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El Eufemismo
El Eufemismo
un acto de sutileza.
Antes se denominaba “pornografía” y hoy le dicen “material explícito para entretenimiento de
adultos”, aunque en realidad debería ser de adúlteros. Pero es que tampoco existe ya el adulterio:
ahora lo llaman relaciones impropias, que algunos no pueden practicar, aunque quisieran, porque
sufren de aquello que los laboratorios farmacéuticos definen como “disfunción eréctil”, y que
antiguamente se conocía como impotencia.
La historia es esta: hace unas cuantas semanas, a raíz de mi crónica sobre los lugares comunes, las
frases de cajón y las expresiones trilladas que se volvieron un sustituto del habla espontánea de la
gente, varios lectores de este periódico me sugirieron escribir una segunda parte sobre los
eufemismos que están acabando con el venerable idioma castellano.
Antes de seguir adelante, vale la pena dejar en claro que un eufemismo es la forma de guardar las
apariencias, de dorar la píldora, de disimular. Eufemismo es decirle “malversación de recursos
públicos” a lo que antes se llamaba peculado, y definir a su autor como un “defraudador del
erario”, cuando para eso existe una sola palabra en castellano: ladrón.
Política y deportes
En estos tiempos no hay ninguna actividad colombiana que esté a salvo de los eufemismos, trátese
de la política o del deporte. Los pandilleros de antes ahora son ‘bacrim’ y en el Senado de la
República les dicen “migrantes internos” a los que conocíamos como desplazados.
En el fútbol la cosa es menos trágica y más cómica. Para los narradores radiales no existe el
cuerpo humano. Cuando un jugador rueda por el campo lo que cae es “su humanidad”. Y si algún
adversario malévolo aprovecha la caída para darle una patada en la espinilla, lo que dicen es que
“le propinó un puntapié en la extremidad derecha”. Antiguamente, vigilar con especial esmero a
un rival habilidoso era “marcarlo”. Ahora es “referenciarlo”.
Las reuniones sociales son el caldo de cultivo donde el eufemismo se explaya como la verdolaga.
Ya no existe el aburrido aquel de todas las fiestas; ahora se llama “introvertido”. Y lo que era una
hipocresía ahora es una sutileza.
Los periodistas ya no hablamos de la Fiscalía General porque ahora se llama “el ente acusador”,
uno de los eufemismos más feos que haya oído en mi vida, y hasta confuso: cuando lo oigo
mencionar pienso que están hablando del lente acusador, como si se tratara de una de esas
cámaras indiscretas que ponen en la televisión.
Borrachos al volante
Las palabras más viejas y entrañables han ido desapareciendo ante semejante avalancha. La
familia, por ejemplo, en estos tiempos es conocida como núcleo primario de la sociedad. Hasta
hace poco me decían viejo, pero ahora me dicen caballero de la tercera edad. Lo malo es que ni
siquiera supe en qué momento se acabó la segunda.
Desde que el senador Merlano hizo lo que hizo aquella noche, las tragedias provocadas por los
choferes borrachos se han multiplicado. Una de ellas, entre las peores, es que ya no se llaman
choferes borrachos, como es su nombre castizo, sino ciudadanos que conducen bajo la influencia
del alcohol. O pasados de copas. De donde uno podría suponer que el abstemio, en consecuencia,
es un anticipado de copas.
Ya no los llevan a la cárcel sino a sitios de rehabilitación social, y ya no se llaman presos sino
internos. Tanto, que a mí me da pena contar que estudié toda la vida interno. A los muchachos les
aplican correctivos en vez de los antiguos castigos. Al plagio se le llama coincidencia. No existen
los manicomios sino los centros de rehabilitación mental. La antigua y apreciada maquilladora se
transformó en cosmetóloga, tal como el venerable peluquero acabó convertido en estilista.
De profesiones y oficios
Parece un chiste, pero el asunto está adquiriendo proporciones de catástrofe bíblica. Cuando yo
trabajaba en la radio, había un empleado joven y con ambiciones –lo que ahora se llama “con
emprendimiento para empoderarse”– que mandó imprimir unas tarjetas personales en las que
puso que su oficio era “ingeniero de comunicaciones y reparto de documentos”. Se trataba del
mensajero.
Pues bien: al vendedor ambulante le están diciendo últimamente “distribuidor informal” y he visto
contratos en los que las empresas de aseo identifican a sus propios barrenderos como “técnicos
sanitarios”. Y a la basura callejera le pusieron un nombre elegante: residuos sólidos urbanos.
Sin embargo, todo eso se queda chiquito ante lo que acaba de pasar en un edificio de Bogotá. La
administradora, primorosa ella, envió una circular a los inquilinos para informarles que se
acababa de producir “el retiro voluntario del distribuidor interno de recursos humanos”. Hubo
alarmas, consultas, asambleas, juntas extraordinarias, debates acalorados, revisaron diccionarios
y gramáticas, hasta que el viejo portero, al que ahora le dicen conserje, les explicó lo que había
ocurrido: que renunció el ascensorista.
La vida laboral se llenó de esas maromas verbales. El vendedor es ahora asesor comercial, los
trabajadores son capital humano, los productos de mala calidad se disfrazan como mercancía de
bajo presupuesto y el despido masivo pasó a llamarse ajustes en la nómina.
Epílogo
El eufemismo nació como un recurso de la delicadeza humana para no ofender a los demás, pero
ya no es un acto de sutileza sino una máscara. Fue por eso que Hannes Mäder escribió: “Todo el
que pretende imponerle su dominio al hombre, empieza por apoderarse de su lenguaje”.
A la antigua quiebra le dicen falta de liquidez o trastornos en el flujo de caja. Al soborno lo llaman
sobresueldo. Confieso que hace un par de meses, en medio del escándalo suscitado por los abusos
de la empresa Interbolsa, sentí indignación y repugnancia cuando leí una noticia en la que se decía
que las autoridades habían descubierto “una contabilidad indebida con el recurso de los
inversionistas”. Eso se llama estafa.
El lenguaje cambia porque cambian los valores. Aparecen nuevas palabras porque hay una nueva
ética, relajada y tolerante, que necesita disimulo, tapabocas y disfraces. También el lenguaje
también se nos volvió solapado.
JUAN GOSSAÍN