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Pares de opuestos
Ángel Rama, crítico literario y docente uruguayo, trabajó durante los últimos años de su
vida en un ensayo que, publicado post-mortem, es considerado una de las obras más
importantes sobre las funciones de los intelectuales en la configuración de las
ciudadanías latinoamericanas.1 En La ciudad letrada, Rama se propuso analizar cinco
momentos en los que un contingente (más amplio que el de los sectores literarios y
académicos, al incluir también a sacerdotes, escribas y abogados, entre otros) cultivó un
poder específico, el de “ejercer (interpretar) la palabra en un medio señalado por su
rechazo y su temor de la letra escrita y su desconocimiento de las fórmulas jurídicas”,
según la expresión de Monsiváis (2009: 6).
Rama definió una dinámica de las ciudades latinoamericanas, una dinámica que
era material y metafórica al mismo tiempo: la diglosia entre la ciudad real y la letrada,
entre la palabra escrita y la oralidad, entre el saber y el poder. El ensayo ha sido
caracterizado de muy diversos modos, pero en general se rescatan de él la confirmación
de una serie de opuestos tensionados que definen esa diglosia como letrado/iletrado,
urbano/rural, cultura escrita/cultura oral, y que establecen un vínculo necesario entre el
saber y el poder. También se ha rescatado el andamiaje metodológico y argumental de
un análisis que intentó problematizar las fronteras nacionales, y así abarcar una
1
Según los “Agradecimientos” que figuran en la publicación del ensayo en 1984, Rama había
presentado una primera versión de este texto en una conferencia que dictó en Harvard en 1980. Una
segunda versión fue presentada en el “VII Simposio sobre Urbanización en América, desde sus orígenes
hasta nuestros días”, organizado por el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de
Stanford, California, en 1982. Post-mortem se publicaron en 1984 y 1985 dos versiones (la de 1985
responde a la presentación en el coloquio en Stanford. Aquí no se realiza un trabajo comparativo entre
ambos textos, limitándonos a analizar la versión de 1984, reeditada en 1995.
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dimensión subcontinental2, lejos de los recortes “de campanario” o “provincianos”, que
Rama mencionó y que tanto despreciara (Rama, 1972).
Sin embargo, hay otro tópico que actúa especialmente en los últimos capítulos
del ensayo y que no ha sido relevado a la hora de analizar La ciudad letrada: el de
caudillos/doctores. Fue el historiador José Pivel Devoto, en la década del cuarenta,
quien usó e hizo de ese par explicativo –de larga trayectoria en América Latina- una
clave para develar las particularidades del Uruguay (Pivel Devoto, 1942). Este par de
opuestos tuvo singular fortaleza y repercusión puesto que se convirtió en un léxico
común para los intelectuales de ese país. Esa cuestión puede rastrearse aun hoy (por
ejemplo en De Armas y Garcé, 1997; Caetano y Garcé, 2002, y Rilla, 2008).
Al incorporar este par de opuestos al análisis de La ciudad letrada, me interesa
analizar al modo en que reverberó, en un texto de ansias latinoamericanistas, un tópico
que tenía de por sí un matiz particular, local, “uruguayo”. Mejor aún: montevideano. En
el ensayo de Rama, el par caudillos/doctores puede ser leído bajo la luz de las relaciones
entre cultura y política en los años sesenta y setenta, período en que la política fue
concebida como la condición sine qua non de la legitimidad de la actividad cultural. En
Uruguay ese tópico asumió una inflexión particular, en base a un léxico, una tradición y
una historia propia (además, podría vincularse con otro tópico como el de
“arraigo/evasión”). Bajo esta inflexión, la ciudad letrada de La ciudad letrada es
también Montevideo, ya que el texto pone en cuestión los logros modernizadores que
hacían del país una “excepción” en América Latina, y el peso que en esa modernización
y sus imágenes tuvo su ciudad capital, Montevideo.3
2
Entre otras de las críticas y reflexiones sobre el texto de Rama, importa tener en cuenta el
género del texto (el ensayo), con lo que esto conlleva en los análisis sobre la producción literaria en
América Latina, además de tratarse de un borrador inconcluso. También es posible valorar el ensayo en
tanto mojón fundamental en el análisis culturalista de las ciudades latinoamericanas. Incluso cabe
analizarlo como una de las reflexiones más intensas vinculadas a la oposición entre oralidad/escritura o
letrado/iletrado, o en base a la oposición cultura/política; o, por qué no, como uno de los estudios más
abarcativos sobre la interdependencia entre saber y poder en la formación de los planteles intelectuales
latinoamericanos. Sin desmedro de lo anterior, también es posible objetar un estudio que aborda una larga
duración y sólo promueve continuidades transhistóricas acerca de las dimensiones políticas y culturales
de todo un subcontinente. Para un panorama amplio de estas discusiones, AA.VV. (2006). También,
véase Moraña (1997) y Poblete (2002).
3
Beatriz Colombi (2006: 182) considera que Rama recorta su ciudad letrada bajo la órbita
mexicana: “México se convierte a lo largo del ensayo en caso testigo que permite transitar desde la
„ciudad ordenada‟ del primer capítulo hasta la „ciudad revolucionaria‟ del último (se recordará que el
libro abre con Technotitlán y cierra con Azuela)”.
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4
Esto es, signado por el legado de las reformas sociales y políticas llevadas a cabo por quien
fuera uno de los líderes del partido Colorado, José Batlle y Ordóñez, y que encabezara la primera
magistratura del país a comienzos de siglo XX.
5
Rama dirigió la sección “Literarias” del semanario Marcha entre 1959 y 1968. Fundado por el
abogado Carlos Quijano (1900-1984), el semanario fue uno de los principales focos culturales
montevideanos y, en gran medida, se ubicó como el faro intelectual de la “generación crítica”. Fue
también un órgano fundamental en la activación y difusión del latinoamericanismo y del antiimperialismo
de los años sesenta. Para un análisis exhaustivo de la parte “cultural” del semanario, ver Rocca (1993).
Para el vínculo cultura/política ver Gilman (1993 y 2002).
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diversos estudios sobre intelectuales uruguayos, no sólo publicados en el semanario6,
adelantaba lo que este libro vendría a recopilar.7
La generación crítica proponía una suerte de paraguas bajo el que se veían
agrupados hombres y mujeres nacidos aproximadamente entre 1920 y 1940, con un
rango de intervención pública -entre la publicación de obras, la creación y promoción de
editoriales y revistas, la formación docente y la dirección de instituciones, entre otras
prácticas- y que a mediados de los cincuenta comenzaron a tomar posesión de espacios
nuevos o hasta entonces en poder de otra generación (Rocca, 1993). La característica
sobresaliente era la crítica a todo el statu quo, por lo que en su libro Rama listó desde
narradores, poetas, dramaturgos y ensayistas hasta historiadores. La crítica, entonces,
iba desde la literatura hasta el sistema de partidos en Uruguay. Una generación se
encontraba “preparada”-a tono con el tiempo y las necesidades de la época- para el
análisis de la crisis:
Es que para mediados de los años cincuenta, todos los indicadores –desde el alza de
precios y la inflación hasta el descontento social- denunciaban que Uruguay no era ni
económicamente estable, ni institucionalmente confiable, ni tampoco socialmente
calmo. A la vez, el recambio de partidos en el poder (del partido Colorado al partido
Blanco, en una alianza con la Liga Federal de Acción Ruralista), luego de 93 años de
primacía del partido Colorado, suponía un contexto de crisis. Según fueran los analistas,
ese reemplazo era la respuesta a la crisis o era su clímax. El aumento de medidas
autoritarias y represivas a finales de los años sesenta (censura, encarcelamiento de
6
Ver Rama (1959, 1963a, 1963b, 1964, 1965a, 1965b, 1965c, 1965d, 1965e, 1969 y 1971).
7
Aunque no es objeto de este trabajo, vale la pena mencionar que La generación crítica podría
ser pensado como una repuesta al libro Literatura uruguaya de medio siglo del docente y crítico literario
Emir Rodríguez Monegal (quien también fue director de la sección “Literarias” de Marcha entre 1945 y
1958). Rama y Rodríguez Monegal tuvieron una relación estrecha para la polémica y el desacuerdo, si
bien ambos consideraban a su generación como “crítica” (Rodríguez Monegal eligió llamarla “del 45”), y
coincidían en la incorporación de la producción intelectual brasileña a sus proyectos de gestión cultural
(Rocca, 2006).
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militantes políticos y activistas culturales) y, al mismo tiempo, la emergencia de la
violencia política en parte de la población civil, terminó por confirmar todos los
temores, un año después de la edición de La generación crítica: la dictadura cívico-
militar que asoló a Uruguay emparentó tristemente al país con otros de la región, como
Brasil o Argentina.8
Vale la pena atender a la descripción que hace Rama acerca del lugar de los
intelectuales, o mejor aún, de la “función intelectual” y de los “sectores medios” en la
historia uruguaya, y de la función de la “generación crítica” ante la “crisis estructural”:
Con esta caracterización de una crisis y de un contingente de intelectuales que puede dar
cuenta de ella, e incluso proponer algún tipo de solución además de su diagnóstico,
Rama repetía un gesto, y también una creencia: la legitimidad de los intelectuales de su
“generación crítica” para estar a la altura de las circunstancias. Ese vínculo, que aparece
como necesario, a su vez permite pensar otro, pues diagnosticar una crisis es aquí
también definir quiénes son sus legítimos hermeneutas. 9
Al menos en 1972, los intelectuales aun detentaban esa legitimidad, quienes
además según Rama parecían extender en Uruguay su ámbito de acción al de la lucha
armada, tal como refiere para el caso de la guerrilla tupamara. Frente a la crisis, el caso
uruguayo seguía funcionando como lo había hecho hasta ese momento, como una suerte
de excepción frente a otras experiencias nacionales, donde las respuestas a las crisis
habían sido “espontáneas irrupciones populares”. El caso tupamaro también fue leído en
esos términos. Otro ensayista, Carlos Real de Azúa, había caracterizado la violencia
8
Teniendo en cuenta la serie de dictaduras argentinas (1930-1932, 1943-1946, 1955-1958, 1962-
1963, 1966-1973) y brasileñas (1937-1945; 1964-1985), Uruguay se recortaba como un país democrático
en la región. Para fines de los años setenta, los procesos dictatoriales habían unificado ferozmente el
Cono Sur.
9
Esa cuestión excede en mucho el caso nacional, pudiendo advertirse, por ejemplo, en diversos
momentos de crisis en Argentina. Al respecto ver Neiburg (1988), Plotkin (2005), Caravaca y Plotkin
(2007) y Plotkin y Visacovsky (2007), entre otros.
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tupamara como “violencia cortés”. Esa definición volvía el accionar guerrillero
excepcional y, en ese sentido, eminentemente uruguayo (Cardozo, 2008).
El pasaje de La generación crítica a La ciudad letrada coincide con el proceso en
el marco del cual las dictaduras del Cono Sur, el exilio y la cada vez más abandonada
perspectiva latinoamericanista enturbian lo que hasta ese momento parecían logros de la
“ciudad letrada”. Una imagen, elaborada por Rama a partir de una reunión sobre el
proyecto de la “Biblioteca Ayacucho” –de la que fue director-, describe bien el ánimo
de esa etapa en lo que respecta al latinoamericanismo: quienes habían sido
latinoamericanistas de la primera hora son vistos como “una partida de soldados
derrotados, viejos, perdidos de su propio ejército, fieles, constantes y ya extraviados,
que se van poniendo grises y blancos mientras rotan, incansables, por los mismos sitios,
repitiendo las mismas palabras” (Rama, 1974: 53-54).
Incomunicación latinoamericana, rotación y repetición de sitios y de palabras:
algo de todo ello debe haber pesado en la “gesta antiépica” que es La ciudad letrada
(Colombi, 2006). Pero en esa gesta existe otro matiz que permite comprender su
revalorización pesimista. Tal como aclara Adrián Gorelik, en la elaboración del texto
también debe haber pesado la pertenencia de Rama a “un contingente” circunscripto al
de los intelectuales uruguayos que reivindican “el suelo „bárbaro‟ sobre cuya represión
aquella cultura se habría edificado, en una crítica masiva a la modernidad y sus logros”
(Gorelik, 2006: 165).
Para Uruguay, esa “modernidad y sus logros” podría definirse como un primer
modelo de configuración nacional, que tuvo su bautismo a comienzos de siglo XX, en el
que se desplegaron y consensuaron diversos valores considerados como propiamente
uruguayos. Es decir, la creencia en una modernidad definida a partir de una
hiperintegración de la sociedad, de la primacía de lo público por sobre lo privado (en
base a una matriz democrático-pluralista de base estatista y partidocéntrica), de la
ciudad y del cosmopolitismo (eurocéntrico), de los procesos reformistas y del legalismo
(Caetano y Garcé, 2004: 368). A mediados de los años cincuenta era posible identificar
cuatro mitos ya consolidados, cuya raigambre los vinculaba con el batllismo: el mito de
la medianía, de la diferenciación, del consenso o la democracia, y de los “culturosos”
(entendiendo por tal una “cultura de masas ciudadanas”).10
10
Al respecto ver Rial (1986: 21-25).
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Bajo el prisma de esos mitos, Uruguay era un país con un alto grado de respeto
por las instituciones y el estado de derecho, ni europeo ni latinoamericano y con una alta
apreciación por la cultura (visible en el grado de educación de sus capas medias). En
definitiva, el legado del batllismo era un “estilo nacional hegemónico” (Finch, 2005:
157), que necesariamente debía negociar y disputar con fracciones de su mismo partido
y con otros partidos.
Es cierto que La ciudad letrada puede leerse como parte de esa reivindicación de “lo
bárbaro” a la que hace referencia Gorelik. En La generación crítica eso “bárbaro”
asume a veces el nombre de “popular”, en especial en la revalorización de un
“nacionalismo popular latinoamericano”, sin que allí haya cuestionamientos de peso
para con la ciudad letrada. Esa reivindicación de “lo bárbaro” puso en cuestión el
estado de “excepcionalidad” del país, identificado con los logros del batllismo, sin que
por ello necesariamente éste último fuese denigrado. Pero esa revalorización de “lo
bárbaro” también se extiende a un suelo mucho más amplio y más viejo que el de la
década del ochenta. Casi diría un suelo que está en el fundamento mismo de las
interpretaciones una y otra vez actualizadas sobre la manera en que el país fue
desarrollándose y ocupando un lugar en el mundo y, sobre todo, en el Cono Sur.
Tal como señalaba más arriba, “Caudillos/doctores” fue el modo en que Pivel
Devoto definió la corporización de los liderazgos rurales y urbanos durante el siglo XIX
en Uruguay,11 en el marco de su Historia de los partidos políticos en el Uruguay (texto
con el que inauguró una interpretación que aunaba historia partidaria e historia
nacional).12 El Partido Blanco13 y el Partido Colorado –los llamados “partidos
11
Juan Pivel Devoto (Paysandú, 1910-Montevideo, 1997) fue profesor, historiador, funcionario
público. Como político fue militante activo del Partido Nacional (uno de los partidos tradicionales del
Uruguay) y, en sus comienzos, se vinculó con fracciones herreristas, esto es, ligadas al líder del sector
hegemónico en ese partido, Luis Alberto de Herrera. Su producción historiográfica se liga con la “tesis
independentista clásica”, según el ensayista Carlos Real de Azúa (1991). A esa categoría responden
trabajos diversos que tienen en común la suposición de que la historia de Uruguay puede explicarse como
el resultado y afianzamiento de una nación ya prefigurada durante o antes de la revolución
independentista. Ver Iglesias (2011).
12
Para un análisis crítico del texto de Pivel Devoto, que cuestiona con rigor la continuidad de los
partidos tradicionales entre los siglos XIX y XX, y al mismo tiempo atiende al vínculo entre la filiación
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tradicionales”- terminaron por ser identificados como los que constituyeron el
fundamento mismo de la nación, entendiendo que lo eran así por continuar las guerras
civiles del siglo XIX en la institucionalización de los partidos políticos y sus acuerdos
en el siglo XX. Los partidos eran la nación porque representaban el consenso, la
coparticipación y, finalmente, daban ánimo al entramado que en el siglo XX había
hecho de Uruguay un país de alta participación ciudadana (Demasi, 2008).
En el tiempo del “Estado Oriental”, la Batalla de Carpintería, en 1836, fue
tomada como la fecha exacta de la creación de las divisas. El motivo de la batalla fue
que el caudillo Fructuoso Rivera se levantó contra el gobierno de Manuel Oribe, elegido
presidente un año antes por la Asamblea Legislativa. Oribe obligó a que sus seguidores
usaran un cintillo de color blanco que decía “Defensor de las Leyes”. Rivera hizo lo
propio con uno colorado. La victoria en la guerra iniciada entonces fue de este último, y
Oribe abandonó la presidencia. Sin embargo el gobernador de Buenos Aires, Juan
Manuel de Rosas, lo consideró el legítimo mandatario del Estado Oriental y lo apoyó en
su lucha contra Rivera. Tras varias peripecias que involucraron a distintos grupos de la
Confederación Argentina y a Francia, Oribe –al mando de un ejército blanco y rosista-
terminó derrotando en 1842 a Rivera, a quien sitió en Montevideo. Así, a partir de 1843
los Colorados estuvieron sitiados en la ciudad-puerto y reforzaron sus lazos con la
“civilización europea”, mientras que los blancos, instalados en el Cerrito (en las afueras
de la ciudad), se vincularon con ese ambiente rural al que le asignaron después un lugar
preponderante para el desarrollo del país. A la vez, los Colorados se definieron por el
particular anhelo de la ciudad cosmopolita, con la que hacían coincidir el desarrollo del
carácter uruguayo, mientras que los Blancos quedaron asociados con lo “criollo” y lo
“americano”.
Aunque el relato piveliano argumentaba una continuidad de consensos entre
opositores y partidos políticos, que fue construyéndose y afianzándose con el correr del
siglo XIX, también explicaba y elegía valorar con mayor fruición lo espontáneo,
natural, de la tierra, que se rige por la palabra dicha más que por la palabra escrita. Así,
cuando Pivel Devoto tenía que explicar cómo se instauró la constitución uruguaya de
1830, lo hizo dividiendo la Carta Magna en dos:
político-partidaria de Pivel Devoto y el tipo de interpretación realizada sobre el accionar de los caudillos
blancos, ver Demasi (2008).
13
Partido Blanco y Partido Nacional los uso aquí como sinónimos, si bien no son exactamente lo
mismo. Ver Demasi (2008).
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A partir de 1830 hubo dos Constituciones: una legal, a la que el pueblo prestó teórico
acatamiento y renovado homenaje porque era el documento solemne que había
ratificado nuestra independencia; y otra real, que se estructuró al margen de sus
artículos, impuesta por los hechos y las cosas, más fuertes y poderosas que el espíritu
del código. Y fueron precisamente las fuerzas políticas las que dieron vida a esa
constitución real mediante los hechos que originaron la existencia de los partidos, las
leyes que permitieron su desenvolvimiento y los pactos que aseguraron, más tarde, su
coexistencia, aún cuando todo ello ocurriera la margen de la legalidad (Pivel Devoto,
1942: Tomo I 33.
Los “doctores” eran la representación más cabal de la clase política que, en el siglo
XIX, tenía su lugar de residencia en las zonas urbanas. Para Pivel Devoto los caudillos
no necesitaban de la constitución escrita para habitar y ordenar la campaña, mientras
que los doctores concibieron la constitución como una fórmula abstracta de un vivir que
no habían experimentado y que, por ello mismo, terminó por ser falso, perdiendo por
ende su legitimidad. Es claro que la divisoria entre caudillos y doctores apuesta al
mismo tiempo a otra, que se define entre campaña y ciudad o que, más precisamente,
recuerda una divisoria fundante de la historia del país y de la historia de sus partidos
tradicionales: el enfrentamiento, en el marco de la “Guerra Grande”, entre el gobierno
de Montevideo y el gobierno del Cerrito (la campaña), representados respectivamente
por las divisas colorada y blanca.
Llama la atención la insistencia de Rama en señalar las dos ciudades, la real y la
letrada, y el modo en que esas dos ciudades se desarrollan a través del tiempo. En el
texto de Rama, el fin del siglo XIX trae aparejado una flexión de la relación real/letrado
que se acerca a la consideración piveliana de caudillos/doctores. En La ciudad letrada
esa última división terminará por superponerse con otra, que emparenta a los doctores
con las funciones intelectuales y a los caudillos con la política. Al menos así lo presenta
Rama cuando, en el apartado titulado “La ciudad modernizada”, menciona la crítica que
el educador uruguayo José Pedro Varela hizo tanto a caudillos como a doctores
“universitarios”:
José Pedro Varela comprueba que los doctores universitarios habían venido engranando
cómodamente en el poder de los caudillos y que „el espíritu universitario encuentra
aceptable ese orden de cosas, en el que reservándose grandes privilegios y
proporcionándose de triunfos y amor propio, que conceptúa grandes victorias, deja
entregado el resto de la sociedad al gobierno arbitrario‟ (Rama, 1984: 61).
14
Aquí apelo a una aclaración de Rocca (2006:143) respecto de cómo había afectado la
experiencia de la Revolución Cubana en Uruguay. Pero con un matiz: Rocca afirma que la ausencia de
referencias a esa experiencia hace pensar que las noticias sobre este proceso se difundieron “con vigor”
recién a partir de los años sesenta. Es más probable que lo que se difundiera con mayor vigor fuera la
consideración de que se asistía a una revolución que no sólo quería reponer la democracia en Cuba, sino
también transformar toda la estructura político-económica de la isla.
15
Otro ejemplo del posicionamiento de Real de Azúa al respecto puede verse en Real de Azúa
(1959a: 21-23).
16
El artículo está fechado en 1962.
17
En otro texto me detengo con más detalle en las variaciones sobre el arraigo y la evasión. Ver
Espeche (2011).
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sesenta y setenta, tendría peso sustantivo en muchos militantes e intelectuales de
izquierda del sub-continente: la de la revolución.
El recuento de las virtudes y las falencias del historiador, que a su vez atestiguan
tempranamente -y por comparación con las nuevas camadas de historiadores- los
intentos de profesionalización disciplinar (Zubillaga, 2002), estaban tramadas junto con
una recuperación del “nacionalismo” como preocupación por los problemas del país,
atendiendo a la tradicional división campo/ciudad, y centrándose en la importancia del
marco latinoamericano para comprender los alcances de la crisis estructural. Esto no
implica que Rama negara la potencia de la ciudad en la conformación de una cultura
latinoamericana, o que impugnara el cosmopolitismo, sino que revisaba críticamente ese
tópico (como también lo había hecho Benedetti, al afirmar que Uruguay necesitaba
latinoamericanizarse y que, para hacerlo, debía lograr que Montevideo mirase hacia la
campaña).18
18
Ver Benedetti (1963). La ciudad –como en muchísimos otros puntos del globo- fue objeto de
denigraciones y alabanzas varias. Para Juan Carlos Onetti –una de las principales figuras que prohijaron
la “generación crítica”, según Rama- , la ciudad debía ser el objeto principal de la literatura uruguaya; era
la verdad del país frente al artificio de una literatura rural que desconocía el campo, que lo falseaba. En
otros casos, la relación campo/ciudad sólo podía entenderse como una relación extractiva de la segunda
sobre el primero. Ver Jacob (1980).
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si se forjase de acuerdo a una “reconversión” de los intelectuales, ahora más
preocupados que la promoción “internacionalista” previa, por los problemas del país y
por la integración latinoamericana. Sin duda, gravitaba la dicotomía doctores/caudillos,
recortada sobre la oposición campo/ciudad, que también podía traducirse –de acuerdo a
las necesidades del momento- en el binarismo arraigo/evasión.
México y Uruguay
Al cerrar el anteúltimo capítulo de La ciudad letrada, Rama aclara que el análisis del
final se define en gran medida por el lugar que adoptaron los caudillos ante las
consecuencias de la modernización en América Latina, y entre ellas, no es menor el
“desarrollo de un amplio equipo intelectual”:
El capítulo que sigue, y con el que termina el ensayo, “La ciudad revolucionada”,
postula dos casos testigo. El de la Revolución Mexicana y el del Uruguay batllista, este
último también incorporado a la matriz revolucionaria, aunque haya sido un “cambio
social profundo” más que una “ruptura violenta” (Rama, 1984: 103). Es interesante esta
valoración de lo revolucionario que equipara dos procesos que muy difícilmente podrían
verse como comparables (el esquema con el cual se realiza esa comparación podría
aplicarse prácticamente a cualquier descripción del desarrollo de partidos de masas en
Occidente). De hecho, Rama los compara en función del modo en que los partidos
políticos “nuevos” incorporaron integrantes de las ascendentes clases medias,
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atendiendo a la ampliación de su base democrática y, sobre todo, a la colaboración entre
intelectuales y caudillos políticos.
Pareciera que el vínculo entre los intelectuales y el batllismo estuvo lejos de
plantearse como tenso. Mejor aún, fue el estado batllista el que promulgó el
afianzamiento de una educación extendida a los sectores medios y bajos; fue en el
marco de ese mismo estado que se promulgaron leyes que pusieron a Uruguay entre los
principales modelos de democracia liberal en la periferia del mundo; fue también bajo el
batllismo que varios intelectuales fungieron como parte de los cuadros burocrático-
administrativos o, en otros casos, como asesores, del gobierno. Y esto se cortó de cuajo
con el golpe en 1933 realizado por Gabriel Terra, del partido Colorado y electo
presidente del país en 1930. Así, el batllismo permite ilustrar algunas idas y vueltas de
una de las formas posibles del vínculo entre caudillos y doctores, y más aún: permite
captar el rearmado de los contingentes de intelectuales que implicó también una
modificación en el tipo y en el estilo del intelectual. Rama cita al crítico Alberto Zum
Felde para quien, entre otras cosas, en Uruguay había habido una modificación en el
modelo de intelectual, del tipo “doctor” (el abogado, “tipo por excelencia del intelectual
uruguayo, así en la política como en las letras”) al autodidacta, “con pocos o ningunos
cursos universitarios”. El “doctor” quedaba “sólo como tipo de intelectual político” y,
aún así -aclara Rama- no era que el intelectual “de café” fuera “irrealista, bohemio o
soñador, sino muy atento a las demandas del medio” (Rama, 1995: 120).
La diferencia en los ejemplos está en que los intelectuales mexicanos no
encontraron a “los caudillos civilistas que encabezaban a los sectores medios, sino los
caudillos militares salidos del estrato de la cultura popular”. Más allá de la verdad de
esta afirmación, la distinción de una cultura de “clases medias”, que hacia atrás se
recorta sobre los “caudillos civilistas”, vuelve sobre lo uruguayo: la excepcionalidad
perfilada sobre una pauta cultural que se repite. El ensayo de Rama termina
preguntándose cómo, desde la revolución mexicana en adelante -y especialmente en la
obra del escritor Mariano Azuela-, el imaginario popular será abastecido por un lugar
común, un paradigma: “el testimonio de Azuela es más crítico del intelectual que del
jefe revolucionario” (Rama, 1995: 124). En otras palabras, al mismo tiempo la
admiración por los intelectuales, que manejan la palabra y la escritura, y la desconfianza
en ese manejo, en el peso del “medio” –en el caso de México, la Revolución- para que
la palabra y la escritura sean honorables herramientas de la transformación
revolucionaria de lo social.
Mahile Alejandra, (comp.), Intelectuales y cultura en América Latina, Buenos Aires,
Katatay, (en prensa).
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Breve conclusión
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