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Lectura sumaria desde: Gianfranco Marrone, Introduzione alla semiotica del testo, Roma-Bari, Laterza,

2011, trad. Esp. de EDSON DAVID RODRÍGUEZ URIBE (BOGOTÀ), MIMEO.

Espacio y subjetividad

El tema del cuerpo no está vinculado solamente a la esfera, amplia y poliédrica, de la sensorialidad,
sino que involucra muchos otros fenómenos semióticos, entre los cuales de manera muy potente el sentido
del espacio. Punto de vista sobre el mundo y parte del mundo, pero también límite poroso dotado de un
interno y un externo que se redefinen sobre la base de las diversas experiencias polisensoriales, el cuerpo
tiene un nexo constitutivo con la espacialidad: que adquiere consistencia y sentido gracias a su co-locación
en un determinado lugar, en un espacio vivido, habitado, atravesado; y al mismo tiempo contribuye a dar
sentido a tales lugares, a construir de ellos la fisionomía y la significación. Entendidos semióticamente, el
espacio y el sujeto se construyen uno con respecto al otro, y el trámite gracias al cual sucede es el cuerpo
mismo, en su doble naturaleza de elemento situado en un espacio y de extensión espacial, contenido y
contenedor. Desde el punto de vista del análisis de la significación humana y social, el espacio es un sistema
y un proceso de significación, un conjunto estructurado de cosas y de vacíos que hablan los unos de los otros,
que hablan a la sociedad de la sociedad y de sus articulaciones, de sus instituciones y de sus mutaciones.
Como los lenguajes verbales son articulaciones de sonidos en presuposición recíproca con estructuras de
significado, la espacialidad es una serie de estructuraciones de extensiones (reales o metafóricas) en
presuposición recíproca con una serie de estructuras de significado, cultural e históricamente determinadas.
Así, no tiene razón de ser la tradicional oposición conceptual entre espacio objetivo y subjetivo, ni entre
espacio funcional y simbólico. Para la semiótica, espacialidad y subjetividad se constituyen recíprocamente.
A pacto de entender la espacialidad no como un ambiente físico o natural sino como un fenómeno
significante para el hombre, el espacio que las culturas humanas constituyen como propio instrumento para
significar el universo social, y que cada individuo encuentra como significante. Y a pacto de entender la
subjetividad no como la individualidad y la conciencia singular, sino como una cosa que al mismo tiempo es
pre- subjetiva (corpórea) e intersubjetiva (social), como una subjetividad que ya no está dada como tal, que
no es preconstituida, ni mucho menos estática, para lo cual la identidad se construye no mediante
imposiciones autoritarias sino a través de procesos que tienen que ver ya sea con la percepción y el cuerpo,
o ya sea con la esfera de la socialidad y de la cultura.

Así, la perspectiva semiótica, al ocuparse de lugares y ciudades, negocios y apartamentos, centros


comerciales y oficinas, difiriendo de la progresista, se identifica con la del fruidor, del cuerpo-sujeto que
recorre estos espacios, los sufre o los transforma, se instala en ellos o huye de allí. También porque, entre la
predeterminación proyectual de un lugar y su significado está en medio la reapropiación individual y colectiva
de aquel lugar, supuesta en discurso, el modo real en el que este es vivido, entendido, valorizado, dotado de
sentido. Como saben los urbanistas y arquitectos, decoradores y planificadores territoriales, geógrafos y
administradores, siempre que se trata de prever el destino social de un espacio, se trata de orientar el
comportamiento de las personas dentro de determinados ambientes más o menos bastos, más o menos
institucionales, tales personas –viviendo, encontrándose, persiguiendo objetivos comunes o entrando en
competencia entre ellos- resemantizan aquellos ambientes, los adaptan a sus propias exigencias, los re
funcionalizan a partir de sus acciones y sobre todo de sus pasiones.

Desarrollando este tipo de perspectiva teórica, la semiótica del espacio insiste sobre algunas
cuestiones vinculadas entre sí. La primera tiene que ver con la narratividad: el espacio significa en cuanto,

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articulándose, inscribe en su interior una serie de acciones de aquellos que lo viven y lo atraviesan. Esta serie
es narrativa: las acciones no están organizadas por casualidad, sino que son significativas ya que están
articuladas a la luz de programas más o menos complejos. Si los espacios son funcionales para alguien, no es
en sentido instrumental, sino porque estimulan (o impiden) determinadas formas de comportamiento: en la
forma de un apartamiento está inscrito el estilo de vida de quien lo habita; la articulación de una ciudad es
el espejo de las interrelaciones entre sujetos individuales y colectivos, institucionales o no que en ella se
encuentran. En este sentido, el texto urbano no debe ser entendido como un contenedor sino como una
serie de actantes que hacen o (hacen hacer) cosas o provocan pasiones a otros actantes, según relaciones
polémico-contractuales, reconducibles a los clásicos modelos de la gramática narrativa, además de a los
juegos estratégicos que se determinan dentro de cada circunstancia. Análisis del detalle de espacios urbanos
han utilizado el esquema narrativo canónico observando cómo, más allá de los lugares tradicionalmente
entendidos (edificios, días, andenes, bancas, etc.), se constituyen en las vivencias urbanas precisas porciones
de espacio de naturaleza actancial, vinculadas a veces a las maniobras de manipulación (lugares de encuentro
en los cuales llegar a acuerdos para la velada), o a veces a la adquisición de la competencia (lugares para
estar , por ejemplo para acceder a sucesivos pasatiempos), a veces a la realización de un performance
(entretenimiento o diversión, retos entre grupos, ‘reuniones’ nocturnas), a veces a la puesta en marcha de
una sanción (ya sea negativa o positiva). Análogamente podemos razonar con el recorrido pasional canónico,
que sólo puede sobreponerse parcialmente al esquema narrativo, que desencuaderna los lugares de la
constitución (donde surge el afecto sin nombre: ensanchamientos, explanadas, horizontes exterminados) y
de la patemización (donde la pasión da vía libre a las acciones: aceleraciones e impulsos) , de la emoción
(donde la pasión toma el cuerpo: grita, abrazos apasionados) y de la moralización (donde el todo se vuelve
vicio o virtud: conclusiones como castigos, aperturas eufóricas). Y así por el estilo.

Gracias a la teoría narrativa, sabemos que al programa de acción de una cierta subjetividad se opone
el programa de otra subjetividad. Si un determinado espacio parece como significativo es porque en éste se
inscribe una polémica narrativa, una serie de estrategias y tácticas intersubjetivas. Un obstáculo es un
impedimento para entrar, un acceso es una invitación para hacerlo. En cada espacio hay por lo menos dos
sujetos que entran en relación entre ellos, actantes dotados de modalidades del hacer o de resistencias a
este hacer. Fue demostrado, por ejemplo, cómo la forma de los escritorios de oficina favorece determinadas
relaciones prosémicas entre los sujetos que entran en relación entre ellos, a veces consolidando o a veces
desapareciendo las jerarquías entre dirigentes y personal. Hay escritorios para decisorios (los cuales
producen un efecto de espacio único y unidireccional que exige la participación de la dimensión cognitiva) y
para pilotos (para los cuales, el espacio es múltiple y multidireccionario, funcional a la dimensión pragmática);
hay escritorios que niegan la actividad práctica del dirigente (produciendo un espacio descentrado y
reorientado donde se desarrolla la reunión) y aquellos que niegan la actividad cognitiva (produciendo un
espacio bidireccional donde se interviene y se consulta). Y no se trata de behavorismo las relaciones
intersubjetivas no están inscritas en el espacio sólo en el sentido para el cual ciertos lugares provocan ciertos
comportamientos, sino en aquel para el cual, más profundamente, tales lugares hacen el papel de los sujetos,
asumen acciones humanas, se apropian de ellas. Las organizaciones espaciales son actores no humanos que
hacen un poco mejor aquello que podrían hacer los actores humanos: un ascensor o una escalera móvil suben
las escaleras por alguien; una puerta automática sustituye a un potero; una puerta abierta invita a entrar y
una puerta cerrada prohíbe el ingreso. Cuando entramos en contacto con una habitación caliente, no sólo
estamos viviendo la experiencia de un estado del mundo, dado que aquel estado se funda sobre una serie
de acciones, individuales y colectivas, que han permitido la calefacción del lugar. Para decirlo en términos
semióticos, cada lugar físico es un enunciado de estado que presupone por lo menos un enunciado del hacer:
y para reconstruir el sentido de aquel lugar, es necesario reconstruir la cadena de las presuposiciones, la serie

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de las representaciones, y reencontrar detrás de las cosas del mundo las operaciones humanas que las han
dotado de sentido.

Así, es posible distinguir entre sujetos enunciados en el espacio (para los cuales ciertas acciones y
ciertos programas son delegados en formas y sustancias espaciales, como en el caso del ascensor), sujetos
dados a lugar de enunciación (‘utilizadores modelo’ previstos por la articulación espacial), sujetos empíricos
que viven el espacio (adecuándose a los utilizadores modelo, aceptando la semántica del espacio en el que
se encuentran, o bien resemantizándolo. Los primeros son implícitos y físicos, frecuentemente más
eficientes. Los segundos son abstractos y están, de cualquier manera obligados por la situación. Los últimos
son concretos e imprevisibles. Pero más que la tipología en sí, lo importante es ver cómo se pasa en la práctica
de uno a otro de estos sujetos: no sólo observar que el modelo preconstituido y abstracto le influencia
concretamente a las personas, sino también cómo lo empírico influencia el modelo, resemantizando el
espacio (si pensamos en los aeropuertos o en las estaciones ferroviarias, donde el viajero/cliente, no solo va
a tomar el tren o el avión sino que usa estos lugares para encontrarse con alguien más, comer en un
restaurante, adquirir un libro). Un ejemplo de este género de fenómenos se evidencia de una manera en la
cual las articulaciones espaciales de los centros comerciales, de los hipermercados y de los supermercados,
predeterminan la tipología de sus clientes, configurando precisas formas de consumo, a veces atento y a
veces distraído, a veces funcional y a veces jocoso. Existe una suerte de presuposición recíproca –es decir,
una relación no causal, sino de significación- entre las formas de articulación del espacio
(continuo/discontinuo, no-continuo/no-discontinuo) y las formas de comportamiento de los consumidores.
Largos corredores, todos iguales y relativamente estrechos hacen que las personas con los carritos se
desplacen por trayectorias anónimas, una tras de la otra, esperando su turno frente a los estantes y tomando
los productos sólo cuando llegan frente a ellos (actuando como sonámbulos, clientes sin iniciativa propia). Al
contrario, espacios amplios y complejos, sin un orden inmediatamente perceptible, llevan a los consumidores
a crearse recorridos propios, reinventando el modo de hacer mercado, los productos a elegir, el sentido que
se debe dar a todo ello (comportándose como exploradores, personajes activos y conscientes de su propia
forma de operar). Análogamente, espacios no-discontinuos, llenos de fracturas, de límites, de saltos llevan a
las personas a preorganizar verdaderas secuencias de adquisición, seleccionando a priori hacia dónde
dirigirse y qué hacer exactamente (dando lugar a formas de profesionalización del shopping más que algo
creativo y abierto a la novedad). Finalmente, espacios no-continuos, abiertos y sin direcciones
preestablecidas, con múltiples entradas y tantas salidas, llevan al consumidor a relajarse casi hasta olvidar la
razón por la cual están allí; o mejor, hasta el punto de modificar la razón por la cual están allí: no hacer
mercado sino ir de paseo (como errantes que, sin un programa determinado, llegan a un lugar para luego
decidir qué hacer durante ese día). De aquí el cuadrado ( desde Floch, búsqueda sobre el metro de Paris):

De aquí se obtiene que la esfera de la afectividad y de las pasiones se incluya al interior de una
problemática de la espacialidad. El espacio significa, también, porque provoca pasiones, o es apasionado él

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mismo. Tiene pasiones propias en el lugar de los sujetos que lo habitan, sufre acciones y padece. Por ejemplo,
si aún querer ver del sujeto que vive un cierto lugar corresponde un querer no ser visto de aquel lugar, surge
una especie de voyerismo que provoca reacciones pasionales nombrables como desagrado, frustración o
similares. Una pared de vidrio, en este sentido, es una especie de ‘promesa’ arquitectónica, en cuanto
permite ver aquello que sólo en seguida, luego de superar el obstáculo será posible alcanzar físicamente. Y,
como todas las promesas, puede ser mantenida más o menos, dando lugar a una serie de acciones y pasiones,
a una serie de historias también muy complejas. De aquí la posibilidad de una semiótica de las vitrinas. Para
la ciencia de la significación, las vitrinas no son simples umbrales: son máquinas de producto subjetivo e
intersubjetiva, dispositivos de decoración urbana, procesos de seducción y de aliciente del consumidor. Con
la vitrina se muestra, se vuelve totalmente transparente, o se encierra en sí mismo. Se anticipa al exterior
todo aquello que se mostrará mejor en el interior, hasta se ponen en escena realidades simuladas, se ponen
en relación objetos más o menos incongruentes. Hay vitrinas discretas y vitrinas sin pudor, vitrinas reservadas
y vitrinas pornográficas. Con toda la serie respectiva de posibles reacciones del consumidor, de cualquier
manera inscritas en el dispositivo material y espacial de la transparencia: puedo aceptar la invitación a
observar y a entrar, pero también puedo rechazarla; puedo ojear el interior, puedo sentirme adentro, puedo
percibir una resistencia, incluso puedo reflejarme.

Recursos bibliográficos (italianos)

Sobre la espacialidad: La spazialità: valori: strutture, testi, a cargo de Sandra Cavicchioli, Versus
73/74, 1996; Manar Hammad, Leggere lo spazio, comprendere l’architettura, Roma, Meltemi 2003; Senso e
metropoli, a cargo de Gianfranco Marrone e Isabella Pezzini, Roma, Meltemi 2006; Linguaggi della città, a
cargo de Gianfranco Marrone e Isabella Pezzini, Roma Meltemi 2008; La città come testo, a cargo de Massimo
Leone, Lexia n.s. 1/2, 2009; Roma: luoghi del consumo, consumo dei luoghi, a cargo de Isabella Pezzini, Roma,
Nuova Cultura 2009; Palermo. Ipotesi di semiotica urbana, a cargo de Gianfranco Marrone, Roma, Carocci
2010; Il senso dei luoghi a cargo de Andrea Tramontana, Versus 109-111, 2009; Francesco Mazzucchelli,
Urbicidio, Bologna, Bononia University Press 2010; lsabella Pezzini, Semiotica dei nuovi musei Roma-Bari
Laterza 2011; Alice Giannitrapani, Semiotica dello spazio, Roma, Carocci, 2013; a cargo de Isabella Pezzini,
Roma in divenire tra identità e conflitti, Roma, Nuova Cultura, 2016; Ana Claudia Mei Alves de Oliveira, San
Paolo in divenire tra identità, conflitti e riscritture, Roma, Nuova Cultura, 2017.

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