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Romeo y Benvolio, con antorchas y máscaras, llegaron a la fiesta de los Capuleto cuando la cena ya

había terminado. Los acompañaba Mercucio, pariente del Príncipe de Verona y amigo de Romeo.

-A bailar –dijo Mecucio no bien observo el brillo de la fiesta.

-No estoy con ánimos. Vayan ustedes. Los pies me pesan como plomo –replico Romeo.

-¿Por qué? –Pregunto Mercucio-. El enamorado tiene alas que lo vuelven más ligero.

-Acabo de tener un presentimiento extraño –dijo Romeo-. Creo que lo que comience en esta
fiesta terminara con mi muerte. Vayan ustedes, yo los alcanzo luego.

Benvolio y Mecucio avanzaron hacia el centro del salón, donde ya se bailaba. Romeo se apartó.
Junto a él, había un grupo de personas con máscaras. Eran los dueños de la casa, los Capuleto, con
Tivaldo y nodriza. Miraban Julieta, que bailaba con el noble Paris. Romeo también la miro. Nunca
había visto una mujer así. Su pena de amor desapareció entonces como por encanto. Y con ella, el
rostro de Rosalinda, la damita que la había inspirado, aquella que no amaría nunca. Romeo sintió
que la belleza no compite consigo misma, así como los poemas no se anulas unos a otros. Y la
imagen que ahora estaba viendo no lo devolvía al recuerdo de la otra mujer, sino que lo
transportaba a otro mundo.

-¿Quién es esta dama, que adorna la mano de aquel caballero? –pregunto a un sirviente.

-No lo sé, señor.

-¡Es como una paloma blanca que avanza entre los cuervos! –Pensó Romeo-. No voy a quitarle
los ojos de encima hasta ver donde se detiene cuando termine la música, y que el roce de su mano
bendiga la mía. Ahora me doy cuenta de que nunca antes ame.

Tivaldo, que había escuchado la pregunta de Romeo al criado, reconoció la voz del enemigo.

-Ese infame con su más cara de comediante es Romeo Montesco –dijo con furia al oído de
Capuleto-. Por el honor de mi raza, Voy a matarlo sin culpa, porque ha venido aquí para burlarse
de nosotros.

-¿Pretendes marchar con sangre mi casa esta noche?-. Pregunto Capuleto-. Por otra parte,
¿Qué hay con él? Verona está orgullosa de ese muchacho, virtuoso y buen vasallo.

-No tolerare…

-Toleraras – dijo secamente Capuleto.

El odio tiño de rojo la cara de Tivaldo. Pero, girando sobre sus talones, salió del salón.
Toda la noche, Romeo acecho la oportunidad de acercarse a Julieta. Cuando la vio liberada de
su mano y ella se sobresaltó.

-Sé que, con mi mano indigna, estoy profanado un altar sagrado. Por mi devoción es más
fuerte, y no puede resistirme –dijo Romeo.

-No debería valorar en tan poco tu mano, que tan humilde se muestra, y tan devota como la de
un buen peregrino –le respondo Julieta.

-También mis labios querrían limpiar sus pecados con los tuyos.

-A los labios de los peregrinos solo los mueven las plegarias –siguió el juego Julieta

-Deje que llegue mi plegaria –rogo Romeo.

La beso; hubiera querido hacerlo una y mil veces más, cuando ella le reprocho:

-Vino la mis labios ahora el pecado que tenía a los tuyos.

-¿Un pecado? ¿De mis labios? Devuélveme el pecado, entonces –y Romeo la volvió a besar.

La nodriza llego para interrumpir la escena.

-Tu madre quiere hablarte, Julieta –dijo.

-¿Quién es tu madre? –pregunto Romeo.

-¿Cómo, muchacho? ¿No lo sabes? Su madre es la dueña de esta casa –le informo la nodriza.

-¡Una Capuleto! ¡Qué alto es el precio! Mi enemigo es ahora dueño de mi vida –se lamentó
Romeo.

Se extinguían ya las antorchas y los invitados iban saliendo en grupo. Julieta vio desaparecer
entre ellos la máscara del hombre que acababa de besarla. Ardía con tal fuerza el último beso, que
pensó que si el desconocido desaparecía de su vida en ese momento, la tumba seria su único lecho
de amor.

-¿Quién es ese que se está yendo, el que no bailo en toda la noche? –le pregunto Julieta a la
nodriza.

-Es Romeo, Hijo único de Montesco, el peor enemigo de tu padre –le contesto.

-Mi único amor nació entonces de mi único odio. ¡Rara fuerza que me obliga a amar a mi
enemigo! –se lamento Julieta.

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