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C) La Colonia tardía, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, y que desde
el punto de vista de la historia cultural se enlaza con el desarrollo de los estados
nacionales.
Vamos a centrarnos, por su más directa relación con el tema que nos ocupa, en
esta segunda gesta, ya que la historia del descubrimiento y conquista de lo que
ahora es la República del Ecuador es la misma historia del descubrimiento y
conquista del Perú, al ser descubierta la tierra ecuatoriana por los españoles que
en busca del Perú vinieron con Pizarro a estos territorios del continente
sudamericano, y la conquista del Reino de Quito fue fraguada por Sebastián de
Belalcázar, adelantado de Francisco Pizarro, dentro de cuya gobernación estaban
incluidas las provincias que actualmente componen el Ecuador. Por ello, también
las fuentes de la Historia del Ecuador, en este período, son las mismas que las de
la Historia de Perú.
Ambos, deseosos de lograr sus sueños de aventuras y riquezas que les llevaron
al Nuevo Mundo, y al no ser ya jóvenes ninguno de los dos, deciden buscar
apoyo económico para su empresa de conquista de Perú. Paralelamente, el
Licenciado Espinosa, fiscal en el juicio contra Balboa, deseaba invertir parte de
su cuantiosa fortuna en esta empresa, aunque de un modo secreto dado que se le
podía creer cómplice en una maquinación para deshacerse de Balboa y
aprovecharse de sus descubrimientos. Espinosa logró sus fines al contar con la
ayuda de Hernando de Luque, canónigo de la Catedral de la Antigua del Darién y
entonces Vicario de Panamá, que se presentó públicamente como socio de la
empresa.
Tras varios días de lenta navegación llegaron al puerto de Piñas, último hito
reconocido por Andagoya. Posteriormente, y ante la carencia de víveres y agua,
arribaron a un punto costero, al que más tarde llamaron Puerto del Hambre, en el
que decidieron permanecer un grupo mientras Montenegro volvía a la isla de las
Perlas por vituallas. Pasadas seis semanas regresó éste, encontrando que algunos
compañeros habían muerto y el resto se hallaba demacrado y abatido, habiéndose
alimentado de raíces amargas, bayas y algunos mariscos.
Una vez recuperados continuaron hacia el Sur hasta un punto que denominaron
Pueblo Quemado, donde encontraron gran resistencia indígena. Los compañeros
de Pizarro le pidieron regresar a Panamá y así se hizo, recalando en el Puerto de
Chicama, cerca de aquella ciudad.
Almagro, que había partido poco después que Pizarro, avanzó hasta Pueblo
Quemado buscando a su compañero, y al no encontrarlo continuó hacia el Sur
hasta un río que llamaron de San Juan (Sur de Colombia), punto en el que
decidieron regresar, localizando a éste en Chicama, que no había podido entrar en
Panamá por orden del Gobernador, dada la carestía de alimentos hasta la
recolección de los maizales.
Renovando otra vez en Panamá el primer contrato, por el cual se obligaban los
socios a dividir en tres partes iguales todo lo que se lograse de la conquista,
resolvieron que Pizarro se adelantara con tres naves, ciento ochenta hombres,
veintisiete caballos y las provisiones de alimentos y armas que se habían
conseguido hasta entonces; mientras tanto Almagro se disponía a seguirle,
llevando nuevos refuerzos. Arreglada así la partida, Pizarro salió de Panamá a
principios de enero de 1531 y, aunque se dirigió inmediatamente para Túmbez,
tomó puerto en la Bahía de San Mateo (Esmeraldas) a los trece días de
navegación, desembarcaron los caballos para que fuesen por la orilla del mar y
los navíos costeando, a fin de poder prestarse mutuamente auxilio ante cualquier
eventualidad. Entonces fue cuando por segunda vez hollaron los conquistadores
españoles la tierra ecuatoriana y cuando se inició de forma definitiva el fin del
imperio incaico.
Con el botín recogido, Pizarro acordó enviar dos navíos, uno a Panamá y otro a
Nicaragua, para estimular la codicia de los habitantes de estas colonias y hacer
que se uniesen a la empresa de la conquista. Entre la ida y vuelta de los barcos
transcurrieron siete meses que los españoles pasaron en esta población y su
entorno. Esto, unido a la dureza del clima, redujo el número de hombres y las
fuerzas de los que sobrevivieron.
La isla de la Puná estaba, según reflejan las crónicas, habitada por una raza
esforzada y belicosa, tenía varios pueblos y se hallaba gobernada por seis
caciques, supeditados al control de un Cacique principal, en este caso Tumbalá, y
con una población que ascendía, aproximadamente, a unos veinte mil individuos.
Contaban con bosques frondosos en diversos puntos de la isla y una gran parte de
ella se encontraba cultivada con grandes sementeras de maíz, huertas de cacao y
otras plantaciones, aunque su mayor riqueza se encontraba en el comercio de la
sal, con la que los isleños comerciaban tanto con distintos puntos de la costa
como del interior y de la sierra.
Ante esta situación Pizarro, que pensaba en esta última como la puerta del
imperio peruano, planeó granjearse su amistad a costa de los punáes, aunque sin
cerrar la posibilidad de contar con éstos en caso de tener que controlar a los
tumbecinos por la fuerza de las armas.
Los indios intentaron varias veces emboscar a los españoles, aunque sin
resultado ninguno, salvo la captura de Tumbalá y otros diecisiete señores que
estaban reunidos preparando la guerra a los españoles. Pizarro puso en manos de
los tumbecinos a estos señores locales que fueron decapitados, mientras que
conservó la vida a Tumbalá, aunque quedó hecho prisionero.
Todo ello provocó el estallido de la guerra entre los punáes y los españoles.
Combate desigual en el que los indígenas lo tenían todo perdido, pese a lo cual su
resistencia es digna de resaltar.
Durante veinte días los españoles estuvieron batallando en dos frentes: uno en
el campamento de tierra y otro en el mar, donde tenían que defender los navíos
de los intentos de hundimiento por parte de conjuntos de balsas. Paralelamente se
iban quemando las sementeras y las familias abandonaban la isla.
En seis meses que estuvieron los españoles en la Puná la isla pasó de ser un
territorio floreciente y densamente habitado a ser un terreno asolado y yermo, y
con una población ampliamente diezmada.
Entre la Puná y Túmbez mediaban unas doce leguas que, en las balsas de los
indios, se recorrían en dos días, aprovechando los reflujos de las mareas. En las
balsas acomodaron toda la impedimenta y pusieron a los enfermos, mientras que
los caballos y la demás gente debían trasladarse en los navíos. De esta manera
abandonaron los españoles el territorio ecuatoriano y se cierra la primera fase de
conquista, aunque no de asentamiento, puesto que aunque en él habitaron durante
bastante tiempo, no fundaron ninguna colonia estable.
En San Miguel, que se tenía como entrada para las recién descubiertas
provincias de Perú, Belalcázar tenía como misión organizar la vida de la colonia,
controlar su desarrollo y el estado de sus moradores y vigilar por los intereses de
Pizarro, estorbando la llegada de aventureros, que atraídos por los tesoros de Perú
llegaban para internarse en el país y hacer descubrimientos por su propia cuenta,
sin subordinación a la autoridad que le había conferido el Emperador. Tras su
salida de Cajamarca, Belalcázar se encontraba ya, en noviembre de 1533,
ejerciendo el cargo que Pizarro le había encomendado.
Tras unos días de duelo en los que se celebraron gran cantidad de ceremonias
fúnebres, se acometieron los preparativos para la guerra que se avecinaba contra
los conquistadores españoles. Se forjaban nuevas armas y se aprestaban las
antiguas, mientras que los sacerdotes consultaban los oráculos y con grandes
sacrificios de sangre conjuraban a sus dioses. Así prevenidos estaban los
indígenas cuando Belalcázar apareció en los límites del reino, en su carrera con
Alvarado por la conquista.
De hecho, según reflejan las crónicas, los cañaris al tener constancia de que
Rumiñahui preparaba un poderoso ejército para hacer frente a los conquistadores,
temerosos de la suerte que podrían correr caso de sucederse la victoria de los
quiteños, mandaron emisarios a San Miguel pidiendo a Belalcázar que fuese en
su auxilio y ofreciéndole su alianza para la conquista del territorio. Este,
contando con las gentes que habían llegado desde Nicaragua y Panamá y con los
ejércitos cañaris, aceleró su salida de San Miguel.
Estando en esta tesitura, un español llamado Juan Camacho dijo que un indio
que con él iba conocía un camino para salir del lugar donde se encontraban,
llevándoles hasta Riobamba. Así, nuevamente durante la noche los españoles
parten del campamento burlando la vigilancia de los quiteños. Estos, al
percatarse de la marcha de los españoles, les persiguen, siendo localizados cerca
de Riobamba por una avanzadilla del ejército (recordemos que el ejército de
Rumiñahui era muy numeroso y, por tanto, se movía con lentitud) que asalta a la
retaguardia hispana compuesta por unos treinta jinetes, a los que Belalcázar tiene
que enviar ayuda para contrarrestar el impulso indígena. En esta situación se
llegó hasta la noche, retirándose los quiteños y velando toda la noche los
españoles.
Una nueva emboscada había sido preparada por Rumiñahui en esta zona, pero
Belalcázar y los suyos pudieron librarse gracias a la ayuda de un quiteño llamado
Mayu al que Rumiñahui había convertido en eunuco y que en venganza
comunicó a los españoles como, sabedores del mejor manejo hispano de la
caballería en el llano, Rumiñahui había jalonado de nuevos huecos con estacas
todo el llano que frente a ellos se abría, y al que los ejércitos quiteños tenían la
intención de desplazar. Belalcázar, gracias a esta información, se separó del
camino y marchó por un estrecho collado muy dificultoso para hombres y
animales, pero que dio con ellos en Riobamba. Mientras tanto se produjeron un
sinfín de pequeñas refriegas que fueron minando la resistencia de ambos
ejércitos, aun cuando los españoles pudieron descansar en torno a los diecisiete
días ya que encontraron abundancia de comida y agua, así como algo de oro.
Esta continuó siendo muy penosa dadas las continuas escaramuzas de los
indígenas, algunas de ellas de entidad, como es el caso de Ambato «en el río de
Panzaleo, antes de Latacunga» y en Uyumbicho, donde los indígenas se
fortificaron creando una gran resistencia a los españoles. Éstos llegaron
finalmente a la ciudad de Quito, llenándoles de desaliento ver como ésta había
sido, en gran parte, reducida a cenizas.
Una vez llegado a Jauja, Almagro partió hacia San Miguel de Piura en donde
reunió alguna gente y marchó hacia Quito. En Riobamba tuvo que combatir
contra un pequeño ejército, pero lo venció sin mucha dificultad y, finalmente,
llegó a Quito desde donde mandó las ya citadas órdenes a Belalcázar.
Cuando éste llegó a Quito, Almagro le reconvino por marchar hacia estas
tierras sin contar con el permiso de Pizarro, lo que provocó una fuerte discusión
que se zanjó tanto por la prudencia de Almagro, como por la necesidad de hacer
causa común ante el avance de Alvarado. De mutuo acuerdo decidieron
retroceder hasta Riobamba donde mejor podrían oponerse a éste. A esta
población llegaron en los primeros días de agosto de 1534.
Al tomar tierra tuvieron noticias, por boca de algunos indios que capturaron,
que hacía unos veinte días había pasado por allí «un tal Fernán Ponce, con muy
mal viaje porque se le murieron todos sus caballos». Suponemos que este
expedicionario era Hernando Ponce de León, compañero de Gabriel de Rojas,
castellanos distinguidos en el cerco del Cuzco.
Alvarado, sin embargo, no llevaba sólo un ejército, sino que «acarreaba» con
una verdadera población compuesta de soldados, mujeres, esclavos negros y gran
cantidad de indios, traídos en gran parte de Guatemala, a los que se unían los que
iba capturando en las costas de Manabí. Su destino era Quito, atraídos por la
fama de sus riquezas, pero sin seguir una ruta fija, sin un rumbo conocido, así es
que, aun siendo corta la distancia que hay entre Quito y la provincia de Manabí,
Alvarado tardó unos cinco meses en salir de los bosques del litoral a los llanos
interandinos del Ecuador.
Días más tarde, el Capitán Diego García de Alvarado, que iba de avanzadilla,
mandó a su hermano la noticia de haber encontrado buena tierra, junto con 25
llamas de un rebaño con las que paliar el hambre de los expedicionarios. Habían
llegado a uno de los repechos occidentales de la cadena occidental andina, pero,
para llegar a las llanuras y valles interandinos donde estaban las grandes
poblaciones indígenas, todavía les faltaba ascender a las cimas y páramos, para
posteriormente bajar nuevamente al poblado callejón interandino.
Finalmente, a mediados del año 1535, tras más de seis meses de cárcel y
tortura, intentando inútilmente hacerle confesar dónde había escondido el
«fabuloso» tesoro de Quito (¿llegaría a existir?), Rumiñahui es asesinado por los
españoles.
EXPEDICIONES A LA AMAZONIA. Tras la conquista de los territorios
del antiguo reino de Quito, las leyendas sobre El Dorado y Canelos cobraron
nueva importancia. Resurgió el afán de descubrir nuevas tierras y conseguir un
rápido enriquecimiento.
En Zumaco tuvieron que asentarse para esperar que pasase la estación de las
lluvias, alimentándose de raíces, bayas, hierbas, ranas y serpientes. Terminadas
éstas continuaron su ruta entre constantes paisajes de tupidos bosques, con el
ánimo decaído y el cuerpo extenuado. Al llegar a un sitio llamado Guema
resolvieron construir una pequeña embarcación para seguir su viaje por el río, lo
que les costó gran trabajo. En este «barquichuelo» como ellos lo designan,
embarcaron a los enfermos junto con todo lo que les dificultaba la marcha,
avanzando un grupo por la orilla, mientras los otros navegaban por las aguas del
Coca.
Unos indios con los que toparon les hablaron de una ciudad deshabitada, rica
en provisiones de oro, a sólo diez días de camino, en la confluencia de los ríos
Coca y Napo. En la balsa construida enviaron a 50 soldados al mando de
Orellana con el propósito de que buscara la ciudad y volviera rápidamente con
víveres, era el 26 de diciembre de 1541. Para entonces la situación era
desesperada, unos 2.000 indios y decenas de españoles habían muerto ya de
hambre. Dos meses después, sin noticias del grupo de Orellana, Gonzalo Pizarro
llega al punto indicado por los indios, pero allí no hay ninguna ciudad; los indios
había mentido para salvar su vida. La situación era tan desesperada que llegaron
a alimentarse de las suelas de sus botas y de las correas y arzones de las sillas de
montar, después de hacerlas hervir durante largas horas. A principios del mes de
junio de 1542 los supervivientes entraron en Quito «descalzos y desnudos»; para
ellos la expedición había acabado. Habían muerto más de un centenar de
españoles, y de los 4.000 indios no quedaban más que un centenar.
Con las dos embarcaciones siguieron río abajo, a la deriva, sin saber nunca qué
les esperaba a la vuelta de cada recodo. A medida que avanzaban erigían toscas
cruces de madera, dando a entender que tomaban para sí, y en nombre del Rey,
estas tierras recién descubiertas, tropezando en su ruta con numerosas tribus
indígenas. Algunas les dieron alimentos (principalmente pavos, tortugas,
papagayos y frutos), así como adornos de oro y plata; otras, por el contrario, les
atacaban con flechas envenenadas, tan mortíferas, por pequeña que fuese la
herida, que sólo podían, rápidamente tras ser heridos, cauterizarla con un hierro
al rojo vivo o cortando un trozo de la carne allí donde se había producido el
contacto, aunque muchas veces los españoles morían entre espantosas
convulsiones. En una ocasión, unos 10.000 indios acosaron, desde la orilla y en
canoas, a los españoles, pero los arcabuces lograron hacerles huir asustados.
Con frecuencia habían oído relatos acerca de una tribu de «amazonas» que
vivían en casas doradas, que toda su vajilla era de oro, que se amputaban el seno
derecho para poder disparar mejor sus arcos y que no admitían en sus dominios,
sino en las fechas destinadas a la procreación, a los varones de las tribus vecinas.
De hecho, los españoles a su regreso relataron que cerca de Obidos se habían
visto atacados por Amazonas, «muy altas, robustas, rubias, con largas cabelleras
recogidas en trenza, con las caderas cubiertas de pieles, y con arcos y flechas en
sus manos». El ambiente espectacular de los caudalosos ríos, los árboles y
animales desconocidos, el amenazante verdor de los bosques que llegaban hasta
las mismas orillas de los cauces propiciaron este tipo de fantasías, sin ninguna
base de realidad. A este relato deben su nombre el gran río sudamericano y la
jungla adyacente.
Sobre el otro nombre, el de Marañón, hay dos hipótesis: una dice que éste se
debe a una fruta que abunda en sus riberas; la otra afirma que se debe a la
admiración que causó su anchura en un navegante portugués, que le hizo
exclamar en su idioma natal «¿Mare o nom?», pero esta versión parece, como
tantas otras referencias al inmenso río, de carácter puramente legendario.
Hay pocos datos sobre la etapa final de su vida. Sólo sabemos que llegó a la
boca del Amazonas el 20 de diciembre de 1545 con suerte adversa en todos los
sentidos, pues debió soportar grandes tempestades, unas fuertes epidemias y
ataques de los indios. Aquejado de fiebres malignas, murió en diciembre de
1546. Nadie sabe dónde fue enterrado. La inmensa selva se tragó su secreto para
siempre.
Loja fue fundada, en el antiguo territorio ocupado por los Paltas, por el capitán
Alonso de Mercadillo, en el año 1548, cumpliendo órdenes del entonces
Gobernador de Quito Gonzalo Pizarro. Parece ser que esta fundación es
definitiva, aunque hay datos que apuntan a la existencia de un primer
asentamiento, de escasa duración e importancia.
Santa Ana de los Ríos de Cuenca fue fundada por el capitán Gil Ramírez
Dávalos, el 12 de abril de 1557, cumpliendo órdenes de Don Andrés Hurtado de
Mendoza, Marqués de Cañete y Virrey del Perú en aquel entonces. El sitio es-
cogido fue el ocupado por la Tomebamba indígena, la antigua capital de los
Cañaris.