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“¿Cómo pensar, cómo hacer poesía, como crear entre tanta desolación, entre tanto caos,
entre tanta injusticia que afecta incluso a los indefensos niños? (p. 4)
“No podía desprenderse de esa obsesión por conocer todas las culturas, todas las literaturas
como manifestaciones de la idiosincrasia de un pueblo, todas las filosofías y todas las visiones
del Cosmos” (p. 9)
“En los momentos de inefable éxtasis, cuando su alegría, su gozo y su fuerza eran perceptibles
por doquier, hacíase adalid de la más radical libertad, de la ausencia de todo límite más allá de
la inherente frontera del ansia humana inabarcable e insaciable. ¡Todo era sugestivo para
Alexander […]! De toda realidad, por minucia que pudiese parecer, extraía Alexander nuevas
ideas, encontraba inspiración para meditar sobre las primeras y últimas cuestiones de la vida”
(pp. 10-11)
“En las comidas Alexander evadía ya la conversación y la tertulia, y se limitaba a escuchar las
anécdotas que algunos de sus hermanos contaban sobre sus trabajos y labores, historias que él
desestimaba o incluso despreciaba, preocupado y concernido por cuestiones de mayor
trascendencia, por cuestiones que atañían a la esencia misma del conocer y del ansia humana
por saber y que enardecían la llama, el fuego de sus deseos sapienciales con mayor y mayor
fuerza. Había dejado ya su pluma en un perdido mueble de su habitación. Ya no quería escribir,
plasmar con entusiasmo sus proyectos e ideas, sino que se refugiaba en los escritores y en las
narraciones de la altura y de la nobleza de los tiempos pasados, que tanto le fascinaban. De
poder ser, se trasladaría simultáneamente a todos los tiempos más insignes de la Historia, y
conocería a los más grandes sabios, a aquellos con quienes solía conversar a solas durante la
atenta lectura de sus libros” (p. 11)
“Como suele suceder a muchos hombres eruditos, amantes del saber y de las letras, que
empiezan por un libro de una cierta materia y, siguiendo ese fascinante proceso en cadena que
absorbe, atrapa y cautiva los intereses más profundos de nuestra mente, situándola en un
estado de perenne excitación y de inabarcable voluntad de saberlo todo y de no ser ajeno a
conocimiento alguno; así Alexander había caído en la constante tentación que siempre acecha
a todo espíritu universal de consultar más y más libros, de encerrarse en el fascinante cosmos
del perpetuo aprendizaje y de dejarse llevar, de esclavizarse voluntariamente por las cadenas
de la dispersión. […] ¿Podía acaso alguien comprender los sentimientos que le invadían cuando
leía algo, alguna entrada en una enciclopedia o algún libro sobre cualquier materia que
pudiese ser de interés para él, y comprobando que había una infinidad de cosas que ignoraba,
se obligaba a sí mismo a consultar todas las entradas referentes a estos temas, las cuales a su
vez volvían a remitirle a nuevas entradas, operación que parecía condenada a la inasibilidad de
lo infinito y carente de término, y que no hacía sino causarle un gravoso mareo? Muchos
envidiarían a Alexander por sus versátiles intereses, pero sólo quienes hubieran
experimentado análogas sensaciones podrían darse cuenta de que es difícil decir si es un don o
una desdicha a la que sólo algunos están condenados. Alexander se sorprendía ante la
aparente despreocupación de muchos por el saber y por el conocimiento. No podía entender
cómo tanta gente dormía plácida y calmadamente, ignorando tantas cosas. ¡Él, que nunca
osaba acostarse sin haber resuelto todas las dudas y haber consultado todos los datos que en
ese momento demandaban su atención!” (p. 13)
“¡Trata de imaginar la felicidad que tuve en ese momento, cuando al fin contemplé el que
había sido el centro de saber más celebre de la Antigüedad, la expresión misma de las
naturales ansias de conocimiento del hombre de que hablaba Aristóteles, la personificación de
los ideales más elevados de una cultura, base de nuestra civilización occidental!” (p. 15)
“Me dirigí a la orilla del mar, al puerto, no muy lejos del gigantesco faro. Comprendí entonces
por qué los historiadores lo habían considerado siempre una de las siete maravillas del mundo
antiguo, junto a las pirámides, al coloso de Rodas, al Mausoleo de Halicarnaso, a la estatua de
Zeus Olimpo, al templo de Artemisa y a los jardines colgantes de Babilonia. ¡El Faro de
Alejandría, el faro construido por el hombre para dominar el mar! ¡El faro inmortal, que sin
embargo habría de sucumbir a la fuerza que viene de la propia Tierra, a los más horrendos
terremotos! Contemplando la belleza del Mediterráneo a esa hora del día, contemplando
cómo el Faro se erguía omnipotente, postergando todas las demás construcciones ante su
esplendor, estaba extasiado, Marta, extasiado. Era incapaz de proferir palabra alguna, porque
me parecía que había alcanzado el culmen, lo máximo que podía esperar y desear. ¡Cómo
reverberaba la clara luz del sol de estío en aquel mediodía de ensueño! ¡Todas mis ilusiones
hechas realidad, Marta, por un momento infinito e infinitésimo, incontrolable, imposible de
ser aprehendido por todo intelecto en finito y dimensionado cuerpo! ¡Era una retama de oro,
un sempiterno fluir de los rayos de lo alto que iluminaban y hacían refulgir ese gigantesco y
fino estradivario del que sólo procedían las más blancas melodías que el hombre pueda
imaginar! ¡Momento eternamente fugitivo! ¿Hay algo que dure menos que la más sublime de
las dichas?” (p. 16)