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La cuchara de Uri Geller

Para Yrisalvi y Rosita, porque la sangre llama

Ahora sé que perder la virginidad es un asunto más serio de lo que en realidad aparenta. Es el tipo
de cosas que solo te ocurren una vez en la vida, como los dientes de leche, la primera
menstruación o, más concretamente, cuando te mueres. Otro dato: de esos importantes
momentos casi nunca sobreviven recuerdos. Que se sepa, nadie atesora su primera toalla sanitaria
o llega a enmarcar la foto del infarto fatal. A lo máximo que se puede llegar en ese sentido es a
coleccionar colmillitos amarillentos y eso solo si se cuenta con la ventura de una madre fetichista.
Sin embargo, de mi primera vez, sí que conservo algo. Un objeto tonto, sin duda, y que vayan
ustedes a saber por qué he guardado todos estos años.

Esa ocasión la recuerdo como si hubiera sucedido esta mañana, aunque lo cierto es que pasó en el
año 76. Yo recién había cumplido los diecisiete y Rolando, mi novio, tenía meses pidiéndome lo
que en un principio llamaba una «prueba de amor» y luego un «ultimátum».

Rolando era bello. Se parecía a Jesucristo (en realidad se parecía a Robert Powell, el actor que
hacía de Jesús en una película que todavía pasan en Semana Santa) y en aquella época se puso de
moda tener un novio así. Así que yo tenía suerte de tener a Rolando y a Jesucristo en una sola
persona.

Pero Rolando no se conformaba con los besos con sabor a frenillos que nos dábamos en su CJ-7. Él
pretendía algo más que besos y el caso era que yo no estaba preparada para ese tipo de asuntos.
Mi estrategia fue hacerme la loca. Darle largas diciéndole: «papi, espérate uno de estos sábados a
que mamá esté de guardia y probamos, ¿sí?».

Mi mamá era enfermera en la clínica Méndez Gimón y nunca tenía guardia los sábados. Así que la
espera de Rolando iba a ser larga y extenuante. Pero las cosas cuando van a pasar pasan y un
sábado, como a las diez de la mañana, llamaron a mamá de emergencia de la clínica.

Ese sábado Rolando también andaba de emergencia. Se presentó en la casa sin haber llamado
antes. Eso nunca lo hacía y como es lógico me extrañó muchísimo. Tocó el timbre con la insistencia
de un vendedor de Electrolux, como si le hubieran revelado que aquel podría ser su Sábado de
Gloria. De eso me acuerdo clarito porque Henry Altuve anunciaba las atracciones de La Feria de la
Alegría cuando abrí la puerta.

Parecerá infantil, pero aquello me molestó bastante. Los sábados de 4 a 9 eran míos: ese era el
horario de La Feria… y ni que se cayera el mundo me lo perdía. Creo que lo dejé entrar porque en
una mano traía una olorosa bolsa con comida del Meen Nang y en la otra un pote familiar de un
helado de pistacho que la EFE jamás ha vuelto a sacar.

Sin embargo, y para ser justa, creo que la culpable de lo que pasó aquella tarde fui yo. En las
visitas que Rolando hacía a la casa nunca pasó más allá de la sala. Mamá no lo dejaba ni ir al baño
del pasillo. Pero aquel día no sé qué demonios me picó y le dije que fuéramos a ver la tele en el
cuarto. Esa era la oportunidad que había estado esperando Rolando y yo se la puse en bandeja de
plata.

Cuando nos instalamos en la cama a comernos la comida china, Trino Mora cantaba Libera tu
mente. Eso, pienso, fue el principio del fin. Pero me armé de valor y aguanté mi cosa como si
escuchara un aguinaldo de Las voces risueñas de Carayaca. Era temporada de rating y las
atracciones de esa tarde iban a estar muy buenas. Aparte de Trino, también actuarían Águila
Blanca (un viejito ecuatoriano que lanzaba cuchillos disfrazado de sioux), La Momia y Uri Geller. A
Uri Geller era la primera vez que lo veía y ese detalle me iba a costar carísimo.

La comida que había traído Rolando estaba algo picante y rebosaba en frutos del mar. Ese fue otro
golpe: al rato me puse aceleradita y como rochelera. Tanto que tuve que echarme un baño
relámpago para ver si se me pasaba el vaporón. Sin embargo, más vale que no hubiese tenido esa
mala idea. Cuando regresé del baño, el Rolando ya se había quitado la camisa y las medias. Si
mamá llegaba en ese momento, seguro salíamos directo para la jefatura a casarnos. Fue entonces
que me acordé del helado en la nevera y vi la oportunidad de enfriar el momento.

Pero cada salida mía de la habitación significaba una prenda menos en el vestuario de mi novio. Al
volver de la cocina me lo encontré en calzoncillos. ¿Pueden creerlo? Ya me estaba poniendo
nerviosa cuando escuché una voz narcótica que salía del televisor. La voz parecía decir «ahora
quítate la bata y ve a la cama», porque fue exactamente lo que hice como una pendeja.
Uri Geller tenía unos ojos preciosos. Usaba, además, un peinado tipo «totuma» y unos pantalones
de poliéster que le quedaban apretaditos. En eso me fijaba cuando Rolando empezó con la
tocadera.

La primera parte del acto consistía en adivinar el número de cédula de identidad o, en su defecto,
el de una licencia de conducir de alguien del público. «Concéntrense en sus casas», decía Uri Geller
a cada rato y yo

estaba súper concentradísima. Rolando, en el ínterin, me tenía tomada de los pies y me daba
masajes en los tobillos y en las pantorrillas. Rico, la verdad, pero de ahí no hubiese pasado si en
ese instante no le hacen un close up a los ojos del mentalista.

Eso me mató.

Empecé a sudar y me subió una especie de corrientazo desde el cóccix hasta la nuca. Aquel
espasmo me dejó sin coartadas. Horrible. Hasta bizca me puse tratando de desentrañar el misterio
de aquellos ojos en blanco y negro. Ya Rolando había cruzado la frontera como perro por su casa y
venía directo a lo suyo, embalado.

«Concéntrense», repetía el desgraciado de Uri Geller y más concentración de la que yo tenía sí que
estaba difícil. Juro que estaba a punto de salir levitando por la ventana.

Tuve un último chance de salvarme cuando fueron a comerciales pero antes de eso comenzó el
segmento de las cucharas. Uri Geller había invitado a una doña al escenario. Me sorprendió que la
señora mantuviera una mano en alto como si le rezara a un santo. Cuando poncharon a la vieja
reparé en la cuchara que sostenía como si fuera un crucifijo.

Uri Geller le quitó la cuchara a la viejita y, como si fuera a tomarse una sopa muy caliente,
comenzó a mirarla fijamente. La escena tenía su dramatismo. Entonces vino un nuevo close up a
los ojos del mentalista y supe en ese instante que todo estaba perdido.
Acto seguido comenzó a darle con el dedito índice en la parte más delgada, casi con ternura.
Ignoraba lo que pretendía con aquello hasta que la cuchara comenzó a ceder. Parecía como si un
fuego invisible la estuviera derritiendo.

Entonces sentí el pinchazo.

Los bufidos de Rolando en mi oreja hicieron que perdiera toda la concentración ganada hasta ese
momento. En un intento desesperado por recuperarla, eché una mirada al televisor. Uri Geller ya
había pasado a otra cosa. Me parece que intentaba «detener» el mecanismo de un reloj
despertador de Mickey Mouse.

Al siguiente día descubrí, con horror, que Uri Geller había tenido éxito con el reloj: eran casi las
diez. Me había quedado dormida y mamá no tardaría en regresar de su guardia.

El cuarto estaba hecho un desastre y la sábana parecía la bandera del Japón. Rolando no pudo
encontrar sus interiores y se fue diez minutos antes de que mamá llegara. Mientras recogía el
desastre, pude dar con los interiores de mi novio: flotaban como un barco a la deriva dentro del
pote de helado. Pero en el pote también hallaría otro objeto que en un principio me costó
identificar y que, sin embargo, asumiría como otro cierto del mentalista.

En días pasados mi hija me preguntó el porqué todavía guardaba aquella cuchara doblada y
además oxidada. Estuve a punto de hablarle de los ojos de Uri Geller y todas esas cosas. Pero me
callé.

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