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El taller en la escuela
Hay dos modalidades de taller: el literario, modalidad de aprendizaje tradicional, el “maestro” imparte el
saber e impone los modelos, y del que rescatamos en particular el espacio dedicado a la revisión,
corrección y reescritura de los textos; y el taller de escritura, cuya implementación en el aula resulta
productiva, como ha demostrado el trabajo de Gloria Pampillo, recogido en su libro El taller de escritura.
Entendemos por taller de escritura una modalidad de aprendizaje grupal de la escritura, con un
coordinador que propone ejercitación y en la que el grupo de pares funciona como lector crítico de los
textos producidos. Esto, trasladado al aula, supone que el docente no es más el único lector de los
escritos de los alumnos, como en el caso de la composición, y cada autor deberá tener presente esa
diversidad de lectores en el momento de la producción. Esta modalidad de trabajo permite efectuar
una corrección más efectiva, desde criterios menos normativos: será fundamental la adecuación del
texto al público, al género, al tema, al objetivo del que escribe; y los compañeros, desde su propia
competencia discursiva, con la guía del docente, podrán formular objeciones y sugerencias. El criterio
será entonces la eficacia del mensaje. Se hace posible de esta manera comprometer al autor con la tarea:
¿qué busca con ese texto?, ¿lo logra?, ¿cómo? Los alumnos cobran así conciencia, a partir de la práctica, de
la especificidad del código escrito y de las ventajas y dificultades que presenta respecto del oral. Por otra
parte, la tarea misma de escritura lleva al deseo y la necesidad de adquirir saberes imprescindibles para el
dominio del código. Es frecuente que, en el transcurso de una tarea de taller, los alumnos consulten con el
profesor cuestiones de puntuación, ortografía o concordancia. Un riesgo que corre el coordinador de taller
es el de pretender aplicar una teoría. Y aquí surge la pregunta: ¿puede coordinar un taller alguien que no ha
escrito nunca?, ¿qué tipo de reflexión sobre la escritura puede hacer alguien que no la practica? El docente
que coordina una taller debe conjugar la propia experiencia de escritura con la reflexión teórica y la
orientación pedagógica. En el taller de escritura que coordino con Pampillo la tarea está dividida en dos
etapas: en la primera los docentes escriben a partir de consignas que apuntan a poner en escena
procedimientos o a trabajar con restricciones genéricas. Los textos se leen y se comentan en forma grupal.
También se da una bibliografía teórica que acompaña la ejercitación y que permite a los docentes formular
ellos mismos nuevas consignas de escritura. La segunda etapa consiste en la reflexión y discusión de los
aspectos pedagógicos de la metodología implementada. Esta reflexión es seguida de una puesta en
práctica. Los trabajos de los alumnos son traídos al taller docente, donde se los lee y comenta y se evalúa la
eficacia de la consigna propuesta. Pero la escritura de los docentes encabeza el trabajo. Es solo a partir de
esa experiencia propia de taller que podrán encarar un trabajo productivo con la escritura en el aula. Por
último, el docente cuenta hoy con el aporte de diversas disciplinas: el análisis del discurso permite dar
cuenta de fenómenos lingüísticos que quedaban relegados a la normativa o librados a la intuición del
docente; la pragmática y la teoría de los géneros discursivos hacen posible una sistematización y tipificación
de los enunciados teniendo en cuenta el contexto. Algunos psicolingüistas han llamado la atención sobre la
importancia de la metacognición en los procesos de aprendizaje de la escritura. Seguramente esta nueva
perspectiva llevará a un cambio en los contenidos y metodologías de la asignatura. Se llama metacognición
al control consciente, por parte del sujeto, de las operaciones que debe efectuar para el logro de
determinada tarea.
¿Qué escribimos? En los grupos de taller relacionados con la docencia, comenzaron a encadenarse una
serie de descubrimientos que nos llevaron lejos. El primero fue la Redacción o Composición, ese lugar que
se había vuelto el lugar de residencia del fracaso de la enseñanza, ese lugar tan temido, al conjuro del taller
comenzó a florecer. Sólo una estrategia dirigida a defender ese espacio y a difundirlo podía
argumentar entonces que, en la escritura en taller, se ponían en práctica los conocimientos
adquiridos con el estudio de la gramática, la normativa o la literatura. Lengua proponía una gramática
descriptiva limitada a la lingüística de la frase. En Literatura, el placer ni las vivencias personales eran
tenidos en cuenta. Al texto consagrado se lo desmenuzaba en el análisis y las propuestas de escritura que
se derivaban de él pedían escribir un refrito. En cuanto a la Normativa, abocada a corregir compulsivamente
la ortografía. Pretendía que se respetaran las convenciones del escrito —ortografía, puntuación,
acentuación— sin hacer funcionar jamás el escrito como tal. El resultado es ahora un nuevo proyecto:
realizar una práctica de la escritura que trabaje con los discursos con que los chicos, adolescentes y jóvenes
entran en contacto en su vida social. Eso sí: partiendo de la literatura. En el encuentro que ahora se narra,
parte de este nuevo proyecto se puso en práctica. En el aparecen también otros problemas y planteos que
hoy enfrenta el taller.
¿Y por qué esas consignas? Las consignas que se eligieron intentaban trazar sintéticamente un posible
recorrido de un programa de taller. Por otra parte, buscaban poner en escena algunos de los problemas
que parecen claves hoy en la producción de discursos. Cuando un taller se inicia, se puede diagnosticar que
la mayoría ha escrito muy poco y casi nunca ha realizado una práctica de la escritura creativa. Por otra
parte, es común que confundan el escrito creativo con la expresión de sentimientos y no logren distanciarse
de lo que escriben. Si este diagnóstico es exacto, de inmediato aparece la necesidad de realizar una etapa
de aprestamiento, en la que el grupo no sólo vaya descubriendo y dominando el escrito, sino también
modifique actitudes: de la subjetividad a la objetividad, de la obediencia a moldes o estereotipos al gusto
por la experimentación; que el grupo revise las representaciones del escrito. Consecuentemente, en esta
primera etapa, el taller propone consignas que pidan escritos breves, lúdicas (como el diccionario),
con mecanismos de producción simples: reiteraciones (como los predominios), inclusiones (de
palabra, frases), ampliaciones de textos, reducciones, montajes, traducciones imaginarias, invención
de palabras o de nuevos significados. Consignas lúdicas, imaginativas, simples, pero no tontas.
Muchas de ellas son capaces de movilizar antiguos sueños sobre el lenguaje y, al mismo tiempo, admiten
un estricto análisis lingüístico. Diccionario, ese viejo y sabio juego que pide definir imaginariamente
palabras poco conocidas, pone en escena un nivel del sentido, el de la connotación. Si todas las palabras
denotan (nos dan un conjunto de informaciones que les permiten entrar en relación con un objeto
extralingüístico) no es menos cierto, que tienen también una buena cantidad de sentidos que podríamos
llamar agregados, sugeridos más que acertados y sin duda alguna, secundarios con respecto a los
denotativos, pero en absoluto desechables, sino muy aprovechables. Estos sentidos agregados resultan de
diversos mecanismos. Uno de los más transitados es el de la asociación. A una palabra se le suele agregar el
significado de otra a la que se asocia porque es parecida fónicamente (y es por eso que a büscaniguas se
la definió como busca enaguas o busca ciudades antiguas) o porque es sinónima o antónima. o porque se
suele combinar con ella (tapia con sordo porque se es sordo como una tapia) o porque ha sido utilizada en
algún otro contexto o código que pertenece a nuestra cultura (almacén de la esquina puede remitirme
a Borges y puedo decir de una gorda monstruosa que es fellinesca) y existen también objetos que al ser
utilizados como signos (al ser nombrados si se quiere) arrastran consigo valores /significados/ que les han
sido atribuidos por toda una comunidad (a un perro la fidelidad, al color negro el duelo). Si muchos de
estos significados son sociales, otros muchos son individuales, un “conjunto de valores que cada uno de
nosotros asocia con el concepto sobre la base de su experiencia personal” y que “actúan sobre
la afectividad y dependen de la imaginación”. Estas significaciones que no están rígidamente codificadas
constituyen algo así como una materia imaginativa verbal que se propone utilizar en un texto. Son, quizás,
los sueños del lenguaje (algunos compartidos, otros personales) los que se incita a desplegar. Es un sueño
colectivo sobre el lenguaje que los sonidos tengan un significado: que sean brillantes, opacos, compactos o
blandos; que las palabras se parezcan a las cosas o los nombres a las personas que los llevan o a los lugares
que nombran.