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INESPERADA INÉS

Ella quiere que le cuente las cosas como pasan.


Capítulo 1: Quién sabe

Hoy hace seis meses que se murió la vieja y seguimos sin tener

noticias suyas. Los dos, el viejo y yo, andamos como bola sin

manija. ¿Quién se lo puede creer? El viejo sigue llorando. Todas

las noches, a las dos de la mañana se pone a llorar. Con las

mujeres no hay manera. Yo todas las noches sueño con ella. Es

cuando me despierto que me vienen las ganas de llorar.

Ahora vamos a cenar los dos solos y qué solos. Es un especialista

en tortillas el viejo, pobre. Ninguno sabe qué hacer. Se viene el

verano y nos iremos más solos que nunca a algún río a pescar. Es

que lo único que hicimos en toda la vida, sin la vieja, es pescar.

Y no siempre. Muchas veces venía ella también. Pero a veces no

venía. Podemos creer que es una de esas veces, así no estamos


tan solamente tristes como cuando hacemos cosas en las que ella

estaba siempre. Como la cena. Dos locos patéticos tratando de

tragar comida, llanto y encima hablando, no sea cosa que el otro

se ponga a llorar y, entonces, cagamos. Porque ¿quién podría

consolarnos? Seguiríamos llorando los dos todo el tiempo que

ella estuviera muerta. Timbre. A la hora exacta del alimento.

¿Quién podrá ser?

Ah, el tío, soy un pelotudo, quién iba a ser. Él sí que con las

mujeres va perdido. Nunca una, siempre dos o tres. Pero a veces

pone una cara de triste, de triste que parece que se le fuera a

romper. Suerte que vino así le digo al viejo de la compu. ¿Le

parecerá una animalada? A mí, no. Voy a hacer backup de todo y

lo guardo en un pendrive en la biblioteca, bien etiquetado. Y en

el ordenador de ella... la Mamma. Qué idea, Dios. Pero quién

carajo puede saber qué nos pasa cuando nos morimos. La teoría

es simple: el universo es hardware y software. Todos los seres

vivos, todo lo que existe tiene hardware y software. En las

personas se ve bien claro. El autobús atropelló el hard de la vieja


pero no el soft. Imposible de atropello por definición. No es

material, no está sujeto a las leyes de la materia, por ejemplo, no

colisiona. ¿Qué pasaría si en el disco de la computadora de la

vieja, que guarda todo lo que ella escribió, o sea, algo del

software de la vieja anduvo por él, qué pasaría si allí yo creo una

realidad virtual con fotos de su vida, de sus cosas, de su gente, de

todo su mundo. Pero sin ninguna imagen de ella...? Si ella estuvo

ahí, si esa realidad fue con ella, ella volverá a ocupar su lugar. Lo

que fue no se puede cambiar. Ésa es la fuerza que invoco: la del

pasado irrevocable. ¿Cuánto tardará en aparecer? El método es

simple: agarro una foto en la que ella esté, la scanneo, borro a la

vieja y subo la foto. Así ir armando un montaje que recree el

mundo de la vieja pero sin ella. Un vacío en su lugar. Al

reproducir la realidad de su mundo, todos sus momentos con

todas las fotos y sin ella, estoy creando un espacio en el que su

software puede informar. Advendrá allí, donde ya estuvo y donde

es aberrante que ya no esté. Y desde ahí, nos podrá hablar, la

podremos ver, los tres juntos analizaremos las condiciones de su


existencia y sólo nos restará encontrar algún ingeniero genio que

construya un hardware para ese software restallante de vida

capaz de cabalgar la muerte y azuzarla hasta el destino preciso de

mi computadora nido. Ay, mamá, la vida me has prestado y tengo

que devolvértela. Tranquila, el círculo es la única profecía que no

puede dejar de cumplirse porque es legítimamente humana. No

hay astro que lo dibuje en su órbita, sólo los hombres.

Escuchame, es simple. ¿Te acordás de los jueguitos de Nintendo

que combatías implacable? Tu celo materno los equiparaba a la

desnutrición, la meningitis o a algo peor... Aún así mi infancia

feliz penetró los misterios de la construcción de los mundos. Tu

literatura, la arquitectura del viejo y la genialidad del Nintendo,

me dieron la posibilidad de la demiurgia. Te voy a hacer un

mundo para vos, mamá. Una especie de video juego en la que

seas la protagonista ausente. Los escenarios serán tus fotos pero

sin vos. En cada pantalla brillarás por tu ausencia y justo ahí, en

esos vacíos aberrantes (porque son extraños a la naturaleza de lo

que fue la realidad en esos momentos), deberás advenir. Tarde o


temprano tendrás que aparecer. ¿Qué hará el viejo cuando te vea?

¿Se lo digo antes o le doy la sorpresa?

Ahí me llama a comer. No le voy a decir nada, le voy a decir que

quiero tu compu para agrandar la mía. ¿Acaso el tamaño no es

una problemática folklóricamente masculina?


Capítulo 2: Espárragos

Tres hombres sentados a la mesa redonda. Se come en la cocina,

que es cómoda y moderna. Hay una enorme fuente con

espárragos en el centro y todos se van sirviendo de a uno, lo

mojan en una o varias de las innumerables salseritas que hay

alrededor y lo saborean con elocuencia comentando sensaciones,

peripecias del trayecto del espárrago de la salsera a la boca,

asociaciones libres y teorías sobre tan gentil vegetal.

Adolescente Bruno usa jeans y el pelo un poco largo.

Amantísimo Martín, el padre, está en la edad plena que no

determinan los años. Aún cuando ríe, o precisamente cuando se

ríe, se le nota que está estragado. Ni la risa, ni la sonrisa alcanzan

sus ojos. Allí siempre hay una profundidad de agua. Hermano en


el alma Andrés, tío desde siempre de Bruno porque ya era

hermano de Martín en el Instituto, se les parece hasta

físicamente. Como la rara y santísima trinidad, así los tres son

uno en los espárragos y en esta noche de risas fuertes, de

hombres en duelo a muerte con la muerte de una mujer.

- Menos mal que no los hiciste tortilla, viejo –dice Bruno con

sincero reconocimiento.

- Iba a hacer y lo paré justo. 5 kilos traje, huevón, para comer así,

a puro sorbete – y Andrés se engulle un espárrago chorreante de

puta parió. Se transforma, vira al rojo fuego, con ojos

incandescentes mira a Bruno que se retuerce de risa y, en un

espasmo, alcanza el vaso y rocía con vino la llaga de su garganta.

Aliviado por la tregua líquida, pero con lágrimas todavía, les

pide que no sean cabrones, que se unan los tres en un bocado al

unísono de puta parió con espárrago – el vegetal como simple

soporte, una excusa, si querés, Martín, para la emoción bravía de

este picante incaico- un bocado cojonudo que nos haga mandar

el mundo a la puta que lo parió.


- Paso, compañero, prefiero la salsa tártara o el aceite con limón.

Pero no te privés, unite vos en otro bocado de esos y no te

olvidés que la emoción es doble: al entrar y al salir. Por tu culo,

hermanito –brinda Martín con un trago de jugo.

- Vamos, Bruno, no lo dejemos volverse maricón. En esta mesa

somos tres hombres y no nos levantaremos hasta que quede bien

claro –confía Andrés.

Y, mientras le chupan el jugo a los espárragos, hablan de las

vacaciones que ya llegan. Quieren estar un mes solos,

acampando en un río. Comer lo que se pesca y a lo macho, a

restañarse las heridas entre los yuyos y bajo las estrellas.

- Estoy pensando en usar la computadora de mamá, viejo –dice

Bruno interrumpiendo la disquisición sobre carnadas. Hasta el

metabolismo se le interrumpe a Martín.

- ¿Qué, hijo?

- Quiero usar el disco de mamá en mi computadora.

- Buena idea –dice Andrés que siente que su razón fundamental

de ser es acompañar a Bruno y a Martín cuando se topan con la


falta sin fondo que a todos les hace Inés- así la tenés un poco

más grande, ¿no?

- Justamente en eso pensé –ataja solvente Bruno- Voy a hacer

backup de todo y lo guardamos en la biblioteca.

- No, no, backapeá todo y dámelo a mí –la ternura de Martín se

desparrama por la mesa y Andrés siente que el momento lo

convoca de pie.

- Todos a una –oficia, centrando el cáliz de puta parió litúrgico

en el justo medio de los vértices comensales-. Bruno, vos

preparás el espárrago de tu padre, dale con todo que necesita

algo fuerte. Yo preparo el tuyo, cabroncito que la quiere grande.

Vos prepará el mío, hermano, a por unas buenas hemorroides.

Los vasos llenos. Todos con el espárrago empuñado y... ¡A LA

PUTA QUE LO PARIÓ!


Capítulo 3: Al Lorca de la amistad

Dos hombres sentados a una botella que no termina de vaciarse.

Con toda su amistad a cuestas hablan para quererse, hablan

porque es lo único que se puede hacer cuando hasta el llanto está

quebrado. Se quieren y entonces se hablan.

- ¿Por qué decís que el picante es incaico si se lo comprás a una

boliviana?

- Porque la geografía es un sentimiento, Martín. El ají puta parió

es sustancialmente latinoamericano, como una gesta de

liberación regional. Su nacionalidad –mero accidente de

coordenadas- se define por el efecto del momento. Si sentís que

te descuartizan, es incaico; si te apunás, es bolita; si te da por


aullar ‘Viva Zapata’, es un mexicano de ley y si te creés

Jesucristo Superstar, es argentino. ¿Entendés? ¿Por qué no estás

yendo al analista, Martín?

- ¿Y por qué no vas vos?

Andrés se la toma literal y se pone a pensar. Fue tres veces hace

ya unos años porque algo que dijo Inés lo sacudió. Ellos le

contaban que habían conseguido un psicoanalista para Bruno y él

por bromear con ella tan fanática del psicoanálisis, les dijo que

dejaran a Bruno en paz y se psicoanalizaran ellos. “Andrés –

respondió ella con ese tonito de locutora sabia que hacía que el

cielo se volviera más azul- con la salud no hay por qué ser

egoísta. Podemos estar todos sanos y contentos.” Y entonces él le

pidió a Martín el teléfono de su psicoanalista y lo intentó.

- Porque lloro, Andrés. Me siento en el diván y lloro. No hay

nada para decir. Pero quedamos en que después de las vacaciones

volvía.

- Pactemos, hermano –sugiere Andrés con el ánimo de pie.

Martín lo mira casi sonriente. Siempre se conmovió y se rió con


la sensibilidad solemne de Andrés, hombre de pactos.

- Andrés, de los Altos Pactos –brinda Martín enturbiado de Inés y

de alcohol.

- Me vengo a vivir aquí hasta que nos vayamos al río. Y yo que

te llevé al río creyendo que eras mozuelo –reprocha

inesperadamente a todo lo largo de su brazo y de su índice

Andrés. - A la vuelta, yo me vuelvo a mi casa y vos volvés al

analista.

- ¿Y Sonia? ¿Y Ana? ¿Y Estela? – Martín saborea esos nombres

que de puro femeninos la nombran más allá de las letras.

- Son minas fieles que no alborotan por la ausencia del varón –

gallardo entre gallos, Andresito– Puedo poner toda la ropa de

Inés en cajas y guardarlas en la baulera. Lo mismo con los

cajones. Todo bien etiquetado para cuando vos lo quieras.

Pero no sirve de nada el sin transición aparente, Amantísimo

martín transita de cabeza a la falta sin fondo

- Yo lo quiero ahora –entre todos, inconsolable. -Hacelo- dice y

ahí nomás se pone a llorar.


Entre llantos y medianoche trasiegan el funeral. Cortan limones

amargos con las penas como dagas y los van tirando al alma

hasta que la vuelven blanca. Adelfas en el sueño. Para el olvido,

adelfas blancas.
Capítulo 4: Bruno contempla absorto un combate entre el

Amor y el Honor

Son las dos de la madrugada y el llanto del hombre que ama es

puntual. Tanto amor y no poder nada contra la muerte.

Pero Bruno no oye el llanto de los vivos. Escucha con sus ojos a

los muertos. Ha entrado a saco en la computadora de su madre y

anda errante, tropezando fuerte, pero todavía en pie, por esas

ignotas tierras maternas, no ya maternales. Bruno sin brújula por

tierras inhóspitas. Lógica y corazón aducen razones

inconciliables. ¿Iría su madre a escribir un libro? El archivo se

llama “Cartas fuera del tiempo” y contiene un nutrido

intercambio entre Flora y Mario. Qué nombres. Parecen joda.

Bruno se desnorta y lee a ver si endereza el rumbo.


Ahí martes, ¿aquí?

Querido Mario, tan lejos. A grandes males, grandes distancias


¿no? Hombre insondable como un designio divino, te propongo
algo simple. Claro como una lámpara: olvidar limpiamente. Tan
limpiamente olvidar que si algún recuerdo viene a enturbiar el
estanque, sepamos que es un sueño, una fantasía de casta
despiadada. Y tendrá su merecido de paria.
¿Acaso tu honor, honorable Mario, hubiera preferido que yo
profesara la fe de una castidad despiadada? ¿Cherchez la
femme, Mario, aún?
Flora

El mismo martes, bonita Flora. Como tu homónima felina tejes y


destejes razones. Bien se ve que el espíritu femenino se ceba con
el honor de los hombres. ¿Y tú me preguntas qué hubiera
preferido mi honor? Galatea salvaje, mi honor fue la alfombra
que le tendí a tus pasos para que te encaminaran a mis brazos.
Detesto ser oscuro con la que hace que el cielo se vuelva más
azul, pero ¿acaso no hemos perdido los dos en la misma batalla
eso que llamas honor? ¿No es el espanto tu razón más fuerte
para escribirme? De nosotros dos, tú lo lamentas más que yo.
Bástete esto último, femenina.
Mario
¿De qué hablan, adolescente Bruno, esos textos oscuros que tu

razón no ilumina? Una mezcla de honor y amor que no conduce

a ninguna parte. Pero algo en ti conoce a esos dos que se hablan.

Ya lo sabes, Bruno sin brújula y sin mapas, y en algún momento

también sabrás que lo sabes.

El silencio se ha posado insomne sobre la casa. Hermano en el

alma vela, Amantísimo martín descansa y el Adolescente lee para

saber lo que pasa.

Es jueves y no proso porque no sé si me quieres aún. Mario

Domingo.

Prosa, Mario, prosa. Con la amistad batiente que no traiciona tu


honor, ni pactos pre-existentes. Es simple, Mario. Cada cual es
el Director de la película de su vida. En el rodaje se filman
múltiples escenas que luego el montador quita. Nuestro
encuentro es una de esas escenas que no integran el montaje
final. No están destinadas a los otros. Es un resto, Mario, con
todo el valor de los restos. ¿Acaso los sueños no se forman con
los restos del día? O acaso sea el sueño de una noche de verano,
un pequeño carnaval que basta con olvidar para que no nos
dañe.
Flora

Domingo, también. ¿El mismo?

Querida, a veces ves tan dolorosamente hondo como una Sibila.


Y, a la vez, tan mezquinamente cerca como una chismosa de
barrio. Un valioso resto que hay que olvidar, un pequeño
carnaval, dices. Dios se apiade de los hombres que aman. Son
sólo sueños de alguna mujer.
Mario

¿Para qué fechas, si nunca serán las mismas?

Misógino Mario:

Los niños preguntaban a la Sibila de Cumas: “Sibila, ¿qué


quieres?” Y ella respondía: “Quiero morir”.
Tal vez, simplemente, no esté a tu alcance entender a las
mujeres.
Flora
Tampoco está al alcance de Bruno el epistolario, más reflexivo

que ardiente. Cierra el archivo porque se le cierran los ojos y se

duerme pensando en el misterio, nunca desvelado, de la gata

Flora: si se la meten, grita; si se la sacan, llora.


Capítulo 5: La penitencia de Andrés

La mañana luce. Esa frase apesta –descalifica Andrés que, en

momentos álgidos, es un buen poeta. Pero es una mañana pura de

sol y tan temprana que promete un génesis. Yo no comienzo y lo

que debo hacer es una continuación de su muerte – vuelve a

protestar, prefiriendo que el cielo se acomode a su tristeza y

llueva con desamparo y con ulular de cipreses que traen las

voces de los que murieron. Solo de Bruno y Martín, y agradecido

por eso, Andrés va a enfrentar la materialidad de Inés. Ese resto

imposible de su ropa, de lo que va a encontrar en sus cajones, de

lo que va a luchar para no espiar, para no violentar una intimidad

que Inés no está en condiciones de proteger, pero que le

pertenece por derecho de propiedad legítimo. Qué solos y


expuestos se quedan los muertos.

Pobre Andrés en su nobleza que, injustamente, presume innoble.

Cree que lo anima un deseo morboso de ser algo así como un

marido post mortem y en el recogimiento y en el solaz de una

pena mala (porque no quisiera que se le quitara) dar amorosa

sepultura a lo que todavía revolotea suelto de Inés. A todo lo que

ella, imposibilitada de equipaje, ha dejado sin orden en este

mundo.

Penetrante y penitente, Andrés salta enloquecido. Ahora sabe lo

que teme y se siente más culpable si cabe. ¿Y si Inés ha olvidado

algo que delate a Flora? El peligro lo dota de clarividencia y de

velocidad. Un galgo entra en el cuarto de Bruno y enciende la

computadora de Inés. Con el corazón abriéndose paso entre las

costillas, tal como la esperara en esas tres citas, otra trinidad

celeste y santísima, espera que la pantalla le dé paso a los

archivos que guarda. Ingenuo Andrés, todos los castillos de las

damas están defendidos por guardianes celosos. Un dragón

colosal, que luego se revelará invencible, pide entre lenguas de


fuego que chamuscan el cabello del caballero, el password que

haga descender el puente levadizo para cruzar el foso. Derrotado

mas no vencido escribe con pasión uno y mil nombres hasta el

“ábrete Sésamo” que no se abre. Mientras apaga su esperanza y

la computadora, ruega fervientemente al Dios de los Justos

(aunque Alá sea más sabio) que haya sido el ingenio femenino y

no el adolescente el que le haya vencido.

Desanda lo andado entre una habitación y la otra pero, aunque el

camino es el mismo, él vuelve más cargado de hombros y de

pesadumbre. Bien se conoce que el río nunca es el mismo. Y

ahora, Andrés, ¿harás al fin la tarea a la que te comprometió tu

Lealtad de hermano, tu Honor de tío o tu Amor constante más

allá de la muerte? ¿Guardarás atesorando los resabios de Inés?

Lealmente Andrés abre el armario, honorablemente descuelga un

vestido y amorosamente lo convierte en pañuelo, en dique que se

desmorona ante las aguas turbulentas del llanto que no cesa. Uno

a uno los vestidos, las faldas, las camisas se metamorfosean en

diques vencidos por la turbulencia y son dispuestos en amorosas


ondulaciones dentro de la caja final. Otra vez, tanto amor y no

poder nada contra la muerte.

Al fin apila las cajas en túmulo funerario y se recuesta entre

ellas, ruinas itálicas al bruto sol del mediodía. “Pero no me fui a

Italia, Inés –comienza en voz baja Andrés- Fui a Madrid y creí

que me volvía loco. Me costó un año empezar a vivir de nuevo.

Y un año después, cuando creí que estaba curado y hasta podía

pensar en volver unos días, a visitarlos, te me moriste como del

rayo, peor que la primera vez.

Y volví, sí, a cuidar por vos a tus hombres entrañables. Pero

ahora estoy más enfermo de amor que antes, querida, y ni

siquiera tengo el dudoso puerto de tu amistad. Yo me hubiera ido

a pique en él. Naufragar en tu puerto, mi amor, fue un sueño que

acaricié largamente. Había empezado a escribir una historia de

amor imposible que contaba cómo yo me imaginaba el futuro. La

eterna amistad de dos matrimonios donde uno de los hombres

está enamorado de la mujer del otro. Debo confesarte que nos

otorgaba la viudez, en la ancianidad extrema, eso sí... y la


historia terminaba en boda. Ahora tengo que escribir otra

historia, Inés, protagonista esquiva. Fue tan corto el amor y tan

imposible el olvido. Tres citas en un mes y volvió Martín y yo

huí sintiéndome un cerdo. Eso no quisiste perdonármelo nunca,

que me sintiera un cerdo por amarte. Lógica implacable, de la

femenina. Me consideraste un sacrílego por eso. Y yo que

llevaba a cuestas el sacrilegio a la fraternidad. Caín de los

Caínes, le falté a la mujer de mi hermano. Imperdonable, Inés,

por donde lo mires, por eso me fui. Nunca te conté el calvario de

esos días cuando Martín volvió hasta que me pude ir. Fue raro,

Inés. ¿Por qué si el viaje de Martín duró seis meses, sólo en los

últimos días nos juntamos? ¿Me quisiste, cómo? Yo estaba

enamorado como un colegial y te amaba hasta dolerme. Y

cuando me fui me escribías, imitándome el estilo, ampulosa y

socarrona, que nada tan simple como olvidar y eso me volvía

loco de dolor. ¿Fuiste cruel porque yo era cruel para vos al

avergonzarme de amarte? Oh, querida, si tan solo pudiera creer

que de alguna manera, en algún mundo posible, vos me amaste


también. Acaso fui a buscar también eso a tu computadora, algo

que me diga que, a tu manera o como puta sea, vos me amaste un

poco más que a un rollo de película que se desecha. Y, con tu

permiso, seguiré buscando.”

Justo a tiempo, Andrés. Bruno vuelve del colegio y espera un

almuerzo sincero que calme su hambre franca. Abandona tus

ruinas y sal a escena como chef camarada que cultiva su rosa

blanca.
Capítulo 6: Otro tramo, penitente

El joven que llega y el hombre que no sabe bien por dónde anda

se encuentran en la cocina, tierra de paz y prosperidad para todos

los habitantes de buena voluntad. Un saludo de rigor, más vale

austero, que no desemboca en el triple cha, cha, cha en que

palmas y rodillas se entrechocan musicalizando el momento.

Solamente un abrazo distraído que Bruno aprovecha para

anunciar con voz non sancta: No tengo hambre. Eso confunde

miserablemente a Andrés que, francamente, no sabe qué hacer

con su rosa blanca. Tan no sabe qué hacer que inmediatamente se

arroja a una febril cocción de spaghettis, con todo el puta parió

que quedó de anoche, Brunito. ¿Qué te ha pasado, pejerto,

algún profesor se te retobó?


- Sí, la de literatura – igual que si anunciara a Drácula, que traía

consigo la muerte... o algo peor. Bruno se distribuye efébico en

tres sillas y mira al hombre que no cesa entre lo culinario.

- Joder con tu psicoanálisis si te vas a llevar literatura –la voz

llega húmeda de atravesar el vapor de lo que hierve- Es muy

lineal sobrino, siendo tu vieja profesora de letras.

- Habiendo sido, Andrés, y podés ponerle todo el puta parió que

quieras.

- Por más que le ponga, es lineal y respetuosamente estúpido. Yo

te ayudo y la salvás.

- Ay, Andrés, ¿a quién vamos a salvar vos y yo?

A Martín piensa estúpidamente Andrés con todo respeto. Pero

hace un mutis digno llevando la fuente humeante a la mesa y

sirviendo los platos con estilo danzante, tal que es un ballet de

spaghettis lo que ofrece humildemente a Bruno y éste lo acepta

con la gracia de un cisne en ciernes del canto.

El adolescente come en silencio, sumido pero no sumiso. Y en el

entreacto que da paso al segundo pero no menos copioso plato de


pasta tan sutil, habla con la verdad de réplica imposible:

- Vos nunca te enamoraste en serio.

Andrés lo mira y dos charcos de culpa se empozan en su mirada.

- Tener dos o tres mujeres es igual que no tener ninguna –va

desbrozando Bruno ante el Atónito.

Pero la culpa interroga muda, sólo con los charcos, no la aserción

universal sino lo que significa en singular para Bruno que,

manejando los tiempos dramáticos, se ha concentrado en un

protocolar enrollado de spaghettis con tenedor y cuchara y en el

preciso instante anterior al bocado continúa:

- Los hombres de occidente sólo podemos suscribir el Pacto de

Amor con una sola mujer. Vos nunca te casaste. ¿Entendés?

Con los dientes apretados hasta juntar las encías, Andrés aúlla

que es el viudo más condenadamente triste de toda la historia.

Que su dolor, mudo por infame, lo atenaza hasta la extenuación.

Esa mujer, doblemente imposible, es su mujer. A tal punto suya,

que si hubiera sido nada más que ajena, él la hubiera esperado en

el último recodo de la vida, donde se zanjan los últimos deseos,


para acompañarla hasta la muerte, habiendo vivido, ay, unos días

en su amor. Pero ahora que el futuro pasó, la dejó

irremediablemente ajena. Ninguna vejez vendrá a reunirlos. Él es

viudo de esa vejez, de ese nunca. Está solo con su dolor

prohibido. Transido de Amor Infame.

- ¿Qué hacés con los dientes? –pregunta Bruno, asombrado del

rictus dental que ha cobrado de rehén a su tío.

- Los rechino para que no tengan tanto perejil como los tuyos.

Y en un paseíto corto, de burrito de plaza, se acerca a su sobrino

y lo abraza por la espalda.

- Eso es, limpiátelos con la lengüita y después mucho dentífrico.

“Frontera de los besos serán mañana, cuando en la dentadura

sientas un arma. Sientas un fuego correr dientes abajo,

buscando el centro.” –recita Andrés inundado del deseo de que

Bruno sea feliz con un amor de esos que buscan el centro –

Miguel Hernández, mi Bruto, ¿cuándo empezamos a estudiar?

- ¿Literatura? No me la llevo. El que la tiene clara sos vos,

¿sabés? Nunca una, siempre dos o tres –la hosquedad vuelve a


ganarlo y comienza a cargar el lavavajilla. Entonces, la oquedad

lo gana a Andrés que lo mira hacer y no se atreve. Hosco uno,

agujero el otro abandonan la tierra de la buena voluntad y la

concordia rumbo a los tumultuosos territorios en solitario.


Capítulo 7: Los tigres de la duda

Bruno no camina por su habitación como un tigre enjaulado.

Porque no se resigna. ¿Acaso hay algo más definitivamente

preso y resignado que un tigre que camina por su jaula? Libertad

a los tigres. Los tigres de Bruno andan sueltos, frenéticos,

mentales. A dentelladas con el hierro de los barrotes. Cartas

fuera del tiempo, ¿era romántica o pelotuda mi vieja? ¿Y si iba a

escribir un libro? Una epistolar. Ahora el pelotudo soy yo, me

parece. No me animé a decírselo a Andrés, él también la idealiza.

Y yo, cómo puedo estar seguro, ¿iba a escribir un libro o no?

Mientras la pregunta alcanza la dimensión del to be or not to be,

Bruno guarda las Cartas fuera del tiempo en un pendrive y borra

cuidadosamente el archivo de la computadora materna. Ahora


sólo él tiene el microfilm radiactivo y busca un escondite seguro.

Con mil ojos lo busca y con otros mil no lo encuentra.

Adolescente degusta la lección de un fruto amargo: no existe el

lugar seguro en el que estemos a salvo. Y como la paladea revisa

los policiales -sus maestros en doctrina. Ellos saben lo que

saben. Uno a uno, detectives, ¿dónde esconder esta infamia? Al

fin Dupin condesciende y le recuerda la carta robada: “Más de

una semejanza, macho” e incluye un espaldarazo que alivia el

sopor de Bruno y lo lanza al camuflado. Quita con maña de

artista una etiqueta ya usada y la pone en el pendrive infame, que

queda a salvo por disfrazado. Justo a tiempo, mozalbete. Andrés

entra primero y golpea después.

- ¿Qué hacés, Brunito? –dice porque qué va a decir y se sienta en

la cama a esperar la respuesta.

- Aquí, backapeando lo de mi vieja.

- Ah, ¿y pudiste abrirla así, sin password ni nada? –un hilo de

voz en el laberinto de la desesperación.

- Sí, no se me hizo la misteriosa. Igual tengo un programa que te


saca cualquier password.

Ya no hay hilo, el laberinto se multiplica. El autor de la

contraseña era Bruno. ¿Por qué lo hizo? Andrés se bifurca:

¿porque encontró algo o porque es su estilo? Elige la diestra para

no ir por siniestra y lanza con suave cuidado:

- Pero vos le ponés password hasta a la cafetera ...

- Sí, ¿te molesta? –devuelve Bruno con fuerza.

- No, nene, mientras no le pongas password a la mía –

humildísimo tiro que no alcanza a cruzar la red.

- Vos con tantas mujeres necesitarías un password en la picha –

un saque de jarana para no apichonar al contrincante y una bolea

a ver qué sale- ¿Vos cómo la conociste a mi vieja?

La bolea hace un hoyo hondo y la contienda se metamorfosea en

golf. Gentleman Andrés se acomoda con todas las almohadas y

almohadones en la espalda, se quita los zapatos, mira al hijo de

Inés que pregunta y deja que su mirada escape por la ventana

hasta dar con el tiempo preciso en la imprecisión del conocer.

- Último año de la secundaria. Se reunían los delegados de cada


colegio para crear la Federación de estudiantes secundarios. Tu

padre me llamó por teléfono a las dos de la mañana...

- ¿Dormías?

- No, contaba ovejitas, boludo. ¿Qué pasa?

- ¿Te cuento, Andrés? ¿Te cuento?

- No, no me cuentes, decime nomás. ¿Te nombraron presidente

que estás tan contento?

- No, presidente no hay, hay comisiones... Escuchame que te

cuento.

Y Andrés compañero se trepó sobre la almohada y se puso

varios almohadones a la espalda para no dormirse mientras

Martín contaba.

- Primero le escuché la voz. Es de película, Andrés. El

coordinador nombraba los institutos y cada delegado decía

‘presente’. Cuando terminó la lista, una voz, una voooz ...no

gritó pero se oyó en todos lados... dijo: ‘Falta el Normal 8,

compañero, yo soy su delegada’. Y ahí supe que seguiría al

Normal 8 a cualquier comisión que eligiera. Oí que eligió


Cultura y allá fui. Es delgada, unos ojos verdes y se ríe...

Macho, es la mujer que siempre soñé, la que sueño cuando

duermo, ¿entendés?

- Es delgada, unos ojos verdes y se ríe. Así era y así siguió

siendo tu vieja, y para tu padre siempre fue la mujer con la que

soñaba cuando dormía.

- ¿Sabías que iba a escribir un libro? –esgrimista joven no juega

golf y quiere dar una estocada final a la duda.

- No, no sabía. ¿Ella te contó?

- Algo, me dijo que tenía ganas –la punta del florete se te ha

quebrado entre los barrotes, muchachito. Entonces Bruno se

agranda, protege a ese hombre triste que se amuralla entre

almohadas y oye un clarín de lucha que se expande a lo largo y a

lo ancho de su alma.

- Bruno, hay cosas de tu mamá que no mueren con ella. –insiste

golfista, con los músculos bellamente dispuestos al arrebato-

Como la alegría, por ejemplo. Ella nos enseñó a ser alegres,

primero a tu viejo y a mí, y después a vos, compañerito. Ahora


somos los guardianes de su alegría –y, fiel a su talante, se pone

de pie y enarbola el palo de golf enjaezado con estandarte de

guardia- y vamos a defenderla hasta la misma muerte, nene. No

claudicaremos.

Bruno siente lo mismo que Martín ante los arrebatos solemnes de

Andrés y se conmueve y sabe que ha de ser -lo jura por siempre

y jamás- un guardián de esa alegría.

- La alegría también es un deber, Brunito – y le pega un abrazo

tan hondo esta vez, que de verdad se confunden en él y van a

parar a la cama al revés, el tío a upa del sobrino.

- Tranquilo, Andrés –palmea Bruno crecido en ese abrazo- será

con alegría. Y con qué alegría – sonríe avieso, por sobre el

hombro del que se acurruca en su pecho, acumulando muertes

atroces sobre un hombre llamado Mario.


Capítulo 8: Un hombre llamado Mario

Hombre raro. Si bien nacido de mujer, por el amor de una mujer,

no parido por ninguna. Sólo dos personas lo conocieron, entre

ellas una mujer, y una tercera lo vislumbró y juró hacer collares

con sus huesos.

- Era un infame –descerraja Andrés que fue el primero en

conocerlo- Tenía el alma encorvada y el espíritu torvo. Era un

transeúnte allí donde estuviera porque él y su infamia no cabían

en ningún lugar. De noche caminaba. Y aunque le amanecía a

kilómetros del punto de partida, vagabundeaba con los pasos del

enjaulado como si caminara las horas por el mismo lugar. Con

el alba se permitía un transporte que lo devolviera a su casa y se

acostaba tiritando en posición fetal esperando los calambres en


las pantorrillas para concentrarse en ese dolor muscular que lo

dejaba sin pensamiento durante un rato. Entonces se dormía y

soñaba. A media mañana se despertaba llorando y todo volvía a

empezar. Lo más idiota era que con la ducha y el primer café se

le nacía una esperanza y él la cobijaba tratando de no pensar en

qué podía consistir. Puro sentimiento que él dejaba crecer sin

ponerle idea que lo atormentara. Se imaginaba con ella en su

casa, con ella de viaje, en la calle, en el campo, con ella. Y

cuando la desdicha fue tan inmensa que los calambres ya no

eran un alivio y una noche –una sola- la pasó entera acurrucado

en el umbral de ella, el horror de sí y el temor al daño que podía

causarles a esos tres que amaba más que a nada en este mundo,

lo llevaron del otro lado del océano. Para que la distancia

protegiera a esos tres de la lepra veloz que lo estaba

carcomiendo.

La mujer que lo trajo al mundo al nombrarlo –como canta el

bolero: “el hombre no es hombre hasta que no oye su nombre en


boca de una mujer”- lo pinta con trazos mordaces y lo condena

alegremente, sin recuerdo ni alusión al bautismo de sus labios

por el que Mario vivía y al que no iba a renunciar mientras

viviera.

Querido Mario:

Hoy hace un año que te fuiste. Hace un año de todo, más o


menos. Y pensé en tenderte un puente. ¿Querrá tu amistad
cruzarlo alguna vez? Me releo y pienso que suena a “tenderte
una trampa”. Si es así, te ruego no pienses que soy una
tramposa sino una cazadora. ¿Está mal cazar al amigo, doctor
en moral?
Mi teoría es simple (ya no tiene que ver con restos ni con
películas desechadas, no te ofendas). Es un puente hecho de
perdón. Perdonémonos, Mario. El uno al otro y cada cual a sí. Si
después de todo es una culpa sólo nuestra ¿por qué no
perdonarnos y quedar en paz?
Te odio cuando pienso en la soberbia de tu culpa y de tu
arrepentimiento. Como si fueras un monje que hubiera roto su
voto de castidad. Eso es lo que sos. Un sacerdote de la religión
de la Moral (¿cuál?) que faltó al mandamiento de respetar a la
mujer-del-amigo. Un asco de culpa vanidosa, Mario, si pensás
que me condenás a ser sólo la mujer-de. Y no voy a citarte a
Freud al respecto. Sacerdote, en lugar de seguir de flagelo en
flagelo, te propongo un perdón, algo así como una piedad para
nuestro encuentro.
Porque mi ternura por vos es más grande que el rencor. Y me
gustaría que volvieras a nuestra casa y a nuestra vida y a
escribir esas historias tuyas y a reírnos de lo mucho que nos
gusta la literatura. Me gustaría que nos devolvieras a nuestro
amigo –el de mi marido y mío.
Padre Mario, Flora agoniza y no puede morir sin tu perdón. Por
eso, te pide con humildad penitente la extremaunción.

Flora, todavía. Hasta que le des la dulce muerte de tu perdón.

¡Oh, más dura que mármol a mis quejas y al encendido fuego en

que me quemo, más helada que nieve, Galatea!

Hacía tres meses que Flora no le escribía –rememora Andrés-. Y

Mario había comenzado un letargo suave, con cuatro horas por

la mañana como lector de originales en una editorial y por la


tarde hacía largos paseos buscando dónde sentarse a escribir su

historia de amor para que tuviera lugar en alguna parte. Se

había convertido en un hombre triste. Pero no por la infamia,

como creía ella. O, mejor dicho, no la infamia que creía ella.

Esa infamia –por la que ella lo acusaba de soberbio- la infamia

al amigo, al hermano había dejado de ser una cicatriz que le

cruzara la cara para anidar oculta en algún fondo de su alma y

desde allí –como toda traición- roerlo. Pero otra era su lepra –y

Andrés, el que está rememorando, llora ahora porque de la

verdadera infamia Inés no supo nada. Le causa una tristeza tan

triste que Inés nunca supiera que su infamia verdadera fue el

amor. - Mario vivía esperando, inventando, novelando, creyendo

en un nuevo encuentro. Había aprendido a pensarla sin el

marido. Amaba desesperadamente a la mujer que fue con él esas

tres veces Y ninguna infamia lo haría apartar el cáliz, bendito en

su ardor. La verdadera infamia no estaba en el pasado, era su

presente y su futuro de deseo por esa mujer prohibida. Amada

aún en la traición al hermano. ( Amor constante más allá de la


infamia, eso quería que supieras, Inés.)

El pedido de muerte de Flora fue un cross a la mandíbula. Lo

recibió a la mañana temprano. Porque antes de irse al trabajo,

al mediodía y cuando volvía a la noche, rendido de cansancio,

revisaba su correo electrónico, sabiendo sin decírselo que

esperaba mail de ella. Y después de tres meses de esperar

trinitario, mañana, tarde y noche, Flora quería morir, como la

Sibila de Cumas y quería que Mario muriera también y que

volviera Andrés –que en ese entonces estaba muerto, muertito y

sólo volvió a vivir cuando la muerte de Inés arrasó con todo y él

no iba a permitir que la tanta muerte arrasara también con Bruno

y Martín. Tanta muerte y no poder nada contra el amor.

Mario imprimió la solicitud de muerte para tener algo que

estrujar, que empapar, que agarrar con las manos que se le

acalambraban de ganas de Flora y fue a la editorial. Al

mediodía no fue a su casa y empezó a caminar. Llegó muy lejos.

Para la noche el papel era casi una tela. Caminó llanuras,

montañas, estepas, más enjaulado que nunca, sobre el


menguado espacio del papel. Se le hizo el alba en una estación

de trenes y, por primera vez desde el mediodía anterior, levantó

los ojos del papel y miró alrededor. Entonces supo lo que iba a

hacer. Con el mismo paso rápido con el que había trashumado

las horas, entró al bar y pidió un whisky doble, triple. Se sentó

al lado de una ventana para poder ver el cielo, que es uno para

todos. Y en amoroso ritual miró al cielo, miró el papel, rompió

con mucho método un pedacito y lo echó en el whisky. Volvió a

mirar al cielo, al papel y rompió metódico otro pedacito que

también ahogó en el whisky. En minuciosos trocitos el pedido de

muerte dulce de Flora se mezcló en la bebida dejándola espesa y

blancuzca. No sin mirar al cielo antes, se llevó el vaso a los

labios y brindando intensamente ‘Por las perlas de Cleopatra’

comenzó a trasegar el fluido hasta lo más recóndito de su alma.

Después siguió viviendo con su deseo descabellado a cuestas.

Y ella le volvió a escribir.


En fin, Mario, que me has reducido a silencio epistolar. Sé que
estás bien y que estás escribiendo una novela, debatiéndote
entre personajes imposibles, según me han dicho. ¿Por qué no
me escribís? Tengo una añoranza tan grande de los tiempos en
que éramos amigos. Me gustaría tanto que me contaras de vos,
de tus personajes imposibles, de las cosas que te pasan y cómo
te pasan. ¿Te acordás cómo charlábamos? Anoche hubo luna
llena y le pedí que me escribieras, es tu luna, también, ¿o no?
Bueno, la nostalgia me pone un poco boluda pero lo cierto es
que te quiero y te extraño y estaré esperando tus cartas hasta
que lleguen y me digan cómo son las cosas.
¿Flora, aún, Mario?

Ella al rescate era peligrosa. Tan pronto como su gesto de ternura

salvaba a Andrés, un upercat dejaba fuera de combate a Mario. Y

justamente dejarlo fuera de combate...o algo peor, era el destino

que la persona que lo había vislumbrado le tendía inexorable a

Mario.
Capítulo 9: Scire Nefas

Más inexorable de lo que el mismo Bruno podía imaginar. Se

había despedido suavemente de su tío y sin abandonar su presa,

llevándola entre los dientes, llegó a su cita semanal con el

psicoanálisis y habló y habló.

“¿Y de qué te sirve saber eso, Bruno?” –preguntó lleno de

aplomo el psicoanalista. Como lo que Bruno había contado

estaba lleno de plomo, no esperaba esa pregunta ni el a-plomo.

Le había dado todos los detalles de cómo descubrió que su madre

tenía un amante. Había informado, también, que albergó

transitoriamente su descubrimiento en un pendrive camuflado y a

la vista, este Poe era un genio. Y, aunque Bruno no condesciende

fácilmente a la angustia, la pregunta le resuena adentro, apenas


recortada ‘¿y de qué te sirve eso?’ Eso: el pendrive, legado

material; el saber, legado espiritual. Hardware y software, como

todo. ‘Scire nefas’ –susurró su madre desde algún rincón y Bruno

se rebeló contra el enigma de esa cita escuchado desde la

infancia. Saber es nefasto. Nefasto el software, nefasto el

hardware. Tal vez, lo más piadoso para el legado materno -el

material y el no- fuera tirarlo por el inodoro, un destino cloacal.

¿Podría Bruno albergar tanta piedad y ya no transitoriamente?

Eso se vería en su tránsito. Para saber si podía y quería tener

piedad con sus mayores, tendría que convertirse en uno. En un

hombre grande y piadoso a fuerza de saber que casi siempre

somos menos que nuestra reputación. Y, para eso debe abandonar

la adolescencia, abandonar la Verdad con mayúscula y la

convicción de que siempre se puede no hacer lo que no se quiere

hacer; abandonar Arcadia. ¿Y quién abandona la Arcadia, tierra

de felicidad primorosa y constante donde Virgilio descubrió la

tarde, sin resistirse? Es Su madre la que está en líos con un

amante. ¿Cómo puede ser tan aplomado con esa pregunta? O el


psiconalista no tenía huevos o no tenía madre. Probablemente

carecía de ambos porque siguió tan callado como si realmente

esperara la respuesta de Bruno. Que ya no se hizo esperar.

- Para cagarlo a patadas, ¿para qué si no?

- ¿A quién, Bruno, a quién querés cagar a patadas?

- Al tal Mario, claro.

- ¿Y qué te da ese derecho, Bruno? –más aplomado que nunca,

suave.

La pregunta es enorme y Bruno se la piensa con la mirada

contraída, hecho un puño. Vaga entre brumas de razones que se

deshacen al querer asirlas y llega a una que se demuestra más

consistente.

- Hay hombres que son legítimos y otros, ilegítimos en la vida de

una mujer.

- ...

- No es arbitrario lo que digo, la sociedad, las reglas sociales

dicen quiénes pertenecen a un bando y quiénes, al otro. Y

también es costumbre que los legítimos nos carguemos a los


ilegítimos. Simple, ¿verdad?

- Legítimos o ilegítimos se dice de los hijos, no de los hombres. –

aplomadísimo.

- ¿Y un amante qué clase de hombre es? –con plomo- Un

canalla, un cobarde, un clandestino, un castrado... Es una

cuestión de principios.

- Y al que abre la correspondencia ajena ¿cómo lo llamás?- será

aplomado el tipo.

- ¿Ajena? ¿Ajena? –ametrallea Bruno- Si se lo cuento a mi padre

vas a ver qué ajena es.

- Creo que en eso tenés razón. Si se lo contás a tu padre, vas a

ver que es algo que no tiene que ver con vos. Es ajena a vos. Por

eso la trataste igual que a la carta robada. En todo caso, este tal

Mario sería un rival de tu padre no tuyo.

- Si fuera una telenovela, pero como no lo es, es un tipo al que

voy a cagar a trompadas.

- ¿Así? ¿Sin las teorías simples que tanto te gustan?

- También es simple, le rompería el sueño a mi viejo si se lo


contara. Mi mamá es la mujer que mi papá soñaba cuando

dormía... – Bruno piensa con menos plomo- Tengo derecho a

defender el sueño de mi padre.

- ¿Te vas a convertir en un guardián, Bruno?

- Mirá, yo no lo elegí pero si lo tengo que hacer, lo voy a hacer.

Mi mamá siempre decía un verso en latín ‘Nescio, scire nefas’,

quiere decir ‘no sé, saber es nefasto’. Y me parece que por

primera vez lo entiendo: saber es nefasto. Porque ahora que lo

sé, el canalla y el cobarde sería yo si no lo cago a trompadas.

- Pero, Bruno, ¿qué es lo que sabés? ¿Y si iba a escribir un

libro?- con qué suavidad y qué inesperadamente soltó los tigres

esta vez. Les dejó el tiempo justo para que ocuparan todo el

espacio y saludó - ¿Nos vemos el martes?

Bruno salió a la calle y descargó todo el plomo de su furia sobre

los tigres de la duda, que cayeron sin ruido, como caen los tigres.

Y empezó a caminar despacio, con la mente agazapada, hacia el

Instituto donde su madre daba clases. Un tigre a la caza.


Capítulo 10: Todos los hombres son Mario hasta que no

demuestren lo contrario

Bruno camina con ritmo de tambores, selvático, mientras va

urdiendo su plan. ¿Cómo encontrar a Mario? That is the cuestion.

Echa mano al acervo cultural de los policiales y encuentra que

todos los hombres canallas tienen precio. Piensa que en este caso

eso no le aporta mucho pero, con un pequeño cambio, tal vez. Si

todos los canallas tienen precio habrá un cebo para cada uno.

¿Cuál será la carnada para Mario? A juzgar por las cartas es un

sentimental y, por las cartas también, parece que la quería. La

sombra de un plan empieza a perfilarse. Un documental, como el

que pensaba hacer en la computadora con las fotos, pero

diferente. Suerte que había arreglado la cámara de video. Tendría

que ver a todos los Mario que conoció mi vieja. Y justo ahí un
resplandor encegueció a Bruno, que estuvo a punto de ser

atropellado por una columna de la iluminación urbana. ¿Y si

Mario es un nombre falso como Flora? –abrazado a la columna

como si fuera un rencor. Tendrá que ver a todos los hombres que

conoció su madre, se llamen como se llamen y lograr que se

descubran. Un interrogatorio afilado y preciso, de cirugía, será el

arma. Abandona la columna y comienza a vertebrar su plan.

Cedan el paso, peatones, que hay un tigre entre vosotros más

feroz que Sandokán. Y en una esquina demorada por un

semáforo bermejo, el mismo tigre de la Malasia le ciñe el

turbante con broche de rubí en forma de serpiente –que lo

acompañara en más de un abordaje- y pende de la cintura de

Bruno su propia y segura cimitarra, ungiéndolo Tigre de

Mompracem. Al verdear el semáforo, Adolescente se despide del

malayo con un abrazo igualitario y, así figura rasada, al ras y al

raso, prosigue su ruta veloz que tiene por destino a un hombre

llamado Mario.

– A pisar terreno firme – se dice mientras atraviesa el portal


inmenso, dieciochesco, digno del prestigioso claustro en el que

su madre había disfrutado cátedra.

Techos que se empinan en alturas indiscutibles, ventanucos y

ventanales en rítmicas sucesiones, un tránsito de mármoles lo

deposita exacto en la puerta de la Secretaría. Gran consternación

en el, hasta ese instante, sosegado recinto de papeles timbrados.

Un coro de viejas voces femeninas se alza en salutaciones

almibaradas. “Bruno, Brunito, ¿cómo estás? ¿qué te trae por

acá?” Brunito danza en los brazos de todas y cada una de las

corifeas y, finalmente, entabla un vals con la que le interesa,

Irene de su confianza.

- ¿Cómo estás, nene? ¿Y tu papá?

- Bien, trabajando.

- ¿Se van de vacaciones?

- Sí, nos vamos con mi tío, de carpa y pesca.

- Eso está muy bien –asegura la secretaria-. ¿Y tus estudios?

- Bien, termino ahora.

- ¿Y qué vas a seguir? ¿Arquitectura como papá o literatura


como mamá? – Y tan pronto como lo dice se muerde la lengua de

puro arrepentida.

- No –sonríe Bruno que lo hace como nadie, directo al corazón. –

Voy a estudiar cine y para eso vine a verte. ¿Me vas a ayudar?

- Con toda mi alma, Brunito. ¿Qué necesitás? –feliz de reparar el

deslenguado.

- Tengo que hacer un cortometraje para el examen de ingreso –

Bruno usa toda la pausa en una mirada intensa a los ojos de

Irene, prometiéndole lo que vendrá- Y pensé hacer un

documental sobre mi vieja. Entrevistar a todos los que la

conocieron y que cada uno cuente algo sobre ella.

Irene se emociona más allá de las lágrimas, camino al patatús.

- Qué linda idea, hijito... -y, conmovida, no dice más.

- Para vos tengo unos primeros planos que ni Hollywood ¿o

querés salir montada en un caballo blanco que piafe como el del

Zorro?

- Hijo, qué loco –risa y llanto se disputan la supremacía en Irene.

- Bueno, además de estrella te nombro asistente de producción.


¿Te animás?

- Pero, si yo no sé nada, ¿qué tengo que hacer?

- Es simple, pero sólo vos lo podés hacer. Tenés que organizarme

el documental dentro del colegio. Hablar con los profesores y

contarles la idea, presentármelos y, si alguno no quiere, avisarme

para ver cómo lo convencemos.

- Por dios, hijo, ¿quién no va a querer? Vos dejame a mí que yo

hablo con todos. Es una idea maravillosa, digna de tu madre. –

Irene ya se ha puesto a la tarea- Voy a hacer así: hago una lista

con todos los profesores y arreglo un horario con cada uno.

¿Cuándo lo vas a hacer?

- Tendría que empezar mañana, Irene, porque en 15 días

empiezan las vacaciones y, a la vuelta, ya lo tengo que presentar.

Hacé la lista con todo el personal y si hay supervisores o

personas que, aunque no sean del colegio, hayan estado con mi

mamá, también. Tal vez conozcas algún profesor de otro

instituto, amigo de mi madre, y también me gustaría

entrevistarlo. ¿Vengo mañana a esta hora y me mostrás la larga y


bella lista que hiciste para mí? –cautiva Bruno y agrega –Ya

arreglá horarios, no olvides que el cine es así: contrarreloj. Yo a

partir de las 14 horas puedo estar acá con la cámara.

- Ay, Bruno, ya sos todo un Director. Para mañana te tengo la

lista y los horarios que pueda combinar.

Pero, luminoso Bruno cuando enfoca su objetivo es puntual y

dispara un flash:

- Procedamos con método, Irene. Primero voy a entrevistar a los

hombres y después a las mujeres. Es un recurso de estilo que me

va a facilitar el montaje.

- Ay, Brunito, lo dicho, hablás como un director y tenés caprichos

como ellos –se extasía Irene- A la orden, primero los hombres,

después las mujeres, al revés de los barcos.

- Gracias, Irene, sabía que podía contar con vos –Bruno la gana

en un abrazo con todo el cariño y el sabor del triunfo por la

conquista alcanzada. Ya lo ve a Mario retorciéndose guiñapo

frente a la cámara, fusil de mira telescópica más penetrante que

ninguno porque va a enfocar el alma, sucia de un canalla.


Y Bruno de la Malasia desanda los mármoles, los abovedados

inalcanzables y los vidriados dispares con pasos de jungla que

acompasa la cimitarra. Presto a cruzar de un salto el férreo

portalón que guarda la cultura, un tigre se insinúa en la floresta

de sus triunfos: ¿no sería lesbiana mi vieja y el tal Mario es una

mina? La cimitarra se alza en arco voltaico y al caer cae

cercenando: rueda a sus pies por el umbral marmóreo y claustral

la cabeza del felino dudoso.


Capítulo 11: Carmina Martín

Martín camina de regreso a su casa aquietando el corazón. Sóo,

potro, sóo. Todos los días camina vespertino las treinta calles que

hay del estudio a su casa. Necesita el tramo para acomodarse a la

idea de que vuelve a estar sin Inés. Hoy Bruno tiene análisis –se

dice acomodando el tranco para que el camino dure más ya que

el hijo va a llegar más tarde. Se decide por una trayectoria

zigzagueante porque él también toma sus maestros del cine y la

literatura y en este caso recuerda la lección del negro de

Amanece que no es poco: el zigzag es la distancia más larga entre

dos puntos. Y allá va, alargando la distancia, para darse tiempo al

duelo. Nomás comenzar el zigzag doliente y ya descalabra a una

vieja que se había refugiado, con bastón y todo, en una

trayectoria recta, conocedora de la seguridad de los procederes


rectos.

- Animal –apostilla la anciana, que ha caído en muy mala

posición –aún para una osamenta joven- angulándose la espalda

en el acutángulo de una vidriera, y todos los peatones de la

concurrida Avenida a esa hora pico profieren calurosas muestras

de acuerdo. Martín en un salto solícito tiende los brazos a su

víctima pero ésta, imposibilitada de todo movimiento que no sea

el de su enérgico brazo derecho, le impide acercarse a fuerza de

bastonazos y sigue con los gritos cada vez más estrangulados de

“Animal, animal”. La gente de la calle les ha formado corro y

todos corean en diferentes decibeles “animal, animal”. El cerco

humano crece y se espesa, y se extiende como un mantra

“animal, animal”. Pero Martín, desesperado por ayudar, no oye.

Ve que la clavícula de la anciana está a punto de adoptar un

ángulo fatal y quiere salvarla. Pero el bastón es innúmero y

ubicuo. Multiplicado por la certeza de la anciana de que la asiste

la razón y que ella obró con rectitud, golpea salvaje sobre sus

costillas, a lo largo de su frente, trasversal al cuello y


perpendicular en sus testículos. Ése fue agudísimo. Martín

retrocede en cuclillas y desde tan humilde posición escucha a la

turba: “ah, no, ayúdela” “cómo se atreve, no va a dejarla tirada”

“qué animal, la abandona” “si la abandona es delito, no sólo la

accidenta, también la abandona” “qué animal, qué animal” y, al

ir sucesivo a las filas posteriores, se convierte en mantra “animal,

animal”. Ahora Martín oye todo pero ha quedado más

imposibilitado de movimiento que la anciana que sostiene el

reducto invencible de su bastón. La turba no se despiada y ayuda

a Martín a cumplir con su deber. Ocho o diez manos hermanas

empujan suaves y determinadas la espalda de Martín al que

vuelven a colocar bajo el maléfico influjo del bastón. La vara

parece cobrar vida a la vista del malhechor y reanuda su descarga

eficaz hasta que otro puntiagudo certero se incrusta en la

fertilidad de Martín que cae hacia atrás, de cuclillas al cielo. Oh,

hermanos de la multitud siempre prestos lo alzan de tan

incómoda posición y lo devuelven al reducido campo de

influencia de los bastonazos pertinaces. Incapaz de elevarse


sobre su estatura y prestar socorro a la anciana, la mira desde la

precaria cuclilla a la altura exacta de los ojos enrejados de

bastonazos hasta que vuelve a quedar de rodillas al cielo. La

gente es piadosa y decide que al tercer knock out se dé por

finalizado el encuentro. Muchos son los que levantan a la

anciana, trofeo triunfante en el ring cívico. Unos pocos se

encargan de Martín, lo ponen de pie, le sacuden la ropa y, sobre

todo, le sacuden recomendaciones de que “otra vez, che, ayudá a

la viejita” “cómo se entiende, viejo, la atropellás y no sos capaz

de levantarla” “esas cosas no se hacen” y otras útiles enseñanzas

para el uso de la vía pública que corean la ahora doblemente

doliente caminata de Martín por esa misma vía pública que le

permite alejarse, por fin, del infausto cruce con la senectud.

Como en la huida el tiempo es veloz, adopta la recta que acorta

las distancias. Y, presto ma non troppo, va ralentando el pasar

hasta acomodarlo al ritmo de la resignación.

- ¿Resignarse será re-signarse? – Martín reflexiona para no

volver a flexionarse, esta vez a causa de un dolor más


incorpóreo, pero que se desparrama igual por todo el cuerpo.

Cambiar de signo, cambiar aquello que lo significa, que le da un

significado. – Eso sería cambiarte a vos, Inés de mi bautismo, de

tu nombrarme hombre. Lo siento, querida, no quiero. Prefiero

seguir siendo tu Martín con todo lo que eso significa y regalarte

todos los días la invención de una excusa para tu ausencia. Como

todas las flores que no tuve tiempo de darte, mi amor. O sea que

lo de resignarme o re-signarme, queda para otra oportunidad.

Inés, la idea de tu nunca puede volverme loco. Tiene garras

lacerantes hasta el desuello. Es una bestia inconmensurable, no

puedo con ella.

Martín siente que el aire se enfría en su cara y se da cuenta de

que comenzó a llorar. Busca los anteojos negros y protege su

duelo.

- Mi dulce, ¿qué podría hacer por vos? –la determinación de

Martín busca pasar a los hechos. Inés seguirá siendo su mujer y

él su Martín, así en la tierra como en el cielo. Y el cada día

mostrará que lo de ellos no fue hasta que la muerte los separe.-


Inés de las moradas altas, te construiré un refugio terreno. Los

planos de la Galería Comercial estarán inspirados en vos. La

Galería será tu morada terrestre: toda vos en sus curvas, a la

altura vertiginosa de tu estatura, tendrá pasadizos torneados y

caprichosos como tus venas, amor mío, tendrá escaleras como las

líneas que dibujaban los gestos de tus brazos, se angostará

asintótica al centro como tu cintura y confluirá como los ríos de

tus ingles hasta el mar abierto de tu sexo. Tendrá ventanas altas

para mirar al infinito y será tornasolada como tu piel al sol. Sus

puertas abrirán pasos como los de tus pies descalzos alejándose

en la arena. Impondrá un interior de trayectos sinuosos, como la

danza de tu alma ondulante. Recorrerla será navegarla. El suelo

estará surcado de cintas de plata que se deslicen a alta velocidad

como una canoa que atraviesa rápidos y las escaleras mecánicas

serán cataratas con el ascender y el descender abrupto de tu alma

inaudita. Y, como ella, tendrá parajes recónditos y, también como

ella, guardará algún claro inaccesible.

Martín se ha entusiasmado en su vislumbre preciso y concisa la


arquitectura inmensa de su amor. Por primera vez en los últimos

meses vuelve a sentir algo del empuje de la vida, guarda sus

anteojos negros y sonríe. Le sonríe a la Inés navegable del futuro

y a su musa de siempre. Inés de sus desvelos lo acompaña

presente.
Capítulo 12: Otra vez, espárragos

-Esta vez, en omelette, espomelette, expo-omelette –anuncia

literalmente Andrés, orgulloso de la geometría singular de cada

tortilla y de la plural de la torre que dispuso en fuentecita

plateada y plantada, para mejor fusión entiéndase planteada, con

lechugas.

-No haberte molestado, mi viejo –le espeta Cariñosamente bruno,

justo en el codo que articula el sostén de la torre de planteo

gastronómico que de Enhiesta pasa a Pisa ipso facto. “Pasa a

Pisa, Ipso.” –trabalengüea Andrés Literato.

-Así inclinada, es aún más bella, Andrés –suelta, casi extático,

martín Arquitectónico Soñador. -Y tengo algo que contarles... –

otra clase de anunciador Martín, menos publicitario, más


mensajero divino pero con igual entusiasmo. (Los buenos

anuncios siempre son exultantes –sépanlo, niéguenlo, utilícenlo,

anúncienlo, en fin... en todo caso pidan por el Nuncio que si no

está la Rosita el favor te lo hace él.)

Andrés y Bruno lo miran con tenedores cargados en trayectoria

bruscamente suspensa; un poco asustados, estúpidamente

asombrados, pareciera, de que Martín Eldesiempre, el Anterior a

la muerte súbita, aún viviera y estuviera tan fresquito y coleando

anunciándoles gratas nuevas.

-La Galería Comercial tendrá la forma de Mamá – y lo mira a

Bruno y todo Martín va en esa mirada camino a su hijo y en ella

y con ella lo abraza y le acaricia hasta el alma.

Bruno, con total despreocupación por el timing emotivo, había

cometido el error de completar la trayectoria del tenedor, que

justo en ese momento abandonaba su boca dejándola rebosante

de espárragos, huevos, ajo y cebolla con sus jugos

concomitantes. En tales apremios y necesidades se ocupaba

cuando fue alcanzado en pleno plexo por el cinturón negro de la


emoción paterna. Andrés, piadoso y siempre atento, extendió

rápidamente un manto sobre la mesa del banquete protegiéndolo

de la metralla que surgía imparable de la boca de Bruno.

Pasados los primeros auxilios se retira el manto y se vuelve a

disfrutar de altar tan bien provisto. A poco de recomenzar el

sustento, Martín insiste como si lo dijera en serio: “Se me

ocurrió mientras caminaba, venía hablando con Mamá... Hace

un silencio que Andrés aprovecha: “siempre la nombra así si

está Bruno presente. Yo creo que es parte de ese infinito respeto

de padre que le profesa, como una cortesía exquisita que,

cuando está el hijo, antepone la madre aunque él clame por su

esposa”- y piensa, presto a conmoverse con esos dos hombres.

-¿Por qué no hablar con los muertos? –continúa Martín, que se

hace responsable de sus palabras, que, después de todo Bruno

está ahí escuchando y hay que explicarse -¿Sólo porque están

muertos y no nos van a responder? Cómo saber si oyéndoles de

nuevo lo que una vez nos dijeron no les entenderemos mejor y

qué mejor respuesta. Y, en todo caso, que no hable ella, si ella


murió (sí, claro, la voz se quiebra. Tres palabras de una hipótesis

terrible que de tan terrible no puede llegar a tesis). Pero yo tengo

muchas cosas para decirle (la voz se repone, se alza, se

despliega en el vuelo) y se las voy a decir. Porque no estoy

muerto y si me las callara y no se las dijera, me daría miedo de

estar más muerto que vivo. Además, ¿no dicen que seguimos

viviendo mientras viva alguien que nos recuerde? Y bien, yo voy

a construir mi recuerdo, privilegio de arquitecto –culmina

modestamente Martín y caballerosamente los caballeros le

perdonan el alarde de privilegios porque acaba de descender a

los infiernos de la hipótesis y de allí se vuelve ulcerado y hay

que saber restañarse para curar.

-Sí –insiste, existe Martín en su proyección de vida o debida- La

galería comercial tendrá forma de mujer. Lo que –ahora

doctoral, tono de conferencia- si os fijáis un poco, no desmerece

un ápice su espíritu. Antes bien, lo confirma. El 80 por ciento

del público de una galería comercial son mujeres. Justo es que

les dediquemos la arquitectura. Una mujer que se reclina


grácilmente al cielo entre grandes jardines. Como una griega

antigua que se dispusiera, por un momento, a reposar de su

divinidad.

La emoción del padre, sin el escollo de los espárragos en la

garganta, ha empezado, cual ariete, a golpear los cimientos del

edificio de Bruno. Siente que tanto amor no pueda nada contra la

muerte y cree que debe hacer algo para fisurar la muralla

amorosa antes de que su padre quede inexorablemente del otro

lado. Pero no sabe por dónde empezar la erosión. Su padre

describe los múltiples accesos que tendrá la Galería, como una

persona afable, de fácil acceso. Y Bruno cree avizorar una raja en

el muro.

-¿Crees que mamá era de fácil acceso, Padre? -Tal vez el tono

fue excesivo o fue excesivo el Padre final, lo cierto es que los

dos que oyeron la pregunta largaron una carcajada.

-Ya lo creo, querido- asegura el Padre- Siempre la acusaba de

accesibilidad. Hasta en la calle cuando nos preguntaban algo

siempre se dirigían a ella. Y yo se lo reprochaba con una frase


que había leído: ‘las personas felices nunca son fácilmente

accesibles’. Y ella me acusaba de pusilánime, que creía que mi

felicidad se iba a vulnerar por contestar pregunta más o menos.

Y aunque la oigo cómo me lo dice, todavía no consigo entender

nada nuevo, es una charla pendiente...

Mientras Martín se adentra en la forma posible de dialogar con

los muertos, en Bruno se ha abierto una luz. Que la madre no

haya sido feliz había sido, hasta el momento, algo tan

impensable como que hubiera muerto. Y por esa rendija que

pudo abrir en las palabras del padre, empezó a pensar a su madre

como una mujer. ¿Cabe la posibilidad de que no haya sido feliz?

Bruno supone –y con razón, creo- que la infelicidad es una

condición notable, es decir, que se nota si alguien es infeliz. Y su

madre era una persona contenta. Como el negro contento de la

poesía que ella le recitaba y que tenía esos versos que a Bruno

colmaban de esperanzas: “...una sonrisa tuya me servirá de agua

para lavar la vida que casi no se puede lavar con otra cosa.” Sí,

su madre era una mujer feliz, más, era una negra contenta, de
alegría multiforme, incluida la bulliciosa. ¿Por qué, entonces, era

fácilmente accesible? Y plantea la enorme pregunta a esos

interlocutores que tan entusiasmados suben y bajan, recorren y se

asoman a la monumental representación de Inés en la Tierra.

Los interlocutores se miran y se ceden el paso como dos

automovilistas corteses en una encrucijada.

-¿Por qué, Andrés, si era feliz era de fácil acceso? -elige

ostensiblemente Bruno el blanco más sutil.

-Era una broma, hijo- se adelanta Martín con suma gentileza.

-Yo no creo que fuera fácil su acceso, hijo -no menos gentil,

aunque más afligido, el hermano Andrés.

“Tan enamorados uno como el otro”- se sorprende que piensa

Bruno y decide salvarlos al unísono, en un mismo gesto, en un

mismo relato del que primero hará depositario a Andrés.


Capítulo 13: El gran Kieslowsky

Bruno camina como un tigre enjaulado. Cómo decirles a esos dos

hombres que en la vida de Inés había otro hombre más. ¿Cómo

articular la infamia? Casi al hacer cumbre en el melodrama,

Bruno se desliza por las laderas de la razón y se le ocurre una

infamia todavía mayor: ¿podría su madre no haber sido feliz? ¿Y

si Mario la hacía feliz? Pero, entonces, ¿dónde queda el sagrado

matrimonio de dos que se aman? Tal vez la historia de Mario no

tenga que ver con nosotros, con papá, con Andrés, conmigo.

¿Será sólo de ella? Todos tenemos derechos a esos trozos de

tierra íntima, esos jardines no hollados, sólo transitados de vez

en vez por algún peregrino, de ésos que pasan por nuestra vida,

nos dan un poco de sal y de sol, pero no se mezclan con las otras

partes de la vida. No entran en la cotidianeidad, ni siquiera en la

legitimidad bien entendida que empieza por casa. Y también por

eso podemos quererlos, porque aceptan ser para nosotros sólo y a


escondidas. Nos entregan su honor tanto como nosotros les

entregamos el nuestro. Parcelas privadas, Prohibido el paso a

toda persona ajena. Te entiendo, mamá. Estuve a punto de

contarle a papá el video juego que quería hacer con tus fotos. No

sólo te íbamos a hablar, también ibas a poder contestarnos.

Hablar con los muertos. Cómo no se va a poder. Cómo no vas a

poder vos, mamá, azular y planchar todos los caos. Como la

andina y dulce Rita de junco y capulí. Pero algo se creció en mí

cuando vi esas cartas. Mario y Flora, dos pícaros, ¿no? Me crecí

en ese momento, madre. Y en lugar de hacer un video juego que

te hiciera absurdamente presente, fui empujado a hacer un

documental. Creía que era nada más para conocer a Mario pero

ahora creo que también es para conocerte mejor. Igual que papá,

que habla con vos para entender mejor lo que una vez dijiste.

Madre, ¿y si le damos la oportunidad de crecerse a papá

también? Vos sabés de su tristeza tan triste que lo dobla viejo. ¿Y

si le cuento de Mario y Flora? No le hablaría, simplemente le

daría el pendrive indicándole de dónde procede.


Al llegar la reflexión a este punto, un interlocutor más material

se apersonó en tímidos y claros golpes en la puerta. A Bruno la

llamada lo sorprende en el extremo más distante al franco

acceso. Piensa que es su padre y, en valentía irrevocable, empuña

el pendrive temible y con él en alto zanja la diagonal hasta que

un manotazo eficaz picaportea un “abran cancha” en el

menguado estadio de su habitación y de su ánimo.

Andrés dio un paso atrás. La franca entrada abierta de tan

voluminosa manera no le da buena espina (nunca hay buena

espina, en el mejor de los casos lo que ocurre es que no te da

mala espina).

- Innegable, Andrés –saluda Bruno, con una cortesía extrema que

lo muestra en plena posesión de su adultez, abriendo paso a una

disposición anímica menos menguada ahora que el que entró fue

Andrés y no su Padre- ¿qué te trae al centro mismo del

combate?

Entretanto se sientan. Andrés en la cama, acomodando en el

mismo movimiento sedente las almohadas muelles del ring y


Bruno, mariscal flamante, en el sillón del escritorio desde el que

domina la atalaya –su computadora preñada de mundos sutiles,

ingrávidos y gentiles. Con un medio giro eficaz, el sillón lo

enfila en recta línea a la mirada nebulosa de Andrés que no

encuentra la salida de la ventana ahora que una noche sin luna,

negra como fauce lobuna, se cierne sobre estos tres, cuyos

caminos empiezan a anudarse, tal vez, inextricablemente.

- De combate venía a hablarte. Tenemos que hacer algo con tu

padre. No lo escuchaste cuando hablaba de la Galería

Comercial.

- Sí, dijo que iba a tener forma de mujer porque es un lugar para

mujeres. Caballeresco, me pareció –y Bruno expande el pecho e

insinúa una reverencia que concluye apenas empezada porque a

buen entendedor, poca gesticulación.

- Bruno, ese edificio así planteado es impracticable. Como los

ríos por los que no se puede navegar. Es inviable. Sus vías son

las venas de tu madre, sus rutas del alma, ninguna persona

podrá usar esas vías para transitar. Es intransitable. Piensa en


las ancianas, querido. Cuando traten de alcanzar la entrada de

una boutique al ritmo vertiginoso de la cinta transportadora que

fluye al ritmo de la sangre de tu mamá. Es un edificio imposible.

Una empresa imposible. Un edificio es, por definición, inmueble.

Y él quiere dotarlo de un movimiento que asemeje la vida. Puso

fuentes por doquier. Imposible no mojarse si pretendés ir a la

disquería. Quiere que el infeliz que lo intransite tenga no sólo la

sensación sino la seguridad de que está dentro de un organismo,

de algo vivo. Es poco práctico, impracticable, como te decía al

principio. Hazte cargo que las sencillas actividades de comprar

y vender pasarán a un segundísimo plano. A esa galería habrá

que ir a correr aventuras, más un parque de atracciones que un

centro comercial, mi viejo. Imaginate cómo llegarán los clientes

agotados, exhaustos, después de correr serios riesgos de

despeñarse... ¿Sabés que las escaleras mecánicas serán

abruptas como el relieve de los recuerdos de tu madre? Ha dicho

que quiere que aparezcan también esos ¿espacios? de tu madre

que él no conoció. No sé cómo lo hará, ¿abrirá cráteres


repentinos por donde se despatarrarán los visitantes incautos?

- Andrés, muchacho, -Bruno, que sigue creciendo, está a punto

de alcanzar esa perspectiva que da la senectud cuando está en

plena forma- que me lo ponés servido. Me decís que mi padre

quiere construir también los espacios de mi madre que le fueron

vedados o velados. Y yo te pregunto, ¿creés que quiera

conocerlos también? Yo conozco uno de esos espacios, Andrés.

Y habiéndolo dicho tornó al reposo del cuerpo indolente,

reclinado, cruzando las piernas como si acabara de zanjar una

cuestión, pero, en realidad, abriéndola, ahora que acababa de

cruzar la zanja de la pregunta. Andrés se sumió pétreo. Se

convirtió en estatua de sal cuando la punta afilada de la pregunta

lo tocó deslumbrante.

- ¿Te acordás lo que escribiste sobre “Bleu”, la película de

Kieslowsky? –la estolidez del otro era tan perfecta que Bruno,

como si supiera, no esperó respuesta- La mujer en un accidente

de auto pierde a su marido y a su hijita. Ella cree que no va a

poder seguir viviendo. Y, efectivamente, durante mucho tiempo


parece que así es, que no va a poder. ¿Qué la salva? ¿Qué puede

salvar a alguien cuando se muere el amor de su vida? Vos

señalás que el amor de su vida puede significar también el amor

por su vida. Hay que romper esa imagen para salvarse. Romper

el espejo que te muestra tu vida con la cara del que murió.

Separar tu vida del muerto. ¿Y cómo se separa alguien de un

muerto? Por la traición. Porque una traición cometida por el

muerto venga de pedrada a dar en el espejo. Me gusta mucho tu

artículo... Papá lo hace al revés. No busca en la imagen de su

mujer la traición. Habla con ella para entenderla más, para

mejor disfrutar lo que ya fue, para tenerla viva. Y, así, cada vez

ella le gusta más. Es capaz de estar cada día más enamorado. Y

tampoco mamá está en condiciones de resistirse. No puede

hacer nada para que él no se subyugue cada vez más.

Subyugarse –Bruno aplomado sopesa el valor de sus propias

palabras y aprende a medida que se escucha- estar bajo el yugo,

no es buena cosa para el hombre, Andrés. ¿Vos qué creés? ¿Qué

creés que haría mamá si pudiera hacer algo? Yo me la imagino


alta y radiante –tan sabio se ha vuelto que puede ser cursi-

cortando limpiamente las correas que uncen a mi padre. Me la

imagino dándole la libertad con el gesto del amor puro. Sin las

partículas malolientes de la vida. El amor biselado a punta de

filo que corta limpiamente, sin sangre, tal vez un goteo pequeño

de herida reciente. La mujer de Bleu se salva cuando descubre

que su marido tenía un amante. Una pedrada en su espejo. Eso

la salvó, el espejo empezó a resquebrajarse y terminó en

fragmentos. Verdad que al intentar recogerlos para ver en ellos,

algunos aviesos le abrieron pequeñas heridas. Pero tuvieron el

efecto de las antiguas sangrías y por sus labios abiertos fluyeron

los malos humores hacia fuera del cuerpo permitiéndole

albergar otra vez la vida.

Bruno piensa que tendrá que sangrar a su padre y cree que es una

buena idea practicar con Andrés. Aunque cada uno sangre a su

manera, a Bruno le parece que es casi una necesidad empezar por

Andrés. Cuenta con él para cuando le llegue el turno a Martín. Se

decide por una incisión concisa (o con sisa, porque cortó


parabólico).

- ¿Te atrevés a conocer algo de mi madre? ¿ una historia íntima

y privada capaz de derrumbar la Galería Comercial? ¿un

espacio tan subterráneo y desconocido por mi padre que haría

implosionar su edificio monumento?

Andrés no vuelve a la vida, asolado, sangra salado, con lo que

arde la sal en las heridas. En piel viva escucha cómo las palabras

de Bruno granizan granos de sal sobre lo despellajado.

- Mi mamá tenía o tuvo un amante. Mario. Ella se llamaba

Flora. Para él. Fíjate, hasta se cambiaba de nombre para él.

Encontré sus cartas en la computadora. Se escribían raro, te

dijera a través de la literatura. Un lenguaje exclusivo. De amor

contenido. O del contenido del amor. Mi madre amaba a ese

hombre.

Andrés escucha que Inés lo amaba y pasa del salado al dulce, de

la inmovilidad a la motilidad (como una moto) emotiva y salta

impulsado por los muelles, ya resortes, de las almohadas hasta el

centro mismo del combate. Ahora sí, héroe de su griega,


dispuesto a matar y a morir.

- Bruno, no podés saber –lanza todavía atónito pero ya tónico.

- Eso mismo me dijo el psicoanalista pero no es cuestión de

dudas y certezas. Es una cuestión de deber, de lealtad. De lo que

debo hacer para ser leal. Y, a partir de ahora, Andrés, de lo que

debemos hacer para ser leales. Tenemos que hacerle una

sangría a Martín, vos y yo.

Y lo dijo así, con la calma de la convicción. Y lo nombró Martín

para que a Andrés le rebullera en las entrañas. Lo que ocurrió, en

efecto, y dio con el renacido combatiente, otra vez, contra las

almohadas.

- Hay que hablar con Martín, Andrés. Que conozca él también a

Mario y a Flora para que sepa de qué dimensiones eran los

espacios íntimos de Inés – sin duda hay que prescindir de los

parentescos a esta altura de los acontecimientos y nombrar a

cada cual por su nombre-. Para que pueda dibujar el plano de su

ignorancia. Tenemos una clave, Andrés, que descifra de otra

forma la historia de mi madre y con qué derecho la callaríamos,


sabiendo como sabemos, que puede ser la libertad de mi padre.

Si tuvieras que jurar lealtad a uno solo, a mi viejo o a mi vieja,

¿de qué lado te pondrías? Hay que elegir, como en el Martín

Pescador, una cintura a la que abrazarse para hacer fuerza,

¿qué cintura abrazarías?

Incauto Bruno, la última pregunta enciende a Andrés. ¿A qué

cintura se abrazaría él por toda la eternidad? A la misma por la

que se abrasaría en los mismos fuegos del infierno durante la

eternidad toda. Andrés se eleva fríamente flamígero.

- Bruno, yo guardé las cosas de tu madre sin mirarlas. Vacié sus

cajones y armarios con el mismo pudor que si ella viviera. Y, en

lo que a mí respecta, su intimidad sigue siendo de ella.

- Tal vez no tenías nada por descubrir en mi madre.

Andrés lo mira por primera vez de hombre a hombre.

- No creas eso, hijo. Hay ciertas cosas que me hubiera gustado

saber –y piensa que Bruno ha dicho que ella lo amaba.

- Decís que guardaste sus cosas con la misma pudicia que si ella

viviera –Bruno hace una pausa para que se instale Inés en la


escena y mira a Andrés hasta estar seguro de que él también la

ve- ¿Qué creés que haría ella si viviera? Antes no me

respondiste. ¿Dejaría a mi padre perdido en un laberinto que ni

siquiera tiene Minotauro? ¿O le arrojaría un hilo? ¿Acaso no la

ves más bella que Ariadna dispuesta a salvar a Teseo hasta las

últimas consecuencias?¿No creés que ella, hermosamente,

también le haría entrega de ese trozo de verdad a Martín para

que pueda romper el espejo que lo aprisiona?

Inés comienza a deslumbrar entre su amante y su hijo. A

deslumbrarlos también y Andrés quiere contemplarla en toda su

belleza. Ya sucumbe, ya se inclina aquiescente ante el esplendor

con que Bruno hizo aparecer a su madre, ya va a dar un sí

rotundo que arranque cualquier velo que cubra a la verdad y,

rendido ya, pide como se pide la extremaunción:

- Contame de Mario.

- Nada, sólo las cartas que ya te conté. Y una idea que tuve antes

de crecer. Cuando, como a vos ahora, me importaba Mario y no

pensaba en Martín. Dos nombres que empiezan igual, con la


inmensidad del mar. Ahora ya no sé si tiene sentido. Había

pensado en hacer un documental sobre mi vieja. Filmar a sus

compañeros del instituto, alumnos, qué sé yo, a los que la

conocieron, hablando sobre ella. Pero era una treta para

descubrir a Mario –Bruno calla que hace poco descubrió que

también le servía para conocer a su madre.

Andrés vislumbra una tabla en la que apoyarse para mantenerse a

flote un rato más.

- Es una idea brillante, Bruñido brunito. Pero no sólo para

descubrir a Mario, ¿te acordás cuando querías estudiar cine?¿y

qué vas a hacer el año que viene? ¿a qué facultad vas a ir?

- Creo que también por eso se me ocurrió. Cuando le hablé a la

secretaria del colegio para que me ayudara a filmar le dije que

quería ingresar en la escuela de cine y que tenía que presentar

un cortometraje para el examen. En ese momento creí que le

estaba mintiendo pero me parece que le dije la verdad. Voy a

estudiar cine, Andrés –anuncia, consabido, Bruno- y voy a

empezar por filmar a mi madre. Su presencia en los otros, la


palabra de todos construyéndola; construyendo su presencia tan

precisa que brillará su ausencia –el entusiasmo, que Inés

despierta en todos ellos, lo lleva y le descruza las piernas,

necesarias para sostenerlo en su crecida estatura. Andrés se crece

también y abandona el muelle hacia el mismo centro marino en

que Bruno espera el abrazo que lo lance nuevamente a la orilla.

Y ya los dos, descansando en la playa de los planes prácticos, a

la orilla de las emociones marinas, acuerdan que Andrés será el

Productor general de Bruno y mañana irán juntos con la cámara-

fusil de la adolescencia de Bruno a filmar-fusilar a Mario aunque

se esconda en la espesura de los anaqueles sabios del claustro

institucional. La adultez de Bruno esperará un poco antes de

mostrarse en todo su fulgor ante el Padre. Y acuerdan también

hablar seriamente de Arquitectura con martín, munidos,

pertrechados y conflagrados en sendos Gaudí y Paez Vilaró que

ostenta la paterna biblioteca.


Capítulo 14: Martín dibuja

Martín vive. Está creando. Dibuja y recuerda. Dibuja lo que

recuerda. Dibuja con lo que recuerda. Y las curvas se curvan

según el ángulo de atracción por donde atisbe el recuerdo. Y las

líneas de altura se empinan según la pasión se intensifica. El

horizonte se aproxima y se aleja según el fragmento de memoria

se despliegue o se repliegue. Ya ha soslayado algún precipicio

anímico y camina por un territorio apacible.

Porque le gustaría ser fiel a su criatura, le dibuja barandillas

barrocas. Todos los balcones a los que a Inés le gustaba

asomarse. Inés amaba esos lugares que la Arquitectura denomina

“espacios de transición o intermedios” y la Magia, más simple,

más directa y más deslumbrante, llama “entre”. Las ventanas, las

puertas, los porches, las medianoches y todas las fronteras,


cualquier pasaje entre dos mundos: de adentro a afuera, de un día

al otro ... el ombligo. ¿Cuántos ombligos tenía Inés? –se

pregunta Martín y piensa que Eva no tenía ninguno. Inés, sí.

Tenía ombligos. Muchos. En el sentido de tener cojones. O sea,

tenía ombligos porque tenía cojones. Y Martín apreciaba esa

disposición de Inés. Como una cualidad rara, preciosa. Como

una valentía. Al principio, cuando empezó a conocerla, se

desconcertó. Y también se deslumbró. Inés jugaba a la rayuela

como la Maga. Como la Maga, que se arrojó al Sena (por una

barandilla) y se murió, y Olivera siguió viviendo con ella pero,

también, horrorizado de ella.

Hay que ser valiente para asomarse por las barandillas. Valientes

frente al vértigo. Las barandillas son entres materiales y qué

frágiles. Apenas una barandilla para indicar que ahí hay un paso,

un pasaje a otra zona. Una barandilla cortés, que indica, señala,

pero que no contiene, no nos defiende de la atracción del mal

paso. Y hay hombres y mujeres incautos, que no retroceden

frente al vértigo o no se asustan del canto de las sirenas. Los no


incautos yerran. Y ya se sabe lo que les pasa a los temerarios que

pasan. Mirá a la Maga o a los marineros que no iban en la barca

del prudente Ulises. Inés era temeraria. Al principio, vientos de

noviembre soplaron para el amor. Ella lo amaba perdidamente y,

a la vez, se enamoraba temporalmente de otro. Eran amores que

lo involucraban. Eran tres para que uno, que no fuera uno de

ellos, de los protagonistas, pudiera ser “el malo”. El tercero

siempre fue bastante abstracto. Funcionaba como el mal, lo que

se oponía a la felicidad del amor. Era un amor así, tan feliz que

necesitaban una piedrita en el zapato. Una de esas felicidades

insoportables, de final de novela rosa y ellos estaban al inicio de

la suya, debían atravesar las peripecias para ganarse el amor.

Cuando nació Bruno, eso cambió. La realidad cotidiana del pan

nuestro para los tres, el cuidado del nene, eso ya fue suficiente,

más que piedrita, un agujero implacable a resolver. Y no hubo

más amantes ni amados otros. Éramos solo dos, ella y yo, y el

amor fue maravilloso


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Martín, que seguía un camino de luz, al farol de sus recuerdos

luminosos, ha desembocado en un precipicio del alma (ante los

cuales, como cualquiera sabe, nos quedamos sin palabras. Pero el

silencio que nos sobreviene no es un silencio monocorde,

uniforme, calmo. Está plagado de escansiones, suspensiones,

síncopas, silencios dentro de otros silencios, por eso los

paréntesis. En fin, que lean con cuidado los signos de puntuación

sabiendo que la gramática de los abismos no siempre coincide

con la de superficie.) y enmudece: ¿qué había pasado cuando

Martín se fue a Europa (seis meses de trabajo duro y apasionante

y nació ese polideportivo que flota en el aire como una pelota en

plena trayectoria)? ¿Qué le dijo Andrés, cuando se abrazaron, a

su regreso, o qué no le dijo, mejor? Algo en el abrazo no fue lo

que debía ser. Un aroma profundo y diferente impregnó la


acción. Una cierta rigidez del otro, un desconocimiento, una

ignorancia. Y también Inés estaba rara. Pero era lógico, se

estaban viendo y hacía seis meses que no se veían. ¿Cómo no

sentirse raros? A los pocos días Andrés se fue y, aunque Martín

no sospechaba nada, no se hubiera sorprendido si alguien se lo

hubiera dicho. Propiamente, un saber no sabido. Parecía que

Andrés se iba porque él volvía y eso era absurdo. Pero recuerda

claramente que un malestar innombrable hacía sufrir tanto a

Andrés que eran heroicos sus esfuerzos por no demostrarlo,

parecía siempre a punto de gritar. Y él, Martín, estaba demasiado

contento con la vuelta, con estar con Bruno y, sobre todo, con

Inés para serle de utilidad a Andrés. Ahora se da cuenta del poco

tiempo que estuvieron juntos antes de que Andrés se fuera, tan

demasiado pronto. Una tarde, mucho antes de que Martín se

acostumbrara a estar de nuevo en casa, vino Andrés a despedirse

indefinidamente. Dijo que había conseguido un trabajo y que

quería irse a Madrid. Debía de haber resultado una noticia

sorprendente pero el sufrimiento que Andrés no podía controlar,


la volvía preferible, deseable. Hasta previsible, era evidente que

Andrés no podía continuar así. La sorpresa de Inés y Martín ante

la despedida de Andrés fue una gentileza más que una sensación.

Ninguno se sorprendió pero nunca lo hablaron. ¿De qué no

hablamos? –se pregunta Martín. Hubo algo que no nos dijimos,

ni con Inés, ni con Andrés. Después, cuando volvieron a verse,

ya había ocurrido lo Inevitable y él estaba lacerado de tempranía,

como César y lloraba como Miguel, sin perdonar a la vida

desatenta ni a la muerte enamorada. Y necesitaba a Andrés como

nunca. A Andrés, con él podía desmoronarse, a Andrés para

cuidar a Bruno, a Andrés, que sabía tanto de Inés. Y Andrés vino

y le puso el cuerpo y el alma al duelo de ellos dos. Y trajo esa

tristeza añejada que fue la verdadera sorpresa que tuvo Martín

cuando volvió de Europa. Sí, mientras Martín estuvo lejos, algo

le había sucedido plenamente a Andrés. Algo que tenía un

regusto amargo y le había absorbido la luz. ¿Lo sabía Inés?

Martín piensa en el amor que lo une a Andrés. Amistad. Como

quien dice la franca tierra de la esperanza y la certidumbre. La


amistad como unión sublime. Como una virtud. En ese amor, en

el del otro hombre, se refugió Martín para no romperse cuando

se murió Inés. En el amor del hombre y en el de la mujer que

moría en la plenitud, dejándole un amor pleno, con valor de

verdad, que a él le daba fuerza para seguir, si no en él, en Bruno.

Para que el hombre en su caída no arrastrara también al padre. El

amor de Inés, ese castillo que finalmente y desde hacía tantos

años –que ya empezaban a contar- había sido sólo de ellos dos,

lo ayudaba a vivir con Bruno, a su lado. Martín siente que puede

caminar al lado de su hijo porque está flanqueado por sus dos

amores. Por la derecha, del lado de la ética, de la razón que

siente, de la virtud, lo abraza Andrés, a la altura del hombro,

como hombre. Y del lado de las pasiones, de la zurda romántica,

más fuerte que ninguna, el cisne del brazo de Inés se enlaza a su

cintura. Martín, como un Cristo, abre los brazos y en el lugar de

los maderos de la cruz encuentra las cinturas amables, una recia,

la otra cimbreante, del amor. Martín se los queda viendo, a los

tres, los mira abrazarse y ve una alimaña súbita que lo acorrala.


¿Quiénes se abrazan ahí? ¿se abrazan a través de mí? ¿se están

abrazando ellos? ¿los uno o los separo al estar en el medio? Dios,

¿también yo soy un entre? ¿un entre entre Inés y Andrés? ¿qué

pasaría si yo me agacho, entonces el brazo de Andrés llegaría a

los hombros de Inés y el abrazo de ella sería para él? Dios, ¿me

agaché cuando me fui a Europa? Pero, ¿y ellos se atrevieron a

franquear mi espacio vacío? Inés amaba las barandillas y era

temeraria. ¿Y Andrés? ¿cómo pudo Andrés? No pudo. Atravesó

el Prohibido pasar y volvió marcado. La traición tuvo para él el

filo de un alfanje.

Concluir y que la angustia lo colmara fue todo uno. Vuelve a

sentir que el mundo conocido se le desmorona como a la muerte

de Inés. Es una idea perversa, venenosa la que ha empollado su

alma y Martín retrocede asustado, como si se santiguara.

Abandona el país de ensueños en el que estaba creando ante la

visita de esa bruja insidiosa, esa idea arpía, impía y va hasta la

cocina a servirse un café que le despeje la bruma tóxica que lo

nubla. Canta un tango, un tango que lo resume: Nada. Pero, el


café, como un agua buena, una hierba buena, le lava la niebla; y

vuelve al dibujo límpido, a su mujer prístina que lo espera

reclinada en la hierba buena como una griega buena. Desde tan

antiguo, tan hermosa.

El hombre que ama, por primera vez, desde que el amor no

pudiera nada contra la muerte, no llora a las dos de la

madrugada.
Capítulo 15: Nocturno con tigres

Un hombre llora a las dos de la mañana. Son las dos en punto de

la madrugada. Y, como la ronda de deudos en los velatorios que

gira alrededor del muerto, para turnarse en el llanto, así Andrés

toma el relevo de Martín y comienza su guardia de llanto.

Primero llora por ella, que en este caso es lo mismo que llorar

por él. Llora a la amada, llora por su amor. Llora su soledad tan

solitaria, su desolación (la más cruel de las soledades).

Después se asusta de su responsabilidad frente a Martín. De su

lealtad primera que es salvarlo. Salvar a Martín. Aún al precio de

profanar el culto a Inés. Destituirle (obligarlo a la destitución) a

su linda diosa griega. Romperle su amor con Inés, él que siempre

cuidó tanto todo lo que compartiera con Martín. En la

encrucijada ética, Andrés no quiere decidir solo. Entonces reúne


a sus conocidos en amable, aunque formal, tertulia. Considera

que el problema está suficientemente expuesto tal como se lo

presentara Bruno: en el Martín Pescador, ¿a cuál cintura te

agarrarías? Y hace el gesto de abandonar el centro de la escena,

concretamente se arrellana en las almohadas, para que lo ocupe

el primero de sus invitados que desee gustar de las palabras. El

aire marino impregna el ambiente y Josef Conrad comienza con

humildad:

- El amor, una y otra vez, se impone al honor, que vendría a

hacer las veces del amor entre hombres, lo que se llama

amistad. El amor es otra cosa. Almayer sucumbe mirando cómo

su hija se aleja. Verle sólo la espalda porque se va. Cuando el

amor arrastra al hombre en su caída, el honor no es, ni siquiera,

un contrincante válido. La degradación de Almayer fue

irremisible. Hijo, si tu amor por Inés es de ésos, de los que

arrastran, estás condenado. Vas a ensombrecerte hasta la

oscuridad final. Pero, si no es de ésos, si no es infinitamente más

poderoso que el honor, ay, hijo, en ese caso, no me gustaría


haberlo cometido.

Stefan Zweig es cortante: “En Amok basta con el deseo. Ese

primer tiempo del amor resulta anonadador. El deseo del médico

por esa mujer con la que compartió menos de una hora, alcanza

para enloquecerlo. Llega a matarse para proteger el secreto de

esa mujer. Tal vez la historia, en sus caracteres más despojados

de circunstancias, no se aleje tanto de la suya, Andrés. La mujer

había quedado embarazada de su amante y no podía permitir

que su marido lo supiera. El médico, al que acude para pedirle

un aborto, se enamora tan desesperadamente, en esa única

entrevista, que, llegado el momento, no vacila en ir a morir al

fondo del mar para que la mujer pudiera guardar su secreto.

Caramba, Andrés, a la luz del amok lo suyo no pasa de una

tibieza, una sospecha de lo que es el amor.

Andrés se solivianta: - No le permito, hombre.

Pero antes de que la censura se afiance y empiecen a no

permitirse determinadas sugerencias, Sándor Márai se hace cargo

de la libre expresión: “Su pasión por Inés tiene que ser


arrolladora si espera que Martín lo perdone. Tal vez lo

comprenda y, por eso, pueda perdonarlo. Es la última pregunta

de El último encuentro. Y es la pregunta de Divorcio en Buda:

¿es tan fuerte la pasión que si la echan de la realidad,

reaparecerá en los sueños? ‘¿Es tan fuerte que puede con la

amistad?’- pregunta el general a su amigo. Sólo así se justifica

que se le rindan todos los honores, es decir, que pongamos, en

señal de derrota, todas las virtudes a sus pies. Pero entonces hay

que elegir entre ser apasionado o ser honorable. Así divide el

mundo el general, asignándoles a las dos opciones la misma

valía. Porque está claro que lo de elegir es un decir. Si usted,

Andrés, es un honorable, está perdido. Si no, todavía hay

esperanza. Alguna penitencia encontrará que lo ayude a expiar

su falta al honor porque lo que usted, si es un apasionado,

nunca podría expiar sería una falta al amor, a la pasión.

En fin, es lo que tiene monologar con los conocidos, uno se

queda donde estaba antes, exactamente igual, del diálogo

fecundo. Andrés se mejor acomoda en su lecho de huésped.


Huésped ilustre, piensa con desprecio hacia sí. Trata de llevar su

conflicto a la pantalla. No puede. Conrad lo interrumpe:

- El alma del guerrero, amigo. Piense en eso. Dos hombres

unidos por una deuda de lealtad. Cuando llega el momento de

saldarla, nuestro hombre no duda y mata con la misma entereza

que si estuviera realizando una cirugía mayor. La misma

valentía, porque es un acto que salva. Se sobrepone a sus

repugnancias morales más esenciales y mata a su amigo porque

éste se lo implora. Señor, ¿qué no haría un hombre por su

amigo?

Así es Josef, ve con claridad meridiana tanto en las pasiones

como en las virtudes. A Andrés tanta claridad lo oscurece y se le

apagan las luces para mejor ver la pantalla. Ve cómo Martín se

arrastra en jirones prisionero del ejército enemigo. El hambre, las

heridas, las humillaciones infinitas de la guerra se enseñorean en

lo que había sido su amigo, el arquitecto. El horror ha acabado

con Martín, que sólo sufre.

- Hoy sufro solamente –se cita César que, como amigo íntimo y
frecuente que es, no aparece en la tertulia con nombre y apellido

como sus colegas.

Sí, retoma Andrés, solamente sufriendo y me pide que lo mate.

Que tome mi arma, apunte y dispare. Martín está caído, ya no se

sostiene en pie y la última batalla se ha librado en la Siberia

helada. Quedan por recorrer kilómetros y kilómetros de hielo.

Aquí todo es hielo. Hasta el cielo encapotado que repite en las

nubes el blanco gris del suelo. Es un cielo clausurado, de gris

blanco con fulgores de granizo. Todos tienen alguna parte del

cuerpo congelada. Hace mucho que perdimos la sensibilidad de

un pie, algún dedo, los párpados... Andrés recuerda al soldado al

que se le congelaron los párpados, no imaginaba un sufrimiento

tal hasta que lo vio. Martín le dice que no aguanta más el frío,

que le duele el viento que nos clava en la cara mil agujas de

hielo. Martín llora y se le empieza a formar una máscara de hielo

desde el borde de los ojos. Andrés sabe que las lágrimas pueden

congelarse en el ojo y que, al correr por la cara, abren

innumerables grietas en la piel helada. Andrés sabe que Martín


ya no dejará de llorar. Sabe también que no podrá levantarse y

que deberán dejarlo ahí, a morir sobre el hielo, como han dejado

a tantos otros. Andrés ya tiene en la mano el arma capaz de

salvar a Martín del espanto de esa muerte tan lenta en la que

antes de morir el cuerpo se congela.

Andrés acomoda el arma, está apuntando.

Y va a disparar en serio porque es capaz del amor más difícil, el

que no titubea ante la amputación. Y se levanta de la cama de

huéspedes y, a fuer de huésped cabal, va hacia la cocina donde la

voz de Martín se queja de que nada, nada quede de su casa natal,

nada que le diga si ella vive aún. Y llega a esa zona de

intersección franca, la cocina de la amistad, al tiempo que Martín

la abandona, ablucionando el café. Andrés no se detiene, se lanza

en pos de la espalda que se aleja (algo que no pudo hacer

Almayer y sucumbió de tristeza en la orilla). Lo sigue hasta su

propia guarida y tan tras Martín entra que no golpea la puerta.

Martín ya se ha sentado a su mesa de dibujo. Andrés se acerca.

Está apuntando. Martín lo ve y lo mira. Ve el rostro desencajado


de su amigo y es él el que se pone de pie y lo abraza. Después,

con calma, lo suelta apenas para escoger un dibujo de la mesa.

- Mirá, Andrés, tendrá un mirador alto, una atalaya. La

perspectiva de la altura para recorrer el tiempo y alejarnos

ochenta años. ¿Te acordás lo que decía Inés cuando había que

tomar una decisión y uno no sabía qué hacer?

Andrés lo mira, no recuerda. Esperaba encontrarlo sufriendo las

consecuencias extremas de la congelación y lo ve tan cercano al

fuego del entusiasmo.

- Ella decía –Martín recuerda felizmente- ‘hacé lo que, cuando

tengas 80 años, no te arrepientas de haber hecho’. Desde aquí

arriba –Martín señala la terraza que corona la alta torre- veremos

las cosas con la lejanía de los 80 años. Valor, Andrés, hacé lo

que no te arrepientas de haber hecho. ¿Qué te pasa?

- Que me desperté y te oí cantar, casi era mejor cuando llorabas

– miente un chiste mientras trata desesperadamente de imaginar

de qué no se va a arrepentir a los ochenta, de decirle o de no

decirle. ¿Cómo saberlo? Y vuelve a corroborar que por más


amigos y conocidos que uno tenga, las encrucijadas éticas son

caminos que se deciden a solas. –Me alegro de que estés bien –se

despide con tanta pesadumbre que Martín vuelve a abrazarlo y

resuelve, por él, el silencio. Andrés camina hacia el cuarto de

huéspedes con todo el peso de la traición en su espalda. Apenas

piensa, porque el peso le impide hasta pensar, que en este

momento Martín está vivito y coleando, lejos de la Siberia

helada, al abrigo de la amistad y del fervor de Inés. Hoy, sólo por

hoy, está bien así. Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a

los hombres de buena voluntad, murmura cuando cae de bruces

sobre las almohadas.


Capítulo 16: Se filma “Queremos tanto a Inés”

En estricto blanco y negro, como corresponde a un moderno y a

las ideas sobre la muerte que acompañan desde siempre a los

hombres de esta civilización y prescriben falta de color en el

duelo. La tristeza occidental no es compatible con la pollera

colorada, la blusa verde y el pañuelo amarillo. El luto es negro y

la mortaja, blanca. A pura mortaja y a duro luto, Bruno comienza

a filmar el documental que protagoniza su madre. Protagonista

ausente y siempre presente. Todos hablan de Inés, y eso lo ha

producido Bruno que ahora lo filma con talante doliente, en

estricto blanco y negro. Elige unos planos medios en

consonancia y nos muestra una mujer de 60 años con todo el

aspecto de ser quien es: la secretaria más antigua de la


institución. Está sentada a la cabecera de una enorme mesa de

caoba que ocupa el centro de una biblioteca espaciosa y

abigarrada, en la que los anaqueles dibujan un laberinto que

resume, pero acercan a la conciencia, la mítica biblioteca del

nombre de la rosa. La cámara graba:

- Inés entendía a la gente. Podías contarle cualquier cosa y

esperar que dijera algo que te ayudara. A veces, sonaba

disparatada pero, si te ponías a pensar, llegaba a ser un consejo

muy sensato. Ella organizó el movimiento de graffitteros del

colegio y consiguieron que les permitieran pintar en el patio.

Puede filmarlo que está muy bonito, hasta en el piso hay

pinturas.

La mujer pone las dos manos sobre la mesa como si hubiera

llegado el momento. Muestra, sostiene, enarbola unos recortes de

papel con leyendas: - Ella tenía una cartelera en la galería que

da al patio y allí ponía estos cartelitos. Cuando murió, yo le

cuidé la cartelera hasta que un día se perdió uno de los

cartelitos. Se habrá caído y nadie lo vio. Entonces decidí


guardarlos hasta ver qué puedo hacer, al director le parecen

demasiado informales para la vitrina. Pero mire, mire, joven,

para que los pueda tomar bien con la cámara...

La secretaria despliega amorosamente el legado de Inés sobre la

mesa y la cámara, cómplice, acaricia los papeles hasta el primer

plano.

Un hombre toma un trago,


un trago toma un trago,
un trago toma a un hombre.

Que no acabe el paisaje con el horizonte.

Hagan como yo. No me imiten.

Bruno piensa que su madre seguía en el flower power. Y Andrés

la recuerda como era ese último otoño, aunque no con la boina

gris y el corazón en calma. Y le pone una falda con flecos y

entonces la ve en el primer departamento que tuvieron con


Martín y ella escribía en las paredes. Quiere recobrar alguna de

esas frases, hace un tremendo esfuerzo de memoria y empieza a

leer: “Maldita danza de muertos” “No hay como el tiempo para

pasar. Vinicius” “Qué acontecer de manos tan vil” Y había

también largos fragmentos de lecturas que la habían impactado y

muchísimas frases de amor para Martín. Fue la época de

Dostoievsky. Los tres leían con tanto furor a Dostoievsky que

discutían a Kirilov o a Iván y su religiosidad como si fueran uno

más del grupo. Andrés no se sorprendería de averiguar que ya en

aquellos tiempos estaba secretamente enamorado de Inés. Pero

ella era tan indefectiblemente de Martín en aquellos días que

Andrés ni siquiera la soñaba.

Frente a la cámara la escena ha cambiado. Ahora, el lugar de la

secretaria lo ocupa un profesor apuesto y maduro. Se ha puesto

maduro pero ha conseguido una elegancia, entretanto, que sus

gestos son incapaces de agotar. Andrés piensa en Paul Newman y

Bruno, en Tarantino. El profesor, que gusta de las palabras, se ha

adentrado en el retrato de Inés.


- Tenía una dimensión ética inusual. Solíamos demorarnos en

debates éticos. Yo esgrimía ejemplos y argumentos históricos y

ella respondía con fragmentos de literatura. Inés reivindicaba

una libertad, a mi entender, extrema. Decía que somos

responsables de todos nuestros actos, aún de los fallidos, pero

exigía el derecho a la fantasía. No creía en los pecados de

pensamiento. Se creerá que no es una posición muy original,

pero en verdad, lo era. Ella extendía las libertades de la fantasía

a las realidades secretas. Decía que un adulterio era tal,

solamente si el cónyuge se enteraba. Si el cónyuge no se

enteraba, no estaba implicado y, por lo tanto, no era un

adulterio. Curiosa forma de reflexionar.

El profesor mira fijamente a la cámara desde el horizonte de sus

ojos azules, atestiguando su the end, satisfecho de su síntesis.

Andrés aplaude. Bruno apoya suavemente la cámara y su cuerpo

dibuja un arco en tensión perfecta que dispara la flecha de su

puño al blanco preciso de la corbata del profesor. Grita: “¡es él!

¡es él!” con la misma vehemencia con la que tantos marineros


han gritado: “¡tierra! ¡tierra!”

Andrés también fue veloz y estaba más cerca. Antes de que la

corbata sufriera merma ya retorcía con mirada asesina la muñeca

de su querido Bruno mientras sonríe tranquilizador al atribulado

profesor. Bilingüe Andrés, en reparto simultáneo de amenazas

brutales y miradas cordiales. Como la atracción del circo de su

infancia, ese ser mitad hombre, mitad mujer pero encarnando

mitad un espíritu terrorífico y mitad un ángel amigo. La

sucesivas metamorfosis laterales de Andrés desconciertan tanto a

Bruno que lo paralizan.

- Andrés, es el mismo estilo –balbucea.

- Mire, mocito, si en algo lo ofendí –comienza el profesor.

- No, no, profesor, si no hay ofensa. Al contrario, le

agradecemos su testimonio –obsequioso Andrés lleva al

catedrático por el hombro hasta la puerta, se asegura la retirada

protegida del augusto y se encara con su sobrino. Bruno habla

primero.

- Andrés, vos no viste las cartas. Eran así, de debate filosófico.


Éste es el tipo, estoy seguro.

- Bruno, aunque lo sea.

- Andrés, todo hubiera estado bien si yo no me enteraba, pero

me enteré. La historia me involucra, soy el responsable de

continuarla.

- Te enteraste espiando cosas de tu madre, a lo que no tenías

ningún derecho. ¿No te parece cobarde invadir los secretos de

una persona que murió? Lo único que te pido es que esperes.

Esperá a terminar el documental antes de enfrentarte con el tal

Mario. Decile a Irene que traiga al próximo y no le des una

paliza a ninguno. Tal vez podamos tener una charla a solas con

Paul Newman, esperarlo a la salida, quizás.

- A mí me pareció Tarantino.

El diálogo ya derivaba en coloquio circunstancial cuando

apareció Irene de la confianza de Bruno.

- Bruno, ¿qué pasó? El profesor Nadale me dijo que no estabas

bien, ¿te emocionaste, hijo?

- Un poco, pero ya pasó. ¿Quién sigue?


- El profesor de plástica, también un gran amigo de tu madre.

Bruno no cree que Irene sea capaz de ironías y se relaja. Vuelve a

su cámara y enfoca el paso elástico con que el profesor Benítez,

el artista Benítez, nomás verlo, recorre la estancia hasta la

cabecera de la mesa bajo la guía gentil de Andrés. Transporta un

óleo de considerables dimensiones al que ubica con todo cuidado

frente a la cámara. Es un magnífico retrato de Inés.

- Ella me dio una fotografía para que trabajara pero no llegó a

ver el cuadro. Lo terminé al volver de su funeral. Quise que algo

de su tragedia impregnara el retrato y trabajé en él al fresco del

dolor. El alboroto del pelo indica que su dueña está a punto de

desaparecer. Parece como si no fuera a permanecer ni siquiera

en el cuadro, ¿no es cierto?

Y se abstrae en la contemplación de su obra, esa mujer captada

en el instante preciso de su desaparición. El plano se matiza con

las pinceladas al óleo sucumbiendo en las zonas oscuras y

saliendo a la luz con un viento iridiscente que arremolina la

cabellera. Tu cabello de oro sulamita, cantó el Gran Paul. La


cámara quiere ver entre los iris, entre las flores y entre el cabello

que empieza a subir, y busca el ángulo de su mirada. El que

busca, encuentra y topa con la mirada de Inés. Bruno reconoce (y

se regocija) la dulce afabilidad de su madre en esos ojos que se

entornan para no resultar desmesurados, pura gentileza.

Encuentra la boca siempre a punto de sonrisa y se siente un nene.

Su nene. Y sólo porque además del nene ya ha empezado a ser un

hombre, permite que la cámara continúe indagando, mostrando.

Bruno aprende que indagar es una de las formas del mostrar y

viceversa. ¿Cómo indagar sin mostrar, sin sacar a la luz? Él ya ha

visto en qué momento de las comisuras de su madre vuelve a ser

un niño y ahora muestra para los demás. Filma. Aún así, el

profesor de plástica ha dejado la biblioteca hecha un mar de

sentimiento.

Los testigos se suceden en desfile de emociones. Todos querían a

Inés. Y traen pruebas, fotos de Inés. Tocando la pandereta vestida

de rojo. Pronunciando el discurso de despedida a la promoción

que egresaba, acto solemne en esta casa de estudios, y ella


hablaba sin leer. “Estábamos todos muy conmovidos –refiere

Celia, profesora de música- Una de las alumnas que egresaba

había tenido un accidente el año pasado y había quedado

parapléjica. Pero estudió muchísimo y con la ayuda de sus

compañeros y de los profesores, conseguía aprobar el curso. Era

un triunfo de todos. ¡Y estábamos tan orgullosos de la chica!

Otra foto, al aire libre de excursión con alumnos. Otra, de

alumnos y profesores a la salida de un concierto. “Era muy

buena profesora –sentencia el Director- No se limitaba a la

literatura o, mejor dicho, no limitaba a la literatura. Yo

bromeando la acusaba de proselitismo porque siempre elegía el

discurso de Martín Luther King, “Tuve un sueño”, para enseñar

análisis del discurso. Y siempre hacía cosas así.”

Cosas así son las que enternecen a Andrés que hace un rato que

llora sin perder la compostura. Se limita a no impedir que las

lágrimas le corran silenciosa y lentamente cara abajo. ¿Buscando

el centro?

Bruno descubrió. Se siente entre el estupor y la algazara propios


de un descubrimiento. Algo ha encontrado en la cámara que le

pertenece, es decir, de lo que podría apropiarse. Hace ya unas

horas que la usa con profesionalidad, exigiéndole estética. Filma

como cineasta, no como hijo. Sus emociones por lo que allí se

narra se tramitan en un mejor enfoque, un ángulo más preciso. El

camino se le muestra con claridad contundente, un tanto

deslumbrante pero, Bruno acaba de enterarse de que irá por la

vida mirando por la cámara.

Capítulo 17: Mario se confiesa


Son las 6 de la tarde y los documentalistas están exhaustos.

Llevan desde las 8 en la biblioteca. Y ni siquiera almorzaron

porque la profesora de música y el profesor de física sólo podían

grabar al mediodía y estaban enternecidos con la idea del

documental, imposible no atenderlos. Bruno apaga la cámara y

se despatarra en la silla más cercana. Mira a Andrés que le envía

una sonrisa de ochenta precisos y preciosos años. Hay dulzura

pero el brillo de Andrés se ha opacado tanto que Bruno tiene que

forzar la vista para verlo. Sin darse cuenta el viejo ocupa la

cabecera. Veloz y joven, se enciende la cámara y a la voz de "Es

tu turno, Andrés" enfoca esa sonrisa y esa mirada cansadas por

venir de tan lejos. Bruno documenta, Andrés testimonia. Los dos

obedientes, convencidos. El viejo mira a cámara un tiempo largo.

Después desgrana cuidadosamente para ofrecer sólo las uvas

maduras: ¿Cómo hablar de Inés sin dar un grito? Después sigue


mirando la cámara, esperando que del ojo mismo salga la

respuesta. Inmerso en el charco de esa mirada, atrapa unos restos

flotantes que se han desprendido de una frase honda: "Era una

mujer muy hermosa" – y no dice más porque las palabras se

hunden o porque la enorme puerta de la biblioteca se abre con

firmeza dando paso a un extraño anciano muchacho, con una voz

más antigua que la de cualquier hombre viejo:

- Perdonen, caballeros, creo saber que están filmando un

documental sobre Inés La Fuente. Les ofrezco la posibilidad de

escucharme. Conocí a Inés desde una perspectiva que se le

ofrece a muy pocos hombres- desconociendo cabecera se sienta

en una silla lateral, la más próxima a la puerta, aburrido de

trayectos. La cámara lo encuentra. Él adopta la actitud serena del

que va a narrar una historia. Descuenta que será escuchado y se

toma un tiempo mínimo de rapsoda, se neutraliza en la espera de

que las palabras le sobrevengan y simplemente le manen y lo

maneen, manando emanando.

- Mi nombre y condición actual pueden resumirse en Mario


Funes, alumno del último curso. Durante cuatro años fui alumno

de Inés. Puedo asegurarles que fuimos involuntarios. Otoño. Era

un aire suave de pausados giros, el Hada Armonía rimaba sus

vuelos. Inés, como Eulalia, ríe, ríe, ríe. Yo la veía y me

petrificaba. Todos los demás se acercaban a ella, la rodeaban

llenos de bromas y yo apenas si conseguía alejarme hasta mi

asiento en la última fila. Emanaba una fuerza que me

paralizaba. Cuando, a veces, recorriendo el salón mientras

hablaba, se acercaba adonde estaba yo, sentía que una boa

constrictora me impedía respirar. Ella en algún momento vio la

boa. Se sorprendió pero era capaz de comprender hasta las boas

y enseguida se puso a ayudarme. Se hacía más leve, se desleía

cuando me miraba o si se acercaba, y nunca me dirigía la

palabra. No estoy en condiciones de afirmar qué hubiera pasado

si ella me hablaba. Tal vez habría caído maneado por la

emoción. Un día, después de noches de vigilia, conseguí reunir

las fuerzas suficientes para dejarle una nota en el escritorio. Le

explicaba en forma concisa su efecto de Gorgona sobre mí y le


suplicaba que rompiera el hechizo. No me había repuesto de la

emoción de entregar el mensaje cuando ya una celadora me

entregaba la respuesta en un papel doblado. Ahí, al recibir la

respuesta, supe que mi vida estaba consagrada. Corrí con el

papel en un puño buscando un lugar solitario para leer la

sentencia de mi destino. Al fin caí en un rincón del patio. Con el

aliento jadeante por la carrera acaloré el papel. Tenía miedo de

que la fuerza y la humedad del puño lo desintegraran. Vi que

todavía se desdoblaba y complaciente permitía su lectura. Me

tendí a lo largo, con todo el cuerpo tocando la tierra, con la

esperanza de hundirme en ella si el designio fuera nefasto. Así

leí: leí la luz. Decía que el hechizo se rompería si yo caminaba

de espaldas hasta su despacho. Yo había ido a caer en el

extremo más distante. Debía no sólo atravesar el multitudinario

patio, plagado de conocidos, sino también bajar una escalinata

pequeña, atravesar un vestíbulo vasto, subir una escalinata

verdadera de proporciones y recorrer unos pasillos pertinentes a

fin de desembocar en el puerto de mi deseo más desesperado.


Me incorporé como quien no tiene nada que hacer y me

desperecé poniendo popa a meta y dando ya una serie de pasos

hacia atrás. Había ganado sólo unos metros cuando uno se me

acerca y me dice cachondo: "Te vi caminando para atrás y pensé

en ponerte una zancadilla." Me reí cachazudo y en un abrazo lo

llevé otro par de metros hacia la meta. Quedé en el medio de un

grupo de chicas con intenciones claramente sádicas y yo,

dándoles la espalda. Con un pellizco en el culo, atravesé la

pared femenina y fui a dar en un grupo nutrido en el que se

discutía el fútbol. Si bien me acogieron con gracia nadie se

movió para abrirme la senda de mi deber y allí pase un rato

imposibilitado de voltearme y tratando de que mi culo

encontrara el camino. Al fin salí de la turba y una falta de suelo

inesperada me avisó que había llegado a la pequeña escalera

que baja al vestíbulo. Comparado con el patio esto era un juego

de niños, sólo profesores que caminan a su ritmo protegidos por

la indiferencia. Logré alcanzar la escalinata colosal y emprendí

su ascenso (otra que empecé a subir, Julio). Sólo quedaban los


pasillos que no presentaban escollos y allí estaba ¡de espaldas a

su puerta! Un toc toc ritmado me dio el ábrete Sésamo y entré de

espaldas a ella. Más hombre que adolescente aunque el amor

iguale edades en su entusiasmo. Me ofreció una silla y me dijo

que el hechizo estaba roto, que la enfrentara cuando quisiera.

La miré y hablé. Le conté mi historia de un trazo. Sin parar,

como después de años de silencio. Le conté que fui Homero y

que, por ello, podía quedarme ciego a voluntad. Se lo mostré ahí

mismo, sobre el pucho ipso facto, y enceguecí durante un rato.

Ella, muy dulce, me dijo que no veía la ventaja de la ceguera,

aunque estaba dispuesta a reconocer que ciertamente era un

prodigio esa habilidad mía. Le expliqué que "ventaja" era un

vocablo en franco desuso entre los inmortales. La idea del bien

es patrimonio exclusivo de los mortales, de los que tienen la

certeza de que algún día descansarán en paz. Me preguntó si

mientras estaba ciego podía hablar griego antiguo o si mi

parecido con el aeda se reducía a la pérdida de la visión. "¿Sólo

perdés convirtiéndote en Homero, no ganás nada?" -insistió


incisiva insidiosa. Y yo no quise decirle que la estaba ganando a

ella, diosa entre diosas. Sólo por la cortesía de no descubrir el

juego del dandy ante la lady y obligarla así a un reconocimiento

tácito de que yo le agradaba. Le dije que podía recitarle

cualquier fragmento de la Ilíada que ella escogiera. Y ella dijo:

"Canta, oh, musa, la cólera de Aquiles…" En ese momento nos

interrumpieron. Demás está decir que no sólo me aprendí el

Primer Canto, sino también muchos otros trozos. Durante los

primeros meses el amor fue así: yo aprendía poemas o

parlamentos y se los recitaba. Si ella no reconocía al autor, tenía

prenda.

No se alarmen, señores, a esa edad milenaria yo ya podía

esperar. Ella tenía una semana para responderme. Y muchas

veces la necesitó porque yo fui adelgazando la búsqueda hasta

conseguir fisgonear por los intersticios de los textos. Trataba de

escogerlos por sus lados más escondidos. Cuántos tesoros

encontré para ella. Me iba de explorador por la lituratierra y

volvía con los brazos cargados de la joya más preciosa que


hubiera encontrado. Debo reconocer que es una tierra generosa.

He hallado alhajas del más raro valor. Puedo mostrarles

algunas que siempre llevo conmigo –y fue como si Mario

empezara a sacar de los bolsillos-:

"El amante aquel, que en esa primavera, todo un bosque de

rosas nos licuara en las venas." "Un pájaro de papel en el pecho

nos dice que el tiempo de los besos no ha llegado." Mario pausa

por si se estuviera vaciando muy aprisa y, en última dádiva,

generoso hasta el fin, agrega: Y un día encontré "chere Sade,

Sherezada" y hubo un regocijo hondo, asistimos a una fiesta de

las palabras. Gracias, Fuentes.

Y entonces cambiamos. Ella empezó a buscar para mí. Y me

traía fragmentos jugosos del teatro que me despertaban el

hambre y allá me iba a saciarlo al texto. Tuvimos épocas orales

y épocas escritas. La vida sexual de las palabras es intensa y

extensa. Se extienden, se entienden y subtienden, se

sobreentienden y no se entienden porque no se tienden.

Tendidas, extendidas es como mejor se entienden y entre-tienen.


Tener entre dos. Tender entre dos. Queridas palabras, cuántas

veces nos habremos extendido sobre ellas. Las patinábamos y

allá nos íbamos, deslizándonos, como si las palabras fueran

islotes de hielo en un mar de fuego. Había que permanecer a

flote. Hacíamos equilibrio sobre una palabra hasta poder saltar

a la otra sin caer en el infierno que nos acechaba. Qué grácil,

Inés, entre las palabras. Ella podía hamacarse en una voz hasta

tomar el impulso necesario que la depositaba de pie en una idea

lejana. A veces, parecía avanzar por la selva, de liana en liana.

Inés de la selva espesa de las palabras. Mi Inés de las cartas en

el sobrevuelo. Tus palabras se adelgazan a veces (Neruda lo dijo

refiriéndose a las suyas). Y yo sentí sus palabras menguar. A

veces se me alejan aún teniéndolas a la vista. Para que no

desaparezcan como una luna nueva, vine a contarles esta

historia.

Y Mario Funes sí desapareció como una luna nueva.


Capítulo 18: Con la frente marchita

Beloz Vruno depone la cámara y empuña la cimitarra. Surca la

puerta de la biblioteca como un vikingo a proa. Al ataque. Un

grito feroz le brota de las entrañas: Mariooooo!

Maaaaaaarioooooo! Corre como el viento hasta el gigantesco

portal que marca el confín del Instituto y ni rastro del enemigo.

Como una luna nueva. Buelve a la viblioteca mirando con mil

ojos. Andrés está guardando la cámara. Ahora sí, vencido. No

sabe lo que ocurre. Estaba tan seguro de que Mario era él.

Caminan lentamente de regreso al hogar. Son las 8 (¿de un crema

brujo?) de la tarde y en la calle ocurre ese momento de

liberación, de final de trabajo, en el que cada uno concurre para

sí después de haber entregado una considerable porción de sus

horas a enajenarse. Hombres y mujeres se reencuentran consigo


después de las ocho o nueve horas que han vivido ajenos a sí, así.

Es el anochecer de un día agitado y cada cual celebra como

puede. Los bares se llenan, como alegres estaciones intermedias

de la vuelta a casa. Se sale de uno y se entra en otro, cada vez

más dueños de sí. Y, en medio del gentío festivo, Bruno y

Andrés.

Bruno se yergue con su cámara al hombro. Acaba de encontrar

una razón para vivir. Una pasión. Bienaventurados los que saben

para qué existen. Es una pasión recién descubierta y Bruno la

lleva como se lleva a un cachorro la primera vez que nos lo dan.

A Bruno le han dado la cámara, y la gratitud por el don, en tan

íntima coexistencia con el duelo por su madre, le impregna el

luto. Cámara y vida, los dones de Inés, empiezan a fundirse y

confundirse. Bruno sabe que el documental también es una

ofrenda y cree que sólo los dioses benevolentes se manifiestan

premiando a sus fieles mientras éstos transitan por la adoración.

Piensa qué tal le hubiera ido si en lugar de elegir esa ofrenda

hubiera elegido otra. Se recrea en epifanías sucesivas. Si hubiera


decidido hacer un mural, ahora sería pintor. O si hubiera escrito

una partitura, un canto bonito y melancólico que hiciera añorar a

quienes lo escucharan. Simplemente añorar. ¿Hace mucho que

no añora? ¿Quiere añorar? Sírvase escuchar, y el oyente se

pondría a añorar completamente. Efecto garantizado. Una

lástima que ni siquiera supiera escribir un do. ¿Qué otra cosa

podría haber hecho? Su padre se encarga de la arquitectura.

¿Literatura, como la madre? Andrés ya le da al verso y la prosa.

Entonces, ¿qué? Busca salir de la trillada y arriesga una

temeraria. Matemática. ¿Cuál sería el teorema de Inés? Debe ser

un teorema de lo trunco, piensa con fuerza Bruno. Un teorema

capaz de describir o resolver las situaciones que se truncan.

Recuerda a su profesor de matemática explicándole una paradoja

de las integrales: una parábola infinita circunscribe una

superficie finita. Maravillas de la matemática que a Bruno le

hacen agua la boca y se imagina pitagórico, inmerso en los

símbolos.

Un apretón más simbólico que físico de Andrés, lo devuelve al


ajetreo vespertino.

- Sentémonos un rato en un bar- pide Andrés casi exangüe en la

entrada de uno recubierto de madera y luz cálida con

reproducciones de Van Gogh en las paredes. Andrés se siente

igual que el autorretrato de Vincent con la cabeza vendada. El

mismo dolor sin cicatriz. Igual que hiciera Mario cuando recibió

el pedido de muerte de Flora, busca una mesa junto a la ventana

en la esperanza de tener acceso a un trozo de cielo. Encuentra la

justa perspectiva para que su dolor inaudito (nadie podría

escucharlo) ascienda al azur y ve que esa mesa se halla ocupada

por dos hombres y una mujer que lo miran, y en silencio se

levantan y le ceden la mesa como si estuviera reservada para los

dolientes in extremis y acabara de presentarse uno con legítimos

derechos inalienables. Andrés se sienta, acomodándose preciso,

en línea recta al cielo. Pide un whisky.

Bruno telefonea a Martín, que van a llegar tarde, que llevan unas

pizzas para cenar. A Martín le parece bien, está trabajando duro,

los espera dibujando…


Bruno se acerca sonriendo de par en par a la mesa donde Andrés

se ha instalado como para pasar la eternidad y se sienta, cómodo.

- A papá le aprobaron la idea en el estudio. Ahora tiene que

preparar el proyecto para mostrárselo a los inversores de

Galerías Ases. Adiviná quién lo está ayudando.

La mirada de Andrés no muestra ni pizca de expectativa.

Probablemente, y sólo en este transido momento, le daría igual

que fuese el mismísimo Le Corbusier. Claro que no es una

mirada opaca la que detendrá la claridad de las palabras de

Bruno.

- Clara –anuncia en claro clarín y pide un jugo de naranja al

mozo que deposita el pozo de olvido frente a Andrés.

Andrés, un hombre viejo, bebe un sorbo interminable. Bruno

piensa en su padre y Clara trabajando juntos, unidos por Inés.

Recibe su copa de jugo y brinda solo por las pasiones nuevas,

por todo lo que comienza, por la Galería, por Clara, por la

Cámara, tres femeninas… y es tal su contento que decide

compartirlo y alza la copa frente al autista de su tío, diciendo:


- Por esas ganas siempre nuevas que las mujeres despiertan en

los hombres.

Bruno es, decididamente, un hombre joven. Y mientras la

naranja, otra femenina, penetra en su cuerpo, recuerda las

imágenes que ha filmado y busca cuál será la primera del

documental.

Andrés mira afligido su vaso vacío y advierte que ni siquiera le

alcanzó para disiparse el estupor. Un segundo intento, piensa y

pide un segundo vaso. Deja vagar el pensamiento y con la vista

alcanza el cielo.

¿Habrá otro Mario para Inés? ¿De quién son las cartas que

encontró Bruno? Pero Bruno mencionó a Flora. Y Flora sólo hay

una, la de Mario, la de Mario que es Andrés. Imposible que Inés

firmara Flora una carta que no estuviera dirigida a Andrés. ¿Cuál

sería el nombre que le dedicaba a Funes? ¿Y si le pidiera el

pendrive a Bruno? Sabe que no puede, que no debe, que no

quiere. No hay derecho a desnudar a los muertos. Dulce Flora,

¿le has escrito a otro Mario? Esa posibilidad lacerante termina


con el segundo whisky y empieza el tercero. Bruno le advierte

que en su compañía no habrá un cuarto y Andrés trata de que el

tigre se duerma con ese último vaso. Lo bebe a tragos que no dan

pausa y justo al terminar, cuando espera que el tigre caiga

abatido de alcohol, lanza un rugido. Atragantado, Atascado,

Atacado, Andrés convulsiona. El camarero corre a palmearle la

espalda. Solícito, el espaldarazo echa por tierra al tigre que al fin

cae, cansado. Andrés agradece la atención recibida y hace pie en

su firme resolución de encontrar a Mario Funes. Quiere saber

qué alcance tuvo ese toma y daca de letras que el susodicho

mantuvo con su profesora. Como está de pie, paga lo consumido

e invita a Bruno a dejar atrás esos parajes de Van Gogh.

Lentamente vuelven a sumergirse en la marea céntrica y citadina,

y esta vez caminan hacia el hogar.

Capítulo 19: Pizza a lo Arno Schmidt


Toda casa es una polis y en ésta, la cocina es la plaza: allí se

converge, se convierte, se vierte, se hierve, se sirve y se

consagra. Sin agraz.

Los padres comieron las uvas verdes y los hijos tuvieron dentera:

antes de Yahvé. Yahvé puso las denteras en su sitio. El agraz es

para el que come verde. Creador también de la responsabilidad

limitada, limitada a cada cual. No heredarás los pecados. No

hay continuum entre las acciones humanas de generación en

generación, cada uno se recorta y se responsabiliza de las suyas.

Cada cual en su casa y Dios en la de todos.

Como trozos, perfectamente discontinuos: los cuatro cenan en la

mesa redonda. Todos sumidos, ensimismados, como manda

Yahvé para no tener dentera. No la del padre, al menos.

Clara es morena como la luna: una noche lacia le llega hasta los

hombros y la cara le fulgura y cambia con los humores que la


atraviesan como hacen las nubes con la misma luna.

Pound ya enumeró los dones de una dama: “alguna curiosa

sugerencia, un hecho que no conduce a nada y un cuento, o dos,

preñados de mandrágoras.” Clara traía otros collares: sus

hechos tenían vigor, alcances, implicancias, consecuencias, eran

entidades con la misma gravedad que las físicas. Y, por eso, se

preguntaba qué hacía en esa cena de hombres ajenos.

Martín piensa en Inés: en sus escaleras, sus circunvoluciones,

sus pasadizos, sus escolleras.

Clara era mágica en eso: podía dibujar lo que Martín veía:

mientras él balbuceaba la escalera perfectamente vislumbrada,

ella la dibujaba con precisión visual, casi pasando por arriba o

por abajo o a través de los agujeros de las palabras. Sin oírlas,

sorda (Oh, más sorda la otra, mi Galatea), mágicamente visual.

Mi oscura Clara, casi piensa con ternura Martín.

Andrés piensa en Mario: Funes, Funesto, Refunfuñes. Andrés se

frunce, se pliega sobre su desventura. Tanta Inés, tanta muerte.

El único insobornable, nada tiene a cambio de Inés.


A Bruno le han dado la cámara: no la suelta, la sostiene, la da

vuelta, la sustenta.

Clara siente: allí hay claramente cuatro, sin comunión que los

reúna, sin diagrama de Venn que los conjunte. Cada cual con su

objeto. Salvo Andrés que se repliega sobre su agujero. Clara

piensa en su objeto: ¿por qué dibuja lo que ve Martín? ¿por qué

ella puede verlo?

Papá, quiero que veas los testimonios que filmé: Bruno quiere

que la cámara le hable también a su padre y le cuente de su

madre. Una vez que su padre vea, le dará el pendrive. Así, hasta

las heces. Hasta los héroes. Hasta los Herodes, Herodías, Ero

días. Que los días eróticos de su madre sean conocidos por su

padre para que pueda recobrar los propios.

Andrés palpa la amenaza: mira a Bruno que se reconcentra

hasta hacerse uno con la pizza y ve la nube cargada de tormenta

sobre la mesa.

Clara también la ve.

Enamorado martín es el único ciego: Ponelo ahora, mientras


cenamos.

Bruno enchufa, enciende: encandila y endilga sus imágenes a los

presentes.

Clara presurosa: se acomoda, había quedado de espaldas al

hecho visual: la tele muestra a Inés como la veían los otros:

Clara percibe que empieza a encariñarse.

Remoto martín ve lo que Clara no va a dibujar en el papel

(porque no va a poder dejar de esbozarlo en el oscuro femenino):

ve a Inés de sus desvelos, la lacerante de las dos de la mañana.

Nadale lo hace reír con su ampulosidad: se imagina a Inés

riéndose del escándalo del profesor por sus teorías y quiere reír

con ella. La extraña, a pura entraña, nada de ex. El documental

disipa el efecto de anestesia que el proyecto de la Galería le

había inoculado. No quiere dibujarla, quiere que no muera, que

le ría en la mesa. Y de un golpe de luz se le apaga la mirada.

Clara lo ve: ahora es Martín quien dibuja el dolor ante los ojos

asombrados de Clara.

Andrés ve que Clara se oscurece: y ve el dolor de Martín. Dolor,


otra vez, refractario al duelo.

Los otros hablan de Inés: Martín aúlla. Andrés inmersiona en el

dolor de su hermano. Clara siente que podría retirarse de allí a

mil años. Bruno se ve filmando.

Ahora cuenta Funes y Martín escucha: no hay sorpresa, no hay

revelación, no hay enterarse. Nada desacomoda su dolor

encajado: la muerte (ese enigma) de Inés. Ése es tu secreto, mi

esfinge: finge que puede pensar Martín.

Bruno ve: a su padre desmoronarse en el amor, a su padre ciego

ante Funes tiresias que deslumbra en su decir: Inés más viva que

un dios vivo. Padre, yo tengo las cartas que Mario y mamá se

escribieron, estaban enamorados.

Edipo sordo ante la revelación: Ahora no, hijo.

Clara se levanta: con su música a otra parte. ¿Volverá a dibujar

para Martín?

Martín la acompaña hasta un taxi:

- Toc, toc, golpeando a las puertas de Inés- llama Clara, luz- Sé

que estás ahí adentro, Martín. Asomate al balcón de sus ojos


para que te pueda ver. Eso es, descorre las pestañas y aparece al

sereno, por favor.

- Clara, la luz de noche es peligrosa. ¿Y si fueras una luz mala o

un láser?

- Extirparía tu dolor.

- Todavía no – y se lo pidió mirándose en sus ojos- tiene que

transformarse en duelo. Yo duelo, tú dueles, ella duele… Tendrá

que dolerme hasta el final, asta final. Son los retazos y retozos

del amor ordenados de distinta manera, orientados hacia otro

polo. Y tengo que acomodarlos.

- Lo que tenés que acomodar es tu duelo, aunque sea incómodo.

Pero no querés hacer el duelo por tu mujer.

- No cuando, como esta noche, en la película de Bruno, ella está

tan viva.

- ¿Y si le diéramos existencia real? Si la dibujamos y la

construimos...

- ¿Y la matamos en el intento? -y aunque dice eso Martín sonríe

ante la trampa que quiere tenderle Clara. Y cualquier transeúnte


que lo viera podría pensar que va a tenderse cómodamente en el

ofrecimiento cuando

Un taxi se lleva la luz de Martín por la noche a Oscuras.


Capítulo 20: Dos hombres llamados Mario

Mario frente a Mario. En la puerta del Instituto, bajo la amenaza

del sol del mediodía a instantes del verano, dos Marios se miran

fijamente. Se miden, se escudriñan. Uno busca en el otro las

huellas de Inés.

Todos los hombres son mortales y todas las mujeres los prefieren

jóvenes –piensa rencorosamente el Mario viejo.

- ¿Usted era su marido? –pregunta el joven, listo al respeto.

Ah, pregunta que duele. Ah, dolor que no cesa. El de no haber

sido. Tan irreparable lo no vivido. Un no vivido es un deseo

hecho Drácula, el no muerto, el no vivo. ¿Qué decirle a Funes

que espera?:

- No, el hermano.

- ¿Y qué quiere saber?

- Quiero saber qué es esa historia que nos contaste. Quiero ver
una carta de Inés.

- Eso solo se lo daría al marido.

- Te equivocás, no te lo pido como hermano… ¿Y sabés por qué?

Porque no lo soy, te mentí. Vamos a una cafetería.

Y mientras andan Andrés piensa en todo lo que todavía no contó.

No contó cómo se enteró de la muerte de Inés. Otra llamada de

madrugada de Martín. El estupor. Un cable de acero en su

tensión máxima soltándose. Un clavarse, un hundirse. Una

articulación que se suelta dejando el miembro muerto. Un

negarse. Sustraerse a entender. Y correr hacia el aeropuerto y

morir allí unas horas hasta el avión que lo llevaba más lejos de lo

lejos, al misterio: a la muerte de Inés.

Durante todo el viaje la llevaste en brazos, muerta, lastimada,

atropellada. Le preguntabas dónde le dolía. La consolabas.

Durante doce horas la tuviste a upa lamiéndole las heridas.

Comiéndola a bocaditos, desde los pies tan ricos, ñam ñam, hasta

su cabello de oro Sulamita. Comiéndola como enseña Faulkner,

para salvar de la muerte. Sólo estamos autorizados a cazar lo que


vamos a comer. Aunque no la cazaste ni la casaste, te la comías

para tenerla con vos cuando bajaras del avión y hubiera que

abrazar a Bruno y a Martín.

Fue un largo tiempo después cuando empezaste a contarle las

cosas como pasan.

Qué decirle a Funes ahora que otra vez espera sentado frente a

vos en la cafetería. Ni siquiera te justifica la novela. Estar

escribiéndole a Inés te habilita a inquirir sobre los otros, no sobre

ella. Entonces, vamos con Mario. De hombre a hombre, sin

tuteos que, tal vez, consientan una amistad.

- Si Inés aceptó que usted era Homero, usted debe aceptar hablar

para ella. Es una cuestión de honor.

- ¿Qué quiere que le diga?

- Soy el cronista de Inés. Estoy escribiendo las cosas que

suceden para que ella pueda leerlas.

- ¿Por qué hace eso?

- Porque elijo a quién le escribo y la he elegido a ella.

- ¿Aunque nunca vaya a leerlo?


- Vea, habrá una Inés que nunca leerá, se lo concedo porque

puede ser un predicado de su Inés, la que usted conoce. Yo

escribo para la mía, a mi Inés tengo mucho que decirle todavía.

- ¿Ella le responde?

- Muchas veces.

- ¿Y qué quiere contarle de mí?

Te pillaron, Andrés. Vos no querés contarle de Mario. Querés

contarte, a vos, sobre Inés. Querés conocer cuál fue el

intercambio entre ellos. - ¿Por qué no?- se defiende Andrés de su

propia acusación- ¿Acaso no sería una de las respuestas de Inés?

¿Cómo si no, va a responderme? ¿Dónde encontrarla ahora si no

es en la palabra, en las que ella les dijo a los otros?

Funes es un tipo paciente con las reflexiones ajenas y deja que su

prójimo se tome todo el tiempo que desea en estos menesteres

mientras él engulle ingentes medialunas que el mozo dispone en

amable pirámide sobre un plato próximo.

- Quiero contarle qué ha sido de sus cartas -jugando el as de

espadas, Andrés- ¿Dónde están?


- ¿Las cartas de Inés? -Funes no juega truco, se decide más bien

por un enroque inesperado- ¿A qué llama las cartas de Inés? ¿A

las que ella me envió o a las que yo le escribí y ella,

probablemente, conservara? Ya sabe que no es fácil decidir a

quién pertenece una carta, si al remitente o al destinatario.

- ¿Inés le señaló a Poe o usted solito se lo encontró?

- Ella.

Dadivosa, dadidiosa –escripiensa Andrés. Qué no daría porque

aparezca tu sonrisa. Aunque sólo eso fuera. Como el gato de

Cheshire, Inés de las maravillas, ¿en qué espejo estarás? ¿Te veré

en las cartas? ¿Hay tus cartas en este mundo, mi amor? ¿Qué

estarás haciendo ahora, mi andina y dulce Rita, de junco y

capulí? ¿Qué hubiera sido de nosotros si no te hubieras muerto?

¿Nos habríamos casado ya viejos, a tu viudez? ¿Me hubiera

muerto yo primero esperándote? Voy a escribir una historia para

cada posibilidad y cada vez que alguien la lea, la viviremos en él.

Martín te construirá una mansión. Yo te haré muchas cabañas,

cada libro será nuestra morada y tal vez lleguemos a lugares


insospechados. Viajaremos, Inés. La literatura es una bonita

existencia. Mirala a Rita, tan dule y andina y me acompaña desde

hace años y andá a saber a cuántos más, tan dulce andarina de

junco y capulí.

La indigestión amenaza a Funes que ahora mira a Andrés

sumergido en las realidades de Inés y decide interrumpirlo:

- No hay cartas.

- ¿Por qué? -entre el gruñido y la estupefacción.

- Fue un regalo a Bruno, y a usted, y a Inés también.

-…

- Soy actor y me pareció un personaje emotivo para el

documental. Supuse que les faltaría el alumno enamorado. Inés

fue mi profesora en el segundo curso y fuimos amigos desde

entonces. Es verdad que ella me recomendaba lecturas pero el

resto fue humilde creación de este servidor.

- ¿No se escribían?

- Nunca.

Mi Flora, sólo mía: Entonces, ¿ella nunca te aceptó aeda?


- No –dice Mario profundo- fíjese que si bien Helena tuvo

muchos enamorados, uno solo fue su Homero. ¿Acaso Inés no

tiene ya su cronista?

Andrés festeja: Vamos, te invito a almorzar a casa con Bruno.

Festejado Funes acepta pensando cómo irá a metabolizar tamaña

ingesta.

Capítulo 21: A mi(s)tad


- ¡Bruno, Brunito! –entrona Andrés que atrona entrando con

redobles de tambores- Mirá a quién traje.

Bruno se acerca al entusiasmo y es aproximado bruscamente por

Andrés hacia el colega Funes.

- ¡Es un mentiroso, Brunito! –sigue festejando Andrés golpeando

ambas espaldas- Un redomado mentiroso –a palma batiente.

Luego se calma, cesa de golpearlos y bajando los brazos dice

solemne -Es un actor.

- Colega.

- ¿Qué tal?

- Se lo inventó todo –sigue Andrés tan emocionado.

- Me pareció una buena intervención, Bruno. ¿No estuvo buena?

–quiere saber Funes la opinión del colega, que es la que interesa,

el otro está demasiado conmovido para hablarle con alguna

seriedad.
- Buenísima –sentencia Bruno y le da la mano, siempre prefirió a

Nadale como Mario Villano.

- Yo soy actor, intervencionista, si no fuera una palabra tan fea.

Más que actuar, intervengo. El escenario es el mundo y el texto

se crea a partir de la realidad que haya. Ustedes estaban en la

biblioteca filmando a los compañeros de tu madre y me pareció

que el documental te iba a quedar más sabroso si alguien le ponía

un poquito de imaginación, te lo agitaba un poco, un batidito.

- Y tuviste la gentileza –concedió Bruno.

- Sí, un testimonio sazonado, ficcionado, una forma artística.

- Yo, como forma artística, voy a cocinar –anuncia Andrés y

empieza a componer los posibles sobre la mesada,

encontrándolos de difícil coalición.

- Por favor, no hagás guiso –pide Bruno.

- ¿Y qué querés comer? Hay todo para un guisito.

- Hacénsalada –categoriza Bruno y le pide a Funes que cuente

alguna intervención que justifique su arte.

Funes no justifica. Si lo espolean, lo expolian, lo exfolian, él


expone o, a lo más, explica.

- Tengo un amigo que es jardinero en un geriátrico y una tarde

fui a ayudarlo:

(El narrador se difumina. Su cuerpo pierde consistencia y la voz

se materializa en las especies que narra. Bruno se erige

espectador de ese arte previendo, tal vez, que lo compartirá.)

“Magdalena en el centro mismo del jardín se erguía más rígida

que los árboles. Me pareció perdida y me acerqué a preguntarle

si podía ayudarla en algo.

- Mejor haría en ayudar al jardinero –me respondió de un

latigazo- Hay mucho trabajo por hacer en este jardín. Recién

pasé entre las hortensias y tuve suerte de escaparme de sus

brazos retorcidos y ávidos. Hay que domesticarlas. Cualquier

día se adueñarán de esa parte del jardín y ya no podremos

utilizarla. Para convivir con las plantas, hay que tratarlas, dejar

claro que se trata de un lugar compartido. Para eso hay que

cuidarlas igual que a los animales. Y el que puede, intimar con

ellas. Porque tengo una relación de amistad estrecha con esas


hortensias es que pude caminar entre ellas. ¿Usted a qué se

dedica?

- A ayudar al jardinero.

- Pues no será muy valiosa su ayuda si se queda aquí hablando

conmigo.

- Se equivoca, vine a ayudarlo con las flores y empecé por la

más hermosa.

- Habráse visto –se ríe Magdalena con una risa risita de

cascabeles pequeños bruñidos durante 97 años.

Magdalena camina con la cabeza en alto y el tronco duro, como

un árbol. Funes ve que tantea el terreno con el pie antes del

paso. Y se pregunta por qué no mira para abajo.

- Porque no veo la tierra oscura, sólo las cosas claras, los

resplandores –se explica ella antes de la joven pregunta.

Y entonces, Funes, otra tarde, le regaló un anillo con la piedra

de la luna, un cristal con facetas que cambia de fulgor según la

luz despierte una u otra de sus caras. Magdalena, con su risita

de ruiditos finos, le dijo que le había regalado un cine. Y Funes


se entusiasma tanto que quiere también regalarle un cisne. Uno

como Lohengrin, que se transforme en príncipe. Y empieza a

delinear para ella un admirador, un hombre cercano, de

realización posible.

- En fin, joven, que más vale oírle a usted que ser sordo –

escéptica en sus postrimerías, Magdalena, no quiere creer en el

amor. Funes insiste en su cisne; Magdalena, en su cine. El jardín

los envuelve, los matiza y esfuma en esa tarde pálida. Antes de

las sombras largas, Magdalena empieza a escuchar el canto del

cisne del joven. Funes, juglar de la vida, o quizá la piedra de la

luna le ha fulgurado a Cary Grant o a Tyrone Power, la sortija o

el cuento que Funes sabe contar la flexibilizan y comienza a

tenderse, ondulante suave, sobre el cuello del cisne. El joven

advierte que las líneas de fuerza que tensan a la anciana han

cambiado, ahora se asemeja más a un sauce fresco y remolón

que a un aterido ciprés. Hace una pausa en su canción y trata

con total fruición de embocar un príncipe para Magdalena.

¿Cuál de los viejos querrá? Todavía no los conoce, apenas si los


saluda cuando viene de visita. Tiene que ganar tiempo, pero

¿cómo decirle a la anciana perdida en su ensueño que tiene que

esperar? Magdalena despierta y ella misma se encarga de

preservar su fantasía.

- Vea, joven, en estos asuntos mala consejera es la prisa.

Sugiérale a ese señor que presente por escrito sus respetos.

Y así empezó la cosa, carta va, carta viene.”

Funes vuelve a cobrar consistencia y con él, la cocina y sus

habitantes.

- Hemos llegado al punto –le dice ahora Funes a Bruno y a

Andrés- en el que conocerse los cuerpos es inminente.

- ¿Y te vas a disfrazar? –se azora Bruno.

- No puedo –se apesadumbra Mario- se ha convertido en una

relación fogosa. Necesito un hombre para Magdalena.

- ¿Y los viejos? ¿Ninguno quiere? –empieza a preocuparse

Andrés.

- Andan bastante lejos, en general –explica Funes- son pocos y

sólo de a ratos, los que todavía pueden sumar un presente. Tengo


confianza en uno, Isaac. Él pinta y alguna vez charlamos de

pintura. Pero no sé cómo decirle. Si no quiere, pobre Magdalena.

No hay otro. Tal vez tenga que enviudar antes de ver a su

prometido.

- Son cosas que suceden –quiere ayudar Bruno- Los que se

casaban por poder y luego se conocían. Más de uno habrá muerto

antes del encuentro.

- Pobre Magdalena, Bruno. Escribe muy cerca de la luz y sólo

ve, de lo que escribe, unos hilos negros. Otra vieja, Margarita, le

lee las cartas de Jorge, así se llama nuestro caballero epistolar.

Margarita es joven, apenas 80, una de las pocas que puede leer.

Pero es una vieja jodida, el otro día la descubrí cambiando las

palabras. Donde Jorge ponía “adorada”, la pérfida leía

“estimada”. Quiere vengarse porque Magdalena no la deja leer

las cartas que ella escribe y Margarita no se conforma con la

mitad del culebrón. Como ven, el romance de Magdalena corre

peligros severos.

Los tres se han conjurado: ninguno ve una solución.


Desde lo hondo de su trajinar, Andrés enarbola una fuente

transparente en tecnicolor: nieve de arroz, ají fuego, lechuga todo

verdor, noche aceituna, sol huevo duro, cebolla escarcha (¿no,

Miguel?) y la triple lluvia granizada de oro oliva, escarlata

vinagre y piedrecillas de sal. Los tres se pigmentan reunidos en

torno a lo ovo-vegetal: hermanados en la comunión del alimento.

Cuando la fuente retorna a su transparencia, opaca ahora por el

roce de tanto color, Bruno habla. Le cuenta a Mario Funes recién

conquistado lo mucho que teme que su madre estuviera

complicada con el profesor Nadale. Alega las cartas que guarda

en un pendrive y ahonda en dirección a su padre, amantísimo

amante, que sufre de las tristezas de un dolor tan sin nombre o

llamado Inés. El hijo tiene la esperanza de que una caída de la

madre salve al padre de ese dolor. Argumenta Bleu. Andrés

enmudece porque sabe que Martín volvió a morir de amor. Bruno

cree que un amante como Nadale es incapaz de despertar celos,

el amante ideal para romper cualquier embrujo femenino.

Se decide una cena con Nadale como invitado especial: se le


desenmascarará. Martín será testigo. Andrés piensa que mártir

significa testigo y quiere dilucidar cuál será el martirio de

Martín: saber o no saber. Sus reflexiones lo llevan tan lejos de la

cocina que, cuando vuelve, se encuentra con que fue nominado

voluntario a cursar la formal invitación al profesor y a obtener su

consentimiento bajo pena de que, a falta de Nadale, Martín sea

testigo lector de las cartas del pendrive.


Capítulo 22: Tocan a la puerta.

“ - Tocan a la puerta! –
mi madre.
- Tocan a la puerta! –mi
propia madre.
- Tocan a la puerta! –dijo toda mi
madre tocándose
las entrañas a trastes infinitos,
sobre toda la altura
de quien viene.”

Lánguidamente su licor. César Vallejo

Andrés se suspende en la concreta intimidad de la cocina sumida

todavía en el desorden de un yantar en el que se ha repartido,

también, a trocitos la ternura. Trastocándose las entrañas, piensa


que es Inés quien viene y vuela a su altura. En ese suspenso de

emoción transeúnte, abre la puerta. Clara se recorta muy

lentamente en su campo visual. Llega la sonrisa de ella y él

franquea la entrada.

- ¿Qué tal? ¿Muy ocupado?

- No, no, limpiaba la cocina –le suena un tanto inopinado a

Andrés, pero se ajusta a la estricta realidad de los hechos. Clara

se adentra y no parece demás allí. En el fragor que sería la voz de

ese desorden doméstico, del acabar de compartir pitanza y

amistad, Clara recorta un reducto de silencio, la quietud sonora

necesaria para un adentrarse en otros ámbitos, no menos

fragorosos, pero cuyas voces ásperas y tartamudas hablan de un

acontecer íntimo y tristísimo. Clara quiere internarse en los

parajes de dolor de Martín y viene a buscar a Andrés como guía.

Entre los dos construyen una isla en torno al promontorio de la

mesa redonda, erigen un mate y fortifican estrictos límites con

las sillas, sobre las que vienen a golpear las tumultuosas e

inocuas olas de la vajilla en desorden, diseminada bajo la espuma


del detergente a medio cabalgar entre mesada y pileta. Pero sólo

es un mar de fondo, un apagado ruido ronco para mejor relieve

de los timbres agudos de las aves que habitan territorio tan hostil:

el dolor del desamparo, el desampardolor, el de zampar dolor.

- ¿No habrá ninguna igual? –desbroza Clara en iniciativa valiente

(y para ya ir sabiéndolo). El tango, esa funesta Melopea, se le

insinúa a Andrés, descarada, se ladea inequívoca. Andrés

consiente. A lo largo y a lo ancho: ninguna con su piel ni con su

voz. La Melopea amenaza un quiebre que daría por tierra con la

noble estatura del hombre. Por eso, Andrés se encarama en su

porte más alto y salmodia:

- Pero habrá otras, claro que habrá otras, dignas de recibirte,

Comandante –parafraseando una canción al Che (para él, Martín

es tan grande como el mítico Che).

- Inés ocupa mucho espacio –dice Clara muy suavemente,

pesarosa de señalar una evidencia. – No hay lugar para otras –y

acompaña lo dicho sorbiendo un mate largo que suena como un

arroyito.
Por el arroyo bajan tres ninfas que aúpan a Andrés y le cantan la

lírica epopeya de su amor finalmente logrado: Martín se va con

Clara y él se queda con Inés dulcemente enamorado.

Clara, ninfa también por derecho de elección ejercido desde el

momento mismo en que se supo mujer, escucha y ve a las ninfas

de Andrés. Conoce, entonces, otro trazo del dolor y la esperanza:

- ¿Tú también, Brutus? –y lo envuelve en el manto del perdón

inmemorial e imperial, que está tejido con los hilos de una

comprensión profunda sobre los hechos. Y Clara, que había

llegado hasta la cocina para saber de Martín, se encuentra con

que sabe de Andrés y sabe hasta un punto en el que ya no le

parece bien callar.

- Bruto es el asesino más honorable de la historia –empieza clara

Casandra, dispuesta a mostrarle a Andrés su propia alma (la de

Andrés). –Tu amigo William habla muy bien de él.

- Es verdad –reconoce Andrés y piensa por qué en la noche cruda

en que sus amigos escritores celebraron tertulia en su cama el

gran Shakespeare no estaba entre ellos. Clara aclara vicaria:


- Es el único de los que matan a César, que lo ama. El amor

figura entre sus razones: porque le amaba, lo lloro; de que fue

afortunado, me regocijo; como a valiente, lo honro; como a

ambicioso, lo maté. Lágrimas para su afecto, alegría para su

fortuna, honra para su valor y muerte para su ambición.

Cuatripartitas y juntas. Así es siempre, Andrés. Somos

marionetas tironeadas por innúmeros hilos, sin el consuelo de un

titiritero que nos unifique. ¿Tanto la amaste?

Una pregunta siempre abre. Aunque más no sea, abre la hendija

que obtura enseguida cualquier respuesta convencional. Por eso

su signo tiene forma de hoz. Clara la maneja como un bisturí,

sólo el daño necesario. Clara cirujana mira a Andrés con una

mirada depuesta, sin consistencia alguna. Es una mirada que no

ve, porque sabe que si ve antes de que Andrés muestre, nunca lo

verá. Clara mira para ver claro. Mira para que algo fluya de ella a

él. Algo va de Pedro a Pedro. Andrés ve el camino de la mirada

clara y le gustaría tantearlo con las manos, olisquear sus

arbustos, ponerse una piedrita en la boca para ver a qué sabe


antes de pisar la mirada clara.

Pero es tan clara la mirada que tierra y pedregullo se convierten

en agua. El efecto de la luz, a la luz del afecto, todo cambia. Y el

agua clara de la mirada moja los pies de Andrés en marea suave,

silente. Andrés empieza por sacarse los zapatos (es una manera

de decir) y, sin adentrarse, deja que la claridad del agua ilumine

sus pies hasta mojarlos. Cuando siente que la ternura le moja los

tobillos, abandona sus zapatos al borde del camino y comienza a

hollar el agua:

- No es que la haya amado lo que me lastima. Es que la amo –

dice y eso deja huella aún en el agua.

Clara no hace olas y él se sumerge. Bracea en su amor, inmenso

como un mar para los ojos, como Roma en el tiempo, en el que

mora y morará porque es la mora del postre de su vida. Y gime

agudo, aúlla de no llamarse Omar. Oh, mar. Ah, mor.

Sale del baño resplandeciente, cuajado de los minúsculos

diamantes del agua. Y Clara respira hondo porque sabe de los

peligros de las inmersiones profundas. Andrés quiebra uno de los


diamantes de su piel como si fuera apenas un huevo, el amor lo

sorprende con su fuerza. Y el destello de la piedra más dura le

fulgura entre los dedos y alcanza su mirada y su alma:

- ¿De qué le serviría a Martín que yo le contara? –ya ofrece, se

ofrece pero quiere saber los beneficios de su sacrificio. Clara

Casandra retoma su oficio (y como sabe de ofidios, anda con

cuidado):

- ¿Inés te amó?

- Qué no daría por saberlo –una sombra negrísima se cierne

sobre el hombre recién resplandeciente. –Pero no hay oráculo

sobre el pasado.

- Andrés, yo quiero a Martín. Y creo que si él conociera tu amor

con Inés, sería más libre de ella. No sería el único a velarla.

Sabría que ella también quedó en vos. Que no la dejaría tan sola

si empieza a quererme. El duelo también es la compañía que

hacemos a los muertos para no sentir el desgarro de “Dios mío,

qué solos se quedan los muertos”. Porque no podemos pensar la

muerte: un muerto nunca está solo, ni acompañado, un muerto no


está. Y eso, cuando estamos, es inconcebible. Contale todo lo que

hay de Inés en vos para que sepa que ella tiene otros lugares

donde estar, que no habita exclusivamente en su alma. Entonces,

tal vez, no le parezca tan cruel que yo vaya ocupando sitio en su

amor.

Clara clama claros. Andrés ansía ainés.


Capítulo 23: Por el bien de los otros

Por ese bien caminan codo a codo Bruno y Funes. Por ese bien

saltican la alegría adolescente y el saber que se puede. Porque

puedo y porque quiero, música de la moral más alta.

Es que van munidos: en los brazos portan tres películas

pornográficas y sus corazones laten un plan de salvación

altruista. Sienten que llevan oro, incienso y mirra bajo la forma

de “Elvira, zoo y fitofilia de una colegiala”, “Elvira ajedrecista,

exhibición de simultáneas” y la más llana “Elvira y los


hooligans”. Munidos material y sentimentalmente, se encaminan

al lugar donde la vida ya calma aún clama: la viva vejez que

insiste en ser feliz, tan humana insistencia.

Cuando llegan al geriátrico es la hora cónclave. La senectud en

pleno se congrega frente al televisor a mirar viejos programas

grabados (gravados y gravosos) de matinés. La gente de la

pantalla es gente de otro tiempo, de cuando todos eran jóvenes.

La videoteca de los abuelos ostenta esa joya: la colección de

doce videos de “Tardes con mi tía, variedades para la familia”. Y

todas las tardes, cuando ya va a anochecer y empieza a

corroerlos el miedo o la esperanza de que no haya amanecer, al

menos para ellos, ellos espantan al murciélago de la anochecida

viendo a la gordita de rulos tan señora de la tele, la tía Mirta con

sus invitados.

Cuando Bruno y Funes llegan, la tía Mirta, en un intento de

desacartonar la pantalla, acartona un fox trot en brazos de un

mulato invitado. La platea, en su huida de Samarcanda,

acompaña el baile con un palmoteo cómplice o un balanceo más


vivo del sillón, sin faltar quien se arroje en brazos del ejemplo de

la tía y extreme su conducta hasta dar unos saltos jocundos frente

al televisor. Sí, todavía están ahí, protegidos del letargo del

vampiro por esa tía circunspecta y comedida que los ha

precedido en el camino de la vida. Magdalena, aunque no ve, es

una de las espectadoras más fieles y entusiastas. Los que la

flanquean se turnan en la narración de las peripecias televisivas.

Cómo florece el crepúsculo en las sonrisas de la sala y en las

flores del jardín. Como si todos los seres, orgánicos y no, que

habitan el reducto de la reina vejez, se vistiesen con tules de

anochecida en fiesta que aleja el no ser. Funes y Bruno se

abruman. Brumas vivificantes que pasan por entre los cuerpos

que reposan a placer. Una charla aquí, un comentario allí y una

sonrisa siempre.

La tía aboga por el orden en el hogar, no al bogar de objetos.

Cada uno en su lugar y para eso, ha invitado a José, el que lo

arregló y se fue, a que nos enseñe a construir una repisa. Muy

fácil, muy fácil, eso lo pueden hacer hasta las señoras –vocifera
la tía, que teme que su audiencia femenina sea ausencia durante

el bricolage.

Todos aprenden a hacer una repisa mientras corre el café con

leche y las masitas. Una cena liviana, al comienzo de la

anochecida, es lo que conviene a esta edad –asegura el protocolo

de la institución. José construye con la misma devoción que si

estuviera construyendo un arca: maderas que ordenan un espacio

salvándolo del caos. Cada objeto tiene destino de lugar en el

cosmos de José y los ancianos absortos.

Funes aprovecha que la bruma de Bruno y la consistencia de

Isaac traducen en palabras para Magdalena los gestos ciegos de

José y, cuando su presencia se diluye tal la de los gatos que

merodean perezosos entre las pantuflas de la concurrencia,

realiza el intercambio vibrante de cassettes en la videoteca. En el

lugar sempiterno que albergaba los cosmos Nª 10, 11 y 12 de la

tía Mirta, ahora huelga Elvira (que no huelga a nada), holgada,

nada circunspecta pero igual de comedida. Y la anochecida

recién empieza y es larga como un día para los ojos insomnes de


la vejez.

Mientras afuera el cielo se apaga, adentro se enciende la reunión.

Una mesa bien provista con sus manteles largos en los que

chisporrotean el blanco leche y el negro café, los aterciopelados

marrones de los bombones y las rutilantes jaleas de las masitas,

vistos a través de los licores traslúcidos. Es una hora de tregua.

El personal del geriátrico, reducido al nocturno número de tres,

se reúne a su propia mesa lejos de los viejos que gozan de una

independencia sin vigilantes. Recién después de medianoche

aparecerán los enfermeros dispuestos a convencer a los

rezagados de que es hora de irse a velar a la cama. Pero, mientras

tanto, la anochecida joven los despierta y los fascina frente a la

pantalla.

Funes y Bruno sienten que su hora es llegada y su misión fue

cumplida. En un rato empezarán a estallar los fuegos artificiales

y, tal vez, algún ardor humano tiempo ha adormecido, pero ellos

se habrán ido, no estarán allí para iluminarse de esa hoguera.

Porque ya se despiden. Ya plantan sonoros besos en las tenues


mejillas de Magdalena que, como si supiera, hoy ni siquiera ha

preguntado por Jorge; ya estrechan las manos vigorosas de Isaac;

ya se encaminan a la puerta; ya son engullidos por la noche que

ahora señorea. Mientras en el televisor un primer plano de la tía

Mirta se despide con pesar de que el tiempo sea un tirano que se

agota pero con renovada confianza en que sus queridos

televidentes mañana estarán a la misma hora con ella. Los

televidentes, por supuesto, no esperarán a que el sol cumpla su

ciclo y ya ponen el siguiente cassette (el funes-to) para seguir

tomando café y licor en la grata compañía de la tía.

Isaac se ha adueñado del mejor oído de Magdalena que se toca

en el lóbulo con un pequeño rubí, y en él vierte los aconteceres

minúsculos de la velada: “todavía quedan merengadas, ¿le

alcanzo una o prefiere un bombón de menta?” Y a la vez, le sirve

otra copita de ese licor de naranjas amargas que tan bien le sale a

la hija de don Jaime y que es tan apropiado para las estrecheces

de estómago y de articulaciones. Algo de las ternezas dormidas

de Magdalena se despierta y remolonea pensando que si Jorge no


vuelve a escribirle, extrañará sus cartas. Pero la voz grave, dulce,

lustrada por los años de Isaac, la distrae:

Parece que la tía Mirta ha invitado a su programa a una niña

prodigio versada en ciencias naturales, animales y plantas. La

niña no es de mal ver. Lleva un pulcro guardapolvito blanco, de

esos que se abrochan por detrás con una larga hilerita de botones

y alforzas profusas por adelante, cuya tela ya siente las urgencias

de la pubertad turgente. La niña está en su cuarto saludando a sus

mascotas. Abraza con ternura a un conejito, se saca los zapatos...

Fity, a la que la niña llamaba, es una lagartija que se le trepa

contenta hasta el hombro, la niña la besa... Debe estar muy

cansada porque más se arrastra que camina, aunque no parece

mal alimentada, no. Ahora acaricia muy despacio unos tronquitos

de bambú. Los hay de todos tamaños. En agua con infinitas

raíces, sequitos. Se ve que es una niña cariñosa con la naturaleza.

En extremo fatigada, se tiende en la cama. Los animalitos la

acompañan. Empiezan a confortarla, tímidamente le lamen las

manos. La niña descubre sus muñecas. Es bien sabido que esa


zona es un centro vital, allí se impulsa a la vida con suaves

frotamientos o se la derrama con un corte cruel. A la niña parece

reanimarla el lengüeteo de los animalitos. Pero el conejo salta

sobre las piernas de la niña y se queda quietecito, ronroneando

de gusto. La niña se acalora. Acomoda a la lagartija junto a su

amigo el conejo y empieza a aliviarse del guardapolvito. Está

apenas incorporada y ya un poco jadeante por el calor. No se ven

los animalitos. Los deditos tropiezan con la inacabable familia de

botones. Qué prendas tan castas se usaban en aquella época,

¿verdad, Magdalena? Más castas aún que las masculinas sotanas

porque los botones se hayan vedados a las propias manos en la

espalda, destinados tan sólo a la madre o a la nodriza pródiga en

cuidados. Pero la niña se las arregla muy bien. Ya el cuello de

organdí no oprime su garganta, ya pierde resistencia el último

botón, ya la organza vuela en sus alforzas lejos de la cama ¡Santo

Dios!... Magdalena, la niña es una mujer... una mujer que está

desnuda.

A Magdalena el programa le interesa más que nunca. Isaac, no se


detenga. Pero, Magdalena, la lagartija se le ha trepado al pecho

que, como ya le he dicho, son de mujer. ¿Y el conejo, Isaac, el

conejo? ... Magdalena, se ha unido a su hermano moreno y han

entablado un tete a tete i n a b a r c a b l e. Esta última

palabra es toda al oído de Magdalena, inabarcable también ella

con su promesa rubí fulgurando en rojos al final. Isaac siente que

el llamado del rubí lo inflama y su flama vertida tan

amorosamente en ese huequito que lo oye recorre el cuerpo de la

oyente hasta alcanzar recónditos. Don Isaac, continúe.

Magdalena, la lagartija ya la recorre, la mujer es un país

volcánico. Esta vez Isaac vierte lava en el oído. Lava de la suave,

tibia y untuosa como la miel. Magdalena se dulcifica hasta en los

intersticios. Y ¿qué más, Isaac, qué más? Quemás, Isaac, piensa

el hombre y se lanza a la conquista de la mujer de al lado que

palpita mejor afinada que la de la pantalla. Oh, Magdalena, ahora

ha tomado un trozo de bambú y lo saborea como si se tratara de

un sabor perdido y estuviera a punto de recuperarlo. Y sí, la boca

de Magdalena se humedece para recibir el sabor y la lengua se le


torna ávida. El rubí resplandece como nunca y encandila a Isaac

que no tiene ojos más que para Magdalena y empieza a ver el

mundo según un prisma que violenta la luz al rojo. Isaac, ¿siente

ella el sabor del bambú? -en susurro anhelante Magdalena. Sí, M

a g d a l e n a, sí, quisiera que su nombre fuera todavía más largo

para paladearlo más. Tiene un nombre generoso, Magdalena, por

suerte no se llama mezquinamente Ana o Ema, nombres que

enseguida se terminan. Magdalena, largo como una vida larga –

susurra aún más anhelante Isaac. Isaac también es bonito –

asegura Magdalena- tiene aaaa. Y calla temerosa de haber dicho

demasiadas aes. Pero Isaac ya no puede callarse: Magdalena. Sí,

Isaac, sí, cuénteme qué hace ella. Magdalena, ella se vuelve

exquisitamente de costado –informa Isaac y Magdalena, dócil y

palpitante, se vuelve hacia él. Pero enseguida vuelve a ofrecer el

rubí, divinidad que da entrada a la voz. El rubí le impetra a Isaac

que no se detenga. Isaac no se detiene. Con los brazos abiertos

rodea todo el promontorio que se corona con esa gruta ya

sagrada para él y a la que lo invita ese dios rojo fuego que


centellea urgente. Hacia el oído de Magdalena avanza todo Isaac:

Magdalena. Sí, Isaac, cuénteme qué hace la colegiala. Oh,

Magdalena, la lagartija se entretiene mordisqueando en las dunas

altas, al calor del aliento que brota de los labios abrasados. Y el

conejito, el conejito blanco, Magdalena, se ha entregado

voluptuoso al abrazo de su hermano moreno. Mientras el bambú,

oh, Magdalena, el bambú se interna suavemente, si hasta

pareciera que se ha ondulado, dulcemente penetra en las dunas

bajas rumbo al más allá.

La cabeza de Isaac llega plena de ardor al hombro de Magdalena

que se ahueca concupiscente y ambos entonan al unísono la

suerte del bambú.

Pasado el estupor, los dos se yerguen en sus sillones mas las

manos permanecen unidas.

De Elvira ajedrecista, Isaac podó despiadado en su relato.

Apenas dejó tres romances sucesivos; arrancó de raíz, como a

malas hierbas, las simultáneas. Y Elvira y los Hooligans los

encontró fuera de su alcance, tocados por la luna, en pleno


jardín. Caminaban lentamente, como si estuvieran a punto de

encontrar algo perdido hacía ya mucho tiempo. Y al llegar a las

hortensias lo encontraron juntos. Porque Isaac la besó.

Y ahora, lector infiel, que te distraes en romances otros, vuelve a

los protagonistas, desamparados de intervenciones.

Capítulo 24: El pecho del amor tan lastimado

Andrés solo camina. Con la mujer de palabra clara resonando en

sus oídos. Andrés solo camina. No irá a buscar a Nadal. El juego

ha terminado. Salió negro e impar y tiene que decírselo a Martín.

Tiene que decirle que la tan suya Inés de su alma también era un

poquito de él. ¿Qué tan poquito, Inés, la que hace que el cielo se

vuelva más azul? De un azul tan lastimado. Andrés camina esta

tarde al encuentro de Martín que sale del trabajo y al encuentro

de caminar tan solitario sale el íntimo, el que se lleva adentro,

poeta del tiempo, César Vallejo.

Dice Andrés en salutación angélica: -Graniza tanto como para


que yo recuerde y acreciente las perlas que he recogido del

hocico mismo de cada tempestad.

- A trastear, Hélpide dulce –lo invita dulcemente a un viaje por el

infierno, César.

Es sabido que las tierras infernales se recorren con un guía

preferentemente poeta, en su defecto astrólogo. Andrés entiende

que su guía es César y se interna en las ignotas regiones donde a

precio de éter se pierde la vida. Ignotas mas no ignaras. El

infierno de César está en lo propiamente vivido. No es el de los

otros, como el que recorrieran Dante o Adán Buenosayres. Es el

propio singular. El que se lleva a cuestas hasta la Samarcanda

última. El que se abre en el verso “Yo nací un día que Dios

estaba enfermo (grave)”. De yo se trata y hay que vérselas con

él. Con el yo en el tiempo. Lo que fuimos hasta cuando no

éramos, cuando principiábamos a ser en nuestros abuelos. La

herencia de los pecados, la dentera de las uvas antes de Yahvé.

Por esa calle dobla Andrés, codo a codo con Vallejo. Y salen a un

patio grande y heteróclito como un mundo. Allí juega el abuelo


de Andrés cuando era un niño. Es un patio desangelado, a

revoque visto y suelo emparchado con baldosas descoloridas. Un

patio que los mayores no usan, solo los niños pueden poner a

jugar allí a sus almas. Es una mala época para los niños, nadie se

extraña ante sus cadáveres. Todas las familias tienen sus niños

muertos. Y los niños juegan en el medio de las ausencias. Andrés

no quiere entrar a ese patio donde se juega con los juguetes de

los muertos. Pero ahí viene su abuelo con la muñeca de Cándida

en las manos. El abuelo de Andrés tenía cuatro años cuando fue

con su mamá y su hermanita Cándida, de sólo dos años, a un

orfanato. En el patio que Andrés no quiere mirar su abuelo es un

niño de seis años, a punto de empezar la escuela. Nunca nadie le

explicó al abuelo de Andrés que Cándida había nacido de los

amores ilegítimos de su madre y que por eso, esa niña todo

candor, constituía una vergüenza que era preciso ocultar en un

orfanato, lejos de la vista del marido patriarca. Sólo muchos,

muchos años después, el abuelo de Andrés pudo poner palabras a

esa vuelta del orfanato a la casa, tan mermados su madre y él, sin
la niña. Andrés mira ese infierno en que su abuelo niño juega con

la muñeca hermana. Niños tan solos en su infancia. Andrés mira

y recuerda cómo siguió la historia: la mamá del abuelo concibió

otra niña, legítima esta vez, y la llamó Cándida. Y tal vez creyó,

eso Andrés no lo sabe, que no hubo pérdida. Cándida por

Cándida. Una mujer despiadada su bisabuela.¿Y él, el propio

Andrés, qué hay de su despiado? ¿Pasará con su ejército de

renuncias, de no saberse estar en lo alto, por el verde césped del

candor de Bruno? ¿Acaso con el mismo gesto con el que su

bisabuela abandonó a Cándida, él le dirá a Bruno que fue el

amante de su madre? ¿Permitirá que Bruno se entere? ¿No sería

como despojarlo de sus mayores, abandonarlo en la orfandad de

un mundo sin sírvete, ni súplica, ni madre?

Andrés huye del patio con sus visiones colmándole el sentido. A

la fuga, fiel, lo sigue César y le dice, compañero, mientras

refrescan el resuello: “Son las caídas hondas de los cristos del

alma” y Andrés se agacha aturdido, como si fuera a recoger a los

caídos. Cándida no volverá a ser abandonada. No por Andrés que


aúpa a Bruno y promete salvarlo del furor de sus mayores.

Trastabillando, con Bruno aún en los brazos porque todavía falta

para encontrar un lugar seguro donde apartarlo, Andrés mira a

César con dos charcos de culpa empozados en la mirada. Pero

César, sabedor de infiernos, lo adelanta ya a otro patio. Ahí,

donde juega el mismo Andrés de siete años. A veces juega y

otras, muchas, es jugado por su compañero de juegos. Un

hombrón de once años que todos esperan que Andrés proteja

porque el gigante tiene Síndrome de Down. Las dos familias

viven en la misma casa, las madres son amigas y alientan en sus

hijos una amistad sin fisuras. Pero Andrés tiene la sensación de

que juega con un troll. Y Andrés adulto mira la escena con un

vagoroso malestar. ¿En qué se parece el troll a Martín? Y de un

golpe recuerda, ve. En un rincón del patio aparece una parrilla al

rojo, fulgurante de brasas, lista para el asado. Al troll el fuego lo

entusiasmaba más que nada. Y Andrés vuelve a ser aquel niño

escuchimizo y esmirriado que ve venir al troll contentísimo, en

algarabía, una idea de fuego revoloteándole los ojos. Algo en


Andrés se asusta pero no tiene tiempo a pensar porque ya es

firmemente llevado en volandas hasta la parrilla. El troll lo alza

feliz. Tanto como ama al fuego, ama a su amigo Andrés. Con los

dos hará uno. Amigo fuego, se relame. Y ya lleva a cabo la unión

de sus amores, ya grita Andrés enardecido, cuando el troll lo

suelta ileso de físico pero espiritualmente abrasado. Al lado de la

parrilla el troll se frota las manazas, sorprendido y compungido:

su amigo el fuego lo ha mordido, a él, que tardaron diez años en

enseñarle a no morder. Pero Andrés no se entera de la sorpresa

del troll porque otra vez salió corriendo, como a los siete años.

Dejar de correr, piensa Andrés a la carrera. Dejar de correr

porque no hay adónde. Ya lo supo cuando escapaba del troll:

tuvo que esquivar a su madre que avanzaba con una bandeja de

vasos para la mesa y lo vio pasar como una exhalación. Si

hubiera caído en brazos de su madre, habría vuelto de inmediato

a los abrazos del troll, inocente le decía ella aunque más de una

vez lo culpara de las desgracias de su amiga. Inocente de su

culpa.
Y Andrés nunca fue inocente, ya le daba considerable culpa que

a veces el troll le causara repugnancia. La baba, Andrés no podía

evitar el asco a la baba. Pero, cuando no babeaba o más allá de

su baba, Andrés lo quería mucho, muchísimo.

Andrés se detiene y no ve a César que se detiene también, a su

espalda. La repugnancia traicionaba su amor, él no era capaz de

amar al troll hasta en su baba. Y tampoco fue capaz de amar a

Martín al punto de Inés, de renunciarla. Su amor nunca es lleno,

siempre tiene un agujero de traición. También el de Inés, no la

ama al punto de nieve, coagulado, hierático de perder a Martín.

Perderlo para Clara. Su amor siempre es agujereado y por ese

agujero ve la dirección de su deseo. Callar sería una segunda

traición a Martín y él no está dispuesto a consentirse.

Siente que por sobre el hombro lo llama una palmada, César sabe

que Andrés vio los agujeros de sus amores. El corto viaje por el

infierno ha llegado a destino y el poeta le da un abrazo

emocionado, qué más da, emocionado. Luego se aleja a cuestas,

cargando el tiempo. Andrés camina a brújula viva, con pasos


enflechados de deseo. Y allí nomás –el deseo es certero- se

abalanza, choca y se desparrama en el pecho de Martín.

- Querido, si fueras una mujer… -dice Martín en cuantito se

rehace del encontronazo que dio por tierra con la carpeta de

planos del amor más desconsolado, afortunadamente bien

cerrada- ¿Qué hacés acá?

- Te venía a buscar.

- ¿Para qué?

- Para hablar… -pero no lo dice cargado, ominoso de sentido y

Martín lo entiende como un hablar para quererse de los muchos

que tiene con Andrés. Entonces le pregunta por el equipaje para

las vacaciones, si tienen todo listo para salir a la mañana

temprano. Qué ganas de río y pesca. De cielo abierto sobre su

pesadumbre. Hasta de insectos, de los de campo, esos peludos de

regalo. Andrés le asegura que hacia allá van, ya compró la

comida y los insumos de pesca, solo hay que armar las mochilas.

Y el otro lo mira sonriente, agradecido, Amigo andrés. Y la pura

amistad rompe una cuerda del laúd del alma de Andrés que mira
a los ojos de su amigo para decirle:

- Yo también quise a Inés – y cuando dice “quise”, dice

precisamente eso y Martín no alberga duda del sentido de su

querer.

No se le caen los planos pero muy parecido. Aunque tal vez no

se le caigan porque cuando los diseñó tuvo en cuenta esa fisura.

Él lo supo cuando volvió del viaje. Vio la fisura en Inés y no

quiso mirar. Y la vio ir cicatrizando como una herida. Y en los

últimos tiempos ya la había olvidado, su piel tan sin marcas.

Ahora vuelve a verla a través de los cafés que humean, esa

infusión tan humana. Entraron en un bar sin que ninguno de los

dos invitara y se sentaron a una mesa poniendo entre ellos ese

símbolo en pocillos. Andrés agrega un poco de humo de tabaco

para estar más acogidos, más protegidos. Y así arropados

empieza a contar. A contar en presente, de su amor de hoy que

comenzara cuando Martín se fue de viaje, o tal vez antes, en

metamorfosis sucesivas. Cuenta y cuenta pero Martín sólo oye la

voz de Inés negando la evidencia. Él le preguntó si algo había


cambiado y ella lo negó. Él le preguntó por ella y ella se negó. Y

él, agradecido por sus negativas pero ya sabiendo le preguntó si

lo había esperado sin amores. Y ella por tercera vez. Pero Martín,

ahora, con ella muerta, Dios mío muerta, no va a aceptar

desmentidas. Quiere seguir agradeciendo que Inés negara y no

quiere saber que sabe. Por eso las tremendas olas del dolor de

Andrés no lo mojan. Ni siquiera cuando el llanto, convertido en

lava, se retira de las ruinas de Andrés que murmura en plegaria:

- La quiero tanto que lo que más me lacera es no saber si alguna

vez me quiso.

Martín se crece en el peor sentido de la palabra, se crece sobre

las ruinas de su amigo despojado: Andrés nunca lo sabrá, Inés

fue mía hasta en su amor por él porque soy el único que lo sabe.

Martín siente que el secreto deja su virilidad incólume. Además,

no saber del amor de Inés es un justo castigo para el pecado de

Andrés. Él no sabrá nunca que ella lo amó, piensa Martín y un

veneno le pellizca el alma. Porque él sí sabe, ya no está

amparado por el antídoto de la piadosa ignorancia. Y de nuevo


Inés negando. Su dulce terquedad. Tres veces, Inés, al negarlo,

eligió a Martín. Y él vuelve a agradecerle su no maravilloso. Y le

agradece también, aunque todavía no lo sabe, que su dulce

estatura alcance por fin su justa medida, dejando espacios claros

en la vida de Martín.

Andrés no ha dicho más. Ha recogido y aventado las cenizas de

su llanto y espera de frente la sentencia que de un momento a

otro proferirá Martín. Y Martín que sigue engrandecido a costa

de la talla de Andrés. No juzga la amistad, juzga el hombre.

Absorbiendo lo menguante, la voz adusta de Martín exige

encaramada a lo exiguo:

- Vamos. Hay que seguir viviendo.

Capítulo 25: A la caza alcance


Y abatíme tanto, tanto
que fui tan alto, tan alto
que le di a la caza alcance.

San Juan de la Cruz

Los látigos de la mañana restallaban en las puertas y ventanas de

la casa de Martín, Bruno y Andrés, que trajinaban. Los varios

látigos. Los del vigoroso sol cercano y los de los caballos del

alma. Martín y Andrés fustigaban sin descanso al corcel negro y

al corcel albo.

La bestia negra de Martín lo encabritaba a guardarse para sí a

toda Inés. Aún esas partes que no eran de él. No, no iba a decirle

a Andrés que Inés se había enamorado de él, aunque sea un

poquito. No va a contarle jamás lo que ahora ve tan claramente:

cuando él volvió del viaje supo que algo había sucedido.

Descubrió enseguida una reserva en los territorios de su adorada.

Cierto que duró poco tiempo y fuera de la reserva Inés lo amaba.


Siguieron siendo felices y él se había ido olvidando. Pero la

confesión de Andrés volvió a iluminar esos rincones que hacía

tanto que no recordaba. Y llevó la luz hacia donde Martín nunca

había querido mirar, al cuerpo del otro. Y ese otro resultó ser

nada menos que Andrés. Carajo, que no se puede confiar en

nadie. Andrés de los Altos Pactos que rata viniste a ser. ¿La

habrá tocado? Dios, que haya sido platónico porque lo mato. ¿La

habrá besado? La habrá besado e Inés se dejó besar. Qué puerco.

Yo no besé a Clara. ¿La podría besar?

Ese es el arreo de la bestia clara. El corcel blanco comienza a

asumir estampa. Ya sube, ya comanda. Asciende el carro del

alma de Martín. ¿Podría él besar a Clara? Palabra que hasta este

momento no lo había pensado. Recién ahora que Inés se dejó

besar por Andrés a él se le ocurre que podría besar a Clara. ¿Le

gusta Clara? Tampoco lo había pensado pero si lo intiman a

responder, responderá que sí. ¿La va a besar, entonces? Sólo Alá

en su infinita sabiduría...

Así, así conduce el albo derechito a Alá, el misericordioso.


Los corceles de Andrés tampoco conocían reposo. Tan pronto el

negro con empellón salvaje lo sumergía en la infamia de haber

traicionado Altos Pactos, como el blanco en majestuoso ascenso

lo llevaba a las altas esferas fijas de su amor por Inés. Y también

por Martín, para que tenga la libertad de amar a Clara.

Así tironeados, Andrés pensaba que Bruno todavía no estaba a

salvo. Todavía guardaba él, un niño, esas cartas adultas de

renuncia, de amor y de ignominia. Las últimas palabras con Inés.

La clandestinidad con ella, ese combate de desenlace irresoluble.

Querida Inés, querida, ¿cómo voy a saber si me amaste? Perdida

y lejos, mi andina y dulce Rita. Ya ves, se lo dije a Martín. Le

conté de mí pero no de vos. De vos no puedo contarle porque no

sé. ¿Podría haberle dicho ella también me quiso? Pero no lo

hubiera dicho. Tu amor por mí sería mío y no lo mostraría a

nadie. “Si me amaras, ¿qué sería? Una orgía.” Sería la

confirmación. Las ganas de quedarme plantado en este libro, en

la poca historia de nuestro mucho amor. Tu muerte continúa, mi

vida continúa. Y es menos vida si no te sé un poco mía, si te creo


tan sólo ajena. A mí que, como verás en estas páginas, nada de lo

tuyo me es ajeno. Decime que algo de tu amor fue mío y

entonces te seguiré escribiendo. Te contaré lo que pasa en este

mundo. Y otras cosas bellas y cuentos sin final, de los que siguen

contando para no terminar. Una vez quisiste que te cuente y te

voy a contar. Si tan sólo supiera que esa vez me quisiste sabría

también que me vas a escuchar. Te daré historias de sabores

varios, que huelan y se coloreen en relieve quebrado; paisajes

leves y aleves, espacios y tiempo creados con la sustancia de tu

ausencia, con esa falta tan sin fondo adonde van a parar mis

pasiones más ardientes y mis sueños más caros.

Andrés trata de cerrar trato con Inés mientras prepara el bolso

con los aparejos de pesca. Dando un salto, un sedal huye raudo

de entre sus pares y emprende una fuga de vértigo a todo lo largo

de su extensa longitud hasta detenerse exhausto ante la barrera

de la zapatilla de Bruno que estaba en su cuarto preparando la

mochila. Andrés cae como una turbamulta a los pies del sobrino

en pos del sedal. Se levanta metódico y sentándose en la cama de


Brunito se pone con dedicación exclusiva a enrollar el irredento

a punto de enredarse. Andrés se abstrae en evitar el enredo y

¿qué oye cuando Bruno le dice:

- Tomá, tío. Es el pendrive de mamá con las cartas. Se lo mostré

a Funes y me dijo que me dejara de joder, que esas cartas son de

un libro, seguro. A vos te van a gustar –y sonriente y tan seguro

le alcanza las palabras del alma de Inés y Andrés? ¿Qué oye

Andrés? No lo sabe. Pero suelta el sedal, que aprovecha tan

inesperada libertad para reemprender su carrera enloquecida, esta

vez hasta los pies descalzos de Martín. A ellos se arroja Andrés,

casi fuera de sí, teniendo el pendrive con las dos manos y no

pudiendo por esto atrapar el sedal. Martín lo mira un tanto

desconcertado pero Andrés ágilmente se pone de pie sin utilizar

las manos tan preciosamente ocupadas y va hasta su cuarto, besa

el pendrive y lo guarda en el fondo de su equipaje.

Martín recoge el sedal y empieza a enrollarlo. Y todo él se

enrolla maligno alrededor de lo que nunca le dirá a Andrés. Inés

es completamente suya. Y lo que de ella le fue ajeno, no será de


nadie y menos de su legítimo dueño, el cabrón de Andrés.

Cuando finaliza el enrollado conjunto, guarda el sedal en el bolso

y lo cierra. Lo pone con los otros, en el piso, junto a la puerta de

calle y cuando se incorpora ve a Bruno y a Andrés con sus

equipajes ya listos en la mano. Los tres están preparados para el

viaje. Recorren la casa dejándolo todo en orden y vuelven a

confluir junto a la puerta de calle. Ceremoniosos los dos

hombres, con las maneras graves que impone saberse culpable de

traición recíproca, cargan el auto. El joven sólo oye música

mientras acarrea equipaje y está muy lejos de sus mayores,

eligiendo qué sonará en su documental.

Bruno escucha música. Martín conduce, Andrés a su lado ceba

mate.

Bruno escucha música. Andrés conduce, Martín a su lado ceba

mate.

Y así, con Bruno escuchando música, llegan a la noche al río del

destino y arman un refugio. Su hogar de hombres. Ya han

comido durante el viaje. Martín hace un fuego, Andrés se


acomoda al lado y Bruno se aleja por la orilla escuchando

música. El silencio es inmenso. Todo está callado, hasta el río,

porque ellos no hablan. Los grillos, el viento y hasta lo mudo se

vuelve más mudo porque Martín calla. Se miran a través del

fuego y el silencio se endurece, se arraiga. Los ojos de Martín

son de acero, los de Andrés, de agua. La boca de Martín se

mueve pero no dice nada. Andrés va a llorar y escucha pero no

oye nada. En ese silencio de fuego en el que los de abrasan,

Andrés retumba y a tumbos va a cortar la amarra de la palabra.

Extiende su mano amiga hasta tocar las llamas y ahí se queda,

palma mordida, inmóvil brasa. El dolor del fuego empieza y la

danza del silencio se acalla. Martín empieza a mirar y mira la

mano de Andrés en las llamas. Y lo llama dulce, y lo llama

suave, con la voz de un agua que baja en torrente lo baña

quedito:

- Andrés, Inés te amaba.


Epílogo: Dos años después

Querida Inés, querida:

tomo mi pluma, mi cielo tan azul. Mi pluma en tu cielo y sí que

sabés hacerla volar. Sostenida y hacia arriba, tremolante. Nuestra

bandera tremoló triunfal y yo te cuento. Con todo tu azul a mi

alcance, en torno a mí, en torno a vos y entorno. Entono y

entrono, para que se hilvanen mis palabras en collar de adorno.

Hoy te inauguran, un domingo de buen sol. Estás espléndida:

reclinada entre jardines diversos, de cara al cielo. Como la

gigante de Baudelaire despertando en mí el amor entero de un

pueblo. Tus rodillas se empinan en alturas diferentes y ofrecen

miradores a un jardín de rocas y bambúes, la una y a una floresta

de entrelazados eróticos, la otra. Un pie se te hunde en la tierra

abriendo una gruta veteada y el otro se alza sobre el talón para

dar con las cinco terracitas de tus dedos a una gran catarata.

Tenés un brazo cruzado sobre el vientre, apenas arriba del

ombligo y es un puente que une tus orillas y la gente va y viene a


tu través. Cielo, estás desbordada, hay gente en todos tus

doquieres. Tanta es la vida de este ir y venir.

Tu otro brazo se apoya en codo firme sobre la tierra de trópico de

un jardín inicial, de primeros tiempos, de ¿antes del Edén?

Estás tan viva que no se sabe si te estás recostando a tomar sol o

si te estás levantando de una siesta al sol.

No vayas a levantarte e irte con todo este mundo a cuestas. Tenés

la fea costumbre de no irte sola, te llevás el mundo cuando te

vas. Por eso te trajimos de vuelta, entre todos y cada cual a su

manera. Inés, inesperada, aquí estás cuando ya parecía que la

muerte podía más que el amor.

¿Viste lo que hizo Clara? Rescató uno de tus amores. Y no hablo

de Martín, náufrago tan infatigable de tu muerte que dio por fin

con una costa clara. Te hablo de la encina de la autopista. ¿Ves

qué bien queda? Como si estuvieras a punto de apoyar la cabeza

entre las ramas o como si acabaras de enderezarla de entre ellas.

Y tu cabello, Sulamita. También fue una idea clara, largos rizos

vidriados desde el follaje a las raíces. Con ascensores para dar


paseos a todo lo alto de la encina.

Y todo está tan lleno de pájaros. Martín se reía de tu plenitud de

alas con la risa en los ojos, como quien logra hacerle un corte de

manga a la muerte, a tu tanta muerte, mi amor. Y tu hijo filma,

también con la pasión de tu tanta muerte. Como yo te escribo.

Inesperada, volviste, estás aquí con cada uno. Sos una película,

un libro, un edificio. Otra vez en el mundo y entre nosotros. El

tanto amor pudiendo con la tanta muerte.

Te estoy mirando sostenido en cielo tan azul y veo a Bruno, que

deja la cámara para reírse con todo el cuerpo. Está filmando las

intervenciones de Funes entre la gente y se ve que ésa estuvo

buena. Viene hacia acá.

Ja, ja. Acabo de ver a Funes. Está mostrando cómo usar

rectamente tu tan móvil arquitectura y adopta posturas ridículas

para conseguir que su cuerpo luzca perpendicular a tus curvas o a

esos ángulos difusos que te modeló tu marido. Me pone celoso.

Su amor por vos siempre fue tan magnífico, tan lleno de

felicidades... Sólo que el mío es más fuerte que la muerte. Te


amo y te estaré escribiendo.

Me están llamando para la foto de familia y el brindis. Ya

llegaron Isaac y Magdalena. ¿Y a qué no adivinás por quién

vamos a brindar Martín, Bruno y yo? Los tres a una, una vez

más. Brindaremos por las próximas historias que yo te escriba,

por los puentes que tus parábolas inspiren en Martín, porque

Bruno siga convirtiendo tu ausencia en presencias. Gracias, mi

amor, por mantenernos tan vivos. Gracias por tener noticias tuyas

Andrés

Índice

Capítulo 1: Quién sabe

Capítulo 2: Espárragos

Capítulo 3: Al Lorca de la amistad

Capítulo 4: Bruno contempla absorto un combate

entre el Amor y el Honor

Capítulo 5: La penitencia de Andrés

Capitulo 6: Otro tramo, penitente


Capítulo 7: Los tigres de la duda

Capítulo 8: Un hombre llamado Mario

Capítulo 9: Scire nefas

Capítulo 10: Todos los hombres son Mario hasta que

no demuestren lo contrario

Capítulo 11: Carmina Martín

Capítulo 12: Otra vez, espárragos

Capítulo 13: El gran Kieslowsky

Capítulo 14: Martín dibuja

Capítulo 15: Nocturno con tigres

Capítulo 16: Se filma “Queremos tanto a Inés”

Capítulo 17: Mario se confiesa

Capítulo 18: Con la frente marchita

Capítulo 19: Pizza a lo Arno Schmidt

Capítulo 20: Dos hombres llamados Mario

Capítulo 21: A mi(s)tad

Capítulo 22: Tocan a la puerta

Capítulo 23: Por el bien de los otros


Capítulo 24: El pecho del amor tan lastimado

Capítulo 25: A la caza alcance

Epílogo: Dos años después

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