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ESTE DÍA TODOS LOS COLORES VIENEN DE LA NOCHE

Por Rael Salvador

El eclipse se da en Oaxaca y la oscuridad se ofrece al mundo: muere el pintor


Francisco Toledo. Este mañana, todos los colores vienen de la noche: un arco iris de barro
y maíz se extiende de lo popular, como nació, a lo excepcional, como murió.

Popular, porque su historia y leyenda gráfica siempre hablará de su incondicional


amor a México; excepcional, porque lo ancestral fue la barba de su pincel, esas mechas
que acompañaban la mano de fuego que evaporó todos los colores al sabor inigualable de
nuestra tierra.

La partida de un pintor es, sólo por un instante –milagroso momento sin tiempo–,
la negación de la luz: un intervalo detenido que se da a la tarea de tejer hilos arborescentes
para la posteridad. Un árbol relámpago, una metamorfosis de esencia y presencia, que
hace visible el fruto pictórico al momento de dejar caer, como embriones en llamas, las
semillas de los colores.

Apoderado de esas dimensiones, Toledo continuará siendo la brillantez de su obra:


un asunto de nuestras raíces. Esa conquista que bien la supo definir Octavio Paz: “La
máscara se volverá transparente y preciosa, no como el cristal de roca sino como el agua”,
ese conjeturar por los imaginarios dispersos de la historia precolombina, hasta arribar a
este presente moderno que tanto lo hostilizaba con su testarudez aterradora y superflua.

Es el momento de abordar su biografía –que no me interesa hacerlo, pues los medios


de comunicación, en este preciso minuto, se encargarán de provocarnos esa especie de
nausea maravillosa que tiñe de bendiciones los cadáveres–, sus espacios diversos, su
secuela de París… Pero de lo que hay que hablar es, sobre todo, de la escuela oaxaqueña
que unificó a diversas generaciones de artistas, en todos los órdenes y de todas las
disciplinas: calendario de vidas y tradiciones que, en este mismo instante, eleva la plástica
mexicana con la magia colorida de Oaxaca.

De Tamayo a la Generación de la Ruptura, de Rodolfo Morales a Sergio Hernández


o Luis Zárate, el maestro Toledo ha dejado ardiendo la víbora de las tradiciones, sin faltarle
el flamante torrente incendiario del florecimiento juvenil, horizonte donde sus cometas
seminales discurren –aquí lo observo tomar con su mano izquierda la piola como una línea
que unifica el ojo azul del cielo con la boca abierta de la tierra– con sus particulares
destilados inflamables…
Este día todos los colores vienen de la noche, atraviesan conejos, coyotes, tortugas,
chapulines, espinas, falos y vaya a saber usted qué más animalarios de fiesta y jolgorio,
para vestir de viento al niño de Guelatao, ese Juárez emblemático que es una
enternecedora caricia de Historia en sus creaciones febrilmente irónicas: juegos
interminables que van a dar a museos y galerías, a colecciones particulares y confluencias
universales, y que le obsequien a nuestro arte popular la categoría “Tierra Hechicera”.

Descanse en paz el maestro Francisco Toledo, el pintor que nos redescubrió la


mirada con una sonrisa y quien, con un puño de tierra y otro de cenizas, convirtió sus años
en un té de diamantes.

raelart@hotmail.com

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