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A

mi padre, Alberto,

que siempre creyó en mí.





«No es muda la muerte.

Escucho el canto de los enlutados

sellar las hendiduras del silencio.»


ALEJANDRA PIZARNIK
1. FANTASMA DE NIEBLA Y LUZ

Nada de aquel aburrido lunes de septiembre hacía presagiar que estaba a punto
de meterme

en un buen lío. Medio vacía, el aula magna de la Facultad de Filología Hispánica


parecía

más grande de lo normal; por lo demás, el entorno presentaba su habitual aspecto


anodino y

deprimente. Una esmirriada colección de estudiantes cabeceaba bajo el intenso


bochorno.

El verano daba sus últimos coletazos y, para variar, se había estropeado el aire

acondicionado. Bendita universidad.

—¡Yo sé un himno gigante y extraño que anuncia en la noche del alma una

aurora…! —reverberó una voz aguda contra las paredes del aula, al tiempo que
una figura

diminuta entraba como un huracán.

La clase enmudeció de repente, tomada por sorpresa. Algunos alumnos incluso

dieron un respingo exagerado.

—Por si a alguien le quedaban dudas, la asignatura es Poética de la Modernidad:


de

Bécquer a los poetas del 27.

Ana, mi compañera de pupitre, levantó los ojos del móvil para susurrarme al
oído:
—Acuérdate de lo que te digo: esta nos funde en los exámenes. A mí no me
engaña

con su disfraz de profe enrollada, estilo Keating en El club de los poetas


muertos.

Levanté la vista del programa de la asignatura y sofoqué una risita con mi mano

llena de anillos de cruces y calaveras.

—No sé si estás más loca tú o ella, pero más vale que nos callemos, no vaya a
ser

que nos coja manía desde el primer día y tu aciaga profecía se cumpla.

—Aciaga… Dios, Iris, ya has estado leyendo libros raros de esos tuyos.
¡Menudo

vocabulario! —Ana se cruzó el bolso de bandolera sobre el pecho—. Yo me


largo. He

quedado para desayunar con un estudiante de mates que está buenísimo, y esto
tiene pinta

de ser un coñazo. Además, dudo que el primer día hagamos gran cosa. Ya me
contarás,

nena.

Ante mi mueca reprobatoria, recogió sus cosas y se esfumó mientras la vieja

profesora anotaba una referencia bibliográfica en la pizarra. Un par de


estudiantes de

primero la imitaron, sin importarles el efervescente entusiasmo de la ponente,


que explicó:

—Vamos a empezar por una de las obras menos conocidas de Bécquer. La


mayoría

de ustedes conocerá sus rimas más famosas y muchas leyendas. Pero, ¿qué me
dicen de las

Cartas literarias a una mujer? ¿Alguien puede explicarme qué pretendía el autor
en ellas?

Un espeso silencio fue toda respuesta. Miré a mi alrededor para comprobar si

alguien, aparte de mí, estaba prestando atención. En la fila de enfrente, dos


estudiantes

estaban hipnotizadas por un iPad donde los One Direction cantaban su último
single. A su

derecha, un grupo de hipsters cotorreaban felices, como si la cosa no fuera con


ellos. Unos

pupitres más allá, una chica tecleaba con frenesí en su iPhone 5. El resto de
alumnos se

concentraban al fondo, inmersos en Twitter, Facebook y otras redes sociales.

Con mi libreta Moleskine y el boli Bic, me sentía como un personaje del siglo

pasado.

Levanté la mano con timidez. Al subírseme la manga, apareció el tatuaje que

llevaba en la muñeca derecha: Todo mortal. Las últimas palabras de mi amado


Bécquer

antes de fallecer. Antes de que pudiera intervenir, una voz grave y hermosa se
abrió paso

desde el fondo del aula.

—El autor pretendía dar respuesta a la pregunta: «¿Qué es la poesía?».

Enfurecida de que me arrebataran la oportunidad de lucirme, me di la vuelta. La


voz

pertenecía a un chico que acababa de entrar. Todavía estaba de pie en el quicio


de la puerta

de atrás. Lo contemplé atónita mientras enroscaba uno de mis negros y lacios


mechones en

torno al dedo.

Era la personificación del hombre de mis sueños, estilo Jyrki de la banda The 69

Eyes. Tenía los ojos azules y fríos como el hielo y pinta de duro.

—¡Fantástico! ¿Cuál es su nombre, caballero?

La profesora contempló admirada a aquel alumno que llegaba más de veinte

minutos tarde.

—Diego Márquez —espetó con actitud chulesca.

Cerró la puerta a sus espaldas y pasó por mi lado como una exhalación para ir a

sentarse a la primera fila. Su palidez y las ojeras violáceas le daban el aspecto de


alguien

castigado por la vida.

A partir de ese momento, la voz de la profesora se convirtió en un zumbido


molesto.

Yo estaba absorta en la contemplación de la espalda de Diego, lo único que


alcanzaba a ver

desde mi asiento. Llevaba una chupa de rockero pese al intenso calor y el pelo
castaño

oscuro le caía en ondas hasta el cuello.

Me asomé con disimulo bajo la fila de pupitres y vi que calzaba unas Doc
Martens

negras casi idénticas a las mías.


Tras su primera intervención no volvió a despegar los labios, lo cual me
decepcionó.

Cuando faltaban cinco minutos para que la clase finalizara, se levantó de golpe
con

tanta prisa como había entrado y volvió a pasar por mi lado sin mirarme. La
única

diferencia fue que, esta vez, una tarjeta cayó a su paso.

—Perdona, creo que esto es tuyo...

Pero el chico ya estaba cerrando la puerta del aula.

Llena de curiosidad, me agaché a recoger aquel rectángulo de cartulina negra.

Anunciaba un club del que nunca había oído hablar, situado en el Barrio Gótico
barcelonés.

En el reverso había las mismas palabras en inglés. Me dije que aquello era una

señal. En una clase sobre Bécquer, a un desconocido se le había caído la tarjeta


de un club

bautizado como una de sus leyendas. Un tío que, para colmo, era guapísimo.

El móvil vibró en mi bolso en forma de ataúd. Mientras la profesora dictaba una


lista de lecturas, extraje el teléfono con los ojos aún pegados a la tarjeta. Había
recibido un

mensaje de texto de un remitente desconocido. El número no me sonaba de nada.

«¿Quién narices envía aún SMS en vez de WhatsApp?», pensé mientras lo abría.

En cuanto las letras aparecieron en la pantalla, un escalofrío me recorrió la


espalda

como una gota de agua gélida. Leí varias veces el texto para asegurarme de que
no estaba

delirando:

«Si al resonar confuso a tus espaldas vago rumor, crees que

por tu nombre te ha llamado lejana voz, sabe que, entre las

sombras que te cercan, te llamo yo.»

TE ESPERO ESTA NOCHE EN EL MOONBEAM. VEN SOLA. DIEGO.

2. CUESTIÓN DE PALABRAS

—¡Ya estoy en casa!

Como de costumbre, no obtuve respuesta, ni siquiera cuando el portazo hizo


temblar

la pared. Fui hasta el comedor y me detuve en el umbral, contrariada.

—Hola, Iris —musitó mi madre sin apartar los ojos de la pantalla. Se recolocó
las

gafas con el dedo índice, un tic habitual en ella, con el teléfono pegado a la oreja
—. Luego

hablamos, hija, que estoy trabajando.

Suspiré camino de mi habitación. Mi madre era vendedora de complementos


dietéticos milagrosos a precios desorbitados. Es decir, básicamente estafaba a la
gente,

como decía yo para enfurecerla. No podía decirse que nos lleváramos demasiado
bien. En

realidad, no nos llevábamos y punto. Ni siquiera el televisor, encendido a todas


horas, era

capaz de acallar el silencio que flotaba entre las dos.

Tiré mis cosas sobre la silla y me tumbé en la cama.

Mi cuarto era el único lugar de la casa donde me sentía a gusto. Dejaba entrar a
muy

pocas personas. El verano anterior lo había redecorado: tres paredes de un suave


tono visón

y una de color rojo sangre, mi preferido. En ella había colgado una enorme
fotografía del

Arc del Bisbe, un puente del barrio gótico de Barcelona. En realidad, se trataba
de una

ampliación de la calavera que figura debajo, atravesada por un puñal. Me


recordaba al logo

de la marca de joyería Alchemy Gothic.

Las paredes y aquella foto eran lo único destacable de mi habitación, por lo


demás

bastante similar a la de cualquier estudiante de dieciocho años: un escritorio, un


espejo de

cuerpo entero, un armario atiborrado de ropa —negra, en mi caso— y una cama


llena de

peluches de cuando era pequeña. Esto último no era demasiado gótico, así que
los escondía

si venían visitas. Para compensarlo, también tenía una Living Dead Doll, una
muñeca

muerta con dos trenzas y un vestido marinero que ocultaba las heridas de su piel
mórbida.

Me acerqué al portátil y lo abrí. Necesitaba relajarme con un poco de música.

Busqué la versión karaoke de Cascade de Siouxsie and the Banshees. Con mi


enorme

cepillo de pelo como micro, me puse a cantar a grito pelado ante el espejo.
Estaba tan

metida en la canción siniestra que ni me di cuenta de que mi madre abría la


puerta.

Al ver su cara en el espejo, solté el micro improvisado del susto.

—¿Quieres bajar esa porquería? —chilló para hacerse oír por encima del
estruendo.

Le di a la pausa al vídeo de YouTube.

—No es ninguna porquería. Tú no tienes ni idea de música, pero...

—Tengo muchas llamadas que hacer, Iris, y no me dejas concentrar con tus

berridos. ¿Sería mucho pedir que recordaras la edad que tienes? Está claro que tu
primer día

de universidad no te ha hecho madurar ni volverte más inteligente.

Los ojos se me llenaron de lágrimas. A veces la odiaba.

Cuando mi madre se hubo largado, consulté la lista de lecturas que nos habían

mandado en la clase sobre Bécquer. Justo entonces, el móvil dejó escapar un


graznido de
cuervo. Era el sonido que tenía asignado al WhatsApp.

Guapi, acabo de salir del trabajo.

¿Cómo ha ido la uni?

¿Algún tío que valga la pena?

Era Marta, mi mejor amiga. Nadie entendía que estuviéramos tan unidas, dado
que

éramos mundos aparte. Mientras yo era gótica y la vida me resultaba deprimente,


ella era la

típica pija que se viste de rosa y es capaz de combinar la sombra de ojos con el
color del

cinturón. Y lo peor de todo era que, en realidad, la ropa que llevábamos costaba
casi lo

mismo. A veces me preocupaba pensar que, en el fondo, yo era igual de pija que
ella. Solo

que con un alma más torturada.

Pensé en pedirle en un mensaje que me acompañara aquella noche al


MoonBeam,

pero con una llamada me resultaría más fácil convencerla. Mi voz plañidera
haría más

mella en la tierna alma de Marta que todos los emoticonos del WhatsApp juntos.

—¿Estás liada? ¿Qué tal ha ido el trabajo?

—Ser teleoperadora es un poco rollo, pero con un par de semanas podré pagarme

ese bolso de Tous... —dijo con su voz aflautada de chica de Pedralbes con la
vida resuelta

—. Ya sabes que mi padre piensa que necesito «forjarme el carácter».


—Perdona que cambie de tema, Marta, pero tengo que pedirte un favor... y sé
que

no te va a gustar.

—Miedito me das... ¿Qué es?

—¿Puedes acompañarme esta noche a una disco del Barrio Gótico? Te cuento...

Le expliqué a Marta todo lo sucedido durante la clase de poética y, por supuesto,


no

me dejé un solo detalle sobre el aspecto de Diego, desde la profundidad de sus


ojos azules

hasta la punta de sus botas militares. Le di a entender que aquella cita era un
tema de vida o

muerte y, como buena amiga que era, accedió.

—Ya sabes que me horrorizan esos antros siniestros, pero por ti lo que sea, Iris.

—Oh, ¡muchísimas gracias! Entonces, ¿te pasas por mi casa a eso de las diez y
me

ayudas a decidir qué me pongo?

—Ok. De todos modos, ¿cómo dices que es ese sitio?

—No tengo ni idea, no he estado nunca. Ahora que lo dices, voy a buscar por

internet a ver qué encuentro. Gracias por acompañarme. ¡Te quiero!

Tras el protocolo de despedida, coloqué el portátil sobre mi regazo y, con los

auriculares puestos, subí el volumen al máximo para reproducir mi disco


preferido de

Deadchovsky mientras masticaba un chicle de fresa. Aquellos alaridos agónicos


me hacían
sentir mejor. Era algo así como sincronizar el dolor de mi alma con el mundo.

Abrí el Safari de mi Macbook y tecleé «MOONBEAM BARCELONA» en


Google.

Hice clic en el primer enlace, que se cargó muy rápido. El motivo era tan obvio

como chocante: la web estaba vacía. Unas letras violetas como las de la tarjeta
decían «EN

CONSTRUCCIÓN».

Decepcionada, mi atención se desvió al órgano lúgubre de mi móvil, que


anunciaba

la entrada de un SMS.

Lo abrí impaciente y se me heló la sangre: era de Diego y en la pantalla aparecía


un

único símbolo:

« ? »

3. LLEGÓ LA NOCHE

Como me sucedía con todas las citas importantes, no tenía ni idea de qué
ponerme.

Mientras le daba vueltas al asunto, me metí en la ducha un buen rato para


aumentar el riego

sanguíneo de mi cabeza.

Luego me puse frente al espejo con mi ropa interior preferida: un conjunto de

lencería negro ribeteado de encaje rojo. Me contemplé con ojo crítico. Tenía el
pecho

demasiado pequeño en comparación con las caderas y, desde luego, me habría


gustado
tener las piernas más largas, aunque tampoco estaba mal del todo.

Me puse de perfil y me palpé la barriga para comprobar si el michelín había

menguado. Negativo. ¿Por qué no me podía parecer un poco más a Taylor


Momsen de

Gossip Girl?

Después, mis ojos subieron de nuevo al pecho, y me sentí mortificada al ver que
el

efecto push-up del sujetador brillaba por su ausencia. Consideré la posibilidad de


ponerme

relleno, pero sería horrible si Diego lo descubría, así que al final aparté la idea de
mi

cabeza. Me unté el cuerpo de crema hidratante antes de dedicarme a secar y


peinar mi larga

melena oscura. Acababa de desenchufar la plancha cuando sonó el interfono.

Era Marta.

—Llegas justo a tiempo para ayudarme con la ropa. ¡Sube, rápido!

En un par de minutos tenía a mi amiga en la puerta. Después de darle dos besos

fugaces, la arrastré a mi cuarto sin dejarle decir palabra. Omití cualquier


comentario sobre

su modelito: un top blanco que realzaba su bronceado de rayos uva y una


minifalda de

lentejuelas doradas. Parecía la Barbie Malibú, solo que más pija todavía. Su
melena rubia

culebreaba como oro líquido sobre los huesudos hombros, haciendo relucir sus
enormes
ojos castaños. Por más que fingiera que no le apetecía salir por mis mundos,
Marta se

apuntaba a un bombardeo.

—Adivina qué llevo aquí dentro —exclamó nada más entrar en mi cuarto,
agitando

el bolso Mandarina Duck que llevaba a todas partes.

—¿Un espray antivioladores?

—Muy graciosa. —Marta puso los ojos en blanco—. No, tía, ¡mi primer sueldo!
Me

han dado un sobre en metálico hace un rato, y voy a ingresarlo en el cajero antes
de que

vayamos a tu discoteca.

—No es mi discoteca —la corregí—. En fin, ¡enhorabuena por la paga! Ahora

ayúdame a decidir qué me pongo. ¡Estoy frenética! Ese Diego me ha mandado


hace un rato

otro SMS muy raro.

—¿Un SMS? ¿Pero ese tío de qué siglo es?

—El caso es que solo salía un interrogante. No sé si la he cagado, pero le he

contestado confirmándole que iría. Y ya no ha dicho nada más.

—Ya veo que el chico no destaca por su eluencia.

—Se dice elocuencia, Martita.

—Bueno, lo que sea. Veamos la ropa que has elegido.

Sin avergonzarse lo más mínimo, Marta contempló con mirada crítica varios
modelitos que descansaban sobre mi cama. Levantó un fino vestido hasta los
pies con

largas mangas en forma de jirones.

—Dios santo, Iris, ¿qué es esto? ¿Un disfraz de Morticia? Por favor… Ya sé que
el

chico es rarito como tú, pero tienes que ponerte algo más sexy si quieres
seducirle. A ver

este corsé... ¡Esto ya me gusta más!

—Te pareceré tonta de remate, Marta, pero estoy nerviosísima...

—Oh, ¿nuestra Iris se ha enamorado?

—Cállate —repliqué con la cara ardiendo—. Bueno, la verdad es que me gusta

mucho. No he parado de pensar en él desde que le he visto esta mañana.

—Pero... ¿te gusta en plan «quiero conocerle mejor»? ¿O es más un «estoy

planeando nuestra boda»?

—En realidad, ya le he puesto nombre hasta a nuestros nietos.

—¡La cosa es más grave de lo que pensaba! —Marta me miró con compasión,
sin

pillar la ironía—. No te preocupes, ya verás cómo esta noche cae rendido a tus
pies.

—Ese corsé que has elegido... ¿qué tal combinarlo con esto?

Levanté una minifalda de cuero muy ceñida y unas botas de tacón de aguja.

—Bueno... ya conoces la regla: si insinúas por arriba, mejor que lo de abajo sea
más

discreto. Unos leggings de imitación de cuero serían perfectos... ¡Sí, como esos!
Una vez decidido el conjunto, me calcé unas botas de plataforma con las que
medía

doce centímetros más. Terminé de maquillarme en tiempo récord mientras mi


amiga

resoplaba con impaciencia. Me temblaba tanto el pulso que casi me metí el


cepillito de

rímel en el ojo.

Cuando salimos a la calle, el aire era denso y bochornoso. Una masa de


nubarrones

metálicos impedía ver la luna. Me pareció que las aceras relucían bajo la
insalubre luz de

las farolas, confiriendo al entorno un aspecto extraño, como de pesadilla. Por


supuesto,

Marta no parecía en absoluto afectada por aquel ambiente y enseguida se puso a


parlotear.

—Tendrás que ayudarme a escoger qué bolso de Tous me compro con la


miserable

comisión que me he ganado…

Agitó el Mandarina Duck, sonriendo como una hiena.

—Por Dios, pero si son terribles, con el cabezón horripilante del oso ese…

—¡Es una monada!

—Además, ¿para qué quieres que te ayude a escoger si sabes que odio esa
marca?

Es como si yo te llevo a la tienda New Rock para que me aconsejes qué botas
comprarme.

—No es lo mismo. Yo te estoy pidiendo consejo para un complemento, no para


un

disfraz de Frankenstein.

—¡Muy graciosa! —ironicé.

—Espera un momento, Iris. Creo que me ha entrado una piedra en la sandalia.

Marta dejó descuidadamente su bolso naranja sobre la acera y se apoyó contra la

pared para descalzarse. Lo que sucedió a continuación fue tan rápido que apenas
tuve

tiempo de verlo.

Un motorista vestido de negro invadió la acera de repente y se llevó el bolso


antes

de que pudiéramos ni pestañear.

Ambas nos quedamos paralizadas por el estruendo del motor y la velocidad con
la

que el Mandarina Duck había desaparecido de nuestra vista.

Marta necesitó unos segundos para gritar, llorosa:

—¡Oh, no, mi paga!

Luego salió corriendo tras el motorista y yo la seguí. Pero nuestro esprint fue en

vano: el ladrón ya se había esfumado en la noche.

4. TRÁGICO SAINETE

Marta sollozaba tan fuerte que ni siquiera oí el sonido de la puerta al cerrarse


con fuerza

detrás de nosotras. Contemplé con desánimo las deprimentes luces eléctricas de


la
comisaría. Menuda manera de empezar una noche que se suponía prometedora...

—Dios mío: la paga, las tarjetas, el DNI, el iPhone... ¡Qué desastre! —berreaba
ella

entre hipidos.

—No sabes cuánto lo siento, Marta, de verdad. No entiendo cómo ha podido


pasar

esto… y encima por haberte arrastrado a que me acompañaras. ¡Me siento fatal!
Escucha,

¿quieres que vaya contigo a dormir a tu casa?

—No, Iris, sé lo importante que es esta noche para ti. —Mi amiga trató de
calmarse

y se secó las lágrimas con mano temblorosa—. Pero como comprenderás, yo sí


que me

marcho. Mis padres van a matarme cuando se enteren.

—Como quieras, pero te voy a dar dinero para que cojas un taxi, ¿vale?

Por suerte, un vehículo negro y amarillo con el cartelito «LIBRE» hizo su


aparición

nada más pronunciar estas palabras. Marta se apresuró a subir, tras despedirnos
entre

profusas demostraciones de afecto.

Un instante después, el taxi fue engullido por la oscuridad y toda la luz se

desvaneció a mi alrededor.

Ahora sí que estaba sola ante el peligro.

Sentí un escalofrío al recordar las palabras de Diego en el SMS. «VEN SOLA».


¿Sería cosa del destino que mi amiga hubiera tenido que irse? ¿O tal vez el robo
no había

sido tan casual como parecía?

Para quitarme aquellas siniestras ideas de la cabeza, decidí utilizar una moneda
para

echar a suertes cómo terminaría la noche. Si salía cara, seguiría con el plan y
pondría

rumbo al club. En caso de sacar cruz, me tomaría lo sucedido como una


advertencia y

volvería a casa.

Aspiré una bocanada de aire y eché la moneda al aire.

Mi torpeza hizo acto de presencia y la moneda cayó al suelo en lugar de en mi

mano. Justo encima de una rejilla de ventilación, por la cual se coló.

Ley de Murphy.

—No me lo puedo creer... —musité, agachándome en vano para atisbar entre la

rejilla. ¿Se podía ser más gafe?

Me dije que quizá fuera una especie de señal. Estaba forzada a ser yo quien
eligiera,

sin ampararme bajo la excusa del azar. Cerré los ojos con fuerza y la mirada azul
vibrante

de Diego destelló en mi mente.

La decisión cobró forma en mi cabeza de inmediato: tenía que ir o me


arrepentiría el

resto de mi vida. Aunque no hacía ni veinticuatro horas que le conocía, algo me


decía que
aquel chico no era como los demás.

Con un suspiro de cansancio, puse rumbo a la discoteca. La comisaría de la que

acababa de salir estaba en Vía Layetana, cerca de mi casa, en pleno centro. La


discoteca

quedaba un poco lejos de allí, hacia el final de las Ramblas, pero me apetecía
caminar, de

modo que deseché la idea de tomar el metro.

Me desvié un poco para pasar junto al Palau de la Música, que semejaba un

centinela dorado recortado contra las tinieblas. Siempre que pasaba por allí hacía
lo mismo.

Me encantaba imaginar que estaba en el siglo XIX y asistía a la ópera


acompañada de algún

noble de deslumbrante belleza. Alguien que ahora tenía la cara de Diego.

Realmente estaba comenzando a obsesionarme con él.

A la altura de la plaza del Ángel, me desvié y fui zigzagueando por las


intrincadas

calles del Barrio Gótico, cruzándome con gente de lo más variopinta. Aquella
noche todo el

mundo parecía tener un aspecto más peligroso de lo normal.

Cuando por fin llegué a la calle Escudellers, me vi rodeada de africanos que


vendían

cervezas, relaciones públicas prometiendo chupitos gratis y pandillas de


modernos en

estado de aparente euforia etílica.

Pasé de largo sin prestar atención a los flyers que aleteaban en mi cara, a las
invitaciones y a las risas, a los roces y los tirones disimulados en el bolso.

Cuando llegué a la plaza George Orwell —conocida por todos los barceloneses

como «la plaza del tripi»— me desvié a la derecha, luego a la izquierda y de


nuevo a la

derecha. A cada esquina que giraba, el panorama se volvía más desolador:


callejuelas

desiertas y tortuosas, bolsas de basura, un perro de aspecto famélico hurgando


entre los

desechos... Las farolas derramaban una suerte de aliento dorado y fétido sobre
mi cabeza.

Un frío extraño se apoderó de mis miembros, entumeciéndome los dedos de los


pies y de

las manos.

Sin darme cuenta, mis pasos se volvieron más cautos. Más lentos.

De pronto, oí un taconeo pausado pero constante a mis espaldas. Al volverme,


solo

pude ver la calle vacía bajo la mortecina claridad de las farolas.

Tragué saliva y agucé el oído. Nada.

Al mirar de nuevo al frente, la atmósfera me pareció distinta, como si de pronto

estuviera bajo el agua. Había algo onírico en el aire húmedo y cargado. Aturdida
por

aquella extraña sensación, descubrí que estaba ante el número de la calle que
figuraba en la

tarjeta de la discoteca. Solo que allí no había ningún club. Tan solo una persiana
metálica
cerrada a cal y canto. A juzgar por su aspecto, llevaba así mucho tiempo.

¿Habría sido todo una broma de mal gusto? ¿Una novatada?

Tal vez era el tipo de jugarreta que gastaban a los nuevos de la facultad para
reírse a

su costa. ¡Qué tonta había sido! ¿Cómo había podido caer con tanta facilidad?
¿Tan

especial me creía? ¿Tan desesperada estaba?

Pese a estar convencida del engaño, saqué el móvil del bolso, esperando
encontrar

alguna explicación por parte de Diego. Pero no había nada.

Sintiéndome como una idiota, abrí de nuevo su mensaje con el interrogante. Mi

mente se exprimió durante unos segundos tratando de entender el sentido de


aquello. Al

final, suspiré y me di por vencida. Era hora de regresar a casa.

Deslicé el móvil en el bolso y me dispuse a marcharme.

Pero nada más alzar la vista lo vi.

A un lado de la persiana metálica, tan diminuto que me había pasado


inadvertido,

había un timbre con un rayo de luna dibujado en él.

5. EL RAYO DE LUNA

Segundos después de pulsar el timbre, una pequeña puerta a la derecha se abrió


dejando

escapar tres delicadas notas de arpa.

Dudé un instante antes de entrar. La puerta se cerró a mis espaldas, activada por
un

secreto mecanismo.

Una asfixiante penumbra me atrapó entre sus fauces. Mis ojos tardaron un buen
rato

en acostumbrarse a la oscuridad. Me hallaba en un minúsculo recibidor.

Justo entonces se encendieron dos apliques de pared en forma de candelabro.


Una

segunda puerta franqueaba el paso. Sin darle más vueltas, empuñé el picaporte
con

decisión... y entré.

Frente a mis ojos se abría un salón de baile de proporciones asombrosas. Jamás

hubiera imaginado que una entrada tan minúscula, situada en un vulgar callejón,
pudiera

dar acceso a un lugar semejante. Un sinfín de espejos adornaba las paredes, y


daba la

impresión de que la sala de forma romboidal era infinita. En ella se reflejaba la


ambarina

luz de las velas, así como las parejas que bailaban al son de la música clásica.

No daba crédito a lo que estaba viendo.

Había algo muy extraño en ellas, como si provinieran de otra época. Los chicos

vestían levitas y elegantes zapatos. Las chicas llevaban largos vestidos de telas
vaporosas y

se adornaban el cabello con flores.

La música me envolvía en una ola de irrealidad que me trasladó a otro mundo.


Nadie osaba hablar ni reír, ni siquiera apartar la vista de su acompañante. La
danza era

simétrica, perfecta. Todos se movían al unísono, como si estuviera ensayado.

Daba miedo y, al mismo tiempo, la belleza de aquella escena era estremecedora.

No sé cuánto tiempo permanecí ahí clavada, con la boca abierta de par en par,
como

un pez fuera del agua.

La pieza terminó y dio paso a una animada polca que, como si fuera la señal

esperada, hizo que todo el mundo se relajara y comenzara a moverse de un modo


menos

siniestro y más humano.

No salía de mi asombro cuando sentí un leve apretón en el brazo. Al girarme,


topé

con la mirada celeste de Diego. No sonreía, pero tampoco parecía amenazador.


Mi corazón

se aceleró al momento y una flojera se apoderó de mis piernas, convirtiéndolas


en

mantequilla.

—Has venido.

—¿Cómo podía faltar? —Forcé una sonrisa, tratando de transmitir una calma y

seguridad que estaba muy lejos de sentir—. Pero... ¿qué es este sitio?

Diego permaneció unos instantes en silencio, como sopesando si yo era digna de

confianza. Sus ojos azules relucían como diamantes de hielo a la pálida luz de
las velas.
También él vestía de modo refinado: una camisa negra con chaleco de raso del

mismo color y unos pantalones de hilo que le quedaban de muerte. Unos


puntiagudos

zapatos negros sustituían las botas militares de la mañana. Era como si se


hubiera metido en

una máquina del tiempo para retroceder un siglo.

Aparté la vista para ocultar mi turbación.

—Sígueme —ordenó él de pronto.

No me gustó el tono imperioso de su voz, pero estaba demasiado fascinada para

resistirme, de modo que le hice caso.

En el aire flotaba una canción que conocía. Se trataba de Egredimini, de


Ophelia's

Dream, una banda de estilo neoclásico. La melodía estaba plagada de sombras,


angustia y

misterio. Su desgarradora tristeza se me clavó en lo más hondo, pero al alzar la


cabeza, el

sentimiento dio paso a un profundo temor.

El ambiente había cambiado.

Las parejas habían dejado de parlotear y de beber vino en sus delicadas copas de

cristal: ahora sus pétreas miradas convergían en nosotros dos. Decenas de


pupilas exentas

de vida nos atravesaban como dagas mortíferas. Parecía como si todos llevaran
máscara,

pues los rostros se veían cerúleos y enfermizos bajo la claridad amarillenta.


Me sentí como en una película de terror muda de la época expresionista.

Seguí a Diego por la enorme sala a través de un pasillo tan lóbrego como el resto
del

recinto. Un par de candelabros iluminaban tenuemente nuestro camino.

El corredor desembocaba en una puerta forrada de terciopelo rojo. Tenía un

llamador de bronce, cuya forma era idéntica a la del emblema que decoraba el
timbre de la

entrada: un rayo de luna. Diego lo dejó caer contra la puerta tres veces exactas,
sin ni

siquiera echarme una mirada.

Respondió una voz femenina, fría y aguda como una aguja de hielo arañando
cristal.

—Pasad.

Estuve tentada de dar media vuelta y salir huyendo de aquel lugar.

Como si se oliera mis intenciones, Diego eligió aquel preciso momento para

agarrarme de la mano con fuerza. Su tacto era cálido y suave. La sangre me


hervía en las

venas como si fuera efervescente.

Respiré una bocanada de aire y me adentré junto con él en la sala.

El interior estaba casi en tinieblas e, igual que el salón de baile, la decoración


seguía

la moda de otra época. Era imposible adivinar qué ocultaban sus muros, dado
que todo el

perímetro estaba cubierto por pesadas cortinas de terciopelo. La falta de luz me


impedía
precisar el color, pero parecía violeta. No había muebles de ningún tipo, tan solo
cinco

sillas dispuestas en semicírculo.

Un chico y una chica ocupaban dos de ellas, mientras la dueña de la voz que nos

había dado entrada estaba de pie frente a la silla central, una especie de trono que
presidía

el conjunto. Las dos sillas restantes estaban vacías.

¿Nos corresponderían a Diego y a mí?

Escudriñé los rostros de los integrantes del siniestro comité, pero solo pude ver
el de

la supuesta líder. Los semblantes de los otros dos, que permanecían cabizbajos y
tan quietos

como estatuas, se hallaban en sombras, pues vestían largas túnicas negras con
capucha.

La líder llevaba la cabeza descubierta. Mostraba un rostro aniñado pero cruel en

forma de corazón. Un pico de viuda coronaba su abombada frente de piel pálida


y fina. El

resto del pelo caía en tirabuzones rubios hasta la cintura, serpenteando sobre la
tela

resbaladiza de la túnica. La luz de las velas arrancaba malignos destellos a su


mirada

esmeralda y una mueca de satisfacción curvaba sus finos labios rojos. Con un
escalofrío,

me dije que aquella era la sonrisa más gélida que había visto nunca.

—Me alegra conocerte por fin, Iris. Bienvenida a las Sombras de Bécquer.
6. QUÉ SOLOS SE QUEDAN LOS MUERTOS

—¿Cómo narices sabes mi nombre?

La grosera pregunta escapó de mis labios antes de que pudiera evitarlo. La chica,
sin

embargo, sonrió.

—Hay pocas cosas que las Sombras no sepamos. Yo soy Vanessa, pero mejor

dejemos las presentaciones para luego. Ahora siéntate, por favor. El espectáculo
está a

punto de comenzar.

—¿De qué espectáculo estás habl...?

Me interrumpí al oír el tenebroso resonar de un órgano.

El chico sentado a mi izquierda se levantó con pesadez y se dirigió, candelabro


en

mano, a un rincón de la sala. Pude vislumbrar la silueta del imponente órgano


cuya melodía

estábamos escuchando en aquel momento. Solo había un pequeño problema. ¡En


la

banqueta no había nadie!

Espeluznada, contemplé cómo las teclas subían y bajaban solas, arrancando


sonidos

al instrumento. Aquello tenía que ser una pesadilla. ¡Era como si el mismísimo
espíritu del

Maese Pérez hubiera poseído al órgano! Aunque no era de mis preferidas,


recordaba a la

perfección el argumento de la leyenda becqueriana. La rememoré mientras mi


mirada se

perdía en las siniestras teclas que subían y bajaban.

El pobre Maese Pérez era un anciano de setenta y seis años que tocaba

maravillosamente el órgano, tan bien que fue invitado a tocarlo en la misa del
Gallo de

Nochebuena por el mismísimo arzobispo. El problema fue que murió antes de


poder

cumplir con el cometido, de modo que se designó a un sustituto. Las habilidades


del músico

suplente no eran nada en comparación con las del difunto organista, y por ello
todo el

mundo se sorprendió cuando la noche del día 24 una melodía celestial cobró
vida durante la

misa. Pero al terminar la canción y mirar hacia el órgano... ¡comprobaron que


estaba vacío!

Era el espíritu del maese Pérez, que no había querido faltar a la cita.

Aún estaba reviviendo aquella leyenda cuando el chico se giró y, lentamente, se

retiró la capucha.

Su rostro poseía una belleza singular y delicada. Habría pasado por un querubín,

uno de esos ángeles de litografías bíblicas, de no ser por la barba de tres días que

descuidaba su imagen, por lo demás inocente y frágil. Su pelo rubio caía en


delicados

bucles hasta la altura de la barbilla, enmarcando un rostro de facciones pálidas y


angulosas.

Tenía la piel pecosa y suave, mandíbulas muy marcadas y los ojos solemnes y
castaños, con

pestañas largas como los niños pequeños.

La inocencia de su mirada me desarmó. Ningún adulto era capaz de mirar de


aquel

modo. Era como si hubiera crecido en una urna, ajeno a la maldad del mundo.

De repente, comenzó a declamar con una voz cristalina como un manantial de


agua

clara. Sonaba como algo puro y ancestral, reservado a unos pocos elegidos.

Cerraron sus ojos

Que aún tenía abiertos;

Taparon su cara

Con un blanco lienzo;

Y unos sollozando,

Otros en silencio,

De la triste alcoba

Todos se salieron.

La luz que en un vaso

ardía en el suelo

al muro arrojaba

la sombra del lecho,

y entre aquella sombra

veíase a intervalos
dibujarse rígida

la forma del cuerpo.

¡Conocía muy bien aquellos versos! Eran de una rima de Bécquer, la que cerraba

cada estrofa con: «¡Qué solos se quedan los muertos!».

Me inquietaba que hubieran elegido justo ese poema para darme la bienvenida a
su

siniestra sociedad, pero tal vez solo querían darle un poco de misterio al asunto.

Volví mi mirada a Diego, que parecía igual de sobrecogido que yo. Vanessa y la

encapuchada parecían asimismo hipnotizadas, sorbiendo cada palabra del chico


angelical

como si les fuera la vida en ello.

Cuando este finalizó su impecable recital, todos aplaudimos. El chico hizo una

elegante reverencia y se acercó de nuevo al círculo, ocultando su pálida belleza


en la

caperuza, como si no pudiera permanecer al descubierto demasiado tiempo.

—Gracias, Eudald. Tú y Carla podéis retiraros. Diego y yo tenemos que hablar


un

poco con la aspirante.

Vanessa hizo un gesto displicente con las manos, igual que un noble apremiando
a

un esclavo a que se fuera. Me quedé pasmada ante su prepotencia, pero los otros
dos

obedecieron como si se creyeran inferiores a aquella niñata rubia con delirios de


grandeza.
—Imagino que te preguntarás qué haces aquí —intervino Diego, dando un paso

adelante para colocarse al lado de Vanessa.

—Pues se me había pasado por la cabeza, sí.

—¡Silencio! —exclamó la líder con voz de serpiente—. No toleraremos ninguna

grosería. Ni te imaginas el honor que supone estar hoy entre nosotros.

—¿Disculpa...?

—Lo que Vanessa quiere decir… —Diego le lanzó una mirada reprobatoria de

soslayo— es que no permitimos que cualquiera meta sus narices en nuestras


cosas. Las

Sombras de Bécquer es un grupo cerrado.

—¿Y en qué consiste exactamente vuestro grupo? Lo siento, pero no entiendo


nada.

—Podría decirse que buscamos la verdad. Nuestra misión es resolver ciertos

misterios de la vida de aquel a quien veneramos como a un Dios, especialmente


su muerte.

Mi estupor crecía a cada palabra que escupían los viperinos labios rojos de
Vanessa.

—¿Y cómo pensáis hacerlo?

—Lo sabrás si llegas a formar parte de nosotros. Pero primero, es necesario que

pases por tres pruebas —explicó Diego, alzando tres pálidos y largos dedos.

—¿Y qué os hace pensar que quiero formar parte de vosotros?

La carcajada de Vanessa me pilló desprevenida. Odié a aquella enclenque con


todas
mis fuerzas.

—No lo has entendido, querida Iris. Tú no eliges nada. Tú no quieres nada.

Nosotros escogemos por ti. Nosotros te decimos lo que quieres. Las Sombras
estamos en

todas partes y lo vemos todo. Todo lo que queremos, lo conseguimos.


¿Comprendes? Y

ahora te queremos a ti. De modo que no tienes alternativa.

Hizo una pausa para elevar el suspense. En aquel momento, el órgano liberó una

estridente retahíla de notas discordantes.

Solo yo me sobresalté.

A medida que se incrementaban la intensidad y violencia del sonido, comenzó a

dolerme la cabeza. Me la sujeté con las manos, tratando de taparme los oídos, y
cerré los

ojos del dolor. Sentía como si fueran a explotarme los tímpanos.

—¡Basta! —chillé, incapaz de soportarlo.

Cuando abrí los ojos, la sala estaba vacía.

7. SEMBRANDO EL MAL

—Las leyendas de Bécquer, escritas entre 1858 y 1864, con frecuencia tienen un

origen folclórico. Suelen narrar hechos insólitos o sobrenaturales, y entre ellas


destacan El

Monte de las Ánimas, Maese Pérez el organista y El rayo de luna.

El tono monótono de la profesora me hizo pensar en alguien rezando. Aunque el

tema me interesaba muchísimo, no podía concentrarme. Tampoco era extraño,


teniendo en

cuenta lo sucedido el lunes.

Estábamos a jueves y, desde la desaparición de mis nuevos «amigos» —por

llamarlos de algún modo—, no había vuelto a tener noticia alguna. No había


visto a Diego

por los pasillos ni en clase.

Con el paso de los días, empezaba a pensar que lo del lunes había sido una
broma

macabra. Qué casualidad que, durante la primera clase sobre Bécquer, hubiera
conocido a

alguien tan obsesionado con él que hasta tenía un club bautizado en su honor.

Allí había gato encerrado. La pregunta era: ¿por qué me habían elegido a mí?

Diego tenía pinta de ser del último curso, y no me sorprendería que su cometido

fuera reclutar a novatos para reírse a su costa. El porqué se había fijado en mí no


era tan

importante. Quizás cada semana le tocaba a alguien. Tal vez simplemente les
había llamado

la atención mi aspecto siniestro o new romantic.

En cualquier caso, la ceremonia que había presenciado resultaba demasiado

inverosímil. Eso por no mencionar el órgano que tocaba solo, el chico de la voz
angelical o

la desaparición súbita de aquellos delirantes que investigaban la muerte del


poeta.

—Muchos típicos rasgos románticos aparecen en las leyendas: la recuperación


de la
cultura popular, el medievalismo, el clima de misterio, así como la atracción por
lo

fantástico y sobrenatural —proseguía la profesora con ardor, sin importarle que


los cuatro

gatos presentes apenas lográramos mantener los ojos abiertos—. En la prosa de


Bécquer

también es frecuente el tema de la mujer idealizada, junto con el desengaño o la


aspiración

al amor verdadero. Del mismo modo que en sus rimas, ella es a menudo el
símbolo de la

perfección estética.

¿Perfección estética? Me dije que aquello era lo que representaba Diego para mí.
Al

visualizar su rostro volví a desconectar de la lección.

Desde luego, si las Sombras creían que yo era una empollona que podía
aportarles

grandes datos, estaban muy equivocados. Tal vez llevara las últimas palabras del
poeta

tatuadas y él fuera mi ideal romántico masculino, aparte de saberme de memoria


algunas

rimas y detalles sobre su vida, pero ni siquiera me había leído todas las leyendas.
Prefería

las Rimas, con la excepción quizá de El rayo de luna, mi obra predilecta de


Bécquer.

Por eso mismo, aún me resultaba más turbador que el club se llamara así. Lo

sucedido me resultaba tan opaco y brumoso como los apuntes que tenía frente a
mí. Y que

estaban en blanco, por cierto.

En un nuevo intento de volver a la clase de literatura, me propuse prestar


atención.

Pero no había aún destapado el bolígrafo cuando el móvil vibró insistente en mi


bolso. Me

di por vencida. Estaba claro que aquel día no iba a hacer nada de provecho, y eso
que ni

siquiera estaba Ana para distraerme con sus historias de ligues.

Era Marta.

Guapi, ¿cómo te fue el lunes?

Siento no haberte preguntado antes,

pero he estado estresadísima con el tema del robo.

Volver a hacerme los carnets, comprar otro iPhone...

Contesté de inmediato:

No te preocupes, M. Lo entiendo.

La verdad es que fue todo bastante raro.

Aunque no pasó nada, en realidad.

Me quedé alucinada al darme cuenta de que estaba respetando el secretismo de


las

Sombras, sin que me lo hubieran pedido de forma expresa. ¡Ni siquiera era
miembro! Por

algún motivo que ni yo misma entendía, había dejado de creer que se tratara de
una
novatada.

¿Qué quieres decir con raro?

¡Cuéntame un poco más!

¿Te acompañó luego a casa?

¿Te contó algo de sí mismo?

¿OS HABÉIS LIADO?

¡QUÉ VA!

Solo me presentó a algunos amigos,

estuvimos bebiendo y bailando un poco.

Y ya está. Me fui bastante pronto.

No entiendo nada…

Entonces, ¿para qué tanta historia?

Pensaba que era el amor de tu vida, jaja.

¿Y cómo era el club?

Dudé un instante antes de escribir:

Nada del otro mundo.

Un pub normal y corriente, algo cutre de hecho.

Por cierto, visto de cerca, Diego no es tan guapo.

No creo que quede más con él.

Me asombraba mi capacidad para mentir a mi mejor amiga.

En la pantalla de mi smartphone vi que Marta estaba escribiendo un mensaje,


pero

primero me llegó un emoticono de estupor absoluto. Aproveché que seguía


tecleando para

quitármela de encima, antes de acabar confesándole lo que había ocurrido.

Bueno, nena, ya hablaremos.

Ahora te dejo que estoy en clase

y la profe ya me está mirando mal.

¡Un beso!

Luego salí de WhatsApp.

Guardé el móvil, aliviada, pensando que por fin podría concentrarme en la clase.
Sin

embargo, apenas había escrito dos palabras en mis inmaculados folios cuando el
móvil

volvió a vibrar en mi regazo.

Al mirar la pantalla de reojo, una oscura emoción se adueñó de mi pecho.

Era un mensaje de un número oculto, pero supe perfectamente quién había


detrás.

TRES SERÁN LAS PRUEBAS A LAS QUE DEBERÁS ENFRENTARTE:

LA LITERARIA,

LA SENSORIAL

Y LA DE ULTRATUMBA.

RECIBIRÁS INSTRUCCIONES.

Presa de la más absoluta perplejidad, aún no había guardado de nuevo el


teléfono,

cuando ya estaba recibiendo otro mensaje. Hasta la vibración parecía más fuerte
de lo

normal.

Era del mismo remitente no revelado. La única frase que destelló en la pantalla

provocó un escalofrío por todo mi cuerpo.

P.D.: NO NOS BUSQUES.

NOSOTROS TE ENCONTRAREMOS.

8. FLOTANDO ANTE MIS OJOS

Cuando salí al fin de clase, me topé con Ana, que estaba esperándome en la
puerta. Llevaba

unas gafas de sol tamaño XXL y parecía haberse peinado con un rastrillo en un
cuarto a

oscuras. Se abalanzó sobre mí.

—Iris, mi querida Iris, mi salvación.

—Déjame adivinar. Quieres pedirme los apuntes.

—No te importa, ¿verdad? —Ana se quitó las gafas y me miró con ojos
implorantes.

Tenía un morro que se lo pisaba, pero sus ojeras me conmovieron.

—Una noche movidita, ¿eh? —Le clavé un dedo en las costillas mientras

comenzábamos a caminar.

—Uf, sí... ¿Te acuerdas de Roger?

—¿Roger...?
—Sí, el estudiante de mates, el tío bueno del que te hablé el lunes. —Agitó las

manos en el aire, impaciente.

—Ah, sí. ¿Qué ha pasado? Y, por cierto, ¿adónde vamos? No tengo clase hasta
de

aquí a una hora.

—Perfecto, así puedes venirte conmigo a la cafetería y te lo presento. —La


sonrisa

de Ana no tenía nada que envidiar a la del gato de Cheshire.

—Uf, por favor, dime que no es el típico pijo insufrible o, aún peor, uno de esos

perro-flauta con camiseta a rayas y pelo de rata.

—¡Claro que no! —se ofendió mi compañera—. Enseguida lo comprobarás por


ti

misma. Mira, ahí está…

Habíamos llegado a la cafetería subterránea de la facultad, conocida por los

estudiantes como la Cripta. El nombre era de lo más oportuno, teniendo en


cuenta los

derroteros que estaba cobrando mi vida.

A la mayoría de gente le parecía deprimente, pero a mí aquel zulo me gustaba. Y


lo

cierto era que siempre estaba a reventar, fruto de la deserción en masa de los
alumnos de

filología. A aquella hora de la mañana, sin embargo, reinaba un inusual silencio,


en

contraste con el animado bullicio de la hora de comer.


Solo las mesas del fondo estaban ocupadas, una de ellas por el caballero andante
de

Ana. Enseguida se puso de pie y me ofreció una sonrisa de anuncio de dentífrico.


Era

altísimo —rondaría el metro noventa—, muy moreno de piel, con una cuidada
perilla y el

abundante cabello peinado hacia atrás. Me llamaron la atención sus tupidas cejas
y el

hoyuelo que tenía en la barbilla, medio oculto por la barba. No podía catalogarse
ni de pijo

ni de cumba, aunque su estilo resultaba demasiado clásico para mi gusto. Vestía


una gruesa

chaqueta gris de punto con el cuello vuelto, tejanos negros y botines marrones.

Me dio dos besos con entusiasmo. Inhalé su intenso perfume masculino.

—¡Iris! Por fin te conozco. Ana me ha estado contando maravillas de ti.

—Vaya, ¿te ha pedido que me hagas la pelota? Ana, te prestaré los apuntes igual,
no

hacía falta que le sobornaras. —Le pegué un empujón cariñoso a mi amiga y los
tres nos

sentamos entre risas—. Así que estudias mates... ¿Alguna otra afición aparte de
los

malditos números?

—Pues soy tunero —contestó como si tal cosa.

—¿Tunero?

Levanté una ceja con ironía, a punto de soltar una carcajada. Pensé que me
estaba
tomado el pelo.

—Sí, señorita. Me figuraba que te encantaría, siendo gótica, ya que vamos de


negro,

somos algo anacrónicos... —bromeó—. De hecho, ¿has visto por casualidad la


peli Tuno

negro?

—Una absoluta bazofia. Mi cerebro ha tratado de borrar el recuerdo, tal fue el

trauma que me ocasionó.

—¿De qué habláis? —inquirió Ana, que volvía de la barra en ese momento con
un

mini bocadillo de jamón.

—Del mal gusto cinematográfico de tu amigo el tunero.

—¿Amigo...?

Roger se volvió hacia Ana con una sonrisita y le dio un beso en la mejilla
mientras

ella reía tontamente.

Arrugué el morro y desvié la vista al techo antes de decir:

—Después de la semanita que llevo, solo me falta haceros de carabina. Un poco


de

solidaridad para las almas solitarias…

—Tiene gracia que digas eso, lady gótica, porque tengo una sorpresa para ti —

anunció Roger, justo antes de robar a Ana un mordisco del bocadillo—. Como te
he dicho

antes, tu amiga me ha estado hablando de ti y de tus gustos. Tengo un conocido


un poco

raro que encaja contigo a la perfección. Estáis hechos el uno para el otro.

—¿Un poco raro? Vaya, gracias por el cumplido, Roger…

—No quería ofenderte. Me refiero a que es tan especial como tú.

—Sí, sí, ahora arréglalo —se burló Ana, recuperando su bocadillo—. Lo


importante

para ti es saber si el chico está macizo, y créeme: lo está.

—¿Me he perdido algo? No recuerdo haberos pedido que resolvierais mi vida

sentimental.

Puse los ojos en blanco y comencé a pensar en posibles vías de escape si


intentaban

enredarme para que quedáramos los cuatro. Pero era demasiado tarde.

—¡Míralo, ahí está! —exclamó Roger, triunfante, mientras me ponía de pie—.


¡Eh,

Eudald!

¿Eudald? Tenía la impresión de haber oído ese nombre recientemente, pero no


sabía

dónde. Me volví hacia donde miraba Roger y se me heló la sangre. Un chico alto
y rubio

atravesaba la puerta de la cafetería.

Era él. El chico de la voz angelical.

9. UN HIMNO GIGANTE Y EXTRAÑO

Eudald se sentó a nuestra mesa sin dar muestras de reconocerme. Supuse que
estaba
fingiendo. ¡No podía ser que no se acordara de mí!

Al examinarlo más de cerca, comprobé que su belleza era aún más imponente de
lo

que me había parecido en el MoonBeam. Sus cabellos rubios y desordenados


enmarcaban

un rostro de facciones angulosas. Su piel pálida y pecosa se tensaba en torno a


unos

pómulos y mandíbula pronunciados, cubiertos por una descuidada barba de tres


días que no

mermaba su candoroso aspecto. La camisa de cuadros y las gafas de pasta le


daban aire de

intelectual, así como los viejos zapatos Oxford marrones que calzaba.

Sus vivaces ojos castaños me miraron con intensidad, al tiempo que se acercaba

para darme dos besos. Un intenso aroma a plátano inundó mis fosas nasales al
rozarme sus

cabellos.

—Buenos días. Iris, ¿verdad? —Su voz era suave y distinguida—. Me alegra

conocerte.

Se sentó y acercó una silla de otra mesa para dejar encima un estuche de lo que

parecía un instrumento. Roger lo señaló con la cabeza.

—¿Te lo has traído, tío?

—¿Qué es? —intervine yo, interesada.

—Un laúd, Roger y yo nos conocemos del conservatorio. Aunque vamos por

motivos muy diferentes…


Eudald sonrió, socarrón, mostrando una hilera de dientes perfectos y blancos.
Pese a

su aire de artista hipster, con aquella barbita rubia y el pelo alborotado, no


engañaba a

nadie. Era de clase alta, un pijo de camuflaje.

—No empieces otra vez a criticar a la tuna, ya he tenido bastante con los

comentarios de Iris —protestó Roger.

—Me han dicho mis amigos que tenemos algunas aficiones en común —
continué—.

En realidad, el señor tunero nos ha calificado a ambos de raros y por eso ha


pensado que

nos llevaríamos bien.

Eudald se ajustó las gafas sin dar muestras de haberse ofendido. Empleaba un

lenguaje propio del siglo XIX.

—Lamentablemente, estoy acostumbrado a que me digan cosas así... Se me


tacha de

huraño por no compartir las aficiones juveniles y refugiarme en la biblioteca cual


rata,

siempre parapetado tras mis libros. ¿A ti te gusta leer?

—Me encanta.

—¿Qué te parece Lord Byron? Igual ni lo conoces…

—¿Estás de broma? ¡Lo adoro!

Los ojos color chocolate de Eudald se iluminaron mientras me sonreía. Por un

momento, tuve la sensación de que mi corazón se hacía mantequilla.


—Por otro lado, pese a mi aire de nerd, lo cierto es que también me gusta hacer

ejercicio. —Mis ojos se deslizaron hacia los músculos nada despreciables que
tensaban su

camisa de leñador.

—¿Ah, sí? Yo hace años practiqué hapkido. Llegué a cinturón azul.

—La defensa personal coreana es excelente, pero lo mío es la esgrima.

—¡Venga ya! —intervino Ana, que no paraba de hacerme muecas tras la espalda
de

Eudald, con una sonrisa como la del mismísimo diablo.

—No, ¡en serio! De todos modos —prosiguió—, creo que mi rareza más acusada

con diferencia es el hecho de que venero a John Downland. ¿Le conoces?

—Ni idea.

Sentí una rabia extraña por no conocer al ídolo de Eudald, aparte de vergüenza.
En

ese instante, por mi mente cruzó el rostro de Diego. Por algún motivo
inexplicable, me sentí

culpable de caer bajo el influjo de su amigo.

—Se trata de un artista del siglo XVII, muy avanzado para su época, que tocaba
el

laúd, por eso yo también quise aprender. Me moría por interpretar Flow my
tears, su

canción más famosa. Quizá hayas oído la versión de Sting.

—Pues no...

—Venga, ¿por qué no la tocas? —intervino Ana—. Quizá Roger podría


ayudarte.

—Le clavó un dedo en la barriga, juguetona, y él se dobló hacia adelante.

—Ni hablar, a su lado quedaría como un inútil, y además no llevo el laúd


conmigo.

—Por hoy estás salvado —bromeó Ana, y se volvió de nuevo hacia Eudald—.

¡Venga, Eu! Deléitanos con tus músicas raras.

—Está bien… —aceptó él por fin, sacando el instrumento de su funda con

delicadeza—. Pero solo si prometes no volver a llamarme Eu, ¡pardiez!

Los tres le miramos expectantes mientras afinaba las cuerdas y procedía a tocar
los

primeros acordes. La música retumbó contra las paredes de la cafetería como un


llanto

solemne y desolado. Sin embargo, aquello no fue nada comparado con lo que
vino a

continuación.

No estaba preparada para escuchar de nuevo aquella voz que me había


maravillado

unos días atrás. Solo que esta vez era diferente. Al escucharle hablar, su
tonalidad me había

recordado a una suave brisa o a las olas de un mar en calma lamiendo la orilla.
Pero al

cantar con su voz de barítono, esta se transformaba en un huracán, en el torrente


de un río

desbordado, en un mar embravecido.

La cafetería entera enmudeció, sobrecogida, mientras él entonaba las primeras


estrofas de la canción:

—Flow, my tears, fall from your springs! Exiled for ever, let me mourn; where

night's black bird her sad infamy sings, there let me live forlorn.1

Su pronunciación del inglés era perfecta, pero incluso aunque hubiera sido

espantosa todos lo habríamos pasado por alto, tan maravillosa era la fuerza de su
voz.

Como si emanara una luz pura y diáfana, parecía dibujar filigranas en el aire. La
tristeza de

la música y la letra era tan intensa que me sentí bañada por un torrente de
lágrimas amargas

y frías.

Cuando por fin terminó la canción, Eudald abrió los ojos y me miró de modo

inescrutable, ajeno a lo que había provocado. Mientras la salva de aplausos de


todos los que

estábamos en la cafetería —camarera incluida— retumbaba entre las paredes de


piedra, él

guardó el laúd en su funda y a continuación hurgó dentro de su bandolera.

Me miró con sus increíbles ojos de cachorro, cuya inocencia me estrujaba el

corazón, mientras me tendía una rosa negra.

—Para ti.

Al tomarla entre los dedos, noté que una nota se deslizaba en mi puño junto con
el

tallo de la flor. Eudald se puso entonces en pie.

—Siento marcharme, chicos, pero llego tarde a clase.


Recogió sus bártulos de la silla y se alejó con pasos apresurados.

—Bueno, ¿está macizo o qué? —me inquirió Ana.

No respondí. La nota me quemaba en la mano y, al abrirla con disimulo por


debajo

de la mesa, sentí que la cabeza me daba vueltas.

1 Fluid, lágrimas mías, fluid desde vuestros manantiales. Exiliado por siempre,
dejad que me lamente; allá

donde el pájaro negro de la noche canta su triste infamia, dejad que viva
abandonado.

Eran las instrucciones para la primera prueba de las Sombras.

10. EXPLOSIÓN DE CLARIDAD

La terraza del edificio antiguo de la facultad se había convertido en uno de mis


lugares

preferidos desde el día que la descubrí. Sin ser consciente de ello, mis pasos me
condujeron

aquel jueves hacia la azotea. Necesitaba alejarme de todo y de todos para leer
con calma la

carta de Eudald.

La terraza estaba siempre desierta. Se rumoreaba que solo el antiguo bedel del

edificio pasaba sus días en aquel apacible y solitario lugar, aunque en aquel
momento no

parecía rondar por ahí. De hecho, nunca lo había visto.

Abrí la puerta-ventana y me colé con cautela en la terraza, sintiendo al momento


la

ardiente caricia del sol en mi rostro. Mis pulmones se llenaron con el aroma
añejo de la

piedra caliza y de las plantas. En el centro se abría el hueco que daba al patio
inferior,

cercado por las barandillas.

La atmósfera de aquel lugar tenía algo de reverencial, como si acabara de poner


los

pies en un recinto sagrado. Tan solo los graznidos de los pájaros y el ulular del
viento

osaban quebrar aquel sepulcral silencio. A mi derecha, un árbol frutal despedía


delicados

olores cítricos. El suelo de baldosas se veía erosionado por el paso del tiempo.
Por un

momento visualicé los miles de pies solitarios que lo habrían recorrido a lo largo
de los

siglos, estudiantes melancólicos de distintas épocas y orígenes, llenos de sueños,


anhelos y

miedos. Tenía la sensación de haber entrado en un lugar inmemorial, donde el


tiempo se

había detenido, o por lo menos no transcurría al mismo ritmo que en el mundo


real.

Di una vuelta rápida a la terraza para confirmar que no hubiera moros en la


costa.

Luego me senté en un reborde de piedra calentado por el sol mientras aspiraba


con deleite

el aroma a hojas y tierra. Un gatito blanco se hizo un ovillo a mis pies mientras
yo
desplegaba la carta y comenzaba a leer:

Iris,

Nuestra primera prueba será de naturaleza literaria. Para superarla, deberás

escribir una leyenda al estilo de nuestro venerado Gustavo Adolfo Bécquer, en la


que

describas la experiencia de tu vida que más miedo te haya producido. Puedes


escribir lo

que quieras, con la única condición de que nos entregues el resultado este
viernes a las

ocho de la mañana.

Uno de nosotros se presentará ante ti para recoger el relato. No te preocupes,


estés

donde estés te encontraremos.

Si no logras tener la leyenda a la hora indicada o esta no cumple con nuestras

expectativas, no volveremos a molestarte. Solo una petición que debes tomarte


muy en

serio: no hables jamás a nadie de nosotros.

Tuyas sinceramente,
LAS SOMBRAS

Al final de la página había un fragmento de la llamada «introducción sinfónica»


de

las rimas de Bécquer. Con un delicioso escalofrío, absorbí con fruición las
palabras

garabateadas en tinta negra con brillantes arabescos:

«Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen


los

extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de


la palabra

para poderse presentar decentes en la escena del mundo.»

Entendí que eso era justo lo que querían que hiciera: dar forma a mis fantasías y

demostrarles mi valía como escritora. Pero, ¿cómo esperaban que fuera capaz de
hacerlo

con tan poco tiempo? Eso por no mencionar lo de imitar el estilo becqueriano,
algo

prácticamente imposible...

Me devané los sesos pensando cómo superar la prueba. No había pasado miedo
de

verdad en mi vida, a menos que contara cuando a mi madre le daba por ponerse
su

mascarilla de pepino y aquel horrible albornoz rosa. ¿Cómo iba a escribir algo
verosímil si
mi vida, hasta entonces, había transcurrido vacía y sin emociones?

La solución acudió a mi mente sin reflexionar demasiado: debía provocar esa

situación. Para escribir lo que las Sombras requerían de mí, tenía que obligarme
a pasar

miedo, un miedo atroz. Pero, ¿cómo?

De repente, se me ocurrió la idea perfecta. Me quedaría a dormir aquella noche


en la

universidad. Me acurrucaría en el aula más siniestra que encontrara y dejaría que


la

oscuridad —y quizá los fantasmas— hicieran el resto. Si la vieja facultad, llena


de crujidos

y sombras, no era capaz de asustarme, nada más lo haría.

Satisfecha con mi idea, ni siquiera me molesté en mandar a mi madre un


WhatsApp

para avisarla de que pasaría la noche fuera de casa.

Aún faltaban horas para la caída del crepúsculo, de modo que salí a la calle para

encontrar un modo de matar el tiempo. Desde luego, no tenía ninguna intención


de pasar

por casa primero.

Bajé las escaleras de la facultad y, una vez en el exterior, crucé corriendo la


plaza

Universitat mientras el semáforo parpadeaba, a punto de ponerse en rojo. Sin


aliento, frené

justo antes de estamparme contra el cochecito de un bebé. Me disculpé azorada


mientras la
madre me lanzaba una mirada de reproche.

Al levantar los ojos, descubrí los carteles de un cine que anunciaba la reposición
de

El ansia, una película que me encantaba. Su protagonista, David Bowie, era uno
de mis

amores platónicos. Me había enamorado sin remedio al verle en Dentro del


laberinto, otro

de mis fetiches cinematográficos.

Me metí en el cine, ilusionada por volver a ver aquella vieja y extraña película
sobre

vampiros. Mientras tanto, el sol iba poco a poco deshaciendo camino por el
cielo. La noche

acechaba para envolver con sus fríos brazos unas horas que jamás olvidaría.

11. EL ANSIA

La película era lenta, con una trama poco clara y diálogos no precisamente
brillantes, pero

el tema vampírico y, por supuesto, mi amado David Bowie lo compensaban


todo. La

canción de Bauhaus Bela Lugosi's Dead con la que empezaba la habría


convertido en una

película de culto para mí incluso de no haber tenido aquella atmósfera siniestra


que tanto

me gustaba.

El film contaba la historia de Miriam, una vampira centenaria que sobrevive de


la

sangre de sus amantes. A cambio, el chico o la chica en cuestión no envejece...


hasta que

Miriam se cansa de ellos, claro. Por desgracia, ese es el caso de John —Bowie
—, a quien

parece ser que le quedan menos de veinticuatro horas de vida. Desesperado,


decide pedir

ayuda y topa con Sarah Roberts, una doctora que está investigando el
envejecimiento

prematuro en el ser humano. Ella no cree realmente en su historia, pero siente


curiosidad y

decide contactar con Miriam, quien la atrapará asimismo en su telaraña. La


doctora estaba

interpretada por Susan Sarandon, otra actriz que me gustaba mucho gracias a
ciertas

películas míticas de mi infancia, como Las Brujas de Eastwick o la inolvidable


The Rocky

Horror Picture Show.

Me senté en una butaca por el centro de la sala, armada con una ración de
palomitas

y medio litro de Coca-Cola Zero. La sala estaba vacía, pero por algún motivo un
extraño

personaje se sentó justo en la fila de atrás, en el mismo número de butaca en el


que yo

estaba. Sentí un escalofrío en la nuca y volví un poco la cabeza para observarlo


con

disimulo. Era un tipo de lo más perturbador. Resultaba imposible hacerse una


idea de su
edad, pues una capucha sumía su rostro en sombras, y respiraba de forma
agitada.

Para no sufrir aquel jadeo en mi oreja durante toda la película, me levanté con

dignidad y me fui a la última fila. Desde allí observé, sorprendida, cómo se


levantaba y

abandonaba la sala murmurando entre dientes.

En aquel momento, varios espectadores entraron en la sala: un matrimonio de

mediana edad y un par de adolescentes góticas cargadas de chucherías. Por


último, apareció

un joven de torpe aspecto que, mordisqueando una chocolatina, tuvo el tiempo


justo de

sentarse antes de que se apagaran las luces.

Apenas había comenzado la película cuando me sonó el móvil y el matrimonio


se

volvió para mirarme con mala cara. Había olvidado ponerlo en silencio.

Era Ana, oportuna como siempre.

¡Eh, señora Oscura!

No me has dicho qué te ha parecido Eudald.

Has salido pitando de la cafetería...

Traté de ignorarla, pero el móvil volvió a vibrar pasados unos segundos. Lo


saqué

con impaciencia, mientras en la pantalla de la sala proyectaban un avance de los


siguientes

estrenos.
Me ha parecido una monada que te haya dado esa flor,

aunque tú has puesto una cara muy rara.

¡No me digas que no te ha gustado!

Roger no le conoce mucho, pero dice que es buen pavo.

Quizá podríamos salir los cuatro un día de estos.

¿Qué me dices, tía?

Cansada de aquella cháchara, desconecté el teléfono. No sabía cómo justificar


mi

reacción tras recibir la «flor», pues en realidad mi huida había tenido que ver con
lo que se

escondía tras el tallo de la rosa, es decir, la carta. Además, no quería perderme el


principio

de la película.

Por desgracia, me vi obligada a abandonar la sala cuando apenas había


transcurrido

una hora, dado que el medio litro de Coca-Cola Zero y mi vejiga diminuta no
eran una

buena combinación.

Cuando llegué a las escaleras que conducían al lavabo, no pude evitar un leve

estremecimiento. Uno de los fluorescentes se había estropeado y parpadeaba de


modo

inquietante. Nunca he sido una cobardica, pero el incidente con el desagradable


personaje

de la sala me había alterado.


Bajé los últimos escalones a la carrera y me refugié en el baño. Sentí un curioso

alivio, como si entre las sombras del corredor se ocultara alguien que quisiera
hacerme

daño. Al salir, ya me estaba avergonzando de mis absurdos temores cuando una


presencia

se cernió sobre mí, cerrándome el paso.

Era el encapuchado.

Al contemplarle a la trémula luz del fluorescente, me percaté de que su siniestro

atuendo ocultaba a una persona muy joven. Como si formara parte de la película,
se había

esforzado en cobrar un aspecto avejentado. Su rostro, cerúleo como el de un


cadáver,

llevaba una espesa capa de maquillaje. La piel que bordeaba los ojos se veía
enrojecida,

igual que los labios, que se retrajeron en una espantosa sonrisa, mostrando unos
afilados

caninos postizos. Algunos mechones de cabello rubio escapaban de la capucha.

Había algo en su rostro en sombras que me resultaba familiar.

No tuve tiempo para indagar más, pues extendió sus brazos hacia mí y yo di un
paso

atrás, horrorizada. Entonces habló con una falsa voz cavernosa:

—Yo puedo darte la vida eterna. Un solo mordisco y te convertirás en vampiro...

igual que yo.

—¿Qué dices, tarado? ¡Aléjate de mí!


Me escabullí de entre sus garras y me precipité hacia las escaleras con el corazón
en

la garganta.

—¡Volverás! —aulló el encapuchado—. Cuando el ansia no atienda a razones.

Necesitarás alimentarte y me necesitarás para mostrarte cómo...

Pese al estado de pánico que me sacudía, reconocí la cita de la película. Era una

frase de la vampira protagonista, Miriam.

Estaba claro que era el típico fanático, por si los colmillos falsos no me lo habían

demostrado ya. Aunque no quise detenerme para comprobarlo, noté que me


estaba

siguiendo, pero sin darse prisa.

Justo cuando empujaba la puerta de emergencia con brazo tembloroso, sentí que

algo impactaba contra mi espalda. Era una bola de papel.

Ahogué un chillido y me volví para comprobar que el pirado se dirigía hacia la

salida como si nada. Aún temblando, me agaché para recoger el papel con la
punta de los

dedos. No sé qué pálpito me hizo desenrollarlo en lugar de dejarlo donde estaba.


¿Sería

alguna amenaza u obscenidad?

Con un escalofrío, leí una frase garabateada en tinta negra:

Siempre vigilando. L.S.B.

L.S.B... ¿Las Sombras de Bécquer? Aquello era demencial.

Volví a la sala con el alma en vilo, pero no fui capaz de concentrarme en el resto
de

la película. Veinte minutos antes de que acabara, me di por vencida y me


escabullí

intentando no molestar a los otros espectadores. No podía permanecer en aquel


lugar ni un

segundo más.

Salí escopeteada del cine y topé de frente con la silueta ominosa de la


universidad,

que estaba a punto de cerrar sus puertas ante la inminente caída del crepúsculo.
Vigilando

que el loco del cine no me estuviera siguiendo, me precipité en su interior como


un vampiro

que se retira a su sepulcro.

Me esperaba una noche muy larga.

12. HORAS DE FIEBRE

«Lo que voy a contar sucedió realmente, ahora depende de su criterio y de si


tienen a bien

creerlo, pues sé que los acontecimientos son cuanto menos insólitos.

Estaba yo encerrada en la tenebrosa facultad de Filología, en el edificio histórico

de la universidad de Barcelona. Cómo había ido a topar con semejante suerte es


otra

historia que no procede relatar en esta ocasión.

Decidí convertir una de las aulas en mi guarida para la noche y me acosté en un

pupitre desvencijado. A mí alrededor resonaban rumores de pasos, tal vez


recreados por
mi fértil imaginación, inflamada por terrores nocturnos. A través de la puerta
entreabierta,

alcancé a ver extrañas sombras danzando, mientras en alguna parte del piso
superior

resonaban siniestros crujidos.

¿Cómo era posible, si la facultad tenía que estar desierta a esas horas?

Pugné por calmarme, pues se avecinaba una larga noche y necesitaba descansar,

pero en aquel instante vi flotar en un punto de mi improvisada alcoba un par de


ojos como

brasas encendidas. Ahogué un alarido de pánico al percatarme de que se trataba


de los

ojos de un gato que, más asustado de mí que yo de él, se escabulló raudo por la
puerta al

percibir mi silueta. Suspiré de puro alivio y decidí que no podía permanecer en


aquella

aula ni un segundo más o sufriría un ataque cardíaco.

Con el teléfono móvil en la mano a modo de linterna, avancé por el corredor en

sombras, pegada a la pared por el temor de chocar con alguna presencia


inesperada.

Algo pegajoso se adhirió entonces a mi rostro y esta vez sí me permití soltar un

grito de pavor. Posiblemente se trataba de una telaraña, pues dudaba que


limpiaran a

menudo aquella zona del edificio. La repugnancia amenazó con precipitar mi


temprana

cena a lo más alto del esófago. Sentí una comezón por todo el cuerpo, amén de
un sudor
frío recubriendo mi piel como una película viscosa.

Cada vez se me figuraba mas peregrina la idea de poder pegar ojo aquella noche.

Deslizándome entre los muros de piedra fría, alcancé un corredor nunca antes

explorado. Intrincados jeroglíficos decoraban la vieja superficie de las paredes,


según

pude ver acercando la luz de mi teléfono. ¿Qué significaría aquel insólito


galimatías?

Di un paso atrás para ganar algo más de perspectiva y por poco perdí el
equilibrio

al chocar contra un cuerpo tan duro como la piedra del edificio. Al darme la
vuelta, mi faz

se hallaba a escasos centímetros de un rostro sin expresión.

—¿Quién eres?

Mi voz sonó temblorosa y aguda como la de una niña. Tras unos instantes

aguardando la respuesta, me di cuenta de que la figura contra la que había


chocado no

era humana. ¡Se trataba de una estatua! Tallada en un material dorado semejante
al

bronce, se alzaba orgullosa y estática en el centro del pasillo. Mi fantasía,


exacerbada por

el pánico, me había jugado una mala pasada.

Pero entonces la estatua cobró vida.

Unas pupilas perversas destellaron en el centro de los ojos, unos instantes atrás

velados. Los finos labios de metal se separaron y una voz que recordaba el
susurro del
viento entre los árboles brotó de la horripilante figura:

—Soy el guardián de la universidad y acabas de despertarme de mi largo letargo.

¿Cómo has osado?

Su mano dorada, de fuerza sobrehumana, se cerró en torno a mi muñeca. Una

sonrisa diabólica deformó los hieráticos rasgos tallados en el metal.

Ni siquiera cruzó mi mente la idea de responder. Hui como alma que lleva el

diablo, solo para topar de frente con otro muro. Pero esta vez de carne y hueso.

—¿Adónde se dirige la señorita con tanta precipitación?

La voz era dulce y atiplada. Alcé la linterna del móvil para deslumbrar al

desconocido, que se cubrió los ojos con la mano.

—Por favor, señorita, está cegándome. ¿Podría apartar ese candil de mi rostro?

—¿Candil? —A pesar de la grotesca situación, me puse a reír ante el uso de


aquel

vocablo pintoresco—. ¿Estás de broma o qué?

—¿Por qué lo dice?

—Hablas como si estuviéramos en el siglo XIX.

—Es que estamos en el siglo XIX.

El joven parpadeaba, aturdido. Solo entonces me percaté de que vestía levita,

sombrero de copa y guantes. Iba yo a abrir la boca para replicarle cuando unos
alaridos

horrísonos agujerearon el silencio. Fue como si me retorcieran los tímpanos.

—¡Oh, no! —El anacrónico joven perdió color incluso en los labios—. Debe de
ser

la Dama de Blanco, que ha despertado. ¡Rápido, venga conmigo!

Me tomó de la mano y pugnó por arrastrarme con él, pero cuando dio media
vuelta,

alcancé a ver el hacha que tenía clavada entre los omoplatos.

El horror me sacudió hasta el tuétano. Caí de bruces contra la piedra fría


mientras

el fantasma del muchacho —o aquello que fuera— se desvanecía en la


oscuridad.

No tuve tiempo de reponerme. El horror de aquella noche parecía no tener fin.

Apenas me había puesto en pie con gran dificultad, cuando una pálida presencia

acudió a mi encuentro, al tiempo que un frío espantoso se apoderaba de mí.


Debía de

tratarse de la Dama de Blanco, aunque tal vez hubieran debido bautizarla como
la Dama

Escarlata, a fe de la sangre espesa que salpicaba sus ropajes blancos.

Su rostro, no obstante, era lo peor. Tenía los ojos blancos por completo,

desprovistos de pupilas, y un malvado rictus torcía sus labios descarnados. Su


piel se veía

apergaminada y no le quedaban más que un par de mechones de cabello,


adheridos al

cráneo lleno de manchas. De las puntas de sus dedos, rematados por afiladas
garras,

goteaba un líquido pegajoso de aroma dulzón que formó un charco a nuestros


pies.
La atmósfera se congeló a la par que mi aliento se condensaba en nubecillas de

vapor. De su boca, sin embargo, no brotaba respiración alguna. No quedaba ni


una brizna

de vida en el cuerpo de aquella espantosa criatura.

—Por favor… —acerté a suplicar.

Como toda respuesta, la criatura echó la cabeza atrás y rompió a aullar mientras

su cuerpo se convulsionaba. Al abrir la boca, comprobé que no tenía dientes, tan


solo

encías inflamadas de las cuales surgía un hedor putrefacto.

Salí huyendo despavorida.

Por fortuna, fui capaz de encontrar el camino de vuelta al aula y me encerré en


su

interior, temblando como una hoja de otoño.

Retrocedí paso a paso sin dejar de vigilar la puerta. Tras comprobar que nada

nuevo tenía lugar entre las sombras, algo frenó mi retroceso. Me sobresalté al
topar con lo

que enseguida reconocí como la pizarra.

El largo texto escrito con tiza brillaba en la oscuridad como si fuera


fosforescente.

Leí con estupor unos versos que conocía muy bien.

¿DE DÓNDE VENGO?... EL MÁS HORRIBLE Y ÁSPERO

DE LOS SENDEROS BUSCA.

LAS HUELLAS DE UNOS PIES ENSANGRENTADOS


SOBRE LA ROCA DURA;

LOS DESPOJOS DE UN ALMA HECHA JIRONES


EN LAS ZARZAS AGUDAS
TE DIRÁN EL CAMINO

QUE CONDUCE A MI CUNA.

¿ADÓNDE VOY? EL MÁS SOMBRÍO Y TRISTE

DE LOS PÁRAMOS CRUZA;

VALLE DE ETERNAS NIEVES Y DE ETERNAS

MELANCÓLICAS BRUMAS.

EN DONDE ESTÉ UNA PIEDRA SOLITARIA

SIN INSCRIPCIÓN ALGUNA,

DONDE HABITE EL OLVIDO,

ALLÍ ESTARÁ MI TUMBA.

Debajo había una inscripción más pequeña que no acertaba a leer. Me aproximé

para descifrarla, y las náuseas reptaron por mi garganta:

+ IRIS PÉREZ BLANCO +

Bajo mi nombre aparecían mi día de nacimiento y la fecha actual, separadas por


un

guión. ¡Era mi propio epitafio!

De repente, reparé en el pedazo de yeso casi consumido que reposaba al lado del

borrador. La tiza tenía marcas de dedos... del color de la sangre.

Mi maltrecho espíritu no pudo soportarlo más y me desplomé sobre un pupitre,

perdida la consciencia. Así quedé, indefensa, a merced de los fantasmas que


poblaban el

vetusto y tenebroso edificio.

13. NO SÉ LO QUE HE SOÑADO

Cuando abrí los ojos, la claridad se derramaba sobre la vieja aula.

Me había desplomado encima de un pupitre y me dolían todos los huesos. Al

levantar la cabeza, lo primero con que toparon mis ojos fue la pizarra. Un
escalofrío

recorrió mi cuerpo al recordar lo sucedido la noche anterior.

Mi mirada trató de enfocar el encerado, pero tras restregarme la cara comprobé


que

no había ningún mensaje escrito en su superficie. Tan solo un borrón donde antes
había

leído el poema de Bécquer, como si alguien hubiera eliminado todo rastro de la


tiza

mientras yo dormía. Y hablando de tizas, la única que reposaba sobre el tablero


no tenía

marcas de dedos...

Un pitido de mi reloj anunciando que eran las siete en punto me devolvió al

momento presente. ¡Solo disponía de una hora para corregir la leyenda antes de
que un

miembro de las Sombras pasara a recogerla!

Acelerada, reordené los arrugados papeles que había dejado sobre el pupitre y

empecé a pasar a limpio lo que había escrito. Me temblaba el pulso, pero hice la
mejor letra
posible. No quería entregar una chapuza, pero tampoco encontrarme con el
conserje, que

me preguntaría qué diablos hacía en la facultad antes de que abriera.

Pocos minutos antes de las ocho, cuando abría la facultad, puse el último punto.

Tenía la mano agarrotada. Recogí mis cosas y bajé las escaleras con premura,

saltando los escalones de dos en dos. Estuve a punto de romperme la crisma,


pero logré

llegar de una pieza al vestíbulo principal.

Me acurruqué en las sombras con el corazón acelerado, hasta que el conserje se

aproximó a paso lento y abrió las puertas de par en par.

Solté un suspiro de alivio mientras unos pocos estudiantes madrugadores


entraban

en silencio, cargados con sus abultadas carpetas.

Cuando el conserje desapareció de mi vista, salí del escondrijo con disimulo y


me

dirigí hacia la puerta principal. Me moría por llegar a casa y ducharme.

Sin embargo, cuando atravesaba la salida choqué aparatosamente contra un

estudiante. Sin ni siquiera levantar la vista, me agaché a recoger las hojas de la


leyenda.

—Lo siento —se disculpó el chico, quien se puso en cuclillas y me acercó un par
de

hojas.

Aquella voz... Levanté la mirada y mi corazón se detuvo.

—¡Eudald! —exclamé.
—¿Quién creías? Ya te dijimos que uno de nosotros se pasaría a recoger tu
creación.

—Me tendió las últimas hojas con una sonrisa extraña que no supe interpretar—.
¿Te las

devuelvo o quizá debería quedármelas?

Observé cómo los mechones de sus rubios cabellos, aún húmedos de la ducha, se

enroscaban un poco en las puntas. Un rubor infantil cubría las diminutas pecas
de sus

mejillas, que junto con el brillo de sus ojos castaños le hacían parecer Daniel el
Travieso.

Vestía unos tejanos desgastados y una sudadera de cuadros rojos y negros. Eso
por no

mencionar sus eternas gafas de pasta negra. Era la viva imagen del clásico
hipster.

Cuando me sonrió, unos hoyuelos encantadores se marcaron en sus mejillas, que

seguían recubiertas de aquella pelusa rubia. No pude evitar preguntarme cómo


de suave

sería su piel al tacto.

—Espera, déjame que las ponga en orden… —Se las arrebaté de mala gana,
furiosa

conmigo misma por albergar aquellos pensamientos sobre él, más aún con el
aspecto

lamentable que yo tendría después de aquella horrible noche—. Aquí tienes.

Eudald las dobló y se las guardó en el bolsillo trasero de los tejanos sin ni
mirarlas.

—Perfecto. ¿Y ahora adónde vamos?


—¿«Vamos»? No sé tú, pero yo a casa a ducharme. Estoy muerta...

—Puedes ducharte de camino al parque.

—¿Qué parque?

—El del laberinto. Se me acaba de ocurrir la forma perfecta de pasar la mañana.

Volvió a deslumbrarme con aquella perturbadora sonrisa de dientes blancos.


Todo él

eran hoyuelos y aleteo de pestañas.

—Por favor, deja de hacer eso.

—¿Hacer el qué, Iris?

—Sonreír como si fueras un niño inocente. No me fío de ti ni del resto de tus

amigos. Además, no se me ha perdido nada en ese parque.

Me encaminé hacia el cruce de la calle, ignorándole, pero él me retuvo por el


brazo.

Cometí el error de mirarle de nuevo.

—Pero a lo mejor te pierdes tú en él... ¿Es eso lo que te da miedo?

Oh, Dios. ¿Por qué tendría aquella maldita cara de ángel?

—¿Miedo, yo? No me subestimes. —Mis palabras atropellaron a mis


pensamientos—.

De acuerdo, pero primero pasaremos por mi casa.

—No tengo inconveniente, yo mismo te lo he sugerido. —Me tendió el brazo


como

un caballero—. Por aquí, señorita.

Tenía la fortuna de vivir cerca de la universidad, así que no tardamos en llegar a


mi

portal. Dejé a Eudald en el café de la esquina mientras yo me daba una ducha y


me

adecentaba.

Al vestirme de nuevo, escogí la ropa con especial esmero. Contra todo


pronóstico,

aquella mañana mi madre no estaba en casa pegada a su teléfono. Tal vez tuviera
una

reunión en la oficina o puede que hubiera bajado al supermercado.

Me puse unos leggings negros con estampado de cruces en blanco, botas


militares y

un escotado jersey largo y negro. Me recogí el pelo en un moño y me di cuatro


toques de

maquillaje, aunque luchar contra mis ojeras era una batalla perdida de antemano.

Cuando bajé a la cafetería, Eudald sorbía ensimismado un té rojo. No pareció

regresar al mundo real hasta sentir mi mano en su brazo.

—Estás preciosa, Iris. —Me deslumbró una vez más con sus ojos de largas
pestañas

—. ¿Lista para perderte conmigo?

14. ENTRE LAS VERDES HOJAS

Hacía años que no visitaba el Parque del Laberinto, pero no había cambiado
nada con el

paso de los años. Era tal y como lo recordaba de mi infancia. Un sol pálido
iluminaba la

losa de mármol de la entrada, con un relieve de Ariadna y Teseo, que hacía


referencia al

mito del Minotauro. Debajo se leía:

«Entra, saldrás sin rodeo,

el laberinto es sencillo,

no es menester el ovillo

que dio Ariadna a Teseo.»

Eudald me miró con picardía:

—¿Izquierda o derecha?

Lancé un suspiro y me interné entre los altos setos que se abrían a nuestra
derecha.

Él se apresuró a alcanzarme y yo me giré con expresión airada.

—No entiendo qué hacemos aquí. Vosotros me acecháis, me manipuláis a


vuestro

antojo, parece que lo sepáis todo sobre mí... y yo ni siquiera sé por qué estamos
en este

laberinto.

—Te quejas de que no nos conoces y yo te estoy dando la oportunidad de


hacerlo,

Iris —contestó él con irritante serenidad.

Resoplé con ironía.

—¿Ah, sí? Entonces, ¿puedo preguntarte lo que quiera y me responderás?

—Por supuesto. ¿Qué quieres saber?

—Empecemos por la historia de tu vida. Necesito saber quién eres… —le


desafié,

segura de que no respondería. Pero estaba equivocada.

—Supongo que no hay mejor lugar que este para desvelar secretos…

Se aclaró la garganta y comenzó a hablar mientras, poco a poco, nos


internábamos

en el corazón del laberinto.

—Nací hace veinte años en Barcelona. Como tal vez habrás deducido, provengo
de

una familia adinerada. A mi padre le encanta decir que descendemos de un


antiguo linaje y

que somos de sangre azul. A mí me trae sin cuidado. Yo solo quería su afecto y
atención...

y eso jamás me lo han dado. —Eudald hizo una pausa para decidir hacia qué
lado girar en

una bifurcación y, de paso, disimular su amargura—: Mientras crecía, mis padres


se

esforzaron por dármelo todo, pero se olvidaron de lo más importante: el amor.


Lo único que

yo necesitaba en realidad. Los colegios más selectos, lecciones de canto y de


piano,

equitación, ropa de marcas exclusivas, vacaciones en Saint Tropez, cenas de


gala, actos

benéficos… Nada les parecía suficiente. —Eudald sacudió la cabeza—: En


cambio, no

tenían un segundo para preguntarme cómo estaba. Supongo que acabé pensando
que no me
merecía su cariño.

—Eso es ridículo —intervine, tratando de consolarle.

Él suspiró y en aquel momento llegamos por fin al centro del laberinto, aunque
aún

nos faltaba encontrar la salida que nos llevara al otro lado. Retomó su historia
mientras

buscábamos el camino correcto.

—Tal vez, pero fue la única conclusión a la que llegué. Las cosas empeoraron

cuando, sin que mis padres lo supieran, me enteré de que era adoptado.

—Claro, te pareció que no te trataban como si fueras su propio hijo.

—Bingo. Si ya pensaba que no era lo bastante bueno para ellos, a partir de este

punto me volví loco. Coincidió con el embarazo tardío de mi madre, que por fin
lograría

concebir la hija que deseaba. Con el cambio de escenario, yo estaba convencido


de que mis

padres ya no me necesitaban y que por ello intentaban mantenerme a distancia.


Comencé a

buscar excusas para no acompañarles en sus estúpidas vacaciones en hoteles de


cinco

estrellas. Les decía que prefería quedarme en casa a estudiar, mientras ellos
recorrían

diversas partes del globo con su hija biológica. Un verano incluso me recluí
como un

ermitaño en nuestra casa de Noviercas, en Soria, aislado de la civilización.

—¿Noviercas? —exclamé, sorprendida—. ¿No es allí donde nació la mujer de


Bécquer?

—Veo que no nos equivocamos contigo. —Eudald me miró orgulloso—. ¡Así es!

Creo que fue entonces cuando empecé a interesarme por la historia del poeta.
Por desgracia,

poco después mis padres alquilaron la casa a un matrimonio de jubilados, y no


he podido

volver desde entonces.

En aquel instante alcanzamos la salida del laberinto, que daba a una zona

encantadora con un estanque. Unos pocos escalones conducían a una gruta de la


que caía

una cascada, bautizada en honor a Eco y Narciso, según leí en la inscripción al


lado de una

hermosa cita.

De un ardiente frenesí

Eco y Narciso abrazados,

fallecen enamorados,

ella de él y él de sí.

Tras detenernos unos instantes, seguimos ascendiendo hasta el nivel más alto,
desde

donde se ofrecía una vista panorámica de todo el laberinto.

—Resulta curioso verlo desde aquí —comenté, mirando los intrincados caminos
que

acabábamos de recorrer—. Es como la vida: si pudiéramos verla con


perspectiva, seguro
que todo nos parecería mucho más sencillo.

—Lástima que no sea posible —suspiró Eudald—. ¿Seguimos?

Bajamos los escalones y nos internamos por un pequeño sendero precedido por
un

cartel que rezaba: «Canal romántico». Enrojecí mientras nos adentrábamos y mi


misterioso

amigo retomaba su historia.

—En Noviercas se forjó de verdad mi pasión por nuestro amigo el poeta. Como

sabrás, se trata de un pequeño pueblo de Castilla que apenas contará con


doscientos

habitantes. Allí vivió durante largas temporadas, dado que era el pueblo natal de
su mujer, y

al parecer fue donde nacieron sus tres hijos. Pese a ello, no creo que Bécquer
fuera

demasiado feliz en aquel lugar. Mientras estuvo en el pueblo con Casta, su


esposa, tuvieron

que acogerse al amparo del padre de ella, un médico rural de la zona, pues las
cosas no les

iban demasiado bien. Tiene gracia pensar que pasaran penurias económicas,
considerando

su fama hoy en día.

—Lo que no entiendo es por qué en su obra literaria nunca se hace referencia a
ese

pueblo —intervine.

—Yo tampoco, aunque me hago una ligera idea. ¿Has oído hablar de «El Rubio»
alguna vez? —Eudald alzó las cejas.

—La verdad es que no.

—Era un personaje harto conocido en el pueblo, con el que se dice que su mujer
le

engañó. Imagino que de las infidelidades de Casta sí estabas al tanto...

—Algo había oído, sí.

—Puede que prefiriera no recordar las horas amargas que vivió en ese lugar
perdido

de la mano de Dios. Lo cierto es que, a día de hoy, no hay una sola calle o plaza
bautizada

en su honor. Si no fuera por algunas alusiones a Noviercas en las cartas que


envió a su

mujer, el pueblo prácticamente habría pasado desapercibido. Por lo menos se


mantiene aún

en pie su vieja casa, eso sí, en medio de un montón de ruinas. Tuve ocasión de
visitarla el

único verano en el que estuve solo en el chalet familiar, antes de que mis padres
lo

alquilaran. Allí fue donde conocí a Diego y a Vanessa.

—¿Estaban visitando la casa de Bécquer?

—Exacto. Oye, ¿qué te parece si descansamos un poco? Este es mi rincón


preferido

del parque.

Habíamos llegado casi al final del recorrido, y frente a nosotros se extendía un

amplio jardín de exuberante vegetación. Parecía un inmenso estanque, solo que


de helechos

en lugar de agua. El verdor que lo envolvía todo era apabullante, como si nos
hubiéramos

sumergido en un mundo esmeralda.

—Este sitio se conoce como el «Jardín romántico» —intervino Eudald, que de

pronto estaba peligrosamente cerca, tanto que casi choqué contra su nariz al
volverme.

Mi mirada se perdió en sus ambarinos ojos, que estaban fijos en mí, profundos e

hipnóticos. Notaba su suave aliento acariciándome el rostro y pude aspirar de


nuevo aquel

aroma a plátano que emanaba de su pelo.

—Es precioso —acerté a murmurar, presa de una especie de hechizo.

Estábamos en ese frágil momento de duda, previo a un primer beso, cuando una
voz

femenina rompió la magia por completo.

—¡Iris! ¡Eudald!

Frustrada, me volví para averiguar quién era.

Me quedé de piedra al ver que se trataba de la otra chica, aparte de Vanessa, que

formaba parte de Las Sombras. Había olvidado su nombre.

—Hola, Carla…

En la expresión de Eudald había una mezcla de contrariedad y alivio. No supe


qué

pensar.
—Hace rato que os busco. —Carla parecía enfadada— ¿No habíamos quedado
en la

entrada hace una hora?

—Lo siento… Se nos fue el santo al cielo.

¿Por qué demonios se disculpaba? Después de haberme contado aquellas

confidencias, de pronto parecía una marioneta en manos de esa bruja.

Carla se volvió hacia mí con ojos llameantes y me habló con frialdad.

—He venido para comunicarte que Diego te espera hoy a medianoche en el

MoonBeam para la segunda prueba. —Luego se volvió hacia Eudald y le tomó


por el brazo,

arrastrándolo como si fuera de su propiedad—. Vamos.

—Hasta pronto, Iris.

Ni siquiera nos dimos los dos besos de rigor. Era como si de golpe yo no
existiera.

Hice el ademán de seguirles, pero antes de que pudiera dar un solo paso, Carla se
volvió y

me espetó por encima del hombro:

—No nos sigas, aún no eres una de nosotros.

Confundida y herida en mi amor propio, les vi tomar el recodo y esfumarse ante


mis

ojos. Sin embargo, tuve tiempo de distinguir cómo Eudald se metía la mano en el
bolsillo y

le entregaba mi leyenda a Carla con la docilidad de un fiel siervo.

15. ROPAS DESCEÑIDAS


Miré inquisitiva a Marta, que hacía posturitas frente a un espejo de cuerpo entero
mientras

se probaba un vestido de pin-up negro con estampado de cerezas. Nos


encontrábamos en el

Soul, una tienda del Barrio Gótico que combinaba artículos nuevos —bastante
caros, por

cierto— con otros de segunda mano.

—Ya tengo un iPhone nuevo, pero el dinero que perdí de la paga no lo voy a

recuperar... —La mueca triste de Marta fue remplazada al punto por una
sonrisita no exenta

de vergüenza—: Aunque mi padre me ha prometido que me comprará el bolso


que quería

como consuelo. Ya sabes, por el disgusto.

—Pregúntale a tu padre si estaría interesado en adoptarme —bromeé mientras yo

también salía del probador para mirarme en el espejo—. Bueno, ¿qué te parece?
Necesito

deslumbrar a Diego esta noche.

—Creía que habías dicho que ya no te gustaba —puntualizó Marta,

mordisqueándose el pulgar mientras me miraba con desconfianza—. Me habías


estado

hablando de otro tío, Eduard o algo así.

—Eudald. Y no, ese es un imbécil. Esta mañana me lo ha demostrado.

—¿Qué ha pasado esta mañana?

—No importa. El caso es que Diego sí que me gusta, olvida lo que te dije. Esta
noche he quedado con él y me va a llevar a... —Mi cerebro trabajó a mil por
hora— una

especie de fiesta temática.

—¿Fiesta temática?

—Sí, como un baile de disfraces. Hay que ir en plan siglo XIX, y no tengo ni
idea de

qué ponerme.

—Si hay alguien aquí que sabe vestirse de carroza eres tú, Iris —me pinchó
Marta,

muerta de risa.

—Muy graciosa. No se trata de ir siniestra-victoriana. Tiene que ser algo más

distinguido, más... elegante.

—Esta tienda tiene cosas demasiado modernas, entonces. Yo creo que


deberíamos ir

más abajo, hacia la zona de la Catedral. Allí hay un montón de tiendas vintage.

—Vaya, ¿y tú cómo lo sabes?

—Mi prima trabaja en una que se llama L'Arca de l’àvia. ¿Quieres que te lleve?
A

lo mejor hay alguna pieza de museo esperando que la rescates.

Mi amiga me sacó la lengua y la empujé hacia la salida fingiendo estar enfadada.

Mientras bajábamos por Las Ramblas, saqué mi teléfono para buscar


información

sobre la tienda, dado que no me fiaba del criterio de mi amiga. Sus únicos
conocimientos
sobre estilo se basaban en la colección de osos cabezones de Tous. No tardé en
encontrar la

página web y me di cuenta de que, por una vez, Marta había dado en el clavo.

—¡Mira esto! —Le alcancé el teléfono, alborozada, y mi amiga leyó en voz alta
la

descripción de los artículos—:

COLECCIONISTAS, ESCENÓGRAFOS, FIGURINISTAS Y CLIENTES


PARTICULARES

ENCONTRARÁN EN L’ARCA UNA METICULOSA SELECCIÓN DE


INDUMENTARIA ANTIGUA,

QUE ABARCA DESDE MEDIADOS DEL SIGLO XVIII HASTA FINALES


DEL SIGLO XIX.

NUESTRO VESTUARIO HA APARECIDO EN NUMEROSAS PELÍCULAS


—TITANIC, EL

PERFUME, VICKY CRISTINA BARCELONA, LOS FANTASMAS DE


GOYA— Y TAMBIÉN EN

SERIES DE TELEVISIÓN AMBIENTADAS EN TIEMPOS PASADOS —


ISABEL, LA REPÚBLICA,

LA SEÑORA…—.

—Vaya, vaya, ¿quién tenía razón?

Nos apresuramos calle abajo hasta que por fin dimos con el establecimiento, que

estaba en la calle dels Banys Nous número 20. Al contemplar el escaparate


quedé

fascinada: parecía un lugar con mucha clase... y tenía pinta de ser carísimo.

—Creo que mi prima tiene derecho a un cincuenta por ciento de descuento por
trabajar
ahí—cuchicheó Marta—. Pero mejor finjamos que es para mí. Tú déjame hablar.

Asentí, presa de la emoción, mientras nos adentrábamos en la pequeña tienda.

Enseguida salió a nuestro paso una atractiva joven, que vestía un delicado
babydoll blanco

de gasa y unos aterciopelados zapatos rojos de salón. Llevaba el pelo rubio


recogido en un

moño colmena y unos pendientes de plata antigua.

Se sorprendió al reconocer a su prima y sonrió encantada.

—¡Martita! No me habías dicho que venías…

—Hola, Andrea, ¿qué tal? Te presento a Iris, mi mejor amiga.

Tras los dos besos de rigor y un poco de cháchara, Marta tomó a su prima por el

brazo.

—Oye, Andy, ¿todavía te hacen el cincuenta por ciento de descuento por ser

empleada? Necesito un vestido con urgencia y estoy arruinada. El otro día me


robaron el

bolso. —Marta hizo pucheros y miró a su prima con sus grandes y


conmovedores ojos

castaños.

—¡Qué me dices! ¡Es terrible! —Me abstraje de la conversación mientras Marta


le

contaba la historia como si se tratara del gran robo al tren de Glasgow y Andrea
asentía

conmocionada—. No te preocupes, cariño. Te lo dejaré a mitad de precio.

—Gracias, guapi, eres un encanto. —Mi amiga la abrazó mientras me guiñaba el


ojo

con expresión sibilina a espaldas de su prima—. Iris también se probará alguna


cosa, ¿vale?

—Lo que queráis —asintió Andrea, moviendo la cabeza arriba y abajo con tanto

ímpetu que pensé que los enormes pendientes saldrían volando—. Llamadme si
me

necesitáis, estaré detrás del mostrador.

Marta se volvió hacia mí en cuanto su prima dio media vuelta. Sus vivarachos
ojos

relucían de la emoción.

—Muy bien, este es el plan: nos probamos vestidos las dos para disimular y,
cuando

sepas el que quieres, me lo das y yo lo pago. Ya haremos cuentas después.

—Gracias, Marta, ¡eres la mejor! —De pronto, mis ojos detectaron un brillo

escurridizo y trémulo entre las prendas—. Oh, Dios mío, ¿qué es eso?

Me abalancé sobre los colgadores del fondo de la tienda y saqué el vestido más

espectacular que había visto en mi vida. Su tela de satén color blanco perlado era
tan suave

que resbalaba entre los dedos, como si no pudiera asirse. Un hilo plateado
trazaba filigranas

en forma de helechos sobre toda su superficie, y del talle pendía un cinturón de


seda que

permitía ajustarlo a la medida deseada. Venía acompañado de un ligero chal


plateado y

unas sandalias que parecían hechas de humo.


—Es como si fuera un rayo de luna… —susurró mi amiga, extasiada.

Un escalofrío recorrió mi columna vertebral. Nunca le había dicho a Marta el

nombre del club.

16. OLAS EN TROPEL

Poco después de medianoche, me hallaba en el MoonBeam, enfundada en mi


resbaladizo

vestido y con una venda en los ojos. Diego me los había tapado nada más llegar.

Mientras me conducía hacia las profundidades del club cogida a su mano, me fue

explicando los pormenores de la segunda prueba que me esperaba. Si la pasaba,


ya solo me

quedaría la última para convertirme en uno de ellos, puesto que al parecer habían
decidido

que mi leyenda era apta.

No tuve tiempo de ponerme más nerviosa de lo que ya estaba, pues al detenernos


en

algún lugar, Diego me explicó:

—Esta vez, Iris, se trata de una prueba sensorial. Por tanto, tiene cinco partes:
una

para cada sentido. Empezaremos por el oído.

Se levantó una leve corriente a mi alrededor, como si alguien se moviera, y


Diego

me soltó la mano de golpe. Su voz sonó un poco más lejana esta vez:

—A continuación, escucharás una melodía. Se trata de una canción antigua,


anterior
incluso a Bécquer, y deberás adivinar quién la compuso.

—Pero eso es imposible —protesté mortificada—. ¿Cómo voy a saberlo?


Además,

si es anterior a su época no sé qué tiene que ver con...

—Bécquer era aficionado a la música, él mismo tocaba varios instrumentos y

componía canciones. De todos modos, te garantizo que sabrás de qué se trata,


Iris. Presta

atención…

Iba a quejarme de nuevo, pero al punto comenzó a sonar una canción, cuya
intensa

tristeza invadió mi flujo sanguíneo, llenándolo de hiel y amargura. La música


sonaba tan

fuerte que podía sentirla vibrando en mi interior.

Al cabo de unos segundos, comprendí a qué se había referido Diego. Al parecer,


la

escenita de Eudald en la cafetería no había sido tan fortuita como me creía.

— Flow my tears, de John Dowland —afirmé con seguridad.

La mano de Diego volvió a aferrar mis dedos, dándome un apretón afectuoso.

—¡Bravo, Iris! Pasemos sin más dilación al segundo sentido: el olfato. En unos

instantes sonará un vals. Tendrás un minuto para bailar con cada uno de
nosotros, y deberás

adivinar de quién se trata basándote únicamente en su olor.

—Suena más difícil aún que la anterior... pero está bien.

—Antes de que lo olvide: solo te está permitido tocar a tu acompañante para


conservar el equilibrio. No podrás basarte en el tacto para reconocerlo, ¿de
acuerdo?

Asentí levemente y, sin más dilación, comenzó a sonar el vals dulce y siniestro
de

Eyes Wide Shut. Inmediatamente sentí una presencia que me tomaba por la
cintura y me

aferré a sus hombros con torpeza.

Tuve claro desde el primer momento que se trataba de una chica, a causa de la

fragilidad de su cuerpo y por el modo en que me sujetaba. Enseguida mis fosas


nasales se

vieron inundadas por un olor a jazmín y me sacudió un feroz resentimiento. Se


trataba de

Carla, sin duda alguna: recordaba ese olor de aquella misma mañana en el
parque.

El minuto pasó muy rápido y otra de las Sombras tomó el relevo.

Esta vez era un chico. Pude asegurarlo por la firmeza de la cálida mano que me

rodeó la cintura. Sin embargo, se cuidaba de acercarse para que no pudiera


olerlo, pero una

corriente de aire me trajo un intenso olor a plátano maduro cuando ya estaba a


punto de

abandonar la esperanza. ¡Eudald! Sentí como si las piernas fueran a fallarme, a


mi pesar.

De nuevo, fui cedida a una tercera sombra, que me tomó con presteza y
seguridad.

Por un momento creí que se trataba de un chico, pero un leve roce de uñas
afiladas me hizo
cambiar de idea. Me invadió un olor dulzón a caramelo, que me trasladó a la
primera vez

que vi a Vanessa. De todos modos, era la única chica que faltaba.

El resto fue pan comido, dado que ya solo quedaba Diego como guinda del
pastel.

«Lo mejor para el final», pensé soñadora, mientras esa última presencia,

decididamente viril, se cernía sobre mí y me guiaba con maestría. Sus frías


manos llevaron

las mías a sus hombros y, acto seguido, me aferraron con fuerza por la cintura
mientras el

vals llegaba a su fin.

En cuanto me dejó ir, comencé a hablar sin esperar a que me interrogaran.

—Carla, Eudald, Vanessa, Diego. Ese ha sido el orden.

—Fantástico —me dijo aplaudiendo este último. Por los susurros apagados,
supuse

que el resto de las Sombras permanecían en la sala—. Pasemos, pues, al tercer


sentido. Te

va a sorprender… Vas a probar cierta clase de repostería con un ingrediente muy


curioso;

en concreto, se trata de la versión vegana de los maccarons franceses. No llevan


leche ni

huevo, pero sí un elemento clave para su sabor dulce y delicado: los pétalos de
una flor. De

ti depende adivinar de cuál se trata.

Rezongué para mis adentros: aquellos cuatro estaban completamente locos.


¿Cómo
iba a adivinarlo? ¿Y qué narices tendría aquello que ver con Bécquer?

De nuevo, mis nervios fueron disipados por la inmediatez del desafío. Alguien
me

guió hasta un taburete, donde me encaramé con la poca seguridad que me


permitían mis

ojos vendados. Me colocaron las manos sobre una encimera, en la que palpé un
par de

elementos de forma redondeada.

—Cuando quieras, Iris —indicó Diego.

Con un suspiro, tomé uno de los pastelitos y me lo acerqué a la nariz con

desconfianza. Lo olfateé a fondo y detecté un olor suave y agradable. Di un


pequeño

mordisco a un borde.

Un intenso sabor a nata y azúcar se expandió por mis papilas gustativas. No


sabía

muy diferente a cualquier otro maccaron, aunque había algo de fondo... un


regusto ácido,

un poco cítrico. ¿Serían rosas? Me dije que lo normal era que se tratara de esa
flor, pues era

la más común. Mastiqué el resto de la pasta, concentrándome en las sensaciones


de mi

paladar. Me concentré en la imagen de una rosa, intentando casarla con la


explosión de

sabor que tenía lugar en mi lengua.

Tomé con cuidado el segundo maccaron y, esta vez, lamí con cautela la
superficie.
Detecté el típico sabor a tierra y naturaleza de las hortalizas. Antes de engullirlo,
lo acerqué

de nuevo a la nariz y aspiré a fondo. Vainilla y algo más... ¿quizá rosas? Sí,
estaba casi

segura. Me aventuré a decir:

—Creo que se trata de pétalos de rosa.

Se produjo un breve silencio y, a continuación, un aplauso.

—Estupendo, Iris, lo estás haciendo maravillosamente bien. Ya solo nos quedan


dos

sentidos y el siguiente es el tacto. De nuevo, deberás reconocer a cada uno de


nosotros...

pero usando tus manos esta vez. Solo puedes tocarnos la cara, tantas veces como
quieras,

eso sí, pero deslizando tus dedos por nuestros rasgos faciales nada más. Está
prohibido

tocar el pelo o el cuerpo.

Me levanté del taburete y me dejé guiar hasta otro punto de la sala. Al momento,

alguien colocó mis manos a ambos lados de su cara.

Con cierta vergüenza, deslicé las yemas de mis dedos hasta tocar una suave
pelusa.

¡Era Eudald! No tuve ninguna duda. Tantos días preguntándome cuál sería el
tacto de

aquella barba y por fin lo había averiguado. Para asegurarme, no necesitaba


sentir la

prominente forma de la mandíbula y de los pómulos, ni la de aquella boca de


labios
sensuales e infantiles, pero me recreé a gusto. Se había quitado las gafas para
despistar —lo

cual me pareció una treta poco justa—, pero su barba y los rasgos tan marcados
del rostro

no admitían duda.

—Eudald —dije al fin.

—Muy bien —contestó él.

Antes de que pudiera decir nada, unas manos menos cariñosas sujetaron las mías
y

las colocaron en su rostro. Esta vez era una chica: lo supe al palpar el tacto
sedoso de su

piel cálida y blanda. Delimité el contorno de la nariz y de la frente abombada.


Los bordes

picudos de los labios terminaron de convencerme.

—Vanessa.

—Bien.

Reconocí la voz rasposa y repelente de la chica, aguda como la de una rata.

Otras manos tomaron las mías con suavidad y las colocaron en su rostro. Por un

momento me confundió la extrema suavidad de las mejillas, pero al acariciar la


nariz

estrecha con la prominencia de un pendiente y la forma alargada de los pómulos


tuve claro

quién era.

—Diego.
—Perfecto, Iris. No hace falta continuar con Carla, dado que sabrías que es ella
por

eliminación.

Sentí cómo pasaba a colocarse tras mi espalda y la cinta se deslizó de mis ojos.

Parpadeé ante la súbita claridad y entonces me percaté de que estaba sola con
Diego, que

me sonreía con aire misterioso.

—Hemos llegado a la última parte —anunció él—. Si la pasas, habrás terminado


las

pruebas sensoriales y ya solo te faltará superar un reto para ser parte de nosotros.
Mira

delante de ti.

Me volví hacia el frente, donde apuntaban sus intensos ojos azules. Era un
cuadro,

un pequeño retrato pintado en tonos ocre. Se trataba de una chica joven, tal vez
de mi edad,

con cabellos cortos y rizados, tez pálida e intensa mirada. La modelo estaba de
perfil y

miraba en dirección al retratista. Sentí la fuerza oscura de su mirada clavada en


la mía.

Estaba segura de haberla visto antes en algún lugar...

—¿Quién es, Iris?

La voz de Diego sonaba desafiante, con un leve matiz desagradable. Me chocó el

cambio repentino de actitud. Sus ojos estaban transparentes como el agua,


clavados en mí.
Me volví indecisa hacia el cuadro. Aquella mirada inocente… La solución
acudió a

mi mente al rememorar cierta búsqueda que había realizado en internet unos


meses atrás.

—Es... Julia Espín —musité, antes de convencerme del todo—: Julia Espín, sin

duda alguna, la cantante de ópera… y el amor imposible de Bécquer.

Diego se acercó a mí hasta que su rostro estuvo a unos centímetros del mío.

Su belleza me sobrecogió. Llevaba los cabellos peinados hacia delante en un

generoso flequillo que ocultaba en parte sus rasgados ojos. Se retiró un mechón
con uno de

sus largos dedos y esbozó una sonrisa mientras sus ojos celestes destellaban con
picardía.

—Ah, los amores imposibles... —susurró, inclinándose para rozarme el lóbulo


de

las orejas con su boca—. Enhorabuena, has pasado.

Iba a suspirar aliviada cuando, de repente, Diego me apretó contra él... y me


besó en

los labios.

17. SOY INCÓRPOREA, SOY INTANGIBLE

—Así que Julia Espín… —suspiré.

Me hallaba recostada sobre el pecho de Diego, tirados en uno de los sofás del

MoonBeam, que también aquella noche estaba poblado por jóvenes de extraño
aspecto. Al

menos aquella vez, con mi elegante vestido y mis sandalias de tacón, yo no


desentonaba.
Habíamos abandonado las dependencias privadas de las Sombras para
acomodarnos

en el salón principal, donde flotaba una suave música de flautas y panderetas.


Reconocí

The Harp of Dagda de Trobar de Morte, un grupo de estilo medieval neoclásico


que

algunas veces escuchaba. De hecho, la cantante era co-dueña de una de las


discotecas

góticas más famosas de Barcelona.

La proximidad de Diego y la música, que me acunaba en el vaivén de una suave

marea, me habían transportado a una suerte de paraíso terrenal. Me sorprendió lo


normal

que me parecía estar allí abrazada a él, como si lleváramos meses saliendo.

—Sabía que una romántica como tú conocería a Julia Espín.

—Pensabas bien. Es una historia muy triste… A veces me pregunto si Bécquer


se

casó con Casta solo por despecho, como venganza tras el rechazo de Julia.

—¡Quién sabe! Lo que está claro es que ella no le correspondía, o por lo menos
no

lo veía apto para su clase social. ¿Alguna vez has leído cómo se conocieron?

—Sí, por la calle, ¿no? —recordé entusiasmada—. Estaba paseando con su viejo

amigo Julio Nombela y de pronto vio a Julia y a su hermana en un balcón, como


dos

ángeles esperando a ser descubiertos por su mirada.

—¿Alguna vez has sentido algo así, Iris? ¿Un flechazo de ese calibre?
Enrojecí con violencia.

—La verdad es que sí. La primera vez que te vi.

—Vaya... Este halago tiene un valor doble teniendo en cuenta lo deslumbrante


que

estás esta noche —replicó él, encubriendo una timidez que no me esperaba.

Bebió un trago de su copa de vino tinto y desvió la mirada, pero yo le atraje para

darle un beso con sabor afrutado. Me sentí como si flotara a varios metros sobre
el suelo.

Diego sonrió y, al ver sus graciosos incisivos con una leve separación, la cabeza
se

me llenó de una textura similar al algodón de azúcar. Vestido con su elegante


camisa negra

con corbata a juego y aquellos ceñidos pantalones de vestir, parecía un niño


travieso

disfrazado de adulto. Me encantaban sus zapatos oscuros rematados con


pequeñas borlas,

como los que llevaría un colegial inglés.

En aquel momento noté en él cierta incomodidad. Dudó unos instantes antes de

atreverse a hablar y al fin lo hizo, haciendo girar su copa.

—Necesito preguntarte algo. ¿Hay algo entre Eudald y tú?

—¿Qué? ¡No!

—Eudald es un chico bastante... particular. Yo de ti iría con cuidado.

—¿Qué quieres decir? —Ahora era yo quien se sentía incómoda.

—Digamos que Carla lo tiene atado corto.


—Eso me trae sin cuidado, Diego —dije, sin estar segura de que fuera cierto—.

¿Qué hay de ti y Vanessa?

—Jajaja, ¿Vanessa? Es como mi hermana...

—Vaya, entonces ya no eres un amor imposible. ¡Qué decepción! Yo que


quería...

¿cómo dice el verso? «Soy incorpórea, soy intangible, no puedo amarte, ¡oh ven,
ven tú!».

Ya no sé si me interesas tanto —bromeé—. Ahora en serio, cuéntame un poco


sobre ti,

apenas sé nada. ¿Quién es Diego Márquez realmente?

Esta vez no se hizo de rogar. Comenzó a hablarme sobre él, sobre su pasado, sus

aficiones y sus sueños. Estudiaba la misma carrera que yo, solo que él estaba en
tercero,

llevaba casi un año soltero y había tenido un accidente de moto bastante serio del
que

prefería no hablar. Sus ratos libres los pasaba solo, yendo arriba y abajo con la
moto o

practicando con la guitarra. De hecho, tenía un grupo de música, pero el resto de


miembros

estaban dispersos por otros pueblos y solo se veían cuando ensayaban para un
concierto.

Fuera de eso, Diego salía exclusivamente con los miembros de las Sombras.

—Cuando mi última relación naufragó, me refugié en el alcohol y las drogas por


un

tiempo —confesó de pronto, alzando los ojos—. Pero dejé toda esa mierda atrás
cuando
tuve el accidente y conocí a las Sombras. Puede decirse que viví una especie de
muerte... y

renací como alguien totalmente distinto. Eso no quiere decir que sea mejor
persona —

concluyó, acuchillándome con aquel par de iris tan extraños.

Luego acarició mi mejilla con sus dedos.

Cada vez que Diego me rozaba, mi corazón sufría un vaivén. Perdía la

concentración, mi aliento se aceleraba y me invadía un mareo asfixiante. Me


dejaba sin

fuerzas, sin voluntad. Era como la criptonita para Superman.

Me clavó un dedo en el costado para increparme:

—Tú casi no me has contado nada sobre tus líos...

—No hay mucho que contar. Solo he tenido un novio y no duramos más de cinco

meses.

—¿Qué pasó?

—No me entendía. Tras la pasión inicial, descubrí que no teníamos nada en


común.

A él solo le interesaba el fútbol y las carreras de motos, poco más. Una noche
que mencioné

a Lord Byron y él lo confundió con un actor de Hollywood, supe que tenía que
dejarlo. —

No tenía ganas de seguir hablando de mi pasado, así que añadí—. Pero volvamos
al tema de

Julia Espín. ¿Qué más puedes contarme sobre ella? Confieso que ha sido
casualidad que la
reconociera en ese cuadro. La vi de pasada cuando estaba reuniendo información
para el

trabajo final de bachillerato que, cómo no, versó sobre Bécquer.

—Pues entonces sabrás que era una cantante de ópera que inspiró algunos versos
de

las Rimas. Su padre era Joaquín Espín, director de la Universidad Central de


Madrid, a

cuyas tertulias Gustavo asistió en varias ocasiones. Así se fraguó una admiración
que

terminaría en un amor sin límites, pero por desgracia, unilateral.

—Bueno, eso no lo sabemos... —dije, desconfiando de la versión oficial de los

hechos.

—No parece que la chica estuviera demasiado interesada. Fíjate que Bécquer

incluso la obsequió con dos álbumes de poemas y dibujos que se conservan en la


Biblioteca

Nacional.

—Vaya, ¿en serio?

—Sí, pero ella se lo pagó casándose con el político Benigno Quiroga y, como
bien

sabemos, Gustavo terminó con Casta. Aunque me parece que se casó él primero.

—¿Lo ves? —señalé triunfante—. Los hombres siempre metéis la pata.

—¡Pero si no le hacía ni caso! El pobre Bécquer tuvo que buscarse a una soriana

que le consolara.

—Sí, del pueblo de mala muerte de Noviercas...


—¡Exacto! No sé si sabes que la familia de Eudald tiene una casa allí.

—Sí, me lo ha contado esta mañana cuando... —Tuve que morderme la lengua


para

no decir «cuando hemos ido al laberinto»—. Bueno, cuando se ha pasado a


recoger mi

leyenda.

—Lo malo es que su familia la estuvo alquilando a un matrimonio durante varios

años, y por culpa de eso Eudald nunca ha podido invitarnos.

—Sí, me lo ha contado. Pero parece que la casa ha quedado libre por fin. Lo que
me

ha parecido alucinante es que su familia haya decidido regalársela por su


cumpleaños, algo

así como un anticipo de su herencia... o, como dice Eudald, una recompensa por
ignorarle

todos estos años.

—Vaya, Iris… Para no interesarte este chico, te conoces su vida y milagros. Yo

diría que sois íntimos. —Diego fingió que lo decía en broma, pero el
resentimiento se

percibía en su voz. Traté de disimular mi regocijo.

—Ya te he dicho que no hay nada entre nosotros.

—Supongo que tendré que creer en tu palabra.

— ¿Crees que hay algún modo de convencerte?

—Mmm, se me ocurre una manera...

Cuando los labios de Diego se cerraron sobre los míos, perdí por completo el
mundo

de vista. Me olvidé de Bécquer, Julia Espín... y de los amores imposibles.

A fin de cuentas, los amores posibles no estaban tan mal.

18. COMO EL FÉNIX RENACEN

Tras nuestra conversación sobre amores imposibles, Diego decidió que había
llegado el

momento de cambiar de escenario. Me condujo de regreso a los cuarteles de las


Sombras,

donde al parecer tenían almacenado de todo. Por lo menos, tuve esa impresión
cuando abrió

un inmenso baúl antiguo que descansaba en una de las estancias y comenzó a


sacar prendas

oscuras de estilo gótico.

—Vamos a ponernos un poco más acordes con los románticos de ahora.

Tras guiñarme el ojo, se arrodilló ante el arca y sacó unos apretados tejanos
negros,

un par de Doc Martens y una camiseta de manga corta con el logo de Unknown
Pleasures

de Joy Division. Añadió una gruesa cadena de eslabones a la cinturilla de los


vaqueros.

—Yo estoy listo. Sírvete tú misma.

Me arrodillé a su lado, fascinada, y hurgué entre los montones de ropa hasta

encontrar un conjunto post-punk de lo más interesante: una camiseta de rejilla


unida a un

corsé de polipiel y un par de tejanos negros con rotos y cadenas. Lo combiné con
unas

botas marca Demonia de plataformas imposibles y una larga hilera de hebillas.

Fui a cambiarme a la habitación contigua. Cuando reaparecí, Diego lanzó un


silbido

mientras me contemplaba satisfecho.

—Perfecto. Ya estamos listos para el bar secreto al que quiero llevarte.

—¿Un bar secreto? ¿Dónde está?

Diego demoró unos segundos su respuesta mientras cambiaba la tachuela lisa del

piercing de su nariz por un aro de plata. Entonces se volvió hacia mí con un


brillo maligno

en sus ojos azules.

—Enseguida lo verás.

El Casa Manolo era el lugar más raro que había visto en mi vida, aunque no
podía

esperar otra cosa del bar preferido de Diego después del MoonBeam, según él
mismo me

dijo. Y además, quedaba bastante cerca.

Pese a que su nombre evocaba un negocio familiar hortera de tapas, nada más
lejos

de la realidad. Para empezar, jamás habría sabido que allí había un bar de no ser
por las

indicaciones de mi amigo. Perdí por completo el sentido de la orientación


cuando

comenzamos a girar a izquierda y derecha sin ton ni son, internándonos cada vez
más en el
laberíntico corazón del Barrio Gótico. Cada vez que doblábamos una esquina,
nos

encontrábamos con una calle más tétrica y estrecha que la anterior.

Al doblar el último recodo, Diego dijo: «Ya estamos» y yo me quedé de piedra.

Un desolado callejón vacío era lo único que se abría ante nosotros. Ninguna de
las

puertas sugería ni remotamente la posibilidad de un bar de copas.

Con una sonrisa enigmática, mi amigo se adelantó unos pasos y me señaló una

puerta oscura. Encima de ella colgaba un rótulo de color tabaco donde podía
leerse «Casa

Manolo» en desvaídas letras turquesa. La persiana metálica estaba medio bajada.

Le miré arqueando las cejas como diciendo: «¿Es aquí?» mientras él pulsaba un

timbre al lado de la entrada. Casi solté una exclamación cuando un hombre de


unos

cuarenta años con cabello oscuro y perilla nos abrió la puerta.

Después de un seco «hola», se apartó para dejarnos entrar.

Intrigada, dejé atrás el frío callejón y me apresuré en pos de Diego. El interior


era, si

cabe, más singular que la entrada. Un denso olor a humedad flotaba en el aire,
como si

acabáramos de entrar en la tumba de una momia de cientos de años.

Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, distinguí un angosto pasillo


de

rombos en blanco y negro, que conducía a una sala del tamaño de mi comedor.
Unas pocas
lámparas aquí y allá contribuían apenas a disipar las tinieblas, bañando la
estancia en una

perturbadora luz rojiza.

El taciturno hombre que nos había abierto preguntó qué queríamos tomar,
mientras

mis ojos seguían recorriéndolo todo con avidez: detrás de la barra colgaban un
montón de

máscaras de gas, y a la izquierda había una fotografía enmarcada de un artista


del que jamás

había oído hablar, un tal Witkin.

En cuanto el camarero nos hubo servido las bebidas, descendimos los tres
escalones

que conducían a la diminuta sala. Nos acomodamos en un banco, bajo las


piernas de un

maniquí encadenado a una escalera de caracol que se perdía en la penumbra.


Frente a

nuestra mesa, se proyectaba en la pared una película ultragore: Nekromantik.

Una inquietante canción con sonidos guturales se abría paso hacia mis oídos a
través

de aquel turbio ambiente. Por si no hubiera tenido ya suficientes sorpresas, en


ese momento

un encantador felino atigrado apareció de la nada. Se sentó en mi regazo,


maullando con

debilidad, y frotó su cabecita contra mi brazo.

Alcé la vista hacia Diego, alucinada.

—Es Miau —dijo él, tras dar un sorbo a su botella de Voll Damm.
—¿Miau?

—Sí, se llama así.

—Qué original… —bufé, mientras le quitaba el limón a mi Coca-Cola.

—Bueno, Iris. —Diego junto las palmas de las manos y me miró con expresión

misteriosa—. Has pasado ya dos de las pruebas y ha llegado el momento de


hablarte de la

última... «Los talleres de la muerte».

Estuve a punto de escupir la Coca-Cola.

—¿Los talleres de la qué?

—De la muerte.

—Y dime... ¿en qué consiste la prueba exactamente?

—Verás. Todos nosotros hemos muerto de un modo u otro —me explicó Diego
—.

Como yo mismo te he contado, tras diversos escarceos con las drogas tuve un
accidente de

moto que por poco me cuesta la vida. No me gusta hablar de ello, pero esta vez
es

necesario. Cuando desperté en el hospital, supe que Diego Márquez estaba


muerto. Había

renacido como otra persona, y no hablo en plan metafórico. Me había convertido


en un

nuevo ser con recuerdos distintos. En ocasiones me despertaba recitando de


memoria versos

de Bécquer que jamás había leído. El poeta comenzó a aparecérseme en sueños


lúcidos que
me costaba distinguir de la realidad. De algún modo, era como si su espíritu me
hubiera

poseído. No te rías, hablo muy en serio.

—Perdona... Comprenderás que me cueste creerlo.

—Te garantizo que es verdad —insistió muy serio—. Después tenemos a tu


querido

Eudald...

—Y dale...

—...que, como imagino sabrás, es adoptado. Cuando averiguó ese dato sobre su

pasado, sintió que perdía toda su identidad. Tuvo que reinventarse y las Sombras
le

mostramos el camino. —El rostro de Diego se oscureció y sus ojos se me


antojaron dos

pozos sin fondo—. Hablemos de Vanessa. Su caso es un poco más especial.


Verás, la

conocí durante mi romance con las drogas... Ella no sufrió un accidente de


tráfico, pero sí

una sobredosis de pastillas mezcladas con alcohol que por poco le cuesta la vida.
Cuando

regresó de su experiencia casi mortal, había adquirido la facultad de leer la


mente.

—¿Lo dices en serio?

—No siempre le funciona, pero tiene una sensibilidad especial. Digamos que
capta

emociones e ideas, le llegan en forma de imágenes, y así se figura lo que está


pensando la
gente que la rodea. También posee... cierto control sobre los organismos
inanimados. Puede

mover objetos, cosas así. —Permanecí en silencio, atónita, recordando el órgano


que tocaba

solo—. Por último, Carla. Su familia es tan rica como la de Eudald. De hecho,
ambos

estudiaron en el mismo internado de élite. A los doce años fue secuestrada. Los
raptores

exigieron un suculento rescate a su acomodada familia si querían volver a ver a


su hija.

Tras nueve espantosos días, la policía tuvo la suerte de localizar el zulo donde la
mantenían

cautiva. Jamás ha querido explicar lo que le sucedió durante esos días terribles.
Como

puedes imaginar, después de aquello Carla nunca volvió a ser la misma.

—Dios, es horrible...

—El caso es que todos nosotros hemos experimentado la muerte de un modo u


otro.

Y ahora, me temo que ha llegado tu turno.

—¿Mi turno…?

—Sí, Iris. —Diego me tomó de las manos mientras clavaba sus transparentes
ojos

en mí—. Para ser uno de nosotros… primero debes morir.

19. EN EL DISCORDE ESTRUENDO

El Undead, la discoteca gótica de Barcelona, se hallaba en la calle Violant


d’Hongria. La
entrada, con la puerta pintada de rojo chillón, estaba flanqueada por dos falsas
columnas de

ladrillo. Sobre esta, encajonado en el techo, un cartel con fondo negro y letras
blancas

rezaba: Undead Dark Club.

Se celebraba mi fiesta preferida del año: Halloween. Con todas las cosas raras
que

me habían sucedido las últimas semanas, casi se me había olvidado.

Era una noche despejada y las estrellas lucían como joyas diminutas en lo alto
del

cielo nocturno. Yo estaba apostada en la puerta de la discoteca esperando a Ana.

Para variar, se trajo a su nuevo novio, Roger, disfrazado de tunero en el colmo de


la

originalidad. Mi amiga, por su parte, tampoco se había matado mucho. Llevaba


el clásico

disfraz de bruja: un vestido negro rematado por jirones y un sombrero en punta.

En un intento de dejar a todos con la boca abierta, yo encarnaba una de las


macabras

enfermeras de Silent Hill: vestido blanco, corto y escotado lleno de huellas


dactilares rojas,

medias a juego y el rostro lleno de vendas, también manchadas de sangre falsa.

Cuando entramos estaba sonando Cruelty de The Crüxshadows. Normalmente


no

confiaba en el criterio de Luismi, el DJ y co-dueño de la discoteca, cuyo gusto


empeoraba a

medida que subía su nivel de alcohol, pero aquella noche se estaba esmerando.
Tal vez

fuera para defender el honor de su disfraz de Frankenstein.

La otra dueña era la preciosa Lady Morte, Mireia en la vida real, líder del grupo
folk

medieval Trobar de Morte. Se hallaba tras la barra sirviendo chupitos de aspecto


sangriento,

a la vez que repartía sonrisas malévolas, ataviada con un sugerente traje de época
que

combinaba seda negra y terciopelo escarlata. Llevaba una tiara con una gema
roja prendida

en sus largos cabellos oscuros, y por su boca asomaban un par de colmillos


postizos. El

magistral maquillaje de su cuello simulaba el tumefacto mordisco de un


vampiro.

Fuera de eso, el Undead tenía el mismo aire decadente de siempre. Al ser


Halloween

no estaba tan vacío como de costumbre, pero estaba claro que la escena gótica de
Barcelona

se hallaba en vías de extinción.

Un puñado de jóvenes siniestros se apretujaban en la pista, bailando con frenesí.

Mirara donde mirara, encontraba rostros de una palidez espectral, ojos


delineados con

abundante lápiz negro, corsés, guantes y medias de rejilla, anillos con motivos
tenebrosos,

sensuales minifaldas estilo tutú y botas con tacones o plataformas imposibles.

Me divertía ver los rostros escandalizados de Ana y de su amigo, quien parecía a


punto de salir corriendo.

—¡Acabo de ver a un tío con falda! —cuchicheó con ojos como platos.

Me eché a reír y le palmeé la espalda.

—Bienvenido al mundo de la androginia, querido Roger.

—No nos está molando mucho este sitio —intervino Ana—. La música es

demasiado...

—¿...buena para tu gusto? Entiendo que, acostumbrada al reggaetón espantoso


de

tus discotecas, el cambio te resulte como poco chocante.

—Iba a decir horrísona. Como ves, no eres la única capaz de utilizar expresiones

rimbombantes. —Ana me guiñó el ojo—. Oye, ¿ese de ahí no es Eudald?

Siguiendo la dirección de su dedo, vi a un chico rubio y elegante con levita y una

máscara del fantasma de la ópera. Como decía mi amiga, se parecía mucho a


Eudald. Al

percibir nuestras miradas, el chico alzó su copa a modo de saludo.

Me fijé en las dos presencias femeninas que le acompañaban. Una tenía


abundantes

cabellos rubios, cosa que confirmó nuestras sospechas: tres cuartas partes de las
Sombras

estaban ahí. Solo Diego estaba desaparecido en combate. Ni siquiera había


contestado a mis

WhatsApp desde la última noche que habíamos pasado juntos, lo cual no


presagiaba nada

bueno para nuestro frágil y reciente romance, imposible o no.


—Hola, Iris.

La voz rasposa de Vanessa me sacó de mis pensamientos. Era la última persona


con

la que tenía ganas de hablar.

—Eh, Vanessa…

—Diego nos confirmó que has pasado la segunda prueba. Quiero comunicarte

cuándo tendrá lugar la siguiente y definitiva. Por cierto, bonito disfraz.

—Lo mismo digo.

Demostrando buen gusto, Vanessa iba disfrazada de vampira egipcia,


posiblemente

Akasha, de las Crónicas Vampíricas de Anne Rice.

Carla apareció a su lado. Había intentado imitar el look de la heroína de Sucker

Punch, con poco éxito bajo mi punto de vista. El traje de colegiala, la pistola y la
peluca

con dos coletas de cabello rubio platino que llevaba torcida se veían de bazar
chino.

Sentí una perversa satisfacción al ver su ridículo aspecto.

—Y dime —proseguí, tratando de no reírme de Carla—, ¿en qué consistirá la


última

prueba? Diego me comentó que tengo que morir o algo así y se quedó tan ancho.
Espero

que fuera una metáfora.

—En efecto. Un coche pasará a recogerte el próximo viernes y te llevará al lugar


de
la prueba. Se trata de «Los talleres de la muerte», pero no puedo revelarte nada
todavía.

Estarás allí hasta el domingo, cuando el mismo coche te traerá de regreso.

—Está bien... Ya me inventaré alguna historia para convencer a mi madre.

—Si pasas la prueba, vendrás de viaje con nosotros a Noviercas dentro de dos

semanas. Nuestra misión nos espera.

—¿Qué? ¿En pleno curso?

—Si no estás interesada, puedes abandonar aquí y ahora. No te lo impediremos.

—No, claro que no, pero es que...

—Que pases una buena noche de Halloween.

Vanessa inclinó la cabeza ceremoniosamente y se fue con Carla enlazada del


brazo.

Justo entonces, el fantasma de la ópera apareció a mi lado.

Tenía sentimientos encontrados con respecto a Eudald, en parte por lo sucedido


con

Diego, pero también por su comportamiento conmigo en el laberinto. Sin


embargo, me

sentía atraída por él de un modo irremediable.

—Eh, tío, ¿cómo te va?

Roger le palmeó el brazo y el chico se volvió hacia él con expresión pétrea. En


lugar

de contestar, me miró antes de tenderme la mano para invitarme a bailar. Por la


cara del

tunero, deduje que no le había sentado muy bien que le ignorara.


Decidí intervenir con mi sarcasmo habitual.

—¿Se te ha comido la lengua el gato?

Fiel a su personaje, el fantasma seguía sin responder. Solo insistió en ofrecerme


su

mano enguantada. Cuando al fin la acepté, me guió con maestría por la sala,
dejando a mis

amigos con cara de pasmo.

—Si lo llego a saber, no les presento —gruñó Roger.

—Peor hice yo, dándole el móvil de Iris —añadió Ana.

Estos comentarios se diluyeron en la atmósfera hipnótica de Shattered in aspect,


un

tema de Faith and the Muse lleno de misterio y decadencia.

La letra también era muy oportuna:

It's time to let go

Time to spend some time alone

Farbeit to explain what has been done

And what is illusion2

Desde luego, yo también deseaba saber qué era real y qué mera ilusión. Entre la

falta de noticias de Diego tras lo sucedido entre nosotros y el actual interés de


Eudald, a

quien creía emparejado con Carla, ya no sabía qué pensar. Solo me había faltado
enterarme

de que, si pasaba la última prueba, estaría con ambos varios días seguidos.
—¿No piensas hablarme? —insistí, mientras Eudald me hacía girar entre sus
brazos,

acercándome cada vez más a él.

Aquella noche no olía a plátano sino a bosque silvestre. Cerré los ojos y, al
aspirar

con fuerza, me llegó un seductor olor a humo, pino y madera. Fue como si todo
mi cuerpo

se fundiera con lentitud, convirtiéndose en chocolate dulce y espeso.

—Ya me han contado lo del viaje a Soria. Deduzco que eso significa que has

heredado por fin la casa. Felicidades.

Al escuchar mis palabras, me pareció detectar en Eudald un leve sobresalto, pero

siguió sin responder. En lugar de eso, clavó sus ojos castaños en los míos. Dos
hoyuelos

encantadores se marcaron en sus mejillas, que en aquella ocasión estaban bien


afeitadas.

2 «Es hora de dejarse ir / De pasar algún tiempo a solas / No me corresponde a


mí explicar lo que se ha hecho

/ y lo que ha sido ilusión.»

Cuando la canción estaba terminando, sucedió algo inesperado.

Sin saber cómo había sucedido, de repente nuestras frentes estaban casi pegadas.
Un

instante después, Eudald me besó como si le fuera la vida en ello. Sus labios
eran dulces

pero exigentes, casi salvajes.

Cuando separó su rostro del mío sentí vértigo. En un susurro tan leve como un
soplo

de viento, me dijo:

—Escucha la letra de esta canción.

Agucé el oído, preguntándome a qué venía aquello.

Me alejé unos pasos en dirección a la cabina del DJ, dado que había demasiado

ruido en la pista. Por fin, mi cerebro registró las palabras que estaba recitando el
cantante.

Se trataba de un grupo que no había escuchado jamás.

Algo oscuro se agitó en el fondo de mi alma mientras escuchaba unos versos que

conocía perfectamente, cantados por una voz fría y dura como el hielo:

Entró la noche y del olvido en brazos

Caí cual piedra en su profundo seno

Dormí, y al despertar exclamé:

'¡Alguno que yo quería ha muerto!'

Sentí un estremecimiento en la nuca, como un presentimiento, y cuando me di la

vuelta, el fantasma de la ópera se había desvanecido.

20. CUANDO TOCA EL SUEÑO

El viernes de la semana siguiente, un coche pasó a recogerme, tal y como


Vanessa me había

anunciado. Puntual como un reloj, el conductor del taxi llamó al interfono a las
tres de la

tarde. Yo a duras penas había terminado de preparar la bolsa y de comer a toda


prisa.
Mientras tanto, mi madre maldecía que me largara el fin de semana, pese al
cuento

que le había largado sobre un trabajo que debía hacer en casa de mi compañera
de grupo.

Para facilitar las cosas, le había dicho que se trataba de Ana, pues sabía que ella
me

encubriría en caso necesario.

Mi madre me acusaba de que aquello era una excusa para montar una fiesta
salvaje

lejos de su control. En todo caso, cualquier idea errónea era preferible a saber
que su hija se

proponía asistir a unos «talleres de la muerte».

Por mi parte, había estado investigando un poco. Si mis fuentes eran correctas, el

coche iba a llevarme a una casa perdida en el Parque Natural del Montnegre, a
cincuenta

kilómetros de Barcelona. Allí viviría una experiencia espiritual extrema en


compañía de

entre veinte y cuarenta personas.

Por lo que había podido leer, se trataba de una técnica conocida como
respiración

holorénica, que te llevaba a sumirte en un estado de catarsis. El propulsor de la


idea era un

tal doctor Aymerich, un nombre que me sonaba a supervillano de cómic, algo así
como el

Doctor Octopus de Spiderman o, peor aún, el Lagarto. Me imaginaba al típico


científico
loco con su bata de laboratorio y medio cuerpo convertido en reptil.

En cualquier caso, la perspectiva no era tranquilizadora.

Si bien el objetivo del taller era «ganar valentía para vivir, sanar heridas

psicosomáticas profundas y encontrar el lugar que te corresponde en el mundo»,


yo no lo

veía tan claro. Tenía grabado en la mente que esa técnica respiratoria conducía a
una

«hipofoxia no dañina». Por lo que había investigado, equivalía al mal de las


alturas, la

asfixia que se siente al alcanzar ambientes con concentraciones bajas de oxígeno.

Una sala llena de colchonetas con gente al borde de la asfixia no era


precisamente

mi idea de un fin de semana perfecto, aunque si se trataba de morir, desde luego


la técnica

sonaba bastante efectiva.

Tras un viaje en el que traté de contener las náuseas por el pánico que sentía, el

coche se detuvo por fin al lado de la típica casa de campo catalana.

Me apeé con las piernas rígidas de tanto rato sin moverme en el vehículo y
aspiré

con fruición el aire fresco de la montaña.

Había ido a parar a un paisaje digno de cuento: el cielo se oscurecía poco a poco,

con los picos de las montañas recortados contra el horizonte, gigantescos y


amenazadores.

Las ramas de los árboles se agitaban por el viento, trayendo consigo aromas
otoñales: leña,
fuego, castañas y pino. Era olor a naturaleza, a vida.

Sin embargo, el momento locus amoenus no duró demasiado. Antes de que me


diera

tiempo a reaccionar, el taxista me arrojó la bolsa de viaje a los pies y se largó sin
decir ni

mu, con tan solo el chirrido de los neumáticos como banda sonora.

En medio de mi desamparo, apareció una mujer menuda con el pelo cobrizo y

astutos ojos castaños. Me ofreció la mano acompañada de una amplia sonrisa:

—¡Hola! Tú debes de ser Iris. Soy Georgina Font, la asistente del doctor
Aymerich.

—Le estreché la mano, algo desconcertada de que supiera mi nombre—. Por


favor,

sígueme.

Me guió hacia el oscuro interior de la casa, que para mi sorpresa estaba


totalmente

desierta. Nuestros pasos resonaron en el sepulcral silencio mientras nos


adentrábamos por

un largo pasillo.

—¿Dónde están los otros?

—¿Qué otros?

—Tenía entendido que el taller era para mínimo veinte personas.

—Ah, no. —Georgina sonrió de modo misterioso—. Creí que lo sabías. Tus
amigos

tenían mucho interés en que vivieras la experiencia de forma... intensa. Han


pagado un
precio especial para reservarte el centro durante este fin de semana. Serás la
única

integrante del taller.

No fui capaz de articular palabra. Me preguntaba cuánto dinero habrían tenido


que

pagar, teniendo en cuenta que el precio normal ya era bastante elevado. Sabía
que mis

«amigos» procedían de familias de alta alcurnia, pero aquello era exagerado.


¿Pretendían

impresionarme? ¿O más bien amedrentarme?

El mensaje para mí estaba claro: «Tenemos poder para hacer cualquier cosa, así
que

mucho cuidado con nosotros».

La voz con acento catalán de la asistente me sacó de mis pensamientos.

—Iris, te presento al doctor Esteve Aymerich.

Desde luego, el hombre que estaba ante nosotras no parecía un supervillano de

cómic. Su aspecto era de lo más común: un hombre de unos sesenta años, con
gafas, pelo

gris algo desaliñado, amplias entradas y sonrisa tensa. Sus gruesas cejas parecían
lombrices

colocadas sobre los oscuros y penetrantes ojos.

—Buenas tardes, Iris —me saludó con tono cansado—. ¿Lista para vivir una

experiencia que no olvidarás?

«Qué remedio», me dieron ganas de contestarle. En lugar de eso, forcé una


sonrisa y
asentí. Me hizo un gesto con el brazo, abarcando el espacio que nos rodeaba.

—Empezaremos en una media hora. Mientras tanto, puedes ir a tu habitación a

ponerte cómoda para la primera sesión. Georgina te indicará el camino.

Aquel fin de semana no fue lo que me había esperado. El viernes no sucedió


nada en

absoluto, ni tampoco el sábado. Nos pasábamos el día combinando ejercicios de


respiración

acelerada con masajes para «desbloquear puntos de mi cuerpo».

Las soporíferas sesiones me dejaban falta de aliento y mareada. La ausencia de


otros

compañeros con los que compartir la experiencia lo volvía todo aún más
aburrido, aparte de

incómodo, pues toda la atención se concentraba en mi persona.

En ocasiones ni siquiera hacía caso de las indicaciones del doctor, sino que me

dedicaba a pensar en las musarañas, dejando mi mente a la deriva. Estaba harta


de no lograr

ningún resultado.

Durante los descansos, por suerte, me dejaban a mi aire. Tampoco les vi en el

comedor, así que deduje que debían de comer en estancias privadas, lo cual era
un alivio:

no habría soportado su presencia las veinticuatro horas del día. El enorme


comedor con

autoservicio quedaba por entero a mi disposición y, desde luego, no me hicieron


pasar

hambre. La comida era sencilla, pero todo tenía un sabor exquisito y podía
repetir las veces

que quisiera. Mi habitación también era muy cómoda y, pese a pasarme el día
tumbada,

dormí muy bien ambas noches, tal vez gracias al vigorizante aire de la montaña.

Sospechaba que la prueba finalizaría sin ninguna novedad, lo cual era a la vez un

consuelo y una decepción. Al menos no se habían cumplido mis negros


pronósticos de

muerte por asfixia, pero las Sombras considerarían que había fallado la prueba si
los talleres

no obraban ningún cambio en mí.

Pero entonces, justo en la última sesión, sucedió algo inesperado.

Estaba una vez más tumbada en la colchoneta, adormecida tras ingerir un


copioso

almuerzo, consistente en un gran plato de espaguetis a la boloñesa y tarta de


manzana de

postre. Dado que era mi última oportunidad para sacar algún provecho de
aquellas sesiones,

opté por concentrarme al máximo.

Comencé a respirar de modo acelerado, siguiendo las indicaciones del doctor,

convirtiéndome casi en un instrumento dominado por su monótona voz.

Y entonces sucedió.

Mi mente fue invadida por una espesa bruma, al tiempo que mis miembros se

ponían rígidos y comenzaban a hormiguearme. Me cubrí la cara con la manta y


apreté
fuerte los ojos, pugnando por vaciar mi entendimiento del todo y bucear por el
inmenso

espacio negro, profundo e infinito.

De repente, me vi desde fuera, flotando suspendida sobre el cuerpo. Después de


eso,

noté que tiraban de mí y caí cada vez más rápido, hundiéndome en el centro de
una galaxia

a años luz de allí, pero a la vez consciente del peso de mi cuerpo sobre la
colchoneta.

Cuando cesó aquella extraña sensación, abrí los ojos. Me quedé sin aliento.

Gustavo Adolfo Bécquer estaba recostado a mi lado, mirándome. Sus ojos


brillaban

como nebulosas en miniatura.

Incapaz de dirigirle la palabra, me quedé contemplándole, absorbiendo cada


detalle

de su persona. Se le veía joven, mucho más que en los últimos retratos que le
habían

tomado. Tal vez fuera solo un par de años mayor que yo.

Nos encontrábamos en un jardín de ensueño, semejante al jardín de las delicias

pintado por El Bosco, un estallido de color casi insoportable de tanta belleza. El


aire relucía

y las hojas de los árboles alargaban sus trenzadas hojas hacia nosotros,
exuberantes de vida.

Sin embargo, yo encontraba la auténtica hermosura en los ojos de Gustavo, tan

enamorados que su mirada me hería. Literalmente me abrasaba.


Me tomó la mano y sentí que aquello no era un sueño. Yo formaba parte de un

recuerdo de la mente de Bécquer.

—Prométeme que la prosa de la vida jamás amargará nuestros sueños. Esa prosa

que quieren obligarnos a vivir, la misma que pugna por arrebatarme los sonetos
que leo al

sumergirme en tus ojos.

El poeta se inclinó entonces para besarme. Cuando sus labios ya rozaban los
míos,

el paraíso se desvaneció.

De pronto estábamos en otro lugar, en el lóbrego interior de una habitación,

iluminada solo por las ambarinas llamas de una lámpara de aceite. Bécquer se
veía mucho

mayor. Alrededor de sus ojos, la vida había surcado ya algunas arrugas, tal vez
más de las

que correspondían a su edad. Se le veía consumido por la existencia, pero casi


idéntico a

como siempre le había imaginado.

Cuando acercó su hermoso y solemne rostro y apoyó su frente contra la mía,


sentí el

tacto húmedo de sus lágrimas resbalando por mis mejillas, como una cascada de
diminutas

gotas de rocío. Solo entonces me percaté de que el poeta lloraba en silencio.

Volvió a invadirme la sensación de que estaba reviviendo un momento que

pertenecía a otra persona. Al oírle hablar, supe quién era yo allí y entonces.
—Julia. Por qué me has abandonado...

Entonces, de golpe, todo se puso negro. Al recuperar la visión, volvía a estar

tumbada en la sala de los talleres, con la única compañía del doctor.

Bécquer se había ido.

21. VANA Y CAPRICHOSA

El lunes siguiente tocaba otra clase sobre Bécquer, lo cual para mí equivalía a
estar en el

cielo, mientras que para mi compañera era lo más cercano al infierno sobre la
Tierra.

—Lo que nos hiciste el viernes pasado fue muy feo —cuchicheó Ana en voz

demasiado alta.

Me volví hacia ella con expresión de fastidio, en parte por su reproche, pero
también

porque iba a perderme los comentarios de la profesora sobre la Rima XV, una de
mis

preferidas.

Para variar, aquel día Ana iba peinada y parecía no tener resaca, pero la

combinación de colores de su ropa era algo dudosa. Aunque, teniendo en cuenta


que yo me

movía en la escala cromática del negro, no era la persona más indicada para
opinar.

—Nos arrastraste al pobre Roger y a mí a ese antro infernal —me recriminó—


para

luego pasarte la noche con tus nuevos amiguitos raros, y a nosotros que nos den
por saco.
—Que yo sepa, a Eudald me lo presentasteis vosotros, y eso de que os arrastré...

Vinisteis porque os dio la gana. Por no mencionar que a Roger lo invitaste tú.

—¿Ahora resulta que Roger molesta o qué?

Sacudí la cabeza. Debía adoptar otra estrategia o el plan que tenía en mente se
iría al

garete. Me mordisqueé una de mis uñas pintadas de negro mientras pensaba


cómo enfocar

la cuestión.

—Está bien, lo siento… —Cubrí la mano pecosa de Ana con la mía y le sonreí
—:

Admito que estuve un poco... dispersa. Tenía muchas cosas en la cabeza esa
noche. Entre

ellas, algo de lo que tengo que hablarte.

—¿De qué se trata?

—Es un asunto delicado. De vida o muerte. Nadie, repito nadie, sabe nada.
Serías la

primera en enterarte.

Conocía la pasión de Ana por los chismes, cuanto más dramáticos mejor, así que
no

dudé en sacar la artillería pesada. Casi pude ver cómo las orejas de mi amiga se
alzaban

mientras me miraba con los ojos muy abiertos. Era como cuando aparece el
símbolo del

dólar en las pupilas de los dibujos animados.

—¡Cuéntame!
—Antes necesito que me prometas dos cosas. La primera no creo que haga falta

porque confío en ti, pero esto no puede saberlo nadie. Ni siquiera Roger.

—Te lo juro, palabrita de... bueno, iba a decir «niño Jesús», pero en tu caso quizá

pegaría más «de Satán».

—La segunda condición es que vengas a clase y tomes apuntes durante mi


ausencia.

—¿Tu ausencia? ¿Qué ausencia?

—A eso iba. El secreto es que me voy de viaje con «mis amiguitos raros», como

los llamas. Nos vamos a finales de esta semana y no sé cuántos días estaremos
fuera.

—¿Adónde? —preguntó Ana estupefacta—. ¿Y por qué? ¿Qué vais a hacer?

—Vamos a Soria, pero lo que vamos a hacer no lo sé ni yo. Prometo contártelo


todo

a mi regreso, ¿vale?

Ana retiró su mano de la mía y me dirigió una mirada de reproche.

—¿Y qué gano yo a cambio de tomarte los apuntes?

—Pero bueno, ¡esto es el colmo! ¿No los he tomado yo por ti durante casi todas
las

clases desde que empezó el trimestre?

—No exageremos... Habrán sido dos o tres, y tú me estás pidiendo a saber


cuántas.

—Dudo que el viaje sea muy largo… A lo sumo me saltaría un par de clases.

—Vale, lo hago si me prestas tu minifalda roja.


La ácida voz de la profesora interrumpió nuestra charla en ese punto.

—¡Eh, vosotras dos! ¿Queréis hacer el favor de callaros? De lo contrario, os


tendré

que pedir que salgáis de clase. A los demás les interesa lo que estamos haciendo.

Un estudiante unas filas por detrás de nosotras coronó sus palabras con un
amplio

bostezo y varios alumnos se echaron a reír con descaro.

—Lo siento —me apresuré a decir, roja hasta la raíz del pelo.

Siempre había sido una alumna de comportamiento intachable. Que me echaran


de

clase alcanzaba para mí cotas de tragedia.

—Si me voy a pasar la próxima semana aguantando este coñazo —susurró Ana

tironeándome de la manga—, me merezco un respiro.

—¿Quieres que bajemos al bar?

—Por favor.

Seguí a mi compañera con la cabeza gacha, pues quería escabullirme con el


mayor

disimulo posible. Ni siquiera me arriesgué a mirar hacia la profesora, por si su


cara se había

transformado en la de un dóberman a punto de morder.

Una vez bajo la vigorizante caricia del sol, Ana se volvió hacia mí sonriendo
como

una hiena y me tendió la mano para sellar nuestro pacto:

—Entonces, ¿qué? ¿Trato hecho?


—¿Los apuntes por la minifalda?

—La minifalda y tu corsé del Bibian Blue.

—Sí, hombre, ¿y qué más? —me indigné— Me parece que te estás pasando.

—Está bien... La minifalda y me lo cuentas todo a la vuelta.

—Trato hecho —gruñí, estrujándole los dedos aposta—. Aprovechada.

—Chantajista.

—Te estoy sobornando, no chantajeando… ¡gorrona!

Roger apareció de repente. Era como una mosca zumbando alrededor de Ana las

veinticuatro horas del día.

—¡Cuánto amor se respira por aquí!

—Hombre, el que faltaba —resoplé con hastío—. En fin, chicos, siento no poder

quedarme, pero tengo un montón de cosas que hacer.

—Sayonara, baby. —Ana me guiñó el ojo antes de recordarme—: Ya me dirás

cuándo puedo pasarme a recoger la falda.

—Te la traigo a clase mañana, usurera. ¡Portaos mal!

Les hice un gesto militar de despedida y me alejé, cruzando el apacible claustro

soleado. Entonces choqué de morros contra alguien. Al levantar la vista, me


encontré con

los hoyuelos de Eudald a escasos centímetros de mi cara.

—Tenemos que quitarnos este vicio de chocar el uno contra el otro —dijo él,

risueño—. De todos modos, te estaba buscando. Creo que me vas a necesitar...


22. DESEOS DE COSAS QUE NO EXISTEN

La vigilia del viaje junto a las Sombras me sentía muerta de miedo y expectación
a partes

iguales. La mala noticia era que mi madre todavía no me había dado permiso
para ir.

Por suerte, contaba con la ayuda de Eudald, que el lunes había decidido auto

invitarse a cenar para acabar de convencerla. Alegaría que era otro miembro del
ficticio

grupo de trabajo al que ya había recurrido una semana atrás para los talleres de
la muerte.

El reto no era fácil: conseguir que mi madre se tragara la necesidad inminente de


un

segundo viaje, esta vez a Soria. Eudald estaba convencido de que sabría
camelársela con su

aspecto de caballero impecable, cosa que yo dudaba.

Y, sin embargo, así fue. Me costó reconocer a mi madre en aquella mujer


sonriente

que batía las pestañas mientras le ofrecía bebidas y pastas. Solo le faltó sacar los
álbumes

de fotos de mi comunión, una de sus prácticas preferidas para avergonzarme. Ni


siquiera

hizo falta que Eudald se invitara, pues ella misma insistió en que se quedara a
cenar esa

noche «y todas las que quisiera».

Aquel viernes, la noche anterior a nuestra partida, era la tercera cena que Eudald
iba
a compartir con nosotras. Hasta aquel momento, mi madre se había mantenido
en sus trece

y no quería dar su consentimiento para el viaje, pero él estaba convencido de que


aquella

noche por fin aceptaría.

El timbre sonó en el preciso instante en que mi madre sacaba el pollo asado del

horno. Salió feliz de la cocina y, tras quitarse el delantal, fue a adecentarse


mientras me

hacía gestos para que echara ambientador antes de abrir la puerta. La miré
torciendo el

gesto y sacudí la cabeza.

Me horrorizaba aquel pestilente efluvio floral que ella echaba cada vez que
venían

visitas. En su lugar, encendí una barrita de incienso de vainilla.

Al abrir la puerta, Eudald tenía el aspecto de un ángel y la sonrisa de un ser de


las

tinieblas. Iba vestido por completo de blanco, muy distinto a su aspecto habitual,
con un

jersey de algodón que le marcaba los músculos, dockers con la raya bien
marcada y unos

náuticos de color azul marino, la única nota de color. Esto agregaba un toque
marinero a su

look, igual que los botoncitos dorados en forma de ancla que remataban los
puños del

jersey. Sus enormes y redondos ojos castaños parecían los de un niño inocente,
pero aun así
lograron ruborizarme por la intensidad de su mirada.

Se apoyó en el marco de la puerta con ambos brazos y se inclinó hacia mí. El


olor a

plátano era el mismo de siempre: juvenil, suave y delicioso. Se acercó para


darme dos besos

con la lentitud de un caracol, dejando sus labios más rato del necesario sobre mis
mejillas.

Su tacto prendió fuego a mi piel.

—¿No vas a invitarme a entrar? —dijo al fin, con la típica frase que sueltan los

vampiros en las series—. Huele muy bien.

—Es el incienso.

—¡Qué va a ser el incienso! —intervino mi madre, apareciendo detrás de mí,


toda

ella un susurro de faldas y tintineo de perlas—. Es el pollo al horno. Pasa, cielo,


la cena

estará enseguida.

Eudald y yo fuimos hacia la mesa mientras mi madre iba a buscar la comida.


Serví

Coca-Cola en los largos vasos llenos de hielo, mientras él me susurraba:

—¿Ya la has convencido?

—Pues no, creí que ese era tu cometido. Si no, ¿qué haces aquí?

—No seas grosera.

Al volver al comedor, mi madre me miró con una mueca de disgusto y dejó la

enorme fuente de cristal en el centro de la mesa. En ella humeaba un pollo recién


salido del

horno, aderezado por suculentas verduras a la brasa.

—Iris, ¿estás molestando a nuestro invitado?

—Es mi invitado, mamá, y no le estoy molestando. Solo le estaba pidiendo que


te

convenza para que me dejes ir mañana de viaje.

Mi madre frunció el ceño y comenzó a servirnos la cena.

—Sí. Verá, señora Blanco...

—Llámame Almudena, por favor.

—Almudena. —Eudald sonrió, utilizando a traición sus hoyuelos—. Verá, me


haría

un gran favor si permitiera que Iris nos acompañara. Mis padres tienen una casa
en

Noviercas, un pequeño pueblo de Soria, y nos han invitado a pasar esta semana
con ellos.

Así podremos acabar el dossier que debemos entregar antes de Navidad. El


trabajo en

cuestión versa sobre un poeta que vivió en ese mismo pueblo durante algunas
épocas de su

vida, y necesitamos cierta documentación que solo está allí.

—Ah, pero entonces… ¿tus padres estarían con vosotros?

—¡Por supuesto! —Eudald fingió escandalizarse, y lo hizo tan bien que por un

momento me engañó incluso a mí—. Mis padres son muy hospitalarios y


hogareños;
además, les encanta la gente joven. Tienen vacaciones esta semana y lo que más
ilusión les

hace es tenernos ahí, figúrese. Están muy ilusionados por conocer a Iris, pues les
he

hablado muy bien de ella.

Me rodeó con el brazo, cariñoso, y me apretó contra él. Mi madre le sonrió,

conmovida.

—Bueno, la verdad es que me estás convenciendo... ¿Dices que estarán allí con

vosotros todo el tiempo?

—Todo el tiempo.

—¿Y es muy importante este trabajo?

—Es crucial para aprobar primero... —Mi amigo imprimió un tono lastimero a
su

voz—. Vamos a tener que trabajar mucho, y si cada uno ha de realizar su parte
por separado

no sé si tendremos tiempo de acabarlo.

Mi madre nos miró con los últimos resquicios de duda. Entonces, Eudald hizo lo

que mejor se le daba: sonrió.

No hizo falta más para derrocar las últimas defensas de mi madre.

Una hora más tarde, estábamos ya en mi cuarto preparando el equipaje. Arrastré


la

polvorienta maleta de debajo de la cama y la abrí de par en par, temblorosa de


emoción. No

podía creer que mi progenitora hubiera dado su brazo a torcer.


Estaba tan metida en mi burbuja de felicidad que tardé unos segundos en
percatarme

de la mueca de Eudald. Señaló la ropa que estaba acumulando encima de la


cama, junto con

mi set completo de maquillaje, peines, secador, dos planchas de cerámica de


distinto grosor

y cuatro pares de botas.

—Iris, ¿qué es todo esto?

—¿Cómo que qué es? Pues mi equipaje.

—Espero que no hables en serio… Yo solo veo cosas inútiles. ¿Para qué quieres

todo este maquillaje? Aparte de que con un recambio de botas por si se te mojan
será

suficiente. En cambio, no te llevas brújula, ni linterna, ni prismáticos...

—¡Para el carro, boy scout! —me enfadé—. Pero, ¿qué se supone que vamos a

hacer ahí?

—Nunca se sabe, por eso más vale ir preparado. ¡Pardiez, saca todo eso de la

maleta, por favor! —Eudald se acuclilló a mi lado y extrajo tres corsés—. Pero
bueno, estás

de broma, ¿no?

Su súbita proximidad me intimidó. Era muy consciente del roce de sus muslos

contra los míos y del dulce aroma a menta de su aliento. Sus cabellos me rozaron
la mejilla

cuando se volvió a mirarme.

—¿Por qué me besaste la otra noche? —solté a bocajarro.


—¿Qué?

—La noche de Halloween. Me besaste y luego desapareciste como un cobarde.

Eudald parecía sinceramente sorprendido.

—Iris, ¿de qué diablos estás hablando?

—La noche de la fiesta en el Undead... ¿Tan bebido ibas? Tu disfraz del


fantasma

de la ópera... nosotros dos bailando una canción de Faith and the Muse. ¿Te
suena de algo?

—No tengo ni la más remota idea de lo que dices. Esa noche no fui al Undead.
Me

supo fatal perderme la fiesta, pero tenía un compromiso familiar.

—Pues yo juraría que eras tú. Aunque, ahora que lo pienso, no dijiste una
palabra y

olías diferente... lo cual me pareció algo raro. Pero di por sentado que... —Le
miré de hito

en hito—. Esto no tiene ningún sentido. Si no eras tú, ¿quién era?

—Mira, no entiendo lo que ha pasado, pero puedo demostrarte que esa noche yo
no

estaba en la fiesta.

—¿Ah, sí? ¿Cómo?

—Tengo pruebas. —Eudald se llevo la mano al bolsillo y sacó su móvil. Entró


en

Facebook, buscó durante unos instantes y por fin giró la pantalla hacia mí—. Ahí
lo tienes.

Me han etiquetado otras personas, así que no es cosa mía. Mira la fecha y la
hora.

Contemplé la pantalla con desconfianza. Podía verse a Eudald vestido muy


elegante,

sujetando una copa en compañía de una pareja de ancianos tan sonrientes y


elegantes como

él. A pie de foto se veía la fecha y la hora, que concordaban con el evento de
Halloween.

—Mis abuelos —aclaró—. Bodas de oro. Estaba obligado a asistir.

—No entiendo nada. Al principio pensaba que lo estabas negando por Carla.

Eudald parecía más perplejo por momentos.

—¿Carla? ¿Qué tiene que ver mi prima con todo esto?

—¿Tu prima? —Esta vez fue mi mandíbula la que quedó colgando, casi

desencajada—. Creo que Diego va a tener que explicarme unas cuantas cosas.

23. HUÉSPED DE LAS NIEBLAS

En el interior del coche, la calefacción y la penumbra creaban un clima


sofocante. El calor

y el traqueteo me habían sumido en un desagradable sopor. Apretujada en la


parte de atrás

al lado de Diego y Vanessa, que ocupaba el asiento central por ser la más
menuda, no me

sentía precisamente cómoda.

Eudald estaba a cargo del volante y a su lado se sentaba Carla, su prima, novia o
lo

que fuera. No había tenido la oportunidad de aclarar el tema con Diego, y a saber
quién
decía la verdad. Aun así, no comprendía qué motivos podía tener este para
mentirme.

¿Tan celoso estaba como para intentar alejarme de Eudald?

—Es increíble que estemos llegando tan tarde —se quejó Vanessa—. Claro, si a

cierta persona no se le hubieran pegado las sábanas...

—Déjame ya en paz —gimoteó Carla, cubriéndose la cabeza con la bufanda y

apoyándose contra la ventanilla.

—Con esta niebla nos vamos a estrellar. Si por lo menos hubiera luz no daría
tanto

mal rollo. Pero, claro, la señorita tenía que dormir hasta mediodía.

—Vanessa, deja en paz a Carla. No pegó ojo hasta pasadas las cinco de la

madrugada, ya conoces sus problemas de insomnio.

—¿Por qué siempre la defiendes, Eudald? Tu rollito de protector ya cansa.


Tenemos

un montón de cosas que hacer y hoy ya hemos perdido el día.

—Venga, cálmate un poco —intervino Diego, señalando hacia fuera—. Fíjate, ya

estamos en Ólvega. El siguiente pueblo es Noviercas y apenas son las ocho…


¡no hay para

tanto!

Entorné los ojos y ahuequé las manos contra el cristal de la ventanilla, tratando
de

escudriñar el exterior. Estaba muy oscuro y la niebla impedía ver a un metro de


distancia.

Me estremecí pensando que podríamos despeñarnos por un precipicio o


atropellar a alguien

y apenas lo veríamos venir.

Me pareció distinguir siluetas de casas semiderruidas. Las enredaderas lo


cubrían

todo, como si estuviéramos atravesando la ciudadela de la Bella Durmiente.

Para colmo, en aquel momento comenzó a caer una ligera llovizna, que se
mezclaba

con el denso vapor de la bruma, cuyos fantasmagóricos dedos se cernían


ominosos sobre el

Porsche Cayenne de Eudald.

—Iris. —La voz de Vanessa me sobresaltó—. ¿Sabes algo sobre la historia de

Bécquer en Noviercas?

—Un poco. Diego me contó lo de El Rubio... Al parecer, se produjo un


escándalo

por una supuesta infidelidad de Casta.

—¡Así es! Parece ser que cuando ella anunció su tercer embarazo, Bécquer puso
el

grito en el cielo, pues estaba convencido de que el crío no era suyo. Así que, ni
corto ni

perezoso, cogió a sus dos hijos y se largó del pueblo.

—No parece que fuera muy feliz allí —suspiré apenada—. Sigo pensando que

estaba enamorado de Julia. Lo de Casta era solo una fachada.

Les había explicado a las Sombras las visiones que me habían asaltado durante
los
talleres de la muerte, pero solo Vanessa se lo había tomado en serio. Con Diego,
de hecho,

no había vuelto a hablar. Desapareció por completo tras la noche en la que nos
habíamos

estado besando en el MoonBeam. Eudald y Carla, por su parte, se habían


mostrado

escépticos ante mi historia. Creían que eran alucinaciones inducidas por la


respiración

holorénica.

—Yo también creo que su matrimonio con Casta fue una farsa —asintió
Vanessa,

pensativa—. Tenemos que hablar más más en profundidad de lo que viste


durante la

prueba, Iris.

—¿De qué habláis? —Diego se inclinó hacia mí con aquellos ojos azules
capaces de

provocar terremotos en las rodillas femeninas.

Miré de reojo a los otros. Carla dormitaba y Eudald tenía los cinco sentidos en la

brumosa carretera. Vanessa consultaba las notas de su abultada libreta sobre


Bécquer.

Aprovechando que los otros parecían algo distraídos, me volví hacia Diego
tratando

de contener mi enfado. Estaba ya a punto de interrogarle cuando, para evitar la


curiosidad

de las Sombras, decidí hacerlo por WhatsApp.

¿Quieres explicarme dónde has estado


todos estos días?

¿Por qué te inventaste que Eudald

estaba saliendo con Carla?

¿Cuándo dije yo tal cosa?

No te hagas el tonto.

La frase exacta fue:

«Carla lo tiene atado corto».

Lo dije porque es una controladora.

Pero yo nunca dije que fueran novios,

¡si son primos!

Pues yo estoy segura de que

lo hiciste aposta para

No pude acabar de teclear la frase, pues en aquel momento, el coche sufrió una

violenta sacudida y Vanessa y yo soltamos un grito de pánico.

—Mierda, creo que he atropellado a un zorro o algo así. —Eudald parecía a


punto

de vomitar—. Es por culpa de la niebla, no veo nada.

Por un momento, las escenas de la película Sé lo que hicisteis el último verano

desfilaron ante mi mente. ¿Y si habíamos matado a alguien? Ya me imaginaba en


la cárcel

cuando la voz temblorosa de Carla, que parecía haberse despertado, rompió el


silencio
sepulcral que siguió al impacto.

—¿No deberíamos parar?

—No pares —ordenó Vanessa al punto con su voz fría y aguda—. Solo conduce.

—¿Veis algo? Yo no puedo apartar la vista de la carretera.

Todos nos volvimos para mirar por la luna trasera mientras Eudald seguía

conduciendo a paso de tortuga, aferrado al volante con los nudillos blancos. No


se veía más

que una oscuridad espesa y negra como la pez. La lluvia había aumentado hasta
convertirse

en un violento granizo. El viento ululaba como un fantasma que no pudiera


encontrar el

camino de vuelta. Era un lamento lúgubre y espeluznante.

Pese al calor de la calefacción, sentí un frío profundo en los huesos, como si

acabaran de ponerme una inyección de hielo. Achiqué los ojos y me pareció


atisbar una

silueta inerte en el centro de la calzada, pero quizá solo fuera mi fértil


imaginación.

Al volver la vista al frente, traté de apaciguar los ánimos de los demás.

—Creo que era un animal, era demasiado pequeño para ser...

—Continúa entonces —me interrumpió Vanessa. Apretaba tanto la mandíbula


que

pude escuchar cómo crujía, mientras pasaba las páginas de su cuaderno adelante
y atrás con

frenesí—. Si no llegamos de una vez me dará algo. ¡Pensemos en otras cosas,


por favor!
—¿Por qué no nos sigues contando la historia de Bécquer en Noviercas? —
propuse.

—De acuerdo… Me la sé de memoria. Dicen que llegó por primera vez al


pueblo en

verano de 1861. Parece ser que él y su mujer regresaron en muchas ocasiones,


debido a que

el aire de montaña beneficiaba la salud de Bécquer, que como sabéis no era


demasiado

buena. En 1868, dos años antes de su muerte, tuvo lugar el episodio del que os
hablaba hace

un momento. —Todos estábamos pendientes de la voz de rata de Vanessa—.


Parece ser que

El Rubio era el bravucón del pueblo, un chulo de la época que respondía al


nombre de

Hilarión. De hecho, se dice que era un asaltador de caminos y un asesino.

—No me extraña, pobre tío, con ese nombre... —dije— Cualquiera se volvería
loco.

Mi intento de chiste para aliviar la tensión no tuvo éxito y nadie se rió.

—Mirad, ahí está la iglesia donde bautizaron a dos de sus hijos —intervino
Eudald,

soltando una mano del volante para señalar la silueta de un campanario, que
emergía de la

niebla como una visión fantasmal—. Acabamos de entrar en Noviercas.

Señalé una torre que se alzaba orgullosa en el centro de una plaza.

—¿Y eso qué es?

—Es un torreón árabe del siglo X, un pálido vestigio de la importancia que debía
de

tener el pueblo antes de la Reconquista.

—¿En qué idioma hablas, tío? —se burló Vanessa— La verdad es que me
sorprende

que tus padres compraran una casa aquí. Es un lugar de lo más deprimente.

—Creo que te dejas llevar por la atmósfera: niebla, lluvia, las desgracias del
pobre

Gustavo... —bromeó Diego—. Aparte de lo que acaba de pasar. Solo espero que
no

atropellemos nada más antes de llegar.

Eudald frenó en aquel preciso instante y suspiró aliviado.

—No habrá más atropellos por hoy. Hemos llegado. Bienvenidos a Noviercas.

24. LA VILLA DE LAS ÁNIMAS

Estábamos tan agotados que nadie pidió ver la casa. Empujamos a Eudald hacia
la cocina y

le dijimos que ya nos haría el tour por su propiedad cuando tuviéramos el


estómago lleno.

Habíamos parado en un supermercado durante el viaje para adquirir provisiones,

dado que era imposible que alguien nos trajera una pizza en un entorno tan
aislado. Nos

apañamos con unos bocadillos de jamón y queso en platos de porcelana


absurdamente

elegantes y Coca-Cola servida en copas de cristal, previo lavado para eliminar la


espesa

capa de polvo.
Por espacio de unos minutos, todos masticamos a dos carrillos sin mediar
palabra.

Teníamos demasiada hambre y el ambiente seguía tenso después del susto en la


carretera.

Mientras comía, eché un vistazo a mi alrededor. Eudald no había conseguido que

funcionaran los fusibles y habíamos encendido unas cuantas velas, cuya


mortecina luz

reforzaba el ambiente tétrico de la estancia. La decoración era de lo más


extravagante, una

mezcla imposible de rococó con detalles tribales que no pegaban ni con cola. Era
como si

los padres de Eudald hubieran tratado de convertir aquel caserón regio en un


palacete

victoriano. Porque era una verdadera mansión.

Situada en las afueras sobre un montículo, la casa parecía el centinela del lugar.

Desde la lejanía, sus múltiples ventanas semejaban ojos avizores, siempre


acechantes. La

hilera de cipreses del jardín, donde un viejo columpio sobresalía entre las malas
hierbas, le

confería aire de cementerio.

Antes de entrar, me había sobresaltado al escuchar unos repetidos golpes de


origen

desconocido. El culpable era un tablón de madera fijado en la fachada principal.


Uno de los

extremos se había soltado y daba golpes a merced del viento. En él se leía: Villa
de
las ánimas. Supuse que era en honor a la leyenda soriana de Bécquer.

Al atravesar el vestíbulo había reparado en los horrendos retratos que colgaban

medio torcidos de las paredes. Tuve la sensación de entrar en la casa del terror de
un parque

de atracciones. Esperaba que las personas que aparecían en los cuadros no fueran

antepasados de Eudald, dado que eran auténticos engendros, seres monstruosos


cuya

deformidad debía de ser fruto de siglos de relaciones incestuosas, como sucedía


antaño

entre los miembros de la realeza.

En el enorme comedor donde tenía lugar nuestra cena frugal, gruesas alfombras
de

damasco tapizaban los suelos, en completa disonancia con la pared de tablas de


madera

cubierta de máscaras africanas. Las estanterías combinaban piezas de porcelana


con

pequeños animales disecados, como la gran cabeza de alce que presidía la


chimenea. La

cocina era la única estancia moderna de la casa, que por lo demás presentaba un
aspecto

ruinoso y olía a moho y a vejez.

Me preguntaba cómo era posible que Eudald hubiera pasado un verano en aquel

lugar. Yo no estaba segura de poder aguantar ni siquiera aquella noche.

—Bueno, ahora vamos a echar a suertes las habitaciones —dijo el anfitrión al

terminar la cena, sacando unos papelitos—. Así veis mi buena voluntad al no


agenciarme la

mejor pese a ser el dueño.

—Qué detalle por tu parte —ironizó Vanessa, poniendo los ojos en blanco.

Los aposentos se distribuían entre la primera y la segunda planta. En el piso de

abajo, las opciones incluían un cuartucho diminuto que antaño se destinaba al


servicio, con

la única ventaja de poseer baño privado, y otro no mucho mayor que


correspondía al cuarto

de invitados. En el piso superior estaban las estancias que utilizaba la familia de


Eudald

cuando la casa no estaba alquilada: la gran suite matrimonial con balcón, un


curioso cuarto

de juegos donde habían embutido una enorme cama de dosel y, por último, el
dormitorio

que había ocupado nuestro amigo durante sus breves estancias en la casa.

Durante la cena nos había contado que, de pequeño, su familia solía veranear en

Noviercas, pero hacía tantos años que apenas conservaba recuerdos del pueblo,
más allá de

aquel verano en el que se había quedado totalmente solo.

Tras numerar las habitaciones, sacamos cada uno un papelito.

Me tocó en suerte el cuarto con la cama de dosel. Carla se agenció el de Eudald


y a

él le tocó la suite matrimonial. Diego se quedó con la habitación de invitados y


Vanessa

tuvo que contentarse con el zulo con lavabo. Pese a saber que entre ellos no
había nada, no

me hizo ninguna gracia que estuvieran juntos en la planta baja.

Aplazamos cualquier charla sobre los objetivos para el día siguiente, dado que
entre

las duchas y la cena nos dieron las tantas.

Cada uno se encerró en su respectivo cuarto, soñando con deslizarse bajo las

sábanas. Estábamos agotados por el largo viaje y yo, por lo menos, me sentía
extraña, como

entumecida.

Nada más entrar en la habitación, me desplomé sobre la cama con dosel. La


colcha

era una maravilla de color rosa palo con suaves fibras plateadas en forma de
estrellas.

Parecía el cuarto de una princesa, pero tenía detalles siniestros, igual que el resto
de la

mansión.

Justo frente a la cama, una réplica ampliada de El naufragio de don Juan de

Delacroix cubría la mitad de la pared, creando un ambiente opresivo por los


colores oscuros

de la pintura. El resto de muros estaban cubiertos de polvorientas estanterías del


suelo al

techo. Atestadas de libros, cuadernos, trofeos de equitación y figuritas


decorativas pintadas

a mano, tal vez manualidades de cuando Eudald era pequeño. También había
juegos de
mesa y un montón de objetos dispares, como una bola del mundo y hasta una
colección de

cubos de Rubik de diferentes formas.

Me volví hacia la mesita de noche que quedaba a mi derecha y mis ojos captaron
un

libro en tamaño bolsillo. Se trataba de un volumen traducido de poemas de Lord


Byron, un

detalle curioso teniendo en cuenta el inmenso óleo que figuraba frente a mí,
basado en la

obra Don Juan del mismo autor. Al hojear el libro, se abrió por una página en
concreto,

pues alguien había doblado una de las esquinas. En ella figuraba mi poema
preferido, en el

que precisamente Bécquer había basado la rima número XIII, titulada Imitación
de Byron.

Leí las primeras estrofas, absorbiendo cada palabra con fruición:

¡Te vi llorar! Tu lágrima, bien mío,

en tu pupila azul brillaba inquieta,

como la blanca gota de rocío

sobre el tallo gentil de la violeta.

¡Te vi reír! Y un fecundo mayo,

las rosas deshojadas por la brisa

no pudieron copiar en su desmayo

la inefable expresión de tu sonrisa.


La hermosura de aquel poema siempre me estremecía, no importaba cuántas
veces

lo hubiera leído. Alguien había deslizado un papelito en ese punto del libro. Una
letra

infantil había copiado las estrofas equivalentes de la versión becqueriana:

Tu pupila es azul y, cuando ríes,

su claridad süave me recuerda

el trémulo fulgor de la mañana

que en el mar se refleja.

Tu pupila es azul y, cuando lloras,

las transparentes lágrimas en ella

se me figuran gotas de rocío

sobre una vïoleta.

No pude evitar pensar en Diego al leer sobre pupilas —o, mejor dicho, iris—
azules.

Me pregunté si estaría ya durmiendo, o si se habría puesto a explorar su


habitación como

yo. Como si fuera cosa de brujas, en aquel mismo instante llamaron a la puerta.

Me levanté y abrí de un tirón. Diego me miraba como un niño arrepentido desde


la

penumbra del corredor.

—Venía a darte las buenas noches y a disculparme por desaparecer estos días.

—A buena hora...
—Lo siento de verdad, Iris. Tuve problemas en casa. Te lo explicaré todo
mañana,

lo prometo... a condición de que me des un beso.

Al mirarle a los ojos, supe que no tenía escapatoria. Su «claridad suave» se


adueñó

por completo de mi alma, mientras sus labios hacían lo propio con mi boca. En
la trémula

luz de la habitación, de pronto todo eran reflejos de mar y gotas de rocío sobre
violetas.

No quise pensar en las posibles lágrimas.

25. QUÉ HERMOSO ES VER EL DÍA

Al abrir los ojos por la mañana, tardé unos instantes en recordar dónde estaba.
Cuando mis

ojos enfocaron las estrellitas en las cortinas del dosel, todo lo vivido el día
anterior acudió

raudo a mi mente: el eterno viaje por la carretera, la niebla, el ataque de pánico


cuando

chocamos contra aquel animal, el inquietante aspecto de la casa de Eudald y,


sobre todo, la

inesperada visita de Diego a medianoche.

Holgazaneé unos minutos entre las confortables mantas mientras evocaba sus
besos.

Luego me arrastré fuera de la cama antes de que vinieran a buscarme. Sin


embargo, al salir

al pasillo deduje que los demás seguían durmiendo. No se oía nada en absoluto y
el baño
del segundo piso estaba desierto.

Aliviada, me tomé mi tiempo para una larga ducha caliente. Después me vestí
con

un escotado vestido de terciopelo negro y unas botas con tacones anchos y


cómodos por si

teníamos que caminar.

Estaba segura de haber sido la primera en despertarme, por lo que al entrar en la

cocina me sorprendió ver a los demás allí. Eudald tostaba pan —por suerte, la
electricidad

ya iba— y Vanessa distribuía sobre el mantel unas horrendas tacitas floreadas.


Diego, por

su parte, estaba retirando de los fogones una humeante cafetera. Solo faltaba
Carla, así que

supuse que se estaría duchando o quizá se le habían pegado las sábanas de


nuevo.

—¿Qué tal has dormido? —me preguntó Eudald con una cálida sonrisa.

—Bien, ¿y vosotros? Creí que aún estaríais durmiendo.

—Tenemos mucho que hacer. Siéntate, ahora fijaremos los objetivos del día

mientras desayunamos.

Esbocé una mueca mientras me sentaba al lado de Vanessa, que por supuesto era

quien había hecho el último comentario. Jamás había conocido a una tía tan
mandona,

aunque los últimos días se había mostrado algo más suave conmigo, sobre todo
después de

contarle mis visiones sobre Bécquer durante los talleres de la muerte.


—¿No deberíamos esperar a Carla?

—Ya estoy aquí. Disculpad el retraso, pero no había manera de que saliera agua

caliente.

Carla se dejó caer al lado de Vanessa y cogió una tostada, que procedió a untar
con

mermelada de fresa. Le dio un ávido mordisco y se sirvió una taza de café solo.

—Bien, entonces comencemos —intervino Diego, sacando una pequeña libreta


—.

Hemos venido a desentrañar los misterios que encierra la muerte de Bécquer.


Para empezar,

el contenido de las cartas que mandó quemar, justo antes de fallecer, a su amigo
Augusto

Ferrán. Tampoco sabemos cuál fue la causa exacta que le quitó la vida con tan
solo treinta y

cuatro años.

—Creo que sufrió un infarto de hígado —apunté, mientras mordisqueaba un


muffin

de arándanos.

—Eso dicen los libros, junto con un montón de posibles causas más, a cada cuál

más inverosímil. Pero teorías concluyentes, ninguna.

—¿Qué sugerís, entonces?

Eudald sorbía su habitual té rojo. Mordió con delicadeza una galleta de canela y

sonrió al ver que le miraba.

—Yo voto por explorar primero el pueblo. Visitemos a los vecinos y llamemos a
todas y cada una de las puertas. Tampoco son muchas. Podemos reagruparnos
por la noche

y ver qué tenemos.

—Yo propongo una investigación más esotérica, aparte de lo que sugiere


Diego…

¿Alguien ha oído hablar de los onironautas? —Vanessa dio un pequeño sorbo a


su Colacao.

—¿Onironautas?

—Así se llama a los que viajan de forma consciente en los denominados «sueños

lúcidos». El onironauta está en un estado similar al de la vigilia y al despertar es


capaz de

recordar perfectamente lo que ha soñado. Además, al saber que está soñando,


alcanza un

cierto control sobre lo que le sucede: puede saltar de un precipicio sabiendo que
no va a

morir, o enfrentarse a sus propios monstruos. —Vanessa hizo una breve pausa
antes de

declarar—: Sé cómo inducir esos sueños para descubrir cosas que están
enterradas en

nuestro inconsciente.

—Eso suena muy interesante, pero yo tengo otra idea para esta noche: visitar las

ruinas de la casa donde vivieron Gustavo y Casta —propuse con voz triunfante,
segura de

que mi idea iba a arrasar.

—¡Aún mejor! —Vanessa palmeó la mesa, emocionada—. Combinaremos mi


idea
y la de Iris. Podemos visitar la casa en ruinas y pasar la noche en ella. Estaremos
mucho

más susceptibles a un sueño lúcido que nos lleve al pasado de Bécquer si nos
encontramos

en el entorno adecuado.

—Perfecto —sentenció Diego—. Entonces ya tenemos tres vías de


investigación: en

primer lugar, dedicaremos el día a rastrear el pueblo e interrogar a sus habitantes.


No dejéis

que os den largas: hay que tirarles de la lengua. Preguntad a las personas
mayores y

pedidles que os enseñen cualquier cosa que conserven de sus antepasados.


Después

volveremos para comer y poner en común lo que hayamos averiguado. Por


último, cuando

caiga la noche visitaremos la casa en ruinas y dejaremos que Vanessa nos


induzca esos

sueños lúcidos. ¿Os parece bien?

—Yo no lo habría resumido mejor. ¿Nos ponemos en marcha? ¡Venga!

«Como siempre, dando órdenes», pensé.

Vanessa se puso en pie con elegancia y se sacudió unas invisibles migas de su


larga

falda de raso color tabaco. Me parecía curioso que siguiera vistiendo de modo
antiguo, y

deduje que debía de ser su auténtico estilo. Me regocijó que llevara incluso un
camafeo
rodeado de brillantes prendido en la blusa de color blanco roto.

Los demás, en cambio, presentaban sus looks habituales. Diego iba todo de
negro

con unos ajustados tejanos, botas militares y una camiseta de manga larga sin
estampado.

Me lanzó una matadora mirada azul mientras se levantaba de la mesa.

Me volví hacia Eudald, que llevaba una de sus camisas de leñador, tejanos grises
y

Converse. Carla vestía de forma similar a su inseparable primo: tejanos oscuros


y una

camisa de cuadros lilas con zapatillas Vans a juego.

Arrugué el ceño al ver cómo le susurraba algo a Eudald y ambos se reían.


¿Serían

primos de verdad o se estarían burlando de mí?

—Será mejor que nos separemos —prosiguió doña órdenes en cuanto estuvimos

fuera de la casa—. Así cubriremos mejor el pueblo y ahorraremos tiempo. He


impreso

cuatro copias del mapa de Noviercas, que he marcado por zonas. Yo iré hacia el
sur y

Diego hacia el norte. Carla se puede encargar del este y Eudald, del oeste. En
cuanto a Iris...

—Yo voy contigo —exclamé, dispuesta a interrogar a Vanessa sobre «los


primos».

—Me parece bien. Nos vemos en casa para comer cuando hayáis acabado.
¡Buena

suerte!
Dicho esto, comenzamos a descender rumbo al pueblo. A la luz del día, ofrecía
un

aspecto aún más deprimente que la noche anterior. No se veía un alma por las
calles, ni

siquiera cuando llegamos a las primeras casas, donde cada uno tomó una
dirección distinta.

Solo Vanessa y yo permanecimos juntas.

Después de sacar el mapa para ver nuestra zona, me tomé la confianza de


enlazarla

por el brazo. Me miró sorprendida y forcé una sonrisa.

—Tú y yo no empezamos con buen pie, pero me gustaría arreglarlo.

—Claro, no tengo inconveniente —repuso Vanessa con aire frágil—. No me


vendría

mal una amiga. Últimamente, Carla pasa de mí que da gusto. Está muy rara.

Sonreí para mis adentros ante la ocasión que se me ofrecía. Por supuesto, no

pensaba desperdiciarla. Fingí una despreocupada curiosidad al tiempo que nos


acercábamos

al primer portal.

—Por cierto, ya que la mencionas... ¿sabes si ella y Eudald son familia?

26. COMO EN UN LIBRO ABIERTO

—Mira, aquí está el ayuntamiento. —Vanessa señaló el edificio ocre que se


alzaba

ante nosotras—. Vamos a ver si hay suerte y podemos hablar con el alcalde.

Tras cruzar la puerta, una aburrida secretaria nos dijo con voz monocorde que el
alcalde nos recibiría pasados unos minutos. Al parecer, en aquel momento estaba
ocupado

hablando por teléfono. La secretaria daba la impresión de estar a punto de caer


dormida

sobre el teclado.

Esperamos un buen rato en una salita con fotografías enmarcadas de personajes


que

no conocía. No había ningún grabado o pintura sobre Bécquer.

Cuando por fin se abrió la puerta del despacho, un hombre rechoncho y diminuto

emergió de su interior carraspeando. Nos tendió la mano con una sonrisa forzada
en su

rostro regordete: me dio la impresión de que le molestaba tenernos allí. Sus ojos
oscuros

permanecían fríos e inescrutables.

—Buenos días, muchachas. Soy Félix Revilla, para serviros. Sara me ha


avanzado

que vais a hacerme unas preguntas sobre nuestra celebridad local, que en paz
descanse.

¿Me acompañáis?

Le seguimos hacia el interior del despacho, donde reinaba un calor sofocante. El

alcalde acercó dos sillas al escritorio y se sentó al otro lado, toqueteándose el


nudo de la

corbata como si le asfixiara. Vestía un traje gris que le quedaba demasiado


ceñido y unos

relucientes zapatos negros, que cruzó bajo la enorme mesa de nogal. Se atusó los
cabellos
ensortijados, que llevaba peinados hacia atrás con gomina, y nos sonrió de
nuevo,

marcando profundas patas de gallo alrededor de los ojos.

—Entonces, señoritas… ¿qué deseáis saber?

—Estamos recabando datos acerca de las temporadas que Bécquer pasó en el

pueblo. Nos gustaría ver cualquier foto o archivo que nos permita…

—Encontraréis más información en la biblioteca municipal. Aquí no tenemos


gran

cosa, aunque... —Después de interrumpirnos, se reclinó hacia atrás y extrajo un


grueso

archivador. Pasó varias páginas tras humedecerse el borde de los dedos con
saliva, cosa que

me hizo arrugar la nariz con disgusto: odiaba a la gente que hacía eso—. Aquí
está el

registro de propiedad de la casa, por si queréis echarle un vistazo.

Giró el archivador hacia nosotras para que pudiéramos verlo. Vanessa ni se


inmutó.

—Pensábamos en algo un poco más personal. Como la historia del Rubio, las

supuestas infidelidades de Casta...

El alcalde frunció el entrecejo y cerró el archivador, generando una nube de


polvo

que nos hizo toser a las dos.

—Disculpad. Como alcalde, no sé nada de estas habladurías. ¡Ha pasado siglo y

medio! Puedo daros la dirección de Rodolfo, el historiador del pueblo. Ya está


retirado,
pero fue profesor de Historia y Literatura, además del director de la única
escuela del

pueblo. Ha escrito libros y su labor de investigación es muy extensa. —Acto


seguido, sacó

un papelito donde anotó algo rápidamente y nos lo tendió—. Aquí tenéis sus
señas.

Vanessa cogió el papel y trató de insistir.

—¿Sabe usted cuál fue la causa exacta de su muerte?

—Un infarto de hígado, creo. Era un hombre de salud muy delicada. Pero como
ya

sabréis, muchachas, Gustavo ya no vivía en el pueblo en el momento de su


muerte. Ahora,

si me disculpáis… Sara os indicará el camino.

Forzó una sonrisa, mostrando dos hileras de dientes grisáceos por el tabaco.
Todo él

apestaba a puro. Se puso en pie y nos acompañó hasta la puerta, en un intento de

cordialidad que no encubrió su premura por verse libre de nosotras.

—No se preocupe, no es necesario. —Vanessa levantó la barbilla con gesto


altivo y

me miró de reojo, alzando las cejas—. Vamos, Iris.

—Muchas gracias, esto… señor alcalde.

Salimos del ayuntamiento bastante decepcionadas.

Nos dirigimos hacia la casa donde vivía el anciano historiador, que estaba a un
par

de calles de allí. Tras llamar con los nudillos, reparamos en un tirador de cuero.
Vanessa lo

estiró con demasiado ímpetu y una campanilla de bronce tañó con violencia
hasta que, por

fin, se abrió la gran puerta de madera.

Un adorable viejecito con lentes y espeso cabello blanco apareció en el umbral.

Parecía sacado de un cuento de los hermanos Grimm. Vestía una camisa de


cuadros y unos

pantalones marrones demasiado anchos que se sujetaba con tirantes, como


advertí con

regocijo. Una sonrisa iluminó sus ojos azules como nomeolvides.


—Disculpad que haya tardado en abrir, mi oído ya no es el que era. —Señaló el

audífono que llevaba sujeto a la oreja y se encogió de hombros, resignado.


Hablaba claro

pese a su avanzada edad, con una voz grave y melodiosa—. ¿En qué puedo
ayudaros?

—Yo soy Iris y esta es mi amiga Vanessa. Estamos realizando un trabajo sobre

Gustavo Adolfo Bécquer, y el señor alcalde nos ha dado su dirección.

—Vaya, ¡qué sorpresa! —El historiador se ajustó las gafas, emocionado—.

Adelante, por favor. Oh, perdonad, no me he presentado: soy Rodolfo


Villanueva, a vuestro

servicio.

Con una encantadora reverencia, nos hizo un gesto para que le siguiéramos.

Vanessa y yo intercambiamos una mirada divertida y le seguimos hacia el


interior

de la casa, que olía a sopa de pollo y a lavanda, una extraña combinación.


También

emanaba un intenso tufo a felino. Se confirmó que el buen hombre tenía tres
gatos, dos

blancos y uno negro, cuyos ojos verdes como esmeraldas refulgieron al ser
espantado del

sofá para que pudiéramos sentarnos.

Tomamos asiento con cierta aprensión, a causa de la espesa capa de pelos


blancos y

negros que tapizaban el sofá. Eché un vistazo al espacio que nos rodeaba, similar
a un
caótico almacén de antigüedades.

—Disculpad el desorden: desde que falleció mi esposa la primavera pasada, no


me

he visto con fuerzas para limpiar… Por lo menos, no tan a menudo como lo
hacía mi

Lourdes, que Dios la tenga en su gloria.

—Lamentamos mucho su pérdida, señor Villanueva.

—Llamadme Rodolfo, por favor, queridas. ¿Puedo ofreceros algo? ¿Café, un


vinito

blanco...?

—No, no, gracias. —Vanessa se sacudió la falda con cierta desconfianza y se

acomodó como pudo, intentando no rozar demasiado los cojines—. ¿Podría


contarnos la

historia del Rubio? Hemos leído que Bécquer abandonó el pueblo, acusando a
Casta de una

supuesta infidelidad, cuando ella se quedó embarazada de su tercer hijo.

—Vaya, vaya... —Rodolfo se frotó las manos, encantado—. Desde luego, puedo

contaros un montón de cosas al respecto. Hilarión Borobia, alias «El Rubio», era
el típico

fanfarrón que hacía cualquier cosa para ganarse el favor de las mujeres. Según
algunas

fuentes, se convirtió en el jefe de una banda de malhechores que perpetraba toda


clase de

maldades: robos, asaltos, amenazas... Cuando Casta llegó al pueblo en 1861,


acompañada
por Gustavo en plena luna de miel, algo se agitó en el corazón helado de esa
sabandija. No

puede confirmarse de forma «oficial» —Rodolfo dibujó unas comillas en el aire


— que algo

sucediera entre ellos, pero el 15 de diciembre de 1868 nacía Emilio Eusebio


Bécquer con

gran escándalo. Todo el pueblo estaba convencido de que el niño era en realidad
un

bastardo engendrado entre el Rubio y Casta, sobre quien cayó la infamia. Nunca
sabremos

si Bécquer comulgaba con estas habladurías... solo podemos especular. Pero lo


que sí

sabemos a ciencia cierta es que el poeta, acompañado de sus dos hijos mayores y
de su

hermano Valeriano, con quien Casta no se hablaba, abandonó el pueblo mientras


ella se

quedaba aquí con el niño.

—¿Casta se quedó aquí sola con el bastardo? ¿Qué fue de ella?

Intervine con curiosidad, fascinada por los conocimientos del anciano, que
suspiró.

—¡Ah, la pobre Casta...! No sé si le sería infiel a Gustavo, pero desde luego no


tuvo

una vida feliz. Tras la muerte de su esposo, cuando el niño tenía cuatro años, se
casó en

segundas nupcias con un recaudador de Hacienda llamado Manuel Rodríguez


Bernardo. El
martes de Carnaval de 1873, Casta y su nuevo marido acudieron a un baile
celebrado en

una casa de este mismo pueblo. Os sorprenderá saber lo que pasó…

Las dos le imploramos que siguiera con la mirada.

—El mismísimo Rubio se encontraba entre los asistentes, aunque fue expulsado
por

su intolerable conducta de bravucón. Después del baile, cuando Casta y su


marido volvían a

casa, este último fue asesinado de un disparo... Por supuesto, todo el mundo
pensó que

había sido el Rubio, pero su culpabilidad no pudo demostrarse y el crimen quedó


sin

resolver. Fuera o no culpable, el castigo le llegó unos meses después, cuando


perdió la vida

durante un asalto a la iglesia de Beratón, aquí en Soria.

—¡Menudo folletín! —exclamó Vanessa—. Y Casta, ¿de qué murió?

—Un parte médico menciona que padecía encefalitis crónica, la cual se la llevó a
la

tumba con solo cuarenta y tres años... pero las malas lenguas hablan también de
un incendio

que ella misma provocó en su casa, cuyas quemaduras le habrían ocasionado la


muerte.

Rodolfo nos miró con aire misterioso y un escalofrío me recorrió la espina


dorsal.

Estuvimos la siguiente media hora bombardeándole a preguntas sobre el Rubio y


la
disputa sobre la paternidad de Emilio, hasta que el viejo, agotado, se excusó
alegando que

tenía que preparar la comida. Le agradecimos con entusiasmo su ayuda y nos


disculpamos

por haberle hecho perder tanto tiempo.

—¡Un placer! —exclamó con una sonrisa cansada—. Todo esto me hace
rememorar

mis años como profesor en la escuela del pueblo, o las tareas de investigación
que realizaba

para revistas literarias. No dudéis en volver si necesitáis cualquier dato más,


jóvenes damas.

Salimos de la casa con amplias muecas de satisfacción, cogidas del brazo como
dos

díscolas colegialas.

—Mira, ahí está la iglesia que nos ha mencionado Rodolfo —señalé a Vanessa
—, la

misma a la que asistían Gustavo y Casta todos los días. Vamos a ver si el párroco
nos

cuenta algo.

El vetusto edificio de piedra parecía abandonado. Por un momento creímos que


no

había nadie, hasta que nos salió al paso un hombre moreno y malcarado. Su
aspecto de

chacal se veía reforzado por la sotana negra y las ojeras que marcaban cercos
oscuros bajo

sus ojos. Nos miró frunciendo el ceño, sobre todo a mí.


—¿Deseabais algo?

Observé que apretaba con fuerza la mandíbula.

—Buenos días. Querríamos visitar la iglesia, estamos haciendo un trabajo sobre

Gustavo Adolfo Bécquer y… —comencé yo, pero el párroco me miró furioso y


me

interrumpió.

—Lo siento, chiquilla, pero no puedo permitir que entre en la casa del Señor con
ese

aspecto pecaminoso y blasfemo.

—¿Disculpe?

—Crucifijos invertidos, anillos de calaveras... ¡Por no hablar de ese maquillaje!

Parece un cadáver y no estamos en Carnaval.

—¿Cómo sabe usted las ropas que le gustan al Señor? —le retó Vanessa,
desafiante.

—Desde luego, hay que ser ruin para querer acceder a este recinto sagrado

amparadas por los códigos de Satanás... ¡Fuera de aquí! No son ustedes


bienvenidas.

El párroco nos señaló la puerta. Acto seguido, giró sobre sus talones y
desapareció

en la profunda oscuridad de la iglesia.

27. ENTRE LAS SOMBRAS

—Ha sido una pérdida de tiempo. —Diego torció el gesto con hastío—.

Prácticamente no había nadie en casa… Al final me he juntado con Carla y


hemos
interrogado a un par de iluminados que estaban en el bar.

No me hizo ninguna gracia saber que había estado con Carla, aunque me aliviaba

que fuera él y no Eudald, lo cual no tenía ningún sentido. ¿No se suponía que yo
salía con

Diego? Si se podía deducir eso de nuestra extraña relación, claro.

—Yo tampoco he tenido mucho éxito —intervino Eudald, frunciendo su


hermoso

ceño—. Todo el mundo prefería contar batallitas de su propia vida antes que
rescatar

recuerdos de la época becqueriana. Gustavo es menos famoso por aquí de lo que

pensábamos.

—Pues nosotras hemos tenido más suerte.

—Sí —intervino Vanessa, complacida, sirviéndose un vaso de agua—. El alcalde


es

un personaje aborrecible, pero gracias a él hemos conocido al historiador del


pueblo:

Rodolfo Villanueva. Un auténtico caballero de los de antes.

—Un encanto de hombre, desde luego. Nos ha contado un montón de anécdotas

sobre Casta y el Rubio...

Mientras comíamos a dos carrillos ensalada de tomate y atún, les referimos todo
lo

que nos había contado el adorable abuelito.

Una vez terminado el almuerzo, me acordé de golpe del párroco.

—Eso sí, con la Iglesia hemos topado. El cura nos ha echado de malas maneras,
como si fuéramos concubinas de Satán o algo peor.

Por un momento, Diego olvidó su educación y se quedó con la boca abierta de


par

en par, mostrando un trozo de pan que aún estaba masticando.

Tras repetir las palabras del párroco y reírnos un rato a su costa, fijamos la hora
de

salida hacia la casa en ruinas que había pertenecido a Casta y Gustavo. Un


pálido sol

brillaba aún en el horizonte, así que nos retiramos a nuestras habitaciones para
descansar

hasta que llegara el momento.

Cuando la oscuridad fue total, en torno a las siete de la tarde, nos reunimos todos
de

nuevo y partimos hacia la casa. La única duda era cómo nos las arreglaríamos
para entrar.

Sin embargo, al llegar nos percatamos de que una de las ventanas estaba abierta.

Eudald se coló por ella como una anguila, dado que era el más atlético del grupo.
Unos

segundos después, nos abrió desde dentro con una sonrisa torcida.

—Adelante, señores.

Sin caber en nosotros mismos de la suerte que habíamos tenido, caminamos de

puntillas hacia el comedor sin hacer ruido ni encender las linternas, pues no
queríamos

alertar a los vecinos. Obviamente, no teníamos ningún permiso para estar allí.

Cuando estuvimos seguros de que nadie vendría a detenernos, nos quitamos los
abrigos y nos preparamos para la curiosa experiencia que estábamos a punto de
vivir.

Vanessa se dirigió a nosotros, apenada:

—Por desgracia, si pretendo induciros el sueño lúcido, yo tendré que permanecer

despierta. De todos modos, teniendo en cuenta mi pasado con las drogas,


supongo que es

mejor que sea la única que no tome nada.

—¿De qué estás hablando? —intervine algo inquieta.

—Os voy a suministrar un brebaje de hierbas que induce al sueño y a ciertas...

alucinaciones. Bueno, puede que lleve algo más aparte de hierbas. —A Vanessa
se le

escapó una breve risa, que sonó como el chillido de un ratón—. Normalmente
sería la

primera en criticar el uso de cualquier droga, insisto, a causa de mi experiencia


fatal con

ellas, pero en este caso es necesario.

Para la ocasión se había puesto un largo camisón de raso blanco, más propio de
una

doncella del siglo pasado. Su extrema palidez, unida al rojo de su carmín, le


confería el

tenebroso aspecto de una vampira.

Vanessa se paseó descalza entre nosotros, repartiendo unas botellitas tapadas con
un

corcho en las que brillaba un líquido de color ámbar.

Los demás nos hallábamos reclinados en unos lechos improvisados a base de


cojines

y mantas. Los habíamos distribuido por el suelo de tablones de madera, previa


limpieza

para eliminar el polvo y telarañas en la medida de lo posible.

—Cuando os hayáis bebido la infusión de hierbas, os indicaré lo que debéis


hacer.

No me hacía ninguna gracia ingerir aquella pócima, pero decidí callar mis
temores

para no quedar como una mojigata quisquillosa. Me bebí el líquido sin rechistar
y de un

solo trago. Tenía cierto sabor a menta y a algo más que no pude identificar. Al
momento me

invadió un leve mareo, aunque tal vez solo estuviera sugestionada.

—Ahora quiero que cerréis los ojos con suavidad y os concentréis en relajar
cada

centímetro de vuestro cuerpo. Llevad vuestra conciencia a las impresiones


físicas. Centrad

la atención en las sensaciones de tacto y presión contra el suelo. Dedicad unos


minutos a

explorar esto.

Vanessa hizo una pausa antes de seguir hablando con voz suave:

—Sentid cómo vuestra espalda entra en contacto con la superficie. Notaréis

diferentes sensaciones que os invaden a medida que el aire entra y sale de


vuestro abdomen.

Entra por la nariz, baja por la garganta y alcanza el estómago. Tomad conciencia
de cómo
este se contrae y se expande, cómo se desinfla cuando expulsa el aire. Tenéis que
observar

los cambios de sensaciones físicas en el abdomen inferior cuando respiréis.

Tras una nueva pausa, más larga esta vez, concluyó:

—Ahora quiero que penséis en Gustavo Adolfo Bécquer. Visualizad su rostro,

repetid sus versos por dentro. Sentid la casa en la que estáis. Respiramos el
mismo aire que

él respiró. Estamos en contacto con la tierra que él pisó. Sentid el suelo con las
palmas de

las manos e id relajando cada miembro, empezando por los pies. ¿No notáis un
delicioso

cosquilleo invadiendo cada rincón de vuestro cuerpo? Estáis cayendo en un


sueño

profundo, pero al mismo tiempo seguís aquí y sois conscientes de cada cosa que
ocurre. De

dónde estáis. De cada cosa que decís o hacéis.

En algún punto de aquel parloteo interminable, sentí cómo mi conciencia se

despegaba de la realidad, pero una parte de mí permaneció anclada al presente.


Mi atención

se había dividido en dos. Por un lado, mi cuerpo flotaba en una suerte de limbo,
pero si

abría los ojos, seguía viendo a Vanessa de rodillas, hablando a la luz de una
trémula vela.

De pronto, apareció una sombra detrás de ella. Era Eudald.

Sin embargo, eso era imposible, porque él permanecía tumbado con los ojos
cerrados a pocos centímetros de mí. Podía tocarle solo con extender la mano,
pero era

incapaz de mover ni un músculo. Ni siquiera logré gritar cuando la sombra se


cernió sobre

Vanessa. Una sonrisa diabólica se formó poco a poco en el rostro en penumbra


de aquel

espectro, que era el vivo reflejo de nuestro amigo.

Es lo último que recuerdo antes de rendirme ante un espeso y pegajoso sueño


que se

llevó los últimos dejes de mi conciencia. Después, cayó sobre mí un velo pesado
y oscuro

como la noche.

28. IDEAS SIN PALABRAS

Me encontraba en el patio trasero de una casa, no sabía dónde, pero tenía claro
que estaba

soñando. El cielo era una masa de nubarrones metálicos y el aire amenazaba


tormenta. Una

espesa neblina me impedía ver con claridad.

Respiré hondo y me llegó olor a lluvia y a naturaleza. Frente a mí, un estanque


de

nenúfares, juncos y delicadas flores violetas emitía un leve fulgor nacarado.


Alrededor,

pequeños arbustos de madreselva trepaban por el muro de piedra, que cerraba el


recinto

justo detrás del agua estancada.

Alcé la cabeza al detectar la presencia de un grupo de gorriones picoteando en el


agua. Eran encantadores, de color tostado, con largos picos dorados y suaves
panzas

blancas que invitaban a acariciarlas. Cada vez que salpicaban agua a su


alrededor, las

verdosas gotitas brillaban como diamantes.

Los contemplé hipnotizada: pocas veces había visto una escena tan hermosa.

Experimenté el deseo de tocarlos y, como suele suceder en los sueños, mi


voluntad se

cumplió de inmediato. Me acerqué al borde, extendí el brazo y un diminuto


pajarillo acudió

a mi mano con un dulce gorjeo. Me miró con ojos inteligentes, como si pudiera

comprenderme. Tuve la certeza de que tenía que alimentarlos y decidí


comprobar si en la

casa había algo de pan.

En aquel punto del sueño se produjo un salto. Sin saber cómo, de pronto me

encontraba dentro del chalet. El interior estaba muy oscuro y, por un momento,
un miedo

súbito e intenso, del todo injustificado, hizo que me pusiera a temblar. Presentía
peligro,

pero no entendía por qué, sobre todo tras el ambiente celestial del jardín.

Decidí ignorar aquella incomprensible sensación y me dirigí hacia la cocina, que


en

el sueño era muy parecida a la de Eudald, solo que aún más grande y antigua. De
hecho,

había incluso una bomba de agua en lugar de grifo.


Abrí la despensa de par en par y la encontré llena de tarros de confitura y
pastelillos

de vivos colores: rosas, turquesas, amarillos, rojos... Algunos estaban barnizados


con una

espesa capa de miel o chocolate; otros llevaban perlitas plateadas de azúcar a


modo

decorativo. Se me hizo la boca agua mientras los admiraba, pero terminé


cerrando de nuevo

la puerta, pues ahí no había nada que pudiera servir de alimento para los
gorriones.

En cuanto me di la vuelta, reparé en la generosa hogaza de pan que reposaba


sobre

la encimera de mármol. Me precipité sobre ella y la cogí con entusiasmo,


dispuesta a

llevarla al jardín. Sin embargo, al parpadear me di cuenta de que ya no estaba en


la cocina,

sino en un enorme dormitorio, propio de un palacio.

Impresionada, abandoné la hogaza de pan encima de un bruñido escritorio de


ébano

y avancé hacia el gigantesco espejo triple que había de pie contra una de las
paredes. Por

unos instantes, mi atención se vio del todo absorbida por mi aspecto, en el que
no había

reparado hasta aquel momento.

Contemplé hechizada el vestido de época que llevaba. De estilo victoriano,

combinaba el negro y el violeta en un entallado corpiño y una amplia falda llena


de

volantes y fruncidos, que aleteó de forma deliciosa cuando giré sobre mí misma,
riendo

encantada. Me sentía grácil y liviana como una bailarina.

Entonces bajé la vista a mis pies y comprobé que, por algún incongruente
motivo,

calzaban unas zapatillas de ballet. Mientras acariciaba el resbaladizo satén de


color violeta

claro, a juego con el vestido, recordé que había hecho ballet cuando niña. Casi lo
había

olvidado.

Seguí contemplando mi aspecto, fascinada por los elaborados tirabuzones que


daban

forma a mis largos cabellos y el magistral maquillaje que unificaba mi piel


blanca. Me

sentía bella como nunca, especial e incluso mágica.

Olvidé que tenía la misión de alimentar a los pequeños gorriones que me


esperaban

gorjeando en el jardín. De pronto, nada parecía importante. La vanidad se había


apoderado

de mi alma al verme reflejada en la superficie de aquel antiguo espejo, cuya


superficie sin

mácula era distinta a la de los espejos ordinarios.

Sin poder frenarme, comencé a girar sobre mí misma para ver cómo la hermosa

falda aleteaba en el aire, similar a las alas de algún pájaro exótico. Giré y giré
como poseída
hasta caer al suelo, mareada pero risueña. Por supuesto, no me hice ningún daño,
pues la

gravedad también era diferente en el sueño, y me desplomé como si tuviera el


peso de una

pluma delicada y elegante.

Entonces la habitación volvió a cambiar. La luz se esfumó como si hubieran

apagado un interruptor y las paredes comenzaron a derretirse, doblándose sobre


sí mismas

mientras todo giraba de forma vertiginosa.

Asustada, recogí la hogaza de pan y me puse en pie para dirigirme hacia la


puerta de

la habitación y hallar el camino de vuelta al jardín.

No obstante, una desagradable sorpresa me aguardaba cuando abandoné la


palaciega

alcoba. De repente, me encontraba en medio de un largo pasillo que no estaba


ahí hacía un

momento. ¿De dónde diablos había salido? Me veía incapaz de encontrar


siquiera la cocina

o la puerta al exterior.

Extrañada, me interné por el corredor, forzándome a ser valiente. Me decía que

aquello era un sueño, y en los sueños las cosas nunca son lo que parecen. A buen
seguro,

acabaría encontrando el camino de regreso al jardín.

Sin embargo, a cada paso que daba, la luz de los candelabros prendidos en las

paredes iba menguando, hasta que me encontré caminando en medio de las


tinieblas más

absolutas. El corazón se me aceleró y un pánico intenso agarrotó mis miembros,


al tiempo

que un sudor helado bañaba todos los rincones de mi piel, como si me hubieran
envuelto en

una manta mojada.

El recorrido se me hizo eterno. Cada vez que creía estar llegando al final, el
pasillo

volvía a empezar, prolongándose en un bucle eterno y desesperante. Era como un


laberinto,

solo que sin giros ni recodos. Tan solo seguía y seguía, implacable e infinito. Y
ni siquiera

podía dar marcha atrás. Al intentarlo, topaba con un muro invisible que me
impedía

regresar por donde había venido.

Con las pulsaciones disparadas y respirando como una vieja locomotora, terminé

dejándome caer al suelo, presa de la ansiedad. ¿Y si jamás lograba escapar de


aquel

corredor? Peor aún: ¿y si quedaba atrapada en el sueño? Ni siquiera la


conciencia de que

aquello no era real contribuía a tranquilizarme.

Hundí el rostro entre las manos y, por espacio de unos minutos, luché por
calmarme.

Cuando por fin lo logré, abrí los ojos y una súbita claridad me hizo parpadear.

Frente a mí había vuelto a aparecer la puerta de salida, la luz del día colándose a
través de ella como una promesa de libertad. Aliviada, me puse en pie y la abrí
de un tirón.

Una vez en el exterior, descubrí que el estanque ya no estaba allí. Entonces

comprendí que tenía que dar la vuelta a la casa, pues de algún modo había ido a
parar al

jardín delantero.

Nada de aquello tenía sentido.

Impaciente, correteé hasta la parte trasera, pero las zapatillas de satén


provocaron

que patinara sobre la hierba y caí de forma ridícula sobre la alfombrada y


húmeda

superficie. Al alzar la vista, un amargo desencanto se apoderó de mi pecho.

El estanque brillaba ante mis ojos, pero estaba desierto.

Los gorriones habían desaparecido.

29. SÉ LO QUE TÚ SUEÑAS

—Y eso fue lo que soñé —concluí con un suspiro.

Di un sorbo al café ante las miradas atentas de los demás.

—Es extraño… —murmuró Vanessa, confundida—. Quiero decir, como sueño

tampoco es para tanto, pero no entiendo a qué venía lo de los pájaros o qué
relación tiene

con Bécquer.

La luz del día entraba a raudales por las ventanas de la cocina de Eudald, donde
nos

hallábamos reunidos desde primera hora de la mañana para comentar los sucesos
de la

noche. Tras mi insólito sueño, era un alivio estar de vuelta en el mundo real,
aunque tenía

una ligera migraña y los miembros aletargados, a buen seguro por el brebaje
suministrado

por Vanessa.

—Hay un poema de Bécquer que habla sobre las golondrinas, ¿no? —comentó
al fin

Carla, tras unos instantes de reflexión.

—Sí, pero eso es otro tipo de pájaro y no creo que tenga nada que ver. ¿Por qué
iba

a soñar con gorriones y no con golondrinas?

—Los sueños hacen cosas raras.

—Se os escapa algo muy importante —intervino Diego, que había estado
pensativo

y silencioso. Se dio unos golpecitos en la barbilla con la punta de sus largos y


pálidos dedos

—. Enseguida me ha venido a la cabeza El Libro de los Gorriones.

—¡Claro! —Eudald chasqueó los dedos—. No sé cómo no he caído antes…

—¿El Libro de los Gorriones...? ¿Por qué me suena tanto?

—Se trata del manuscrito que Bécquer redactó de memoria después de que todas
sus

rimas se perdieran durante la revolución de La Gloriosa. —Diego sacó el móvil


para buscar

algo por Internet—. Escuchad esto: «El subtítulo del manuscrito, Colección de
proyectos,

argumentos, ideas y planes de cosas diferentes que se concluirán o no según


sople el

viento, parece indicar el propósito del autor de realizar una obra de grandes
dimensiones y

darle carácter de borrador.»

—El libro está fechado... —Vanessa consultó sus notas— el 17 de junio de 1868.

Como bien ha dicho Diego, Bécquer reescribió de memoria las Rimas, cuyo
original

desapareció en el saqueo del domicilio de su protector, el ministro Luis González


Bravo.

—¿Entonces El Libro de los Gorriones no era el libro perdido? Es lo que


siempre

había creído, ahora que hago memoria.

—No, el primer manuscrito no tenía título, por lo menos conocido. Fue la única

oportunidad que tuvo Bécquer de ver publicada su obra en vida, pero se le


escapó de las

manos ese año maldito: 1868. —Vanessa agitó la cabeza—. Un año oscuro para
Gustavo,

desde luego: Casta le fue infiel, perdió su única ocasión de publicar un libro de
poemas...

—¿Cómo le surgió la oportunidad, de todos modos? —pregunté.

—Gracias a su empleo como censor de novelas, para el cual, de hecho, no tenía


los

estudios necesarios. Podría decirse que lo enchufó el tal González Bravo, quien
por cierto
fue uno de los primeros ministros de Isabel II, aparte del único benefactor de
Bécquer, pues

era el fundador del diario conservador en el que trabajaba por esa época. La
revolución de

1868 hizo caer a González Bravo y con él, se perdió el original de las Rimas, que
para

desgracia del poeta se hallaba en casa del ministro cuando esta fue saqueada por
las furiosas

masas populares.

—¿Y qué ocurrió con el manuscrito perdido?

—Nadie lo sabe... es un misterio —replicó Vanessa, alzando las cejas—. En

realidad, Bécquer tampoco llegó a publicar en vida El Libro de los Gorriones.


Como decía

Diego, era solo un borrador, y de hecho fueron sus allegados quienes lo


publicaron tras su

muerte. Pero… del manuscrito original nunca se volvió a saber nada. Por ello es
imposible

asegurar que los versos publicados en el libro, esos que conocemos hoy en día,
fueran los

mismos que los del manuscrito perdido.

Eudald se removió frunciendo el ceño y tomó la palabra:

—Cuanto menos es curioso que sus poemas originales se perdieran y tú hayas

soñado con unos gorriones alzando el vuelo.

—Eso no es lo único raro… —apuntó Diego, algo agitado—. Iba a contaros mi


viaje
nocturno justo ahora. Me parece bastante «casual» haber soñado con una guerra,
ahora que

hablamos de la revolución que hizo desaparecer el manuscrito original de las


rimas.

—¿Una guerra?

—Bueno, en el sueño no sabía muy bien dónde estaba, solo que todo el mundo

parecía furioso. Se oían gritos y lloros. Olía a pólvora y sangre. —Diego se


estremeció—.

Pensaba que era una guerra, pero también podría haber sido una revuelta
popular. En todo

caso, ha sido espantoso.

—No creo que tu sueño fuera mucho peor que el mío... —intervino Carla—.

Después de la historia que nos contasteis sobre el párroco, he tenido una


pesadilla

relacionada con la iglesia. En ella se hacía culto al Diablo, por lo que se


celebraban misas

negras y sacrificios satánicos. Supongo que será por los comentarios que le hizo
ese cuervo

a Iris sobre su ropa.

—Vaya, lo siento, Carla. —Me fue muy difícil eliminar el retintín de mi voz—.
No

pretendía perturbar tus sueños.

—Bueno, ¿y qué hay de ti, Eudald? —interrumpió Vanessa, girándose hacia él


—.

Estás muy callado.


—Mi sueño ha sido bastante aburrido y a la vez absurdo. He soñado con la

redacción de un diario, pero no había nadie. Estaba totalmente desierta, hasta


que de pronto

irrumpía una banda de músicos liderada por una cantante de ópera y se ponían a
dar un

concierto ahí en medio como si tal cosa.

—¡Qué dices! —Carla se echó a reír—. ¿Y eso te parece aburrido? Yo diría que
eres

quien ha tenido más suerte.

—Sigue habiendo coincidencias demasiado raras para pasarlas por alto… —


Diego

echó una mirada circular y puso los ojos en blanco ante nuestro expectante
silencio—.

Estáis todos un poco espesos esta mañana. ¿Acaso no lo veis?

—¡Julia Espín era cantante de ópera!

—¡Muy bien, Iris! ¿Y qué me decís de lo de la imprenta? ¿No os enciende la

bombilla?

—El Contemporáneo —exclamó Eudald de pronto.

—¿Cómo? —Carla le miró sin comprender.

—El diario en el que trabajó Bécquer. Pardiez, ese en el que le enchufó el tal

González Bravo, ¿no? ¿O estoy equivocado?

—No. Has dado en el clavo. —Diego asintió, satisfecho—. Parece que todos

nuestros sueños están relacionados. Como si intentaran decirnos algo, darnos


alguna pista...
—Sí. —Vanessa meneó la cabeza—. Pero la cuestión es... ¿cuál?

Únicamente el silencio se impuso como respuesta, hasta que se me ocurrió algo


y

me giré hacia mis compañeros.

—Solo se me ocurre una solución —exclamé con los ojos brillantes. Di un sorbo
a

mi café, haciendo una pausa para darle más emoción a la cosa, y añadí—:
Tendremos que

hacer una segunda visita al historiador.

30. ¿SERÁ VERDAD...?

Hacía un día gris, con un cielo tan plomizo como el de mi sueño. Iba a estallar
una

tormenta, y de las buenas. Mientras caminábamos hacia la casa del historiador,


se levantó

un viento helado que parecía empujarnos hacia atrás, como si incluso el tiempo
conspirara

para obstaculizar nuestra misión.

A causa del súbito descenso de la temperatura, apenas podía sentir las puntas de
los

pies y de las manos, por no hablar de mi nariz congelada. A juzgar por el aspecto
encogido

de mis compañeros y sus abatidas expresiones, deduje que tenían tanto frío como
yo.

No hablamos demasiado durante el trayecto; supongo que estábamos demasiado

perdidos en nuestros pensamientos, reflexionando sobre todo lo que habíamos


hablado
durante el desayuno. Volví a revivir las sensaciones de la noche anterior, tratando
de

discernir si se me estaba escapando algún detalle.

¿Qué podían tener en común todos nuestros sueños? ¿Qué trataban de decirnos?

¿Por qué El Libro de los Gorriones?

Para cuando alcanzamos la casa del historiador, no había llegado a ninguna

conclusión razonable.

Con su arrojo habitual, Eudald se adelantó y tiró del llamador de cuero, haciendo

resonar la estruendosa campana.

Igual que la vez pasada, el anciano tardó un buen rato en detectar el sonido.
Cuando

por fin abrió y nos reconoció a mí y a Vanessa, una amplia sonrisa cobró forma
en su

arrugado rostro. Sus ojos azules titilaron como las lucecitas de los árboles de
Navidad.

—¡Vaya, qué sorpresa! No os esperaba tan pronto, pero que me aspen si no estoy

encantado. Y además venís acompañadas… Pasad todos, por favor. Acabo de


preparar café

y me han traído unas pastas recién hechas que están para chuparse los dedos.

Sonriendo ante el entusiasmo de Rodolfo, le seguimos hacia el oscuro interior de


la

casa, donde flotaba un delicioso aroma a repostería.

—Buenos días, me llamo Eudald —se presentó el chico mientras le tendía la


mano
—, y estos son Diego y Carla. A Vanessa e Iris creo que ya las conoce.

—¡Por supuesto, por supuesto! —asintió el vejete mientras le estrechaba la mano

con energía, antes de volverse hacia Diego y Carla—. Ayer mantuvimos una
charla muy

entretenida. Por favor, sentaos donde queráis, que traeré el desayuno.

—Deje que le ayudemos, por favor —pidió Vanessa, adelantándose.

Carla y yo la seguimos hasta la cocina acompañadas por Rodolfo, quien nos dio
las

gracias, encantado.

—Da gusto encontrarse con jovencitos tan bien educados. Me consta que hoy en
día

no es el caso, y os lo digo con conocimiento de causa. No en balde he sido


profesor durante

cuarenta años...

Tras servir el ágape, nos reagrupamos en torno a la mesita de mimbre.


Estábamos

masticando cruasanes y ensaimadas a dos carrillos cuando Rodolfo nos instó a


hablar.

—Bueno, queridos, ¿en qué puedo ayudaros esta vez?

—Verá, queríamos preguntarle sobre...

Diego se interrumpió cuando el anciano dio una palmada y soltó una


exclamación

que nos sobresaltó a todos. Carla estuvo a punto de escupir el café.

—¡Ya sé de qué me suenas!


Todos nos volvimos hacia Eudald, en cuya dirección apuntaban los desorbitados

ojos del historiador.

—¿Disculpe?

—Perdonadme, no pretendía asustaros. Es solo que estaba un poco aturdido


desde

que habéis llegado, porque tu rostro me sonaba mucho, joven, pero ¡hasta ahora
no había

caído en la cuenta! Claro que han pasado varios días y mi memoria ya no es la


que era...

—¿Varios días de qué?

Eudald estaba estupefacto. Su expresión me habría hecho estallar en carcajadas


de

no ser por la tensión del momento.

—De tu visita. Viniste a charlar conmigo la semana pasada. No había caído hasta

ahora —repitió el viejo historiador.

—¿Yo? Pero, ¿de qué está hablando? Yo estaba en Barcelona hasta hace dos
días.

Todos nos volvimos hacia nuestro amigo con suspicacia y luego hacia el
historiador,

como en un partido de tenis.

—Estoy seguro de que eras tú… La única diferencia es que no llevabas gafas

aquella tarde.

—A veces usa lentillas —aclaró Vanessa.

Eudald la miró furioso.


—¡Eso, tú encima síguele la corriente! Yo no he estado aquí en mi vida. Este

hombre desvaría.

Me quedé de piedra ante el arrebato de Eudald, por lo general tan educado, quien
se

puso en pie, temblando de furia.

—Vosotros haced lo que os dé la gana, pero yo me largo.

—Eudald, por Dios, espera, quizá Rodolfo se equivoque... —intervine,


sorprendida,

tratando de calmar los ánimos.

—Estoy seguro de que no me equivoco —insistió el anciano, terco como una


mula.

Mordisqueó su ensaimada y volvió a asentir con rotundidad—. Eras tú quien


vino y estabas

muy interesado en Bécquer, concretamente en cuál sería el valor actual de aquel


primer

manuscrito perdido durante la Revolución de 1868.

—¿Cómo?

Todas nuestras voces confluyeron en la misma pregunta con idéntico tono de

sorpresa. La única que faltaba era la de Eudald, que acababa de marcharse dando
un

portazo.

Nos miramos con palpable incomodidad. Carla se puso en pie y trató de ir hacia
la

puerta, pero Diego la retuvo por el brazo y la obligó a regresar. Curiosamente,


ella no
rechistó y regresó a su asiento. Mientras tanto, Rodolfo nos observaba entre
mortificado y

sorprendido.

—Lo siento, muchachos, no era mi intención disgustar a vuestro amigo. Es solo


que

estoy convencido de que era él... ¡No sé por qué insiste en negarlo! Puede
fallarme el oído y

a veces la memoria, sobre todo con las fechas, pero nunca olvido una cara.

—No se preocupe —atajó Diego, haciendo un gesto firme con la mano—. Ya

hablaremos después con él. El caso es que a nosotros también nos interesa
mucho ese tema.

¿Sabe, entonces, dónde podría hallarse dicho manuscrito?

—Pues, tal y como le comenté a vuestro amigo, algunas fuentes sostienen que
las

rimas originales del poeta no se perdieron durante la Revolución de la Gloriosa...


Dicen que

Bécquer nunca llegó a entregar el manuscrito a González Bravo porque quería


darle los

últimos retoques y que, por tanto, no pudo desaparecer cuando su casa fue
saqueada.

—¡Increíble! —exclamó Carla—. ¿Y dónde podría estar, en ese caso?

—Eso nadie lo sabe. Hay quienes hablan de un escondite secreto... un lugar que
solo

Bécquer conocía. Os diré más, y esto es una mera conjetura mía: puede que las
famosas

«cartas» que se dice que Gustavo pidió quemar a su buen amigo y confidente
Augusto

Ferrán fueran en realidad las rimas originales.

Rodolfo tomó aire antes de seguir:

—Pensad en esto, chicos… ¿Por qué le dijo a su amigo que, en caso de salir a la
luz,

esas cartas serían su deshonra? La teoría más extendida es que tenían que ver
con Julia

Espín. Tal vez fuera algún tipo de correspondencia secreta entre ambos o algo
por el estilo,

pero yo no creo que fuera el caso. Para mí que Bécquer se guardó el manuscrito
que iba a

publicar, quizá porque estaba dedicado a Julia por completo. Después, dolido por
su

rechazo, reescribió las rimas de forma que no hicieran daño a su esposa y, en


última

instancia, pidió a Augusto Ferrán que quemara las originales... o que las
escondiera. Un

romántico como Gustavo habría deseado conservar su obra, aunque fuera en un


lugar

secreto, ¿no creéis?

Sobrecogidos por aquella revelación, aunque solo fuera una teoría,


permanecimos

unos segundos en silencio. Vanessa, cuya voz no podía ocultar la codicia,


mezclada con la

misma dosis de intriga, fue la primera en hablar:

—Y díganos, Rodolfo… en caso de ser hallado ese manuscrito, ¿cuánto podría


valer

en la actualidad?

—Su valor sería incalculable, jovencita. En una subasta podría alcanzar millones
de

euros... aparte de la revolución que supondría en el mundo literario, claro.

—Señor Villanueva...

—Rodolfo, por favor, querido muchacho. Diego, ¿verdad?

—Así es. Quería insistir en el tema de nuestro amigo. ¿Le dio la misma
información

que a nosotros? ¿Lo de que el manuscrito tal vez se hallara oculto en algún
lugar… y el

precio que tendría hoy en día?

Como si hubiera captado el matiz de peligro en la voz del joven, el historiador


tardó

unos instantes en contestar. Se acercó con paso cansado hasta uno de los
ventanales, donde

su mirada se perdió en el firmamento cada vez más oscuro.

De golpe, un relámpago surcó el cielo, seguido por un violento trueno, que hizo

temblar hasta las paredes de la casa. Todos dimos un respingo, incluso los gatos,
que

saltaron del sofá con un lastimero maullido.

El anciano se dio la vuelta por fin, su rostro en sombras por el contraluz. Todos

aguardamos su respuesta con el corazón en un puño.

—Sí, jovencito. Lo hice.


31. VOY CONTRA MI INTERÉS AL CONFESARLO

El río fluía en un poderoso torrente después de la tormenta, envolviéndonos en


su murmullo

cantarín. A nuestro alrededor, las hojas ostentaban una vitalidad casi obscena,
similar a la

del exuberante jardín de mi sueño.

Solo Eudald parecía incapaz de apreciar la belleza del entorno. Su rostro se veía

pálido y sus ojos miraban sin emoción las aguas del río. Ambos habíamos salido
a dar un

paseo, huyendo del asfixiante chalet en el que nos sentíamos como leones
enjaulados.

Tras lo sucedido en casa del historiador, Diego y Vanessa habían atacado a su

amigo sin clemencia, exigiéndole que confesara aquella visita clandestina. ¿Nos
había

arrastrado hasta Noviercas para que le ayudáramos en la investigación, pero


luego pretendía

quedarse con el botín para él solo?

Después de una pelea en la que se cruzaron toda clase de acusaciones, Eudald les

retiró la palabra y los otros dos se recluyeron en sus habitaciones. No creían ni


por asomo

que su amigo estuviera diciendo la verdad.

Yo había decidido darle un voto de confianza al dueño de la casa, aunque me

inquietó que llamara a mi puerta para hablar conmigo a solas.

Mientras tanto, el colosal diluvio había ido dando paso poco a poco a una leve
llovizna. Cuando dejé entrar a Eudald en mi cuarto, había remitido del todo.
Eran poco más

de las cuatro de la tarde, pero la oscuridad del cielo presagiaba un chaparrón.


Aun así, nos

arriesgamos a salir.

Era un alivio respirar el vigorizante aire con aroma a tierra y agua dulce que
flotaba

en torno al río, sobre todo después de los últimos acontecimientos.

—Voy a contarte una historia, Iris, aun cuando sé que voy en contra de mí
mismo al

hacerlo —dijo al fin Eudald, tras un largo silencio—. Pero prométeme que no
dirás nada a

los demás. Solo Carla lo sabe porque es mi prima… e incluso a ella la he estado
evitando.

—No diré nada, puedes contar conmigo.

Aferré su mano sin darme cuenta y la apreté con fuerza para darle ánimos.

Eudald respiró hondo y se sentó en una piedra al borde del caudaloso afluente.

—Te conté que yo era adoptado... pero lo que no te dije fue que en realidad
éramos

dos. Mis padres querían formar una familia numerosa, por lo que estuvieron
encantados

cuando en el orfanato les hablaron de mí y de Constantin... mi hermano gemelo.

Me quedé sin aliento ante aquella revelación.

—Lo que no sabían era que, ya desde muy pequeño, Constantin era un ser
retorcido
y malvado —siguió Eudald—. Me pesa hablar así de mi propio hermano, pero es
la verdad.

Hay algo en su mente que está muy, muy enfermo. Desde que tengo memoria,
siempre

sintió una profunda envidia de mí, que le hacía ansiar todo lo que yo tenía hasta

envenenarle la sangre. Si me daban una piruleta, había que comprarle otra a él, y
mucho

más grande. Si yo recibía cualquier premio por buen comportamiento en la


escuela, como

un libro o un caramelo, él me lo quitaba o se aseguraba de romperlo. —Mi


amigo hizo una

pausa y suspiró—. A Constantin le costaba mucho concentrarse a causa de su


personalidad

caótica y rebelde, y pese a mis esfuerzos por ser bueno con él y ayudarle,
siempre me

profesó un intenso odio. Necesitaba ser mejor que yo y superarme


constantemente. Cuando

no lo lograba, se quedaba postrado en un estado de depresión y agresividad que


hacía el

ambiente en casa irrespirable. Hasta que una noche, mi hermano perdió la razón
del todo y

la tragedia se cernió sobre mi familia.

—¿Qué ocurrió?

Él apretó mi mano con fuerza antes de confesar:

—Constantin intentó matarme.

—¡Cielo santo!
Sin pensarlo dos veces, me lancé sobre Eudald para darle un abrazo, pero él me

apartó con suavidad a los pocos segundos. Sus ojos castaños seguían fijos en las
movedizas

aguas y transmitían tanta tristeza que me partían el alma.

—Teníamos poco más de seis años, pero mi hermano se las arregló para hacerse
con

una lata de gasolina y prender fuego a la casa... conmigo dentro. Pese a su


incapacidad para

concentrarse en la escuela, en otras cosas siempre demostró una inteligencia


superior a lo

normal.

—¿Y qué sucedió? —pregunté, angustiada.

—Estuvimos a punto de morir los dos a causa del humo tóxico. Cuando nos

recuperamos en el hospital, mis padres tomaron la decisión más difícil de sus


vidas. Al

comprender que, en caso de repetirse lo sucedido, tal vez yo no tendría tanta


suerte, se

vieron obligados a separarnos e internaron a Constantin en un centro psiquiátrico


en EEUU,

donde lo trataron los mejores especialistas en trastornos mentales infantiles. —


Eudald lanzó

un guijarro contra el río antes de proseguir—. Mi madre es americana, creo que


nunca te lo

he mencionado, y mis abuelos siguen viviendo en Virginia, muy cerca de la


clínica donde

internaron a mi hermano. Ellos prometieron visitar a Constantin a diario y


mandar a mis

padres todos los informes médicos. A mí me ocultaron que había tenido un


hermano

gemelo, pero siempre supe que había algo raro en mi pasado, algo que no podía
recordar

por alguna extraña razón, y que me hacía tener horribles pesadillas casi a diario.

—¿Cómo pudiste olvidar que tenías un hermano?

—El trauma del fuego bloqueó el recuerdo de Constantin, pero cuando tenía

diecisiete años, hubo un simulacro de incendio en la escuela y sufrí un ataque de


pánico sin

motivo aparente. Al poco tiempo, lo recordé todo. Tras revolver un poco en casa,
descubrí

los papeles del orfanato y los certificados de adopción... y entonces encajó la


última pieza

del rompecabezas. A día de hoy, mis padres siguen ignorando que lo sé todo, no
solo que

soy adoptado, sino también que tengo un hermano gemelo. Solo se lo confesé a
Carla, pues

siempre hemos estado muy unidos. Mi prima fue un gran consuelo para mí
cuando, poco a

poco, fui recordando todo aquel horror. De hecho, no fui capaz de confiar en
nadie más que

ella hasta que conocí a Diego y a Vanessa.

Me sentí mortificada al pensar que había tenido envidia de su prima, la única

persona que había estado a su lado en aquella espesa telaraña de engaños y


tragedias
familiares.

—Eudald, no tengo palabras para expresar lo mucho que lo siento.

—No lo hagas, no es culpa tuya. —Suspiró y se puso en pie—. Iris, no sé si

comprendes por qué te he contado todo esto...

Un espantoso pensamiento acudió a mi mente.

—¿Crees que fue Constantin quien visitó al historiador? Pero... ¿no estaba en

Estados Unidos?

—Imagino que se habrá escapado, o puede que le hayan dejado salir. —Eudald

meneó la cabeza—. En realidad, no sé nada de su vida. A fin de cuentas, es


mayor de edad

y… —Justo entonces una idea deformó sus hermosos rasgos, convirtiendo su


rostro en una

máscara de pánico—. Oh, Dios… Oh, Dios…

—Eudald, ¿qué pasa?

Me miró con los ojos desorbitados y me agarró por las muñecas, sin darse cuenta
de

que me apretaba demasiado.

—¡La noche de Halloween en el Undead! ¡Estoy seguro de que fue él quien te


besó!

—Un momento… —Un escalofrío me sacudió por dentro—. Acabo de recordar

algo yo también. Hace un par de semanas fui al cine y un tío muy raro me siguió
hasta el

lavabo... Pensé que sería un loco y no le di mayor importancia, pero algo en él


me resultaba
familiar. ¡Ahora lo entiendo! Me recordaba a ti.

—Pero, ¿qué quieres decir con que te recordaba mí? —preguntó horrorizado—.
Mi

hermano y yo somos idénticos. ¿No le viste la cara?

—Iba caracterizado en plan vampiro. Llevaba maquillaje, colmillos postizos y


una

capucha que le tapaba bastante. Pero en un momento dado se le salieron algunos


mechones

de pelo y vi que era rubio como tú. ¿Crees que podría ser tu hermano?

—No es que lo crea, ¡estoy seguro, Iris! —Eudald me miró con desesperación—.

¿No lo entiendes? Si se ha enterado de mi obsesión por Bécquer, la habrá hecho


suya

también. Siempre ha deseado todo lo que yo tenía. Y si sabe que tú...

No supe cómo iba a terminar la frase —y eso que me interesaba más de lo que

estaba dispuesta a admitir—, cuando una voz airada se dejó oír por encima del
suave

murmullo del río:

—Eh, vosotros. ¿Todavía estáis por aquí?

Nos volvimos a la vez y vimos al alcalde avanzando a paso rápido hacia


nosotros.

Vestía el mismo traje del día anterior y parecía muy molesto.

—Vaya, señor alcalde, qué sorpresa —contesté en tono educado—. Pues sí,
vamos a

quedarnos unos cuantos días más.


—Algunos vecinos se han quejado de ciertos interrogatorios a los que los habéis

sometido —profirió el hombre con hostilidad—. Eso por no mencionar que


anoche oyeron

ruidos sospechosos en la antigua residencia de los Bécquer. No me gusta nada


que andéis

molestando a mis vecinos y cometiendo actos vandálicos contra el patrimonio


local.

—¡No estábamos cometiendo ningún acto vandálico! —saltó Eudald.

—Lo lamento, muchachos, pero creo que lo mejor será que os marchéis.

—¿Usted también? —exclamé con sorna—. Creía que el párroco era el único al
que

le gustaba ir por ahí echando a la gente.

—¿De qué párroco estás hablando? —El alcalde me miró con desconfianza—.
La

iglesia está vacía. Por desgracia, desde que murió el anterior, aún es hora de que
nos

manden a otro.

—Pero… —Eudald no salía de su asombro—. ¿Qué es esto, alguna clase de


broma?

—Ya os he dicho que en la iglesia no hay nadie. Tan solo contamos con la misa
del

domingo cada dos semanas, cuando el cura de una población vecina se acuerda
de pasar por

aquí. Además, es un vejestorio al que no le queda ni voz.

—Así pues, ¿no hay ningún párroco en el pueblo...?


El corazón me latía con dolorosa rapidez. Me aferré al brazo de Eudald, que
parecía

igual de perplejo que yo.

El alcalde resopló y negó con la cabeza.

—Ya os lo he dicho, esa iglesia lleva vacía un mes, desde la muerte del pobre
padre

Vicente... que en paz descanse.

32. ATMÓSFERA ABRASADA

—No puedo creerlo… Entonces, ¿ese cura malcarado era un impostor?

—Ya me parecía a mí un poco raro que le soltara esas cosas a Iris —señaló

Vanessa, triunfante, como si ella lo hubiera sabido desde el principio.

Diego parecía inquieto y se mordisqueaba el labio en actitud reflexiva, al tiempo

que se daba golpecitos en la barbilla con un bolígrafo.

—Todo esto no me gusta nada… Aquí hay algo que se nos escapa, una especie
de

conspiración.

—¿Conspiración? ¡No seas paranoico!

—¿Paranoico? Carla, de momento nos hemos encontrado con un sacerdote falso,


un

alcalde ansioso por echarnos, un historiador que asegura haber visto a uno de
nosotros unas

semanas antes...

—Vaya, ¿ya no estás tan convencido de que soy un mentiroso? —intervino


Eudald,
sarcástico.

—Todo esto es demasiado extraño… y tampoco tengo motivos para desconfiar


de tu

palabra, al fin y al cabo.

—Oh, gracias, Diego. Celebro que, después de años de amistad, te hayas dado

cuenta.

—Venga, no te enfades... —El aludido le palmeó la espalda, pero Eudald se


apartó

con aire ofendido—. Siento haber dudado de ti, pero el historiador parecía un
hombre muy

majo. ¿Por qué tendría que mentirnos sobre tu supuesta visita?

—¿Y yo qué sé? ¿Por qué miente la gente en general? Además, ese tipo tiene
como

cien años... Seguramente lo ha soñado, está desvariando o me confunde con otro.

—En fin, es ya muy tarde, chicos —intervino Vanessa, disimulando un bostezo


—.

No sé si tenéis ganas de lavar los platos, pero yo voto porque consultemos todo
esto con la

almohada. Quizá mañana lo veamos todo más claro.

Eudald la traspasó con la mirada.

—Gracias también por tus disculpas, mandona.

—Bueno, sigo teniendo mis dudas al respecto, pero... lo siento, supongo.

—Después de tan sentida muestra de arrepentimiento, no sé si podré contener la

emoción. —El chico se quitó las gafas y fingió secarse las lágrimas.
—No te pega la ironía, señorito don Perfecto. Te aconsejo que continúes con el

papel de mosquita muerta, se te da mejor. —La voz de Vanessa había adoptado


un

peligroso matiz edulcorado—. Ese look de querubín que tan bien te hace quedar
en este tipo

de situaciones, vaya.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Venga, vámonos ya a dormir —tercié yo alzando las manos—. Estamos todos

muy cansados.

Algo reacios, los demás me hicieron caso y se levantaron de los sofás donde

estábamos repantingados. Tras darnos las buenas noches con bastante sequedad
—Diego ni

siquiera me miró—, Vanessa y él desaparecieron con rapidez por el pasillo,


rumbo a sus

habitaciones de la planta baja.

Yo me dirigía hacia las escaleras en pos de Carla cuando oí un siseo detrás de


mí.

—Psss… ¡Iris!

Me volví sorprendida y vi que Eudald se había quedado atrás, quieto como una

estatua entre las sombras del comedor. Me hizo un gesto para que me acercara,
lo cual hice

frunciendo el ceño ante su insólito secretismo.

—¿Qué ocurre? —susurré, comprobando que Carla hubiera subido ya las


escaleras.
—Tenemos que planear algo para detener a Constantin. Estoy seguro de que el
cura

falso está relacionado con él de algún modo.

—¿Por qué no lo has dicho delante de los otros?

—¿Estás loca? ¿Y que se enteren de lo de mi hermano? Ya te he dicho antes que


no

puede saberlo nadie.

—No me refería a eso, pero podríamos haber planeado alguna acción conjunta,
ya

has visto el modo conspirativo en el que está Diego...

—Mira, no sé tú, pero yo de esos paso, sobre todo después de que hayan dudado
de

mí. No me fío de Diego, ni tampoco de Vanessa.

—Entonces, ¿cuál es el plan?

—Ahora mismo sería una locura escabullirnos, pues los otros todavía están

despiertos... pero tengo una idea. Nos ponemos la alarma esta madrugada, cada
uno con

diez minutos de diferencia, y quedamos en la puerta de la iglesia. Vamos a


hacerle una

visita al señor párroco.

—¿Y por qué no ir juntos? ¿Por qué eso de los diez minutos?

—Por si nos descubren. Si solo ven a uno de nosotros saliendo o merodeando


por la

planta baja, siempre podemos decir que queríamos tomar el aire o que nos ha
entrado
hambre.

—Está bien, suena inteligente —asentí, admirada. A mí nunca se me hubiera

ocurrido algo así, claro que se me daba fatal mentir.

Acordamos que yo me pondría el reloj a las tres y él, a las tres y diez. Nos

encontraríamos directamente en la puerta de la iglesia, como Eudald había


sugerido.

En aquel momento eran alrededor de las once y media, así que subimos para
intentar

dormir un poco antes de nuestra expedición nocturna.

Si bien el plan de escapada me parecía perfecto, no las tenía todas conmigo


sobre lo

que sucedería a continuación. Para empezar, no sabía qué le diríamos al párroco


como

excusa para hablar con él a esas horas de la madrugada. ¿O acaso íbamos a


enfrentarnos a

él sin más? ¿Y si, al fin y al cabo, no tenía nada que ver con Constantin?

La ansiedad me hizo dar vueltas y más vueltas en la cama, manteniendo el sueño

lejos de mí. Cuando la alarma del móvil vibró a las tres en punto, seguía tan
despierta como

me había acostado. No me había desvestido, así que solo tuve que calzarme las
botas y

bajar las escaleras con sigilo, tratando de no hacer crujir la vieja madera. Me
puse el abrigo

antes de abrir la puerta, anticipando el frío siberiano que reinaría en el exterior, y


me
deslicé de puntillas fuera de la casa.

Cuando alcancé la puerta del recinto sagrado, me sorprendió encontrar a Eudald


ya

esperándome. Lo normal hubiera sido llegar la primera, teniendo en cuenta mi


ventaja de

diez minutos.

—¿Cómo es que ya estás aquí? —Mi aliento se condensó en contacto con el


helado

exterior, dibujando nubecillas de vapor frente a mi rostro.

—He pillado un atajo, me conozco el pueblo de memoria.

—Pero aun así... yo me he puesto la alarma diez minutos antes que tú. ¿Cómo es

posible que hayas llegado primero? —insistí.

—No podía dormir y al final he salido antes —replicó con impaciencia, y una

sonrisa traviesa se extendió por su cara al añadir—: Bueno, ¿qué...? ¿Entramos?

33. RESCATÁNDOSE EN LAS SOMBRAS

—¿Cómo se supone que vamos a entrar? —cuchicheé—. Digo yo que a esta


hora la

iglesia estará cerrada.

Eudald amplió su sonrisa y sacó una enorme llave de hierro del fondo de su
bolsillo.

—Mira qué cosa tan bonita me he encontrado...

—¡No me digas que es la llave de la iglesia! — Le miré con ojos como platos.

—Pues sí, has dado en el clavo.


—¿De dónde la has sacado?

—No te vas a creer la potra que he tenido, tía. No podía dormir y me ha dado por

bajar al sótano a rebuscar entre los baúles, por si encontraba cualquier cosa que
pudiera

sernos de ayuda para la investigación.

—Te has arriesgado mucho, los demás podían haberte oído.

—He ido con cuidado. El caso es que, en uno de los baúles, ¡bingo! Me he

encontrado con esta preciosidad, atada a una cadenilla que decía: «Copia llave
iglesia». No

tengo ni idea de qué hacía ahí, pero no vamos a rechazar esta oportunidad caída
del cielo,

¿verdad?

Me quedé un poco descolocada ante aquella casualidad, mientras Eudald abría la

puerta con sigilo.

En cuanto puse un pie dentro de la iglesia, me vi invadida por violentos


temblores,

pues me pareció que hacía más frío que en el exterior. Tal vez solo estuviera
sugestionada

por el ambiente de abandono que se respiraba, o por la impresión de que una


presencia

maligna se cernía sobre nosotros. Aun así, el frío era innegable: a cada
exhalación, el

aliento se nos convertía en vaho, mientras nuestros pasos hacían eco contra los
helados

muros de piedra.
A medida que nos adentrábamos por el oscuro interior de la capilla, me dije que

algo no encajaba en aquella historia, y al punto supe de qué se trataba. Mi amigo


jamás me

llamaba «tía». Tampoco habría usado la palabra «potra». Simplemente, no


formaba parte de

su vocabulario. Al mirarle caminar frente a mí, sin embargo, me pareció el


mismo de

siempre, y llevaba la ropa que le había visto aquella tarde, gafas incluidas.

Por otro lado, quizá estuviera paranoica, pero me escamaba que mi amigo
hubiera

llegado antes que yo a la iglesia. Aquellos pensamientos hicieron que me


quedara rezagada

al principio del pasillo que discurría entre los bancos, hasta que Eudald se volvió
hacia mí

con el ceño fruncido:

—¿Ocurre algo?

Negué con la cabeza y me apresuré en alcanzarle.

—Solo tengo una duda… ¿No íbamos a hablar con el párroco?

—Ese era el plan original, antes de saber que podíamos entrar por la cara y

fisgonear a nuestras anchas. —La sonrisa de Eudald se volvió diabólica.

—Pero, ¿crees que realmente hay algo que podamos descubrir? ¿Que el párroco
va a

tener oculto por aquí el manuscrito perdido de Bécquer o qué?

—Mira, solo intentemos encontrar alguna pista, algo que nos acerque a la
verdad,
¿vale? Empezaremos por lo más obvio. Tú mira debajo de los bancos, yo voy a
acercarme

al órgano.

Acompañó estas palabras con una suave palmada en mi trasero que me dejó de

piedra, aunque no dije nada.

Dudaba bastante que bajo los bancos hubiera otra cosa que bolas de polvo, o
quizá

restos de serrín por la preparación de los pesebres navideños. No esperaba


encontrar tirados

por el suelo los poemas originales del poeta, ni tampoco una prueba
condenatoria en contra

del falso cura. La idea de Eudald me parecía absurda, y empecé a pensar que
solo se estaba

divirtiendo a mi costa.

Llevaba unos minutos rastreando el suelo y la parte inferior de los bancos, sin
saber

muy bien qué estaba buscando, cuando él me llamó la atención con un exagerado
susurro.

—¡Iris! ¡Ven, mira lo que he encontrado!

Me deslicé hacia el altar en el mayor silencio del que fui capaz, pese a que mis
botas

repiqueteaban contra el suelo de piedra, y me agaché a su lado. Tras retirar la


banqueta para

arrodillarse bajo el órgano, Eudald había descubierto una trampilla disimulada


por una raída

alfombra.
—¿Has visto?

—Puede que solo sea un almacén de hostias sin consagrar —dije con sorna.

—Ahora lo veremos…

Mi amigo se apartó de la trampilla para tener espacio de maniobra y sus cabellos


me

rozaron el rostro. Enseguida me invadió un intenso olor a pino y madera


quemada. Era

delicioso, pero de nuevo había algo que no encajaba. ¿Qué sería?

La trampilla se abrió con un siniestro crujido: no estaba cerrada.

Nos inclinamos los dos para explorar el interior, que era negro e impenetrable
como

una noche sin fin. Saqué el móvil para iluminar, pero Eudald se me adelantó con
una

pequeña linterna. El espacio parecía un almacén en miniatura, tal y como yo


había

aventurado. Albergaba un montón de libros de himnos y salmos, una colección


de piezas de

pesebre, dos bancos quebrados, velas...

—Si está abierto es porque no hay nada especial dentro —murmuré,


decepcionada.

En aquel momento sentí vibrar el móvil, que aún tenía en la mano.

—Solo hay una manera de averiguarlo. ¿Bajamos? Pasa tú primero, así te ayudo.

Estaba desbloqueando la pantalla para comprobar quién diablos era a esas horas
de

la madrugada, cuando Eudald me levantó en vilo sin previo aviso. Ahogué un


chillido

mientras él me depositaba en el fondo del almacén como si mi peso fuera el de


una pluma.

—¿Por qué has hecho eso? —le recriminé, al tiempo que mis pupilas se
adaptaban a

la profunda oscuridad.

Su respuesta me llegó algo amortiguada y, de todos modos, no le hice caso, ya


que

acababa de ver el nombre de quien me había escrito el WhatsApp.

Era Eudald.

¿Qué sentido tenía eso si estaba conmigo? Llena de confusión, abrí el mensaje y

palidecí ante su contenido:

«Iris, ¿te has dormido? Estoy en la puerta de la iglesia.»

Horrorizada, levanté la cabeza hacia arriba. Si Eudald estaba en la puerta de la

iglesia, aquello solo podía significar una cosa...

Quien estaba conmigo era Constantin.

34. LAS PROFUNDAS SIMAS

—¡Tú no eres Eudald! Eres su hermano gemelo... ¿verdad? —le solté, asustada.

El rostro de Constantin apareció en el borde del agujero, bañado por el

fantasmagórico resplandor de su propia linterna, que le alumbraba desde abajo.


Meneó la

cabeza con falsa tristeza mientras chasqueaba la lengua.

—Vaya, qué lástima, Iris... Es una auténtica pena.


Su voz me dio escalofríos.

—¿El qué es una pena?

—Que hayas tenido que enterarte justo ahora. ¿Qué te ha hecho adivinarlo? ¿Mi

manera de hablar? He intentado imitar el pedante estilo de mi hermano, pero


supongo que

no he logrado sonar como don Perfecto.

—Ha sido eso y otras cosas, como la palmada en el culo. —Desde luego, no

pensaba decirle que Eudald estaba esperando fuera. Entonces caí en la cuenta de
algo más

—. Y el olor. Tu hermano huele a plátano... Tu aroma es distinto.

—¿Qué eres, un sabueso? Una perra tal vez... ¿la perrita de Eudald? —Se rió de

forma desagradable y chasqueó de nuevo la lengua—. No pareció importarte la


noche de

Halloween.

—¡Sabía que eras tú!

—Sí, y sin ser consciente, me diste justo la información que necesitaba al


mencionar

la herencia de la casa. Sabía que Eudald tramaba algo, pero nunca me hubiera
enterado del

viaje de no ser por ti. —Horrorizada, traté de recordar la conversación de aquella


noche,

pero Constantin seguía hablando—. En fin, es una pena, como te decía. Tenía
grandes

planes para nosotros, pero mucho me temo que ahora te has convertido, y
perdóname la
expresión, en lo que en América llaman «a pain in the ass».

—¿Qué vas a hacer conmigo? —Traté de mantener la voz firme, pero estaba

aterrorizada.

Constantin soltó una breve carcajada.

—Todavía no lo he decidido, pero de momento te vas a quedar un buen rato ahí

abajo. Lo que ocurrirá después lo dejo a tu imaginación. Así te entretienes


mientras yo sigo

buscando el manuscrito.

—Pero, entonces… ¿sabes dónde está?

—Tengo una ligera idea, pero no voy a compartir esa información contigo para
que

corras a decírselo a tu querido Eudald. Mientras creías que yo era él, aún
teníamos una

posibilidad, podríamos haber huido juntos... pero ahora ya es demasiado tarde.

—¡Estás enfermo! Yo jamás hubiera huido contigo, habría acabado dándome


cuenta

de quién eras. Además, ¿qué habrías hecho con el verdadero Eudald?

—Es muy fácil suplantar a alguien... sobre todo si está muerto. —La voz de

Constantin sonó como el filo de una cuchilla.

El terror que sentía se mezcló con una furia efervescente.

—Como le toques un solo pelo…

—Oh... ¿vas a protegerle? —Constantin puso voz de niño pequeño mientras


hacía
pucheros—. Qué tierna, me rompes el corazón. Pero mucho me temo que lo
tienes un poco

crudo ahora mismo. Por lo de estar encerrada en un agujero y todo eso…

Presa de la rabia, busqué a mi alrededor algo para arrojarle.

—¡Vete al infierno, maldito monstruo!

—Eso espero, tiene pinta de ser mucho más interesante que el cielo. —Me tiró
un

beso con falso cariño—. Que lo pases bien, baby.

Constantin cerró la trampilla con fuerza sobre mi cabeza justo cuando iba a
lanzarle

una Biblia. El siniestro golpe resonó en mi cabeza por espacio de varios


segundos, mientras

me invadía la espantosa ansiedad de saberme atrapada. ¿Qué iba a hacer ese loco
conmigo?

¿Tal vez dejarme morir allí dentro? ¿O tenía otros planes para mí?

Por un momento, mi febril imaginación me trasladó a alguna ciudad perdida de

Estados Unidos. Me vi encerrada con él en uno de esos moteles cutres tan típicos
de las

películas americanas, esos que tienen un pastillo exterior de acceso. Imaginé a


Eudald

limpiando una pistola en una habitación de mala muerte, mientras yo permanecía


atada a la

cama, amordazada. Mi mente iba a mil por hora y no paraba de fantasear con
escenas

truculentas y absurdas.
De hecho, no sabía qué me aterraba más: la perspectiva de que quisiera usarme
para

hacer daño a Eudald, abusando de mí y forzándome a ser su esclava —tal vez


durante

meses o incluso años—, o que me matara directamente. Por mucho miedo que
me inspirara

la muerte, cualquier cosa era mejor que años de sufrimiento.

¿Y si no quería huir conmigo y sellaba la trampilla para dejarme encerrada allí

abajo? Me imaginé consumiéndome durante días y noches, enloquecida por el


hambre y la

sed, privada de aire y luz... Quizá tardaran años en encontrarme, y solo lo


hicieran cuando

mis huesos se hubieran convertido en polvo.

¿Qué pensaría mi madre de mi desaparición? ¿Y mis amigos? Jamás terminaría


la

universidad... Nunca cumpliría mis sueños.

Empecé a llorar, al principio con lágrimas silenciosas, después con una


explosión de

violentos sollozos que me atenazaron el corazón como una garra de hielo. Recé
con todas

mis fuerzas para que ese maldito psicópata se topara con Eudald en la puerta de
la iglesia y

este fuera capaz de detenerle.

Entonces caí en la cuenta: ¡el mensaje de WhatsApp!

¿Cómo no lo había pensando antes? Con mis disparatadas fantasías me había


olvidado por completo de que tenía el móvil conmigo. Solo tenía que pedir
ayuda.

Las conmovedoras imágenes de Eudald sacándome de la iglesia en brazos fueron

borradas de un plumazo al bajar la vista al teléfono. Una amarga desilusión se


adueñó de mi

pecho al comprobar que no tenía ni una miserable barra de cobertura.

Comencé a moverme con desesperado frenesí, alzando el móvil lo más alto que

pude, pero no captaba señal alguna.

Tras darme por vencida, exploré el zulo al borde de un ataque de pánico.

Al apartar los libros sagrados y las velas, el espeso polvo acumulado me hizo

estornudar y lagrimear los ojos. Sosteniendo el móvil a modo de linterna, no


tardé en darme

cuenta de que ahí abajo no iba a encontrar nada que pudiera ayudarme, a menos
que

quisiera aprenderme oraciones de memoria o revisar las manualidades del grupo


de

catecismo de años pasados.

Desesperada, exploré la última pared y alumbré un enorme armario. Dentro


había

una colección de pesadas sotanas negras y túnicas de varios colores que olían a
naftalina.

Iba a cerrarlo, asqueada, cuando un presentimiento hizo que palpara el fondo del

armario. Mis dedos tocaron la madera blanda y levemente podrida. De pronto,


detecté una

extraña protuberancia. ¿Qué era aquello?


Parecía alguna clase de resorte o palanca. Mis temblorosos dedos lo oprimieron
con

fuerza, y oí como si algo se desprendiera. Al momento, la pared del fondo se


deslizó ante

mis atónitos ojos, dejando a la vista el inicio de un pasadizo secreto.

35. FLOR QUE TOCO SE DESHOJA

El pasadizo era angosto y discurría en línea recta, pero siempre descendente. En


él flotaba

el clásico olor a moho de los lugares cerrados, aunque me tranquilicé al ver que
estaba

limpio de telarañas, como si alguien lo hubiera utilizado de modo regular.


Deduje que si

alguien pasaba por ahí a menudo no debía de faltar el oxígeno, aunque me


preocupaba la

posibilidad de un desprendimiento, pues había algunos pedruscos en el suelo.

¿Conocería Constantin la existencia del pasadizo?

Era poco probable, ya que no me habría encerrado en aquel agujero si sabía que

podía escapar. De todos modos, faltaba por ver si había salida al otro lado. Tal
vez me

estuviera haciendo ilusiones y el corredor terminaba en un muro cerrado.

La respuesta a mis preguntas no tardó en llegar, pues tras un súbito recodo,


alcancé

por fin el final del misterioso pasadizo.

Ante mí había una puerta de madera con un grueso picaporte. Me costó bastante

girarlo, tanto que al principio creí que estaba cerrado con llave, pero al final
cedió y me

encontré en un espacio tenebroso que olía a naftalina.

Di unos pasos con inseguridad y topé de bruces con otra puerta. La abrí con

ansiedad y el olor se intensificó. Me encontraba entre un montón de abrigos de


invierno, así

que supuse que se trataba del fondo de otro armario. Tosiendo medio asfixiada,
aparté las

gruesas telas de franela y trastabillé mientras empujaba otra puerta, esta vez sin
pomo.

Fui a parar al interior de una estancia, parpadeando ante la súbita claridad. Aquel

vestíbulo me resultaba familiar… Trastornada como estaba por todo lo


acontecido, tardé en

reconocer dónde me hallaba. Entonces caí en la cuenta y la certeza me impactó


con la

intensidad de un rayo.

¡Estaba de nuevo en casa de Eudald!

De repente, comprendí que el pasadizo conectaba de forma secreta la iglesia

abandonada y la mansión de su familia. Sin dar crédito a mi buena suerte, llamé


a gritos a

mis compañeros mientras correteaba por la casa.

—¿Estáis aquí? ¡Diego, Vanessa!

Entré en las habitaciones de estos dos últimos, pero estaban vacías. Sorprendida,

contemplé el desorden reinante y las camas con las sábanas revueltas, como si
sus
ocupantes las hubieran abandonado con mucha prisa.

Presa de la angustia, subí de dos en dos los escalones hasta la planta de arriba,

gritando:

—¡Carla! ¡Eudald! ¿Dónde os habéis metido?

Irrumpí en el cuarto de Carla y un panorama idéntico acudió a mi encuentro:

diversas prendas tiradas por el suelo, la cama deshecha… Parecía que también
ella se había

marchado de forma precipitada.

En el cuarto de Eudald tampoco había nadie. La única diferencia era que su


cama

estaba bien arreglada. Llena de confusión, me dirigí corriendo hacia mi propio


cuarto,

todavía llamándoles.

—¿No hay nadie en casa? Chicos, ¿dónde estáis?

En cuanto entré en mi habitación, choqué de forma violenta contra alguien, que


me

sujetó por los hombros. Al alzar la mirada, me encontré a dos centímetros del
rostro

sonriente de Constantin.

—¿Me echabas de menos?

—No puede ser —exclamé horrorizada, tratando de soltarme de sus garras—.


¿Qué

haces aquí?

—Lo mismo podría preguntarte yo, encanto. Así que has descubierto el pasadizo
secreto… Ya veo que es imposible librarse de ti y trabajar con calma.

—¿Qué haces en mi habitación?

—Bueno, como tus amiguitos me han estropeado la fiesta organizando una


batida

para encontrarte, no me ha quedado otro remedio que esconderme aquí un rato.

—¿Una batida?

—Sí, parece que te tienen mucho aprecio, y han conseguido que el pueblo entero
se

movilice. Hasta el inútil del alcalde participa en la búsqueda, imagínate...


Lástima que no

vayan a encontrarte, ¿verdad?

De nuevo, aquella odiosa sonrisa. Traté de ocultar que estaba muerta de miedo.

—Estás completamente loco, Constantin.

—Yo también te quiero, mi amor. En cualquier caso, me ha ido bien que se


largaran

todos para poder registrar a fondo la «humilde» morada de mi familia. Qué


bonito por su

parte, mantenerme preso en un hospital de mierda mientras ellos viven con estos
lujos,

¿verdad? Y eso que no has visto la choza que tienen en Barcelona.

—¿Qué piensas hacer conmigo? —Mi voz tembló al preguntarle, a la vez que

calculaba si sería capaz de darle un rodillazo en la entrepierna.

—Eso es un secreto, darling. Pero no tardarás en descubrirlo.

Dicho esto, sacó una gruesa cuerda de su mochila y la sonrisa se le borró de la


cara,

remplazada por un rictus frío y amenazador.

—¡Quítate la ropa!

—¿QUÉ?

—Si no quieres que te retuerza ese cuello raquítico, vas a quedarte en ropa
interior.

¡Ahora!

Constantin abrió una navaja automática por si me quedaban dudas. Tiritando de


pies

a cabeza, me quité la ropa en un santiamén, convencida de que iba a violarme.

Para mi alivio, entendí que no estaba interesado en mi cuerpo, ya que apenas me

prestó atención mientras me quitaba una prenda tras otra. En cuanto terminé de

desvestirme, metió mi ropa dentro de su mochila y me miró con frialdad


mientras señalaba

la cama con el cuchillo.

—¡Contra la columna!

Al ver que no tenía intención de moverme, me agarró con violencia del brazo y
me

estampó contra uno de los recios postes de la cama con dosel. Intenté rechazarle
y él chocó

de espaldas contra la pared donde colgaba el cuadro El naufragio de Don Juan,


que se

precipitó contra el suelo como un lastre.

Constantin ni se inmutó por mi fallido intento de defensa. Sin perder un


segundo,

me rodeó con la cuerda por la cintura, pasándola por detrás del poste, para
amarrar luego

mis piernas y mis tobillos, haciendo nudos a intervalos regulares.

La áspera superficie de la cuerda me raspaba la piel desnuda y me cortaba la

circulación, pero él parecía inmune a mis constantes lloros y súplicas.

Cuando hubo terminado, me ató también las manos a la columna del dosel por

detrás de la espalda. Me hallaba completamente inmovilizada, y cualquier tirón


me laceraba

la piel. Estaba perdida.

—¿Estás más tranquila ahora? —se burló.

—Vete a la mierda.

Por toda respuesta, se sacó un pañuelo del bolsillo y me amordazó.

—Así mantendrás cerrado ese piquito de oro.

Le miré con odio, mientras él daba un paso atrás para admirar su obra.

—No tardaré en volver, amor. Necesito hacer una última comprobación antes de

decidir qué hago contigo. Esos imbéciles deben estar levantando hasta la última
piedra del

pueblo. Son tan simples que jamás imaginarán que estás aquí.

Tras soplarme un beso con la mano, me dirigió su horrible sonrisa torcida y salió
de

la habitación sin mirar atrás.

Hundida en la desesperación, recordé ciertos versos de un poema fatalista de


Bécquer. Medio asfixiada, farfullé contra la mordaza:

—«En mi vida fatal, alguien va sembrando el mal para que yo lo recoja...»

36. NO PUDO SER

Cuando medio pueblo irrumpió en mi cuarto, me encontraba al borde de la


hipotermia. Al

salir en mi busca, mis amigos habían apagado los radiadores y en la casa reinaba
un frío

polar. Tenía los miembros entumecidos y la cuerda me había provocado


quemaduras en las

muñecas, la cintura y los tobillos.

Me encontraba tan mal que ni siquiera sentí vergüenza cuando decenas de ojos
se

clavaron en mi casi azulada piel desnuda.

—¡Iris!

Eudald se abalanzó sobre mí ante la mueca de disgusto de Diego, quien, pese a


sus

supuestos celos, no hizo gesto alguno de acercárseme.

—¿Has estado aquí todo el rato? —exclamó Vanessa con una mueca de

incredulidad.

Se la veía aterida de frío, aunque no tanto como a mí.

—Sí, Constantin me ató hace horas. Bueno, en realidad primero me encerró en la

iglesia... pero luego llegué hasta aquí y me estaba esperando... —farfullé de


forma confusa.

Estaba tan cansada que apenas lograba vocalizar, y era consciente de que no
estaban

entendiendo nada. Ni siquiera me pregunté si Eudald ya les había contado lo de


su

hermano, aunque suponía que lo habría hecho, dada la gravedad del caso.

Al pensar en Constantin me encogí, aterrada.

—Por favor, decidme que lo habéis atrapado...

—Por Dios, ¿quiere alguien ayudarme a desatarla? ¡Y traed mantas!

Por supuesto, quien así hablaba era Eudald, mi caballero andante. Estaba
luchando

contra los nudos y parecía incapaz de deshacer la maraña.

El alcalde se abrió paso entre la marabunta, que se limitaba a contemplarme y

cuchichear, armado con unas aparatosas tenazas.

—Abran paso. Si esto no corta esa cuerda, yo no me llamo Félix.

No me asustaba la posibilidad de que me hiciera daño con aquella herramienta,


pues

apenas podía hilvanar un pensamiento con otro. Por suerte, el hombre no era tan
inútil

como aparentaba y consiguió liberarme sin causarme ningún rasguño.

Al no estar ya sujeta a la columna, mis piernas cedieron. Habría caído como un


peso

muerto contra el suelo de no ser por Eudald, que me sujetó una vez más entre sus
poderosos

brazos, mientras Vanessa se acercaba con una gruesa manta y me envolvía en


ella.
Un reconfortante calor se expandió poco a poco por mis miembros.

—¡Que alguien llame a una ambulancia! —ordenó Eudald.

—No, no —me apresuré a decir—. No estoy tan mal, solo necesito descansar y
que

alguien me explique qué ha pasado...

Diego estaba del todo paralizado, mirándome como si me hubiera salido barba.
A su

lado, Carla se veía aterrorizada y diminuta, con sus grandes ojos muy abiertos e
idéntico

aire de pasmarote. Recordaba a una niña pequeña.

Vanessa fue la única que se adelantó y, una vez me hubo tapado bien con la
manta,

me agarró fuerte de la mano para darme su apoyo. Eudald, por su parte, seguía
sin soltarme,

y entre sus brazos me sentía por fin cálida y protegida.

—Ya hemos encendido la calefacción y abajo, unas vecinas están preparando


cacao

caliente —intervino el alcalde—. En cuanto a ese enfermo que mencionabas, el


hermano

del señor Jennings… —En aquel momento caí en la cuenta de que nunca le
había

preguntado a Eudald su apellido— te alegrará saber que ya está a buen recaudo.


Se lo ha

llevado la policía en una ambulancia con destino al psiquiátrico de Soria.

El alcalde se subió la cinturilla del pantalón, balanceándose sobre sus talones.


Aunque parecía muy orgulloso de sí mismo, en el fondo algo le incomodaba,
como quien

tiene a una mosca revoloteando a su alrededor. Se aclaró la garganta antes de


proseguir,

pero Eudald se le adelantó:

—Mi hermano ha sido detenido cuando intentaba bajar por un pozo que hay en
el

patio trasero de la casa de Bécquer. Según él, conduce a unas catacumbas


secretas donde

podría estar escondido el manuscrito perdido.

—Una tontería adolescente —intervino de nuevo el alcalde, negando con la


cabeza

—. Se ha peinado toda la zona múltiples veces, pozo incluido, y ahí no hay nada.
A

propósito, os debo una disculpa. —El hombre se removió incómodo, como si


respirara un

tufo insoportable—. Teníais razón con lo del falso párroco... Hemos arrestado a
un

impostor que había ocupado de forma ilegal las dependencias internas de la


iglesia. Llevaba

ahí dos semanas y nadie se había dado cuenta. Ahora mismo puedo aseguraros
que ya está

en manos de la autoridad.

—Bueno es saberlo —suspiré, acurrucándome contra Eudald, que se había


sentado

en la cama conmigo aún en brazos.


—En cualquier caso... —El alcalde se volvió hacia su atento público antes de

proseguir—. Por favor, señores, circulen. Aquí no hay nada que ver. Esta chica
está agotada

y necesita descansar. Les sugiero que hagan lo mismo, hoy han hecho un gran
trabajo. En

nombre de la comunidad de Noviercas, les agradezco su altruismo y


desinteresada ayuda.

Como si quisiera ahuyentar a un molesto grupo de palomas, el alcalde instó a los

vecinos a marcharse con una palmada. Estos dieron media vuelta entre
murmullos y bajaron

ruidosamente por las escaleras.

Carla se dispuso a seguirles, indicando que iba a buscar el cacao y las pastas,
pero

Félix alzó el brazo para detenerla.

—Solo un momento, señorita. No quiero ser grosero con vosotros, y menos


después

de lo que ha pasado, pero os pido que, si ya habéis acabado con lo que estabais
haciendo en

el pueblo, os marchéis a vuestra casa de una vez. Ya habéis causado suficientes


problemas.

—¿Nosotros? —exclamó Eudald, incrédulo—. Por lo que yo sé, el falso párroco

llevaba dos semanas residiendo de forma ilegal en la iglesia de su pueblo, y en


eso no

hemos tenido nada que ver.

—No, pero me consta que ese hombre trabajaba para tu hermano, así que digo
yo
que vino con vosotros, ¿o me equivoco?

—Sí, se equivoca —replicó Eudald, acalorado—. Yo no he tenido noticias de

Constantin desde muy pequeño. Mi familia ni siquiera sabe que estoy al tanto de
su

existencia.

—No eres el único sorprendido —musitó Diego, con ironía, mirando el techo.

—Empiezas a tenerme harto, amigo. Te pasas el día acusándome, cuando el


único

que se comporta de forma sospechosa eres tú. Por ejemplo, aún es hora que le
preguntes a

Iris cómo está.

—Lo haré más tarde, cuando le hayas sacado tus sucias zarpas de encima.

—¡Chicos! —El alcalde se puso en pie cuando Eudald hacía amago de dejarme
en la

cama para encararse con Diego—. Os doy cuarenta y ocho horas para poner
vuestras cosas

en orden y marcharos de una vez de este pueblo.

37. UNA MANO AMIGA

Tras las horas que había pasado en ropa interior, a nadie le extrañó que a la
mañana

siguiente amaneciera con fiebre. Consideramos que con un par de días de reposo
bastaría

para restablecerme, pero por si acaso, Vanessa se acercó a hablar con el alcalde
para que

supiera por qué aún permanecíamos en el pueblo.


Me aburría mortalmente en mi habitación, pues Eudald me había dejado sola un
rato

para ir a prestar declaración a la policía, acompañado de Vanessa. Diego parecía


furioso por

sus atenciones, pero tampoco había movido un dedo por acercarse a mí después
de lo

sucedido. En aquel momento, había bajado a hacer la compra. En cuanto a Carla,


estaba

desaparecida en combate, pero su ausencia me resultaba del todo indiferente.

Unos golpecitos en la puerta me distrajeron de estos pensamientos y me


incorporé.

—¿Sí?

—¿Iris? Soy Rodolfo Villanueva. He encontrado la puerta abierta. ¿Puedo pasar?

—¡Claro! —exclamé con entusiasmo.

El encantador anciano entró con timidez en mi habitación y cerró tras de sí.

—Permiso...

—Por favor, pase y póngase cómodo. ¡Qué ilusión que haya venido a verme! Se
lo

agradezco mucho. Ahora que pienso, no sé si le vi ayer entre los vecinos. Estaba
tan

cansada...

—No, me ha sabido muy mal enterarme de todo esta mañana. Precisamente,


estaba

fuera ayer por la noche, visitando a mis hijos en Soria. Me han traído de vuelta
hace unas
horas y, cuando he bajado al bar, me he quedado horrorizado al escuchar lo que
contaban.

Lo primero que he hecho ha sido venir corriendo para ver cómo estabas. —
Rodolfo se

sentó a mi lado y me palmeó la mano como un abuelito cariñoso. Sus ojos azules
se

iluminaron mientras me sonreía—. ¿Qué tal te encuentras? Debió de ser


espantoso… ¡Ese

tipo de cosas antes no pasaban en pueblos como este!

—La verdad es que fue una pesadilla… Por suerte, esos dos delincuentes ya
están a

buen recaudo, y nosotros nos iremos en cuanto se me pase la gripe.

—Bueno, uno no elige cuándo se pone enfermo —suspiró Rodolfo—. Tampoco

elige a sus familiares, lo digo por lo de tu amigo Eudald… Le debo una disculpa,
jamás

hubiera imaginado que era su hermano gemelo quien vino a hablar conmigo.

—Era imposible saberlo, ¡son idénticos! No se preocupe más, Eudald lo


entenderá.

Lo que pasa es que ahora mismo ha salido…

—¿La casa es suya?

El anciano miraba a su alrededor con creciente interés.

—Sí, de su familia. Acaba de heredarla. La decoración no me gusta mucho, me

resulta siniestra y bastante chocante.

—El estilo es particular, no te lo negaré, pero lo que me llama la atención es el


mobiliario. ¿Sabes si venía con la casa?

—Pues no tengo ni idea— respondí, perpleja—. ¿Por qué?

Rodolfo se había levantado para examinar la cómoda, con lo cual no respondió

durante unos segundos. Luego volvió a sentarse con aspecto ensimismado en la


butaca de

mimbre.

—Estoy casi convencido de que estos muebles pertenecían a la antigua casa de

Bécquer —dijo al fin.

—¡No fastidie! Eudald no me había dicho nada…

—A lo mejor no lo sabe... Puede que ni los vendedores estuvieran al corriente,


pero

desde luego, si se los dejaron a buen precio, la familia de tu amigo hizo un gran
negocio.

Me encantaría echarles un vistazo más a fondo.

—No creo que Eudald tenga ningún inconveniente.

—Esta cama también me genera dudas… Es posible que sea la misma en la que

Bécquer y Casta dormían, pero tendría que examinarla con detenimiento. —El
historiador

sonrió—. Nunca habría pensado que el mobiliario de la casa, que ahora está casi
vacía,

estuviera tan cerca. Aparte de los muebles, hubo otros objetos que se perdieron
con el

tiempo y nunca se volvió a saber de ellos, como una maravillosa réplica de El


naufragio de
Don Juan, la obra de Delacroix.

Me quedé de piedra al escuchar sus palabras. Alargué el cuello para mirar a su

espalda y sufrí un sobresalto al ver que el cuadro no estaba en su lugar.

Entonces recordé que se había caído durante el espantoso encuentro con


Constantin

y había ido a parar detrás del mueble. Me supo mal pedirle al anciano que se
agachara y,

además, temí que el cuadro se hubiera roto, por lo que no dije nada.

—Vaya, ¿cuál es la historia de esa pintura? —le pregunté, alargando el brazo


para

coger el tetrabrik de zumo.

Sorbí por la pajita y después me arrebujé entre las mantas, mirándole con interés.

Rodolfo se aclaró la garganta y comenzó a hablar como si fuera un catedrático

dando una charla en un aula magistral. Le imaginé en sus días como maestro de
escuela,

tratando de meter conocimientos en las cabecitas de sus díscolos alumnos, y


sentí un

ramalazo de afecto hacia él.

—Pues Bécquer lo tenía en gran estima, dado que ilustra el Don Juan de su
amado

Lord Byron. Supongo que sabes que Gustavo escribió un poema basándose en
uno de los

del romántico inglés.

—Sí, el de «Tu pupila es azul». De hecho, es uno de mis preferidos.


—Lord Byron no era el hombre distinguido de aspecto romántico que muchos

imaginan. ¡Nada más alejado de la realidad! Encarnaba la decadencia en estado


puro, por

no mencionar que era cojo, claro.

—¿En serio? No tenía ni idea…

—Pues sí. Imagino que Bécquer, delicado y convaleciente como estaba la mayor

parte del tiempo, se sentía de alguna manera unido a él por este motivo. Puede
que también

influyera su rebeldía y espíritu inconformista. El nombre de Lord Byron siempre


se

relacionaba con algún escándalo, dondequiera que fuera. Era incapaz de


adaptarse a las

normas sociales, siempre se le acusó de provocador, y fue condenado por


aquellos que no

aceptaban su estilo de vida, que juzgaban desenfrenado e inmoral. Supongo que,


como

ferviente seguidor del romanticismo, Bécquer admiraba su indisciplinada


conducta.

—Pues él mismo no supo imponerse a la opinión pública... No luchó por Julia


Espín

y terminó casado con una mujer a la que no amaba.

—El tema de Julia Espín es peliagudo, y no creo que debamos juzgar a Gustavo
sin

saber lo que sucedió en realidad. A mí me parece más probable que sí luchara,


pero que

fuera ella quien no se atreviera a enfrentarse a su familia. O puede que,


simplemente, Julia

no sintiera lo mismo por él.

Rodolfo hurgó en su chaleco y, ante mi regocijo, sacó un reloj de bolsillo. Era de

bronce e iba sujeto a una fina cadena de eslabones.

—Vaya, no sabía que era tan tarde. Tengo que preparar la comida para mi nieta...

—No se preocupe. Me ha hecho mucha ilusión su visita. Por favor, vuelva antes
de

que nos vayamos, así podrá examinar los muebles tanto como desee.

—Será un placer, mi querida niña. Es una pena que el cuadro no esté aquí

también… Me hubiera encantado echarle un vistazo.

—Sí, a mí también —musité con la cabeza gacha, sintiéndome de lo más


culpable.

¿Por qué no lo decía que el cuadro estaba a escasos centímetros de él?

—Hasta pronto, cuídate mucho.

El anciano me apretujó el hombro con cariño y, tras hacer un gesto de despedida,

salió por la puerta dejando tras de sí un rastro de aftershave.

38. BUSCÁNDOLE SIN FE

En cuanto el historiador hubo salido por la puerta, me levanté de la cama y me


precipité

hacia donde creía que se encontraba la pintura.

Tal vez fuera la desesperación por no haber sacado nada de aquel viaje, más allá
de

una gripe que, para colmo, me mantenía presa en el pueblo, pero sus palabras me
habían

hecho pensar que aquel cuadro tenía importancia.

Además, si bien Rodolfo había mencionado otros objetos, como la cómoda y la

cama con dosel, la copia de Delacroix me había llamado la atención desde el


principio.

Sospechaba que ese cuadro encerraba alguna clase de pista sobre los enigmas
que flotaban

alrededor del poeta romántico.

Con las escasas fuerzas que me quedaban, aparté la cómoda, que crujió de forma

terrible. Contuve la respiración unos instantes, temiendo que alguno de mis


amigos hubiera

vuelto y se preguntará qué estaba haciendo. Tras unos segundos prudenciales,


volví a

empujarla un poco más, lo cual produjo de nuevo un chirrido, aunque algo más
leve.

Después de un esfuerzo titánico, el mueble quedó por fin retirado y vi con alivio

cómo aparecía el cuadro, tumbado en el suelo boca abajo. Iba a cogerlo, cuando
unos

golpecitos sonaron en la puerta.

Sin saber qué hacer ni por qué me estresaba de aquel modo, alargué el pie para
darle

una ligera patada al cuadro, mandándolo de nuevo bajo el mueble. Luego me


arrojé sobre la

cama y jadeé:

—¡Adelante!
La cabeza de Diego asomó por la puerta con el ceño fruncido. Sus ojos azules
tenían

un brillo metálico, que hacía juego con la sudadera gris.

—¿Iris? ¿Estás bien?

—Sí, ¿por qué?

—Acabo de volver y he oído un ruido muy raro, por un momento creía que se
me

caía el techo encima. —Entonces reparó en el mueble apartado y me miró de


nuevo,

alzando las cejas—. Vale, ya veo lo que era. ¿Estás arrastrando muebles por
algún motivo

en particular?

—Eh... no. Ha sido el historiador, Rodolfo —improvisé de forma atolondrada—.

Quería examinar los muebles porque sospecha que podrían pertenecer a la casa
de Bécquer.

—Pero el ruido se ha escuchado ahora y Rodolfo ya se ha ido, ¿no? Me lo acabo


de

cruzar por la calle.

—Sí, es que estaba intentando dejarlo como estaba.

—Ah, no te preocupes, ya te ayudo yo... Tú tienes que descansar.

—¡No no, no te molest...!

Me interrumpí, pues Diego estaba ya devolviendo la cajonera a su posición


original.

Al hacerlo, el cuadro volvió a aparecer por el otro lado y el chico estuvo a punto
de pisarlo.
—¿Qué es esto?

Se agachó para recogerlo y lo miró unos instantes, perplejo. Lo giró hacia mí


para

que pudiera verlo y le hice un gesto con la mano, indicándole que me lo diera.

—Oh, no te preocupes, es un cuadro que había colgado en la pared, se ha debido


de

caer… Ya lo volveré a colocar yo. Quiero echarle un vistazo, me encanta esa


pintura.

—Muy bien, aquí tienes. —Diego aún parecía desconcertado por mi extraña
actitud

—. ¿Necesitas algo más? Te veo la cara un poco roja, ¿te ha subido la fiebre?

—No creo... me encuentro algo mejor. Solo necesito descansar, gracias. ¿Cómo
os

va por ahí abajo? —añadí con cierta sequedad.

—Carla y yo vamos a ver una peli, abajo está lleno de cintas VHS. ¡Algunas son
de

lo más siniestro! Hay unas cosas rarísimas, tienes que echarles un vistazo.

—Quizá cuando me encuentre mejor. Ahora pásalo bien con Carla, no os


preocupéis

por mí.

—Muy bien. ¡Cuídate, hasta luego!

Me quedé atónita cuando se largó sin ni siquiera darme un beso de despedida. De

todos modos, en aquel momento me intrigaba más la pintura, así que opté por
apartar a

Diego de mi mente y no pensar en lo que estaría haciendo con Carla en el piso


de abajo.

Devolví mi atención al cuadro. Lo levanté con cuidado, temerosa de que el


cristal se

hubiera resquebrajado por el golpe, dañando la hermosa réplica de la pintura. Por


suerte,

tanto el cristal como el lienzo estaban intactos.

Lo apoyé con cuidado en mi regazo y lo examiné durante unos instantes,


esperando

que me revelara algún secreto. Había algo inquietante en aquellos colores


oscuros... Las

olas del mar lamían los bordes de la pintura, lo que les daba aún más viveza. Al
fondo, el

cielo ofrecía un matiz tormentoso, mezcla de grises y púrpuras, para terminar

difuminándose en un insalubre color amarillo. Sin embargo, este tono dorado no


guardaba

ninguna similitud con el tinte cálido y esperanzador del sol, sino más bien con el
cetrino

rostro de un enfermo.

¿Qué habría surcado la mente del autor a la hora de pintarlo? ¿Y por qué
Bécquer

tendría una relación tan extraña con aquel cuadro? ¿Solo porque ilustraba una de
las

escenas de su admirado Lord Byron?

Tras observarlo ensimismada unos minutos más, me di por vencida con un


amargo

desencanto. Los enigmas de Bécquer seguían siendo tan turbios como aquel mar
de

Delacroix.

Me levanté del lecho para devolver la pintura a su emplazamiento original en la

pared. Al darle la vuelta para ver si conservaba la argolla, me percaté de que el


golpe le

había afectado. El marco se había salido un poco y un trozo de lienzo asomaba


por una

esquina.

Disgustada, apoyé la pintura contra el escritorio para volver a introducirla en el

marco. Sin embargo, cuando fui a intentarlo, advertí que lo que sobresalía no era
la tela,

sino unas hojas de papel dobladas. Tal vez fueran blancas en su día, pero con el
paso del

tiempo se habían ido tiñendo de amarillo.

Las saqué con infinito cuidado y me las acerqué al rostro para examinarlas.
Frágiles

y quebradizas, estaban escritas en una apretada letra, inclinada hacia la derecha y


decorada

con largos arabescos.

Al leer la primera línea, un escalofrío me sacudió hasta el tuétano de los huesos.

39. EL ALMA AMBICIONA UN PARAÍSO

Noviercas, agosto de 1868

Querida Julia:

Floto por la tenue penumbra de la habitación. Siento replegarse las paredes


sobre mí, cual átomos de suciedad que me envuelven y me alzan del lecho.

Me incorporo. Me aferro al tacto áspero de las sábanas en un burdo intento

de conectar con la realidad, pero los latidos desacompasados de mi pecho me

recuerdan que el corazón pugna por desasirse de la carne que lo contiene. Mi

espíritu, danzarín como la trémula luz de la mañana que en estos instantes se

filtra por los postigos, lucha asimismo por escapar de la vil materia.

Disculpa lo caótico de mis pensamientos, lo ilegible de mi temblorosa

caligrafía. Te pido disculpas por escrito, de la única forma que sé, pero tenía que

hacerlo, necesitaba escribirte una vez más. He estado haciéndolo durante años,
sin

recibir jamás respuesta. Tampoco la espero ya. Me siento muerto en una vida que

no he escogido, que me ha sido impuesta como un injerto.

Cierro los ojos y los últimos años desfilan ante mis párpados cerrados como

un sueño, o quizá una pesadilla, mientras el tiempo vivido contigo se me antoja


la

única realidad posible.

Pienso en ti, Julia. Pienso en aquellos días cuando aún estábamos juntos,

aunque fuera por un tiempo breve. Instantes robados al tiempo, siempre

escondidos, siempre secretos. No existían a ojos de nadie. Y, sin embargo, cuán

ciertos eran para nosotros, o al menos lo fueron para mí. Más ciertos que esta

farsa de vida que ahora llevo, una condena más que una existencia, tan ajena a

mí que apenas la reconozco, como si se tratara de un miembro dislocado. Solo


que,

en mi caso, no existe curación posible. Nadie ni nada puede recolocarme la vida,

ni inyectarme su esencia en las venas. Ya no puedo volver atrás.

Existí durante un período efímero, Julia. Existí cuando tú me amabas,

cuando me ayudaste a cobrar forma en el mundo a partir de una masa informe y

oscura, cuando me iluminaste con tu limpia mirada.

Pero en el instante en que miraste para otro lado, ángel mío, yo dejé de

existir. Tal vez por eso, porque ya ni siquiera existo, no me veo con fuerzas de

mostrar al mundo lo que una vez sentí. Lo que, en realidad, aún siento.

Por otro lado, en mi egoísmo extremo, en mi inmensa y agónica locura, me

niego a compartir con la humanidad algo tan bello y frágil. De lo poco que la
vida

me ha permitido gozar de lo nuestro, atesoro cada sentimiento, cada recuerdo,


con

la avaricia de un usurero.

Imagino que te estarás preguntando si he perdido el juicio del todo, pues mis

palabras no tienen en apariencia demasiado sentido. Pero te lo explicaré, y aun

cuando siga recibiendo tan solo un frío silencio por tu parte, mi alma estará en

paz al haberte confesado mi secreto.

Mientras soñaba con que un día estaríamos juntos —¡qué ilusión tan vana

la mía! Ambicionar el paraíso en esta tierra fría y desangelada—, estuve

escribiendo sin descanso. Cada latido, cada beso, cada suspiro... cobraba vida a
través de mi pluma, convirtiéndose en un poema. Con el tiempo, llegué a
componer

un libro entero. ¿Te imaginas? Un libro entero dedicado a ti, un canto a la vida y

al amor imperecedero.

Los años fueron pasando hasta que, un día, se me presentó la oportunidad

de publicarlo, de iluminar años de oscuridad, sacando a la prístina claridad cada

recoveco de mi alma. Gritarle al mundo mi amor por ti, camuflado bajo los

elegantes ropajes de la métrica y la rima. ¿Cómo no sentirme deliciosamente

tentado por tal perspectiva?

Al final, sin embargo, la cobardía se impuso al coraje. ¿Qué diría Casta?

¿Qué diría mi hermano? ¿Cómo reaccionaría esta triste sociedad —tu familia, la

mía— que no ha querido vernos juntos? La conclusión fue inequívoca, si bien

doliente: no podía publicarlo. Asustado por el escándalo que supondría, decidí

revertir mi irreflexiva decisión antes de que fuera demasiado tarde, aun cuando

ya había entregado el texto para su publicación inminente.

La revolución que tuvo lugar en nuestro país hace unos meses me brindó la

manera perfecta de justificar la desaparición de la obra, que había entregado a mi

patrón, don Luis González Bravo. Desesperado, yo mismo extraje


subrepticiamente

la obra de su domicilio, el cual, poco después, dio la casualidad de ser saqueado.


El

infortunio que supuso para el pobre don Luis fue, por lo tanto, una suerte para
mí,
pues así el infeliz creyó que mi obra había desaparecido durante dicho percance.

No puedo siquiera acercarme a describir la culpabilidad que me embargó

ante sus desoladas disculpas. Si él supiera...

Te preguntarás qué voy a hacer finalmente con el manuscrito. Confieso

haber estado haciéndome la misma pregunta. ¿Ocultarlo en un lugar seguro para

que jamás sea hallado? ¿Guardarlo para que sea publicado algún día, tal vez tras

mi muerte?

Ahora mismo, la oportunidad se ha perdido indefectiblemente, no solo por la

supuesta desaparición de las rimas a ojos de todos, sino porque don Luis ha sido

destituido del cargo, y dudo que vuelva a ofrecérseme una oportunidad


semejante

en un futuro próximo.

En todo caso, mientras reflexionaba, fui reescribiendo las rimas, fingiendo

estar recomponiendo de memoria las que todos creen perdidas, pues otra actitud

por mi parte hubiera resultado harto sospechosa.

Ahora entiendo, con gran dolor en mi corazón, que no queda otra salida: la

obra debe ser destruida.

Me llamarás de nuevo cobarde, irracional incluso, pero no me siento capaz

de ser yo quien destruya el manuscrito. Para mí sería el equivalente a un

asesinato, como matar a sangre fría a una criatura inocente, a un ser vivo

engendrado por mí, por ti… por nosotros, fruto de un sentimiento puro que no
tiene la culpa de resultar demasiado hermoso para ser expuesto ante la crueldad

del mundo.

Por otro lado, es arriesgado pensar siquiera en conservar los textos después

de mi muerte. Si bien ahora están a salvo de ojos indiscretos, ¿cómo garantizar


su

destino una vez mi alma haya migrado de este mundo? Por ello, he decidido que,

cuando se acerque mi hora, le pediré a un amigo de confianza que destruya las

rimas delante de mí.

Te mando esta carta para pedirte perdón, puesto que no me queda otra

alternativa que destruir toda huella de nuestro amor.

Ignoro si tu alma se estará doliendo por mi decisión. La mía se resquebrajó

hace ya tanto tiempo que apenas puedo sentirla.

Ojalá pudieras leer el manuscrito, pero no puedo arriesgarme a enviártelo.

Me quedará el consuelo de que, algún día, tal vez, leas las versiones adaptadas
de

algunos de los poemas que te escribí, si llego a publicarlos.

Tuyo sinceramente, ahora y siempre,

Gustavo A. Bécquer.

EPÍLOGO: UN HORIZONTE ETERNO

El invierno había llegado a Barcelona, y un inesperado frío polar se había


apoderado de sus

calles, que lucían sus mejores galas ante la cercanía de Navidad. Un intenso
vaho velaba los
cristales de las ventanas, creando un clima acogedor en el aula, como si nos
halláramos en

el interior de un capullo de seda.

Había pasado un mes y medio de lo ocurrido en Noviercas y, cada vez que

escuchaba a la vieja profesora hablando sobre Bécquer, sentía que explicaba


anécdotas de

un amigo íntimo, en lugar de un desconocido que llevaba años muerto.

Tras mi mal comienzo académico, nuestra relación profesora-alumna había dado

paso a una sólida y creciente amistad. Poco después de volver del viaje, había
concertado

cita con ella para hablar sobre mi trabajo de fin de trimestre, que por supuesto,
versaba

sobre Bécquer, por el que la profesora sentía una pasión tan intensa como la mía.
Incluso

me había dejado libros para que investigara, y no eran pocas las veces que me
había

atendido fuera de sus horas de despacho.

Aquella mañana, sin embargo, yo me hallaba inquieta, y por una vez no estaba

prestando atención. Tenía demasiadas cosas en la cabeza. Entre ellas, qué hacer
con la carta

de Bécquer, asunto que llevaba casi dos meses carcomiéndome por dentro.

Tras mucho reflexionar, por fin había tomado una determinación: no podía obrar
sin

consejo, y sabía que ella era la persona ideal a quien pedírselo.

En cuanto sonó el timbre, me dirigí presurosa a la parte delantera del aula,


mientras

la clase se convertía en un estrépito de sillas, conversaciones y pasos. La docente


tardó unos

segundos en percatarse de mi presencia, pues estaba ocupada recogiendo sus


bártulos de la

mesa y metiéndolos en su enorme maletín.

—Iris, ¿te encuentras bien? Te he visto un poco dispersa hoy en clase.

—Sí... bueno, precisamente venía a hablar contigo de ello. Sé que hoy no tienes

horas de visita, pero necesito pedirte consejo sobre algo.

La profesora pareció inquietarse al ver mi expresión.

—Ya sabes que para ti siempre tengo tiempo. Venga, acompáñame a mi


despacho.

La seguí escaleras arriba hasta la segunda planta. Como tantas otras veces,

atravesamos interminables pasillos hasta llegar por fin a su oficina.

Ella dejó su maletín en el suelo y se sentó al otro lado de la amplia mesa de


nogal.

Esta era un absoluto caos de apuntes, libros amontonados, florecillas de papel y


fotografías,

junto con caramelos, tickets de autobús gastados y anillas de latas de refresco.

—Disculpa el desorden —se excusó ante el estado de su mesa, que contrastaba


de

forma extrema con la de su compañero—. Cuéntame, por favor.

—No sé muy bien cómo empezar, pero te lo resumiré lo mejor que pueda. Como
ya
sabes, a principios de noviembre estuve en Noviercas con unos compañeros.

—Sí, me lo contaste. Uno de ellos tenía una casa allí, ¿verdad? Fuisteis a
relajaros

unos pocos días y, de paso, conocer una parte del pasado de Bécquer.

—Sí, pero lo que no te conté fue el auténtico motivo que nos empujó a visitar el

pueblo. —Tragué saliva y, tras tomar una bocanada de aire, continué—:


Estábamos

tratando de resolver algunos enigmas sobre el poeta, como la verdadera


naturaleza de su

relación con Julia Espín o el contenido de los papeles que mandó quemar poco
antes de

fallecer. La idea era jugar un poco a los detectives, nada serio. Poco me
imaginaba que iba

a descubrir algo así...

Se lo conté todo sin omitir un solo detalle: las charlas con el historiador, el

descubrimiento de los muebles originales de la casa de Bécquer, el cuadro


perdido con

doble fondo, la carta oculta en su interior...

El rostro de la profesora era un poema. Cuando saqué la carta y se la cedí, no sin

cierto reparo, sus manos temblaban de emoción. Se puso las gafas de cerca y la
leyó con

avidez mientras su pecho subía y bajaba, acelerado. Pude ver cómo sus ojos, que
tras los

gruesos cristales parecían los de un anciano búho, se movían de un lado a otro,


frenéticos y
desorbitados. Cuando llegó al final, se quitó las gafas y se restregó la cara, poco
más o

menos en estado de shock.

—Impresionante —farfulló con la voz ahogada—. No tengo palabras, Iris.

—Quería habértelo contado hace mucho tiempo, pero no me atrevía a dar el


paso.

Desde entonces, he estado hecha un lío. No sé qué se supone que debo hacer.
¿Debería

hacer pública la carta? ¿Habría querido Bécquer, al fin y al cabo, que el mundo
conociera

su amor imposible por Julia, la intensidad de lo que sintió?

La mujer no necesitó ni un segundo de reflexión. Negó categóricamente con la

cabeza, y apoyó su mano en mi hombro con cariño.

—Mi joven e idealista Iris. No debes hacer nada con la carta. Debo admitir que
mi

primera reacción también ha sido como la tuya: hacerla pública, escribir


ensayos, redactar

artículos. Nos haríamos famosas y cambiaríamos para siempre la historia de la


literatura…

—Dio un hondo suspiró y prosiguió—: Pero... ¿a qué precio? ¿Al de traicionar la


voluntad

de Bécquer? Y, de todos modos, ¿acaso eso les devolvería a él y a Julia la


oportunidad de

vivir su amor? ¿Nos daría acceso al manuscrito perdido?

Esperó unos instantes en silencio, pero yo no dije nada.


—La respuesta es no. La decisión no nos pertenece a nosotras.

—Pero...

—No hay peros que valgan. En realidad, no sé por qué la carta quedó oculta en
el

cuadro. Tal vez Bécquer jamás llegó a enviarla, o guardó una copia por algún
motivo.

Puede que no quisiera arriesgarse a confesarle algo así a Julia, cuando llevaba
años sin

tener noticias de ella. Pero lo que sí sabemos es que el manuscrito original fue
destruido por

su amigo Augusto Ferrán poco antes de su muerte. Y eso, mi niña, nadie puede
cambiarlo

ya. No podemos recuperar la belleza perdida. Nunca sabremos lo que Bécquer


escribió en

un principio. Pero si queremos honrar su memoria, el primer paso es respetar su


voluntad.

Él no quería que el mundo conociera su amor por Julia. Deseaba poder guardarse
ese

sentimiento única y exclusivamente para él. Creo que debemos ser fieles a ese
deseo.

—Tienes razón… —acepté al fin, con el alma encogida. Tenía los ojos llenos de

lágrimas—. Y creo que no descansaré en paz mientras esa carta siga en mis
manos. Tal vez

tú podrías... no sé. ¿Custodiarla?

—La tentación de hacer algo con ella sería demasiado fuerte. Ahora mismo sé
que
estoy tomando la decisión correcta, pero ¿quién me dice que un día no cambiaré
de idea,

que me dejaré llevar por la perspectiva de la fama? Los humanos somos seres
débiles y

codiciosos. —Suspiró tristemente, negando con la cabeza—. No, Iris. La carta ha


ido a

parar a ti por un motivo. Te ha encontrado y, en cierto modo, te pertenece. Por


eso, la

decisión está ahora en tus manos.

—¿Crees que debería destruirla?

—Solo tú puedes trazar su destino. Yo no puedo decidir por ti. Piensa en


Bécquer,

piensa en el deseo de su corazón... Sé que tu elección no le decepcionará. Ni a él


ni a mí.

Me despedí de la profesora con un sentido abrazo, tras agradecerle su ayuda.

Cuando nos separamos, también ella tenía lágrimas en los ojos.

Invertí el camino por los largos pasillos taconeando con firmeza. Sabía lo que
debía

hacer, pero cada latido me agujereaba el pecho como gotas de ácido abriéndose
paso, lentas

e inexorables.

Fue un alivio salir al exterior y encontrarme con mi novio, que me esperaba en la

puerta de la facultad. Nada más verle me lancé a sus brazos, desolada.

—¡Eudald! Ya he hablado con mi profesora... Piensa lo mismo que tú.

Él sonrió con tristeza y me dio un cariñoso beso en los labios. Desde que
estábamos

juntos, cada instante a su lado había sido lo más cercano al paraíso sobre la
Tierra.

—Creo que es lo correcto—me dijo mientras comenzábamos a caminar cogidos


de

la mano—. Con las Sombras disueltas, nuestro cometido ha terminado. Ya


sabemos la

verdad, y no le debemos nada a la historia del romanticismo. Queríamos resolver


una

muerte y topamos con un amor… imposible, pero amor, al fin y al cabo. Una
historia así

pertenece tan solo a las dos personas que la comparten. A nadie más.

—Excepto si te llamas Carla —comenté con retintín.

—¿Sigues furiosa porque mi prima te robara el novio?

Lancé un resoplido.

—Claro que no. Ella y Diego se merecen mutuamente. Solo pienso que fue

asqueroso que se liaran mientras yo estaba enferma... pero, por otro lado, gracias
a haberme

librado de ese idiota, ahora estoy contigo. —Le dirigí una sonrisa y nos besamos
de nuevo

—. Y créeme, tu compañía durante mi recuperación fue lo mejor que podría


haberme

pasado. Vanessa también se portó muy bien.

—Sí, ¿quién iba a decir que acabaríais siendo tan amigas? Lástima que su
familia
haya decidido volver a Madrid… ¡Yo ni siquiera sabía que había nacido allí!

—Hablando de viajes, ¿adónde se supone que vamos?

Habíamos llegado a su coche. Eudald activó el desbloqueo de puertas con un

satisfactorio «bip bip» y abrió la del conductor mientras me dirigía una sonrisa
traviesa.

—Es una sorpresa. Se me ha ocurrido una idea para resolver nuestro problema
con

la carta. Sube y no tardarás en averiguarlo.

Pegué mi cara a la ventanilla mientras reflexionaba sobre todo lo ocurrido


aquellos

últimos meses. Pensé en Constantin, que estaba encerrado en un hospital


psiquiátrico, si

bien esta vez en Barcelona. Al principio, pensé que Eudald se sentiría peor al
tenerle más

cerca, pero me reveló que se sentía más tranquilo sabiendo que estaba en su
misma ciudad,

pues así le tenía más controlado.

Desde que confesó a sus padres que lo sabía todo desde hacía años, su relación

había mejorado mucho. Me sentía orgullosa del valor que había mostrado y,
desde luego, su

sinceridad había sido premiada. Ahora podía hablar de cualquier cosa con ellos
y, por

primera vez, iban a pasar las Navidades en familia. Su padre había renunciado
incluso a sus

compromisos en la empresa, y me habían invitado a pasar la Nochebuena en su


casa.
Perdida en mis cavilaciones, tardé un poco en darme cuenta de que nos
dirigíamos a

la montaña de Montjuïc. Cuando mi novio detuvo por fin el vehículo y nos


apeamos, el

huracanado viento nos trajo el aroma de la naturaleza. Estaba nublado y se


adivinaba la

proximidad de una tormenta en el cielo oscuro, surcado por bandadas de pájaros

enloquecidos. Decenas de gaviotas ondeaban en el viento, lanzando graznidos


estridentes

que sonaban como maullidos.

—¡La Font del Gat! —exclamé, girándome hacia Eudald.

Él me apartó un mechón de la frente con dulzura.

—Es mi rincón preferido de Barcelona... Siempre vengo aquí cuando necesito

pensar. Me parece que es el lugar perfecto para honrar la memoria de Bécquer.


¿Vamos?

Cogidos de la mano, iniciamos el ascenso por las escaleras que conducían a


aquel

secreto jardín. Pese al día sombrío, la belleza del paisaje me colmaba de una
inexplicable

paz interior. Era una maravilla encontrarse en plena naturaleza sin haber salido
de la

ciudad.

El nombre de la fuente se debía al surtidor en forma de gato, mi animal


preferido.

La frescura del agua se mezclaba con la riqueza de una vegetación frondosa,


pero no exenta
de elegancia, gracias a las escalinatas y los cuidados jardines distribuidos por el
entorno.

Cuando llegamos al punto más alto del jardín, yo estaba sin aliento. Nos
situamos

bajo la arcada de piedra tosca donde se hallaba la famosa fuente y supe que
había llegado el

momento.

Eudald se volvió hacia mí y me tendió la mano para que le diera la carta. Se la

entregué con inseguridad, como si estuviera a punto de sacrificar una parte de mi


alma.

—¿Estás preparada?

Asentí. Pese al miedo, mi corazón estaba en calma. Muy dentro de mí sabía que

estábamos tomando la decisión correcta.

Sin dudar, Eudald sacó una cajita de cerillas del bolsillo y prendió una. Alzó los

ojos al cielo, y me pregunté si estaría elevando una silenciosa plegaria.

—Va por ti, Gustavo.

Me besó con dulzura, como sellando un pacto. A continuación, con gesto sereno

pero decidido, acercó la temblorosa llama a las antiguas hojas, que prendieron
igual que la

leña seca. En solo unos instantes, las preciosas palabras de Bécquer ardieron
para siempre,

al tiempo que el papel se oscurecía y se doblaba sobre sí mismo. Espirales de


humo se

elevaron hacia el cielo plomizo, disolviendo el secreto del poeta igual que
nosotros
habíamos disuelto las Sombras.

La corriente se encargó de llevarse los restos carbonizados de las hojas, que


Eudald

soltó antes de quemarse los dedos. Me cubrí el rostro con las manos unos
instantes,

guardando silencio y respirando con lentitud en un intento de serenarme.

Cuando levanté la mirada, las cenizas volaban por el viento, confundiéndose con
el

color plateado de la atmósfera, el último recuerdo de lo que pudo haber sido y no


fue.

Las gaviotas siguieron revoloteando por el cielo cada vez más oscuro, mientras
yo

me decía que, igual que las oscuras golondrinas de la rima becqueriana, otras
aves

regresarían en días llenos de luz y calor, o bien en tardes lúgubres como aquella.
Pero sabía

muy bien que aquellas que habían sido testigo de nuestra ofrenda... esas no
volverían.

Como las Sombras de Bécquer.

Como los secretos jamás revelados de un joven sevillano, cuyo único error había

sido amar demasiado en un mundo imperfecto y cruel.

Una suave y fresca llovizna comenzaba a caer cuando me volví hacia Eudald.
Tras

un largo abrazo, iniciamos el descenso de la montaña, dejando atrás para siempre


una parte

inolvidable de nuestras vidas.

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