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Cautivas
Por
A Raquel
Alas para un sueño
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XII
XIII
−Mi ma-má me- mi-ma, mi- ma-má me-a-ma. −Emiliano leía entre dientes,
al tiempo que garabateaba signos en una libreta.− Lucía, sintiéndose
importante y responsable en su papel de maestra, se mostraba muy dispuesta y
ayudaba a su padre en la tarea. El hombre sacaba la punta de la lengua entre
los labios apretados, al tiempo que aferraba torpemente el lápiz, como si
estuviese protegiendo un pajarito entre las manos callosas.
−¡No papá, la ele no lleva puntito encima, si le pones un puntito se
parecerá a una jota!
−Pero, ¿la que tiene el puntito no es una i?
−!Papá! Ya te lo expliqué ayer: la i es más chiquita, y no tiene rabito. −La
niña, resoplaba impaciente, mientras su padre, muy serio, la miraba entre
tímido y azorado.
−¡Yo no sirvo pa´ esto hija; soy más bruto que una piedra de la cantera; me
voy a preparar un palito pa´ hacerte un collarcito de madera−. Emiliano, con
gesto de fastidio, tiró el lápiz sobre la libreta y se levantó de golpe,
desesperado y harto de aquel suplicio.
−¡Pero papá!, ¿A dónde vas? ¡Quédate aquí te digo! ¡Tienes que completar
la tarea de hoy!− La niña le tiraba por la manga de la chaqueta, hasta lograr
que su padre, azorado, se sentase de nuevo.
−¡Mira, ves: hay que poner pala, si en lugar de una ele, pones una jota,
diría paja ¿lo ves?− La niña, con la seguridad de la que se siente útil, miraba a
su padre con ojos vivos y candorosa sonrisa, dominando, por completo, la
voluntad de Emiliano.
−La pala pesa más, ¿lo lees ahora?
−¡Es verdad!, ya lo leo; además, nunca podrá la paja pesar más que la pala;
¡la pala siempre pesa más que la paja!
−¡Bravo papá, lo conseguiste!− y la niña lo abrazaba, dándole besos,
mientras él, radiante, disfrutaba como un niño que está aprendiendo a andar.
−¡Tienes que tener paciencia conmigo, hija, mi cabeza es como las
garbanzas: hay que ponerlas en remojo pa´ que se ablanden. Empiezo a
comprender que esta clase de digestión hay que hacerla despacio. Hasta los
burros se comen las enredaderas rumiando, con paciencia…− La niña reía
satisfecha, escuchando a su padre.
Milagrosa, conmovida, disfrutaba feliz, con estas conversaciones entre la
pequeña maestra y su alumno. La mujer le marcaba la tarea diaria a Emiliano
y, mientras él la finalizaba, ella esperaba en la cocina leyendo un libro. Lucía
prefería renunciar al juego para poder ayudar a su padre; la niña era feliz
viéndole progresar.
−Doña Milagrosa: yo de ésto no sabía nada. ¡Y pensar que todas estas
cosas estaban aquí, en el papel; todo tan…guardao! − Emiliano, asombrado,
señalaba hacia el libro que leía Milagrosa: −Cuando uno es analfabeto, todos
los que saben leer se colocan por encima… y se aprovechan, como han hecho
hasta ahora los dueños de la finca, esos roñosos que solo quieren vivir bien a
espaldas de los isnorantes y desgraciaos como nosotros. Si no fuera por Lucía
yo no pensaría así. Ella es la que me empuja. ¡Y a ver quién le dice que no a
esa ardillita!… ¡con el carácter que tiene…!
−Emiliano, no se dice “isnorantes”; lo correcto es ig-norantes y los
“desgraciaos” abundan mucho, pero se pronuncia desgracia-dos. Pero
dejémoslo por hoy; mañana continuaremos…
Milagrosa se despedía con una sonrisa de paciente comprensión hacia la
tierna rudeza de aquel hombre, que vibraba de felicidad a medida que era
consciente de sus progresos; que comenzaba a percibir la dimensión de otros
espacios y tomaba conciencia de que existía un mundo oculto, más allá del
pueblo, la huerta y la taberna.
Al día siguiente, de forma casual, Emiliano y el Coyote se encontraron por
la calle:
−Y… bueno, yo no veo mal que tu apriendas cosas −dijo el Coyote−, pero,
¡carajo!, ya no hay quien te vea el pelo. Antes íbamos todos los sábados de
parranda, pero ahora el señorito éste está todo el tiempo ocupao, como si ya no
te acordaras de los amigos y tal…
−Mira, Martín: no se trata de eso, se trata de que en un momento de la vida
hay que saber salirse de las costumbres. No es bueno estar dando vueltas sobre
el mismo lugar; las mismas casas, los mismos amigos, la misma taberna… hay
más cosas, ¿compriendes? Ahora, mi ocupación principal es aprender cosas
junto a Lucía… y después, todo lo demás…, ella es, ahora, lo más importante
pá mí… Además, es quien me vigila pa´ que haga los ejercicios. Es mi
maestra; no le puedo decir que no…−reflexionaba.
−Yo eso lo entiendo, pero no se puede abandonar así…a los amigos…
Antes… siempre estábamos juntos… −se lamentó Coyote.
Emiliano, dándose cuenta de que a su amigo aún le faltaba trecho para
poder comprender ciertas razones, comenzó a despedirse:
−Ya lo entenderás algún día Martín; cuando llegue el momento… Ahora
me veo obligao a atender otras cosas, no sólo están las fincas, ni la taberna, ni
los amigos; hay que investigar y hacer otras cosas… así es la vida… cuando
uno escoge un camino no puede desviar uno la atención…, ni estar pa´un lao y
pa´otro…, comprende…
En la conciencia de Emiliano iban apareciendo pensamientos insólitos,
como si estuviese recorriendo caminos inexplorados, en los que se orientaba
por intuición. Tras superar el trauma que le había supuesto la partida de
Carolina y experimentar la progresiva llegada de Lucía a su vida, trataba de
integrar diferentes símbolos y significados, renovarse con otros conceptos,
experimentar la satisfacción de nuevos descubrimientos. A pesar de las
dificultades y contemplarse a sí mismo torpe en la comprensión de las
novedosas ideas, en algún remoto espacio de su conciencia percibía que esos
pensamientos no eran nuevos; vislumbraba que siempre estuvieron ahí,
esperando que algo o alguien los activase. No había roto del todo con el
espacio bullanguero de la taberna, pero en su nueva actividad mental aquel no
sólo era un lugar de evasión, también constituía un teatro para observar
actitudes que antes le pasaban desapercibidas. La taberna era la cita habitual
de una variopinta muestra del género mundano, desde los caracteres más
lacónicos, inexpresivos y ausentes, hasta los más charlatanes y gritones; un
lugar ideal para observar y analizar el comportamiento de los hombres,
reflexionar sobre el alma humana.
Quintín Rosales, apodado Vinagrito, era el eterno visitante de las cantinas,
uno más de los muchos borrachitos que merodeaban alrededor de las tabernas.
Vinagrito era el protagonista central de un permanente espectáculo de risas
entre la clientela; entretenimientos en los que él mismo colaboraba a cambio
de que le llenasen el vaso. En ocasiones le disolvían en el vino semillas
trituradas de pimienta, para divertirse con su desesperada necesidad de salir
raudo hacia el chorro público. Todos, en aquellas ocasiones, se asomaban a la
puerta, vaso en mano y entre carcajadas, para disfrutar con la loca carrera que
el infeliz emprendía en busca del agua de la fuente. En los últimos tiempos,
Emiliano visitaba el mostrador con menor frecuencia, pero seguía vinculado a
aquel abigarrado ambiente de humo, vino y escandalera. En el pasado, el
matarife había inaugurado la costumbre de echar pimienta en el vaso de
Vinagrito y era quien más se había destacado en las burlas hacia él, pero sus
bromas nunca llegaban a sobrepasar los límites de la ofensa: atravesarle el pie
pero sosteniéndole a continuación para evitar que se cayera, amagar con
derramar un vaso de vino por el interior de su camisa, o azuzar al perro
guardián del tabernero para que le vigilase en un rincón sin permitir que se
moviese durante un rato. En ocasiones, a modo de abrazo, lo zarandeaba al
grito de ¡enderécese, hombre! En los últimos tiempos había renunciado a
aquellas diversiones pasajeras, pero se mantenía vigilante para que nadie se
sobrepasara con él. Siempre se había sentido vinculado a aquel hombre. Una
actitud protectora le había empujado a acaparar el espectáculo de las bromas,
evitando con ello que otros parroquianos sin escrúpulos se excedieran con él.
Pero Emiliano ya no era el mismo: llevaba un tiempo sentándose sólo en una
mesa del rincón o en una de las esquinas del mostrador, apurando lentamente
la botella de tinto. Se pasaba las horas observando todos los detalles del
bullicioso ambiente y sin perder de vista las vicisitudes de Vinagrito. Los
presentes se extrañaban que el eterno bromista ya no participase en aquellas
actividades festivas, pero no faltaban sustitutos para dirigir la diversión, y
algunos bravucones sin escrúpulos, que se aburrían en medio de las horas
indolentes, se sobrepasaban con aquel infeliz para pasar el rato, Rosendo
Machado era uno de ellos.
Era un sábado por la tarde y Quintín Rosales tenía fiebre. En muchas
ocasiones, envuelto entre cartones y trapos, Vinagrito dormía en el trastero a
cambio de que ayudase en el negocio; mantenía el suelo limpio, fregaba los
vasos o ayudaba en el servicio de las mesas. La taberna casi era su hogar. Sólo
en ocasiones acudía a su refugio situado en los límites del pueblo, una especie
de chamizo abandonado sin puerta ni ventanas, con sólo dos huecos protegidos
con cartón y sacos de arpillera. El frío, las corrientes de aíre y, sobre todo, la
mala alimentación, habían hecho mella en el enclenque cuerpo, pero, puntual a
la llamada del vino, se presentaba a diario entre el mostrador y las mesas, a la
espera de que algún samaritano lo invitase a la dosis salvadora. Bonifacio, el
tabernero, no queriendo contribuir a alimentar su adicción, nunca lo invitaba a
beber, sólo le permitía dormir allí a cambio de su ayuda. Una vez que el
negocio cerraba, Vinagrito quedaba confinado dentro del trastero, sin acceso
posible a las botellas de la taberna. En ocasiones, a hurtadillas, se bebía el
resto de los vasos que a medio consumir quedaban sobre la barra o las mesas.
Aquel día, a duras penas, había podido llegar hasta la taberna. Debilitado por
la fiebre, llevaba toda la tarde recostado sobre una mesa junto al vaso vacío,
hasta que a Rosendo Machado, ante la expectación de todos, se le ocurrió
derramar una jarra de agua fría sobre su cabeza para despertarlo. Al levantarse
de golpe y tropezar con la silla, Vinagrito cayó hacia atrás, desplomándose
como un saco sobre el serrín del piso, y allí quedó, tendido y lastimado por el
fuerte golpe. Todos reían, todos menos Emiliano, que contemplaba muy serio
la escena desde su mesa del fondo. A pesar de que el caído seguía dolorido en
el suelo, Machado, lejos de ayudarle, descargó el resto de la jarra sobre sus
pantalones.
−¡Mira, ahora sí parece que te measte too, cochino! –dijo entre carcajadas
−. Sintiéndose admirado por su ingenio, y apoyado por la risotada general,
animaba a los presentes a participar del espectáculo.
Emiliano se levantó sereno y en silencio, se acercó al caído y le ofreció una
mano para auxiliarle.
−¿Estás bien, Vinagrito? −dijo con voz firme y segura.
Un silencio glacial se hizo en la taberna; todos quedaron cortados por la
sorpresa, pero Machado no estaba dispuesto a que le robasen el protagonismo.
−¡Ahora resulta que tenemos una hermanita de la cariá en la cantina!;
¿dónde dejaste el hábito, hermana? –preguntó Machado, mirando a Emiliano,
y dirigiendo, a continuación, la sonrisa pícara hacia la concurrida sala
buscando la aprobación general, pero sólo se escucharon algunas risas
dispersas.
Todos los presentes conocían bien el carácter de Emiliano, sabían que
Machado jugaba con fuego y que había activado un volcán que se encontraba
a punto de estallar. En condiciones normales nadie se atrevía a desafiarlo, pero
Rosendo Machado era un bravucón de carácter altanero y presumido, un
fanfarrón desafiante que no pasaba de ser un bocazas. Aquella tarde estaba
envalentonado por el trago y se confió, al suponer que el cambio en el estado
de ánimo de Emiliano también había rebajado su agresivo y conocido
temperamento. Cuando, aún sonriente, el bromista volteó la cara hacia
Emiliano, se encontró con una respuesta que no esperaba: un brutal cabezazo,
recibido en plena mandíbula, hizo que se desplomase como un fardo. Sin
mediar palabra, entre un cortante silencio, y dejando atrás al caído, Emiliano
caminó entre las mesas para salir a la calle sosteniendo el cuerpo renqueante
de Vinagrito.
−Vamos a casa, amigo, te dejaré ropa seca y te tomarás un plato e sopa.
También debe haber algún jarabe pa´ bajarte la fiebre −le dijo al oído, al
tiempo que le mantenía en pie agarrándole por la espalda.
Machado despertó minutos más tarde sin tener clara conciencia de lo que
le había pasado.
Emiliano había acordado con Milagrosa que Lucía iba a pasar la tarde con
ella en la avenida de los Nogales, aquella arboleda que antaño había sido el
paseo preferido de su madre. Cuando los dos hombres llegaron, la vivienda
estaba vacía y silenciosa.
−¡Busca asiento, Quintín, ahora mismo te caliento una sopa; a ver si
encuentro un jarabe pa´ bajarte esa fiebre! −gritó Emiliano, al tiempo que
rebuscaba en un pequeño armario en la habitación de Lucía−. Vinagrito, entre
sorprendido y asustado, desacostumbrado a las atenciones, no se atrevía a
entrar y permanecía de pie junto al portón, observando inquieto y tratando de
convencerse de que no estaba siendo objeto de otra broma. Recordaba todas
las ocasiones en las que Emiliano había participado en las burlas hacia él... −
¡No te voy a hacer nada, hombre!, ¡pasa tranquilo!; por hoy ya has tenío
bastante, ahora sólo toca sopa y jarabe; ven a secarte junto al fogón; la verdad
es que pareces un perrillo escapao del aguacero. Siéntate, voy a buscarte ropa
seca, –lo animaba, afable, tratando de ganar su confianza.
−¿Y too esto por qué, paisano? No estoy acostumbrao a tantos cuidaos, ni
que naide me invite a su casa. ¿No será otra trastada pa´ reírse de uno…?
−preguntaba intranquilo.
Mientras el dueño de la casa descolgaba ropa del tendedero, Quintín
inspeccionaba con la mirada todos los rincones. Con inquieta mirada y ojillos
brillosos, tímido y desconfiado, miraba a todos lados sin perder de vista el
portón de la calle, por si había necesidad de salir corriendo.
−Tranquilo Quintín, no soy tan…amargo. Aunque sé que tienes razones
para mandarme pal carajo ¿Sabes?, ahora me arrepiento de todas las trastadas
que te hice, pero no pienses que eran de desprecio; aunque no me creas no me
burlaba de ti: marcaba una raya pa´ que los otros no se sobrepasaran. Nunca he
tenio la cabeza bien colocada sobre los hombros, ¿sabes? y he metio la pata
muchas veces, y no sólo contigo. Yo andaba como encogio… ¿me entiendes?;
como en un pozo oscuro. Cuando uno anda en un pozo solo ve la oscuridad.
Hay un refrán que dice: todo pecador lleva la penitencia del pecado que
cometió, o algo así. Me acuerdo de cuando iba a misa, de cuando escuchaba
con mi mujer aquellos responsos del cura…Claro que en aquellos momentos a
mi sólo me interesaba ella, pero se me quedó ese refrán… de aquella época. Y
ahora lo pienso y digo que hay razones en ese refrán…Pero yo nunca he sio un
buen cristiano…, y sigo sin serlo. –dijo torpemente−. Desacostumbrado a
aquel vocabulario, le parecía que estaba usando un lenguaje prestado, ajeno a
sí mismo.
Cuando Vinagrito apareció embutido en la ropa prestada, Emiliano
disimuló la expresión: a la camisa le sobraba tela por todos lados; gran parte
de las mangas colgaban sueltas y tenía que sujetar los pantalones para que no
se le escurrieran hasta el piso. Parecía un niño con el traje de un adulto. A
pesar de la grotesca apariencia, Emiliano mantuvo la compostura: quería que
el hombre ganara confianza y no sospechara de sus buenas intenciones.
−Creo que…me quea…un poco grande esto, paisano −murmuró.
−Ya sabía que la ropa no iba a ser de tu medida, pero se ha hecho muy
tarde y no hay tiempo pa´ que se seque la tuya. Con esa pinta no podrás salir a
la calle; algunos que yo me sé harían una fiesta. Viendo la hora que es me
parece que esta noche vas a tener que dormir aquí…
En la casa no sobraba espacio, pero Emiliano sabía que Vinagrito sólo
precisaba de una manta para acomodarse en cualquier rincón. Quintín seguía
desconfiado y no parecía convencido.
−Yo no quiero molestar, paisano. Me he acostumbrado a estar solo; llevo
años así y uno termina arregostándose a esta via de soleá y miseria. Con poca
cosa se conforma uno, un cacho e pan, una lata sardinas y un buche e vino y…
basta… ¿pa´ qué más, paisano?, totá… ya me quea poco en este convento…
yo le estoy agradecío por la atención; si usted me permite saldré con esta
misma ropa a la calle; se la devolveré lavada…; a mí me da lo mismo; lo que
menos me importa es la estampa… de cualquier manera siempre se van a reír
de uno… −concluyó resignado.
−No digas eso, hombre; no seas tan…rendío… tan… manso −susurró
Emiliano, tratando de dar un consuelo.
Milagrosa pasaría a avisar que aquella noche Lucía se quedaría a dormir
con ella en su casa. La maestra lo gritó desde el portón de la entrada, por lo
que ni ella ni Lucía sabrían que Vinagrito se encontraba en la vivienda en
aquel momento.
En la soledad de la casa vacía, Quintín y Emiliano alcanzarían la
madrugada en una amplia confidencia de mutuos desengaños y largos pesares.
Un pasado cargado de vacíos y la experiencia mutua de amores perdidos, de
pasiones muertas bajo el frío de la indiferencia, el menosprecio y el rencor.
Quintín confesaría las amarguras de una separación, nacida también desde su
temprana predilección por los amigos, por otras mujeres y por el vino de las
cantinas, junto al progresivo desinterés hacia la mujer que lo amaba.
Recordaría la aflicción que le había supuesto la partida definitiva de su amor,
encontrarse sólo frente a la casa vacía y, desde aquel momento, con una herida
abierta, destruyendo para siempre todas sus esperanzas. Después, el vacío
absoluto, la soledad horadándole el cerebro, descubrir que vivir no es nada si
no hay un motivo para ello; sólo esperar a que el propio cuerpo desaparezca
para siempre ante un milenio de sombras sin aurora. Y después, la desidia
total, las borracheras como único recurso para ahogar la aflicción, el abandono
de sí mismo, convirtiendo la cantina en su hogar tras perder la casa y el
trabajo. Vivir el menosprecio, la indiferencia y el rechazo, convertirse en un
payaso de las tabernas, en un entretenimiento para otras almas sin sustancia,
mendigando un trago a cambio de las humillaciones y el desprecio.
−Ninguna de esas ofensas y burlas importa, paisano, al lao del dolor que
me trae el recuerdo de mi mujer. Arrastro de manera justa el pecao de haber
pensado sólo en mí, olvidando a quién tenía a mi lao –confesó Quintín con la
voz quebrada.
Al experimentar que, tras tantos años de menosprecio y maltrato, alguien le
prestaba atención, Quintín Rosales se abrazó a un lamento largamente
arrinconado y comenzó a brotarle un reprimido sollozo de ansiedades y penas
viejas
Emiliano, aquella noche, recordando las ocasiones en las que en la taberna
se había burlado de él se sintió pequeño, sin relieve frente a la transparente
grandeza de aquel hombre que era capaz de ponerle palabras de forma certera
a una pena similar a la suya. Con su confesión, Quintín Rosales no sólo le
estaba ayudando a descifrar el origen de sus propios vacíos y ausencias, sino
que le colocaba frente al espejo de su crónico egoísmo. Terminó sorprendido
por la similitud existente entre la cruda experiencia que le revelaba Vinagrito y
la de su propio pasado.
Aquella noche Quintín dormiría sobre una cama que Emiliano improvisó
en el piso de la cocina de su casa, al calor de unas torpes palabras de consuelo
y una vieja trapera de retales.
Lo primero que hizo Emiliano cuando despertó, fue dirigirse a la cocina
con intención de hacer café y saludar a Quintín, pero sólo encontró las mantas
dobladas sobre una silla y los platos fregados sobre la pila. Extrañado, se
asomó al camino y lo vio sentado sobre el canal. La mirada de Rosales se
perdía entre los resplandores cobrizos que ya despuntaban tras los cerros.
−Buenos días, amigo −dijo Emiliano.
−Buena mañana, don Emiliano –murmuró Quintín con tono relajado.
−¿No quedamos anoche que ya está bien de ese respeto exagerado? Yo no
soy más importante Quintín… basta ya de esos dones con los que me tratas
−arguyó Emiliano con tono grave.
−Está bien, paisano, le estoy agradecío –asintió Quintín.
Milagrosa y Lucía llegaron a media mañana custodiadas por Sulki, que
movía el rabo al reconocer a Emiliano. Los dos hombres todavía estaban en el
exterior de la casa, sentados en el canal. Era domingo, y la niña quería volver
al Paseo de los Nogales, pero esta vez pedía que su padre la acompañase.
Emiliano no se negaba a nada que le pidiese su hija.
−Ven acá Lucía, te voy a presentar un amigo; se llama Quintín; anoche
durmió en casa. Es un buen hombre.
La pequeña le observó unos segundos; el resplandor mañanero ya
remontaba los riscos y se reflejaba en los suaves mechones rojizos de la niña.
Los ojos verdes de Lucía resplandecían sobre la llanura, salpicada de
plantaciones agrícolas.
−¡Hola señor! –saludó sonriente.
−Buenos días, Lucía –contestó, algo azorado, Quintín.
Emiliano, Quintín y la niña emplearon toda la mañana del domingo en
recorrer, en varios paseos de ida y vuelta, el largo camino adornado de nogales
que daba entrada al pueblo. Milagrosa se excusó en que tenía que hacer tareas
domésticas y no les acompañó. Durante el paseo, Lucía se interesaba por cada
flor y por cada pajarito o mariposa que revolotease a su alrededor. Estudiaba el
trabajo de las hormigas, se entretenía observando el recorrido de los caracoles
o husmeaba, curiosa, en las madrigueras de los conejos. Los dos hombres, en
los intervalos de su conversación, observaban a la pequeña, que no cesaba en
su perseverante curiosidad de reconocerlo todo. En el pueblo dominaba la
común idea de que las manifestaciones de la naturaleza eran algo simple y
habitual, no era habitual que una niña mostrase tanta predilección por recorrer
el campo. Lucía, una y otra vez, insistía en caminar por veredas y senderos
para disfrutar con cada latido de la tierra.
Mientras paseaban y observaban a la pequeña en su abstraída curiosidad,
Emiliano se extendía en halagos hacia su hija: Ella es quien me puso a flote de
la marea que me ahogaba. Yo me estaba menguando de amargura y fue ella
quien me rescató de esa perdición… A medida en que avanzaban en sus
mutuas revelaciones, brotaba una leve sensación de complicidad, la sutil
emoción que antecede el descubrimiento de un pasado común. Los dos habían
crecido en una sociedad herida, un mundo marginal de vidas rotas que los
había arrojado a la exclusión.−Hace muchos años me marché a Cuba –
reflexionó Quintín con la vista perdida entre los nogales−; disprecié lo que
tenía, olvidé a mi mujer y a los hijos y aquí se quedaron, en la miseria y el
abandono. Pero ahora soy yo el abandonao, y ya ve, aquí estoy, purgando esa
pena…
−Mi madre murió hace tiempo –musitó Emiliano, al tiempo que seguía el
vuelo de una bandada de golondrinas−. Los hermanos que conocí andan
regaos por esos campos; a uno me lo encontré una vez cuidando ganao en las
montañas; estaba como desnutrio y asalvajao; yo lo reconocí y él a mí
también, pero apenas hablaba; dijo que se le había olvidao como se habla con
la gente. De mi padre… no sé, nunca lo conocí. Mi madre decía que se
llamaba Apolonio y se marchó a Cuba. Él se fue cuando yo tenía un año o
así… Mi madre estaba muy resentia con él por habernos abandonao. A lo
mejor, tú lo conociste en Cuba, Vinagrito…
−Casualmente lo conocí… –susurró Quintín –pero de aquel hombre ya no
quea na´…
−¡Papá, ven para que veas!: en este árbol hay un nido de mirlitos, su mamá
les ha traído comida –gritó la niña interrumpiendo la conversación.
−Bueno paisano: yo me voy, le estoy agradecio por todo; es usted un buen
hombre y no olvidaré lo que anoche hizo por mí −musitó Vinagrito con la
mano extendida−. Emiliano se acercó y, tras estrechar su mano, lo abrazó.
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
Carlos Martel se preparaba para dar lectura a la ley de Amnistía 46/1977.
El grupo de activistas se había reagrupado en su casita aldeana de las
montañas. Allí estaban presentes todos los miembros del comando, con
excepción de aquella muchacha gitana, la última incorporación al grupo, que
había sido víctima de torturas en comisaría. Las secuelas de ese maltrato
habían hundido a Angelina Cortez en una traumática y virulenta depresión,
provocándole un desapego visceral hacia el resto del mundo y el rechazo total
a cualquier actividad política. Aquella mañana también se encontraban
presentes el farero Eustaquio Alvarado, Wenceslao Lacalle y Miguel
Camilleri, acompañantes de Carlos y Carolina durante los días clandestinos en
el faro. Era la primera reunión en libertad, precisamente para estudiar la norma
que los liberaba:
Artículo primero. I. Quedan amnistiados:
a) Todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su
resultado, tipificados como delitos y faltas realizados con anterioridad al día
quince de diciembre de mil novecientos setenta y seis.
b) Todos los actos de la misma naturaleza realizados entre el quince de
diciembre de mil novecientos setenta y seis y el quince de junio de mil
novecientos setenta y siete, cuando en la intencionalidad política se aprecie
además un móvil de restablecimiento de las libertades públicas o de
reivindicación de autonomías de los pueblos de España…
−Al ejército y a la policía, esta ley les habrá sentado como una pedrada en
las canillas; estarán llorando su desdicha. Le llevaré una sábana al Menudo
para que se seque las lágrimas –interrumpió Wenceslao Lacalle, entre risas.
−No cantes victoria. No creo que lloren demasiado –Atajó Martel−; lo peor
de la ley es que no hace distinción entre víctimas y verdugos. Exculpan por
igual a torturados y torturadores. Han ideado la fórmula ideal para que no
puedan juzgarse los delitos cometidos en comisaría. El martirio al que me
sometió el Menudo quedará impune –se lamentó.
−No lo tengo claro –lo interrumpió Miguel Camilleri−. No saquemos
conclusiones precipitadas; no soy especialista, pero yo creo que sigue
habiendo base para denunciar la tortura, aunque haya ocurrido en el periodo
que indica la ley. La tortura no se puede considerar una actividad política. No
obstante, veremos lo que opina un jurista.
−No es la ley ideal, pero al menos nos permite un margen de maniobra. La
policía, de momento, nos dejará en paz –dijo Alvarado.
−Cierto, nos permite un respiro, pero aún queda un camino muy duro. No
sé lo que ocurrirá a partir de ahora. Habrá otras estrategias, tenemos que
reorientarlo todo, analizar, estudiar, debatir... pero, de momento, ¡podemos y
debemos celebrar la llegada de la libertad! −animó Carolina.
Todos se apresuraron a llenar las copas para brindar entre risas y abrazos.
Cuando Carlos terminó la lectura de la ley, la expresión de los rostros era
de distendida relajación. Habían pasado años reuniéndose en las catacumbas,
siempre vigilantes y atentos a cualquier movimiento de la policía, con la
inquietud reflejada en los ojos, con la frenética tensión imponiendo el temblor
en las manos, el insomnio de las largas noches tras cada redada, tras cada
detención. Por fin quedaban atrás los sobresaltos de la madrugada; el terror de
las comisarías; el suplicio de la tortura; el dolor de la humillación y el
maltrato; sufrir la angustia de ver cómo se alejaba el futuro, cómo se
desvanecían los ideales, cómo desaparecían aquellos sueños compartidos de
paz y libertad. De pronto, la vida daba un giro; de nuevo se reactivaban las
ilusiones.
−Carolina: −interrogó Eustaquio Alvarado− ¿Se puede saber dónde diablos
estuvieron escondidos durante el mes en que Carlos estuvo retenido en
comisaría?
−No nos movimos del faro –relató Carolina−. Los sabuesos estuvieron
buscándonos después de apresar a Carlos, pero Wen y yo nos adentramos hasta
el fondo de la cueva marina y allí estuvimos más de una hora, agazapados y
sumergidos cada vez que raseaba el foco de las linternas; sólo sacábamos la
cabeza para respirar. Los guardias no venían preparados para aquel tipo de
búsqueda, sólo llegaron hasta donde cubrían las rodillas y no se atrevieron a
seguir avanzando, las olas eran muy bravas y la marea estaba subiendo. Estoy
segura de que nadie, antes de nosotros, ha sido capaz de penetrar en aquel
laberinto. El eterno golpear del oleaje ha ido horadando la roca y hay más de
treinta metros de túnel que queda anegado por completo cuando sube la marea.
Aquel día, en medio del dolor de haber perdido a Carlos, nos adentramos en la
oscuridad total, notando en las piernas los tentáculos y rejos de cientos de
bichos desconocidos. Cuando llegamos al fondo nos quedamos inmóviles, con
el agua hasta el cuello, sintiendo como los cangrejos paseaban por nuestras
cabezas y los rejos de los pulpos tanteaban nuestras piernas. Si aquellos
fanáticos con pistola no hubiesen estado rastreándonos, ni loca habría entrado
en aquel agujero. Probablemente dieron por hecho que nos habíamos ahogado
o que escapamos nadando hacia otro punto de la costa. Se hacía de noche,
avanzaba la pleamar y se dieron por vencidos. Aquel día acabó mi antiguo
miedo a todos los bichos de tentáculos y rejos. Temblaba de terror cada vez
que sentía a los cangrejos rozando mis piernas y mi cabeza, temiendo que de
un momento a otro me clavasen las tenazas, pero aquel día confirmé que los
animales sólo atacan para defenderse; los bichos más peligrosos eran los que
rastreaban la orilla.
−De los cangrejos y pulpos que habitan en el túnel, Carol y yo ya somos
amigos. Volveremos para saludarlos, ¿eh Carol?... −reía Wenceslao−. Tenemos
que ser agradecidos; su hospitalidad nos salvó la vida –afirmó muy serio−.
Todos reían.
−El resto del tiempo estuvimos en el faro –continuó Carolina−. La certeza
de que Carlos estaba siendo torturado significaba otro suplicio para nosotros.
Suerte que tenía a este gigante a mi lado para protegerme y darme ánimos.
Decidimos que el faro era el lugar más seguro: había reserva de agua potable y
utensilios de pesca para alimentarnos; ya sabíamos lo que era sobrevivir allí.
La policía no regresó. La nueva situación política del país fue, sin duda, el
motivo de que se abandonasen los controles. Aún así no descuidábamos la
vigilancia y dormíamos por turnos en la buhardilla de la torre. Gracias a la
vieja radio de Eustaquio estábamos bien informados, no nos perdíamos ningún
parte. Afortunadamente, las pilas duraron hasta el último día. Sabíamos de la
liberación de los presos y de la inminente publicación de una ley de amnistía.
Dimos por hecho que Carlos había sido liberado y que estaría en la aldea.
Abandonamos el faro y, tras siete horas de marcha, con las energías al límite,
llegamos hasta aquí a pie.
−¡Dí la verdad, Carol!: el que llegó a pie fuí yo −aclaró Wenceslao− tuve
que cargarla todo el camino… −gesticulaba, muy serio frente al grupo−; llegué
desfallecido; ¡esta chica pesa una barbaridad! −bromeó con sorna ante la
sorpresa de Carolina, que le respondió con un codazo mientras los demás
reían.
−Nunca antes había visto llorar a Carlos –prosiguió Carolina−. Hasta aquel
día yo pensaba que este señor era duro como un pedernal, pero cuando Wen y
yo llegamos a la aldea, agotados y arrastrando los pies, Carlos y Gonza
corrieron ladera abajo para recibirnos. Todos lloramos con el abrazo, pero el
que más lloraba era Carlos.
−¡Carlos, por favor, necesito otro besito! –rogaba Wenceslao con los
brazos abiertos, persiguiendo al maestro por la huerta−. Todo el grupo
vitoreaba, entregados al jolgorio. Gonza, en un ataque de risa, rodaba por el
suelo.
Improvisaron un almuerzo con los habitantes de la aldea que quisieron
sumarse. Los más afines a las ideas del grupo eran los padres de Gonzalo. El
resto de vecinos se movía entre la total indiferencia hacia los cambios que
afrontaba el país y los que sólo se preocupaban por saber sus efectos sobre la
tranquila vida de la aldea. Para compartir una olorosa paella preparada por
Wenceslao, un numeroso grupo de comensales se sentaba sobre piedras
colocadas en corro alrededor de la huerta. Algunos chiquillos,
esporádicamente, se acercaban en busca de Gonzalo para jugar por los
alrededores; Landa los seguía, correteando feliz tras ellos. Gonza terminaba
volviendo al rato para, de nuevo, sentarse junto a su maestro. Wenceslao, al
tiempo que controlaba el fuego y el hervor de la paella, era el animador de la
reunión con sus continuas ocurrencias.
−¡Cuánto daría por traer aquí a Ramiro el Menudo para quemarle el
trasero! Lo sentaría sobre esta paellera sin pantalones y lo usaría para medir el
calor; iría aumentando o disminuyendo el nivel del fuego según la intensidad
de los gritos. El Menudo sería el termómetro; tiene un tamaño ideal para eso –
se carcajeaba, en medio del coro de risas.
En un intento de superar los estados de ánimos claudicantes y depresivos,
para aportar luz a los momentos más sombríos, Wenceslao Lacalle recurría a la
ironía y el sarcasmo como método de supervivencia. Utilizaba el humor cómo
escudo protector frente al caos del mundo, pero no sólo podía aportar la
ocurrencia chistosa en los momentos de mayor tensión; aquel gigante también
tenía capacidad para transformarse en un serio y reflexivo orador. Tras el
almuerzo comunitario, bajo el sol cobrizo de la tarde, mientras se marchaba el
día hacia las altas montañas borrascosas, se improvisó la obligada tertulia, el
necesario debate entre activistas para afrontar los convulsos acontecimientos
que vivía el país. Aquella era una discusión necesaria; intercambio de ideas
para aportar lucidez a la incertidumbre del momento. Los vecinos, meros
espectadores, se limitaron a escuchar.
−El sistema se recicla −deliberó Wenceslao−; aparentemente la dictadura
ha llegado a su fin, pero lo que se está organizando es un disfraz para que
sigan mandando los de siempre. Harán concesiones, como esta ley de amnistía
que acaban de sacar, pero sólo servirá para que los herederos de la dictadura se
afiancen en el poder. Mientras tanto, el pueblo seguirá marginado, sin
participación directa.
−No estoy de acuerdo, Wen; creo que te equivocas en el análisis, amigo –lo
corrigió Carlos Martel− estamos en un momento clave. Si somos capaces de
aprovechar las circunstancias, si sabemos aplicar una buena estrategia,
podríamos disputarles el poder en igualdad de condiciones desde las
organizaciones populares, desde la sociedad civil. Pronto tendremos una ley
electoral que permitirá la participación de todos los partidos políticos. La
marginación de los sectores populares sólo se dará si, voluntariamente, nos
quedamos fuera.
−Estoy con Carlos, −intervino Carolina− debemos apoyar las libertades y
participar de lleno. Eso no significa colaborar con el régimen, significa
participar desde una oposición responsable. Es una decisión lógica después de
tantos años de persecución y castigo. Es la hora de la unidad para construir un
nuevo país. Negarnos a participar equivale a seguir en la clandestinidad.
−Participar es bendecir el poder –les respondió Wenceslao−; hay que optar
por la ruptura y no por la reforma del sistema. Eso no significa quedarnos en la
clandestinidad, significa no claudicar, no patrocinar esta farsa, esta dictadura
camuflada que pretenden imponernos. Si colaboramos les estaremos regalando
la excusa de la legitimidad.
Eustaquio Alvarado apoyaba los puntos de vista de Wenceslao; Miguel
Camilleri se apuntaba al bando de Carlos Martel. El resto de intervenciones se
decantaba por una u otra postura, pero las teorías de Carlos y Carolina eran
mayoritariamente apoyadas. Ninguno de los vecinos llegó a intervenir, pero
aplaudían con fuerza las ideas propuestas por la pareja. Wenceslao, Alvarado y
otros dos militantes, defensores de las tesis contrarias, se quedaron en minoría.
Ya había anochecido por completo cuando alguien propuso continuar la
celebración en el Periscopio, la taberna subterránea de Gundemaro Seisdedos,
de cercano recuerdo para Wenceslao. Atraídos por la afinidad, recordando su
reciente convivencia y motivados por la amistad surgida durante la experiencia
clandestina en el faro, se apuntaron Carolina, Carlos, Wenceslao, Alvarado y
Camilleri.
−¡Oh no…, tener que soportar de nuevo a ese gruñón de Gundemaro! –Se
lamentó, con sorna, Wenceslao.
−Esta vez, Gunde te va a recibir con cariño; es de los nuestros y estará
contento con la ley de amnistía –comentó Carlos.
−Ya lo sé; él me salvó aquel día de los mercenarios que me perseguían,
pero si ese cascarrabias llega a participar en un debate como el de hoy se
hubiese posicionado frente a mí; y no por estar convencido de una estrategia,
sino por llevarme la contraria. Somos como el perro y el gato −sonreía.
La cantina estaba a rebosar y su propietario exultante. Al contrario de lo
que el gigante esperaba, el tabernero recibió a Wenceslao con un abrazo.
−Espera; aquí hay algo raro; esto no es normal Gunde… ¡Tú no me
quieres! ¡No se le da un abrazo a quien no se quiere! ¿Comprendes?
−¡Hoy quiero a todo el mundo! ¡Hasta la madre que me parió!, a pesar de
que nunca la conocí –gritó el cantinero tras una amplia sonrisa−. Pasen,
amigos, la primera ronda corre por cuenta de la casa –dijo mientras señalaba
hacia la única mesa libre.
Wenceslao se sentó sin dejar de mirar, perplejo, a Gundemaro.
−¡No me lo puedo creer; si este hombre es áspero y bruto como un saco de
martillos! –comentó Wenceslao en voz alta, sin cambiar la expresión de
asombro.
−¡Hoy permito que me provoques todo lo que quieras! A tus ataques sólo
responderé con amor –dijo Gundemaro, sin abandonar la amplia sonrisa.
−Bueno… si hoy toca quererse, no seré yo quien desentone –comentó el
gigante, apartando la silla para elevar en el aire a Gundemaro, estrujándolo en
un abrazo de oso y estampando un sonoro beso en su frente.
Estaba amaneciendo cuando Carlos, Carolina y Wenceslao permanecían
aún en la taberna. Camilleri y Alvarado se habían retirado avanzada la
madrugada. El tabernero, prolongando la celebración y sin prisas por cerrar,
los había acompañado a ratos, compartiendo con ellos tertulia, vino y comida.
−Carlos y yo regresamos a nuestra tierra, Wen, −comentó Carolina,
mientras apuraba el último vino de la noche−. Somos libres; ya no hay
motivos para seguir huyendo; la familia nos espera.
−La familia; la tierra;… ¿no son contradicciones con la propia libertad?
Después de haber luchado tanto por ese ideal, ¿a qué vienen esos apegos
repentinos? Podemos seguir juntos aquí; aún no hemos terminado la tarea, nos
queda un mundo por construir –reclamó Wenceslao.
−Eso que nos pides también es un apego Wen…; pero no, no se trata de
eso…; han sido cinco años fuera de nuestra tierra; tuvimos que abandonar el
pueblo de forma precipitada; hay heridas pendientes de cerrar… debo rellenar
con mi familia el espacio de tantas distancias…; le debo una alegría a mi
madre; compensarla por tanto sufrimiento; debo reconciliarme con mi
padre…, y, sobre todo, me espera mi pequeña Lucía –murmuró emocionada.
−No sabía que teníais una hija… −dijo Wenceslao, sorprendido.
−Lucía es fruto de la primera pareja que tuvo Carolina −aclaró Carlos.
−Y lo único que me inquieta –se lamentó ella−; el padre de mi hija es un
personaje resentido; un ser tosco y mezquino, ignorante y violento…, un
motivo poderoso para no regresar, pero debo encontrarme con mi hija, con mis
padres… La presencia de ese hombre es un asunto que tendremos que
resolver. Trataré de evitarlo, pero no resultará fácil; no pasará mucho tiempo
sin que me lo vuelva a encontrar. De todas formas ya no soy la mujer insegura
de antes; no le tengo miedo; este combate me ha fortalecido, pero sí temo por
mi hija. Debo alejarla de la influencia de su padre. No podremos vivir en el
mismo pueblo –suspiró.
−¿Y por qué no regresáis de nuevo a esta aldea? Podríais vivir aquí con la
niña –sugirió Wen.
Carolina pareció recibir una revelación. No se les había ocurrido aquella
idea.
−Pues… eso… habrá que pensarlo…; no lo descartamos –musitó Carolina,
fijando la vista en Carlos.
−En todo caso, me gustaría que ésta no fuese la despedida definitiva.
Quisiera volver a veros –dijo Wenceslao.
−No te vas a librar tan fácilmente de nosotros, grandullón –sonrió Carlos.
−¿Qué vas a hacer a partir de ahora Wen? –preguntó Carolina.
−Seguir luchando –suspiró−, no sé hacer otra cosa. Volveré a casa con mi
madre; se merece una larga temporada conmigo. Trataré de recuperar mi
trabajo anterior en la mina y… a continuar la lucha, aunque me quede en
minoría, como me habéis dejado en el debate de esta tarde –sonrió pícaro,
guiñando un ojo.
Se despidieron junto al camino. Mientras Gundemaro cerraba las
compuertas de la taberna, acordaron un nuevo encuentro antes de la partida
definitiva.
−Nos queda la penúltima –sonrió Wenceslao, mientras estrujaba a la
pareja. Gundemaro corrió para unirse al abrazo colectivo.
Amanecía sobre el bosque y las veredas solitarias. Carolina y Carlos
caminaban abrazados en dirección a su casa de la aldea. Despuntaba el día tras
la trémula arboleda montañosa. Sonidos lejanos de balidos y cencerros se
mezclaban en los diferentes caminos que desembocaban en el valle. Los
pastores eran los primeros en recibir las vaporosas luces del alba, pero, aquel
día, la pareja se les había adelantado para compartir el fastuoso regalo de un
amanecer en el bosque, el antiguo privilegio campesino de recibir la incipiente
luz entre los campos. Se encontraban pletóricos, sintiendo la vigorosa energía
de los árboles, hermanados en la misma raíz. Recogían el fruto de una entrega,
de un difícil combate; el logro clamoroso de un objetivo; la confirmación de
que era posible acercarse al ideal de una humanidad liberada. Aquella mañana,
envueltos en mutuas reflexiones de anhelados sueños, camino de la aldea,
vibraban de emoción frente al primer amanecer sin rejas, la señal promisoria
de la libertad conquistada.
−Aún me queda un trago amargo que pasar –susurró Carlos mientras
subían la vereda−: despedirme de Gonza y entregarle el cuidado definitivo de
Landa− murmuró mientras acariciaba a la perra, que había bajado a recibirles
y correteaba feliz a su alrededor.
Dormirían toda aquella mañana, recuperando energías para iniciar los
preparativos del viaje.
XXII
Hacía días que le habían dado el alta y Victorino estaba exasperado por la
inactividad. Soliviantado y nervioso se apoyaba en las muletas y se movía,
frenético, entre el salón de la casa y la tienda, corrigiendo constantemente a
Encarna y obstaculizando su tarea en el reducido espacio de la venta.
−¡Hazme el favor de marcharte ya! –le increpaba Encarna−. ¡Sigues
atravesado en el medio! Vete a dormir, ponte a leer un libro o siéntate en el
jardín a tomar el sol, cualquier cosa menos estar aquí; no me dejas trabajar...
−vociferaba, ante las risitas de las clientas, que disfrutaban del espectáculo.
−¡Es que te equivocas constantemente, mujer!... ¡Acabas de ponerle a los
limones el precio de las naranjas, y hace un rato, desde dentro, te oí decir que
se habían acabado las lechugas, cuando sabes que Emiliano guardó ayer dos
cajas en el frigo!... −se justificaba, retraído, mientras, de nuevo, encaminaba
sus muletas hacia el interior de la casa.
Encarna había recobrado su antiguo espíritu de lucha. El accidente de
Victorino la colocaba al frente del negocio y, pertrechada tras el mostrador,
ocupaba el puesto como quien sustituye al soldado caído. Llevar la tienda era
un motivo de superación personal; la excusa perfecta para olvidar aquellos
oscuros días de angustia, depresión y alcohol; pero su marido, creyéndose
imprescindible, se removía inquieto, enredado en las muletas y atento a
corregirla ante cualquier error. Para no perder detalle de las actividades de su
mujer se pasaba las horas vigilante, sentado junto a la puerta de acceso a la
tienda y con las muletas en guardia. El resto del tiempo, y sólo cuando la venta
estaba cerrada, leía o escuchaba la radio, pendiente, como la mayoría de la
población, al convulso momento político que vivía el país.
Desde que llegó de Soria supo que su hija, después de haber huido con el
profesor, se encontraba en situación de búsqueda y captura, pero, bien
informado sobre los cambios políticos que se estaban fraguando, sabía que,
con la aprobación de la ley de amnistía, todos los activistas dejarían de estar
perseguidos. Encarna, respetando la voluntad de su hija, no había dicho una
palabra sobre aquella carta en la que anunciaba su regreso, pero a Victorino no
le hacía falta; le bastaba estar atento a las noticias: ahora es libre y tiene una
razón poderosa para volver; vendrá en busca de su hija, y no tardará en llegar,
cavilaba.
Durante los momentos en los que interrumpía su vigilancia sobre Encarna,
Victorino pensaba en el inevitable encuentro entre Carolina y su exmarido.
Emiliano llevaba un tiempo entrando al interior de la tienda a dejar la
mercancía y, frecuentemente, aceptaba la invitación a tomar café en el salón de
la casa. El viejo rencor de Encarna hacia él había desaparecido por completo;
todos los caminos estaban despejados y nada había que temer sobre las
consecuencias de un reencuentro que no iba a tardar en producirse. Aún así, a
Victorino le intrigaba la reacción que iba a tener Carolina frente al hombre con
el que había compartido su vida. No sabía hasta qué punto habían cicatrizado
sus heridas.
Buscando la manera de rellenar las horas vacías de su convalecencia,
también Victorino se refugiaba en los libros; fue así cómo llegó hasta Therese
Raquin, de Emile Zola, el único tomo que a Emiliano le faltaba por leer de
aquella colección clandestina de Carolina. Afianzado a la butaca y atrapado
por la historia, había pasado horas absorto en su lectura, abandonando,
incluso, para tranquilidad de Encarna, su obsesivo espionaje sobre la venta.
Leía muy lentamente, saboreando cada frase, cada página. La historia de Zola
lo trasladaba a las calles oscuras y neblinosas de París, donde sólo mandaba el
halo quejumbroso de la muerte; un lugar inhóspito, alejado de la vida.
Una tarde, cuando Emiliano pasó por la casa para dejar a Lucía, Victorino,
tras abrirle la puerta, lo invitó a entrar.
−Tómese una copa conmigo, Emiliano. Me gustaría hablarle –lo animó
afectuoso, dejando a un lado las muletas para volverse a sentar.
−Con gusto don Victorino –aceptó Emiliano, mientras entraba al salón con
Lucía de la mano.
−Tenía una conversación pendiente con usted; le debo una disculpa por mi
comportamiento de aquel día, cuando lo amenacé con la pistola en la venta –le
confesó sin preámbulos, mientras Emiliano se acomodaba en el sillón.
−Eso está olvidado –lo tranquilizó Emiliano− ha pasado mucho tiempo…
y, aunque estuviese reciente, no le guardaría rencor por ello. Aquel día entendí
su inquina. Tal vez yo hubiese actuado de igual forma. No se preocupe, para
mí es como si no hubiese ocurrido.
−Se lo agradezco. Créame que me arrepentí pronto, y debo confesarle que
me descolocó su valor. Cuando un hombre le hace frente a la muerte con esa
entereza logra traspasarle el miedo a su agresor. La pistola estaba descargada,
pero yo creía lo contrario; tal vez hubiese apretado el gatillo si usted no me
hubiese desconcertado. Fue su actitud lo que me desarmó, y no los guardias.
−Durante aquellos días vivía una tortura personal –confesó Emiliano−;
comenzaba a contemplarme frente a mi propio pasado…; no dormía…;
durante la madrugada recorría el pueblo como un sonámbulo; era
desesperante… No soy creyente; no podía presentarme ante un cura para
desahogar mis culpas… El único recurso que tenía era confesarme ante
usted…−susurró, entre el centelleo de su mirada.
−Tal vez… si me hubiese abordado de otra manera… no tan de sorpresa…
−se justificó Victorino.
−Aquella visita era necesaria, llevaba días dándole vueltas –reflexionó
Emiliano−. Sabía que me arriesgaba. No me sorprendió que sacara la pistola;
en el fondo me esperaba una reacción así, pero cuando un hombre se encuentra
en el estado en que yo me encontraba no le tiene miedo a la muerte, le tiene
miedo a la vida… No se confunda, aquello no fue valor, fue la respuesta a un
sentimiento de culpa. Andaba con el instinto de protección anulado, y a eso no
se le puede llamar valor −confesó.
−No estoy de acuerdo –prosiguió Victorino−, tal vez tenga razón en
relación a lo ocurrido aquel día, pero no me negará que un cambio como el
que usted ha experimentado sólo es posible con un enorme caudal de entereza
y valor –interrogó.
−Es posible, pero debo decirle algo: vengo de un mundo caótico, una
familia que nunca existió, una infancia sin juegos y una juventud ahogada en
borracheras y peleas. Es difícil que en un jardín así crezca sana una planta.
Créame que en el mundo del trabajo, en las fábricas, en los talleres, en los
campos, hay personas con muchas capacidades. Yo no soy un caso raro. Por
todos lados encontrará músicos, pintores, poetas, ingenieros, arquitectos, que
jamás sabrán que lo son porque nadie les ha dado la oportunidad de saberlo, y,
en la mayoría de los casos, morirán sin descubrirlo. Ya lo dijo Sócrates: sólo
hay un bien: el conocimiento; sólo hay un mal: la ignorancia. Para que una
persona ahonde en su interior sólo hace falta un impulso, un apoyo que lo
active. Deberían ser los gobiernos, pero ya ve… un pueblo ignorante es mucho
más fácil de gobernar. Yo tuve la suerte de que alguien se cruzó en mi camino
y me hizo una señal para que cambiase de ruta, de no ser así, hoy sería aquel
mismo infeliz nadando en la misma mediocridad. Interesa mantener a la gente
en la ignorancia, pero los gobernantes jamás lo van a reconocer; es más:
seguirán pronunciando hermosos discursos hablando justamente de lo
contrario. Desengañémonos don Victorino, hace falta mano de obra bruta y
barata para construir casas, para arar los campos, para instalar tuberías…
personas que sólo sepan de su profesión y que ignoren el resto de saberes.
Dice Milagrosa que la ignorancia es el material con el que se fabrican los
esclavos, y yo estoy de acuerdo –sentenció.
−Pero… usted… lo ha logrado; ha sabido salir de ese agujero en que
estaba metido, y lo ha hecho sólo –apuntó Victorino.
−No lo he hecho sólo: me visitó un ángel –dijo desviando la vista hacia el
ventanal.
Victorino, sin dejar de observarlo, se quedó esperando.
−¿Quién es ese ángel?
−Se llama Lucía y tiene nueve años –respondió.
−La niña lo quiere a usted… −musitó Victorino.
−Y Milagrosa me ha transmitido la pasión por saber… −reflexionó
pausadamente−; otro regalo que me hizo la vida; me siento afortunado. En el
pasado, equivocadamente, estaba convencido de que un hombre no necesita a
nadie para sobrevivir, que bastaba con la fuerza que la naturaleza le había
dado −repasó.
−Lo sé. En mi etapa militar, yo también pensaba así –rememoró Victorino
−, los años me han hecho ver el error. Si hubiese estado sólo, hoy no sería lo
que soy. Le debo mucho a mi mujer; sin ella no sé que sería de mí…, pero
recordar el pasado sólo tiene sentido si sirve para mejorar el presente, de lo
contrario es mejor olvidarlo –afirmó.
−Su hija Carolina… forma parte de mi pasado y… −Emiliano no pudo
terminar la frase−. Disculpe, don Victorino, debo irme… se me ha hecho tarde
–carraspeó para aliviar el ahogo. Miró el reloj y se levantó de golpe.
−Espere −se apresuró Victorino−, quiero decirle algo: me interesa
intercambiar impresiones con usted sobre este libro que estoy leyendo,
Therese Raquín; me tiene atrapado… Es una historia siniestra…; analiza a las
personas en su caída al abismo… a la inversa de lo que hemos estado
hablando; un tema apasionante sobre los misterios del corazón humano… Este
accidente me permite dedicar tiempo a la lectura, pero me gustaría
intercambiar impresiones con alguien que comprenda estos temas. Con
Encarna no puedo; bastante tiene con la tienda…; y, a veces…, nos resulta
imposible entablar un diálogo civilizado; perdemos la paciencia, normalmente
por culpa mía. Somos dos cabezotas irreconciliables −sonrió.
−Estoy a la espera de que usted acabe para comenzar a leer ese libro. Ya
me dijo Milagrosa que lo está disfrutando. Hablaremos una vez que los dos lo
hayamos terminado, si le parece.
−¡Hecho! Ha sido un placer. Seguiremos hablando –dijo Victorino
mientras hacía intentos por llegar a las muletas.
−No se moleste en levantarse, conozco la puerta –señaló Emiliano mientras
le estrechaba la mano.
Las conversaciones del matrimonio giraban en torno al padre de Lucía.
Coincidían en que Emiliano se había convertido en un hombre íntegro,
responsable y servicial, nada que ver con el oscuro personaje que había
convivido con Carolina. No es un milagro; todo lo ha hecho su voluntad, les
había revelado Milagrosa.
−Viendo a Emiliano confirmo que el ser humano es un misterio −meditaba
Victorino−. Hasta ahora estaba convencido de que hay una mayoría de
personas a las que les cuesta evolucionar, pero existen casos excepcionales.
Este hombre me lo ha demostrado. Siempre hay posibilidades para la
grandeza, −confesaba a su mujer.
−Estoy de acuerdo –añadía Encarna−; seguramente habrá algún otro caso
en el mundo, pero no será fácil encontrarlo.
−Pues conozco uno: en la última cárcel en que estuve se hablaba mucho de
un preso común, un analfabeto y ladrón de gallinas en el que prendió la llama
del aprendizaje. Inició su formación básica en prisión, hasta terminar la carrera
de derecho. Al salir comenzó a ejercer como abogado La mente sólo necesita
un motivo, una estela de luz para inspirarse. En muchas ocasiones somos
nosotros mismos quienes nos ponemos frenos, activando la misma resistencia
que nos anula. Afortunadamente no es ese el caso de Emiliano, y me alegro
por él.
Sólo una preocupación embargaba a Encarna: el reencuentro de la niña con
su madre. Carolina llegaría con intención de recuperar a su hija, pero habían
pasado cinco años, y la reacción de Lucía era imprevisible. Durante la infancia
las fidelidades se van fraguando en el contacto, y la niña se encontraba
estrechamente unida a su padre. La memoria sobre su madre había perdido
fuerza. Someterla a una elección iba a ser una prueba muy dura para la
pequeña.
−Victor… ¿en caso de que nuestra hija regrese, qué pasará con nuestra
nieta? La niña quiere más que nunca a su padre; se pasa el tiempo esperándole
en el jardín cuando se acerca la hora de recogerla…
Victorino la observó en silencio. Los años de convivencia hacen inútiles
los secretos: sutiles expresiones del rostro; ligeros movimientos de las manos;
la sombra fugaz de un gesto, de una mirada, son aliados de la trasparencia.
Más que una pregunta Victorino captó en la modulación de las palabras de
Encarna la confirmación del inminente regreso de su hija, y sospechó que
existía un acuerdo entre ambas para ocultarlo, pero no quiso invadir los
territorios ajenos de los secretos y prefirió respetar aquel silencio pactado.
−¿Y por qué hay que someter a la niña a esa elección? Puede estar una
temporada con cada uno. De hecho, ahora vive con nosotros y no hay
problema para que a diario vaya de paseo con su padre –reveló−. No es
necesario someterla al dolor de elegir.
−No sé, Victor… Si Carolina regresa, me temo que va a ser poco más que
una visita. Después de la experiencia que ha vivido sospecho que se ha vuelto
más inquieta y aventurera. No creo que su regreso sea definitivo; le costará
adaptarse de nuevo a las cuatro casas de este pueblo… −se lamentaba.
Observaba el rostro de su mujer; la sutil contracción de sus labios; la
mirada huidiza hacia la altura… a medida que hablaba, confirmaba que el
regreso de Carolina estaba cerca.
−Si ha estado perseguida por la policía también habrá desarrollado el
instinto de protección –observó Victorino−. Tal vez ocurra lo contrario de lo
que piensas y valore la seguridad y la tranquilidad del pueblo. Además, tendrá
que pensar en su hija. No puede estar dando tumbos de un lado para otro con
una niña pequeña…
−¿Sigues guardando rencor hacia tu hija?
La pregunta de su mujer lo cogió desprevenido. Intentó levantarse para,
como siempre, evadir la respuesta, pero su mujer había movido las muletas
para ocupar el asiento: estaba desarmado. Giró el rostro hacia la ventana.
Lucía jugaba con su muñeca en el jardín. Quedó pensativo unos instantes.
Durante años había negado la existencia de aquella niña.
−Ese hombre… Emiliano… −habló por fin Victorino−, se tortura por los
errores de su pasado, pero de ahí ha sacado fuerzas para cambiar. Yo debería
hacer lo mismo, pero a él le sobran agallas y a mí me ha faltado coraje…
Cuando yo estaba en Soria y a ti te encerraron en la cárcel pensé en lo efímero
de la existencia; temí perderte, y eso fue lo que me dio fuerzas para
enfrentarme con aquel miserable que tenía por director… Uno debe pelear por
lo que quiere, pero yo no hice nada por mi hija. Me rendí ante mi propio
egoísmo. Sólo pensaba en mi dolor, y no en el suyo.
Las sombras comenzaban a invadir la tarde. Se miraron en silencio hasta
que los rostros se convirtieron en siluetas. Lucía entró con su muñeca y
Victorino la llamó para abrazarla.
−Cuando el amor es auténtico no hay elección posible –musitó−; si hoy
abrazo a mi nieta, mañana debo ser capaz de abrazar a mi hija. Espero que
Carolina me perdone, pero, si no es así, me conformaré con que no me odie.
Durante su precipitada fuga Carolina dejó atrás la pequeña colección
literaria que le había ocultado al hombre que tuvo por marido. Fiel a su pasión
por las letras y ante la necesidad de seguir respirando su oxígeno vital, la
muchacha sólo cargó con dos títulos en su mochila: Ana Karenina, de Leon
Tolstoi y Matar un ruiseñor, de Harper Lee, el resto de la colección había
quedado bajo la custodia de su madre. Cuando Emiliano terminó de leer todos
los tomos que le había facilitado Milagrosa se quedó sin suministro literario, y
la maestra, con el permiso de Encarna, comenzó a facilitarle cada uno de los
títulos de la pequeña biblioteca que Carolina había salvado del fuego. Durante
su periodo oscuro Emiliano no había podido destruir aquellas páginas, y era
ahora, gracias al poder de Milagrosa, cuando, por fin, llegaban a sus manos.
Los libros, de pronto, comenzaban a revelarle un mundo al margen del plano
físico, tesoros que, precisamente, él había querido destruir. Entonces, junto a
aquellos tomos, como un doloroso puñal de nostalgia, retornaba el recuerdo de
ella. Acariciaba sus páginas, tal como en alguna ocasión le vio hacer a su
mujer, y recordaba su reacción, apresurada y nerviosa, cuando la descubría
durante sus lecturas clandestinas. Pero ahora era él quién se conmocionaba
frente a las mismas frases, se turbaba ante las mismas palabras, se evadía con
el murmullo mágico de un pensamiento, el mismo con el que ella había
vibrado. Sobrevolando el prodigio de un texto, también él experimentaba el
vacío de un rechazo, el dolor de un abandono, la decepción que deja un amor
traicionado, el miedo y la angustia, brotando como hilos de sangre tras una
herida abierta, y descubría que aquellas letras, que él tanto había despreciado,
como un mágico sortilegio, también contenían el apacible bálsamo de una
curación, las fórmulas ideales del rescate frente al dolor inclemente de la vida.
La demanda de sus servicios de transporte hizo que Emiliano fuese
abandonando progresivamente su trabajo de peón agrícola, hasta depender
exclusivamente de la camioneta como única fuente de ingresos. Esa nueva
actividad le proporcionaría más autonomía para organizar los horarios,
pudiendo dedicar, así, más tiempo a su hija y a los libros. Los controles de las
autoridades académicas para evitar el abandono escolar se habían
perfeccionado, y Emiliano ya había recibido dos requerimientos de la
administración de enseñanza, instándole a dar cumplimiento a la
escolarización obligatoria de su hija, y rechazando su alegación de que la
enseñanza de la niña estaba garantizada a través de una maestra particular. La
obligación de asistir a la escuela y el hecho de que Lucía manifestase interés
por compartir enseñanza con otras niñas, fueron motivos suficientes para
concluir que su asistencia a clase era la decisión más acertada. A pesar de que
el examen de nivel que le hicieron demostró que se le podía asignar un curso
más avanzado, a Lucía se la incluyó en el que le correspondía por edad, lo que
pronto la situaría entre las más adelantadas de la clase. El colegio estaba muy
cercano a la casa de sus abuelos, por lo que no habría problema para que fuese
y regresase sola.
Milagrosa, después de cuatro años dedicando tiempo y esfuerzo a la
enseñanza del padre y la hija, experimentaba la misma satisfacción de una
alfarera cuando contempla la belleza de su obra. Vibraba de complacencia al
ver cómo Emiliano afianzaba su nueva naturaleza, tallando, paulatinamente, el
relieve de una nueva y consistente personalidad. Nada quedaba de aquel
carácter oscuro y sin brillo, rescatado entre los ambientes decadentes, ruinosos
y vacíos. La maestra resumía la vida en una frase: La autoestima nos eleva
hasta alcanzar el majestuoso vuelo de un águila; los complejos de inferioridad
nos hacen revolotear al nivel de una gallina.
El tiempo libre que le dejaba la asistencia de la niña a la escuela permitían
a Milagrosa recuperar viejas costumbres, como la rutina de dar largos paseos
por el campo con su cuaderno de notas bajo el brazo, un libro elegido para la
ocasión y el firme propósito de liberarse, por unas horas, de los encorsetados
escenarios del pueblo. En su mentalidad no existía el concepto de tiempo libre:
sólo nosotros mandamos en nuestra mente; tiempo libre es vivir, reflexionaba.
Cada minuto lo aprovechaba para escaparse a lomos de un nuevo libro,
enredándose en largos razonamientos para desentrañar algún misterio. Una
vida no es suficiente para abarcar todo el conocimiento humano; ni siquiera
podemos llegar a una mínima parte, solía decir. Su vida cotidiana se
desarrollaba entre sus perennes lecturas, el decorado de su casa con motivos
del altiplano y el cuidado de sus plantas amadas. Su relación con Emiliano se
había consolidado hasta alcanzar niveles de una fraternal amistad.
Frecuentemente paseaban juntos por el campo, debatiendo ideas nacidas de un
texto o buscándole la lógica a difusos razonamientos filosóficos. Durante
algún fin de semana recogían a la niña en casa de sus abuelos y compartían
almuerzo en algún pueblo vecino.
A medida que el espíritu libertario se iba instalando en el carácter de
Emiliano se acortaba la capacidad analítica que lo separaba de la maestra. En
ocasiones disentían en conceptos teóricos brotados desde el razonamiento de
una lectura, o discrepaban sobre costumbres y estilos de vida. Él aceptaba que
el desarrollo de una nueva conciencia necesariamente tenía influencia en su
vinculación con el mundo, pero se negaba a vivir en el aislamiento que
promovía Milagrosa, en un espacio sólo regido por libros y cultivados saberes
enciclopédicos.
−No me puedo alejar de los míos, Mila, tú vives prácticamente clausurada
en tu casa de cristal; has creado una fortaleza para defenderte de la sociedad;
te proteges del contagio y rehúyes los rumores del mundo, pero yo vengo de
abajo, quiero seguir manchándome con la tierra y el barro, sentir la rugosidad
del trabajo en las manos de mis compañeros, compartir la alegría y el
infortunio de mis amigos. La lectura me ha dado alas para volar más allá de la
rutina de los días, pero no puedo vivir eternamente recluido en la teoría de un
libro, comprende… mi lugar no es el tuyo; tú te has formado en los ambientes
académicos y yo llego a los libros desde el mundo del trabajo. Mi origen está
en el paisaje agreste; en el duro trasegar de los caminos; en la explosión
puntual de las cosechas… Tú me has ayudado a encontrar la teoría que
necesitaba, pero llevo grabadas en el alma las huellas del pedregal en que
crecí; no quiero olvidar las cicatrices del camino; las cuadras; el ganado; el
arado; el brote incansable de la semilla germinando en los cercados…
−Es injusto que me acuses de que vivo ausente del mundo –se lamentaba la
maestra−; precisamente porque conozco las trampas de la vida es por lo que
temo que te vuelvan a atrapar. El vino es traicionero; tratarán de embaucarte
para que caigas de nuevo en esa trampa…−insistía.
−Agradezco tu preocupación, Mila; reconozco el esfuerzo que has hecho
por mí, pero tu inquietud es excesiva; sé caminar sólo. Tarde o temprano el
hijo se emancipa de la madre; hasta los pajaritos terminan escapando del
nido… es el orden natural de las cosas, compréndelo… Y no me pidas que
renuncie al vino… históricamente ha sido motivo de inspiración para la obra
artística… recuerda. El problema está en el exceso, no en la costumbre. Sólo te
prometo evitar las borracheras y aquellas viejas locuras nocturnas. Sabes que a
las tabernas también va gente decente…; tú también deberías acompañarme un
día; salir del convento; olvidar por un rato esa rigidez que te envuelve.
Podríamos fundar juntos una tertulia literaria en la taberna; ¡en ese terreno
serías una autoridad, el centro del espectáculo! −sonreía.
Milagrosa lo observaba, quedaba silenciosamente pensativa y, tras una
sonrisa, terminaba rendida ante la fuerza de aquellos argumentos. Emiliano
tenía razón: se estaba comportando como una artista celosa de su creación;
protectora, en exceso, de la obra creada.
−Observo cómo has cambiado y sé que eso no hubiese sido posible sin esa
fuerte voluntad que te acompaña –señaló Milagrosa−. Confío en la fuerza que
empieza a caminar contigo; es una garantía contra el descalabro, pero nunca
hay que bajar la guardia, sabes que siempre habrá enemigos al acecho;
súbditos de la decadencia y la miseria camuflados tras la falsa bandera de la
amistad; mercenarios al servicio de la ignorancia y la barbarie… esas son las
compañías que debes evitar…
−¡Ufff!.., ¡que vocabulario!; ¡menos mal que no eres mi madre!; si lo
fueses tendría que aguantarte todo el tiempo… –bromeaba Emiliano−. No
debes preocuparte, querida; sabes mejor que nadie que la vida resplandece
gracias a que existen las luces y las sombras; hemos hablado muchas veces de
eso. Si no existiese el frío, el calor estaría de más. El enfrentamiento forma
parte de la vida. No puedo escaparme del mundo por miedo a la
contaminación; ya conoces mi opinión: es en la lucha donde se adquiere la
fortaleza para seguir vivos. Tú me has ayudado a descubrir un mundo paralelo,
un espacio de luz dirigido por los libros, la creatividad y la fantasía, y una vez
que se descubre ese hermoso paisaje de sueños nadie te podrá convencer de
que existe belleza en un vertedero. Hay un momento en que una fuerza
poderosa comienza a orientar tu vida, entonces ya no será necesario que te
aten al mástil para resistir frente a los cantos de sirena. Pero basta de
razonamientos de academia; ¡disfrutemos también de la alegría de estar vivos!
¡Un día te llevaré a bailar! –Emiliano bailoteaba frente a Milagrosa, que
escapaba alarmada. ¡Ven aquí Mila; baila conmigo!...
Victorino había leído pacientemente la novela Therese Raquin y se la había
enviado a Emiliano a través de Lucía para compartir impresiones sobre su
lectura. Pasados tres días recibió su respuesta, en la que le indicaba que ya la
había acabado y que en breve se verían para compartir puntos de vista.
También le comunicaba sus impresiones sobre la novela:
El texto me ha parecido extraordinario; muy crudo, pero realista.
Milagrosa y yo lo hemos leído y comentado juntos como ejercicio literario.
Aunque soy yo quién redacta estas líneas, los dos hemos participado en las
conclusiones. Ella siempre me anima a hacer reflexiones por escrito para
clarificar y definir ideas sobre un texto; en este caso pretende ser un adelanto
para el diálogo que tenemos pendiente. La novela de Zola es un estudio sobre
las repercusiones negativas del comportamiento humano cuando está dirigido
por actitudes egoístas. Camille y su madre representan la bondad del mundo y
Laurent y Therese son exponentes de los sentimientos más innobles y oscuros.
Los personajes, en sí mismos, son una representación del mundo real; han
existido en todas las épocas y seguirán existiendo, porque son características
propias de la naturaleza humana. Su autor pretendió, como él mismo dice en el
prefacio, hacer un estudio de los temperamentos, no de los caracteres.
Reflexiona sobre la fuerza que ejercen los ambientes sociales sobre las
personas y su influencia sobre la formación del carácter.
En mi opinión es una invitación a rebelarnos contra los ambientes
decadentes y vacíos, donde se ridiculizan los actos nobles y se ensalza la
vanidad y la estupidez. En estos días una vecina próxima dio a luz un niño y la
otra tarde pasé a verlo: lo veía frágil y tierno entre los brazos de su madre,
condicionado por un temperamento heredado y a la espera de que el ambiente
que le tocará vivir vaya determinando su carácter. La pregunta que me hago
es: ¿en qué medida nos podemos liberar de un temperamento negativo a través
de la formación positiva del carácter? La novela de Emile Zola no despeja esa
duda, ya que se centra en analizar los impulsos primarios del temperamento
sin pasar por el filtro que supone la influencia que ejercen los ambientes sobre
el carácter, pero mi respuesta es que la educación del individuo es
determinante; sin formación estamos sometidos a los impulsos más primarios,
lo que nos dejará en brazos de las pasiones más egoístas y mezquinas, en cuyo
caso sólo nos salvará la fuerza genética heredada. En mí ha revivido un
temperamento que estaba dormido y que ha despertado a partir de un fuerte
sentimiento de amor por mi hija. Con su poderosa influencia educativa,
Milagrosa también ha tenido mucho que ver. A medida que alumbramos
nuestra mente nos vamos introduciendo en otros mundos, en otras realidades y
valores, imperceptibles desde el plano físico, y a los que sólo se puede acceder
a través de los caminos de la formación, la meditación y la cultura.
De momento termino esta breve reflexión; seguiremos hablando. Me
interesa, sobre todo, analizar la conjunción de temperamento y carácter
aplicado a la vida real. Hasta pronto. Emiliano.
La madurez en el razonamiento y la capacidad expresiva de Emiliano ya le
dejaron sorprendido la última vez que habían hablado. Aquel hombre
representaba un caso notable de lucha frente a la adversidad del mundo, al
haber desarrollado, en poco tiempo, habilidades fuera de lo común. Durante el
análisis de Therese Raquin, Victorino había llegado a ideas similares a las
planteadas en aquel escrito. Dos días después de recibirlo aprovechó una visita
de Milagrosa a la venta, esperó a que acabase su compra y la invitó a tomar un
café en la casa para conversar sobre aquel asunto.
−La felicito por lo que ha logrado conseguir con Emiliano –señaló
Victorino− Ese hombre ha tenido una evolución sorprendente. He disfrutado
con el análisis que hace de Therese Raquin. Yo había leído la novela, pero no
fui capaz de llegar a ese nivel de estudio. Me ha enviado una reflexión
admirable, lo que me ha ayudado a entender el texto en toda su profundidad.
−Yo tampoco esperaba una evolución tan rápida –señaló Milagrosa−¸ pero
mí participación sólo ha consistido en ayudarlo a reconocer el camino, todo lo
demás es fruto de su voluntad. Emiliano posee una intuición innata para el
aprendizaje, una capacidad de la que ni él mismo era consciente. Hace un
esfuerzo encomiable a partir de su propia experiencia vital y ha logrado abrirse
camino hacia otro tipo de sensibilidad. No se limita a acumular saberes. Con
una intuición poco común, deja claro que también es necesaria la capacidad de
compasión para gestionar ese conocimiento. Si se facilitase el acceso a la
escuela y se enseñasen valores humanos a la población en general, se pondrían
las bases para una sociedad más armonizada y justa, pero los gobiernos se
encuentran lejos de ayudar al desarrollo del pensamiento; están más
interesados en recuperar el papel del esclavo, pero evitando que el esclavo
descubra que lo es. Emiliano ha pasado por encima de todas las dificultades
para elaborar su propia reflexión; demuestra que desde la soledad también se
pueden construir certezas.
−Hace sólo unos meses me resistía a aceptarlo como persona, pero, ahora,
me identifico con su historia –señaló Victorino−. A medida que lo conozco
sólo puedo sentir admiración por él. En cierto modo me recuerda mi propia
vida. Desde que tengo uso de razón me molestaron los abusos; siempre he
notado una fuerza poderosa brotando desde mi interior, impulsándome a
enfrentar cualquier hecho injusto. La Legión es la facción del ejército más
clasista del mundo; como en cualquier otra milicia todo está calculado para
evitar la insubordinación, no hay derechos individuales, y cuando esos
derechos existen, se limitan a normas teóricas, simples papeles para un
archivo, la injusticia y el abuso son lo más habitual. Sufrí muchos arrestos por
todo eso, y fue lo que terminó provocando mi abandono del ejército. Durante
mi etapa de funcionario de prisiones la situación fue similar. Esa actitud
rebelde es un rasgo que, posiblemente he heredado de algún remoto
antepasado. Por el contrario, mi carácter, influido por una educación
anquilosada y primitiva, llena de normas morales trasnochadas, ha sido la
causa de mi rechazo hacia mi hija y mi nieta; pero nada ocurre por casualidad;
este accidente me ha hecho pensar mucho sobre ese pasado; llevaba años
haciéndolo, pero, como le ocurrió a San Pablo con su caída del caballo, casi
agradezco mi desplome hacia el barranco. Necesitaba parar, pensar, llegar a
conclusiones. Debo admitir mis errores; y aquella nieta, que tanto ignoré, se ha
convertido en la causa principal de ese cambio −concluyó.
−Emilisno convirtió el amor a su hija Lucía como el impulso de su
transformación –repasó Milagrosa−; siempre es el amor la motivación
fundamental. Hace tiempo que él asumió su responsabilidad en la marcha de
Carolina; sabe que ella lo abandonó como respuesta a su actitud, destructiva y
egoísta. Había renegado de su mujer e hija, las mismas personas que usted
repudió; una caída al barranco le ha hecho a usted valorar lo que la vida le ha
dado, y Emiliano iba en caída directa hacia el abismo hasta que el amor por la
niña lo rescató. Por lo que veo, ustedes tienen muchas cosas en común –
remató.
−Lo admito –prosiguió Victorino−. Me he pasado muchos años
considerando que un gesto de ternura era un síntoma de debilidad, una idea
inculcada durante mi infancia y juventud y moldeada en el ejército como
fórmula de combate. A medida que desaparecía ese velo me fui convenciendo
del caudal de vida que cargaba en mi interior. Descubrí el latente amor que
sentía por mi hija, por Encarna, por mi nieta… Al igual que Emiliano, crecí en
lugares embrutecidos, donde se desprestigian los rasgos más humanos y se
alimenta la rigidez prepotente de los ignorantes. Ambientes donde cualquier
relato elaborado desde los sentimientos es objeto de burla; entornos donde
sólo tiene valor esa opinión mediocre y ridícula que detesta los gestos nobles
mediante una arrogancia estúpida. En esos ámbitos sólo se alimenta lo
escabroso, la mediocridad y las bajas pasiones, causantes de la oscuridad y la
decadencia. Creo que algo similar le ha pasado al padre de mi nieta. Cuando
leí la reflexión de Emiliano sobre la novela de Zola llegué a la conclusión de
que él y yo compartimos las heridas de un mismo combate; que caminamos
con las cicatrices que nos han dejado los rigores del mundo. Inspirados por
una sensibilidad pareja, armados con la experiencia de los golpes recibidos,
podemos compartir la lectura de una novela, comunicar vivencias personales y
analizar un mundo en decadencia. Creo que todas las personas deberían
recorrer el sendero de las letras. La vida total está reflejada en la literatura.
Gracias a pensamientos llegados de ese mundo, Emiliano y yo hemos logrado
identificar los caminos que conducen al infierno. La vida nos ha castigado con
parecidos males, cargamos con las huellas de muchas batallas, pero hemos
aprendido a resurgir desde la oscuridad. Cada trauma encierra la semilla de un
nuevo amanecer. A los dos, el amor por la niña nos ha ayudado a liberarnos de
viejas ataduras Mi accidente llegó como una oportunidad para cuestionar mi
pasado y, junto a aquella caída al barranco, también comenzaron a
derrumbarse mis viejas certezas.
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