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La confianza (2)

Juan M. Batalloso

Cualquier persona con mi edad que se haya parado un poco a observar, comparar y reflexionar
sobre las diferencias entre aquel mundo de nuestra infancia y juventud y el hoy, se habrá dado
cuenta de como los vínculos y las relaciones sociales han experimentado cambios
trascendentales.
Hace medio siglo, no existían eso que ahora llamamos las “redes sociales”, como tampoco la
posibilidad de comunicarse instantáneamente con cualquier ciudadano y mucho menos la
posibilidad de acceder a cualquier tipo de información o de conocimiento utilizando una
pequeña maquinita que podemos llevar en el bolsillo. Sin embargo y a pesar de que carecíamos
de todos estos recursos y artilugios, la seguridad, la confianza, la cordialidad y la solidez con que
nos relacionábamos con nuestros padres, vecinos, profesores, compañeros de trabajo o con el
tendero de la esquina, además de la claridad, transparencia y certidumbre con que recibíamos
los mensajes de aquellas personas que considerábamos significativas o de referencia para
nosotros, siempre nos ayudaba a sentirnos acogidos, seguros e incluso queridos y protegidos.
Utilizando las aportaciones del insigne y eminente sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman, aquel
tiempo era un mundo de relaciones sociales sólidas. El trabajo, el amor, las amistades, los
muebles, el coche o el calzado eran para toda la vida y si algo se estropeaba, o bien lo
arreglábamos y lo reciclábamos, pero siempre pensando que el arreglo o el reciclaje nos duraría
también muchísimo tiempo. En aquellos años, por ejemplo, era impensable que los padres y
madres delegaran sus poderes educativos en todo tipo de instituciones y profesionales, o que
abandonasen a nuestros abuelos a su suerte. Casi todos vivíamos y convivíamos en el seno de
familias nucleares y comunidades vecinales, en las que la convivencia y la comunicación fluida y
cotidiana entre padres, abuelos y nietos, o entre vecinos de un mismo bloque o de una misma
calle o barrio, o entre médicos y pacientes, o maestros y alumnos era algo completamente
normal y natural que formaba parte de nuestro ambiente social. Por el contrario, al decir de
Bauman, hoy vivimos en un mundo de relaciones sociales líquidas, esporádicas, escasamente
duraderas, de usar y tirar, variables, inciertas, inseguras y sujetas al imperio de la
provisionalidad, la caducidad y la obsolescencia programada. Todo se ha hecho relativo,
circunstancial, azaroso y volátil. Y así, no solamente hemos quebrado o disminuido
enormemente nuestras relaciones de confianza, sino lo que es peor: hemos sacrificado los
grandes relatos, utopías y esperanzas en nombre de un relativismo estéril y carente de valores
éticos fundantes que es el que está en la base de toda esta sociedad capitalista de consumo en
la que lo importante es tener, olvidando el ser. En la que lo importante es la innovación, el
cambio, la rapidez, la ganancia a corto plazo, la rentabilidad, la eficacia, el éxito a toda costa, la
adaptación a lo que haga falta, con tal de obtener beneficios o triunfar.
En este marco, todo se compra y se vende: el trabajo, el amor, la amistad, el valor de la palabra
dada, la promesa hecha, el compromiso asumido, el regalo hecho o el acuerdo pactado. Incluso
el agradecimiento, que es a mi juicio una de las mejores expresiones y conductas que propician
la fraternidad, se ha convertido también en una mercancía. Y es que al desaparecer la gratuidad,
la incondicionalidad, el dar sin esperar recompensa o retribución, todo, absolutamente todo ha
sido tragado y reorientado por las supuestas leyes del mercado y del capitalismo salvaje y

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depredador. En este mundo ya no hay agradecimiento, primero porque no queremos reconocer
y aceptar que lo que somos y hacemos se lo debemos a nuestros padres y a las generaciones
que nos precedieron. Segundo porque no queremos depender absolutamente de nadie ni de
nada y creemos que la autonomía personal solamente se define por la capacidad de tener las
cosas que nos dé la gana creyendo que elegimos realmente lo que nos gusta, cuando los gustos
e intereses son dirigidos, modelados y orientados por la gran industria de la conciencia. Y tercero
porque somos cada vez más incapaces de dar o amar incondicionalmente sin espera ni obtener
absolutamente nada a cambio, de aquí por ejemplo, que cuando nos hacen un regalo o nos
ofrecen una invitación, nos sintamos impelidos de inmediato a restituirlo, compensarlo, dejando
así claro que no debemos nada a nadie.
Efectivamente, aquella viejas y válidas instituciones socializadoras de antaño, aquellas
“instituciones de acogida” del ayer como muy bien ha denominado Lluis Duch, están en plena
crisis de subsistencia, afiliación, confianza, vinculación y compromiso. La familia, la escuela, el
partido, el sindicato, la empresa, el grupo de amigos, la asociación de vecinos, etc. sufren
también del mal de nuestro tiempo, están afectadas también de desconfianza e individualismo.
Un individualismo que se retroalimenta de rutina, burocracia, pero sobre todo de cosificación
utilitaria y mercantil de las relaciones sociales, que sin apenas darnos cuenta, nos ha conducido
al deterioro de la confianza y de la mutua cooperación y colaboración. Y cuando se pierde la
confianza, cuando se hace imposible la colaboración, la participación, la comunicación y la
expresión de nuestro ser en la familia, en nuestros centros de trabajo, en las organizaciones
sociales, en la ciudad, el barrio o en nuestra propia calle, o en la realización de pactos de
gobierno, todo tipo de males sociales de sufrimiento y dolor individual entran en escena.
Dice el eminente filósofo, teólogo y sacerdote ortodoxo francés Jean-Yves Leloup, que el tiempo
que vivimos es un tiempo de soledad y desamparo, de apariencias de compañía y vínculos que
ocultan un mundo social de separaciones, aislamiento e incomunicación, un tiempo en el que
«…dormimos entre las mismas sábanas de un mismo lecho, pero no con los mismos sueños;
comemos en la misma mesa en la que los muros de la incomunicación nos apartan de la
convivencia; soledad en medio de la multitud, con los propios amigos, con los familiares que no
llegan a comprender o ya no comprenden lo que estamos en camino de vivir. La soledad de
aquel que fue traicionado en su confianza o fidelidad… la soledad de aquellos que están aislados
de todo el mundo porque son pobres o demasiado feos, o son culpados porque están “de más”
y no hay lugar para ellos en nuestras miradas, en la escucha o en el deseo…» (LELOUP, J.Y; 2001:
96)
Si a la soledad, la desesperación, el sinsentido, la enajenación o el vacío existencial que
produce la crisis de confianza de nuestro tiempo, le sumamos las crecientes dificultades y
obstáculos que las organizaciones e instituciones sociales tienen para contribuir a nuestro
desarrollo humano, además de los efectos de la crisis del estar en nuestra condiciones
materiales de existencia, el panorama no puede ser más incierto y sombrío. Por ello urge
plantearse una revisión del estado de nuestra convivencia social al mismo tiempo que damos un
repaso a aquellos aprendizajes que únicamente podemos realizar mediante la inserción,
participación y recreación de nuestros grupos, organizaciones e instituciones sociales. Una
recreación que exige sin duda, además de un nuevo papel de los individuos en las mismas, un
tratamiento eficaz y saludable que posibilite, no sólo la limpieza y curación de las enfermedades
funcionales colectivas (rutinización, cosificación, burocratismo, corrupción, mercantilismo,
clientelismo, desconfianza, deshumanización, explotación, etc ) sino también la creación de
nuevas formas de convivencia, organización y participación. Y para eso, nada hay mejor a mi

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juicio, que pisar el metro cuadrado que habitamos tejiendo redes y espacios de encuentro,
fraternidad, alegría, cariño y solidaridad.

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