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Estando aún el mundo joven, soñoliendo y en desorden vivió entre los Catíos una mujer de

esplendorosa belleza; hermosa sin par, benevolente y amorosa dedicó gran parte de su vida al enseñar a
su pueblo diversas formas y costumbres para un mejor vivir, esta mujer se llamaba Dabeiba.
Recuerda la leyenda que armada de su brillante inteligencia tomaba bejucos y hojas entre sus manos y
pacientemente las unía y tejía para crear increíbles artefactos como canastas, esteras y abanicos para
mantener vivo el fuego; desde lo alto de su consciencia observaba como su pueblo aprendía sus oficios
y con voz amorosa corregía sus errores.
Enseñó que mezclando barro y agua se podrían fabricar diversos utensilios como vasijas, platos y
jarrones y de ella aprendieron el oficio los antiguos alfareros.
Aquella hermosa mujer era hija del dios Karagalí, señor del cielo. Ella nunca cesaba de enseñar; mostró
a su pueblo el rojo achiote, el amarillo de la piña , el negro de la jagua y con ello enseñó al Catío cómo
escoger los colores para pintar su cuerpo. Enseñó cómo teñir los dientes con el tallo del Huito. Tomaba
las frutas y les imponía el sabor; así, le dió las acidez a las naranjas, el dulce fresas silvestres, la
simpleza al coco, el amargo al cacao y el agridulce al mamoncillo.
Así y como a todos algún día, el tiempo y los dioses toman su designo sobre las vidas, llamada por su
padre el viento se ve obligada a dejar a su pueblo, sin prisa pero sin pausa toma el camino del alma
errante, donde es menester seguir siempre en camino, incluso, cuando la tierra duerme. Cuando estuvo
segura que su amado pueblo conocía sus artes de tejer, de pintarse el cuerpo y de cultivar yuca y maíz y
después de mucho esfuerzo la labor de Dabeiba estaba finalizada.
Y así, cuando Karagalí vió que la obra de su hija estaba completa la llamó para que se reuniera con él
en el cielo su templo.
Al amanecer, un día cualquiera que se ha perdido en la memoria de su pueblo, Dabeiba caminó hasta la
cima del cerro León y, allí desde lo alto comenzó a elevarse lentamente sobre las quebradas, después
sobre la copa de los árboles, sobre la nubes hasta perderse en el cielo hogar de su padre. Cuenta la
leyenda que era temprano, de un día nublado, donde la neblina se levantaba sobre las quebradas y hacía
crepitar al trueno y descender la lluvia.
Para que su pueblo la recuerde y sean buenos, la diosa Dabeiba, ya desde el cielo, les envía truenos,
tormentas y terremotos. Su pueblo agradecido y temeroso la recuerda como la Diosa de las
tempestades.
Sin embargo, como todo, al arremeter el paso de las horas, de los días, del mismo tiempo, su pueblo
como casi todos los pueblos, como casi todos los tiempos, fue olvidando algunas enseñanza; sobre todo
la de ser buenos. Quizá fue el cansancio, quizá la misma paz de los cerros y sus aguas fue abatiendo el
espíritu de su gente. Así, poco a poco, su pueblo termino muchos años después, muchas lluvias después
odiando la madre a la hija, mintiendo el padre a la madre, dañando el hermano al hermano y todo el
hombre a la naturaleza.
Dicen que cada tiempo del hombre genera cambios importantes a la propia historia de la humanidad, al
menos eso se cree; que no habrá pueblo que no pueda mejorarse. Lo que no pesan en balanza es que
casi siempre los cambios permean de forma tal las costumbres que se tiende a olvidar las propias
costumbres buenas o malas. Esta es nuestra historia de siempre, nuestros pueblos cambian de cacique,
en nuestros pueblos como en nuestros pensamientos el poder migra y muta y en esta metamorfosis
quedan pensamientos, palabras y costumbres en la rivera, donde generalmente en el olvido
permanecen.
Quizá, en medio de la bulla, del progreso, del crecer y evolucionar nuestro pueblo va cambiando para
supuestamente medrar, como en aquellos tiempos los otros, los extraños, los foráneos llegaron a nuevas
tierras buscando mejorar, crecer, tener y extraer e imponer.
La moyoría dirá que nuestro pueblo mejora, paso a paso, avance tras avance, nuevos lenguajes en el
horizonte anuncian la llegada al son de cadenas y espadas, biblias y espejos y nuestros catíos sienten
que mejoran, ahora, en otros dioses creen, ahora ya no siembran; solo sirven, ahora ni oro ni plata
adornan sus templos, ahora son mejores. No pesa sobre ellos la pesada carga de la adulación, ahora los
extraños dejan pesado libros, dialectos extraños a cambios de pesadas cargas de metales y piedras. Y
nuestro pueblo mejora, cambian una vez los caciques y otra vez vuelven a cambiar, incesantemente
como sucede el día a la noche y el sol a la luna. Y así en una eterna danza los catíos ven con desde sus
montañas los extraños mejoran sus bosques quitando tantos, quejando pocos, Así observan que el cerro
ya no es tan alto, ni tan verde. Cada vez mejores, ven que el jaguar ya no pasa sus ríos, sus ranas ya no
son venenosas porque ya no están. Así nuestro pueblo entre progreso y egoísmo, entre estupidez e
ignorancia voluntaria evoluciona inversamente de mariposa a crisálida, es el propio estado de limbo
emocional y existencial; donde no se reconoce si es catío, criollo, negro y así o asá. Olvidados del
entendimiento ancestral, nuestro pueblo tiempo a tiempo olvidando fue las enseñanzas, los vocablos, el
sonido de las aves fue cada vez mas difícil de escuchar, el caimán sin agua para humedecer la piel
quedó allí, congelado en su extenso desierto donde ya nunca llueve.
No todo es mejoría en la evolución, a veces surge la esperanza, el recuerdo, el anhelo, en ocasiones
salta a la luz la incómoda verdad, desnuda y rica en escándalo que llama al catío a reunirse con su
espíritu. A veces aunque no se quiera se tiene que escuchar el bramido incesante de la Diosa Dabeiba.

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