organismos complejos sólo intervenían proteínas. Sin embargo, un sistema regulador hasta ahora desconocido, basado en el ARN, podría encerrar las claves del desarrollo y la evolución John S. Mattíck Quedan ya muy lejos aquellos tiempos en los que el concepto de “un gen, una proteína” nos simplificó considerablemente la comprensión de la genética. Daba igual que no supiéramos concretamente el gen que codificaba para determinado carácter, podíamos imaginar una porción concreta de ADN para explicar casi cualquier transmisión hereditaria de rasgos variables. Esto, unido a las ya conocidas mutaciones, supuso una base práctica fundamental para entender la fuente de variabilidad heredable de todos los organismos. El redescubrimiento de las leyes de Mendel en los albores del siglo XX, la subsiguiente teoría cromosómica del la herencia y el posterior descubrimiento de la estructura molecular del ADN ya mediado el siglo, permitieron no solamente definir teóricamente el concepto de gen, sino también ubicarlo material y estructuralmente. Y eso a pesar de que no todo encajaba con aquellos primeros guisantes amarillos y verdes. Había rasgos que no seguían la predicción de esta genética simplificadora. Algunos caracteres se heredaban y manifestaban de forma diferente en machos y hembras, y aprendimos los conceptos de herencia ligada al sexo. Otros no seguían una distribución ajustada a la teoría, y calificamos de “herencia no mendeliana” a un heterogéneo conjunto de caracteres que parecían estar controlados por varios genes simultáneamente. También descubrimos que existían genes fuera de los cromosomas o, mejor dicho, que existían otros cromosomas además de los nucleares, y el ADN mitocondrial se convirtió en otro factor de variación con unas leyes de herencia diferentes. Las consecuencias del concepto de gen para la teoría evolutiva fueron inmensas, permitiendo comprender como una pequeña mutación puntual podía alterarlo y generar así una proteína anómala, originando una variabilidad que podía ser seleccionada por el medio de forma muy lenta y gradual. No hay que olvidar que las bases biológicas de esta variación, así como su mecanismo de herencia supusieron la mayor laguna en la teoría original darwinista. De hecho, Darwin llegó a adoptar la teoría de la pangénesis hipocrática para intentar superar el escollo (Darwin, 1868; Olby, 1963). Sin embargo, los desconcertantes descubrimientos de los últimos años y especialmente los desprendidos de la secuenciación de los genomas completos de diferentes organismos -incluyendo el humano-, no solo han llevado a desechar definitivamente aquella cómoda idea de correspondencia biunívoca entre un gen y una proteína, sino que hacen que hoy nos estemos replanteando las bases mismas de la variabilidad genética. Intrones y variabilidad proteínica Un intrón es una fracción de ADN que no codifica proteínas y se encuentra inserta en el interior de un gen codificante. El intrón debe ser eliminado del ARN transcrito para que éste pueda ser traducido en una proteína. Aunque el concepto se conoce desde los años 70 del pasado siglo, durante mucho tiempo se pensó que eran porciones no funcionales, de manera que se llamó “exones”(expressed region) a los fragmentos de ADN codificantes -y se transcribían al ARN- e “intrones” (intragenic region) a las porciones no codificantes y supuestamente sin función (Gilbert, 1978, 1987). De esta forma, un gen consistiría en una serie de exones entre los que se intercalan uno o varios intrones no codificantes y las proteínas se formarían a partir del ensamblaje de los exones (Blake, 1978). Además, ya desde su descubrimiento, se postuló la posibilidad de que los intrones representaran puntos de propensión a la recombinación, lo que permitiría el aumento de la variabilidad de genes disponible. El propio Gilbert (1987) considera la posibilidad de que los exones se correspondan con subunidades estructurales y funcionales de las proteínas, que podrían ser intercambiadas según se combinaran estos exones. Hoy sabemos que cerca del 30% del ADN de los eucariotas está formado por intrones, mientras que los procariotas carecen de ellos. Este nuevo modelo establece una estructura modular para los genes de los eucariotas, abandonando la antigua concepción de los genes como cadenas lineales e ininterrumpidas de nucleótidos, a la par que se establecía la posibilidad de que un único gen pudiera producir diferentes proteínas, según como se recombinaran sus exones. La secuencia completa del gen se transcribe al ARNm, de tal forma que este transcrito primario no es directamente funcional, ya que primero debe sufrir un proceso de corte y empalme denominado splicing, para eliminar los intrones (Fig. 1).
Figura 1. Proceso de splicing en un ARNm
Un aspecto tan importante como revolucionario para nuestros conceptos tradicionales de transcripción es que durante el proceso de splicing pueden producirse distintas alternativas de combinación de los exones (splicing alternativo), de tal manera que a partir del mismo pre ARNm pueden obtenerse diferentes proteínas (Brett et al, 2001) -Fig. 2-. De esta forma, la cantidad y variabilidad de proteínas posibles aumenta considerablemente sin que lo tenga que hacer el número de genes; de hecho, se calcula que en el ser humano, cerca del 50% de transcritos primarios son susceptibles de sufrir splicing alternativo. Estos descubrimientos han hecho abandonar también el concepto de “un gen, una proteína” de forma definitiva.
Figura 2. Ilustración del proceso de splicing alternativo
Y es precisamente en los mecanismos de control de este proceso se encuentra otro de los descubrimientos más importantes de los últimos años: la regulación del mismo no se realiza exclusivamente mediante proteínas, sino que los propios intrones pueden funcionar como ribozimas, regulando el proceso de splicing que recibe en este caso el nombre de autoesplicing (Mattick, 2004, Petit, Ruiz & Barbadilla, 2007).
Los interruptores genéticos
Los intrones no representan el único tipo de ADN no codificante que interviene en la regulación genética. Otro tipo muy interesante de mecanismo de control está constituido por los interruptores genéticos (Carrol, Purd’home & Gompel, 2008). Sabemos desde hace tiempo que tanto en procariotas como eucariotas, al comienzo de la secuencia codificante de un gen aparece una sección de ADN denominada promotor, que es capaz de activar o desactivar la transcripción del gen, proceso que suele estar mediado por proteínas específicas llamadas factores de transcripción. Sin embargo, los denominados interruptores genéticos son estructuras distintas a los promotores y que están constituidos por dos elementos: los potenciadores y los factores de transcripción. Un potenciador o intensificador es un fragmento de ADN no codificante, que puede encontrarse a cerca del gen o alejado de éste -incluso a miles de nucleótidos de distancia- y que presente unos lugares específicos de unión para los factores de transcripción, que son un tipo determinado de proteínas. Cuando los factores de transcripción se unen al potenciador, el gen se «activa», produciéndose la transcripción. Figura 3: La maquinaria transcripcional de levaduras. Tomado de Cramer (2006)
Lo verdaderamente importante es que muchos genes
tienen más de un potenciador y, por lo tanto, más de un «interruptor». De esta forma, un mismo gen puede expresarse en momentos diferentes y tejidos diferentes, dependiendo del interruptor activado en cada uno de ellos. Esto permite, por ejemplo, que un único gen juegue su papel en distintos momentos y lugares del desarrollo del organismo, existiendo un control independiente para cada uno de ellos. Regulación genética y evolución A pesar de que en el apartado anterior únicamente hemos expuesto muy someramente algunos de los sistemas de regulación genética que hoy conocemos, se hace evidente que las consecuencias de estos descubrimientos para nuestros conceptos de cómo se produce la variabilidad y la evolución de los organismos son de suma importancia, máxime cuando pueden ayudar a comprender -o al menos marcar el camino para comenzar a hacerlo- los últimos interrogantes expuestos por los estudios de secuenciación de genomas. Uno de los resultados del proyecto Genoma Humano que más chocó con lo que tradicionalmente se pensaba, fue la pequeña cantidad de genes funcionales encontrados. De unas estimaciones que en ciertas épocas alcanzaron los 150.000 o 250.000 genes, se ha pasado a comprobar que el número de genes codificantes en el ser humano parece encontrarse entre 15.000 y 20.000, es decir, diez veces menos. La comparación de nuestro genoma con el de otras especies arroja resultados no menos sorprendentes: no nos diferenciamos tanto de ratones y moscas como pensábamos. Un ratón y un humano tienen una coincidencia en genes del 99%. Esto no significa que no haya diferencias, tanto en número como en la secuencia de estos genes, pero indiscutiblemente, tanto el número de genes como su estructura, se ha conservado bastante bien durante la evolución. Pero, si no nos diferenciamos tanto en cuanto a genes estructurales, ¿a que se deben las enormes diferencias anatómicas observables en eucariotas?. Muchos autores están apuntando precisamente al ADN no codificante: a los diferentes tipos de reguladores génicos, mucho más variables y menos conservados evolutivamente que los genes codificantes. Comprender como puede se pude producir variación y de que tipo cuando una mutación afecta a un regulador es mucho más complejo que hacerlo sobre genes codificadores de proteínas, donde la alteración de la secuencia de ADN se traduce directamente en una alteración de la secuencia de aminoácidos de la proteína para la que codifica. Las pequeñas mutaciones en el ADN regulador pueden producir efectos mucho más grandes que las producidas en la secuencia codificante. Desde la ausencia o presencia de subunidades proteicas enteras, si se produce una alteración en un intrón que regula el splicing del ARN, hasta la inhibición total de la traducción, si la mutación tiene lugar en uno de los potenciadores o genes codificadores de factores de transcripción. Dado que existen reguladores para distintos tipos de tejidos y momentos del desarrollo, una mutación en éstos puede producir la alteración, ausencia o presencia de proteínas únicamente en un momento o en una región corporal dada, mientras que una mutación en un gen estructural condena a la alteración a presentarse en todo el organismo. Podemos finalizar con un ejemplo bastante bien estudiado para comprender la potencialidad de estas mutaciones analizando la acción del gen Yellow de Drosophila. Este gen es responsable de la coloración oscura de estas pequeñas moscas, presentando diferentes potenciadores para distintas partes del cuerpo, entre ellas alas y abdomen, con sus respectivos juegos de factores de transcripción. A lo largo del desarrollo, el gen Yellow se expresa moderadamente en todo el organismo, dando un color gris pardo de base. En el tórax y gran parte del abdomen, la coloración es mucho más oscura, debido a que existen interruptores específicos que se activan en estas regiones corporales. Así, una forma ancestral de Drosophila presenta alas grises y abdomen con bandas oscuras. En algunas especies ha desparecido un lugar de unión para factores de transcripción en el potenciador del gen Yellow del abdomen. Al no activarse el gen en esta región, estas moscas presentan un abdomen claro, mientras el tórax permanece oscuro. Otras especies han sufrido un cambio inverso: ha surgido un nuevo lugar de fijación para factores de transcripción sintetizados en las alas y estas especies presentan manchas oscuras en las mismas, independientemente de la coloración del resto del cuerpo. Un ejemplo similar en el ser humano es el caso de la proteína Duffy, que desempeña diferentes funciones en el cerebro, bazo, riñones y globulos rojos. En estos últimos, la proteína Duffy forma parte de un receptor de membrana que es donde se fija el parásito causante de la malaria, Plasmodium vivirax. La gran mayoría de la población de África occidental ha perdido la proteína Duffy en los glóbulos rojos, volviéndose más resistente a la malaria, mientras que sigue existiendo en el resto de los órganos. En este caso, la pérdida se ha producido por una mutación puntual que modifica de una única base nitrogenada -convierte una Timina en una Citosina- en el intensificador del gen Duffy en los eritrocitos, lo que lo inutiliza. Tanto en el gen Yellow de Drosophila como en el gen Duffy humano, la mutación del gen estructural produciría un efecto en todo el organismo, sin embargo, la mutación en el intensificador produce efectos en determinadas partes del cuerpo, mientras en el resto la actividad sigue siendo completamente normal. Es indiscutible que las mutaciones en el ADN regulador han jugado un papel importantísimo en la evolución, pudiendo además explicar fenómenos que resultan muy difíciles de comprender mediante modificaciones graduales de los genes estructurales. Referencias Blake, C. C. F. 1978. Do genes-in-pieces imply proteins-in- pieces? Nature, 273: p. 267 Brett, D., Heike Pospisil; Juan Valcárcel; Jens Reich; Peer Bork. 2001. Alternative splicing and genome complexity. Nature Genetics 30: 29-30 Carrol, S.B.; Prud’homme, B. & Gompel, N. 2008. La regulación de la evolución. Investigación y Ciencia. 382:24- 31. Cramer, P. 2006. Dos premios Nobel para el RNA. Química viva.Recursoonline:http://www.quimicaviva.qb.fcen.uba.ar/v 5n3/cramer.htm Darwin, C. R. 1868. The variation of animals and plants under domestication. London: John Murray. Gilbert, W. 1978. Why genes in pieces? Nature, 271:501. Gilbert, W. 1987. The Exon Theory of Genes, in Cold Spring Harbor Symposia on Quantitative Biology, Vol. LII: Evolution of Catalytic Function, pp. 907-913. Mattick, J. S. 2004. Los intrones. Investigación y Ciencia. 339: 26-33. Olby, R.C. 1963, Charles Darwin’s Manuscript of Pangenesis.The British Journal for the History of Science, 1:251-263 Petit, N; Casillas, S; Ruiz, A; Barbadilla, A. 2007. “Protein Polymorphism Is Negatively Correlated with Conservation of Intronic Sequences and Complexity of Expression Patterns in Drosophila melanogaster” Journal of Molecular Evolution Vol. 64, No. 5, pp 511-518.