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LULABY EN DUBLÍN.
que había pasado dos semanas atrás), porque en una situación semejante una
lo tenía todo que temer de ellas, de las mujeres, estaba de lo más claro. Con
oportunidad, con esa perfidia en todo lo que emprenden cuando las mueve la
Por todo aquello no ignoraba que durante aquellos días nefastos Carmen y
atorarse, con la mejor voluntad del mundo para no quedar mal ni parecer una
estúpida delante de los otros.
Tampoco le hacía falta oír sus comentarios para darse perfecta cuenta de lo
que debían estar diciendo cuando se encontraba ausente, a pesar de que ellas
mismas se pasaban todo el santo día hablando de hombres: de los profesores
que les daban clase; del chico que estaba empleado en la administración y al
que encontraban en su pequeño cuartito de la residencia de estudiantes de
Santa Clara, donde vivían; de algún guapo estudiante italiano que estuviera
matriculado en el curso externo; con unas ganas locas de llevarse a uno de
ellos a la cama si no fuera porque eran unas estrechas, unas cínicas también, y
no se habían atrevido —en las ocho semanas que duraba el curso— a tener una
mísera aventura con nadie.
Así que mientras aquellas dos arpías (lo de Dori era otra cosa, a pesar de que a
que era Harry, o Henry, los ojos azules que tenía uno u otro, la forma en que
mengano o fulano les había sonreído al cruzarse con ellas en uno de los
Por ese motivo se habían puesto a criticarla y, también, porque debían andar
muriéndose de envidia al comprobar que Tom era mucho más guapo de lo que
Henry!”, o cómo coño fuera, con sus grititos histéricos y sus estupideces que
no iban a ninguna parte y que las iban a dejar sin estrenar para el resto de sus
vidas.
Eran tan pánfilas, tan ineptas en el fondo de su alma, que cuando las había
habían visitado el Royal Canal), y había acudido a ellas sólo porque no tenía a
nadie más a quien acudir, se habían comportado como las estúpidas y las
estrechas que en verdad eran.
todos los indicios, pensaban seguir comportándose del mismo modo idiota que
de costumbre.
Al cabo de unos pocos minutos, Carmen y Blanca salieron de una de las
preparada, le habían lanzado otra de esas miraditas que a ella tanto ayudaban a
irritarla.
contestar ella que no se preocuparan puesto que aún había tiempo, con la
sensación por lo demás de que le estuvieran haciendo un favor al acudir al
Al salir, unos diez minutos después, Raquel comprobó que ambas se habían
pintado con unos colores que recordaban a las pinturas de guerras de los indios
y con una sombra de ojos tan densa que debía haberse llevado en los años
ochenta por los menos, si no antes. Sobre el cuerpo se habían puesto una ropa
modosita, gris, olvidable nada más verla, que a ella le recordaba los vestidos
que lucían las monjas de su antiguo colegio para salir a la calle cuando no
había otro remedio y que las distinguía del resto de cualquier humanidad que
mereciera tal nombre.
aderezo más horrible que había visto en su vida. Una cosa que resaltaba su
culo fondón, sin las formas gráciles, femeninas y juguetonas del suyo.
Mientras, Blanca llevaba una de esas blusas con chorreras que le flotaban
sobre el pecho sin sentido alguno de la estética y la hacían parecer un
grados con el que ocupaban Dori y ella misma, y las cuatro conversaron por
cruzaban las piernas, agitaban los pies para que no se les quedaran dormidos y
marquesina cuando las cuatro salieron de uno de los setos que partían los
abruptos trazos del colegio, así que para alcanzarlo corrieron los últimos
metros y subieron a la planta alta con objeto de contemplar la bella vista que
cristal los suburbios, las parroquias de pobres y los sombríos callejones que
dormitaban a la espalda de la autopista que procedía de Dun Laoghaire, donde
atracaban los ferries venidos de Inglaterra. Las ventanas de las casas estaban
veladas por visillos tan blancos como los marcos de las puertas y le otorgaban
al conjunto una pulcritud vulgar que no podía resultar más anodina ni
perturbadora.
ricas, más extensas, en competencia las unas con las otras, y tras los setos y los
rosales comenzó a advertirse la presencia del mar y los espejismos con que
destellaban las bolsas de agua que había olvidado esa mañana en su partida la
marea. Después, los barrios pobres y otra gente pobre sucedió a sus hermanos
Habían llegado al centro de Dublín unos minutos más tarde de lo previsto, con
el cielo aguantando los deseos de descargar una tromba de agua, como sucede
muchas veces, incluso durante los veranos, pero con tiempo de tomarse una
Allá mismo, Raquel, tras pensárselo un minuto, arriesgó una broma sobre el
nombre de la calle en que se hallaba el bar donde habían quedado con aquellos
chicos.
El bar se llamaba Mulligan´s y la calle en la que se encontraba Poolbeg.
“Poolbeg street”, pronunció Raquel, mientras torcía su bello hociquito y
pensó que en el fondo toda la culpa era suya por tratar de acercar distancias
con semejantes pavisosas. Le dio un trago a su pinta de Guinness, apartando la
espuma con un gracioso soplido que le salpicó la comisura de los labios y las
dificultad de tomar las canchas de tenis durante las tardes en que no llovía,
biblioteca y la sala de vídeos, frente a las que se formaba una cola de alumnas
que solía romperles los nervios a las cuatro varias veces por semana.
Al ver aproximarse la hora del encuentro en el reloj de pulsera de Dori (el
suyo se había perdido en los días de marras y no había vuelto a verlo desde
Llamaron al mozo del bar. Un guapo chico. Sin embargo con cierta pinta de
paleto para su gusto: con unas pecas en los pómulos, el pelo de un rubio casi
rojo que descendía en dos profundas patillas sobre el mentón, y tras sonreír
ayudaban a abaratarlo.
Los vientres color salmón todavía aguantaban, como si pretendieran darle una
última oportunidad a sus cabellos cuidados esa tarde, a sus ropitas extraídas de
salidas de las monjas de Santa Clara, pero portaban en su seno una amenaza
que resultaba imposible de ignorar y en la que confluían diversos acechos
embaucadores.
Tom y sus amigos entraron por la puerta del Mulligan´s tan sólo unos minutos
después de acomodarse ellas en una de las esquinas libres de un
sin dejar nunca de lanzarle miradas de deseo con esos ojos azules que era para
comérselos, trató de convertirse en el relaciones públicas que facilitara
certeramente los conocimientos. Raquel lo oyó por unos segundos apuntar las
repartiendo entre las presentes tarjetas de visita. Así narró, con su voz
candorosa y acariciadora, que el rubito aquel que parecía tan majo, tan tímido,
El de las gafas, con unos labios que parecían un poco estriados en las
unos ojos vivarachos que se desplazaban muy veloces de un lugar a otro, iba a
Santa Clara para más inri. Pero del tercer muchacho, que aparentaba más edad,
era más gordito, con una panza que se adivinaba presionando la cintura de los
pantalones y poseía una cabeza con abolladuras en las sienes, como el
cuando era jovencita, Tom dijo que lo habían encontrado por el camino
después de tiempo sin verse y lo definió como “la oveja negra de la familia”.
cada una en Madrid, el motivo que las había llevado hasta Irlanda y lo que
esperaban de aquel viaje que habían preparado desde hacía tiempo y debido al
retiro.
Raquel, con cierto temor por aquel silencio sobrevenido de repente, tomó
entonces la iniciativa para narrar una anécdota a la que resultara fácil seguirle
la pista. Por eso las clases y la presencia de las monjas, con sus manías, sus
voces femeninas, sólo que acompañadas ahora por las más timbradas y
de unos límites que nadie estaba dispuesto a asumir a finales de siglo XX, casi
a comienzos del XXI, pero que las monjas de Santa Clara pensaban
intemporales.
comprendió que las otras habían comenzado a comportarse como las monjas
que en realidad eran. Las monjas que no cesarían de ser toda su vida. Ponían
expresiones cortantes ante las menores aproximaciones de ellos y Dori
comenzó a lanzarle a Raquel esas miradas suplicantes que ella le había visto
tener en otras ocasiones y significaban que no sabía de qué lado inclinarse.
Aquellos ojos negros, angustiados, implorantes, eran los de alguien que está a
punto de ahogarse en un pozo y resulta incapaz de tomar la iniciativa, por
mucho que alguien le tienda una mano, por mucho que le griten que se aferre a
ella. Por otra parte, las otras conocían lo bastante su debilidad de carácter
como para hacerla sentir el riesgo de quedarse sola y esa advertencia
cebaba sobre los corazones femeninos, sin que los masculinos parecieran
advertirla, Carmen y Blanca habían continuado esbozando sonrisitas hipócritas
que los llevara a intimar de algún modo. Puesto que todos eran jóvenes y
guapos (más o menos) y no iban a estar perdiendo el tiempo con unas pánfilas
con todas las chicas que se veían por allí y con las que debían estar
Pero daba lo mismo, porque sólo había que echarles un vistazo para descubrir
que las dos parecían verdaderas novicias de claustro, respondiendo a las
bromas de ellos con sus jetas estereotipadas y esas bocas fruncidas que
hubieran alejado a cualquier chico por desesperado que se encontrara éste.
Incluso cuando alguien habló de ir a cenar alguna cosa Carmen había mirado
su reloj y puesto reparos sobre la hora a la que salía el último autobús para
Santa Clara.
— Se nos hará muy tarde y luego no habrá manera de volver — explicó con
su cara de vinagre, como si no existieran los taxis, o como si no pudieran
terminar durmiendo en el apartamento de uno de ellos y ser acompañadas a
Belfield antes de que amaneciera para colarse por el seto que precedía al
invernadero.
Pero tras aquella propuesta, el pelirrojo aquel, que tenía el aspecto más raro de
todos ellos: con su chaleco, sus lentes y aquellos botines que parecía haberle
robado a su mismo abuelo del desván de su casa, y que debía haber estado
bebiendo de lo lindo antes del encuentro, metió la pata diciendo que el Temple
años.
Entonces ellas dos, al escucharlo, se miraron entre sí y pensaron de inmediato
que eran las víctimas de una encerrona y que pensaban meterlas en un antro
con objeto de prostituirlas, hacer una cama redonda, una orgía sin su
consentimiento, como si ellos no tuvieran otra cosa en qué pensar o fueran
Mulligan´s y lo cogió del codo para que no lo confundieran con otro, era un
bromista, un verdadero dublinés de la escuela del viejo O´Casey en todo el
sentido de la palabra.
A lo que aquellas dos monjas pusieron una cara evidente de no saber quién era
el viejo O´Casey, ni importarles tampoco en absoluto.
de los partidos de rugby. Incluidos los de su equipo favorito, que por alguna
mala fortuna perdía la mayoría de ellos. Perdía casi siempre en realidad.
— Así es — dijo el tal Dick, sin inmutarse por la escabechina que había
dudar de todo en esta vida: del sacro rugby, de la castidad de las mujeres, del
poder del dinero, de todo..., menos de la calidad del whiskey irlandés. Estoy
dispuesto a discutir con cualquiera con respecto a eso — dijo, alzando el vaso
llevan horas bebiendo y poseen un cierto regusto por las bromas, pensó
Raquel, pero en ningún caso cuando de lo que se trata era de ligar con unas
chicas extranjeras y menos si resulta que éstas son unas estrechas.
De ese modo el tipo aquel, con su parrafada sin venir a cuento, logró sumar en
la cabeza de ellas la sospecha del alcohol bebido en cantidades ingentes a la
precedente de la prostitución y puso las cosas aún peor de lo que estaban, si es
la sangre no llegara al río. Aseguró que lo del whisky irlandés era una
exageración porque todo el mundo sabía que los entendidos preferían el de
Escocia, e incluso el Bourbon de los americanos. Dick no era un experto en
ninguno de los tres. Y en cuanto a la fama ominosa del Temple Bar, hacía
tantos años de eso que ya nadie se acordaba de ello.
Era no más que un mito, una leyenda para impresionar a los forasteros.
firmas de informática que pagan verdaderas fortunas por instalar sus oficinas
allí. No hay nada que temer. Podéis creerme. De aquella época sólo quedan los
callejones que antes conducían a los establos y que ahora están clausurados en
El rubito aquel, tan mono, tan tímido, asintió con un movimiento de cabeza.
— Las negras aguas del Liffey, de las que habrán oído hablar las señoritas en
el continente. Las negras aguas del Liffey, donde en una ocasión una venerable
anciana de Omagh... — expuso de nuevo el tal Dick, que era cada vez más
obvio que estaba borracho como una cuba y parecía haber empezado un
cuento que nadie sabía adónde se detendría.
No debía terminar de un modo muy agradable, puesto que los demás chicos se
las apañaron para cortarlo nada más empezar.
Tom sonrió, dejando ver su blanca dentadura, y plasmó con una pequeña
con una especie de cariño irreprimible que estaba a punto de hacerlo abrazar,
añadió que ahora los viejos locales se los rifaban los restaurantes más caros y
exclusivos de la ciudad. Había malayos, coreanos, indonesios, chinos,
Pero lo cierto es que a partir de aquel momento la cosa empezó a decaer más
rápido aún de lo que lo había hecho previamente y esta vez fue de forma
definitiva. Los silencios se tornaron más largos, más prolijos, y aunque parte
del grupo continuó bebiendo pintas de cerveza, ellas, por un común acuerdo
para el que debió bastar una mirada que ni la misma Raquel pudo descubrir
Hasta Dori había cedido a aquel pensamiento tan magro sin apenas pensárselo.
que carece por entero de escrúpulos. Ambas se turnaban para dar respuestas
desabridas y miraban los relojes de pulsera cada pocos minutos para demostrar
los locos deseos que tenían de marcharse.
Al fin, después de esperar un rato para darle a la cosa una última y postrera
oportunidad, lo que resultó inútil por otra parte, como era previsible, apuraron
los vasos, pagaron, se hicieron un hueco entre la multitud que llenaba el local
y salieron al exterior.
Ahora estaban en plena calle, en mitad de la marea humana que anega Dublín
sol y el local un epítome del desierto. Otros alzaban los brazos en petición de
entre una multitud que gritaba, gruñía y acompañaba o interrumpía los aires
gaélicos de los grupos musicales contratados para la velada. A veces se
observaba surgir entre el gentío la camisa de un mozo de bar que no dabas más
de sí y sudaba por la frente y por el cuello. Otras veces, era la cola formada
frente a una puerta cerrada a cal y canto la que exclamaba a voz en grito, con
hundida en un mar que tocaba con sus yemas a la vecina odiada, siempre rica
y siempre poderosa, que la había humillado durante siglos para ceder al fin y
dejarla en libertad.
Tras unos centenares de metros de camino, el grupo transitó bajo el avejentado
puente de Tara y la prosapia del cielo cesó de descomponerse en desarraigados
púrpuras para dejarse suplantar por el retrato formado por las vigas de hierro y
las planchas de acero que sostenían la plataforma de la estación.
Para aquel entonces ella ni siquiera se atoró. Desvió la mirada de aquellos ojos
antipáticos para posarla sobre los roblones a medio corroer de los pies
derechos que sostenían el puente y dejó que el furor que sacudía los raíles
amargo que había sufrido tantas veces desde que fuera niña. Daba lo mismo
que hubiera bebido o no, que se hubiera divertido o la tarde hubiera resultado
que tras una semana de trabajo o estudios se libertaban hasta que las
obligaciones los apresasen el próximo lunes, las tres solteronas regresaban
Todo porque ése era el precio estipulado para cruzarlo cuando lo construyeron.
Ella, atraída quién sabe de qué modo por aquel comentario insignificante,
reparó en que si no fuera por la nariz roja y aquella cabezota que parecía un
melón abollado, aquel chico tenía unas graciosas pecas en las mejillas y, a
pesar de sus bromas constantes, en los ojos un triste color azul, lo mismo que a
entender que aquel pelirrojo con lentes volvía a la carga para llevarlas al barrio
de los prostíbulos y pensaron a buen seguro que tanta insistencia se debía a
que, a pesar de todo lo que previamente les dijera Tom, seguía habiendo allá
tráfico de mujeres o algo relacionado con las drogas.
Tom se disculpó respetuosamente, se apartó unos metros, volvió a coger a
de un rato atrás y que había empleado con ella sobre las esclusas del Canal
antes de besarla, sino en uno irritado, suficientemente duro como para que ella
se asustara por si comenzaban a pegarse en plena calle. Y esta vez, al regresar,
Tom olvidó decirles que Dick era como el viejo O´Casey, leyenda del viejo
Dublín que todos recordaban.
Los otros dos chicos, incluido el rubito aquel que los otros llamaban Mat, por
Se notaba que daban la ocasión por perdida y preferían tomarse unas risas a
costa de las estrechas mejor que ninguna otra cosa. Se comprendía a la legua
que ya que todo se había torcido de aquella santa manera, que no iban a echar
un “polvito” ni nada que se le pareciera con las turistas, por muchas ilusiones
Así que todos enfilaron la calle peatonal por la que habían descendido al llegar
unas horas atrás. Dejaron atrás la estatua de Molly Mallone, que sin saber por
qué ella había confundido el primer día de su estancia con la de una violetera
músicos que paraban en la calle a cualquier hora del día, ahogados por las
voces de los clientes que salían del Davy Byrne´s y del Bailey, en Duke Street.
Ella y Tom aprovecharon la multitud que los rodeaba para quedarse unos
pasos atrás y tomándola de la muñeca y, mirándola con aquellos ojos de un
color azul que a una le daban ganas de sumergirse, él le dijo que temía que la
cita no hubiera sido precisamente un éxito, que lo sentía de veras, que no había
sabido cómo evitarlo porque con Dick cerca uno simplemente no podía hacer
Después se besaron.
Fue un beso no muy largo, menos apasionado y certero de los que ya habían
frente despejada, el cuello que aquella primera noche, dos semanas atrás, había
sus brazos.
Unos metros más allá el grupo se había detenido a escuchar una interpretación
de Bach, según dijo aquel Dick que al parecer no sólo conocía la historia de
Dublín como si fuera empleado personal del alcalde, sino que también
entendía de música clásica.
Ella recordó que aquél era precisamente el extremo de la calle en el que lucían
cada mañana las rosas, los gladiolos, los geranios propiedad de una floristería
cercana y que en combinación con el color pastel de las fachadas y con las
por los flancos o la retaguardia por parte de aquellos muchachos que hacía por
aunque limitada a cierto declinar con cada uno de los pasos que la acercaban a
Santa Clara.
convirtiéndola en la guía que debía sacarlas de aquel espinoso asunto que otras
hubieran tomado como una oportunidad y ellas como algo indecoroso y pleno
de peligros.
tierna y joven noche continuaba lanzando en pos de sí. A sus espaldas todavía
podían escucharse los cantos de sirena con los que la ciudad pretendía
encadenar por igual a sus huéspedes y viajeros. Un atisbo de murmullos, luces
Raquel temió que hubieran descubierto el beso que Tom le había dado. Peor
incluso, que hubieran escuchado su negativa y que fuera aquello lo que
estaban celebrando.
encuentro con el único objeto de que ella no pudiera dormir con él, de que era
QUEVEDIANA.
¿Qué llevaba la corriente? Junto al rostro de una muchacha con ojos de cierva
los bordes de la sábana arrugada, pasaron pegados a sus costados las fotos y
delante que será, sin embargo, tan milimétricamente dilapidada como la del
resto.
cortada deliberadamente para no dejar ver más que una porción del cuarto y
otra de la cara.
Los vestidos de las líderes que les han amargado la existencia en las clases del
una ducha por el mero peligro de que alguien las reconociera con ellos.
una dama, sino en una especie de iglesia pagana, con su doctrina, su liturgia y
indiferencia con otra secuela que abandona la preocupación por el cuerpo para
encontrar los sabios la oportunidad de una aventura con una joven a la que
torció, acaso para siempre, una experiencia traumática.
Después la página saltó y las damiselas crecieron en años de forma
desmayo la flacidez, chalecos sin mangas, maillots lucidos con un descaro que
subyacentes con un espejo. Gafas de sol sobre frentes arrugadas, ojos tibios o
siente que no puede dar más, pinturas de guerra que son un signo del trance
día...
las lentes parecían empañadas por un vapor que velaba las películas. Todas
oponían a la derrota inminente como uno de esos ejércitos que tienen por
canto de cisne un ataque desesperado y que conlleva una descomposición
descomunal en cuanto el enemigo se recupera de su sorpresa.
Los textos eran más cautos y a la vez más sintéticos que los de sus
predecesoras.
Las jovencitas más bellas pretendían a las claras un príncipe azul, adaptado a
indecisión o que les explicara para siempre el porqué de esas cuitas tan
profundas, pero a menudo tan tontas, que escinden para algunas personas el
Las de ahora, que bien pudieran ser sus madres, se conformaban con un fiel
compañero que les aliviara en algo el amargo trance de la vejez. Una, con
aspecto de maestra exigente con las tareas de casa de sus alumnos, se había
irritado tanto con la cuestión que declaró 109 años de edad.
Luego estaba el mapa de las arrugas, las marcas que dejaron sobre los ojos o
en las comisuras de la boca los fracasos y las tareas de lidiar con una relación
que salió mal, la obligación de bregar con los críos tras el bajonazo sin reparo
de los partos.
Peor que todo: lo necesario de ponerse a buscar una cosa que debe hallarse
decenios antes si una pretende conservar cierto decoro; la incredulidad sobre
Los hombres representaban los mismos tipos de ellas, adaptados a otros usos y
costumbres por esa cosa ridícula que les cuelga entre las piernas y sin la que
habían convertido en cromos del repertorio que viajaba con ellos a los bares y
postal.
Alguno se las daba de literato y era llamado al fracaso por ponerse a halagar a
la hembra cuando todavía no llegó el tiempo de descubrir todas sus cartas. Ése
era yo. Pretendía brillar sobre los otros por el oro que enaltece las palabras,
pero la víctima no pasaba por la fealdad reconocible y marginal que
Como un sino del destino, muchas veces un jovencito tímido pasaba por
delante de las marginadas, con las que hubiera podido hacer plan gracias a una
los primeros es una acción fisiológica que, aun siendo más placentera que las
otras, no merece de los reclamos propios de los psiquiatras, de los que por otra
parte no se ha oído hablar. Para los últimos se abisma en enrevesadas
resolver.
Dejaban ver fotos de cuerpo entero en los que se adivinaban los bíceps y la
musculación fibrosa del abdomen, liso por la falta de comidas grasientas. Pero
sin pasarse, para que ellas no sospecharan que estaban demasiado enamorados
de sí mismos como para ponerse a amar a otros. Los textos incluían una
enorme cantidad de actividades para que las beldades se contemplaran
entrando en relación con un entrenador profesional que las sacará de casa para
—junto a otros factores no menos arbitrarios— los que más resultado suelen
deparar. También la mirada de incomprensión del tipo si la cosa no causaba el
soñaban por un segundo con un milagro como el que espera la lotería y deja
calibraban con detalle cada cuerpo en busca de un elemento que los vinculara
a la juventud prohibitiva que habían visitado segundos atrás. Lo que antes era
inspiración, pero había socavado lo uniforme del conjunto por una intención
siempre presente y deliberada. El arte, cansado de tanto trabajo vano, se había
que luego se derrumbaban en las caderas o las nalgas y que desmentían con
cruel desconsideración las arrugas de la cara. Unas manchas cutáneas sobre los
pómulos, una lejanía que engaña, seguida por una cercanía focal que enseña
toda la verdad...
Los había expertos en busca de la silicona salvadora y se decían que no era tan
mala una dureza artificial si es que la había y otros que se daban por vencidos
y llamaban a todas las puertas con un aire confiado, tranquilo, en espera de
compañía y, por hacer por una vez bien las cosas, sin dejarse enredar.
Confiaban por tanto en la ayuda de la estadística.
Otros ansiaban quedarse ciegos, se levantaban de repente y se enfrentaban al
espejo para mirarse con parte de la misma pena que les guardaban a ellas.
Pasarlo mal, lo que se dice pasarlo mal, lo pasaban los que no habían asumido
que ésta resultara menos exigente y más acogedora. Siempre, les parecía,
habría tiempo de bajar en la escala y dedicarse a las que uno sabía que debían
ponerse el nombre de la luna para ellas. La luna no tiene edad. Para ellos
evolucionaban esas cosas según determinados abigarramientos literarios. Era
nombre de Einstein.
Los más mayores, entre los hombres, habían caído en el eclecticismo.
de la mujer que un varón nunca entenderá, pero a la que hay que someterse
porque no conviene tirar piedras sobre el propio tejado y menos en materias
Debían condescender por lo tanto con una cosa que, a su juicio, se retrotraerá
siempre, más tarde o más temprano, a los sucesos acaecidos en una cama.
Le daban igual los hijos de ella, los de él, deseaban aligerar los trámites
orden a las minucias de las que está llena la vida y les mantuviera caliente el
amado, de encontrarse por un azar nunca ocurrido hasta la fecha. Ahora habría
que ir deliberadamente hasta ellos. Prepararse para aguantar las manías que
con el cumplimiento de los años nos surgen a la mayoría, sobre todo cuando se
está de viaje y han quedado atrás las rutinas más conocidas y estables. Se
descubren con estupor ronquidos atronadores, te traiciona el mal aliento tras la
número de polvos echados con esa preferencia atlética y numerativa que tiene
el sexo para los menores de edad. Ellas volverían a casa con la consabida
irritación, porque al marrano no se le ocurría ponerse a pensar en la
era una concesión crepuscular que el elegido debía mirar con agrado y no
Miren esa jovencita, parece un bombón. Es de Nanjing y por esa piel y esa
bufones de corte que han nacido con el exclusivo fin de entretenerla. Ha oído
sopor y el aburrimiento vespertino. Ahí también caí yo, guapa. Es de las que
para comerse a la citada en el agua infestada. Pero ella es de las que nunca
caerá.
Los tiburones son los salerosos del invento. Esa gente cuya ocupación en la
espacio, tipos con pareja que desean beneficiarse a otras, comedores en serie
que lanzan su red en todos los mares, incluso en los más ariscos y aventurados.
Su ciencia, por cuya posesión otros de veras matarían, posee una calculada
mezcla de desfachatez, improvisación, ironía desconcertante, confianza en su
Los demás los verán triunfar después de haberlos sufridos en los bares y las
discotecas, porque son los que prorrogan la muerte de la especie por otras vías
Uno debe aceptarse tal como es y asumir que no nació en esta vida para lo que
ellos. Así que no tarda en asemejarse a uno de esos animales de la sabana que
esperan un pequeño hueco dejado por los que más se aparean para verter
numantina de una virtud que no se supo que se tenía hasta que se sufrió el
ataque que te dejó sin defensas y estuvo a punto de llevarte adónde no querías.
Las dentelladas de las que escapaste por un pelo, la espiral de alusiones y
virtuales.
Sólo que aquí no hay sangre, sino sólo palabras, palabras y más palabras...
Ya sabes. Uno prefiere no mirar la suya porque navega junto a otras al pairo de
describirse.
Las hay que le tienen fobia a las definiciones y otras que escriben un capítulo
del redaño de sus vidas, con citas abigarradas y letras de canciones que llenan
comunes, concretos, y cuyo fin dramático no pueda ser, en rigor, más que el
matrimonio. La segunda hará de la mujer una reina egipcia, una diosa, una
amazona que cabalga en busca del adulterio decimonónico francés por las
mismas riveras y los mismos pastos que la Bovary y sufrirá de los mismos
deleites y los mismos transportes que Madame de Rênal.
días?”, pregunta ella. Esa pregunta enciende siempre el brillo en los ojos de
libro que leíste, pero no te pases de listo. Esto no es una clase de literatura y
nevera llena?” Otra: “¿Prefieres playa o montaña?” Otra más: “¿Dejarías que
tu pareja saliera a menudo sola con sus amigos?” Aquí subyace la anémona
que ha sufrido antes a un novio o a un marido celoso...
peligro y gente que defiende con ansía desmesurada sus opiniones. Los hay
que citan de corrido, a guisa de preámbulo, sus ideas, quizá porque no han
descubierto todo lo que se parecen éstas a las manías. Pero nada de eso vale
para ligar. Son un mero aviso de que a la dama hay que entrarle por el rollo
social y comprometido. Que hay que descartar los embarazos que uno
emplearía con las que prefieren las compras y los bares como actividades
lúdicas para los fines de semana. Que el papel que te corresponde en este caso
¿Quién ha visto una pareja que se haya roto porque el varón no hablara
finalmente el suahili, como prometió? ¿Quién ha dejado a un maromo con
de amor a Roma no se entera de que a las calles las llaman vías? El amor tiene
como cueva de Alí BaBá repleta con sus tesoros. Hacer esotéricas operaciones
con los números que te mostrarán dónde debes probar suerte. Relajarse, tomar
aire y mandar a continuación el mismo mensaje a dos docenas de señoritas, al
azar. Todas con un pequeño aspecto en común. Se declaró esa tarde como la de
las pelirrojas, las que tenían lunares en la cara, las que poseían tres fotografías,
la partida.
A veces se dan casos extraños como la suerte del primerizo, porque el tipo
a la cita como una princesa con vestido largo, carroza de oro y zapatos de
cristal.
El tipo sigue apostando a los pares o a los impares, a las rojas o a las negras, a
sus palabras son ineptas, su ironía destila estupidez, pero se halla en la gran
noche de su vida.
Con la camisa sudada, los ojos rojos, con el temor de que aparezcan de repente
los tiburones de los que ya ha oído hablar, se van sucediendo al compás las
siglo XX, del XIX y del XXI, pero ahora ya nadie le contesta. Irrita a las
damas y es que ha perdido la suerte del principiante con que el dios juguetón
que pulula por la RED lo premió la primera vez.
Son cínicos, expertos en pedantería, brújulas de alquiler que poseen los mares
procelosos. Habitualmente exigen un dogma de fe que pesca incautos que
menosprecian el peligro de buscarle un significado a todas las actividades de
esta vida.
Esto es como la biblioteca borgeana. Uno empieza creyendo en sus libros de
sustrae el número de las que van sólo de tonteo, lo duplicamos otra vez. Que si
uno encuentra no el amor de su vida, sino una chafada con la que se equivocó
de hallar una sola pareja que conciba un hijo de carne y hueso. He aquí el
Los expertos poseen ese tono profesoral que descubre de inmediato al tipo que
no puede evitar por nada del mundo darle lecciones a sus semejantes. No en
vano, poseen trucos que dejan sin habla a los novatos: ponerse un nombre de
Los clichés de los tiburones parecen otros si los teclean los dedos de ellos, o es
que te encuentras ante una de esas series matemáticas endiabladas de las que
sólo conoces unos pocos términos legítimos e ignoras los demás. Las
similitud cadavérica vincula al cero con el infinito? ¿Cuál respuesta posee más
posibilidades de éxito en una coyuntura dada?... Y se abre como flor de loto el
futuro según una sola palabra, que cambia así el destino innúmero de las
cosas…
que dejarse llevar por la corriente y volver a la pequeña y familiar vida, según
que se concitan y suceden todas las escuelas filosóficas. Mira a las interesadas
buscando encontrar siempre el indicio de la mentira, como antes bebía
limpiamente en sus ojos o en la esbeltez de su pie o de su entera figura. Ya se
sabe, para Leconte de Lisle el mundo entero giraba en torno al pie de una
mujer. Para Flaubert, permanecía agazapado en el contoneo de las caderas y en
La vida virtual es cruel y el nuevo cínico pierde ese día a la virgen furtiva que
Después, las hay que deletrean con perseverancia ensayados trucos barrocos
cuyos códigos los hombres nunca entienden y que los cansarían, simplemente,
determinadas dudas que le surgen, amagar con la concesión de una cita que
necesario. Piensan que de nada valen los hallazgos de la RED si una no queda
convencida de inmediato por un encuentro y un flechazo subsiguiente, cara a
cara. Y agilizan éste de forma memorable, acelerada, pero a la vez destructiva
última hora lo imposible que resulta cualquier fuga. El que en verdad resulta
disfrutan ellas, como el defecto de las mismas, que sufren normalmente ellos.
Porque la desproporción mata igualmente las posibilidades y contradice
Luego está, como en todos los mundos, sean éstos virtuales o no, el mundillo
a usar la RED para timos de medio pelo y demás actividades fraudulentas. Son
ellos los que les envían a los varones seleccionados por un programa la
fotografía donde se muestran los atributos de una princesa rusa. Los que
juegan con la desesperación de los presentes, con la buena fe, con el carácter
impagable de los primos que hay en todas partes.
Los labios, las caderas, los senos, los ojos... Si Igor es un poco inteligente, se
la lleva un sábado a las cercanías de una dacha y la retrata en medio del
ambiente que la rodea durante los inacabables inviernos, con su nieve, sus
abetos, sus tocones, sus alerces..., con el objeto de despertar a distancia la
melancolía congénita del primo.
protegían de los fríos propios de los Polos, y ahora muestra en los lánguidos
brazos una bella pelusa con el matiz del melocotón, adquirido durante las
Al oír hablar de dinero nueve, quizá ocho en épocas boyantes, de cada diez
hombres se echarán atrás, pero eso ya está descontado en sus cálculos por los
bucaneros.
y a ese otro que se da más a menudo de lo que parece: el que cree diversas
El que pulula por la RED creyendo que se halla regida por unas leyes que
que piensa que no hay nunca que descartar por completo los milagros,
tampoco.
“¿Por qué no puede pasarme precisamente a mí?” Esa pregunta se resuelve
posibilidades que presenta la RED que él o ella recrea con su vida y con la de
otro, que nunca ha visto, otra que elimina de golpe y a fondo completo sus
años de vuelo rasante. Gente a la que todas las horas de día se le hacen pocas
hecho, se meten tanto en el personaje ideado por ellos mismos que imaginan
en todos sus detalles una relación quimérica en la que nunca han encontrado,
tendía, pero se mintió con la edad, con la estatura, con la profesión, con el
color de un cabello que ya ni siquiera se tiene... Un día uno abandonó las redes
Uno empieza a temer la ruptura y estira y estira el encuentro hasta ese umbral
imposible que un día comprende nunca atravesará. Son los que poseen mujeres
siempre de viaje en el extranjero y que ningún amigo tuvo la suerte de
conocer. Los que se quedan viudos tras una larga enfermedad de la cónyuge, a
la que mataron en realidad no los raros virus ni la presencia inesperada del
sangre, te pesaron con tal anonadamiento todas sus consecuencias, que ambos
se vieron en la necesidad de cortar de una vez por todas el nudo gordiano de la
demente historia que mucho tiempo atrás se les fuera de las manos y los
Son viudos sin nicho que visitar. Fantasmas que la RED ha dejado en su
recorrido imperturbable por el mundo, vidas ociosas que ya nunca recuperarán
cuidado de esa planta tropical con otra mujer y después con otra y con otra.
una caricatura en la que las facciones de la cara se afilarán por mirar con
esperanza la pantalla, los ojos se enrojecerán por las noches en vela y donde
los nervios estarán al acecho de una respuesta persuasiva o demoledora en la
constituyó su experiencia.
“Me llamó tal y tal y estoy aquí para contaros cómo me enganché en este
y acabe despeñándola.
liberadores, como las salidas de casa (o del sanatorio) para ver la luz del sol; la
contemplación del parpadeo de las estrellas; la intimidad de la sombra arrojada
por los árboles en la anochecida, por los que se perdió el gusto, si es que
aquel mundo del que fueron espectros. Nada de los que no volvieron y vagan
JUAN CARLOS.
Era bajito, tímido, escuchimizado. Poseía un pelo moreno y fino que tendía a
rizársele sobre el cuello y las sienes las temporadas en que lo llevaba más
largo de lo habitual. Vestía un día, y otro día, y el resto de los días del año,
como si todos ellos resultaran uno solo e indistinguible: una camiseta blanca,
sin anagramas de fábrica sobre el pecho ni sobre la espalda (similar a las que
antes usaban los hombres bajo las camisas para no empaparlas con el sudor del
trabajo); un pantalón vaquero de color añil; unas zapatillas de deporte de
Poseía diversas manías que no resultaba fácil aclarar a qué o a quién debían
sus objetos personales, sobre todo con los que de algún modo estaban
contacto directo con las manos y la boca. Lavaba las cucharas, los tenedores,
los platos, los vasos…, con una pulcritud maniaca y a menudo había llegado a
decidirse por llevar los de su propiedad a los almuerzos o las cenas a las que
raramente lo invitaban.
Juan Carlos Menelao era sietemesino y acaso todas esas rarezas, que hacían
porque nadie se conoce entre sí); que serlo en el pueblo de Toledo, cercano al
municipio de Polán, en el que nació.
De hecho, sus mismos padres fueron los primeros que tomaron su parto
prematuro como algo oneroso y que por algún motivo era necesario esconder
de los demás. Su nacimiento fue por lo tanto no menos una irregularidad de la
naturaleza que una incógnita social. Incógnita que pareció evidenciar, sobre
cualquier velo que pretendieran echarle encima: su poco peso (cosa natural en
cristal de la incubadora.
Aquellos días raros y eternos tras los que abandonó el Hospital de la Sagra, en
que pasó noches en vela sin cesar de llorar e hipar con el aparente objeto de
que los demás supusieran que se iría al otro mundo tan inopinadamente como
había venido a éste.
No en vano, nadie había esperado otro retoño del vientre ajado de su madre.
Un vientre con cerca de cuarenta años de edad, que había parido dos hijos,
pero no una chica que pudiera aliviar las arduas tareas de la casa.
Continuó siendo de poco peso hasta muchos años después y, cuando al fin
llegó el tiempo estipulado para ello, sus padres dudaron sobre si debían
llevarlo o no a la escuela del pueblo en la que habían estudiado previamente
hubieran estado ellos en toda su vida, los convenció de que el gobierno tenía
una ley que les obligaba a hacerlo.
Juan Carlos perdió muchos días de clase porque más que cualquiera de sus
decir “el menor de los crispines”, o ya, “el tonto de los crispines”, como lo
distinguían del apodo que habían llevado desde siempre sus mayores, acudía
aprobó, aunque don Evaristo hizo cierta vista gorda con las Matemáticas y la
Química, todo en el rutinario mundo en que había vivido Juan Carlos Menelao
se desmoronó.
de su abuela por parte paterna, paralizada desde un año atrás por una
trombosis, y que viniera a acompañar en el listado de pacientes familiares al
Principió por creer que la mujer que habían puesto bajo su custodia podía
quedó corroborado por los vivaces ojos que desde la cama lo seguían a
cualquier parte del cuarto por la que se moviera, acompañados por una sonrisa
rutina diaria, Juan Carlos recogía la fiambrera que su madre había dejado esa
mañana en el aparador y comenzaba a servir los alimentos en varios platos que
colocaba sobre una bandeja. Siempre utilizaba la misma, grabada con el dibujo
de un caballo con un hombre montado sobre él, un caballo que cruzaba un
matorral como los que había cerca del arroyo, mientras desde la rivera lo
dos y tres veces como solía hacer siempre con los suyos.
Recorría el largo corredor de la casa, que atravesaba diversos cuartos y se
mirada de la vieja.
Tras pretender olvidarla, Juan Carlos dejaba la bandeja sobre la mesilla de
pesado cuerpo paralítico. Tiraba de las axilas para erguirlo, peleaba con las
aquella maleza impropia de soportar para una mujer de su edad, le ponía unos
incardinada como organismo pétreo dentro de él. Pero era ésta una
aparatosas.
Cuando había conseguido incorporarla y estaba seguro de que el contenido de
moral, que le provocaba cualquier contacto obligado con el cuerpo de otro ser
humano.
Ante esa pregunta, que se repetía de modo mecánico cada día, ella levantaba
conocían.
increíblemente blanco por la falta de aire, un dedo fino y alargado (que era
de sus requerimientos.
Estirándolo, lo movía verticalmente cuando quería contestar afirmativamente a
en algún modo crueles y con aquella sonrisa que le daba la impresión de estar
mofándose de él en su misma cara.
Fue para matar el tiempo muerto que salivaba de aquellas comidas por lo que
Juan Carlos comenzó a conversar de otros asuntos más variopintos. Así llegó a
contarle todas las novedades sucedidas en el pueblo, como si éstas pasaran en
conocer en sus años mozos, los problemas del alquiler de aperos en los que
estaba metido de lleno su padre y fantaseaba sobre su inminente entrada en la
que estaban los cereales y el dinero que estaban estafándoles a los campesinos
los siempre pérfidos intermediarios procedentes de la capital.
historias y era incapaz de llevarlas más allá, por lo que a los dos meses de su
por la falta de recato de las mujeres de la actualidad con respecto a las del
pasado, sobre la moda de las faldas demasiado cortas, los cambios de pareja
Después pasó a tratar los escándalos que oía narrar a diario en los programas
palabras procaces que había oído en algún lugar y le parecían, sin conocer por
físico que debía tener lugar durante las comidas, Juan Carlos se armaba de un
valor del que no se consideraba capaz. Le bajaba a la vieja los pies de la cama,
Una vez conseguida esa postura, sancionada como la mejor por la experiencia,
tiraba del tronco para sacarla del lecho, a continuación del cuarto, después del
corredor y la arrastraba —apenas ya con resuello— hasta el cuarto de baño.
Lo que más lo aterraba era el ralo vello blanco que dormía sobre el pubis.
Tras aquel sufrimiento mutuo, el nieto la secaba con un par de toallas, dándole
cuero cabelludo, para que no la confundieran con una de las locas del
dispensario que soltaban de paseo cada viernes, según decía. A continuación,
la enfundaba en uno de sus camisones almidonados y volvía arrastrándola por
Así pasó un año entero, hasta que ella, una madrugada en la que al llegar él al
tratando de apresar algo inefable que se fugó ese abril por la ventana.
Quizá una mezcla de estupefacción, porque era el primer muerto que veía en
por las circunstancias, durante el que nunca la había contemplado como un ser
con un destino para otra cosa.
carne sobre este mundo”, según dijo don Nicolás, el párroco inspirado acaso
ese día como ningún otro, en el responso por su memoria celebrado en la
iglesia y al que acudió más de medio pueblo.
Porque sólo unos días después de haber acudido a la iglesia de San Atanasio
—sin que una sola lágrima le surgiera de los ojos y le mojara la pechera del
traje que le obligaron a ponerse— y de sentirse observado por todos e
importante por primera vez en su vida, Juan Carlos Menelao, es decir el que
había sido durante quince años “el tonto de los crispines” para todo el pueblo e
la noticia. Ésta nunca traspasó los muros de la casa familiar, pero le demostró
a sus miembros que bajo la apariencia evasiva del joven, al que para la fecha
le habían salido unas manchas rojizas en las mejillas que se parecían de veras
a las que le cubrían el cuerpo cuando nació, existía una voluntad de pedernal
Tal cabezonería mostró Juan Carlos frente a toda clase de diatribas, amenazas,
— Pero hijo, esas cosas no son para ti. No lo entiendes. La gente es malvada.
La gente no repara en nada, ni tiene consideración con nadie. Tú no vas a
encontrarte a gusto con ellos… ¿Dónde vas a estar mejor que aquí? —
pose que los otros habían aprendido a tomar en él como característica cuando
se hallaba ensimismado con algo: los ojos fijos sobre un punto del espacio en
el que no había nada de particular, la expresión absorta, la mandíbula cerrada
con fiereza, porque pensaba, más bien conocía, que cualquier vacilación,
se recuperaría.
Arcángel, que por resultar el primogénito tenía cierto derecho de réplica que
sobre las sienes le recordaban la tensión a la que había sido sometido. Esa
tarde, durante los minutos más agitados que tuvo la discusión, cuando su padre
se levantó para acudir al cuarto por la correa y zanjar el asunto, cuando lo vio
dar un traspiés y enredarse con las patas de la silla debido al enojo que él
mismo le había provocado, pasó por su mente la idea de que se mareaba, de
que estaba a punto de desplomarse sobre el piso y perder lo que ansiaba lograr.
Ahora, desde su cama, a la que parecían haber salpicado de locas ranas que se
agitaban entre el cobertor y su espalda, vio las primeras luces del alba rayar la
ventana y recordó la risa petrificada de la vieja, como si con las disputas del
día y su victoria final se hubiera librado de una maldición que había estado a
punto de cumplirse.
Lo matricularon en el instituto del pueblo poco después de comenzar el mes de
uno perdido con respecto al resto de sus compañeros. Nada irreparable que no
pudiera corregirse con la aplicación deseada.
A las pocas semanas de su estancia, los profesores comprendieron que
Menelao llevaba los apuntes más puntillosos de su clase, del resto de las aulas
del instituto y, probablemente, de cualquier otro instituto de la provincia e
submarino y dado de por sí. Ellos le permitían aprender los temas de memoria,
aun sin entender una sola palabra de las que se hallaban escritas en los
Con ese sistema estaba seguro de no llegar a ser nunca el primero del aula,
pero sí de evitar los amenazantes suspensos que pululaban cada trimestre por
rígidos y separados que semejaban el hilar de un discurso del que poseía todas
las claves.
don Evaristo le había aprobado en la escuela poco menos que por caridad.
Durante tardes enteras Juan Carlos luchó con las ecuaciones de varios grados,
con los números irracionales y con el resto del temario que constituía el
modesto curso de primero. Cada vez que se sentaba en su silla para enfrentarse
con aquellas asignaturas parecía en trance de firmar un tratado solemne
castillo de naipes y mostraba sus logros como lo que en verdad eran, una
pobre quimera.
baño, retirándoles las babas tras las comidas y limpiando las sábanas tras que
las mojara. Eso por no imaginar los esfuerzos al bañarlo y tener aquel otro
También se zahería con la sonrisa de aquella mujer que había cuidado hasta su
muerte y cuyo oráculo parecía de nuevo a punto de cumplirse.
hecho trocitos para quitarse de encima el cuerpo del delito, pero probó a
vendérselo a un grupo que se movía cerca de su hermano y el trueque funcionó
sospechas, no contestar bien a todas las cuestiones, cosa que muchos de ellos
terminaron incumpliendo. Volvió a cambiar de manos, hasta alcanzar amigos
negaban con determinación a los pringados que nadie valoraba, como era el
decidió tirar una de ellas en una de las papeleras del parque que lindaba con la
tahona.
Alguien lo estaba observando desde detrás de un castaño. No era otro que Juan
Durante aquellos años de esfuerzo, mientras deambulaba por unas aulas que
nunca consideró su casa, comenzó a extenderse la idea sobre él que habían
haberse petrificado sobre ella como una especie de viruela; las piernas
Más tarde reparó en que sus compañeros no lo creían tan sólo sietemesino,
sino que esa palabra —que quizá no significaba gran cosa para ellos— se
por cómo se habían acostumbrado a tratarlo los demás y que las pullas
masculinas se convertirían en las bocas femeninas en insinuaciones y en los
Todo transcurrió de ese modo hasta que Doña Catalina, su tutora en el curso
de COU, preguntó una mañana de febrero a qué pensaba dedicarse cada
alumno tras terminar el curso. Es decir, qué preferencia tenían como carrera
los que pensaban acudir a la universidad, o en qué pensaban emplearse los que
deseaban ponerse a trabajar bien pronto. Y entonces, él, Juan Carlos Menelao,
es decir, “el tonto de los crispines”, respondió por vez primera con la idea que
llevaba años atesorando y que jamás le había revelado a nadie: pensaba
estudiar Derecho.
Los demás se rieron tan a voz en grito por aquella ocurrencia que Doña
Catalina no fue capaz de calmar la clase ni tras varios graznidos partidos de su
cuaderno de todas las palabras que pronunciaba durante sus clases, lo vio
como sus compañeros: con la toga desahogada, haciendo el tonto frente a un
Madrid y, tras varios empeños frustrados, dio con una próxima a la estación de
Tribunal, cerca de la calle de San Bernardo, regentada por una viuda que se
había marchado hacía años a la capital y solía volver al pueblo los veranos con
hijos y varios nietos.
el nuevo curso, Juan Carlos dedicó la mayor parte de las horas del día a viajar
por la gran ciudad. Lo hacía de un modo paradójico. Se colgaba del hombro
una bolsa con algo dentro o simplemente vacía, por temor de que alguien le
preguntara adónde se dirigía y él no supiera simplemente qué responder, y
hacía largos trayectos de una punta de la urbe a la otra.
Era más bien con pena que con otro sentimiento que poco antes de las once, la
pertenecían al fin de semana (los festivos esa hora se retrasaba a las doce), se
mismo excitado que decepcionado, y bajo una especie de mareo que le duraba
del corredor, pues permanecía sin cenar para ahorrar un poco de dinero que
Los ojos de una mujer, cuando viajaba más tiempo del habitual en un vagón y
sus miradas se encontraban, no le resultaban menos alarmantes ni enigmáticos.
El comercio de los cuerpos de los novios, el que los vaivenes permitieran los
comenzaron por fin los cursos. Fueron ellos los que lograron hacerlo cambiar
en crónico.
En las clases comprobó que su propia dignidad como sujeto había sufrido un
desapercibidas y las mezcló con las que empezaba a olvidar de sus viajes,
vida vehemente y de las que, por fin, le era dado conocer algunos detalles.
Solía ser más observador que los demás y extendió a todas las partes del
cuerpo lo que otros limitan sólo a lo más visible, célebre y subyugador de los
encantos femeninos. Con arrobo descubría un tobillo, la grácil forma de una
mano, una muñeca transparente sobre la que posar en número infinito los
labios, el tesoro de una blusa ajustada a una cintura de avispa que se cernía
sobre unas caderas imposiblemente curvas, con las que no hubiera sabido
o mejor, uno de aquellos que portaban las perfidias secretas que parecían
gastar las criaditas que llenaban los miércoles las discotecas de saldo que
Estudiaba como siempre, con esa cerrazón que le había enseñado la soledad y
la necesidad de escapar de una cárcel, no menos real para él que para aquéllos
que encuentran barrotes de hierro y una condena en firme sobre sus cabezas.
No regateaba nunca las horas, no desfallecía ante los ladrillos infames del
Romano, de Civil y del Penal, que paseaba por Madrid dentro de su mochila
aprobar aquella carrera para la que llevaba media vida preparándose, y preso
de aquella pasión que prometía una dicha que no era capaz de imaginar y que
ni se planteaba alcanzar algún día por sus propios medios.
Por domesticar ambas se esforzaba en una disciplina férrea y que sólo alteraba
los domingos y las fiestas de guardar. Secretamente las detestaba, porque su
soledad crecía de modo exponencial durante los feriados: hablaba más tiempo
anatema— y las repetía tantas veces bajo las mismas palabras que éstas
parecían capaces de matarlo de un ataque al corazón si no escapaba a tiempo
de aquel cuarto convertido en loquera.
la urbe y siempre los creía demasiado perennes. Para él aquel mundo era tan
diverso del que conociera desde la infancia que esperaba ver aparecer de la
nada un gran muro que, semejante al de una villa medieval, plantara sobre el
madera, los vasos de filigrana pintados con motivos florales y, tras una hora de
trayecto, se incorporaba a la vorágine que sesteaba a la espera del caos
los parques carentes de críos; esa voluminosa soledad, tan distinta de la que
conocía y de la que había logrado partir...
llevaría la gente que vivía más allá de los cerramientos de ladrillo, que al
que él extraía una reverberación que le latía con fuerza bajo el pecho.
Y seguía igual de ensimismado al comprender que el autobús, apenas sin
avisar, apenas sin cambiar su aspecto ni la velocidad con la que devoraba los
de la urbe, que ésta abría sus arterías correosas por las que él mismo
incluso puede que todos los años siguientes, como cualquier otra gota de
CUERPOS.
porque odiarlo era una forma de odiarse a sí mismo sin tener que sacrificar
Unos meses más tarde comenzó a perseguir su alargada estela obsesiva, tras
extendieran por el resto de la Costa del Sol. Antes de dar ese salto a África,
espiritualidad.
Los siguió en su descenso hasta Marruecos, cruzando el Estrecho de Gibraltar
Holanda, Bélgica, ahora también Italia, con sus coches atestados, abarrotados
de bultos bajo enormes lonas color azul, y con mujeres que no pronunciaban
Durante la noche, que pasó agobiado por el sonido de las máquinas del barco,
la pesadilla confundió ese ruido monótono con la cosechadora que trabajaba
recuerdo, alternativa existencial que nunca llegó a tomar, poseía más peso que
las jornadas idénticas que le parecía haber vivido. Éstas constituían ahora una
nube que flotaba a su alrededor sin apenas rozarlo. Algo lejano, ido, que no
voluntades que han encontrado en la rutina una de las formas más míseras de
la muerte.
las que jóvenes comidos por la suciedad habitaban los claustros de antaño,
soledad que no fuera tan extensa y profunda que atormentara sus noches hasta
lo indecible. Por eso eligió Rafsaï. Vivían como cabras, en cuevas perforadas
en la superficie de las rocas, sin luz eléctrica, ni agua corriente, ni una tienda
que mereciera llamarse tal en muchos kilómetros a la redonda. Sufriendo las
mismas penalidades que los pobladores del país. O incluso peores, porque eran
nuevas para ellos como cotidianas para los primeros. Mientras, los pastores de
la región, los habitantes de aquellos chamizos que se amontonaban a ambos
lados de la carretera como colmenas desbaratadas, los observaban con sus ojos
hieráticos, extrañados por su actitud, por su patente falta de actividad y vertían
en sus cuencos de barro leche de cabra que terminaban por regalarles como si
del que habían huido como posesos; sino por su reivindicación alevosa,
incongruente y que, sin embargo, les parecía más necesaria que nunca.
Durante aquellas noches, bajo la intensa fiebre que lo asaltó a mediados del
mes de junio, porque ni aun sabía el día de la semana en el que se encontraba,
Las llamas que abrasaban su frente parecían viajar a las paredes y bailar sobre
tarde que llegó a Málaga, sin apenas un duro en el bolsillo, sin un lugar dónde
dormir, cuando encontró empleo como camarero en un bar con nombre de
película del Oeste, El Álamo, al que muchas acudían atraídas por la música,
con las patas agarradas a los testículos en los que él tendía a esconder las
manos para combatir el castañeo de sus dientes y los escalofríos que le
recorrían todo el cuerpo. Después, su mente, una mente que era y no era la
revelaron con vida, por acción del dolor, todos sus huesos.
Las muchachas desenfrenadas de la pared habían detenido para entonces su
danza y, tras observarlo con sus ojos de cristal, se vertieron al suelo y se
réprobos para picar sus manos sucias y llagadas. Serpientes sobre la frente de
los faraones de Egipto. Ratas voluminosas que iban a hundirse en pozos de
agua pútrida y se giraban para mirarte con sus ojos inhumanos. Ratas que
corrían sobre los condenados de todas las prisiones y de todas las mazmorras
Cuando el alba pareció concertarse al fin para dejar nacer el día, las palmas de
cuello, entre sus piernas, en los pliegues de sus dedos... Sus labios resecos
salivaban sobre la carne enrojecida de la lengua, anonadada por el milagro del
Cuando al fin acumuló fuerzas, se apoyó en una rama que había recogido días
atrás en los alrededores y fue capaz de salir al exterior por su propio pie. Sintió
la luz del sol sobre su cabeza y se hincó de hinojos para agradecerle al dios
que no lo hubiera matado tan lejos de cualquiera que pudiera condolerse con
su pérdida, que no lo hubiera matado en una de sus montañas para que los
buitres se comieran sus restos y esparcieran sus huesos por el polvo de los
caminos.
Por dos días con sus noches hizo votos de expiación, dirigió plegarias,
agradeció la educación recibida y la forjada por sí mismo, el poder del cerebro
para combatir y vencer las alucinaciones que son una parte substancial de él y
de afeitar, que le servía de arma contra las alimañas y los posibles ladrones, su
venido. Caminando por una carretera de la que surgían, tras cada decorado de
pueblo, niños que pedían dinero, bolígrafos, caramelos...; niños que tiraban de
las correas de su mochila como si portara un dorado que pudiera ser volcado
sobre la arena.
Hizo autostop y detuvo coches con los guardabarros polvorientos, las llantas
comidas por el lento fraguar del desierto, mientras en su interior confusos
decidió por abandonar aquel hilo de asfalto que lo dirigía hacia el sur, lo
admitieron en ruinosas habitaciones donde cada noche oía crepitar a las
cucarachas y, sobre el techo, si había suerte, se alelaba el zumbido de un
ventilador.
Lo que buscaba lo encontró dos meses después en un asentamiento de
dólares a los turistas, según le pareció. Pero olvidó lo que creía fantasías
piernas espigadas y sonrisa encantadora, bajo unos ojos azules que le hacían
Ella, Sally, más entendida que los demás en asuntos terrenales, especulaba con
la idea de montar un restaurante para que los burgueses de sus países de origen
pagaran dos veces lo que comían y lo que bebían, pagaran dos veces el
serviciales.
Se hallaba lo suficientemente delgada como para que él pudiera ponerla al
trasluz de aquel cuarto que compartían con otras dos parejas, creyendo estar
apenas llegaban o que al llegar venían escamados por los asaltos sufridos
kilómetros atrás, viajaron más al sur sufriendo el calor espantoso, las nubes de
hallarse juntos, hacían un amor sin prisas que Manuel pretendía constituyera
una pequeña obra de arte en la que no sólo sus sexos jóvenes y taimados, sino
trató como un mapa vivo, pendiente de sus más mínimas reacciones; la veneró
como símbolo necesario de una religión desaforada; como arquetipo en el que
nadie.
Bora—Bora”, como lo llamaba Sally, puesto que tenía por una isla aquella
aldea de cascotes y adobe, sobre la que soplaba un viento de locos cada tarde,
regresaron de nuevo al país que parecía estar esperándolos desde que acabara
Trasegaron por lo tanto con sus pequeñas pertenencias por las mismas
pienso en las redes para las maletas y bultos estratosféricos que siempre
sin ser capaz de trasponer las barracas de su puerto, ni llegar a aquel barco que
ahora estaba cada vez más ansioso de tomar. Atravesaron pues mercados con
burros y ambulantes puestos de frutas, toldos sobre carros de madera, coches
poblaban la ciudad como una marabunta, pero con los que, a pesar de la
Eran quienes habían descartado por inane el peligro que los acechaba a cada
jurado no mendigar.
nunca olvidaría, fuera cuál fuera el curso que tomara su vida: el descenso a la
plaza del mercado una mañana en que se levantó una neblina que tiñó el
horizonte con el mismo color de la tierra; el sol en el firmamento a la hora del
crepúsculo, una moneda en llamas sobre cada explanada, cada valle, cada
pueblo como espacio abierto a todo género de turistas. Y él, mientras Sally se
reencontraba con aquel lugar que espejeaba contra el mar, respiraba con la
sensación de que aquél no era el país que odiaba con tanta devoción y tanto
ímpetu desde hacía años, que aquel pueblecito embebido por la raza más
gratificante y dicharachera de la humanidad no podía ser el país del que había
demoraba.
escuchaba una música llegada de los rincones más lúgubres del Soho
cuantos salmos que se estaban volviendo tópicos nada más nacer, como
cualquier moda, haya creído uno lo que haya creído acerca de su resistencia.
Authority, The Animals, Cream, Octopus..., como una leyenda que no podría
Faulkner en sus novelas, humillados por los blancos más pobres. Eran esos
despojos humanos, Blancos Buenos Para Nada, los que componían los
escuadrones ensabanados del Ku Klux Klan que regían como suerte macabra
la noche en los pueblos del Deep South. Y una vez que esa usurpación mágica
había sonado en la discusión, entonces, las palabras parecían alzarse
Las estrellas descoloridas por los focos del pueblo colgaban poco más allá de
mundo por un mero acto de voluntad, por un acto de fuerza creadora que ya no
sería la obra de un genio aislado, sino de una colectividad situada por encima
Sally, lo era. Mike, Brandon y Nick también lo eran, y las chicas que aparecían
por el bar o por la playa, como un manojo de rosas pálidas y delicadas,
también lo eran.
presidencia del senador McGovern, porque entonces, sólo dos años antes de
aparecer por España, todavía creía que el mundo podía cambiarse desde arriba,
utilizando las reglas que los poderosos se habían otorgado a sí mismos.
Sólo después del fracaso de aquella candidatura izquierdista dentro del Partido
Demócrata, y de ser detenida en una manifestación por la policía, había
mundo.
Mike Lingo era un muchacho nacido en un pueblo de Connecticut, con un
ondulado pelo rubio que le caía sobre las sienes y una bella sonrisa de dientes
en el sistema sin ser de inmediato engullido por éste. Para él constituía una
frontera del Canadá y contactado con una asociación pacifista que lo ayudó a
llegar a Europa. Llevaba una gran melena de negro pelo rizado y eso lo
incitaba a recordar constantemente que sus antepasados fueron esclavos de ese
viejo Sur del que hablaban. Ridiculizaba la música de los blancos, el amor de
los blancos, la cultura de los blancos... Cuando bailaba alguno de esos blues
que sonaban a todas horas en el tocadiscos del Álamo, cuando oía a B.B. King
cantar por enésima vez “When I first met you, baby. You were just sweet
sixteen...”, su cuerpo fibroso parecía fundirse con el terciopelo de la noche y la
de reclutamiento. Eran las fechas en las que los jóvenes quemaban en actos
públicos sus cartillas militares, las fechas en las que los campus de las
Así que, contagiado por aquella oleada, Nick decidió dejar estudios, novia,
Llevaba gafas de aro metálico y un corrector de metal entre los dientes que lo
hacían parecer un niño. Ese niño simplemente no podía soportar la idea de que
escapar del destino de los miserables. Se hubiera sentido tan asqueado el resto
de su vida que prefería verse muerto, según decía, y lo cierto es que resultaba
Helen, una muchacha pelirroja, espigada, con unas graciosas pecas en la cara,
había comenzado a estudiar Arquitectura en Chicago, donde había nacido
veintidós años atrás. Y llegado a la Costa del Sol vía Florencia, Venecia y
Roma, ciudades a las que había acudido para conocer en su propio suelo a los
maestros del Renacimiento que la habían impactado desde cría. Ellos le habían
hecho concebir una vocación que, sin embargo, no hacía más que abandonar y
contra la que se tornaba cada vez más y más beligerante.
hubieran hecho las de una gacela, luchando contra las lluvias torrenciales, la
maleza, las fiebres, con la misma determinación que ahora utilizaba para hallar
componentes, el grupo vivía en común casi para cada cosa que pudiera
celebraban como tribu tropical, sentados en el suelo y comiendo con las manos
entretenían tras el almuerzo y tras la cena, cuando sentían tener toda la noche
y todo el universo para sí.
Por aquellas veladas pasaron como abejorros ruidosos los temas del boom
en muchas de las obras de Hemingway, junto con un odio por los padres y la
policía de varios Estados de la Unión que los habían perseguido por sus
Todos, Mike, Brandon, Nick, Sue (añadida a última hora al grupo), Helen,
Sally, pero sobre todo él mismo, Manuel, debían estar sintiendo gravitar una
capa de suciedad que se pegaba al espíritu en forma de años por venir, cuando
mirar el horizonte a través de la ventana por la que asomaban las hojas de una
parra, se desperezó con el gracioso gesto de otras veces y lo miró con aquellos
Le parecía que bastaba con poseer el tesón suficiente, el orgullo bastante para
perseverar y no rendirse jamás ante las amenazas que los rondaran,
Podían serlo si practicaban ese amor cardinal, podían serlo si eran capaces de
sacaran ventaja. Podían serlo si estaban al tanto del menor detalle que
anunciara el desfallecimiento que algún día caería como negro pájaro sobre
sus almas.
Según su aspecto, su largo pelo desgreñado y sus ojos claros, recordaba las
imágenes de Cristo que habían vuelto a poner de moda los adalides menos
terrenales del movimiento. Sus colgantes de colores, sus pantalones raídos, sus
camisas arrugadas, sus andares de extranjero en una tierra que lo había visto
nacer y en la que se ahogaba no por motivos políticos, como le gustaba
suponer al resto, sino por algo más primario, más carnal, que tenía que ver con
una especie de verdad que no podía trasmitirse, con un sentimiento que te
tocaba una fibra que no te dejaba respirar, ni olvidarlo, ni desfallecer...
Cambiaron Sally y él, poco tiempo después, de un continente a otro, para que
Santa Mónica. Los demás se marcharon a ese remolino que formaban nada
más comenzar los meses de verano las islas de Ibiza y Formentera y quedaron
en la India, y se citaban allá para pasar una temporada cerca de las fuentes del
Habían decidido acudir a la costa oeste con objeto de que Manuel pudiera
mecedora y contemplando morir la tarde. Quizá porque había visto esa imagen
en una película que no olvidó y ese crepúsculo le pareció ser toda la imagen
que poseía de la tierra de ella.
Al ponerse el sol le hizo el amor por debajo del bañador y a ella le escoció en
la vagina la sal del mar entrando con cada acometida de su miembro.
— ¡Oh, Sally, Sally! — cogiendo su cara entre las manos, retirando el pelo
rubio que se metía en su boca y se pegaba a sus oídos, respirando por ella, de
ella y en ella. Admirando sus ojos cambiantes con la luz del día. Profundos
con una toalla, intuyendo que no debía haberlo hecho, que llevaba demasiado
tiempo equivocándose.
Sally, con unos ojos que tras clavarse en los suyos comenzaron a buscar
Trabajó, tras romper con ella, en las irrigaciones del desierto de Arizona.
Huyendo del recuerdo de Sally, o del recuerdo de sí mismo junto a ella, estuvo
ahogarse a los dos meses de su estancia, se levantaba casi por primera vez en
su vida al alba y laboraba recorriendo kilómetros de aquel polvo que se metía
en sus ojos, en su ropa, en el motor y en la guantera que guardaba los gráficos
matado.
Tardó poco menos de seis meses en ahorrar el dinero necesario para marcharse
de allá, una vez había comprendido que no podía vivir en el país de ella, en el
país en el que había creído poder llegar a ser feliz y que le gustaba más que
ningún otro que hubiera conocido, a pesar de los prejuicios que llevaba
incubando en su contra.
Sally Mercier, hija única del juez del condado de La Fayette, Illinois, Dr. Jules
Mercier, había vuelto a su casa y él, Manuel Nogueira Sanz, tuvo que
acumular fuerzas de flaqueza para regresar otra vez a la odiada tierra que lo
marchó, y por unos corredores de Metro que olían a urinario, lo mismo que
aquella tarde ahora tan remota, pisó las calles del barrio y se presentó en casa
de sus padres.
“Ya estoy aquí”, dijo al encontrar a su encorvada madre esperándolo en la
Tras besar a su padre, que esperaba un metro por detrás de ella, había dejado la
cenar frente a la ventana tras la que se adivinaban los pinos bajo los que jugara
cuando fuera crío.
Esa noche, y las otras noches que la siguieron, les habló a ambos de los
A decir verdad, no tenía mucho que decir porque, ¿qué hubieran podido
entender ellos de cuánto había visto y sentido? ¿Cómo podían siquiera
vislumbrar qué cosa extraordinaria parecía estar a punto de sucederle al
el latido más minúsculo de su alma, y que acaso debido a ello había tenido que
abandonarlo?
Cuando el cuarto día su madre habló de ella, de Ángela, casada ahora con un
pareció tan hipócrita que terminó por descartarla. En el fondo, la idea del
casamiento de ella con Néstor no le pareció mala idea. Néstor había estado
enamorado de Ángela desde que Manuel había comenzado a salir con ella. Era
Obviando que el hombre que ella había amado y del que había quedado
embarazada había sido su mejor amigo y lo había preferido a él, como le había
sucedido con tantas otras durante sus periplos por los bares de Madrid, por sus
aquella ciudad que sólo consideraba suya para mejor odiarla. En poco menos
de tres meses estaba tan harto de trabajar en la carpintería de su padre que
creía ahogarse bajo la nube de virutas y aserrín que gravitaba de continuo por
el almacén.
Fabricaba muebles para una clase media, acomodada, exenta de cualquier
torpes, con una convulsión que las hacía temblar. Entonces, juraba en voz baja
con los peores insultos que conocía y se revolvía contra los tableros apoyados
en las paredes, contra las sierras y los cepillos mecánicos, contra la falsa arena
Sus ojos recorrían entonces con ansiedad los tabiques, las ventanas plomadas,
la puerta… Hallando cualquier excusa, se marchaba a la calle para fumar un
pitillo, tomar un café, dar una vuelta por el barrio con el objeto de recordar los
viejos tiempos. Pero no había caminado siquiera cincuenta metros cuando él,
que había recorrido medio mundo, comprendía que no tenía dónde meterse,
que no tenía a quién tratar, ni a quién contarle sus penas y volvía a encerrarse
en la serrería para pelearse con sus tablones y sus cuñas y finalizar la jornada
moralmente agotado.
— Tendrás tu casa aquí, siempre esperándote, hijo mío — dijo la madre una
noche en que lo vio más callado que de costumbre y en la que apenas había
probado bocado.
La vieja se quedó mirando profundamente su nuca de pelo rubio y encrespado,
Sólo necesitó de unas pocas palabras para exponer lo que había adivinado, lo
aquel vientre en el que Manuel había estado años atrás por cerca de nueve
meses.
— Tu hijo se marcha otra vez — le dijo al hombre que leía con las gafas
la mujer con la que llevaba viviendo desde poco más allá de los veinte años se
dormía en el otro extremo de la casa y era tan ajeno a él como un hombre, hijo
de otro, puede llegar a serlo.
Manuel le tomó la palabra a su madre sólo dos semanas más tarde.
Quizá tenía esperanzas de encontrarla por azar, como lo había hecho por vez
primera, o pensaba oír alguna noticia sobre ella traída desde los Estados
Unidos por algún compatriota que ambos conocieran. Pero no fue así. Nadie
había oído hablar de Sally desde meses atrás, desde que él mismo la había
perdido de vista al remontar el Medio Oeste entre discusiones cada vez más
todos los que la habían tratado. Ésa constituía la esencia de la época y muchos
de los tipos estrambóticos que frecuentaban el bar, hoy en Londres y mañana
Espero un poco más, pero al sucederse las semanas y no hallar ninguna noticia
por los canales en los que todavía conservaba cierta fe, decidió escribirle a su
domicilio.
“Sally, ¡cuánto te echo de menos! Si hice algo que te molestó, espero que
mal, sobre todo después de lo que sentimos el uno por el otro y de las
comarcales.
Aquellas cartas que había aguardado con ansia lo defraudaron desde el
principio. Sally hablaba de modo cada vez más benévolo sobre el mundo que
antes tanto había dicho detestar. Se mostraba más tranquila ahora que había
vuelto a reconciliarse con su padre (“… él no tiene otra cosa en el mundo tras
de salud”).
Una carta más tarde comenzó a dar algunas explicaciones sobre el porqué de
su ruptura. La clase de vida que ambos habían llevado durante aquellos dos
años y medio no podía durar por más tiempo. Ella no contemplaba la idea de
atardecer único o de vivir de las cosas que les dieran los demás, por un
que ni ella misma podía explicar el motivo. Había decidido continuar con sus
que él tomara una decisión sobre lo que hacer con su vida. Después quizá
hablarían, se encontrarían, se reirían de los viejos y queridos tiempos en los
preámbulo a cosas definitivas, continuó la vida que le había tocado vivir, o que
había decidido vivir, sólo que ahora en solitario. Constituyendo con su carne y
su espíritu una inmolación simbólica que no llevaba grabado el nombre de
cualquier oficio que encontrara en las cercanías de las playas, en algún pueblo
perdido del litoral, en alguna montaña de los alrededores, con tal de que éstos
Se mofaba de sus gustos en los bares en los que trabajaba de camarero, en los
portaba dentro de sí. Acaso cometiendo una venganza contra la vida que ni él
mismo había nunca aprendido a tomarse en serio y contra la que nunca había
aprendido a pelear con cierta destreza. Una venganza por el mero hecho de ser
para aquello y de vivir para aquello, como si pretendiera perdurar por ese
medio ya que los otros en los que confiara le habían fallado tan
clamorosamente.
Conoció a diversas mujeres de las que apenas recordó nunca el nombre, los
ojos, la boca, el timbre de la voz, ni un minúsculo detalle del cuerpo por el que
se sintió atraído. A algunas las encontró en una playa a la que se había
acercado para darse un baño tras la jornada de mercaderías que llenaba ahora
sus días. A otras las halló en el puesto con el que recorría los pueblos de
dos y tres plantas que le permitían evitar el elevado coste de las pensiones
Viudas, mujeres separadas, casadas que se hallaban lejos de maridos sin rastro,
persona...
Nunca se agotaban las fórmulas o éstas, para su pasmo, siempre les sonaban a
ellas como nunca pronunciadas o como ideadas en exclusiva para sí.
Así fue dejando en su agitado periplo, que lo llevó entre otros lugares a Las
Canarias y de nuevo, por dos meses, a Marrakech, donde comprendió que
siempre es preferible evitar los lugares donde uno ha sido feliz —porque acaso
no hay otros en el mundo que te puedan hacer sentir tan desgraciado—, unos
cuantos vástagos que no se conocían entre sí y que apenas conocía tampoco él,
Las madres solían hacérselos llegar por correo y parecían entenderlos como un
porque comenzaron a tener que rebajar sus pretensiones sobre los cuatro
millones de pesetas que Manuel había logrado ahorrar para un propósito y por
los que se prodigaba y que habían alcanzado tal éxito en las playas como para
PATERNIDAD.
podía afirmarse que si no hubiera sido por la actitud del crío, provocándome, y
Al llegar a la cocina bebí otro vaso de agua, dejándola correr por unos
boca seca.
Al terminar, dejé el vaso sobre el aparador, abrí la puerta y me asomé al
tendedero, lo mismo que había hecho esta tarde nada más terminar de cenar.
Incluso desde los cuatro metros de altura que separan la casa del terreno
percibí la presencia de la hierba que habían estado segando el viernes por la
mañana, cuyo olor ascendía ahora en pleno aroma desde el jardín. Era un olor
agradable, embriagador, un olor a calma o a victoria, no recuerdo cómo lo
llamaban en la película que pusieron la otra noche, y que te otorgaba una
gata en celo que paraba a la espalda del edificio parecían poder hacerlo.
Me asomé a través de la pequeña ventana que hay en uno de los extremos del
enrejado y estuve observando las farolas de las que pendían los globos de
plástico y, sobre los mojones marcados con una piedra blanca, la apariencia
apenas real que habían adquirido los setos y los pequeños declives que
formaba la hierba a lo largo del camino. A poca distancia esa luz parecía
hundirse en la nada, pero si miraba un poco más allá uno comprendía que se
calaveras, con los vanos semejando la cuenca de los ojos y las fosas de la
nariz.
Estaba tan abstraído por aquel paisaje que cuando me quise dar cuenta tenía de
nuevo a los pies la caja de plástico donde ella mete la ropa sucia que resta por
lavar cada semana y donde yo guardé pocos días atrás aquella revista. Como
un fogonazo, la imagen de la mujer me vino a la mente y ya no fui capaz de
“El protagonista (un tipo alto, callado y con un poblado bigote rubio) consigue
sacarle a ella (que es una mujerzuela que trabaja alternando en un cabaret) el
lugar dónde se ha escondido su amante, un tipo que ha traicionado a un jefe de
años veinte, va metiéndole mano en el asiento trasero del taxi que los conduce
a casa de ella y la desnuda casi por completo cuando todavía no han tenido
tiempo de salir del ascensor. Al margen de una peluca muy negra, que se nota
falsa a la legua, y de un collar de perlas tan falso como la peluca, ella lleva una
abertura de treinta centímetros que la hace parecer una puta desde lejos, sin
remisión”.
Pensando todavía en aquella abertura le di una patada a la caja con la punta del
acumuladas a lo largo del día, pensé, y, por otra parte, podía aprovechar para
guardarla en otro lugar más seguro, no la fuera a encontrar ella y se fuera a
Estaba mirando de nuevo el jardín, que seguía destellando con esa luz
vaporosa e irreal, cuando se me ocurrió que en lugar de la madre era el crío
quien había encontrado la revista y que era en realidad ella el motivo de que
primero, bajo una luz que tendía a concentrarse en un solo objeto para
olvidarse de los demás. Una luz que implicaba que ibas a seguir
necesariamente la dirección que te marcaba, que no ibas a poder obviarla
aunque lo desearas. Así que sin poder resistir la tentación me incliné, apoyé la
rodilla derecha sobre las baldosas y agarrado con una mano del parapeto de
de ellos vueltos del revés—, camisetas y polos arrugados y los fui arrojando
sobre el piso. Después de vaciar la caja casi por entero y comprender que la
montón de ropa que había vertido sobre las baldosas por si se había ocultado
entre medias, pero nada.
La verdad es que la escena había logrado ponerme otra vez de los nervios. Era
como si mi mente, trabajando por sí sola, sin necesidad de unos brazos, de
unas manos, de unas piernas que cumplieran sus órdenes, se hubiera marchado
al cuarto de los críos y hubiera comenzado a montar una bronca en mitad del
dormitorio.
blanco, fingiéndose dormido y negando que él tuviera nada que ver con el
lo hubiera estado al entrar. Estaba viéndome cogerlo del cuello y alzarlo del
de estallar en mil pedazos y para evitar su sacudida dejé de agitar las manos y
clavé con todas mis fuerzas las uñas en el primer montón que encontré. Las
hundí y las hundí hasta sentir las uñas traspasar la tela de una camisa,
perforarla y clavarse en las venas.
Después de unos segundos, cuando no ya era capaz de hacer más fuerza,
permití que se soltaran poco a poco, con los músculos entumecidos, los dedos
tensos, agarrotados como garfios, y respiré hondo medio minuto, aspirando y
caminos que se perdían hacia el este. La luna parecía menos remisa ahora y
brillaba sobre las azoteas para caer desmayada sobre los pastos, los rosales, los
arbustos y declinar mansamente sobre la colina que se dirigía a los edificios en
construcción…
Estaba verdaderamente harto. Harto de pelear con unos y con otros todo el
desde la mañana a la noche y eso me iba quebrando los nervios, hasta hacerme
perder por entero el dominio de ellos. Y después estaba aquella luna, aquella
noche en la que uno se sentía tentado a ser feliz, a olvidar todas las estupideces
que cometió en el pasado y a pensar en las posibilidades que presentaba el
soltar sus cadenas en cuanto lo deseara, que podía comenzar una vida nueva
antes de que fuera demasiado tarde...
En ese mismo estado permanecí durante un rato. Sin saber cuánto tiempo duró.
Después, la imagen de la revista me vino de nuevo a la mente. Casi me
extrañó que fuera ella la causa de aquel aturdimiento furioso que me había
quemado por dentro, porque en algún modo la había aborrecido durante las
últimas semanas e incluso había estado tentado de tirarla a un vertedero pocos
de lo más claro. Era preferible dejarlo para los días siguientes, me dije, cuando
la cosa se hubiera enfriado. Era una táctica que empleaba con ellos desde hacía
Tras haber tomado esa decisión, parecí serenarme un poco más, casi del todo a
decir verdad. Me miré de nuevo las manos por si seguían percibiéndose las
como uno de esos jeroglíficos egipcios que grabaron en las paredes de los
templos y hay tipos que se tiran la vida estudiando para no llegar nunca a
ninguna conclusión. Las había más amplias, más cerradas y más abiertas.
pequeños que se juntan con otros mayores y unen sus cauces al de ellos.
Después, me incliné para agarrar el montón de ropa sucia desperdigado por el
piso y volví a introducirlo dentro de la caja. Cuando estuvo todo en el interior,
la cerré por el broche metálico, salí del tendedero y, tras unos pasos, también
abandoné la cocina.
un rato atrás, cuando había abandonado el salón para tomarme un vaso de agua
en la cocina.
No se oía a los dos críos en el dormitorio, al contrario de lo que suele suceder
muchas noches en las que andan conversando hasta las tantas de la madrugada
de nadie puede explicarse qué. Tampoco se veía una rendija de luz bajo la
puerta, así que me detuve en el umbral, sin sacar los pies de la alfombra para
eléctrica, porque comprendí que de seguir allá tiraría por la borda la decisión
la terraza. En ese frente del edificio se había levantado un poco de aire que no
poner con objeto de mejorar las vistas. El viento hacía silbar las ramas de los
abetos, de los pinos y eucaliptos que se hallan al pie del edificio y ocupan uno
y a la vez trágico, un sonido de esos que pueden provocarte una paz extraña o
una pesadilla si se te atraviesan por la mente mientras duermes.
Metros más allá, frente al Cuatro, se hallaban iluminadas esas plantas que de
escalera, cerca de la noria y de los coches de choque que ponen para las fiestas
en Septiembre y a las que acuden los gitanos para robarles lo que puedan a los
“Sería un tipo con suerte de haber estado allá”, me dije, “Luego podría
contarle a sus nietos que había participado en una jornada histórica, como
Después de que el tipo desapareciera, saqué un pitillo del bolsillo del pantalón,
del paquete de Winston que había comprado el viernes en el estanco, y lo
sobre mi cabeza.
Cuando terminé, apagué la colilla contra el hierro de la barandilla y con un
leve impulso de los dedos la arrojé sobre las baldosas. La colilla, como una
luciérnaga, voló por el aire dibujando una parábola y fue a caer al sendero por
el que había pasado minutos atrás el tipo aquel. Entonces extendí el cuerpo,
me asomé por la abertura, apoyando un poco el vientre sobre la reja, y me
puse a escrutar las sombras que ocultaban los pisos más bajos de los bloques
habían ido cayéndose con el tiempo, pero aun así podía adivinarse la serigrafía
del nombre, Papelería Mayka, y, bajo ella, las especialidades en libros de texto
Mientras tanto, volvieron a surgir de la maleza los maullidos de los gatos que
ya había oído en el tendedero. Debía haber ya algunos cortejando a la gata en
celo y otros acudían a su encuentro como si hubieran sido citados a una fiesta
terrazas del bloque cercano, el ladrido de un perro y los gemidos de uno y los
maullidos de los otros entablaron una batalla que partió el silencio de la noche
por la mitad. El perro contestaba cada vez más furioso y desesperado a
como recién nacidos que están a punto de morirse. Se veían sus sombras
atravesar el sendero, saltar fugazmente al enlosado y desaparecer en la
ladrando y, entendiendo que no tenían nada que temer, se retiraban con una
especie de desdén.
El perro se volvía loco con cada uno de aquellos desplantes. Se puso a ladrar
contra el tubo de metal y el ansía que delataba su respiración cada vez más
agitada. Después, acertó a meter, quién sabe de qué modo, el morro en el
hueco libre, por el que apenas cabía una pelota de tenis, y aulló y aulló como
un alucinado.
Estuvo así medio minuto, hasta que varias luces se prendieron en las casas
A los dos minutos, una luz de color más tenue que las otras surgió de la casa
del chucho y un hombre en bata se acercó para abrir la puerta de la terraza.
Tras chillarle, llamándolo por un nombre inglés que no logré entender, le dio
Ahora el perro no ladró, al caer sobre sus patas traseras lanzó un quejido, un
aullido lastimero que se parecía más que ninguna otra cosa a los maullidos de
los gatos que tanto lo habían alterado, y fue como si con aquel lamento
pretendiera pedirle explicaciones al hombre por la injusta cosa que cometían
con él.
mano en la que ahora llevaba una correa y la hizo crujir con furia sobre el
lomo. Esta vez el perro atravesó la puerta como una exhalación y fue a
refugiarse entre las patas de uno de los muebles. Oculto allá, lloró y lloró hasta
que el hombre le dio un grito y lo amenazó de nuevo con la correa. Esta vez la
cuando a la espalda del edificio. Lo hacían igual que antes, del único modo en
que saben hacerlo, con unos gemidos lastimeros de los que sólo son capaces
los locos y los niños. No estaba muy claro si se estaban riendo de la desgracia
primera noche en que nos hallábamos en esta casa se subió el gato del vecino a
la ventana y comenzó a aullar. Él se despertó en mitad de la noche y llamó a la
su edad, la primera vez que lo vi perder esa mirada que te lanza a todas horas
primera vez que vi borrarse de su boca esa sonrisita irónica que nunca se sabe
De modo que debió ser el padre de ella el que insistió para que nos
suplica que se dibujaba en su cara, por lo menos hasta que tuvieran edad para
Yo la escuché hablar como hago siempre, como quien oye llover, y tardé algo
por algún motivo esa mañana, y que finalmente le dije: “Puedes hacer lo que
hasta ahora”.
La verdad es que tenía otras cosas en que pensar y no me quedaban ganas de
contándole mil y una historias sobre la formación de ambos críos, que tanto
aparentaba interesarle mientras no significara gastar su dinero en ella...
Ya que había conseguido que yo no me interpusiera en su camino, ella
aprovechó la ocasión y se marchó ese mismo día a buscar una casa en alquiler
por los alrededores y, como era para beneficio de ellos, según creía al menos,
segundo día y me dijo, sin darme apenas tiempo a reaccionar, que había
conseguido una magnifica al otro extremo del barrio y además por un precio
razonable. Tenía muy buena luz exterior, añadió con una sonrisa irreprimible
en los labios, con los ojos brillándole como si nos hubiera tocado la lotería o
unos pocos metros cuadrados más de la que habíamos ocupado hasta ese
momento. Debido a las condiciones tan favorables en las que se hallaba, había
Yo la miré un momento con sarcasmo, pero no dije esta boca es mía porque
me daba lo mismo una cosa que la otra. Estaba por completo liado con la
implantación de los expositores en el despacho. Había llegado de la oficina
cerca de las diez de la noche el día anterior, cerca de las once y media el día
Así que de ese modo quedó de momento la cosa: yo, sin entender muy bien
qué importancia tenía una casa en un lugar u otro cuando nos lo estábamos
jugando todo con aquel negocio que de fallar iba a llevarnos a la ruina, como
al fin sucedió. Y ella, de lo más satisfecha por el hecho de que los críos
pudieran continuar viviendo a sus anchas, con sus amigos, sus juegos, sin dar
cosa tan bien como esperaba. Fue precisamente durante aquella mudanza
cuando me encontré al viejo haciendo manitas con aquel tipo que había metido
favoritas desde la adolescencia, que eran el cine y la pintura. El tipo tenía esa
Parecía decidido por todos los medios posibles a aparentar ser más joven de lo
que en realidad era y poco tiempo después de conocerlos comenzó a trabar
amistad con los críos y a tratarlos como si fuera camarada suyo o poco menos.
arte o de historia natural que, según repetía, era algunas de las cosas sin las
que ningún muchacho debía pasarse a su edad.
Al anunciar adónde los llevaría arqueaba las cejas pobladas y ponía una
expresión de júbilo con todas las cosas grandes que formaban su cara, como si
disfrutara de antemano de la visita que había organizado con tanto esmero.
Así los llevó de un lugar a otro, sin darles apenas un respiro. Una tarde a
merendar a casa de su hermana, que vivía cerca del Pinar de Chamartín. Otras
los invitó a diversas películas de estreno, de las que siempre volvían excitados,
con ganas de volver a ver la película por segunda vez, y se fue ganando la
confianza de ellos y de la madre, que de cuando el viejo se trataba nunca podía
Así había pasado un año. Hasta que con el achaque de echar una mano en el
traslado de los muebles (puesto que su amigo era un manitas, según le repetía
constantemente él a su hija, entre otras cosas para desprestigiarme a mí), la
tarde del último día que nos hallábamos allá me los encontré en uno de los
cuartos que había al fondo de la casa. Estaban acaramelados, muy cerca el uno
del otro, cogidos cariñosamente del codo y mirando el trozo de jardín que se
escalera como si fuéramos unos gitanos o poco menos, me dije. Tampoco iba a
conseguir nada de contarle a ella lo que había descubierto de su padre querido
y del amiguito que llevaba metiendo un año en su casa como si tal cosa. Sabía
llevaba en los brazos, lo acomodé entre los otros trastos que había por allá y lo
cubrí con una de las mantas que permanecían dobladas sobre el piso de chapa.
Nos mudábamos una tarde de mediados de Septiembre. Eso lo recuerdo. Las
espesaban las manchas que la camisa había comenzado a tener bajo las axilas
y el sudor debía correrme en ese momento por la espalda poco menos que a
chorreones, como si presionaran contra ella una esponja mojada. Al atravesar
el sendero unas gotas se me habían metido en los ojos impidiéndome ver, así
que me estaba secando los ojos con la manga de la camisa cuando ella asomó
extremo del barrio, porque la misma sonrisa estúpida de días atrás continuaba
se filtraba a través de las ramas de los pinos para caer sobre los setos, el suelo
de terrazo y los bancos del paseo. Esa luz parecía vagar sobre mi cabeza y
cuento y que en el fondo de su alma debía parecerle tan frágil como el canario
que cantaba en uno de los balcones cercanos, tomé el camino de vuelta y
Esta vez recorrí el sendero con paso más cansino, a pesar de que estaba
deseando acabar con aquello cuanto antes. Comenzaba a notar el agotamiento
que me recorría por dentro y parecía surgir como una tempestad de un mar en
calma. Deseaba descansar, dormir profundamente para olvidarme de todo y a
la vez hacer una locura. No puedo explicármelo.
debían haber subido de la calle un momento atrás, tras hacer el último viaje a
los sarasas, contagiadas estas últimas por una gravedad y una responsabilidad
Mientras aquel juego se eternizaba, el viejo, sin hacer nada útil con el achaque
de la artrosis, como siempre, seguía llamando a su amigo del alma por el
nombre de pila. Lo llamaba Claudio para acá y para allá cada pocos minutos,
sin motivo alguno, y a mí —al escucharlo en pleno ramalazo— casi se me
olvida la promesa que me había hecho al descubrirlos, pero de nuevo me
agobiarme, así que decidí pasar al baño y descansar por un rato. Frente al
espejo, me desabroché un par de botones de la camisa, me mojé la frente, la
boca, los brazos, el cuello..., empapándome con una esponja usada que había
Después comencé a pasar los dedos sobre los párpados. Los alterné con
sentido y a continuación en el otro. Más tarde, volví sobre los ojos y los apreté
con fuerza hasta que vi constelaciones de puntos luminosos que ejecutaban
ver los muebles del baño. Por un segundo me costó reconocerlos, aunque sabía
de sobra que eran los que no podíamos llevarnos por estar empotrados en la
pared o poseer una réplica más nueva en la otra casa. El agua continuaba
corriendo por el grifo, así que cerré la manija de metal. Después me aparté dos
pasos de la pila y, tras secarme la cara con una toalla que colgaba de uno de
a esos libros de historia que se tiraba la vida leyendo. Porque, aparte de todo lo
demás, el hijo de su madre era un pedante en todo el sentido de la palabra.
hacían por las fechas, los nombres de las batallas de una guerra, o los de los
políticos y generales que las ganaron o las perdieron. Según entendí, había un
bélico que sonaba el apellido, era un inútil que perdía todos los frentes que le
fusilarlo por inepto, sólo que esta vez los de su propio bando...
lo cansado que estaba. En buena medida era verdad. Para esa hora el dolor se
había hecho más intenso y me continuaban doliendo la cabeza, los brazos, las
paralizado.
Tras despedirme lacónicamente, me marché al dormitorio y me duché durante
casi media hora. Me froté con fuerza las pantorrillas y la espalda. Dejé que el
agua me corriera por el cuello, que se metiera tibia en la boca, en los oídos, en
los ojos, incluso la tragué y luego la escupí al sentirla pegada al paladar. Tras
pasar la toalla por todos los músculos del cuerpo y frotarlos varios segundos,
me puse un pijama limpio y me acosté. Estaba tan reventado por el ajetreo que
a los pocos minutos debí quedarme dormido, porque no recuerdo nada más de
ese día.
De esa forma quedaron las cosas. Él viejo pensando que yo me chupaba el
dedo, o poco menos, que era un idiota que no se enteraba de nada de lo que
ajustarle las cuentas de una vez por todas, porque me había jurado que ese día
iba a oír todo lo que tenía que decirle. Todo lo que llevaba guardado desde que
Tampoco me era fácil olvidar la repugnancia que sentía por tener que tragar su
mismo aire, su mismo olor, la visión de sus cosas esparcidas por la casa. Sin
poder evitarlo, me ponía a imaginar a lo que se dedicaba las tardes en las que
se citaba con el otro. Los veía subir una escalera sucia, llena de pinturas
borrosas en las paredes, y alquilar una habitación para acostarse juntos en una
de esas pensiones que hay por el centro de Madrid. Otras los imaginaba
haciendo posturas en esos billares a los que acuden los maricas cada tarde y
esas imágenes me revolvían el estómago y apenas me dejaban comer, como si
sufriera de arcadas.
Entonces, cuando ya ni lo esperaba, una mañana, ella anunció que debía
marcharse a Madrid para renovar el carnet de identidad que le había caducado
Me dijo que debía acudir con ella el mayor de los críos, porque cumplía
por vez primera. Pensaba que era mejor aprovechar el tiempo y matar dos
pájaros de un tiro, puesto que aún le quedaban muchas cosas que preparar en
más tarde.
adelanto.
fecha exacta en qué pensaba hacerlo. Ella se encogió de hombros y puso una
expresión pensativa, entornando un poco los ojos, como si contemplara un
por la puerta con la fanfarria de costumbre (olvidando las tres fotos necesarias
para el carnet de identidad primero y alguna que otra chorrada después, lo cual
bata, tomé el corredor y me fui al cuarto que ocupaba el viejo justo al otro
Al entrar por la puerta tuve que esquivar unos muebles que aún no habían
encontrado acomodo y vagaban por allí como los trastos perdidos durante un
naufragio. Ese caos alcanzaba también a los cuadros que, en lugar de colgar de
había encontrado tiempo para fijarlos, o porque estaba esperando a que el otro
mariquita viniera a ayudarlo y aprovechar así la ocasión para montar otra
escenita de enamorados.
atrás.
El caso es que me introduje un par de pasos más en el dormitorio y en cuanto
porque era su hija a pesar de todo y no quería darle un disgusto, tendría que
más que suficiente para cubrir los gastos que causaba en la casa. Así lo había
decidido. Pensaba que era una cantidad justa y además era lo bastante adulto
como para no tener que dar explicaciones sobre sus amistades ni sus relaciones
con nadie.
Yo le contesté entonces que se iba, que lo echaba de mi casa, y lo cierto es que
nervios, manteniendo todavía las manos dentro del armarito en el que debía
haber estado buscando alguna de sus chorradas de costumbre.
— ¡Pues te vas! Ahí tienes la puerta, pero que sea lo antes posible — repuse
yo, gritando con todas mis fuerzas, porque estaba apunto de perder los papeles
sólo de tenerlo frente a mí.
Recuerdo que estaba todavía más cerca de la puerta del dormitorio que del
lugar en el que permanecía él, porque me había propuesto al entrar que debía
que había tomado, tuve que contenerme porque me entraron unas ganas
de las solapas del pijama, darle unas cuantas ostias y cantarle todas las
Todavía hoy no me explico cómo fui capaz de salir de allá sin ponerle una
mano encima. Sé que iba tan caliente por el corredor que varias veces me
dieron ganas de volverme para arreglarle las cuentas de una vez por todas,
pero por algún motivo no lo hice. Una especie de vértigo me conducía hacia
adelante, eso sí lo sé, como si fuera la madera del suelo y no mis pies la que
inclinada sobre el hombro del maricón aquel unas cuantas semanas atrás. Era
como si ambas imágenes se fundieran en mi mente y constituyeran una sola.
Esa imagen me taladraba el cerebro y redoblada la tensión con la que me latían
las sienes y la ofuscación que sentía en las manos y en el resto del cuerpo.
En ese estado había llegado al recodo cuando resultó que algo más tenía que
suceder esa mañana, ¿cómo no? “La cosa no podía quedar simplemente como
estaba, estaba de lo más claro”, me reconocí a mí mismo cuando pude
pensarlo más en frío.
Al parecer el crío más pequeño se había despertado por los gritos que
habíamos dado en el otro extremo de la casa y lo había escuchado todo.
hizo un ruidito que no llegó a ser ni una palabra inteligible siquiera, sino más
bien un murmullo, un lamentito que pretendía demostrar que él personalmente
también se ponga en tu contra en la casa que pagas con tu trabajo, con tus
sudores, mientras ellos se andan tocando los cojones todo el santo día”.
Él estaba todavía acostado, con la manta encima del cuerpo canijo a la altura
del cuello, y en la boca parecía comenzar a apuntar la sonrisita de costumbre.
tonelada y una vez frente a mí torció la boca, porque todos ellos tienen la puta
costumbre de torcer la boca en cuanto les dices algo que no les gusta.
casa.
Que se lo dijera a su madre cuando regresara, que se lo dijera a quién
quisiera...
voy a arreglar a todos vosotros! — le dije, gritando para que me oyera, para
que me oyera también el viejo invertido desde su cuarto —. ¡A partir de hoy
hubiera hecho cualquier otro con su edad. Se comportó del mismo modo que
suya que nunca sabes lo que significa, lo mismo que si estuviera llorando o
Yo lo miré otra vez, fijamente a los ojos, para comprobar si tenía alguna cosa
más que añadir, pero como parecía que no, le di la espalda y regresé de nuevo
a mi dormitorio.
otro, y luego regresaban a los dormitorios. Entraban y salían apenas sin hacer
ruido y sin decirse una palabra entre sí, sólo por evitar que yo los escuchara
tras todo lo que había sucedido previamente.
Eran ya las nueve y veinte sobre el reloj de la mesilla cuando le tuve que dar
un grito al crío para que se marchara al colegio. Grité: “¡Manuel!”, con todas
mis fuerzas, pero él no contestó. Pasó otra vez al cuarto de baño y a los dos
minutos, para que nadie pensara que lo hacía porque yo se lo mandaba, se oyó
servicio, porque se acicalaba como una damisela para salir a la calle, sobre
todo cuando era previsible que diera un paseo con su “amor” y quería que el
otro la encontrara lo más guapa posible. Me dije que me hubiera gustado echar
la cuenta del agua corriente, de la luz, del jabón, de las toallas que gastaba a
mi costa, porque estaba seguro de que superarían con mucho el dinero que le
expoliando.
“El hijo de su madre sale de la casa con un olor a perfume que no se pondría
una mujer que se vende por la calle”, me repetí. Debía ir apestando el autobús
cojeaba...
Eran ya sobre las diez menos cuarto en el reloj cuando volví a oír de nuevo
En principio estuve rebuscando entre sus cosas, entre sus papeles, entre las
nada de interés.
En realidad tampoco sabía exactamente lo que buscaba. Hacía aquello al
dictado de ese instinto mío que casi nunca me traiciona y que en algún modo
heredé de mi madre.
Después estuve mirando dentro de la mesilla de noche; en los tres cajones todo
ordenaditos, con sus colonias y lociones de afeitar apiladas unas encima de las
otras; entre los libros que guardaba la estantería y que le daba a leer
constantemente a los críos, aunque yo le había dicho mil veces a la madre que
Las dos hojas que la componían estaban dobladas y guardadas en uno de esos
sobres con rayas a colores en el borde que utilizaban antes para mandar el
correo por avión, porque él debía pensar que ése era el mejor modo de
casa.
Seguí leyendo unas líneas más y comprendí que los dos habían roto.
Era una pura vergüenza. Por las expresiones que empleaba debían haberse
estado arrojando las miserias a la cara durante días enteros como una pareja de
tono lacrimógeno que iba haciéndose más sereno con el correr de las líneas,
marcharse a vivir con aquella mujer que lo había hecho tan infeliz en el pasado
No creía acertada la idea de tomarse unos meses para reflexionar sobre algo a
decía el cursi, que todos los malentendidos surgidos últimamente entre ambos
eran suposiciones suyas. Todo debido a los problemas que siempre había
tenido con los celos, como él mismo había reconocido, agravados en este caso
por el hecho de que él fuera unos años más joven y además por lo malvada que
resultaba la gente cuando veía la posibilidad de hacerles un daño cruel a
como la que los había unido a ambos desde hacía año y medio. Lo que había
nacido entre ambos era algo semejante a la lealtad espiritual que se guardaban
malvados que habían hecho crecer las suspicacias entre ellos iban a triunfar
ahora si él volvía con aquella mujer que nunca lo había querido, que nunca lo
había respetado, fueran cuáles fuesen sus proclamas en esos momentos…
Estaba seguro, por lo que él mismo le había oído contar durante el tiempo en
segunda vez), que ella no tenía otra intención que engañarlo, cosa que había
error del que se arrepintiera más tarde, cuando las consecuencias de sus actos
Cuando llegué al final, volví a meter la carta en el sobre, lo volví a dejar entre
las páginas del libro en el que lo hallé y regresé de nuevo a mi cuarto.
aquél que dice. Ahora con él, ahora con ella. No sé podía decir que el viejo
fuera tonto. Maricón lo que se quisiera, pero tonto no, eso desde luego.
olvidando incluso de que ese día tenía un asunto importante que tratar y me
Desde esa nueva posición, traté de recordar las ocasiones en las que había
cualquiera. Eso le permitiría volver al tipo de vida al que siempre había estado
acostumbrado y disfrutar de las amistades que le habían dado poco menos que
provincia.
Por ese motivo, desde que nosotros llegamos allá a principios de agosto, él
estuvo tratando de congraciarse con la hija por los más extravagantes medios
que puedan imaginarse. Le daba la lata por teléfono cada día del modo más
plomizo y siempre con el mismo fin: ponía la excusa de que deseaba ver a sus
nietos y solía citarse con ella en alguno de los bares que había a lo largo de la
dejaba marcharse a jugar con cualquier excusa o les daba dinero para un
aprovechaba que la hija estaba aturdida, con la guardia baja, para sacar a la
otra a colación.
Conchita (como la llamaba, porque la muy puta tenía hasta nombre de coño) le
había cosido precisamente el dobladillo del pantalón que llevaba puesto en ese
momento y hasta doblaba las rodillas y levantaba un poco la tela para que ella
lo comprobara.
su casa..., porque estaba tan ciego en su lujuria por el amor que le tenía a ella o
al hijo de ella (no me extrañaría ni un pelo que pretendiera acostarse con los
iba a dejarlo a medias y añadía que ella había dejado para siempre atrás su
cosa que la otra deseara más que establecer unas relaciones cordiales con la
que podía decirse que era su ahijada, puesto que aseguraba que nada le gustaba
menos que el nombre de madrastra.
papada.
Clara, para entonces, había apartado la vista de él, se cubría los ojos con la
del bar con objeto de pagar la consumición y parecía convencido de que era
(Claire), pronunciándolo con un tono de voz más profundo del que solía
Así que durante todo aquel verano (en que los críos estuvieron disfrutando de
cualquiera para volver lo antes posible a Madrid. Debía estar harta de entrar en
la casa de sus amistades o en la de su misma tía y saber que su padre iba a ser
el centro de la discusión una vez que ella hubiera vuelto a atravesar la puerta,
todo por haberlos puesto en ridículo y haber arrastrado por el fango ese
nombre que en tanta estima tenían.
El..... El..... de..... do..... Idiota..... Los globos de las farolas..... Se me están
clavando los codos en..... Francia y París, qué nombre más estrambótico para
distancia que está a punto de hacer alguna gorda como el padre no la ate en
debe haber aprendido allá las guarrerías propias de los actores..... Y tú,
sonríete mucho, que el día menos pensado te va a subir a casa con un bombo
incluso de haber echado una que otra cana al aire después..... Se les nota en un
no sé qué que les brilla en la mirada..... En la forma de recorrerte con los ojos
cuando te encuentran por pura casualidad en la escalera o en el ascensor.....
Una forma de sonreír que las hace parecer abiertas a todo..... Me la cruzo cada
pocos días..... Tiene el pelo ondulado y teñido de color caoba..... Rojizo.....
del bolsillo del pantalón para saber cuál de los dos es el que además de todo es
un ladrón..... Asocié.....
acharolado que las cubre en toda su superficie..... Las patas tan flexibles como
una rodilla humana o incluso más..... Un ligero cosquilleo te corre por la cara
los aparadores, se escondían en las juntas que dejaban libres los tiestos que
había en el balcón, en las alacenas y te saltaban encima cuando menos te lo
esperabas..... En verano las había que volaban….. Eran mucho más grandes
que las comunes y un poco más claras de color..... Saltaban de los resquicios
de las paredes para posarse en tu ropa y entonces ella venía con la zapatilla en
la mano, las echaba al suelo de un golpe seco y allí mismo giraba la planta del
pie y aplicaba todo su peso para espachurrarlas..... Las aplastaba con sus cerca
de noventa kilos de peso y se oía el liquido del bicho salir disparado en todas
direcciones para dejar varias manchas oscuras sobre el enlosado..... La mañana
de aquel mismo día había visto una muerta, como si fuera un presagio de lo
que iba a suceder..... Estaba sobre la mella en la piedra blanca que tuvo
vez la mano..... Pero ella dijo que aquella era su casa tuviera yo los años que
cayeron ese día..... Debieron ser veinte o más pero, en lugar de tratar de
esquivarlas como otras veces, las fui recibiendo y poniendo la otra mejilla.....
Recuerdo que en algún momento me puse tan loco que le pedí que me diera
más fuerte cuando al parecer había terminado y entonces me cayeron cinco o
diez con más rabia que nunca..... Ponía todo el peso del cuerpo en cada brazo y
el escándalo en el patio se había hecho tan monumental que tuvo que dejarlo a
su pesar por temor a las habladurías..... Yo, agarrado a aquel hierro con todas
mis fuerzas, clavándome las uñas en las palmas de las manos que daban toda
pegara más si creía que con eso iba a lograr cambiar alguna cosa..... Que me
pegara si pensaba que con eso iba a acallar lo que le envenenaba la
conciencia..... Así que a primeros de Octubre tuve que hacer la maleta con las
pocas pertenencias que poseía y me fui a vivir a un garito que había en la plaza
al cabo, yo era su único hijo, la única persona que tenía en el mundo después
pegado cuando ya había cumplido veintitrés años, en plena escalera, para que
se enteraran los vecinos..... Pero lo cierto es que aquella mañana me vio llegar
a la puerta con la maleta y la caja de cartón en la que había metido los peines,
de la cabeza a los pies con aquella mirada tan dura, apretando firmemente las
mandíbulas, como hacía siempre que no estaba dispuesta a mostrar compasión,
y me abrió la puerta para que saliera como si fuera un preso al que pretendiera
no evitarle ni una sola humillación..... Luego yo volvía por allá
aproximadamente un domingo de cada dos..... Ella me trataba con tal frialdad
días..... El resto del tiempo solía salir del paso con las porquerías compradas
en los figones que había en torno a la estación de las Delicias o en los bares de
la plaza que por las noches se llenaban de putas y de clientes que menudeaban
por allá como sarna esperando una piel a la que montarse..... Comía bocadillos
coles de Bruselas para completar el menú que apenas costaba unas pesetas,
creía que iba a morirme como un don nadie..... En aquella época soñaba
del hombre que iba a ponerme la mano encima para comprobar que había
fallecido..... Era un dedo negro, con forma de garfio, lleno de mugre bajo las
uñas, que me hurgaba en los costados y penetraba la carne sin esfuerzo, como
si se tratara de un bisturí..... La carne era una materia tan blanda como la
manteca y aquel dedo nunca se preocupaba de tomarle el pulso o buscar los
naranjas seguían brillando más allá del cristal, aún faltaban horas para que
clareara, pero a menudo yo ya no podía conciliar el sueño y permanecía
tiempo hasta que abrieran la oficina..... Pero hasta de ese infierno fui capaz de
salir..... Si es que ella se pensaba que iba a acudir a su encuentro con el rabo
entre las piernas para pedirle que me readmitiera..... Encontré aquel trabajo en
tenerle que poner buena cara a ese gilipollas de Cabarcos que tenía como jefe,
convino.....
A ver si ahora es posible que me quede al fin dormido..... Así es mejor, es una
postura mucho más cómoda que la anterior..... ¿Puedo extender las piernas?.....
Sí, claro, claro que puedo..... Levantar los brazos y situarlos bajo la cabeza o
detrás del respaldo de la butaca..... Sobre esos tubos flexibles que se parecen al
el primer momento..... Vulneración del control obligado a lo largo del día por
la falta de capacitación para..... Cómo era..... Nosécómoera..... Nosé.....
Vulneración de los archivos mentales que ejercitan los oficios de... y de... .....
Bahhhhh, qué más da..... Es sólo un texto que no quiere decir nada..... Como
tantos otros que pululan por ahí..... Pero eso sí, la revista la recuerdo como si
la tuviera ahora mismo aquí delante..... Como si estuviera pasando la mano por
la costra húmeda que pega las fotografías y deja una mancha que duplica las
palabras..... Recuerdo como ella flexiona las piernas mientras el tipo la mira
sentado en una butaca que hay plantada en medio del salón..... Él fuma
tranquilamente, dejándose envolver por las volutas de humo que ascienden por
historia por la que no me gustaría perderla de vista..... Las otras, con aquella
descaradamente por los muslos y cuando se lo quita resulta que tiene unas
grandes aureolas sonrosadas en torno a los pezones..... Antes se le han caído
ascensor por el que suben hasta el piso es tan falso como todo lo demás.....
que limpiarse sobre el estómago..... Ir al baño y pasar frente a los cuartos otra
Uno se siente tocado por un dedo mugriento y cuando se ducha parece haber
renovado su vida por completo..... Bajeza espiritual más que carnal..... Un
frío a pesar de que había llegado el atardecer y las sombras oscurecían las
laderas de las montañas..... Quedaban unos restos de nieve en las cumbres que
todos los días..... A veces pasaban a lo lejos trenes medio vacíos..... Ella
parecía muy tímida..... Muy poco resuelta..... Llevaba media vida yendo y
tan recatada, tan remilgada, que me dije: ¡coño!, ésta precisamente es la que
encima..... Si encima tienen dinero es como una inversión..... Así que hice lo
imposible por no romper el delgado hilo que nos ataba tras aquel primer
estuviera libre, puesto que iba a vivir aquella temporada en Madrid..... Ella no
parecía del todo esquiva..... En un principio puso algunos reparos porque debía
saliera a divertirse cuando había transcurrido tan sólo año y medio desde la
muerte de él..... Yo, sin embargo, le insistí por teléfono..... La llamé un par de
veces y le dije que no era bueno que una mujer viviera sin ningún
entretenimiento..... Ella era una mujer atractiva y no me parecía que debiera
encerrarse en una casa como se hacía antes, como había hecho mi madre, sin ir
más lejos, tras la desgraciada muerte de papá..... Ella se resistía, pero había un
tono en su voz que me decía que sólo era cuestión de tiempo que cediera.....
Vaya si cedió.....
Sabía que iba a suceder..... ¿Lo sabía? ..... Sí, claro, claro que lo sabía.....
Desde el mismo y exacto momento en que dejé de pensar en la puta de la
inevitable.....
las ratas que corren por los desagües y pasan como exhalaciones bajo las
la piel como decenas, centenas, miles de alfileres y entonces tenías que coger
todos los trastos y abandonar la playa..... Picaba el mar y hacía peligroso el
bañarse..... Ponían hasta una bandera roja para avisarlo y al que se introducía
verano, no ahora..... Son los gatos..... Los gatos cortejando a la gata en celo
contenta de poseer tantos pretendientes donde elegir..... Dolor punzante en las
sienes..... Estallar del todo la materia gris que hay dentro de..... Los sesos..... El
cuidadosamente los restos pegados a la pared..... Como los que venden por
ahí..... Expuestos en los escaparates, junto a las piezas de casquería que las
sobre las pequeñas balsas que el mar había olvidado en su camino..... Era una
También un bloque de helado que estaba tan duro que doblaba el cuchillo al
tratar de penetrarlo..... ¿Fue un mal verano ése? ..... ¿No? ..... No, sí,
vuelto loco o qué?..... Parecía la más enojada de todos ellos, la más dispuesta a
decir las verdades a la cara..... No podía entender como Demetrio era capaz de
montar un escándalo semejante..... ¿Es que no pensaba en las consecuencias
que su actitud tendría para su buen nombre?..... Estaba sentada frente a la mesa
de su cabeza, como si fuera a deshacerse y dejar caer las hebras grises sobre
los hombros..... Tenía los ojos acuosos, pardos hasta parecer amarillos que
también tenía él, y a veces daba un respingo para llamar la atención del
unos pendientes engastados con unas perlas grandes, de verdad..... Una rebeca
tienen ganas desde hace tiempo por un motivo u otro..... Esto no es Madrid…..
Dijo alzando la voz y luchando con una leve tensión de las manos que se
casada cuarenta años con uno, pero no creía haberse excedido precisamente al
boda..... No le parecía que si lo que quería era acostarse con una furcia fuera
luego le echaba un vistazo a los críos que seguían embaucados con los trastos
que la vieja tenía por allá y debían costar una millonada..... Comprobé que
entonces observaban a unos trapecistas que daban pequeños giros por medio
de cristal que encerraban un continente rodeado por una nube y lámparas sobre
la alfombra en la que ellos se habían tumbado a jugar..... Parecía la casa de uno
de esos judíos que salen en las películas..... Llena de cachivaches
extravagantes que no sirven para nada, pero cuestan un riñón y por los que
algunos todavía se desviven..... La vieja continuaba hablando mientras
tanto..... Le decía que se creía una persona tan sensata como la que más y
podía entender incluso un cambio de “perspectiva”..... Vaya forma de llamarlo,
me dije yo..... Si algo no había faltado nunca en la familia había sido
casarse con nadie cuando ésa era la costumbre..... La vida se vuelve muy larga
cualquier cosa de esa locura que a veces les entra, pero se debe exigir que
conserven el raciocinio bastante como para prever que van a perjudicar a sus
seres queridos y darles una mala publicidad que no tienen por qué pagar
debido a sus caprichos..... Para entonces parecía haber recuperado un tono más
entierro..... Eso era lo peor que le podían haber hecho..... Según creía..... No
iba a perdonárselo nunca..... Podía ser lo que fuera, pero era su hermano y
tenía que haber asistido, repuso indignada cuando regresó de allá..... Yo le dije
que pensara en el futuro de los críos en lugar de en lo que ya no tenía
remedio..... Que pensara en lo que iban a sacar ellos a cambio de tanta escena
para ella a esas alturas la vieja hubiera podido ser Jacqueline Onassis, le
hubiera dado igual con tal de vengar al sinvergüenza del papaíto..... Así que yo
lugar adónde ir y que así ellos podrían facilitar que alguna vez hicieran las
vendrá a dormir al sofá como hace las veces en que discutimos..... Ni siquiera
remedio y cuando lo hace aprieta firmemente los labios para mostrarle a ellos
la aversión que siente por mí..... Sólo los abre para decir alguna cosa..... La
verdad es que le encanta dárselas de indignada y se imagina que así ella queda
como una gran señora y les demuestra a ellos toda la distancia que nos
separa.....
¡Joder, la madre que me parió!..... En cuanto pienso en ella y en su puñetera
Nada más dejar de golpearlo aparté la cortina porque creí haber oído chocar
ahora..... Sería una cosa curiosa que precisamente hoy..... Precisamente hoy.....
Cayera una tromba de agua que pusiera fin a esta maldita sequía..... La mano
que pueda comprar otra en cuanto las cosas mejoren..... Me dije….. Apartar
con el pie para hacer más hueco..... Chirrido..... Otro chirrido..... No, un
maullido..... Así..... Ahora sí..... Ya sí..... Llevamos una temporada de vacas
mal y no hay manera de cambiar la racha por mucho que te empeñes..... Han
crujido los reposa—brazos como si estuvieran a punto de partirse..... El
sendero desierto por el que pasó el tipo aquel..... Se oían hasta los pasos y el
roce de su ropa..... Sí..... Indiscutiblemente huele a lluvia..... La lluvia de la
victoria corriéndole por la boca, el pelo, la frente a esa masa vociferante que se
veía hace un rato a las puertas del Palace..... Es lo que yo decía, quizá ahora
cambie la racha..... Se suceden las desgracias una detrás de otra, pero quizá
ahora comiencen a..... Ahora quizá sí, porque es como si me fuera a poner a
descansaba a mi espalda abierta de par en par, con las patas simulando las
azulado sobre la altura del Cuatro….. Al abrirse las nubes, varias estrellas
edificios y corriendo por las avenidas, los recodos y las galerías que éstos
forman a lo largo del barrio….. La bruma había descendido y llegado a los
parterres más próximos, convirtiendo los rosales y los arbustos que forman los
setos en una especie de flora minúscula, con vida propia….. Una pequeña
selva, una espesura de seres y plantas en miniatura, un recuerdo de lo poco que
somos aunque tú te creas el centro del universo….. El aire, tras abandonar esos
recodos, se perdía hacia Madrid….. Pasando por el descampado y dirigiéndose
con eso te quedas para los restos. Si no has sabido disfrutar, pues ya no tiene
pensado antes”, te dirán, “Si te casaste creyendo que hacías un buen negocio y
la cosa salió mal, pues te jodes. Te hiciste cargo de lo que no era tuyo
creyendo que te iban a subvencionar por ello, pues resultó que no. Te jodes. A
ver qué haces ahora con el muerto encima, capullo... Te jodes, te jodes... Y,
simplemente, te jodes”.
Así que tenía en realidad todos los motivos que pudieran desearse para decirle
a ella que era mejor que ninguno de los críos la acompañara hasta allá cuando
el viejo murió de un infarto un año después de marcharse de esta casa.
amarilla, que era mejor que ninguno de ellos se enterara de qué clase de vida
había llevado su abuelo.
— ¿Quieres que lleguen allá y se encuentren en el velatorio a todas las
en realidad para ellos? ¿Qué crees que te vas a encontrar allá? ¿Crees que va a
correrías?
Ella estaba llorando en el dormitorio, sentada sobre el borde de la cama.
Mientras yo le hablaba, se secaba las lágrimas que le corrían por las mejillas
con un pañuelo que le daba por guardar de vez en cuando en la doblez que
aplicaba con mucho cuidado sobre los párpados y las pestañas, como si
necesitar escuchárselo decir a alguien, aunque fuera a ella misma, para poder
creérselo definitivamente.
Yo me fui a trabajar a eso de las nueve, regresé alrededor de las dos menos
cuarto para comer y ella seguía todavía encerrada en el mismo lugar y con la
si fuera un alma en pena, y se puso a hacer la comida. Mientras, los críos (que
habían regresado del colegio donde yo había decidido mandarlos esa mañana,
compungida y se mordían los labios sin saber apenas qué hacer, ni qué pensar,
ni qué decir.
Cuando terminó de manipular las sartenes, nos sirvió unos huevos fritos y un
filete a cada uno, junto con un poco de ensalada de tomate que vertió en una
mesa, los fregó, los secó, los puso en el armario y, en cuanto ellos se
marcharon de nuevo a clase (porque yo decidí que aquello era lo mejor
cocodrilo por un viejo sin moral y sin decencia, por mucho que fuera su padre,
y así se lo dije a Alonso mientras nos tomábamos un café cuando él me
preguntó si algo marchaba mal en casa.
Luego fueron llegando los demás y formaron en una de las esquinas del bar el
grupito de costumbre, con sus bromas e idioteces. Dan unas voces muy altas,
inoportuna, irreal, y que debían dejarse en todo caso para la vida privada. El
Cuando al fin entramos en el despacho estuve haciendo el paripé con las líneas
jugara un solitario a las cartas, pero a media tarde decidí ponerme a trabajar de
lo lindo y saqué unas cuantas cotizaciones según iban cayendo las horas por el
reloj.
Lo cierto es que ella no volvió a hablar en lo que restaba de día. No habló con
ellos, que yo sepa, cuando regresaron del colegio a eso de las cinco de la tarde.
parte, después de que el viejo la hubiera dejado sin una sola palabra de
despedida.
vela, pero la verdad es que, a pesar de lo que yo me temía que iba a suceder a
la mañana siguiente, no fue necesario insistirle más sobre la idea de viajar
A las siete y media de la mañana fue hasta la cocina y, tras tomarse un café
con leche, hizo unas cuantas llamadas telefónicas para conseguir la reserva de
un billete de ferrocarril. Se gastó en el viaje todo el dinero que tenía ahorrado
quién sabe cómo, como si hubiera estado previendo que más pronto que tarde
Poco antes de las nueve, tras despedirse de ellos con un beso y un llantito de
regalo, por si todavía no los había maleado lo bastante, descendió muy seria la
escalera, cargada con una maleta y un bolso de mano de color marrón, cogió
un taxi que pasaba en ese momento por la avenida y se marchó en un tren que
partía de la estación de Atocha.
Y lo cierto es que, aunque cueste creerlo ahora, aunque alguien me pueda decir
que exagero por animadversión hacia ellos, todo lo que yo había previsto y le
había anunciado de antemano sucedió como si me lo hubieran contado, como
pulsera de él, que era lo único que en aquellos meses había consentido en no
gastarse en golferías.
familiares del difunto para sumarse al sarao y echarse unas risas a costa de los
pueblo.
Pero eso sí, ella, sentada al otro extremo del cuarto durante horas, tuvo que
comentarios dichos con la peor intención para vengarse de la familia que había
despreciado a la segunda esposa del viejo durante los años en que ambos
primera mujer de él, a su madre muerta, porque el hijo maricón pensaba que
había sido mucho más feliz con la suya, con su madre allí presente, que con la
otra.
La verdad es que puede decirse que con respecto a eso el mariquita tenía toda
la razón. No podía discutírsele. No lo hubiera negado ni el viejo mismo de
poder levantarse. Porque incluso dentro de la caja debía tener una expresión de
felicidad en la cara tras haber pasado casi un año entero rodeado de todos
aquellos degenerados que eran en público lo que él no se había atrevido a ser
pesadilla porque había declarado a aquella puta beneficiaria, a medias con ella,
de todas las miserias que le quedaban en la vida), ella pudo abandonar por fin
el pueblo y regresó en el mismo tren en el que se había marchado.
Estaba más pálida que nunca cuando se apeó del vagón en la estación de
reconocí por las ojeras que le comían los ojos y el surco que había ahondado
Parecía encorvada y varios años más vieja que tres días atrás y arrastraba la
maleta por el piso de goma no por desgana, como pudiera creerse a primera
vista, sino porque en realidad apenas podía con su peso. Tan poco podía con él
que al descender del coche la maleta se le escapó, dio unos botes sobre la
Contemplaba los focos, los escaparates y el apagado brillo de los raíles como
si no los hubiera visto antes. Ni a mí parecía reconocerme. Así que volví la
mirada al frente y me despreocupé.
repente noto algo raro, voy, me giro y caigo en la cuenta de que debía llevar un
bancos en los que se acumulaba esa gentuza que hay siempre en las estaciones
de tren, esperando no sé sabe bien qué, pero nada. No estaba tampoco entre los
y sus bolsas. Finalmente tuve que dar marcha atrás y ponerme a buscarla por
introducido allá sin avisar pero, al ver que no salía, también lo dejé. Después
volví unos cuantos metros más atrás, cargado con la dichosa maleta que
a recepción para que la llamaran por megafonía como a una cría que se ha
extraviado, cuando de repente me fijo en una chaqueta familiar y en un bolso
sonámbula con la que había descendido del tren y, al verme venir, gira unos
grados el cuello y me dice que quería poner una esquela para que se enteraran
coche, tirando de la maleta con una mano y con la otra conduciéndola del
brazo para que no se me despistara, “Lo que faltaba era que anduviéramos
sin soltarla del brazo, “Unos cuantos viejos degenerados era lo que nos faltaba
como están”.
Al fin parecí convencerla con aquellas razones y pudimos volver a la casa.
Era un día más o menos soleado. A pesar de ser octubre, apenas hacía frío y
las nubes parecían estampadas sobre el cielo como si las hubieran fijado en él
con un pegamento. Los desmontes que dan a la carretera tenían un color
Durante el trayecto, ella no volvió a abrir la boca excepto para soltar algún
responder.
refilón comprendía que ella continuaba sin apartar la vista de un punto fijo del
parabrisas más que del horizonte. Tenía las manos lívidas, crispadas, aferrando
el bolso contra el regazo como si temiera que fueran a arrebatárselo. No dio
encontró por primera vez con ambos críos. Los abrazó en el vestíbulo como si
llevara de viaje quince años y no dos días y echó unas lagrimitas que se volvió
a secar con un pañuelo más planchado que el que se llevó y que también
pudo encontrar dentro de su viaje. Por último les rogó que no lloraran y fueran
fuertes.
Permaneció otras cuarenta y ocho horas en ese estado, prácticamente sin
hablar, igual que hizo cuando le llegó la noticia de la muerte de él. Estuvo sin
dirigirme la palabra ni a mí, ni a los vecinos que se cruzaba por casualidad en
comprar alguna cosa y con los que se entendía poco menos que por signos. No
hablaba con nadie si se exceptúa a los dos críos. A ellos comenzó a tratarlos de
modo incluso más meloso que de costumbre, como si aprovechando la muerte
Los llamaba con alguna excusa desde cualquier rincón de la casa, lo mismo
que tantas veces los protege, y les daba lecciones de persona mayor que no
Por otra parte, en cuanto se hacía de noche, iba camino de su cuarto para
despedirse, les daba dos besos en las mejillas que resonaban por toda la casa y
a continuación se metía en el dormitorio sin decir una sola palabra. Se
la familia (ni la hermana de él, a la que tanto decía querer; ni sus primas; ni
sus tías; ni nadie decente en realidad) hubiera aparecido aquella noche por el
No me fue nada fácil enterarme del resto del asunto porque, incluso cuando
transcurrieron unos pocos días más y parecía estar más calmada y dispuesta a
que había sufrido, y yo tuve que ir sacándole lo que había ocurrido como si lo
hiciera con un sacacorchos. Cuando no me bastaba con lo que ella estaba
dispuesta a contar, tenía que echarle imaginación y llenar los vacíos que ella
fingiendo que me movía sólo una curiosidad formal. Ella se hacía la esquiva,
supiera. Era como tratar de sacarle respuestas a una momia enterrada en uno
de esos sarcófagos egipcios, pero ella debía pensar que me correspondía
conocer alguna cosa de lo sucedido, puesto que le tiene una fe ciega a los
papeles, sobre todo si tratan de matrimonio, así que tras diversas batallas me
pude ir enterando de buena parte de lo sucedido.
noche de no poder soportar aquello sin volverse loca. Todo mientras se iba
haciendo más diminuta en aquel minúsculo rincón con cada hora que pasaba.
había visto en una mujer como aquélla después de haber estado casada tantos
años con su madre, de la que nadie había podido levantar una sola
que sucedería de faltar. Porque a pesar del odio que le había cogido a toda la
“No pienso volver por allá nunca más”, me aclaró una de aquellas tardes del
que había tenido con aquella ciudad maldita y con todos los que la habitaban
Prefería morirse antes de caminar por sus calles, de contemplar los objetos que
herencia de la vieja íbamos a ver la misma cantidad que de la del padre. Pero
de momento preferí no decir nada. Siempre habría tiempo de hacerla cambiar
de opinión cuando las cosas se fueran calmando, me decía a mí mismo, como
un pardillo.
Y la realidad es que mientras transcurrían aquellos días no hacía más que
que no son superiores a nadie, por mucho que se crean, y empiece a olvidar
que sus antepasados fueron no sé quién y no sé cuántos, llegaron de no sé
Pero, pocos días después, poco más de una semana había transcurrido desde
que ella regresara de allá, llegué una tarde antes de lo previsto y me di cuenta
de mi ceguera. Entré con mi llave, sin llamar al timbre, como hago casi
siempre que llego a deshoras. Me acerco al cuarto de los críos (que era el
semejante.
ocasión en que había sido tomada con esa vocecita que pone siempre que
condiciones de vida de los obreros sin que nadie lo obligara a ello, cómo se
había jugado el puesto por aquella causa, cómo lo habían valorado siempre los
amigos que le escribían desde todas partes, incluso a pesar de los años
transcurridos sin haberse encontrado...
Nadie había tenido jamás ninguna queja sobre él, les aseguró mirándolos por
“Tenéis con él el mismo compromiso que habéis adquirido con vuestro padre
al morir”, les recordó, poniendo una vocecita más profunda aún, al borde ya de
las lágrimas. El mismo compromiso que juraron cumplir cuando él los llamó a
la cama para hablarles por última vez aquel domingo, tan triste, “en que nos
Recuerdo que me marché a la cocina y allá, con un vaso de whiskey entre las
“Esta gente no tiene salvación. No hay nada que hacer. ¡Que les den por el
FIN