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A nadie le importó

Las sirenas de las patrullas que aullaban acercándose al cité y sus balizas que iluminaron de

verde y rojo el oscuro pasaje fueron el marco perfecto para tan inesperado acontecimiento.

Los vecinos agolpados en sus ventanas eran el triste auditorio para la luctuosa escena que

se desarrollaba al interior del cité La Gloria, ubicado en el barrio Huemul en pleno Santiago

viejo.

La tenue luz de las casas abarrotadas sumada a las de los carros policiales, le daba un

extraño atractivo a la sangre que se expandía tibia por las baldosas blancas y negras, hasta

rodear completamente las sandalias de Víctor. El cuchillo carnicero que sostenía en su mano

brillaba mientras caían por su filo gotas gruesas y oscuras.

Víctor, conocido como el «Chamo», había llegado a Chile hacía dos años. Se vino con su

mujer y dos pequeñas hijas. Era ingeniero en informática. En su país tenían un buen pasar,

pero la crisis económica y política cambió todo. En Santiago no había sido muy distinto.

Solo había tenido empleos informales, mal pagados y sin derechos laborales. Para decirlo

con todas sus letras, era abiertamente explotado. Repartía su tiempo entre La Vega, donde

trabaja en lo que viniera y el resto del día manejaba un Uber que le había pasado una persona

que conoció ahí mismo. No era el único migrante que ese fulano tenía en la «aplicación»

como le decía. Explotaba a otros cinco.

Ese fin de mes llegó al cité y saludó a los niños y a las vecinas que estaban en la entrada

del pasaje vendiendo tequeños, anticuchos y ceviche para llevar. El Chamo era querido y

conocido como una persona amable y trabajadora.

El día en La Vega había estado agotador. Se la pasó entre cargar camiones y esconderse

de la PDI. Estaba exhausto, solo quería bañarse, comer y dormir una buena siesta antes de

iniciar su turno de noche como conductor del vehículo de alquiler.


Recién había puesto la cabeza en la almohada y, luego de un suspiro profundo que le

permitió excomulgar en parte sus pesares, comenzó a escuchar a todo volumen el último hit

de Bad Bunny. «Noooooo» se dijo, «cómo se les ocurre hacer fiesta un miércoles, acaso no

entienden que hay gente que tiene que trabajar». Se envolvió la cabeza con la almohada para
aislar el sonido, pero solo logró aplacar los agudos de ese monótono trap. Los bajos y el

bombo característicos de esa música aún le pegaban patadas en el pecho y el estómago.

«Tienen derecho a pasarlo bien »pensó« ,pero si no paran en cinco minutos, voy a hablar

con ellos ,»se dijo. Sabía perfectamente de dónde venía la música, era la casa contigua, donde

habían llegado la semana pasada dos jóvenes de Bogotá. En esa casa ya vivían nueve

personas. El hacinamiento era inhumano. Los jóvenes aún no encontraban trabajo, venían

con algunos pesos de su país y los días que llevaban en Chile habían aprovechado de

celebrar con su familia. Llevaban mucho tiempo sin verse.

Diez minutos, veinte minutos, una hora. Sacó la cuenta y entendió que no podría «echarse

su camarón». Se vistió y salió al pasaje. Su mujer, Violeta, trató infructuosamente de

disuadirlo. Los rumores que escuchó decían que los recién llegados habían arrancado de su

país y acá no andaban en buenos pasos, al menos eso le comentó la única vecina chilena del

cité, conocida por su rechazo a los extranjeros. No tenía ningún empacho en inventar lo que

fuera, era su forma de vengarse de su ex que la dejó por una caleña mucho más joven y

guapa. El Chamo hizo oídos sordos y golpeó la puerta con fuerza para que lo oyeran. Nadie

salió, solo se escuchaba la música y la juerga al interior de la casa. Volvió a golpear. Una

vena se inflamaba en su frente y su respiración se aceleraba.

—Quiubo parcero, ¿qué pasa? —dijo en voz alta y animada Jairo, uno de los nuevos

vecinos, mientras abría la puerta.

—Pasa que es miércoles, ya son las nueve de la noche y yo necesito dormir. En una hora

más debo volver a trabajar y ustedes siguen con la jarana como si vivieran solos en este cité.

¿Por qué no paran la rumba? —respondió Víctor.

—Ay mira si se puso bravo este man. Cógela suave marico o estás bajo de nota porque tu

vieja no te para bola.

—Bájale dos mi negro, que ya me tienes arrecho, caliche coño e mare —replicó el Chamo.
Esto iba a terminar mal. Ninguno de los dos se detuvo a pensar que esta situación no

tenía nada que ver con ellos, sino con las condiciones en las que vivían y que ambos eran

víctimas en este trágico guion.

Sin mediar otra palabra Jairo se abalanzó sobre Víctor, quién gracias a su envergadura

corpulenta lo tomó con facilidad en el aire, lo redujo hasta el suelo y empezó, cegado por la

rabia, a golpear su cabeza contra las baldosas como si fuera una sandía o al menos así sonó.

Con el rabillo del ojo vio la silueta de un hombre que cortaba el aire en vuelo rasante, con

un cuchillo carnicero en su mano. Sintió el golpe, un sonido seco y una brasa en su omóplato

derecho. Con la subida de adrenalina se incorporó y se sacó de encima a quien lo había

apuñalado. Le arrebató el cuchillo y con el mismo le dio una certera estocada en el pecho,

que lo hizo desinflarse como juguete pinchado.

Para cuando llegó la policía, el saldo era dos muertos y un herido parado en una poza

creciente de sangre, con sandalias, boxers, una polera musculosa y un cuchillo carnicero por

el que se deslizaban gotas gruesas y oscuras. El trap aún sobrevivía a coro con las sirenas de

los autos policiales.

El Chamo no llegó a su turno, ni a ninguna parte, murió camino a urgencias. Los otros

dos cuerpos quedaron tendidos por horas a la espera del Servicio Médico Legal.

Nadie se preguntó por la situación de esas familias, en realidad a nadie le importaba.


Solo el diario sensacionalista de moda le dedicó unas líneas a la noticia: «Tres muertos en cité

La Gloria. Dos colombianos y un venezolano se enfrentaron al interior del histórico lugar. Según la

policía y una testigo, la riña habría sido un ajuste de cuentas por líos de faldas y drogas».

Nadie se preguntó si era verdad. A nadie le importó.

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