto parrandero como él,
fanático del vino y la guitarra y eterno cómplice de sus correrías, algarabías y
jaranas.
Apolonio Maldonado, el padre de Emiliano, más conocido como Atila
Maldonado, sujeto tosco e insociable, de avinagrado y malencarado carácter,
se había sumado a las riadas de buscavidas que habían iniciado el éxodo
migratorio hacia las costas del nuevo mundo. Pendenciero incorregible, sin
vestigio alguno de escrúpulos y arrepentimientos, Atila, después de pasar años
sometiendo a su mujer e hijos a sesiones diarias de acoso y maltrato, se
marcharía a Cuba para no volver nunca más, dejando a su familia a expensas
de la indigencia y la miseria más absolutas. Embobado frente a un
deslumbrante escenario de palmeras, poblado de ardientes miradas guajiras, y
aturdido por el sensual movimiento de las mulatas caribeñas, aquel bárbaro
olvidaría para siempre a la prole familiar que había dejado en el pueblo,
ahogando en litros de ron los últimos vestigios de conciencia que pululaban en
su frívola cabeza.
Emiliano, junto a su madre y cuatro hermanos, enfrentaría las secuelas
implacables de aquel abandono a fuerza de infusiones de pasote con gofio,
plátanos verdes y mazorcas de maíz, apañados entre el descuido de los
vigilantes y el oscuro manto de las noches clandestinas. Siendo todavía un
retaco pasaría a formar parte de la lista de roñosos desgraciados que lograban
sobrevivir en minúsculos e insalubres cuartuchos, refugio de penas, soledad y
dolor. Aquel chico flaco y zarrapastroso, de rostro curtido, pelo estropajoso y
mirada de hielo, victima desde temprana edad de todas las miserias y
quebrantos, pronto frecuentaría los nauseabundos cuchitriles del sudor y el
barro en los que se refugiaban los braceros y vendimiadores de haciendas y
fincas. Durante años, antes de cumplir los doce, sería recadero y aguador de
los peones jornaleros. Los borrachitos de las cantinas lo arregostaron desde
niño a tomar agua con anís y mezclas de aguardiente con miel; más tarde
llegaría el vino. Pronto aprendió a tocar acordes básicos en las guitarras viejas
de las tabernas. Entre aquellas tenduchas improvisadas y timbeques de cuatro
tablas, tugurios del pescado salado, las garbanzas compuestas y el vino peleón,
se convertiría, con el paso del tiempo, en un virtuoso de la polka y las
canciones parranderas; así transcurrieron sus primeros pasos en la vida.
El paso de los años había hecho desaparecer aquella esmirriada figura de la
infancia, y aunque aún lucía el mismo cabello ensortijado de la niñez, el trazo
ajado de unos ojos oscuros y una impasible indiferencia frente a los conflictos
del mundo, su cuerpo reflejaba las huellas de sus veinticinco abriles de dura
supervivencia: una piel requemada por el sol y una figura alta y musculosa
cincelada en duras sesiones de trabajo agrícola, el resultado era una atlética,
compacta y poderosa estampa. En su rostro destacaban el mentón anguloso y
los pómulos firmes y salientes, rematados con la aspereza de una permanente
y rugosa barba de varios días. Las manos eran zarpas callosas, engendradas
bajo el bruto y continuo trabajo entre las piedras. Sus dedos, ásperos y
gruesos, se peleaban entre sí, inexpertos ante los objetos dóciles como el papel
y el lápiz. Después de la boda, y ante la reiterada insistencia de Carolina para
que aprendiese a escribir, renunciaría pronto tras los primeros intentos,
abrumado por la cantidad de símbolos a memorizar y convencido de que él
sólo estaba capacitado para trabajar entre los animales y las piedras.
−!Oye Fulgencio!, ¿has visto como Emiliano salta por los riscos detrás de
las cabras? –comentaban los clientes de la taberna.
−Como no, el otro día, con cuatro zancadas, se encaramó, en dos minutos,
en lo más alto del Risco Los Peláez.
−Parece un gato ese pillastre; tiene sangre de golondrina, el condenado…
Carolina Sanabria, ojos de fuego azulado y melena de carbón ondulado, de
ademán reposado y belleza insultante, se resignó a su destino desde que la
presión del entorno la empujó a una boda no deseada. Había heredado rasgos
de su madre: esbelta, piel sonrosada de origen nórdico, melena oscura hasta la
cintura y nariz de rasgos delicados. Como la modelo de un pintor renacentista
destacaba la viva expresividad en sus ojos de colores claros, que se adaptaban
a las variables tonalidades del día. Los tintes cambiantes de su mirada, durante
las largas tardes de verano, adquirían los difusos matices del ocaso. Su boca,
como los surcos armoniosos trazados sobre un paisaje, eran dos perfectas
líneas de sensual armonía: labios firmes y delicados a la vez que invitaban a
un dialogo reposado y sereno. Las turbulencias de sus últimas ansiedades
habían dibujado en su rostro el rictus protector del desengaño, defensa forzada
ante un estéril vacío, la desdicha a la que se encaminaba su vida. Era hija de
Victorino Sanabria Illescas, un espigado, inflexible y seco funcionario de
prisiones de origen salmantino, y Encarna Plasencia Faget, una rubia y dulce
belleza canaria de ascendencia francesa y deslumbrante mirada de ojos verdes.
La familia poseía una tienda de comestibles junto al ayuntamiento y Carolina
había pasado su infancia entre sacos de legumbres, maíz y arroz, rodeada de
papas, verduras y salazones de pescado. Ayudaba a sus padres en la venta y
asistía a la escuelita del pueblo, donde un joven maestro, soñador y fantasioso,
de notable vocación pedagógica, luchaba por recoger y formar a los
tempraneros braceros de circunstancia que encontraba dispersos entre los
campos y senderos agrícolas de la comarca, chiquillos harapientos y piojosos,
hijos del hambre y el desamparo, que combinaban esporádicas visitas a la
escuela con los trabajos del campo para ayudar a la economía de sus familias.
A pesar de poseer una probada capacidad para el estudio, Carolina se había
visto forzada a abandonar la escuela de manera temprana; solo algunos
alumnos privilegiados podían continuar sus estudios lejos del pueblo. El
ambiente social tampoco impulsaba el ascenso formativo de las mujeres; la
costumbre era que las chicas sólo debían preocuparse por establecer una
familia, cuidar del futuro hogar y amamantar a los hijos que, habitualmente,
llegaban en serie.
−¿Tú has visto el peazo de mujer que se consiguió Emiliano? –
conversaban algunos clientes entre las partidas de dominó de la cantina.
−Ayer los vi salir juntos de la casa de Martín el Coyote. ¡Que suerte ha
tenío el bandolero!, ¡una mujer imponente! −confirmaban otros.
Encarna Plasencia conocía al tunante que cortejaba a su hija. En muchas
ocasiones lo había observado en los alrededores de la plaza formando parte del
griterío que provocaban los asiduos visitantes de la taberna. Sabía que
Carolina se equivocaba en aquella elección, pero respetaba su voluntad,
cuestión de la que, tiempo después, terminaría arrepentida. Se limitaba a
rogarle que no acudiese a sus citas, advirtiéndole sobre el oscuro futuro que te
aguarda si continúas con ese ignorante patán. Para fortalecer sus argumentos le
transmitía todos los comentarios negativos que sobre Emiliano escuchaba en la
tienda, pero Carolina reaccionaba extrañamente fría e insensible a todos los
razonamientos, limitándose a decir que, simplemente, quería a aquel hombre,
que la enamoraba con dulces y sensibles cuartetas. Sólo tiempo después de
casarse confesaría a su madre que había confundido ese sentimiento con algún
residuo de desamor, la respuesta a algún incógnito vacío o ansioso desamparo
que cargaba en su interior.
−He leído en los libros que todos los amores surgen desde un instinto de
protección, que nacemos incompletos para que busquemos la parte extraviada
de nuestro ser, pero son las amarguras internas y los vacíos los que nos nublan
la mente, provocando que nos equivoquemos en la elección. La evolución
humana no ha servido para nada en cuanto al desarrollo de esas capacidades.
Seguimos igual que al principio de la humanidad –reflexionaría.
La pareja se arriesgaba, pero el padre nunca supo de aquella relación
clandestina. Convencidas de que jamás lo aprobaría, madre e hija se habían
confabulado para ocultárselo. Victorino Sanabria vivía en un mundo aparte,
lejos de los comentarios pueblerinos, devaneos sentimentales y demás bobadas
de mujeres, sólo tenía interés en que su hija cumpliese con las
correspondientes sesiones de misa y rosario semanal; pero, precisamente, esas
fervorosas salidas eran aprovechadas por la chica para los encuentros
amorosos con Emiliano. Acompañada de su madre, todos los domingos acudía
puntual a misa de once. Devoto incondicional de la primera celebración
mañanera, el padre nunca las acompañaba. En el interior de la iglesia, como
falso creyente sentado entre los bancos y ansioso porque acabase cuanto antes
la ceremonia, Emiliano esperaba la llegada de su prenda. Tras terminar el acto
y para aprovechar el corto tiempo que quedaba, el matarife, como un perro
hambriento tras la carne fresca, buscaba el refugio íntimo, un nido amoroso
que, generalmente, era la casucha de su amigo el Coyote. Mientras los
amantes disfrutaban en la soledad de su pequeña casita, en el bodegón, como
un lobo solitario en ausencia de su amigo, el Coyote esperaba la salida de los
amantes consumiendo, lentamente, la botella de vino que Emiliano le dejaba
pagada como alquiler ocasional de su chamizo.
−Mira Boni: a mí no me importa dejasles la casa pa´que se cobijen un
poco, pero… paisano, la envidia me carcome después. Se me pone un nudo en
el estómago cuando llego a casa y veo las sábanas rivueltas… me acuesto allí
mismo, entre aquellas sábanas, y me pongo tenso…, tu sabes −le confesaba el
Coyote a Bonifacio el tabernero desde una esquina de la barra.
−A ti lo que te pasa es que andas derrengao por falta de hembra, Coyote,
llevas años varado, a palo tieso y sin mojar; no hay crestiano que aguante esa
impacencia −concluía el cantinero, entre las risas de la clientela.
Haciendo guardia por los alrededores de la iglesia y siempre
reprochándose a sí misma por ser tan excesivamente tolerante, Encarna, como
un ave que vigila a su polluelo, aguardaba con impaciencia el regreso de su
hija.
El noviazgo fue corto, lo que facilitó que el padre nunca se llegase a
enterar de aquellas citas clandestinas. El drama llegaría después, cuando supo
del embarazo de su hija. Carolina terminó refugiándose en los brazos de
Emiliano para escapar de la paliza que Victorino, entre gritos, le prometió al
enterarse. Como un potro revirado, desaforado por la ira y tras desahogarse
pateando los sacos de maíz y demás enseres de la venta, vociferaba como un
poseso en medio de los sollozos y la histeria de su mujer.
−¡Esa desvergonzada ya no es mi hija y no la quiero ver nunca más! –
recorría la tienda como un lunático en la madrugada, dando patadas a todo y
alarmando al vecindario con un frenético griterío.
Forzados por la situación, la pareja se casaría en secreto, sin ceremoniales,
adornos e invitados; además, nadie mostraría el más mínimo interés por asistir
a la boda de una novia con barriga. Rechazados por la familia y la remilgada
sociedad pueblerina, quedarían condenados a sobrevivir frente a las
tormentosas miserias del entorno. A partir de aquel momento, Carolina se
vería forzada a soportar los efectos de la marginación, la brutalidad y el
abandono, enfrentando las secuelas de la escasez y la ausencia de los medios
más básicos. Sometida al mínimo alimento para el cuerpo y el alma, como una
criatura perdida entre el tumulto, ya era tarde cuando comprendió que la
atracción hacia Emiliano se había basado en un errático espejismo: había
creído encontrar a un creativo autor de inspiradas cuartetas, a un atractivo
galán de conquistadora y seductora sonrisa. Víctima de un teatrero y bien
desarrollado engaño, ya no había remedio frente a sus iniciales tramas de
conquistador, al despliegue de artimañas que el matarife había ideado para
satisfacer sus necesidades placenteras y egoístas.
Emiliano no concebía la vida sin escuchar el tintineo de los vasos de la
cantina, un sonido que le acompañaba desde la niñez. Como un ancestral
recuerdo de la infancia, la baraja, las mesas de juego y el áspero griterío
durante las tardes de humo y alcohol, pervivían grabados en su memoria. La
taberna, hogar que lo había visto crecer, había sido su única escuela.
Acostumbrado a escenas desafiantes de borrachos agresivos, veía natural el
desplante violento durante las discusiones de baraja. Las densas humaredas del
cigarro y el olor avinagrado y viscoso del vino peleón, junto al griterío chillón
de las concurridas tardes del sábado, eran para él tan naturales como el viento
o la lluvia. Como una respuesta defensiva ante el agresivo entorno había
ganado experiencia de trilero entre la apelmazada concurrencia de los
mostradores. Era, aquella, una habilidad protectora, su particular venganza
ante la broma hiriente de bravucones, pendencieros y bronquistas. La
oscuridad de aquellos tugurios había afianzado su naturaleza de hombre rudo:
rígido frente a la caricia; áspero ante el sentimentalismo y el halago. Amaba
por interés personal; sometido a un destructivo egoísmo entendía el amor
como mero disfrute. Si alguna vez declaraba sus sentimientos eran emociones
de teatro. Su existencia transcurría entre un insolente y decrépito vacío. Como
un perro vagabundo, endurecido frente a las patadas y el desprecio, nada
conocía de otros afanes e ilusiones.
−Somos isnorantes de nacimiento, Coyote; y no podemos hacer na´, sólo
esperar a que el sol nos vaya secando poco a poco como un pescado pa´
después morirnos, magullaos por los golpes de la vida –se lamentaba frente a
su amigo, mientras consumían una botella tras otra en la mesa de la cantina.
−Así que a vivir y a disfrutaslo, que la vida es como un cuarto dihora –le
daba la razón el Coyote.
Después de la boda, el menosprecio y desinterés hacia su mujer sería
progresivo. Emiliano iría sustituyendo a Carolina por la botella y la baraja
para integrarse por completo en la noctámbula y avinagrada clientela de la
taberna. Apuntado al abandono abrazaría la indignidad, sucumbiendo a la
esclavitud que el mundo impone a los indolentes. Muchas noches, sometida a
la dictadura del insomnio, rodeada de los resuellos y los vahos del vino que
exhalaba su marido, Carolina se preguntaría qué nebulosa sombra invadía su
mente el día en que accedió a casarse con aquel tosco, resentido e ignorante
individuo que roncaba a su lado. Tarde comprendió que había sido víctima de
una quimera, que había sucumbido en la trampa fantasiosa que fabrican los
vacíos y las distancias. La muchacha quedaría atrapada en las tardes soleadas
del patio con el único acompañamiento de las plantas, el zumbido de las
moscas y el desesperanzado afán de encontrar una vía de escape ante su
destructivo y solitario infortunio. Cuando el matarife, desde algún rincón de la
casa, escuchaba su llanto, se limitaba a resoplar furioso y jamás se le acercaba,
lamentándose ante aquellas niñadas y boberías. Inhabilitado para experimentar
emociones, estaba convencido de que las lágrimas sólo podían tener origen en
el mundo físico; para él, el único espacio donde se fraguaba la existencia.
Dos mundos contrapuestos comenzaban a manifestarse a través de los
pequeños gestos de la convivencia: una inclinación a la honestidad, a la
verdad, a la justicia, a la pulcritud y al orden, por parte de Carolina, y una
tendencia hacia la mentira, al enredo, al desorden, a la ocurrencia mediocre y
sin brillo de Emiliano. Eran dos ámbitos enfrentados como el ruido y la
música, el odio y el perdón, la guerra y la paz. No eran necesarias las palabras:
bastaba sólo el gesto y la mirada. Paulatinamente, en la mediocridad de los
espacios cotidianos, se iba desmantelando el impulso que les había unido para
compartir un sueño; desaparecía el afán por abrazar los anhelos; se extinguían
las pequeñas llamas que alumbraron una ilusión.
−Al principio me gustaban esas estrofas –le confesaba la muchacha a su
madre−, me resultaban graciosas y me entretenía escucharlas, me hizo creer
que eran de su invención, pero fue un engaño más. Ahora es todo lo contrario,
las escucho de su boca y me repugnan hasta el alma. Yo creía en él, pero me
engañó como a una estúpida; ahora no me permite vivir en paz con sus
continuas borracheras. Por las cuartetas que recitaba creí que era humano y
sensible, pero sólo existe oscuridad en su alma atormentada. Es tosco y
despiadado, indiferente a los sentimientos y emociones; un ser mezquino,
egoísta e insensible al dolor ajeno. Vive ensombrecido y encadenado a la
envidia, ahogado en la oscuridad y embrutecido por la ignorancia.
Carolina vivía con una permanente sensación de encierro. En los días
solitarios, cuando estaba sola, una vez se liberaba de las pesadas faenas
familiares, se solía sentar en el patio, frente al sol cobrizo de las tardes, para
disfrutar del multiforme universo vegetal de las plantas. En un intento por
adornar el apagado escenario en el que transcurrían sus días había hecho
crecer a su alrededor un pequeño y colorido mundo de gardenias, petunias,
jacintos y geranios. Darle color a aquella gris e infecunda existencia que la
aprisionaba era un fútil consuelo y pasaba las horas admirando el pequeño
prodigio brotado de sus manos. Los libros y las plantas conformaban su
particular mundo, un desahogo frente a la indigna mediocridad del entorno,
pero, cuando él llegaba, aquel universo se esfumaba, regresaba a la triste
realidad y experimentaba, de nuevo, la dolorosa certeza de su fracaso. Ambos
vivenciaban la indiferencia que deja el desamor, una colisión nacida en la raíz
de dos mundos contrapuestos. Emiliano la observaba como un animal de otra
especie; ella sólo le interesaba como objeto de caza.
−No sé por qué te dio esa lloriquera, si no te falta de na´ −le gritaba desde
el patio, con gesto de fastidio, cuando escuchaba su llanto en el dormitorio.
Vivían, además, marcados por una sociedad embrutecida; el rudo trabajo
de los campos no tenía relación directa con el jornal que se cobraba. Descargar
la frustración generada por el bajo salario era una necesidad añadida. La sed
nacida con la humillación se apagaba en la cantina y era el vino un recurso
para combatir el dolor de la adversidad. Además, después de la taberna, para
seguir consolando desengaños y fracasos, siempre se tenía a mano a la mujer y
la cama. Aparte del derecho de Emiliano para disponer de su cuerpo, era ella
la encargada de colocar la olla al fuego, inventar materia alimenticia para
echar dentro, lavar los trapos en la barranquera, limpiar la casa y amamantar a
su hija recién nacida, soportando mientras tanto, con impotente paciencia, sus
insultos y borracheras. Desde los primeros meses de convivencia, tras el
trabajo en la platanera, Emiliano visitaba primero la cantina, su casa de
siempre, luego trasponía por el callejón hasta que, envuelto en vapores
vinícolas, ajeno a caricias, halagos y demás boberías, se dormía despatarrado
sobre el catre tras quedar sexualmente satisfecho. La mente de aquel hombre
discurría por territorios sin sustancia; se aferraba a ideas sin tamaño y vivía
escorado a la parte más innoble de la existencia. Creía que todo lo que
observaba a su alrededor era fruto de una lógica primaria y medible, y vivía de
acuerdo a criterios banales e insignificantes. Como un buey condenado a vivir
frente a la huerta y el arado, habitaba únicamente en el contorno de un mundo
material; nunca se preguntaba qué originaba el crecimiento de los árboles, cuál
era la razón de la lluvia, qué explicaba la existencia de las estrellas, qué
revelaba la aparición de las estaciones naturales o la precisión de los ciclos
lunares. Para él, todo existía sin cuestionamientos, y con ese pensamiento
básico vivía encerrado en su propio territorio mental, seco y vacío; así, veía
pasar los días desde una postura egoísta, inútil y simplona. Carente de
emociones, podía estar rodeado de dinamismo, pero, dándose prioridad a si
mismo, vivía convencido de que toda aquella energía debía estar a su servicio,
sin poner nada como contrapartida, sin dar a la vida algo más que la broma
insulsa, el insulto barato o el griterío insustancial. Indiferente a las cosas,
animales o personas de su entorno, sólo se sometía ante los representantes del
poder y demás individuos de alto rango. Consecuencia de su raquítico
pensamiento y de la necesidad de sobrevivir, se mostraba manso ante los
poderosos y, a la vez, fuerte con los débiles. Inhumano y fiero, su vida
transcurría insensible al dolor del mundo. Sometido por aquella miserable
realidad, su refugio era la cantina.
−Un día vino Fermín el de la Cañada llorando a mi casa a decime que el
patrón lo había despedio, y me dijo: mira a ver, Emiliano, si tienes por ahí algo
pa´ darle de comer a la familia, me decía el llorón de Fermín. Y entonces yo le
dije, dije: pos haberte portado bien con los dueños de la finca, disgraciao, que
siempre andabas revirao con ellos, jodio… le solté.
−¿Tu sabes que Fermín se envenenó con Foferno, el veneno de las
plataneras, Emiliano? –le decía alguno.
−Si, yo lo vi en las huertas echando espumarajos por la boca. Ya ves, se
las quiso dar de valiente con los patrones y mira a ver quién perdió más:
terminó retorcío como un rebenque; ¡Pobre infelis! –cavilaba Emiliano
mientras llenaba los vasos de sus compañeros de parranda.

II

Carolina no tenía interés en ocultar su amor por la lectura; era Emiliano,


con su rechazo, el que convertía su afición en algo secreto, ajeno al espacio
físico que envolvía sus días. Para no activar sus complejos de analfabeto la
joven nunca leía en presencia de su marido y aunque se afanaba en un
permanente combate contra el tiempo, agobiada por fregoteos, zurcidos y
fogones, siempre encontraba el momento para volar hacia el lugar donde se
fraguan otros mundos y valores. Los libros la transportaban hacia un país de
sueños y quimeras; fórmula vital para escapar del pobre escenario en el que
transcurría su vida. Ya no estaba el maestro que la había orientado durante los
años de escuela, pero había germinado su semilla; la raíz que, pausadamente,
trabajaba en silencio, avanzando por el angosto pasadizo de los pensamientos
que liberan: Victor Hugo, Dostoievski, Gogol, Tolstoi, Moliére, Anatole
France, Antón Chejob… lecturas clandestinas a la luz de los candiles mientras
Emiliano roncaba. Los libros eran un motivo de refugio en los rincones de la
casa, su escudo de defensa frente a la indignidad, una reacción protectora ante
los intentos de expulsión de su propio ámbito. La lectura continua era su
asidero, una herramienta vital para llenar sus vacíos, la justa claridad para
subsistir ante la caótica y embarullada mente de Emiliano. En su ignorancia, él
vivía convencido de que la ignorante era ella.
A media que Carolina intentaba volar en las alas del pensamiento,
Emiliano se hundía en el abandono y la mediocridad. El hombre era un huerto
seco, sin vida, consumiendo, de manera insustancial, las horas y los días.
Prisionero de sí mismo, caminaba ausente a razones y sentimientos para vivir
suspendido en el vacío de lo cotidiano, agarrotado en un escenario minúsculo,
donde sólo existía el azadón, la explotación y el vino. Pero no por ello padecía
de angustias y dolores ni echaba de menos otras experiencias vitales; sin el
más mínimo atisbo de frustración, en un peregrinar vinícola, vegetaba
lánguidamente entre el trabajo y la cantina. Convencido de su superioridad, se
creía mejor que nadie –rasgo presente en los orgullos enfermizos− y discutía
con cualquiera que le llevase la contraria. Despreciando ideas, razones y
argumentos, como un gallo de pelea que se ufana de su bravura, se parapetaba
tras una postura infranqueable, blindado en un absolutismo personal, una
postura que brotaba desde sus propios complejos, encogidos y oscuros. Ante
su incapacidad verbal zanjaba las cuestiones sin titubeos, recurriendo a los
puños como único argumento. Envalentonado por su poderío físico nunca
perdía una pelea.
−¡Cierra la boca, infelis, que te la reviento de una patada! –le gritaba a su
contrincante cuando éste ya estaba en el suelo, vencido y pidiéndole que
parase.
Embrutecido por la ignorancia, sólo era manso ante las autoridades. En su
cabeza no cabía la idea de rebelarse ante el poder. Caminando sin rumbo entre
las cosas, sin luz para orientarse, se comportaba como un feroz carnicero
respondiendo a un entorno sin alma. Formando parte de aquella masa gris y
adormecida, más que existir, vegetaba, convencido de que aquel era el único
sendero para transitar por la vida. Con el vino viajaba a los territorios del
olvido, con la sangre que vertía como matarife creía reconquistar su fortaleza,
oprimida y humillada a diario por los capataces
En sus parroquianos recorridos vinícolas, de manera invariable, lo
acompañaba su amigo Martín Sandoval el Coyote, personaje que tenía la
cualidad de hablar sin parar cuando, en el bullicio de la cantina, disfrutaba de
una botella. Coyote era un tipo colorado, barrigón y jaranero con el que
Emiliano compartía fiestas y jolgorios y que aburría a todo el mundo con unos
plomizos discursos sobre los duros palos que he recebío en la vida, un
monótono zumbido que sólo Emiliano aguantaba. Como dos mulos con
orejeras que sólo ven lo que tienen delante, sus intercambios verbales no
pasaban del escenario mundano; pormenores sobre los cultivos y la calidad del
vino; si convenía tal o cual abono, así como detalles y reseñas menores sobre
estaciones y cosechas, además de las consabidas lamentaciones relativas a la
escasez de lluvia o el destrozo del último temporal de viento. Cuando el vino
les calentaba la cabeza, comenzaban las canciones. A pesar de su tosco estilo,
Martín Sandoval había nacido con ciertas dotes compositoras. En ocasiones
sorprendía a la concurrencia fabricando inspirados versos, pero, adormecido
por la trivialidad de las pláticas, las disputas sobre el juego y las coplas
ripiosas, el Coyote tampoco parecía interesado en llevar su pensamiento más
allá del entorno inmediato. Era un componente más de la generalizada
superficialidad que brotaba de aquel ambiente desangelado y bruto. Juntarse
con Emiliano sólo acrecentaba su simpleza. El Coyote rondaba los cuarenta
años y físicamente era el reverso de Emiliano: pequeño de estatura, gordinflón
y con cabello escaso y ralo, sus ojos eran como dos diminutos botones oscuros
y relucientes, que ganaban intensidad a medida que se aproximaba la hora de
su encuentro con el vino. La nariz chata, a juego con la redondez de su cara,
iba intensificando los matices bermejos a medida en que bajaba el contenido
de la botella. Hablaba a través de un adornado y, en ocasiones, ininteligible
siseo y vivía en la soledad de una casita de tejas; un chamizo en mal estado
que su amigo Emiliano ayudaba a mantener en pie. Las noches lluviosas eran
un tormento para Coyote; con frecuencia, dependiendo de la intensidad de la
lluvia, se veía obligado a pedir refugio para guarecerse de las mojaduras. En
muchas ocasiones, engavillado entre cartones, había dormido en la cocina de
Emiliano.
Enfrascados entre los diálogos simplones y el ruido de canciones
desabridas, que además compartían con personajes similares encontrados en la
misma senda, los dos colegas peregrinaban semanalmente por los etéreos
escenarios de las fondas, los bodegones y las cantinas del pueblo. No
permanecían en cada uno de esos bebederos más de una hora. Cuando se
cansaban de recorrerlos, con la guitarra al hombro, apuntalados en un abrazo
para no perder el equilibrio, trastrabillaban a pie para recorrer los tres
kilómetros que los separaban del pueblo vecino. Al llegar, realizaban similar
recorrido por sus calles. Al regreso, ya de noche cerrada, casi a tientas, a duras
penas atinaban para encontrar sus casas. En ocasiones, Emiliano invitaba al
Coyote a pasar. Carolina, intentando en vano concentrarse en la lectura,
soportaba durante la madrugada el concierto de risas y canciones borrachas de
los dos tunantes que, hasta el amanecer, daban a conocer su borrachera a todo
el vecindario. Emiliano sólo reparaba en la existencia de su mujer cuando se
metía en la cama. Nunca había agresiones físicas, pero no era menor el
menosprecio, el insulto, la humillación y el exclusivo interés por disfrutar de
su cuerpo.
La muchacha tenía que combinar las tareas de la casa con la atención a su
hija, que ya comenzaba a andar. Debido a su corta edad la niña requería una
vigilancia permanente, lo que le restaba tiempo a la joven para el deseado
refugio literario. Por suerte Lucía dormía toda la noche, y la soledad de esas
horas eran las preferidas de Carolina para evadirse en la lectura.
Emiliano siempre regresaba tarde. Muchas veces, al haber dado muerte a
algún animal por encargo o haber castrado a un pobre perro o gato
descarriado, aparecía con la camisa y las manos impregnadas de sangre.
Carolina experimentaba un intenso rechazo hacia aquellas repetidas escenas de
necedad y simpleza. Emiliano, por el contrario, inexperto y torpe para
acercarse al terreno de las emociones, se sentía así más hombre y, con ilusa
pretensión, consideraba que su mujer debía sentir algún tipo de admiración por
él.
En uno de sus arrebatos poéticos, sorprendido como un niño ante la
contemplación del universo, y mientras se recuperaban de uno de sus
recorridos nocturnos a orillas de la carretera, el Coyote preguntó:
−¿Quién habrá puesto las estrellas allá encimba, Emiliano?
−Eso es algo muy viejo que siempre estuvo ahí, colgao… un maestro
escuela me dijo una vez que todo se formó con una explosión y que los
relámpagos de ese fogonazo son las estrellas que se dejan ver… ahora
mismo…−respondió, dirigiendo la mirada hacia la noche estrellada.
−¿Y cómo se pueden ver, entodavía, los relámpagos de una explosión tan
vieja? −dijo Coyote, abriendo los brazos en señal de desacuerdo.
−Ese maestro me dijo que la luz tarda en llegar… no se cuantos…millones
de años…
−Yo no lo creo −afirmó Coyote−, si la luz es lo más rápido que hay en esta
vía, ¿cómo puede ser que tarde tanto…?
−Mira, Coyote: pregúntame por cosas de este mundo, que yo de ahí arriba
no se na´…
Cada acontecimiento, por muy insignificante que pareciese, adquiría para
Carolina un valor analítico. Resultado de sus prolongadas lecturas y
reflexiones, terminó desarrollado la capacidad para dilucidar el origen de las
contradicciones y explicar la causa del vacío humano que condicionaba su
entorno. Aunque las tensiones provocadas en la convivencia llevaban su vida a
través de un penoso sendero, se sobreponía al dolor para definir sus causas. El
nervio de la acción cotidiana era el ruido que la mantenía despierta; enfrentar
la realidad, luchar contra la adversidad, impedía que se desgajase de la
existencia. Cada acontecimiento tenía para ella una explicación, una
consecuencia directamente relacionada con la génesis de su propia historia, y
trataba de que su actuar tuviese relación directa con ese juicio.
−Emiliano es víctima de la ignorancia social. Hago un esfuerzo por
comprender sus vacíos; es la única manera de hacer más tolerable mi
convivencia con él, pero ésta es una relación que no puede durar, se romperá
cuando haya condiciones. Si sigo junto a él es porque no tengo dónde ir con
mi hija –revelaba a su madre durante una de sus múltiples confidencias.
−Ojalá sea así, hija. Tu padre también es un insensible; no es como ese
monstruo, pero sufro mucho cuando no se compadece por la situación de su
propia hija. Está poniendo por delante su orgullo y esa estúpida moral que lo
mantiene atado a tradiciones trasnochadas.
Carolina se preguntaba continuamente como sería su vida si aquella tarde
no se hubiese encontrado con Emiliano en la verbena. Recordaba los
pormenores de los primeros meses: el rincón de la plaza donde le conoció, la
estúpida decisión de pararse a escuchar sus avinagrados y fingidos versos, el
haber accedido a continuar con los encuentros y, por último, la condena al
sometimiento de por vida a cambio de unos sórdidos minutos de placer.
Durante la madrugada, mientras escuchaba sus pasos acercándose al portón, se
sentía dominada por una frenética inquietud, por el devastador malestar de
verse obligada a un contacto sexual no deseado. Él la arrastraba hacia extraños
territorios dominados por impulsos primarios; lugares donde no se reconocía;
un espacio triste, frío y desangelado, alejado de las caricias y de los rasgos
humanos más básicos. Obligada a compartir una relación carnal no deseada,
en su interior se desataba una titánica lucha para no traicionar su esencia;
respondía a la llamada animal, deseaba que rápidamente el hombre descargase
su necesidad y se conjuraba para que la mezcla de alcohol y el sexo satisfecho
sometieran en un profundo sueño a aquel intruso que menguaba su existencia.
La esperanza de que él la reconociese en sus valores ya formaba parte del
pasado. Recordaba con qué ilusa pretensión llegó a pensar que aquel bruto
cambiaría el carácter; rememoraba los primeros meses después de la boda en
los que aspiraba a enseñarle a leer y retenía la imagen de la primera decepción,
al recibir una carcajada como respuesta a su pretensión de pasear juntos por el
Paseo de Los Nogales.
−¿Cómo quieres que yo vaya por esos andurriales, si allí no hay sino
cuatro matojos. Además, está cerca del cementerio; ni una triste cantina hay pa
´ uno refugiarse −vociferaba fastidiado, mientras se ponía la chaqueta para irse
a la taberna.
Carolina lo contemplaba en su insensible indiferencia, en su mezquina
orfandad humana y hacía esfuerzos por comprenderle en sus vacíos. Las
personas nacemos en el plano físico, pero luego, seguimos naciendo a la vida
en un proceso de pensamiento y aprendizaje continuo, reflexionaba. Era
espectadora frente al vacío de aquel mundo y deliberaba sobre el estéril
tránsito de todas aquellas vidas, que se movían en un continuo rodar por la
superficie de los días. Situada en el centro de aquel escenario trataba de
comprender las razones que la habían llevado al encuentro con aquel hombre.
Un segundo, tal vez un minuto, un giro inesperado, una decisión irreflexiva,
hacen que se produzca un viraje en el camino para escoger la ruta equivocada.
Consideraba que estaba ocupando un espacio ajeno; que era habitante de un
mundo extraño.
−He llegado a la conclusión de que su evolución es imposible, mamá.
Emiliano es tosco como una piedra. Mientras le hablo no es capaz de asimilar
ni una sola de mis palabras; ni siquiera las escucha. En cambio se queda
embobado y acepta todas las razones, todas las barbaridades y sandeces que le
dice su amigo Coyote −se lamentaba Carolina ante su madre.
Prefería estar con sus amigos antes que con ella, a la que sólo necesitaba
para la cama y el trabajo doméstico. Muy apreciado en los espacios del
jolgorio y el griterío, le echaban de menos en la taberna si faltaban sus
carcajadas y su guitarra. Enfrascado entre las risas y el vino, pasaba muchas
horas apegado a un estéril palabrerío y a la insulsa frivolidad de las cantinas.
Muy tarde retornaba a la casa. Al llegar, borracho y malhumorado, reclamaba
su derecho a la comida.
−He estao todo el día fuera; ahora quiero el desayuno, el almuerzo y la
cena, juntas– exigía, sentado a la mesa con un tenedor en la mano, para añadir:
−!Esta comía no es pa´un hombre, carajo!; ¿a dónde pones el jornal que te
doy? ¿No lo estarás empleando en esos libracos que lees, verdad?
Su amigo Martín el Coyote, cuando salía de la taberna, tenía que andar con
ojo; en muchas ocasiones había salvado el pellejo cuando, al salir a las tantas
de la cantina, Emiliano impedía su permanente afición por abrazar los
adoquines. La afinidad de los dos colegas era remota: se habían conocido
durante los tiempos mozalbetes, en los que, enfrentando las jornadas sin pan,
pululaban por los caminos en busca de rastrojos que vender, alimentando, así,
la miseria de los días. Sacudido por todos los palos de la vida, el Coyote se
había hecho viejo antes de tiempo. Al ser el mayor de siete hermanos había
suplido la ausencia temprana del padre a base de acechar, como un experto
centinela, los cultivos al atardecer. Bajo el manto nocturno, cuando se
retiraban los agricultores y el campo ofrecía su amplia y variada oferta
alimenticia, el Coyote iniciaba su particular recorrido por las solitarias huertas
buscando el preciado bocado que atenuase el hambre de sus hermanos
pequeños. La pandilla huérfana se abrazaba a sus piernas cuando éste
descargaba en el piso la recolección salvadora. Con el paso de los años, la
nutrida tropa familiar se había desperdigado por diferentes rumbos, heredando
Martín la soledad y el silencio de la despoblada casita. Fruto de ese retiro
surgían los soñadores versos que iluminaban sus ausencias, un motivo para
expresar desesperanzas y vacíos. En esas cuartetas encontraba la mejor manera
de reflejar quimeras imposibles y se esforzaba frente al papel para definir el
color de esperanzas ya marchitas. En ocasiones construía estrofas de inusual
calidad, usando palabras ajenas al vocabulario simple y cotidiano del propio
entorno. Era como si encontrase en las letras un territorio fértil al vigor de una
desconocida llamada interior, la respuesta a un espíritu nacido para la
actividad creativa, pero el Coyote tenía dificultades para alimentar esa
cualidad; había crecido entre brutos ambientes agrícolas, espacios
pendencieros del grito y el insulto, donde abundan las almas impasibles al
resplandor del arte. Emiliano, aunque también consideraba la afición de su
amigo una bobada pa´ perder el tiempo, memorizaba las estrofas para
apropiárselas como suyas. Martín no ponía objeciones; el matarife era su único
amigo.
Tras una larga senda de privaciones un rayo de esperanza alumbró un día la
vida del Coyote: el Canal Los Mirlos, una alargada conducción acuífera que
recogía el cauce de siete galerías de agua, se extendía a través de los cerros en
prolongada espiral, bordeando la escabrosa cadena de montañas. La dimensión
del acueducto requería vigilancia y mantenimiento permanente, además del
reparto de horas de riego para fincas y acequias. Martín Sandoval fue
recomendado para el puesto por don Crispiniano Salazar, accionista principal
en cuatro de las siete galerías existentes en el valle. Después de unos meses de
prueba, la diligencia y seriedad del Coyote para realizar su trabajo le
granjearon la confianza de los exigentes propietarios del agua, lo que le
aseguraba el puesto de manera permanente. Al ser él el único responsable de
mantenimiento, sus horas de trabajo no estarían marcadas por la humillación y
el maltrato habitual de los encargados, privilegio del que no disfrutaba la
práctica totalidad de los trabajadores agrícolas. Coyote iba a invertir la mayor
parte del tiempo laboral recorriendo el canal, paseos que supondrían una
fuente inagotable de inspiración para sus ingeniosas cuartetas. Pero su
responsable y profesional actitud durante las horas de vigilancia contrastaba
con la manera jaranera y juerguista con la que afrontaba su tiempo libre. Era
en ese espacio de vida libertina donde se encontraba con Emiliano, para
compartir con él un mundo bullicioso de tragos y parrandas. Los sábados por
la tarde era el gran día; primero la barbería de Filiberto; allí recalaban los dos
juerguistas para el rutinario afeitado de fin de semana, un ligero corte de pelo
y la posterior tertulia que incluía los primeros vinos de la tarde, junto al
ensayo de voz y guitarra. Cuando el barbero cerraba, ya entonados por los
primeros júbilos y regocijos, enfilaban por la calle principal hacia la Aceituna,
el primer bodegón de la ruta. Hora tras hora iban gastando tiempo, cuerdas,
vino y fortuna hasta la llegada del amanecer. Por la mañana, ya derrotados por
el tinto, las risotadas y las coplas, recalaban por la calle Cucaña, allí, en una
minúscula tenduchilla de cuatro chapas, recuperaban el aliento con un plato de
bacalao y queso curado. Ya en sus casas, se recuperaban de la sesión
durmiendo a pata suelta y sin conciencia, el Coyote, solitario, en su catre de
morera y heno; Emiliano roncaría hasta el atardecer del domingo, ajeno al
mundo que Carolina habitaba. La ausencia de su marido, derrotado por la
fiesta y el vino, era una bendición para la muchacha.
A veces, para combatir el aburrimiento, Emiliano y el Coyote transitaban
por los campos armados de tiraderas de goma. Apostados tras los arbustos,
cazaban lagartos, gatos asilvestrados, palomas, mirlos y pájaros de todas
clases y tamaños. Desde sus escondites, como chiquillos traviesos, iban
coleccionando sus trofeos de caza, animales, muchas veces malheridos, que
quedaban abandonados por campos y caminos. Para compartir su hazaña junto
a amigos y conocidos, los pequeños mirlos, pájaros pollo, como ellos los
llamaban, los servían fritos sobre el mostrador de la taberna, y allí, entre el
ruido de voces y botellas, devoraban a los pajaritos, acompañados de tragos de
vino. Aquellos no eran conscientes ejercicios de maldad, sólo actos fabricados
por mentes inmaduras, gestos sin grandeza surgidos desde una edad mental
atascada en la adolescencia.
−Algunos de estos pajarillos estaban criando –presumía Emiliano mientras
desmembraba el ave para masticarla –, y le arrimé un fófaro al nido pa´ que
arda; total: los pichones se iban a morir de hambre…
Las penurias no daban tregua. La pobreza del entorno imperaba sobre las
vidas marcando y dirigiendo las conductas humanas. Después de una vida de
privaciones, el Coyote podía disfrutar de un trabajo aislado y de un cierto
privilegio laboral, pero Emiliano, siempre vigilado, sufría la condena del
subordinado. En ocasiones sentía deseos de zumbarle al capataz de la finca
cada vez que éste le gritaba, pero lo establecido era agachar la cabeza en señal
de obediencia a la autoridad. No había alternativa para los excluidos; a los que
no se sometían les esperaba la calle, los piojos y el hambre. Un mísero salario,
la mitad del cual iba a parar a la cantina, mantenía a Emiliano unido al
acontecer diario de la servidumbre pero, como respuesta al infortunio que ello
generaba, disponía de una precisa válvula de escape: su trabajo de experto
matarife con el que liberaba su frustración y aliviaba sus penurias económicas.
Imperturbable cuando hincaba el cuchillo en el corazón de un animal, los
bufidos de un toro herido le proporcionaban un sosiego extraño; la agonía de
un becerro que se desangraba serenaba su temblor interior, respuesta de
desahogo frente al maltrato que recibía a diario de caciques y capataces.
−¿No hay na´ por aquí pa´ matar? –preguntaba a gritos a la concurrida
clientela de la taberna cuando consideraba que llevaba mucho tiempo sin usar
el puñal.
−Joer, Emiliano, no puedes vivir sin ver sangre –le contestaba alguno.
Su esculpida y musculosa figura condicionaba en extremo su faena diaria.
Sabedores de su vigor físico, los capataces le reservaban los más duros
trabajos y allí iba Emiliano como un burro de carga para todo: partir a golpes
de mazo las grandes rocas de la cantera, acarrear a cuestas el estiércol hacia
las plantaciones, limpiar las gañanías del ganado, arar, deshojar, cortar, y
cargar, él solo, el camión de la Cooperativa. Después de diez horas de trabajo,
agotado por el esfuerzo y la tensión de los gritos, se dejaba caer por los
alrededores de la plaza, donde siempre encontraba a alguien interesado en
destripar algún animal y convenía con él la hora para liquidarlo en los
cercados.
−Emiliano, tengo un cochino pa´ matar; ¿cuándo quedamos pa´ meterle la
bayoneta? –le preguntaba algún vecino que requería sus servicios.
El matarife, arrumbado frente al mostrador, terminaba de apurar el vaso de
vino, se secaba la boca con la manga de la chaqueta y cavilaba:
−El jueves tengo que liquidar un becerro de Cirilo Mejías; el viernes una
cabra de Venancio el Sacristán… no podré matar hasta el lunes; el sábado toca
el recorrío.
El recorrío era el acostumbrado itinerario vinícola, la ruta tabernera de los
sábados, un día sagrado para él.
Animado por sus éxitos como trilero, progresivamente se fue
introduciendo en el laberinto del juego clandestino, otro recurso para olvidarse
de sí mismo, para difuminar su banal existencia, para ahogar la conciencia de
sus propias miserias en la adormecida maraña de lo cotidiano. Pero en aquella
actividad se encontraba con jugadores más habilidosos que él, lo que
contribuía a aumentar sus broncas y altercados. Colocado frente a un camino
sin salida, en los tugurios de la baraja y el dominó, sólo se hablaba de vino y
trabajo, del estado del tiempo y las cosechas; un espacio gobernado por
altavoces parlantes cuyas únicas confidencias estaban relacionadas con el
desarrollo del juego y donde especialmente se valoraba la habilidad para
afrontar una partida. Era, aquel, un ámbito infecundo donde sólo imperaba la
miseria y el grito, una fábrica de frustración que Emiliano, más tarde,
trasladaría a su casa. Su vida se inspiraba en el vaso, el humo y la escandalera.
A diario buscaba recintos donde sólo reinara la botella; así, poco a poco y
hasta la hora del cierre, liquidaba el exiguo y humillante salario obtenido de
las fincas. Su amigo Coyote, que alcanzaba a entender el significado de
algunas decisiones, percibía el peligro y comenzó a marcar distancias; a
Martín Sandoval lo salvaba un instinto, un reflejo, un destello de cordura,
virtud ausente en la mente de su amigo, y le avisaba del riesgo:
−¡Vámonos Emiliano, coño, que te vas a quedar más tieso y desplumao
que un pollo pal caldero. −Le recriminaba el Coyote mientras tiraba de la
manga de su chaqueta.
−¿Marcharme ahora isnorante?; ahora que voy directo pa´ la mecha el
cañón; del estampido voy a dejar a toos en calzoncillos –se relamía.
Pero, como casi siempre, la jugada terminaba mal para Emiliano y cada
vez más frustrado, cada vez más infeliz y mísero, se remolcaba por el oscuro
callejón hacia su guarida como un perro apaleado y triste. Para mayor
desgracia, aquellos que él creía sus amigos le iban abandonando en la misma
medida en que disminuían sus ingresos. Sólo se mantenía fiel su amigo el
Coyote, capaz de soportar, paciente, sus continuas trapacerías y sablazos.
−Empréstame cien pesetas Coyote, que el sábado te las devuelvo –le
imploraba Emiliano en la puerta de la cantina.
−Ta bien, toma, que me tienes más seco que el mango e la azada –
contestaba, mientras le entregaba el billete.
El matrimonio no existía. Carolina se limitaba a atender las labores de la
casa y la pequeña Lucía tampoco formaba parte de la vida de su padre.
Trasladaba la situación de abuso que sufría en el trabajo, algo habitual en las
costumbres del entorno, e ignoraba continuamente a su mujer y a su hija. En la
casa no existía rastro de convivencia; eran seres aislados entre sí, ajenos;
mutuamente desconocidos; extraños habitantes de mundos confrontados. Ella
vivía convencida de que él no pertenecía a su espacio vital, que era un ser
simple e irracional, un hombre vacío, sin pizca de dignidad y virtud.
Me pregunto si tiene alguna materia en el cerebro, aparte de su afición por
matar animales y tragar vino, pensaba Carolina durante sus interminables
noches de insomnio.
Después de tres años casados el horizonte se tornaba cada vez más oscuro.
La joven sufría todas las privaciones; sometida por la inquietud sobre su futuro
y el de su hija, vivía atormentada, además, por el efecto de los largos días sin
pan. Pero todas las miserias juntas no eran suficientes dolores para doblegar su
resistencia, y se enfrentaba, con gran valentía, a la cotidiana desdicha que a
diario la cercaba. Algunos vecinos la ayudaban con pequeñas donaciones de
comida que, casi en su totalidad, eran destinadas a sofocar el llanto de su hija.
Ella consumía lo justo para no desfallecer. Mientras tanto, la lectura era su
refugio, su escape, el mágico escenario con el que nutría su alma. En los libros
encontraba los únicos momentos de libertad. Se salvaba así, del vacío que la
condicionaba, de la caótica desesperanza que la constreñía. Necesitaba ese
alimento para fortalecer su mente, un vuelo que sólo se logra por los caminos
de la reflexión, y batallaba por entrenarse a diario entre las sendas del
pensamiento. Era ese el único ejercicio que la rescataba de la congoja y la
soledad. En ocasiones Emiliano la sorprendía enfrascada entre los libros. Bajo
los efectos del último litro de ginebra, aferrado al trinquete del armario y
tambaleándose para encontrar el equilibrio, le gritaba colérico:
−¿Qué carajo haces tú leyendo esas porquerías que no valen pa´ na´ ?
¡Ponte a hacer algo de fundamento, coño, y tira esos libracos a la basura!,
joér…
Convencido de que las personas sólo se pueden imponer a través de la
autoridad y el grito, ante ella se sentía claramente superior.
−Los libros sólo dicen bobadas pa´ moler el celebro −comentaba ante sus
amigos de parranda, que asentían con la cabeza, convencidos también de
aquella verdad.
Él, que había pasado por todas las dificultades, por todas las penas; que
cargaba con las cicatrices de una vida llena de privaciones, estaba convencido
de que la experiencia siempre estaba por encima de todos los libros del
mundo.
−Esas boberías que cuentan los libros son sólo entretenimiento de
isnorantes y mentecatos −le espetaba a su mujer, recriminándole su amor por
la lectura−, así que no pierdas el tiempo con esas bobadas escritas y ponte a
fregar la casa; después me tienes la cena preparada, que me voy a echar una
partida en la cantina.
A pesar de las agresiones, la mente de Carolina era poderosa y entera; tenía
claras sus prioridades y procuraba instalarse en un plano teórico, alejada de las
discusiones que, siempre sabía, tendrían un claro vencedor. Su capacidad de
abstracción le proporcionaba el relieve necesario para comprender la razón del
caos imperante, y desde esa experiencia mental se esforzaba por encontrar las
causas del comportamiento de Emiliano. Nunca contestaba a sus insultos,
buscaba el haz de luz que se encuentra lejos de las gentes y las cosas, y viajaba
a los territorios solitarios y lejanos de la mente, allí donde sólo mandan la
soledad y el silencio.
−No encuentro mi espacio −confesaba a su madre buscando un desahogo−.
No podría sobrevivir si sólo dependiese del mundo físico. No es la miseria
material lo que más me preocupa; eso no es lo peor: lo horrible es el vacío
moral, la escasez de razonamiento, la carencia de humanidad −concluía
−Paciencia hija; ningún mal es eterno, la tortura de ahora pasará; ¡cuánto
daría para que volvieses a casa! Tu padre se sigue negando, pero estoy
tratando de convencerle.
La ocupación principal de Emiliano era roncar. Despedido por falta de
actividad agrícola en las fincas y arruinado por el vino y el juego, convirtió su
casa en refugio, aumentando con ello las sesiones de maltrato y rechazo hacia
Carolina. También él sentía la necesidad de aislarse, pero, con una capacidad
imaginativa limitada, la opción más práctica era guarecerse en el camastro, en
el que se pasaba las horas muertas. Expulsado de las cantinas debido a sus
considerables deudas, comprobaba, una vez más, que el mundo detesta a los
empobrecidos y experimentaba nuevas formas de marginación y desprecio, la
misma condena que vivenció en la infancia. Sabía que era un miembro más en
el ejército de desgraciados, pero esa verdad no añadía más luz a su mente ni le
creaba interrogantes sobre el mundo. En algunas ocasiones conversaba con
Atanasio sobre ese tema:
−Los desgraciados nacemos pa´ que los ricos nos den golpes en el
pescuezo y pa´ sacarnos el jugo; vivimos engurruñados desde el mismo
nacimiento, Coyote. El que nace tronco morirá como un rebenque
−reflexionaba, tumbado en el catre, con su eterno colega sentado al lado
El Coyote era la única visita que llegaba a la casa, siempre con una botella
envuelta en la chaqueta. A pesar de disfrutar de estabilidad en el trabajo y
tener ingresos asegurados, el vino era la única aportación a la casa de su
amigo. Reían y cantaban acompañados por el tinto y la guitarra, pero Emiliano
no obtenía armonía del instrumento; su desavenencia interna se trasmitía a las
cuerdas, obteniendo un sonido desajustado; pero aquel parecía un detalle
menor para los dos parranderos, más centrados en el vino y el jolgorio que en
ritmos y compases. Carolina, marginada por completo de aquel ambiente, se
encerraba con Lucía y sus libros en su particular mundo, en el que también
encontraba espacio para compartir juegos con su hija.
Él sólo tenía por ella interés sexual, y era arduo el esfuerzo de la joven por
no volver a quedar embarazada. Tenía formación básica en biología humana,
lo que le permitía conocer todo sobre su proceso menstrual y, por tanto, qué
días del ciclo correspondían a la ovulación. Durante ese periodo debía recurrir
al ingenio para esquivar la insistencia de Emiliano. Era variada la colección de
excusas que empleaba: inventar una enfermedad de la niña para bajarse de la
cama, fingir sangramiento menstrual, alegar dolores por una caída inexistente
o tener que atender la confabulada visita de una vecina próxima. Se levantaba
con cualquier justificación y trataba de alargar lo máximo posible su regreso a
la cama. Solo volvía cuando escuchaba sus ronquidos.
En ocasiones, Carolina recogía algunas monedas que Emiliano traía de sus
matanzas. Gracias a la complicidad de su madre, el resto de recursos para no
sucumbir llegaba de la tienda familiar y la esporádica aportación de algún
vecino.
−¡Aprovecha estas perras y no las malgastes en boberías, que bastante me
cuesta cortarle el pescuezo a los bichos! –refunfuñaba Emiliano entre dientes,
mientras le dejaba, junto al fogón, parte del salario de su cada vez más escaso
oficio de matarife.
Tras varios meses en el catre, la demanda de peones hizo que regresase a
los trabajos de la finca, pero ello no mejoró la economía familiar. Para ser
nuevamente aceptado entre el mundo tabernero del vaso y la botella, consideró
prioritario el pago de sus deudas, por lo que, nuevamente, volvería a pasar
largo tiempo fuera de la casa. Como una visita por horas, regresaba
tambaleándose de madrugada hasta pararse frente al portón de su vivienda,
con insultos hacia Carolina por la tardanza en abrirle la puerta.
−¡Abre, condenáa, que parece que lo haces adrede pa´ que me carcoma el
frío, coño!

III

La joven se veía furtivamente con su madre; encuentros clandestinos para


no provocar el endiablado genio de su padre. Carolina escondía secretamente
el fruto de los pequeños hurtos que su madre realizaba en la venta familiar,
cortas cantidades de dinero que le entregaba a su hija para aliviar los efectos
del desamparo. La casa de María la Molinera era el lugar de esos encuentros;
allí, la muchacha desahogaba sus penas, anudaba en el pañuelo las monedas y,
más ligera de congojas y ansiedades, se despedía de su madre para partir, de
nuevo, hacia las sombras de su casa, el voraz escenario que marchitaba su
vida.
−Me voy con la pena a cuestas, mamá; él debe estar a punto de regresar; si
no me encuentra formará otro espectáculo de gritos –se lamentaba Carolina.
−Me parte el alma verte así, hija; hoy volveré a hablar con tu padre para
que te permita escapar de ese infierno –la consolaba Encarna entre lágrimas.
En cierta ocasión Carolina acudió al médico para que su hija fuese
atendida. En la salita de espera aguardaba un hombre que, abstraído, leía un
libro tras unos redondos anteojos de pasta marrón. Reconoció en él a su
antiguo profesor. Era el maestro que había orientado sus primeras lecturas, el
mismo que aún seguía regalando a los chicos del pueblo su semilla formativa.
Ella añoraba su pasado estudiantil y recordaba con frecuencia a aquel hombre
con el que había descubierto la trascendencia que los libros ejercen sobre los
actos cotidianos; era quien la había convencido de que hay miles de historias
encerradas en el corazón de las letras, aguardando anhelantes a que alguien las
revele; fue el conductor esencial de su formación, el responsable de su
asombro ante el permanente milagro que brota de la tierra, el que la enseñó a
volar por encima de los actos mundanos, el mismo que un día le abrió las
puertas del universo, dejándola extasiada ante el esplendor de la vida.
Nacido para enseñar, adicto a la lectura y apasionado por las letras y las
ciencias, Carlos Martel era un hombre aún joven, de estatura mediana, piel
morena, cabello lacio y largo hasta los hombros, ojos marrones de mirada
penetrante y apariencia de no haber superado los treinta y cinco años. Su
fisonomía apenas había cambiado. Al verle allí, abstraído y concentrado,
Carolina también rememoró los suspiros que el atractivo físico del profesor
provocaba entre sus compañeras de clase. Escrutaba el mundo a través de unas
gafas redondas de pasta marrón pasadas de época, anteojos propios de los
antiguos académicos y profesores de universidad que le aportaban una imagen
adusta y seria. Mantenía intacto el entusiasmo por saber, hay un mundo
paralelo en los libros, esencial para vivir en éste, afirmaba. Dormía pocas
horas y leía hasta la madrugada, hábito que no abandonaba nunca. Carolina
recordaba con nitidez que, además de su ferviente pasión por la enseñanza, era
aficionado a asistir a los actos culturales del Casino, donde participaba con
juiciosos argumentos y novedosas ideas en los frecuentes coloquios y tertulias
que allí se organizaban. El director del Casino, un intelectual de criterios
independientes, no ponía reparos a las intervenciones de Martel; esa
circunstancia, unida a su oficio de maestro, le abría las puertas de la
institución. La muchacha había asistido a alguno de aquellos debates y
guardaba en su memoria el eco de sus intervenciones. Admiraba su dominio
del discurso, que adornaba con términos precisos y pruebas categóricas, y
recordaba sus expresiones de rechazo hacia un orden social que marginaba a
los desposeídos. Percibía que no era bien visto por las personas principales del
pueblo, que recelaban de su discurso emancipador, y sabía que eran pocos los
que aceptaban su compañia. Los más críticos afirmaban que Martel tenía
contactos con la subversión. La policía había realizado inspecciones en su casa
tratando de encontrar documentos que lo incriminasen, registros instigados por
el poder local que no soportaba su independencia de criterio. Era contundente
contra el desigual reparto de la riqueza y contra la indiferencia de las
autoridades hacia el trabajo infantil, al permitir que los padres arrancasen
tempranamente a sus hijos de la escuela. Carolina recordaba que, a pesar de
sus encendidos discursos, el público que asistía a aquellos actos del Casino se
mostraba frío e indiferente ante las palabras del maestro. Nadie quería
arriesgarse a ser señalado. Los pocos asistentes iban por simple
entretenimiento, como una distracción más frente a la rutina de los días.
El profesor había respondido a su saludo sin apartar la vista del libro.
Temerosa de entorpecer su concentración, Carolina no había querido ir más
allá de la protocolaria cortesía, pero aguardaba ansiosa a que el maestro
interrumpiese la lectura para hablarle. Sorprendida por su propia impaciencia,
experimentó el asalto emocional que dejan las vivencias añoradas y una leve
agitación se instaló en su corazón, al revivir aquella etapa luminosa en la que
había sido feliz. La sala de espera era pequeña y había otro hombre
aguardando su turno. La niña jugueteaba en un rincón. Cuando el médico
llamó al otro paciente y éste se levantó, Martel alzó la vista y se encontró de
frente con los ojos de Carolina. La muchacha se sintió acogida por la luminosa
sonrisa del maestro.
−¡Carolina Sanabria! ¡la flor del nogal! –exclamó, mientras dejaba el libro
sobre la silla y se levantaba decidido. Ignoró la mano que le ofrecía la joven y,
desinhibido, la abrazó.
Había tantos aspectos de su niñez enterrados por el dolor que no recordaba
el nombre que su maestro le había puesto cuando era adolescente. La estrecha
carretera que llevaba al pueblo estaba adornada de nogales centenarios;
durante la primavera y el verano, Carolina, junto con otras chicas de su edad,
daba largos paseos por los campos cercanos, rutas campestres iniciadas bajo
los árboles que crecían a los lados del camino; eran recorridos didácticos
guiados por el joven maestro que, por aquella época, estrenaba en el pueblo su
título universitario. Como una misteriosa clave fijada en los recovecos de la
memoria, aquel sobrenombre olvidado le trajo reminiscencias de un pasado
luminoso, momentos mágicos en los que la hilera de nogales en flor, junto a
las amapolas rojas que el viento agitaba entre las espigas del trigo, formaban
guirnaldas de colores que Carolina, suspirando embriagada, interpretaba como
un regalo para los ojos del alma. El profesor, admirado por aquel comentario,
bautizó a Carolina como las flores de aquellos viejos árboles que custodiaban
el camino.
Como una suave brisa al atardecer, como el sosiego que generan los
recuerdos añorados, el encuentro con su maestro la trasladó hasta el escenario
luminoso de aquel pasado, y allí quedó, prendada entre los pliegues de la
memoria, para sentirse, de pronto, extraña en el presente, aferrada al ayer,
habitante de un tiempo y un espacio que ya no era el que vivía con Emiliano.
−¿Qué le pasa a esos tristes ojos claros? ¿Qué oscura sombra gobierna tus
días? −musitó Martel, mientras la sostenía por los hombros y percibía el leve
temblor nervioso de la joven. La pequeña Lucía, ausente en su mundo, jugaba
en un rincón.
Aunque quiso fingir, la necesidad del desahogo la superaba. El dolor
acumulado brotaba y Carolina comenzó a hablarle en medio de sollozos
entrecortados, pero el breve intercambio de frases no alcanzó a dar salida a su
angustia: el médico ya la llamaba y la joven tomó a la niña en brazos. Cuando,
al salir de la consulta, nuevamente se cruzaron, el maestro le pidió un nuevo
encuentro.
−No es fácil −susurró−, tendré muchos problemas si nos ven hablar, pero
intentaré ir a su escuela cuando haya oportunidad.
−No dejes de venir; quiero ayudarte; te estaré esperando –murmuró.
Los siguientes días transcurrieron envueltos en un raro espacio de
vivencias añoradas. Activado el instinto de supervivencia propio de las
personas acosadas, las evocaciones de Carolina eran impalpables; ajenas al
mundo físico, como si su mente tuviese necesidad de superar el dolor y volase,
liberada, entre las sutiles nieblas del recuerdo. Queriendo escapar del triste
entorno se refugiaba en las gratas experiencias del ayer. Aquel encuentro con
el profesor le había servido para tomar conciencia de que aún latía la vida en
su interior, reafirmando sus ansias de libertad.
Casualmente, Carlos Martel estaba asomado a la ventana el día en que la
muchacha se aproximaba al viejo caserón de dos plantas que, levantado en el
centro del pueblo, funcionaba como escuela desde hacía muchos años. A
medida que se aproximaba, Carolina sentía que la ansiedad galopaba en su
pecho: se estaba acercando al entorno vital de su admirado maestro; a las
orillas de un mundo anhelado. En la planta baja ensayaba la banda municipal;
las notas de un colorido pasodoble animaban el entorno. La enseñanza no era
una actividad valorada, por lo que siempre había espacio libre entre aquellas
viejas paredes. Ante la existencia de un solo maestro y el escaso número de
alumnos se admitía la convivencia de chicos y chicas solo durante las horas de
clase, el recreo se distribuía en patios separados. De forma voluntaria y con la
ayuda de una vecina con vocación pedagógica, Martel aceptaba a niños y
niñas de muy corta edad, a los que asignaba un aula especial, siendo el juego y
las canciones el único contenido educativo.
Una vez traspasado el umbral, Carolina comenzó a ascender por los
escalones de madera que llevaban a la amplia aula del piso superior. El
maestro, con los brazos cruzados y una amplia sonrisa, la esperaba recostado a
un pupitre. Carlos Martel vestía una chaqueta de pana marrón y un pantalón de
fieltro oscuro. Ella apareció en el umbral con la cabellera suelta y ondulada.
Llevaba un chaleco azul, ceñido sobre una blusa blanca y una larga falda del
mismo tono azul cubriendo parte de las botas marrones de tacón alto. Miraba
continuamente alrededor suyo, como temerosa de ser descubierta en un lugar
prohibido.
Martel cargó con dos sillas de los pupitres y las colocó frente a frente,
invitó a Carolina a sentarse y, para disipar el nerviosismo de la joven,
comenzó a rescatar vivencias del pasado.
−¿Te acuerdas? Hace unos años te sentabas en estos pupitres. Guardo en
mi memoria tu interés por saberlo todo; cuestionabas las respuestas y me
ponías en un aprieto porque no me resultaba fácil responder a tus
interrogantes, me obligabas a profundizar y a preparar bien los temas porque
sabía que aquí estarías tú, esperando para acribillarme con tus dudas. Quiero
creer que sigues manteniendo viva esa curiosidad; dime que sigues
emocionándote ante aquellos paisajes soñados, que sigues paseando bajo tus
nogales amados, que conservas aún tu amor por las letras.
La joven contuvo las lágrimas y se levantó para dirigirse al ventanal. El
cielo se había tornado gris; negros nubarrones extendían su sombra fría sobre
los viñedos. A lo lejos, los nogales de la carretera movían sus ramajes frente a
la leve ventisca que había llegado con la tarde. El maestro siguió a Carolina
con la mirada, pero no se movió del asiento. De espaldas a él, frente a la
cristalera, tras el charco desbordado de sus ojos, la muchacha mantenía la vista
fija en el horizonte. Allí permaneció durante breves momentos, enjugó sus
lágrimas y regresó a la silla.
−He dejado a la niña con su abuela en casa de María la Molinera; no podré
estar aquí mucho rato; mi marido sabe que mi madre me deja dinero, por eso
me permite salir a su encuentro, pero tendré problemas si descubre que he
venido a la escuela. Por si acaso, tengo preparada una excusa: un nieto de la
Molinera se matricula este año y he venido a hacerle el favor de apuntarlo
−hablaba convencida de que debía justificar un delito; le temblaban las manos,
sudorosas y frías−. El otro día, en la consulta médica, me dio alegría
encontrarlo, me agradó mucho su interés; con excepción de mi madre, nadie se
ha preocupado por mí durante estos años –susurró mientras giraba la cabeza
hacia la ventana, como tratando de refugiarse nuevamente en el paisaje; las
golondrinas, en su fugaz vuelo, dibujaban trazos oscuros alrededor del
campanario−. Durante una hermosa etapa, usted fue clave en mi vida; siempre
me acompañarán aquellos momentos añorados, aquellas vivencias que aún me
alimentan −meditó con la vista perdida en algún punto indefinido del aula; sus
ojos reflejaban trazos de impulsos vitales, la misma energía que antaño la
definía, su antigua disposición a indagar en la raíz de las cosas−. He venido
para agradecerle sus años de dedicación y para responder al interés que mostró
en la consulta, pero reconozco que también me mueve la necesidad de hablar
con alguien que me escuche; me paso los días en silencio, conteniendo
amarguras y lágrimas; me ahogo en medio de tantas palabras prisioneras… –
musitó con el rostro compungido, esforzándose en contener el llanto.
Intranquila, nuevamente se levantó para mirar por la ventana, preguntó la hora
y volvió a sentarse.
Pasando un brazo sobre sus hombros, Martel la invitó a hablar, pidiéndole
que se desahogase. Entonces, Carolina fue desgranando, en medio de las
lágrimas, su triste rosario de lamentos, un relato acompañado de continuos
suspiros y largos sollozos.
Mientras escuchaba su historia, el profesor, como muestra de apoyo, tomó
sus manos en un intento de transmitirle cercanía y calor. A pesar de tener plena
conciencia de vivir en una imperfecta sociedad real, en una humanidad aún
por construir, los hechos que narraba la muchacha lo colocaban, una vez más,
frente a las inclementes heridas del mundo; ante la crueldad de un ambiente
miserable, muy lejos de la sociedad ideal. Anhelante de un mundo donde se le
diese valor a la razón y la palabra, las confidencias de Carolina le mostraban
un lugar apartado del cosmos, un espacio inhóspito a la luz y a la conciencia,
reveladores de la degradación humana. Y sintió lástima y temor por aquella
joven, tan dotada para la luz y tan anulada por las sombras, sometida a la
injusticia y condenada a vivir lejos del humano fulgor que vibra con las cosas.
Dotado de gran capacidad reflexiva, el maestro conocía el componente que
conforma la existencia; cuáles son las profundas huellas que marcan el
sendero de la vida; intuía las señales que dejan quienes se nutren de deseos
egoístas; sabía cual es el material con el que se forjan los sueños; en qué
oscuro lugar de la conciencia habitan los actos innobles; vislumbraba a qué
altura vuela la honestidad, cuál es la raíz de los gestos más humanos y en que
lugares germinaba la semilla del odio. Ejercitado en la dificultad y persuadido
de lo agreste y escarpado que supone subir la montaña, estaba seguro de que
vivir no es durar, que afrontar los obstáculos más severos equivale a aceptar el
desafío, que en eso, precisamente, consistía la vida.
−Emiliano es muy simple; muchas veces pienso que su mala cabeza lo
arrastra hacia un abismo destructivo; ni siquiera pienso que esté dirigido por
su propia voluntad, sino por algo ajeno a él mismo, por una presión fatal que
lo empuja a un desnivel pernicioso y violento. Cada vez que intenta
enderezarse rueda más abajo, como si estuviese atado a una miserable condena
−reflexionó, ya más serena, concentrando la vista en el crucifijo que presidía
el aula
La presencia cercana del profesor la alejaba momentáneamente del
ambiente que la aprisionaba, la rescataba de un mundo regido por personas y
objetos simples, rutinarios e insignificantes. Aún así, extraña de sí misma y
poco habituada al intercambio verbal, le costaba reconocerse en su propio
discurso.
−Con excepción de mi madre, no suelo hablar con nadie de mi vida
personal, si es que se puede llamar vida a mi existencia. Mi madre es la única
que me conforta y acompaña. Dice que debo ser fuerte y aguantar, pero, ¿hasta
cuándo se soporta un dolor sin perspectiva de que acabe? Todo sería muy
distinto si mi padre me apoyara, tendría un lugar donde refugiarme, pero le
dice a mi madre que ya no soy su hija, que le he traicionado. No soporta
verme, cambia de acera cuando nos encontramos por la calle. Ni siquiera
muestra interés por conocer a su nieta. Sólo una cosa me mantiene junto a
Emiliano: sobrevivir –concluyó.
Se iba relajando por momentos, ya no se aferraba con rigidez a la silla, ya
no mantenía la actitud vigilante, tensa y nerviosa, con la que había llegado a la
escuela.
−Estaría inmóvil para el mundo de las ideas, me hubiese arrinconado en un
espacio sin sol, ausente a la orientación de las estrellas, si me faltasen los
libros. Ellos son los que me introducen en parcelas vitales; son los que
amortiguan la angustia que supone el vacío, la falta de interés hacia mi propia
existencia, la ausencia de amor. Son mis libros los que han suplido el gesto de
las caricias, la bondad de la mirada; ellos son los que me abrazan; siento su
amor palpitando en mis manos, la vida que brota a borbotones de sus páginas.
Mis libros son el mundo alternativo en el que sueño; con ellos experimento,
por momentos, la ilusión de que el dolor está superado; pero Emiliano ha
quemado algunos de mis libros, no tengo demasiados y me veo obligada a
releer los que poseo; así, conozco muchas citas de memoria; en ocasiones
resuenan en mi cabeza pasajes completos de Dostoievski, Tolstoi o Émil Zola.
Guerra y Paz, Ana Karenina, Teresa Raquin… Me recreo recordando textos de
Anatole France o de Nikolai Gogol; vivo vigilando para que Emiliano no
descubra el escondite de mis libros y me desahogo escribiendo, reflexiono
sobre mi vida, queriendo atrapar la ilusión que nace con cada pequeño
acontecimiento: mis juegos con Lucía, sus primeros pasos, la magia de una
semilla que brota en el patio, los colores del atardecer asomando en el
tejado… Cuando se agota el papel aguardo impaciente a que mi madre consiga
sacar nuevo suministro de la tienda familiar –giraba la cabeza hacia el
ventanal, como intentando ocultar el brillo lloroso que reaparecía en sus ojos−.
Me abandonan las fuerzas; se rompieron mis ilusiones en el frágil envoltorio
de los sueños. Emiliano recorre un camino cada vez más inhumano y cruel, me
hostiga y me somete a insultos y vejaciones. Sé que debo resistir, pero intuyo
que me espera un largo sendero de espinas. La vida no me transmite señales
vitales; todo es oscuro y asfixiante; toda mi existencia es invariablemente seca
y apagada, como una ensenada abandonada y marchita, como un paisaje de
invierno sombrío y triste –gimió, bajando la cabeza y ocultando el llanto entre
las manos.
Reflexionando con cada expresión, con cada uno de sus gestos, el maestro
se abrazaba a las palabras de la joven haciéndolas suyas. Aquel era otro retrato
del mundo, una nueva versión de marginación y pobreza y su pensamiento se
esforzaba por buscar una salida. Carolina era otra víctima de la indigencia
moral, del insustancial vacío que desarrolla el oscuro cenagal de la miseria.
Pasando un brazo sobre sus hombros, Martel trató de consolarla:
−No te voy a decir que aguantes; sé que tu madre lo dice con las mejores
intenciones, pero es un consuelo absurdo que sólo proporciona alivio durante
un instante. Sí creo que debes reservar una parte de tus energías para cuando
haya condiciones y puedas liberarte; intuyo que ese momento llegará
−deliberaba, tratando de sembrar un hálito de confianza en la fatigada joven−.
El tuyo no es el único caso; en estos días es muy frecuente el atropello y el
abuso hacia las mujeres; lo peor es la sumisión como única respuesta, con el
dolor que ello genera. Podríamos recurrir a la explicación de que los hombres
no son conscientes del dolor que causan, que son ignorantes y embrutecidos
sujetos, sometidos por una sociedad anquilosada y primitiva, pero esa
respuesta sólo surge para consagrar lo establecido, una frase de salón que sería
válida si viniese acompañada por medidas para reeducar, trabajar duro para
que la luz del conocimiento llegue a todos los pueblos, escolarizar, trasmitir
sabiduría y cultura a las nuevas generaciones… A mí, personalmente, me
compromete, pero hay pocos medios; se me escapan los alumnos, los padres
esperan ansiosos a que cumplan diez años para llevárselos al campo, las chicas
también son retenidas a esa edad para las tareas del hogar...: se repite la
historia, los padres no saben que la ignorancia es la peor de las condenas, la
mejor opción para ser esclavos de por vida, tal como lo están siendo ellos –
afirmó.
Inquieta y nerviosa, Carolina se levantaba continuamente y preguntaba la
hora. En la planta baja, la banda iniciaba una nueva partitura. Las notas de una
marcha militar se fundían con el canto de los mirlos, en la arboleda cercana.
−He de marcharme −dijo imperiosa.
Ofreció su mano al profesor y éste la juntó con las suyas. Martel la atrajo
para besarla en la frente. Mientras se alejaba hacia el umbral, ella volvió la
vista.
−Me voy con la convicción de que volveremos a vernos; no sé cuando,
pero lucharé para mantener el contacto. Agradezco en el alma su acogida.
Mientras se alejaba bajando las escaleras, Martel la llamó y desde el
rellano le mostró un grueso volumen de pasta marrón; Carolina volvió a subir
los escalones para recoger el libro, leyó el título y su mirada se alumbró:
Nuestra Señora de París. Víctor Hugo.
−Protégelo de miradas que lo contaminen −le gritó desde la altura cuando
bajaba los últimos peldaños.
−Así lo haré; parte de mi esperanza se encierra en estos tomos –exclamó,
mientras se abrazaba al libro.
Fue el inicio de un valioso intercambio, el impulso anímico que la
muchacha necesitaba, un motivo para seguir viviendo. A partir de aquel día,
Carolina insufló más energía a su maltrecha voluntad, estimulando su
menguado y fatigado estado de ánimo. Las palabras del maestro serían,
nuevamente, inspiración en su vida, empujándola hacia una firme e
inquebrantable decisión: hacer frente a la destructiva adversidad que
ensombrecía sus horas, trabajar con renovado espíritu en la reconstrucción de
su identidad perdida. Martel sería la inspiración que necesitaba, un rayo de luz
que alumbraría sus horas, un aire fresco que ventilaría los muros de la casa.
Comenzó a tener motivos poderosos para seguir adelante; el recuerdo del
profesor la ayudaría a recuperar sus marchitas esperanzas; sus reflexiones le
aportarían poderosos argumentos a su resistencia. A pesar de que las
posibilidades eran limitadas, buscar momentos y lugares que diesen
continuidad a los encuentros se convertiría en un permanente anhelo. Ante el
freno que imponían las circunstancias, una tarde Carolina deslizó una nota
bajo el portón de la escuela proponiéndole al maestro recurrir al intercambio
por escrito. Las cartas contendrían reflexiones nacidas de los libros, además de
responder al ansia de comunicación; una terapia para combatir sus aflicciones.
La casa de María la Molinera se convertiría en el punto de intercambio para
aquellos escritos clandestinos.

IV

En una de sus habituales visitas a casa de María, mientras la niña era


atendida por su abuela, Carolina, con manos temblorosas, abrió un sobre
amarillo que le había entregado su cómplice vecina:
Querida Carolina: la sociedad está constreñida sobre si misma; no entiendo
a mis convecinos, cada vez me resulta más difícil encontrarle la lógica al
comportamiento de algunas personas, trato de llegar a la gente, intento
convencerles de la utilidad de las letras para el funcionamiento del mundo,
pero no atienden a ese tipo de razonamiento; a veces pienso que no sé nada
sobre los demás, sobre el beneficio que tiene un trabajo reducido a lo
mecánico, adusto y sin vida. “Es la necesidad”, me dicen; “es la dura bofetada
del hambre la que nos impulsa, la que ahoga, la que oprime a las personas, por
ello nos vemos obligados a enviar a los chicos al campo”. Tengo que
sublevarme: condenan a los muchachos a la ignorancia y a la esclavitud; la
ignorancia es ese material mezquino, sórdido y miserable con el que se
fabrican los esclavos. “El hambre es la justificación”, alegan los padres, y
llegan a la conclusión de que la única opción es arrancar a sus hijos de la
escuela. No existe otra opción que la rebeldía, pero vivimos tiempos
complicados, tiempos en los que es difícil darle un giro a los acontecimientos,
aún así, me siento en la obligación de luchar.
Pero mi querida Flor del Nogal, tú eres distinta, siempre lo fuiste, y te
enfrentaste a todo con valor. Te recuerdo en la clase con el cansancio dibujado
en tu rostro tras el duro trabajo en la tienda de tus padres; venías
voluntariamente; tu amorosa terquedad hacia los libros te salvó. Me reconforta
que nos hayamos reencontrado. En ti sembré la simiente de las letras, eres la
consecuencia de una luz, la misma semilla que también brotó en mí. Pero
ando roto desde nuestro encuentro; tu apagada vida se ha presentado ante mis
ojos para llenarme de impotencia y tristeza. Hay hombres que están muy lejos
de valorar lo que la vida les regala; Emiliano es uno de ellos. Sé de tu interior,
siempre supe de tu esencia, conozco el haz luminoso que te ha fabricado.
Capto tu dolor; tu marido se encuentra a gran distancia de tus ojos, he ahí el
gran dilema, el gran vacío en el que vives. Soy consciente de lo difícil que en
estas circunstancias resulta tomar una decisión. Toca esperar, percibo algo; tal
vez pronto podamos encontrar una salida.
Carolina volvió a introducir la carta en el sobre y se la entregó a la
Molinera para que lo custodiase: era un riesgo llevársela consigo. Sentía una
mezcla de júbilo y desconsuelo: la felicidad que le proporcionaba el mensaje
de Martel se mezclaba, ahora, con el rechazo hacia la inclemente realidad que
le aguardaba; era como haber recibido el bálsamo que sanaba una herida con
la seguridad de que iba a sufrir nuevas quemaduras. Oyó la voz de su madre
que le hablaba de algo insustancial, un objeto que había roto la niña. De pronto
le llegaba lejano el sonido del mundo, se sentía extraña en el escenario
cotidiano, quería escapar de un entorno sin alma, de aquella feroz prisión sin
salida. Se despidió de su madre y de María, tomó a Lucía de la mano y,
apesadumbrada, bajó al callejón para introducirse de nuevo en aquel mundo de
sombras, en el oscuro ámbito que dirigía su vida.
−¿Dónde te habías metío?; llevo más de una hora esperándote pa´ que me
expliques de dónde has sacao el dinero para comprar toas estas bobadas –le
gritó Emiliano, furioso, señalando varios libros que había tirado al piso.
Carolina lo observó por unos segundos: después de la conversación
mantenida con Carlos, aquel hombre le resultaba extraño y ajeno, como si
escuchara su voz por primera vez. Emiliano estaba de pie, con expresión
amenazante y furiosa; había encontrado uno de los escondites de los libros y la
observaba rabioso. Ella palideció, pero el encuentro con Martel la había
llenado de energía:
−Sabes que siempre me han gustado los libros; a nadie hago daño con leer;
me distraigo y recupero fuerzas para enfrentarme a los problemas; mi madre
me ha regalado algunos que pertenecían a mi abuela, otros los tengo desde que
iba a la escuela. Con el dinero que me das nunca podría comprar uno –expuso
con enérgica rabia.
Carolina raramente contestaba sus reproches, pero ahora se sentía
impulsada por una energía inesperada; por vez primera experimentaba una
vibrante sensación de seguridad.
−¡Lo que te doy es suficiente! −le gritó−, eres tú quien no sabe usarlo
bien…, y te lo gastas en estos libracos bobos –señalaba a los libros
desperdigados por el piso.
Carolina lo conocía bien en estado sobrio y concluyó que tal vez quedase
algún vestigio de razonamiento en su confusa mente; un rastro de raciocinio,
solo activo durante los raros momentos sin vino, y aprovechó la ocasión.
−Si supieras el significado de la lectura no hablarías así. Los libros me han
permitido respirar en todos estos años de dificultades. Tú te marchas y no
regresas hasta la noche mientras yo me quedo aquí sola, inventando maneras
de sobrevivir, haciendo frente a la soledad y a la angustia que provoca el
contemplar la despensa vacía, ingeniándomelas para cocinar, recurriendo,
incluso, a la ayuda de los vecinos. Durante los primeros tiempos mantuve la
esperanza: te esperaba con ilusión, pero llegabas cada vez más tarde después
de pasar muchas horas en la taberna. Al principio pensé que se trataba de algo
pasajero, que atravesabas por algún trastorno preocupante y terminarías
cambiando una vez superaras los problemas, pero, por el contrario, has
empeorado, Emiliano. Con los años me he ido desengañando, se han ido
apagando mis ilusiones, mi mente ha sobrevivido gracias a los libros que no
me has podido quemar; tú no estabas, pero mis libros siempre han estado ahí,
esperando mi llamada; ellos nunca me han fallado, han sido mi tabla de
salvación, mi oxígeno en los momentos de angustia. La niña y los libros son
ahora mi única esperanza; forman parte de mi alma, sin ellos enfermaría. Tú,
sin embargo, te has abandonado; la vida para ti queda reducida al juego y a un
vaso sobre el mostrador, sólo quieres a tus compañeros de copas, sólo aprecias
a los que te acompañan en la taberna; por el contrario eres insensible y frío
con tu propia familia. Yo ya estoy acostumbrada a tu indiferencia, pero es que
también ignoras a la hija que crece a tu lado, nunca te preguntas si necesita
vestido, ni pierdes el sueño cuando está enferma. La vida no te ha abandonado,
Emiliano, has sido tú quien ha abandonado a la vida. Has renunciado a ser
persona, desprecias todo lo que podría ayudarte y abrazas sólo aquello que te
hunde en la miseria. Rechazas el valor de la formación y el conocimiento,
ridiculizas palabras como sinceridad o esperanza y, a pesar de todos los
ofrecimientos que te he hecho, nunca has tenido verdadero interés por
aprender a leer. Permaneces impasible ante tu propia ignorancia y quieres
destruir los libros que encuentras porque no soportas su brillo, sufres cuando
te ves en ese espejo.
Carolina no se reconocía a sí misma, se había tragado las palabras durante
demasiado tiempo y ahora le surgían a borbotones, envueltas en la indignación
y la rabia reprimidas. Emiliano, por vez primera, se enfrentaba con su
expresión, rabiosa y firme, y quedó sorprendido, amedrentado por la fuerza de
aquella contundente mirada. De forma habitual no respondía a los insultos de
Emiliano. Además del temor a contrariarle sabía que cuando llegaba
tambaleándose de la cantina era inútil gastar con él las energías, permanecía
ajena a sus gritos y amenazas y sólo en ocasiones pronunciaba alguna
reflexión en voz baja. Esta vez, aprovechando que la mente de Emiliano no
estaba obnubilada por el alcohol, había sido capaz de fabricar palabras
contundentes y rotundas. Durante uno instantes esperó su reacción, temió un
arrebato de genio, pero sólo escuchó el sonido del viento sobre el tejado y los
pasos de Lucía, que correteaba por el patio. Emiliano permaneció perplejo;
afectado por la sorpresa y el estupor se mantuvo serio y concentrado,
observándola confuso. En el fondo de su mirada, Carolina quiso ver un rictus
de tristeza, una sombra de abatida pena. Se hizo el silencio mientras los dos se
observaban, hasta que él, lentamente, se puso la chaqueta y se encaminó hacia
el patio. Carolina escuchó como el portón se abría despacio, luego el ruido del
picaporte cerrándose, esta vez suavemente, al contrario que en otras ocasiones
de nerviosa tensión, cuando se marchaba de un violento portazo.
Sorprendentemente, tras aquel reproche, Emiliano percibiría rasgos de un
nuevo sentimiento de atracción hacia ella, algo que no sabía explicar, una
sensación extraña que iba más allá de lo físico, como una imprecisa
invocación que trascendía la mera atracción sexual. Pero le costaba acercarse,
se sentía torpe e inexperto en la vivencia de esa nueva emoción y se descubría
distante y ajeno, como si de pronto estuviese ante una persona desconocida
con la que se encontraba por primera vez. Cuando regresaba a la casa, solitario
y ausente, se acostaba en silencio a su lado sin atreverse a hablar, como si
temiese que su mujer continuase aquel relato que lo había desarmado.
Emiliano no sabía ponerle palabras a aquellos nuevos y extraños impulsos que
retoñaban en su interior. Pasados unos días la nueva sensación se fue
diluyendo, y el vino, los amigos y el pendenciero ambiente de la taberna,
acudirían nuevamente a su rescate. Pero aquellas extrañas ideas, que las
palabras de Carolina habían sembrado en él, rondarían desde entonces en su
conciencia, prendiendo una débil llama en su mente dormida
Para Carlos Martel, María la Molinera era una vecina más; alguna vez se
había acercado a su molino, pero las palabras que habían intercambiado tenían
relación al producto que compraba; esta vez, por pura necesidad de
comunicación con Carolina, su contacto con el molino estaba siendo más
frecuente, al ser el punto de intercambio de misivas con Carolina. El profesor,
de manera usual, acudiría allí a comprar y, de paso, recoger sus cartas. Aquel
día, después de un breve intercambio verbal, recogería el sobre que le había
dejado Carolina y al llegar a su casa lo abrió para comenzar a leer:
Apreciado Carlos: desde nuestro encuentro en la escuela estoy inquieta y
nerviosa; su carta me devolvió ilusiones que estaban desterradas de mi vida. A
través de sus palabras he descubierto que no necesito mucho para ser feliz. Me
he sorprendido a mí misma: la necesidad de ser tenida en cuenta era mayor de
lo que pensaba, eso explica que viva este intercambio de mensajes con tanta
ilusión. Gracias por sus palabras. Me llenan de vida. Las necesitaba.
Emiliano está diferente. Sigue frecuentando la taberna y regresando tarde,
pero llega más sobrio. Pienso que su cambio tiene que ver con la actitud que
mantuve frente a él cuando descubrió el escondite de mis libros. Aquel día
volvió a recriminar mi afición a la lectura y no me contuve, me armé de valor
y le dije todo lo que sentía; las palabras me brotaban como si hubiesen estado
esperando, impacientes, la liberación. Cuando le expresé todo lo que pensaba,
lo desdichada que me he sentido durante estos años, lo infeliz que he sido a su
lado, la dureza de su indiferencia hacia Lucía y hacia mí, me sentí como un
arroyo cristalino fluyendo barranco abajo, o como un vendaval de viento
fresco atravesando los campos. Después de aquella conversación, durante
varios días estuvo como sonámbulo. Aún hoy, prácticamente no me habla. Tal
vez he sembrado algo en su interior. A veces presiento que quiere conversar,
siento su mirada sobre mi espalda, su nerviosa respiración sobre mi cuello,
pero algún freno se lo impide. No me insiste, como antes, para el contacto
físico, lo que vivo como un alivio. En estos días me he preguntado si sería
posible mi reencuentro con él, interrogo a mi corazón, pero sólo observo los
restos de un seco y triste paisaje desolado. He sobrevivido mucho tiempo con
el dolor como única compañía. Ya es muy tarde.
Llevo días leyendo nuestro libro, así, al menos, lo considero yo: “Nuestra
Señora de París”. A través de sus páginas vivo una doble emoción: la felicidad
que me proporciona el que haya sido un regalo de mi querido profesor y la
belleza humana que trasmite la historia de Quasimodo y Esmeralda. Lo leo en
libertad, ya no me angustia la posibilidad de que Emiliano me descubra con un
libro entre las manos. Noches atrás me encontró concentrada en la lectura, a la
luz del quinqué, y sólo dijo una frase:”imagino que leer es buena distracción”.
Lo dijo en un tono seco y áspero, pero interpreté esas palabras como una
aprobación; no me esperaba una reacción así. Le contesté: “es mucho más que
eso”, y calló. Es la primera vez que respeta una decisión mía; en otro momento
me hubiese arrancado el libro de las manos para hacerlo desaparecer. Desde
aquella noche no ha vuelto a pronunciar palabra en mi presencia.
La pureza del amor que siente Quasimodo por Esmeralda me hace
reflexionar sobre su sentido más profundo: el amor es uno; un sentimiento
único; se hace presente en el ser personal, pero desde el comienzo del mundo
está girando alrededor de la propia existencia, latente con el cosmos,
indefectiblemente unido a la trascendencia que supone nuestro paso por la
vida. Es único y personal porque se hace realidad y conciencia ante el ser
individual, pero trasciende ese estado para vibrar alejado de la materia, unido
al fulgor de la creación. Al experimentarlo, los seres vivos somos conscientes
de su individualidad: sólo es posible traducir su vivencia con el recuerdo de la
persona amada. Observo, entonces, la inutilidad de una vida malgastada por la
ausencia de amor. Si no hay amor queda un espacio vacío, un lugar que debe
ser ocupado por otras emociones; si falta el amor habitará el rencor, y el odio
se apoderará del corazón humano. El amor de Quasimodo es puro, trasmitido
directamente desde su propia esencia, desde el núcleo de su propia creación.
No importa que llegue desde un ser deforme: el suyo es un amor trasparente,
sin embargo, para los demás mortales, la identidad del que trasmite el amor es
determinante: un ser deforme tiene prohibido amar, he ahí el drama de
Quasimodo. Esmeralda, despreciada también, no por su físico, sino por su
condición social, hace causa común con Quasimodo, solidarizándose con su
dolor, y aunque no pueda responder al sentimiento afectivo que hacia ella
siente el jorobado, la naturaleza de su respuesta humana está llena de otra
forma de amor, de un compungido amor hacia el ser que sufre. Si traslado esa
reflexión a mi relación con Emiliano siento lástima por él. Este mundo rechaza
la deformidad física, pero no cuestiona la deformidad interior. Se llega al
absurdo de considerar el aspecto físico como aval y carta de presentación del
amor, y así vemos como hay seres que son despreciados por su apariencia
exterior -a pesar de ser capaces de amar con pureza- y otros que son aceptados
sólo en base a una atractiva apariencia física, a pesar de su deformidad
interior. Reconozco que, en su momento, yo también caí en ese error. Emiliano
ha malgastado su existencia en un espacio miserable, deambulando por
ambientes sin sustancia, superficiales y vacíos; se ha perdido en el laberinto de
la mediocridad y se ha instalado en el innoble espacio de la vaguedad y el
abandono. Su propia desgracia es él mismo; se hace acompañar por seres
innobles, como ese Martín “el Coyote”, que lo induce a frecuentar esos
círculos tan lúgubres. Si ahora nos colocásemos los dos en un imaginario
espacio para comprobar nuestras posibilidades de convivencia, Emiliano
estaría en un extremo y yo en otro. No tenemos nada en común, soy
absolutamente ajena a su naturaleza; nunca debimos juntarnos, lo nuestro fue
un accidente. Me he atormentado tantas veces con esa idea…; lo acepté como
mal menor y ha sido el mayor error que cometí en la vida. Sé que la solución
es separarnos; vislumbro la llegada de ese momento; cada vez me convenzo
más de que, juntos, somos dos seres desgraciados. .
Supongo que Emiliano también se habrá arrepentido de haber tomado
aquella precipitada decisión que ha amargado nuestras existencias. Soy
consciente de que yo tampoco le hago feliz; no soy lo que buscaba. Observo
sus cambios, esa nueva actitud que mantuvo hasta hace unos días, y presiento
que comienza a cuestionarse a sí mismo, que intuye otras formas de vida. Si es
así, me alegraré por él; ojala consiga liberarse, pero veo imposible nuestro
reencuentro. He soportado continuas ofensas y ultrajes, demasiada carga para
ser olvidada. No ha existido agresión física, pero duele más el desprecio, la
humillación y el acoso.
Mí querido profesor: sé que me he extendido mucho, pero me siento
cargada de energía, impulsada por la necesidad de expresar ideas,
sentimientos, anhelos y esperanzas. Estoy ilusionada de comunicarme con
alguien que, por fin, sé que me entiende. Estaré anhelante esperando su carta.
A partir de ahora, serán mi oxígeno vital. Hasta pronto.
Carolina solía hacer un resumen de los libros que leía. Le interesaba
repasar sus propias notas para recordar las impresiones de sus lecturas, una
forma de recordar la sensación vivida. La reflexión que le había hecho al
profesor sobre Quasimodo y Esmeralda, escrita al margen de la carta, la dobló
y la colocó en la última página del libro con la intención de volver a releerla
más adelante, tal como hacía con todos.
Martel analizó de nuevo la letra de Carolina: estaba hecha de trazos
alargados y elegantes, acusadamente femeninos, de una llamativa belleza;
rasgos nobles, firmes y delicados a la vez; definen a la perfección a su dueña,
pensó, mientras doblaba las hojas y las introducía de nuevo en el sobre.
Se levantó del escritorio. De pie, frente al ancho ventanal del aula vacía,
nuevamente disfrutó contemplando la agreste hermosura del paisaje. No había
sido consciente de que los laureles ya cubrían la casi totalidad del patio del
colegio. A través de algunos claros observó a los pocos alumnos que
correteaban en el recreo. Posó la vista sobre la amplia llanura solitaria:
alargadas parcelas dibujaban un perfecto trazado de surcos recién arados que
se extendían hasta el pie de las montañas; a lo lejos, difuminándose entre la
bruma, se levantaba, majestuosa, la escarpada cordillera que rodeaba al valle.
Veía el rostro de ella en comunión con aquella exuberancia; desde aquel
momento, el recuerdo de Carolina estaría siempre junto a él, acompañándole
cada vez que se hacía presente la hermosura del mundo.

Muy Señor nuestro: atendiendo a las obligaciones que se derivan de su


situación actual, y teniendo en cuenta que el próximo día 17 de Noviembre del
presente año vence el periodo de excedencia que había solicitado, le
comunicamos que debe incorporarse a su puesto como mínimo el día siguiente
a la fecha de su vencimiento, advirtiéndole sobre la obligatoriedad de dar
cumplimiento a tal medida de acuerdo con la normativa en vigor. En próximas
fechas se le indicará el lugar de destino, lo que le comunicamos a los efectos
legales oportunos.
Victorino Sanabria observó el membrete en la parte superior de la carta:
Dirección General de Prisiones. Ministerio de Justicia. Lamentablemente se
cumplían los cinco años de excedencia. Llevaba días temiendo la llegada de
aquel sobre. Se mantuvo abstraído durante unos instantes, confirmando, una
vez más, que en realidad odiaba su trabajo carcelario. En los últimos días su
estado de ánimo había decaído. Hasta tal punto estaba desmotivado que llegó a
pensar en renunciar a su destino, aunque significase la despedida definitiva de
su profesión. Sabía de los riesgos de tal decisión: el negocio de la venta de
víveres no iba mal, pero, aún así no tenía garantías de que los ingresos que
proporcionasen en el futuro pudiesen sustituir su salario de funcionario. No
tengo otra salida que volver a vestir el uniforme, y si Carolina no hubiese
cometido la estupidez de juntarse con ese desgraciado, podría ayudar a su
madre, ahora que yo no voy a estar, reflexionaba. Bien sabía él que, sin ayuda,
su mujer no podría afrontar el trabajo de la tienda. Lo asaltó la idea de
reconciliarse con su hija, pero de inmediato la descartó: en su interior aún
bullían las brasas del rechazo y el rencor. Recordaba el día en el que se enteró
del embarazo de su hija como uno de los más amargos de su vida. Aquella
hija, que había sido la ilusión de su vida, lo había sometido a la peor
humillación pública: un embarazo sin casarse, una afrenta, la definitiva
deshonra y el más absoluto de los ultrajes, una vergüenza ante Dios y ante los
hombres. No, jamás podrá haber perdón para tamaña infamia. Días después de
la comunicación oficial llegó otro documento del Ministerio indicándole el
lugar de destino; Victorino palideció: Teniendo en cuenta que es necesario un
reparto racional de las plazas de funcionarios en atención a las necesidades de
este organismo, se le comunica que debe usted incorporarse a la plantilla de
vigilantes de la prisión provincial de Soria.
Huellas de una profunda preocupación se fijaron en su rostro. Marcharse
los dos era impensable; que su mujer lo acompañara en un viaje tan largo
supondría la pérdida definitiva del negocio. Tenía claro que su vocación
comercial era una tendencia familiar heredada de su padre y había elegido esa
actividad para no tener que soportar el cargado ambiente de las prisiones de
manera constante, por lo que los combinaba con periodos de excedencia, lo
más largos posibles. Las desagradables escenas de peleas, gritos y miradas de
odio, y las terribles guardias nocturnas en medio de oscuros corredores,
observado por los ojos asesinos de algún psicópata, era una vida muy
sacrificada que le recordaba el cuartel africano donde había pasado gran parte
de su vida adulta. Mi pasado legionario es glorioso, pero debe quedar
enterrado para siempre; y, en cuanto pueda, también dejaré atrás la tortura de
las prisiones, reflexionó. De momento no tengo otra opción que incorporarme,
pero viajaré sólo; más adelante decidiré sobre el futuro, se dijo en voz alta,
mientras bajaba la persiana de la tienda. Y encima, en Soria, esa nevera
inclemente; ¡todo el día abrigado hasta las orejas!, se lamentó.
Cuando le comunicó la noticia a su mujer, ésta lo supo asimilar de otra
manera. Encarna no se dejaba amedrentar por el desánimo que, en los últimos
tiempos, caracterizaba a su marido; ella había heredado el espíritu vital de
aquella francesa tenaz que fue su madre, y reaccionaba con una sonrisa ante
cualquier adversidad. Trataba de encontrar el brillo en cualquier
acontecimiento y siempre buscaba la cara amable de la vida.
−Tú te marchas ahora sólo. Con tu sueldo y con los ingresos de la tienda
tendremos de sobra; además, podré viajar con frecuencia a verte −razonaba
convencida.
Victorino se creía a sí mismo un hombre justo y se lamentaba de que
aquella virtud fuese tan escasa en el mundo. Había modelado su carácter entre
la dura disciplina cuartelera de la Legión y la implacable dureza del clima
africano. De tez clara, pero requemada por el sol y ojos grises saltones, se
había pasado los primeros meses de acuartelamiento librando una dura pugna
con los rigores del desierto. Gracias a su espíritu guerrero terminaría
asimilando las temperaturas implacables, las frecuentes tormentas de arena y
el mareante bamboleo de los camellos durante interminables marchas entre las
dunas. Las largas exposiciones al sol le había provocado tantas mudas en el
pellejo que terminó adoptando la aspereza oscura de los lagartos. Como
recuerdo permanente de su entrega y símbolo de patriótico sacrificio, usaba
unas gruesas gafas oscuras de pasta negra para amortiguar los efectos del sol
sobre las pupilas, ya afectadas de por vida. Elegido por su fortaleza física y
corpulencia –superaba el uno ochenta y cinco de estatura− encabezaba los
vistosos actos castrenses, portando, vibrante y marcial delante de la tropa, el
venerado estandarte legionario. Los recintos militares habían influido
decisivamente en su carácter: concebía el mundo como un cuartel y vivía
convencido de que la gran fraternidad universal se podía implantar a punta de
pistola. Era recto y autoritario, terco como una mula y disciplinado hasta la
obsesión. La vena comercial le venía de familia: Lupicinio Sanabria, su padre,
había regentado varios comercios de ultramarinos en la Salamanca
republicana, negocios que finiquitaron tras el estallido de la guerra. El viejo
había acumulado una pequeña fortuna durante los boyantes años de la
Segunda República, pero, al finalizar el conflicto, dilapidaría aquellos ahorros
en alcohol y prostíbulos para apaciguar sus tormentosos dolores de conciencia:
no pudo superar el remordimiento de haber traicionado los ideales de la
Republica vendiéndose a los militares golpistas como delator de comunistas y
masones. A pesar de que su padre había colaborado con los fascistas, Victorino
se avergonzaba del pasado republicano del viejo, además de lamentar la
deshonra y humillación que le había supuesto a la familia su posterior vida
mujeriega. Un día, Victorino sintió la llamada de la patria, y, como fórmula de
lavativa expiación del honor familiar, se apuntaría a la Legión para purgar con
ese sacrificio los pecados paternos que lo atormentaban. Para no caer en las
tentaciones de la carne y mantenerse fiel a los valores de la Santa Madre
Iglesia, se pasaba las tardes en los barracones del cuartel conservando su
castidad tras la protección de una fervorosa abstinencia cristiana, devoción que
avinagraría aún más su carácter al tener sus ávidos apetitos en permanente
estado de vigilia. Cuando descubrió que ser novio de la muerte no satisfacía
sus urgentes demandas amorosas solicitó la baja definitiva en aquella escuela
de bravura, se buscó una novia de carne y hueso y se casó con Encarna, a la
que había conocido por carta tras un anuncio en la radio.
−Ya está bien de tragar arena y de aguantar la mala leche de estos moros,
que sólo se doblegan cuando les das un tiro en el pescuezo −comentaba
mientras se despedía de sus compañeros al abandonar el campamento.
−Lástima que nos deje Sanabria, reúne usted todos los requisitos para ser
un buen soldado −le reconoció el Coronel pocos días antes de su partida
definitiva.
−Es posible mi Coronel, pero de lo que si estoy seguro es que no reúno los
requisitos para pasar el resto de mi vida tragando arena en este destierro.
Portaba una hoja de servicios ejemplar, ganada en sus correrías contra los
moros, que le señalaba como fervoroso creyente en la Santa Madre Iglesia y
un patriota fiel e irreductible, dispuesto a dar su vida por la Patria, un historial
que le serviría para aprobar, por enchufe, la oposición al Cuerpo Nacional de
Funcionarios de Prisiones. Pero aquel fogoso entusiasmo patriótico, modelado
durante años en las continuas y abrasadoras expediciones a través de las dunas
del desierto no bastarían para soportar las terribles presiones de la cárcel; los
presos no eran simples soldados obedeciendo una voz de mando; los insultos,
las peleas, las amenazas de muerte y los nervios de las rondas nocturnas entre
los oscuros pasillos de la prisión acabarían por quebrantar su espíritu de
combate, empujándole a solicitar, de manera continua, prolongadas
excedencias.
La relación con Encarna había surgido años atrás. Ella había respondido al
anuncio de la radio para combatir su aburrimiento. Encarna vivía con sus
padres en una casita aislada de las montañas. Su madre, que de joven había
llegado allí como turista desde la Gascuña francesa, se quedaría prendada de
aquel agreste paisaje volcánico, sobrecogida y absorta ante las brumas del
alisio cayendo en cascada sobre las laderas de brezo. Aquella francesa
soñadora había recorrido medio mundo buscando un lugar donde instalarse y
accedió a casarse con un agricultor isleño bajo la promesa de no abandonar
jamás aquel paisaje soñado. Encarna, único fruto de aquella unión, pasaría su
infancia y juventud entre aquellos collados y parajes de los altos, recorriendo
los bosques brumosos a través de intrincadas veredas montañosas. Había
heredado los genes soñadores de su madre y pasaba los días bajo la sombra de
pinos y castaños, turbada ante las pasionales lecturas de Corín Tellado y
escribiendo cartas a una colección de lejanos y desconocidos amantes.
Victorino no era el único con el que se carteaba, pero el legionario se ganaría
el primer lugar en su lista de pretendientes al enviarle sensibleras frases de un
libro que había sido requisado a un legionario desertor. Cartas desde el
desierto de un sediento de amor, las titulaba; y añadía frases como en el
velamen de la desesperación, navego por amorosos mares en tu búsqueda.
Aquellos requilorios grandilocuentes, cargados de empalagosas, halagadoras y
rebuscadas frases, no tendrían suficiente peso para conquistar a la muchacha,
sin embargo, aquel juego epistolar y amoroso le divertía. Encarna, primero, se
enamoraría del uniforme; sólo después se fijaría en el individuo que lo vestía.
En su primer encuentro, cuando lo vio aparecer entre las ramas, embutido en
aquel llamativo vestido militar, soltó una nerviosa y sonora carcajada.
−Me río de la cosita que te cuelga −se justificó.
Falto de reflejos en materia sentimental, torpe e inexperto en el trato hacia
las mujeres, el legionario se quedó rojo y petrificado en medio del patio; sólo
más tarde supo que la cosita que te cuelga era la borla legionaria que adornaba
su gorra.
Tras la boda, pasadas las euforias iniciales, Encarna se toparía con la
realidad: tendría que enfrentar sus brutales sacudidas de genio, los
incontrolables arrebatos y monumentales cabreos que el militar llevaba en el
fondo de su personalidad frustrada. Tuvo que adaptarse al nuevo estado civil
echando mano de su arsenal de mecanismos psicológicos de urgencia, una
colección de atinados recursos de supervivencia que pondría en práctica para
enfriar el volcánico carácter del marido recién estrenado. Durante sus furiosas
convulsiones, cuando Victorino comenzaba a patear todo lo que encontraba en
su camino, ella simulaba que había descubierto algo en su cabeza; con la
excusa de investigar, se acercaba.
−¡Un piojo! −exclamaba mientras él se quedaba expectante para que su
mujer le quitase el bicho.
−¡Estás lleno de liendres! −se alarmaba ella mientras aprovechaba para
hurgarle la cabeza hasta que, rascando suavemente, la fiera se dormía.
Al despertar, Victorino ni siquiera se acordaba que su mujer le había
revuelto el pelo. La escena se repetía con frecuencia, la excusa podía ser un
piojo, una mancha en la frente, una verruga, o cualquier otra nimiedad.
Cuando las broncas eran de escalofrío y ella intuía que ninguna de aquellas
técnicas daría resultado, le silbaba a Quebrantahuesos, el mastín de Salustiano
Belmonte, el vecino más próximo. Victorino temblaba al recordar el día en que
aquella bestia se defendió de su patada mordiéndole un testículo. Al escuchar
sus ladridos amenazantes, el legionario interrumpía su concierto de gritos, se
asomaba a la ventana, y al ver al monstruo dirigiéndose a su casa, se echaba
mano a la entrepierna, corría hacia el dormitorio y se refugiaba bajo la manta
tras encerrarse bajo llave.
Cuando preparaba el viaje a tierras sorianas, Encarna le sugirió que se
despidiese de su hija. Él no contestó y se limitó a cerrar la maleta, al tiempo
que le dirigía una mirada de hielo; su respuesta fue un portazo cuando salió de
la habitación. Encarna se arriesgó y le persiguió por el pasillo:
−Tú no sabes lo que puede ocurrir; el país está muy revuelto, quizás no
puedas regresar en un largo tiempo; ella sigue siendo tu hija, es de cristianos
perdonar…−le imploraba.
−También es de cristianos comportarse de forma decente; ella ha
restregado el honor familiar por el suelo −gritó.
Encarna, por experiencia, sabía que en algunos momentos lo conveniente
era callar, pero estaba obligada a defender a Carolina: sufría amargamente con
aquel prolongado rechazo de Victorino hacia su hija que consideraba
implacable y cruel, y comprendió que había llegado el momento de hacer
frente a su marido. Argumentando que iba a necesitar colaboración en la
tienda, le desafió.
−Si tú no le permites regresar a nuestra casa, yo misma la traeré cuando ya
no estés −amenazó.
Sin pararse a contestar, Victorino continuó metiendo el equipaje en la
camioneta. Aquel silencio no dejaba de ser interesado: sabía que, para
garantizar la continuidad del negocio, su mujer iba a necesitar ayuda; al
margen de ello era consciente de que Encarna tenía razón: comprendía que no
era justo aquel desprecio tan prolongado hacia Carolina, y aunque llevaba
tiempo frenado por su rocoso orgullo, ya había decidido reconciliarse con su
hija. Aun así, en aquel momento, aprovechando las circunstancias del viaje,
prefería estar ausente cuando su hija retornase a la casa familiar; pensó que
más adelante, a su regreso, ya con ella integrada en las labores de la tienda, se
darían mejores condiciones para el reencuentro.
Cuando el barco zarpaba, Carolina quiso ver, desde la distancia del muelle,
un amago de respuesta a su saludo. Junto a su niña, bajo las sombras de los
altos laureles, se mantuvo todo el rato en la alameda, alejada de abrazos y
despedidas. Desde allí vio como el navío, con su padre asomado en la borda,
dibujaba una estela de nieve sobre la mar picada: Adiós papá, tal vez nunca
nos volveremos a encontrar, murmuró para sí misma entre sollozos.
Durante aquella primavera, Carlos Martel trabajaría a favor de que se
promulgase una ley contra los padres irresponsables, ya que la mayoría de
campesinos no enviaban a sus hijos a la escuela. Al esfuerzo que suponía su
trabajo de maestro, unía su férrea insistencia por transmitir cultura a los más
desfavorecidos, una terca voluntad de compromiso y defensa del derecho a la
educación llevada a cabo ante las autoridades provinciales, de las que siempre
obtenía la promesa de estudiar el tema y elevarlo a instancias superiores. Su
sólida formación y la pasión con la que defendía aquel objetivo le dotaban de
sólidos y contundentes argumentos para recorrer los despachos oficiales,
enfrentándose a los variados y fútiles representantes del ministerio. Llegó a ser
bien conocido en los pasillos de la sede Provincial del Ministerio de
Enseñanza y pronto comenzarían a brotar conspiraciones y rechazos hacia su
labor emancipadora. Grises y anodinos personajes cultivadores del sillón
oficial; hipócritas aduladores de experimentada alabanza hacia el poder,
comenzarían a desconfiar de aquel joven fogoso y vehemente que les dejaba
sin argumentos para seguir justificando el desinterés oficial por la enseñanza y
la cultura. Generaba envidia su contundencia y capacidad verbal, única arma
de la que disponía frente a la legión de mediocres funcionarios colocados allí
para que nada cambiase. Tras dos años de porfiada insistencia, el maestro era
consciente de que se estaba topando con un inexpugnable muro, y que todo
esfuerzo en aquella dirección iba a resultar inútil.
−Las ideas de este lunático se basan en una absurda igualdad; no podemos
admitir que las clases bajas tengan las mismas oportunidades para la
equiparación, sería como pretender que el nivel formativo de los obreros sea
comparable al resto de profesiones. ¿De dónde saldría entonces una mano de
obra que acepte trabajar por bajos salarios? El conflicto social que originaría
sería imparable −comentaría en el casino, rodeado de autoridades, el
Secretario Provincial de Educación.
−En los últimos tiempos están brotando sujetos de esta calaña −advertiría
el Comandante de la Guardia Civil −, son tipos a los que hay que atar en corto
para someterlos a una estricta vigilancia: si les damos ventaja no sólo acabarán
con los privilegios de nuestra posición social, sino que destruirán los valores
de nuestra pacífica convivencia.
−¡Sería como si nos cruzáramos de brazos frente al estallido social! ¡Que
locura! Es cierto que deben ponerse en marcha ciclos de enseñanza para los
hijos de los trabajadores, pero si sus padres creen que es mejor que trabajen,
¿qué podemos hacer nosotros para evitarlo?; al fin y al cabo, al trabajar, los
niños estarán ocupados y, de paso, contribuirán al bien social −justificaba el
Alcalde
Ante ese panorama, Carlos Martel fue perdiendo la esperanza de una
transformación educativa desde el interior del propio sistema. Hacía tiempo
que una idea se fraguaba en su mente: debía enfocar sus energías hacia un
objetivo más definido. Simpatizaba con una incipiente organización política
nacida clandestinamente en el corazón urbano de varias poblaciones y tenía
contactos secretos con algunos de sus miembros, pero aún no había decidido
su participación activa. Había pasado años presionando para conseguir
avances en la profesión; había gastado energía tratando de mejorar el
contenido de diversas áreas pedagógicas luchando para que se aumentara la
plantilla de maestros, tratando que se repartieran libros y material educativo de
forma gratuita e insistiendo en que se dictase una ley que declarase ilegal el
trabajo infantil, pero ninguna de sus solicitudes había obtenido respuesta. Su
espíritu negociador y su intento por llegar a acuerdos de forma pacífica
tropezaban con la manifiesta incapacidad y eterna tozudez de aquella variada
colección de funcionarios de rango, sólo preocupados en mantener sus puestos
y privilegios. Tras nuevas promesas incumplidas, Martel, al fin, decidiría
incorporarse al bando clandestino, convencido de que sólo la confrontación y
la resistencia conseguirían la anhelada transformación social del país, una
respuesta consecuente con su visión del mundo. Seguiría en su puesto de
maestro, pero trabajaría de forma secreta en las filas del activismo social para
contribuir al desgaste de la dictadura.
Mientras tanto, la relación epistolar con Carolina se afianzaba. Las
limitaciones marcadas por su relación secreta obligaban a que la comunicación
fuese exclusivamente escrita, lo que contribuía a la profundización en
conceptos vitales; reflexiones y razonamientos sobre los ámbitos en los que
transcurrían sus respectivas vidas. Carolina enriquecería su biblioteca con
algunos clásicos facilitados por el profesor, propiciando a su vez el
intercambio crítico y el análisis literario. Al compartir un territorio afín, al
vivenciar un anhelado espacio de recíprocas confesiones, comenzarían a
desarrollar sentimientos afectivos de atracción mutua. La admiración inicial se
fortalecería y la quemante sensación que provoca la necesidad de abrazarse
comenzaría a brotar en el corazón de ambos.
Un día, al regresar a su casa, Emiliano descubrió que Carolina lo había
abandonado. Hacía tiempo que ella tenía tomada la decisión; sólo la falta de
un lugar donde refugiarse le había impedido hacerlo, pero desde la partida de
su padre ya no existían frenos para retornar a la casa de su niñez. El día en
que se marchó pensó en dejarle una nota de despedida, pero descartó la idea al
caer en la cuenta de que él no sabría leerla.
Encontraría la casa vacía, pero pulcra y ordenada: la cama hecha, su ropa
perfectamente doblada y planchada, los suelos con olor a zotal, el patio limpio
y las plantas regadas, pero una oscura pena, el latente peso de una atmósfera
doliente se aferraba al contorno de los muebles. Durante años la indiferencia le
había cegado, pero ahora, la ausencia de Carolina dejaba un silencio vacío y
triste vibrando en el lugar que ella ocupaba. Por primera vez experimentó la
angustia que dejan las ausencias y percibió que los objetos, sin la cercanía de
su mujer, adquirían un color doloroso. Todo aparecía envuelto en un tono gris
y apagado. Parecía como si de pronto un halo de muerte se hubiese llevado los
pocos vestigios vitales que existían en el hogar. Interpretó el orden en la casa
como la señal de que ella lo abandonaba sin rencor; fue consciente de que
había esperado demasiado para recuperarla, y sintió, de golpe, un abismal
vacío fabricándose en su interior; un nudo de congoja comenzó a ahogarle y
experimentó un punzante dolor en el pecho, como si el corte de un fino
cuchillo al rojo le fuese abriendo lentamente el corazón.
−Ma´ abandonao, Coyote, y sin ninguna razón; ninguna –se quejaría
Emiliano derrotado, con la cabeza caída sobre el mostrador de la cantina.
−Eso no es ná, ya verás como te echa de menos, volverá contigo,
asosiégate –lo consolaba el Coyote, mientras le rellenaba el vaso.
A partir de aquel día, Emiliano buscaría la proximidad física de Carolina;
sentirla cerca aliviaba su padecer. Sin atreverse a entrar, pasaba horas apoyado
en una esquina de la calle, junto a la tienda. Durante aquellas largas esperas se
abstraía posando sus ojos sobre los trigales de los campos cercanos, como
buscando respuestas a su infortunio en el mar de espigas que el viento agitaba.
En ocasiones la seguía cuando ella llevaba la niña a la escuela. A unos metros
de la puerta, apesadumbrado, aguardaba su salida. Un volcán interior le
abrasaba el pecho, una latente pena impedía su sueño y desordenaba sus ideas,
una voraz angustia sacudía su espíritu y alborotaba su vida. Adelgazó al
extremo; apenas se alimentaba, pero se esforzaba por no consumir alcohol. Era
como si de pronto hubiese comprendido que en la botella se encerraba la causa
de su desdicha. Un día, cuando ella regresaba del colegio, Emiliano la abordó.
−Perdóname –le dijo con los ojos húmedos y la voz quebrada.
−Todo acabó entre nosotros Emiliano; hago esfuerzos por no alimentar el
rencor, pero no hay posibilidades de reconciliación entre tú y yo…−muy
segura, lo observaba de frente; él, derrumbado, no era capaz de sostenerle la
mirada−. Hemos compartido una historia irremediable y dolorosa; un episodio
que el destino nos tenía reservado, pero esa etapa está definitivamente
acabada. A pesar de que estos tristes recuerdos viajarán siempre conmigo, no
percibo odio hacia ti y sé que nunca lo tendré. Te deseo la paz y el bien,
Emiliano, pero debes seguir tu propio camino: todo ha terminado entre
nosotros −zanjó.
Dos gruesos goterones bajaron por las mejillas del matarife. Remotos
ramalazos de recuerdos infantiles le hicieron saborear, de nuevo, el antiguo
amargor de las lágrimas.
−Ya todo está perdío, Coyote, no me quiere pa´ na´ –sollozaría en la
cantina junto a su inseparable amigo.
−Na´, ya verás como ella se arrepiente en cuanto sienta la soleá de su
cuarto y vea todo lo que sobra de su cama vacía −lo consolaba su amigo.
La noticia del intento de suicidio le llegó a Carolina a través de Zacarías
Nolasco, compañero de trabajo de Emiliano y cliente habitual de la tienda que
Carolina atendía. Zacarías le contó a la muchacha que durante los últimos
meses a todos los trabajadores les había llamado la atención el extraño
comportamiento del antiguo parrandero: abstraído y solitario no hablaba con
nadie y permanecía alejado y serio. Se ofrecía para realizar los peores trabajos
con tal de estar aislado y se pasaba el día apartado, arreglando paredes
derruidas entre los caminos interiores de las fincas, desbrozando maleza en las
barranqueras o acarreando estiércol hasta las huertas más apartadas de la
plantación. Zacarías, un habitual compañero de taberna, extrañado por su
ausencia en la cola, durante el cobro del jornal, lo había estado buscando por
la finca durante toda la tarde de aquél sábado. Al pasar frente a las Traviesas
del Sordo, un caserío abandonado en los límites del cementerio, escuchó
quejidos que llegaban desde el interior de las barracas. Encontró a Emiliano
entre agónicos estertores arrastrándose por el suelo; lastimero, se enredaba
entre retales de gavillas mientras echaba espumarajos por la boca. Zacarías lo
sacó de allí en una carretilla, y, en un camión de la finca, fue trasladado hasta
la consulta del doctor Negrín. Esa celeridad fue determinante para salvarle la
vida. El médico dijo que la cantidad de veneno ingerida era suficiente para
liquidar a varias personas en pocos minutos, pero la fortaleza física del suicida
y la resuelta intervención de Zacarías lo habían salvado.
Carolina se sintió afectada por la noticia. Estaba lejos del rencor; sólo
deseaba que los años compartidos con aquel hombre se diluyesen rápidamente
entre las sombras del tiempo. No le deseaba ningún mal y confiaba en que
pudiese rehacer su vida, pero no sentía ni el más leve indicio de la atracción
que un día le había empujado hacia sus brazos. Aun así, al ser consciente de
que el intento de suicidio tenía relación directa con su decisión de
abandonarle, la dejó abatida. Cuando le llegó la noticia de que Emiliano se
recuperaría, experimentó el mismo alivio que siente un condenado cuando es
absuelto de un delito.
−Estoy sorprendido por este caso. Es inusual una naturaleza así, no es
normal tanta resistencia ante una dosis tan tóxica –confesaría el doctor Negrín
ante un colega
−Son casos extraordinarios que no entran dentro de la lógica: por alguna
razón que la ciencia no alcanza a explicar, algunas naturalezas se resisten a
morir por mucho que lo intente el suicida –reflexionaría el otro médico.
Pasados unos meses, integrado de nuevo en la actividad laboral, Emiliano
comenzaría a ganar peso, parecía recuperado y dejó de acechar a Carolina. Se
creía que había superado el trance y que había olvidado definitivamente sus
traumas personales, pero todos se equivocaron. Ella no lo veía capaz de la
agresión física; había soportado durante años su continuo menosprecio verbal
y las continuas humillaciones, pero nunca se había atrevido a levantarle la
mano. Ocurrió en el callejón trasero de la tienda, a ella se le había hecho tarde,
había cerrado las puertas al público y se dirigía rauda hacia el colegio para
recoger a Lucía. Emiliano la atacó por detrás, y la zarandeó aferrándola por la
cabellera. Ella, en vano, intentó defenderse:
−¡Si no vuelves conmigo te corto el cuello! −le gritaba sin dejar de
golpearla.
Aquel día, Carolina no reconoció su mirada de poseso; de pronto era un ser
extraño, un perturbado y atormentado maniático fuera de sí y preso de la
excitación. Un vecino escuchó los gritos y se asomó a la boca del callejón,
pero al ver que era una discusión de matrimonio no intervino. Antes de
marcharse, el desequilibrado repetiría la amenaza de muerte. Amoratada y
maltrecha, con el vestido hecho jirones, la muchacha se arrastró para aporrear
débilmente la puerta de la tienda. Madre e hija se recuperarían del ataque de
ansiedad entre el calor de los abrazos e infusiones de tila y romero. Cuando
fueron a interponer la denuncia por agresión en el cuartel de la Guardia Civil,
no sabían que el oficial que las iba a recibir era compañero de taberna de
Emiliano.
−No podemos intervenir en discusiones de matrimonio. Además, usted
señora abandonó el hogar; su marido tiene derecho a reclamar para que vuelva
−le aclararía el guardia.
−Los golpes son un mal menor. No hay lesiones que justifiquen un delito.
En mi opinión la verdadera infracción está en el abandono; es usted quién
debería volver con su marido −dictaminaría el Juez de Paz.
Los siguientes meses fueron tormentosos. Carolina se recluiría en el
interior de la tienda, pero desde el día en que Emiliano se atrevió a entrar para
agredirla no volvería a atender al público, limitándose a realizar tareas en el
interior de la casa o a colocar mercancía en los estantes, con la venta ya
cerrada. Durante aquel nuevo intento el agresor se dio a la fuga al ver que
Encarna, ante la pasividad policial, salió a defender a su hija armada con un
machete curvo. Carolina pasó aquellos meses de zozobra alimentada por las
meditadas cartas de Martel, balsámicos escritos que alumbraban su vida.
Ante la dificultad para poder abordar a Carolina, Emiliano frecuentaba las
cercanías de la venta. A una prudente distancia, lejos del machete de Encarna,
se desahogaba con insultos hacia la madre y la hija; el resto del tiempo lo
pasaba entre la taberna y su casa, recurriendo al vino para ahogar sus penas,
destrozando los muebles o pateando las puertas y las plantas como desahogo.
La casa, antaño limpia y ordenada, se fue convirtiendo en una triste cueva de
suciedad y abandono.
¡Que desolá está esta casita, coño, ¡con lo bonita que estaba y, mírala
ahora, to´ abandonao! −sollozaba Emiliano en la soledad, al ver que la desidia
y la suciedad se adueñaban de la vivienda.
Experimentaba una desconocida sensación de penitente ansiedad, sufría
con el remordimiento de haber dejado escapar una parte esencial de su
existencia y vivía la amargura de haber perdido un valioso regalo. Y esa
amalgama de sensaciones, nunca antes experimentadas, lo empujaba hacia una
destructiva tortura. Pasaba los días retorciéndose bajo una dolorosa herida, con
el corazón acelerado y un candente ahogo quemando su garganta. Asfixiado
por el tétrico abandono que imperaba en la casa se ahogaba en un doloroso e
insoportable tormento. Era consciente de que ella ya no volvería, y comenzaba
a comprender la dimensión exacta de esa pérdida. Había pasado mucho tiempo
considerando a Carolina una parte más de la vivienda, convencido de que ella
siempre estaría allí, a su servicio, como un mueble que se fue haciendo
invisible entre la rutina de los días. Ahora, cuando ya no estaba, ella ocupaba
todos los espacios, todos los lugares por los que transitaba. Una pregunta
martilleaba la mente de Emiliano: ¿por qué aquel dolor?; ¿por qué tenía ahora
conciencia de aquel vacío, si antes ella le resultaba indiferente? Era como si
otro cuerpo hubiese tomado posesión de su piel y pensase por él. En medio de
esas turbulencias mentales iba desapareciendo el interés hacia sus amigos de
taberna; aquel lugar privilegiado de las tardes, aquel tugurio del grito y la
parranda, en el que ella nunca estuvo, era ocupado ahora por la añorada
imagen de Carolina.
**
A un mundo de distancia, Martel ganaba experiencia militante y afianzaba
sus convicciones a medida que se adentraba en los caminos del combate
clandestino. Fortalecía sus certezas a través de la propia elaboración teórica,
análisis y lecturas en la que empleaba todo su tiempo libre. Durante las altas
horas de la noche, entre escritos y reflexiones, el profesor se situaba frente al
ventanal del aula y a la luz del quinqué le dirigía señales luminosas a Carolina,
que desde la lejanía de la plaza respondía con contraseñas similares a través de
la cristalera de su tienda. Así, recíprocamente, fueron elaborando un código de
señales; lenguaje luminoso abundante en abrazos y franquezas, trazos de
esplendor amoroso, terapia liberadora de mutuas congojas y ansiedades.
El maestro era consciente del acecho policial, pero la organización lo
arropaba. Un hermético engranaje clandestino cubría la actividad
revolucionaria. Sólo dos contactos lo unían con la estructura subversiva: una
desconocida persona en el pueblo, de la que sólo sabía su nombre de guerra, y
otra en la capital. Entre los miembros de la célula, el lugar de recogida de
información y propaganda variaba de forma continua; el punto siguiente sólo
se sabría con cada entrega, pero se renunciaba a acudir si alguno era detenido,
confidencia que llegaba a través de elementos infiltrados en los despachos
policiales. Los panfletos que llamaban a la subversión se abandonaban en
lugares públicos como los bancos de la plaza o las apartadas mesas de las
tabernas. En las acciones más arriesgadas, en medio de los tumultos, al salir de
los partidos fútbol o del cine, las octavillas se lanzaban al aire entre torbellinos
voladores.
−Lo han vuelto a hacer, mi capitán; la calle está llena de panfletos
subversivos −le comunicaba disciplinadamente un cabo de la Guardia Civil a
su superior.
−Redoblen la vigilancia en aquellos lugares donde se concentre la
muchedumbre. Si uno cae irán cayendo los demás. Debemos acabar con esa
maldita escoria −ordenaba.
Crescencio Mequínez era el comisario que la Dirección General de
Seguridad había asignado al rastreo del maestro. Era un tipo con apariencia de
cuervo envarado, rastrero y cejijunto, que caminaba con la cojera heredada del
tiro accidental de una pistola, que se le cayó al piso durante su anterior etapa
militar. Las secuelas de aquel disparo, con entrada por el carcañal y salida por
el dedo gordo, le escoraba el paso hacia un lado en un amago de giro que
nunca terminaba de producirse. Acartonado por el resentimiento reflejaba en
su rostro la mala leche de los cojos. Miraba a través de dos puntitos lúgubres y
oscuros que se hundían en una faz amarillenta, inexpresiva y seca, remachada
por el trazo de un bigote rasposo y finito. Era hábil en el manejo de la toalla
húmeda; golpes directos y contundentes sobre las lumbares de los detenidos
para no dejar huella. Hacía tiempo que le había echado el ojo al maestro, pero
a pesar de los continuos registros en su casa y en la escuela nunca encontraba
la anhelada prueba transgresora. En una ocasión, al abrir uno de los libros que
Martel guardaba bajo llave en las gavetas de la mesa, encontró un documento
sospechoso. Mientras leía los primeros párrafos un brillo de impaciencia se
dibujó en su mirada de acero, guardó los folios en el maletín, salió raudo de la
escuela y viajó a la capital para ser recibido de inmediato en el Gobierno Civil.
Mequínez subió las escaleras sobreponiéndose a la cojera; con el orgullo de la
anhelada victoria pidió permiso para entrar en el despacho del gobernador, y,
temblando de placer, puso sobre su mesa el documento subversivo. El
mandatario se detuvo unos instantes sobre los párrafos, clavó sobre el
comisario una mirada escrutadora y con gesto de fastidiosa desgana le tiró los
papeles sobre el maletín abierto.
−Mequínez; ¡no me joda!... ¡Ésta es la Declaración de los Derechos
Humanos firmada por la Sociedad de Naciones; si queremos encerrar a ese
sujeto traiga algo de mayor contundencia y fundamento; estos papeles sólo
prueban el veneno que el conspirador lleva en la cabeza, pero no es suficiente
para encerrarlo; ¡por Dios!... −lo recriminó.
El comisario quedó rígido y con el rostro enrojecido por el ridículo; sus
ojos eran dos tizones encendidos de odio; dio media vuelta, permitió, esta vez,
que la cojera lo impulsara hacia la derecha y, envuelto en un rabioso
murmullo, se encaminó a la salida tragando inquina.
¡Tarde o temprano, el gato le da el zarpazo al ratón!, gruñó, mientras
desaparecía tras la puerta.


VI

Desde la distancia de las noches, cuando los grillos iniciaban su concierto


de lamentos, y la parda bruma interrumpía el plateado brillo de la luna,
alimentado por el deseo de abrazar a su amada, el profesor, en un vaivén de
signos amorosos, ondulaba el candil tras el ancho ventanal de la escuela,
dibujando en un silencio de codiciados sueños el trazo tembloroso de un futuro
anhelado. Carolina, encogida por la pena, consciente de que en el pueblo sería
imposible vivir impotente frente a la luz de sus ojos, maquinaba fórmulas que
la rescataran del desaliento y la impulsaran hacia los brazos de su amado. Sólo
podían aspirar al breve intercambio de miradas en el colegio cuando Lucía
entraba o salía de clase, a las cálidas sonrisas en el interior de la tienda,
cuando Martel realizaba alguna compra de conveniencia, o al trazo nocturno
de mensajes luminosos tras las cristaleras. No existía tiempo ni lugar para
quererse. Emiliano, que apenas dormía, había observado la complicidad de sus
miradas, y sentía el fuego de los celos atravesando su pecho como un puñal
ardiente. Sospechando que algo se fraguaba entre Carolina y el maestro, como
un chacal en busca de su presa, recorría sigiloso las calles pegado a los muros
de las casas, deslizando su aliento sobre los arbustos y afinando la vista para
controlar sus movimientos.
La muchacha estaba convencida de que la libertad total, largamente
ansiada, sólo llegaría cuando aquel obseso estuviese lejos. Hasta que ese
momento llegase vibraba con la ilusión del amor latente, con el sueño de un
futuro cercano compartido con el ser que amaba. Martel era su columna vital;
necesitaba de su caluroso abrazo para fortalecerse y no caer de nuevo en la
desventurada y opresiva soledad que había condicionado su existencia.
−!Te tengo en el punto de mira! Si te descubro abrazada a ese señorito te
vas a enterar, descarada −le gritaba Emiliano por la calle tras el acecho al que
la sometía durante el camino hacia el colegio.
El comisario no perdía detalle de todo lo que sucedía en el entorno del
maestro; gracias a una estrecha vigilancia iba acumulando información
detallada de todas sus actividades y relaciones, Carolina, por tanto, formaba
parte de la lista de sospechosos, pero a Mequínez no le interesaban aquellas
aventuras amorosas ni las delicadas frases que leía en las cartas que lograba
requisarle al maestro, sólo un objetivo le obsesionaba: la categórica prueba
para dar caza al irredento masón; y vivía con el turbulento deseo de tenerlo
entre sus manos para darle el recibimiento que se merece. ¡Una buena
descarga eléctrica en los huevos y una mano de toallazos sobre los cuadriles es
lo que le hace falta a ese cabrón pa´ que deje de conspirar contra la autoridad!,
mascullaba con rabiosa inquina. Fatigoso y frustrado, mientras arrastraba la
pierna coja por la destartalada escalera que lo llevaba a su solitaria guarida, el
sabueso iba descargando su furibundo odio sobre el profesor.
En vista de su inutilidad, Carolina desistió de seguir presentando denuncias
en el cuartelillo. Sintiéndose más libre, convencido de que la muchacha seguía
siendo de su propiedad, el matarife se convertiría en su sombra, y para que no
pudiese escapar de su vigilancia controlaba sus costumbres y horarios,
renunciando, si era preciso, a su trabajo en las huertas. Cuando los encargados
lo obligaban a trabajar, Emiliano encargaba la vigilancia a su amigo Coyote.
Martín Sandoval, molesto por malgastar sus días libres en aquella inútil y
estúpida actividad, protestaba por el encargo: no me gusta husmiar detrás de
una mujer como una vieja chismosa, le decía, pero terminaba aceptando a
cambio de que le dejase pagado un litro de tinto en el mostrador de la taberna.
La joven limitaba sus salidas al trayecto del colegio; allí vibraba con la
cercana presencia de Martel; allí experimentaba el calor de sus ojos, vital
alimento para su amor clandestino, pero también sufría con la helada presencia
de Emiliano, que desde la calle le dirigía su cortante mirada de hielo. La
fuente principal de comunicación con el profesor eran las señales nocturnas,
claves secretas que continuamente cambiaban para que no pudiesen ser
descifradas, lo que dejaba al comisario Mequínez frustrado por la rabia. En
ocasiones, a través de la mochilita de Lucía, Carolina intercambiaba cartas con
su amado, breves notas de devota ternura, ténue ensayo para vibrar con el
anhelado encuentro. No poder hablarte es una condena, no poder sentir tus
caricias es un tormento. Suspiro por la llegada del momento en el que pueda
amarte en libertad, sin este suplicio que nos impide el abrazo. No poder
acercarme, a pesar de estar viéndote, es un castigo mayor que la total ausencia.
Carolina era consciente de la vigilancia del comisario Mequínez., sabía de
las actividades policiales de aquel fanático; Martel la tenía al corriente de sus
andanzas, pero lo asimilaba como un mal menor; aunque cargado de inquina y
resentimiento, aquel individuo no dejaba de ser una autoridad, un auxilio en
caso de traicioneras agresiones de Emiliano. Ignoraba que Mequínez no tenía
la más mínima intención de intervenir en caso de que eso se produjese. Como
un buitre al acecho de su trofeo el inspector sólo tenía interés en el maestro y
aguardaba a que éste se confiara, que tuviese un desliz, un descuido, una
relajación para justificar la detención y el interrogatorio. En los calabozos soy
el rey, cavilaba; cuando caiga en mis manos me va a cantar hasta “La
Comparsita”; me va a tener que dar la lista completa de todos los contactos, de
todos esos mal nacidos que le sirven de cómplices.
El cerco se estrechaba. No sólo Mequínez vigilaba: los tentáculos del
poder comenzaban a desplegarse en varias direcciones. La obsesión por
neutralizar la malsana influencia de Martel en el vecindario y el temor a que
pudiese sembrar en las mentes de sus alumnos la semilla de un rebelde
ateísmo, reforzaría la vigilancia. A los despachos de las autoridades educativas
llegó la consigna de encontrar pruebas que justifiquen la prohibición de la
labor docente que lleva a cabo este sospechoso sujeto. Carlos Martel tenía
plena conciencia del peligro que corría, sabía que no podía mantenerse por
mucho tiempo dentro de la legalidad, su margen de maniobra se acababa.
Debemos irnos; los lobos se aproximan, fue el mensaje cifrado que sobre la
cristalera del colegio le dibujó a Carolina en la oscuridad de la noche. Pero
necesitaban confabularse para enfrentar el peligro inminente, trazar un plan
preciso para definir objetivos, detallar estrategias para sellar su compromiso y
escapar.
La familia de Carolina tenía una vieja amistad con el carretero que a lo
largo de los años y durante algunas madrugadas transportaba productos
agrícolas hasta el negocio familiar, suministro que descargaba en la explanada
trasera de la tienda. En el interior de la carreta, aprovechando el abasto para el
comedor escolar y camuflada entre los fardos, Carolina se bajaba en el patio
interior del colegio, conviniendo el regreso a su casa horas más tarde y bajo el
mismo procedimiento.
−No te preocupes niña: hace años que me indigna el maltrato de tu marido;
conozco tus pesares y guardaré el secreto –le susurraba el carretero mientras
Carolina se ocultaba bajo los fardos.
Aquellos encuentros sin vigilantes disiparían las sombras en que habían
estado envueltos, recuperándose del dolor que les había ocasionado la
distancia, mitigando la tristeza que les había dejado el amor incompleto y
saciando la sed de caricias que les había mortificado. La mitad del tiempo se
les iba en los abrazos, empleando las horas necesarias para responder a la
urgencia de los besos y dar respuesta al deseo anhelado, pero la necesidad de
la pasión se mezclaba con la urgencia de escapar del cerco, sobreponerse al
amor vigilado, huir de aquel mundo que les prohibía vivir, y comenzaron a
definir estrategias, a buscar fórmulas que hiciesen palpables los sueños, a
trazar el camino que les llevase muy lejos.
La ilusión les embargaba, pero a medida que concretaban los pasos a
seguir, un doloroso dilema, con toda su crudeza, se mostró ante los ojos de
Carolina: la fuga sería clandestina, lo que implicaría viajar sin su hija, y ese
conflicto comenzó a atormentarla. Había frenado el odio hacia Emiliano
basándose en que, fruto de su unión, Lucía, su tesoro más querido, había
venido al mundo. La niña, además de ser un torbellino de risas y juegos, se
divertía en clase con los cuentos y las canciones que escuchaba del profesor.
Carolina observaba a Lucía en sus correrías por el patio y se veía a sí misma
en los radiantes días de la infancia. La pequeña era esencialmente feliz,
activada por una insaciable curiosidad y una natural inclinación hacia la
creatividad y la fantasía. Sin la presencia de su hija su vida sería un desierto;
una existencia sin alma; ella era su ilusión vital, la fuerza en la que se había
apoyado para resistir las peores pesadillas de su reciente pasado; dejarla atrás
sería un doloroso desgarro, otra herida que añadir a su larga colección de
angustias, pero la situación apremiaba, no había tiempo ni lugar para la duda,
era necesario tomar una decisión definitiva, el rastreo policial y la enfermiza
obsesión de Emiliano se iban convirtiendo en un implacable e insoportable
asedio.
−Debemos decidirnos ya Carol, mis contactos aseguran que la orden para
mi detención es inminente. Los tormentos serán diarios cuando me encierren
en los calabozos; se inventarán un motivo…una agresión a un guardia, la
aprehensión de unos explosivos… para mantenerme años encerrado –
murmuraba entre las caricias y el calor de las sábanas.
−Lo sé mi amor, moriré definitivamente si te pierdo, tú me has salvado del
infierno, y en tu ausencia volvería a caer en el abismo –sollozaba Carolina
apoyando la cabeza sobre el pecho de su amado.
Pero no era sólo el amor a su hija quien la condenaba al suplicio de la
incertidumbre; Encarna también había sido su refugio. Para superar un entorno
de sombras, buscando protección ante los turbulentos episodios que lastraban
su vida, como soporte para enfrentar la humillación, como fortaleza para
mitigar las huellas del maltrato y la pesadumbre, durante muchas tardes de
soledad había acudido a su madre para compartir las lágrimas que ahogaran su
dolor. Ahora, aquella mujer enérgica y combativa, que durante años había
llenado el tiempo y los espacios para la confidencia, sería quien, de nuevo,
acudiría a su rescate para resolver el dilema.
−Dios sabe que lo menos que deseo en este mundo es que nos separemos,
pero sé que Emiliano y las autoridades se han confabulado para arruinar tu
vida. Una persona de confianza me asegura que ese maltratador, que tanto te
atormentó, se ha convertido en confidente de la policía para acabar con el
profesor; el muy canalla cree que Carlos Martel es el obstáculo que le impide
recuperarte y se ha confabulado con ese enfermizo comisario para enviarle a la
cárcel, donde tal vez lo hagan desaparecer para siempre. Aquí no están a salvo,
deben escapar cuanto antes. La niña se quedará conmigo hasta que podamos
reunirnos de nuevo, vive convencida de que la protegeré ante todo mal; me
dedicaré a ella en cuerpo y alma; con Lucía a mi lado te sentiré más cerca. Los
tiempos están muy revueltos, pero intuyo que la situación del país cambiará,
ya verás…la separación no será muy larga −la confortaba Encarna,
animándola a dar el paso, sembrando en ella la semilla de la esperanza, y
consciente de que la huida sería la decisión menos traumática; la única opción
que les quedaba.
Carolina sufría con la inminente separación y sentía, por anticipado, el
peso de la lejanía que la distanciaría de su hija. Las sombras lo invadieron
todo. El paisaje plomizo y triste contagiaba las horas de una inusual y
melancólica lividez, como si todo se hubiese confabulado para destruir
ilusiones y esperanzas compartidas. El Paseo de los Nogales, antaño adornado
de colores luminosos, se tornaba, ahora, opaco y apagado, un abatido
escenario de marchito y lánguido desconsuelo. Sólo las concertadas señales de
los candiles, que en la oscuridad de la noche los amantes dibujaban sobre las
cristaleras, aportaban destellos a los días mortecinos.
Emiliano y el Comisario Mequínez estaban dirigidos por la misma
obsesión. Con frecuencia, en la taberna cercana al colegio, pasaban la tarde
compartiendo una botella tras otra, pero aquellos eran encuentros sin
sustancia, una unión temporal y de conveniencia regida por su propia
incapacidad y contaminada por una enfermiza ceguera emocional. Como
almas en pena, sin brillo en su interior y cegados por el odio, se juntaban para
sobrevivir, secos y mortecinos, deambulando entre las sombras de la noche y
atrapados en su propia trampa mental, miserable y mezquina. Sus diálogos de
taberna eran un arsenal de pensamientos mediocres, infelices ramalazos de
rencor y resentimiento, una pobre exhibición de frustración y amargura.
−Uno no puede dejar de vigilar a la mujer −advertía Emiliano− ya que en
cuanto te descuidas cambea de hombre. A la mujer hay que vigilarla siempre.
Los hombres tenemos un destino desgraciao: ser unos pobres infelices
condenaos a buscarse el jornal y al mismo tiempo vigilar a la mujer pa´ que no
vaya a restregarse con otro.
−Por eso mismo nunca me casé −contestaba Mequínez, con mirada
abstraída y forzada pose pensativa− uno no puede pasarse la vida amargao,
con la sospecha de que tienes una enemiga metida en la propia casa. La
hembra sólo está pa´ apagar la llama. Son una necesidad pal desahogo de los
hombres. A mí sólo me hacen falta en la cama –confesaba, sin inmutarse.
Ya en la madrugada, errantes y cegados por el rencor, tambaleantes por los
efectos del vino, amargados y solitarios, Emiliano y el policía trastabillaban
abrazados por el oscuro callejón en dirección a sus respectivos refugios. Una
vez allí se fundían en la lánguida oscuridad de sus estancias para enfrentar la
amargura del insomnio, resistir al profundo vacío de la soledad y sobrevivir a
las heridas de su atormentado fracaso.
La precaución se hizo más necesaria que nunca, la vigilancia más
ineludible. A partir de aquel momento sería necesario medir bien todos los
pasos, analizar todos los detalles, examinar todos los riesgos. La estrategia de
camuflarse en la carreta para encontrarse en el colegio se convirtió en un
preciado recurso, pero si Carolina era descubierta entre los fardos se rompería
la única posibilidad de confabularse para preparar la fuga. Ante la posibilidad
de que fuesen descifradas, las señales luminosas se limitaron al mínimo
imprescindible, cambiando las claves cada noche y con el único fin de
concertar los encuentros.
La organización también perfeccionaba sus tácticas; el engranaje interno,
por propia necesidad de responder al cerco creciente, se estructuraba en el
apoyo mutuo y en una compleja red de células militantes con continuos
llamamientos al boicot de la población, mensajes de insurrección en vallas y
fachadas y distribución clandestina de folletos en concentraciones públicas
masivas. La afinidad de Carolina con el profesor, inicialmente sustentada en la
atracción personal, había ido evolucionando hasta una plena identificación con
su causa, impulsada, además, por su tendencia natural a la lectura. Obligada
por la circunstancia clandestina y bajo la influencia de Carlos Martel, la joven
desarrollaba la capacidad para el análisis y el razonamiento en el campo de las
ideas, evolucionando en el conocimiento de la estructura social, descubriendo
las causas que originaban las desigualdades y convenciéndose de la necesidad
de colaborar en la acción transformadora desde el combate personal.
Integrando la misma célula que el profesor, Carolina pasaría a formar parte de
la organización, pero estaban demasiado vigilados, completamente
identificados y bajo el latente peligro de la desarticulación y del temido
calvario que les esperaba en los profundos calabozos del régimen en caso de
que fuesen apresados, una posibilidad cada vez más real. La policía sólo
llevaba a cabo detenciones cuando encontraban la prueba definitiva, pero eso
podría ocurrir de un momento a otro. Era urgente mover al mecanismo
organizativo interno para encontrar un escenario más seguro, activarse en otro
territorio donde se pudiesen mover con mayor seguridad personal; además,
Carolina aspiraba a superar el asfixiante acoso de Emiliano; necesitaba
enterrar definitivamente su traumático pasado con él.
−No me explico por qué mi mujer me dejó, comisario, si yo no le hacía na
´… y se lo daba to´: comida y techo y… el cariño, que también yo le daba de
eso… Uno es bueno y mira como se portan con uno, coño –rezongaba
Emiliano, noche tras noche, en sus confidencias frente al policía.
−No se preocupe amigo, le vamos a devolver a su mujer en cuanto
cacemos a ese renegado que la está rondando. Tenemos todo preparado y
dispuesto pa´ meterle la zarpa –lo consolaba Mequínez, mientras se daba unos
golpecitos sobre la pistola que llevaba bajo la chaqueta.
Una noche de frío invierno, como polizones camuflados entre los fardos de
carga de un buque holandés, la pareja dejaría atrás el pueblo para emprender
un largo viaje. Fue una cruenta travesía. Debilitados por el hambre y
atormentados por el frío, conseguirían bajar a tierra, ocultos entre las sombras
nocturnas de un puerto portugués. Después de dos semanas durmiendo en
cuevas aisladas de las montañas lusas, y amparados por contactos de la propia
organización, cruzarían la frontera española por una zona desértica del sur
peninsular. La vida de la pareja comenzaría a estar orientada por los estrictos
rigores del combate clandestino. Sometidos a una estricta disciplina vivirían
bajo el continuo peligro de ser detenidos, pero, al menos, esa detención no
sería tan inminente como en el pueblo. El acoso policial les exigiría una
extrema cautela; las operaciones se fraguaban desde pautas muy estrictas, bajo
un metódico estudio y una reflexión minuciosa. Enfrentándose a la adversidad
se curtirían y fortalecerían para la lucha. Carolina, además, aprendería a
convivir con otra herida: el virulento ramalazo de la ausencia, el punzante
dolor que le dejó el no haberse podido despedir de su hija.
−¡Pobre hijita mía, me rompe el corazón cuando imagino su llanto sin que
pueda estar a su lado para consolarla –sollozaba Carolina, acurrucada entre los
brazos del profesor, refugiados en el oscuro rincón de una choza de las
montañas.
−No teníamos más opción, mi amor, mi detención hubiese significado
nuestra separación definitiva; y no podíamos continuar bajo el acoso de la
policía y de tu marido, que se había convertido en un confidente –trataba de
consolarla entre susurros.
Mientras tanto, en el pueblo, la abuela tendría que afrontar la dura tarea de
explicarle a la niña la ausencia de su madre. La cautela había hecho que
Carolina se marchase sin despedidas; sólo Encarna quedó custodiando el
secreto. La pequeña Lucía, que había crecido junto a la cálida protección
materna, muy pronto notó el vacío, reclamándola desde que despertó en la
mañana. Encarna, en vano, trataría de consolarla, explicándole que la ausencia
de madre sería por poco tiempo. A pesar de los esfuerzos de su abuela, la
pequeña la llamaba a través de un acongojado llanto.
Encarna también sufriría los efectos de la precipitada fuga. Aparte de
soportar los apenados sollozos de su nieta, pronto llegarían las visitas
indagatorias, los incesantes interrogatorios de Mequínez, los permanentes
gritos de Emiliano frente a la venta y las continuas presiones de los servicios
secretos de la policía para que confiese su propia colaboración con la
organización subversiva, ya que no es creíble que no sepa usted nada de la
desaparición de su hija y el maestro.
Emiliano cayó en la desesperación. Junto a su ya enfermiza obsesión,
sufriría ataques de cólera y resentimiento, sometido por la tormentosa idea de
que la mujer que aún consideraba suya estuviese restregándose en brazos de
ese pendejo. Aliviaba los efectos de esa quemadura en prolongadas y
escandalosas borracheras, con las que apagaba los ataques de una punzante y
dolorosa rabia. Cuando desaparecían los efectos del vino y el resto del mundo
dormía, cuando el silencio aún mandaba en los sombríos rincones de la plaza,
adelantándose al canto de los gallos y a las tenues luces de los campos al
amanecer, se escuchaba el desgarrador grito de Emiliano entre los oscuros
callejones del pueblo. Era un alarido huérfano y triste, un lamento angustioso
y apenado como el de un náufrago desesperado pidiendo el rescate en medio
de una inmensa soledad. Alumbrado por los primeros rayos de la mañana,
esquivo y solitario, se deslizaba hacia el trabajo para sobrevivir entre las
plantaciones. Allí, larvado en un ovillo de minúsculos y mezquinos
pensamientos, alimentaba su perturbadora condena sufriendo, con desesperada
inquina, la turbulenta impotencia de no poder ver a la mujer que aún creía
suya. Apartado, solitario y víctima de sus propios vacíos, no hablaba con
nadie, sólo se movía mecánicamente entre las huertas, como un fantasma que
anda buscándose el alma entre las sombras. Odiaba con todas sus fuerzas a la
madre de Carolina. Convencido de que Encarna era la única responsable de su
desgracia, la convirtió en un objetivo para descargar su cólera. Pero también
odiaba al mundo, se odiaba a sí mismo. Un ramalazo de violencia fiera tomó
posesión de su cuerpo, una erupción de resentimiento le quemaba el corazón.,
sucumbiendo al vacío de su rencorosa soledad.
Definitivamente obsesionado con la mujer que había formado parte de su
vida, descargaba su furia vengativa contra la madre que, temerosa, terminaría
enclaustrándose en el interior de la vivienda. Ante el escaso celo protector de
la policía, Encarna no se atrevía a salir a la calle. Muchas veces, a patadas,
Emiliano aporreaba la puerta de la tienda o atacaba la mercancía de los
estantes, desparramándola por el suelo o lanzándola hacia el barro del camino.
Sólo en las ocasiones más graves intervenían los guardias, que se lo llevaban a
rastras entre forcejeos y golpes. Durante esos episodios de extrema
agresividad, y como forma de impedir que cumpliese las amenazas de muerte
contra Encarna, Emiliano era obligado a dormir en el calabozo del cuartelillo.
Fue allí, en una oscura y fría noche de otoño, cuando su mente fraguó una
enfermiza idea: ¿cómo no se me había ocurrido antes?, susurró, recostado
sobre el jergón del calabozo. Le voy a amargar el alma a esa vieja, sonrió
malicioso.
Al amanecer, nada más traspasar la reja del calabozo, Emiliano le
comunicó al centinela que quería hablar con el sargento.
−Quiero que mande una solicitud a la autoriá: reclamo el derecho sobre mi
hija; no quiero que siga con la vieja −exclamó relamiéndose de placer.
−Usted no reúne las condiciones de garantizarle la atención a esa criatura;
es usted un pillastre irresponsable; tendré la obligación de tramitar su
solicitud, pero cuente con que mi informe será negativo −resolvió el oficial,
sin tapujos.
El sargento lo conocía bien; estaba al tanto de sus tropelías y escándalos.
Algunas noches, harto de su estruendoso griterío, lo había sacado a empujones
del calabozo para abandonarlo en calzoncillos frente al frío nocturno del patio
de la Comisaría. El uniformado, conocedor del mal carácter de aquel hombre y
de sus abusos con el vino, sabía que no reunía las mínimas condiciones para
atender a una niña de corta edad. Cumpliendo con su deber el oficial
trasladaría la petición, pero informaría negativamente al gobernador respecto a
la conveniencia de aprobar la solicitud: Es un sujeto inestable y violento sobre
el que se lleva a cabo un permanente seguimiento policial; bajo nuestro control
no resulta especialmente peligroso, pero recomiendo que no se le conceda la
custodia de la niña. Es un borracho fanático, inconstante e incompetente, un
enredador y falaz partidario del engaño y la traición.
El gobernador dudó; el informe policial era contundente, claramente
contrario a conceder la custodia, pero también era consciente de que existía un
derecho recogido en la ley: ante un abandono familiar por parte de la madre la
custodia sobre los hijos sería exclusiva del padre; un juez no tendría ninguna
duda en concederle ese derecho. El gobernante decidió que aquel asunto no
era de su competencia y le comunicó a Emiliano que dirigiera su solicitud al
juzgado. Después de un mes de consultas y estudios de rigor, Emiliano
conseguiría la esperada resolución judicial para hacerse cargo de Lucía.
Pero no resultaría fácil llevar a cabo el traslado de la pequeña hasta la
vivienda de Emiliano. Nada más recibir la notificación con la decisión del
juez, Encarna, se armó con dos machetes y se enclaustró en el interior de la
casa clavando trancas sobre puertas y ventanas.
−¡Me tendrán que matar antes de llevarse a la niña! −dijo resuelta tras el
enrejado −¡aquí dentro hay víveres para aguantar todo lo que haga falta; no
pierdan el tiempo y márchense por donde han venido; no intenten entrar si
valoran el cogote! −gritó colérica.
Fue casi un mes de asedio. El sargento había optado por la negociación
antes de asaltar la casa. Durante ese tiempo lo habían intentado todo, incluso
habían presionado a Emiliano para que le garantizara a la abuela periodos de
convivencia con la niña. Encarna no lo creyó:
−¡La palabra de ese mentecato vale menos que un comino seco. ¿Qué
educación le va a dar a la niña ese rufián, si tiene menos inteligencia que una
gallina? ¡Jamás permitiré que mi nieta caiga en manos de ese chimpancé
descerebrado; no se la llevarán mientras me quede aliento! −aulló, dejando
asomar el filo del machete entre los barrotes de la ventana.
Cuando se convenció de que el acuerdo sería imposible, el sargento
seleccionó a dos agentes, que descolgándose por un ventanuco penetraron en
la casa a través de la azotea. Habían calculado el momento en que la abuela
había sucumbido al cansancio y dormía con la niña en una de las habitaciones,
pero Encarna se despertó en el momento en que un guardia cargaba con la
pequeña en dirección a la sala. Con una agilidad felina se lanzó tras el
secuestrador y le asestó un machetazo en la espalda, el agente dio un alarido y,
mientras se desplomaba, soltó a Lucía, que despertó entre llantos. Cuando
Encarna intentaba descargar otro tajo sobre la cabeza del herido, sintió una
detonación y un leve ardor en la mano. La bala, certeramente disparada por el
otro guardia, le hizo soltar el machete, lo que evitó que pudiese cumplir su
promesa de rebanarle el cogote a cualquier intruso. Intervinieron cuatro
guardias para reducirla. Ensangrentada y bravía, pataleaba furiosa en el
interior del furgón policial en el que lograron encerrarla. La niña, asustada y
bañada por las lágrimas, sería entregada a Emiliano, que, en vano, trataría de
consolarla mientras la cargaba hasta su casa:
−Asosiégate Luciíta, que papito te va a hacer muchos regalitos… La niña
pugnaba por soltarse, llamando a su abuela entre lágrimas.
Custodiada por la policía para recoger algunas prendas de ropa antes de
entrar en prisión, la combativa abuela regresaría al pueblo días después de ser
detenida. Atendiendo a su falta de antecedentes penales y a las especiales
circunstancias del caso, además de la eximente de trastorno mental transitorio,
junto a su propio alegato de haber actuado bajo la presión de un fuerte instinto
de protección, en un juicio rápido había sido condenada a dos años de cárcel
por los delitos de grave agresión e intento de homicidio a un agente del orden,
incumplimiento de sentencia judicial, desobediencia y resistencia a la
autoridad. Abatida, antes de entrar en prisión, solicitó permiso para visitar a
los agentes que habían invadido su casa, pidió perdón al herido y le dio las
gracias al policía que le disparó:
−Si no llega a ser por usted hoy estaría en capilla esperando a que me
retorciesen el pescuezo con el garrote vil −le agradeció al autor del disparo.
Observando como su casa quedaba atrás, ahogada en un mar de angustia,
Encarna abandonaría el pueblo tras las rejas de un vehículo policial. A partir
de aquel momento, durante toda su ausencia y junto al permanente recuerdo de
su nieta, un nudo de congoja quedaría atravesado en su garganta. Una
permanente molestia durante los días fríos y la rigidez que le dejó el balazo en
su mano derecha, le recordarían para siempre los sucesos de aquel día.
Durante meses, en la casa de Emiliano sólo se escuchó el llanto de Lucía.
Desamparada y triste, la niña sólo dormitaba a ratos; al despertar, en cuanto
era nuevamente consciente del lugar en el que se encontraba prisionera, volvía
a caer en una inconsolable aflicción. Atascado en su inmadura personalidad y
carente de experiencia para el trato infantil, Emiliano no estaba preparado para
afrontar el desafío. Con un carácter tallado al hachazo, esculpido entre el bruto
trabajo agrícola y el lúgubre escenario de las cantinas, venía de un mundo
donde cualquier manifestación de afecto era considerado una muestra de
debilidad. Sus tentativas de consuelo hacia la niña eran torpes, los intentos de
acallar su llanto le brotaban confusos y aturdidos. Continuamente Lucía le
expresaba su rechazo. Necesitado de ayuda acudiría a la única persona con la
que podía intercambiar algún tipo de razonamiento básico. Martín Sandoval el
Coyote, metido bajo un sombrero de paja y disfrutando con el aroma de un
habano, le escuchó en reposado silencio. Emiliano, con la desesperación
reflejada en los ojillos brillosos, le imploraba un consejo:
−No sé qué hacer Martín: no me quiere comé, le doy algún juguetillo pa´
que se entretenga, le hago payasadas pa´ que se ría, le compro caramelos…y
na´. El otro día le llevé un osito, de esos peludillos…y… me lo tiró al piso,
carajo… La tengo que dejar encerrada en el cuarto cuando me voy a trabajar.
Imagínate, si no hago eso me se escapa de nuevo a casa de la vieja. Desde que
está conmigo no la puedo ni tocar, me da patadas y me escupe, carajo. Si la
intento coger me ranguña la cara, me tira de los pelos y mete unos chillidos
que me dejan loco. Los vecinos me miran mal, en vez de apoyarme; los muy
desgraciaos dicen que yo tengo la culpa; ¿la culpa de qué?..., si la niña es mía
y yo sólo reclamé un derecho mío… −se lamentaba.
El Coyote, pensativo mientras lo escuchaba, fumaba sentado en la
banqueta del patio ocultando el rostro bajo el sombrero. Emiliano, de pie, se
tenía que agachar todo el tiempo para poder mirarlo a la cara mientras le
hablaba. Desde la habitación del fondo llegaba el llanto entrecortado de la
niña. El Coyote, como hacía siempre que iba a pronunciar una frase que
consideraba importante, tomó el llavero de su casa, lo acarició entre los dedos,
adquirió una pose concentrada y seria, masajeó las llaves como un rosario y
engolando la voz habló como si pronunciase un discurso, eligiendo bien las
palabras.
−Cuando estabas con tu mujer ni te disnabas a mirar pa´ tu hija, y ahora
esa niña está asustada porque está mirando a un machango en vez de un padre.
Tienes que buscarte a alguien que la pueda vigilar cuando tú estás trabajando.
Esa niña no puede estar tanto tiempo sola; los vecinos te van a denunciar y el
gobierno te la va a quitar, y como la madre se fugó y a la abuela la metieron en
la cárcel, se la van a entregar al estado, o se la van a dar prestada a alguna
familia, pa´ que la cuide −sentenció Coyote.
Sorprendido por la calidad de su propio discurso, el Coyote se sentía a
gusto consigo mismo, con la sensación de haber pronunciado palabras
importantes. Emiliano, agobiado, no sabía que decir.
−Pero…Coyote… ¿Qué quieres que haga yo…si tengo que ir a trabajar...?
−¿Por qué no la estás mandando a la escuela? −preguntó Coyote, muy
serio, observándolo fijamente y entornando un ojo.
−Entoavía es muy pequeña. Su madre la llevaba porque ese maestro
enseñaba a los más chiquitos con ayuda de una vecina, pero ahora que se fue,
la escuela está cerrada, y hasta que no venga otro maestro no va a haber más
escuela.
−Conozco a una mujer −apuntó Coyote −, una señora, vecina mía, que
trabajó en la capital y que ahora está jubilada. Vive sola; a lo mejor no le
importará atender a la niña; pero… claro… tendrás que pagarle. También
tienes que pensar en arrascarte el bolsillo pa´ atender a tu hija…
Emiliano, en silencio, levantó la vista hacia las estrellas que comenzaban a
despuntar sobre la incipiente noche, exhaló un largo suspiro, caminó hacia la
habitación de Lucía, abrió la puerta y logró esquivar el zapatito que la niña le
lanzó desde el interior y que cayó rodando hasta los pies de Martín. Tras ver
rodar el zapato, sumergido aún en la reflexión de su discurso, el Coyote le
dirigió a Emiliano una mirada de reproche. Con aires de autoridad, creyendo
ver que con su silencio su amigo lo aprobaba, dijo que iría a hablar con la
señora Milagrosa, la mujer que iba a ser una maestra muy buena pa ´Lucía.
Era una mujer pequeña, de mediana edad y expresión afable y delicada.
Tenía los rasgos finos y suaves como el de las monjas de un convento de
clausura. Llevaba el cabello negro azabache recogido en una larga trenza, que
adornaba con figuras de barro cocido y motivos incaicos. Sus ojos eran
oscuros, de mirada enigmática y penetrante. Con frecuencia se quedaba
observando un lugar indefinido de las alturas, como tratando de buscar
inspiración más allá de la materia. Dentro de su pequeña presencia física, de
apenas un metro cincuenta, abstraída en una permanente reflexión personal,
parecía ocultar una revelación, un secreto que sólo ella custodiaba. Su atuendo
contrastaba con los sombríos y apagados tonos del pueblo. Eternamente
perfumada de romero, lavanda y azahar, vestía a contracorriente de modas y
costumbres, con colores chillones, pulseras de cuero y colgantes de barro
cocido que ella misma se fabricaba. Desde su pequeñez física, Milagrosa
Castroviejo Fonseca se esforzaba por llevar un optimismo vital hasta el
escenario cotidiano del pueblo, siempre desvitalizado y sombrío.
El sol no calentaba lo suficiente para combatir la humedad que devoraba el
frontal de las casas. Aquella mujer vivía en una calle secundaria del pueblo, un
callejón que discurría trasero a la parroquia de San Damián. Restos de
azucenas y geranios sobrevivían a duras penas dentro de los viejos parterres,
rotos y enmohecidos, que, tiempo atrás, los moradores habían construido en
una hilera simétrica, paralela a sus viviendas. La casa de Milagrosa se
encontraba al final del callejón. Su buen estado contrastaba con las del resto de
vecinos: una fachada recién pintada de color naranja pálido, la puerta
relucientemente barnizada y dos luminosas ventanas adornadas con cortinas
blancas de arpillera. En floridos jardincillos, a ambos lados de la puerta,
crecían rosales y petunias de vivos colores. Desde las bases de las ventanas se
desprendían ramales de hortensias y geranios.
El Coyote descubrió que la mano le temblaba antes de tocar en la puerta de
Milagrosa. Se estaba atreviendo a hablar con aquella mujer por hacerle el
favor a su amigo Emiliano, tan necesitado de un asidero, de un puente que le
aproximase a su hija. La situación de la niña empeoraba con el paso de los
días. A su permanente concierto de llantos y gritos añadía los golpes y patadas
que propinaba a todos los que se moviesen a su alrededor. Cuando faltaban
personas a las que golpear, Lucía la emprendía contra las cosas inertes, que
ella se encargaba de hacer volar. Los escasos muebles de la habitación ya
mostraban las huellas pintarrajeadas de su continua rebelión. Emiliano había
coincidido con su amigo en la urgencia de encontrar un remedio, pero para
situarse ante la puerta de Milagrosa, Coyote había tenido que armarse de valor.
Había algo en aquella mujer que le imponía una prudencial distancia. Cuando
se cruzaba con ella por la calle, durante el intercambio de saludos, desviaba la
mirada y no podía evitar un ligero azoramiento. La percibía lejana, envuelta en
un halo superior, como habitante de un espacio que no era el suyo.
−Buenas tardes doña Milagrosa…vengo de parte de Emiliano
Maldonado… pa´saber si… alguien que pueda quedarse a cuidar de su hija…
y que pueda ir enseñándole algunas letras… pa´ que aprenda algo... No hay
maestros en el pueblo y… usted… es lo más parecido que se conoce… de
maestra… −terminó con un agónico temblor en la voz.
Ella dudó; se quedó impasible aferrando la puerta mientras inspeccionaba
al individuo. Nada más contemplar a los personajes se hacía evidente la
diferencia que los distanciaba; el orden y la pulcritud de ella; el descuido en la
vestimenta de él: los zapatos con barro seco, la camisa con manchas de vino,
el escaso cabello desordenado, la barba rasposa de varios días… Eran vecinos
y por costumbre se saludaban, pero no tenían nada en común; habitaban en
mundos contrapuestos. Muy seria, Milagrosa se apartó haciéndole una señal
con la cabeza para permitirle el paso. Al atravesar la puerta, Martín Sandoval
pensó que se introducía en un territorio ajeno, un lugar alejado del mundo
conocido. Azorado, extraño de transitar por escenarios limpios y ordenados, se
sentó tímidamente en una esquina de la silla, como en disposición de iniciar la
retirada si algo no iba bien. Observó los tapices y cuadros que adornaban la
sala. Milagrosa la había decorado con motivos aborígenes incaicos; símbolos
mayas y aztecas colgaban de la pared en forma de vistosos grabados; llamas,
guanacos, alpacas y vicuñas destacaban en llamativos tapices; instrumentos
musicales como el charango y el siku estaban expuestos en la parte alta de los
muebles; un poncho de lana, con coloridos dibujos, colgaba del respaldar de
una silla; todo parecía ordenado y dispuesto para crear una agradable
sensación de acogida, pero la incomodidad del Coyote era evidente; en aquel
escenario se encontraba fuera de su elemento, sobre todo frente a los insólitos
animales expuestos en los tapices, que llamaban vivamente su atención.
¿Pero qué bichos son esos?; parecen camellos, pero son muy pequeñitos…,
pensaba, mientras observaba las imágenes de llamas y guanacos. En mi vía he
visto ganao más raro; parecen cabras…pero sin cuernos…
Mientras esperaba a que Milagrosa preparara café en la cocina, no dejaba
de admirar el decorado. Creía que los animales allí retratados no formaban
parte del mundo real. Todo esto salió de la cabeza de algún pintor alocado,
estoy seguro, −reflexionaba−. La única fauna que él conocía se limitaba a las
bestias vinculadas al trabajo agrícola: cerdos, gallinas, conejos y restantes
animales domésticos y de granja, además de los dos camellos que cargaban
bloques en la cantera de la Jurada. El Coyote creía que todo el universo
quedaba reducido al escenario palpable; al ámbito de su propia existencia
física: todo lo demás le resultaba insólito y ajeno. Tal vez contagiado por esa
sensación, Milagrosa Castroviejo tampoco cuadraba en su mente. Desde que la
conocía le resultaba rara su manera de vestir; su comportamiento; su obsesión
por el orden y la manía de leer libros durante horas en los bancos de la plaza,
hábitos ajenos a los usos y costumbres del vecindario. No tenía la seguridad de
que tuviese disposición para solucionar un problema que no era el suyo. Aun
así, una extraña intuición le decía que Milagrosa era portadora de una sabia
capacidad, alguien en quien se podía confiar la solución de asuntos
relacionados con la convivencia humana, materia en la que él se sentía tan
incapaz.
Milagrosa le trajo un café. Ella comenzó a tomar una infusión de hierbas
en un recipiente metálico y desconocido para él. Ante la mirada curiosa del
Coyote, aclaró:
−Es un mate argentino, una especie de té que se consume en Argentina y
Uruguay; se utiliza, también, como fórmula para compartir un encuentro; se
van pasando este tarro y sorben por el tubito; es un ritual que representa
amistad.
El Coyote pensó que las palabras de Milagrosa eran una invitación para
chupar e intentó agarrar el recipiente.
−¡No! …Creo que a usted, ahora, le conviene más el café –decretó.
Azorado, bajó la cabeza para que no se le notaran los colores que le subían
al rostro.
−Muy bueno el café doña Milagrosa −disimuló, en un intento de superar la
repentina incomodidad.
Decidido a acabar pronto para liquidar el trance, retomó el motivo de la
visita.
−Como ya le dije, Emiliano Maldonado tiene una niña que no para de
llorar y gritar; apenas come y no quiere salir del cuarto, le da patadas a todo el
mundo y no quiere ver a su padre. Le hace falta una maestra que le enseñe
educación y esas cosas de la escuela. Su padre está muy preocupao; no sabe
qué hacer y no entiende por qué se comporta así, si es hija suya y la quiere
mucho…
−Pues vaya forma de quererla −expuso Milagrosa− con todo lo que le ha
hecho pasar a la pobre criatura. Conozco el caso; éste es un pueblo pequeño y
todo se sabe. Le voy a ser clara, el padre de la niña se ha comportado como un
canalla. No entro a analizar las razones de la escapada de Carolina, aunque las
puedo suponer, pero lo que no tiene ninguna justificación es la crueldad de
arrancar a la niña de los brazos de su abuela, la única que podía llenar su
vacío. Lamentablemente todo se ha complicado por culpa de su amigo; la
abuela está encarcelada y ahora la casa de su padre es el único hogar para la
pequeña. Conozco a la madre de Lucía; compartimos la afición por los libros;
era la única persona con la que hablaba de literatura cuando nos
encontrábamos por la calle; la niña siempre le acompañaba; estaban muy
ligadas. Imagino los dolores que esa separación ha creado, tanto en la una
como en la otra.
Coyote, sin atreverse a replicar aquellos argumentos, permaneció con la
mirada clavada en el suelo; sólo movía la cabeza en señal de aceptación.
Milagrosa acordó con el Coyote un pacto: primero realizaría una visita a la
casa de Emiliano, durante la cual él no estaría presente: quería encontrarse con
la niña a solas antes de tomar la decisión de responsabilizarse de su educación.
No podía garantizar que ese primer contacto fuera suficiente, por lo que dejaba
abierta la posibilidad de repetir las visitas, disponiendo de la libertad para
volver a encontrarse con la niña si lo consideraba necesario. Insistió en la
necesidad de que Emiliano Maldonado no debía estar presente durante esos
contactos; estaba convencida de que la niña rechazaba profundamente a su
padre. En su presencia, jamás evolucionaría.
Martín le agradeció su buena disposición para encontrar la solución al
problema y aprovechando la atmósfera más relajada, antes de despedirse, se
interesó por detalles relacionados con los adornos de su casa:
−Doña Milagrosa, esos animales que hay ahí dentro de esas mantas de la
pared: ¿son de verdad o son imaginados?; y si son de verdad, ¿de dónde son,
que yo no los he visto más nunca?
Milagrosa sonrió:
−Son animales productores de lana y leche. Habitan en muchas zonas de
Sudamérica, principalmente en el Altiplano andino y partes de la Pampa
argentina –le aclaró.
−¿Y esos sitios están muy lejos? ¿Cuánto se tarda en llegar?
−Otro día le explico −resolvió.
Milagrosa se acercó a la puerta para dar por concluida la visita, consciente
de que se necesitaba mucha paciencia para que aquel hombre llegase a conocer
el mundo, más allá de los límites del pueblo.
Aunque no le convenció la idea de tener que ausentarse durante las clases
de la niña, Emiliano, consciente de que no le quedaba otra alternativa, aceptó
las condiciones expuestas por Milagrosa y encargó al Coyote que le
comunicara su aceptación, permitiendo que fuese ella misma quien pusiese la
fecha y la hora del primer encuentro.

VII

Cuando Encarna quedó encerrada tras la puerta de la prisión, se abrazó a


recuerdos de la infancia: los solitarios paseos por sus hermosas montañas; la
caricia fría del alisio humedeciendo la vegetación bajo los fugaces tonos del
crepúsculo; las correrías por el monte, persiguiendo a los gatos salvajes, para
llenar de aventura las largas tardes del verano; los epistolares relatos
románticos bajo los castaños en flor; la emoción que le dejaba la llegada del
cartero, abriéndole las puertas del mundo…y lloró amargamente durante horas
en un ataque implacable de nostalgias y desgarros. En sus primeros días tras
los barrotes, sobrecogida por el dolor que le abrasaba el pecho, sintió la
sacudida sorda del silencio; pero era aquel un silencio destructivo, muy
diferente al vivenciado en su juventud durante los largos paseos por los
apartados rincones del bosque, cuando elevando la vista a las alturas
comprobaba el significado del silencio. El silencio era entonces un trazo leve;
una sombra fugaz surgiendo de las ramas, como el rastro latente de los árboles
muertos: el alma de los árboles del bosque sabe mucho de silencios. ¡Y cómo
suspiro por aquellos silencios!, reflexionó.
Al llegar al Perpetuo Socorro había observado el patio de la cárcel ausente
de flores. Varios macetones rotos sobrevivían en los rincones de la explanada
empedrada. En el interior de aquellos parterres agrietados sólo había colillas
apagadas y ramajes secos o podridos, triste signo de un decrépito abandono. A
medida que penetraba en el recinto se convencía de que, tras aquellos
murallones penitenciarios, terminaría enfermando de tristeza.
El Pabellón Carcelario de Mujeres Nuestra Señora del Perpetuo Socorro,
semejaba un almacén para el deshecho humano, un fortín diseñado para la
aflicción y el ahogo. Lo constituían pasadizos y escaleras que serpenteaban
toscamente entre murallones de piedra del siglo XVII. La prisión era un
antiguo fuerte militar que aún lucía en su fachada las huellas de violentos
ataques piratas, trazas de antiguas invasiones y feroces batallas de conquista
que habían pretendido rendir la isla a la corona imperial inglesa. Aldabonazos
de cañones y disparos de fusilería, huellas de asaltos y sanguinarios combates
aún permanecían marcados entre sus malecones empedrados.
Cientos de mujeres, de variada y oscura ralea, se hacinaban en frías e
insalubres celdas alineadas en los pasadizos del sótano; húmedos habitáculos
diseñados para el purgatorio y la pena. Sólo treinta minutos para recibir la luz
del sol en el patio, con una hora para comer, constituían las únicas
distracciones diarias; el resto del tiempo eran largas horas de tedio y soledad
entre las rejas. Sonia Marchena y Lastenia Calatrava serían las compañeras de
Encarna para compartir la jaula. La necesidad de liberarse de la angustia del
encierro facilitaba la confidencia; las presentaciones iniciales incluyeron las
razones de la condena. Lastenia Calatraba estaba allí por agresión y
ensañamiento hacia el hombre que había pretendido violarla en los baños del
ayuntamiento. Lastenia era limpiadora de las dependencias y, de un feroz
mordisco, le había arrancado media lengua a su agresor, un concejal del
equipo de gobierno municipal, altanero y presuntuoso petimetre que se creía
con derecho de posesión sobre las trabajadoras, en base a su mayor rango
social. El tipo era un botarate sin escrúpulos que llevaba meses asediando a
Lastenia con continuas insinuaciones y toqueteos. Aquel fantoche había
alegado en el juicio que fue ella quien le pidió que metiera la lengua en su
boca. El juez condenó a la mujer por excesivo ensañamiento y
desproporcionada defensa. Lastenia se temía ese final: el deslenguado era el
hijo menor de un juez militar, con amigos poderosos entre los círculos del
poder caciquil.
−La ley sólo existe para los pobres, mientras los ricos y poderosos la
desobedecen. No hay juez en el mundo que no pueda comprarse con dinero
−se lamentaba Lastenia, al terminar de relatar su amarga experiencia.
−Cierto, es más fácil ver a un cacique trabajando en la cantera que ver a un
rico entrando en la cárcel –dilucidaba Encarna.
En la soledad de las noches, una estrecha rendija del ventanuco enrejado de
la celda permitía la visión de un trocito de cielo. Alguna vez, a través de la
limitada posición del agujero, aparecía alguna estrella solitaria como
muestrario silente y peregrino de la inmensidad del cosmos. Tras la fugaz
visión de esa porción de universo, Encarna dejaba volar su imaginación para
buscar el rostro de sus seres queridos, y allí aparecía la carita de Lucía con la
sonrisa ingenua de las almas puras; los ojos de Carolina, soñadores y diáfanos,
regalando al mundo el sosiego que transmite el silencio; la expresión sobria,
seca y reservada de su marido, escondiendo la humanidad que sólo ella
conocía. Así, con maquinal rutina, pasaba las noches esperando, resignada, la
llegada del alba.
Lastenia Calatrava era alta y guerrera; sus ojos, como brasas refulgentes,
iluminaban su rostro al apasionado compás de un verbo rebelde. No creía en
los hombres: un matrimonio frustrado, roto para siempre entre episodios de
infidelidad y maltrato; un empresario despótico y salvaje que la acosaba y
humillaba a cambio de un mísero salario, y el origen de la reclusión que
compartía con Encarna: la agresión de aquel salvaje que había intentado
denigrarla.
−Ese cabrón tiene su merecido; yo estaré dos años en la cárcel por su
culpa, pero él estará maldiciendo toda su vida el momento en que perdió
media lengua. La prisión es el precio que pago por esa satisfacción −rugía tras
las teas ardientes de sus ojos, iluminados por la furia, mientras sus dos
compañeras de celda aplaudían con entusiasmo aquel acto de coraje.
−Cuando el poder es injusto no hay satisfacción mayor que tomarse la
justicia por su mano –sentenciaba Encarna, recordando los días de asedio en
su casa.
−El indeseable farfullaba en el juicio: no decuedo de que maneda me
modió esa mujed, poqué fue a taición y sin espedalo; fue muy dolodoso, todo
lleno de sange…El hijo de puta ya no podrá hablar sin hacer el ridículo; su
carrera de político mentiroso está arruinada…−relataba Lastenia, ante el
deleite de sus dos compañeras.
Las confidencias de las tres mujeres oprimidas hacían más tolerable las
largas horas de prisión. Las tardes transcurrían grises, iluminadas sólo por el
tono esmeralda de los árboles de la alameda y la fugaz visión de las
golondrinas que surcaban el patio clausurado. Algunas noches, a través de la
porción de cielo, un grupito de estrellas llevaba sosiego a las almas
prisioneras, contagio de esperanza para los espíritus huérfanos de libertad y
afecto. Así, introduciendo palabras en el reducido espacio de la celda, llenaban
el vacío y expulsaban las penas.
Victorino Sanabria se enteró que su mujer estaba en prisión sin que ésta se
lo dijese. Extrañado de la devolución de sus cartas con la anotación de ausente
en el sobre, envió un telegrama al cuartel de la Guardia Civil del pueblo:
Ruego indaguen paradero mi esposa Encarna Plasencia–stop- enviar respuesta
urgente a Victorino Sanabria funcionario prisiones Soria-stop.
La respuesta llegaría dos días después. A través de un mensaje seco y
cortante, en cuatro líneas y sin miramientos, costumbre propia del recio
espíritu castrense, la Guardia Civil contestaba a su demanda: Su señora en
prisión por intento matar policía –stop- diríjase a Cárcel Mujeres Perpetuo
Socorro-stop...
Nada más leer el texto, el telegrama cayó al suelo. Una desconocida tiritera
comenzó a tomar posesión de las manos de Victorino; aquel temblequeo que,
más tarde, derivaría en un ataque de convulsiones encabritadas, se prolongaría,
sin pausa, durante días.
Los dedos sudorosos se desplazaban incontrolados a través del listín
telefónico de prisiones.
Aquí esta: Prisión Provincial del Perpetuo Socorro; a ver qué me dicen,
−musitó en un nervioso tartamudeo−. El voluminoso auricular se movía sobre
su oído en una incontrolada tembladera.
−¡Oigaa!: ¿Cárcel Perpetuo Socorro?...yo soy el funcionario de prisiones
Victorino Sanabria llamando desde la prisión de Soriaaa; preciso confirmar si
tienen a una interna llamada Encarna Plasencia Fageeet...−Su voz era un pitido
nervioso y desafinado; las palabras le brotaban ahogadas y entrecortadas por la
congoja.
−Momento −contestó una voz fría y metálica desde el otro lado.
El minuto de espera se le hizo eterno:
−Efectivamente...Encarna Plasencia Faget: condenada a dos años por
agredir a un guardia con un machete...lleva mes y medio aquí... ¿Oigaaa?...
¿me escucha usted?...
El auricular quedó colgando en medio del solitario pasillo. Victorino sintió
unas inusitadas ganas de correr hacia los lavabos.
Encarnita: dime que están equivocados, que tú no cometiste esa
barbaridad que me cuentan. Si es verdad que estás en la cárcel dime que fue
por insultar a alguna autoridad, por cobrar de más en la venta, por dejar de
pagar facturas o por robar una gallina, pero que no sea por lo que me dice el
telegrama de la Guardia Civil...Encarnita: estoy desesperado, necesito que me
contestes urgentemente. Volveré raudo al pueblo si me confirmas que
cometiste esa locura. Pediré vacaciones adelantadas, pediré permisos, pediré
excedencias. Yo no sé, tengo que verte. Cuéntame lo que ha pasado.
Escríbeme pronto, por favor, o mejor llámame, si puedes. Quedo a la espera.
Ojalá tu carta llegue mañana. Tengo calculado que si te pones a escribir nada
más llegarte ésta, tu respuesta tardará cuatro días en llegar. Se me hará eterna
la espera. No dormiré hasta entonces. Te quiere, Victorino.
La carta le salió breve y temblorosa. Lo que más deseaba en el mundo era
la urgente respuesta de su mujer. Una implacable ansiedad dominaba su pulso
a la hora de escribir; no quería perder un minuto. Sintió el voraz deseo de que
el sobre saliese volando sin medios mecánicos que lo transportasen, que la
carta se desplazase sola, rauda entre las nubes, hasta depositarse frente a los
ojos de su mujer. Las manos se negaban a obedecerle, los nervios le
atenazaban la voluntad, convirtiendo sus dedos en rígidos garfios sudorosos y
fríos. Le costó definir bien los trazos para que la dirección en el sobre fuese
legible. Al final logró estampar el sello humedeciéndolo en el agua de una
cucharilla: su lengua era como un esparto reseco.
Mientras leía la carta de su marido, los ojos de Encarna, brillosos por la
congoja, eran dos faros encendidos en la penumbra de la celda. Las palabras
de su marido le aprisionaban el corazón en un nudo tenso y sufriente. Al
terminar de leer, un asfixiante lazo le oprimía la garganta. Al verla llorar,
Lastenia Calatrava la rodeó con sus brazos. Condenada por defender su
dignidad, entendía las aflicciones y dolores de su compañera. Sonia
Marchante, más recatada y silenciosa, era menos propicia a manifestar afectos,
pero se acercó solidaria. Las tres reclusas, en hermanada complicidad frente al
infortunio, terminaron fundidas en un abrazo.
No puedo engañarte Victorino: lo que te han dicho es cierto. Agredí al
guardia, pero te juro que no fue mi voluntad la que empuñó el machete, sino la
rabia ciega. La mente se bloquea ante un hecho injusto. Tu nieta es ahora la
víctima; mi mayor dolor no es el encierro en esta cárcel, sino saber que la niña
se encuentra a merced de ese desalmado que tantas veces asaltó nuestra tienda.
Un juez le concedió la custodia. Cometí una locura intentando impedir que los
guardias se la llevasen. Sabes de mi amor por ella, por eso confío en que me
comprendas y sepas perdonarme. Durante años has aparentado ignorar a la
niña y simulas rechazo hacia tu hija, pero te conozco: has vivido sometido
bajo tu rocoso orgullo, pero sé que en el fondo, amas a las dos. Tu hija ya no
está en el pueblo, tuvo que huir lejos del acoso y el maltrato de ese
sinvergüenza que tenía por marido. Afortunadamente no se encuentra sola;
alguien la quiere y la protege. No puedo darte todos los detalles; debo
hablarte en privado; en estos momentos te costaría comprender. Nuestra hija es
un ser maravilloso pero está agotada por el sufrimiento. Tu rechazo también
contribuía a incrementar su pena. Durante años viviste apartado de ella, no
querías escucharla, ni siquiera mostrabas interés por verla. Victorino: el
orgullo ciego es destructivo, un hielo que deshumaniza y embrutece. Las
personas dejamos de serlo cuando perdemos conciencia de nuestra humanidad;
si abandonamos el camino de la compasión, lentamente nos hundimos en un
mar de vileza y maldad. Sé que tú no eres eso, ni lo quieres ser. Conozco tu
esencia. Si no hubiese descubierto tu luz interior, jamás te hubiese seguido.
Estás dirigido por un alma poderosa, pero no quieres reconocerlo; tus viejas
heridas quieren esconder ese brillo; tal vez algún trauma de la niñez que nunca
me has contado, impida tu evolución hacia el ideal humano, o tal vez los
sufrimientos de tu pasado militar quieran apagar tu llama vital. Victorino,
debes recomponerte, la arrogancia actúa en tu contra, es una inclinación que te
conduce al abismo. Ahora estamos en medio de la tragedia, pero la vida
también nos sitúa ante el dolor como un entrenamiento, un ejercicio para que
no perdamos el buen camino. Apoyémonos en este trance doloroso para
reconvertirnos y juntar los trozos desperdigados de nuestra familia. Mi amor
por ti es inabarcable y ahora, en la distancia, se fundamenta en la seguridad de
que quieres a tu hija tanto como yo. Un beso. Sé fuerte.
No sabía qué pensar. Estaba tenso, desconcertado ante el borbotón de
sentimientos que lo agobiaban. Necesitaba serenarse, calmar la convulsión
interior que brotaba a través de sus manos. Volvió a meter la carta de su mujer
en el sobre y se levantó al compás de un profundo suspiro. Envuelto en el
uniforme gris se quedó de pie, frente al ventanal de vigilancia que daba al
patio de la cárcel, con las manos a la espalda, rígido y pensativo. Varios presos
se ejercitaban recorriendo a grandes zancadas el perímetro de la explanada;
otros jugaban al fútbol en un área colindante. Imaginó a Encarna encerrada
tras los altos paredones del Perpetuo Socorro. Conocía bien aquella cárcel; fue
su primer destino cuando aprobó las oposiciones; entonces era una prisión
para hombres, pero presentía que tras su acondicionamiento como recinto de
mujeres, poco habría cambiado; seguiría siendo la misma fortaleza
destartalada y fría; un oscuro e ingrato depósito amontonador de penas; el
mismo almacén húmedo y lóbrego que había conocido; un diseño de clausura
para almas descarriadas. Sintió un apasionado deseo de estar a su lado; tuvo la
certeza de que la quería. Con el paso de los años, su relación con Encarna
había sucumbido a la rutina de los días, a la gris monotonía que difumina las
pasiones y enfría las fiebres iniciales, a la apatía que arrasa con los ardores del
enamorado, pero tras la lectura de su carta sentía que un fogoso reverbero le
sacudía los sentidos, renovando, con inusitada pasión, aquel amoroso fervor
que había experimentado en el pasado.
Victorino Sanabria no tenía inclinación a los ceremoniales ni era amigo de
protocolos y formalismos, se limitaba al mínimo respeto exigible en las
ocasiones en las que tenía que dirigirse a cualquier autoridad. Acataba las
órdenes en silencio, pero con manifiesta frialdad. Era un declarado enemigo de
lisonjas y adulaciones y sentía una elocuente antipatía hacia todos los jefes que
hiciesen alarde y abuso de su poder. Desde su etapa legionaria y a lo largo de
toda su vida, había tenido más de un problema por ello.
El director de la prisión era un tipo curtido entre los marciales recintos
cuarteleros y la rígida disciplina carcelaria, un hombre pequeño, amarillo y
enclenque, de instinto acerado y frío, aficionado a las técnicas psicológicas
para analizar gestos y miradas; imperturbable, seco e indiferente ante las
penurias humanas. Para él, los guardias no poseían cualidad individual alguna,
solo veía en ellos un conjunto amorfo; una tropa de funcionarios obedientes a
su poder, insignificantes seres de inferior rango que debían entregarse sumisos
a su valorada capacidad de mando. Victorino intuía que aquel envarado y seco
burócrata encorbatado iba a ser un obstáculo para lograr la autorización para
viajar. Cumpliendo con el conducto reglamentario había solicitado a la
Dirección General de Prisiones el adelanto de dos semanas de vacaciones,
pero era consciente de que la concesión del permiso definitivo dependía de
aquel avinagrado enano que tenía como jefe; era inevitable, por tanto, pasar
por el amargo y tortuoso trago de la entrevista en su oficina.
−¿Permiso? ...−El ex legionario entró sin tocar y sin esperar a que el
ocupante del despacho se lo autorizara.
El diminuto hombrecillo, hundido en la butaca y escondido bajo banderas
y titulaciones, deslizó la revista que ojeaba bajo los libros y a continuación
simuló anotaciones a pluma sobre lo que parecían alargados legajos contables.
Sorprendido por la interrupción le lanzó a Victorino una mirada inquisidora y
furiosa.
−Hágame el favor de salir y entrar con fundamento; es usted un guanajo
irreverente que no manifiesta el más mínimo respeto hacia la autoridad.
¿Quién rayos cree usted que soy yo, el director de esta prisión o un borrico
indigno que no merece atención y respeto? –bramó el dirigente, mientras le
lanzaba su mirada furiosa tras los diminutos anteojos.
Es un borrico, un borrico..., murmuró Victorino mientras se alejaba hacia
la puerta, escaldado como un perro que recibe una patada y escondiendo
momentáneamente los colmillos. Esto empieza mal, Enca; me temo que vas a
tener que esperar más de lo previsto, cavilaba mientras golpeaba con los
nudillos sobre el reluciente barnizado de la puerta.
−¡Adelante!, tronó el intendente desde el otro lado.
−Señor director, disculpe mi atrevimiento anterior al entrar sin llamar, me
encuentro muy nervioso debido a un grave asunto familiar que me está
quitando el sueño, precisamente vengo a rogarle que autorice los días que he
solicitado para poder viajar hasta mi casa; mi mujer se ha complicado la vida
muy seriamente, está en la cárcel y precisa de mi apoyo; necesito
acompañarla en este trance y saber con claridad los motivos de su condena
−rogó, en un inusual esfuerzo de representación; era consciente de que ante
aquel vanidoso jefecillo debía mostrar acatamiento y sumisión; por una vez
estaba dispuesto a tragarse, resignado, todo el orgullo, con tal de lograr su
objetivo.
−Algo habrá hecho si está en la cárcel, usted es funcionario de prisiones y
también debería saberlo; ningún preso reconoce su culpabilidad, todos tienen
razones poderosas para justificar el delito, todos alegan inocencia y bondad y
bla bla, bla, pero a las fieras hay que encerrarlas y a nosotros nos ha tocado el
honor de ser sus guardianes − recitó, articulando el fino bigotito bajo las
diminutas gafas de miope. Como si fuese un muñequito de cuerda, el
hombrecito movía los labios de forma mecánica y monótona.
−Lo entiendo señor director, pero como usted comprenderá conozco bien a
mi mujer; no es una fiera; esta arrepentida de su error; me consta que fue un
arrebato momentáneo. Ella me dice que ha pedido disculpas a la persona que
lesionó...−se justificó, enarcando las cejas, reflejando la angustia en su rostro.
−¡Ja!; lo típico, eso me suena... ¡permiso denegado! puede usted volver por
donde ha venido.
El hombrecito le señaló el camino hacia la puerta con un desdeñoso
movimiento de la mano y volvió a posar la mirada con sus diminutas gafas
sobre los gruesos legajos que se amontonaban sobre la mesa.
−¡Pero, señor director, le ruego que...!
−¡Fu-e-ra!, ¡he dicho...!
Mientras se ponía rojo por la ira, a la mente de Victorino llegó el recuerdo
de un viejo suceso cuartelero ocurrido durante su pasado legionario: bajo un
sol abrasador, y como castigo a una falta de disciplina, un sargento chusquero
le había obligado a correr por el desierto. El oficial, subido a un camello,
trotaba a su lado contemplándole con deleite desde la altura. A los tres
kilómetros de marcha Victorino cayó desvanecido y el sargento se desmontó
para golpearlo con una fusta de cuero encebado. Movido por una rabia ciega
que le impulsó desde la arena, el legionario agarró por el cuello al vigilante, le
arrancó el uniforme, se subió al camello y se alejó trotando por el arenal. El
sargento, en cueros, quedó abandonado bajo el solajero implacable, lo que le
provocaría graves quemaduras. Aunque mostró arrepentimiento ante sus
superiores, Victorino pagaría caro aquel arrebato: fue condenado a un mes de
trabajos forzados y durante cuatro horas diarias correría a paso ligero entre las
dunas para ir amontonando arena en el patio del cuartel, cargándola en un saco
sujeto a los hombros con alambre.
Conocía bien su propia fiereza y al recordar aquel antiguo suceso tuvo la
convicción de que, a partir de aquel día, iba a despedirse definitivamente de su
uniforme carcelero. El minúsculo jefecillo que tenía delante había acabado con
su paciencia: este arrogante renacuajo va a tener una suerte similar a la del
sargento del desierto, rumió.
El director, que poseía elementales conocimientos en psicología
conductista, al observar que estaba siendo taladrado por una mirada de fuego
supo que su integridad física corría serio peligro, temor que confirmó al ver
que las manos de Victorino se iban convirtiendo en dos amenazantes garras. A
medida que el funcionario se acercaba, el hombrecito comenzó a recular para
acurrucarse entre las banderas.
−¡Socorro!, a mí la guardia!, grito angustiado.
−¡Estoy hasta los huevos de ti, pequeño saco de basura! −le espetó
Victorino, mientras lo levantaba en el aire. Sorprendido de la facilidad con la
que dominaba al muñequito, lo aferraba por el pescuezo y lo agitaba como un
sonajero. Tras unos segundos de zarandeo, ahogados los gritos entre los
trapos, Victorino enrolló al director entre el ovillo de telas y anudando dos
extremos a las patas del escritorio hizo con él un paquete que dejó
inmovilizado sobre la mesa del despacho. El hombrecito pugnaba por soltarse;
sus aterrados gritos se apagaban entre el envoltorio de banderas. El bulto
quedó batallando sobre la mesa; la cara horrorizada del director asomaba entre
los pliegues de tela. En medio del nerviosismo, como una licencia de desahogo
frente a la tensión del momento, a Victorino se le escapó una sonrisa:
pataleando sobre la mesa, el hombrecito parecía una viejecita acostada con un
pañuelo patriótico anudado a la cabeza. La revista que antes de entrar
Victorino había ocultado bajo los libros había caído al piso, mostrando, en
todo el esplendor del colorido fotográfico, la imagen de una escultural
caribeña ofreciendo un exuberante panorama a través de sus piernas abiertas.
Tal como imaginaba fue expulsado del cuerpo por grave y reincidente
indisciplina. Nunca entendería el añadido de reincidente en el pliego de
acusaciones. Aunque no le habían faltado motivos, anteriormente no había
cometido faltas que aparejasen sanción, por lo que interpretó el incremento de
cargos como un invento del enano para añadirle gravedad a los hechos y
justificar la expulsión del cuerpo.
Victorino no quedó excesivamente afectado; en el fondo representaba un
alivio; llevaba años anhelando un retiro tranquilo en la isla; pasar el resto de su
vida refugiado en la sosegada actividad de su puesto de ventero. Harto de su
oficio de vigilante no soportaba el deshumanizado espacio que marcaban las
rejas; el desangelado cubículo en que dormía; aquel acerado frío del invierno
soriano.
La última noche no durmió; fijó la vista en una ventana del corredor, un
tragaluz orientado al sur en dirección a la cárcel donde estaba su mujer. Quería
abrazarse a la fantasía de un difuso camino trazado entre las nubes, achicar los
sinuosos vericuetos de la distancia, buscar el anhelado abrazo con Encarna. No
se despidió de nadie; no había dejado huellas de afecto entre el resto de
vigilantes; todos eran rígidos funcionarios envarados y distantes, tan fríos y
oscuros como el enano que los dirigía. El día de la partida observó, por última
vez, al director alongando la cabeza hacia el pasillo para verificar que el ex
funcionario desaparecía para siempre de su vista. Temeroso, los ojillos del
pequeño director chispeaban tras la puerta entreabierta del despacho, la misma
estancia en la que, días atrás, había sido empaquetado.
−!Si un día te tropiezo por la calle te voy a encoger aún más! −le gritó
Victorino sin inmutarse.
La respuesta del director fue esconder la cabeza rápidamente y cerrar de un
portazo.
Odiaba viajar en avión, hubiese preferido la seguridad el barco, pero ello
implicaba todo un día de carretera desde Soria hasta Cádiz y tres días más de
travesía a través del Atlántico. El sólo hecho de imaginar ese retraso mientras
Encarna esperaba, le creaba angustia. El bimotor temblaba, inseguro y ruidoso
ante el endiablado vendaval del cielo castellano. Victorino pasaría la primera
hora de vuelo con los ojos cerrados. Una rubia y esbelta azafata, con fingida
sonrisa, le devolvió a la luz:
−¿Desea el señor desayunar? −le susurró, inclinándose.
−¡No! ¿Dónde está el retrete? −preguntó, con la angustia dibujada en su
cara, pálida y contraída.
Estaba revuelto y amarillo; la variada lividez de su rostro iba y venía al
dictado tembloroso del aparato. A través del estrecho pasillo, tropezando con
maletines y piernas, sujetándose la barriga con las manos, Victorino salió
raudo hacia los lavabos del avión en un urgente desespero.

VIII

A pesar de que Emiliano se esforzaba hasta el extremo, no podía con la


rebeldía de Lucía. En un esfuerzo para su bolsillo, inusual a su tacañería, le
hacía regalos a la niña para conquistar su voluntad.
−Ya ni siquiera pretendo que me quiera; me conformo con enseñarla para
evitar sus patadas y mordiscos. El otro día le fui a soplar una plumilla caída en
su pelo y me soltó un bofetón en toda la cara; tuve que contar hasta tres pa´ no
soltarle una nalgada −se lamentaba Emiliano, arrumbado en el mostrador.
Los dos amigos compartían la acostumbrada botella de vino y Emiliano se
quejaba de su desesperada situación en un largo monólogo de lamentaciones,
relativo a su fracasada relación con la niña.
La compostura de los dos colegas frente a la barra era acorde a sus
respectivos estados de ánimo: el Coyote, aburrido y somnoliento, pegaba la
barriga a la madera como un gato adormilado y panzudo. Llevaba más de una
hora soportando con paciencia la verborrea de su amigo Emiliano. Los
diminutos ojos brillosos se le iban cerrando, y a medida que los zapatos se
iban resbalando sobre el piso de serrín, descansaba la cabeza sobre los brazos.
Por momentos, sus ojos de cordero imploraban una tregua, soñando con el
refugio del catre que le esperaba en su chamizo. Al irse deslizando hacia atrás
contactaba con el rostro sobre el frío mármol del mostrador, lo que, de nuevo,
lo despertaba frente al monólogo de Emiliano. Al sacudirse la modorra,
encontraba nuevamente la mirada viva de su interlocutor, alumbrando su
cansina y tediosa verborrea:
−No te duermas Coyote; mal amigo,… que esto es importante pa´ mí…
joer…
−No…si yoo… te estoy aguantan…. digo…. escuchándote. Lo que pasa es
que estás con el guineo de siempre….Ya todo eso es aburrío, Emiliano,
comprende…
Emiliano, motivado, se mantenía envarado y fresco, plenamente
predispuesto para la reflexión y el recuerdo.
−Soy un jodio infeliz Coyote, un fracasado en todo; sólo sirvo pa cortar
con el machete; me da igual una piña plátanos que el cogote de un bicho. Soy
más bruto que un arado. Los toros de Epifanio Sombrita tienen más
intiligencia que yo; ellos, por lo menos, dirigen su fuerza de manera pareja
cuando marcan el surco, tensan los músculos sabiendo cuando el terreno es
basto y macizo y se relajan el tranco, mansos y flojos, cuando se encuentran
con una tierra suelta. Pero yo soy un tronco que no sabe cavilar las fuerzas. Yo
trataba a mi mujer igual que las piñas pal camión. Era normal que se fugase, y
terminase harta de mí…
El Coyote, recuperando por momentos la lucidez, le contestaba reflexivo:
−!Menos mal que te diste cuenta! Se ve que le estás poniendo cabeza al
asunto. Más de una vez te lo dije: jugabas con fuego y no te querías dar
cuenta… Tu mujer era un poco rara… la verdad… Se pasaba el tiempo
leyendo libros de esos…, hablaba poco…pero, aparte de eso, era asíada y
cuidaba de la casa y de la niña. No tenías motivo para isnorarla como lo
hiciste…
Emiliano suspiraba:
−Si por lo menos pudiera dar marcha atrás…cada vez que lo pienso se me
atraviesa un nudo en la garganta…pero ahora es tarde pa´ arreglarlo…
Progresivamente, impulsado por su convulsa experiencia y como respuesta
natural a su crisis emocional, Emiliano incorporaría una nueva costumbre:
pensar sobre sí mismo. No sabía explicar el origen de aquel impulso;
simplemente era una inercia que lo dirigía. Por vez primera no necesitaba
recurrir a los ojos para adentrarse en el mundo del pensamiento. De forma
imprecisa aún, su mente comenzaba a ejercitarse en la abstracción, siendo
capaz de reflexionar al margen del mundo físico. Comenzó a pasear sólo por el
campo, ausente e indiferente al cuchicheo de los vecinos y amigos. Tras los
largos y solitarios recorridos regresaba pensativo y distante. En ocasiones se
sinceraba con Martín Sandoval:
−Es difícil recomponerse por dentro si no hay solución pa´ las cosas de la
vida Coyote. Cuando uno está triste hay que buscarse algo pa´ llenarle a uno la
vida…−susurraba tras un suspiro, con la vista perdida en el techo de la
taberna.
−Yo creo que lo mejor es que vuelvas al oficio de matarife; a lo mejor
manejando el cuchillo te vuelves a animar… –lo alentaba el Coyote, dándole
golpecitos en la espalda.
−Precisamente eso…no…Coyote; empiezo a sentir lástima de los
animales; me estoy haciendo flojo o algo… no se… ¿Sabes que las vacas
lloran cuando saben que las van a matar? Antes no lo veía. Es ahora cuando
empiezo a darme cuenta… estaba ciego para muchas cosas…
El momento en que Milagrosa, por primera vez, contactó con la niña,
estuvo precedido de un accidente: la cuidadora, tal como había acordado con
Emiliano, encontraría la casa vacía; sólo estaba la niña cuando llegó a la
vivienda, pero la criatura había convertido su habitación en un fortín y no
dejaba que nadie se aproximara. Nada más atravesar el portón, Milagrosa la
llamó por su nombre:
−Lucíaaa; ¿Dónde está la pequeña?...−gritó.
Lucía percibió una luz. Hacía tiempo que no escuchaba una voz femenina
y pensó que era su abuela quién la llamaba, pero, decepcionada, cayó en la
cuenta de que aquella era una voz desconocida. Cuando Milagrosa volvió a
llamarla asomando la cabeza a través de la puerta entreabierta, recibió, como
respuesta, un zapatazo en pleno rostro. La mujer reculó, tropezó con un
macetón y cayó sentada sobre una palangana llena de agua que Emiliano había
olvidado en el rellano. Milagrosa quedó despatarrada sobre el recipiente,
empapada hasta la cintura y con el cabello alborotado, encajada en la cubeta y
sin poderse levantar. Lucía, intrigada por el alboroto, asomó la cabecita por
encima de la cama. Una carcajada ruidosa brotó de la garganta de la niña al
ver a Milagrosa en aquella cómica postura. La cuidadora aprovechó la
oportunidad y le acompañó en el regocijo compartiendo las risas desde su
accidentado asiento. En medio del jolgorio hizo un gesto a la niña para que le
ayudase. Lucía, dando rienda suelta al inesperado entretenimiento, salió
corriendo de la habitación sin dejar de reír. Al llegar a la altura de Milagrosa le
ofreció su manita como apoyo. La mujer, fingiendo que se levantaba gracias a
ese auxilio, quedó de pie frente a la niña. El colorido vestido de Milagrosa
escurría a chorros sobre sus alpargatas de lona; al caminar, algunos hilitos de
agua brotaban por los agujeros del cordón, convirtiendo sus pies en pequeños
surtidores de agua en movimiento, lo que provocaba, nuevamente, el regocijo
de la niña.
Emiliano acostumbraba a dejarle a Lucía la comida en una bandeja, junto a
la puerta de su habitación, y se alejaba rápido antes de que le cayese encima la
acostumbrada lluvia de zapatos. Cuando su padre salía de la casa la pequeña
aprovechaba para comer y jugar con los gatos en el patio. Tal como había
aprendido de su madre, la niña había adquirido hábitos higiénicos y se aseaba
y cambiaba con la ropita que Emiliano le dejaba colgando tras la puerta del
baño. Aparte de su delgadez, comprensible ante las mínimas raciones de
alimento, que sólo ingería cuando no aguantaba el hambre, Milagrosa la
encontró en un estado aceptable, sin las señales de abandono que imaginaba.
El accidente con la palangana había facilitado que la pequeña la aceptase con
buen humor. La presencia de Milagrosa aportaría luz a su cautiverio, aliviando
su desamparo.
−Quiero que te quedes conmigo hasta que vuelva mi abuelita a buscarme
−le pedía la niña a Milagrosa, interrumpiéndola durante la lectura de un
cuento.
−Si mi amor, yo siempre estaré acompañándote −la consolaba.
**
Tras abandonar el aeropuerto, Victorino viajaría en la parte trasera de un
camión, propiedad de un vecino que se ofreció a llevarlo cuando caminaba por
la carretera. Entre las barandas del vehículo, sentado sobre los sacos de carga y
sometido por la amargura de la soledad, el desahuciado funcionario contempló
la conocida llanura de la vega y el vergel de huertas que anunciaban las
primeras casas del pueblo. Bajo el bamboleo de los baches, con la mirada fija
en algún punto imaginario de la tarde, aún se sentía embargado por el mismo
sentimiento de abandono que había experimentado al descender del avión.
Nadie había ido a recibirlo para sumarse al colorido bullicio de los abrazos;
ningún rostro familiar le había llevado la alegría del reencuentro; el regalo de
un beso, el ansioso palpitar con el que vibran los amantes. A pesar de saber
que nadie iría a esperarlo, y mientras atravesaba la sala de pasajeros, se había
sentido invadido por un estremecimiento que no esperaba. Las miradas
sonrientes y anónimas que se saludaban entre sí le habían colocado ante un
mundo frío y extraño; le parecía llegar a una tierra ajena; desconocida. Una
cruda sensación de vacío le había hecho desconocer el entorno; las casas de la
carretera y las montañas frente al aeropuerto, antaño familiares, de pronto
dejaban de formar parte de su mundo; parecían fragmentos de un lugar
apartado, de una tierra inhóspita, en la que se sentía desubicado y triste. Los
rostros de los familiares que esperaban a los viajeros le habían resultado
desconocidos y ajenos, como si fuesen habitantes de un inexplorado territorio,
un lugar en el que tendría que readaptarse a vivir para inaugurar nuevos
espacios de convivencia. Se vería forzado a coexistir con un trauma,
reaprender a convivir con la soledad, adaptándose a un lugar aislado y triste.
Todos los miembros de su familia estarían ausentes al llegar al hogar; su mujer
en la cárcel, su hija, fugada con un desconocido, y su pequeña nieta
secuestrada por su propio padre. Un nudo acongojado le atenazaba el pecho, y
temió el momento en el que traspasaría la puerta de su casa para experimentar
el triste silencio de la morada abandonada, la dura bofetada de aquellas
paredes solitarias, que antes habían albergado tanta vida.
Mientras el sol descendía sobre la empinada cordillera que dominaba al
pueblo, el camión dejó a Victorino junto a un cruce de caminos que dividía la
ruta hacia los llanos; desde allí, bordeando la plaza, una polvorienta vereda le
conduciría hasta la trasera de su casa. A medida que se aproximaba descubrió
los primeros síntomas de abandono: la carreta de la que tiraba la mula y que,
en ocasiones, acarreaba el suministro para la tienda, tenía la vara de tiro
partida, un trozo del cabezal se inclinaba hacia el suelo y restos de las
barandas se desperdigaban sobre la sucia explanada, sólo una rueda sobrevivía
aún, vencida y desencajada del eje. Un gesto sombrío afloró en su mirada; los
restos abandonados del carruaje eran un monumento erigido a la indolencia;
una prueba palpable del abandono, de la desidia y la derrota. La pared de
piedra bruta que conformaba el pasillo lateral, antaño luminosamente
encalada, se había convertido en un murallón ennegrecido por el chapoteo de
los aguaceros. Sobreponiéndose a la tristeza, rodeó el muro, se acercó a la
fachada de la casa y permaneció frente a ella largo rato, imaginando la lucha
que tuvo que librar su mujer para defenderse del acoso policial. Observó que
habían intentado apalancar los marcos de las ventanas, que aún resistían,
desencajados de su sitio. La puerta ofrecía signos de golpes y pedradas,
muestra del continuo asedio que Emiliano había llevado a cabo sobre la casa.
Quiso encontrar consuelo en la visión silente de la llanura y descansó la
vista sobre la reseca vegetación del páramo. Observó que en la distancia
seguía mandando la misma cordillera mortecina, las mismas montañas de
musgo y ceniza que lo recibieran cuando llegó al pueblo por primera vez.
Todo seguía en su lugar: el campanario de la iglesia imponiendo su
arquitectura colonial sobre las manchas terrosas de los tejados viejos, el fugaz
vuelo de las golondrinas adornando los tonos ocres de la tarde, los gritos de la
chiquillería jugando al fútbol en los descampados del Higueral, los capirotes
revoloteando y buscando refugio entre las acacias soñolientas de la vereda…
Caminó hacia las huertas de Casimiro Meléndez; a través de las higueras que
delimitaban las parcelas distinguió parte de las puntiagudas torretas del
Perpetuo Socorro, la prisión donde Encarna, desde hacía meses, envolvía su
pena. Fue entonces cuando una emoción desconocida invadió su mente: te
quiero, susurró para sí. Sorprendido de su propia frase dirigió la vista hacia la
tierra reseca y descubrió varias florecillas de diente de león creciendo entre las
piedras, cortó los tres pequeños círculos amarillos y, ardorosamente, los elevó
hacia las nubes. Una emoción primitiva retornó a su mirada para recordar el
ansia con que afrontaba sus primeros encuentros con Encarna, los minutos de
impaciencia que precedían al reparto del correo durante su etapa legionaria, las
torpes caricias durante los anhelados abrazos bajo la soledad de los árboles.
Cabizbajo, retrocedió sobre sus pasos para situarse nuevamente frente a la
fachada de su vivienda. Sacó, tembloroso, un manojo de llaves, tanteó la de su
casa y tras unos segundos de indecisión volvió a guardarlas en el bolsillo,
desechando la idea de entrar, consciente de que no podría soportar el peso de
las paredes vacías, la tristeza del abandono entre las habitaciones solitarias, la
pesadumbre que le transmitiría su propia casa sin vida. He de ver a mi mujer,
se convenció a si mismo, como si de pronto tomase conciencia del vacío de su
ausencia. Dirigió la mirada a la plaza y tomó el Camino de la Centinela, que lo
llevaría hasta la carretera del Perpetuo Socorro para recorrer a pie los cinco
kilómetros que le separaban de su mujer.
Conocía al guardia de la entrada; habían sido compañeros de promoción y
seguía siendo el mismo vigilante flaco, de cara huesuda, expresión inmutable
y envarado bigote puntiagudo. A pesar de reconocer a un colega de profesión
se mantuvo inmutable; su saludo fue seco y protocolar:
−Te hacía en Soria, Victorino, no imaginé que volverías por estos
andurriales − le soltó cuando Victorino se colocó a su altura.
−Pues ya lo estás viendo: no estoy en Soria −cortó en el mismo tono
helado. Y añadio−: Vengo a ver a mi mujer.
−¿Tu mujer?, ¿no te habrás equivocado de sitio?; ésta no es tu tienda,
Victorino...−le endosó con sorna.
−Está presa, coño; quiero verla; déjame pasar −le largó impaciente
mientras se colaba.
La actitud decidida de Victorino sorprendió al guardia. Haciéndose a un
lado, sólo reaccionó cuando el visitante ya se adentraba por el pasillo.
−¡No es hora de entrevistas, pero te dejo pasar para que hables con el
oficial, si él lo permite podrás verla en el patio de visitas!…−le gritó el
vigilante, ya resignado.
Conocía también al oficial de la prisión: Estanislao Cerezo era un tipo
flemático y espigado, blanco y tieso como un pan a medio cocer. Durante
algún destino compartido habían mantenido cierta amistad. Sorprendido al
encararse con Victorino, el hombre se levantó de la silla como un resorte:
−¡Victorino! Pero… ¿tú no estabas en Soria?
−¡Y dale con lo de Soria!… Tú lo has dicho: estaba, o lo que es lo mismo:
¡ya no estoy! Y no me arrepiento; un hombre debe saber escoger su sitio…
Necesitado de combatir sus ramalazos de frustración, Victorino mantenía
una actitud tajante y explosiva. El otro lo captó:
−A ti te pasó algo, ese cabreo obedece a que alguna brasa te está quemando
el coco. A ver: desembucha, colega; soy todo orejas.
−Me echaron del cuerpo, Estanis; ya no podía aguantar más al petulante y
engreído microbio que tenía por director, un enano palurdo y presumido que se
creía Napoleón a caballo; tuve que bajarlo de la montura para demostrarle lo
que en realidad es; un perrillo faldero y tembloroso….
El oficial cambió de expresión.
−¿Una agresión a un director de prisiones?; ¿estás en tus cabales,
Victorino? Eso no sólo significa expulsión del cuerpo; ¡también es un delito
que conlleva prisión! ¿No te habrás fugado, verdad?...
−¿Fugarme? ¿Tú crees que, en tal caso, hubiese venido tranquilamente a tu
cárcel? El oficial bajó la mirada reconociendo la necedad de la pregunta.
−Le dí su merecido; no fue una agresión, sino un acto patriótico; lo dejé
pataleando y envuelto en la bandera española, eso es todo; después hizo todo
lo posible para perderme de vista; le entró tal tembladera que no me quería ver
ni en pintura. En el fondo agradezco su decisión: estaba harto de hacerle el
trabajo sucio a una partida de vividores que no han trabajado en su vida, en
especial el propio director, un gandul degenerado que se pasa el tiempo viendo
cochinadas en revistas indecentes... Pero no quiero hablar de ese botarate; cada
mierda debe estar en su propia cloaca.
Puso en conocimiento del oficial todas las circunstancias relacionadas con
la detención de Encarna y la terrible experiencia que había sufrido en la lucha
por proteger a su nieta. Estanislao Cerezo, carcelero curtido ente los fríos
paredones de la vida carcelaria, no se sorprendió de aquella nueva historia de
dolores y aflicciones. Tras escuchar con atención afirmó desconocer que
Encarna estuviese allí ingresada, ofreciéndose a hacer lo posible por aliviar su
estancia en prisión. Victorino, huérfano en los últimos tiempos de cercanía
humana y apoyo solidario, se lo agradeció con efusión.
−Estanis: aunque no es hora de visita quiero ver a mi mujer sin límite
horario, hazme ese favor; por lo menos déjame disfrutar de mi último
privilegio como carcelero; tengo mucha necesidad de hablar con ella.
−Bueno, si estuviéramos en Soria no lo autorizaría; no quisiera tener
enfrente a ese director del que guardas tan gratos recuerdos. Conozco al
personaje, por muy tembloroso que sea está bien relacionado, con amistades
muy poderosas en el Ministerio. Ya sabes que hay normas muy estrictas en
relación a las visitas, pero su influencia queda lejos. Por mi parte haré la vista
gorda. Aún no ha llegado la circular con tu cese y oficialmente sigues siendo
funcionario. En cuanto al horario, el único límite es la hora de la cena. Son las
seis y diez, tienes hasta las ocho y treinta.
El envarado oficial, mientras le indicaba a Victorino que avanzara por el
pasillo interior, levantó el auricular del teléfono y dio orden de que trasladaran
a la reclusa Encarna Plasencia Faget hasta la sala de visitas.
La llamada sorprendió a Encarna mientras le pintaba las uñas a Sonia
Marchante. Le extrañó que alguien viniese a visitarla, y menos, fuera del
horario. Saltó de alegría cuando supo que se trataba de Victorino; no
imaginaba que su marido llegase tan pronto, había calculado que sería en el
transcurso de la siguiente semana.
Una hilera de sillas vacías se alineaba frente al enrejado que, desde el
techo hasta el piso, dividía en dos el amplio patio de visitas. Desde que ingresó
en prisión nadie había venido a verla, y aún no había pisado aquel recinto de
encuentros familiares. Encarna había digerido en solitario la amargura que
deja el sentimiento de abandono. Cada vez que veía al resto de presas
desfilando por el pasillo para encontrarse con el abrazo de sus seres queridos,
se quedaba en la soledad de su celda mascullando tristeza, estremecida por el
abandono y sumida en la profunda angustia del desamparo. Más que el propio
encierro, las horas de visita eran la mayor de sus torturas. Envuelta en la manta
y temblando de dolor, el universo entero se convertía entonces en un páramo
seco, en un lugar solitario e inhóspito, en un espacio sombrío y triste, ausente
de la vida y los abrazos. Pero, por fin, allí estaba Victorino, su salvador; el
puente que le unía con el exterior, el amor de su vida, el ser que le reconciliaba
con el mundo.
Al entrar a la sala de visitas, Encarna vio a su marido sentado al otro lado
de la reja; distinguió el abatimiento en su semblante apagado, pero al
colocarse frente a él reconoció un matiz luminoso en su mirada, un brillo
inquisidor, un deje sosegado en el trasfondo acuoso de sus ojos mansos, el
semblante que tanto conocía y que delataba una disimulada y oculta apertura a
la escucha y el abrazo.
−Encarnita: ¡Cuánto me has hecho sufrir! −exclamó cuando la tuvo
enfrente.
−Pues yo cargo con una colección repleta de aflicciones, te podrás
imaginar cómo me siento. Ni siquiera me quedan lágrimas con que aliviar mis
dolores –respondió su mujer, tras un largo suspiro.
No podían entrelazar las manos, la distancia de las rejas lo impedía, pero el
brillo turbador de las miradas suplía las urgencias del abrazo.

IX

−Teniendo en cuenta el grado de opresión que nos envuelve, vivir en la


clandestinidad es vivir de forma auténtica; luchar es sustraerse del mundo,
andar como los topos sobreviviendo en los agujeros, sentir la brisa sólo a
ratos, sumergirse en la atmósfera vital que provocan los sueños, romper con el
caos imperante, con la podredumbre de un sistema que cotidianamente
reproduce la mediocridad y el vacío. El mundo físico no es la vida genuina, es
sólo un espacio material, un escenario sin savia; lo más parecido al infierno. El
contacto con este sistema podrido nos aburguesa, nos embrutece, nos aniquila
como personas. Sólo la lucha nos redime, sólo el ideal nos alimenta, sólo la
convicción de poder transformar este caos en un mundo nuevo nos enaltece y
nos hace más puros, más consecuentes con la vida. El camino de la revolución
nos conduce al esperanzado afán por alcanzar la utopía, nos lleva por el
sacrificado sendero que explica el misterio de la creación, nos transporta hacia
el espacio silente del universo. Sabemos del peligro, estamos expuestos a los
rigores del sacrificio, podemos ser torturados, masacrados, eliminados, pero
¿cuál es la alternativa?, ¿vegetar, arrastrarse, picotear como los pollos?, ¿a eso
llamamos vida?
Los miembros del grupo escuchaban con atención a Carlos Martel;
formaban parte del reducido equipo de militantes que se había concentrado en
la profundidad de una remota mina, en un paraje solitario de la sierra.
Sumergidos en los interiores de la galería, alejados de la entrada, y ocultos a la
vista de posibles colaboracionistas y delatores, se congregaban nerviosos al
calor de la lámpara. Entre el deslumbrante reverbero del queroseno, ocultos
tras los recodos invisibles del laberinto, se sentían protegidos, aislados de la
sociedad que aspiraban transformar. Afuera, las bajas temperaturas de la
montaña ahuyentaban la llegada de extraños. Una ligera nevada, caída durante
aquella tarde, había dejado pinceladas de plata sobre los cerros cercanos.
Alrededor del farol, envueltos en gruesas mantas de lana y arremolinados entre
los oscuros recovecos del pasadizo, se daban mutuamente calor.
Buscando elevar la moral decaída, la arenga de Martel venía motivada por
una circunstancia: Angelina Cortez, la última incorporación al grupo, una
muchacha gitana que se había sumado recientemente a la llamada subversiva,
había sido detenida la noche anterior. Aquel encuentro se programaba para
diseñar una estrategia y acordar la respuesta que merecía el pastor que la había
delatado: un rufián traidor, de apariencia servicial y amable, aparentemente
volcado con la causa y totalmente pacífico a los ojos de Angelina. Convencida
de que aquel viejo era tan manso como las ovejas que cuidaba, la chica había
creído en él. Los miembros de la célula habían logrado ocultar sus identidades,
encontrándose, por tanto, limpios de sospecha ante la policía, pero Angelina
había intentado captar al pastor y eso la perdió. La preocupación que generaba
esa detención se reflejaba en los rasgos sombríos; las miradas perdidas entre la
oscura estrechez del laberinto; expresiones taciturnas frente a la intermitencia
luminosa de la lámpara. Todos reflejaban el brillo de la ansiedad en su mirada.
Intuían que en breve tiempo la policía estaría tocando en sus puertas, pero lo
que más les inquietaba era el estado de la compañera detenida. Que no
hubiesen apresado aún a ningún otro miembro indicaba que Angelina había
soportado el primer interrogatorio, pero por experiencia sabían que la
muchacha tenía que afrontar aún los tormentos más severos y dolorosos.
Citándose a través de un sistema de códigos secretos, sólo se reunían en
caso de imperiosa necesidad. Eran escasas las ocasiones en las que se habían
citado en aquella mina abandonada, uno de los puntos de encuentro
clandestino del comando. En la vida cotidiana vivían integrados con el resto
de vecinos, aparentando indiferencia hacia los temas políticos, y realizando,
incluso, manifestaciones públicas de apoyo al régimen. La dureza con la que
se había desarrollado la larga lucha, había dado lugar a la existencia de miles
de combatientes anónimos experimentados en el combate clandestino. De
aquel grupo sólo había caído Angelina Cortez, debido al escaso rodaje
militante de la muchacha y a su corta experiencia en clandestinidad.
Carlos Martel y Carolina Sanabria vivían en una vieja y apartada casita de
la sierra. Sobrevivían de lo que podían cultivar en un trozo de terreno
arrendado y de la explotación de una pequeña granja avícola y porcina. El
trabajo era tan rudo como el clima de la montaña, pero les proporcionaba lo
básico para subsistir. Carlos, además, daba clases particulares de
alfabetización a niños y adultos, actividades que los vecinos pagaban,
generalmente, en forma de productos agrícolas. No había escuela en medio de
las apartadas cumbres, y Martel se había convertido en maestro de paso, la
única persona con titulación para dar clases entre aquellos humildes caseríos
extraviados. Además del objetivo docente, y ante la necesidad de captar a
nuevos miembros para la causa, la labor pedagógica de Martel tenía, también,
fines proselitistas, camufladas consignas y cuestionamientos sociales que
introducía en las clases para adultos.
−¿Cuál cree usted que es el origen del hambre? −preguntaba con
frecuencia a los viejos alumnos campesinos que, en ocasiones, y en escaso
número, acudían a sus campañas de alfabetización.
Las respuestas, habitualmente, eran desalentadoras para el maestro:
−Yo creo que es porque no ha llovío lo suficiente este año; se han perdío
las cosechas –contestaba uno.
−Es porque no hay pasto suficiente pa´ los animales; ha bajau la
producción de leche –explicaba otro.
−¿Y no será porque los grandes propietarios y los dueños de las fábricas
pagan un salario miserable a los obreros y acaparan el grueso principal de las
ganancias? −cuestionaba el maestro.
−¡Que va!, es bueno que haya ricos pa´ que monten fábricas y den trabajo.
Gracias a eso hay empleos. El señor cura dice que siempre ha habío ricos y
pobres, que esa es la voluntad del señor…
−La luz de la conciencia tarda en prender, pero cuando aparece, los ideales
se convierten en un impulso vital; la conciencia es el motor del progreso
humano −afirmaba Martel junto a Carolina, abrigándose bajo las mantas y
reflexionando frente a la luz de la luna.
−¡Pero es desesperantemente lento!; a la gente le cuesta un mundo
entender lo más básico –se quejaba Carolina, desilusionada.
Las consignas, las proclamas, los libros y el silencio de las noches
bastaban para alimentar el espíritu guerrero. Carolina, fiel a su inclinación
natural, continuaba recorriendo el amplio camino de las quimeras literarias. Su
colección de libros había aumentado, pero tal como hacía antaño frente a
Emiliano, y ante el peligro de los registros, mantenía ocultos la mayoría de los
volúmenes, sólo quedaban a la vista los que consideraba tolerables para la
censura. Se esforzaban por guardar las apariencias y aún no habían sufrido
visitas de la Guardia Civil. Ante el resto de vecinos formaban una pareja de
pacíficos campesinos que se ganaban la vida cultivando la tierra de manera
honrada, pero la clandestinidad condicionaba en extremo su vida; siempre
atentos ante cualquier movimiento sospechoso integraban el grupo de
sediciosos que se movía por la zona, con actividades dirigidas a la elaboración
de pintadas subversivas y al reparto clandestino de panfletos revolucionarios.
Esporádicamente, en los cinturones industriales y en las carreteras de acceso a
las ciudades, realizaban sorpresivos cortes de tráfico, culminados con el
lanzamiento final de octavillas, y organizaban ruidosos boicots a los actos
oficiales del gobierno en coordinación con el movimiento estudiantil, muy
activo en las universidades. El objetivo fundamental era ir sumando sectores
de la población hacia la causa y el repudio social hacia el régimen, minando,
además, la moral de las fuerzas represivas; una activa guerra de desgaste
dirigida hacia todas las instituciones del gobierno. Buscaban la insurrección
popular masiva, la rebelión definitiva de las clases populares que,
desembocando en una huelga general prolongada, determinase la caída de la
dictadura.
Pero la detención de Angelina suponía un revés muy duro. Conocían los
métodos de interrogatorio de la policía; todos eran conscientes de que la
supervivencia del comando iba a depender de lo que pudiese aguantar la
muchacha en los calabozos del régimen.
−Nos encontramos en una situación muy delicada, todo lo que dice Carlos
es cierto: la razón está de nuestra parte, ninguno de nosotros está cuestionando
la necesidad de la lucha, todos estamos sufriendo las consecuencias de este
odioso y opresivo régimen que destruye, que arruina todo lo que es vida.
Tenemos claro que, justamente ahora, cuando los pilares de la dictadura se
tambalean, cuando se comienzan a dar condiciones para la huelga general
indefinida, no podemos retroceder; pero debemos actuar con inteligencia, el
momento es delicado; un error, una estrategia equivocada puede arruinar toda
una trayectoria. La euforia es peligrosa, no hay que equivocarse. Algunos
creen que ya hemos ganado y que bastan unos cuantos golpes para tomar el
poder.
El que hablaba era Wenceslao Lacalle, apasionado activista de unos treinta
años, gigantón y robusto, verbo incendiario y humor afilado. Desde un oscuro
rincón de la cueva, asomando cabeza y manos entre los pliegues de la manta y
esforzándose por contener su propia inclinación, en ocasiones desmedida,
hacia la confrontación y el combate, emplazaba al grupo a esforzarse por no
perder el control. Hablaba tratando de trasmitir cordura en medio de la tensión
que se palpaba; bajo las inseguras traviesas de la mina el nerviosismo era
latente. Con palabras firmes y ademanes templados, Wenceslao Lacalle,
exponía sus dudas sobre la oportunidad de continuar la lucha bajo los mismos
métodos, y proponía diseñar una nueva estrategia tras la detención de
Angelina. Como era habitual en él, terminaba su intervención con una de sus
bromas.
−A pesar de que siempre lo hemos estado, realmente es ahora cuando nos
encontramos en verdadero peligro. Angelina no va a aguantar mucho tiempo,
puedo dar fe de la brutalidad de los interrogatorios. Propongo la disolución
inmediata del grupo. Para evitar la detención tenemos que dispersarnos
progresivamente hacia otros comandos. Aunque yo, personalmente, estoy
pensando en entregarme: me han dicho que las nuevas cárceles de la dictadura
disponen de calefacción, agua caliente y camas de matrimonio…
La decisión recaía en los propios componentes, pero, como defensa ante la
persecución, se había establecido una norma: en caso de percibir el peligro de
la desarticulación derivada del arresto de algún miembro, el resto del grupo
debía disolverse para, a su vez, reintegrarse en otras células activas. Ello
implicaba abandonar casa y lugar de trabajo para escapar del cerco policial.
Era una maniobra de desorientación que había permitido la supervivencia de la
organización en los periodos más cruentos. En los últimos tiempos la moral de
los cuerpos represivos se resquebrajaba y los órganos policiales revelaban
indicios de descoordinación. Las instituciones oficiales se encontraban en
plena descomposición y comenzaban a dar muestras de agotamiento; algunos
miembros de la policía habían renunciado a formar parte del aparato represivo.
Para esos casos, la respuesta del régimen era terrible: los juicios sumarísimos
por grave traición a la patria, eran cada vez más frecuentes. Los traidores serán
ajusticiados sin contemplación; no nos temblará el pulso a la hora de firmar la
sentencia capital, eran las amenazas de los aparatos represivos hacia los
guardias que abandonaban. El recurso del terror era habitual entre las
organizaciones del régimen. Frecuentemente Carlos se lo advertía al grupo:
cuando la bestia está herida, es más peligrosa que nunca.
Eran conscientes de que si un interrogado hablaba, la policía acudiría
rápidamente a cada uno de los domicilios delatados. Cada miembro era un
puntal de la organización; cada detención suponía un peligro para la estructura
básica. Ante el acoso policial, la movilidad era la respuesta.
Los componentes de aquella facción vivían desperdigados entre varias
aldeas y caseríos de la sierra, una zona remota donde la circulación de
automóviles era muy escasa. La topografía del terreno permitía observar la
llegada de los vehículos policiales con antelación, un margen mínimo para
escapar. Además, la muchacha recién detenida, debido a su corta trayectoria en
la organización, aún no había tenido tiempo de conocer la existencia de
aquella mina abandonada, por tanto nunca podría revelar su ubicación ante los
interrogadores. El conocimiento del terreno y la situación de la galería,
perforada en uno de los cerros más abruptos de la cumbre, proporcionaban
superioridad en los movimientos de camuflaje. Esas circunstancias favorables
determinaron que los seis miembros del comando decidieran no regresar a sus
viviendas: se refugiarían temporalmente en la mina y esperarían a que los
próximos acontecimientos indicasen los pasos a seguir, pero habían cavilado
tarde y no habían previsto todos los factores; para resistir varios días en el
interior del laberinto necesitarían víveres y agua. Tras un corto debate, una
expedición compuesta por Carlos, Carolina y Wenceslao Lacalle, bajarían a la
aldea en busca de provisiones; no habían alternativas, pero era una decisión
que implicaba riesgos.
−Bajaremos por la Vereda del Roto, atravesaremos por las Lindes de
García hasta llegar a los Peñascos de Fraguas, desde allí resultará fácil
alcanzar los Mogotes de Félix −planeó Wenceslao.
−Antes de llegar allí hay que vigilar que los guardias no hayan ocupado las
laderas del Bailadero de las Brujas; desde allí resulta visible parte de la
explanada de los Mogotes –alertó Carolina.
La tarde se escapaba mientras descendían por la abrupta vereda. Como
acariciando la superficie helada de la cúspide, el resplandor cobrizo del ocaso
se reflejaba sobre el lienzo blanco de los cerros. Cuando la oscuridad ya
conquistaba el fondo de las barranqueras, el movimiento de vehículos
policiales que se acercaban a la aldea fue observado por los tres combatientes
desde el Mogote de Félix, un pequeño collado que coronaba el caserío. Entre
el claroscuro de la incipiente noche, por la posición de las luces de alumbrado,
identificaron el clásico contorno de los Land Rover de la Guardia Civil. Casi
al unísono apagaron las linternas y se refugiaron tras unos cercos de jarales, a
orillas del camino. Carolina, en un entrecortado susurro, fue la primera en
hablar:
−Angelina ha confesado; no ha podido resistir…, pobre muchacha… lo
que habrá sufrido…
El rostro de Carlos reflejaba una lúgubre preocupación; se levantó
lentamente y, crispando las manos hacia el cielo, apretando los dientes, en un
murmullo de rabia contenida, exclamó:
−!Por Dios!, ¿cuándo acabará este infortunio?; ¿cuándo nos libraremos de
este odioso y miserable régimen?
Se mantuvo durante unos segundos con la vista levantada hacia el cielo, los
brazos extendidos hacia lo alto y los puños cerrados en imprecación a las
nubes. Un último resplandor del atardecer se posó en su rostro, iluminando
brevemente sus ojos, chispeantes y desbordados. Carolina, conmovida, sintió
que en su interior se desataban sentimientos similares. Ante el rugir de los
vehículos que se aproximaban, tiró de Carlos para volverse a ocultar tras los
jarales.
Desde la cornisa rocosa, camuflados tras la noche y los ramales de un
secarral, contemplaron cómo los guardias se bajaban de los Land Rover con
ostentoso aspaviento; moviéndose frente a la luz de los faros con la clásica
superioridad de los que se sienten parte del poder. El guardia que parecía estar
al mando comenzó a aporrear, casi a patalear, la puerta de una humilde
vivienda. Sus moradores, un viejo matrimonio, abrieron el portón. Temerosos
ante la interpelación del guardia, señalaron al unísono, con los índices
extendidos, el lugar donde se levantaba la casita de la pareja huida. Aquel
gesto significaba la prueba definitiva, la señal que les colocaba en el listado de
fugitivos en búsqueda y captura; desde aquel momento serían un objetivo
prioritario para la policía. Si hasta entonces habían mantenido en secreto su
verdadera identidad, en adelante engrosarían la lista de los enemigos
identificados del régimen, honor que les obligaba a abandonar el hogar, la
tierra y los animales. Carlos, observando la palidez de Carolina, se acercó a su
lado, la rodeó con los brazos y mientras le acariciaba el cabello, trató de
consolarla:
−Saldremos adelante, amor; no hay poderío suficiente para destruirnos.
Somos más fuertes porque nos guía la verdad. El gobierno caerá, su fin está
acerca, y todos los colaboracionistas que lo apoyan serán ahogados en su
propio cenagal de miseria –murmuró pensativo.
Wenceslao Lacalle, adicto a la risa, aún en los momentos más dramáticos,
tenía que poner de su parte:
−¡Qué placer tan grande: ver a todos esos microbios nadando en la
mierda!
Hacía tiempo que Carolina había descubierto la inutilidad del llanto; la
rabia ocupaba ahora el lugar de las lágrimas.
Los domicilios dejaban de ser lugares seguros; era evidente que la policía
iba a dejar retenes de vigilancia frente a las viviendas. Ante la imposibilidad
de encender las linternas tuvieron que regresar a la mina en total oscuridad.
Tanteando el camino con la ayuda de improvisados bastones, esquivando
piedras y arbustos, tras una hora de subida volvieron a introducirse entre las
sombras del laberinto.
Wenceslao se encargó de las novedades:
−Compañeros, sabemos que hay hambre, pero olvídense de la comida; los
buitres ya comenzaron a rondar sobre nuestras cabezas; de momento nos
tenemos que conformar con ésta exquisitez −aclaró, mientras dejaba caer
sobre el suelo empedrado un saquillo con el acopio que habían recogido de
varios almendreros del camino.
Conscientes de que su situación era desesperada debatieron una decisión
de urgencia: sin víveres ni agua no podrían resistir mucho tiempo. Decidieron
que, una vez amaneciese, un componente del grupo saldría a comprar
suministros o a requisarlos, si no había otra opción, en algún pueblo cercano.
Era una acción peligrosa, con toda probabilidad la policía habría montado
retenes y puntos de vigilancia por toda la zona, pero no había alternativa, lo
contrario era dejarse morir por el hambre y el frío para que la mina se
convirtiese en una fosa común. Con plena disposición para afrontar el reto e
ignorando la llamada de los estómagos vacíos, se dispusieron a hacer frente a
la noche helada envolviéndose en las gruesas mantas de lana.
Fue una noche dura, congelada y oscura. Una corriente de escarcha estuvo
rondando por los barrancos y el penoso sonido del viento se escuchó a ráfagas
por la entrada de la mina. Como polluelos arremolinados en busca del calor,
enrollados entre las mantas y las piedras, los seis activistas amanecieron
apiñados entre sí, tratando de compartir el tímido aliento de sus cuerpos.
Las luces del día brotaron bajo una cortante llovizna de hielo. Las
montañas, revestidas de un verde grisáceo, habían sucumbido a la helada
nocturna, inmaculadas capas de nieve cubrían las alturas más abruptas, y el
rigor de la madrugada había dejado manchones de aguanieve por los
alrededores de la mina.
La motocicleta de Wenceslao Lacalle era vieja y funcionaba a ratos. En los
últimos tiempos apenas la usaba; la necesitaba, pero fallaba demasiado. En
más de una ocasión lo había dejado tirado en los solitarios caminos, pero una
intuición de perro viejo lo impulsó a llevarla hasta la mina. Durante los
primeros años, tras su compra, la había cuidado con esmero, pero la actividad
clandestina de los últimos tiempos le había obligado a emplear muchas horas
transitando senderos para superar estrechas veredas y vencer empinadas
pendientes. Las altas cumbres y los atajos en mal estado habían sido un trabajo
muy duro para la corta cilindrada de la máquina. A unos metros de la entrada,
recostada sobre la pared arcillosa, aguardaba la fatigada Derbi, como
esperando realizar un último sacrificio.
Se sorprendió de que arrancase a la primera:
−A esta querida amiga parece gustarle el frío; se ha contagiado de su dueño
−exclamó Wenceslao entre risas de aprobación.
Tras recargarse con la energía anímica del abrazo colectivo comenzó el
descenso. Llevaba en su cabeza un esquema definido de la ruta a seguir; nadie
como él conocía el entramado de veredas y bifurcaciones que enlazaban
aquellos recovecos montañosos. La motocicleta, acusando la inactividad,
renqueaba, imprecisa, en un retumbe hueco y desajustado. La blanquecina
aureola del tubo de escape, al abrazar el aire helado, se expandía difusamente
hacia la altura tras flotar unos segundos sobre el camino.
Había grabado en su mente los puntos de paso que debía descartar: con
certeza pondrían vigilancia frente a cada una de las viviendas del comando y
controlarían las tiendas de comestibles de la zona. En cuanto al propio camino,
y conociendo la estrategia de la Guardia Civil pondrían controles en los
recodos imprevistos, lugares sorpresivos en los que fuese imposible dar la
vuelta o desviarse. A toda costa debía evitar esos puntos. Contaba con dos
ventajas sobre sus perseguidores: su perfecto conocimiento del terreno y su
vieja Derbi 125. Había tenido ocasión de comprobar que los guardias habían
llegado en vehículos de cuatro ruedas: en caso de persecución con los Land
Rover podría escapar con la moto a través de los estrechos senderos que sólo
él conocía. En las Llanadas de Pedralbes, en el interior de un pequeño
bosquecillo de eucaliptos, se detuvo para otear el panorama; sabía que,
sobrepasado aquel punto quedaría más expuesto a los ojos vigilantes de los
guardias, pero era un riesgo inevitable. Desde las abruptas cumbres hasta las
vertientes escabrosas de las barrancas, un mundo en miniatura, marcado por
sinuosas curvas y dominado por secarrales y cultivos, se precipitaba bajo sus
pies como invitándolo al descenso. El sonido rítmico y acompasado de la
Derbi, como un disipado eco, parecía estar preparándose para el asalto.
A tus ruedas encomiendo mi alma; no me falles en este trance, querida,
murmuró mientras se ponía lentamente en marcha.
Sobre el retumbe sordo de la temblorosa máquina, vigilante y tenso,
Wenceslao comenzó a rodar por la pendiente. Sin saber cómo, su mente
fabricó un salvador ilusorio; pensaba en la existencia de una fuerza divina que
protegía las máquinas, un Santo Benefactor de los motores viejos, que podrían
llamarse: San Eustaquio Especialista, o San Veremundo Biela –pensó−. Fiel a
sí mismo, enemigo de las catástrofes y los dramas, esbozó una sonrisa al tomar
la primera curva.
La imagen parecía irreal; el pequeño artefacto desplazaba sin dificultad el
voluminoso cuerpo; enfrentándose a la escurridiza superficie de la pista,
hombre y máquina parecían fusionados, integrados en una perfecta sincronía
de movimientos. Sin duda, el peso y la pronunciada inclinación favorecían el
desplazamiento.
Muy diferente será en la subida, caviló Wenceslao, sintiendo el aire frío en
las orejas y consciente de que en el camino de vuelta, aparte de su propio
cuerpo, la moto tendría que cargar con los suministros.
No puedo arriesgarme a subir por el mismo lugar; daré un rodeo por las
Vueltas de San Nicolás; es un recorrido más largo, pero el ascenso será más
suave y compensará la carga, caviló.
Desde los Altos de Uriarte dispondría de un panorama completo del valle.
Entró al mirador para hacer un nuevo recorrido visual. Temiendo que la
máquina no se volviese a poner en marcha no se atrevía a parar el motor. A lo
lejos, bajo las estribaciones montañosas y envuelto en oscuros nubarrones
neblinosos, observó fragmentos del denso bosque humedecido por la niebla.
Bajo el pinar, la franja pardusca y cenicienta de los castañeros marcaba el
límite territorial de la zona cultivable. Todo el invierno temblaba en el aire. El
color de los árboles era una señal, un termómetro natural para definir las
estaciones del año. Tras el bosque de frutales, crecido en la parte baja del
monte, en una sucesión de parcelas escalonadas, comenzaban las terrazas
agrícolas. Una densa niebla se había instalado en la falda de los cerros.
Resbalando montaña abajo, la espesa bruma se posaba, mansa, sobre las casas
más altas de la aldea.
Acostumbrado a la palabra, al percibir el silencio del valle, una reflexión
ocupó la mente del motorista: gustaba del intercambio verbal, pero sus frases,
normalmente salpicadas de inspiradas ocurrencias burlonas, estaban
reservadas para su círculo de compañeros y vecinos conocidos. Ante la
policía, por el contrario, literalmente se quedaba mudo. Cuando era detenido
se negaba a dar hasta su nombre. Ello, además de incrementar el número de
golpes, inflamaba la ira de sus interrogadores, que siempre apuraban el límite
de tiempo legal permitido en una detención. Nunca habían reunido pruebas de
peso en su contra, pero era el eterno sospechoso de la Dirección General de
Seguridad. Durante las tres ocasiones en las que había sido detenido, en la
soledad del calabozo, se parapetaba tras breves y concisos pensamientos
cargados de una mordaz ironía. Dejando que la risa ocupara su mente,
lacónicas y chispeantes burlas surgían de su imaginación para combatir la
adversidad. Inspirándose frente a la bruma fría de la mañana, imaginó a sus
camaradas acurrucados en el corazón de la montaña: si vuelvo a caer, mis
compañeros de la mina pasarán varios días sin comer; perfecto para hacer
dieta, reía por dentro.
La acusación más grave contra Wenceslao había sido la Distribución de
propaganda y proclamas agitadoras contra el orden público. Creían que era el
agitador camuflado que en una cola del cine había lanzado al aire cientos de
panfletos subversivos. Al no encontrar testigos en su contra le dejaron libre sin
cargos. En aquella ocasión, durante el griterío de las preguntas, se había
defendido diciendo que la única propaganda que hice en la cola del cine fue
recomendar la película Marcelino, Pan y Vino. Pancracio Bermúdez, el
Comisario que le interrogó aquella noche, sabía que Wenceslao le estaba
tomando el pelo. Mientras descendía a lomos de la Derby, a su mente llegó,
nítidamente, el recuerdo de aquella noche: ¡Como no hables, yo mismo te voy
a hacer ver una película de terror, baboso cabrón!, le había gritado, colérico, el
Comisario Bermúdez, entre golpes y porrazos.
Vislumbrando a lo lejos la pequeña casita de Carlos y Carolina confirmó lo
que ya sospechaba: dos jeep de la Guardia Civil estaban parados en la
explanada que daba acceso al caserío donde vivía la pareja. En dos puntos
diferentes de la sinuosa carretera descubrió, en movimiento, dos vehículos que
llevaban a cabo controles móviles de identificación a lo largo de la ruta.
Quedaba claro que cualquier vehículo que se encontrase circulando en la zona
sería identificado. A toda costa debía evitar la ruta principal, utilizando sólo
las estrechas veredas que atravesaban el monte. A medida que observaba el
panorama, y con la ventaja que le daba el perfecto conocimiento del terreno,
en su mente se iba fraguando un plano de la ruta a recorrer.
El Periscopio era una taberna rural oculta bajo tierra. El terreno calizo de
aquel territorio había permitido que en el pasado, por necesidades agrícolas,
distintos poblados asentados en la zona perforasen la superficie para crear
habitáculos subterráneos de almacenamiento. La mayoría de aquellos hoyos
del subsuelo se utilizaban como bodegas, graneros o refugio de ganado menor,
el resto estaba abandonado. Con el permiso del propietario del terreno, uno de
aquellos huecos había sido acondicionado como taberna rural, una pequeña
bodega de consumo para los campesinos. Era habitual que, por las tardes, los
labradores bajasen al agujero para echar un trago tras el duro trabajo de los
campos. Inspirado en los tubos de respiración que brotaban hacia el exterior,
un cliente del negocio, que había hecho el servicio militar en un submarino,
había bautizado aquel garito como el Periscopio. Invisible a la vista y carente
de cualquier señal anunciadora, aquel tugurio sólo era conocido por los
habitantes de la zona. Wenceslao, convencido de que los guardias ignoraban su
ubicación, supuso que no estaría vigilado.
Durante unos segundos su mente rememoró animadas tertulias vividas en
aquel subsuelo, cálidas tardes compartidas bajo el ardor del verbo, la risa y la
guitarra. Aunque nada sabían de su trabajo clandestino el activista era bien
conocido entre la clientela de la tasca.
El valle era tranquilo y silencioso, cualquier novedad se detectaba al
tiempo en que ocurría. El monótono golpeteo del motor delataba su presencia
en los solitarios caminos. Tomó la decisión de ocultar la máquina entre los
arbustos para aproximarse a pie. Intentaría comprar algunos alimentos, poca
cosa para no sobrecargar la máquina, tal vez unos panes y algunas ristras de
chorizo. Con suerte podría disponer de enlatados y algunas bolas de queso. El
acceso principal a la taberna era una compuerta horizontal a ras de suelo, junto
a la carretera. Para evitar la visión de los guardias, Wenceslao decidió penetrar
por el hueco trasero, un agujero estrecho al que se accedía levantando una
plancha metálica oculta entre los cedros. Desde allí, una tosca escalera
excavada en la roca bajaba directamente hasta el rellano de la bodega.
Bajo los árboles, en las zonas donde no llegaba el sol, las últimas lluvias
habían convertido el suelo en un barro pastoso. Para encontrar el punto exacto
tuvo que hacer un esfuerzo de memoria; al fin, junto al grueso tronco de un
cedro nudoso encontró, oculto bajo el barro, el tirador de la compuerta. Al
abrirla, un haz luminoso inundó la mohosa escalera. Haciendo guardia tras un
rústico mostrador, paciente y silencioso, pasaba las horas Gundemaro
Seisdedos, el propietario de la taberna, un áspero lugareño de pocas palabras,
estirado y seco, basto y rudo como las banquetas de alcornoque que
amueblaban el garito.
A esas horas del día apenas había actividad en el negocio, sólo dos
parroquianos guareciéndose del frío conversaban en una de las mesas tras una
botella de orujo. Sorprendidos al oír el chirrido de la compuerta abriéndose, y
deslumbrados por el chorro de luz que se posaba sobre la húmeda escalera, los
clientes dirigieron la mirada hacia el techo. El propietario, impasible tras el
mostrador, se limitó a levantar la cabeza. De inmediato, Gundemaro reconoció
al eterno bromista. Aunque habitualmente mostraba contrariedad al verle, en el
fondo sentía un punto de admiración por su ingenio. El tabernero era un
hombre frío y cortante, no obstante, aquella mañana estaba de buen humor. A
pesar de ello, fiel a sí mismo, su saludo fue a modo de reprensión:
−La plancha principal está levantada: ¿qué necesidad tenías de entrar por
ahí y llenarme de barro esa escalera? −le espetó al visitante, con un rictus de
reproche dibujado en su rostro.
Wenceslao, con expresión grave, se acercó a la barra para hablar al oído
del propietario:
−Gunde, necesito que me hagas un favor: preciso de algunos víveres, lo
que tengas por ahí; queso, chorizos, pan… tal vez dispongas de algunos
enlatados…−le imploró en un jadeo entrecortado.
Gundemaro, sorprendido al verle en aquel inusual estado de nerviosa
premura, le observó unos segundos; no era normal que aquel incorregible
bromista se expresara con aquella rígida gravedad. Más de una vez,
convencido de que se estaba burlando de él e incapaz de responder a su humor
irónico y sarcástico, hacía amago de coger la macana de roble para sacudirle.
Gran parte de sus encuentros de cantina transcurrían en aquella permanente
confrontación: Wenceslao, armado de un afilado ingenio verbal, provocaba la
irritación del tabernero, siempre aferrando la macana de la tasca como único
argumento. Escaldado de sus bromas hirientes, Gundemaro, no terminaba de
fiarse; temía que aquel bribón estuviese representando una de sus habituales
payasadas; aún así detectaba una ansiosa expresión en su rostro, un reverbero
brilloso y suplicante en su mirada. Desarmado ante la desacostumbrada
seriedad de aquel semblante, donde no percibía vestigios de su habitual y
pícara ironía, el tabernero, haciendo un repaso de sus existencias de almacén,
áspero y gruñón, accedió:
−Me quedan cinco ristras de chorizo, siete latas de atún, cuatro de
berberechos, dos bolas grandes de queso amarillo y una pata de jamón ya
estrenada. Te puedo vender una parte. De la pata de jamón sólo te puedo dejar
unas lonchas; no te la puedes llevar completa; es de lo que más vendo.
−¡Que San Isidro Labrador te lo pague y San Quintín de la Santa Zafra te
lo bendiga, querido amigo! −le agradeció Wenceslao, estampando un sonoro
beso sobre la calva del tabernero.
Como respuesta, Gundemaro descolgó la macana de alcornoque que
colgaba de la pared e hizo amago de zurrar con ella al osado bribón.
Salió del subsuelo cuando el viejo reloj de la taberna señalaba el mediodía.
Una fina llovizna caía sobre el camino. La cúspide nevada de los altos cerros
boscosos se adivinaba tras la eterna neblina. En sus alforjas cargaba
provisiones para que el grupo aguantara unos días. El tabernero, con
excepción de la pata de jamón y tras una tibia resistencia, había accedido a
venderle casi toda su reserva alimenticia, incluido el pan duro. Caviló sobre el
peso; la repleta alforja de lana tiraba de su espalda. Era consciente del riesgo:
escalar entre las veredas del monte iba a suponer una dura prueba para la frágil
maquina, además de subir a paso de tortuga.

Tras varios encuentros de tanteo, anhelante del sosiego que transmite la


ternura, vencida frente al calor de los abrazos, la niña, muy pronto, se aferraría
a la presencia salvadora de Milagrosa. La improvisada maestra acudiría a la
casa los lunes y los jueves, pero, tras las primeras semanas, al observar la
positiva evolución de Lucía, Emiliano le rogaría que acudiese a diario. El
tiempo pedagógico era secundario. La niña buscaría el refugio acogedor de
Milagrosa. Entregada a la fraternal caricia de sus besos, se adormecía bajo el
suave cepillado de su cabello y se rendía al caluroso arrullo de sus brazos.
Cumpliendo con el pacto Emiliano salía de la casa cuando Milagrosa llegaba,
pero en alguna ocasión, antes de marcharse, se ocultaba unos minutos tras el
portón del patio. Desde allí escuchaba admirado cómo las palabras amorosas
de la maestra transformaban a la niña. No entendía por qué Lucía era tan dócil
ante aquellos gestos y palabras de cariño. Fascinado ante los poderes de
Milagrosa se preguntaba por qué él no disponía de aquellos dones.
−Si vieras lo que hace Milagrosa con la niña te quedarías asombrao,
Coyote. La va desarrollando como una flor. Esa mujer sí que sabe, carajo. Lo
que no entiendo es por qué mi hija no me hace ningún caso…
−Es que tú eres muy bruto, Emiliano. Joer… tú no te das cuenta, pero es
que te falta dilicadesa…; eso es lo que te hace falta –le recriminaba el Coyote,
tras saborear un trago de tinto.
Las capacidades que observaba en Milagrosa colocarían a Emiliano frente
a sus propios vacíos. Comenzó a percibirse a sí mismo apático y desganado,
con la mirada abstraída en la calzada y sin responder al saludo de los vecinos
con los que se cruzaba. Dejaría de frecuentar las habituales tertulias de las
esquinas y espaciaría las visitas a la taberna. En las raras ocasiones en las que
acudía a la llamada del vino, entre el desordenado jolgorio de vasos y botellas
y la densa niebla que el humo de los cigarros formaba sobre las mesas de
juego, se sentaba en un rincón, al fondo del salón, alejado del núcleo principal
de jugadores y declinaba con un gesto la llamada de los conocidos que lo
invitaban a participar en el juego. Pedía al tabernero un vaso y una botella de
tinto y permanecía allí varias horas, pensativo y serio, con la mirada fija en el
vidrio rugoso del vaso y excusándose con todos los que hacían el intento de
ocupar un asiento en su mesa, incluido el Coyote.
−Quiero estar solo, amigo, hoy estoy arrugao pa´ la parranda; tengo el
cuerpo desabrío −se justificaba frente a los conocidos que se aproximaban.
Sorprendidos de aquella reacción, sus amigos se alejaban mirando hacia
atrás.
−¡Déjenlo; hoy le dio la venada de remolerse la mollera! −reían los
jugadores de las mesas cercanas.
En una de esas noches, cuando era el único cliente que quedaba y le
avisaron del cierre, se dirigió lentamente hacia el callejón. Mientras caminaba
observó el suave brillo de la luna llena reflejándose en el estanque de las
huertas; un reflejo inusual a sus sentidos, algo que le proporcionaba una
extraña serenidad; una sensación hasta entonces desconocida. El agua, en un
murmullo sereno, bajaba mansa y pura por la atarjea. Muchas veces había
experimentado el cansancio, pero siempre lo había asociado al trabajo físico;
aquella noche, por vez primera, sentiría los síntomas de la fatiga mental; en su
cabeza vibraba la carga de una densa y obstinada ansiedad.
Aquel cambio tendría influencias evidentes en su carácter, y aunque no se
apartaría totalmente del ambiente tabernero, se volvería más solitario y
abstraído. Pasaba largas horas ausente, envuelto en reflexivos silencios y
refugiado en la arrinconada mesa de la taberna, ya reservada para su
aislamiento. Falto de experiencia en esa nueva disciplina mental terminaba
debilitado, sin entusiasmo para el jolgorio, el juego y la fiesta, lo que daría
lugar a que se fuesen definiendo de manera natural sus relaciones sociales.
Paulatinamente iba disminuyendo el número de sus amigos de parranda.
Durante sus espaciadas visitas a la taberna, desde la apartada mesa del fondo,
se concentraba en la observación de gestos y miradas, descubriendo personas
que antes no había visto; clientes que consumían uno o dos vasos y se
marchaban; jornaleros como él, que jugaban alguna partida y se levantaban.
Eran hombres que no sucumbían al alboroto ni toleraban el juego tramposo y
la broma insulsa. Se fue sintiendo identificado con ese comportamiento y fue
abandonando los hábitos sociales basados en el griterío y la trampa, aquel
murmullo adormecedor que frenaba los pensamientos surgidos al margen del
mundo visible.
Coyote, su fiel compañero de farras y aventuras, desmotivado para
acompañar a Emiliano en su recién estrenada actividad reflexiva, sorprendido
de verlo en aquel extraño retiro de silencios, trataba de tirar de él, devolverlo
al espacio festivo que antes compartían.
−Compadre, no sé qué te pasa; machacarse la mollera todo el rato no es
bueno pa´ la circulación; se te va a quedar la cabeza como un colador. La
mejor medicina pa´ las penas es un buen trago e vino –le insistía.
Emiliano no le contestaba y se limitaba a mirarle muy serio, antes de
emprender el regreso a su casa.
Las lacerantes y viejas heridas, las tormentosas huellas del pasado,
cicatrizaban en la mente del antiguo matarife. Por fin, tras la marcha de
Carolina, olvidados aquellos hervores iniciales, comenzaban a sanar las
antiguas señales del dolor, y como una fiera que reinicia el camino tras
lamerse las heridas, descubriría espacios inexplorados de su propia mente,
lugares en los que habitaba una desconocida fortaleza. Liberado de su propia
mezquindad comenzaría a ser consciente de otros cielos, asumiendo que un
misterio inexplicable bullía en su interior. Los borrascosos dolores de la
infancia ya no se presentaban en medio del silencio, al contrario, se quedaría
confundido, aturdido bajo los efectos de una desconocida y creativa
conmoción, aquella que es transmitida por la nocturna mudez del universo.
Los años de indiferencia ante la caricia le habían dejado desprotegido, sin la
coraza de indolencia y apatía que fabrica la orfandad. Un día fue consciente de
que se le escapaba el valor para matar y que no dispondría del auxilio de la
rudeza, rasgo que le había acompañado desde la cuna. Una fría tarde de
invierno, a orillas de la carretera, descubrió la mirada suplicante de un
cachorro abandonado. Por vez primera experimentó el sentimiento de piedad,
emoción que no conocía, acogió al tembloroso perrito y se lo llevó a Lucía
como regalo. La niña lo bautizaría Sulki, en honor al caballo de un cuento que
le había escuchado a Milagrosa. Progresivamente, Emiliano experimentaba
que su temperamento sacaba a flote rasgos de sentimientos desconocidos.
Algunas tardes llegaba a su casa antes del anochecer. A pesar de saber que
sería rechazado, anhelaba encontrarse con su hija. Milagrosa se despedía de
Lucía cuando oía el portón abriéndose. La maestra, fiel al pacto, nunca
intercambiaba palabras con él, simplemente lo saludaba con un gesto, después,
sólo el silencio mandaba en la casa. Lucía, refugiada en su cuarto, jugaba o
realizaba la tarea que le había marcado Milagrosa. Una noche, Emiliano
probó:
−Buenas noches Lucía −le susurró, asomando la cabeza con precaución a
través de la puerta.
La niña, indiferente, lo observó unos segundos; para ella, aquel hombre era
una sombra más de la casa; simplemente formaba parte de la rutina diaria.
Como única respuesta, indiferente y en silencio, Lucía bajó la cabeza para
seguir peinando a su muñeca, pero aquella noche Emiliano se sentiría dichoso:
su hija no le había lanzado ningún objeto en señal de rechazo, lo que
interpretaba como un signo de esperanza. Comenzó a adelantar la hora de
llegada a su casa, cuando Milagrosa aún no había terminado y, como un
espectador, se sentaba a observar a maestra y alumna. Al principio, la mujer
mostró signos de inconformidad.
−Se queda usted ahí, como un pasmarote, y no nos permite la
concentración –le recriminaba.
Pero, al comprobar que a la niña le resultaba indiferente la presencia de
Emiliano, Milagrosa terminó por transigir.
Más que un beneficio del intelecto lo consideraba una potestad de origen
mágico. Desde la época de convivencia con Carolina tenía la sensación de que
una fuerza misteriosa impulsaba las manos de las personas que escribían. Su
mente se negaba a aceptar que aquella extraña habilidad, aquella volandera
agilidad para los signos pudiese tener un origen terrenal. ¿Cómo era posible
que con un insignificante lápiz se pudiese retratar el sonido de los labios? ¿De
dónde llegaba el designio que le otorgaba el poder de la escritura sólo a unos
elegidos? ¿Era la mente, por sí sola, capaz de recordar aquella variada y
multiforme colección de complicados signos, que una vez llevados al papel se
convertían en palabras? Recordaba, entonces, la variedad de ocasiones en las
que había descubierto a su mujer concentrada en la lectura. Convencido de la
inutilidad de aquel pasatiempo había desarrollado un especial rechazo hacia
cualquier actividad que no estuviese fundamentada en el beneficio material.
Sólo entendía el esfuerzo mental como fórmula de supervivencia física, una
energía que sólo se justificaba por la necesidad de sobrevivir ante un desafío.
El pensamiento no tendría que ir más allá del marco terrenal de las cosas. Las
fincas, las paredes, las casas, los árboles, las vacas… un espacio limitado a la
necesidad que demanda la materia; una respuesta equivalente al desafío que
nace con el día; un esfuerzo lógico ante la descarnada inevitabilidad del
mundo. Toda energía debía traducirse en hechos; cualquier idea tendría que
aspirar a convertirse en cosa, en algo tangible, en una señal verificable con la
vista, el oído y el olfato. Aquel apartado espacio en el que vivía Carolina,
aquella realidad sin forma era, para él, una acotada zona fantasmal, una
neblinosa e impenetrable idea, un área ajena e incomprensible, una superficie
plana, brumosa e indescifrable. No era su mundo aquel recóndito y lejano
refugio de lecturas en el que se enclaustraba su mujer, aquella atmósfera de
papeles abigarrados, polvorientos e inútiles. Y como súbdito fiel de un
desordenado griterío, se escapaba al encuentro con los suyos para confundirse
entre aquellas mediocres, grises y desangeladas horas, un apagado escenario
dominado por el tedio y la tristeza.
Una mañana lluviosa, junto al resto de peones plataneros, con los pies
embarrados entre el serrín del piso, a la salida de la taberna, contemplaba el
aguacero rebotando en el callejón. Impasible y silencioso, vaso en mano en
ofrenda al invierno, permaneció largo rato concentrado frente a la caída del
agua. Pensativo y estático, se evadía entre las brumas de la tarde tratando de
descifrar el misterio de las cosas, intentando comprender el luminoso secreto
del aguacero. Pero no disponía de habilidad para ello, ni siquiera para explicar
el por qué afloraban aquellas extrañas ideas en su cabeza. Y en medio de
aquellos inesperados pensamientos una duda comenzó a asaltarle: ¿no había
desaprovechado su tiempo embarcado en cuestiones inútiles y mezquinas?
¿No había desistido de la vida auténtica, al quedarse atascado en el lugar más
mísero de la ruta?, ¿en el peldaño más bajo de la escalera? Con su desprecio
hacia Carolina, ¿no había dejado pasar la oportunidad de vivir de manera
plena? Y comenzó a sucumbir al deseo de resarcir su pasado, de restañar las
heridas que había causado. Sabía que no lograría recuperar todo lo perdido,
estaba convencido de que Carolina jamás regresaría a su lado, pero necesitaba
una sacudida que le empujase a recuperar un mínimo de dignidad; y fue
entonces cuando brotó en su mente la idea de visitar la cárcel del Perpetuo
Socorro, la prisión donde estaba encerrada la madre de Carolina.
Las tardes grises lo llevaban de nuevo a su casa. Comenzó a descubrir
rincones de la vivienda que antes ignoraba, espacios apartados donde los haces
de luz invadían la estancia, creando un ámbito de silencio y sosiego. Antaño,
cuando regresaba borracho de la taberna, era en esos lugares donde encontraba
a su mujer leyendo, en busca de la calma que la protegiese del dolor,
escapando de su maltrato. Cuando rememoraba esos momentos, Emiliano
quedaba embargado por una lacerante y angustiosa nostalgia de lágrimas y
lamentos. El arrepentimiento era, entonces, como una ávida quemadura que le
devoraba el corazón, como una punzada ardiente que consumía su pecho. Pero
del dolor también emergen otras luces; semillas poderosas que brotan desde la
escoria, hálitos de vida surgiendo entre las espinas del camino, flores de
primavera regalando esperanza. Lucía se convirtió, entonces, en un tesoro a
cuidar, el fruto de un sentimiento que comenzaba a despuntar, primorosa
semilla que lo desconcertaba, emoción que sacudía su cuerpo como en un acto
de exorcismo. Comenzaba a ser consciente de las heridas que había causado.
Tenía que pagar sus deudas mirando a la vida de frente, y se propuso volar a la
altura de Carolina.
−Ese descerebrado alfeñique me quiere torturar; viene a mortificarme. No
le voy a dar ese gusto, no quiero ver a ese indecente monigote. ¡Que se vaya al
infierno ese gárrulo sin alma! –gritaba Encarna, fuera de sí, ante sus
compañeras de celda, que trataban de calmarla sin conseguirlo−. ¡Pretende
hundirme aún más, regodeándose en mi desgracia! −clamaba.
Cuando la funcionaria le comunicó a Emiliano que Encarna no quería verlo
no se sorprendió. Sabía de los desgarros que había causado y tenía
interiorizada la posibilidad del rechazo. Aún así, había decidido correr el
riesgo. Por su parte, Encarna estaba lejos de imaginar las pretensiones
reconciliadoras de Emiliano. Ni por un momento sospecharía que aquella
visita formaba parte de la dura lucha que aquel hombre había decidido
emprender para la reconquista de sí mismo.
La tarde en la que, en silencio, regresó de su frustrada visita a la cárcel,
Emiliano buscó el camino que llevaba a la plaza. En su afán por reencontrarse
con su caótico pasado, en su intento por contemplar de frente las huellas
destructivas de sus actos, de situarse ante el escenario donde habitaron sus
víctimas, se paró en silencio frente a la tienda familiar de Carolina, la misma
casa que Encarna, durante varias semanas, había convertido en fortín para
defender a su nieta del acoso. Frente a la fachada, que aún mostraba las huellas
visibles de aquel asedio, bajo el silencio de la tarde, tragó el dolor que aún
flotaba en el espacio y cargó en su conciencia con la culpa mortal de sus
miserias. A partir de esa tarde, tras las esporádicas visitas a la taberna, se
sentaría en el mismo banco de la plaza donde antaño espiaba a Carolina, el
mismo asiento que le había permitido observarla tras el mostrador. Quería que
la historia se repitiese, deseaba fervientemente que ella volviese a ocupar
aquel espacio de la venta para contemplar, de nuevo, el difuso brillo de sus
ojos, la cascada oscura de su cabello, el vivo color de sus mejillas.
**
Pasaron los meses por encima del pequeño pueblo. Victorino Sanabria tuvo
que reabrir la venta. A pesar del dolor y los quebrantos había que seguir
sobreviviendo. Y fue en la tienda donde, una tarde de mayo, se produjo el
inevitable choque de trenes: el encuentro eternamente pospuesto entre
Victorino Sanabria y Emiliano Maldonado.
Durante años, el padre de Carolina se había negado a conocer al sujeto que
había arruinado la vida de su hija; prefería ignorarlo, pensar que no existía. No
quería identificarlo físicamente; sabía que si averiguaba su identidad no
pararía hasta pegarle un tiro. Cuando a raíz del embarazo la joven fue
expulsada de su casa, Encarna se convertiría en la protectora secreta de su hija,
encubriéndola y silenciando su infeliz matrimonio. Solo en los momentos más
duros del maltrato Encarna le hablaba a su marido del matarife, pero siempre
con el objetivo de lograr la compasión hacia Carolina, cargándole a Emiliano
los peores atributos y recitando el largo listado de su continuo maltrato. La
personalidad del hombre que convivía con su hija se había dibujado en la
mente de Victorino a través del relato crispado de Encarna, su valoración,
pues, no podía ser peor. Ella repetía que la capacidad intelectual del matarife
no era superior a la de un chimpancé y que su grado evolutivo no era mayor
que el de una gallina, pero un enfermizo resentimiento hacia su hija, larvado y
perenne, impedían a Victorino acudir en su defensa. Mientras tanto, la figura
de Emiliano se fue instalando en la imaginación de Victorino como un ser
caótico y despreciable, el fiel retrato que su mujer le transmitía.
Había amanecido un día imposible para la primavera, nubarrones grises se
aferraban a las montañas y un ligero brillo mortecino derramaba por las calles
el color de la tristeza. Ramalazos de niebla fría difuminaban los ventanales del
campanario, como un tétrico mensaje de voraz desaliento.
A eso de las doce del mediodía Emiliano traspasó el umbral de la venta. En
ese momento Victorino, tras unas diminutas gafas de escribiente, apuntaba
números sobre un trozo de papel de embalaje. Una señora de negro, clienta del
negocio, aguardaba frente al mostrador para ser atendida. El antiguo matarife
esperó, paciente, a que la señora llenase la cesta con su pedido. Cuando
Emiliano quedó como único cliente, Victorino fijó la vista en el desconocido:
no tenía idea de quién era, pero los rasgos de su cara le resultaron conocidos.
En un pueblo pequeño, todos los rostros resultan cercanos.
−¿Qué desea usted?−. Con una leve y forzada sonrisa, el comerciante lo
miró sobre las pequeñas gafas de miope, deslizadas hasta la punta de la nariz.
El recién llegado contestó sin preámbulos:
−Soy Emiliano Maldonado, el padre de su nieta Lucía.
El rostro del ventero abandonó de golpe la sonrisa para pasar a reflejar un
rictus de marcada rudeza; sus gafas cayeron sobre el mostrador. En su mirada
se dibujaba una cruda expresión de furia. Sin contestar una palabra,
tembloroso por la ira, se agachó hasta el pie del mostrador, rebuscó a tientas
dentro de una caja de herramientas y sacó una pequeña pistola que apuntó
directamente a la frente de Emiliano.
−¡Vas a perder los sesos si no sales inmediatamente de aquí, rata inmunda!
−gritó, mientras trataba de controlar la mano temblorosa sobre la culata.
−Dispare si quiere, seguramente me lo merezco −susurró tranquilo.
En una mezcla de seguridad y firmeza, el rostro de Emiliano irradiaba una
extraña serenidad, una actitud de aplomo que desconcertó al ventero. Durante
un eterno minuto los dos permanecieron mudos. La mano de Victorino
sujetaba firmemente la culata hasta que progresivamente dejó de temblar.
Mantenía los labios tensos y apretados; sus ojos brillosos y entornados
atravesaban a su víctima. Una clienta apareció en el umbral y al ver la escena
regresó a la calle apresurada, con el terror dibujado en el rostro. Rápidamente
la mujer se encaminó hacia el cuartel de la Guardia Civil para dar la alarma.
Ninguno hablaba. La mano de Victorino había dejado de temblar, pero el
revólver seguía apuntando a la frente de Emiliano. Los ojos del ventero eran
dos luminosos puntos sin parpadeo, dos destellos que irradiaban disímiles
sentimientos de irritación y desconcierto.
−¡Baja la pistola, Victorino, o te atravieso la quijada! −ordenó el Sargento
Olegario Machín desde la puerta.
Fiel adicto al vino de la taberna, el oficial era un hombre colorado, de
escasa pelambrera, canoso, barrigón y bajito. Con la cabeza torcida hacia la
derecha para contactar con la culata del fusil, entornaba exageradamente un
ojo, apuntando a la cabeza de Victorino. Se esforzaba en mostrar seguridad
para impresionar, pero no lograba controlar la rotura de la voz, que nacía
quebrada por los nervios.
Lentamente, como una bisagra corroída, el ventero giró la cabeza hacia
Machín, al tiempo que bajaba la pistola obedeciendo; se doblegaba a su
antiguo pasado militar como acatamiento ante los galones. La pistola,
humedecida por el sudor, quedó depositada sobre el mostrador. A
continuación, en señal de rendición, Victorino extendió los brazos para
facilitar que otro guardia, llegado en ese momento, le colocara las esposas. Sus
manos comenzaron a temblar de nuevo.
−¡Llévame al calabozo Machín, siempre será mejor que seguir en presencia
de este asqueroso bicho! –gritó, mientras clavaba la mirada desafiante sobre
Emiliano. Sus ojos traslucían un furioso odio de muerte.
Como consecuencia de la revocación de su permiso de armas, a Victorino
le fue requisada definitivamente la pistola. La declaración que Emiliano hizo a
su favor fue determinante para que sólo permaneciese tres días en el calabozo:
Don Victorino sólo quería impresionarme; en ningún momento me sentí
amenazado; retiro cualquier cargo contra él…, alegó frente al juez. Aunque el
ventero, en un alarde de sinceridad, dijo haber actuado convencido de que la
pistola tenía una bala en la recámara, el hecho de que estuviese descargada
facilitaría su puesta en libertad.
La tranquilidad volvería al pueblo. El ventero tornaría a su puesto tras el
mostrador y Emiliano a la rutina diaria de las huertas, pero desde aquel día
nada volvería a ser lo mismo. Como la vigorosa sabia que alimenta los árboles
del bosque el suceso de la venta llevaría renovadas reflexiones a la mente de
los dos hombres. Nuevos caminos se abrían al tránsito en un mundo caduco.
La actitud de aplomo con que Emiliano se había enfrentado al cañón de la
pistola quedó tallada en la mente del viejo funcionario. Fraguado en una
estricta formación castrense, estaba convencido de que la bravura es una virtud
que agranda el alma de los hombres y concedía gran valor al coraje y la
valentía. Días después, con la cabeza ya recompuesta, superados los hervores
del drama, recordaría la entereza que Emiliano mantuvo ante el evidente
riesgo de la muerte. Por vez primera cuestionaría la imagen negativa que tenía
sobre aquel hombre. Aún así, pervivía en él un hervor de resentimiento, las
huellas de su agresión, el viejo y repudiado deshonor que el matarife había
introducido en su familia.
**
Lucía progresaba. Milagrosa había logrado recuperar el brillo en los ojos
de la niña. La maestra, maravillada por esa evolución, se esforzaba para que
las cuatro horas de enseñanza diaria, establecidas entre la invención fantasiosa
y el juego creativo, sembraran en Lucía las semillas de un incipiente talento.
Emiliano, observando su desarrollo, intentaba compartir con su hija pequeños
retazos de convivencia. Arriesgándose al rechazo insistía una y otra vez
invitándola al juego, a pesar de que, invariablemente, la niña le respondía
dándole la espalda. Por las noches, antes de dormir, se acercaba a la puerta
entreabierta de su cuarto y ensayaba: buenas noches Lucía… le insistía
incansable, a pesar del contundente golpe del silencio. Pero en una ocasión
sucedió el milagro: cuando, después de un nuevo intento, ya volvía resignado
sobre sus pasos, escuchó, en un apagado susurro, la tímida respuesta de la
niña: hasta mañana… Aquella noche, extasiado, la pasó en vela; jubiloso en
medio de un admirable ideal, su imaginación volaría placentera, vibrando ante
la aparición de aquel inesperado regalo. A la mañana siguiente, exultante, no
pudo resistir la tentación y lo volvió a intentar
−Buenos días, hija…
−Buenos días, papá… −contestó la niña, con la voz apagada del amanecer.
La sonrisa de Emiliano alumbró el alba incipiente. El resto del día,
regocijado en ese recuerdo, no quiso distraerse con el mundo real: absorto
entre el trabajo de las huertas y sin probar bocado, no hablaría con nadie,
limitándose a responder con una inesperada sonrisa a todo aquel que le
hablara. La anhelada aceptación de su hija era la motivación que necesitaba.
Necesitaría un día completo para tomar la decisión de aprender a escribir.
La idea llegó a su mente en medio de una mañana lluviosa. Durante las
jornadas tormentosas del invierno, en las que bajo el aguacero era inútil
cualquier trabajo en las plantaciones, los encargados, para ahorrarle al patrón
el pago del jornal, mandaban a los trabajadores a sus casas hasta que la lluvia
escampara. Sólo se reincorporaban a las faenas si quedaba un margen
razonable de horas para acabar el día. La mayoría de los jornaleros, ante esa
incertidumbre, recalaban en la taberna para hacer tiempo. Era costumbre,
entonces, las aglomeraciones en la puerta de la taberna para ir calculando el
nivel de la tormenta. Acostumbrados a emplear el horario matinal en un
trabajo físico, aquellas horas vacías se convertían en una larga y plomiza
espera para la masa desocupada. La mayoría de hombres, con el vaso en la
mano, vociferaban o reían para matar el tiempo. Algunos se acomodaban en
un rincón para cavilar, mientras observaban la implacable caída del aguacero.
Aquel día Emiliano reflexionaría sobre la fortaleza de las gotas de lluvia, que,
cayendo desde el voladizo, desgastaban visiblemente parte del pavimento que
daba entrada a la taberna, horadando un fino surco a través de la base del
portón. Fue en ese afanoso punto de la lluvia donde clavó un pensamiento, una
idea que al final de la tarde se convertiría en definitiva: la lluvia tiene
pacencia, regresa todos los inviernos para hacer su trabajo y nos va dejando un
aviso pa´decisnos de que estuvo aquí. Las personas debemos ser como el agua;
dejar un recuerdo marcado en el camino; tener pacencia pá aprender a ser un
hombre…pero, cuando vivimos en la isnorancia dejamos de ser gente; un
analfabeto apenas puede grabar nada en la vida… Aquel día invernal, en el
que la lluvia vino a germinar la semilla de su aprendizaje, quedaría fijado para
siempre en la mente del antiguo matarife.
−Doña Milagrosa, ¿da usted su permiso?
Emiliano había entreabierto la puerta de la habitación de Lucía en el
momento en el que la maestra le mostraba a la niña una lámina con lanudos
animales del altiplano; la recortada silueta del hombre se dibujaba bajo el
marco de la puerta. Sobresaltadas por la interrupción, de forma unísona y con
ojos de intriga, maestra y alumna levantaron la vista de los grabados.
−Adelante, no hace falta tanta ceremonia, al fin y al cabo está usted en su
casa… −murmuró Milagrosa con un deje suave.
Vacilante, el hombre avanzó unos pasos hasta situarse frente a la pequeña
mesa de roble que hacía de pupitre escolar, quedando de pie ante su hija y la
maestra, recto e inmóvil, como esperando la autorización para sentarse.
Titubeante, aferraba nervioso su vieja gorra de franela. La maestra lo
escudriñó en esa postura inanimada; por primera vez le llamaba la atención el
perfil de aquel hombre; hasta entonces no había reparado en la robusta figura
que surgía desde el suelo, elevándose como una poderosa columna de
alabastro. Sentada en la silla Milagrosa contempló, admirada, la atlética efigie
de vigorosa y turgente musculatura, una fornida silueta que se levantaba en
una proporcionada, recia y armoniosa estampa.
La maestra comenzaba a sentirse incómoda ante la inesperada visita y el
prolongado silencio. En la frente de Emiliano se condensaban pequeñas gotas
de sudor. Al fin guardó la gorra en el bolsillo y decidió sentarse.
−Con su permiso doña Milagrosa. Ayer llovió y la huella que dejan las
gotas en el piso me hicieron darle vueltas a un asunto: yo creo que si la
pacencia del agua es capaz de romper la piedra, la pacencia de usted me puede
ayudar a mí, que tengo la cabeza igual de dura, pa´ enseñarme algunas letras…
poca cosa… yo que sé… a lo mejor escribir mi nombre o el de la niña, o
escribir en la pizarra de la cantina la comida del día, y cosas así… Yo veo
como usted ayuda a Lucía y como ella ha aprendido mucho… en poco tiempo
y… y aunque yo no sea tan listo pa´ hacer lo mismo, si usted me ayuda a lo
mejor puedo salir de la isnorancia.
De nuevo se hizo el silencio. Algo había cambiado en el ámbito.
Sorprendida ante aquella decisión, era ahora Milagrosa quien no encontraba
las palabras.

XI

En la cárcel, Encarna, permanentemente enclaustrada en una sombría


desesperanza, contaba los días que faltaban para cumplir su condena. A
medida que se acercaba la fecha de su libertad, afloraban en su carácter
vestigios de sus antiguos anhelos, señales de un renovado optimismo. Mientras
tanto, sólo las visitas de Victorino la consolaban, sólo su presencia lograba
amortiguar la dolorosa punzada de la soledad, la lánguida tristeza de las tardes
vacías, la sufrida tortura de las noches eternas. La experiencia de la cárcel les
estaba uniendo de nuevo. Antes de los sucesos que provocaron la detención de
Encarna, la repetición mecánica de tareas durante las actividades diarias en la
casa y la tienda, había dejado un poso de melancolía sobre la vida compartida.
El desapego y la indiferencia, nacidas de las costumbres cotidianas, habían
adormilado los sentimientos. Pero aquel largo encierro había supuesto una
sacudida de las conciencias; la cárcel les había devuelto la memoria del amor
olvidado. Nada sería igual que antes. En lo sucesivo estarían marcados por el
recuerdo turbulento de aquellos sucesos, y en el camino quedarían los viejos
atavismos, las invisibles barreras que la convivencia va levantando durante la
rutina de los días. Un Victorino renovado se presentaba de nuevo en su vida.
Lejos quedaba ya la figura del joven legionario de imberbe inexperiencia;
atrás quedaban las huellas del aquel inmaduro deseo juvenil, pero también la
indiferencia de los largos años de vida compartida. La necesidad de verse los
motivaba de nuevo a construir quimeras, a buscar ilusiones con que rellenar
los espacios intangibles del silencio. Las visitas iluminaban la existencia; cada
reencuentro era un manantial de vida; la posibilidad de compartir un espacio
donde poder aislarse de las agresiones del mundo. Y Carolina tan lejos. Y
Lucía tan cerca, pero inaccesible al abrazo. Descubrieron que cuando el
corazón vive oprimido se hace necesario vivenciar ilusiones como fórmula
para afrontar el dolor.
Era día de visita y Encarna había despertado bajo el efecto reconfortante de
esa verdad. Hacía días que habían liberado a Sonia Marchena, sólo Lastenia
Calatrava compartía con ella el habitáculo. A medida que se aproximaba la
tarde, y la hora de recibir a Victorino, una fiebre ansiosa afloraba en sus
gestos. Mientras paseaba de un lado a otro de la celda un torbellino de anhelos
la envolvía. El corazón se desbocó cuando escuchó la llamada y el paso vivo
por el pasillo en busca del ser que amaba semejaba la carrera presurosa hacia
otra clase de libertad, aquella que trasciende al mundo palpable.
La sala era amplia, fría y desnuda, de techos altos y abovedados. Frente a
una hilera de sillas, colocadas frente a otra doble hilera de rejas, se formaba el
espacio muerto de un pasillo que hacía inaccesible el contacto físico. Sentados
en una ordenada línea de asientos idénticos las visitas esperaban. Caras
anónimas, rostros sin relieve, sólo el de Victorino era auténtico, sólo sus ojos
contentaban su alma. Y allí estaba él, igual de ilusionado, a la espera
impaciente de su mirada.
Se acercó lentamente hasta sentarse frente a su mirada. El espacio que los
separaba impedía el encuentro de las manos. Los ojos acuosos de ella eran
hogueras que bullían en un universo de ternura. Victorino, como un ave
errante, envuelto en una mirada estática, dibujó una leve sonrisa. Encarna
extendió los brazos entre las rejas en un vano intento por abrazarlo. Él se
quedó inmóvil en la silla, pero intuyó que aquella expresión no era inútil, que
la imaginación tenía que ocupar el espacio de la realidad y se levantó para
imitar el gesto del abrazo.
Las confidencias son la clave para dar color al encuentro, la semilla que
sustituye al contacto físico, la materia invisible que aglutina, que fusiona en un
abrazo a las almas errantes.
−¿Cómo va el mundo de ahí fuera? ¿Qué nuevas sombras oscurecen el
cielo? −murmuró Encarna acariciando la frase, con las manos aferradas a los
barrotes.
Temblaba por su hambre de libertad. Nunca antes había sentido un ahogo
como aquel, el vacío de un beso, la ausencia de un abrazo.
Victorino se levantó para, de inmediato, volver a sentarse. Examinó con la
vista la sala de visitas y, sin perder la serenidad en la mirada, se concentró en
un punto imaginario de la mente para recordar y, como un maestro explicando
una lección, comenzó a enumerarle a su mujer los detalles de aquel reciente y
nefasto suceso:
−Ese hombre vino a verme a la tienda. Pretendía engañarme buscando la
paz, pero le recibí con la pistola. Le hubiera volado los sesos si los guardias no
lo impiden. Dijo que estaba arrepentido de su pasado, pero ¿quién puede creer
a ese indecente? Es un truco para seguir engañando; otra de sus miserables
tretas. Por un momento consiguió desconcertarme: mantuvo una rara calma
que me hizo dudar. No se puso nervioso ante la pistola, pero por suerte no
logró engatusarme, me recompuse y le dije lo que se merece ¡Con qué gusto le
hubiese metido una bala entre ceja y ceja!
Su marido no le había dicho el nombre, pero no le hizo falta. Encarna sabía
perfectamente a quién se refería, pero le extrañó la calma con la que lo había
narrado, explicando el acontecimiento de forma serena, como si hubiese
pasado el filtro de una meditada reflexión. Aún así, nada más acabar, su rostro
recuperaba el color vivo. Enrojecía su piel bajo el calor apasionado de aquel
recuerdo; sus facciones se tornaron duras; entornaba los ojos, rechinando los
dientes en una mueca agresiva, mezcla de desprecio e irritación. Ella se
alarmó. La crispación que reflejaba Victorino la hizo tomar conciencia de la
crudeza del suceso. Incrédula y sorprendida a la vez, mantenía los ojos
desmesuradamente abiertos, sin pestañear. Escondió el rostro entre las manos
como para asimilar el relato y, tras un largo suspiro, conteniendo el aliento,
reflexionó:
−No añadamos más desgracias a nuestra vida. No le demos a ese miserable
el gusto de que también te encierren a ti. Pronto cumpliré mi condena. Ese
canalla no se merece que le demos otro regalo. Él fue la causa de que me
encerraran y sigue maquinando para aumentar nuestra desdicha. Fue a la
tienda a provocarte para que también vayas a la cárcel, pero intuyo que se
acerca el final de ese patán despreciable.
En contraste con la naturalidad con que dio comienzo al relato, el haber
revivido de nuevo el trágico encuentro con Emiliano había sumido a Victorino
en un profundo abatimiento, y como un corredor de fondo que tiene necesidad
de tomar resuello, aprovechó la pausa para recuperarse. Buscando escapar de
aquel ingrato recuerdo tanteó la necesidad de inspirarse en un ámbito más
relajado, fijó la mirada entornada en algún punto indeterminado de los barrotes
y dio un giro a la conversación:
−Los árboles del otoño están ya desnudos. Antes no me fijaba, pero
viniendo hacia aquí, al pasar bajo el esqueleto de los árboles, atravesando el
Paseo de los Ingleses, ese camino largo y solitario donde destacan los troncos
vacíos, caí en un pozo de tristeza, como si de pronto una nube negra me
invadiera por dentro. Te echo de menos. Durante los dolores que me dejan las
paredes sin alma, me refugio en nuestros recuerdos de juventud para quedarme
junto a la paz de tus ojos.
Sorprendido por el tono de su propia reflexión, Victorino parecía hablar
inspirado por un súbito arrebato de melancolía. Dejándose conducir por el eco
de una vieja voz interior, caminaba con otro tipo de pensamiento, por una
reflexión más sosegada y apacible.
Los largos años de convivencia permitían que Encarna también lo
reconociese en aquel estado. Su mujer siempre supo que, tras su aparente
dureza, Victorino escondía una sensible humanidad, aquella que se nutre de
los ideales y los sueños. Y en aquel ámbito, propicio a las emociones, vio la
ocasión para hablarle de su hija.
−El aliento que me trae tu recuerdo me ha hecho sobrevivir frente a las
frías mañanas del invierno; desaparece la congoja y el dolor cuando se vive
abrazando una ilusión. En todo este tiempo entre las rejas un sentimiento me
ha protegido, una certeza me ha mantenido entera: saber que tengo a quien
amar. He vivido fortalecida por el aliento de tu recuerdo y el de Carolina. Ella
ocupa junto a ti todos los espacios de mi pensamiento, todos los rincones de
mi existencia. Nuestra hija nunca ha estado lejos, su separación es sólo física.
Ha permanecido conmigo todo el tiempo; su imagen y la tuya fortalecen mi
afán por no sucumbir. ¡Y nuestra nieta!… ¡ese algodoncito tierno y
primoroso!; ¡ese trocito de alma venerable y pura! Ella es la culminación de
mis anhelos; la dulzura que combate mis angustias; la esperanza que me
mantiene entera –Encarna, definitivamente invadida por la emoción, comenzó
a llorar con el recuerdo de su nieta secuestrada.
Victorino, impotente ante el llanto de su mujer, consciente de que no
podría encontrar argumentos para transmitir consuelo sobre aquel viejo
problema familiar, intencionadamente dio un giro a la conversación para,
nuevamente cambiar de tema. Removiéndose nervioso en la silla comenzó a
hablar sin levantar la vista del suelo.
−La tienda parece una representación de nuestra propia vida: una hija
huida, una nieta secuestrada y tú en la cárcel; un triste espectáculo de desorden
y abandono. Me ha costado volver a poner en marcha el negocio. Cuando
entré por primera vez, tras el regreso de Soria, un olor insoportable me hizo
salir de nuevo. Todo estaba destrozado y en descomposición, con la mercancía
amontonada y putrefacta. Algunos vecinos me han ayudado a recomponer las
puertas y las ventanas. Me he pasado días enteros rehabilitando, pintando
paredes y rearmando estanterías. La tienda, ahora, está casi vacía de
existencias. Algunos mayoristas han aceptado de nuevo mis pedidos, pero
hemos perdido toda la clientela. He tenido que renunciar al almacenamiento de
alimentos frescos para que no se pierdan, pero comienza a extenderse la
noticia de la reapertura. Con suerte, cuando salgas libre, todo volverá a ser lo
mismo −reflexionó sin levantar la vista del suelo.
Pero Encarna no estaba dispuesta a dejar pasar la ocasión. Y entonces
brotó todo su resentimiento; la amargura que le había dejado el prolongado
rechazo hacia su hija; la dolorosa carga de frustración que le provocaba
aquella interminable dispersión familiar:
−¿Cómo puedes decir que todo será lo mismo? ¿Cómo puedes hablar de
forma tan fría y distante? ¿Cómo se puede repudiar tanto a una hija? ¿Cómo se
logra arrinconar el corazón para ignorar tan fácilmente el dolor que nos deja su
ausencia? –le increpó, clavándole la mirada.
Victorino, impávido, quedó desarmado y sin palabras. En su mirada se
reflejaba un nervioso e incómodo desconcierto. Su primer impulso fue
escapar, levantarse y salir rápidamente en busca de la salida, tal como hacía
cuando su mujer recriminaba su frialdad e indiferencia hacia Carolina, pero
ahora no podía hacer eso, las circunstancias le sujetaban al lugar. Con la
mirada perdida, balbuceaba; tanteando palabras imprecisas, intentó
justificarse, buscar una excusa con una frase hecha: el destino al que, en
ocasiones, la vida nos empuja…, pero comenzaba a tomar conciencia de que
Encarna, esta vez, iba a aprovechar bien la ocasión y no abandonaría
fácilmente. No tendría escapatoria. Había llegado el momento de afrontar
aquel penoso asunto, buscar las causas por las que había huido Carolina,
reflexionar, indagar en su propio menosprecio, reconocer aquel permanente
rechazo hacia su única hija. Había llegado la hora, el momento que más temía.
−Yo no quería…−murmuró Victorino− yo estaba muy dolido por lo que
nos hizo Carolina…. pero… ¿cómo explicar el deshonor?; ¿cómo olvidar la
afrenta y la humillación que me produjo su vergonzoso embarazo? Juré no
volver a mirarla a los ojos; prometí borrar de mi memoria la idea de que tenía
una hija. Cuando me cruzaba con ella por la calle no podía evitar la
indignación; mi rabia era más fuerte que el deseo de acercarme. Sabía de su
pena, era consciente de su desgraciado matrimonio, pero mi irritación
superaba cualquier sombra de compasión, cualquier señal de perdón. Allá en
Soria, durante aquellas heladas y oscuras noches, entre la soledad de los
pasillos carceleros, ahogaba en lágrimas de silencio la certidumbre de su
existencia; continuamente mataba el impulso que me llevaba a su recuerdo.
Me repetía a mí mismo que ser padre fue un accidente, que aquella hija era
una intrusa que me había traicionado y que, por tanto no merecía ser
recordada… −terminó entrecortando la frase, como un lamento lloroso.
Como para expulsar el lastre de un largo castigo, envuelta en una mirada
apacible, Encarna respiró profundo, cruzó los brazos, se recostó en la silla,
cerró los ojos y se arropó en un prolongado silencio. Pretendiendo comprender
y asimilar el largo resentimiento de su marido, quiso rastrear vestigios de un
antiguo recuerdo, y llevó su mente hasta una vieja experiencia juvenil: la
evocación de los rugientes batientes de la costa, en su primer encuentro con el
mar. Fue una mañana de invierno tras el turbulento paso de una tormenta. Era
aún muy joven y paseaba junto a Victorino por un camino de la costa. Recordó
el impacto que le produjo aquella furibunda actividad del océano, las olas se
estrellaban furiosas contra el acantilado, envolviendo el entorno de una
olorosa llovizna. Una desconocida, salvaje y misteriosa fragancia de algas y
moluscos surgía desde el abismo marino. Dejándose llevar por las huellas de
aquel recuerdo, tras el largo silencio, abrió los ojos y habló:
−La mirada con la que observamos las cosas, el espacio que podamos
recorrer con la conciencia, indica el tamaño de nuestro corazón. Podemos
atascarnos en el entorno más cercano, no observar más allá del ámbito de
nuestro cuerpo, no abarcar más allá de nuestra propia sombra… pero eso
empobrece nuestro espíritu y nos convierte en seres que terminan abrazándose
a las miserias del mundo. Sé que la amargura prevalece, que la falta de libertad
no se supera sólo con pensamiento y reflexión, que no es fácil escalar el vacío
que nos deja la soledad; en mi caso, la visión de los barrotes, la tormentosa
angustia del silencio, pero desde que estoy aquí he querido volar, superar esta
cárcel, escaparme como el águila que sobrevuela la inmensidad de los campos.
Sin esa extensa visión de la tierra, sin esa amplitud de la mirada, prevalece la
pobreza del entorno, la mezquina realidad de la miseria cotidiana. Recuerdo
mi primera visión del mar; la crecida de las ondas marinas preparando el
impacto contra las rocas, la batalla contra el acantilado y una enigmática
llamada hacia lo oscuro, hacia aquella caverna azul y tenebrosa…y encuentro
similitud con nuestra vida. La propia existencia encierra un misterio; podemos
ser mansos o fieros como lo es el mar, pero no podríamos sobrevivir si sólo
nos inclinamos a la tormenta, no hay vida que pueda soportar los embates de
un desengaño, el golpeteo incesante que nos carcome de rabia y angustia. La
amplitud de la mirada es esencial para no sucumbir. Es una tensión que
conlleva turbulencia vital, pero hay que esperar, tener paciencia hasta la
llegada de la calma. La vida no puede quedar limitada al desconsuelo. Ignorar
los problemas no los elimina, hay que afrontarlos de frente, con determinación
y coraje, sabedores de que tras la perturbación que conlleva cada decisión se
encuentra el brillo imperceptible de lo humano. Carolina se refugió en los
brazos de ese profesor huyendo de tu rechazo; con tu actitud convertiste su
vida en una tortura. Ahora merece ser compensada, no la sigas sometiendo a la
crueldad de tu desprecio, no sigas destruyéndote a ti mismo con la tormenta de
tu propio rencor.
Consciente de que una sola reflexión no es suficiente para superar una vida
resentida, atenta a su vieja y fraticida batalla interior, Encarna decidió darle
una tregua; permitir que se fuese aclarando el velo de su mente, no seguir
arrinconándole frente a la rigidez de sus propias devociones, por eso calló
cuando observó que el semblante de Victorino, a medida que la escuchaba,
adquiría el tono rojizo de una fragua. La mezcla de murmullos de las otras
visitas les sonaba distante y ajeno. Al fin, pasados unos minutos, Victorino
habló:
−Las cosas han cambiado Enca, ya no soy el mismo. A veces me devora mi
propia intransigencia… me ahoga el alma. Es cierto lo que dices sobre la
tempestad y la calma; durante mi etapa militar, en medio de la inmensa
soledad del desierto, al bajar el sol y aparecer las primeras estrellas, cuando
me encontraba franco de servicio, solía alejarme del campamento a través de
la arena. A solas, sentado en las dunas, envuelto en una manta, pasaba horas
embobado en la contemplación del orbe oscuro y prodigioso. Buscaba
aquellos retiros como quien precisa de oxígeno fresco para respirar; como
quien ansía sentir el agua fresca sobre una dolorosa quemadura. Anhelando
escapar del mundo elegía aquella visión nocturna del universo insondable,
como un alimento para el alma. Pero más tarde, aquel viejo impulso espiritual
se quedó olvidado en algún recodo del camino. Mi naturaleza me empuja a
manos de la crispación. Pero ¿qué hacer con esta carga que me agobia? ¿Cómo
sobrevivir sin desertar de mí mismo? Fui educado con ideas muy estrictas en
asuntos de moral. Soy lo que ahora soy con lo que ayer hicieron de mí. No es
fácil renunciar a esas convicciones; concluir que es posible el error en mi
percepción de la vida. Es ahora cuando comienzo a ser consciente de que fui
injusto con Carolina. Desde que apunté con la pistola al hombre que durante
tanto tiempo amargó su existencia lo considero un enemigo común; a partir de
aquel día comencé a estar de parte de mi hija.
El recuerdo de una triste despedida se quedaría rondando alrededor de las
horas posteriores. Cuando los guardias avisaron que terminaba la visita, una
densa punzada atravesó el corazón de Encarna: precisamente ahora, cuando
había abierto el núcleo de su alma. Durante la breve despedida, las miradas de
ambos reflejaban la desoladora tristeza de la muerte. Una vez que Victorino
abandonó la sala, Encarna corrió por el pasillo en busca de la celda, se refugió
en la litera para sumergirse en el llanto y, amparada en la oscuridad, no
respondió a las llamadas que la reclamaban para el comedor. Desafiando la
prohibición y aceptando el posible castigo, se cobijó bajo la manta para
dejarse invadir por un cargado torbellino de antiguos recuerdos. Añorando la
existencia de una sociedad diferente soñó con un mundo inspirado en las
luminosas ideas del corazón.
Victorino se enfrentó, una vez más, a la triste evidencia de la vivienda
vacía. Tras abrir lentamente la puerta de su casa, sometido al peso implacable
de la derrota, atravesó el pasillo con semblante abatido, se encerró en la
habitación y se echó vestido sobre la cama para velar los abrasadores
intervalos de un sueño imposible. Una amalgama de recuerdos añorados le
torturaba. No podía sentir igual que antaño. Se había despojado de la capa
oscura que le cegaba, del opaco velo que le había impedido descubrir los
precisos relieves del alma, como si toda su vida anterior hubiese estado
sumergida en la oscura turbidez de un río. Hasta entonces el mundo solo había
sido un relieve. Le asaltaba un incesante pálpito de ansiedades y
contradicciones, un angustioso tormento que le dejaba indefenso, desprotegido
y débil frente a los nuevos desafíos del mundo. Por momentos imaginaba que
toda la vida del planeta había surgido en un brote espontáneo y amorfo, como
una aparición casual e inesperada; entonces pensó que la tierra permanecía
ausente a las leyes del cosmos y que la humanidad jamás podría descifrar el
enigmático secreto que explica el sentido de la vida.

XII

La montaña no es ajena al fugitivo. En un protector abrazo, la cumbre da


cobijo a los perseguidos entre sus incontables relieves, collados y barrancas.
Atormentados por el hambre, confiando en el camuflaje de los múltiples
recovecos montañosos, el grupo de activistas, que permanecía oculto en el
interior de la mina, había decidido buscar una ruta que les permitiera
abandonar aquella la zona. Al límite de sus fuerzas, recurriendo a las pocas
energías disponibles y asumiendo el riesgo de ser localizados, al amanecer del
quinto día, salieron a la luz. Confiaban encontrar una ruta de escape a través
de los escabrosos senderos de la sierra. La mina se había convertido en una
trampa. Ya no era un refugio seguro ante el masivo despliegue policial; en
cualquier momento podrían aparecer los uniformados inspeccionando la zona.
Habían perdido la fe en el regreso del compañero que salió en busca de
suministros. La prolongada ausencia de Wenceslao indicaba que con toda
probabilidad había sido detenido y sufría las consecuencias de un duro
interrogatorio. No quedaba, pues, otra elección. Cada minuto pasado en el
interior de aquel agujero significaba enfrentarse a un inminente y grave
peligro.
Comenzaron a descender hacia el valle por una sinuosa vereda labrada
sobre la vertical del risco. La inercia del desnivel le daba rapidez al avance,
pero, por momentos, la pendiente les hacía rodar a trompicones sobre el
sendero pedregoso. Desde algunos recovecos del cerro se podían distinguir
retazos de los caseríos y arrabales que mostraban sus tejados de pizarra entre
las arboledas y vaguadas. Las desperdigadas aldeas, arropadas por el verdor
luminoso de los viñedos, se asomaban, intermitentes, tras los ramales
neblinosos que bajaban de la cumbre. Nerviosos, sin dejar de observar la
lejana carretera que serpenteaba por la vertiente, se movían con la inercia del
impulso, activados por sus últimas reservas de energía. El ruido de las pisadas
era como el apresurado ajetreo de un desordenado rebaño de cabras
descendiendo por un desnivel rocoso. Observaban a lo lejos la frenética
actividad de los vehículos policiales, moviéndose, sin orden aparente, sobre la
polvorienta carretera. Hambrientos, al límite de las fuerzas, desfallecidos e
indefensos ante el riguroso frío de la sierra, se veían obligados a descansar con
frecuencia, cayendo como pesados fardos de embalaje sobre la estrecha senda
pedregosa. Tras una hora de tortuosa marcha alcanzaron el fondo de la abrupta
y escalonada barranquera que conducía al valle. Derrumbados sobre las rocas
lisas del cauce calibraron las dos únicas opciones: si continuaban bajando
ingresarían peligrosamente en el perímetro controlado por la policía; la otra
alternativa era alejarse por la única salida que quedaba libre: las Quebradas del
Muerto, unos gigantescos despeñaderos de escabrosos riscos, situados al
extremo norte de la sierra, que se elevaban buscando las nubes como retando a
una dura prueba de resistencia física. Aquella ruta era una tortuosa ondulación
de vertientes y declives serpenteando entre hondos barrancos y abismales
precipicios. Valoraron las dos opciones: arriesgarse a ser apresados por la
policía o enfrentarse a los rigores de la montaña. Tras un breve y entrecortado
murmullo decidieron dividirse en dos grupos para garantizar, al menos, que
una parte del comando pudiese escapar. Un equipo continuaría barranco abajo
para tratar de esquivar la vigilancia policial, el otro se enfrentaría a la escalada
del peligroso desfiladero. Los que se encontraban en mejor forma física
treparían por el barranco, el resto trataría de escabullirse entre la espesura del
valle. Carlos Martel y Carolina Sanabria, junto a Miguel Camilleri, el
integrante más joven del comando, serían los que tratarían de burlar los
controles policiales, escabulléndose entre los pajonales y las huertas de
cultivo. Antes de dividirse en dos grupos acordaron la hora y el punto de
reencuentro en un pequeño poblado abandonado, un lugar conocido y alejado
a varios kilómetros de allí. Pasados dos días se reagruparían en una tupida
arboleda a la entrada de esa aldea desierta, un refugio que el comando había
utilizado en otras ocasiones.
Bajaban tensos y conscientes del riesgo. Mientras descendían por los
últimos desniveles del barranco, iban diseñando la maniobra a seguir; debían
evitar en lo posible la carretera, sin duda el área más vigilada y, por tanto,
donde se concentraban los puntos peligrosos de la ruta. Entre susurros, antes
de atravesar la línea caliente, Miguel Camilleri, buen conocedor de la zona,
expuso que la clave estaba en pasar al otro lado del valle; desde allí se
iniciaban varios kilómetros de suave desnivel hasta alcanzar Los Arenales del
Vasco, una zona de dunas próxima a la costa. Después, camuflados entre
dispersos bosquecillos de juncales y cañabrava, se alejarían de las áreas
transitadas hasta llegar a los Rompientes de Puntaudaz, donde se levantaba el
faro. Eustaquio Alvarado, el farero, miembro a su vez de la organización y
compañero de lucha, sería quién les daría refugio y acogida. Si lograban llegar
hasta su casa, aislada entre los declives y rompientes de la costa, y protegida
por la inmunidad del faro, estarían a salvo. Alrededor de las seis de la tarde,
cuando el sol iniciaba su declive tras los cerros de escarcha, con la aguda
viveza que transmite el riesgo inminente, las tres siluetas furtivas iniciaban la
evasión entre los laberínticos senderos del valle. Envueltos en una sudorosa y
frenética tensión, ocultos tras los arbustos, atados para descansar en los altos
ramajes de eucaliptos, y escondidos entre las montañas de paja de apartados
graneros, lograrían atravesar el valle sin ser detectados. Durante horas,
cercados por un abundante trajín de botas y vehículos, reptaron entre cunetas y
arbustos esquivando la luz de las linternas y burlando la rabiosa mirada de los
centinelas. Calcularon que era medianoche cuando, ya superado el peligro, se
adentraron en las laderas que conducían a la costa. Frente a la tupida oscuridad
de la noche cerrada y afrontando el inviable recurso de encender una luz,
pasaron el resto de la madrugada guareciéndose del frío entre los arbustos de
jarales y cañabrava, arremolinados entre sí y a la espera ansiosa del amanecer.
Mientras una difusa línea rosácea se iba imponiendo sobre el horizonte
anunciando el alba, los maltratados cuerpos, agarrotados y débiles por la
desnutrición y el frío, se removieron en sus escondites para desperezarse frente
a la luz del amanecer. Atravesaron los espigados cañaverales cuando aún
mandaba la oscuridad entre la solitaria espesura de los páramos. Al comenzar
el descenso hacia la costa, Carolina, sumamente debilitada por el agotamiento
y el frío, apenas podía dar un paso sin ayuda. Sus dos compañeros se
relevaban para permitir que, alternativamente, se fuese apoyando sobre sus
hombros, pero los tres desfallecían de hambre y cansancio. Era media mañana
cuando, tras cruzar un túnel boscoso de zarzas y juncales, escucharon el
bramido lúgubre de las olas en su lucha con el arrecife. Bordeando la costa, sin
dejar de vigilar el oleaje que en ocasiones bañaba el sendero, enfilaron
renqueantes rumbo al faro.
Tras una hora de lento rodar por el desdibujado sendero de la costa,
llegaron frente a la construcción. Una fachada de piedra labrada, azotada por
el viento y comida por el salitre, encerraba la casa del farero, levantada junto a
la espigada torre del faro, de tragaluces arqueados. El gigantesco torreón,
erguido en sólida arquitectura, parecía la prolongación del farallón basáltico.
Los focos del faro centelleaban intermitentes frente al sol cobrizo de la tarde.
Las olas, en suave y lánguido arrullo, morían frente al arrecife mientras un
manso reverbero luminoso chispeaba sobre la superficie marina. Al límite de
las fuerzas, impulsados por el delirio de haber llegado, golpearon el portalón
de la casa y esperaron impacientes a que alguien abriese, pero sólo respondió
el silencio desde los murallones de piedra. Desde la costa llegaba con nitidez
el murmullo sordo de las olas, mezclándose con el graznido de las gaviotas,
que volaban frenéticas alrededor de la torre. La tarde se marchaba frente a la
trémula luz del crepúsculo.
Desencantados ante aquel silencio, incapaces de seguir manteniendo el
equilibrio, se derrumbaron frente a la puerta, con la esperanza de que el farero
terminaría apareciendo desde los rompientes. Tal vez esté pescando entre los
arrecifes, susurró Miguel Camilleri en un débil balbuceo. El disco solar
terminó de ocultarse tras el horizonte. El dócil rodar del oleaje los hizo caer en
una aletargada somnolencia.
Cuando las olas comenzaban a envolverse entre las sombras de la
inminente noche, fue Carolina la primera en divisar una silueta en la distancia.
Una alargada figura llegaba desde los rompientes, acercándose a través del
estrecho sendero que conducía al faro. Avanzaba pausado, como quien no
tiene prisa. Bajo la confusión de la debilidad, a Carolina le pareció un espectro
sombrío, un trazo carbonizado que, brotando desde la mar, había sido
expulsado hacia el camino. La espigada silueta, a medida que se aproximaba
se iba agrandando, remarcándose nítida sobre el incandescente resplandor del
horizonte. Cuando estuvo frente a ellos, Carolina, desde el suelo, miró a lo
alto: el individuo vestía un pantalón deshilachado que le cubría hasta las
pantorrillas bajo una especie de poncho artesanal, un tosco saco de arpillera
agujereado, por donde introducía la cabeza. Aferraba un gancho a modo de
bichero, donde se retorcía, ensartado, un enorme pulpo; los rejos ventosos del
molusco se enroscaban desesperadamente en el aire. Un sombrero de paja,
deshecho y sucio, coronaba aquel rostro anguloso de piel arrugada, quemada
por el sol y el salitre. Sobre su vigoroso mentón se desgranaba una barba
rasposa matizada de canas; su cabello gris, desordenado y lacio, caía sobre
unos hombros anchos y vigorosos. Olía a reminiscencias del océano, a una
pureza antigua, mezcla de algas y salitre.
−Qui êtes vous? −preguntó
−La zambomba está clueca, −susurró Carlos en un débil pitido agónico, a
modo de contraseña.
−Le meilleur reste a venir –afirmó el farero, en un francés nativo y diestro.
Tras el intercambio de consignas, el lugareño abrió el portón para que
pasaran. El interior de la casa era tan tosco como la fachada: unas traviesas
rústicas cruzaban el techo en sentido diagonal, a tono con las burdas paredes
de granito y un irregular y pedregoso pavimento. Los pocos muebles, dos
sillas y una mesa renqueante, sobrevivían entre las desnudas y frías paredes.
Al fondo, una estrecha puerta, verdosa y despintada, conducía al resto de la
casa.
−Llevamos varios días sin comer; sólo hemos masticado raíces –agonizó
Martel con expresión de súplica y entre un débil hilo de voz.
Apoyado de espaldas a la pared y a punto del desmayo, el profesor rogaba
la rápida intervención del farero. Sus compañeros de fuga también yacían
derrumbados, desfallecidos entre las sillas y la mesa. Sin pronunciar palabra,
el ocupante de la casa les indicó el camino de la cocina. Casi arrastrándose lo
siguieron en silencio.
Mientras crepitaban los huevos en la sartén, el inaguantable suplicio de los
estómagos vacíos los llevó a rebuscar, ansiosos y sin pedir permiso, en la
destartalada despensa de la cocina. Se lanzaron a la caza de dos hogazas
apelmazadas que habían descubierto en un rincón de la repisa. En menos de un
minuto las dos barras de pan duro desaparecían entre las bocas hambrientas.
Después engulleron media docena de huevos fritos servidos en un sólo plato,
acabando a continuación con el pulpo que el farero había atrapado entre los
recovecos de la costa y que había puesto a hervir nada más llegar a la cocina.
Comían desaforadamente y con las manos, con desesperada ansiedad,
devorando como lobos hambrientos el ansiado alimento. Al acabar, tras posar
la mirada sobre el brillo de los platos, miraban con súplica hacia Eustaquio
Alvarado pidiendo más. Éste les aconsejó:
−Anden con cuidado, no son buenos los atracones después de un ayuno
prolongado; paren de comer por ahora, ya es noche cerrada; descansen, por la
mañana, después del café, les prepararé un buen desayuno.
No era la primera vez que aquella casa había sido refugio de rebeldes
huidos. Acostumbrado a los encuentros imprevistos, el vigilante, entre mantas
y retales de cuero, dormiría esa noche en el suelo del salón, permitiendo que
los fugitivos ocuparan las dos únicas camas de la casa. Despertaron durante la
tarde del día siguiente, cuando el sol ya declinaba en el horizonte. Las
gaviotas, en su incansable duelo con las olas, envueltas en su bullicioso
concierto, parecían haber elegido aquel lugar como hábitat natural de
reproducción. Las había en gran número; sus continuos graznidos transmitían
una sensación de salvaje aislamiento. Como atraídas por el faro, en su ritual
aleteo, danzaban incesantes alrededor de los arrecifes, posándose brevemente
entre los tragaluces de la torre para volver a repetir el ciclo de su vuelo. Una
soledad áspera, virgen y salvaje, dominaba el contorno bajo el cadencioso batir
del oleaje.
El primer día entre aquellos rompientes dejaría, sobre los perseguidos,
sensaciones nuevas frente a la belleza del mundo. Tras al ancho ventanal,
extasiados frente a la despedida de la tarde, comprobaron cómo difusos
destellos lumínicos atravesaban las nubes, proyectando sobre la mar, columnas
refulgentes de luces tibias. Al decaer sobre el horizonte, la tarde se fue
engalanando de suaves tonos naranjas y resplandores cobrizos. Llegaba la
calma junto al vaivén de las olas y la brisa marina. Atrás quedaba la caótica
desesperanza de la derrota, la frenética ansiedad de la persecución, el terror
ante los interrogatorios policiales. Finalizaba la tarde y regresó el hambre para
despertarlos. El farero, en pie desde el amanecer, ya había bajado dos veces
hasta el arrecife para pescar. Miguel Camilleri, atraído por el olor del pescado
que crepitaba en la sartén, fue el primero en llegar a la cocina.
Desde la desesperada salida de la isla, Carolina y Carlos no habían
encontrado el espacio adecuado para vivenciar devociones mutuas y ternuras.
La tensión clandestina había usurpado el lugar para la contemplación y el
abrazo. Su casa de las montañas había sido territorio de confluencia rebelde,
centro de operaciones para la conspiración y punto de encuentro para la
estrategia subversiva, pero allí, en aquel apartado lugar de la costa, a la sombra
del faro, se sentirían bendecidos por el rocío mañanero, arropados por el latido
recóndito y vital de la tierra, y abrazados por las luces púrpuras del anochecer.
Vivían resguardados por una extensa y abrupta línea rocosa azotada por el
continuo batir del oleaje; una mar habitualmente embravecida y salvaje; un
lugar ideal para quererse. Pero Carolina experimentaba que su felicidad no
sería completa mientras Lucía estuviese lejos. El recuerdo de su hija llegaba
junto al oleaje, ocupando la totalidad del agreste paisaje marino. Por la noche,
bajo el orbe oscuro y prodigioso, Lucía se presentaba en forma de pequeña
estrella solitaria. La tranquilizaba pensar que estaba protegida por su abuela y
que entre el calor de sus brazos nada le iba a pasar, pero la cercanía física
existente entre su hija y Emiliano no dejaba de generarle incertidumbre
El farero poseía una pequeña biblioteca, oculta en una trampilla secreta del
faro, y felizmente surtida con títulos afines a las vocaciones literarias de los
fugitivos. Durante la quietud de aquellos largos días buscarían el refugio en
los libros durante largas y abstraídas lecturas, que habían sido desplazadas en
los últimos tiempos de convulsión política. Las horas eran pacíficas y
sosegadas, punteadas por una calma de reflexivas pausas y acompasados
silencios. El incipiente sol de la mañana comenzaba su lento peregrinaje hasta
alcanzar la torre, y cuando su tibio resplandor comenzaba a penetrar por la
ventana, dejaban la casa para acudir a la llamada de las olas. Tras bajar hasta
los rompientes, emprendían largos paseos a través de la estrecha vereda que
circundaba la costa. El olor marino, como un regalo del cosmos, les llegaba
flotando en una niebla impregnada de algas, como un difuso velo de profundas
esencias virginales y nativas. El aire mañanero era una llamada ritual, el
impulso que les haría olvidar las miserias del mundo, para abrazarse al
recóndito latido que habita en el silencio. A Carolina sólo le faltaba la
presencia de su hija para que la felicidad fuese completa.
Miguel Camilleri era un solitario entre aquel aislamiento. Amante de los
lugares apartados, era un joven idealista de ademanes ceremoniosos, que,
desde el amanecer, se deslizaba sobre los rompientes para pasar gran parte del
día pescando o rebuscando moluscos entre los retorcidos riscos de la costa.
Aquel lugar le traía a Camilleri memorias de una infancia viajera, en la que se
había visto obligado a recorrer los diversos destinos militares de su padre
republicano. Guardaba de aquel pasado el recuerdo imborrable de los prados
asturianos y la soledad salvaje de la costa cantábrica, de notable parecido con
los rompientes del faro. Todo el grupo era de mañas solitarias, desde el seco
distanciamiento del farero hasta la impasible mudez de Camilleri. Sólo
intercambiaban algunas frases durante las comidas nocturnas o entre los
casuales encuentros de la costa. Las horas se iban lentamente entre las
excursiones marinas, las lecturas sosegadas y las visiones púrpuras del ocaso,
bajo el nervioso vuelo de las incansables gaviotas.
Eustaquio Alvarado era un funcionario infiltrado, uno de los miles de
activistas que colaboraban con la resistencia. El faro formaba parte de la
amplia red subversiva, un refugio para fugitivos huidos. Por allí habían pasado
cientos de militantes que, pasada la alarma persecutoria, volvían de nuevo al
activismo rebelde. Eustaquio se había especializado en un trabajo de
colaboración secreta con la organización; no estaba allí sólo por el oficio,
representaba un destacado papel en la red clandestina. Hijo de padres
extremeños emigrados a Francia, era oriundo de La Roque-Gageac, en la
región de Aquitania, por lo que hablaba un francés nativo y ágil. Había
aprobado las oposiciones de farero gracias a las consecuencias indirectas de un
tic nervioso que lo acompañaba de nacimiento, un pronunciado temblequeo
que, en ocasiones, le asaltaba de manera inesperada. Entre las casuales
tertulias nocturnas, a la luz de alguna hoguera y entre el jolgorio del grupo,
confesó que el día en que le examinaron para ese oficio había ocultado apuntes
del temario entre los pliegues de la ropa, anotaciones que fue sacando con
disimulo para copiar entre la abarrotada concurrencia de la sala, pero eran
papeles difíciles de volver a ocultar, ya que al ser el último en terminar se
había convertido en el foco de todas las miradas. En un momento determinado
fingió ser atacado por los nervios y, como invadido por el mal de San Vito, tiró
las copias que lo delataban al aire, mezclándolos con los papeles del examen.
En medio del revuelo, incluso el profesor acudió para ayudarle a recoger, sin
sospechar que se estaba convirtiendo con ello en colaborador ocasional del
tramposo. A Eustaquio, el faro le había convertido en un Quijote solitario entre
aquellos pedregales aislados, pero tenía claro que un hombre sólo no es nada si
no se apoya en un proyecto colectivo. Siempre estuvo convencido de la
necesidad de servir a la causa rebelde. Su padre había sido ajusticiado por la
policía de la dictadura, arrojándolo por la ventana después de terribles torturas.
La soledad del faro y el fragor del oleaje eran una fuente de reflexión
permanente, y Alvarado había logrado reconducir el odio vengativo por la
muerte de su padre hacia un frío y estratégico combate colectivo, dándole, así,
más fuerza y eficacia a su resentimiento.
Camuflados entre el anonimato de las calles, ganar el apoyo de la
población era un objetivo clave. En parte lo habían conseguido. El régimen
organizaba continuos actos de desagravio ante los frecuentes actos de
resistencia. El descontento social crecía al ritmo con el que se incorporaban
nuevos miembros. Las células clandestinas, consecutivamente desmanteladas,
eran nuevamente recompuestas con unidades no controladas por los servicios
de seguridad. Alvarado se había librado de las sospechas gracias al camuflaje
entre el paisaje virgen de aquel faro. El rastro de los perseguidos, que la
policía alternativamente había seguido, se perdía entre los bosques y
barranqueras indomables. Aquel era un refugio aparentemente seguro, pero no
se debía descuidar la vigilancia. Días después, sobresaltados por la tensión,
tendrían la ocasión de comprobarlo.

XIII

−Mi ma-má me- mi-ma, mi- ma-má me-a-ma. −Emiliano leía entre dientes,
al tiempo que garabateaba signos en una libreta.− Lucía, sintiéndose
importante y responsable en su papel de maestra, se mostraba muy dispuesta y
ayudaba a su padre en la tarea. El hombre sacaba la punta de la lengua entre
los labios apretados, al tiempo que aferraba torpemente el lápiz, como si
estuviese protegiendo un pajarito entre las manos callosas.
−¡No papá, la ele no lleva puntito encima, si le pones un puntito se
parecerá a una jota!
−Pero, ¿la que tiene el puntito no es una i?
−!Papá! Ya te lo expliqué ayer: la i es más chiquita, y no tiene rabito. −La
niña, resoplaba impaciente, mientras su padre, muy serio, la miraba entre
tímido y azorado.
−¡Yo no sirvo pa´ esto hija; soy más bruto que una piedra de la cantera; me
voy a preparar un palito pa´ hacerte un collarcito de madera−. Emiliano, con
gesto de fastidio, tiró el lápiz sobre la libreta y se levantó de golpe,
desesperado y harto de aquel suplicio.
−¡Pero papá!, ¿A dónde vas? ¡Quédate aquí te digo! ¡Tienes que completar
la tarea de hoy!− La niña le tiraba por la manga de la chaqueta, hasta lograr
que su padre, azorado, se sentase de nuevo.
−¡Mira, ves: hay que poner pala, si en lugar de una ele, pones una jota,
diría paja ¿lo ves?− La niña, con la seguridad de la que se siente útil, miraba a
su padre con ojos vivos y candorosa sonrisa, dominando, por completo, la
voluntad de Emiliano.
−La pala pesa más, ¿lo lees ahora?
−¡Es verdad!, ya lo leo; además, nunca podrá la paja pesar más que la pala;
¡la pala siempre pesa más que la paja!
−¡Bravo papá, lo conseguiste!− y la niña lo abrazaba, dándole besos,
mientras él, radiante, disfrutaba como un niño que está aprendiendo a andar.
−¡Tienes que tener paciencia conmigo, hija, mi cabeza es como las
garbanzas: hay que ponerlas en remojo pa´ que se ablanden. Empiezo a
comprender que esta clase de digestión hay que hacerla despacio. Hasta los
burros se comen las enredaderas rumiando, con paciencia…− La niña reía
satisfecha, escuchando a su padre.
Milagrosa, conmovida, disfrutaba feliz, con estas conversaciones entre la
pequeña maestra y su alumno. La mujer le marcaba la tarea diaria a Emiliano
y, mientras él la finalizaba, ella esperaba en la cocina leyendo un libro. Lucía
prefería renunciar al juego para poder ayudar a su padre; la niña era feliz
viéndole progresar.
−Doña Milagrosa: yo de ésto no sabía nada. ¡Y pensar que todas estas
cosas estaban aquí, en el papel; todo tan…guardao! − Emiliano, asombrado,
señalaba hacia el libro que leía Milagrosa: −Cuando uno es analfabeto, todos
los que saben leer se colocan por encima… y se aprovechan, como han hecho
hasta ahora los dueños de la finca, esos roñosos que solo quieren vivir bien a
espaldas de los isnorantes y desgraciaos como nosotros. Si no fuera por Lucía
yo no pensaría así. Ella es la que me empuja. ¡Y a ver quién le dice que no a
esa ardillita!… ¡con el carácter que tiene…!
−Emiliano, no se dice “isnorantes”; lo correcto es ig-norantes y los
“desgraciaos” abundan mucho, pero se pronuncia desgracia-dos. Pero
dejémoslo por hoy; mañana continuaremos…
Milagrosa se despedía con una sonrisa de paciente comprensión hacia la
tierna rudeza de aquel hombre, que vibraba de felicidad a medida que era
consciente de sus progresos; que comenzaba a percibir la dimensión de otros
espacios y tomaba conciencia de que existía un mundo oculto, más allá del
pueblo, la huerta y la taberna.
Al día siguiente, de forma casual, Emiliano y el Coyote se encontraron por
la calle:
−Y… bueno, yo no veo mal que tu apriendas cosas −dijo el Coyote−, pero,
¡carajo!, ya no hay quien te vea el pelo. Antes íbamos todos los sábados de
parranda, pero ahora el señorito éste está todo el tiempo ocupao, como si ya no
te acordaras de los amigos y tal…
−Mira, Martín: no se trata de eso, se trata de que en un momento de la vida
hay que saber salirse de las costumbres. No es bueno estar dando vueltas sobre
el mismo lugar; las mismas casas, los mismos amigos, la misma taberna… hay
más cosas, ¿compriendes? Ahora, mi ocupación principal es aprender cosas
junto a Lucía… y después, todo lo demás…, ella es, ahora, lo más importante
pá mí… Además, es quien me vigila pa´ que haga los ejercicios. Es mi
maestra; no le puedo decir que no…−reflexionaba.
−Yo eso lo entiendo, pero no se puede abandonar así…a los amigos…
Antes… siempre estábamos juntos… −se lamentó Coyote.
Emiliano, dándose cuenta de que a su amigo aún le faltaba trecho para
poder comprender ciertas razones, comenzó a despedirse:
−Ya lo entenderás algún día Martín; cuando llegue el momento… Ahora
me veo obligao a atender otras cosas, no sólo están las fincas, ni la taberna, ni
los amigos; hay que investigar y hacer otras cosas… así es la vida… cuando
uno escoge un camino no puede desviar uno la atención…, ni estar pa´un lao y
pa´otro…, comprende…
En la conciencia de Emiliano iban apareciendo pensamientos insólitos,
como si estuviese recorriendo caminos inexplorados, en los que se orientaba
por intuición. Tras superar el trauma que le había supuesto la partida de
Carolina y experimentar la progresiva llegada de Lucía a su vida, trataba de
integrar diferentes símbolos y significados, renovarse con otros conceptos,
experimentar la satisfacción de nuevos descubrimientos. A pesar de las
dificultades y contemplarse a sí mismo torpe en la comprensión de las
novedosas ideas, en algún remoto espacio de su conciencia percibía que esos
pensamientos no eran nuevos; vislumbraba que siempre estuvieron ahí,
esperando que algo o alguien los activase. No había roto del todo con el
espacio bullanguero de la taberna, pero en su nueva actividad mental aquel no
sólo era un lugar de evasión, también constituía un teatro para observar
actitudes que antes le pasaban desapercibidas. La taberna era la cita habitual
de una variopinta muestra del género mundano, desde los caracteres más
lacónicos, inexpresivos y ausentes, hasta los más charlatanes y gritones; un
lugar ideal para observar y analizar el comportamiento de los hombres,
reflexionar sobre el alma humana.
Quintín Rosales, apodado Vinagrito, era el eterno visitante de las cantinas,
uno más de los muchos borrachitos que merodeaban alrededor de las tabernas.
Vinagrito era el protagonista central de un permanente espectáculo de risas
entre la clientela; entretenimientos en los que él mismo colaboraba a cambio
de que le llenasen el vaso. En ocasiones le disolvían en el vino semillas
trituradas de pimienta, para divertirse con su desesperada necesidad de salir
raudo hacia el chorro público. Todos, en aquellas ocasiones, se asomaban a la
puerta, vaso en mano y entre carcajadas, para disfrutar con la loca carrera que
el infeliz emprendía en busca del agua de la fuente. En los últimos tiempos,
Emiliano visitaba el mostrador con menor frecuencia, pero seguía vinculado a
aquel abigarrado ambiente de humo, vino y escandalera. En el pasado, el
matarife había inaugurado la costumbre de echar pimienta en el vaso de
Vinagrito y era quien más se había destacado en las burlas hacia él, pero sus
bromas nunca llegaban a sobrepasar los límites de la ofensa: atravesarle el pie
pero sosteniéndole a continuación para evitar que se cayera, amagar con
derramar un vaso de vino por el interior de su camisa, o azuzar al perro
guardián del tabernero para que le vigilase en un rincón sin permitir que se
moviese durante un rato. En ocasiones, a modo de abrazo, lo zarandeaba al
grito de ¡enderécese, hombre! En los últimos tiempos había renunciado a
aquellas diversiones pasajeras, pero se mantenía vigilante para que nadie se
sobrepasara con él. Siempre se había sentido vinculado a aquel hombre. Una
actitud protectora le había empujado a acaparar el espectáculo de las bromas,
evitando con ello que otros parroquianos sin escrúpulos se excedieran con él.
Pero Emiliano ya no era el mismo: llevaba un tiempo sentándose sólo en una
mesa del rincón o en una de las esquinas del mostrador, apurando lentamente
la botella de tinto. Se pasaba las horas observando todos los detalles del
bullicioso ambiente y sin perder de vista las vicisitudes de Vinagrito. Los
presentes se extrañaban que el eterno bromista ya no participase en aquellas
actividades festivas, pero no faltaban sustitutos para dirigir la diversión, y
algunos bravucones sin escrúpulos, que se aburrían en medio de las horas
indolentes, se sobrepasaban con aquel infeliz para pasar el rato, Rosendo
Machado era uno de ellos.
Era un sábado por la tarde y Quintín Rosales tenía fiebre. En muchas
ocasiones, envuelto entre cartones y trapos, Vinagrito dormía en el trastero a
cambio de que ayudase en el negocio; mantenía el suelo limpio, fregaba los
vasos o ayudaba en el servicio de las mesas. La taberna casi era su hogar. Sólo
en ocasiones acudía a su refugio situado en los límites del pueblo, una especie
de chamizo abandonado sin puerta ni ventanas, con sólo dos huecos protegidos
con cartón y sacos de arpillera. El frío, las corrientes de aíre y, sobre todo, la
mala alimentación, habían hecho mella en el enclenque cuerpo, pero, puntual a
la llamada del vino, se presentaba a diario entre el mostrador y las mesas, a la
espera de que algún samaritano lo invitase a la dosis salvadora. Bonifacio, el
tabernero, no queriendo contribuir a alimentar su adicción, nunca lo invitaba a
beber, sólo le permitía dormir allí a cambio de su ayuda. Una vez que el
negocio cerraba, Vinagrito quedaba confinado dentro del trastero, sin acceso
posible a las botellas de la taberna. En ocasiones, a hurtadillas, se bebía el
resto de los vasos que a medio consumir quedaban sobre la barra o las mesas.
Aquel día, a duras penas, había podido llegar hasta la taberna. Debilitado por
la fiebre, llevaba toda la tarde recostado sobre una mesa junto al vaso vacío,
hasta que a Rosendo Machado, ante la expectación de todos, se le ocurrió
derramar una jarra de agua fría sobre su cabeza para despertarlo. Al levantarse
de golpe y tropezar con la silla, Vinagrito cayó hacia atrás, desplomándose
como un saco sobre el serrín del piso, y allí quedó, tendido y lastimado por el
fuerte golpe. Todos reían, todos menos Emiliano, que contemplaba muy serio
la escena desde su mesa del fondo. A pesar de que el caído seguía dolorido en
el suelo, Machado, lejos de ayudarle, descargó el resto de la jarra sobre sus
pantalones.
−¡Mira, ahora sí parece que te measte too, cochino! –dijo entre carcajadas
−. Sintiéndose admirado por su ingenio, y apoyado por la risotada general,
animaba a los presentes a participar del espectáculo.
Emiliano se levantó sereno y en silencio, se acercó al caído y le ofreció una
mano para auxiliarle.
−¿Estás bien, Vinagrito? −dijo con voz firme y segura.
Un silencio glacial se hizo en la taberna; todos quedaron cortados por la
sorpresa, pero Machado no estaba dispuesto a que le robasen el protagonismo.
−¡Ahora resulta que tenemos una hermanita de la cariá en la cantina!;
¿dónde dejaste el hábito, hermana? –preguntó Machado, mirando a Emiliano,
y dirigiendo, a continuación, la sonrisa pícara hacia la concurrida sala
buscando la aprobación general, pero sólo se escucharon algunas risas
dispersas.
Todos los presentes conocían bien el carácter de Emiliano, sabían que
Machado jugaba con fuego y que había activado un volcán que se encontraba
a punto de estallar. En condiciones normales nadie se atrevía a desafiarlo, pero
Rosendo Machado era un bravucón de carácter altanero y presumido, un
fanfarrón desafiante que no pasaba de ser un bocazas. Aquella tarde estaba
envalentonado por el trago y se confió, al suponer que el cambio en el estado
de ánimo de Emiliano también había rebajado su agresivo y conocido
temperamento. Cuando, aún sonriente, el bromista volteó la cara hacia
Emiliano, se encontró con una respuesta que no esperaba: un brutal cabezazo,
recibido en plena mandíbula, hizo que se desplomase como un fardo. Sin
mediar palabra, entre un cortante silencio, y dejando atrás al caído, Emiliano
caminó entre las mesas para salir a la calle sosteniendo el cuerpo renqueante
de Vinagrito.
−Vamos a casa, amigo, te dejaré ropa seca y te tomarás un plato e sopa.
También debe haber algún jarabe pa´ bajarte la fiebre −le dijo al oído, al
tiempo que le mantenía en pie agarrándole por la espalda.
Machado despertó minutos más tarde sin tener clara conciencia de lo que
le había pasado.
Emiliano había acordado con Milagrosa que Lucía iba a pasar la tarde con
ella en la avenida de los Nogales, aquella arboleda que antaño había sido el
paseo preferido de su madre. Cuando los dos hombres llegaron, la vivienda
estaba vacía y silenciosa.
−¡Busca asiento, Quintín, ahora mismo te caliento una sopa; a ver si
encuentro un jarabe pa´ bajarte esa fiebre! −gritó Emiliano, al tiempo que
rebuscaba en un pequeño armario en la habitación de Lucía−. Vinagrito, entre
sorprendido y asustado, desacostumbrado a las atenciones, no se atrevía a
entrar y permanecía de pie junto al portón, observando inquieto y tratando de
convencerse de que no estaba siendo objeto de otra broma. Recordaba todas
las ocasiones en las que Emiliano había participado en las burlas hacia él... −
¡No te voy a hacer nada, hombre!, ¡pasa tranquilo!; por hoy ya has tenío
bastante, ahora sólo toca sopa y jarabe; ven a secarte junto al fogón; la verdad
es que pareces un perrillo escapao del aguacero. Siéntate, voy a buscarte ropa
seca, –lo animaba, afable, tratando de ganar su confianza.
−¿Y too esto por qué, paisano? No estoy acostumbrao a tantos cuidaos, ni
que naide me invite a su casa. ¿No será otra trastada pa´ reírse de uno…?
−preguntaba intranquilo.
Mientras el dueño de la casa descolgaba ropa del tendedero, Quintín
inspeccionaba con la mirada todos los rincones. Con inquieta mirada y ojillos
brillosos, tímido y desconfiado, miraba a todos lados sin perder de vista el
portón de la calle, por si había necesidad de salir corriendo.
−Tranquilo Quintín, no soy tan…amargo. Aunque sé que tienes razones
para mandarme pal carajo ¿Sabes?, ahora me arrepiento de todas las trastadas
que te hice, pero no pienses que eran de desprecio; aunque no me creas no me
burlaba de ti: marcaba una raya pa´ que los otros no se sobrepasaran. Nunca he
tenio la cabeza bien colocada sobre los hombros, ¿sabes? y he metio la pata
muchas veces, y no sólo contigo. Yo andaba como encogio… ¿me entiendes?;
como en un pozo oscuro. Cuando uno anda en un pozo solo ve la oscuridad.
Hay un refrán que dice: todo pecador lleva la penitencia del pecado que
cometió, o algo así. Me acuerdo de cuando iba a misa, de cuando escuchaba
con mi mujer aquellos responsos del cura…Claro que en aquellos momentos a
mi sólo me interesaba ella, pero se me quedó ese refrán… de aquella época. Y
ahora lo pienso y digo que hay razones en ese refrán…Pero yo nunca he sio un
buen cristiano…, y sigo sin serlo. –dijo torpemente−. Desacostumbrado a
aquel vocabulario, le parecía que estaba usando un lenguaje prestado, ajeno a
sí mismo.
Cuando Vinagrito apareció embutido en la ropa prestada, Emiliano
disimuló la expresión: a la camisa le sobraba tela por todos lados; gran parte
de las mangas colgaban sueltas y tenía que sujetar los pantalones para que no
se le escurrieran hasta el piso. Parecía un niño con el traje de un adulto. A
pesar de la grotesca apariencia, Emiliano mantuvo la compostura: quería que
el hombre ganara confianza y no sospechara de sus buenas intenciones.
−Creo que…me quea…un poco grande esto, paisano −murmuró.
−Ya sabía que la ropa no iba a ser de tu medida, pero se ha hecho muy
tarde y no hay tiempo pa´ que se seque la tuya. Con esa pinta no podrás salir a
la calle; algunos que yo me sé harían una fiesta. Viendo la hora que es me
parece que esta noche vas a tener que dormir aquí…
En la casa no sobraba espacio, pero Emiliano sabía que Vinagrito sólo
precisaba de una manta para acomodarse en cualquier rincón. Quintín seguía
desconfiado y no parecía convencido.
−Yo no quiero molestar, paisano. Me he acostumbrado a estar solo; llevo
años así y uno termina arregostándose a esta via de soleá y miseria. Con poca
cosa se conforma uno, un cacho e pan, una lata sardinas y un buche e vino y…
basta… ¿pa´ qué más, paisano?, totá… ya me quea poco en este convento…
yo le estoy agradecío por la atención; si usted me permite saldré con esta
misma ropa a la calle; se la devolveré lavada…; a mí me da lo mismo; lo que
menos me importa es la estampa… de cualquier manera siempre se van a reír
de uno… −concluyó resignado.
−No digas eso, hombre; no seas tan…rendío… tan… manso −susurró
Emiliano, tratando de dar un consuelo.
Milagrosa pasaría a avisar que aquella noche Lucía se quedaría a dormir
con ella en su casa. La maestra lo gritó desde el portón de la entrada, por lo
que ni ella ni Lucía sabrían que Vinagrito se encontraba en la vivienda en
aquel momento.
En la soledad de la casa vacía, Quintín y Emiliano alcanzarían la
madrugada en una amplia confidencia de mutuos desengaños y largos pesares.
Un pasado cargado de vacíos y la experiencia mutua de amores perdidos, de
pasiones muertas bajo el frío de la indiferencia, el menosprecio y el rencor.
Quintín confesaría las amarguras de una separación, nacida también desde su
temprana predilección por los amigos, por otras mujeres y por el vino de las
cantinas, junto al progresivo desinterés hacia la mujer que lo amaba.
Recordaría la aflicción que le había supuesto la partida definitiva de su amor,
encontrarse sólo frente a la casa vacía y, desde aquel momento, con una herida
abierta, destruyendo para siempre todas sus esperanzas. Después, el vacío
absoluto, la soledad horadándole el cerebro, descubrir que vivir no es nada si
no hay un motivo para ello; sólo esperar a que el propio cuerpo desaparezca
para siempre ante un milenio de sombras sin aurora. Y después, la desidia
total, las borracheras como único recurso para ahogar la aflicción, el abandono
de sí mismo, convirtiendo la cantina en su hogar tras perder la casa y el
trabajo. Vivir el menosprecio, la indiferencia y el rechazo, convertirse en un
payaso de las tabernas, en un entretenimiento para otras almas sin sustancia,
mendigando un trago a cambio de las humillaciones y el desprecio.
−Ninguna de esas ofensas y burlas importa, paisano, al lao del dolor que
me trae el recuerdo de mi mujer. Arrastro de manera justa el pecao de haber
pensado sólo en mí, olvidando a quién tenía a mi lao –confesó Quintín con la
voz quebrada.
Al experimentar que, tras tantos años de menosprecio y maltrato, alguien le
prestaba atención, Quintín Rosales se abrazó a un lamento largamente
arrinconado y comenzó a brotarle un reprimido sollozo de ansiedades y penas
viejas
Emiliano, aquella noche, recordando las ocasiones en las que en la taberna
se había burlado de él se sintió pequeño, sin relieve frente a la transparente
grandeza de aquel hombre que era capaz de ponerle palabras de forma certera
a una pena similar a la suya. Con su confesión, Quintín Rosales no sólo le
estaba ayudando a descifrar el origen de sus propios vacíos y ausencias, sino
que le colocaba frente al espejo de su crónico egoísmo. Terminó sorprendido
por la similitud existente entre la cruda experiencia que le revelaba Vinagrito y
la de su propio pasado.
Aquella noche Quintín dormiría sobre una cama que Emiliano improvisó
en el piso de la cocina de su casa, al calor de unas torpes palabras de consuelo
y una vieja trapera de retales.
Lo primero que hizo Emiliano cuando despertó, fue dirigirse a la cocina
con intención de hacer café y saludar a Quintín, pero sólo encontró las mantas
dobladas sobre una silla y los platos fregados sobre la pila. Extrañado, se
asomó al camino y lo vio sentado sobre el canal. La mirada de Rosales se
perdía entre los resplandores cobrizos que ya despuntaban tras los cerros.
−Buenos días, amigo −dijo Emiliano.
−Buena mañana, don Emiliano –murmuró Quintín con tono relajado.
−¿No quedamos anoche que ya está bien de ese respeto exagerado? Yo no
soy más importante Quintín… basta ya de esos dones con los que me tratas
−arguyó Emiliano con tono grave.
−Está bien, paisano, le estoy agradecío –asintió Quintín.
Milagrosa y Lucía llegaron a media mañana custodiadas por Sulki, que
movía el rabo al reconocer a Emiliano. Los dos hombres todavía estaban en el
exterior de la casa, sentados en el canal. Era domingo, y la niña quería volver
al Paseo de los Nogales, pero esta vez pedía que su padre la acompañase.
Emiliano no se negaba a nada que le pidiese su hija.
−Ven acá Lucía, te voy a presentar un amigo; se llama Quintín; anoche
durmió en casa. Es un buen hombre.
La pequeña le observó unos segundos; el resplandor mañanero ya
remontaba los riscos y se reflejaba en los suaves mechones rojizos de la niña.
Los ojos verdes de Lucía resplandecían sobre la llanura, salpicada de
plantaciones agrícolas.
−¡Hola señor! –saludó sonriente.
−Buenos días, Lucía –contestó, algo azorado, Quintín.
Emiliano, Quintín y la niña emplearon toda la mañana del domingo en
recorrer, en varios paseos de ida y vuelta, el largo camino adornado de nogales
que daba entrada al pueblo. Milagrosa se excusó en que tenía que hacer tareas
domésticas y no les acompañó. Durante el paseo, Lucía se interesaba por cada
flor y por cada pajarito o mariposa que revolotease a su alrededor. Estudiaba el
trabajo de las hormigas, se entretenía observando el recorrido de los caracoles
o husmeaba, curiosa, en las madrigueras de los conejos. Los dos hombres, en
los intervalos de su conversación, observaban a la pequeña, que no cesaba en
su perseverante curiosidad de reconocerlo todo. En el pueblo dominaba la
común idea de que las manifestaciones de la naturaleza eran algo simple y
habitual, no era habitual que una niña mostrase tanta predilección por recorrer
el campo. Lucía, una y otra vez, insistía en caminar por veredas y senderos
para disfrutar con cada latido de la tierra.
Mientras paseaban y observaban a la pequeña en su abstraída curiosidad,
Emiliano se extendía en halagos hacia su hija: Ella es quien me puso a flote de
la marea que me ahogaba. Yo me estaba menguando de amargura y fue ella
quien me rescató de esa perdición… A medida en que avanzaban en sus
mutuas revelaciones, brotaba una leve sensación de complicidad, la sutil
emoción que antecede el descubrimiento de un pasado común. Los dos habían
crecido en una sociedad herida, un mundo marginal de vidas rotas que los
había arrojado a la exclusión.−Hace muchos años me marché a Cuba –
reflexionó Quintín con la vista perdida entre los nogales−; disprecié lo que
tenía, olvidé a mi mujer y a los hijos y aquí se quedaron, en la miseria y el
abandono. Pero ahora soy yo el abandonao, y ya ve, aquí estoy, purgando esa
pena…
−Mi madre murió hace tiempo –musitó Emiliano, al tiempo que seguía el
vuelo de una bandada de golondrinas−. Los hermanos que conocí andan
regaos por esos campos; a uno me lo encontré una vez cuidando ganao en las
montañas; estaba como desnutrio y asalvajao; yo lo reconocí y él a mí
también, pero apenas hablaba; dijo que se le había olvidao como se habla con
la gente. De mi padre… no sé, nunca lo conocí. Mi madre decía que se
llamaba Apolonio y se marchó a Cuba. Él se fue cuando yo tenía un año o
así… Mi madre estaba muy resentia con él por habernos abandonao. A lo
mejor, tú lo conociste en Cuba, Vinagrito…
−Casualmente lo conocí… –susurró Quintín –pero de aquel hombre ya no
quea na´…
−¡Papá, ven para que veas!: en este árbol hay un nido de mirlitos, su mamá
les ha traído comida –gritó la niña interrumpiendo la conversación.
−Bueno paisano: yo me voy, le estoy agradecio por todo; es usted un buen
hombre y no olvidaré lo que anoche hizo por mí −musitó Vinagrito con la
mano extendida−. Emiliano se acercó y, tras estrechar su mano, lo abrazó.

XIV

Victorino acudía puntualmente a la cárcel. Para Encarna, la presencia de su


marido era un anhelado soplo de energía, el momento más esperado del día.
Todo el sentido de su vida se concentraba en el horario de visitas. Sólo él
llenaba su existencia. Lentamente, como el humo de un fuego apagado, el
resto del mundo había ido desapareciendo de su horizonte vital y como un
recurso que posee el alma para soportar el ramalazo del odio y el
resentimiento, hasta el dolor dejado por el recuerdo de su hija se había
desdibujado en la distancia. La cárcel era sólo un escenario, un simple
decorado, un lugar grisáceo, desvitalizado y vacío que sólo adquiría forma
cuando llegaba Victorino. Para hacer frente al tormento que le había dejado el
secuestro de su nieta, su mente se había olvidado del mundo. Durante los
primeros meses de encierro, concentrada en el recuerdo de la niña, quedó
varada en un tránsito indefinido, un camino cercano a la demencia. Hubiese
preferido el dolor físico frente al sórdido desencanto de la impotencia y la
derrota. Saber que su nieta estaba secuestrada por aquel monstruo, por aquel
maltratador sin escrúpulos, había supuesto un padecimiento tan demoledor que
llegó a sentir la ansiosa necesidad de desconectarse de la vida. Con frecuencia
llegaba el desvanecimiento, la solución que tiene la naturaleza humana para
superar los estados mentales más críticos. Se golpeaba la cabeza frente a las
paredes y se desmayaba cuando caminaba hacia el comedor o las duchas. Pero
aquel día su marido le traía un regalo: la primera carta que su nieta Lucía le
enviaba a la prisión. Cuando Victorino se encontró con aquel sobre de trazos
infantiles se preguntó quién lo habría deslizado bajo su puerta. Fue más tarde
cundo llegó a la conclusión de que sólo Emiliano podría haberlo hecho.
La aportación de Milagrosa a la educación de la niña no sólo estaba
concentrada en las letras; desde los primeros momentos la maestra también
supo de la sed de abrazos y caricias que demandaba la pequeña y se había
propuesto responder a ese vacío. Sobre un viejo mueble de la cocina colocó un
marco con las fotografías de Encarna y Carolina con el propósito por mantener
vivo el recuerdo de sus rostros en la mente de la niña. Había decidido no llevar
a la pequeña de visita a la cárcel; sabía que tras cada encuentro la nueva
despedida reabriría nuevamente las heridas, lo que significaría un nuevo y
doloroso golpe para la abuela y una experiencia traumática para la pequeña.
Pero en el afán de Milagrosa por mantener encendida la llama de los
recuerdos, maestra y alumna hablaban con frecuencia. La niña se emocionaba
de impaciencia ante el encuentro inminente con su abuela.
Encarna, con los ojos humedecidos, se quedó contemplando los dos
corazoncitos que Lucía había dibujado junto a su nombre, unos desiguales e
inseguros trazos con los que la niña quiso adornar el sobre. Nítidamente, en su
mente reapareció el rostro luminoso de su nieta correteando entre el patio y la
tienda, lúcido pasado en el que la niña colmaba toda su existencia, de forma
especial tras el vacío que le había dejado la marcha de su madre.
Abuelita: te echo mucho de menos. Milagrosa me dijo que pronto te podré
dar muchos besos y podrás acompañarme al Paseo de Los Nogales. Allí hay
muchos animalitos, hormiguitas, escarabajos, conejitos y lagartos que me
gustan mucho. Siempre hay pajaritos que cantan y me conocen, y se acercan
para que yo les dé miguitas. Abuelita, Milagrosa me ha enseñado a escribir y
ya sé sumar un poquito. Yo le ayudo a mi papá para que también aprenda a
escribir. Mi papá es muy bueno y me lleva siempre de paseo a ver a los
pajaritos. Dice Milagrosa que tú estás enfadada con mi papá, pero él no está
enfadado contigo. Papá dice que tú no quieres verlo, pero que cuando vengas
al pueblo él me acompañará hasta la puerta de tu casita y después se marchará
para que tú no te enfades con él. Abuelita yo no quiero que te enfades con mi
papá, así podrás venir a mi casita y podré enseñarte mi colección de hojitas de
árboles y flores que me gustan mucho. Te quiero mucho. Muchos besitos.
Adiós abuelita.
No sabía que pensar. Si existía una palabra que definiese su estado de
ánimo tras la lectura de aquella carta, ésta era desconcierto. Encarna soltó los
brazos derrotados sobre los muslos, dejó que la carta cayese al suelo, se
derrumbó sobre el espaldar de la silla y entró en un prolongado silencio, como
aturdida por la sorpresa y la inesperada noticia de que su nieta estaba siendo
bien tratada por Emiliano. Jamás lo hubiese creído, pero era la propia Lucía
quien lo estaba afirmando. Por un momento pensó que en una de sus viejas
tretas aquel bribón estaba forzando a la pequeña para que escribiese un falso
relato, pero descartó esa idea. Bajo coacción la niña no se hubiese expresado
con aquellas frases cargadas de ternura.
−¿Quién es Milagrosa? −preguntó Encarna a su marido, mientras se
recomponía y recogía la carta del suelo.
−Una clienta me dijo que es la maestra que da clases a la niña. Tú la debes
conocer; es la señora bajita que vive sola en el callejón trasero a la iglesia; la
funcionaria jubilada −contestó Victorino, mientras enarcaba las cejas y
gesticulaba para hacer recordar a su mujer.
−No caigo, pero la veré cuando salga. Ya sólo me queda un mes en esta
cueva –susurró Encarna, mientras fijaba la vista en los barrotes−. ¿Sigues sin
querer ver a tu nieta? −preguntó.
−Déjame que asimile las cosas. Todo tiene su momento –musitó Victorino
reflexivo, mientras bajaba la mirada.
Encarna no dormiría aquella noche. Sobre el camastro, envuelta en la
manta, pasaría las horas con la vista fija en el encuadre de estrellas que
relucían a través del ventanuco de la celda. Por su mente desfilaron imágenes
de su seres más queridos: Carolina, Lucía, Victorino, pero, además, el eterno
intruso que amargaba su existencia: el siniestro rostro de Emiliano también
surgía de sus recuerdos dibujando aquella turbadora expresión que tanto
aborrecía. En la carta, su nieta le cuestionaba los motivos de aquel viejo
rechazo, y aquella frase suya: mi papá es muy bueno, la había desconcertado.
Percibió que la niña estaba abriendo una grieta en el contundente desprecio
que sentía hacia aquel hombre. Su interior era una lucha, pero su alma
precisaba de aquel visceral repudio, necesitaba alimentar los recuerdos
tormentosos que guardaba recordando las nítidas imágenes de humillación y
maltrato que había sufrido Carolina. Se aferraba a la convicción de que nada
bueno podría salir de aquel rufián, pero era su propia nieta quién ahora se lo
estaba rebatiendo, la que nunca imaginó que pudiese llegar a hacerlo.
Sometida por las dudas decidió investigar por sí misma una vez recobrase la
libertad.
La finalización de su condena transcurriría desesperadamente lánguida y
pausada. Durante el último mes las horas se sucedieron lentas en medio de las
eternas, plomizas e interminables tardes. Ávida de libertad, una desesperante
ansiedad la fue enredando en un torbellino de suspiros y congojas. Los últimos
días, deseosa como nunca de encontrarse con el sol y la brisa, su conciencia
sólo sería ocupada por el deseo de abrazar a su familia, sus seres más amados,
los nombres más queridos. Las horas finales dibujaron los rasgos de la
solidaria convivencia carcelaria, símbolo inequívoco de la fraternidad que
surge cuando se comparte un dolor.
El último día el sol la acompañó desde el patio de la cárcel. Entre lágrimas,
las presas le hicieron un pasillo de despedida. Cuando el portón se cerró,
Encarna fue consciente del desamparo en que dejaba a sus compañeras presas.
Al compungido lamento de amargura por las vidas que dejaba atrás se sumaría
el sollozo de emoción brotado desde la libertad que recobraba. A orillas de la
carretera esperaba la vieja camioneta Chevrolet que Victorino había comprado
recientemente para el servicio de la tienda. El motor de la Chevrolet
ronroneaba sereno, como en inquieta espera por rodar a su destino. El corazón
de Encarna también galopaba de impaciente ansiedad.
−Sácame de aquí, Victorino, me siento culpable de que me liberen a mí
sola. Pobrecitas mis niñas; ¡cuánto dolor dejo atrás! −gimió, sin poder reprimir
las lágrimas, mientras fijaba la vista sobre el portón ya cerrado del Perpetuo
Socorro.
−En lugar de endurecerte la cárcel te ha hecho más blanda, te pasa
exactamente lo contrario que al resto del mundo –murmuró Victorino mientras
ponía el vehículo en marcha.
Se mantuvo ausente durante todo el recorrido, respondiendo apenas a los
intentos de su marido por rellenar los silencios. Él preguntaba pormenores de
la cárcel, detalles relacionados con la calidad de las comidas o el trato de las
funcionarias, pero ella contestaba con simples monosílabos o movimientos de
cabeza. Mientras la camioneta avanzaba entre los cercados contemplaba el
paisaje para reconocer cada árbol, cada jardín, cada recoveco del camino. Era
el mismo escenario que había dejado dos años atrás, pero en aquellos
momentos quería liberarse a lomos de sus propios pensamientos, alejarse de
los espacios físicos para escapar del mundo. Miraba con otros ojos, instalada
en otra dimensión y con la sensación de haber subido varios peldaños en una
imaginaria escala de experiencias. Observaba a Victorino: concentrado al
volante, su marido le resultaba más vulnerable, sin aquel halo de autoridad con
el que siempre lo había visto; ahora le resultaba humano y frágil, desposeído
de aquella mirada inquisitiva y dura.
−Te noto ausente Enca; ¿no estarás enamorada? −preguntó Victorino para,
por fin, sacarle una sonrisa; su primer gesto apacible tras recobrar la libertad.
−Sí, me enamoré de un gato que merodeaba entre las celdas, no creo que
haya otro mejor que él, pero fuera de la cárcel me esperaba otro gato, aunque
éste es más arisco y fiero –dijo remarcando la frase sin dejar de observar a su
marido. Él sonrió en un gesto de tímida complicidad.
El reencuentro con su casa no dejó en Encarna motivos para abandonar la
sensación áspera con la que había abandonado la prisión. Durante todo el
camino su marido, de reojo, no había dejado de observar su expresión sombría
y ausente, pero confiaba que la entrada en la vivienda llevaría otra luz a su
rostro. En ausencia de su mujer había llevado a cabo tareas de limpieza básica
como una simple y rutinaria necesidad, pero no había acertado con la
decoración para lograr un ambiente de acogida. Fue consciente de que algo no
iba bien cuando, tras abrir la puerta, observó la expresión de desencanto en el
rostro de su mujer. Tras la breve inspección, Encarna se desahogó.
−Esta casa parece una prolongación de la prisión. Es fría y desesperanzada,
desapacible y ruinosa; no estoy dispuesta a deprimirme más ahogándome en
esta cueva. Sólo le faltan rejas para que se parezca a la cárcel
La contundente frase dejó en el rostro de Victorino una expresión grave y
severa. Con las cejas enarcadas, su mirada era una mezcla de desilusión y
sorpresa.
−Pues… no sé qué se podría hacer… −balbuceó, confuso.
−Introducir luz en este agujero. Mañana mismo nos ponemos manos a la
obra −decretó segura.
Victorino protestó débilmente cuando su mujer le encargó la lista de tareas
que harían la casa más habitable.
−Toda esta obra no se podrá llevar a cabo sin cerrar la tienda −rezongó.
−Pues se cierra –ordenó ella.
−¿Y de qué viviremos?
−De lo que tenemos almacenado –afirmó convencida.
El cartel de cerrado por reformas permaneció colgado en la puerta de la
venta durante varios días. En ese tiempo Victorino se dio a la tarea de pintar
todas las paredes de la casa, revocar el viejo techo del trastero, clavetear las
derrengadas estanterías y preparar la abandonada explanada frente a la casa
para que Encarna se encargase de sembrar coloridos claveles, podar los rosales
salvajes y sembrar con vistosas petunias las jardineras de las ventanas.
La casa se transformó. Durante el tiempo que había pasado en prisión
Encarna no dejó de pensar sobre el estado en el que encontraría su vivienda
una vez estuviese de regreso. Recordaba la batalla campal librada en el asedio
de la policía cuando se negó a entregar a su nieta. Conocía a su marido e intuía
que entre aquellas paredes permanecerían las huellas de aquel asalto. No se
equivocó. Victorino, siempre ausente a cualquier veleidad estética, sólo se
había preocupado de lo más básico: arreglar los cerrojos, reforzar los muebles,
cambiar algunas tejas y reafirmar las estanterías de la tienda,
despreocupándose de lo que consideraba más innecesario, como cambiar las
cortinas rotas, adecentar la fachada o eliminar el moho verdoso que la falta de
luz había dejado sobre las paredes. Introducir de nuevo la vida en la casa fue
una terapia para Encarna. Concentrada en convertir en un vergel la explanada
exterior, pasaría varias mañanas entre los canteros preparando el terreno,
plantando gajos de plantas o removiendo y abonando la tierra. Por la tarde,
sumida en tareas de decoración interna, cosería y cambiaría cortinas, pintando
con dinámicos colores puertas y ventanas o tapando el gris de los sillones con
gruesas telas de tonos chillones.
−Esto va a parecer un carnaval −protestó Victorino
−Siempre es mejor un carnaval que un cementerio –respondió Encarna,
con reproche.
Él la observaba callado, sin atreverse a la réplica. Era plenamente
consciente de que su mujer estaba desafiando su autoridad desde que había
salido de prisión, pero consideraba que era el precio que debía pagar para que
ella pudiese recuperar la dignidad robada. Por otra parte, las horas de soledad
y silencio, tras las traumáticas experiencias vividas, conducían el pensamiento
de Victorino a través de parcelas inexploradas, distanciándole de la tentación
impositiva.
Durante las horas dedicadas a la preparación de los canteros, Encarna no
dejaba de mirar hacia el camino que conducía hasta su casa. Vivía con
nerviosa inquietud la posibilidad de ver aparecer a su nieta entre los setos que
bordeaban la plaza. Experimentaba sentimientos contrapuestos: por una parte
el imperioso afán de reencontrarse con Lucía, por otra, el virulento rechazo
hacia Emiliano. Sólo pensar que él pudiese aparecer acompañando a la niña le
agriaba el carácter. Pasaba las horas inquieta, debatiéndose entre el temor de
tener que encontrarse con aquel detestable individuo y el ferviente deseo de
abrazar a su nieta. Había descartado visitar la casa en la que vivía la pequeña;
el rechazo hacia Emiliano eliminaba esa posibilidad. Pasados varios días desde
su liberación, la intuición le decía que de un momento a otro tendría noticias
de la niña.
El brillo matinal resplandecía sobre los estanques de las huertas cercanas y
una brisa suave cantaba entre las jacarandas de la plaza cuando Encarna vio
que dos figuras se acercaban por el camino. De inmediato reconoció a Lucía,
que avanzaba dando saltos por el estrecho sendero. Una persona adulta la
acompañaba. La abuela respiró aliviada: quien tomaba de la mano a la
pequeña era una mujer. A medida que se acercaban su corazón galopaba, ávido
de ansiedad.
Con los ojos encharcados se levantó desde el cantero. La niña, al verla, se
soltó de la mano de Milagrosa y corrió sonriendo hacia su abuela. Fue un
abrazo intenso, apretado y cálido. Encarna deseó que aquel contacto no
acabase. La niña, vestida con una falda blanca y una blusa a cuadros, olía a
perfume de azahar; la abuela emanaba fragancias de rosales y geranios.
Cuando Milagrosa llegó hasta el jardín abuela y nieta seguían abrazadas.
El rostro de la maestra dibujaba una expresión de satisfecha ternura.
−!Abuelita, tenía muchas ganas de verte!
−!Y yo, tesoro!, llevo días sin dormir esperando este momento.
Sin soltarse del abrazo, Encarna volvió la vista hacia Milagrosa, que seguía
disfrutando de la escena.
−Buenas días señora, ¡gracias por traerme este soplo de vida! –exclamó
Encarna tras una luminosa sonrisa
−Hubiésemos querido venir antes, pero he tenido que ir unos días a la
capital para resolver unos asuntos sobre mi jubilación; por suerte todo está
aclarado –dijo Milagrosa, al tiempo que se abrazaban y estrechaban
calurosamente las manos.
Cuando entraron en la casa Victorino acomodaba mercancías en las
estanterías de la tienda. Receloso y apartado saludó con la mano a través de la
puerta interior que comunicaba la vivienda con el negocio. Su mujer, con
gesto serio y contrariado, le hacía disimuladas señales para que se acercase,
pero él las ignoró fingiendo estar ocupado. Encarna estaba incómoda ante la
falta de hospitalidad y frío recibimiento de su marido, en contraste con la
desbordante felicidad que ella sentía tras el anhelado reencuentro con su nieta.
Lucía, sentada sobre las rodillas de su abuela, permaneció unos minutos
atenta a la conversación de las dos mujeres, hasta que terminó siendo atraída
por los vivos colores de las cortinas y telas de sillones que, pendientes de
colocar, se dispersaban a lo largo de la sala. La niña, tras dar varias vueltas
curioseando entre las telas y entretenerse removiendo la pintura de los
bidones, terminó traspasando la puerta que llevaba a la tienda donde se
encontraba su abuelo.
Victorino tenía perfecta conciencia de quién era aquella niña, y sabía,
desde que su mujer entró en la cárcel, que forzosamente aquel momento
llegaría. Pero expulsaba de su mente aquella certeza, como a quien le
incomoda pensar en una visita que no se desea. Durante años había repudiado
a la hija que lo había avergonzado, y aquella niña, fruto de aquel vergonzoso
embarazo, había formado parte de ese rechazo. El suyo era un resentimiento
antiguo y visceral, enraizado en la vieja moral que seguía marcado su vida.
−Buenos días, señor –saludó cándidamente Lucía, mirando hacia la altura
de la escalera donde Victorino se encontraba subido.
−Buenos días, niña… –las palabras de Victorino brotaron como un
murmullo seco y forzado.
−¿Estás ayudando a mi abuelita a poner la casa bonita?
−Sí –dijo secamente, sin girar la vista y aparentando estar concentrado en
la colocación de botellas.
−¿Eres amigo de mi abuelita?
Superado por la situación, Victorino resopló.
−Sí –balbuceó, como deseando no ser escuchado.
−Yo quiero mucho a mi abuelita. Ella dijo que me quedaré unos días aquí,
en su casita −el silencio de él, que seguía concentrado en su tarea, no desalentó
a la pequeña− ¿tú también vas a quedarte? –siguió interrogando Lucía.
−Sí; no me queda otro remedio –fue la respuesta de Victorino, en un
balbuceo casi inaudible, como si estuviese hablando para sí mismo.
−¿Eres tú el que va a pintar la casita? ¿Dejarás que te ayude? La llegada
salvadora de su mujer, que entró a la tienda precedida por Milagrosa, fue
providencial para Victorino, que, incómodo ante el voraz interrogatorio de
Lucía, ya se había equivocado varias veces en la colocación de la mercancía.
Encarna, afectada por la fría actitud que su marido había mantenido frente a
las invitadas, fue aún más implacable.
−Y este señor tan maleducado, que no es capaz de salir a saludar a sus
visitas, muy a mi pesar, es mi marido.
−No es que no quiera saludar, es que tengo prisa por terminar –masculló
Victorino, azorado y sin convicción.
−¡Pamplinas!, no me vengas a decir que la colocación de esas botellitas no
pueden esperar; a mí no me vas a engañar sobre la organización de la tienda –
Dijo Encarna con el rostro enrojecido.
Espoleado ante la recriminación Victorino decidió bajar la escalera para
saludar a Milagrosa. La maestra, ante la embarazosa situación, había
retrocedido unos pasos para regresar de nuevo al salón de la vivienda. La niña
la había acompañado, y hasta allí fue Victorino para disculparse.
−Usted perdone, soy un poco bruto y no estoy muy habituado a recibir
visitas.
−No se preocupe, le entiendo perfectamente. Le pasa lo que a mí. Por la
misma razón en el pueblo me consideran un bicho raro –lo tranquilizó
Milagrosa, con una sonrisa.
−Lucía, este señor es tu abuelo –dijo Encarna, implacable, decidida a no
dar respiro a su marido.
Con un nudo en la garganta Victorino se agachó hasta la altura de la niña y
sin decir palabra la besó en la mejilla. Sintió una extraña sensación, como que
se liberaba de una pesada carga.
−Ven pequeña, vamos a recorrer el resto de la casa; luego salimos al jardín
para que veas las plantitas de la abuela –dijo Victorino, dispuesto a enmendar
su áspero recibimiento y antes de tomar a la niña de la mano para alejarse
juntos por el pasillo.
−Quiero que me hable de mi nieta, me he perdido dos años de su vida.
Ardo en deseos de saber cómo ha logrado sobrevivir junto a ese indeseable –
inquirió Encarna, expectante, mientras acomodaba su silla frente al sofá donde
se sentaba Milagrosa.
La maestra comenzó su relato confesando que había aceptado la oferta de
Emiliano convencida de que acudía a la casa de un canalla, pero que, en su
reclamo para que enseñase a la niña, había visto una oportunidad para
protegerla. En el pueblo se conocía bien la historia: la pequeña había sido
arrancada de los brazos de su abuela por su propio padre, un sujeto ignorante y
borracho que sometía a su mujer a un constante menosprecio y maltrato. Se
comentaban detalles de la fuga de Carolina, siendo ampliamente conocido que
había escapado del acoso huyendo muy lejos. La maestra reveló que los
primeros días acudía a la casa de Emiliano con cierto temor, por lo que sólo
aceptó dar clases a la niña a condición de que él no estuviese presente en la
vivienda. A medida que pasaba el tiempo la tensión inicial se rebajó, hasta
terminar aceptando la presencia de aquel hombre durante el horario de clase.
Con expresiva satisfacción Milagrosa prosiguió su relato, reconociendo
que se llevó una gran sorpresa el día en que Emiliano le pidió que le enseñase
a leer. Dijo que a partir de aquel día, definitivamente todo cambió. En la casa
comenzó a respirarse otra atmósfera. Emiliano llegaba puntual del trabajo
mostrando mucho interés en el proceso de aprendizaje de su hija, hasta que él
mismo se colocó como alumno. Poco a poco fue abandonando la costumbre de
pasar largas horas en la cantina.
−En los últimos tiempos sólo alguna vez visita la taberna. La mayor parte
de su tiempo libre lo pasa en la casa compartiendo con su hija. Ha aprendido a
leer y escribir con el mismo método con el que aprendió la niña y disfruta
dejándose guiar por ella durante los ejercicios. En los últimos días, con una
voluntad fuera de lo común, está leyendo su primer libro: Nuestra Señora de
Paris, de Víctor Hugo, un tomo que había pertenecido a Carolina y que
encontró escondido en un viejo armario. No hizo caso a mi recomendación de
comenzar con un texto más sencillo, y a pesar de que no puede descifrar el
sentido de muchas frases se sobrepone con voluntad, interrumpiendo
continuamente la lectura para preguntarme. Con frecuencia se avergüenza de
su antiguo comportamiento perturbador y miserable. Es admirable la
transformación que ha tenido el carácter de ese hombre –afirmó Milagrosa.
−Pues yo no me creo nada de ese palurdo. Hace unos meses fue a visitarme
a la cárcel y lógicamente lo rechacé; no podía recibir a ese miserable, causante
de tanto sufrimiento –alegó crispada−. Todo eso que me cuenta es un cálculo
bien elaborado por ese infame, otro más de sus cochinos montajes y artificios.
De nuevo ha logrado engañar a los incautos.
−Estoy segura de que se equivoca. Fui yo quien le sugerí que fuese a verla
a la cárcel −replicó Milagrosa−. Acudió convencido de que debe reconciliarse
con su propio pasado. Regresó decepcionado ante su rechazo, pero yo lo
animé diciéndole que hay un tiempo para todo y que aún tocaba esperar para la
reconciliación. Él dijo que comprendía esa reacción suya, que asumía su culpa
por el rencor que había sembrado–replicó.
−Alabo su esfuerzo. Perdone mi desconfianza, pero el interior de ese
hombre está corrompido; no hay ninguna posibilidad de recuperarlo para la
vida. Lo que verdaderamente me desconcierta es la carta que me mandó Lucía
a prisión. Aún no he podido asimilarla. No puedo llegar a entender cómo ha
logrado engañar a la niña. Pensé, incluso, que había sido él mismo quien la
había obligado a escribir. No se de qué forma lo consigue; tiene miles de
tretas. Yo jamás confiaré en él. Nunca se recuperará. Ya hace tiempo que dejé
de creer en los milagros –recalcó.
−No me imaginé que su resentimiento fuese tan profundo. No puedo estar
de acuerdo con usted. Está completamente equivocada. No me va a creer, pero
estoy convencida de que en ese hombre se ha desarrollado una sensibilidad
que ni él mismo conocía; otro tipo de sentimientos. Y ama inmensamente a su
hija. Es la niña quien ha obrado el milagro despertando en él el amor, un
sentimiento para el que estaba incapacitado. Ha sido su hija Lucía quién logró
abrir su corazón.
−¡Pamplinas! Todo eso es un cuento. Ojalá no sea tarde cuando se den
cuenta de lo peligroso que resulta confiar en gentuza como esa –afirmó
Encarna, alterada.
A la vista del irracional atrincheramiento de Encarna, Milagrosa decidió
aplazar aquel asunto: Tal vez la he cogido en mal momento. Aún está muy
tensa y afectada por sus vivencias carcelarias, caviló.
−No estoy en el derecho de reprocharle nada, pero lamento que piense así.
Créame que no me considero una persona ingenua y fácil de engañar. Conozco
el color del alma humana y estoy convencida de que en ese hombre ha
germinado una buena semilla, se lo puedo asegurar. Pero no quiero entrar en
polémica con usted, no he venido a eso. Por ahora debemos aplazar este
asunto –razonó−. A través de la ventana, las dos mujeres contemplaron a la
pequeña, que, junto a su abuelo, seguía el vuelo de las mariposas monarcas
sobre el jardín.


XV

El faro, enhiesto en su eterna función de vigía oceánico, resistía el embate


incesante que castigaba la base de sus murallones de protección. Era una
mañana desapacible y ventosa. La mar, embravecida desde la noche anterior,
humedecía la torre con una salobre y difusa escarcha. Aquel día gris, frío y
lluvioso, había empujado a la pareja de fugitivos a instalarse desde la mañana
en una diminuta buhardilla de la parte más alta del faro, un habitáculo
construido por el farero como refugio protector en caso de redadas
inesperadas. Era un hueco invisible desde el exterior de apenas un metro y
medio de altura, camuflado sobre un falso techo y con acceso a través de los
propios marcos de la cristalera. Un entramado de madera, superpuesto sobre el
círculo acristalado de la torre, servía de apoyo para subir hasta la buhardilla.
Estrechas láminas de vidrio, invisibles desde fuera, facilitaban la entrada de
luz en el refugio. Diminutos orificios, perforados en un lateral de la torre,
permitían la entrada de aire para la ventilación del hueco. A través de las
pequeñas láminas acristaladas se podía observar parte de la explanada que
daba acceso al faro. Dentro de aquel refugio abuhardillado se extendía un
pequeño colchón de paja y unas deshilachadas mantas de lana. Arrullados por
los bramidos del oleaje y el sonido de la lluvia, aquel día, poco después del
amanecer, Carlos y Carolina habían querido aislarse del entorno para
concentrarse en lecturas de evasión, meros relatos de intriga y persecuciones
policiales, un fatal presagio de lo que llegaría después. Habían pasado varias
horas entre libros, consumiendo de vez en cuando lonchas de queso y
rebanadas de pan. Cuando el temporal amainó y comenzaba a declinar la tarde,
a través de las mirillas acristaladas, pudieron observar la llegada de cuatro
coches policiales con su aparatosa y teatrera exhibición de poder. A
continuación contemplaron desde la altura la detención de Miguel Camilleri y
Eustaquio el farero, a los que empujaban por la explanada con los grilletes
cerrados a la espalda. Desde la altura escucharon vocear sus propios nombres
en medio de un murmullo de gritos amenazantes. Ante la resistencia a
delatarlos, como respuesta a su silencio, los prisioneros recibían una lluvia de
golpes e insultos. Luego escucharon el ruido de botas que subían por la
escalera y un golpeteo de culatas tratando de encontrar espacios huecos entre
las paredes de la torre. Por suerte no se les ocurrió hacer el mismo tanteo en el
techo. Los guardias realizaban una minuciosa inspección recorriendo la torre y
la casa. Desde la tensa oscuridad del escondite escucharon, durante
interminables minutos el bullicioso movimiento de pisadas entre un continuo,
nervioso y frustrante griterío; luego, tras más de una hora de frenética
ansiedad, escucharon el bramido emparejado de los motores alejándose.
Dieron por hecho que se llevaban a los detenidos.
Permanecieron hasta el amanecer del día siguiente escondidos en el
agujero, arriesgándose a salir sólo para utilizar un pequeño aseo existente en la
parte alta del faro. Con la esperanza de poder darles caza la policía mantuvo
durante ese tiempo un retén de vigilancia a los pies de la torre, pero los dos
guardias, dando por hecho que allí no quedaba nadie, pronto se instalaron en la
comodidad de la casa del farero. Cada vez que alguno de los vigilantes,
simplemente para matar el tiempo, subía las escaleras del faro, quedaban
sometidos por una paralizante angustia. El retén abandonó el lugar al llegar la
noche del tercer día, cuando se convencieron de que los fugitivos buscados no
se encontraban por los alrededores. A través de las delgadas mirillas
acristaladas observaron con alivio cómo las luces del Land Rover policial se
alejaban a través del estrecho camino embarrado. En plena oscuridad, como
topos recelosos que abandonan el agujero, sólo se atrevieron a dejar el
escondite dos horas después, cuando calcularon que los guardias no
regresarían. Desesperanzados, abandonados nuevamente en medio de la nada
y conscientes de que sin apoyo logístico sería muy complicado burlar el
amplio cerco policial, decidieron quedarse allí hasta agotar las reservas
alimenticias; sabían que abandonar el faro inmediatamente después de la
redada y en medio del fragor de la persecución era un riesgo muy alto. A pesar
de que el reten de vigilancia ya no estaba estaban convencidos de que habían
colocado controles a lo largo de carreteras y caminos.
−A partir de ahora dormiremos en la buhardilla; la policía puede
presentarse de nuevo y por sorpresa –alertó Carlos mirando hacia la espaciosa
quietud de la noche –de día no abandonaremos el faro; haremos guardia
permanente en lo alto de la torre. Si deciden volver podremos detectar el
movimiento con suficiente antelación para refugiarnos en la buhardilla –
calculó.
−¿No crees que enviarán a alguien para sustituir al farero? –interrogó
Carolina.
−No es probable −reflexionó Martel –, Alvarado me aseguró que este faro
pronto estará en desuso. Dijo que estaban a punto de enviarlo a otro destino,
una torre que han levantado en otro lugar de la costa. Eustaquio está detenido
y, con total seguridad, su sustituto será enviado allí. Lo más probable es que
estas instalaciones quedarán como una reliquia del pasado. En nuestras
circunstancias es lo mejor que nos puede pasar.
−No podemos estar seguros de eso –alertó Carolina –acaban de identificar
a Alvarado como miembro de la organización, saben que este faro era un
escondite de fugitivos y pueden volver para dejar instalado un retén
permanente.
−Estoy de acuerdo, no podemos confiarnos, hay que mantenerse alerta –
reconoció Martel−. Esta noche tú harás el primer turno de guardia, así no
interrumpirás el sueño; yo me apunto al segundo.
−No creo que pueda dormir –suspiró Carolina, resignada.
A partir de aquel día no podrían hacer otra cosa que vigilar. Se acababa la
tranquilidad: los largos y serenos paseos a través de la costa y los reflexivos
silencios frente a la tenue luz del horizonte.
Desde la alta bóveda, circular y acristalada, se podía observar una amplia
extensión del territorio. Si un vehículo se aproximaba de día a través del
páramo solitario sería fácilmente visible desde el mirador de la torre. Si
llegaban de noche las luces y el ruido de los motores los pondría en alerta.
Pasados unos días se agotaron las reservas de alimentos, pero la cercanía
del mar facilitaba la solución del problema. Recordaban los días en los que el
farero subía desde los rompientes con abundantes capturas. En ocasiones
llegaba con una nutrida reserva de pulpos y cangrejos, pero salir a pescar
implicaba riesgos; podían ser fácilmente detenidos si la policía llegaba y eran
sorprendidos en el exterior del faro.
−La torre es nuestra única protección, no debemos abandonarla. Saldré a
pescar aprovechando la oscuridad de la noche, vigilarás desde lo alto y me
avisarás en cuanto observes algún movimiento sospechoso –proyectó él.
−¿Cómo podré avisarte? El ruido de las olas y la altura te impedirán
escuchar –objetó ella.
−Cierto; ojalá pudiésemos recurrir a nuestras antiguas señales luminosas,
pero nos delatarían desde la distancia. Tendré que arriesgarme.
−Acabo de comprobar las reservas de agua en las garrafas, sólo tenemos
para dos días −alertó Carolina.
−No hay problema –la tranquilizó Martel−, junto a la casa hay un aljibe;
Arcadio tenía la feliz costumbre de aprovechar el agua de la lluvia.
Con la pesca podrían sobrevivir pero tendrían que encender fuego en el
exterior, lo que implicaba un riesgo. Pronto encontrarían la solución: en sus
años de convivencia con Emiliano Carolina había tenido que acudir a la
inventiva para enfrentar la escasez. Durante aquellos años, ante la falta de
medios para mantener los alimentos, utilizaba la desecación de pescado como
fórmula de conservación, y aquel viejo método, aprendido de sus abuelos
cuando era niña, volvería a ser usado como recurso de supervivencia en el
faro. En los siguientes días, colgando de una cuerda, las amplias cristaleras del
mirador se convertirían en un alineado muestrario de las diferentes capturas
nocturnas. Martel, utilizando la colección de cañas y los diversos
instrumentales de pesca que conservaba el farero, aprovechando el camuflaje
de la noche y agazapado tras los batientes siempre obtenía alguna pieza. Tras
varios días de secado frente al sol de las cristaleras las codiciadas jareas
estaban aptas para ser consumidas. Terminaron acostumbrándose al fuerte olor
que durante el día impregnaba la estancia, y que acababa desapareciendo entre
la fría brisa nocturna.
Habían descartado entrar a la casa del farero: si la policía regresaba y eran
sorprendidos allí no tendrían ninguna posibilidad de escapar. Vivirían en el
refugio camuflado de la torre; tal vez, con el tiempo, iría decayendo el interés
por atraparles. Pero la reciente detención de sus compañeros y el duro
interrogatorio al que estarían siendo sometidos les obligaba a estar en guardia;
estaban convencidos de que la policía regresaría de un momento a otro.
Una madrugada de guardia, Martel escuchó el sonido de una moto que se
acercaba. Venía sin focos, pero la luz de la luna la delató desde la distancia.
Tras apagarse el motor, a los pies del faro, escuchó el sonido del picaporte que
giraba y el crujir del portón de entrada, abriéndose. Después se alarmó por los
pasos que lentamente comenzaron a subir por la escalera. Rápidamente y en
silencio, antes de que el intruso llegara hasta su puesto de vigilancia, escaló
hacia la buhardilla y cerró sigilosamente. Carolina, sentada en el jergón, ya se
encontraba dominada por los nervios ante el ruido de pasos que también ella
había escuchado. Tratando de no dejar ningún tipo de pistas ante la
imprevisible visita de la policía, cada anochecer Carlos tenía la precaución de
esconder, tras unos parapetos rocosos de la costa, las ristras de pescado. La
torre se encontraba en absoluto silencio, sin rastro de vida. Desde su refugio,
en total quietud, escucharon cómo el desconocido llegaba hasta el rellano; a
continuación, su cauteloso y lento paseo alrededor de los ventanales y su
trémula y entrecortada respiración por el esfuerzo en la subida. Por la
intensidad de las pisadas y el apurado resuello Martel calculó que se trataba de
un hombre de gran corpulencia física. Tras unos minutos de alterada espera
oyeron, aliviados, como los pasos iniciaban la bajada y se perdían
gradualmente hacia el portón de salida. Cuando el picaporte giró en el cierre,
miraron a través de las franjas acristaladas: la luna llena se desplegaba
brillante y serena, derramando un vaporoso fulgor sobre la costa soñolienta. El
espejo lunar se mezclaba con el incipiente resplandor de la alborada. Desde la
altura observaron una voluminosa silueta dirigiéndose hacia la casa del farero.
A pesar del brillo lunar, desde la altura de la torre no alcanzaban a observarlo
con nitidez; solo podían ver una sombra que se movía.
Al comprobar que la vivienda estaba cerrada, la sombra midió la
resistencia de la puerta empujándola desde el tirador, golpeó varias veces con
la palma de la mano sobre la madera y aguardó unos segundos la respuesta,
hasta que lo vieron volver sobre sus pasos para dirigirse de nuevo hacia el
portón del faro. Desde el escondite, la pareja escucharía el sonido del
picaporte abriéndose de nuevo, el mismo ruido de pasos subiendo la escalera,
la llegada hasta el rellano, la entrecortada y jadeante respiración que le había
dejado el esfuerzo de la subida y el mismo paseo sobre las baldosas. Aguzaron
el oído: el intruso se sentaba en un rincón y unos segundos después
escucharon el jadeo del abandono del cuerpo sobre el piso. Tras varios
minutos de frenética inquietud se escucharon sus desacompasados y sonoros
ronquidos.
Amaneció soleado. Las horas se hacían eternas. No se atrevían a salir del
escondite. Sabían que el intruso, probablemente un policía, seguía durmiendo
bajo el techo de la buhardilla. No le habían oído levantarse. Durante horas
habían estado atentos frente a cualquier ruido. El sol alcanzó su cenit e inició
el descenso en busca de la tarde. Sobre el tranquilo rodar de las olas, con su
perenne concierto de graznidos, volaban inquietas las gaviotas. La acuciante
necesidad de bajar hasta el pequeño lavabo de la torre comenzó a
atormentarles. La abertura lateral del refugio, oculta desde abajo, se abrió
lentamente. Martel, tras concluir, por los ronquidos, que el desconocido seguía
durmiendo, asomó la cabeza por la trampilla para inspeccionar la estancia. El
hombre yacía acurrucado en un rincón con la cabeza girada hacia la pared. Lo
observó unos segundos; aquel corpulento cuerpo le resultaba levemente
familiar. Descalzo, evitando hacer el más ligero sonido, Martel descendió por
los relieves del marco y se acercó sigilosamente al dormido. Lentamente, y a
medida que se inclinaba sobre su cara, fue reconociendo sus facciones. Dio
unos pasos hacia atrás, se apoyó sobre la barandilla y respiró aliviado.
Carolina ya asomaba la cabeza por la trampilla; con un gesto distendido y
relajado Martel le hizo una señal para que bajase sin miedo. El hombre seguía
roncando.
Inclinándose de rodillas sobre su cara, el maestro le tiró suavemente de la
oreja; el individuo despertó sobresaltado, giró el rostro hacia la pareja y, tras
unos segundos de desconcierto, deslumbrado y entornando los ojos, habló con
voz destemplada.
−Vagando entre las sombras he encontrado la luz. Decidme que no es un
sueño, y si estoy dormido dejadme que siga soñando.
Carolina se echó sobre él para abrazarlo.
−¡Desgraciado!, nos has tenido en vilo desde que te fuiste en la moto, pero
hoy soy capaz de perdonar todos tus pecados, granuja! −gritó Martel, antes de
caer también sobre el corpulento cuerpo, colaborando con Carolina para
estrujarle. Los tres terminaron fundidos en el mismo abrazo.
−Lo siento amigos, no tenía otra opción. La carga de provisiones y este
cuerpo mío, como sabéis, grácil y ligero, eran demasiado peso para que la
pobre máquina subiese hasta la mina. Aquel día no aguantó, pero la condenada
se resiste a dejarme. Cuando la doy por desahuciada vuelve a arrancar para
que no la abandone. De hecho, ahí fuera está, como una burrita en espera de su
dueño. Además, la comida que os llevaba aquel día era un manjar demasiado
apetitoso, no pude resistir la tentación, era una verdadera lástima tener que
compartir aquella exquisitez con vosotros –se reía, abrazando a sus amigos
desde el suelo.
Wenceslao Lacalle, el gigantón que había salido de la mina en busca de
provisiones no sólo llegaba con retraso, sino que se había desviado totalmente
de la ruta. Huyendo de la policía había vivido momentos dramáticos, pero no
parecía que le hubiese afectado; imperturbable reaparecía de nuevo
desplegando el humor irónico y sarcástico que lo caracterizaba.
−¿Qué hace un barco cuando está desorientado y a la deriva?... pues…
orientarse por un faro… y eso es lo que he hecho yo –se carcajeaba.
Tras diversas risotadas y estrujones, Carlos Martel abandonó brevemente la
torre y regresó cargado con una buena reserva de pescado desecado. Antes, se
ocupó de ocultar la moto de Wenceslao tras unos matorrales. Los tres amigos,
recostados en el mismo lugar en el que se habían abrazado, comenzaron a dar
cuenta de una enorme ristra de jareas.
Al ver el ansia con que comía el gigante, Martel advirtió:
−Wen: si sigues tragando con esa voracidad voy a tener que pescar el
doble.
−Agoté todas las provisiones y llevo días sin comer. Tengo un hambre de
caballo. A partir de ahora sólo me van a interesar las piezas grandes: una vaca,
si es de la tierra, una ballena si es de la mar. Estas pequeñeces que me has
traído son como un aperitivo para mí –farfulló, mientras devoraba un trozo de
pescado.
Los amigos departieron toda la tarde. Mientras su compañero hablaba, el
maestro, sin apartar la vista del solitario camino, mantenía la vigilancia.
Wenceslao les confesó su dura experiencia con la Guardia Civil, haciéndoles
un sobresaltado relato marcado por la tensión, el hostigamiento y la
persecución:
Contó que cuando abandonó la mina en busca de suministros intentó la
conquista de las tierras del valle y describió los primeros escarceos para
despistar a la policía. Detalló su llegada al Periscopio, la taberna oculta bajo
tierra, y la negociación con el tabernero para que le vendiese las provisiones.
Describió que los verdaderos problemas comenzaron cuando intentó regresar a
la mina escalando la empinada carretera. La moto, renqueante y vencida por el
sobrepeso, se negaba a seguir, hasta que terminó parándose en medio de la
ruta, a merced del primer vehículo policial que pasara. Ocultó a la vieja Derbi
dentro de unos arbustos, cargó con la mochila y continuó el recorrido a pie por
senderos poco transitados, aquellos que sólo él y los cabreros de la zona
conocían. Pero a medida que dejaba atrás la tupida vegetación de la montaña
se iba quedando al descubierto frente a los prismáticos de la policía. Había
tenido la intuición de cargar con las cuerdas que llevaba en la moto, idea clave
que aquella tarde le permitiría camuflarse y escapar del cerco policial. La
Guardia Civil había trasladado en los jeeps motocicletas de gran cilindrada,
verdaderos todoterreno de motores potentes y ruedas adaptadas a los
pedregales de la montaña. Nada más alcanzar el primer claro, desde los altos
de Urdiaz, fue detectado y vio como dos motos salieron raudas en su
búsqueda. Lo supo por la determinación y la velocidad de subida a través de
los senderos; iban directamente hacia él. Con gran esfuerzo se subió a un viejo
álamo utilizando como asidero varias cuerdas que deslizó sobre las altas ramas
para poder impulsarse desde la base. Camuflado en la tupida vegetación del
árbol vio como las motos bramaban bajo sus pies, buscándole por los
alrededores. Los motoristas miraban hacia lo alto, pero debieron descartar la
posibilidad de que alguien pudiese escalar hasta los inexpugnables ramajes del
álamo.
−No sé de donde saqué fuerzas para trepar hasta la parte más alta de las
ramas –confesó−. En condiciones normales no lo hubiese conseguido; cuando
se activa el instinto las capacidades y la resistencia se multiplican. Trepé como
si dos perros rabiosos estuviesen a punto de alcanzarme. Al no localizarme por
los alrededores los guardias manejaban las máquinas con violencia; se movían
ansiosos y frustrados por la rabia.
Continuó relatando que se mantuvo escondido en una cueva hasta que la
oscuridad cayó sobre el valle. Al amanecer, asomándose sigilosamente a la
boca del refugio donde pasó la noche, vio a sus compañeros de la mina
bajando hacia los barrancos. Afortunadamente descendían por la cara contraria
de la montaña, una zona no vigilada por la policía. Tuvo la tentación de unirse
a ellos, pero era una operación de mucho riesgo: para alcanzarles debía
recorrer un área abierta; si le descubrían saliendo en dirección al grupo no
solamente le detendrían a él, sino a todos los que bajaban. Cuando calculó que
el comando había alcanzado el fondo del barranco y quedaba a salvo, salió de
su guarida corriendo por la ladera con la esperanza de ganar de nuevo la
espesura del monte. Si lograba camuflarse entre los recovecos y senderos que
sólo él y los cabreros conocían, a los guardias les resultaría muy difícil
atraparle.
Durante horas aprovechó los enrevesados laberintos del bosque, burlando
la persecución entre recovecos embarrados y barranqueras de imposible
acceso. Los guardias tenían la ventaja del rápido desplazamiento, las motos
subían y bajaban sin parar, pero en su desorientación había momentos en que
daban vueltas en círculo, recorriendo varias veces el mismo camino y
revelando sus posiciones con el ruido de los motores. Anochecía cuando se
encontró de nuevo en la zona del Periscopio, la taberna subterránea de
Gundemaro Seisdedos. Los guardias que iban a pie comenzaron a utilizar
potentes linternas; las motos, a la luz de los faros, se movían sin parar. De
pronto se encontró cercado, sin vías de escape y con una única posibilidad: la
de escabullirse hacia el interior de la taberna de Gundemaro abriendo una de
sus compuertas.
−Los clientes que se encontraban en aquel momento sentados en las mesas
eran todos vecinos conocidos. Cuando me vieron aparecer bajo la trampilla
cesó el murmullo de voces y se interrumpió en seco el ruido de fichas de
dominó. Todos quedaron petrificados al verme. Debí tener el aspecto de un
pollo desplumado perseguido por una jauría de perros hambrientos.
Gundemaro fue el primero en hablar: pero, ¿otra vez por aquí?; no vendrás en
busca de más comida, gritó con su habitual tono, frío y cortante, ¿Por qué traes
esos ojos de ternero asustao?; ¡parece como si te persiguiera una manada de
hienas! Exclamó. Has acertado, amigo; me persiguen los guardias, le respondí.
Mientras se acercaba para verme de cerca, Gundemaro de Sousa, aquel seco
cascarrabias con el que tanto había discutido me sorprendió: era simpatizante
de la resistencia y yo no lo sabía. También respiré aliviado cuando comprobé
el apoyo que me brindaban los clientes que ocupaban las mesas. Por fortuna
no había delatores aquel día, a pesar de que, camuflado entre la clientela,
algún confidente policial solía frecuentar la taberna.
Wenceslao se había levantado para continuar su historia. Dándole la
espalda a las cristaleras, apoyado en la base del foco de alumbrado, fue
terminando el relato de su frenética aventura:
El subterráneo lo había salvado. Sin duda habría sido detenido si no
hubiese estado allí la compuerta salvadora. Minutos después la policía lograría
descubrir el acceso al refugio gracias a que uno de los perseguidores,
siguiendo huellas en el barro, había divisado el tirador de la compuerta.
Cuando el sargento y dos guardias bajaron al agujero llegaron a estar a escasos
metros del fugitivo, pero el tabernero lo había escondido en el interior de una
alargada tinaja de barro, un antiguo recipiente para almacenar agua
reconvertido como objeto de adorno frente a las toscas paredes de la bodega.
La enorme vasija, rodeada de garrafas y camuflada en el fondo de un oscuro
trastero casi inaccesible, estaba oculta tras una desalineada fila de toneles de
vino. Tensos por la rabia de la frustrada persecución los guardias estaban muy
nerviosos. Desde el interior de la vasija, Wenceslao escuchó al sargento
dirigiendo un seco interrogatorio, primero al tabernero, después a todos los
parroquianos. Exigía explicaciones por las huellas que terminaban en la
compuerta de la taberna: Mi sargento, usted mismo puede comprobar que son
pisadas de mi clientela; todos ellos son gente pacífica y conocida; este es un
negocio legal, si quiere le enseño los papeles…se justificaba Gundemaro de
Sousa. Aquí, los únicos que vienen son pobres campesinos que quieren matar
la sed con un trago… aclaraba. Todos los presentes colaboraron, reafirmando
esa declaración.
Los guardias abandonaron el valle a la mañana siguiente, pero dejaron
retenes apostados frente a las viviendas de los perseguidos. Wenceslao dijo
que, protegido por Gundemaro, permaneció varios días metido en el agujero.
Los clientes llegaban con la noticia de que afuera seguía lloviendo. Escondido
en un rincón, al calor de las mantas, se sintió muy cercano a la tristeza, un
estado anímico impropio de su carácter. Desde el oscuro rincón de aquel
agujero imaginaba que, afuera, la fría llovizna iba dejando sobre los campos
una humedad neblinosa y desangelada. Percibía que el bosque había quedado
sumergido en un vacío de sepulcral desconsuelo. Su estado de ánimo
sucumbía, contagiado por el decaimiento que descubría entre la clientela que
entraba a la taberna. Percibió que aquel despliegue policial dejó contaminado
el paisaje de una tristeza mortecina y desolada y que todo el valle, tras la
retirada de los guardias, había quedado marcado por una sórdida huella de
aridez y desamparo.
−El tabernero me siguió ocultando –continuó Wenceslao−; pasé varios
días refugiado en un rincón de la bodega, bajo el abrigo de varias mantas
suministradas por algunos de aquellos solidarios compañeros de taberna. El
bueno de Gundemaro me abastecía de comida diaria y caliente. Sin aquella
fraternal protección no hubiese podido escapar del cerco. No esperaba que
aquel viejo gruñón se arriesgase de la forma en que lo hizo. Agradecí sus
atenciones y desvelos y me confesó su total identificación con la causa, pero
yo no podía permitir que siguiera exponiéndose y me despedí durante una
noche. Hasta que caigan los malos, lo arengué, en medio de un abrazo
cómplice. Sí, y entonces me podrás pagar la cuenta de estos días, bromeó, de
forma inusual a su carácter. Recuperé la Derby, que afortunadamente no había
sido descubierta entre los arbustos, llené el depósito con el combustible que
me consiguió Gundemaro, y me dispuse a seguir mi camino errante sin saber
con claridad qué rumbo tomar. Me encontraba aislado y sin apoyos: el grupo
de la mina estaba ilocalizable, seguramente disgregado en varias direcciones, y
el retén policial, apostado frente a la puerta de mi casa, me impedía regresar al
que había sido mi hogar. Fue entonces cuando me acordé del faro. Todos los
integrantes del comando sabíamos que aquel era un refugio para activistas
perseguidos. Sabía que la policía había realizado detenciones allí. El último
jeep que regresaba desde la torre había parado frente a uno de los bares del
pueblo y un guardia había comentado que abandonaban la vigilancia, al haber
conseguido detener a los delincuentes que se refugiaban en el faro. La noticia
se regó rápidamente. Una honda preocupación me acompañaba tras cada
apresamiento; temía por los míos, conocía en carne propia el sufrimiento de
los calabozos. Si han detenido a los compañeros habrán perdido interés en
controlar aquella zona, concluí. Ir al faro no dejaba de ser un riesgo, pero no
disponía de alternativas. Quedarse en el Periscopio era peor; estaría obligado a
vivir en las catacumbas, poniendo en peligro a Gundemaro y a merced de
posibles colaboracionistas. Finalmente opté por dirigirme hacia esta torre
salvadora.
−Decidí salir en el transcurso de la madrugada del 19 de octubre, en plena
luna llena. La moto, como de costumbre, arrancó cuando no lo esperaba,
respondiendo bien a las exigencias del camino. Para evitar posibles controles
recorrí el trayecto con el foco apagado, a la luz de la luna, y por una vereda
casi intransitable trazada en paralelo a la costa. Llegué a las inmediaciones del
faro muy avanzada la madrugada. Al apagar el motor me envolvió un manto
de sonidos nocturnos: el canto de los grillos llegaba desde los oscuros rincones
del arenal y desde la costa rebotaba el eco adormecedor y sereno de las olas
recalando tristes a la orilla. Por un principio básico descarté la presencia
policial; cuando montan un puesto de vigilancia nunca lo hacen sin vehículos
de apoyo y aquella noche el descampado estaba desierto. Sólo una duda me
embargaba: la posibilidad de que algún compañero hubiese logrado escapar y
estuviese refugiado en la casa. Antes de llamar a la puerta de la vivienda
decidí subir a la torre del faro. Supuse que desde allí podría controlar con la
vista una amplia zona de la costa. Una vez comprobada la amplitud del
horizonte volví a descender la escalera, llamé a la puerta de la vivienda y
descarté la existencia de algún fugitivo en su interior: nadie respondió a la
llamada ni reaccionó ante la consigna que mostré en un papel a través de los
cristales de la ventana. Consideré más seguro instalarme en la torre para tener
mayor control sobre el territorio, ahora veo que vosotros también pensasteis lo
mismo, pero el esfuerzo durante la persecución me había derrotado hasta el
extremo, renuncié a la vigilancia y terminé derrumbado en el piso. Si la policía
hubiese regresado me habrían detenido sin problemas. He estado entre doce y
catorce horas durmiendo en el suelo, el mayor alejamiento del mundo que
recuerdo. Mi cansancio ha sido superior al frío de la torre. Lo que no esperaba
era encontraros en este palomar. Cuando desperté y aparecisteis frente a mí,
me sentí ausente de esta vida bárbara y creí haber llegado al paraíso. Os
confundí con ángeles celestiales que llegaban entre nubes vaporosas junto al
sonido alegre de dulces cascabeles –bromeó.
Carolina, admirada por la hazaña que había escuchado, mientras observaba
la feliz expresión del compañero, se adentró en la remota memoria de sus
propias heridas y afloró el recuerdo de su convivencia con Emiliano. Inspirada
por la explosiva fragancia de vida que brotaba de los gestos y las palabras de
Wenceslao pensó que una alargada estela evolutiva se extendía tras sus propios
pasos. Rememoró la experiencia infame de su convivencia con el matarife y
concluyó que el trozo de vida, mezquino y sórdido que había compartido con
aquel oscuro individuo −vivencias que frecuentemente apartaba de su
memoria− fue originado por el alma enferma y mísera de aquel hombre
olvidado. Se preguntó que habría sido de aquel pobre espíritu descarriado:
estará donde siempre, en la cantina, ahogándose en litros de vino, imaginó.
Dos fuerzas contrapuestas se activan en una eterna confrontación: la de los
seres oscuros y mediocres, como Emiliano, y aquellos que no vacilan en
entregarse a una causa noble, como Wenceslao, reflexionó.
Ante la necesidad de estirar las piernas se confiaron y decidieron salir del
faro, error del que más tarde se arrepentirían. Bajaron las escaleras. La tarde
era diáfana y serena. Cúmulos de nubes naranjas adornaban el horizonte; las
olas eran una violenta explosión de rocío perfumando la atmósfera de algas y
salitre. Marchaban en silencio por la estrecha vereda del arrecife, rodeados por
el sonido hueco del violento oleaje y el nervioso graznido de las gaviotas.
Carlos y Carolina caminaban entrelazados por la cintura; Wenceslao, imbuido
en sus reflexiones, tiraba piedras hacia los batientes del oleaje. Carolina
reflexionaba sobre su personal tránsito liberador hacia un territorio utópico,
lugar en el que germinaba el sueño de una sociedad más igualitaria y justa. Se
sentía tensionada por el acoso policial, pero pletórica y feliz, a años luz de
aquella deleznable etapa junto a Emiliano. Y de nuevo retornó el recuerdo del
matarife, aquel oscuro personaje que la había empujado hacia las tardes vanas,
aquellas horas tristes y oscuras en las que un silencioso vacío anunciaba la
sórdida presencia de la muerte. Recordó los momentos en los que aquel
hombre regresaba de la taberna envuelto en una tétrica oscuridad, sometido
por la plomiza presencia de la miseria. De aquel periodo sólo añoraba a su
hija, la razón que la mantuvo viva, su asidero vital frente a la oscura presencia
de la muerte, y sus libros amados, la luz que la había alumbrado en medio de
su indigente soledad y que la condujo hasta los brazos de Carlos. Junto a él
había descubierto que la vida se nutre de la continua, permanente y sublime
creatividad humana; la inspiración que nos aleja de los oscuros territorios del
abandono y la muerte. Mientras pensaba en ese rescate, observando el oleaje,
su mente quería irse lejos, buscando atraer al más puro y bello de los
recuerdos: el de su hija Lucía.
Carlos Martel andaba envuelto en pensamientos similares. Desde su
llegada al faro había tratado de relajarse para disfrutar del entorno. Allí,
gracias a la ayuda de Carolina, había comenzado a tomar conciencia de que no
todas las demandas vitales obtienen respuesta desde la estricta exploración
social y el rigor analítico. La estancia en el faro había sido providencial para
ser consciente de ello, y recordaba los diálogos de los primeros días: Aquí
puedo responder sin sobresaltos a las urgencias que siempre pospongo, le llegó
a confesar a Carolina a los pocos días de llegar. Siempre planificándolo todo;
eres un cuadriculado incorregible, le había respondido ella, tras una sonrisa
cómplice.
Aquellas tranquilas tardes de la orilla invitando a la meditación relajada,
los gloriosos matices del amanecer, la suave fragancia del océano, el eterno
murmullo del oleaje y la pacífica quietud de las horas habían logrado apartarle
de su marcada tendencia a estudiar la realidad de manera cartesiana. Recordó
cómo Carolina lo ponía a prueba y lo incitaba frecuentemente a la distensión a
través de cariñosos susurros, sorprendiéndole mediante suaves caricias
inesperadas o atrapándolo entre el calor tierno de sus brazos. ¿También debo
diseñar una estrategia para amarte?, bromeaba con él en medio del abrazo, ya
cansada de tácticas y consignas. La estancia en el faro había sido la excusa
perfecta para el encuentro amoroso, una pausa necesaria para relegar a un
segundo plano la dura exigencia del combate clandestino. Atrás habían
quedado los antiguos dolores, diluidos entre la sombra pálida de los
atardeceres terrosos y la espumante fragancia de las olas.
Mientras observaba el reverbero del oleaje, Wenceslao, tratando de
recordar vivencias ya marchitas, también retrocedía en el tiempo para recalar
en los años de la infancia y recordar a su padre, Ildefonso Lacalle, un
maquinista carbonero que durante la guerra había colocado bombas en las vías
del tren para boicotear el abastecimiento a los militares golpistas. Terminada la
contienda, buscando mantener vivo su viejo sueño justiciero, ignorando la
declaración victoriosa de los fascistas, su padre se había unido a los comandos
guerrilleros de las montañas. Wenceslao conservaba difusos recuerdos de
aquel viejo rebelde, fusilado cuando él aun no había cumplido los cinco años.
Recordó el caos y la miseria de aquellos años. Obligado a forjar su carácter al
hachazo, quedó sometido a las duras exigencias de aquel mundo de pobreza y
abandono. Con una intuición heredada había aprendido a combinar dos
necesidades básicas: el hambre física y el hambre intelectual, bases sobre las
que desarrollaría su posterior activismo clandestino: De tal palo, tal astilla,
confesaría durante las reuniones secretas. Me debo a la memoria de mi viejo,
solía declarar; a su memoria y nada más; sólo quiero seguir su estela libertaria.
Se había afiliado al partido como un tributo personal, convencido de que debía
perseguir los mismos ideales por los que había caído su padre. El carácter
alegre lo heredó de su madre, hábil para combatir el abatimiento y la tristeza a
base de chispeantes ocurrencias y sonoras carcajadas. Wenceslao sonrió, al
recordar el apelativo con el que lo había bautizado Carolina en el faro: La
locomotora de la risa.
La tarde se marchaba. El permanente revoloteo de gaviotas llenaba el
horizonte de acrobáticos graznidos. Fue Wenceslao el primero en divisar la
nube terrosa que comenzaba a levantarse a lo lejos, una difusa polvareda que
flotaba sobre el camino arcilloso del páramo. Desde aquella bruma sucia
surgían intermitentes resplandores de vehículos dirigiéndose al faro.
Wenceslao se agachó para ponerse a cubierto mientras hacía repetidas señales
a la pareja para que se ocultasen rápidamente entre las rocas.

XVI

Padre e hija crecían a la par que descubrían el mundo. Compartían el


hallazgo de escenarios gobernados por la imaginación y experimentaban la
emoción que supone elevarse sobre la pequeñez cotidiana. Separado del
bullanguero ambiente de la parranda, inspirado por los vestigios de una nueva
identidad, Emiliano iba siendo capaz de identificar nuevos conceptos, aquellos
que sólo se pueden traducir con los fantasiosos recursos de la mente. Sus
costumbres se iban tornando más austeras, alejadas de la habitual
representación teatrera y exhibicionista de las tabernas. Motivado por nuevos
impulsos vitales, su ocupación preferida, tras el trabajo en las huertas, era
experimentar, junto a Lucía y la maestra, la emoción de adentrarse en el
mundo del pensamiento, vivencia inaccesible desde la reducida mentalidad
con la que hasta entonces había caminado. Recorriendo junto a su hija los
territorios de las quimeras y los sueños, comenzaba a encontrarle un nuevo
sentido a su existencia. Daba sus primeros pasos frente a la escritura y ante las
continuas correcciones de Milagrosa, mejoraba progresivamente su
vocabulario.
La maestra lo observaba de cerca. Se sentía artífice de aquella
transformación, orgullosa por contribuir a su desarrollo y convencida de haber
acertado con la decisión tomada.
−Tiene usted agallas; hasta ahora no había conocido a nadie que, sin
haberlo hecho antes, se atreviese a lidiar con estas reses–, lo alentaba, al inicio
de una nueva lección.
−Ya ve usted, doña: yo tampoco imaginaba que iba a ser así. Me doy
cuenta que dentro de cada endeviduo están los modelos de otras personas,
esperando a que uno escoja. Se empieza a caminar por la vida con ese
endeviduo que uno escogió y así, poco a poco, uno se va enderezando hasta
que los dos endeviduos se convierten en uno solo. Si uno escoge un modelo
malo… estás perdido, como me pasó a mí, doña.
−Cada día me sorprende más. Si sigue así, pronto va a dejar de
necesitarme– le estimulaba la maestra, tras aquellos impulsos reflexivos de
Emiliano−. Pero recuerde: se dice individuo, no endeviduo…
−Es verdad, doña: individuo. Algunas cosas se me olvidan entodavía;
¡digo, todavía…! Yo, antes, estaba muy perdío. Andaba así, como medio
ciego, ¿sabe? Como un burrito que pierde la vereda y se encamina por
barranqueras y riscos…así era yo, que me emborrachaba y perdía el camino
fácilmente, y andaba a tientas hasta que me caía…y me volvía a levantar y
otra vez a caminar… y otro golpe, y otro…; así era mi vida antes de que
llegase Lucía…. y que llegase usted, doña… que entre las dos me sacaron de
ese pozo escuro en que andaba metío.
−Se dice oscuro, Emiliano, no escuro.
−Ya ve: esos son los restos de la escuridad… ¡digo, de la oscuridad!...
doña.
−Mire, Emiliano: no hay nada más grande que ser arquitecto de sí mismo.
Hay personas a las que les cuesta una vida descubrirlo, y hay otras que se
sienten motivadas desde que tienen uso de razón, pero lo cierto es que nunca
es tarde para levantarse y reiniciar el camino. No debe sentirse culpable por su
pasado, lo importante es saber rectificar y enmendarse.
−La duda que me queda, doña, es, lo que me hubiese pasado si yo hubiese
tenido las entendederas más abiertas, y haber sabido antes que se puede ser
arquitecto de sí mismo, como usted dice, y no el disparate de persona que era,
antes de conocerla a usted y a mi hija, doña.
Milagrosa cerró el libro y ordenó de nuevo los papeles sobre la mesa,
decidida a invertir el horario de clases de aquel día en terminar con la
reflexión iniciada.
−La explicación es simple: somos víctimas del entorno en que nacemos.
Tal vez si usted hubiese tenido la oportunidad de descubrir a tiempo lo
esencialmente humano no hubiese escogido ese sendero por el que ha
transitado. Pero no debe olvidar que también ha llegado hasta aquí a través de
ese camino. Las malas experiencias igualmente sirven; la contradicción es lo
que mueve el mundo. La existencia es un recoveco, Emiliano; con mucha
frecuencia no somos nosotros quienes elegimos la ruta; es el entorno, la
familia, los amigos que escogemos, quienes van condicionando nuestro
discurrir por la vida; y no todos tienen la fuerza y el coraje para enfrentarse a
las dificultades; muchísimas personas se adaptan al entorno para evitar los
problemas, ignorando que con ello se traicionan a sí mismos, impidiendo su
propia evolución. Si sabemos reorientarlas, las experiencias traumáticas
también pueden servir para evolucionar.
No hacía ningún esfuerzo por adaptarse al nivel comprensivo de Emiliano;
estaba convencida de que esa voluntad le correspondía a él, como una
herramienta más del aprendizaje.
−Sí, ya me he dado cuenta de eso −dijo Emiliano posando la vista, como
buscando inspiración, sobre las plantas del patio− los golpes enseñan; yo
siempre lo escuché. No sólo lo he sabido: lo he vivido. Cuando se es chiquito
es más fácil enderezar el rumbo, pero yo no tuve esa ventaja; todo a mi
alrededor era miseria y hambre. Desde muy jovencito me arregosté al vino, y
ya ve el resultado. Esa fue mi perdición. Si hubiera podido ir a la escuela no
hubiese tenido tantas caídas. Y el caso es que… aunque a mí siempre me ha
gustado aprender, el único maestro que me encontré fue a Martín El Coyote; él
sabe leer, pero no atina pa´ enseñar; de él sólo aprendí algunas cuartetas.
Coyote también ha sufrido la pobreza y el desprecio, doña, pero tuvo la suerte
de aprender las primeras letras con un cura. Es un buen amigo, doña, aunque
un poco descuidao, ya usted sabe…; además, le gusta empinar el codo;
tenemos la misma afición… usted sabe… Después del trabajo, a uno lo que le
gusta es olvidarse de las penas. No está mal ir de vez en cuando a la cantina,
pero nosotros nos pasábamos allí la vida. La cantina estropea la salud y limpia
el bolsillo como un escoplo… Aunque ya voy menos, usted sabe… −terminó
la frase en un inperceptible susurro.
−Yo sé que su amigo Martín sabe leer y escribir, pero no es suficiente. No
tengo inconveniente, si a él no le importa y usted quiere avisarle, que asista a
estas clases. No le vendría mal aprender algo más.
−No creo que quiera venir, doña. Le tiene a usted mucho respeto, y se va a
sentir como… acomplejao…. usted sabe… Se siente poca cosa ante gente
preparada como usted. Todos los que hemos sido apaleados vivimos
convencidos de que no tenemos derecho a nada… En la cantina sólo se habla
de cosechas y de vino; nos quejamos de los caciques sólo de boquilla;
insultamos a los encargados como desahogo… Allí no se habla de nada de
esto que estamos hablando usted y yo; no se habla de los sufrimientos que el
pasado dejó en los corazones de uno…, de cuando nos obligaban a levantarnos
de madrugada para trabajar de sol a sol en los campos… Cuando recordamos
las palizas que nos daban los padres sólo lo hacemos pa´ reírnos, sin buscar
explicaciones de por qué carajo nos hacían ese maltrato. Cuando se habla de
eso en la cantina es como si aquella injusticia no importara, como si todo
aquello hubiese llegao enredao con la vida.
Milagrosa adquirió un rictus de concentrada seriedad, se levantó de su
asiento y, de pie, sujetando el respaldar de la silla, reflexionó:
−A través de la historia siempre ha ocurrido así. Para que la sociedad
pueda seguir funcionando al servicio de una minoría es fundamental que los
humillados renuncien a la rebelión y asimilen la explotación como algo
normal. Sólo es posible la insubordinación cuando se desarrolla la capacidad
para el pensamiento y el sentido crítico, pero si no es así, el vacío que deja la
ausencia de formación se rellena con la mediocridad y el cultivo de las bajas
pasiones. La brutalidad limita la vida a lo exclusivamente material, rechazando
el arte como algo inútil, pero cuando una persona desarrolla la sensibilidad y
es capaz de admirar la belleza de la naturaleza, emocionándose ante un cuadro,
una escultura, o vibrando ante la lectura de una obra literaria, está adquiriendo
un pensamiento alternativo a la mediocridad que ofrece la sociedad, con ello
se adentra en lo esencial de la propia existencia. Siempre hay belleza a nuestro
alrededor, pero para descubrirla se hace necesario ejercer la creatividad, cosa
que sólo es posible a través de la sensibilidad y una clara disposición al
desarrollo personal. Usted ha tenido la valentía de adentrarse por ese sendero
Emiliano, y ese mérito es exclusivamente suyo.
Emiliano suspiró. No pudo evitar recordar los momentos en los que
quemaba los libros de Carolina, pero, habiendo experimentado la tristeza que
le ocasionaban aquellos recuerdos, se esforzó por llevar otras ideas a su mente:
−Oyéndola a usted, doña, me parece estar escuchando al Ambrosio el
Picodioro, un jornalero que sabía leer libros y que una vez los guardias se
llevaron detenío por estar pronunciando discursos en la cantina. Lo acusaron
de alborotador y bandido, porque decían que estaba en contra de las
autoridades. Lo detuvieron en la cantina delante de todos, como un ejemplo,
pa´ humillarlo. Los guardias que se lo llevaron le decían: vamos, que te vamos
a limpiar esa basura que te ha metío en la cabeza. Estuvo un tiempo preso, y
debe ser que le hicieron algo porque, cuando aquel pobre quedó libre más
nunca pronunció esos discursos. Se volvió casi mudo, hablaba muy poco y se
acopló a lo que todos los días se alega en la cantina: del vino, de los animales,
del fútbol, de las cosechas y todo eso…
−Pues debemos conseguir que las personas no permitan que el miedo les
paralice, debemos lograr que luchen por su dignidad. Sé que no es fácil; hay
que ser cautelosos para que no nos puedan acusar de que vamos contra la ley;
hacerlo con inteligencia, sin dar motivos para el arresto. No está prohibido
aprender, adquirir cultura, ese es el primer paso para vivir con dignidad, como
lo ha hecho usted.
La maestra ojeó el reloj de la salita, se levantó, dio un beso a Lucía, que
jugaba con Sulki en el patio y comenzó a despedirse de Emiliano.
−Me ha gustado compartir con usted esta charla; es bueno hablar de la
vida, Emiliano; es bueno reflexionar, pensar en lo que fuimos y lo que somos;
eso clarifica el camino para mejorar, para esforzarnos en vivir con dignidad.
A través del brillo acuoso y centelleante de sus ojos, Emiliano la observaba
fijamente. Milagrosa creyó ver, en la luz de aquella mirada, el ansia de un
deseo largamente pospuesto.
A partir de aquel día, hablar sería una costumbre. Parte de las clases se
convertirían en una terapia, un relato de confidencias sobre mutuas
experiencias vitales. Milagrosa comprobaría con entusiasta sorpresa que la sed
por aprender de aquel hombre no se quedaba reducida a los números y las
letras.
Una tarde, en pleno descampado, transitando por la vereda que conducía al
molino, Emiliano volvería a encontrarse con su amigo de siempre. Tal como
había predicho, el Coyote no se animaría a asistir a las clases de Milagrosa.
−Esa mujer es rara, Emiliano; es como si viniera de otro mundo…;
además, habla raro, uno se quea sin saber qué responderle. Que va… no voy a
ir a esa escuela; yo no sabría que hablar con ella… me entra un tembleque que
yo que sé…
−Pues, ¿sabes lo que te digo, Coyote?, esa mujer vale lo que pesa… Sí, ya
sé que estás pensando que no pesa mucho, pero es buena persona, ¿sabes?, de
las que ya no se ven. Y le gustan tus cuartetas, me lo ha dicho. Ella tiene arte
para hacerte hablar y sacarte lo que llevas dentro, como si supiera retratar tu
pasado. Ella dice que somos lo que éramos al nacer, más lo que los otros
hicieron de nosotros… o algo así…
Martín Sandoval entornó un ojo al escuchar como hablaba su amigo.
−Parece que esa maestra te está volviendo fino… estás cambiando las
maneras... ahora… te pareces a un señorito…Yo soy un bruto, pero estoy
hecho de olfatos Emiliano. No, yo no voy a ir a esa iscuela, no sea que se me
vire el talento…
Emiliano temió que el camino del Coyote y el suyo comenzaran a
separarse.
−A estas alturas miro hacia atrás y creo que he tirado la vida por la borda,
Coyote. Pensaba que no me quedaba nada por descubrir y me doy cuenta que
es ahora cuando empiezo a entender...
−Pues yo no sé pa´ qué sirve saber más de lo que hace falta. Sólo se
necesita la comida, un vaso e vino y disfrutar un poco pa´ poderse distraer
uno…−concluyó el Coyote, encogiéndose de hombros.
−Eso es lo que yo pensaba compañero, pero hay algo más…; yo no sé
explicarlo…, pero llego a entender que si no encuentras un motivo fuerte que
te empuje a vivir, uno no se diferencia mucho de las bestias de carga.
−No sé… Emiliano… tú estás alegando unos asuntos raros… siempre ha
estao la cantina y… yo me entretengo con las cuartetas…a ti siempre te ha
gustao eso, ¿no?…
−Trabajar, comer y divertirse, pero eso no es todo, amigo, ¿cómo se
explica la tristeza, la soledad y ese dolor que te atraviesa el pecho cuando
piensas en alguien que se fue? ¿Y cómo explicar la emoción que te deja la
caricia de una hija? Antes yo pensaba que todo lo que estuviese fuera de la
cantina era triste, que el trabajo de las huertas era un castigo y que la taberna
estaba pa´ eso, pa´ distraerse y ahogar las penas. Ahora ya no pienso así; y ha
sido Lucía la que me ha hecho entender… Ahora, después del trabajo, ya no
pienso en el mostrador, sólo deseo llegar pronto a casa para abrazar a mi
pequeña.
−Te estás pareciendo al cura en la misa… Mira Emiliano: yo no entiendo
de esas cosas… tengo prisa; adiós −exclamó el Coyote, visiblemente
incómodo por aquél dialogo.
Las suaves luces del atardecer ya descansaban sobre los cerros. Un rebaño
de cabras descendía desde las cumbres y comenzó a ocupar todo el ancho del
camino. Martín Sandoval aprovechó para unirse a la corriente de animales y se
alejó conversando con el cabrero. Emiliano contempló como los dos hombres,
rodeados por el rebaño, se alejaban a través del llano hasta perderse entre las
primeras casas del pueblo. Una luz terrosa se derramaba sobre los arbustos de
las laderas mientras el difuso disco solar se ocultaba tras las montañas
solitarias. Emiliano quedó allí, inmóvil, ausente y pensativo, esperando la
llegada de la oscuridad. Y fue en el transcurso de aquella reposada soledad
donde tomó conciencia, por vez primera, del poder reflexivo que habita en el
silencio.

XVII

La última conversación que Emiliano había tenido con Quintín Rosales se


había interrumpido en medio de un misterio. Aquel hombre dijo haber
conocido a su padre en Cuba y la intriga por saber los detalles de aquella
noticia lo impulsaban a buscar una nueva ocasión para el reencuentro.
Vinagrito solía situarse en una de las mesas del fondo, junto a las barricas
vacías que daban acceso al patio de la taberna. Aquel sábado Emiliano sabía
que lo encontraría allí. Rosales sólo abandonaba la cantina cuando, en
ocasiones, iba a dormir a su chamizo. El salón estaba a rebosar; la
acostumbrada humareda de los cigarros junto al ruido de voces y el choque de
fichas de dominó, llenaban la estancia. Entre las mesas centrales Emiliano se
encontró con la mirada huidiza de Rosendo Machado, el hombre que, días
atrás, había derribado de un certero cabezazo. Tras aquel suceso, en un
encuentro casual por la calle, habían acordado enterrar las diferencias a
condición de que terminasen las bromas hacia Vinagrito, un acuerdo que se
había cerrado con un apretón de manos. Detrás del abanico de barajas
Machado lo saludó levantando ligeramente el brazo y Emiliano le devolvió el
saludo con una inclinación de cabeza. Al llegar a la altura de Vinagrito dejó
sobre la mesa la jarra de vino y los dos vasos que traía desde el mostrador y,
sin dejar de observar a Rosales, arrastró la silla para sentarse frente a él.
−Me alegro verlo, paisano. Ya va tiempo que no aparece por acá –exclamó
el viejo, sin apartar la vista de la jarra y los vasos.
Tras el intercambio preliminar de novedades, con opiniones sobre la
calidad del vino y comentarios relativos al abigarrado ambiente de la taberna,
Emiliano retomó de nuevo la conversación interrumpida durante su anterior
encuentro.
−Amigo, la última vez que hablamos supe que usted había estao en Cuba.
–Emiliano, de forma inconsciente, dejaba de tutear a Quintín.
Inconscientemente lo estaba colocando en un rango superior.
Vinagrito dudó unos instantes, fijó la vista en el techo y, con la mirada
perdida entre el humo que envolvía los faroles, como meditando en voz alta,
reflexionó:
−Aquellos fueron años de desbarros y aflisiones, paisano. Ya ni cuento las
veces en que me arrepiento de haberme embarcao en aquellos lances roñosos y
miserables –retomó la vista hacia el vaso vacío, lo llenó hasta el borde y,
durante unos segundos, permaneció absorto ante la efervescencia espumosa.
Tras sorber un trago, continuó−: Yo andaba con el pensamiento fijao más allá
de los mares; los amigos y conocidos se embarcaban pa´ Cuba uno tras otro;
yo me desesperaba; sólo pensaba en marcharme también. A pesar de todo no
me fui con idea de abandonar a la familia; casi nadie hacía eso, pero el nuevo
mundo nos recibía con los brazos abiertos y eso aturde la mente. Había trabajo
de sobra en los campos cubanos; había mujeres pa´ elegir. Las cabezas ligeras,
como la mía, pronto enterraban lo que habían dejao atrás. Quería olvidar esta
tierra, que me había condenao al purgatorio y la pobreza, pero, también, olvidé
a mi familia, sin importarme que quedaban en el abandono y la miseria más
amarga, en una pobreza aún mayor que la que habíamos vivido. Estaba ciego.
Terminé dispreciando el lugar que me había visto nacer, el mismo que me
había obligao a sobrevivir estrujando sus laderas. Odiaba los días en que había
escalado por terrenos baldíos para fabricar pequeñas terracitas y poder cultivar
cuatro papas y dos o tres coles miserables. Recordaba el hambre que encogía
el estómago. Repudiaba esos padecimientos y lo eché todo al olvido. No me
necesitan, pensé. Mis hijos sabrán salir adelante solos, como lo hice yo de
niño, me engañaba y consolaba a mí mismo. Cuando llegué a La Habana me
encontré en medio de un hervidero de viajeros ansiosos por continuar hacia el
interior de la isla. Me instalé en Cabaiguán, en un ranchito rodeao de campos,
donde todos los brazos eran bien recibidos para cultivar aquellas inmensas y
vírgenes llanuras. Acostumbrao desde niño a escalar laderas pa´ sacar fruto de
las piedras, cultivar en aquella bendita tierra, llana y fecunda, era un regalo
para mí y para todos los buscadores de fortuna que viajaban conmigo. Nos
dejamos abrazar por aquel paraíso fértil y hermoso, en el que todo lo que se
plantaba crecía sin apenas esfuerzo.
Envueltas en una amplia relación de vivencias y recuerdos marchitos, la
conversación entre Emiliano y Quintín se prolongaría durante varias horas.
Tras rememorar la experiencia de su paso por tierras cubanas, con la
descripción de múltiples trabajos en plantaciones de caña y tabaco, relatos de
intensas y fecundas labores agrícolas, Quintín Rosales se animó a enmendar la
mala conciencia de aquel pasado y también confesaría su temprana inclinación
al juego y la bebida.
−Dispués de las fuertes jornadas de trabajo los hombres nos
abandonábamos al ambiente de las cantinas. Nuestras familias habían quedao
a miles de kilómetros de allí y muchos sólo pensábamos en el mero disfrute y
el despilfarro. Algunos terminábamos malgastando el salario en ron y mujeres,
lo que a la larga llevaba a la ruina y la miseria. Yo fui uno de aquellos
tarambanas, paisano. Aparte de la necesidad de cumplir con el trabajo no me
sentía obligao con más naide. Al terminar las faenas matábamos la sed en las
bodegas, despilfarrando el jornal hasta que cerraban. Otros, con más cabeza,
sólo echaban algunos tragos y se iban a descansar, pero yo nunca tuve talento
pa´ ver los peligros. Siempre era de los últimos en salir de aquellos bohíos,
donde corría el ron sin medida y se cantaba hasta la madrugada. Cuando uno
es joven el cuerpo resiste bien a los abusos, pero siempre hay una raya que
marca el final. Había días que apenas comía y andaba pegao a la botella de ron
desde el amanecer. En esas condiciones las fuerzas se van acabando; antes del
mediodía ya estaba liquidao. Inútil pa´ faenar por los campos, uno tras otro iba
perdiendo los empleos, aumentó mi fama de bebedor y llegó el momento en
que naide quería contratarme… −Vinagrito hizo un alto para llenar el vaso−.
Lo que vino después se lo puede suponer usted, paisano −terminó la frase en el
momento en que se aproximaba el vaso a los labios para dar un largo trago,
hasta dejarlo vacío.
−¿Y qué me cuentas sobre mi padre? Dijiste que lo habías conocido…
Rosales volvió a llenar el vaso, dio otro largo trago y dijo ceremonioso:
−En uno de los muchos trabajos en que estuve enrolao, topé con un
hombre moreno y corpulento con fama de bravucón y alborotador, muy
conocido en todas las cantinas y bohíos del lugar. Circulaban rumores de que
había matao a un hombre en un caserío del Escambray y que se había refugiao
en Cabaiguán escapando de aquel delito. Esto se decía, aunque naide podía
asegurar si aquella leyenda era cierta. Otros comentaban que seguía libre
porque no se había encontrao pruebas claras en su contra. Lo cierto es que,
debido a esa leyenda, y a sus maneras desafiantes y altaneras, era muy temido
y nombrado entre los ambientes de la baraja y la apuesta. Siempre andaba en
esos tropeles de la bulla y el vozarrón donde recalaban tipos escandalosos y
bronquistas, gente muy cruda y gritona, lista pa´ la controversia y el desafío.
En todas partes hay endeviduos así paisano, aquí mismo los tenemos –señaló
con un movimiento de cabeza a Rosendo Machado que, en aquel momento,
discutía acaloradamente entre las mesas vecinas por un lance del juego.
Se hizo un largo silencio. Vinagrito, como anclado en aquellos recuerdos,
había clavado la vista en el techo; su mente parecía flotar entre la humareda de
los cigarros. Emiliano, cuidando de no interrumpir su reflexión, se quedó
contemplándolo expectante, esperando la continuidad de su relato.
−Siga usted, amigo −dijo Emiliano impaciente, rompiendo el prolongado
silencio.
Vinagrito descolgó la mirada.
−A pesar de que elegí esta necia profesión del vaso y la botella −continuó−
nunca me gustaron esos fregaos, esas broncas disparatadas que sólo sirven pal
desahogo de tipos resentios y amargaos. Aquí y en todas partes, la taberna es
un teatro del mundo, una feria por donde desfila toda clase de hombres −al
escuchar éstas palabras, Emiliano fue consciente de su propia actitud de
espectador frente al escenario de la taberna−. Recuerdo bien que el tipo del
que le hablo se llamaba Apolonio Maldonado, pero como acostumbraba a
entrar en las cantinas con el machete de trabajo atravesao en la cintura todos lo
conocíamos por Polo Machete. Era un hombretón recio, sin apenas pelo en la
cabeza, aficionado a la bebida y las mujeres. Raro era el día en que no saliese
marcao de las cantinas. Se arrimaba a todas las discusiones y fregaos, y si no
encontraba razones pa´ la discusión, él mismo se encargaba de inventar un
motivo pa´ armar la bronca. Se liaba a puñetazos o se enfrentaba, machete en
mano, con todo el que le hiciese frente. Siempre estaba inclinao al duelo y las
bravatas desafiantes. De fijo terminaba malparao, y ya había pisao varias
veces los calabozos. Cada vez que se armaba una riña con sangre, los guardias
rurales ya sabían a quién había que detener. Tenía prohibido entrar a las
cantinas con el machete, pero él no tenía respeto por nada ni por naide, y los
cantineros no se atrevían a contrariarle, ni siquiera pa´ reclamarle sus deudas,
que eran muchas. Yo no puedo estar seguro de que aquel hombre fuese su
padre paisano, pero el nombre que usted me ha dao coincide. Era ese el único
Apolonio que había por la zona de Cabaiguán. Además, usted lleva el mismo
apellido.
Emiliano había escuchado a su madre hablar de las características físicas
de su padre y sabía de sus maneras altaneras y bronquistas, que coincidían con
el relato de Vinagrito. Ella sentía un ávido resentimiento por el que había sido
su marido y preparó a sus hijos para que lo rechazasen de por vida. Les decía
que su padre había sido una persona brutal y despiadada que merecía ser
aborrecido. Aquellas referencias, oídas de boca de su madre, más el relato que
acababa de escuchar, le hacían llegar a la conclusión de que el personaje al que
se refería Vinagrito, sin duda, era su padre.
−¿Y qué fue de él Quintín? ¿Seguía allí cuando te marchaste? –interrogó
Emiliano.
Rosales guardó silencio unos segundos, tomó un nuevo sorbo y, fijando
nuevamente la mirada en las traviesas del techo, caviló:
−Tuvo un final terrible, un final que no le deseo a naide, paisano…
La taberna cerraba. Aparte de dos parroquianos, que apuraban sus vasos en
la barra, Emiliano y Quintín eran los últimos clientes del salón.
Interrumpiendo la frase de Vinagrito, el tabernero se acercó a la mesa para
darles el segundo aviso.
−Emiliano, lo siento, pero ya hace media hora que tenía que haber cerrao,
entiende…
−Si hombre, como no…; es que aquí, el amigo Quintín, me tiene
encandilado con sus historias de Cuba –repuso Emiliano, al tiempo que se
levantaba parsimonioso.
−Ya me conozco las historias cubanas de Vinagrito, me las ha contao más
de una vez –largó el tabernero mientras recogía la mesa –pero éste tiene más
cuento que Calleja, cuando se remoja el pico no hay quien lo pare –remató.
−Esas palabras sobran, Bonifacio, te las pudiste haber guardao. Quintín es
un amigo; yo me he creído todo lo que le acabo de escuchar. A los amigos hay
que respetarlos –espetó Emiliano.
El tabernero, testigo directo del cabezazo que días atrás había sufrido
Rosendo Machado, fue consciente de su desliz. Su rostro se ensombreció.
−No pretendía ofender. Hay que saber aguantar una broma, hombre… −se
disculpó.
−Pero es que ya está bien con las bromas hacia este hombre, el que quiera
reírse que vaya al circo Toti –sentenció Emiliano mientras se ponía la
chaqueta.
−Que quede claro que nunca me he burlao de él, eso es cosa de los
clientes… −se justificó el tabernero− además, muchas noches lo dejo dormir
aquí.
−Ya…, a cambio de que te barra y te friegue; con ello te ahorras un puesto
de trabajo…
A la vista del cariz que estaba tomando la conversación, y viendo que
peligraban los favores que recibía del tabernero, Quintín intervino:
−Güeno, paisanos, no es cosa de ponerse nerviosos, yo no merezco que
naide vaya a peliarse por mí. Agradezco al amigo Bonifacio poder usar este
refugio, yo le ayudo con gusto en las mesas; no me siento obligao…−musitó.
−Está bien, lo que diga Quintín a misa va… Vamos a dejarlo aquí. No pasa
nada Bonifacio, tan amigos –le extendió su mano−. Debo irme ya, mi hija me
espera −resolvió Emiliano.
Bonifacio, el tabernero, respiró aliviado mientras le estrechaba la mano.
−Paisano, pensándolo bien, y salvando las diferiencias, usted lleva algunas
mañas de su padre…−le susurró Quintín, ya en la puerta y a modo de
despedida.
−Por lo que se ve, yo estaba condenado a seguir esas mismas mañas; tuve
la desgracia de salir del mismo molde, menos mal que alguna luz he
encontrado –razonó, al tiempo que se despedía de Rosales con un abrazo. –
Tienes que terminarme esa historia, concluyó.
−Con gusto, paisano, aunque le aviso: lo que queda por rilatar no es
agradable pal recuerdo –advirtió.
**
Teniendo en cuenta que ya era pasada la medianoche estaba casi seguro de
que Milagrosa se había llevado a la niña a dormir a su casa; aún así, como
precaución, entró sigiloso, procurando no hacer ruido. Sulki salió a su
encuentro moviendo el rabo. Al pasar frente a la puerta de Lucía, ésta lo llamo
desde la cama.
−Papá: ¿de dónde vienes?
−De la cantina hija; estuve allí hasta que cerraron.
La niña se incorporó desde la almohada.
−Papá, te he estado esperando para que me leyeses… Milagrosa me estuvo
acompañando y, al ver que no venías, quiso que me fuese a dormir con ella,
pero yo le pedí que me dejase aquí, con Sulki a mi lado, acostada hasta que tú
llegaras. Yo quería esperarte porque estaba muy triste. Papá, yo no quiero que
vayas más a la cantina. Dice la abuelita que tú ibas todos los días a la cantina y
que cuando regresabas maltratabas a mamá. Abuelita dice que mamá se
marchó por eso. ¿Es verdad que tú maltratabas a mamá? ¿Es verdad que tú no
la querías como dice la abuelita? Yo tenía miedo de que esta noche vinieses
enfadado de la cantina, como te enfadabas cuando estaba mamá −sollozó.
Supo que había llegado el momento más temido. Consciente de que tarde o
temprano la niña haría aquel tipo de preguntas, había preparado con la maestra
la manera de afrontarlas, mientras tanto procuraba que el nombre de Carolina
no apareciese en sus diálogos con la niña, incluso tenía hecho un pacto con
Milagrosa para evitar mencionarla en su presencia. Aún así, era consciente de
que el frecuente contacto de la niña con su abuela impediría prolongar aquel
silencio. Lucía recordaba con claridad a su madre, era normal que, tarde o
temprano, se interesase por saber de ella. Se sentía lejos de engañar a su hija.
Notó un sudor frío que bajaba por su espalda y un leve temblor que se
adueñaba de sus manos. Abrazó a la niña para consolarla.
−Hija, quiero que sepas que papá no siempre fue como es ahora. Papá,
antes, vivía con mucho odio en su corazón. Hay muchas personas que nacen
buenas, como mamá, como tú, como Milagrosa…; esas personas, cuando van
creciendo, saben cuál es el camino bueno y se juntan siempre con buenas
personas, así consiguen ser cada vez mejores…, pero hay algunas personas
que cuando son niños necesitan que alguien les ayude a encontrar el camino
bueno. Cuando papá era un niño no tuvo a nadie que le ayudase a encontrar
ese buen camino, y cuando fue creciendo se juntó con gente que lo fue
llevando por el camino malo. Papá era como un ciego que se dejó llevar por
otras personas tan ciegas como él. Los caminos malos conducen a un agujero
muy grande y oscuro, y si los que caminan por un camino malo no se cambian
a otro bueno, terminan cayendo en un agujero oscuro y sin fondo del que ya no
podrán salir. ¿Y sabes quién ayudó a papá a encontrar el camino bueno?, un
regalo que le trajo el cielo, una niña preciosa que se llama Lucía. Cuando papá
salía de trabajar, como sabía que su hijita lo esperabas en casa, se olvidaba de
la cantina y de las compañías malas. Igualmente, Milagrosa ayudó mucho a
papá, mostrándole las cosas bonitas que hay en los libros y enseñándolo a leer.
También tú ayudas mucho a papá cuando le revisas la tarea y lo acompañas en
las lecturas diarias.
Lucía lo escuchaba con atención, observándole a través de sus ojos
relucientes y vivaces, aún humedecidos por las lágrimas. Al saber que había
sido ella quién rescató a su padre, su rostro se iluminó de alegría.
−¿Por qué tus papás no te ayudaron cuando eras un niño?
Emiliano conocía bien a su hija; durante los largos paseos por el campo
había descubierto que Lucía tenía una capacidad innata para hacer siempre la
pregunta precisa, por tanto no le sorprendió que, también en aquella ocasión,
la niña intuyese cuál era la cuestión clave, una señal de que había entendido la
explicación con total claridad.
−¿Sabes por qué papá fue a la cantina esta noche?... para hablar con
Quintín, aquel señor que te presenté hace unos días, ¿te acuerdas?, el señor
que nos acompañó aquel domingo por el Paseo de los Nogales. Quintín estuvo
hace muchos años en un país muy lejano, una isla muy grande que se llama
Cuba; allí conoció a mi papá, que también era abuelito tuyo. Yo fui esta noche
a la cantina para que Quintín me hablase de él. Tu abuelito también nació muy
pobre. Sus padres tampoco lo ayudaron a buscar el camino bueno, tuvo que
trabajar muy duro desde niño y se juntó con malas compañías. Él se fue a
Cuba, olvidó a su familia y allí se siguió juntando con gente mala. Cuando se
anda con malas compañías, en la cabeza sólo mandan las ideas malas, por eso
siempre hay que buscar las compañías buenas, no lo olvides.
Lucía lo seguía con interés. Sus ojos vivaces y brillantes se concentraban
en cada una de las frases que, con metódica paciencia, su padre iba
pronunciando.
−Cuando mi papá se marchó a Cuba yo tenía sólo un año de edad –
continuó−; por eso no lo recuerdo. Como no teníamos a nadie que nos cuidara
en la casa, mis hermanitos y yo estábamos todo el día en la calle, no había
escuela para los pobres como nosotros, y mi mamá no podía atendernos,
porque se pasaba todo el día vendiendo verduras y otras cosas para juntar
dinero y darnos de comer. Cuando fui creciendo tuve que ponerme a trabajar.
Siendo aún más pequeño que tú les llevaba agua a los trabajadores del campo;
después comencé a subir a los montes; recogía hojas y palitos y los iba
metiendo en un saco para vender. Los que me compraban esos sacos lo
utilizaban como estiércol, que es un abono, un alimento que se echa sobre la
tierra para que las plantas crezcan fuertes y bonitas.
−¿Y tus hermanitos también recogían hojas y palitos para vender?
−Mis tres hermanitos eran mayores que yo. Se llamaban Luciano, Ana
Clara y José Evaristo. Los dos chicos comenzaron a trabajar siendo muy
pequeños. Junto a otros niños como ellos, cargaban tierra en canastos de
esparto para rellenar canteros en las plataneras. Cuando crecieron continuaron
trabajando como peones en esas mismas fincas. Mi hermanita Ana Clara,
cuando tenía seis añitos, fue adoptada como hija por un matrimonio alemán y
se la llevaron muy lejos. Nunca más la volvimos a ver…
La mirada de Lucía comenzó a brillar con más fuerza; nuevamente, las
lágrimas pugnaban por desbordar sus ojos.
−¿Por qué no pudiste ver más a tu hermanita Ana Clara? ¿Por qué no fuiste
a buscarla?
−Para poderla ver tenía que viajar muy lejos; ella estaba en un país llamado
Alemania. Hace años nos mandó una carta. Se la tuvimos que llevar al
boticario para que la leyese porqué en casa nadie sabía leer. Mi hermanita Ana
Clara decía en su carta que se encontraba bien y que se había casado con un
joven alemán. Yo me alegré mucho por ella. Fue la única vez que nos escribió.
Nunca más volvieron a llegar cartas suyas…
−Papá: ¿cuándo podré ver a mi mamá? –interrogó de golpe, mientras se
secaba las lágrimas con la sábana.
Emiliano quedó desconcertado. A pesar de saber que Lucía, en cualquier
momento podría hacerla, la pregunta lo cogió por sorpresa. De nuevo, aquel
perturbador asunto se introducía entre su hija y él.
−No sé, hija, yo no sé dónde se encuentra mamá… −se disculpó nervioso.
−Abuelita dice que mamá se fue por tu culpa; ¿es eso verdad, papá?
−exclamó.
Emiliano sintió como un nudo compacto subía desde su estómago para
atenazarle la garganta. Quiso hablar, pero no pudo; se sentía incapaz de
insuflar el aire necesario para que las palabras brotasen de su boca. Tras un
esfuerzo, con voz temblorosa y débil, acertó a decir:
−Es verdad, hija, cuando mamá estaba en casa yo no me portaba bien… Le
hice mucho daño a tu mamá, y no debí hacerlo… Yo quiero que vuelva, pero
no sé donde se encuentra y no se lo puedo pedir…−balbuceó.
−¡Yo quiero que mi mamá vuelva! ¡Debes ir a buscarla, papá! −lloraba de
nuevo.
Temió, de pronto, que el ámbito amoroso que había logrado crear entre
Lucía y él se desmoronase, que volviese a aparecer la fría distancia de aquellos
primeros días. Percibió, de nuevo, la angustia atenazándole el pecho, la
tristeza, que ocupaba su voluntad y trastocaba su estado de ánimo. La niña,
alterada por el renovado recuerdo de su madre, tardaría en dormirse. Emiliano,
sin dejar de observarla en ningún momento, se quedaría velándola el resto de
la noche, esperando que el nuevo día amaneciese igual que los anteriores, con
el amor de su hija intacto.
**
−Doña Milagrosa: no puedo seguir leyendo ese libro Nuestra Señora de
París, se me hace muy difícil entender la trama. Algunas cosas sí las entiendo
bien, pero pierdo el hilo con facilidad. Además, estos días ando
desconcentrado y muy desanimado; no me atrae leer; Lucía no me mira igual,
me hace culpable de que su madre se haya ido; lo peor es que tiene razón, pero
no sé cómo conseguir que todo vuelva a ser como antes –se lamentó.
−No se preocupe, los niños siempre quieren que sus deseos se cumplan de
inmediato –trataba de tranquilizarlo− se le pasará en cuanto su mente sea
ocupada por otras cosas. Lucía desconoce el rencor; le sigue queriendo a
usted, pero la imagen de su mamá se le ha presentado de nuevo y quiere que
regrese; como no lo consigue muestra su enfado de la única manera que sabe.
−Lo que más temo es perderla de nuevo… –suspiró.
−En cuanto a Nuestra Señora de París, no pasa nada; haga un alto en la
lectura, cámbiese, si le apetece, a otro título menos denso –se aproximó hasta
una pequeña estantería del rincón− aquí tengo algunos: Robinson Crusoe de
Daniel Defoe; La Isla del Tesoro, de Robert Louis Stevenson; La vuelta al
Mundo en ochenta días, de Julio Verne… Son historias entretenidas… Mire:
éste le viene muy bien a usted, seguramente se verá reflejado: La llamada de la
Selva, de Jack London, es la historia de un perro que se hace más fuerte a
medida que se va enfrentando a la dureza de la naturaleza y a la brutalidad de
los hombres. Describe el amor y fidelidad entre Buck, que es el nombre de ese
perro, y un hombre llamado John Thornton. Usted me ha confesado que está
arrepentido de haberle provocado sufrimiento a los animales…, tal vez éste
libro lo ayude a reconciliarse con ese pasado –lo alentó, buscando levantar su
estado de ánimo.
−Bueno, intentaré leerlo –murmuró sin mucha convicción−. No consigo
estar tranquilo doña Milagrosa, usted acompaña a la niña a ver a sus abuelos
con frecuencia y me preocupa que, en cualquier momento, ella quiera
quedarse allí y no regrese más –se lamentó, cabizbajo.
−Ya he hablado ese tema con ellos –anunció Milagrosa−; la abuela es
quién muestra más interés por recuperar a su nieta, pero ya la he advertido
sobre las consecuencias de nuevas disputas entre ustedes; en caso de
enfrentamientos y sobresaltos, la principal perjudicada será la niña. Trato de
hacerles entender que no es conveniente que a la pequeña se le someta a
nuevas tensiones emocionales, pero la cárcel ha destapado en la abuela un
carácter esquivo y resentido; es difícil el diálogo con ella; sigue insistiendo en
recuperarla.
−No dejo de pensar en lo que pasará si es la niña quien pide vivir con sus
abuelos –susurró Emiliano, abrumado.
−Eso no va a ocurrir, Lucía está muy unida a usted, más de lo que cree.
Además, la abuela ha agriado en extremo el carácter, la niña lo percibe; cada
vez que vamos a su casa, al rato ya quiere regresar −reveló.
Tras su paso por la cárcel, Encarna había perdido el impulso amoroso.
Emocionalmente era torpe y distante, sin destreza para transmitir calor y
acogida, sin capacidad para la caricia, el juego y los abrazos. Con ello, sin
pretenderlo, empujaba a la niña hacia los brazos de su padre. Sometida por
aquel carácter avinagrado y profundamente desconfiada sobre la evolución de
Emiliano, no asimilaba la repetida negativa de su nieta a regresar con ella, lo
que acrecentaba su permanente mal humor. Se resistía a creer las palabras de
la niña y recelaba profundamente de las positivas intenciones de aquel
hombre, por mucho que la maestra afirmase lo contrario. Durante su estancia
en la cárcel había reflexionado largamente sobre las causas que provocaron su
encierro, concluyendo que era Emiliano el único y absoluto culpable de su
desdicha. El resultado era un renovado y enconado rencor, un rechazo visceral
hacia el hombre responsable de que su hija Carolina hubiese tenido que
escapar. Manipulaba los asuntos cotidianos con su marido para justificar su
permanente malestar y deambulaba por la casa esparciendo un carácter oscuro
y amargo, descargando una ira irracional frente a cualquier acontecimiento
doméstico. A falta de otras víctimas, su objetivo principal era Victorino. Desde
su salida de la cárcel, su carácter empeoraba cada vez más. Nada quedaba de
aquella mujer paciente y sosegada, que durante muchos años se había
entregado plácidamente a la voluntad de su marido.
−¡Victorino!, ¿dónde te metes?; ¡llevo media hora llamándote! Necesito
que arregles esta ventana, ¡joder!; me tienes harta con tus abandonos…
−gritaba colérica, aporreando la pared.
Sorprendentemente paciente y dócil, él dejaba de atender a la clientela para
acudir a calmar a su mujer, que seguía gritándole desde la cocina.
−Tranquilízate, Encarnita. ¿No sabes que estoy atendiendo? Vas a alarmar
a la gente con tus gritos. Estoy tratando de convencer y recuperar a doña
Engracia, a quién hace unos días no le permitiste que se llevase la compra que
ya había hecho. Me dice que la humillaste en público porque no le alcanzaba
el dinero y no creíste en su compromiso de pagar al día siguiente. Es una
clienta conocida, Encarnita, una vecina de toda la vida, no podemos espantar a
la clientela de ese modo, debemos levantar este negocio de nuevo –le rogaba.
−¡Al diablo con esa vieja roñosa! Quiere aprovecharse de nosotros. La
conozco; es de las que se hacen la loca para no pagar sus deudas; utilizan a los
blandengues como tú, pero a mí no me engaña. Además, quedamos en que no
íbamos a dar más fiados… Pero ya está bien de tanta cháchara. Cuando
termines quiero que clavetees esa ventana. ¡Dios!, si no es por mí la casa se
nos cae a pedazos –gruñía.
Victorino se esforzaba por taponar su propio volcán interior; rechinaba los
dientes, cerraba los puños, se mordía la lengua y se tragaba la rabia
desesperante que lo carcomía. Esta no es mi mujer, la cárcel me la ha
cambiado –concluía.
Al confirmar la unidad existente entre la niña y su padre, cada contacto de
la abuela con su nieta significaba la renovación de un tormento personal.
Encarna sufría amargamente cuando la niña confesaba lo feliz que era con su
padre. Después de cada visita, su estado de ánimo experimentaba nuevos
retrocesos. Una tarde, Victorino observó cómo, en su avance por el pasillo, su
mujer perdía el control de los pasos y se trastabillaba, hasta terminar
tropezando con la mesa del salón. En los días posteriores se repetirían escenas
similares. Hacía varias noches que, al irse a la cama, percibía un olor acre en
el aire del dormitorio. No puede ser –se decía−, es imposible; ella siempre ha
detestado la bebida. Tras cada una de aquellas escenas, una nueva
preocupación se instalaba en la mente de Victorino. En la misma medida,
sometida a la dictatorial tozudez de Encarna, la convivencia cotidiana
empeoraba, cada vez más contaminada por las maneras áridas e insoportables
de Encarna.
La prueba definitiva que confirmaría la afición de Encarna por el alcohol la
tendría Victorino una madrugada cuando, tras seguirla sigilosamente desde el
dormitorio, la vio entrar en el pequeño almacén de la tienda, sorprendiéndola
en el momento en que tragaba, a gollete, una botella de ginebra.
−¡Pero, Encarna! ¿Qué haces? ¿Es que te has vuelto loca? ¡Deja esa botella
inmediatamente y vuelve a la cama!
Al verse sorprendida hizo ademán de esconder la botella, pero se repuso, lo
miró desafiante y, entre el líquido babeante de sus labios, lo retó:
−¡No me da la gana! ¡No eres nadie para decirme lo que tengo que hacer!
Me he pasado la vida obedeciéndote, pero se acabó. ¡Quiero volar! –gritó.
−¿Volar?, ¿hacia dónde?, ¿hacia el abismo?, ¿hacia tu destrucción? No eres
un águila Encarna; ¡más bien te estás comportando como una gallina asustada!
Encarna rompió a llorar y cayó de rodillas, impotente, entre los sacos de
maíz.
−Nunca me has querido, igual que no has querido a tu hija. ¡Nunca te
importó que ese canalla la maltratara! La abandonaste en medio de su dolor.
¡Eres un monstruo insensible! −lloraba desconsolada.
−¡Encarna, por favor, recupera la compostura! ¡No te entregues a ese
asqueroso vicio! ¡Penetras en un túnel del que te será muy difícil salir!
Sometida por la congoja, con el rostro entre las manos, incapaz de contener
el llanto, Encarna se había hecho un ovillo, convirtiéndose en un bulto más
entre las sacas de mercancía.
−¡Tú eres el culpable de que esté así; tengo que ahogar este dolor; no
soporto ver a mi nieta en brazos de ese indeseable! ¡Nunca permitiste que tu
hija escapase de las garras de esa fiera! ¡Nunca le facilitaste volver a casa
cuando ese bandido la maltrataba! ¡Pobre hija mía, tuvo que buscar a alguien
que la salvase porque a su propio padre no le importaba que muriese de dolor!
¡No quiero verte, monstruo!
Impulsada por un ataque de ira, en una mezcla de rabia y angustia, Encarna
se revolcaba entre el piso y la mercancía, dominada por el llanto y la pena.
Impotente ante la escena, temeroso de que cualquier intento de consuelo
pudiese incrementar su rechazo, Victorino decidió dejarla sola y volver a la
cama con la esperanza de que su mujer lo siguiese, pero no fue así; a partir de
aquella noche dormirían en camas separadas.
Aprovechando que su marido atendía a la clientela o colocaba mercancía
en los estantes, Encarna se escabullía en el trastero o en cualquier otro rincón
para quedarse a solas con la botella. Ella, que había sido pieza clave en la
recuperación de la casa y del negocio, terminó perdiendo todo rastro de
ilusión. Atormentada por la angustia, era consumida por una inmensa tristeza.
Toda la energía se le iba en localizar una botella para seguir ahogando su
dolor.
Para el abastecimiento de frutas y verduras, Victorino debía acudir todas
las madrugadas a las instalaciones de la Cooperativa Agrícola, regresando a
toda prisa para poder clasificar y exponer el producto en los estantes, antes de
la apertura al público. El resto de la mercancía, que también debía clasificar y
colocar, se amontonaba sin control tras el mostrador. Los años de experiencia
al frente del negocio facilitaban su labor, pero resoplaba hacia las alturas
cuando su mujer, bamboleándose como una barquilla al viento, aparecía para
estorbar en medio de aquel trajín. Sonámbula y ausente, se pasaba el día dando
tumbos por toda la casa, menos por la tienda, a la que su marido terminó
impidiendo la entrada para proteger a la clientela de sus insultos. A las
múltiples tareas caseras, Victorino debía añadir una ocupación más: localizar
los escondrijos donde su mujer ocultaba las botellas. Entre la ropa de los
armarios, tras los sacos de grano del almacén o sobre los estantes más altos de
la cocina, encontraba, cada vez con mayor frecuencia, botellas a medio llenar
de ron, coñac o ginebra, robadas del almacén. Un día, desesperado e
impotente, repartió, gratuitamente, las últimas reservas, y comunicó al público
que, a partir de aquella fecha, en su tienda no se despacharía más alcohol. Días
después, tras descubrir que su mujer le robaba dinero, fue consciente de que el
problema se le escapaba definitivamente de las manos. Encarna, después de
varias horas en la calle, regresaba tambaleándose a altas horas, para insultarle
entre un fuerte aliento a coñac.
−¡Tú eres el culpable!; ¡eres un bicho ruin y mezquino! ¡Tú me has robado
a mi hija y a mi nieta! ¡Eres el responsable de que mi pequeña siga secuestrada
por esa bestia cruel!
Victorino, desde la tienda, profundamente preocupado y nervioso,
escapaba de los gritos tras la puerta cerrada.

XVIII

Era bajito y enclenque, con grandes anteojos de pasta negra, no pasaba de


un metro sesenta y llevaba el pelo largo y rizado hasta más abajo de los
hombros. Usaba las maneras de los capos de la mafia y acostumbraba a recibir
a los prisioneros tras una amplia sonrisa y un apretado abrazo de bienvenida.
Para los interrogatorios se vestía de forma refinada, con chaqueta, corbata y la
punta del pañuelo asomando por el bolsillo de la americana. Al Comisario
Ramiro Solorzábal el Menudo, también se le conocía por el alto grado de
excitación que le proporcionaban los interrogatorios, hasta el punto de tener
que cumplir con un tiempo medido para lograr la información requerida, ya
que era frecuente que se le fuese la mano con los detenidos. Una vez acabado
su turno, y antes de que el prisionero perdiera el conocimiento, lo sustituía
otro agente. A Ramiro el Menudo, habitualmente, le correspondía el primer
turno. Su misión era ablandar al detenido. Era conocido por sus broncos
métodos y formaba parte de la policía secreta del régimen, adscrito a una
brigada especializada para la identificación de extremistas que dependía de la
Dirección General de Seguridad Informativa. Los golpes con la toalla mojada
eran el recurso al que acostumbraba, y el más efectivo, para evitar problemas
con algún juez escrupuloso que pudiese detectar las señales del maltrato. A
Carlos Martel le habían roto las gafas y no veía con nitidez, pero identificó sin
dificultad al pequeño individuo desde que lo introdujeron a empujones en la
sala de interrogatorios.
Sujeto con los grilletes a la silla era consciente de lo que le esperaba.
Intentó evadirse de aquella angustia recordando pasajes de su infancia: los
muchachitos del barrio, sus encuentros con la lluvia y el barro, el fútbol, sus
amigos del colegio, su primer día de cine, el rigor de su padre Isaías Martel,
cirujano de prestigio, exigiéndole que estudiase medicina, y el disgusto del
viejo cuando supo que su único hijo quería ser maestro. Recordó a Anabel, su
primera novia, los primeros besos, sus torpes escarceos sexuales. Recordó a su
madre, Josefina Llombet, en su abnegada entrega como enfermera del
hospital, las manos de su madre preparándole aquellas meriendas de pan y
chocolate, antes de salir a jugar al descampado, la influencia de su maestro
más querido, Don Veremundo de Anguiano, el que sembró en su mente el odio
a la injusticia, gérmen de las ideas por las que ahora era detenido. Se preguntó
si sentía arrepentimiento por su pasado, quiso saber en qué nivel de
satisfacción se encontraba su conciencia y llegó a su mente una frase de su
maestro don Veremundo: el futuro jamás se regala; siempre se conquista. La
memoria de aquellas palabras llevó un soplo de aire a sus pulmones, una
tregua para serenar la palpitación nerviosa que lo ahogaba. Pero todos aquellos
pensamientos quedaban subordinados a la evocación de otro más profundo:
Carolina. Ella no sólo estaba a su lado, formaba parte de su propia esencia. No
era un añadido, ni otro recuerdo más. Su amor lo acompañaba de manera real
y poderosa, como la brisa que llegaba desde la calle, como las coloridas flores
que observaba en el jardín, tan ajenas a la brutalidad de aquel antro. Se armó
de valor imaginando que ella se encontraba a su lado, aferrada a su brazo.
Evocó aquellos hermosos y cálidos paseos junto a Carolina a través de la costa
del faro, y ese recuerdo lo llevó a reflexionar sobre el error que habían
cometido, al exponerse en una zona bajo control policial, tras la detención de
Eustaquio el farero y Miguel Camilleri. Trajo a su mente las carreras
apresuradas por los alrededores del faro cuando se aproximaban los Land
Rover, la huida desesperada para ocultarse bajo la cueva marina y su propia
caída por el terraplén de la orilla, lo que facilitaría su detención al no tener
tiempo de sumergirse junto a Wenceslao y Carolina. La incertidumbre sobre la
suerte de sus compañeros le volvió a dejar palpitaciones de angustia, que se
acrecentaron al ver como ya se acercaba Ramiro el Menudo. Los grilletes,
cerrados al extremo, constreñían sus manos, hiriéndole las muñecas.
Anquilosado por la inmovilidad, ya había perdido la sensibilidad en uno de los
brazos. El Menudo se colocó a su espalda; Martel no podía verle el rostro.
−A ver qué tenemos por aquí: ¡oooh, si es el señor profesor!, ¡que honor,
recibir a tan ilustre visitante! Merece usted un recibimiento acorde a su
condición –se burlaba, irónico−. Espero estar a la altura de su categoría, señor
profesor –fingía con voz impostada− ¡Es una suerte estar acompañados por tan
insigne maestro! ¡Pero un profesor debe tener muy claros sus conocimientos
para poder transmitirlos sin dificultad! Repasemos a ver cuánto sabe; veamos
qué contiene esta sabia cabecita –le tiraba de los pelos−. Para empezar me
interesa saber los nombres de algunos colegas. No pretendo saber muchos
nombres, sólo unos cuantos; sé que no me va a poder decir más de los que
conoce. −El Menudo, fiel a su estilo, progresivamente iba abandonando la
compostura irónica. Sabía que los detenidos sólo podrían identificar a los
integrantes de la propia célula y pretendía saber la composición completa del
comando. Conocía de sobra la disciplina interna de la organización−. Tenemos
todo un horario de clase para aprender la lección. ¡A ver, repasemos por orden
alfabético! ¿Cuál es el primer nombre? –preguntó, mientras se quitaba la
chaqueta y la colocaba en el respaldar de una silla−. ¡Vale!, ¡no es necesario
que me los diga por orden alfabético!..; comencemos por donde le apetezca; ¡a
ver si logramos terminar antes del recreo! −Se había colocado frente a él; la
mirada del policía comenzaba a reflejar irritación. El detenido dejó caer la
cabeza hacia delante y la dejó inmóvil, una señal que el comisario interpretó
bien−. ¿Con que es esa es tu respuesta?; ¿te vas a quedar mudo, cabrón?
¡Vamos! ¡No me hagas perder la paciencia!, ¡cerdo comunista! –chilló,
mientras lo abofeteaba.
Con cada pregunta sin respuesta aumentaba su cólera; tras cada silencio,
una violenta bofetada. La sangre, como un grifo roto, comenzó a manar por su
nariz. En pocos minutos la cara y la camisa del maestro eran un tinte
sanguinolento. Le engrillaron las muñecas a una barra metálica atornillada
horizontalmente en una esquina. El tubo estaba atravesado en lo alto por
encima de su cabeza, lo que hacía que sus codos quedasen doblados a la altura
del rostro. Un guardia le arrancó la camisa a jirones y las anchas espaldas del
maestro quedaron al descubierto. Trajeron un cubo con agua y comenzaron a
humedecer las toallas. De pronto sintió la violencia de los primeros latigazos
sobre las lumbares; algunos golpes alcanzaban toda la espalda. La piel,
magullada, iba mostrando la intensidad de los trallazos y variaba del rojo
intenso al morado a medida que aumentaba el castigo. Los ramalazos de dolor,
como una descarga eléctrica, subían desde la base de la espalda hasta su
cabeza. Le faltaba el aire y sentía que se ahogaba en una asfixia desesperante.
Tras cada golpe, un garfio ardiente se fijaba en su garganta, impidiéndole
respirar.
−¡Desembucha hijo de puta, o te arrancamos la piel a tiras! −gritó el
policía que lo golpeaba.
Supo que se turnaban para golpearle. Por momentos, como una muestra
grotesca de placer, aparecía frente a él la boca gritona del Menudo. El policía
había adoptado la expresión de los locos; fuera de sí, mostraba una mueca
dantesca y viscosa.
−¡Los nombres, cabrón!, ¡quiero los nombres…!
Sintió que se moría. Percibió que flotaba en un vacío inerte y dejó de sentir
dolor. El griterío y el sonido de los golpes se fueron desvaneciendo en la
distancia, hasta que cayó en brazos de un sueño extraño. Y sintió el intenso
deseo de escapar junto a aquella niebla salvadora, llegada para rescatarlo del
dolor de este mundo.
Despertó acuciado por la sed, con la boca reseca. Detectó el agua en el
suelo, en un jarro astillado. Ignorando las tajadas de dolor se lanzó del
camastro para sorberla desesperado. Agradeció el líquido bienhechor que
como una caricia bajaba por su garganta. Tras tragar todo el contenido
comprobó cómo desaparecía la aspereza de su boca, recuperaba la fluidez en
su garganta y la lengua dejaba de ser un esparto reseco. Al echarse de nuevo
sobre el camastro fue consciente del castigo: el ardor en la espalda era como el
corte de una navaja sobre una quemadura reciente. Haciendo un sobreesfuerzo,
con un rictus lastimero en el rostro, se dio la vuelta para quedar boca abajo.
Todas las articulaciones se resentían. La cabeza le quería estallar en enérgicos
latidos dolorosos. Como pudo, dando la espalda a la pared del cuchitril, se
acomodó de lado, atormentado por los molestos ramalazos del brutal castigo.
Observó la celda: era oscura y pringosa. Desde lo alto, a través de un
ventanuco enrejado, penetraba una luz débil y mortecina. Una sucia bombilla
apagada colgaba desde el techo, pero no divisó el interruptor. El camastro olía
a sudor y orines viejos. En el suelo sólo estaba la jarra astillada, ya vacía; en
un rincón asomaba la forma de un retrete maloliente. Trató de recordar todo lo
ocurrido: la sangre brotando por su nariz tras los primeros golpes, las violentas
descargas con la toalla mojada, las burlas de los guardias, las risas de placer
del Menudo… Sobre el color azul de su pantalón perduraba el tinte oscuro de
la sangre reseca. Descubrió que le habían puesto otra camisa y recordó que la
suya se la habían roto para la tortura. Intentó calcular el tiempo que llevaba
allí; instintivamente llevó la mirada hasta su mano para ver la hora, pero su
reloj había desaparecido; pudo ver las heridas en sus muñecas, las
magulladuras y cortes de los grilletes. El dolor de cabeza le impedía pensar.
Cerró los ojos intentando recuperar el sueño neblinoso que lo había salvado de
los toallazos, pero no pudo: cada movimiento del cuerpo equivalía a los
efectos de una cuchillada penetrando lentamente en la carne. No podía calcular
cuanto tiempo había pasado, pero descubrió que oscurecía: progresivamente se
iba apagando la tenue luz del ventanuco.
En medio de la oscuridad escuchó los pasos que se acercaban a través de lo
que parecía un pasillo y, a continuación, el ruido de la puerta, abriéndose. Una
silueta corpulenta se recortó sobre la luminosidad de la galería, penetró unos
pasos y se agachó para dejar algo en el suelo.
−¡Aliméntate bien, que aún no has cantado nada, desgraciado! −gruñó,
mientras atrancaba de nuevo.
Cuando la puerta volvió a cerrarse la oscuridad regresó al cuartucho, pero,
inmediatamente, desde fuera, alguien encendió la pringosa bombilla del techo.
La luz era tenue y sucia, como el débil resplandor de una vela. Observó que el
objeto que habían dejado en el piso era una especie de fiambrera de aluminio.
Desafiando al dolor hizo un esfuerzo para incorporarse. En el interior del cazo
había dos huevos duros y un trozo de pan. La jarra de agua estaba llena de
nuevo. No podía comer; su estómago flotaba en una mezcla de náusea y
angustia. Sólo sentía ansias por echarse de nuevo sobre el camastro. Tomó un
sorbo de agua del cacharro y se acercó a orinar. Sintió alivio al comienzo, pero
se tambaleó hacia atrás por la sorpresa. Recobró el equilibrio, volvió a mirar y
confirmó que era sangre lo que había en el fondo del retrete. Lentamente, entre
puntiagudas cuchilladas de dolor, volvió a estirarse sobre el catre.
De nuevo lo despertó el ruido de la puerta. La sucia bombilla del techo
seguía encendida, pero dedujo que había amanecido: los débiles rayos de un
nuevo día volvían a entrar por el ventanuco.
−¡Despierta, cabronazo, de nuevo te toca salir a escena! −gritó el sabueso
con voz cantarina y aflautada; con una actitud entre animosa y burlona.
El dolor que le provocaba el zarandeo del policía era similar a las sajaduras
de una navaja. Corpulento y calvo, probablemente era el mismo que le había
traído la comida. Tras las sacudidas, el sujeto lo observó durante un minuto
antes de dar varias vueltas por el cuchitril. Volvió a salir, pero esta vez dejó la
puerta entreabierta. Martel aguzó el oído para escuchar las voces que llegaban
desde el pasillo:
−Este tipo no resistirá otro interrogatorio; se nos puede ir. Está para el
arrastre y hay sangre en el retrete. Debemos tener cuidado… si la palma,
podemos tener problemas. El juez nos puede hacer responsables… Por nuestro
bien, debemos avisar al médico −advirtió el calvo en voz baja
Desafiando el dolor, Martel se incorporó un poco para escuchar mejor:
−¡Joder!, precisamente ahora que llegaba lo mejor. Nunca me han fallado
las descargas eléctricas en los huevos…Y si desaprovechamos el día de hoy
nos vamos a quedar sin tiempo: mañana estamos obligados a llevarlo ante el
juez… −Era la voz gritona del Menudo, lamentándose.
−Ayer se nos fue la mano. Tiene el color de la muerte…creo que no podrá
resistir un golpe mas, −avisó el otro.
− No lo creo, cuando le enchufemos los electrodos a los cojones y le
apliquemos las descargas verás cómo se pone a bailar y se espabila…−dijo el
Menudo entre risas−. Pero bueno…, dejemos que el cabrón se recomponga,
por si acaso. Con suerte, quizás mañana haya autorización para prolongar la
detención y nos permitan hacer nuestro trabajo. Lo malo es que tenemos
nuevo juez, y ese es de camada reciente; espero que no sea uno de esos listillos
inútiles para quienes la ley es más importante que el orden. ¡Cómo han
cambiado los tiempos! Todo era distinto cuando estaba nuestro General. Todo
funcionaba como un reloj, pero ahora todo está en el aire. ¡Ya no se puede
confiar ni en la justicia! Echo de menos a los viejos jueces; aquellos devotos
del valor, del orden y de la disciplina… Estos nuevos leguleyos de pacotilla
van a acabar con el sacrificio de los buenos patriotas. El Generalísimo no
hubiese tolerado que se legalizase esa organización de criminales a la que
pertenece ese mal nacido. Si los pendejos como el de ahí dentro toma al
poder, será el fin.
Oyó como cerraban la puerta de su celda y se alejaban por el pasillo. Sintió
el alivio de los condenados cuando les comunican que su ejecución se aplaza
por un día. Quedó echado en el camastro, lastrado por el tormento de su
cuerpo y abrazado al recuerdo de Carolina. Sólo le reconfortaba su memoria.
La incertidumbre sobre la suerte de su amada, el castigo anímico que le dejaba
su ausencia, acrecentaba su tomento. A su mente volvió aquella última imagen
del faro: Carolina y Wenceslao corriendo desesperadamente hacia los
recovecos de la costa, su desaparición entre los laberintos de los rompientes y
la llegada de los guardias para inmovilizarlo en el suelo, aprovechando que se
había quedado rezagado por culpa de aquella maldita caída.
Ramiro el Menudo se consideraba un guardián, un soldado encargado de
preservar los altos valores que había defendido su admirado General. Sentía un
latente odio hacia todos los enemigos de esos principios sagrados, pero ese
rencor se tornaba en resentimiento visceral cuando la rebelión llegaba desde el
mundo académico. Toda manifestación cultural contenía, para él, el
sospechoso germen de la rebelión. Cualquier cuestionamiento hacia el poder
lo combatía de manera maniática y enfermiza, pero si la subversión se
organizaba entre los ámbitos culturales convertía a sus cabecillas en víctimas
especiales de su aborrecimiento; sólo con ellos sobrepasaba los límites del
castigo. Desbordado por el odio, se había ensañado con Martel. El correctivo
empleado se le había escapado de las manos.
La situación política, tras la muerte del dictador, era convulsa, pero había
señales de que se podían producir cambios profundos. En esa línea, al aparato
judicial comenzaban a llegar profesionales con algún atisbo de independencia,
no tan afines al poder como al Menudo le gustaba. Temiendo las
consecuencias de un posible interrogatorio, el torturador terminó aceptando los
consejos del policía calvo para que el detenido fuese examinado por un
médico. El doctor Castro Rojas, quien ya estaba acostumbrado a visitar la
comisaría para analizar casos similares, concluyó que Martel debía ser
hospitalizado de inmediato. Dos enfermeros de bata blanca, bajo las tétricas
miradas de los agentes, lo sacarían en camilla atravesando a toda prisa los
lóbregos pasillos de la sede policial. Tras el breve reencuentro con la luz del
día sería introducido en la ambulancia para discurrir a gran velocidad por
calles y avenidas. A medida que atravesaban la ciudad, el sonido de la sirena y
el ruido del tráfico llegaban lejanos a oídos de Martel, y se aferró a la idea de
que lo sacaban de un lugar remoto, de un antro tenebroso y lúgubre. Después,
el largo pasillo de un hospital, las carreras del personal sanitario y la llegada a
la mesa de operaciones para quedar bajo la custodia de aquellos rostros con
mascarilla, que ya lo estaban esperando. Despertó en la noche, frente a los ojos
vigilantes de una enfermera, de quien sabría que la operación se había
realizado con éxito: una rápida intervención quirúrgica para solucionar el
grave derrame interno que lo estaba matando.
−No todos pueden superar a este tipo de lesiones, pero usted es fuerte y le
trajeron justo a tiempo. Además, cayó en buenas manos: el doctor Morán es
uno de los mejores cirujanos. Le estamos suministrando la medicación
adecuada y debe pasar un periodo de total reposo. Toca descansar; estará
algunas semanas entre nosotros –le anunció.
−Me tenían detenido; me iban a llevar ante el juez; me torturaron –musitó
nervioso desde la cama−. Necesito información sobre las acusaciones; quiero
saber sobre mi estado procesal… −insistía, inquieto
−No intente moverse, tranquilícese; yo sólo me ocupo de su salud.; es el
policía de ahí fuera quien le podrá informar de esos asuntos
A través de la puerta entreabierta de la habitación, Carlos Martel vislumbró
un uniforme gris moviéndose por el pasillo con aire tedioso y despreocupado.
El vigilante, más tarde, le comunicaría que su declaración ante el juez estaba
pospuesta hasta que estuviese en condiciones físicas para poder declarar,
mientras tanto, quedaba bajo el cuidado de los sanitarios. A él sólo le
correspondía vigilar.
Pasado un mes, aún sin el alta hospitalaria, le autorizaron una corta salida
del hospital. Una soleada mañana, custodiado por un sanitario y dos agentes
sería conducido al juzgado. El profesor aportaría al juez todos las
circunstancias de su detención: los puñetazos y patadas en el interior del Land
Rover desde el momento en que fue detenido, los insultos, la humillación, el
desprecio, el maltrato, los latigazos con toallas en comisaría, el abandono en
una asquerosa celda y el rescate de los enfermeros, gracias a lo cual había
salvado la vida. Tras su declaración ante el juez fue conducido nuevamente al
hospital. Días después tenía en sus manos la resolución judicial. El joven
magistrado que le había tomado declaración era escrupuloso y tenaz en la
estricta aplicación de la ley:
La descripción de las lesiones contenidas en los informes médicos guardan
una categórica semejanza con las manifestaciones del acusado, por lo que este
Magistrado considera verosímil su declaración (…) por tanto, se exhorta a la
Jefatura Policial responsable que se proceda a apartar temporalmente del
servicio al comisario don Ramiro Solorzabal Méndez y los agentes don
Salustiano Benítez Flores y don Agustín Gómez Tarquis. Todo ello hasta que
se lleve a cabo una exhaustiva investigación interna, de la que se dará cuenta
al titular de este Juzgado con el fin de que sean incorporados al expediente
como elemento de prueba, (…) El acusado queda en libertad provisional al no
apreciarse delito punible en referencia a la acusación sobre asociación ilegal.
Carlos Martel leyó el documento sin inmutarse. Se sentía liberado, pero
tenía claro que la sentencia no frenaría la persecución policial. La dictadura
aún disponía de recursos propios, eficaces aparatos de control al margen de lo
que dictaminara cualquier juez. Ante las resoluciones judiciales el gobierno
aparentaba guardar las formas, pero era un simulacro de acatamiento y
sumisión; en realidad disponía de una amplia capacidad de maniobra, un
ejército de obedientes servidores de uniforme, o sin él, siempre dispuesto a
cometer todo tipo de atropellos con tal de apuntalar el poder del que tanto se
beneficiaban.
Un dilema rondaba su cabeza: ¿qué hacer cuando le diesen el alta
hospitalaria? A pesar de que algún lacayo del régimen, tan fanáticamente
enfermo como el Comisario, se convertiría en su sombra, con la resolución del
juez en la mano, al menos oficialmente, iba a poder moverse con aparente
libertad, aunque impedido para cualquier conexión con sus compañeros. Todos
los miembros del comando estaban fichados, contactar con ellos sería cómo
orientar a la policía, guiarlos como a un perro rabioso hacia su presa. Martel
llegó a la conclusión de que sólo disponía de una salida: regresar a la aldea de
la montaña, a la casita que había compartido con Carolina. A pesar de que allí
estaría constantemente vigilado, el mandato judicial sería su salvoconducto.
Para reforzar su inmunidad notificaría al juzgado aquellas señas como su
domicilio legal; recibiría allí la comunicación con la fecha para el juicio.
Sabía que en su casa de las montañas estaría más aislado que nunca. A
pesar de los dos años transcurridos desde la muerte del dictador, el miedo a los
mecanismos represores del régimen seguía intacto. Cualquiera que intentase el
más leve acercamiento se convertiría en sospechoso ante la policía. En la aldea
ya habría corrido la noticia de su filiación subversiva. El gran despliegue
policial, montado aquel día para localizarlo, habría ocasionado un gran revuelo
en el solitario caserío. Los vecinos, conscientes del riesgo, tratarían de
evitarlo, por tanto, la idea de reiniciar sus clases quedaba descartada. Resistiría
como un paria, rechazado por todos, sobreviviendo de lo poco que pudiese
encontrar entre las huertas y las barrancas. Nada quedaría de su pequeña
granja. Nadie querría tratos con él. Pero eso no iba a ser lo peor; lo
insoportable –pensaba− será encontrar la casa vacía, el suplicio de su ausencia,
las largas horas sin ella. Su recuerdo lo acompañaba de forma constante.
Carolina había sido su refugio; a través de su recuerdo se había armado de
valor para soportar un brutal castigo sin delatar a nadie. La había imaginado a
su lado en la lucha por sobrevivir cuando, en la soledad de una celda
mugrienta, se moría desangrado. En la casita de las montañas, entre aquellos
rincones de sueños compartidos, su ausencia iba a significar otra tortura.
Estaba libre, pero atado: no podría buscarla, ni rastrear el camino que lo
llevase hasta sus antiguos compañeros. Cualquier intento para localizarlos
equivaldría a trabajar a favor de los verdugos. En aquellas condiciones estaba
condenado a permanecer en silencio, moviéndose sólo en el reducido espacio
de la casa y la huerta; mientras tanto, esperar el milagro de una señal; alguna
pista que pudiese facilitar el reencuentro.
Cuando le comunicaron que en breve tendría el alta hospitalaria, una
nerviosa inquietud lo embargó. Los últimos días apenas durmió. Despertaba
sobresaltado en la madrugada, sobrecogido ante la incertidumbre del mundo
nuevo que lo esperaba. Para eliminar los recuerdos del suplicio había pedido al
personal de limpieza que quemasen la ropa ensangrentada con la que había
ingresado en el hospital. El largo periodo de estancia le había permitido crear
vínculos de afecto con algunos componentes del personal sanitario y disponía
de una muda de ropa, obsequio personal de uno de los enfermeros, con quién
había hecho buena amistad.
−Vas como un pincel a la feria; te queda que ni pintada, mejor que a mí −le
aseguró aquel buen amigo en medio del abrazo.
Solventó el transporte hasta las montañas gracias a la intervención del
doctor Morán, el cirujano que lo había operado, quién facilitó su traslado en
ambulancia ante su falta de medios para desplazarse. Como preveía, fieles a su
obsesión de testarudos sabuesos, a corta distancia del vehículo que lo llevaba
apareció la inconfundible silueta del coche policial. No llevaban distintivo,
pero los identificó desde que abandonó el hospital; ya conocía sus viejas
mañas carroñeras.
Recorrió de vuelta la carretera solitaria; la visión de los caminos agrícolas,
los animales pastando en las praderas, el bosque silencioso, húmedo y sagrado,
abrazado al silencio sepulcral de la neblina… en cada recodo, en cada árbol,
entre las espigas de los campos solitarios, veía su cuerpo de amapola, la
profunda luz de su mirada, el radiante rostro de Carolina. Eran las once treinta
de la mañana cuando la ambulancia lo dejó al pie del cerro donde se erigía la
aldea.
Cuando subía por la empinada ladera, por el estrecho sendero que llevaba
hasta su casa, sólo escuchó el graznido de los alimoches que rondaban las
nubes. Nadie salió a su encuentro. El silencio era ronco y misterioso, aferrado
a las construcciones, a la suave quietud de los arbustos. Abrió el portón de la
huerta delantera con la esperanza de que, tal como ocurría antaño, su fiel perra
Landa, saliese a recibirle, pero no había rastro de vida en el cercado, sólo el
silencio mandaba entre los surcos y parterres resecos de la huerta. Más abajo,
en la base de la montaña, abrigado por el recodo de un pequeño bosquecillo de
encinas, quedó aparcado el coche de los sabuesos. Se cansarán de ver todos los
días lo mismo. Allá ellos, terminarán agotados por el aburrimiento, pensó,
mientras observaba parte del vehículo, oculto entre los árboles.
Encontró su casa completamente revuelta: las gavetas por los suelos, los
armarios rotos, las cortinas caídas, las camas desarmadas, los colchones
deshechos… Se lo esperaba. Por pura lógica, la policía habría hecho más de
un registro buscando datos de sus contactos, pero nada habrían encontrado;
nadie de la organización guardaba nombres por escrito; todo debía ser
memorizado.
A cada paso, por doquier, encontraba recuerdos de Carolina; su imagen se
reflejaba en cada objeto de la casa. Ella había regresado junto a él. Siempre
ella, como un ingente ramalazo de nostalgia.
Empleó gran parte del día limpiando y reordenando la casa. Avanzada la
tarde comenzó a armar y reparar la cama donde pasaría la noche, hasta que el
hambre lo incitó a buscar algún alimento enlatado. A pesar de estar caducadas
terminó abriendo dos latas de sardinas encontradas en un recoveco de la
despensa. Cuando el sol declinaba, sobre las siete de la tarde, mientras abría
una de las latas, alguien llamó a la puerta. Era un muchacho.
Gonzalo tenía doce años y había sido alumno de Martel desde los diez.
Vivía muy cerca de la casa del maestro, a unos cincuenta metros ladera arriba.
El muchacho, desde el principio, se había destacado entre la numerosa
chiquillería que regularmente asistía a sus clases. Gonza, como lo llamaban
todos, sentía una atracción especial por los libros, devorando cualquier texto
que cayese en sus manos. Manifestaba una inclinación innata hacia todas las
materias del conocimiento, especialmente las relacionadas con el mundo
animal. Su predilección eran los caballos. Hasta que Martel estuvo
impartiendo clases había sido su alumno más aplicado. Nunca faltaba a la
escuela, aunque tuviese fiebre. Era deslumbrante y lúcido, un caso poco
común entre hijos de campesinos. Martel admiraba su facilidad para
memorizar la complicada anatomía de los equinos. Dibujaba con bastante
pericia los agrestes paisajes de la sierra, imágenes que siempre adornaba con
el alegre trote de un caballo salvaje. En medio de las preocupaciones que
generaba la clandestinidad, el maestro pensaba en él con frecuencia. Su alma
de educador cargaba con el recuerdo de aquel alumno especial. A Gonzalo la
precipitada fuga del maestro, con la consiguiente interrupción de sus clases, lo
había dejado desmotivado y triste. Terminó aislado del resto de amigos y había
dejado de mostrar interés por los juegos colectivos. Los vecinos se
acostumbrarían a verlo, pensativo y solitario, recorriendo los senderos de la
sierra con el cuaderno de dibujo o algún libro bajo el brazo, añorando a su
maestro. Gonza, lo esperaba a diario, a pesar de las advertencias de algunos
vecinos para que no se hablara con aquel hombre una vez que la policía
descubrió su identidad. El chico no entendía el sentido de aquellas alarmas,
sólo le interesaba el regreso del maestro para reiniciar sus clases. Aquella
mañana, cuando lo vio subiendo por la ladera, había llorado de alegría en el
silencio de su habitación. A pesar de su carácter tímido y de las advertencias
de los vecinos, el sueño de volver al colegio terminó impulsándolo a tocar en
su puerta. Como si se hubiesen despedido el día anterior, su saludo fue
protocolar, nada que ver con el entusiasmo que lo había hecho llorar de alegría
en su casa. Gonza fue directamente al grano:
−Buenas, maestro… ¿Habrá clases mañana?
Paralizado por una mezcla de sorpresa y alegría, Martel tardó unos
segundos en reaccionar.
−¡Gonza; que alegría! –exclamó, mientras se agachaba para abrazarlo.
−Le pedí a mi padre que cuidase de sus animales. A su perra Landa la
tengo conmigo. Sus cabras las tenemos guardadas en los cercados de la
cumbre y las gallinas andan sueltas en el corral de mi casa; ahora mismo se las
bajo, si quiere. Hay pollitos nuevos, grandes y chicos –anunció impasible, sin
responder al abrazo−. Si quiere voy ahora mismo a anunciar por las casas que
mañana hay clases –exclamó, expectante.
Martel miró hacia un lado, intentando ocultar la emoción que afloraba en
sus ojos.
−¿Tu crees que los padres permitirán que sus hijos asistan de nuevo a mis
clases? –indagó.
−Mis padres dicen que sí. Dicen que es usted una buena persona; pero si
los demás no van, iré yo solo –decidió, espontáneo, sin apartar la vista del
coche policial, oculto tras las encinas del camino.
−¿Quieres pasar?; estoy limpiando y acomodándolo todo; tal vez quieras
ayudarme –dijo haciéndose a un lado
−No, gracias maestro. Solo quería saber si usted va a dar clases mañana. Si
me dice que sí, recorreré todas las casas para avisar.
No tenía elección:
−Habrá clases, Gonza, pero va a tener que ser aquí, en mi casa.
Comenzaremos a las nueve, como siempre.
−¡Ahora mismo le bajo las gallinas! –exclamó el niño sonriendo.
Antes de marcharse, Gonza giró la cabeza hacia su casa, introdujo los dos
índices en la boca y lanzó un potente silbido. Inmediatamente, Landa bajó a
gran velocidad por el sendero. Era una dálmata de cinco años, plena de
vitalidad, con lunares más grandes que los habituales a su raza. Al ver a su
antiguo dueño, la perra se puso en guardia, lo observó unos segundos, y, al
reconocerlo, se lanzó hacia él como un torbellino. Corría de un lado para otro
y le daba lengüetazos, enredada entre sus piernas.
Al contrario de lo que inicialmente pensaba, el rechazo de los vecinos no
se produjo de la manera masiva que esperaba. Hubo claras diferencias en el
trato. Algunos se cruzaban con él en silencio, muy serios y sin responder a su
saludo; otros se limitaban a cumplir con una forzada cortesía a través de un
sonido breve e ininteligible. Sólo unos pocos se atrevían a cruzar con él alguna
frase. Conocía bien a sus antiguos vecinos; sabía las razones de aquel trato
dispar. Algunos vislumbraban que el país estaba entrando en una nueva era,
intuían que la muerte del dictador traería mejoras y, progresivamente, iban
abandonando viejos recelos y temores. Otros actuaban convencidos de que los
militares seguirían teniendo el control y, por tanto, nada iba a cambiar. Los
demás vivían con la incertidumbre de no saber que ocurriría, por lo que
evitaban el riesgo. Los padres de Gonzalo aguardaban con ilusión los cambios
políticos anunciados; fueron los únicos que, por afinidad ideológica y cercanía
vecinal, se acercaron a darle la bienvenida al maestro. Hasta que volviese a
disponer de recursos para la subsistencia, Martel aceptaría la invitación para
comer a diario con ellos. Para el muchacho era un privilegio poder compartir
mesa con su admirado maestro.
−En la radio hablan de la promulgación de una ley de amnistía para todos
los perseguidos y condenados por actividades políticas –anunció Andrés, el
padre de Gonzalo− En caso de que Carolina se encuentre escondida o
retenida, podrá volver pronto con nosotros –calculó.
−Sí, esa ley sacará de la cárcel a muchos compañeros condenados –alegó
Martel−. No será delito pertenecer al partido. Espero que Carolina regrese en
estos días; si no es así, una vez publicada la ley, trataré de localizarla. Si no
aparece, recorreré las comisarías para saber de su paradero. Ojala descubra
que ya no hay motivos para seguirse ocultando.
Al día siguiente, Martel comprobó que el retén policial apostado en la
entrada de la aldea se había retirado. No ocultó la emoción que le produjo
aquel acontecimiento, era la señal de que el poder civil estaba tomando el
control y el país, definitivamente, comenzaba a cambiar.
Un tarde, ayudado por Gonza, Carlos arreglaba el cercado que, de nuevo,
iba a albergar su rebaño de cabras desplazado en la cumbre. Desde la altura del
cerro, a orillas de la huerta, el maestro vio que se aproximaban dos personas a
través del solitario camino que llevaba a la aldea. Tuvo una intuición, dejó el
martillo en el suelo y se concentró en las dos figuras para no perder detalle.
Estalló de júbilo cuando confirmó que se trataba de Carolina y Wenceslao.

XIX

−A veces me pregunto si se vive más feliz siendo un ignorante que


sabiendo muchas cosas, doña Milagrosa. Antes, ni pensaba en los asuntos que
ahora me preocupan.
−Mire Emiliano: cuando una persona es ignorante el espacio que ocupa su
vida es muy simple y reducido, limitado a un territorio donde las ideas no
tienen tamaño. Estamos llamados a ser grandes como dioses, pero, si nos
abandonamos, terminaremos asfixiados por las miserias del mundo,
condenados a recorrer un camino que lleva a la amargura.
−Cuando no sabía leer sólo miraba hacia fuera. Yo no sabía que también se
puede mirar hacia adentro de uno –murmuró Emiliano.
−El peso del pensar libera al hombre de su gravedad terrestre, dijo un
sabio. El razonamiento que acaba de hacer ha nacido de un esfuerzo, y ese
logro es suyo −deliberó Milagrosa.
−Empiezo a darme cuenta que no se le puede llamar vida a los años que he
vivido. Simplemente me dejaba llevar por la corriente: madrugar y ser
apaleado todos los días para que unos cuantos se enriquezcan. Para colmo, la
miseria de jornal lo liquidaba yo mismo en la cantina. No se le puede llamar
vida a eso… digo yo… el nombre más acertado es esclavitud −murmuró
Emiliano, al tiempo que acariciaba el cabello de Lucía, que, abstraída,
coloreaba en un cuaderno.
−La ignorancia es el material con el que se fabrican los esclavos
−sentenció la maestra−. El atraso de la mayoría origina la fortuna de unos
cuantos, una fórmula que sería imposible de aplicar sin la ayuda de la
ignorancia: la incultura es la industria más rentable. En un mundo ilustrado no
es posible la esclavitud. La dictadura de unos pocos sólo se puede aplicar
través de la ignorancia y la barbarie. Con la ignorancia se sofocan las
rebeliones, se compran aliados para la indignidad y se diseña la estrategia de
lo injusto.
−Pues yo he sido todo eso: un producto de esa fábrica, débil, egoísta y
mezquino. Estaba tan ciego que no era capaz de ver el brillo que estaba a mi
lado. El único consuelo que me queda es que usted ha llegado a mi vida; tengo
ahora los libros y tengo a mi hija. Debo ser agradecido, a pesar de todo. La
vida me da otra oportunidad para enmendarme.
Hablaban durante una de las sesiones que Milagrosa, como un horario más
de clase, organizaba para exponer opiniones sobre las lecturas. Aquel día se
habían reunido para que Emiliano comentase la impresión que le estaba
dejando la lectura de la llamada de la Selva, de Jack London.
−La historia de ese perro, Buck, me coloca en el espejo del maltrato.
Cuando me dedicaba a matar animales vivía sin saber lo que significaba la
compasión, y es ahora cuando me pregunto: ¿cómo era eso posible? La
historia del pobre Buck me hace pensar en los cientos de animales que liquidé
sin escrúpulos. Si existen los espíritus en el mundo animal, me atormentarán
durante toda la existencia. La vida es dura, pero la dureza mayor es ser un
pobre ignorante. Igual que la de Buck, la mía ha sido una historia de maltrato;
eso explica que haya arrastrado tanto odio y rencor. Buck solo amó al único
hombre que no lo maltrató. ¿Que podía esperar yo de Carolina si todo lo que
obtuvo de mí fue desprecio? Es normal que me rechazara. La ignorancia es la
que destruyó aquel amor –susurró.
−La vida es un ciclo, una cadena: cada niño maltratado es víctima y
posible maltratador. Sólo nuestra propia reflexión puede hacernos descubrir
que el origen del mal se encuentra en el desamor, nacido de la mediocridad y
de la ignorancia –afirmó Milagrosa.
−Había algo en mi trabajo, los mismos compañeros, los clientes de la
cantina, las copas, el ruido y el jolgorio… No me gusta el ser humano; suele
ser mezquino, aprovechado y miserable. Los animales nos superan en amor y
fidelidad –remató Emiliano.
−Pero hay que distinguir la oscuridad de la luz. El rechazo provoca
aislamiento, y la incomunicación resta fuerza a la evolución de la especie. Lo
único que nos rescata del dolor es la conciencia de lo bello. La contemplación
de la naturaleza; la música, la pintura; la escultura; la buena literatura,;la
filosofía… han sido creadas para redimirnos y aliviar el dolor de vivir –repasó
la maestra.
−Ojalá yo supiera expresarme con palabras así… −musitó Emiliano
−Son palabras de Schopenhauer, un filósofo, con el que estoy de acuerdo.
Sólo puedo agregar que los actos de bondad, el desprendimiento, la lucha por
ser cada vez mejores, nos ennoblecen y dan sentido a nuestro actuar. La rabia
interior destruye; sólo el pensamiento elevado nos dignifica. –añadió.
−Las palabras de ese filósofo sólo son bonitas palabras para escribir en un
libro, pero nada más −razonó Emiliano−. Miro a mí alrededor y no observo
bondad ni admiración por la vida, con excepción de los niños.
−Pero no olvide que la filosofía nace para recordarnos la necesidad de
reflexionar y pensar. Sin la filosofía, la vida sería un desierto. Existe el mal,
pero también existe el bien; el ideal; los gestos nobles; el amor; la esperanza…
sólo hay que mirar con otros ojos. Lo esencial es invisible a los ojos, como
dice El Principito.
−No sé que sería de mí si no llega a aparecer usted… −reflexionó
Emiliano.
Uno de los gatitos recién nacidos entró en la sala y comenzó a merodear
bajo la mesa. Al verlo, Lucía dejó de colorear.
−¡Papá, voy al patio a jugar con los gatitos −exclamó, descolgándose de las
piernas de su padre para salir al patio.
−Quiero hablarle de algo que me tiene preocupada −susurró Milagrosa−.
La situación de la abuela de Lucía se deteriora cada vez más. Se está
adentrando en un terreno peligroso. Victorino dejó de vender bebidas
alcohólicas en la tienda porque ella aprovechaba cualquier descuido para
emborracharse. Llega a su casa a altas horas en medio de los gritos y el
escándalo. Su marido vino ayer a verme pidiéndome ayuda. Dice estar muy
preocupado y que no sabe cómo resolver el problema.
−Como usted sabe, yo quería pedirle perdón a doña Encarna, pero ella no
quiso verme cuando fui a visitarla a la cárcel. Tiene motivos para odiarme y no
la culpo. Lo que menos deseo es convertirme en la causa de su amargura, pero
sé que me ha colocado en el centro de su odio y me hace responsable de su
desgracia Me gustaría ayudarla… a pesar de que me aborrezca.
−Siento decirlo, pero, precisamente, es usted la causa. Ella sufre porque
cree que no es cierto que usted haya cambiado. Ni siquiera Lucía la ha podido
convencer. En su delirio está segura de que usted representa un teatro y que
también ha logrado engañar a la niña. Lamento ser tan cruda, pero así me lo ha
dicho en varias ocasiones. Quiere recuperar a su nieta; que viva con ella en su
casa. Cada día que pasa sin conseguirlo lo vive como un gran tormento y un
incumplimiento de la promesa que le hizo a su hija.
−Intentaré hablarle. Seguramente me insultará y descargará contra mi todo
su aborrecimiento. Si está convencida de que lo mío es un engaño será difícil
convencerla, pero no me va a odiar más por volver a intentarlo –solventó.
−Se lo agradezco de veras. Hoy mismo hablaré con Victorino. Él no me lo
ha pedido, pero estoy segura de que agradecerá su intervención. Dice que
cambió de opinión respecto a usted cuando tuvo la audacia de ir a la tienda. Le
asombró su valor frente a la pistola. Es un hombre con espíritu militar; admira
el coraje.
Al día siguiente, en la mañana, Emiliano se dirigió a la tienda.
−¡Apártate de mí, Satanás! −gritó Encarna en un ataque de ira, desaforada
como una posesa, desgreñada, descuidada en la higiene y con aliento a
alcohol. Había descolgado el crucifijo interior de la puerta y lo colocaba frente
a Emiliano como un escudo, ocultando su rostro con la mano. Parecía haber
perdido la razón.
−Pero, doña Encarna, ¡sosiéguese!; sólo quiero hablarle, no le voy a hacer
ningún daño –balbuceó Emiliano.
−¡A mí no me engañas, mentecato, cómo has engañado a todo el mundo!
¡No, no lo conseguirás esta vez, sinvergüenza! ¡Vuelve al infierno del que te
escapaste!
Fue suficiente. El mismo Victorino, al ver el grado de arrebato en el que
había caído su mujer, rogó a Emiliano que se marchase.
Durante la mañana del sábado siguiente, y mientras Lucía aún dormía,
Milagrosa, Victorino y Emiliano se reunían en casa de éste último.
−Lucía debe ir a vivir con su abuela −señaló Emiliano−. La presencia de
la niña la hará cambiar. Me consuelo con la idea de sólo es un cambio de
lugar, pero es lo mejor para que doña Encarna pueda recuperarse. Debemos
actuar pronto para evitar que su salud se siga deteriorando. Lo complicado
será convencer a la niña −razonó con pesadumbre.
−Ciertamente, el motivo principal del deterioro de la abuela es no tener a la
niña a su lado, pero también observo una obcecación enfermiza: está
obsesionada con la idea de que Emiliano desaparezca de su vida. Me pregunto
si será suficiente una simple mudanza de la niña. Padre e hija van a continuar
viéndose, y el problema es que la abuela tampoco quiera asumir eso –señaló
Milagrosa, mirando alternativamente a los dos hombres.
−Si eso ocurre, definitivamente arrojaré la toalla. Será la señal de que debe
ingresar en un manicomio. Puedo percibir las razones de su rechazo; puedo
comprender que aún no haya podido asimilar sus últimos dolores, pero no
permitiré que condicione los sentimientos ajenos –afirmó Victorino.
−Hoy hablaré con Lucía. Ese trago me va a resultar muy amargo –
concluyó Emiliano.
Toda la experiencia de una vida rota; todas las vivencias surgidas de la
oscuridad, pasaron aquella mañana por la mente de Emiliano. Recordó su
niñez robada; su inexistente adolescencia; la inmensa soledad; el vacío vital
por no poder encontrar su propia paz, un derecho destruido por nacer en un
ambiente desolado. Había transitado por la vida en brazos de la nada y quería
restañar sus viejas heridas; los oscuros ramalazos del pasado. Debía hablarle a
Lucía y buscaba afianzarse en sus traumáticos recuerdos personales. Recordó
el sufrimiento de la niña cuando él mismo la separó del amor de su abuela.
Ahora debía convencerla para lo contrario: conducirla de nuevo hasta sus
brazos.
La niña se colgó del cuello de su padre cuando éste le hizo la propuesta.
−¡Papá, no quiero que me dejes! ¡Viviré con los abuelos si tú vienes
conmigo!
−Pero, Lucía, la abuela no va a permitir que yo viva en su casa… ella sólo
quiere que vayas tú.
−!Pues no dejaré que te quedes aquí solito!, papá.
−Seguiremos viéndonos, tesoro. Seguiremos paseando por el Paseo de los
Nogales. Te recogeré todos los días. Lo único que cambiará es que dormirás
en casa de la abuelita…
La niña lloraba desconsolada mientras Emiliano la ayudaba a recoger su
ropita del armario. ¿Cómo se hace para soportar tanto dolor? –pensó, mientras
Lucía, entre lágrimas, lo observaba cada vez que colocaba una prenda en la
bolsa, deseando que su padre cambiase de opinión.
Cuando llegaron a la casa, la niña tocó la puerta de sus abuelos golpeando
suavemente con la manita. Para evitar conflictos, Emiliano se mantuvo a una
prudente distancia. Durante el breve momento en que Lucía esperó, con el
rostro cubierto de lágrimas, volteaba la mirada hacia su padre esperando que
se arrepintiese y acudiese a rescatarla. Sintió un rescoldo ardiente en el pecho
cuando su hija desapareció por el umbral.
Después de los primeros días, tras asimilar la presencia de la niña en la
casa, la abuela continuó mostrándose con el mismo carácter taciturno y
ausente, como si una pena antigua le hubiese transformado el carácter,
dejándola recluida en un mundo ajeno y extraño. El abuelo Victorino,
agobiado por tener que afrontar todas las tareas derivadas del trabajo en la
tienda, disponía de poco tiempo para estar con su nieta. Lucía echaba de
menos su refugio paterno y no se adaptaba a la frialdad de aquella casa, sólo se
ilusionaba con las lecciones mañaneras de Milagrosa y con la llegada
salvadora de su padre. Puntual y a la hora convenida, Emiliano llegaba cada
tarde para alegría de la niña. Durante dos horas, en un intercambio continuo de
emociones, padre e hija paseaban por Los Nogales siguiendo el rastro de los
animalitos del parque. En ocasiones, Milagrosa se sumaba a las excursiones.
Para la niña eran las dos horas más felices del día.
La presencia de la niña era el único motivo que impedía a Encarna seguir
vinculada a la botella; tenía terror a que Lucía la rechazase por ello, un
argumento poderoso al que se aferró para combatir su adicción, pero una
dolorosa pena la desplazaba hacia un territorio árido, sin vida. Cada salida de
la niña con su padre le creaba un conflicto. Era incapaz de integrar la idea de
que su nieta se fuese con él y deseaba fervientemente que aquel hombre
desapareciese de su vida, pero el incomprensible amor de la niña hacia su
padre la desconcertaba. La convicción de que Emiliano representaba un
engaño y el entusiasmo amoroso con el que su nieta lo recibía la colocaban en
un conflicto vital. No tenía respuesta ante aquel dilema, quedando sin
entusiasmo, sin energía. Deambulaba triste, desapegada de las
responsabilidades de la casa y la tienda. El jardín era el único lugar que la
rescataba de la postración, pero las plantas, contagiadas por el abatimiento de
sus manos, igualmente terminaban decaídas sobre los parterres, mustias y
vencidas
Victorino debía multiplicarse para atender todas las actividades
comerciales. Cómo en la película, me encuentro sólo ante el peligro;
murmuraba para sí. Se levantaba de madrugada para abastecerse en la
cooperativa agrícola, regresando con el tiempo justo para exponer las frutas y
verduras en los estantes y situarse tras el mostrador para atender a la clientela
más madrugadora. A veces caía en un estado de sudorosa tensión, sobrepasado
por la invasión de clientes, mientras la mercancía, amontonada en el suelo,
aguardaba ser clasificada. Encarna no sólo había perdido el interés por pisar la
tienda. Indiferente al mundo, sólo manifestaba una mínima inclinación por
pasar el día entre los parterres del jardín, intentando en vano levantar las
plantas de los canteros. En ocasiones se convertía en esporádica espectadora
de las clases que Milagrosa impartía a su nieta. La casa languidecía entre la
tristeza y el abandono, hasta el punto en que la maestra tuvo que recriminarle
por aquel desinterés.
−Recuerde que la limpieza de la casa es algo básico; como la higiene del
cuerpo, es fundamental para la salud. Con mucha más razón ahora, que tiene a
la niña bajo su responsabilidad.
−Hice una limpieza general ayer –mentía la abuela.
Victorino, sin un minuto de descanso, tras ocuparse en las múltiples tareas
derivadas de la tienda, debía atender las propias del hogar, incluyendo la
comida y el lavado de ropa. Se levantaba de madrugada, durmiendo entre tres
y cuatro horas. Una latente y fría rigidez fue penetrando en el ámbito de la
casa, invadiendo todos los espacios. La niña, cuando se despedía de
Milagrosa, sólo deseaba que su padre llegase para rescatarla.
Era una madrugada de diciembre y llovía intensamente. Sabía que la
carretera estaría intransitable. Dudó sobre la conveniencia de salir en busca de
suministros para la tienda, pero los expositores de frutas y verduras estaban
vacíos y aquella mañana debían reponerse sin falta. La estrecha carretera que
salía del pueblo en dirección a las naves agrícolas estaba anegada por los
arroyos del aguacero. Era una calzada secundaria y peligrosa, abundante en
socavones, estrechas curvas y deslizantes rampas matadoras, pero no existía
otra vía para llegar hasta la cooperativa agrícola. Al salir de su casa, el reloj de
la iglesia anunciaba las cinco de la madrugada. Las campanadas del reloj se
fundían con el estampido atronador de la tormenta. El lejano horizonte, bajo
un manto de nubes azabache, se iluminaba en un desigual incendio de
relámpagos. La explosión estrepitosa y fugaz de las descargas presagiaba que
la lluvia se prolongaría durante horas. Todo el entorno retumbaba, alumbrado
bajo el fogonazo seco de rabiosos relámpagos. Las calles, bañadas por las
cascadas, estaban desiertas, con las fachadas de las casas chorreando agua y
los torrentes helados invadiendo los caminos solitarios. Todo parecía indicar
que la población, al menos mientras durase la tormenta, seguiría en la cama
bajo el cálido abrigo de las mantas; todos, menos Victorino. A mitad de
camino entró con precaución en una peligrosa curva, pero llevaba un punto de
velocidad superior al que debía. La Chevrolet no respondió al frenado, se
deslizó sobre el barrizal y se despeñó hacia el barranco. El estrepitoso sonido
se fundió con el alboroto de la tormenta. Una poderosa roca sirvió de freno
para que el vehículo no terminase cayendo sobre el feroz torbellino del cauce.
Atrapado por las piernas en el interior del coche, bajo las grisáceas luces del
amanecer, quedó varado en una quebrada, obligado a contemplar cómo la
barranquera arrastraba todo lo que encontraba a su paso. No sentía dolor, pero
había perdido la sensibilidad de las piernas, anestesiadas entre los efectos del
impacto y la frialdad de la mañana. La robusta carrocería de la Chevrolet le
había salvado la vida. Fue rescatado cuatro horas después, cuando cesó la
tormenta y aumentaba la circulación de vehículos por la vieja carretera.
La noticia le llegó a Encarna pasado el mediodía, mientras eliminaba el
barro del patio y Milagrosa daba clases a Lucía. Imbuida en su permanente
abstracción no había sido consciente de que aquella mañana las puertas de la
tienda aún permanecían cerradas. El accidente de su marido fue una terapia de
choque, como si le hubiesen derramado un cubo de agua helada sobre su
espalda. Tras comunicárselo a Milagrosa, la dejó al cuidado de la niña y se
preparó para visitar a Victorino en el hospital. Lo encontró con un aparatoso
vendaje en la cabeza, un pijama blanco y las piernas enyesadas, colgadas de
un aparatoso artilugio. Victorino era reacio a los recibimientos melindrosos.
Con los años, el matrimonio había instaurado la costumbre de los modales
ásperos, rebajados con algunos trazos de ironía. Tras conocer por su boca los
detalles del accidente, Encarna quiso quitarle dramatismo a su estado
−Ahora pareces un astronauta. ¿A qué planeta vas a ir? –bromeó.
−Ojalá fuese verdad y me pudiese ir para siempre –carraspeó, en un
murmullo.
−No seas dramático, Victorino. Puedes estar contento: según me dice el
médico escapaste por los pelos. Aún te queda cuerda para rato.
−¿Y de qué me sirve? ¿Qué sentido tiene este trajín y desespero? Esto no
es vivir, Enca; me has dejado sólo frente a todo; es muy fácil hablar cuando no
se tienen responsabilidades.
−¡Ya salió el señor responsable! Mira: no quiero amargarte ni amargarme.
No he venido a eso.
−¿Y a qué has venido? ¿Es ahora cuando merezco tu atención? ¿Sólo ahora
porque estoy averiado? Hace tiempo que no te importo un carajo, Encarna; y
lo sabes.
−Te equivocas; te quiero con el alma; más de lo que crees…
−El movimiento se demuestra andando…dice el dicho. Hasta hace poco
me insultabas sin compasión…
−¡Yo no quiero estar así, Victorino. Sabes que no quiero… mi cabeza está
trastocada. No soporto a ese hombre, pero la niña dice que lo quiere; no lo
puedo entender, y esa amargura me corroe el alma. Ese sinvergüenza ha
logrado enfermarme…
−Y tú me estás enfermando a mí. Te has olvidado de la casa, de la tienda,
de ti misma. Apenas te veo; apenas descanso. Tengo que responder a todo.
Este accidente ha sido consecuencia del cansancio. Cuando te sientas a la
mesa, ¿te preguntas de dónde sale la comida que, por tu desidia, yo mismo
tengo que preparar?
−Por cierto: cocinas fatal –bromeó de nuevo.
Victorino no cayó en la trampa y se mantuvo serio. Conocía aquella vieja
estratagema de Encarna para desviar la atención cuando la dejaban en
evidencia.
Una enfermera entró para tomarle la temperatura al paciente. Se hizo un
largo silencio. Cuando la sanitaria salió, un halo de pesadumbre quedó
flotando en el aire. La tarde languidecía en un ámbito de lamentos y
nostalgias. Durante varios minutos, sólo la respiración y los suspiros de ambos
llenaron el vacío.
−Esta tormenta ha sido de campeonato –comentó Encarna, en un intento
por romper el hielo−. No recuerdo otra igual desde que era niña.
−Y te sigues comportando como una niña; es lo que últimamente estás
demostrando −concluyó Victorino, más relajado.
Encarna se sentó a orillas de la cama para apoyar la cabeza en el pecho de
su marido.
−Te juro que tú no tienes nada que ver, Victorino. Es ese canalla el que me
tiene amargada.
−¿Y me castigas a mí por ello? ¿Es eso justo, Enca?
−Claro que no… perdóname amor…, pero es que no sé cómo acabar con
esta amargura…
−Estás luchando contra tus propios fantasmas. Te niegas a reconocer que
ese hombre haya cambiado; sin embargo, yo sí lo creo. Tarde o temprano te lo
vas a tener que plantear; o aceptas el amor que siente la niña hacia él, o vives
para siempre con ese veneno dentro…
Se despidieron en silencio. No fueron necesarias las palabras. Sólo la fugaz
huella de un deseo se quedó retratada en las miradas.
La ausencia de Victorino despertaría en Encarna su antiguo espíritu
guerrero, y como si hubiese recibido el mando de un barco frente a la
tormenta, asumió que tendría que dirigir la tienda y la casa al mismo tiempo.
Llevaba meses bajo los efectos de aquel voraz abandono; un lúgubre y ruinoso
inmovilismo que en ocasiones la arrastraba hasta los rincones oscuros de la
casa, como si hubiese querido vivir apartada en las orillas del mundo. El
accidente de su marido llegó como una brusca sacudida para despertarla. La
lista de tareas era larga. Pobre Victorino: ¿Cómo ha podido afrontarlo todo?,
se lamentó.
No habría problemas para suministrar a la venta los productos de conserva,
para ello podía recurrir a los proveedores con reparto propio, pero la demanda
mayor se centraba en los productos más frescos, para lo que tendría que
desplazarse, casi a diario, hasta la cooperativa. Todas las mañanas acudían
hasta aquellas alejadas naves grupos de pequeños comerciantes en demanda de
productos recientes de la tierra. Ella estaría obligada a hacer lo mismo; una
más de las múltiples tareas que afrontaba su marido. Le asaltó un sentimiento
de culpa: lo he dejado sólo, reconoció; sólo me he preocupado de mis manías
y depresiones.
De todas las urgencias había una de complicada solución: conseguir un
medio de transporte; un vehículo con capacidad de carga para poder
desplazarse diariamente a la cooperativa y regresar con el suministro de frutas
y verduras; pero ella no conducía y la camioneta Chevrolet, utilizada por su
marido en el trajín diario, era un revoltillo de chatarra abandonado en el fondo
de un barranco.
Parapetada tras el mostrador había recuperado las energías de antaño.
Tenía razones para ello. En su interior dormía una luchadora que sólo
despertaba ante los desafíos de la vida.
Una tarde, tras regresar de un paseo por Los Nogales, Milagrosa y la niña
encontraron a Encarna en la tienda vacía, sin clientela. La abuela estaba con
los codos apoyados en el mostrador y la mirada perdida en los picudos
cipreses del camino. La niña captó su abatimiento:
−Abuelita: ¿por qué estás tan triste?
−No es nada cariño, sólo que me preocupo por la falta de clientes.
Últimamente estamos vendiendo poco.
−Pues yo estaba convencida de que este era un buen negocio. Su marido
siempre estaba activo en el mostrador –apuntó Milagrosa.
−Usted lo ha dicho: es mi marido quien tiene cualidades para este trabajo,
yo siempre he sido su ayudante. Él es el auténtico motor. Aunque me esfuerce
no lograré nunca estar a su altura. Tal vez sea mi carácter, tal vez espanto a la
gente…
−No lo creo –la consoló la maestra− alguna vez, mientras doy clases a
Lucía, escucho los sonidos de la tienda. Considero que usted hace un buen
trabajo. Percibo la atención con la que trata a su clientela.
−Hay otro motivo: la falta de productos frescos de la tierra –aclaró Encarna
−. No puedo desplazarme a la cooperativa. Hay que madrugar mucho. Estoy
sola y sin medio de transporte. La gente prefiere comprar todo en un mismo
lugar, y como yo no les puedo ofrecer verduras acuden a otras tiendas del
pueblo. Por lo general, los clientes prefieren concentrar las compras en un
mismo lugar; es comprensible.
Lucía había cumplido ocho años. Era una niña activa y muy despierta.
Muy atenta a la conversación intervino, con la satisfacción de poder aportar la
solución:
−¡Abuelita: le pediré a mi papá que te vaya a buscar las verduras con su
camioneta!
Se hizo un breve silencio. Las dos mujeres no se lo esperaban. La niña, de
forma inocente, volvía a colocar a su abuela frente a su eterno dilema.
−¿Quéee….camioneta? –balbuceó Encarna.
La maestra aclaró:
−Sé que a usted le resulta incómodo hablar de este asunto, pero la realidad
es que Emiliano ofrece servicios de transporte. Es el único que hace ese
trabajo en el pueblo. Hace unos meses logró aprobar el examen de conducir y
con gran sacrificio está pagando los plazos de una camioneta de segunda
mano. Gracias a ello puede obtener ingresos extras. La niña ha sido la
motivación principal de todo ese esfuerzo. Se planifica para el futuro: quiere
que su hija continúe estudiando cuando acabe la primaria; aquí no hay centros
para estudios de secundaria y, tarde o temprano, Lucía tendrá que desplazarse.
Aspira a ser su chófer cuando llegue ese momento. Algunos domingos vamos
de paseo por los pueblos vecinos; ya hemos salido varias veces. Él es feliz
viendo disfrutar a su hija. De paso, yo también me beneficio.
−Los asuntos de ese hombre no me interesan… −resolvió, visiblemente
incómoda.
−No lo vea como una intromisión en su vida, pero, honestamente,
considero que la única que se desgasta en esta batalla es usted misma; no hay
otra víctima en esta vieja controversia. Convénzase que es posible la evolución
en las personas. He contribuido al progreso de Emiliano y creo tener autoridad
para confirmarlo. Le puedo garantizar que en ese hombre ha germinado una
semilla buena.
Encarna guardó silencio. En su interior seguía activa la venenosa fórmula
del resentimiento, pero percibía que su base argumental se resquebrajaba. Por
vez primera notaba una falta de consistencia en los fundamentos de su visceral
rechazo hacia Emiliano.
La necesidad de atender a una clienta que entraba fue providencial; el
pretexto perfecto para que Encarna se excusase e interrumpiese la
conversación.
**
Volvió el hospital para ver a su marido y conversar sobre sus actividades al
frente de la tienda.
−No funciona, Victorino. Por las mañanas hay algún movimiento, pero por
las tardes la entrada de clientes es mínima, casi me aburro –se lamentaba
Encarna.
−¿Y cuál crees que es el motivo de ese descalabro?
−A veces pienso que soy yo, he estado muy crispada en los últimos
tiempos; tal vez trasmito esa crispación a los clientes –reflexionó.
−No lo creo. Conozco a la clientela. La gente no deja de venir por esas
bobadas. ¿Estás consiguiendo productos de la cooperativa?
−Está complicado. Sin coche y sin conductor, es difícil. La cooperativa no
tiene servicios de transporte. Como ya sabes, cada comerciante debe buscarse
la vida… y la clientela prefiere comprar todo en el mismo comercio. Cuando
comprueban que no hay frutas y verduras dan media vuelta y ya no vuelven.
−Esa es la razón, Encarnita. No busques otras causas.
−Milagrosa, la maestra, dice que ese hombre… hace trabajos de
transporte… dice que se compró una camioneta…−balbuceó, sin atreverse a
pronunciar el nombre.
−¿De qué hombre me hablas?
−¡No me hagas pronunciar su nombre!... ese tipo… el que maltrató a tu
hija.
−¿Emiliano Maldonado tiene una camioneta? ¡No me lo puedo creer!
−Milagrosa dice que la alquila para hacer trabajos de transporte. Y tu nieta,
pobrecilla, quiere ayudarme, dice que su papá irá a buscarme verduras con su
camioneta.
−¿Y cual es el problema?
−¡Sabes de sobra cuál es mi problema con ese hombre!
−Encarnita, ¡ven aquí! –la abrazó− descarga ese odio de tu interior. Date
una tregua, mujer… a fin de cuentas no le vas a pedir ningún favor, estarás
contratando un servicio de transporte –la persuadía.
−¡Pero yo no quiero acercarme a él! ¡No me pidas eso!...
−Pues que sea tu nieta la intermediaria. Ella lo hará encantada…

XX

Emiliano, orientado por Milagrosa, vibraba de emoción al descubrir que


sólo se necesita de un libro y el silencio para explorar universos desconocidos
y lejanos; el brumoso territorio de otros mundos.
−Ahora entiendo bien esa expresión: vivir no es durar, que usted tanto me
repite –analizaba con la maestra−. Mi pasado es oscuro, pero también debo
aprender a perdonarme. No puedo vivir atormentado con la idea de un fracaso;
debo integrar ese pasado para vivir sin la amargura de la derrota. Las
experiencias de las que ahora reniego también me han traído hasta aquí –
concluía.
−Correcto –añadía Milagrosa−, su pasado es una prueba de las diferentes
fases por las que transcurre la vida. Nada está perdido si logramos descubrir
que la existencia no debe limitarse al ámbito de lo cotidiano. Un universo
entero nos espera; el poder de la imaginación es inabarcable; no hay límites
para la fantasía.
Armado de una mirada capaz de atravesar la palpable realidad del mundo,
Emiliano ya respiraba en otra atmósfera. En ocasiones se preguntaba que
hubiese sido de su vida sin la ayuda de Milagrosa y Lucía; qué habría pasado
si hubiese nacido en otro lugar, en otra familia, en otra cultura; si hubiese
reorientado el rumbo; si hubiese optado por aquel sendero de sueños que llegó
a ofrecerle Carolina.
−La única forma de combatir la barbarie es la educación –deliberaba la
maestra- Hay muchas vidas rotas, perdidas y arrinconadas por culpa de la
ignorancia. Pero el desarrollo de la razón, por sí solo, no basta. Las
instituciones políticas, las academias de la lengua, los centros de arte, las
facultades de matemáticas, tan cargadas de razón, no sirven para nada si están
vacías de sensibilidad. Si la humanidad entera se centrase en los beneficios
que proporciona la tolerancia, todo cambiaría. Donde no hay amor brota la
barbarie. La historia de la humanidad es la victoria de la pretendida razón,
absoluta, aniquiladora, impositiva, sobre la sensibilidad. Ese es el resumen del
recorrido humano por el planeta. Cuando la razón se impone por la fuerza no
existe libertad de pensamiento. Los que siempre han defendido la razón por
encima de la sensibilidad han empujado a los pueblos hacia el salvajismo y la
incultura –concluía Milagrosa.
Emiliano no sólo admiraba a Milagrosa por su destreza en el razonamiento;
también se maravillaba por su capacidad para alumbrar los caminos; por su
serenidad para ser guía entre los espinosos laberintos de la vida.
−Por fin he terminado Notre Dame de París –explicó Emiliano−. Esa
novela de Victor Hugo tiene que ver con lo que estamos hablando. Es
admirable la pureza del amor que siente Quasimodo por Esmeralda. Él es un
ser físicamente deforme, pero con un corazón noble y puro; sin embargo, la
gente sólo alcanza a ver su fealdad exterior. Es Esmeralda, a través de su
sensibilidad, la única que sabe descubrir los valores humanos que habitan en el
jorobado. En el fondo se trata de un mismo espíritu representado en seres
distintos: el alma pura de Esmeralda vive en un cuerpo esplendoroso y bello;
la figura deforme y grotesca de Quasimodo contiene esa misma naturaleza,
noble y compasiva, sin embargo, el mundo común está imposibilitado para
descubrirlo. La sociedad jamás evolucionará mientras las personas sean
incapaces de activar otras miradas. Se rechaza lo que se observa con los ojos,
pero se toleran las deformaciones del alma. Lo he vivido. Tengo experiencia
de ello –concluyó.
−Cierto; en esa novela, Victor Hugo hace un retrato social −reflexionó
Milagrosa−. El mundo rechaza la fealdad física, pero acepta la deformidad
interior. En ese aspecto, la sociedad no ha evolucionado. El libro que ha leído
perteneció a Carolina. Estaba en su casa. Durante los primeros días de clase
con Lucía buscaba un abrigo para la niña y encontré ese libro en un rincón del
armario, envuelto en unas piezas de ropa. Entre sus páginas Carolina había
guardado unas anotaciones donde realizaba comentarios sobre la novela.
Decidí guardar esas notas cuando le entregué a usted el libro; no quería que le
condicionasen para su lectura, pero en ellas, casi con las mismas palabras,
Carolina llega a la misma conclusión que usted en relación a Quasimodo y
Esmeralda.
−Me rompe el alma saber que Carolina y yo podríamos haber compartido
la misma mirada; la misma vida; el mismo abrazo, pero mi inmadurez y mi
inconciencia lo impidieron –se lamentó.
−Recuerdo bien las anotaciones de Carolina –repasó la maestra−. Ella
piensa que juzgar a las personas por las apariencias es una señal de que se
camina por la superficie, aferrados a la materia, alimentando la pobreza
interior con vaguedades y miseria. Nada existe donde no hay nada –escribía
Carolina−. El rechazo hacia los demás y la ausencia de compasión siempre
será ocupado por el rencor y el odio, refugio de las bajas pasiones –añadía−.
Decía que el amor es uno; un sentimiento único que se hace presente en el ser
personal, girando alrededor de la propia existencia, latente con el cosmos,
unido a la trascendencia que supone nuestro paso por la vida. El amor es único
y personal sólo porque se hace realidad ante un ser individual, pero debe
trascender ese estado para vibrar alejado de la materia, unido al fulgor de la
creación. Ella decía que, al experimentar el amor hacia una persona, los seres
humanos sentimos la llamada hacia el otro, ya que sólo es posible traducir la
vivencia del amor con el recuerdo de la persona amada, pero también existe el
amor universal, aquél que no se centra en un ser en concreto, sino que
trasciende lo cercano para expandirse hacia toda la grandeza del universo.
−Eso es demasiado para mí; alcanzo a vislumbrar el sentido de lo que dice,
pero aún estoy lejos de poseer esa luz −musitó Emiliano, que se había
levantado y paseaba por la estancia, cabizbajo y serio, mientras escuchaba la
reflexión de Milagrosa.
−Carolina también meditaba sobre la inutilidad de una vida sin amor
−continuó la maestra−, escribió que, allí donde no existe ese sentimiento,
queda un espacio vacío que será ocupado por impulsos mezquinos y
miserables. En relación a Quasimodo decía que no importaba que el amor
llegase desde un ser deforme, porque el amor que siente el jorobado es
auténtico y transparente. Su drama es que el mundo le prohibía amar, ya que la
gente simple sólo es capaz de descubrir lo que se puede observar a través de
los ojos. Hace mención a otro libro El Principito, donde su autor Antoine de
Saint Exupéry, pone en boca del protagonista una frase clarificadora: Lo
esencial es invisible a los ojos. Carolina reflexionaba sobre la figura de
Esmeralda, despreciada por su condición social, empujada a hacer causa
común con Quasimodo, solidarizándose con su dolor. Escribía que la
muchacha no puede responder al sentimiento afectivo que siente el jorobado
hacia ella, ya que su amor es otro, pero lo acoge y lo protege, en un
compungido amor hacia el ser que sufre. He repasado muchas veces esas
anotaciones de Carolina hasta casi aprendérmelas de memoria. Están llenas de
lucidez y sensibilidad –terminó Milagrosa.
−Allí donde no existe ese sentimiento queda un espacio vacío para ser
ocupado por impulsos mezquinos y miserables. Me veo reflejado en esa frase.
Seguramente, Carolina se inspiró en mí cuando la escribió. Era yo el que
andaba cegado por esos impulsos –suspiró.
−No se lamente. Piense que aquella persona ya no existe. No se juzgue ni
se torture a sí mismo, no sirve de nada. Lo importante es lo que decida hacer
con su vida a partir de ahora. Usted ha sido capaz de dar un giro; otros no lo
consiguen nunca. Aún es joven. Ahí fuera aguarda un mundo apasionante –lo
animaba.
**
−¡Papá, mi abuelita quiere que le traigas verduras y frutas para la venta! –
gritó Lucía nada más subir al coche.
Frente a la casa de sus abuelos, cuando su padre pasó a recogerla, la niña le
entregó un sobre con dinero y una nota manuscrita en la que, sin saludos ni
preámbulos, casi como un telegrama, Encarna le hacía una solicitud:
Necesito contratar su servicio de transporte. Lunes, miércoles y viernes
desde Cooperativa Agrícola hasta la tienda. Le iré mandando con la niña,
listado de compra y dinero. Las verduras y frutas deben ser frescas, por lo que
hay que estar allí desde su apertura, a las cinco de la madrugada. Le adjunto
esta cantidad de dinero como adelanto para gastos de compra y transporte. Le
relaciono listado de productos a adquirir. La mercancía debe ser descargada en
la puerta de la tienda. No hace falta entrar a la venta. Solo descargarla y tocar
el timbre. Si no acepta, ruego devuelva esta nota y el dinero con la niña.
Adiós.
Tras la lectura, Emiliano, pensativo, posó durante unos instantes la mirada
sobre la fachada de la casa. No se lo esperaba, pero entendía las razones de
aquella solicitud: la noticia del accidente de Victorino se conocía en todo el
pueblo y algunos días, por intervalos, había observado la puerta de la venta
cerrada, lo cual atribuía al ingreso de su dueño en el hospital y a que a Encarna
se le acumulaba el trabajo. Lucía lo observaba con expectación, intentando
captar la expresión del rostro de su padre, deseosa de que aceptase el encargo.
−¿Vas a hacerlo, papá?; ¿vas a traerle las verduras a mi abuelita?
−Sí, tesoro; papá ayudará a los abuelos −musitó. La niña comenzó a
aplaudir con entusiasmo.
Guardó el dinero en la cartera y el sobre en la guantera del coche, dio un
beso a Lucía, que sonreía con satisfacción en el asiento trasero, arrancó y se
dirigió a casa de Milagrosa. Aquel domingo habían quedado en almorzar
juntos en un pueblo de la costa.
Martín el Coyote vivía contrariado. Durante años había deambulado junto
a su amigo Emiliano por todas las tabernas de la zona, sin embargo, en los
últimos tiempos, tenía que sustituirle por algún que otro parrandero de
conveniencia para combatir su soledad. Pero nada era igual sin la compañía de
su amigo Emiliano. Compungido durante el transcurso de sus eternas
correrías, Coyote echaba de menos a su antiguo cómplice. Aquel domingo,
Emiliano se lo encontró en aquel pueblo de la costa al que había acudido a
comer en compañía de su hija y Milagrosa. Durante un largo rato tuvo que
soportar el rosario de lamentos del Coyote.
−Dende que aprendió a leer no hay quien lo aguante, carajo. No sabía que
desiabas ser un señorito de esos y tal… pero no se preocupe el señor, que a
partir de ahora no lo voy a molestar más –lo chantajeaba, haciendo el amago
de irse−. Emiliano lo agarraba por la manga de la chaqueta.
−No te equivoques, Coyote, no es ningún desprecio, sólo que ahora hay
otras ocupaciones y no hay tiempo; tengo que leer, estudiar; debo estar con mi
hija, y en los ratos libres hago algún trabajito con la camioneta. No te
ofendas…
−No, si yo no me ofiendo, solo que paice que uno dejó de ser el amigo que
era, y tal…
−No, hombre, no pienses así. No es necesario verse todos los días para
seguir siendo amigos. Los tiempos cambian.
−Sí, los tiempos cambean y el mundo también cambea: por un lado
estamos los rebenques del campo y por el otro lado están los señoritos de
ciudad… −le lanzó la ironía de frente, entornando un ojo, como quien apunta a
una diana.
−Por mi parte nada ha cambiado, sólo que me han surgido otras urgencias.
Tengo muy claro lo que significa la amistad; para mi sigues siendo un amigo,
y estoy seguro que yo también lo soy pa´ ti –aclaró Emiliano.
−La amistad entre usted y yo es como si fuéramos una sola persona, pero
con distinto cuero…−le largó.
Emiliano quedó desarmado ante la contundencia de la frase.
−Vamos a hacer una cosa: la próxima madrugada, a las cinco, debo estar en
la cooperativa para llevar suministro de verduras a los abuelos de Lucía. Me
vendría bien tu ayuda. Así podremos seguir hablando. Nos veríamos a las
cuatro y media en la cantina de Bonifacio, que abre a esa hora; allí podríamos
tomar café antes de partir hacia la cooperativa.
−¡Hecho!, y junto al café, alguna copilla, digo yo… −exclamó entornando
los ojillos brillosos.
−¡De acuerdo, viejo pillo!, pero yo me conformaré con un café, eh…
Entre ramales de niebla blanquecina, derramando sobre las calles un
abrazo de hielo, avanzaba el frío amanecer. Para atender la demanda de la
clientela más madrugadora, la cantina abría temprano. Los peones recalaban
allí para vivenciar el deseado encuentro entre iguales; la primera distensión del
día; el impulso mañanero para el inicio de un duro trabajo entre los campos.
La mayoría tomaba café, algunos se largaban un ron o coñac para combatir el
relente que les esperaba entre las huertas, otros combinaban las dos bebidas. El
ambiente era relajado y risueño, parecido al distendido regocijo que se forma
ante los tenderetes de fiesta. Con la intención de estar el máximo tiempo
posible junto a su añorado amigo, el Coyote había llegado antes de que
abriesen la puerta. Llevaba largo rato esperando bajo la gélida madrugada,
atento a la aparición de Emiliano. Cuando Bonifacio corrió los cerrojos de
apertura, una brisa helada bajaba de las cumbres invitando al refugio reparador
de las estufas, al oloroso vigor del aguardiente. Emiliano llegó puntual, en el
momento en que el tabernero encendía los faroles del local.
−Feliz día compañeros –saludó Emiliano a la escasa clientela−; hace un
frío que pela –añadió mientras se frotaba las manos heladas.
−A mí me gustan estos días, porque paice que se prestan pa´ andar
engurruñado en una manta, al tiempo que uno se va calentando el gaznate –
reflexionó el Coyote, con la vista clavada en las botellas del expositor.
−Yo también lo creo, Coyote, pero por ahora me basta un café bien
cargado. Y nada de engurruñarse; hoy toca conducir y trabajar. Ya sabemos
cómo está esa vieja carretera de la cooperativa. Que se lo pregunten a
Victorino el ventero –apuntó Emiliano ante la aprobación de los presentes.
−Lo mejor pal transporte son los animales. Los burros y las carretas de
antes eran más seguros –señaló el Coyote.
−No sé si te has enterado Coyote, pero ya se inventó el coche. Respecto a
los burros, ahora los patrones los prefieren de dos patas; con los jornales que
pagan les resulta más rentable….−aclaró, ante la risa de los presentes.
Coyote observó a Emiliano unos segundos tratando de adivinar a quién
iban dirigidas aquellas insinuaciones. Lo miraba y torcía la cabeza, como
cuando descubrió los grabados de animales andinos de Milagrosa.
−¡Ajá!, paíce que los libros le abrieron las entendederas; no habla usted
como antes, paice de ciudad, coño… −ironizó.
−Cuando hablo de burros no me refiero a ti, hombre. En todo caso tú eres
más victima que verdugo –exclamó Emiliano−, pero, ¡dejemos de filosofar!,
en marcha, que se hace tarde –ordenó, mientras sacaba la cartera para pagar la
consumición.
−Yo andaba como desajustado de la vida, Coyote –relataba Emiliano
mientras sorteaba los baches de la ondulante carretera−. Tenía que rebasar el
mísero horizonte que tenía delante, superar mi propia desventura. No niego
que alguna vez se pueda tomar una copa con los amigos, pero yo no podía
seguir así, colgado de la nada, eternamente refugiado en la taberna, ahogando
mis desdichas en un vaso.
Se esforzaba por explicar la razón de sus cambios; las motivos de su
distanciamiento. Desorientado, el Coyote cogía al vuelo algunas palabras, pero
tenía dificultades para relacionarlas entre sí. Poco sabía de aquellos conceptos
e ideas que mencionaba Emiliano. Desacostumbrado a caminar por los
brumosos territorios del pensamiento, comenzaba a sentirse disminuido frente
a los giros expresivos de su amigo.
−Pos… yo no entiendo eso de estar… colgado de la…¿nada? Lo del vaso y
la desdicha si lo entiendo; de eso sé mucho…También sé que la botella te va
estropíando el gaznate y el estómago, además de dejarte el bolsillo más pelado
que una gallina pal caldero. Yo todo eso lo entiendo, pero, amigo, ¿cómo hacer
pa´ combatir las amarguras?
−La libertad sólo se alcanza con sacrificio, Coyote. Si uno se deja llevar
por el abandono te terminarás adaptando a un ambiente que jamás te pedirá
nada, sólo que te relajes y consumas. El camino de la dejadez es seco y sin
sustancia, una caída hacia la decadencia y al vacío.
−Cuando uno es chiquito le hace falta un padre a uno…pa´ poder arreglar
tanto estropicio −musitó el Coyote, al tiempo que observaba el arroyuelo que
discurría por el barranco. De pronto parecía descubrir el origen del caos. Los
ojos del Coyote no se apartaban de las piedras del cauce, como añorando
regresar a un pasado remoto.
−Yo tampoco tuve un padre –rememoró Emiliano−. Se marchó lejos. Sólo
quedó mi madre, pero no pudo educarnos. Bastante sacrificio tenía que hacer,
la pobre, para alimentarnos. Cuando uno se queda sin padres, te aferras al
primer asidero que encuentras para que no te lleve la corriente. Lo malo es que
muchas veces lo que parece un salvavidas se transforma en la piedra que te
ahoga.
−¿Y cómo encontrar a esa ayuda que te saque de las penas? –musitó
Coyote con voz quebrada.
−No la busques lejos de ti, Martín; tu compinche está dentro. No hay
salvadores fuera; ni mágicos, ni religiosos. Con suerte encontrarás a alguien
que te oriente. En mi caso fue Milagrosa, mi maestra, a la que le agradeceré
toda la vida su orientación. Ella me indicó una vereda, pero soy yo quien debe
recorrerla. Nadie podrá caminar por mí.
Llegaron a la cooperativa y se colocaron junto a otros vehículos de carga,
esperando a la apertura de las puertas que daban acceso a la explanada. Una
vez dentro Emiliano y el Coyote, consultando el listado, recorrieron los
atestados puestos de frutas y verduras hasta completar el pedido que le había
hecho Encarna. Como si estuviese eligiendo para su propio consumo,
Emiliano era estricto en la elección del producto, seleccionando los de mejor
presencia y calidad y regateando el precio. Terminada la operación, la
camioneta regresaba al pueblo para descargar el encargo. El camino de vuelta
fue silencioso. Cada uno en su propio mundo, apenas intercambiaron palabras.
Emiliano volaba en una amalgama de sueños y reflexionaba sobre sus últimas
lecturas; Coyote, sumergido en una masa de confusos pensamientos, trataba de
decidir quién sería su acompañante durante el recorrío parrandero del siguiente
sábado; pero en la mente de Martín Sandoval también se había activado un
mecanismo reflexivo inusual a su estado de ánimo: observaba el paisaje; las
laderas solitarias; la suave caída de los manantiales; el penoso avance de la luz
hacia la conquista del día. El amanecer se resistía en llegar y el sol no lograba
imponer su dominio en el rodar de la fría mañana. El día transcurría lento,
impregnando el alba de una gris y marchita melancolía. Coyote no se
explicaba de dónde provenían aquellas extrañas sensaciones.
−Emiliano, me estoy sintiendo arrugao, como que me se ha pegao el día
grís y me ha dejao entristecio.
−Yo he tenido muchos días así, Coyote. Cuando me agarraba esa nostalgia
me iba a recorrer los campos, activaba la imaginación, levantaba el vuelo y no
dejaba que la tristeza me consumiera. De esa forma fui escapando de la cárcel
en la que yo mismo me había encerrado.
−¿Y como se hace eso, Emiliano?
−Yo empecé leyendo y pensando sobre los asuntos que leía, amigo…; ese
fue mi punto de partida.
La calle de tierra que llevaba a la tienda parecía una extensa huerta baldía;
se habían agrandado los baches y Emiliano tuvo que esquivar la abundancia de
charcos que habían dejado las últimas lluvias. Para evitar que rodase la carga
conducía despacio, evitando los socavones, como si tuviese que sortear un
campo de minas. Al llegar, antes de bajarse del coche, Emiliano se puso a
redactar una nota. El Coyote lo observaba, admirado de su agilidad con el
bolígrafo. Comenzaron la descarga en silencio, colocando las cajas en el
rellano que daba entrada a la tienda. Comprobó que había acertado invitando
al Coyote y agradeció la ayuda del amigo. En uno de los intervalos de
descarga, a través de la ventana, Emiliano reconoció el fugaz rostro de
Encarna, que observaba tras la persiana entreabierta. Cumpliendo con las
instrucciones dejó un sobre con la nota recién escrita y el dinero sobrante de la
compra sobre una de las cajas, tocó el timbre y se alejó hacia el vehículo
donde Martín Sandoval ya esperaba sentado. Mientras el coche se alejaba
despacio, a través del espejo retrovisor, Emiliano observó cómo Encarna abría
la puerta de la tienda y comenzaba el pausado traslado de la mercancía hacia el
interior.
Un mañana gris, entre el trasiego de las preocupaciones que generaba la
organización de suministros y la atención a la clientela, el cartero llevó a la
tienda un sobre sin remite. Encarna tuvo una intuición y creyó reconocer
aquella letra, que trazaba su nombre y dirección con mayúsculas bien
definidas. Ansiosa por deshacer la incógnita y saltándose la costumbre
apremió a la clientela y, con la excusa de ir al hospital, cerró la venta antes de
la hora. Entre el retumbe seco del corazón desbocado y una irrefrenable
ansiedad por confirmar la identidad del remitente, abrió nerviosamente el
sobre. Sin poder controlar la emoción se refugió en su habitación para leer la
carta y poder disfrutar, a solas, del reencuentro con su hija Carolina:
Mamá., por fin puedo escribirte. Hasta ahora no me había sido posible.
Carlos y yo hemos estado estrechamente vigilados y perseguidos. La nuestra
es una triste historia de privaciones y peligros, pero no quiero preocuparte
ahora; más adelante tendremos muchos momentos para hablar. Se acerca el
final de esta pesadilla; mientras tanto, aquí seguimos, en pie, colmados de
moral y convencidos de la victoria. No puedo extenderme mucho, tal como
están las cosas ni siquiera tengo garantías de que esta carta te llegue. Por
seguridad, y gracias a la organización, esta carta se remite desde el buzón de
otra provincia. El lugar que indica el matasellos no es realmente donde nos
encontramos, pero puedo decirte que se trata de una hermosa aldea perdida
entre las montañas. El país sigue revuelto y no conviene exponerse. Tengo
tantas cosas que contarte... Me desespero por la necesidad de abrazarles. Ansío
tanto besar a mi pequeña Lucía, abrazarte a ti, reconciliarme con papá,
recuperar tanto abrazo pospuesto… restañar las heridas que dejaron tantos
desamores… Estamos a la espera de que se calmen estas turbulencias. Han
sacado una ley de amnistía que afecta a todos los delitos de tipo político, pero
hay sectores militares que no están de acuerdo y pueden reaccionar. De
momento, lo más prudente es seguir ocultos. Carlos y yo suspiramos por
celebrar el momento en el que podamos transitar libremente, construyendo un
nuevo país, defendiendo nuestras ideas en libertad. Estamos a la espera de
volver pronto a casa. Vibro con la idea de poder abrazarles. No se si papá ha
regresado de su último destino, si es así, no temo mi encuentro con él; espero
y deseo que el tiempo haya borrado los rencores y que, cuando Carlos y yo
lleguemos, esté despejado el camino de los abrazos. Papá no debe saber que he
escrito; intuyo que es lo más prudente para que no se reactiven sus viejos
fantasmas. Prefiero llegar por sorpresa. No hables de esta carta con nadie, ni
siquiera con mi pequeña Lucía. Es mejor no someterla a la ansiedad de
esperar, sin saber siquiera cuándo la podré tener entre mis brazos. Con amor:
Carolina.
“PD: Sólo me asalta un temor: el tenerme que encontrar con Emiliano.
Ojala lo pudiese evitar, pero sé que en un pueblo tan pequeño va a resultar
inevitable. Seguramente seguirá atascado en el camino de la involución y la
miseria; sometido al infortunio que deja la ignorancia y la oscuridad, pero
confío en que el tiempo transcurrido haya sido suficiente para que no me siga
torturando. Por esa razón, te adelanto que Carlos y yo tenemos el proyecto de
mudarnos a otro pueblo. La niña vendría con nosotros.
Estaba feliz, pero, al mismo tiempo, su mente era una incógnita: la carta de
su hija llegaba justo cuando había decidido iniciar aquel intercambio
comercial con el hombre que la había hecho sufrir tanto. ¿De qué manera
podría combinar la cercanía de Emiliano con la presencia de su hija, que
vendría, además, acompañada por el hombre con quien se había fugado? ¿Qué
pasaría con su nieta, tan identificada y volcada hacia su padre? Indefensa ante
el reto, necesitaba despejar esas dudas. Al día siguiente, nuevamente entraba al
hospital en busca de los consejos de su eterno cómplice, con quien tendría que
tener la habilidad de hablar del asunto sin mencionar la carta recibida.
Al llegar a la habitación, Encarna encontró a su marido liberado de aquel
aparatoso artilugio de los primeros días. Lo sorprendió mirando desde la cama
a través del ancho ventanal, con la vista perdida sobre el paseo arbolado que
conducía al hospital. Parecía atascado en algún laberinto reflexivo.
−¡Hombre!, ya no te tienen suspendido como una morcilla! ¡Qué alivio
debes sentir sin esa incómoda colgadera que parecía una caña de pescar! –
vociferó al entrar
−¡Déjate de coñas, Encarna, que bastante tengo con esta tortura!...
−Tranquilo, guerrero…; imagino por lo que estás pasando, pero pronto
estarás en casa. El doctor dice que en unos días te dará el alta.
−No sé si será mejor marcharme o continuar aquí. Me va a resultar difícil
verte trabajar en la venta sin poder ayudarte.
−Para que lo sepas: me arreglo muy bien sin ti. Si no fueras mi marido te
daría el finiquito. Me sobra personal –bromeó.
Victorino esbozó una sonrisa forzada.
−¿Cómo marcha el negocio, Enca?
−Mejor. Comienza a reactivarse de nuevo con el suministro de verduras.
−O sea: ¿que contrataste la camioneta de Emiliano Maldonado?
−Afirmativo; y de eso, precisamente, quería hablarte…
Pasaron los segundos. Encarna se había frenado en seco.
−¡Vamos!… ¿Qué te pasa? ¿Qué me ibas a decir? −apremió Victorino
Miraba perplejo hacia su mujer, extrañado por el repentino silencio.
Encarna parecía arrepentida de haber introducido aquel asunto. Se levantó del
borde de la cama, caminó hacia el ventanal y dejó la vista perdida sobre las
palomas que volaban entre las tenues luces mortecinas.
−Ese hombre… es raro Victorino. Nunca pensé que me iba a crear estas
dudas… no sé... Antes tenía muy claro que era un desalmado irresponsable,
pero comienza a cambiar mi opinión sobre él. Se ha esmerado en traerme
verduras y frutas de la mejor calidad y a mejor precio. Estoy segura que ha
regateado. Incluso te ha superado en eso. Me ha traído la factura detallada y el
cambio; todo perfecto. Luego… está esa nota que me ha dejado junto con la
mercancía…
−¿Qué nota?
−Nos aconseja que hagamos una reclamación por tu accidente. Dice que ha
visto el estado de la carretera y que no se pueden tolerar nuevas víctimas.
Habla de que alguien tiene que asumir responsabilidades por ese abandono.
También nos propone que reclamemos una indemnización por daños
personales y por la pérdida del coche. Escribe con muy buena letra y perfecta
redacción; ¡increíble! No le encuentro una explicación lógica. Es algo poco
frecuente. Sabía que estaba aprendiendo, pero me negaba a escuchar a mi nieta
cuando me hablaba de él. ¡Si hasta hace dos años era prácticamente
analfabeto! Y, por lo que veo, los cambios también afectan a su personalidad.
Empiezo a creer que esa mujer que lo orienta ha hecho honor a su nombre;
aunque, por muy buena maestra que sea Milagrosa, esas transformaciones no
se producen sin la participación del interesado; estoy segura que la clave ha
sido su propia fuerza de voluntad.
−Te lo dije y no me querías creer. Había algo distinto en él. Lo supe desde
que fue a la tienda a disculparse y yo lo recibí con la pistola. Ahora soy yo el
que debe pedirle excusas por aquella barbaridad. Lo haré en cuanto pueda.
Encarna se sintió liberada. Llevaba años crispada por el rencor hacia
Emiliano; corroída por la pesada carga de un resentimiento que la agotaba.
Necesitaba expulsar aquel lastre de odio, liberarse de aquella oscura inquina
que no la dejaba vivir. Con la confesión ante su marido experimentaba el
balsámico alivio del perdón.
−Tengo una duda, Victorino: ¿Qué pasará cuando regrese tu hija? Vamos a
hablar claro y sin tapujos, a estas alturas tienes que saberlo: Carolina se
marchó con su antiguo profesor; con Carlos Martel, aquel joven que regentaba
la escuela del pueblo…
−No seas ingenua Encarna; todo el pueblo lo sabe, y yo lo supe nada más
regresar de Soria. Pero ya me conoces: nunca me gustó hablar de estos temas.
Para mí, todo lo relacionado con Carolina siempre fue un asunto difícil; pero
estoy cansado; también yo tengo necesidad de liberarme de ese peso; ya no
puedo con esta carga. Me hago viejo, Enca; no quiero irme de este mundo
arrastrando rencores, y menos hacia mi hija. He llegado a la conclusión de que
el odio carcome sólo al que lo carga. Este accidente también me ha dado la
oportunidad de pensar. Ese hombre, Emiliano, ha dado un giro a su vida, creo
que nosotros también debemos hacerlo. No podemos quedarnos atrás,
ahogados en la miseria del rencor.
−Pero… en esta relación que tenemos con Emiliano –Encarna, por primera
vez en años pronunciaba su nombre− ¿cómo hacer para que no se convierta en
un problema cuando nuestra hija regrese? ¿Y qué pasará con la niña?; ahora
mismo adora a su padre...
−¿No estamos hablando de cambios? Será una oportunidad para
comprobarlo. Si aceptamos que Emiliano es otra persona admitirá sin
problema la nueva relación de Carolina, no cabe pensar otra cosa. Nuestra hija
saldrá beneficiada por esa transformación; ella se alegrará por la evolución de
Emiliano; no hay razones para pensar lo contrario. En cuanto a la niña, opino
que se debe respetar su voluntad; vivirá con quién ella desee.

XXI

Carlos Martel se preparaba para dar lectura a la ley de Amnistía 46/1977.
El grupo de activistas se había reagrupado en su casita aldeana de las
montañas. Allí estaban presentes todos los miembros del comando, con
excepción de aquella muchacha gitana, la última incorporación al grupo, que
había sido víctima de torturas en comisaría. Las secuelas de ese maltrato
habían hundido a Angelina Cortez en una traumática y virulenta depresión,
provocándole un desapego visceral hacia el resto del mundo y el rechazo total
a cualquier actividad política. Aquella mañana también se encontraban
presentes el farero Eustaquio Alvarado, Wenceslao Lacalle y Miguel
Camilleri, acompañantes de Carlos y Carolina durante los días clandestinos en
el faro. Era la primera reunión en libertad, precisamente para estudiar la norma
que los liberaba:
Artículo primero. I. Quedan amnistiados:
a) Todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su
resultado, tipificados como delitos y faltas realizados con anterioridad al día
quince de diciembre de mil novecientos setenta y seis.
b) Todos los actos de la misma naturaleza realizados entre el quince de
diciembre de mil novecientos setenta y seis y el quince de junio de mil
novecientos setenta y siete, cuando en la intencionalidad política se aprecie
además un móvil de restablecimiento de las libertades públicas o de
reivindicación de autonomías de los pueblos de España…
−Al ejército y a la policía, esta ley les habrá sentado como una pedrada en
las canillas; estarán llorando su desdicha. Le llevaré una sábana al Menudo
para que se seque las lágrimas –interrumpió Wenceslao Lacalle, entre risas.
−No cantes victoria. No creo que lloren demasiado –Atajó Martel−; lo peor
de la ley es que no hace distinción entre víctimas y verdugos. Exculpan por
igual a torturados y torturadores. Han ideado la fórmula ideal para que no
puedan juzgarse los delitos cometidos en comisaría. El martirio al que me
sometió el Menudo quedará impune –se lamentó.
−No lo tengo claro –lo interrumpió Miguel Camilleri−. No saquemos
conclusiones precipitadas; no soy especialista, pero yo creo que sigue
habiendo base para denunciar la tortura, aunque haya ocurrido en el periodo
que indica la ley. La tortura no se puede considerar una actividad política. No
obstante, veremos lo que opina un jurista.
−No es la ley ideal, pero al menos nos permite un margen de maniobra. La
policía, de momento, nos dejará en paz –dijo Alvarado.
−Cierto, nos permite un respiro, pero aún queda un camino muy duro. No
sé lo que ocurrirá a partir de ahora. Habrá otras estrategias, tenemos que
reorientarlo todo, analizar, estudiar, debatir... pero, de momento, ¡podemos y
debemos celebrar la llegada de la libertad! −animó Carolina.
Todos se apresuraron a llenar las copas para brindar entre risas y abrazos.
Cuando Carlos terminó la lectura de la ley, la expresión de los rostros era
de distendida relajación. Habían pasado años reuniéndose en las catacumbas,
siempre vigilantes y atentos a cualquier movimiento de la policía, con la
inquietud reflejada en los ojos, con la frenética tensión imponiendo el temblor
en las manos, el insomnio de las largas noches tras cada redada, tras cada
detención. Por fin quedaban atrás los sobresaltos de la madrugada; el terror de
las comisarías; el suplicio de la tortura; el dolor de la humillación y el
maltrato; sufrir la angustia de ver cómo se alejaba el futuro, cómo se
desvanecían los ideales, cómo desaparecían aquellos sueños compartidos de
paz y libertad. De pronto, la vida daba un giro; de nuevo se reactivaban las
ilusiones.
−Carolina: −interrogó Eustaquio Alvarado− ¿Se puede saber dónde diablos
estuvieron escondidos durante el mes en que Carlos estuvo retenido en
comisaría?
−No nos movimos del faro –relató Carolina−. Los sabuesos estuvieron
buscándonos después de apresar a Carlos, pero Wen y yo nos adentramos hasta
el fondo de la cueva marina y allí estuvimos más de una hora, agazapados y
sumergidos cada vez que raseaba el foco de las linternas; sólo sacábamos la
cabeza para respirar. Los guardias no venían preparados para aquel tipo de
búsqueda, sólo llegaron hasta donde cubrían las rodillas y no se atrevieron a
seguir avanzando, las olas eran muy bravas y la marea estaba subiendo. Estoy
segura de que nadie, antes de nosotros, ha sido capaz de penetrar en aquel
laberinto. El eterno golpear del oleaje ha ido horadando la roca y hay más de
treinta metros de túnel que queda anegado por completo cuando sube la marea.
Aquel día, en medio del dolor de haber perdido a Carlos, nos adentramos en la
oscuridad total, notando en las piernas los tentáculos y rejos de cientos de
bichos desconocidos. Cuando llegamos al fondo nos quedamos inmóviles, con
el agua hasta el cuello, sintiendo como los cangrejos paseaban por nuestras
cabezas y los rejos de los pulpos tanteaban nuestras piernas. Si aquellos
fanáticos con pistola no hubiesen estado rastreándonos, ni loca habría entrado
en aquel agujero. Probablemente dieron por hecho que nos habíamos ahogado
o que escapamos nadando hacia otro punto de la costa. Se hacía de noche,
avanzaba la pleamar y se dieron por vencidos. Aquel día acabó mi antiguo
miedo a todos los bichos de tentáculos y rejos. Temblaba de terror cada vez
que sentía a los cangrejos rozando mis piernas y mi cabeza, temiendo que de
un momento a otro me clavasen las tenazas, pero aquel día confirmé que los
animales sólo atacan para defenderse; los bichos más peligrosos eran los que
rastreaban la orilla.
−De los cangrejos y pulpos que habitan en el túnel, Carol y yo ya somos
amigos. Volveremos para saludarlos, ¿eh Carol?... −reía Wenceslao−. Tenemos
que ser agradecidos; su hospitalidad nos salvó la vida –afirmó muy serio−.
Todos reían.
−El resto del tiempo estuvimos en el faro –continuó Carolina−. La certeza
de que Carlos estaba siendo torturado significaba otro suplicio para nosotros.
Suerte que tenía a este gigante a mi lado para protegerme y darme ánimos.
Decidimos que el faro era el lugar más seguro: había reserva de agua potable y
utensilios de pesca para alimentarnos; ya sabíamos lo que era sobrevivir allí.
La policía no regresó. La nueva situación política del país fue, sin duda, el
motivo de que se abandonasen los controles. Aún así no descuidábamos la
vigilancia y dormíamos por turnos en la buhardilla de la torre. Gracias a la
vieja radio de Eustaquio estábamos bien informados, no nos perdíamos ningún
parte. Afortunadamente, las pilas duraron hasta el último día. Sabíamos de la
liberación de los presos y de la inminente publicación de una ley de amnistía.
Dimos por hecho que Carlos había sido liberado y que estaría en la aldea.
Abandonamos el faro y, tras siete horas de marcha, con las energías al límite,
llegamos hasta aquí a pie.
−¡Dí la verdad, Carol!: el que llegó a pie fuí yo −aclaró Wenceslao− tuve
que cargarla todo el camino… −gesticulaba, muy serio frente al grupo−; llegué
desfallecido; ¡esta chica pesa una barbaridad! −bromeó con sorna ante la
sorpresa de Carolina, que le respondió con un codazo mientras los demás
reían.
−Nunca antes había visto llorar a Carlos –prosiguió Carolina−. Hasta aquel
día yo pensaba que este señor era duro como un pedernal, pero cuando Wen y
yo llegamos a la aldea, agotados y arrastrando los pies, Carlos y Gonza
corrieron ladera abajo para recibirnos. Todos lloramos con el abrazo, pero el
que más lloraba era Carlos.
−¡Carlos, por favor, necesito otro besito! –rogaba Wenceslao con los
brazos abiertos, persiguiendo al maestro por la huerta−. Todo el grupo
vitoreaba, entregados al jolgorio. Gonza, en un ataque de risa, rodaba por el
suelo.
Improvisaron un almuerzo con los habitantes de la aldea que quisieron
sumarse. Los más afines a las ideas del grupo eran los padres de Gonzalo. El
resto de vecinos se movía entre la total indiferencia hacia los cambios que
afrontaba el país y los que sólo se preocupaban por saber sus efectos sobre la
tranquila vida de la aldea. Para compartir una olorosa paella preparada por
Wenceslao, un numeroso grupo de comensales se sentaba sobre piedras
colocadas en corro alrededor de la huerta. Algunos chiquillos,
esporádicamente, se acercaban en busca de Gonzalo para jugar por los
alrededores; Landa los seguía, correteando feliz tras ellos. Gonza terminaba
volviendo al rato para, de nuevo, sentarse junto a su maestro. Wenceslao, al
tiempo que controlaba el fuego y el hervor de la paella, era el animador de la
reunión con sus continuas ocurrencias.
−¡Cuánto daría por traer aquí a Ramiro el Menudo para quemarle el
trasero! Lo sentaría sobre esta paellera sin pantalones y lo usaría para medir el
calor; iría aumentando o disminuyendo el nivel del fuego según la intensidad
de los gritos. El Menudo sería el termómetro; tiene un tamaño ideal para eso –
se carcajeaba, en medio del coro de risas.
En un intento de superar los estados de ánimos claudicantes y depresivos,
para aportar luz a los momentos más sombríos, Wenceslao Lacalle recurría a la
ironía y el sarcasmo como método de supervivencia. Utilizaba el humor cómo
escudo protector frente al caos del mundo, pero no sólo podía aportar la
ocurrencia chistosa en los momentos de mayor tensión; aquel gigante también
tenía capacidad para transformarse en un serio y reflexivo orador. Tras el
almuerzo comunitario, bajo el sol cobrizo de la tarde, mientras se marchaba el
día hacia las altas montañas borrascosas, se improvisó la obligada tertulia, el
necesario debate entre activistas para afrontar los convulsos acontecimientos
que vivía el país. Aquella era una discusión necesaria; intercambio de ideas
para aportar lucidez a la incertidumbre del momento. Los vecinos, meros
espectadores, se limitaron a escuchar.
−El sistema se recicla −deliberó Wenceslao−; aparentemente la dictadura
ha llegado a su fin, pero lo que se está organizando es un disfraz para que
sigan mandando los de siempre. Harán concesiones, como esta ley de amnistía
que acaban de sacar, pero sólo servirá para que los herederos de la dictadura se
afiancen en el poder. Mientras tanto, el pueblo seguirá marginado, sin
participación directa.
−No estoy de acuerdo, Wen; creo que te equivocas en el análisis, amigo –lo
corrigió Carlos Martel− estamos en un momento clave. Si somos capaces de
aprovechar las circunstancias, si sabemos aplicar una buena estrategia,
podríamos disputarles el poder en igualdad de condiciones desde las
organizaciones populares, desde la sociedad civil. Pronto tendremos una ley
electoral que permitirá la participación de todos los partidos políticos. La
marginación de los sectores populares sólo se dará si, voluntariamente, nos
quedamos fuera.
−Estoy con Carlos, −intervino Carolina− debemos apoyar las libertades y
participar de lleno. Eso no significa colaborar con el régimen, significa
participar desde una oposición responsable. Es una decisión lógica después de
tantos años de persecución y castigo. Es la hora de la unidad para construir un
nuevo país. Negarnos a participar equivale a seguir en la clandestinidad.
−Participar es bendecir el poder –les respondió Wenceslao−; hay que optar
por la ruptura y no por la reforma del sistema. Eso no significa quedarnos en la
clandestinidad, significa no claudicar, no patrocinar esta farsa, esta dictadura
camuflada que pretenden imponernos. Si colaboramos les estaremos regalando
la excusa de la legitimidad.
Eustaquio Alvarado apoyaba los puntos de vista de Wenceslao; Miguel
Camilleri se apuntaba al bando de Carlos Martel. El resto de intervenciones se
decantaba por una u otra postura, pero las teorías de Carlos y Carolina eran
mayoritariamente apoyadas. Ninguno de los vecinos llegó a intervenir, pero
aplaudían con fuerza las ideas propuestas por la pareja. Wenceslao, Alvarado y
otros dos militantes, defensores de las tesis contrarias, se quedaron en minoría.
Ya había anochecido por completo cuando alguien propuso continuar la
celebración en el Periscopio, la taberna subterránea de Gundemaro Seisdedos,
de cercano recuerdo para Wenceslao. Atraídos por la afinidad, recordando su
reciente convivencia y motivados por la amistad surgida durante la experiencia
clandestina en el faro, se apuntaron Carolina, Carlos, Wenceslao, Alvarado y
Camilleri.
−¡Oh no…, tener que soportar de nuevo a ese gruñón de Gundemaro! –Se
lamentó, con sorna, Wenceslao.
−Esta vez, Gunde te va a recibir con cariño; es de los nuestros y estará
contento con la ley de amnistía –comentó Carlos.
−Ya lo sé; él me salvó aquel día de los mercenarios que me perseguían,
pero si ese cascarrabias llega a participar en un debate como el de hoy se
hubiese posicionado frente a mí; y no por estar convencido de una estrategia,
sino por llevarme la contraria. Somos como el perro y el gato −sonreía.
La cantina estaba a rebosar y su propietario exultante. Al contrario de lo
que el gigante esperaba, el tabernero recibió a Wenceslao con un abrazo.
−Espera; aquí hay algo raro; esto no es normal Gunde… ¡Tú no me
quieres! ¡No se le da un abrazo a quien no se quiere! ¿Comprendes?
−¡Hoy quiero a todo el mundo! ¡Hasta la madre que me parió!, a pesar de
que nunca la conocí –gritó el cantinero tras una amplia sonrisa−. Pasen,
amigos, la primera ronda corre por cuenta de la casa –dijo mientras señalaba
hacia la única mesa libre.
Wenceslao se sentó sin dejar de mirar, perplejo, a Gundemaro.
−¡No me lo puedo creer; si este hombre es áspero y bruto como un saco de
martillos! –comentó Wenceslao en voz alta, sin cambiar la expresión de
asombro.
−¡Hoy permito que me provoques todo lo que quieras! A tus ataques sólo
responderé con amor –dijo Gundemaro, sin abandonar la amplia sonrisa.
−Bueno… si hoy toca quererse, no seré yo quien desentone –comentó el
gigante, apartando la silla para elevar en el aire a Gundemaro, estrujándolo en
un abrazo de oso y estampando un sonoro beso en su frente.
Estaba amaneciendo cuando Carlos, Carolina y Wenceslao permanecían
aún en la taberna. Camilleri y Alvarado se habían retirado avanzada la
madrugada. El tabernero, prolongando la celebración y sin prisas por cerrar,
los había acompañado a ratos, compartiendo con ellos tertulia, vino y comida.
−Carlos y yo regresamos a nuestra tierra, Wen, −comentó Carolina,
mientras apuraba el último vino de la noche−. Somos libres; ya no hay
motivos para seguir huyendo; la familia nos espera.
−La familia; la tierra;… ¿no son contradicciones con la propia libertad?
Después de haber luchado tanto por ese ideal, ¿a qué vienen esos apegos
repentinos? Podemos seguir juntos aquí; aún no hemos terminado la tarea, nos
queda un mundo por construir –reclamó Wenceslao.
−Eso que nos pides también es un apego Wen…; pero no, no se trata de
eso…; han sido cinco años fuera de nuestra tierra; tuvimos que abandonar el
pueblo de forma precipitada; hay heridas pendientes de cerrar… debo rellenar
con mi familia el espacio de tantas distancias…; le debo una alegría a mi
madre; compensarla por tanto sufrimiento; debo reconciliarme con mi
padre…, y, sobre todo, me espera mi pequeña Lucía –murmuró emocionada.
−No sabía que teníais una hija… −dijo Wenceslao, sorprendido.
−Lucía es fruto de la primera pareja que tuvo Carolina −aclaró Carlos.
−Y lo único que me inquieta –se lamentó ella−; el padre de mi hija es un
personaje resentido; un ser tosco y mezquino, ignorante y violento…, un
motivo poderoso para no regresar, pero debo encontrarme con mi hija, con mis
padres… La presencia de ese hombre es un asunto que tendremos que
resolver. Trataré de evitarlo, pero no resultará fácil; no pasará mucho tiempo
sin que me lo vuelva a encontrar. De todas formas ya no soy la mujer insegura
de antes; no le tengo miedo; este combate me ha fortalecido, pero sí temo por
mi hija. Debo alejarla de la influencia de su padre. No podremos vivir en el
mismo pueblo –suspiró.
−¿Y por qué no regresáis de nuevo a esta aldea? Podríais vivir aquí con la
niña –sugirió Wen.
Carolina pareció recibir una revelación. No se les había ocurrido aquella
idea.
−Pues… eso… habrá que pensarlo…; no lo descartamos –musitó Carolina,
fijando la vista en Carlos.
−En todo caso, me gustaría que ésta no fuese la despedida definitiva.
Quisiera volver a veros –dijo Wenceslao.
−No te vas a librar tan fácilmente de nosotros, grandullón –sonrió Carlos.
−¿Qué vas a hacer a partir de ahora Wen? –preguntó Carolina.
−Seguir luchando –suspiró−, no sé hacer otra cosa. Volveré a casa con mi
madre; se merece una larga temporada conmigo. Trataré de recuperar mi
trabajo anterior en la mina y… a continuar la lucha, aunque me quede en
minoría, como me habéis dejado en el debate de esta tarde –sonrió pícaro,
guiñando un ojo.
Se despidieron junto al camino. Mientras Gundemaro cerraba las
compuertas de la taberna, acordaron un nuevo encuentro antes de la partida
definitiva.
−Nos queda la penúltima –sonrió Wenceslao, mientras estrujaba a la
pareja. Gundemaro corrió para unirse al abrazo colectivo.
Amanecía sobre el bosque y las veredas solitarias. Carolina y Carlos
caminaban abrazados en dirección a su casa de la aldea. Despuntaba el día tras
la trémula arboleda montañosa. Sonidos lejanos de balidos y cencerros se
mezclaban en los diferentes caminos que desembocaban en el valle. Los
pastores eran los primeros en recibir las vaporosas luces del alba, pero, aquel
día, la pareja se les había adelantado para compartir el fastuoso regalo de un
amanecer en el bosque, el antiguo privilegio campesino de recibir la incipiente
luz entre los campos. Se encontraban pletóricos, sintiendo la vigorosa energía
de los árboles, hermanados en la misma raíz. Recogían el fruto de una entrega,
de un difícil combate; el logro clamoroso de un objetivo; la confirmación de
que era posible acercarse al ideal de una humanidad liberada. Aquella mañana,
envueltos en mutuas reflexiones de anhelados sueños, camino de la aldea,
vibraban de emoción frente al primer amanecer sin rejas, la señal promisoria
de la libertad conquistada.
−Aún me queda un trago amargo que pasar –susurró Carlos mientras
subían la vereda−: despedirme de Gonza y entregarle el cuidado definitivo de
Landa− murmuró mientras acariciaba a la perra, que había bajado a recibirles
y correteaba feliz a su alrededor.
Dormirían toda aquella mañana, recuperando energías para iniciar los
preparativos del viaje.

XXII

Hacía días que le habían dado el alta y Victorino estaba exasperado por la
inactividad. Soliviantado y nervioso se apoyaba en las muletas y se movía,
frenético, entre el salón de la casa y la tienda, corrigiendo constantemente a
Encarna y obstaculizando su tarea en el reducido espacio de la venta.
−¡Hazme el favor de marcharte ya! –le increpaba Encarna−. ¡Sigues
atravesado en el medio! Vete a dormir, ponte a leer un libro o siéntate en el
jardín a tomar el sol, cualquier cosa menos estar aquí; no me dejas trabajar...
−vociferaba, ante las risitas de las clientas, que disfrutaban del espectáculo.
−¡Es que te equivocas constantemente, mujer!... ¡Acabas de ponerle a los
limones el precio de las naranjas, y hace un rato, desde dentro, te oí decir que
se habían acabado las lechugas, cuando sabes que Emiliano guardó ayer dos
cajas en el frigo!... −se justificaba, retraído, mientras, de nuevo, encaminaba
sus muletas hacia el interior de la casa.
Encarna había recobrado su antiguo espíritu de lucha. El accidente de
Victorino la colocaba al frente del negocio y, pertrechada tras el mostrador,
ocupaba el puesto como quien sustituye al soldado caído. Llevar la tienda era
un motivo de superación personal; la excusa perfecta para olvidar aquellos
oscuros días de angustia, depresión y alcohol; pero su marido, creyéndose
imprescindible, se removía inquieto, enredado en las muletas y atento a
corregirla ante cualquier error. Para no perder detalle de las actividades de su
mujer se pasaba las horas vigilante, sentado junto a la puerta de acceso a la
tienda y con las muletas en guardia. El resto del tiempo, y sólo cuando la venta
estaba cerrada, leía o escuchaba la radio, pendiente, como la mayoría de la
población, al convulso momento político que vivía el país.
Desde que llegó de Soria supo que su hija, después de haber huido con el
profesor, se encontraba en situación de búsqueda y captura, pero, bien
informado sobre los cambios políticos que se estaban fraguando, sabía que,
con la aprobación de la ley de amnistía, todos los activistas dejarían de estar
perseguidos. Encarna, respetando la voluntad de su hija, no había dicho una
palabra sobre aquella carta en la que anunciaba su regreso, pero a Victorino no
le hacía falta; le bastaba estar atento a las noticias: ahora es libre y tiene una
razón poderosa para volver; vendrá en busca de su hija, y no tardará en llegar,
cavilaba.
Durante los momentos en los que interrumpía su vigilancia sobre Encarna,
Victorino pensaba en el inevitable encuentro entre Carolina y su exmarido.
Emiliano llevaba un tiempo entrando al interior de la tienda a dejar la
mercancía y, frecuentemente, aceptaba la invitación a tomar café en el salón de
la casa. El viejo rencor de Encarna hacia él había desaparecido por completo;
todos los caminos estaban despejados y nada había que temer sobre las
consecuencias de un reencuentro que no iba a tardar en producirse. Aún así, a
Victorino le intrigaba la reacción que iba a tener Carolina frente al hombre con
el que había compartido su vida. No sabía hasta qué punto habían cicatrizado
sus heridas.
Buscando la manera de rellenar las horas vacías de su convalecencia,
también Victorino se refugiaba en los libros; fue así cómo llegó hasta Therese
Raquin, de Emile Zola, el único tomo que a Emiliano le faltaba por leer de
aquella colección clandestina de Carolina. Afianzado a la butaca y atrapado
por la historia, había pasado horas absorto en su lectura, abandonando,
incluso, para tranquilidad de Encarna, su obsesivo espionaje sobre la venta.
Leía muy lentamente, saboreando cada frase, cada página. La historia de Zola
lo trasladaba a las calles oscuras y neblinosas de París, donde sólo mandaba el
halo quejumbroso de la muerte; un lugar inhóspito, alejado de la vida.
Una tarde, cuando Emiliano pasó por la casa para dejar a Lucía, Victorino,
tras abrirle la puerta, lo invitó a entrar.
−Tómese una copa conmigo, Emiliano. Me gustaría hablarle –lo animó
afectuoso, dejando a un lado las muletas para volverse a sentar.
−Con gusto don Victorino –aceptó Emiliano, mientras entraba al salón con
Lucía de la mano.
−Tenía una conversación pendiente con usted; le debo una disculpa por mi
comportamiento de aquel día, cuando lo amenacé con la pistola en la venta –le
confesó sin preámbulos, mientras Emiliano se acomodaba en el sillón.
−Eso está olvidado –lo tranquilizó Emiliano− ha pasado mucho tiempo…
y, aunque estuviese reciente, no le guardaría rencor por ello. Aquel día entendí
su inquina. Tal vez yo hubiese actuado de igual forma. No se preocupe, para
mí es como si no hubiese ocurrido.
−Se lo agradezco. Créame que me arrepentí pronto, y debo confesarle que
me descolocó su valor. Cuando un hombre le hace frente a la muerte con esa
entereza logra traspasarle el miedo a su agresor. La pistola estaba descargada,
pero yo creía lo contrario; tal vez hubiese apretado el gatillo si usted no me
hubiese desconcertado. Fue su actitud lo que me desarmó, y no los guardias.
−Durante aquellos días vivía una tortura personal –confesó Emiliano−;
comenzaba a contemplarme frente a mi propio pasado…; no dormía…;
durante la madrugada recorría el pueblo como un sonámbulo; era
desesperante… No soy creyente; no podía presentarme ante un cura para
desahogar mis culpas… El único recurso que tenía era confesarme ante
usted…−susurró, entre el centelleo de su mirada.
−Tal vez… si me hubiese abordado de otra manera… no tan de sorpresa…
−se justificó Victorino.
−Aquella visita era necesaria, llevaba días dándole vueltas –reflexionó
Emiliano−. Sabía que me arriesgaba. No me sorprendió que sacara la pistola;
en el fondo me esperaba una reacción así, pero cuando un hombre se encuentra
en el estado en que yo me encontraba no le tiene miedo a la muerte, le tiene
miedo a la vida… No se confunda, aquello no fue valor, fue la respuesta a un
sentimiento de culpa. Andaba con el instinto de protección anulado, y a eso no
se le puede llamar valor −confesó.
−No estoy de acuerdo –prosiguió Victorino−, tal vez tenga razón en
relación a lo ocurrido aquel día, pero no me negará que un cambio como el
que usted ha experimentado sólo es posible con un enorme caudal de entereza
y valor –interrogó.
−Es posible, pero debo decirle algo: vengo de un mundo caótico, una
familia que nunca existió, una infancia sin juegos y una juventud ahogada en
borracheras y peleas. Es difícil que en un jardín así crezca sana una planta.
Créame que en el mundo del trabajo, en las fábricas, en los talleres, en los
campos, hay personas con muchas capacidades. Yo no soy un caso raro. Por
todos lados encontrará músicos, pintores, poetas, ingenieros, arquitectos, que
jamás sabrán que lo son porque nadie les ha dado la oportunidad de saberlo, y,
en la mayoría de los casos, morirán sin descubrirlo. Ya lo dijo Sócrates: sólo
hay un bien: el conocimiento; sólo hay un mal: la ignorancia. Para que una
persona ahonde en su interior sólo hace falta un impulso, un apoyo que lo
active. Deberían ser los gobiernos, pero ya ve… un pueblo ignorante es mucho
más fácil de gobernar. Yo tuve la suerte de que alguien se cruzó en mi camino
y me hizo una señal para que cambiase de ruta, de no ser así, hoy sería aquel
mismo infeliz nadando en la misma mediocridad. Interesa mantener a la gente
en la ignorancia, pero los gobernantes jamás lo van a reconocer; es más:
seguirán pronunciando hermosos discursos hablando justamente de lo
contrario. Desengañémonos don Victorino, hace falta mano de obra bruta y
barata para construir casas, para arar los campos, para instalar tuberías…
personas que sólo sepan de su profesión y que ignoren el resto de saberes.
Dice Milagrosa que la ignorancia es el material con el que se fabrican los
esclavos, y yo estoy de acuerdo –sentenció.
−Pero… usted… lo ha logrado; ha sabido salir de ese agujero en que
estaba metido, y lo ha hecho sólo –apuntó Victorino.
−No lo he hecho sólo: me visitó un ángel –dijo desviando la vista hacia el
ventanal.
Victorino, sin dejar de observarlo, se quedó esperando.
−¿Quién es ese ángel?
−Se llama Lucía y tiene nueve años –respondió.
−La niña lo quiere a usted… −musitó Victorino.
−Y Milagrosa me ha transmitido la pasión por saber… −reflexionó
pausadamente−; otro regalo que me hizo la vida; me siento afortunado. En el
pasado, equivocadamente, estaba convencido de que un hombre no necesita a
nadie para sobrevivir, que bastaba con la fuerza que la naturaleza le había
dado −repasó.
−Lo sé. En mi etapa militar, yo también pensaba así –rememoró Victorino
−, los años me han hecho ver el error. Si hubiese estado sólo, hoy no sería lo
que soy. Le debo mucho a mi mujer; sin ella no sé que sería de mí…, pero
recordar el pasado sólo tiene sentido si sirve para mejorar el presente, de lo
contrario es mejor olvidarlo –afirmó.
−Su hija Carolina… forma parte de mi pasado y… −Emiliano no pudo
terminar la frase−. Disculpe, don Victorino, debo irme… se me ha hecho tarde
–carraspeó para aliviar el ahogo. Miró el reloj y se levantó de golpe.
−Espere −se apresuró Victorino−, quiero decirle algo: me interesa
intercambiar impresiones con usted sobre este libro que estoy leyendo,
Therese Raquín; me tiene atrapado… Es una historia siniestra…; analiza a las
personas en su caída al abismo… a la inversa de lo que hemos estado
hablando; un tema apasionante sobre los misterios del corazón humano… Este
accidente me permite dedicar tiempo a la lectura, pero me gustaría
intercambiar impresiones con alguien que comprenda estos temas. Con
Encarna no puedo; bastante tiene con la tienda…; y, a veces…, nos resulta
imposible entablar un diálogo civilizado; perdemos la paciencia, normalmente
por culpa mía. Somos dos cabezotas irreconciliables −sonrió.
−Estoy a la espera de que usted acabe para comenzar a leer ese libro. Ya
me dijo Milagrosa que lo está disfrutando. Hablaremos una vez que los dos lo
hayamos terminado, si le parece.
−¡Hecho! Ha sido un placer. Seguiremos hablando –dijo Victorino
mientras hacía intentos por llegar a las muletas.
−No se moleste en levantarse, conozco la puerta –señaló Emiliano mientras
le estrechaba la mano.
Las conversaciones del matrimonio giraban en torno al padre de Lucía.
Coincidían en que Emiliano se había convertido en un hombre íntegro,
responsable y servicial, nada que ver con el oscuro personaje que había
convivido con Carolina. No es un milagro; todo lo ha hecho su voluntad, les
había revelado Milagrosa.
−Viendo a Emiliano confirmo que el ser humano es un misterio −meditaba
Victorino−. Hasta ahora estaba convencido de que hay una mayoría de
personas a las que les cuesta evolucionar, pero existen casos excepcionales.
Este hombre me lo ha demostrado. Siempre hay posibilidades para la
grandeza, −confesaba a su mujer.
−Estoy de acuerdo –añadía Encarna−; seguramente habrá algún otro caso
en el mundo, pero no será fácil encontrarlo.
−Pues conozco uno: en la última cárcel en que estuve se hablaba mucho de
un preso común, un analfabeto y ladrón de gallinas en el que prendió la llama
del aprendizaje. Inició su formación básica en prisión, hasta terminar la carrera
de derecho. Al salir comenzó a ejercer como abogado La mente sólo necesita
un motivo, una estela de luz para inspirarse. En muchas ocasiones somos
nosotros mismos quienes nos ponemos frenos, activando la misma resistencia
que nos anula. Afortunadamente no es ese el caso de Emiliano, y me alegro
por él.
Sólo una preocupación embargaba a Encarna: el reencuentro de la niña con
su madre. Carolina llegaría con intención de recuperar a su hija, pero habían
pasado cinco años, y la reacción de Lucía era imprevisible. Durante la infancia
las fidelidades se van fraguando en el contacto, y la niña se encontraba
estrechamente unida a su padre. La memoria sobre su madre había perdido
fuerza. Someterla a una elección iba a ser una prueba muy dura para la
pequeña.
−Victor… ¿en caso de que nuestra hija regrese, qué pasará con nuestra
nieta? La niña quiere más que nunca a su padre; se pasa el tiempo esperándole
en el jardín cuando se acerca la hora de recogerla…
Victorino la observó en silencio. Los años de convivencia hacen inútiles
los secretos: sutiles expresiones del rostro; ligeros movimientos de las manos;
la sombra fugaz de un gesto, de una mirada, son aliados de la trasparencia.
Más que una pregunta Victorino captó en la modulación de las palabras de
Encarna la confirmación del inminente regreso de su hija, y sospechó que
existía un acuerdo entre ambas para ocultarlo, pero no quiso invadir los
territorios ajenos de los secretos y prefirió respetar aquel silencio pactado.
−¿Y por qué hay que someter a la niña a esa elección? Puede estar una
temporada con cada uno. De hecho, ahora vive con nosotros y no hay
problema para que a diario vaya de paseo con su padre –reveló−. No es
necesario someterla al dolor de elegir.
−No sé, Victor… Si Carolina regresa, me temo que va a ser poco más que
una visita. Después de la experiencia que ha vivido sospecho que se ha vuelto
más inquieta y aventurera. No creo que su regreso sea definitivo; le costará
adaptarse de nuevo a las cuatro casas de este pueblo… −se lamentaba.
Observaba el rostro de su mujer; la sutil contracción de sus labios; la
mirada huidiza hacia la altura… a medida que hablaba, confirmaba que el
regreso de Carolina estaba cerca.
−Si ha estado perseguida por la policía también habrá desarrollado el
instinto de protección –observó Victorino−. Tal vez ocurra lo contrario de lo
que piensas y valore la seguridad y la tranquilidad del pueblo. Además, tendrá
que pensar en su hija. No puede estar dando tumbos de un lado para otro con
una niña pequeña…
−¿Sigues guardando rencor hacia tu hija?
La pregunta de su mujer lo cogió desprevenido. Intentó levantarse para,
como siempre, evadir la respuesta, pero su mujer había movido las muletas
para ocupar el asiento: estaba desarmado. Giró el rostro hacia la ventana.
Lucía jugaba con su muñeca en el jardín. Quedó pensativo unos instantes.
Durante años había negado la existencia de aquella niña.
−Ese hombre… Emiliano… −habló por fin Victorino−, se tortura por los
errores de su pasado, pero de ahí ha sacado fuerzas para cambiar. Yo debería
hacer lo mismo, pero a él le sobran agallas y a mí me ha faltado coraje…
Cuando yo estaba en Soria y a ti te encerraron en la cárcel pensé en lo efímero
de la existencia; temí perderte, y eso fue lo que me dio fuerzas para
enfrentarme con aquel miserable que tenía por director… Uno debe pelear por
lo que quiere, pero yo no hice nada por mi hija. Me rendí ante mi propio
egoísmo. Sólo pensaba en mi dolor, y no en el suyo.
Las sombras comenzaban a invadir la tarde. Se miraron en silencio hasta
que los rostros se convirtieron en siluetas. Lucía entró con su muñeca y
Victorino la llamó para abrazarla.
−Cuando el amor es auténtico no hay elección posible –musitó−; si hoy
abrazo a mi nieta, mañana debo ser capaz de abrazar a mi hija. Espero que
Carolina me perdone, pero, si no es así, me conformaré con que no me odie.
Durante su precipitada fuga Carolina dejó atrás la pequeña colección
literaria que le había ocultado al hombre que tuvo por marido. Fiel a su pasión
por las letras y ante la necesidad de seguir respirando su oxígeno vital, la
muchacha sólo cargó con dos títulos en su mochila: Ana Karenina, de Leon
Tolstoi y Matar un ruiseñor, de Harper Lee, el resto de la colección había
quedado bajo la custodia de su madre. Cuando Emiliano terminó de leer todos
los tomos que le había facilitado Milagrosa se quedó sin suministro literario, y
la maestra, con el permiso de Encarna, comenzó a facilitarle cada uno de los
títulos de la pequeña biblioteca que Carolina había salvado del fuego. Durante
su periodo oscuro Emiliano no había podido destruir aquellas páginas, y era
ahora, gracias al poder de Milagrosa, cuando, por fin, llegaban a sus manos.
Los libros, de pronto, comenzaban a revelarle un mundo al margen del plano
físico, tesoros que, precisamente, él había querido destruir. Entonces, junto a
aquellos tomos, como un doloroso puñal de nostalgia, retornaba el recuerdo de
ella. Acariciaba sus páginas, tal como en alguna ocasión le vio hacer a su
mujer, y recordaba su reacción, apresurada y nerviosa, cuando la descubría
durante sus lecturas clandestinas. Pero ahora era él quién se conmocionaba
frente a las mismas frases, se turbaba ante las mismas palabras, se evadía con
el murmullo mágico de un pensamiento, el mismo con el que ella había
vibrado. Sobrevolando el prodigio de un texto, también él experimentaba el
vacío de un rechazo, el dolor de un abandono, la decepción que deja un amor
traicionado, el miedo y la angustia, brotando como hilos de sangre tras una
herida abierta, y descubría que aquellas letras, que él tanto había despreciado,
como un mágico sortilegio, también contenían el apacible bálsamo de una
curación, las fórmulas ideales del rescate frente al dolor inclemente de la vida.
La demanda de sus servicios de transporte hizo que Emiliano fuese
abandonando progresivamente su trabajo de peón agrícola, hasta depender
exclusivamente de la camioneta como única fuente de ingresos. Esa nueva
actividad le proporcionaría más autonomía para organizar los horarios,
pudiendo dedicar, así, más tiempo a su hija y a los libros. Los controles de las
autoridades académicas para evitar el abandono escolar se habían
perfeccionado, y Emiliano ya había recibido dos requerimientos de la
administración de enseñanza, instándole a dar cumplimiento a la
escolarización obligatoria de su hija, y rechazando su alegación de que la
enseñanza de la niña estaba garantizada a través de una maestra particular. La
obligación de asistir a la escuela y el hecho de que Lucía manifestase interés
por compartir enseñanza con otras niñas, fueron motivos suficientes para
concluir que su asistencia a clase era la decisión más acertada. A pesar de que
el examen de nivel que le hicieron demostró que se le podía asignar un curso
más avanzado, a Lucía se la incluyó en el que le correspondía por edad, lo que
pronto la situaría entre las más adelantadas de la clase. El colegio estaba muy
cercano a la casa de sus abuelos, por lo que no habría problema para que fuese
y regresase sola.
Milagrosa, después de cuatro años dedicando tiempo y esfuerzo a la
enseñanza del padre y la hija, experimentaba la misma satisfacción de una
alfarera cuando contempla la belleza de su obra. Vibraba de complacencia al
ver cómo Emiliano afianzaba su nueva naturaleza, tallando, paulatinamente, el
relieve de una nueva y consistente personalidad. Nada quedaba de aquel
carácter oscuro y sin brillo, rescatado entre los ambientes decadentes, ruinosos
y vacíos. La maestra resumía la vida en una frase: La autoestima nos eleva
hasta alcanzar el majestuoso vuelo de un águila; los complejos de inferioridad
nos hacen revolotear al nivel de una gallina.
El tiempo libre que le dejaba la asistencia de la niña a la escuela permitían
a Milagrosa recuperar viejas costumbres, como la rutina de dar largos paseos
por el campo con su cuaderno de notas bajo el brazo, un libro elegido para la
ocasión y el firme propósito de liberarse, por unas horas, de los encorsetados
escenarios del pueblo. En su mentalidad no existía el concepto de tiempo libre:
sólo nosotros mandamos en nuestra mente; tiempo libre es vivir, reflexionaba.
Cada minuto lo aprovechaba para escaparse a lomos de un nuevo libro,
enredándose en largos razonamientos para desentrañar algún misterio. Una
vida no es suficiente para abarcar todo el conocimiento humano; ni siquiera
podemos llegar a una mínima parte, solía decir. Su vida cotidiana se
desarrollaba entre sus perennes lecturas, el decorado de su casa con motivos
del altiplano y el cuidado de sus plantas amadas. Su relación con Emiliano se
había consolidado hasta alcanzar niveles de una fraternal amistad.
Frecuentemente paseaban juntos por el campo, debatiendo ideas nacidas de un
texto o buscándole la lógica a difusos razonamientos filosóficos. Durante
algún fin de semana recogían a la niña en casa de sus abuelos y compartían
almuerzo en algún pueblo vecino.
A medida que el espíritu libertario se iba instalando en el carácter de
Emiliano se acortaba la capacidad analítica que lo separaba de la maestra. En
ocasiones disentían en conceptos teóricos brotados desde el razonamiento de
una lectura, o discrepaban sobre costumbres y estilos de vida. Él aceptaba que
el desarrollo de una nueva conciencia necesariamente tenía influencia en su
vinculación con el mundo, pero se negaba a vivir en el aislamiento que
promovía Milagrosa, en un espacio sólo regido por libros y cultivados saberes
enciclopédicos.
−No me puedo alejar de los míos, Mila, tú vives prácticamente clausurada
en tu casa de cristal; has creado una fortaleza para defenderte de la sociedad;
te proteges del contagio y rehúyes los rumores del mundo, pero yo vengo de
abajo, quiero seguir manchándome con la tierra y el barro, sentir la rugosidad
del trabajo en las manos de mis compañeros, compartir la alegría y el
infortunio de mis amigos. La lectura me ha dado alas para volar más allá de la
rutina de los días, pero no puedo vivir eternamente recluido en la teoría de un
libro, comprende… mi lugar no es el tuyo; tú te has formado en los ambientes
académicos y yo llego a los libros desde el mundo del trabajo. Mi origen está
en el paisaje agreste; en el duro trasegar de los caminos; en la explosión
puntual de las cosechas… Tú me has ayudado a encontrar la teoría que
necesitaba, pero llevo grabadas en el alma las huellas del pedregal en que
crecí; no quiero olvidar las cicatrices del camino; las cuadras; el ganado; el
arado; el brote incansable de la semilla germinando en los cercados…
−Es injusto que me acuses de que vivo ausente del mundo –se lamentaba la
maestra−; precisamente porque conozco las trampas de la vida es por lo que
temo que te vuelvan a atrapar. El vino es traicionero; tratarán de embaucarte
para que caigas de nuevo en esa trampa…−insistía.
−Agradezco tu preocupación, Mila; reconozco el esfuerzo que has hecho
por mí, pero tu inquietud es excesiva; sé caminar sólo. Tarde o temprano el
hijo se emancipa de la madre; hasta los pajaritos terminan escapando del
nido… es el orden natural de las cosas, compréndelo… Y no me pidas que
renuncie al vino… históricamente ha sido motivo de inspiración para la obra
artística… recuerda. El problema está en el exceso, no en la costumbre. Sólo te
prometo evitar las borracheras y aquellas viejas locuras nocturnas. Sabes que a
las tabernas también va gente decente…; tú también deberías acompañarme un
día; salir del convento; olvidar por un rato esa rigidez que te envuelve.
Podríamos fundar juntos una tertulia literaria en la taberna; ¡en ese terreno
serías una autoridad, el centro del espectáculo! −sonreía.
Milagrosa lo observaba, quedaba silenciosamente pensativa y, tras una
sonrisa, terminaba rendida ante la fuerza de aquellos argumentos. Emiliano
tenía razón: se estaba comportando como una artista celosa de su creación;
protectora, en exceso, de la obra creada.
−Observo cómo has cambiado y sé que eso no hubiese sido posible sin esa
fuerte voluntad que te acompaña –señaló Milagrosa−. Confío en la fuerza que
empieza a caminar contigo; es una garantía contra el descalabro, pero nunca
hay que bajar la guardia, sabes que siempre habrá enemigos al acecho;
súbditos de la decadencia y la miseria camuflados tras la falsa bandera de la
amistad; mercenarios al servicio de la ignorancia y la barbarie… esas son las
compañías que debes evitar…
−¡Ufff!.., ¡que vocabulario!; ¡menos mal que no eres mi madre!; si lo
fueses tendría que aguantarte todo el tiempo… –bromeaba Emiliano−. No
debes preocuparte, querida; sabes mejor que nadie que la vida resplandece
gracias a que existen las luces y las sombras; hemos hablado muchas veces de
eso. Si no existiese el frío, el calor estaría de más. El enfrentamiento forma
parte de la vida. No puedo escaparme del mundo por miedo a la
contaminación; ya conoces mi opinión: es en la lucha donde se adquiere la
fortaleza para seguir vivos. Tú me has ayudado a descubrir un mundo paralelo,
un espacio de luz dirigido por los libros, la creatividad y la fantasía, y una vez
que se descubre ese hermoso paisaje de sueños nadie te podrá convencer de
que existe belleza en un vertedero. Hay un momento en que una fuerza
poderosa comienza a orientar tu vida, entonces ya no será necesario que te
aten al mástil para resistir frente a los cantos de sirena. Pero basta de
razonamientos de academia; ¡disfrutemos también de la alegría de estar vivos!
¡Un día te llevaré a bailar! –Emiliano bailoteaba frente a Milagrosa, que
escapaba alarmada. ¡Ven aquí Mila; baila conmigo!...
Victorino había leído pacientemente la novela Therese Raquin y se la había
enviado a Emiliano a través de Lucía para compartir impresiones sobre su
lectura. Pasados tres días recibió su respuesta, en la que le indicaba que ya la
había acabado y que en breve se verían para compartir puntos de vista.
También le comunicaba sus impresiones sobre la novela:
El texto me ha parecido extraordinario; muy crudo, pero realista.
Milagrosa y yo lo hemos leído y comentado juntos como ejercicio literario.
Aunque soy yo quién redacta estas líneas, los dos hemos participado en las
conclusiones. Ella siempre me anima a hacer reflexiones por escrito para
clarificar y definir ideas sobre un texto; en este caso pretende ser un adelanto
para el diálogo que tenemos pendiente. La novela de Zola es un estudio sobre
las repercusiones negativas del comportamiento humano cuando está dirigido
por actitudes egoístas. Camille y su madre representan la bondad del mundo y
Laurent y Therese son exponentes de los sentimientos más innobles y oscuros.
Los personajes, en sí mismos, son una representación del mundo real; han
existido en todas las épocas y seguirán existiendo, porque son características
propias de la naturaleza humana. Su autor pretendió, como él mismo dice en el
prefacio, hacer un estudio de los temperamentos, no de los caracteres.
Reflexiona sobre la fuerza que ejercen los ambientes sociales sobre las
personas y su influencia sobre la formación del carácter.
En mi opinión es una invitación a rebelarnos contra los ambientes
decadentes y vacíos, donde se ridiculizan los actos nobles y se ensalza la
vanidad y la estupidez. En estos días una vecina próxima dio a luz un niño y la
otra tarde pasé a verlo: lo veía frágil y tierno entre los brazos de su madre,
condicionado por un temperamento heredado y a la espera de que el ambiente
que le tocará vivir vaya determinando su carácter. La pregunta que me hago
es: ¿en qué medida nos podemos liberar de un temperamento negativo a través
de la formación positiva del carácter? La novela de Emile Zola no despeja esa
duda, ya que se centra en analizar los impulsos primarios del temperamento
sin pasar por el filtro que supone la influencia que ejercen los ambientes sobre
el carácter, pero mi respuesta es que la educación del individuo es
determinante; sin formación estamos sometidos a los impulsos más primarios,
lo que nos dejará en brazos de las pasiones más egoístas y mezquinas, en cuyo
caso sólo nos salvará la fuerza genética heredada. En mí ha revivido un
temperamento que estaba dormido y que ha despertado a partir de un fuerte
sentimiento de amor por mi hija. Con su poderosa influencia educativa,
Milagrosa también ha tenido mucho que ver. A medida que alumbramos
nuestra mente nos vamos introduciendo en otros mundos, en otras realidades y
valores, imperceptibles desde el plano físico, y a los que sólo se puede acceder
a través de los caminos de la formación, la meditación y la cultura.
De momento termino esta breve reflexión; seguiremos hablando. Me
interesa, sobre todo, analizar la conjunción de temperamento y carácter
aplicado a la vida real. Hasta pronto. Emiliano.
La madurez en el razonamiento y la capacidad expresiva de Emiliano ya le
dejaron sorprendido la última vez que habían hablado. Aquel hombre
representaba un caso notable de lucha frente a la adversidad del mundo, al
haber desarrollado, en poco tiempo, habilidades fuera de lo común. Durante el
análisis de Therese Raquin, Victorino había llegado a ideas similares a las
planteadas en aquel escrito. Dos días después de recibirlo aprovechó una visita
de Milagrosa a la venta, esperó a que acabase su compra y la invitó a tomar un
café en la casa para conversar sobre aquel asunto.
−La felicito por lo que ha logrado conseguir con Emiliano –señaló
Victorino− Ese hombre ha tenido una evolución sorprendente. He disfrutado
con el análisis que hace de Therese Raquin. Yo había leído la novela, pero no
fui capaz de llegar a ese nivel de estudio. Me ha enviado una reflexión
admirable, lo que me ha ayudado a entender el texto en toda su profundidad.
−Yo tampoco esperaba una evolución tan rápida –señaló Milagrosa−¸ pero
mí participación sólo ha consistido en ayudarlo a reconocer el camino, todo lo
demás es fruto de su voluntad. Emiliano posee una intuición innata para el
aprendizaje, una capacidad de la que ni él mismo era consciente. Hace un
esfuerzo encomiable a partir de su propia experiencia vital y ha logrado abrirse
camino hacia otro tipo de sensibilidad. No se limita a acumular saberes. Con
una intuición poco común, deja claro que también es necesaria la capacidad de
compasión para gestionar ese conocimiento. Si se facilitase el acceso a la
escuela y se enseñasen valores humanos a la población en general, se pondrían
las bases para una sociedad más armonizada y justa, pero los gobiernos se
encuentran lejos de ayudar al desarrollo del pensamiento; están más
interesados en recuperar el papel del esclavo, pero evitando que el esclavo
descubra que lo es. Emiliano ha pasado por encima de todas las dificultades
para elaborar su propia reflexión; demuestra que desde la soledad también se
pueden construir certezas.
−Hace sólo unos meses me resistía a aceptarlo como persona, pero, ahora,
me identifico con su historia –señaló Victorino−. A medida que lo conozco
sólo puedo sentir admiración por él. En cierto modo me recuerda mi propia
vida. Desde que tengo uso de razón me molestaron los abusos; siempre he
notado una fuerza poderosa brotando desde mi interior, impulsándome a
enfrentar cualquier hecho injusto. La Legión es la facción del ejército más
clasista del mundo; como en cualquier otra milicia todo está calculado para
evitar la insubordinación, no hay derechos individuales, y cuando esos
derechos existen, se limitan a normas teóricas, simples papeles para un
archivo, la injusticia y el abuso son lo más habitual. Sufrí muchos arrestos por
todo eso, y fue lo que terminó provocando mi abandono del ejército. Durante
mi etapa de funcionario de prisiones la situación fue similar. Esa actitud
rebelde es un rasgo que, posiblemente he heredado de algún remoto
antepasado. Por el contrario, mi carácter, influido por una educación
anquilosada y primitiva, llena de normas morales trasnochadas, ha sido la
causa de mi rechazo hacia mi hija y mi nieta; pero nada ocurre por casualidad;
este accidente me ha hecho pensar mucho sobre ese pasado; llevaba años
haciéndolo, pero, como le ocurrió a San Pablo con su caída del caballo, casi
agradezco mi desplome hacia el barranco. Necesitaba parar, pensar, llegar a
conclusiones. Debo admitir mis errores; y aquella nieta, que tanto ignoré, se ha
convertido en la causa principal de ese cambio −concluyó.
−Emilisno convirtió el amor a su hija Lucía como el impulso de su
transformación –repasó Milagrosa−; siempre es el amor la motivación
fundamental. Hace tiempo que él asumió su responsabilidad en la marcha de
Carolina; sabe que ella lo abandonó como respuesta a su actitud, destructiva y
egoísta. Había renegado de su mujer e hija, las mismas personas que usted
repudió; una caída al barranco le ha hecho a usted valorar lo que la vida le ha
dado, y Emiliano iba en caída directa hacia el abismo hasta que el amor por la
niña lo rescató. Por lo que veo, ustedes tienen muchas cosas en común –
remató.
−Lo admito –prosiguió Victorino−. Me he pasado muchos años
considerando que un gesto de ternura era un síntoma de debilidad, una idea
inculcada durante mi infancia y juventud y moldeada en el ejército como
fórmula de combate. A medida que desaparecía ese velo me fui convenciendo
del caudal de vida que cargaba en mi interior. Descubrí el latente amor que
sentía por mi hija, por Encarna, por mi nieta… Al igual que Emiliano, crecí en
lugares embrutecidos, donde se desprestigian los rasgos más humanos y se
alimenta la rigidez prepotente de los ignorantes. Ambientes donde cualquier
relato elaborado desde los sentimientos es objeto de burla; entornos donde
sólo tiene valor esa opinión mediocre y ridícula que detesta los gestos nobles
mediante una arrogancia estúpida. En esos ámbitos sólo se alimenta lo
escabroso, la mediocridad y las bajas pasiones, causantes de la oscuridad y la
decadencia. Creo que algo similar le ha pasado al padre de mi nieta. Cuando
leí la reflexión de Emiliano sobre la novela de Zola llegué a la conclusión de
que él y yo compartimos las heridas de un mismo combate; que caminamos
con las cicatrices que nos han dejado los rigores del mundo. Inspirados por
una sensibilidad pareja, armados con la experiencia de los golpes recibidos,
podemos compartir la lectura de una novela, comunicar vivencias personales y
analizar un mundo en decadencia. Creo que todas las personas deberían
recorrer el sendero de las letras. La vida total está reflejada en la literatura.
Gracias a pensamientos llegados de ese mundo, Emiliano y yo hemos logrado
identificar los caminos que conducen al infierno. La vida nos ha castigado con
parecidos males, cargamos con las huellas de muchas batallas, pero hemos
aprendido a resurgir desde la oscuridad. Cada trauma encierra la semilla de un
nuevo amanecer. A los dos, el amor por la niña nos ha ayudado a liberarnos de
viejas ataduras Mi accidente llegó como una oportunidad para cuestionar mi
pasado y, junto a aquella caída al barranco, también comenzaron a
derrumbarse mis viejas certezas.

XXIII

La vida en la aldea transcurría ausente a los cambios del país. Al abrigo de


las laderas y protegida por el prodigio de los bosques, los pobladores
continuaban entregados a la rutina de los días, convencidos de que, entre
aquellos valles solitarios, el único progreso es aquel que se construye con las
manos y el arado.
Carolina era consciente de que se había dejado llevar por la emoción de los
primeros días de libertad, cuando remitió aquella carta a su madre
anunciándole el regreso sin disponer aún del dinero para el viaje. Las nuevas
leyes daban libertad de movimientos a todos los activistas que habían sido
perseguidos, pero las dificultades vividas en los últimos meses de
clandestinidad habían dejado a la pareja sin recursos económicos para vivir,
por tanto, la libertad de movimientos concedida por la ley quedaba
condicionada a las posibilidades económicas para desplazarse.
−Me precipité escribiéndole a mi madre para darle la noticia de que íbamos
a regresar pronto, ahora lo veo imposible Carlos. Prácticamente estamos
viviendo con la ayuda de los vecinos; pasará tiempo hasta que podamos
comprar los pasajes –se lamentó.
−Sí; no hay duda, pero de nada sirve lamentarse. De momento, gracias a
mis clases, tenemos lo imprescindible para vivir –apuntó Carlos.
−Te pagan en especie, Carlos. Tus clases tienen el mismo valor que los
huevos y las verduras. Si los billetes de avión se pudiesen pagar con
zanahorias, tomates o alguna gallina, ya estaríamos viajando. Necesitamos
dinero en efectivo para los pasajes –advirtió.
Esbozando una sonrisa ante el crudo realismo de Carolina, Carlos apeló a
la paciencia:
−Todo llega, amor; no desesperes; he hablado con Gundemaro y va a
colaborar con nosotros comprándonos los productos que no gastemos. Todas
las tardes su taberna es un hervidero; el Periscopio se ha convertido en la
guarida de todos los activistas que hemos luchado contra la dictadura. Gunde
ya me dijo que necesitará ayuda para servir en las mesas y atender la cocina.
Hablaré con él. Quizá nos proporcione un trabajo que nos permita reunir el
dinero del viaje –calculó.
El pequeño Gonzalo, ausente a los planes de la pareja, seguía asistiendo y
disfrutando de sus clases en el caserío. Carlos, para ahorrarle al chico una
nueva decepción, retrasaba el momento de comunicarle los planes de
abandonar la aldea, hasta que estuviese próxima la fecha, pero eran
conscientes de que no podrían evitar una dura despedida.
La agitación social era frenética, cada día se producían nuevos
acontecimientos relacionados con los cambios que reclamaban las nuevas
organizaciones sindicales y políticas. Las manifestaciones, concentraciones y
protestas a lo largo de todo el país, en demanda de mayores cuotas de libertad,
eran diarias.
SUEÑOS
Amantes de la sal y de la espuma,
acaso los vestigios incipientes de la aurora,
amaneceres purpúreos se aproximan en la sutil quietud de la noche
adormecida.
Me siento vibrar junto a las torpes señales del alba,
pletóricas de luz y de paisaje, despiertan en silencio las agrestes montañas
ignoradas,
aquellas que sólo rinden culto a su esencia de guijarro y amapola;
mientras, en la impalpable raíz de las ciudades,
hombres y mujeres, combatientes del sueño y la semilla,
siguen enfrentándose a los altos estandartes del miedo,
atentos a la luz que se avecina entre calles y plazas,
no olvidan al insigne guerrero caído
y recuerdan su vida perseguida
llenando su memoria de sueños e ideales.
Entre un agudo griterío y los excitados ladridos de Landa, la abundante
chiquillería de la aldea jugaba al futbol en un descampado próximo a la casa.
Con ese fondo de sonidos diversos, Carlos Martel le dio a leer su poema a
Carolina. Tras repasarlo en silencio, la muchacha desplazó la mirada hacia el
grisáceo paisaje montañoso que se divisaba a través de la cristalera. La tarde
otoñal era fría y melancólica; varios troncos ardían crepitando en la chimenea.
Apartando la mirada de la ventana, Carolina la posó sobre su amado; sus ojos
flameaban acuosos a la luz de la hoguera.
−Me recuerda los dolores del pasado; el poema es una mezcla de
melancolía, y optimismo renovado. Los golpes infligidos no han logrado
destruir nuestros sueños. Me entusiasma saber que seguimos unidos en los
mismos anhelos –susurró, emocionada.
−Nunca había escrito un poema. Me brotó de golpe, como si hubiese
estado reprimido en mis entrañas. Hasta ahora sólo me había sentido capaz de
elaborar análisis sociales y tácticas de lucha; no era consciente de que otras
formas de combate aguardaban el momento de salir a la luz. Posiblemente
terminó para mí el tiempo de las estrategias y haya llegado la hora de vibrar
con las emociones de un verso –meditó.
−Todo tiene su momento –reflexionó Carolina−. Han sido años de esfuerzo
y sacrificio, donde el compromiso era lo primero. Durante todo ese tiempo
hemos soportado grandes privaciones y angustias, pero no me arrepiento. A
pesar de no haberla logrado aún, la victoria total está más cerca. A nosotros
nos toca cambiar de trinchera; tal vez me decida a hacer la historia de nuestras
vivencias, describir tantas dificultades, escribir el relato de esta experiencia de
lucha. Otras llamadas nos esperan; sabía que a mi lado tenía a un poeta que
reprimía su voz; estoy impaciente por descubrir los versos que me debes. A los
dos nos está llamando la escritura. Nos corresponde apartarnos a un lado,
ahora son otros quienes deben diseñar las nuevas estrategias.
A través de las heladas nocturnas, el invierno se presentó entre finas estelas
de nieve sobre los campos de granizo, dejando un temblor de escarcha entre
las huertas solitarias. Desafiando el frío de los páramos, los labradores,
recorriendo los pastos tras el monótono discurrir del ganado, se afanaban en el
trabajo de las cuadras, cortaban la leña para las cocinas o extendían el estiércol
sobre la tierra, preparando la futura fertilidad de las cosechas.
El Periscopio, que había sido refugio de fugitivos durante los largos años
de combate insurgente, se convertía en un bullicioso punto de encuentro entre
aquel viejo activismo clandestino y grupos de jóvenes rebeldes que,
progresivamente, se incorporaban a las organizaciones políticas recién
legalizadas. La oleada de clientes que a diario acudían a la taberna
subterránea fue un motivo de peso para que el tabernero se viese obligado a
contratar personal de apoyo. Una tarde, sentados en una de las mesas, Carlos,
Carolina y Gundemaro Seisdedos, pactaban un acuerdo para que la pareja
trabajase allí en horario de tarde y noche, cuando la taberna experimentaba su
mayor actividad. La jornada laboral de Carolina comenzaría al mediodía;
Carlos se incorporaría a la cocina una vez que terminasen sus clases en la
aldea. A partir de las seis de la tarde comenzaba a descender al subterráneo
una bulliciosa y entusiasta clientela, en búsqueda ansiosa del vino, el coloquio
y la consigna. En una inacabable tertulia, El Periscopio se transformaba,
entonces, en un debate de discusión permanente para la transformación social.
Mientras Gundemaro y Carolina atendían las mesas, Carlos, en la cocina, se
encargaba del suministro alimenticio para que aquellos apasionados activistas
no desfallecieran en medio de sus acalorados y profundos debates.
−Que guardado te lo tenías; en casa no me has mostrado esas cualidades;
ha sido una sorpresa; no sabía que fueses tan buen cocinero −halagaba
Carolina a su compañero, tras la felicitación enviada desde las mesas.
−Viví sólo durante años y aprendí a cocinar por solitaria necesidad: burro
cargado busca camino, ya sabes… Durante la dictadura no había podido
demostrarte mis habilidades, pero la democracia también ha llegado a la
cocina. Cuando estábamos huidos sobrevivíamos a base de pan, huevos duros
y latas de sardinas, ya sabes…, no había lugar para otras exquisiteces –alegó
Carlos.
El trabajo era intenso, la taberna, en muchas ocasiones, cerraba de
madrugada. Algún fin de semana la pareja regresaba a la casa con las primeras
luces del amanecer. Carlos se acostumbró a escuchar, casi a diario, la pregunta
de Carolina sobre el dinero para los pasajes.
−Tranquila, nos quedan tres meses de trabajo –aclaraba Carlos, que de
forma metódica llevaba el recuento de los ahorros.
Pasó el invierno y, en medio de una luminosa alfombra de rojas amapolas,
brotó la primavera. Comunicarle a Gonza que aquella iba a ser la separación
definitiva sería el trago más duro y difícil, pero lograron dar con la fórmula
para que el muchacho superarse el trago. Por fin llegó el duro momento de las
despedidas.
Desde las ventanillas del coche, una explosión de colores vegetales se
hacía visible entre los claros intermitentes de las acacias. El vehículo circulaba
despacio, como queriendo mostrar los últimos retazos del exuberante valle que
durante tanto tiempo los había acogido. Mientras quedaban atrás las altas
montañas de nieves perpetuas, todo el entorno parecía convocado para
despedirlos. Un esplendor de floridos ramajes parecía extenderse para
engalanar los cerros cercanos. Desde las estribaciones de las laderas se
descolgaba un tembloroso latido de cascadas, descargando suaves lagrimeos
sobre los torrentes del deshielo. Abandonaban el valle por la carretera de tierra
que discurría en paralelo al río; una hora más tarde estarían en el aeropuerto.
Tras los trámites de rigor frente a los mostradores, el avión despegó en
medio de un inesperado e intenso aguacero. Pronto superarían la altura de
nubes que descargaba la tormenta. Cuando el aparato adquirió la velocidad de
crucero, un sol centelleante comenzó a calentar las ventanillas para alivio de
los pasajeros. Carolina tomó las manos heladas de Carlos: eran opuestos en
temperatura corporal; durante los inviernos, era ella quien le suministraba
calor a través de su cuerpo, eternamente cálido. Los nervios provocados por el
miedo a volar habían dejado en él un sudor de inquieto nerviosismo. Las
manos templadas de Carolina lo ayudaron a serenarse.
−Son casi tres horas de vuelo; trata de dormir –murmuró Carolina.
Le habían cedido a Gonzalo el asiento de la ventanilla; el chico estaba
absorto, atrapado por la fascinante superficie de algodón.
−¿Qué te parece ese colchón de espuma, Gonza? –preguntó Carlos, ya
recuperado de la ansiedad.
−Es como andar por encima del cielo –contestó el muchacho.
−El avión es una de las grandes invenciones humanas –discurrió el maestro
− pero también se puede volar sin subirse a ningún aparato, lo que es aún más
impresionante –afirmó.
Gonza lo observó entornando los ojos, como tratando de descifrar un texto
ilegible, hasta que captó el sentido de la frase:
−Ya…, con los libros, pero en un avión sólo se puede volar alguna vez…
−Cierto, pero lo bueno del asunto es que con un libro se puede volar gratis,
y desde el momento en que uno quiera –reveló observando al chico, quien,
absorto en la contemplación de las nubes, había girado nuevamente la cabeza
hacia la ventanilla.
Rememoró aquel encuentro de la aldea, en el que había intentado
despedirse del muchacho: el momento propicio se le había presentado cuando
una tarde, Gonza bajaba desde la cumbre conduciendo un pequeño rebaño de
ovejas. Invitándolo a sentarse junto a una pared derruida y adornando las
frases con justificaciones y obligaciones de fuerza mayor, le había dado la
temida noticia. Recordaba, nítidamente, la veloz carrera que Gonza
emprendió ladera abajo, olvidado del rebaño que quedaba atrás y envuelto en
un llanto desconsolado. Decidió no seguirle; se quedó allí, bajo las últimas
luces de la tarde, impactado por la reacción del muchacho, hasta quedar
envuelto por las sombras de la noche. Obligado a la recuperación del rebaño,
Gonza regresaría en la penumbra alumbrándose con una linterna, triste y
cabizbajo, para reunir a las dispersas ovejas que había dejado atrás. Lloroso,
serio y distante, no pronunciaba palabra, sólo azuzaba a Landa para que lo
ayudase a reagrupar a los animales. Durante los siguientes días dejó de asistir
a la escuela; se pasaba las horas encerrado en su habitación, negándose a
comer y sin querer hablar con nadie. Todos estaban muy preocupados por
aquel aislamiento, hasta que a Carolina se le ocurrió la idea de buscar la
solución junto a los padres del chico. Retrasaron el viaje unas semanas para
seguir trabajando en la taberna, y, cuando sumaron una cantidad extra,
llamaron a la agencia para reservar otro pasaje de avión. Una tarde
compartieron los saltos de júbilo del muchacho cuando le dieron la noticia de
que podía viajar con ellos: terminarás el curso en nuestro pueblo y regresarás
con tus padres el próximo año, le anunció Carolina.
Sosegado en la evocación de esos recuerdos y satisfecho por la decisión
tomada con Gonza, el maestro sintió la llegada del sueño, recostó el asiento
hacia atrás y se dispuso a pasar el resto del viaje abstraído con la melodía
clásica que sonaba en el avión. Carolina llevaba rato absorta en la lectura de
un libro. Gonza seguía atrapado por las nubes; esta vez no se perdía detalle de
las variadas tonalidades del crepúsculo. Con la noche ya cerrada, bajo una fina
cortina de lluvia, el avión aterrizó entre densos y gélidos nubarrones de niebla.
Alquilaron un taxi en las puertas de la terminal y se dirigieron al pueblo
atravesando los ramales neblinosos de la oscura carretera. Ya en las calles, el
trayecto les obligó a pasar frente a la casa que, años atrás, Carolina había
compartido con Emiliano. En otras condiciones, aquel recuerdo la hubiese
afectado, pero su reciente pasado militante y la dureza del combate clandestino
la colocaban por encima de simples debilidades insustanciales. Fortalecida por
los rigores de la batalla, nada quedaba de aquella mujer, frágil y temerosa, que
había vivido bajo el poder de un hombre oscuro y despiadado.
Encarna descolgó el teléfono:
−Mamá, hemos llegado…
−¡Hija!, pero… ¿dónde? …
−En el hostal del pueblo; sólo por esta noche hemos decidido alojarnos
aquí. Es muy tarde y no queríamos presentarnos en casa sin saber si estaría
papá…; no sé cómo nos va a recibir… Deseo tanto abrazarles..., ver a mi
pequeña…; estará dormida, supongo…
−¡Hija!..., tu padre regresó de Soria hace mucho tiempo…, pero está
deseando verte…; sabes que tenemos camas libres…
−Mamá, no estoy sola… tú sabes…
−Tu padre también sabe hija…, no temas…; él ha cambiado mucho…
−Quiero ver a Lucía… ¿tú crees que?...
−Puedes venir. La niña duerme, pero, en una ocasión como ésta…; además
no me podría quedar tranquila sabiendo que estás en el pueblo…; estaría
desvelada toda la noche ¡Voy a buscarte! Espérame en la puerta del hostal.
Encarna corrió hacia el hostal con la sensación de que iba en volandas de
una anhelada nube de ilusiones: Han sido cinco años de espera. ¿Cómo
encontraré a mi hija? ¿Dispondré de tiempo suficiente para compensar tanta
ausencia; podré contarle todo lo que nos ha pasado? ¿Conseguiré saber toda su
historia de huidas y sinsabores?
Llegó fatigada al hostal. Carolina aún no estaba en la puerta. He venido
muy deprisa; no ha tenido tiempo de bajar, se lamentó. Antes de entrar se
tomó unos segundos para recuperar el aliento y apaciguar su corazón
desbocado. De pronto, la bella imagen de su hija, con el cabello suelto, vestida
con una gruesa chaqueta y pantalón de lana oscura, apareció enmarcada en la
puerta del hostal. Sintió que su corazón se aceleraba de nuevo al ver cómo,
con los brazos abiertos, Carolina se le acercaba iluminada por una sonrisa.
Durante el largo abrazo, Encarna no pudo reprimir un sonoro llanto. De los
ojos de Carolina no brotaban lágrimas; los rigores de los últimos años la
habían hecho resistente a las emociones, pero el tibio calor que desprendían
los brazos de su madre, su perfume de azahar, sus besos de tomillo, la
trasladaron a los lejanos años de la infancia, cuando buscaba el calor sus
brazos protectores. Junto a ese recuerdo, en silencio, densas lágrimas
comenzaron a deslizarse por las mejillas de Carolina, como gotas de lluvia tras
una larga sequía.
−Hija: pueden dormir los dos en casa; hay sitio de sobra…
−Sólo yo me iré contigo esta noche, mamá; Carlos y Gonza se quedarán
esta noche en el hostal; mañana ya veremos…
−¿Gonza?
−Es un chico de la aldea donde vivíamos, un alumno muy querido por
Carlos. Nos ganó el corazón. No fuimos capaces de dejarlo atrás…, pasará el
resto del curso con nosotros.
−¡Hay sitio para todos en casa!…
−¿Tú crees que papá?...
−Tu padre es otro, hija, no lo vas a reconocer.
Caminaban hacia la casa aprovechando todos los bancos del trayecto,
combinando pasos y palabras para desgranar un impaciente relato de mutuas
confidencias, la dispar narración de acontecimientos almacenados durante una
larga ausencia. Cuando ya estaban frente a la puerta de la casa, Carolina hizo
una pregunta inesperada:
−¿Qué sabes de Emiliano, mamá? Seguramente continuará igual… atado al
vino de la taberna, tan mezquino y miserable como siempre, supongo… Su
recuerdo ya no me atormenta, pero desearía no tenérmelo que encontrar…
Carolina captó un cambio en la expresión de su madre, que, con un gesto
de la mano, aplazaba el tratamiento de aquel asunto.
−No es lo que te imaginas…; no es lo que viviste…; hablaremos…; es
muy largo de contar −musitó su madre, al fin.
Encarna giró la llave para entrar en la casa mientras el reloj de la iglesia
anunciaba la una de la madrugada. El salón estaba iluminado. El ruido de la
puerta sacó a Victorino de su concentración. Desde el sofá levantó la vista del
libro que sostenía y se encontró con la mirada insegura de su hija. Había
sustituido las muletas por un viejo bastón de roble y, con cierto esfuerzo, se
levantó. Carolina percibió que el rostro de su padre no reflejaba la grave
severidad de antaño. Sin pronunciar palabra, ya frente a ella, el viejo
funcionario dejó de apoyarse en el bastón para abrazarse a su hija. Al tiempo
que respondía a su abrazo, la joven retornó a un remoto pasado de su niñez
para recordar las calurosas despedidas, las anheladas caricias y abrazos de su
padre durante sus frecuentes traslados como funcionario. Esta vez, Carolina no
pudo reprimir sus emociones y estalló en un clamoroso llanto. Descubrió que
su padre en silencio, también lloraba. Encarna, con los ojos encharcados,
observó dichosa.
−Bienvenidas todas las lágrimas mientras sean de felicidad –dijo mientras
se sentaban.
−Papá, dime algo. Aún no me has hablado.
−No he tenido tiempo hija; deja que me recomponga –susurró Victorino
mientras sacaba su pañuelo−. Me estoy haciendo viejo; antes sólo lloraba de
rabia −carraspeó.
−Las lágrimas de rabia son las que nos separaron, papá…, y esas distancias
impuestas sólo nos han dejado el dolor…; pero no nos pongamos tristes, ahora
sólo quiero disfrutar de este momento… Sólo me falta Lucía; ¿dónde está mi
hija?…
A través del pasillo Encarna condujo a Carolina hasta el dormitorio de la
niña; Victorino caminaba detrás, ayudándose del bastón. Encontraron a Lucía
levantándose; los ruidos y voces, tan inusuales en las silenciosas noches de
aquella casa, la habían despertado. Mientras esperaba para entrar, Carolina se
observó a sí misma en una fotografía dentro de un marco sujeto a la pared,
lateral a la cama de la niña. Había visto otra en un portarretratos del salón.
Cuando Encarna entró en la habitación, Lucía vestía una larga bata azul de
dormir y buscaba las zapatillas bajo la cama. Aun no era consciente de que su
madre iba a aparecer detrás de su abuela.
−Lucía, alguien ha venido a verte…, −avisó la abuela mientras se hacía a
un lado.
La niña observó expectante y, al reconocer a su madre, corrió hacia ella
para abrazarla. Carolina la acogió en sus brazos y comenzó a besarla.
−¡Mamá, has venido!
−Sí, mi amor, ¡mamá por fin está aquí!, y ya no volverá a dejarte –la
abrazaba y besaba, una y otra vez.
Los abuelos, emocionados, contemplaban felices la escena. De nuevo, las
lágrimas volvían a sus rostros.
Regresaron al salón. Lucía se sentaba sobre las piernas de su madre.
Ambas disfrutaban al calor de las caricias.
−¡Deja que te vea, mi amor! −Situó a la niña de frente para comprobar
cómo se había acentuado su herencia: el cabello largo y ondulado, junto a la
nariz y la boca de trazos suaves y delicados, conjugaban perfectamente con
una dulce mirada de permanente sonrisa. Un difuso hoyuelo en la barbilla
cuando sonreía, y el color verde miel de sus ojos ajados, eran los rasgos
heredados de su padre.
−Es conveniente que la niña no asista a clase hoy −sugirió Encarna−, es
muy tarde, y con tantas emociones no va a descansar bien. Por la mañana me
acercaré a la escuela para justificar su falta.
−Es lo más conveniente –ratificó Carolina−, su ausencia estará más que
justificada.
−¡Pero papá dijo que me iría a recoger a la salida del colegio! –avisó la
niña.
Se hizo un silencio fúnebre. Carolina dirigió a sus padres una mirada de
hielo. Su semblante relajado se transformó, de pronto, en un rictus de crispada
alarma. Fue Encarna quien buscó salida a la inesperada tensión.
−Bueno… Lucía…, debes irte a dormir; −avisó−; tenemos que hablar
muchas cosas con mamá. ¡Vamos, tesoro, te acompañaré a la cama! –exclamó,
tomando a la niña de la mano.
−¡Papá!, ¡no entiendo nada!; ¿qué significa ésto? –interrogó Carolina a su
padre cuando se quedaron a solas− ¿Es posible que a estas alturas ese acosador
continúe molestando? –inquirió.
−Paciencia, hija… durante tu ausencia han ocurrido muchas cosas; te
aconsejo que vayas preparándote para algunas sorpresas. Pero hablemos en
presencia de tu madre… Voy a preparar café. Nos queda una noche muy larga
por delante…
La noche fue tan larga como la historia que escuchó Carolina. Un extenso
relato que Encarna comenzaría a partir de aquel episodio en el que, machete en
mano y atrincherada en la tienda, se enfrentó a la policía para que la niña no le
fuese entregada a su padre. Le narró su agresión al guardia con el machete y su
posterior condena de cárcel. Relató su paso por la prisión del Perpetuo
Socorro; el dolor de la soledad y, sobre todo, el suplicio de saber que, mientras
ella estaba encerrada, Emiliano mantenía a la niña secuestrada. A continuación
intervino Victorino para explicar a su hija los detalles de su apresurado regreso
de Soria ante el encarcelamiento de Encarna, incluyendo el episodio de su
agresión al director de la cárcel en la que estaba destinado por su negativa a
concederle permiso para regresar al pueblo, agresión que le costó su expulsión
del cuerpo de funcionarios de prisiones. Encarna le habló a Carolina de
Milagrosa, explicándole el valioso papel que la maestra había tenido y su vital
aporte al proceso de aprendizaje de padre e hija. Describió, a partir de ahí, la
progresiva transformación de Emiliano, dirigido por la orientación de
Milagrosa y el apoyo de Lucía, que continuamente lo animaba a estudiar.
Detalló el eficaz plan de estudio elaborado por la maestra para que Emiliano
fuese alimentando su sorprendente vocación literaria; una pasión lectora que
había asombrado a todo el mundo, incluido a él mismo, desconocedor de que
llevaba ese impulso en su interior.
−Devora todos los títulos que Milagrosa pone en sus manos. Ha leído una
gran cantidad de tomos, incluidos los que tú escondías y que te dejaste atrás
cuando te fuiste −le reveló Encarna a su hija.
Carolina escuchaba en silencio. Su rostro reflejaba la huella de la sorpresa.
Seria y concentrada, se asombraba ante cada detalle del relato.
Encarna continuó confesando sus escarceos con el alcohol por su
incapacidad para asimilar la nueva relación entre Emiliano y su hija,
convencida de que aquel hombre engañaba y utilizaba a la niña para sus fines
egoístas. Admitiría que aquel rechazo comenzó a desaparecer desde que
Emiliano permitió que Lucía regresase a vivir con ellos. Luego llegarían los
sobresaltos provocados por el accidente de Victorino, con la caída del vehículo
al barranco, las secuelas de aquellas lesiones, de las que aún estaba
convaleciente, y el papel jugado por Emiliano en la recuperación del negocio
familiar, al ofrecer su camioneta para sustituir a Victorino en el abastecimiento
periódico de la tienda. Encarna terminaría confesando a su hija la profunda
desconfianza que hasta poco tiempo antes había mantenido hacia Emiliano, un
rechazo que se fue transformado en sincero afecto, al ver cómo afloraban en él
cualidades humanas desconocidas, desapareciendo los rasgos negativos de
aquel oscuro individuo que tanto mal había causado.
−Desde mi juventud –reflexionó Encarna− escucho esa expresión de que
sólo el amor transforma, pero siempre pensé que era otra bonita oración para
tarjeta navideña o un intento de embeleso para amantes sin imaginación.
Estaba equivocada. Nunca pude imaginar con qué claridad se iba a cumplir esa
frase ante mis propios ojos. El fervor que siente ese hombre por su hija
sobrepasa lo imaginable. Vive para ella; busca cualquier ocasión para tenerla a
su lado y se despiden como si fuese por un largo periodo. Es un amor
recíproco; lo que siente Lucía por su padre es auténtica devoción. En sus
manifestaciones de afecto todos los demás quedamos relegados a un segundo
plano. Es una unidad amorosa que va más allá de los gestos. Cuando están
juntos se consagran a las caricias y los besos. Nunca he visto nada igual.
−¡Dios mío!, ¡cuántas cosas han ocurrido en mi ausencia! −exclamó
Carolina− y yo que me consideraba única víctima familiar del desamparo.
Ahora agradezco mi aislamiento clandestino; si hubiésemos mantenido
comunicación no habría soportado el dolor de saber que mi madre estaba en la
cárcel, mi hija secuestrada y mi padre represaliado por acudir en auxilio de mi
madre. Me siento admirada por esa demostración de coraje. Me alegro de no
ser la única combatiente de la familia –Carolina se levantó para abrazarles−.
En cuanto a todo lo que escucho sobre Emiliano… no sé qué decir –murmuró
−, dime que no me estás narrando un sueño, mamá…, no te creo capaz de
engañarme, pero esa historia sobre él… me resulta tan irreal…, parece que me
hablas de otro hombre…
−Y así es, hija, es otro hombre...
−Durante estos años mi fe religiosa ha perdido todo su vigor –afirmó
Carolina−; hoy me siento lejos de aquellas devotas sesiones a las que íbamos
juntas los domingos… Aunque admita que se ha producido ese milagro que
me cuentas no han desaparecido los amargos recuerdos que tengo de él. Si su
transformación es real me alegraré por él y por el bien de mi hija. No dudo de
los sentimientos de Lucía hacia su padre, a esa edad no se fingen los
sentimientos, pero espero que Emiliano no esté representando una mentira.
Ojalá sea cierto que se ha reconstruido a sí mismo.
−Te comprendo, hija. Durante mucho tiempo tuve las mismas dudas.
Ciertamente debes hablar con Emiliano, pero…, tal vez no es el momento, tal
vez te afecte el recuerdo de los traumas vividos con él. Igual no estás
preparada…
−¿Preparada? Mamá, en estos cinco años me ha ocurrido de todo: he
pasado hambre y frío en una mina de las montañas; he burlado a la policía
camuflada entre trigales y graneros; tuve que saltar de un tren en marcha
cuando me buscaban entre los vagones; me oculté en una cueva submarina
rodeada de tentáculos y rejos; durante meses sobreviví en un faro a base de
pescado crudo; soporté con angustia la certeza de que torturaban a Carlos en
comisaría… Estoy vacunada contra todo tipo de espanto, mamá. Me urge
hablar con Emiliano. Quiero comprobar por mí misma si es cierta esa
metamorfosis de la que me hablas…
−Estoy de acuerdo contigo. No hay nada como la propia experiencia
cuando se quiere descubrir una verdad –apuntó Victorino−. No tendrás
problema para verlo, Emiliano pasa por aquí a diario para llevarse a Lucía de
paseo y suelen acudir todas las tardes a Los Nogales, aquel camino por el que
paseabas… En ocasiones recoge a la niña directamente en el colegio, como
tiene previsto hacer hoy.
−Ya que la niña no va a estar hoy en el colegio acudiré a la salida de clase
para avisar a su padre que no la espere −planeó Encarna−. De paso le diré que
tú has regresado… –dijo indecisa, buscando con la mirada la aprobación de su
hija.
−Dile que tengo interés en hablar con él, mamá. Los Nogales puede ser un
buen lugar para encontrarnos; compartiremos el paseo con la niña…; tal vez
mañana… Ahora… necesito descansar. Con la cabeza fresca pensaré con más
claridad; me siento agotada por el viaje y por esta larga noche. Carlos y Gonza
habrán dormido sin problema en el hostal, pero yo necesito recuperarme… me
voy a la cama. Cuando despierte pasaré por allí para recogerlos –murmuró
arrastrando las palabras, vencida por el cansancio. En la torre de la iglesia
comenzaron a sonar las seis de la mañana.
Durante las dos horas siguientes la casa permaneció en silencio. A las ocho
de la mañana las clientas más madrugadoras se encontraron un cartel en la
puerta de la tienda: Por causas familiares de fuerza mayor, la venta estará
cerrada durante el día de hoy.
Encarna tenía previsto levantarse a tiempo para acudir a la escuela y
justificar la ausencia de la niña, además de avisar a Emiliano para que no la
esperase.

XXIV

Emiliano se sorprendería de encontrarse con Encarna en la puerta de la


escuela. Ella lo había localizado entre el grupo de padres que esperaban la
salida de sus hijos y se le aproximó por la espalda:
−No esperes por tu hija, Emiliano: hoy no ha venido a clase.
Él se alarmó.
−¿Qué ha pasado? ¿Está enferma Lucía?
−Decidimos que no viniese hoy a la escuela. Ha dormido muy poco esta
noche…
Emiliano seguía sin comprender.
−¿Se ha caído? ¿La han llevado al médico?
−Emiliano, debo darte una noticia: Carolina regresó anoche y está
durmiendo en casa. La niña se desveló. Está feliz, pero alterada por la emoción
del reencuentro. No descansó lo suficiente. Decidimos que hoy no viniese a
clase.
El rostro de Emiliano fue cambiando de color, hasta alcanzar el tono gris
pálido del papel. Tras un titubeo, acertó a balbucear una frase.
−¿Está… bien… ella…, quiero decir…, llegó bien tu hija?
−Sí, Carolina llegó bien. Está fuerte. Con más experiencia a sus espaldas.
−Bueno… Encarna… me voy… esta tarde no pasaré a recoger a Lucía…
dejaré que disfrute de su madre…−dijo, con un débil susurro entrecortado.
−¡Espera Emiliano! –Encarna alzó la voz cuando él ya se alejaba−,
¡Carolina quiere hablar contigo; quiere aprovechar uno de tus paseos con
Lucía por los Nogales!
Sin girarse del todo, acuciado por una prisa repentina, Emiliano no
contestó, se introdujo en el vehículo, arrancó y se despidió de Encarna con un
gesto de la mano. La camioneta se alejó por las calles, a mayor velocidad que
la acostumbrada.
Carlos se reunió con la dirección del centro escolar, donde había impartido
clases años atrás, y tramitó la solicitud para incorporarse de nuevo a la
plantilla de maestros. La demanda de matrículas había aumentado y se habían
realizado obras de reforma. El colegio no se parecía en nada a la escuela
unitaria en la que él, antaño, había dado clases. Tras una prueba de nivel,
Gonzalo fue matriculado en un curso superior al que le correspondía por edad.
Acudió feliz al primer día de clase. Su carácter tímido fue un freno inicial,
pero, a partir del tercer día, fue integrándose con el resto de alumnos. También
se apuntaría al equipo deportivo local; el fútbol era otra de sus pasiones.
Aunque el chico fuese unos años mayor que ella, a Lucía se la veía radiante,
feliz al saber que tendría un compañero con el que compartir el trayecto hacia
el colegio y juegos en la casa.
Carolina empleaba el tiempo tratando de compensar la larga ausencia de
sus años clandestinos; ayudaba a su madre en la venta y se esforzaba por
afianzar la nueva relación con su padre, con el que mantenía largas
conversaciones en el salón, además de acompañarlo a caminar por la acera
para que fuese fortaleciendo sus piernas. Carlos y Gonzalo también dormirían
en la casa. El primer día Victorino protestó:
−Pero hija, ustedes no están casados ¿Cómo van a compartir la misma
cama?
−¡Papá! ¿A estas alturas?... ¡Carlos y yo llevamos cinco años durmiendo
juntos!
Victorino calló.
Lucía preguntaba continuamente por su padre, pero pasaban los días y no
llegaban noticias de Emiliano. La última vez que Encarna había hablado con él
fue en la puerta del colegio, al día siguiente de la llegada de Carolina.
Una tarde, Martín el Coyote se presentó en la tienda con un recado de su
amigo.
−Buenas tardes, don Victorino. Vengo a decirle que Emiliano está enfermo
y no podrá seguir yendo a la cooperativa a buscarle suministros pa´ la tienda.
Me ha encargao a mí que lo sustituya de momento…, si a usted no le importa.
−¿Qué le pasa a Emiliano?
−La verdad, no sé muy bien… pero lo veo como desnutrío en el ánimo;
arrugao…, como que no quiere salir a la calle…
−¡Vaya por Dios!.., transmítale mis saludos. Espero que se recomponga.
Con gusto acepto que sea usted quien vaya a la cooperativa.
Tras mucha insistencia por parte de su amigo Emiliano, el Coyote había
aprobado el carnet de conducir. Después de unos años de distanciamiento, los
dos amigos habían reiniciado aquella vieja relación de amistad y, durante gran
parte de su tiempo libre, el antiguo compañero de parrandas acompañaba a
Emiliano en sus trabajos con la camioneta, convirtiéndose en un valioso
ayudante cuando las cargas eran voluminosas y pesadas. Cuando se le
presentaba a Emiliano cualquier contratiempo, era el Coyote quién lo sustituía
como chófer. Martín Sandoval disfrutaba conduciendo; se sentía valorado, con
la seguridad de quién ha recuperado la autoestima. Gran parte de aquel éxito
se lo debía a su amigo Emiliano.
Habían pasado ocho días desde el regreso de Carolina y Emiliano seguía
sin aparecer. Acostumbrados a verlo a diario, cuando pasaba a recoger a la
niña, Encarna y Victorino se extrañaban de aquella prolongada ausencia.
Parecía lógico que la causa fuese la enfermedad que el Coyote anunciaba,
pero, aún así, resultaba insólito que no diese señales de vida. Lucía, de forma
continua, reclamaba ver a su padre.
−¿Cuándo puedo ver a mi papá?; ¡yo quiero ir a su casa!
Ante la insistencia de la niña, Carolina accedió.
−No te preocupes mi amor, yo te acompañaré a ver a papá –la tranquilizó.
Eran las cinco y diez de la tarde cuando Carolina, acompañada de su hija,
se situaba frente al portón de la casa que durante más de cuatro años había
compartido con Emiliano. Llamó suavemente con los nudillos y esperó unos
segundos, pero nadie respondió. Volvió a golpear con fuerza, esta vez
descargando la palma de la mano sobre la madera, pero sólo había silencio en
el interior. Madre e hija se miraron inquietas. Cuando comenzaban a dar por
hecho que no había nadie en la casa, Carolina oyó pasos a través del patio;
unas pisadas que le resultaron conocidas. Se oyó girar la cerradura y la puerta
se abrió. Enmarcado por el umbral asomó el rostro pálido y somnoliento de
Emiliano, poblado por una barba de varios días. A modo de saludo, ella esbozó
una leve sonrisa. Después de varios años de ausencia, Emiliano se presentaba
ante ella con expresión extraviada y los ojos entornados, propios de quien se
acaba de despertar.
−Hola ¿Dormías? −fue la pregunta de Carolina.
−Casi –carraspeó él− estaba leyendo en la cama y me quedé…
traspuesto… −susurró, con los ojos achinados.
La niña se acercó para abrazarse a su cintura.
−¡Papá!, ¿por qué no has ido a buscarme?
Emiliano, en estado hipnótico, no atendía a su hija. Apenas reaccionaba.
Sólo miraba fijamente a Carolina. Permanecía estático, paralizado por la
sorpresa. Carolina decidió romper el hielo.
−Bueno… Lucía y yo hemos venido a investigar… llevas días
desaparecido… Martín el Coyote nos dijo que estás enfermo, o algo así…
pero… ¡Oye!: ¿nos vas a tener todo el tiempo retenidas en la puerta?
−Perdona…–se apartó de golpe− es que llevo unos días… es la primera
vez que asomo la cabeza a la calle después de una semana… he estado…
como sonámbulo… y…, sin ganas…
−Espero que mi regreso al pueblo no sea la causa –susurró Carolina con
una leve sonrisa.
−No… es que he estado… desganado −contestó azorado.
−Eso es un bache en las emociones… También lo llaman depresión… En
esos casos lo peor es quedarse en casa. Debes salir a que te dé el aire…
−apuntó Carolina.
No sabía cómo actuar. Torpemente, a modo de saludo, ofreció su mano a
Carolina y, de inmediato, reconoció la delicada caricia del contacto, la tierna
suavidad de sus dedos, la cálida temperatura de su piel. Ella interpretó aquel
saludo como si acordasen sepultar un pasado; como si estuviesen sellando un
pacto para enterrar viejos dolores. Él no lograba superar el desconcierto.
Observaba que Carolina era otra mujer; con otra disposición; con un aire más
decidido y resuelto.
Entraron en la salita del fondo donde, antaño, Carolina se refugiaba para
leer. Emiliano había decidido seguir dándole aquel mismo uso. La pequeña
biblioteca estaba adornada con motivos literarios y pictóricos. Una
reproducción de La Gioconda se destacaba sobre la estantería central;
reproducciones de pinturas impresionistas adornaban las paredes y algunas
fotografías de escritores, como Borges, Cortázar y Unamuno, se repartían en
portarretratos colocados sobre los estantes. Una mullida alfombra, cubriendo
todo el piso, le daba calor y acogida al reducido espacio. Carolina se acercó a
la atestada librería para ojear algunos títulos. Él la siguió con la mirada. Lucía
se había sentado en el suelo para recrearse con algunos de sus tomos favoritos,
una colección de cuentos y fábulas con llamativas ilustraciones del mundo
animal.
Como único asiento, en un rincón de la pequeña sala, destacaba una gran
mecedora de mimbre, salvada del fuego una noche de San Juan, y que
Emiliano había reparado y barnizado para usarla como diván de lectura. Salió
para regresar con otra silla, invitó a Carolina a ocupar la mecedora y se sentó
frente a ella, de espaldas a la estantería principal. Carolina se recreaba
observando los estantes.
−Buena colección. Reconozco varios títulos. Si no me equivoco, algunos
de ellos llegaron a ser míos. Aunque ahora pienso que la propiedad privada no
debe incluir a los libros; una vez leídos deben pasar a manos de quien los pida,
como el testigo en una carrera de relevos. ¿Qué tal esas lecturas? Cuéntame tu
experiencia…
La actitud relajada de Carolina transmitía sosiego; progresivamente,
Emiliano iba recuperando la serenidad. Antes de que la prudencia lo frenase,
se lanzó:
−Escucha Carolina: han pasado muchas cosas desde que te fuiste…
−susurró desplazando el cuerpo hacia el respaldar de la silla−. Con el paso de
los años se fue diluyendo mi sentimiento de culpa y con ayuda de Milagrosa
he hecho esfuerzos por mejorar, pero cuando Encarna me anunció tú llegada
quedé paralizado por el pánico, como si de golpe tuviese que rendir cuentas
por un pasado nefasto. De pronto me sentí roto, sin energía… y me encerré
aquí, sin querer ver a nadie… Nada de aquel recuerdo me ayuda. Sólo me
salva la certeza del pasado reciente. Volví a nacer a partir de tomar conciencia
de que tenía una hija y con la llegada de Milagrosa a mi vida.
−Sólo he venido a que me hables de esa experiencia reciente. La otra
lleva años enterrada; no debes temer. No se puede guardar rencor hacia
alguien que ya no existe. Mis padres hablan maravillas de ti. Confieso que en
un principio dudé, pero todos los testimonios coinciden. Por lo visto estoy
frente a una nueva persona a quien no tengo el gusto de conocer. He venido a
eso, a saludar al nuevo Emiliano, además de acompañar a tu hija, que lleva
días reclamándote...
−Sí, ya veo: esta muchachita consigue lo que se propone −dijo mirando a
Lucía, que levantó la vista del libro para regalar a su padre una sonrisa
cómplice−. Junto a Milagrosa, Lucía ha sido mi profesora. En gran parte es la
responsable de que haya aprendido a leer…
−Y dicen que desde entonces no has parado. Me cuentan que te has
convertido en un empedernido lector.
−Digamos que sólo en un lector –susurró.
−¿Has leído todos estos libros?
−Todos; algunos, dos veces.
−También se disfruta con las segundas lecturas… y terceras… como
aquella época en la que tenía muy pocos libros y casi me veía obligada a
recitar párrafos de memoria…–Carolina captó la incomodidad de Emiliano−.
Disculpa, fue un desliz. Sé que no quieres hablar de aquellos años…
−Sí, recuerdo bien aquella… maldita et… −dijo sin poder terminar la frase;
un rígido garfio atenazaba su garganta.
Sulki, reclamando juegos con Lucía, entró moviendo el rabo con una
pelota en la boca. La niña salió al patio a jugar con él.
Carolina trató de aportar mayor calidez al encuentro.
−Todas las personas con las que he hablado y te conocen me hablan de tu
evolución. Tu hija te adora… Cuéntame: ha tenido que ser una experiencia
única aprender de adulto, introducirte, casi de golpe, en el mundo de las
letras… ¿Qué se siente, Emiliano?
−No bastan las palabras…; cuesta definirlo… −susurró él−. Sólo puedo
decirte que… es cómo una cárcel…; eso es lo que experimenté, que abría las
puertas de mi propia cárcel… Pero cualquiera puede evolucionar; en realidad
venimos a la vida para eso. Sólo hace falta que se den las circunstancias que lo
propicien; poder contar con la ayuda de alguien y tener la firme voluntad de
llegar a la meta. En mi caso se dieron esas condiciones, pero con un añadido:
la ayuda y vigilancia de mi hija, que no me permitió ni un abandono. Después
de cualquier trauma personal aparece siempre una encrucijada de caminos, y
de nosotros depende escoger la ruta adecuada. Yo tuve la fortuna de acertar en
la elección, pero la vida es un permanente esfuerzo de conquista, un camino en
el que siempre aparecen aliados y enemigos, por tanto la lucha no acaba. Yo
estaba cautivo en una cárcel con aparente libertad física, pero confinado entre
rejas mentales, que es la peor de las prisiones. Esta sociedad de privilegiados
fomenta el conocimiento de una élite y condena a los súbditos a la oscuridad
para que no se rebelen. La ignorancia es la más triste de las condenas, y de ella
sólo nos puede rescatar la rebeldía… No soy un caso único: en estos días se
habla mucho de un preso que era analfabeto, víctima del abandono y el
maltrato, que estudió en la cárcel y ahora es abogado.
−Sí, conozco el caso, pero… esas circunstancias de las que hablas…
−musitó Carolina.
−Cómo sabes, mi padre abandonó a la familia cuando se marchó a Cuba.
El vacío que dejó fue el origen de nuestra indigencia, pero no sólo se trató de
hambre física, también impidió otros desarrollos; aquel abandono fue el origen
de otras miserias... Cuando la mente sólo está ocupada en enfrentar el hambre
quizá pueda calmar las penurias físicas, pero no puede evitar otras formas de
muerte. Vivir no es durar, como dice mí admirada Milagrosa.
−De tu padre conozco poco…, algo me dijiste al poco de casarnos…, pero
nunca volviste a hablarme de él; ese era otro de tus secretos −recordó
Carolina.
−Aparte de que nos había abandonado, yo no sabía demasiado sobre él,
pero, precisamente, días atrás estuve hablando con un hombre, Quintín
Rosales, que coincidió con él en Cuba.
−¿Y que te contó?
−Quintín dijo que mi padre murió ciego; abandonado y en la indigencia;
como una triste alegoría de lo que fue su vida. Se ahogó cruzando un río, en
medio de una tormenta. Un final terrible, el triste epílogo de una existencia
desgraciada.
−¿Dices que su abandono fue el origen de otros vacíos?…
−Así es, pero los reveses son el motor de la vida. La adversidad es una
oportunidad, aunque no resulte fácil descubrirlo –sentenció−. El abandono es
la madre de la indolencia. Yo bajaba diariamente al campo de batalla, pero no
para luchar, sino para aceptar la derrota. Cada visita a la taberna era una
capitulación; el resultado era una vida vacía, sin sustancia. Era lógico que me
abandonases. Destruí el horizonte que teníamos frente a nosotros; actuaba
como si no te necesitara. Era mi propia miseria la que me llevaba a considerar
que sólo debías estar a mi servicio, pero, cuando fui consciente de tu ausencia,
miré en mi interior y descubrí que sólo había tristeza y desolación; un inmenso
y decrépito desierto. Sufrí mucho con tu partida, pero el vacío que me dejaste
fue lo que provocó mi convulsión; la adversidad que necesitaba.
Se hizo un breve silencio. Carolina, abstraída en las palabras de Emiliano
llevó la mirada hasta el patio, donde Lucía jugaba con Sulki.
−Es una buena definición, la adversidad…, la evolución de la que hablas…
Estoy de acuerdo, yo también lo pude aplicar a mi vida, yo también acepté un
desafío…
−Y ¿cuál ha sido el resultado? –preguntó Emiliano.
−Una locura, una hermosa locura −Carolina elevó la vista al techo−
marcharme significó escapar de un mundo que se derrumbaba. No habría
seguido a Carlos si hubiese estado conviviendo con el verdadero Emiliano. Es
ahora cuando estoy frente al auténtico; el otro era un impostor…, pero
Carlos… con él aprendí a volar en las alas de un sueño. Mi historia es una
larga lista de sacrificios y persecuciones; la adversidad, como tú dices, me ha
espoleado a conquistar un ideal: la libertad de todo un país y, de paso, de mí
misma.
−Sí, estoy al tanto de las noticias −dijo Emiliano−. Todos nos vamos a
beneficiar de la caída de la dictadura. Yo no he participado de esa conquista; lo
mío ha sido una pelea individual, una batalla personal, pero debe ser hermoso
formar parte de un proyecto compartido…
−También yo comencé una batalla personal, pero he terminado
participando en un sueño colectivo −repasó Carolina−. Esta lucha compartida
es la que me ha hecho crecer, la que me ha llevado a entender la vida como un
desafío. Mi reacción ante al abuso individual es lo que me llevó a luchar por
una nueva sociedad. Algunos gobiernos se valen de la ignorancia para
sacrificar a los más débiles. De forma inconsciente tú te convertiste en un
instrumento de ese poder. Siempre ha sido así: la incultura convierte a las
personas en dictadores de sí mismos y de su entorno; los dos hemos sido
víctimas de ello. El poder manipula a las personas para frenar su desarrollo.
Hemos sido víctimas, pero también hemos reaccionado; nos hemos liberado;
hemos crecido… Los poderes de este mundo nunca fortalecerán aquello que
cuestione sus privilegios, por eso, aunque digan lo contrario, nunca apoyarán
la formación y la cultura. Pero la reacción contra lo injusto funciona como las
defensas del cuerpo humano cuando se despliegan para combatir la
enfermedad. La lucha es necesaria; sin ella sería imposible el desarrollo
humano sobre el planeta. Los que viven disfrutando de privilegios están
ciegos; jamás cuidarán de la convivencia; si dejamos el planeta en sus en sus
manos, todo será destruido. Tú y yo hemos emprendido la misma lucha por
caminos distintos. Ha sido un recorrido lleno de dificultades, pero esa
experiencia nos ha salvado.
Carolina hablaba con pasión. Sin duda había ganado en consistencia
ideológica y capacidad expresiva. Emiliano la miraba con un brillo de
admiración en los ojos, asintiendo con la cabeza ante cada una de sus frases.
Aquellas ideas ya habían pasado por su mente, pero era ella quien, ahora,
acertaba a ponerles nombre.
−Y ahora ¿cuáles son tus proyectos? −preguntó Emiliano.
−De momento pasar aquí un año. Alquilaremos una casa en el pueblo. Tal
vez regresemos el próximo curso a la aldea en la que hemos vivido. Allí
hemos dejado grandes amigos, entre ellos los padres de Gonzalo, un jovencito
adorable que ha venido con nosotros…Tal vez me matricule en la universidad
a distancia, me atrae el derecho.
−Es curioso… yo también he pensado en estudiar derecho,
precisamente…; ojalá algún día podamos ser colegas −sonrió Emiliano
−Ya lo somos −dijo Carolina, mirándolo a los ojos.
Salieron al patio. Lucía, fatigada por sus juegos con Sulki, se aproximó.
−¡Mamá!, ¿me puedo quedar esta noche aquí, con papá?
−!Sí tesoro, puedes quedarte con papá las veces que quieras!
−Yo la llevaré al colegio por la mañana, no te preocupes −dijo Emiliano.
−Lucía lo tiene claro, te ha elegido a ti. ¡Me resignaré; no puedo hacer otra
cosa!, −sonrió Carolina. .
El país era un hervidero. La llegada de las libertades y la legalización de
los partidos políticos convencían a gran parte de la población de que era
posible construir la utopia. Se vivía con la seguridad de que una sociedad más
igualitaria y justa estaba más cerca. Amplios sectores populares pasaban a
incrementar las filas de las organizaciones sindicales y políticas recién
legalizadas. Al pequeño pueblo también había llegado esa euforia colectiva.
Emiliano lo vivía expectante, pero su tendencia natural era recluirse en
reflexiones individuales. No tengo vocación para estar en un partido, le había
respondido a Carolina cuando lo invitó a participar en aquella fiebre partidista.
Inspirado en Milagrosa, Emiliano había desarrollado un pensamiento
independiente, fraguado en la amplia huella que deja la soledad prolongada.
Hijo de esa misma raíz, Martín Sandoval seguía su estela. Tras mucha
insistencia Emiliano había conseguido aficionar al Coyote a la lectura diaria,
convenciéndolo de que, con ello, sus cuartetas ganarían en calidad.
La relación laboral puso bases firmes en aquella amistad. Coyote terminó
abandonando su trabajo como vigilante del canal para convertirse en ayudante
permanente de su amigo Emiliano. La actividad compartida terminó
hermanándoles aún más. Sus trayectos laborales en la camioneta eran una
tertulia permanente:
−Y ahora que he conseguido que te aficiones a la lectura, ¿vas a dejar que
Milagrosa te oriente en el recorrido de los caminos literarios? –sondeó
Emiliano−. No te vas a arrepentir: esa mujer tiene cualidades fuera de lo
común; no hay nada que frene a Milagrosa en su lucha contra esta civilizada
ignorancia; logra raíces de un pedregal y hasta puede hacer crecer rosas en el
barro…
−Sé que no me vas a dejar en paz hasta que lo consigas, así que lo mejor es
aceptar desde ahora… −susurró el Coyote, resignado, mientras conducía.
−¡Hombre!, ya era hora! Pues… si tú vas a ilustrarte, yo no me puedo
quedar mirando: estudiaré derecho en la universidad a distancia.
−¡Un picapleitos!, ¡qué horror, lo que voy a tener que aguantar! –exclamó
el Coyote.
−No te preocupes, es difícil que yo sea tu abogado. No creo que me
necesites en la especialidad que voy a elegir…
−¿Y cuál es?, preguntó.
−Sé que no ganaré mucho dinero, pero no importa: defenderé a personas
con pocos recursos, a las víctimas principales del acoso y el maltrato.

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