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PATERNIDAD.

GONZALO SAN ROMÁN.


LULABY EN DUBLÍN.

Y lo cierto es que no le importaba nada de lo que la gente pudiera pensar. No

le importaba en absoluto lo que pensaran ellas, las amigas de Dori (aunque


Dori no fuera mala chica, como había demostrado en aquellos días terribles

que había pasado dos semanas atrás), porque en una situación semejante una

lo tenía todo que temer de ellas, de las mujeres, estaba de lo más claro. Con

esa malicia dispuesta a herirte en lo más hondo en cuanto se presenta la menor

oportunidad, con esa perfidia en todo lo que emprenden cuando las mueve la

envidia, el resentimiento, la malicia y el rencor.

Por todo aquello no ignoraba que durante aquellos días nefastos Carmen y

Blanca habían estado poco menos que despellejándola viva. La observaban

cuando ella atravesaba la puerta de su clase para ir a almorzar y se reían entre


sí sin motivo cuando el profesor le hacía alguna pregunta y ella contestaba sin

atorarse, con la mejor voluntad del mundo para no quedar mal ni parecer una
estúpida delante de los otros.

Tampoco le hacía falta oír sus comentarios para darse perfecta cuenta de lo
que debían estar diciendo cuando se encontraba ausente, a pesar de que ellas
mismas se pasaban todo el santo día hablando de hombres: de los profesores

que les daban clase; del chico que estaba empleado en la administración y al
que encontraban en su pequeño cuartito de la residencia de estudiantes de

Santa Clara, donde vivían; de algún guapo estudiante italiano que estuviera
matriculado en el curso externo; con unas ganas locas de llevarse a uno de
ellos a la cama si no fuera porque eran unas estrechas, unas cínicas también, y

no se habían atrevido —en las ocho semanas que duraba el curso— a tener una
mísera aventura con nadie.

Así que mientras aquellas dos arpías (lo de Dori era otra cosa, a pesar de que a

menudo se dejara engatusar por ellas más de lo debido) comentaban lo guapo

que era Harry, o Henry, los ojos azules que tenía uno u otro, la forma en que
mengano o fulano les había sonreído al cruzarse con ellas en uno de los

caminos que cortaban la residencia, las demás estaban aprovechando el tiempo

y llevándose el gato al agua.

Por ese motivo se habían puesto a criticarla y, también, porque debían andar

muriéndose de envidia al comprobar que Tom era mucho más guapo de lo que

hubieran podido encontrar ellas a pesar de sus frasecitas ridículas: “¡Harry, o

Henry!”, o cómo coño fuera, con sus grititos histéricos y sus estupideces que

no iban a ninguna parte y que las iban a dejar sin estrenar para el resto de sus
vidas.

Eran tan pánfilas, tan ineptas en el fondo de su alma, que cuando las había

citado con Tom y sus amigos en un pub de Dublín (Mulligan´s se llamaba,


donde servían la mejor Guinness de la ciudad, según le contó él la tarde en que

habían visitado el Royal Canal), y había acudido a ellas sólo porque no tenía a
nadie más a quien acudir, se habían comportado como las estúpidas y las
estrechas que en verdad eran.

Como muestra de buena voluntad, Raquel había ido a buscarlas en lugar de


citarse en un meeting point cualquiera, porque ambas habían respondido que

quizá no encontrarían la columna de O´connell, en la prolongación del puente


del mismo nombre, bajo la que andaba quedando todo el mundo desde los
primeros días de curso. Blanca la confundió incluso con la columna de Nelson,

que se hallaba en pleno Phoenix Park.


Así que ella tuvo la deferencia de acudir a su apartamento, pero tras ascender

la escalera y llamar a la puerta descubrió que no estaban todavía listas y, según

todos los indicios, pensaban seguir comportándose del mismo modo idiota que

de costumbre.
Al cabo de unos pocos minutos, Carmen y Blanca salieron de una de las

habitaciones y al encontrarla sentada conversando con Dori, que ya estaba

preparada, le habían lanzado otra de esas miraditas que a ella tanto ayudaban a

irritarla.

Sólo después de cuchichear otro poquito la saludaron más efusivamente, pero

con las vocecitas hipócritas de siempre, repletas de dobleces.

Le preguntaron “amablemente” si se les había hecho demasiado tarde y tras

contestar ella que no se preocuparan puesto que aún había tiempo, con la
sensación por lo demás de que le estuvieran haciendo un favor al acudir al

encuentro con aquellos chicos en lugar de a la inversa, como era el caso,

habían vuelto a meterse en el dormitorio para terminar de arreglarse y seguir


cuchicheando con entera libertad.

Al salir, unos diez minutos después, Raquel comprobó que ambas se habían
pintado con unos colores que recordaban a las pinturas de guerras de los indios
y con una sombra de ojos tan densa que debía haberse llevado en los años

ochenta por los menos, si no antes. Sobre el cuerpo se habían puesto una ropa
modosita, gris, olvidable nada más verla, que a ella le recordaba los vestidos

que lucían las monjas de su antiguo colegio para salir a la calle cuando no
había otro remedio y que las distinguía del resto de cualquier humanidad que
mereciera tal nombre.

Carmen había decidido ponerse incluso un floripondio sobre la parte trasera de


la falda, que se meneaba al mover ella las nalgas, y que a Raquel le pareció el

aderezo más horrible que había visto en su vida. Una cosa que resaltaba su

culo fondón, sin las formas gráciles, femeninas y juguetonas del suyo.

Mientras, Blanca llevaba una de esas blusas con chorreras que le flotaban
sobre el pecho sin sentido alguno de la estética y la hacían parecer un

camarero de los de antes, si no algo peor, una lavandera de las de antes.

Ambas decidieron sentarse en el sofá, que formaba un ángulo de noventa

grados con el que ocupaban Dori y ella misma, y las cuatro conversaron por

un rato de las nimiedades habituales que llenaban a diario su conversación. Se

rieron cantarinamente y de modo ostensible por diversas tonterías mientras

cruzaban las piernas, agitaban los pies para que no se les quedaran dormidos y

se apoyaban sobre el respaldo con pinta de desfallecidas por un cansancio que


en verdad no sentían...

Media hora después habían abandonado el apartamento y hecho a través de los

senderos de la residencia de Santa Clara el enrevesado circuito que conducía a


la parada del autobús. Éste, como un animal del pleistoceno, bufaba bajo la

marquesina cuando las cuatro salieron de uno de los setos que partían los
abruptos trazos del colegio, así que para alcanzarlo corrieron los últimos
metros y subieron a la planta alta con objeto de contemplar la bella vista que

poseía la Bahía de Dublín en Sandycove.


A los pocos minutos de recorrido comenzaron a aparecer al otro lado del

cristal los suburbios, las parroquias de pobres y los sombríos callejones que
dormitaban a la espalda de la autopista que procedía de Dun Laoghaire, donde
atracaban los ferries venidos de Inglaterra. Las ventanas de las casas estaban

veladas por visillos tan blancos como los marcos de las puertas y le otorgaban
al conjunto una pulcritud vulgar que no podía resultar más anodina ni

perturbadora.

Al cabo de un rato los paramentos se blanquearon, las casas se hicieron más

ricas, más extensas, en competencia las unas con las otras, y tras los setos y los
rosales comenzó a advertirse la presencia del mar y los espejismos con que

destellaban las bolsas de agua que había olvidado esa mañana en su partida la

marea. Después, los barrios pobres y otra gente pobre sucedió a sus hermanos

más afortunados y el tono insignificante reapareció de nuevo, puesto que se

hallaban en las postrimerías de la ciudad y la naturaleza parecía estar

aceptando con mansedumbre su derrota.

Habían llegado al centro de Dublín unos minutos más tarde de lo previsto, con

el cielo aguantando los deseos de descargar una tromba de agua, como sucede
muchas veces, incluso durante los veranos, pero con tiempo de tomarse una

cerveza en un bar cercano a la calle Grafton.

Allá mismo, Raquel, tras pensárselo un minuto, arriesgó una broma sobre el
nombre de la calle en que se hallaba el bar donde habían quedado con aquellos

chicos.
El bar se llamaba Mulligan´s y la calle en la que se encontraba Poolbeg.
“Poolbeg street”, pronunció Raquel, mientras torcía su bello hociquito y

recorría con una pícara mirada los ojos de sus acompañantes.


Ninguna de las tres entendió la chanza o ésta les pareció de tan mal gusto que

decidieron no darse por enteradas.


Al comprender su fracaso, Raquel reclinó unos grados su linda cabecita,
erizada por bucles de cabello castaño que alborotaban levemente sus sienes, y

pensó que en el fondo toda la culpa era suya por tratar de acercar distancias
con semejantes pavisosas. Le dio un trago a su pinta de Guinness, apartando la

espuma con un gracioso soplido que le salpicó la comisura de los labios y las

aletas de la nariz, y se imaginó el espectáculo que hubiera montado su mejor

amiga en Madrid, Alicia Semovilla, de encontrarse en circunstancias


semejantes y a miles de kilómetros de distancia de la tutela de sus padres.

Después de aquella interrupción tan mal recibida, las cuatro continuaron

hablando de diversas nimiedades, lo mismo que ya habían practicado en el

apartamento para salvar otra situación comprometida. Salió a colación la

dificultad de tomar las canchas de tenis durante las tardes en que no llovía,

debido a la afluencia masiva de jugadoras; y lo llena que solía estar siempre la

biblioteca y la sala de vídeos, frente a las que se formaba una cola de alumnas

que solía romperles los nervios a las cuatro varias veces por semana.
Al ver aproximarse la hora del encuentro en el reloj de pulsera de Dori (el

suyo se había perdido en los días de marras y no había vuelto a verlo desde

entonces), Raquel hizo un minúsculo gesto de impaciencia y las demás


entendieron y decidieron pagar las consumiciones.

Llamaron al mozo del bar. Un guapo chico. Sin embargo con cierta pinta de
paleto para su gusto: con unas pecas en los pómulos, el pelo de un rubio casi
rojo que descendía en dos profundas patillas sobre el mentón, y tras sonreír

exageradamente por nada le dejaron el dinero exacto sobre la barra.


Antes de alcanzar la puerta escucharon los llamados, como gemiditos de

animales en celo (“porque son la mayoría unos cerdos y unos babosos


impresentables”, dijo Carmen nada más poner un pie en la calle), de un
grupito de jóvenes que se giraron para observarlas y hasta acompañaron con

silbidos el moverse de sus caderas, seguramente atraídos por el floripondio


que aquella hortera había decidido ponerse sobre el culo.

En unos pocos minutos, y sin comentar más de lo imprescindible aquella

anécdota desagradable, pasaron frente al renegrido muro del Trinity College,

con el negro portón que pretendía ser una contrarréplica de la pretenciosa


fachada del Banco de Irlanda, y encontraron el Mulligan´s cuando ya pensaban

haberse perdido y se veían los primeros reflejos de luz eléctrica sobre el

parapeto de piedra y el fondeadero del río.

El cielo seguía empantanado, con un coro de nubes amuralladas sobre el

crepúsculo y los rebordes cóncavos de la bahía, recortadas por la silueta de

varias chimeneas de fábrica que se pavoneaban sobre el perfil ciudadano y

ayudaban a abaratarlo.

Los vientres color salmón todavía aguantaban, como si pretendieran darle una
última oportunidad a sus cabellos cuidados esa tarde, a sus ropitas extraídas de

los armarios, donde corrían el riesgo de apolillarse debido al cruel régimen de

salidas de las monjas de Santa Clara, pero portaban en su seno una amenaza
que resultaba imposible de ignorar y en la que confluían diversos acechos

embaucadores.
Tom y sus amigos entraron por la puerta del Mulligan´s tan sólo unos minutos
después de acomodarse ellas en una de las esquinas libres de un

establecimiento medio repleto. Se presentaron con sus sonoras y cantarinas


voces en inglés, que pretendían imponerse sobre el murmullo que causaba la

conversación de los clientes, y formaron a su alrededor un círculo asediado en


su perímetro por el resto de los parroquianos.
Tras hacer las presentaciones de rigor, Tom, sin perder nunca su bella sonrisa,

sin dejar nunca de lanzarle miradas de deseo con esos ojos azules que era para
comérselos, trató de convertirse en el relaciones públicas que facilitara

certeramente los conocimientos. Raquel lo oyó por unos segundos apuntar las

actividades a las que se dedicaban sus acompañantes, lo mismo que si fuera

repartiendo entre las presentes tarjetas de visita. Así narró, con su voz
candorosa y acariciadora, que el rubito aquel que parecía tan majo, tan tímido,

tan tierno, era ingeniero de Telecomunicaciones en su último año de estudios.

El de las gafas, con unos labios que parecían un poco estriados en las

comisuras y tenían una pequeña cicatriz blanca en el extremo superior, con

unos ojos vivarachos que se desplazaban muy veloces de un lugar a otro, iba a

ser abogado y estudiaba en la escuela que había en Roebuck Hall, cerca de

Santa Clara para más inri. Pero del tercer muchacho, que aparentaba más edad,

era más gordito, con una panza que se adivinaba presionando la cintura de los
pantalones y poseía una cabeza con abolladuras en las sienes, como el

protagonista de una novelita francesa de detectives que Raquel había leído

cuando era jovencita, Tom dijo que lo habían encontrado por el camino
después de tiempo sin verse y lo definió como “la oveja negra de la familia”.

Cosa que a ella le sonó a no tener oficio ni beneficio, ni esperarse que lo


encontrara en un futuro próximo o incluso lejano.
Al terminar Tom de hacer las presentaciones ellas explicaron lo que estudiaba

cada una en Madrid, el motivo que las había llevado hasta Irlanda y lo que
esperaban de aquel viaje que habían preparado desde hacía tiempo y debido al

cual habían peleado crudamente con sus padres y desechado diversas


alternativas veraniegas.
Las cuatro rieron, agitaron las manos para golpearse pícaramente, hicieron

muecas de desdén o de interés por los comentarios surgidos en la boca de las


otras y se apagaron como un grupo de comadres que ven llegada su hora de

retiro.

Raquel, con cierto temor por aquel silencio sobrevenido de repente, tomó

entonces la iniciativa para narrar una anécdota a la que resultara fácil seguirle
la pista. Por eso las clases y la presencia de las monjas, con sus manías, sus

recovecos y su extraña forma de hacer y entender las cosas, sirvieron de

atenuante sobre aquel silencio amenazador. Como antes en el apartamento, las

voces femeninas, sólo que acompañadas ahora por las más timbradas y

profundas de los chicos, se mofaron de los horarios intempestivos y las

imposiciones que sufrían, obligándolas a idear grotescas historias para fugarse

de unos límites que nadie estaba dispuesto a asumir a finales de siglo XX, casi

a comienzos del XXI, pero que las monjas de Santa Clara pensaban
intemporales.

A pesar de los prolegómenos prometedores de la conversación y de los

esfuerzos de Tom y de ella por sostenerla, no habían pasado siquiera quince


minutos cuando aquella amenaza latente volvió a aparecer y Raquel

comprendió que las otras habían comenzado a comportarse como las monjas
que en realidad eran. Las monjas que no cesarían de ser toda su vida. Ponían
expresiones cortantes ante las menores aproximaciones de ellos y Dori

comenzó a lanzarle a Raquel esas miradas suplicantes que ella le había visto
tener en otras ocasiones y significaban que no sabía de qué lado inclinarse.

Aquellos ojos negros, angustiados, implorantes, eran los de alguien que está a
punto de ahogarse en un pozo y resulta incapaz de tomar la iniciativa, por
mucho que alguien le tienda una mano, por mucho que le griten que se aferre a

ella. Por otra parte, las otras conocían lo bastante su debilidad de carácter
como para hacerla sentir el riesgo de quedarse sola y esa advertencia

comenzaba a tener éxito sobre el ánimo de la pobre.

Eso sí, mientras aquella guerra clandestina de miradas y sobreentendidos se

cebaba sobre los corazones femeninos, sin que los masculinos parecieran
advertirla, Carmen y Blanca habían continuado esbozando sonrisitas hipócritas

en cuanto Tom se acercaba para darle un beso, una caricia en el brazo

desnudo, o la estrechaba un momento por la cintura para llevarla contra su

cuerpo. Y Raquel, indignada a más no poder, volvía a decirse que, mientras

estaban ocupadas en observarlos hacer no sé sabe qué cosas indecentes, los

amigos de Tom trataban de gastarles bromas para entablar una conversación

que los llevara a intimar de algún modo. Puesto que todos eran jóvenes y

guapos (más o menos) y no iban a estar perdiendo el tiempo con unas pánfilas
con todas las chicas que se veían por allí y con las que debían estar

arreglándose en sus dormitorios para salir en busca de una aventura.

Pero daba lo mismo, porque sólo había que echarles un vistazo para descubrir
que las dos parecían verdaderas novicias de claustro, respondiendo a las

bromas de ellos con sus jetas estereotipadas y esas bocas fruncidas que
hubieran alejado a cualquier chico por desesperado que se encontrara éste.
Incluso cuando alguien habló de ir a cenar alguna cosa Carmen había mirado

su reloj y puesto reparos sobre la hora a la que salía el último autobús para
Santa Clara.

— Se nos hará muy tarde y luego no habrá manera de volver — explicó con
su cara de vinagre, como si no existieran los taxis, o como si no pudieran
terminar durmiendo en el apartamento de uno de ellos y ser acompañadas a

Belfield antes de que amaneciera para colarse por el seto que precedía al
invernadero.

— Os podemos llevar en coche más tarde, por eso no os preocupéis. Después

de cenar podemos ir al Temple a beber unas cervezas y pasarnos por el

FitzSimons si queréis un poco de marcha — dijo uno de ellos, el más rubito,


que le había parecido a Raquel muy simpático, muy guapo, una ricura desde el

principio, y que respondía al nombre de Mat, por Mathew.

Pero tras aquella propuesta, el pelirrojo aquel, que tenía el aspecto más raro de

todos ellos: con su chaleco, sus lentes y aquellos botines que parecía haberle

robado a su mismo abuelo del desván de su casa, y que debía haber estado

bebiendo de lo lindo antes del encuentro, metió la pata diciendo que el Temple

había sido el barrio judío y el de los prostíbulos de la ciudad durante muchos

años.
Entonces ellas dos, al escucharlo, se miraron entre sí y pensaron de inmediato

que eran las víctimas de una encerrona y que pensaban meterlas en un antro

con objeto de prostituirlas, hacer una cama redonda, una orgía sin su
consentimiento, como si ellos no tuvieran otra cosa en qué pensar o fueran

poco menos que unos delincuentes.


Para aclarar el malentendido, Tom tuvo que explicarles que Dick, sonrió
francamente, alzó la voz para imponerla sobre los rumores que llenaban el

Mulligan´s y lo cogió del codo para que no lo confundieran con otro, era un
bromista, un verdadero dublinés de la escuela del viejo O´Casey en todo el

sentido de la palabra.
A lo que aquellas dos monjas pusieron una cara evidente de no saber quién era
el viejo O´Casey, ni importarles tampoco en absoluto.

Tom no se arredró por el magro recibimiento que tuvo aquella explicación y la


culminó añadiendo que más valía no hacerle demasiado caso a Dick porque

estaba habituado a bromear sobre cualquier cosa. Desde la salud de su padre,

madre, hermanos, primos y sobrinos, al resultado de las carreras de caballos y

de los partidos de rugby. Incluidos los de su equipo favorito, que por alguna
mala fortuna perdía la mayoría de ellos. Perdía casi siempre en realidad.

— Así es — dijo el tal Dick, sin inmutarse por la escabechina que había

estado a punto de causar previamente —. Siempre pierde, pero yo me permito

dudar de todo en esta vida: del sacro rugby, de la castidad de las mujeres, del

poder del dinero, de todo..., menos de la calidad del whiskey irlandés. Estoy

dispuesto a discutir con cualquiera con respecto a eso — dijo, alzando el vaso

de Guinness por encima de su cabezota llena de abolladuras y brindando con

un dudoso público que no le hizo el menor caso desde las inmediaciones.


Aquella hubiera sido una buena referencia para emplearla entre amigos que

llevan horas bebiendo y poseen un cierto regusto por las bromas, pensó

Raquel, pero en ningún caso cuando de lo que se trata era de ligar con unas
chicas extranjeras y menos si resulta que éstas son unas estrechas.

De ese modo el tipo aquel, con su parrafada sin venir a cuento, logró sumar en
la cabeza de ellas la sospecha del alcohol bebido en cantidades ingentes a la
precedente de la prostitución y puso las cosas aún peor de lo que estaban, si es

que aquello era posible.


Tom, poniéndose más serio de lo que acostumbraba, trató nuevamente de que

la sangre no llegara al río. Aseguró que lo del whisky irlandés era una
exageración porque todo el mundo sabía que los entendidos preferían el de
Escocia, e incluso el Bourbon de los americanos. Dick no era un experto en

ninguno de los tres. Y en cuanto a la fama ominosa del Temple Bar, hacía
tantos años de eso que ya nadie se acordaba de ello.

Era no más que un mito, una leyenda para impresionar a los forasteros.

— Ahora el Temple es el barrio más exclusivo de la ciudad, el barrio más

céntrico — explicó Tom, procurando resultar lo más amable y conciliador —.


Está al borde del río y eso lo hace codiciado para las grandes empresas. Hay

firmas de informática que pagan verdaderas fortunas por instalar sus oficinas

allí. No hay nada que temer. Podéis creerme. De aquella época sólo quedan los

callejones que antes conducían a los establos y que ahora están clausurados en

su mayor parte. ¿No es cierto, Mat?

El rubito aquel, tan mono, tan tímido, asintió con un movimiento de cabeza.

— Así es — dijo para ayudarlo.

— Las negras aguas del Liffey, de las que habrán oído hablar las señoritas en
el continente. Las negras aguas del Liffey, donde en una ocasión una venerable

anciana de Omagh... — expuso de nuevo el tal Dick, que era cada vez más

obvio que estaba borracho como una cuba y parecía haber empezado un
cuento que nadie sabía adónde se detendría.

No debía terminar de un modo muy agradable, puesto que los demás chicos se
las apañaron para cortarlo nada más empezar.
Tom sonrió, dejando ver su blanca dentadura, y plasmó con una pequeña

sacudida de hombros un gesto que parecía estar diciendo: “No se lo estaba yo


diciendo, es un tío incorregible este Dick”. Tras un segundo, en que lo miró

con una especie de cariño irreprimible que estaba a punto de hacerlo abrazar,
añadió que ahora los viejos locales se los rifaban los restaurantes más caros y
exclusivos de la ciudad. Había malayos, coreanos, indonesios, chinos,

italianos..., en fin, de cualquier especialidad culinaria que se deseara. No sólo


ellos, había empresas norteamericanas que habían establecido en el barrio su

casa matriz y exportaban desde él sus productos de consumibles a Europa...

Pero lo cierto es que a partir de aquel momento la cosa empezó a decaer más

rápido aún de lo que lo había hecho previamente y esta vez fue de forma
definitiva. Los silencios se tornaron más largos, más prolijos, y aunque parte

del grupo continuó bebiendo pintas de cerveza, ellas, por un común acuerdo

para el que debió bastar una mirada que ni la misma Raquel pudo descubrir

esta vez, habían decidido cambiar a las coca-colas.

Hasta Dori había cedido a aquel pensamiento tan magro sin apenas pensárselo.

Las posibilidades se habían truncado, estaba de lo más claro, y no había más

que contemplar la actitud de las dos monjas para percatarse de ello.

Permanecían con la espalda apoyada contra la pared, como si resistieran un


ataque a carra de perro emprendido por un enemigo superior, aventajado, y

que carece por entero de escrúpulos. Ambas se turnaban para dar respuestas

desabridas y miraban los relojes de pulsera cada pocos minutos para demostrar
los locos deseos que tenían de marcharse.

Al fin, después de esperar un rato para darle a la cosa una última y postrera
oportunidad, lo que resultó inútil por otra parte, como era previsible, apuraron
los vasos, pagaron, se hicieron un hueco entre la multitud que llenaba el local

y salieron al exterior.
Ahora estaban en plena calle, en mitad de la marea humana que anega Dublín

cada sábado por la noche y parecía arrastrarlos en una avalancha que


profanaba con aroma luctuoso el perfume a orín que surgía de los callejones.
Su camino transcurrió frente a bares petados. A través de vidrieras rotuladas

con viejos nombres irlandeses contemplaron a los clientes luchar por


conservar su posición en la barra, como si ésta constituyera un último lugar al

sol y el local un epítome del desierto. Otros alzaban los brazos en petición de

pintas de cerveza y hacían desaparecer a los camareros, que no daban abasto

entre una multitud que gritaba, gruñía y acompañaba o interrumpía los aires
gaélicos de los grupos musicales contratados para la velada. A veces se

observaba surgir entre el gentío la camisa de un mozo de bar que no dabas más

de sí y sudaba por la frente y por el cuello. Otras veces, era la cola formada

frente a una puerta cerrada a cal y canto la que exclamaba a voz en grito, con

tono de borracho, y a la que los porteros mantenían en razón gracias a los

músculos y a cierta altanería latente.

En el horizonte, las nubes se habían oscurecido, contagiadas por el fondo

despiadado y trágico que había adquirido el cielo al ceder su llamear sobre la


ciudad. Las chimeneas de las fábricas habían desaparecido de vista y el perfil

de Dublín se asemejaba a una cartulina cortada a retales por un niño, cartulina

hundida en un mar que tocaba con sus yemas a la vecina odiada, siempre rica
y siempre poderosa, que la había humillado durante siglos para ceder al fin y

dejarla en libertad.
Tras unos centenares de metros de camino, el grupo transitó bajo el avejentado
puente de Tara y la prosapia del cielo cesó de descomponerse en desarraigados

púrpuras para dejarse suplantar por el retrato formado por las vigas de hierro y
las planchas de acero que sostenían la plataforma de la estación.

Un ferrocarril, procedente a buen seguro de Pearse Street, pasó sobre sus


cabezas antes de que Raquel comprendiera que aquel camino era una nueva
treta para darle tiempo al tiempo, para intentar que la cosa se recompusiera y

no terminara como presagiaban todos los indicios. Pero la urraca de Carmen


cayó de inmediato en el apaño y la miró inquisitiva, como si pretendiera

hacerla responsable de una irregularidad que pensaba denunciar en cuanto

cruzaran las puertas de la residencia y se encontraran a salvo.

Para aquel entonces ella ni siquiera se atoró. Desvió la mirada de aquellos ojos
antipáticos para posarla sobre los roblones a medio corroer de los pies

derechos que sostenían el puente y dejó que el furor que sacudía los raíles

contagiara su cuerpo y después lo abandonara para dejarlo vagando en una

calma desasida de realidad.

La ciudad, mientras ellos malgastaban sus últimos cartuchos en aquella

caminata idiota, continuaba desplegando sus pérfidas, magnas y brillantes

galas: un bullicio frenético, ardiente, ensordecedor... Raquel sintió el regusto

amargo que había sufrido tantas veces desde que fuera niña. Daba lo mismo
que hubiera bebido o no, que se hubiera divertido o la tarde hubiera resultado

un muermo, como sucedió con aquélla. En cuanto llegaba la hora de retornar a

casa y se encontraba con la gente que acababa de salir sentía haber


desaprovechado el tiempo y que el verdadero interés de las cosas principiaba

cuando ella se veía obligada a regresar.


A contracorriente de aquel magma, de aquella excitación desencadenada por la
juventud, el amor y las oportunidades, de aquella vorágine de cuerpos ansiosos

que tras una semana de trabajo o estudios se libertaban hasta que las
obligaciones los apresasen el próximo lunes, las tres solteronas regresaban

vírgenes y puras al Colegio de las Hermanas de La Adoración de Santa Clara y


ella, a su pesar, las seguía en fúnebre procesión...
Cuando despertó de aquellos pensamientos sombríos comprendió que, desde la

plataforma en la que se hallaban ahora, se contemplaban las farolas del


gracioso puente que, según aclaró Dick otra vez, se llamaba el Halfpenny.

Todo porque ése era el precio estipulado para cruzarlo cuando lo construyeron.

Justo medio penique de la época.

— Aunque ahora cruzarlo para llegar al Temple resulta gratis — continuó el


tal Dick por hacerse de nuevo el gracioso y esta vez todos se volvieron y lo

miraron como si estuvieran diciendo: “¡Ya basta, pelmazo, con el dichoso

Temple! ¡No has tenido todavía bastante!”.

Ella, atraída quién sabe de qué modo por aquel comentario insignificante,

reparó en que si no fuera por la nariz roja y aquella cabezota que parecía un

melón abollado, aquel chico tenía unas graciosas pecas en las mejillas y, a

pesar de sus bromas constantes, en los ojos un triste color azul, lo mismo que a

veces lo es la profundidad esquiva del mar.


Pero las monjas no estaban para ese tipo de observaciones y menos

pronunciadas por un tiparraco semejante. Dieron un último respingo al

entender que aquel pelirrojo con lentes volvía a la carga para llevarlas al barrio
de los prostíbulos y pensaron a buen seguro que tanta insistencia se debía a

que, a pesar de todo lo que previamente les dijera Tom, seguía habiendo allá
tráfico de mujeres o algo relacionado con las drogas.
Tom se disculpó respetuosamente, se apartó unos metros, volvió a coger a

Dick del brazo y Raquel oyó como le decía:


— Pero Dick, tío, ¿qué coño pretendes? — y lo dijo ya no en el inglés dulce

de un rato atrás y que había empleado con ella sobre las esclusas del Canal
antes de besarla, sino en uno irritado, suficientemente duro como para que ella
se asustara por si comenzaban a pegarse en plena calle. Y esta vez, al regresar,

Tom olvidó decirles que Dick era como el viejo O´Casey, leyenda del viejo
Dublín que todos recordaban.

Los otros dos chicos, incluido el rubito aquel que los otros llamaban Mat, por

Mathew, parecían haberlo olvidado todo. No darle más importancia a aquella

historia del Temple, y no tardaron en reírse de lo que Dick argumentaba ahora


torpemente en su defensa.

Se notaba que daban la ocasión por perdida y preferían tomarse unas risas a

costa de las estrechas mejor que ninguna otra cosa. Se comprendía a la legua

que ya que todo se había torcido de aquella santa manera, que no iban a echar

un “polvito” ni nada que se le pareciera con las turistas, por muchas ilusiones

que se hubieran hecho esa tarde, preferían tomárselo filosóficamente.

Así que todos enfilaron la calle peatonal por la que habían descendido al llegar

unas horas atrás. Dejaron atrás la estatua de Molly Mallone, que sin saber por
qué ella había confundido el primer día de su estancia con la de una violetera

que viera una mañana en Madrid, y comenzaron a escuchar los instrumentos

músicos que paraban en la calle a cualquier hora del día, ahogados por las
voces de los clientes que salían del Davy Byrne´s y del Bailey, en Duke Street.

Ella y Tom aprovecharon la multitud que los rodeaba para quedarse unos
pasos atrás y tomándola de la muñeca y, mirándola con aquellos ojos de un
color azul que a una le daban ganas de sumergirse, él le dijo que temía que la

cita no hubiera sido precisamente un éxito, que lo sentía de veras, que no había
sabido cómo evitarlo porque con Dick cerca uno simplemente no podía hacer

planes, sobre todo si éste había bebido más de la cuenta.


Ella, olvidando la indignación contra aquellas arpías que la asaltaba a oleadas
que iban y venían, respondió:

— No te preocupes. Tampoco significan gran cosa para mí. Son simplemente


compañeras de clase. Tampoco sé cómo se me ocurrió traerlas...

Después se besaron.

Fue un beso no muy largo, menos apasionado y certero de los que ya habían

practicado y que a ella le habían sabido a mordeduras de una serpiente cuya


leche nunca parecía haberse agriado, una leche que nunca se agriaría.

Al separarse, vio alejarse el rostro de Tom, alejarse sus ojos acariciadores, el

cabello que peinaba en punta y se alzaba como un escollo montañoso sobre la

frente despejada, el cuello que aquella primera noche, dos semanas atrás, había

encontrado rebosante de un perfume que la hizo abandonarse locamente entre

sus brazos.

— Raqui... — le pidió él en un español muy gracioso, que había aprendido

como monitor de aeróbic en un hotel de Canarias en el que había pasado una


temporada.

Ella se vio obligada a decir que no.

Unos metros más allá el grupo se había detenido a escuchar una interpretación
de Bach, según dijo aquel Dick que al parecer no sólo conocía la historia de

Dublín como si fuera empleado personal del alcalde, sino que también
entendía de música clásica.
Ella recordó que aquél era precisamente el extremo de la calle en el que lucían

cada mañana las rosas, los gladiolos, los geranios propiedad de una floristería
cercana y que en combinación con el color pastel de las fachadas y con las

copas de los árboles que apuntaban sobre el vallado de St. Stephen´s


hermanaban Dublín con una ciudad escandinava, más evanescente y boreal
que nunca.

A unos pocos pasos, cerca ya de la parada de autobús, Raquel observó de


nuevo a las pánfilas en formación cerrada, dispuestas a evitar cualquier ataque

por los flancos o la retaguardia por parte de aquellos muchachos que hacía por

lo menos una hora no pensaban en nada de eso.

El floripondio aún se movía sobre las nalgas de Carmen y parecía haber


adquirido una vida propia, mucho más sugerente que la de su poseedora,

aunque limitada a cierto declinar con cada uno de los pasos que la acercaban a

Santa Clara.

Blanca y Dori la seguían mansamente, sin pronunciar una palabra,

convirtiéndola en la guía que debía sacarlas de aquel espinoso asunto que otras

hubieran tomado como una oportunidad y ellas como algo indecoroso y pleno

de peligros.

Formaban un curioso grupo. Una peculiar amalgama de resignación, coraje


pueril y beatería simplona que se concitaba para ignorar los espasmos que la

tierna y joven noche continuaba lanzando en pos de sí. A sus espaldas todavía

podían escucharse los cantos de sirena con los que la ciudad pretendía
encadenar por igual a sus huéspedes y viajeros. Un atisbo de murmullos, luces

de feria y voces sempiternas que irradiaban un salmo que hablaba de la vieja


filosofía que dice que un día, todavía inexplorados, moriremos.
Blanca y Carmen, sin embargo (Dori siempre había sido otra cosa y hasta

parecía compungida por lo sucedido), parecían sonreír. Sonreían abiertamente


en realidad.

Raquel temió que hubieran descubierto el beso que Tom le había dado. Peor
incluso, que hubieran escuchado su negativa y que fuera aquello lo que
estaban celebrando.

A su manera, claro está.


Fue la primera vez que se le ocurrió la idea de que habían acudido al

encuentro con el único objeto de que ella no pudiera dormir con él, de que era

ése el motivo de su comportamiento y la golpeó en el pecho la incredulidad de

que alguien pudiera dedicarse a menesteres tan estúpidos y que encima no


podía depararle beneficio alguno. Ningún beneficio en absoluto...

QUEVEDIANA.

¿Qué llevaba la corriente? Junto al rostro de una muchacha con ojos de cierva

insomne, que se detuvo todavía un momento sobre el meandro que formaban

los bordes de la sábana arrugada, pasaron pegados a sus costados las fotos y

los perfiles de gente en busca de pareja dentro de una red social.


Las había jóvenes, convencidas de la belleza que tiene aún una vida por

delante que será, sin embargo, tan milimétricamente dilapidada como la del
resto.

Sostenían copas y entraban y salían de bailes entre abrazos de amigas y


purpurina en los techos, luces de neón, esa promesa que abruma las

madrugadas cuando uno todavía no es viejo. Las más atractivas miraban a la


cámara posando como artistas de cine por las que medio mundo bebe los
vientos. Sonreían confiadamente y se ofrecían a aprender diversos

enternecimientos junto a varones atléticos, con una cultura bastante, pero


nunca rayana en la desconsideración para con los efluvios incandescentes del
rigor social.

Otras secretaban una postura extravagante e inadecuada. Eran las inadaptadas


que poseen todas las generaciones. Las primeras vivían al calor de la multitud

nacida para admirarlas, éstas se retrataban en uno de los fondos ciegos de su

alcoba, casi siempre a oscuras y haciendo trabajar el flash. La fotografía estaba

cortada deliberadamente para no dejar ver más que una porción del cuarto y
otra de la cara.

Los vestidos de las líderes que les han amargado la existencia en las clases del

instituto se han convertido en amplias camisetas, pijamas y bichos raros que

las primeras no se pondrían, no para ser retratadas, ni para ir al baño a darse

una ducha por el mero peligro de que alguien las reconociera con ellos.

Aquí lo que funciona es el rollo esotérico. La idea de que uno penetra, no en

una dama, sino en una especie de iglesia pagana, con su doctrina, su liturgia y

su particular juramentación. Los hombres que atraerán a sus enemigas serán de


inmediato calificados por ellas como imbéciles. Se habrán fortificado contra la

indiferencia con otra secuela que abandona la preocupación por el cuerpo para

declarar como más magnánimo y benéfico el mundo de las ideas. Ambiguas,


ambivalentes, transparentes en su escisión, en esos dramatismos sabrán

encontrar los sabios la oportunidad de una aventura con una joven a la que
torció, acaso para siempre, una experiencia traumática.
Después la página saltó y las damiselas crecieron en años de forma

indiscriminada. Había pasado el tiempo de las niñas y ahora entraba el de las


madres, a veces incluso el de las abuelas. En esa oleada cercada por el lodo la

gente se quitaba maniacamente la edad, porque, quien más quien menos, se


consideraba más joven de lo que parecía.
Los atuendos de fiesta de las primeras jovencitas, los velos mortuorios de las

segundas, se habían contagiado de un afán irreverente que contaba como


aliado con todas las horas de la noche y todas las sombras del día. Se veían

sombreros estrafalarios, minutas de gimnasia sobre carnes que atacaba sin

desmayo la flacidez, chalecos sin mangas, maillots lucidos con un descaro que

es otra de las caras del pudor y la desfachatez, cuando no de la carencia del


sentido del ridículo que procura el vivir siempre sola y determinados pactos

subyacentes con un espejo. Gafas de sol sobre frentes arrugadas, ojos tibios o

embalsamados, túnicas bienhechoras, sonrisas abiertas al máximo cuando una

siente que no puede dar más, pinturas de guerra que son un signo del trance

que pasó la propietaria al ceder a la necesidad de un retrato que le amargó el

día...

Las fotografías, siempre antes en primer plano, se alejaban del objetivo y

reflejaban éste a distancia, pretendiendo no perturbar un anonimato puesto en


entredicho por una negra conspiración de índole universal. Del mismo modo,

las lentes parecían empañadas por un vapor que velaba las películas. Todas

deseaban el olvido de cierta bruma benéfica.


En otras fotografías, más claras, los monumentos habían ganado en

importancia, la protagonista decrecido en voluntad. Uno parecía no aspirar a


una mujer, sino a la torre inclinada de Pisa, al Canal Mayore de Venecia, la
Torre Eiffel de París. Junto a ellos, vagaban los ensalmos cobrizos de un

atardecer, los cariños afectuosos de un animal de compañía, el vuelo de unos


patos salvajes que fallecen de amor sobre un campo encharcado... Algunas se

oponían a la derrota inminente como uno de esos ejércitos que tienen por
canto de cisne un ataque desesperado y que conlleva una descomposición
descomunal en cuanto el enemigo se recupera de su sorpresa.

Los textos eran más cautos y a la vez más sintéticos que los de sus
predecesoras.

Las jovencitas más bellas pretendían a las claras un príncipe azul, adaptado a

una siempre corrosiva y basculante modernidad que se ha saltado las clases

establecidas por la sangre, el nombre, incluso el dinero, para dejase arrebatar


por las del éxito social, venga de dónde provenga éste. Las segundas

jovencitas no sabían qué pretender. Acaso un hombre que las salvara de su

indecisión o que les explicara para siempre el porqué de esas cuitas tan

profundas, pero a menudo tan tontas, que escinden para algunas personas el

mundo cuando se atraviesa la frontera de la infancia y se cae en la pubertad.

Las de ahora, que bien pudieran ser sus madres, se conformaban con un fiel

compañero que les aliviara en algo el amargo trance de la vejez. Una, con

aspecto de maestra exigente con las tareas de casa de sus alumnos, se había
irritado tanto con la cuestión que declaró 109 años de edad.

Luego estaba el mapa de las arrugas, las marcas que dejaron sobre los ojos o

en las comisuras de la boca los fracasos y las tareas de lidiar con una relación
que salió mal, la obligación de bregar con los críos tras el bajonazo sin reparo

de los partos.
Peor que todo: lo necesario de ponerse a buscar una cosa que debe hallarse
decenios antes si una pretende conservar cierto decoro; la incredulidad sobre

la llegada del amor a determinadas fechas de la vida, en las que no acompaña


el espíritu, ni el cuerpo, y se debe estar siempre al tanto de traicioneras

embestidas que limitan con el ridículo.


La necesidad de ser benigna con casi cualquier tipo de pretendiente no era la
menor. Porque hay hombres repugnantes que hieden incluso desde el vitral

abaratado de una fotografía y babosos que te fichan determinadas partes de la


carne incluso sin que los ojos se les muevan.

Los hombres representaban los mismos tipos de ellas, adaptados a otros usos y

costumbres por esa cosa ridícula que les cuelga entre las piernas y sin la que

apenas habría drama, ni siquiera vida, sobre esta tierra.


Había que conquistar. Y los jovencitos eyaculaban las ensayadas frases que

habían convertido en cromos del repertorio que viajaba con ellos a los bares y

a los saraos de luces centrífugas y aterradoras.

En una época no muy leída, sonaban a cuento de carcamales los versos de

postal.

Alguno se las daba de literato y era llamado al fracaso por ponerse a halagar a

la hembra cuando todavía no llegó el tiempo de descubrir todas sus cartas. Ése

era yo. Pretendía brillar sobre los otros por el oro que enaltece las palabras,
pero la víctima no pasaba por la fealdad reconocible y marginal que

presentaba sin lugar a dudas la fotografía.

Como un sino del destino, muchas veces un jovencito tímido pasaba por
delante de las marginadas, con las que hubiera podido hacer plan gracias a una

rareza que era prima hermana de la de ellas, y se obstinaba persiguiendo a las


triunfadoras que siempre le darían la espalda. Lo enfermaba la vanidad de
creerse jugando en campo propio y descubría, ya sangrando, que sus tontadas

no eran mejores que las de otro.


Era preferible el rollo sano y con perfume aplicado como linimento tras el

duro trabajo en el gimnasio. Ya sabes. Pretender que el sexo es como las


abdominales. No una cosa que haya que sacar nunca de contexto, mientras se
procura darle a la hembra la impresión de que, de dejarse, disfrutará en la

cama con un hombre que conoce muchos trucos y más advenimientos.


Para los deportistas el sexo está por completo libre de misterio, para el

aprendiz de literato vaga cardiaco al borde mismo de la extrema unción. Para

los primeros es una acción fisiológica que, aun siendo más placentera que las

otras, no merece de los reclamos propios de los psiquiatras, de los que por otra
parte no se ha oído hablar. Para los últimos se abisma en enrevesadas

contradicciones “in terminis” imposibles de establecer y mucho menos de

resolver.

Los deportistas sonreían a la cámara mostrando una sonrisa de dentífrico.

Dejaban ver fotos de cuerpo entero en los que se adivinaban los bíceps y la

musculación fibrosa del abdomen, liso por la falta de comidas grasientas. Pero

sin pasarse, para que ellas no sospecharan que estaban demasiado enamorados

de sí mismos como para ponerse a amar a otros. Los textos incluían una
enorme cantidad de actividades para que las beldades se contemplaran

entrando en relación con un entrenador profesional que las sacará de casa para

realizar el ejercicio que a ellas siempre les cuesta tanto empezar.


Otra constante es la de las risas, porque nueve de cada diez mujeres declaraban

el deseo de conocer a un hombre que las hiciera reír. Ignorando la sentencia de


que será precisamente ése quien más te hará llorar.
Se veían esquemas de seducción trillados por la experiencia, pero que resultan

—junto a otros factores no menos arbitrarios— los que más resultado suelen
deparar. También la mirada de incomprensión del tipo si la cosa no causaba el

efecto que esperaba. No deteniendo el foco en él, sino en ella, y descubriendo


de inmediato alguna rareza pasada por alto al primer vistazo.
Los más mayores se aventuraban a veces en los páramos donde pastaban como

yeguas las jovencitas y les lanzaban miradas furtivas de deseo y de franca


admiración. No podían creer apenas en las piernas, las caderas, los pechos...,

soñaban por un segundo con un milagro como el que espera la lotería y deja

simplemente de trabajar, para caer en la realidad tras un bajonazo dado por la

interesada y salían de esos pastos a la estampida, con un trote no muy glorioso.


Al recuperarse, se decían que también las había entre las mayores que aún

conversaban determinados atributos en alza. Y parecían buhoneros que

calibraban con detalle cada cuerpo en busca de un elemento que los vinculara

a la juventud prohibitiva que habían visitado segundos atrás. Lo que antes era

un conjunto que, como obra perfecta, se imponía sin esfuerzo sobre la

realidad, lo constituían ahora partes sueltas pegadas de manera arbitraria y sin

sentido. El autor había disfrutado, era cierto, de determinados momentos de

inspiración, pero había socavado lo uniforme del conjunto por una intención
siempre presente y deliberada. El arte, cansado de tanto trabajo vano, se había

vengado haciendo que una cuarentona conservara unas piernas de apreciar,

que luego se derrumbaban en las caderas o las nalgas y que desmentían con
cruel desconsideración las arrugas de la cara. Unas manchas cutáneas sobre los

pómulos, una lejanía que engaña, seguida por una cercanía focal que enseña
toda la verdad...
Los había expertos en busca de la silicona salvadora y se decían que no era tan

mala una dureza artificial si es que la había y otros que se daban por vencidos
y llamaban a todas las puertas con un aire confiado, tranquilo, en espera de

compañía y, por hacer por una vez bien las cosas, sin dejarse enredar.
Confiaban por tanto en la ayuda de la estadística.
Otros ansiaban quedarse ciegos, se levantaban de repente y se enfrentaban al

espejo para mirarse con parte de la misma pena que les guardaban a ellas.
Pasarlo mal, lo que se dice pasarlo mal, lo pasaban los que no habían asumido

la edad, habían desperdiciado oportunidades en el pasado que pensaban

cobrarse ahora, los que iban a la desesperada, como si se tratara de finiquitar

un asunto que ya les llevaba demasiado tiempo ocupados.


Otros pretendían hacerse los adustos. Descartaban las beldades que no daban

abasto entre tantos pretendientes y se dedicaban a la clase media en espera de

que ésta resultara menos exigente y más acogedora. Siempre, les parecía,

habría tiempo de bajar en la escala y dedicarse a las que uno sabía que debían

haberse quedado muchas veces en la estacada, para sufrir el cruel

descubrimiento de que también la fealdad posee su orgullo.

Todos buscaban apodos por necesidades de la dirección. Ya se sabe. Lo de

ponerse el nombre de la luna para ellas. La luna no tiene edad. Para ellos
evolucionaban esas cosas según determinados abigarramientos literarios. Era

otra vez como lo de los versos que hablaban de donceles y caballeros,

príncipes y castillos, almenas y lady Halcón...


Una pizca de educación que no hipoteque la figura conseguida en el gimnasio,

pero te otorgue la imagen de que no eres un ser vulgar y te hallas abierto a


otras tantas posibilidades. “Tampoco para ligar hace falta ser Einstein, a la
vista está”, decían los jóvenes a quienes todavía les sonaba vagamente el

nombre de Einstein.
Los más mayores, entre los hombres, habían caído en el eclecticismo.

No creían en la literatura, aunque fuera de la mala. No les importaban los


nombres ni los números y pretendían confiar en ellos lo mismo que en el signo
del horóscopo: una de esas cosas vinculadas para siempre con el alma huidiza

de la mujer que un varón nunca entenderá, pero a la que hay que someterse
porque no conviene tirar piedras sobre el propio tejado y menos en materias

siempre procelosas, cuya negación, ni admisión, conduce a ninguna parte.

Debían condescender por lo tanto con una cosa que, a su juicio, se retrotraerá

siempre, más tarde o más temprano, a los sucesos acaecidos en una cama.
Le daban igual los hijos de ella, los de él, deseaban aligerar los trámites

incluso sabiéndolo imposible, como el que pasa por una oficina de la

administración del Estado y teme los desayunos eternos de los funcionarios.

No creían en la media naranja, ni en la mujer, ni en el hombre ideal, a menudo

no se bastaban para vivir solos y deseaban a alguien que pusiera un poco de

orden a las minucias de las que está llena la vida y les mantuviera caliente el

lecho cuando había ganas.

A la gente le daba mucho por viajar. Ya se ha dicho que los monumentos


llenaban postales y a veces aparecían hasta por sí solos. Iconos que

prefiguraban el escenario en el que los interesados podían amarse, o haberse

amado, de encontrarse por un azar nunca ocurrido hasta la fecha. Ahora habría
que ir deliberadamente hasta ellos. Prepararse para aguantar las manías que

con el cumplimiento de los años nos surgen a la mayoría, sobre todo cuando se
está de viaje y han quedado atrás las rutinas más conocidas y estables. Se
descubren con estupor ronquidos atronadores, te traiciona el mal aliento tras la

siesta, los cuerpos se esconden hasta la última hora. Los mayores.


Los jovencitos pasaban uno de esos fines de semana que se recuerdan por el

número de polvos echados con esa preferencia atlética y numerativa que tiene
el sexo para los menores de edad. Ellas volverían a casa con la consabida
irritación, porque al marrano no se le ocurría ponerse a pensar en la

inflamación de la vagina tras un uso continuado.


Los más mayores se decidían por un fin de semana tranquilo, en el que el sexo

era una concesión crepuscular que el elegido debía mirar con agrado y no

echar en saco roto.

El amor es así, visto a distancia.


Los citados constituían el escaso número de ganadores que saborean las mieles

del triunfo. Los demás, seguían a lo suyo.

Miren esa jovencita, parece un bombón. Es de Nanjing y por esa piel y esa

boca mohína también suspiré yo. Su filosofía es la de creer a los hombres

bufones de corte que han nacido con el exclusivo fin de entretenerla. Ha oído

ya tales ditirambos sobre sus encantos, en verdad agraciados, que la

conversación se torna al minuto en un duelo propio de parlamento nacional.

Imposible enternecerla, imposible captar su atención. La dama requiere más y


salta de un varón a otro con la esperanza de alguna genialidad que la alivie del

sopor y el aburrimiento vespertino. Ahí también caí yo, guapa. Es de las que

nunca encontrarán pareja en la RED. Su ego se irá inflando como un globo y a


distancia contemplará a los tiburones que esperan un pinchazo en el aerostato

para comerse a la citada en el agua infestada. Pero ella es de las que nunca
caerá.
Los tiburones son los salerosos del invento. Esa gente cuya ocupación en la

vida consiste en teclear un aparato que emite electrónicas ondas regicidas


sobre el espacio ambiente. Éstos no son de fiar por diversos motivos. Uno de

ellos, el primero de ellos, el más importante de ellos, es el sentido común: uno


nunca es hábil en ninguna actividad si no le dedica a la misma muchas horas
de entrenamiento y no ha conocido, y todavía conocerá (¡tonta!), un numeroso

plantel de víctimas con el que entrenar.


Así que los tiburones suelen ser casados aburridos que pretenden mojar en ese

espacio, tipos con pareja que desean beneficiarse a otras, comedores en serie

que lanzan su red en todos los mares, incluso en los más ariscos y aventurados.

Su ciencia, por cuya posesión otros de veras matarían, posee una calculada
mezcla de desfachatez, improvisación, ironía desconcertante, confianza en su

propio valor..., que desata en determinadas hembras lo que el poeta declararía

como una suspensión del juicio crítico.

Los demás los verán triunfar después de haberlos sufridos en los bares y las

discotecas, porque son los que prorrogan la muerte de la especie por otras vías

que no son las del matrimonio ni la pareja estable. Poseen un acaudalado

repertorio de salidas de tono, una irreverente gesta de citas que cortan la

respiración. Pero no hay universidades, ni en la RED ni fuera de ella, en las


que puedan aprenderse sus técnicas ni sus enamoramientos.

Uno debe aceptarse tal como es y asumir que no nació en esta vida para lo que

ellos. Así que no tarda en asemejarse a uno de esos animales de la sabana que
esperan un pequeño hueco dejado por los que más se aparean para verter

rápidamente, en un útero casi cualquiera, su miel existencial.


Si uno es de esos, la mayoría somos de esos, ¿a qué negarlo?, más vale que se
olvide desde el primer minuto de los bombones. Éstas habrán sufrido tales

asedios de los escualos que se aburrirán al segundo de tus gracias


encorsetadas. Ahora están hechas para el peligro, la acción, la defensa

numantina de una virtud que no se supo que se tenía hasta que se sufrió el
ataque que te dejó sin defensas y estuvo a punto de llevarte adónde no querías.
Las dentelladas de las que escapaste por un pelo, la espiral de alusiones y

deformaciones que te arrastraron hasta postular que parecías tú la que estaba


interesada en la continuación de la cita y no el depredador, que por su parte

hubiera simplemente cortado, deja en las víctimas un regusto de castañas

amargas que constituiría la pérdida de la virginidad en mundos menos

virtuales.
Sólo que aquí no hay sangre, sino sólo palabras, palabras y más palabras...

También fotografías, fotografías y más fotografías...

Ya sabes. Uno prefiere no mirar la suya porque navega junto a otras al pairo de

un destino incierto y desconsiderado.

Los textos se expanden y se contraen. A veces constan de dos frases

mortuorias, otras de ninguna. La interesada todavía no tuvo tiempo o ganas de

describirse.

Las hay que le tienen fobia a las definiciones y otras que escriben un capítulo
del redaño de sus vidas, con citas abigarradas y letras de canciones que llenan

páginas enteras y nadie lee hasta el final.

Los hombres tratan de ser cautivadores y grabar en el espacio perenne una


clave exitosa que pueda atraer a diversos tipos de interesadas. Alguno incluso

deshace el entuerto ofreciéndose abiertamente en dos opciones que llenan por


sí solas muchos o todos los campos amorosos por haber: la primera es como
partenaire de una relación estable y duradera que sólo se fije objetivos

comunes, concretos, y cuyo fin dramático no pueda ser, en rigor, más que el
matrimonio. La segunda hará de la mujer una reina egipcia, una diosa, una

amazona que cabalga en busca del adulterio decimonónico francés por las
mismas riveras y los mismos pastos que la Bovary y sufrirá de los mismos
deleites y los mismos transportes que Madame de Rênal.

A veces hay encuestas que uno debe rellenar, si lo desea.


“¿Le gusta a uno el chocolate negro o el blanco?” “¿Harías el amor todos los

días?”, pregunta ella. Esa pregunta enciende siempre el brillo en los ojos de

determinados varones. Los tiburones ríen ante tanta pazguatería. Aquéllos se

ven ya disfrutando de no se sabe qué primicias colmadas entre dos


interrogaciones.

Se equivocan los primeros nunca los segundos.

La película preferida puede ser un buen punto de encuentro. También el último

libro que leíste, pero no te pases de listo. Esto no es una clase de literatura y

no hay premio al final de la hora para el más empollón.

Una muy solicitada: “¿Podrías preparar una cena suculenta si te encontraras la

nevera llena?” Otra: “¿Prefieres playa o montaña?” Otra más: “¿Dejarías que

tu pareja saliera a menudo sola con sus amigos?” Aquí subyace la anémona
que ha sufrido antes a un novio o a un marido celoso...

Hay otros textos donde se muestra solidaridad con un mundo siempre en

peligro y gente que defiende con ansía desmesurada sus opiniones. Los hay
que citan de corrido, a guisa de preámbulo, sus ideas, quizá porque no han

descubierto todo lo que se parecen éstas a las manías. Pero nada de eso vale
para ligar. Son un mero aviso de que a la dama hay que entrarle por el rollo
social y comprometido. Que hay que descartar los embarazos que uno

emplearía con las que prefieren las compras y los bares como actividades
lúdicas para los fines de semana. Que el papel que te corresponde en este caso

es el de activista social y están desaconsejados los abordamientos de


relumbrón. Para toda dama hay un libreto y, también, un tiburón que lo posee
más o menos en propiedad.

La misma gente habla una cantidad ingente de idiomas. En un país donde


nadie conoce otro que el suyo, se los añaden del mismo modo en el que se

quitan la edad. Nadie va a venir a controlarlos y si la cosa se pone seria no se

pierde nada con el engaño.

¿Quién ha visto una pareja que se haya roto porque el varón no hablara
finalmente el suahili, como prometió? ¿Quién ha dejado a un maromo con

conocimientos de italiano que te ha dado la brasa durante meses y que en viaje

de amor a Roma no se entera de que a las calles las llaman vías? El amor tiene

eso, es un soufflé que empieza a desinflarse desde la primera tacada. A partir

de entonces los amores de la RED, como los otros, disminuirán, disminuirán,

disminuirán..., y una se preguntará al fin qué hace con semejante imbécil.

Lo que se pregunta él es políticamente incorrecto y no lo puedo decir.

Otros prefieren adentrarse en el oscuro mundo de la Cábala.


Éstos exceden la preocupación de medio pelo por el dichoso horóscopo, que

tanto pone a determinadas damas con “poderes”, y se explayan en parvas

matemáticas siderales que tienen sólo el universo como limitación. Ya sabes.


Dar dos toquecitos en lugar de uno para que la pestaña de la amada se abra

como cueva de Alí BaBá repleta con sus tesoros. Hacer esotéricas operaciones
con los números que te mostrarán dónde debes probar suerte. Relajarse, tomar
aire y mandar a continuación el mismo mensaje a dos docenas de señoritas, al

azar. Todas con un pequeño aspecto en común. Se declaró esa tarde como la de
las pelirrojas, las que tenían lunares en la cara, las que poseían tres fotografías,

en lugar de dos, de cuatro o de ninguna. Esto es esperar con paciencia y


adelantarse a la jugada del contrario, lo mismo que si se practicara el ajedrez
con una máquina que no siempre responde, pero que termina ganando siempre

la partida.
A veces se dan casos extraños como la suerte del primerizo, porque el tipo

también se hubiera hecho millonario esa noche de acudir a un casino.

Se pone en contacto, encoge la respiración y la primera concertada se presenta

a la cita como una princesa con vestido largo, carroza de oro y zapatos de
cristal.

El tipo sigue apostando a los pares o a los impares, a las rojas o a las negras, a

un número u otro, entre tantos, y siempre acierta. Según la fotografía, es feo,

sus palabras son ineptas, su ironía destila estupidez, pero se halla en la gran

noche de su vida.

Con la camisa sudada, los ojos rojos, con el temor de que aparezcan de repente

los tiburones de los que ya ha oído hablar, se van sucediendo al compás las

armonizaciones. La chica parece ciega, sorda, pero no está muda y continúa


respondiendo a las solicitudes incompetentes del don Juan...

Y de esa extraña aproximación, que fracasaría en el 99% de los casos, sale un

amorío de horas que el primerizo no sabrá cómo concretar. El tipo pretende


repetir su suerte a la tarde siguiente, pensándose ante el mejor invento del

siglo XX, del XIX y del XXI, pero ahora ya nadie le contesta. Irrita a las
damas y es que ha perdido la suerte del principiante con que el dios juguetón
que pulula por la RED lo premió la primera vez.

Los hay que practican el moralismo y departen enseñanzas desde foros


sociales que le hacen dura competencia al cuadro común de contactos.

Son cínicos, expertos en pedantería, brújulas de alquiler que poseen los mares
procelosos. Habitualmente exigen un dogma de fe que pesca incautos que
menosprecian el peligro de buscarle un significado a todas las actividades de

esta vida.
Esto es como la biblioteca borgeana. Uno empieza creyendo en sus libros de

comentarios evangélicos y termina por pensar que está haciendo el idiota y

persiguiendo una quimera metafísica.

Resulta que el número de caballeros sextuplica al de las damas. Que si se


restan las menos agraciadas, el número llega a duplicarse otra vez. Que si se

sustrae el número de las que van sólo de tonteo, lo duplicamos otra vez. Que si

uno encuentra no el amor de su vida, sino una chafada con la que se equivocó

al elegir, se extinguirá el mundo virtual y también el real por la imposibilidad

de hallar una sola pareja que conciba un hijo de carne y hueso. He aquí el

terrible fin del mundo bíblico traducido a la modernidad.

Los expertos poseen ese tono profesoral que descubre de inmediato al tipo que

no puede evitar por nada del mundo darle lecciones a sus semejantes. No en
vano, poseen trucos que dejan sin habla a los novatos: ponerse un nombre de

mujer y esperar a ver qué pasa. Asalto de tiburones. Responder

afirmativamente a algunos de los acercamientos para asimilar las técnicas más


triunfadoras. Y esperar a ver qué pasa. Asalto de tiburones. Someterse a los

ataques más profundos para comprobar el flanco que presenta el enemigo y


poder explotarlo cuando ya no representes tú el papel de carnaza. Y, de nuevo,
esperar a ver qué pasa...

Los escépticos eran los que descreían de la posibilidad de la transmisión del


conocimiento, ¿no? Las teorías se expanden al calor de los rumores y de las

diversas vicisitudes cotidianas. Uno busca una clave de éxito para no


encontrarla. Por supuesto, lo que hubiera sido aconsejable con una dama
resultará nefasto con la siguiente o lo hubiera igualmente sido con la anterior.

Los clichés de los tiburones parecen otros si los teclean los dedos de ellos, o es
que te encuentras ante una de esas series matemáticas endiabladas de las que

sólo conoces unos pocos términos legítimos e ignoras los demás. Las

posibilidades se multiplican exponencialmente ante cada respuesta, ¿no? ¿Qué

similitud cadavérica vincula al cero con el infinito? ¿Cuál respuesta posee más
posibilidades de éxito en una coyuntura dada?... Y se abre como flor de loto el

futuro según una sola palabra, que cambia así el destino innúmero de las

cosas…

Por ese camino es seguro que nunca ligarás.

Después de tantas preocupaciones, el asolado y derrengado teórico volverá a

creer ineludiblemente en el instinto y en la propia inspiración. ¡Qué remedio

que dejarse llevar por la corriente y volver a la pequeña y familiar vida, según

uno antes la conocía!


Sólo que semejantes desvirgamientos producen secuelas de cansancio,

desmoralización y agotamiento que ya no se van. Uno se encuentra por vez

primera viejo, cansado, escéptico y no es raro que le dé por la imperativa


moda del cinismo. Su persona se declara entonces como una academia en la

que se concitan y suceden todas las escuelas filosóficas. Mira a las interesadas
buscando encontrar siempre el indicio de la mentira, como antes bebía
limpiamente en sus ojos o en la esbeltez de su pie o de su entera figura. Ya se

sabe, para Leconte de Lisle el mundo entero giraba en torno al pie de una
mujer. Para Flaubert, permanecía agazapado en el contoneo de las caderas y en

la sombra de los senos bajo el abultado ropaje de su siglo.


“¿A cuántos no les habrá contado ya la misma cosa?”, se pregunta él.
¿Cuántos estarán reclamando, en ese mismo instante en que conversa contigo,

sus pérfidas consideraciones? ¿Cuántos te seguirán en esa marejada que


resulta ser, al fin, un mar lleno de peces de colores que siempre escapan?

La vida virtual es cruel y el nuevo cínico pierde ese día a la virgen furtiva que

acaba de conectarse y todavía no está maleada.

Después, las hay que deletrean con perseverancia ensayados trucos barrocos
cuyos códigos los hombres nunca entienden y que los cansarían, simplemente,

de ponerse a pensar en ellos.

En un principio, a ella le preocupa la idea de que un varón elegido, y que al fin

pueda terminar interesándole, la suponga de menos valor por saberla integrada

en una RED que traga destinos y tritura esperanzas a tiempo completo. La

citada se esmerará en dar muestras de pudor, alertar mediante signos sobre

determinadas dudas que le surgen, amagar con la concesión de una cita que

acaso ella misma pidió y se precia en aniquilar en el último instante. Lo vuelve


loco, lo rechaza, lo admite y se vuelve a echar atrás, con el objeto de ganar

mediante arabescos una insignia de dificultad que nada en la quimera

electrónica y nunca se recuperará de la misma.


Suele haber otras mujeres a las que no les gusta perder el tiempo más de lo

necesario. Piensan que de nada valen los hallazgos de la RED si una no queda
convencida de inmediato por un encuentro y un flechazo subsiguiente, cara a
cara. Y agilizan éste de forma memorable, acelerada, pero a la vez destructiva

para el varón y finalmente para sí mismas. Acuden al encuentro y nunca el


tipo es lo que una esperaba. ¿Es la RED la que te engaña miserablemente o el

número creciente de oportunidades el que no te deja emplear ninguna


paciencia con lo que se presenta? Es la RED la que tiene su propio marco, sus
propias leyes, la que establece el peaje a pagar siempre que uno trata de

socavarlas para huir de sus circuitos anímicos y tensiones siderales.


El hombre, como la mujer, está atrapado en su cáñamo y sólo descubre a

última hora lo imposible que resulta cualquier fuga. El que en verdad resulta

tan contraproducente el exceso de pretendientes, del que habitualmente

disfrutan ellas, como el defecto de las mismas, que sufren normalmente ellos.
Porque la desproporción mata igualmente las posibilidades y contradice

cualquier afán de perpetuidad para sustituirlo por un juego frívolo.

Luego está, como en todos los mundos, sean éstos virtuales o no, el mundillo

del hampa. Éste es el que se dedica primorosamente a saquear los servidores y

a usar la RED para timos de medio pelo y demás actividades fraudulentas. Son

ellos los que les envían a los varones seleccionados por un programa la

fotografía donde se muestran los atributos de una princesa rusa. Los que

juegan con la desesperación de los presentes, con la buena fe, con el carácter
impagable de los primos que hay en todas partes.

La dama es una novia del cofrade o una muchacha ya no soviética, al azar.

Los labios, las caderas, los senos, los ojos... Si Igor es un poco inteligente, se
la lleva un sábado a las cercanías de una dacha y la retrata en medio del

ambiente que la rodea durante los inacabables inviernos, con su nieve, sus
abetos, sus tocones, sus alerces..., con el objeto de despertar a distancia la
melancolía congénita del primo.

El tipo pretende esconder la incoherencia evidente del contacto, en el que vaga


un raro enamoramiento feroz sin apenas otro fundamento que la fe, tras el

ensalmo lírico de la naturaleza rusa.


Si es verano, entonces se visita, gratuitamente y sin necesidad de moverse de
casa, el mundo de Chéjov. La dama pierde sus pieles de nutria, que la

protegían de los fríos propios de los Polos, y ahora muestra en los lánguidos
brazos una bella pelusa con el matiz del melocotón, adquirido durante las

últimas vacaciones en las playas de Crimea o de Yalta. El primo la confunde

como la comprende de inmediato Gúrov, como una mujer aburrida.

El timo suele consistir en convencer al pringado de que ha dado con una


oportunidad única, barata, improvisada, que se materializará de enviar a

semejante beldad el dinero de un pasaje que la meta derecha en tu cama.

Al oír hablar de dinero nueve, quizá ocho en épocas boyantes, de cada diez

hombres se echarán atrás, pero eso ya está descontado en sus cálculos por los

bucaneros.

Ellos buscan exclusivamente entre la multitud al pardillo de verás desesperado

y a ese otro que se da más a menudo de lo que parece: el que cree diversas

extravagancias sobre la atracción amorosa y el sexo que no creería de ninguna


otra actividad humana.

El que pulula por la RED creyendo que se halla regida por unas leyes que

disuelven las de la sociedad real, que ya ha empezado a dejar de resistir, que


está esfumándose cada día progresivamente ante tus ojos, no está a salvo. El

que piensa que no hay nunca que descartar por completo los milagros,
tampoco.
“¿Por qué no puede pasarme precisamente a mí?” Esa pregunta se resuelve

habitualmente en la terminal de un aeropuerto, al que acude solícitamente el


primo en busca de la beldad que viene en avión desde Orel, Petersburgo o

Kiev, y con seiscientos euros de menos en el banco.


También están los atrapados en los circuitos de un modo enfermizo y fatal.
Son los que una vez raptados no pueden soltarse y pasan a convertirse en

víctimas taimadas, corrompidas y sin apenas remedio.


Es gente ésta que merece conmiseración. Está tan imbuida por las

posibilidades que presenta la RED que él o ella recrea con su vida y con la de

otro, que nunca ha visto, otra que elimina de golpe y a fondo completo sus

carencias y el amplio pliego de frustraciones acumuladas. Éstos suelen ser


corredores de fondo. Con muchos meses de conversación, meses o incluso

años de vuelo rasante. Gente a la que todas las horas de día se le hacen pocas

para correr a la pantalla y comenzar a elucubrar ciertas vidas paralelas. De

hecho, se meten tanto en el personaje ideado por ellos mismos que imaginan

en todos sus detalles una relación quimérica en la que nunca han encontrado,

ni encontrarán, a su hipotética pareja.

Al principio, uno pensó que un día saldría de la trampa venenosa que se

tendía, pero se mintió con la edad, con la estatura, con la profesión, con el
color de un cabello que ya ni siquiera se tiene... Un día uno abandonó las redes

sociales utilizadas por la mayoría de los mortales, donde todavía te obligaba a

revelar alguna verdad la presencia de las fotografías, y buscó como un


perverso Dorian Gray la clandestinidad y la belleza insana del pecado...

Uno empieza a temer la ruptura y estira y estira el encuentro hasta ese umbral
imposible que un día comprende nunca atravesará. Son los que poseen mujeres
siempre de viaje en el extranjero y que ningún amigo tuvo la suerte de

conocer. Los que se quedan viudos tras una larga enfermedad de la cónyuge, a
la que mataron en realidad no los raros virus ni la presencia inesperada del

cáncer, sino la aplicación de un dedo mayestático sobre un botón grabado con


las letras ESCAPE.
En realidad, el contacto se hizo tan enrevesado, te chupó hasta tal punto la

sangre, te pesaron con tal anonadamiento todas sus consecuencias, que ambos
se vieron en la necesidad de cortar de una vez por todas el nudo gordiano de la

demente historia que mucho tiempo atrás se les fuera de las manos y los

encadenó a un potro medieval.

Son viudos sin nicho que visitar. Fantasmas que la RED ha dejado en su
recorrido imperturbable por el mundo, vidas ociosas que ya nunca recuperarán

el gusto por las relaciones cotidianas y, aun así, no sienten abaratada su

riqueza peculiar y sectaria.

Por ese motivo, el caído en semejante desgracia repetirá el hallazgo y el

cuidado de esa planta tropical con otra mujer y después con otra y con otra.

Las mujeres harán lo mismo con diversos hombres. Ambos se convertirán en

una caricatura en la que las facciones de la cara se afilarán por mirar con

esperanza la pantalla, los ojos se enrojecerán por las noches en vela y donde
los nervios estarán al acecho de una respuesta persuasiva o demoledora en la

que siempre te parece se dirime tu destino.

Si todavía no es demasiado tarde, se puede acudir a una de esas asociaciones


que se dedican a la recuperación de los casos perdidos. Las hay de alcohólicos,

de jugadores empedernidos, de enganchados a la droga o al sexo y ahora de


los sumidos en la RED. Si hay suerte, te acompaña la familia y uno explica en
público con las palabras más sencillas que posee la cosa extraña que

constituyó su experiencia.
“Me llamó tal y tal y estoy aquí para contaros cómo me enganché en este

juego, si es que realmente es un juego”.


Los pedagogos tratan de reestructurar de nuevo la vida del individuo, perdida
antaño. Remarcan con afán didáctico las diferencias entre el mundo real y el

virtual. No niegan las virtudes del segundo, simplemente tratan de limitarlas a


las de un instrumento que no se convierta en un fin, un motor que dirija tu vida

y acabe despeñándola.

Más adelante, se ejercitan en la frecuentación de determinados procesos

liberadores, como las salidas de casa (o del sanatorio) para ver la luz del sol; la
contemplación del parpadeo de las estrellas; la intimidad de la sombra arrojada

por los árboles en la anochecida, por los que se perdió el gusto, si es que

alguna vez se tuvo...

Ni siquiera sabemos de las cifras de salvados ni de los que se ahogaron de

nuevo, habitualmente ya para siempre. No sabemos de la felicidad, ni de la

desgracia. Del poder de la RED para imitar la vida y descomponer, después de

denunciarlas ácidamente, todas sus insatisfacciones, de delatar su cruel

comportamiento con el alma y los más entrañables anhelos humanos.


Nada sabemos de los que volvieron a la realidad y miran todavía con nostalgia

aquel mundo del que fueron espectros. Nada de los que no volvieron y vagan

como sombras entre sus ruedas, conservando el desdén y el beneplácito de


haberse perdido.

JUAN CARLOS.

Era bajito, tímido, escuchimizado. Poseía un pelo moreno y fino que tendía a

rizársele sobre el cuello y las sienes las temporadas en que lo llevaba más
largo de lo habitual. Vestía un día, y otro día, y el resto de los días del año,
como si todos ellos resultaran uno solo e indistinguible: una camiseta blanca,
sin anagramas de fábrica sobre el pecho ni sobre la espalda (similar a las que

antes usaban los hombres bajo las camisas para no empaparlas con el sudor del
trabajo); un pantalón vaquero de color añil; unas zapatillas de deporte de

amplio talón y refuerzos en los empeines y un cinto militar con hebilla

metálica. Los inviernos empleaba un plumas color rojo, que se ponía

directamente sobre la camiseta y le prestaba a lo lejos el aspecto de una pila de


neumáticos caminando sobre dos piernas escuálidas.

Poseía diversas manías que no resultaba fácil aclarar a qué o a quién debían

atribuirse. Era entera y obsesivamente escrupuloso con la limpieza de todos

sus objetos personales, sobre todo con los que de algún modo estaban

relacionados con la ingestión de comidas y bebidas y quedaban por lo tanto en

contacto directo con las manos y la boca. Lavaba las cucharas, los tenedores,

los platos, los vasos…, con una pulcritud maniaca y a menudo había llegado a

decidirse por llevar los de su propiedad a los almuerzos o las cenas a las que
raramente lo invitaban.

Juan Carlos Menelao era sietemesino y acaso todas esas rarezas, que hacían

reír con frecuencia a los demás, procedían de la temprana conciencia de


haberlo sido. Desde aquel día en que oyera aquella mísera palabra por vez

primera y comenzara a cumplirse bajo cierto dictado ecúmeno su inexorable


pronóstico.
Con el tiempo llegó a comprender, demasiado tarde acaso para sus propios

intereses, que no es lo mismo ser sietemesino en una ciudad como Madrid


(donde ese tipo de cosas apenas llegan a tenerse en cuenta, entre otros motivos

porque nadie se conoce entre sí); que serlo en el pueblo de Toledo, cercano al
municipio de Polán, en el que nació.
De hecho, sus mismos padres fueron los primeros que tomaron su parto

prematuro como algo oneroso y que por algún motivo era necesario esconder
de los demás. Su nacimiento fue por lo tanto no menos una irregularidad de la

naturaleza que una incógnita social. Incógnita que pareció evidenciar, sobre

cualquier velo que pretendieran echarle encima: su poco peso (cosa natural en

esos casos), su pelo escabechado, su aspecto de feto con supuras y diversas


manchas en la piel que la asustada enfermera le mostró a la familia a través del

cristal de la incubadora.

Aquellos días raros y eternos tras los que abandonó el Hospital de la Sagra, en

Toledo, y se lo llevaron definitivamente al pueblo, contribuyeron no menos a

su desgracia futura. Siendo prácticamente un monigote, un jilguero que ni

pesaba, un “pipifás” —como lo llamó su hermano mayor nada más verlo—

que pasó noches en vela sin cesar de llorar e hipar con el aparente objeto de

que los demás supusieran que se iría al otro mundo tan inopinadamente como
había venido a éste.

No en vano, nadie había esperado otro retoño del vientre ajado de su madre.

Un vientre con cerca de cuarenta años de edad, que había parido dos hijos,
pero no una chica que pudiera aliviar las arduas tareas de la casa.

Continuó siendo de poco peso hasta muchos años después y, cuando al fin
llegó el tiempo estipulado para ello, sus padres dudaron sobre si debían
llevarlo o no a la escuela del pueblo en la que habían estudiado previamente

sus hermanos mayores. Hasta que Sebastián, un vecino que trabajaba en el


juzgado de la capital y estaba más al tanto de los asuntos legales de lo que lo

hubieran estado ellos en toda su vida, los convenció de que el gobierno tenía
una ley que les obligaba a hacerlo.
Juan Carlos perdió muchos días de clase porque más que cualquiera de sus

compañeros, incluso de los que se sentían destinados al trabajo del campo y


comenzaban a realizarlo antes de que les tocara el turno, se sabía que él, es

decir “el menor de los crispines”, o ya, “el tonto de los crispines”, como lo

distinguían del apodo que habían llevado desde siempre sus mayores, acudía

allá en almoneda, como acto de presencia, como vulgar consumo de tiempo


ahora que todavía no tenía cuerpo ni dedicaciones en qué gastarlo.

Cuando cumplió los catorce años, y entonces estuvo en Octavo de EGB, y

aprobó, aunque don Evaristo hizo cierta vista gorda con las Matemáticas y la

Química, todo en el rutinario mundo en que había vivido Juan Carlos Menelao

se desmoronó.

Al contrario de sus hermanos, que habían comenzado a trabajar las tierras de

la familia poco después de abandonar el colegio, él se vio dedicado al cuidado

de su abuela por parte paterna, paralizada desde un año atrás por una
trombosis, y que viniera a acompañar en el listado de pacientes familiares al

abuelo por parte materna del que se encargaba su madre.

Nadie le dio opción a elegir. Ni siquiera a él se le ocurrió la idea de que poseía


algún derecho a hacerlo. Había comido catorce años de su trabajo, le habían

calzado y vestido, habían soportado sus años de inutilidad y ahora él debía


devolverles aquellos dispendios de la manera en que ellos dispusieran.
De ese modo estuvo un año entero, un año lleno de mañanas, tardes y noches

vacuas, al cuidado de la vieja. No es de extrañar que durante aquella


temporada ahondara todavía más en las prácticas extravagantes que lo habían

hecho distinguible de los otros, como si por encima de cualquier otra


consideración uno terminara convertido en la misma cosa que los demás
sospechan de él y no valieran de nada los fingimientos a los que son tan dados

los hombres con tal de enmascararse.


Debido a esa ley psicológica, comenzó a hablar solo, o siguió haciéndolo,

quizá. Se volvió más maniático de lo que lo había sido y se agrandó su

obsesión por la higiene personal que ya lo había convertido a su fe enigmática

mucho tiempo atrás.


También se transformó en un ser más suspicaz, más desconfiado y más estulto

de todo lo que lo había sido hasta la fecha.

Principió por creer que la mujer que habían puesto bajo su custodia podía

hablar y que si no lo hacía era debido a un motivo que no le había sido

revelado y debía continuar resultando secreto. El peso de aquella sospecha

quedó corroborado por los vivaces ojos que desde la cama lo seguían a

cualquier parte del cuarto por la que se moviera, acompañados por una sonrisa

indócil y sardónica en la boca de labios pálidos, finos, agrietados, como sin


sangre.

A la hora de las comidas, que en algún modo constituían una variación de la

rutina diaria, Juan Carlos recogía la fiambrera que su madre había dejado esa
mañana en el aparador y comenzaba a servir los alimentos en varios platos que

colocaba sobre una bandeja. Siempre utilizaba la misma, grabada con el dibujo
de un caballo con un hombre montado sobre él, un caballo que cruzaba un
matorral como los que había cerca del arroyo, mientras desde la rivera lo

observaba una pastorcita y a lo lejos corría un zorro que pretendía hundirse en


unos rastrojos.

Sobre aquella bandeja le llevaba el puré de patata, la sopa, el guiso de carne o


de pescado (que eran dos de las especialidades culinarias de su progenitora),
un vaso de agua y los cubiertos que había recogido del fregadero, sin lavarlos

dos y tres veces como solía hacer siempre con los suyos.
Recorría el largo corredor de la casa, que atravesaba diversos cuartos y se

enredaba en algunas salas como culebra de campo, y llegaba al dormitorio,

donde, en cuanto atravesaba la puerta, recibía como un disparo certero la

mirada de la vieja.
Tras pretender olvidarla, Juan Carlos dejaba la bandeja sobre la mesilla de

noche que dormitaba a un lado del lecho y se inclinaba para incorporar el

pesado cuerpo paralítico. Tiraba de las axilas para erguirlo, peleaba con las

frazadas y las sábanas que se enrocaban en su carne, y, tras extraerlo de

aquella maleza impropia de soportar para una mujer de su edad, le ponía unos

cojines a los costados.

El calor del cuerpo de la mujer que indirectamente lo había engendrado, o al

menos había hecho posible que lo engendraran, le producía a menudo


impresiones encontradas. Por una parte, sentía cierta repugnancia por la vejez

incardinada como organismo pétreo dentro de él. Pero era ésta una

repugnancia equidista, saboreada o imaginada de antemano, y que desaparecía


en cuanto había puesto las manos sobre ella y lo ocupaban otros menesteres

más prácticos y acuciantes. Por otra parte, lo anonadaba la presencia de la


muerte en cada órgano, como si ésta se hubiera engolfado en una guerra de
guerrillas sobre la que de vez en cuando se congraciaba en declarar victorias

aparatosas.
Cuando había conseguido incorporarla y estaba seguro de que el contenido de

la cuchara no se volcaría, manchando el camisón o las sábanas, Juan Carlos se


sentaba y comenzaba a introducirle en la boca la comida que venía en el
primero de los platos.

— ¿Tiene usted hambre hoy, abuela? — le preguntaba retóricamente, como si


en verdad le preocuparan las apetencias de ella.

La vieja lo miraba a la cara, sin pestañear, poco después de que se hubiera

borrado de su rostro la expresión de desconsuelo, de dolor menos físico que

moral, que le provocaba cualquier contacto obligado con el cuerpo de otro ser
humano.

Ante esa pregunta, que se repetía de modo mecánico cada día, ella levantaba

esforzadamente uno de sus dedos y realizaba el breve gesto que ambos

conocían.

Habían aprendido a comunicarse de ese modo. Empleaba el dedo índice,

increíblemente blanco por la falta de aire, un dedo fino y alargado (que era

más la garra de un pájaro que un dedo de mujer), para contestar a cualquiera

de sus requerimientos.
Estirándolo, lo movía verticalmente cuando quería contestar afirmativamente a

una pregunta y en sentido horizontal, a izquierda y a derecha, o viceversa,

cuando la respuesta era negativa. Pero ni siquiera entonces, en aquellos


momentos de rara conversación entre ambos, dejaba de mirarlo con esos ojos

en algún modo crueles y con aquella sonrisa que le daba la impresión de estar
mofándose de él en su misma cara.
Fue para matar el tiempo muerto que salivaba de aquellas comidas por lo que

Juan Carlos comenzó a conversar de otros asuntos más variopintos. Así llegó a
contarle todas las novedades sucedidas en el pueblo, como si éstas pasaran en

plena representación teatral por delante de los postigos de su ventana. Pintaba


las noticias que había oído narrar durante el almuerzo de los domingos a sus
padres y hermanos: la venta de alguna finca cuyo propietario ella debió

conocer en sus años mozos, los problemas del alquiler de aperos en los que
estaba metido de lleno su padre y fantaseaba sobre su inminente entrada en la

colocación familiar, que otros, en verdad, no hubieran presagiado ni a largo

plazo… O exageraba, dándoselas de enterado, las quejas sobre lo mal pagados

que estaban los cereales y el dinero que estaban estafándoles a los campesinos
los siempre pérfidos intermediarios procedentes de la capital.

Fue por casualidad, o porque verdaderamente estaba aburrido de aquellas

historias y era incapaz de llevarlas más allá, por lo que a los dos meses de su

estancia en aquella casa comenzó a variar considerablemente de tema.

Entonces se manifestó, sin que nadie lo previera, un puritano que despotricaba

por la falta de recato de las mujeres de la actualidad con respecto a las del

pasado, sobre la moda de las faldas demasiado cortas, los cambios de pareja

atisbados en los últimos años y la indecencia que significaban tales


alteraciones en la moralidad del pueblo.

Después pasó a tratar los escándalos que oía narrar a diario en los programas

de la televisión, que afectaban a personajes públicos como antes lo hicieran


con los anónimos que conocía de primera mano, y siguió por ese camino hasta

encontrar un límite que lindaba con lo desconocido y le parecía poder sellar


con propiedad sólo un precipicio.
Con el tiempo y la confianza ganada, aquellos relatos le sirvieron para

adentrarse en un mundo del que verdaderamente lo hubiera aterrado hablar


con alguien, cualquiera que fuera éste, cualesquiera que fueran las

circunstancias en que lo hallara. Los monólogos tomaban la forma de diatribas


en las que interpretaba el papel de portavoz del escándalo público que
producía en la generación a la que pertenecía ella las mujeres que pertenecían

por fuerza a la generación a la que pertenecía él. Cuando se acabó el


repertorio, que como de costumbre resultó más corto de lo que las primeras

exaltaciones le habían hecho suponer, Juan Carlos lo ánimo y diversificó con

palabras procaces que había oído en algún lugar y le parecían, sin conocer por

qué, constituir una secreta reafirmación de su persona.


Todas aquellas confidencias aceleraban el tiempo y socavaban un silencio que

amenazaba con volverlo loco, pero no conseguían evitar el crítico momento

llegado cuando tres veces a la semana se veía obligado a bañarla.

Entonces, en una situación similar, pero empeorada con respecto al contacto

físico que debía tener lugar durante las comidas, Juan Carlos se armaba de un

valor del que no se consideraba capaz. Le bajaba a la vieja los pies de la cama,

trepaba al lecho, se metía entre el cuerpo de la mujer y el cabecero de metal y,

aguantando la respiración y tratando de pensar en otra cosa, la aferraba


fuertemente por las axilas.

Una vez conseguida esa postura, sancionada como la mejor por la experiencia,

tiraba del tronco para sacarla del lecho, a continuación del cuarto, después del
corredor y la arrastraba —apenas ya con resuello— hasta el cuarto de baño.

Frente a la bañera, que previamente había llenado de agua caliente en la que


vertió un abundante chorro de jabón, ambos parecían las víctimas de un
especial purgatorio dedicado a los pudorosos y a la gente que ignora, sin

fisuras, las posibilidades del amor.


Si para él no había forma de bañarla sin tener que ver y tocar su desnudez,

para ella no había forma de evitar que la vieran, la arrastraran, la frotaran


inmóvil y deslucida, y tenía para aquel entonces tal expresión de amargura en
la cara que Juan Carlos, de sólo contemplarla, solía olvidar el trago personal

que andaba pasando.


Debía reconocer, por otra parte, que el cuerpo de la anciana no era tan

desagradable como en sus pesadillas lo soñaba. Era flácido, vano, escurridizo,

banal. Huía de sus manos sin necesidad de moverse y parecía convertir la

ausencia de sexualidad de su propietaria en la niña que muchos años atrás


fuera.

Lo que más lo aterraba era el ralo vello blanco que dormía sobre el pubis.

Trataba de esquivarlo, cerraba los ojos al volver por la esponja caída

accidentalmente sobre la tarima, se giraba para no hallar aquel signo

alarmante, pero, por algún motivo insignificante o de fuerza mayor, era

imposible que sus miradas no se encontraran. Bastaban unos pocos segundos

entonces para que el baño se convirtiera en un verdadero pesar forrado de loza

blanca. La boca de la vieja babeaba y la cabeza terminaba por caer a un


costado, semejando poseer bajo el cráneo el cuello roto de una muñeca.

Tras aquel sufrimiento mutuo, el nieto la secaba con un par de toallas, dándole

grandes sacudidas que la hacían parecer víctima de diversos espasmos, y


arreglaba con un viejo peine de carey los hilos blancos que vagaban sobre el

cuero cabelludo, para que no la confundieran con una de las locas del
dispensario que soltaban de paseo cada viernes, según decía. A continuación,
la enfundaba en uno de sus camisones almidonados y volvía arrastrándola por

el pasillo, haciendo el camino contrario del que principió la mañana.


— Ya está, abuela. ¿Vio usted que no fue para tanto? — solía preguntar para

finalizar, cuando ya había conseguido volcarla de nuevo sobre la cama.


Y entonces, el niño, hombre ya en realidad, y la mujer que había quedado
paralizada en vida y se negaba a hablar por algún oscuro motivo o alguna

negra injuria grabada en su memoria, respiraban tranquilos por vez primera


tras dos largas horas de abatimiento.

Así pasó un año entero, hasta que ella, una madrugada en la que al llegar él al

dormitorio le había parecido como las otras, encontró su muerte de pájaro

esperándola. Juan Carlos halló su cuerpo acurrucado en el lecho que hacía


tanto tiempo que no abandonaba, pintada herméticamente en la boca una

sonrisa que parecía repetir la que a menudo lo saludaba al llegar desde el

corredor, con la tráquea volcada contra el piso y los dedos transparentes

tratando de apresar algo inefable que se fugó ese abril por la ventana.

No supo, ni entonces ni después, lo que había sentido al hallar su cadáver.

Quizá una mezcla de estupefacción, porque era el primer muerto que veía en

vida, y una indiferencia larvada durante aquel año de convivencia impuesta

por las circunstancias, durante el que nunca la había contemplado como un ser
con un destino para otra cosa.

“La contingencia que nos ha de alcanzar a todos. Enfrentándonos con la

verdadera realidad del hombre como criatura de Dios. La realidad de la vida y


de la presencia exultante, y a la vez precaria, de nuestros huesos y de nuestra

carne sobre este mundo”, según dijo don Nicolás, el párroco inspirado acaso
ese día como ningún otro, en el responso por su memoria celebrado en la
iglesia y al que acudió más de medio pueblo.

La muerte de la abuela, sin embargo, no fue más que la primera cosa


excepcional a suceder en aquellos momentos tan luctuosos para la familia.

Porque sólo unos días después de haber acudido a la iglesia de San Atanasio
—sin que una sola lágrima le surgiera de los ojos y le mojara la pechera del
traje que le obligaron a ponerse— y de sentirse observado por todos e

importante por primera vez en su vida, Juan Carlos Menelao, es decir el que
había sido durante quince años “el tonto de los crispines” para todo el pueblo e

incluso para su propio entorno, se sublevó.

Fue una revuelta congruente con su personalidad, a pesar de lo inesperado de

la noticia. Ésta nunca traspasó los muros de la casa familiar, pero le demostró
a sus miembros que bajo la apariencia evasiva del joven, al que para la fecha

le habían salido unas manchas rojizas en las mejillas que se parecían de veras

a las que le cubrían el cuerpo cuando nació, existía una voluntad de pedernal

nada fácil de quebrar.

En la reunión, que tuvo lugar el primer domingo tras la muerte de la anciana,

nadie pronunció la palabra “sietemesino”, aunque Arcángel, el hermano

mayor, estuvo a punto de hacerlo en un par de ocasiones, como si esa

imputación cerrara por completo cualquier debate y los hubiera llevado a la


mesa en la que se enfriaba la comida.

Tal cabezonería mostró Juan Carlos frente a toda clase de diatribas, amenazas,

coacciones y aparentes reclamos del sentido común, que su padre estuvo


tentado de acudir al cuarto por el cinto que hacía años no descolgaba de la

argolla de hierro y demostrar de ese modo quién mandaba en la casa.


Nada surgió efecto. Él afirmó de nuevo que deseaba estudiar. Si no era
posible, porque no podían permitírselo, que lo mandaran a trabajar al campo

junto a sus hermanos. Pero no aceptaba quedarse a cuidar, como recambio de


la madre, “del otro abuelo”.

— Pero hijo, esas cosas no son para ti. No lo entiendes. La gente es malvada.
La gente no repara en nada, ni tiene consideración con nadie. Tú no vas a
encontrarte a gusto con ellos… ¿Dónde vas a estar mejor que aquí? —

argumentó su madre tratando de convencerlo.


Pero la mirada fija, absorta, cerril, no cambió de expresión tampoco en esta

ocasión. Mientras la discusión iba sucediéndose, Juan Carlos mantuvo esa

pose que los otros habían aprendido a tomar en él como característica cuando

se hallaba ensimismado con algo: los ojos fijos sobre un punto del espacio en
el que no había nada de particular, la expresión absorta, la mandíbula cerrada

con fiereza, porque pensaba, más bien conocía, que cualquier vacilación,

cualquier movimiento, cualquier desliz (todas esas facetas representaban para

él una y a la vez la misma cosa), lo haría mostrar una debilidad de la que ya no

se recuperaría.

— ¿Y por qué no va a poder hacerlo?, me pregunto yo — repuso finalmente

Arcángel, que por resultar el primogénito tenía cierto derecho de réplica que

no se le hubiera ocurrido reclamar a Joaquín, sentado mudamente en uno de


los extremos de la mesa.

— Que estudie por un año y ya veremos lo que pasa en el futuro, padre —

añadió Arcángel —. De momento no nos hacen falta más manos en el campo.


Con las nuestras sobran, usted ya lo sabe.

Gracias a su propia cabezonería y al postrero apoyo que le prestó su hermano,


Juan Carlos salió vencedor de la batalla.
Al acostarse aquella noche le dolían la cabeza y los brazos como si hubiera

ejecutado una peonada en la siega o en la recolección de aceitunas y tardó


mucho más tiempo del habitual en conciliar el sueño. Las punzadas que sufría

sobre las sienes le recordaban la tensión a la que había sido sometido. Esa
tarde, durante los minutos más agitados que tuvo la discusión, cuando su padre
se levantó para acudir al cuarto por la correa y zanjar el asunto, cuando lo vio

dar un traspiés y enredarse con las patas de la silla debido al enojo que él
mismo le había provocado, pasó por su mente la idea de que se mareaba, de

que estaba a punto de desplomarse sobre el piso y perder lo que ansiaba lograr.

En esos segundos, largos como horas, se contempló cayendo por un precipicio

tonto y, sin embargo, definitivo, por el que se desplomaban también sus


anhelos como ropas desasidas de su persona, ropas que él trataba inútilmente

de atrapar, mientras un tribunal despiadado lo condenaba a un martirio frente

al que se deseaba por entero muerto.

Ahora, desde su cama, a la que parecían haber salpicado de locas ranas que se

agitaban entre el cobertor y su espalda, vio las primeras luces del alba rayar la

ventana y recordó la risa petrificada de la vieja, como si con las disputas del

día y su victoria final se hubiera librado de una maldición que había estado a

punto de cumplirse.
Lo matricularon en el instituto del pueblo poco después de comenzar el mes de

septiembre (siempre quedaban plazas vacantes, porque muchos alumnos se

marchaban a estudiar a Toledo o a Polán, ésta última a tan sólo a cinco


kilómetros de distancia). Todavía con quince años de edad, por lo tanto con

uno perdido con respecto al resto de sus compañeros. Nada irreparable que no
pudiera corregirse con la aplicación deseada.
A las pocas semanas de su estancia, los profesores comprendieron que

Menelao llevaba los apuntes más puntillosos de su clase, del resto de las aulas
del instituto y, probablemente, de cualquier otro instituto de la provincia e

incluso de la Comunidad Autónoma. Éstos se hallaban divididos en pirámides


de colores que contenían secciones y subsecciones, apartados y sub—
apartados, como se hace para representar los cantos de sillería de un templo.

Poseían comillas airosas como milanos y, en los encabezados, letras de molde


con sombras que reflejaban un mundo caligráfico, acaso con cierto matiz

submarino y dado de por sí. Ellos le permitían aprender los temas de memoria,

aun sin entender una sola palabra de las que se hallaban escritas en los

programas, ni de sus posibles derivaciones, que lo hubieran convertido —de


alcanzarlo— a una nueva religión a la que ya no hubiera podido sobrevivir.

Con ese sistema estaba seguro de no llegar a ser nunca el primero del aula,

pero sí de evitar los amenazantes suspensos que pululaban cada trimestre por

las clases e incluso de lograr algunos aprobados con holgura. Cuando el

maestro le preguntaba la lección, él se erguía en el banco, con el cuaderno

coloreado cerca del muslo, como un contrafuerte, y, frente a la pícara mirada

del resto de los alumnos, entonaba la respuesta ayudándose de unos dedos

rígidos y separados que semejaban el hilar de un discurso del que poseía todas
las claves.

Aun así, aunque se sabía desde el principio destinado a estudiar la derivación

de Letras que presentaban en Segundo los programas de estudio, aun así, le


restaban las asignaturas de ciencias: la Física y las odiadas Matemáticas, que

don Evaristo le había aprobado en la escuela poco menos que por caridad.
Durante tardes enteras Juan Carlos luchó con las ecuaciones de varios grados,
con los números irracionales y con el resto del temario que constituía el

modesto curso de primero. Cada vez que se sentaba en su silla para enfrentarse
con aquellas asignaturas parecía en trance de firmar un tratado solemne

consigo mismo. Aquel sería el día en que el arcano de aquellos símbolos


infernales quedará por fin descifrado.
Tras realizar aquel juramento, comenzaba a repasar los apuntes con

determinación, con un alivio semejante a la felicidad cuando creía haber


comprendido su desarrollo, hasta hallar de repente un paso que desplomaba el

castillo de naipes y mostraba sus logros como lo que en verdad eran, una

pobre quimera.

Entonces no tardaba en desesperarse. Se llevaba las manos a la cabeza, se


torturaba las sienes apretándolas como un torniquete que fuera a dispersar sus

sesos sobre la mesa.

Se sentía alelado, al borde de la locura. Cerraba los ojos y se adelantaba a

verse de nuevo encerrado en otra casa, arrastrando al abuelo hasta el cuarto de

baño, retirándoles las babas tras las comidas y limpiando las sábanas tras que

las mojara. Eso por no imaginar los esfuerzos al bañarlo y tener aquel otro

sexo, distinto aunque complementario del primero, frente a sí.

También se zahería con la sonrisa de aquella mujer que había cuidado hasta su
muerte y cuyo oráculo parecía de nuevo a punto de cumplirse.

Cuando en junio llegó el fin de curso, resignado al fracaso de las Matemáticas

(la Física había conseguido pasarla esforzadamente contestando las preguntas


teóricas y parcialmente alguna de los ejercicios prácticos), por primera vez en

su vida la providencia o el azar se pusieron de su parte.


Un alumno de segundo curso entró una tarde en el departamento de Ciencias y
robó por equivocación el examen final de Primero. Iba a arrojarlo a la papelera

hecho trocitos para quitarse de encima el cuerpo del delito, pero probó a
vendérselo a un grupo que se movía cerca de su hermano y el trueque funcionó

por 200 pesetas.


La papeleta de examen cambió de manos, fue resuelta en todos los apartados
por unos cuantos alumnos que prometieron uno tras otro, para evitar

sospechas, no contestar bien a todas las cuestiones, cosa que muchos de ellos
terminaron incumpliendo. Volvió a cambiar de manos, hasta alcanzar amigos

de amigos que ponían en verdadero peligro el hallazgo, a la vez que se la

negaban con determinación a los pringados que nadie valoraba, como era el

caso de Juan Carlos Menelao.


La tarde misma antes del examen, uno de los alumnos que había en la

“conspiración”, como la llamaban, se encontró con dos copias resueltas y

decidió tirar una de ellas en una de las papeleras del parque que lindaba con la

tahona.

Alguien lo estaba observando desde detrás de un castaño. No era otro que Juan

Carlos. Agitado, con el papel estrujado en el bolsillo del pantalón, acudió a su

casa, se encerró en su cuarto y lo aprendió de memoria sin dificultad. No en

vano a eso se dedicaba por entero en las restantes asignaturas.


A la mañana siguiente, el día del examen, respondió a las preguntas de la

papeleta. Falló dos a propósito y otra, que oyó en el descansillo habían

resuelto mal los que se dedicaron a copiarla, prefirió dejarla en blanco.


Finalmente aprobó con un seis y medio y de ese modo logró pasar a Segundo

para especializarse en Letras, libre de las amenazadoras asignaturas de


Ciencias que lo habían atormentado y hundido en un profundo fango que
pareció no tener fin.

Durante aquellos años de esfuerzo, mientras deambulaba por unas aulas que
nunca consideró su casa, comenzó a extenderse la idea sobre él que habían

sostenido en el colegio de primaria y en su propia familia desde que viniera al


mundo.
Comprendió que haber nacido antes de tiempo, es decir, ser sietemesino,

sacaba a relucir una lista de defectos que llamaban la atención de otros y


movían al escarnio. Cuando no eran los granos de la cara, pues el acné parecía

haberse petrificado sobre ella como una especie de viruela; las piernas

delgadas y lanudas; incluso un moco de sangre que una mañana se le pegó

inadvertidamente en la mejilla y desató la hilaridad general, lo esperaban otro


tipo de amenazas no menores.

Más tarde reparó en que sus compañeros no lo creían tan sólo sietemesino,

sino que esa palabra —que quizá no significaba gran cosa para ellos— se

había convertido por ensalmo en otras como “subnormal”, “idiota”,

“enclenque” y que lo utilizaban como objeto de burla para acercarse a las

chicas que comenzaban a desear.

Éstas para él ni existían. Comprendía que no podían guardarle mucho respeto

por cómo se habían acostumbrado a tratarlo los demás y que las pullas
masculinas se convertirían en las bocas femeninas en insinuaciones y en los

ojos en miradas que no tardarían en demolerlo. Él les guardaba un pánico

rayano con la admiración, la abdicación de cualquier voluntad, que parecía


predisponerlas, sin embargo, todavía más en su contra.

Todo transcurrió de ese modo hasta que Doña Catalina, su tutora en el curso
de COU, preguntó una mañana de febrero a qué pensaba dedicarse cada
alumno tras terminar el curso. Es decir, qué preferencia tenían como carrera

los que pensaban acudir a la universidad, o en qué pensaban emplearse los que
deseaban ponerse a trabajar bien pronto. Y entonces, él, Juan Carlos Menelao,

es decir, “el tonto de los crispines”, respondió por vez primera con la idea que
llevaba años atesorando y que jamás le había revelado a nadie: pensaba
estudiar Derecho.

Los demás se rieron tan a voz en grito por aquella ocurrencia que Doña
Catalina no fue capaz de calmar la clase ni tras varios graznidos partidos de su

garganta. Ella misma, involuntariamente, porque le había cogido cierto afecto

a aquel muchacho tímido y esforzado, que tomaba religiosamente nota en su

cuaderno de todas las palabras que pronunciaba durante sus clases, lo vio
como sus compañeros: con la toga desahogada, haciendo el tonto frente a un

tribunal y acabando con la paciencia de un juez… Pero a él no le importó lo

que pensaran los demás.

Esta vez ni en su casa trataron de penetrar en aquella nueva cerrazón surgida

de su alma. Arcángel le buscó por teléfono una barata casa de estudiantes en

Madrid y, tras varios empeños frustrados, dio con una próxima a la estación de

Tribunal, cerca de la calle de San Bernardo, regentada por una viuda que se

había marchado hacía años a la capital y solía volver al pueblo los veranos con
hijos y varios nietos.

En septiembre, al llegar a Madrid para oficializar los papeles de su ingreso en

el nuevo curso, Juan Carlos dedicó la mayor parte de las horas del día a viajar
por la gran ciudad. Lo hacía de un modo paradójico. Se colgaba del hombro

una bolsa con algo dentro o simplemente vacía, por temor de que alguien le
preguntara adónde se dirigía y él no supiera simplemente qué responder, y
hacía largos trayectos de una punta de la urbe a la otra.

A veces llegaba a Fuencarral o a la estación de Aluche, más allá del campo de


Batán, donde el tren surgía de penumbras para solazarse en un campo en el

que se adivinaba la presencia de reses bravas, de agua embalsada, y se apeaba


para volver en sentido contrario con una expresión de satisfacción en la cara,
de incredulidad por estar viviendo aquello, de profunda camaradería con los

viajeros que compartían su destino.


En otras ocasiones se decidía por el centro e iba hasta las estaciones de Sol, de

Goya o de Gran Vía. Más populosas, en las que se formaban atascos de

viajeros en los andenes y en las escaleras de salida, que lo atraían y turbaban

porque en ese maremágnum le parecían diluirse, plásticamente y sin esfuerzo,


sus años de soledad.

Era más bien con pena que con otro sentimiento que poco antes de las once, la

hora límite de admisión de estudiantes en la pensión los días que no

pertenecían al fin de semana (los festivos esa hora se retrasaba a las doce), se

dirigía hacia el barrio de Tribunal y caminaba bajo sus farolas desvencijadas,

sus brillos naranjas, monocordes, tristones, sintiéndose agitado, maltrecho, lo

mismo excitado que decepcionado, y bajo una especie de mareo que le duraba

hasta mucho después de haber penetrado en la casa.


Una vez en ella, se marchaba hasta el cuarto que tenía alquilado en el fondo

del corredor, pues permanecía sin cenar para ahorrar un poco de dinero que

deseaba dedicar a otros menesteres, y desnudándose a oscuras y palpando a


tientas los objetos que dormían a su alrededor se introducía en la cama.

Ya en ella, meditaba sobre las experiencias de esa tarde y se demoraba


estudiando un alud de flashes fotográficos que le incendiaban la cabeza bajo
diversos focos y certeros deslumbramientos. Repasaba un cuerpo femenino

descubierto al subir las escaleras de una de las estaciones de tren y lo


subyugaba el volumen de las caderas.

Los ojos de una mujer, cuando viajaba más tiempo del habitual en un vagón y
sus miradas se encontraban, no le resultaban menos alarmantes ni enigmáticos.
El comercio de los cuerpos de los novios, el que los vaivenes permitieran los

roces con desconocidas que no salían corriendo despavoridas ni te soltaban


una bofetada, no lo dejaban menos asombrado.

Iba acumulando aquel recuento de imágenes y las guardaba en una galería de

su propiedad, como el que posee un álbum que pretende no prestar a nadie y

sabe ningún otro podrá valorar porque su importancia radica no en lo que


costaron, no en lo que materialmente contienen, sino en lo que atesoran para

una persona en particular.

Casi había olvidado la existencia del Derecho cuando a mediados de octubre

comenzaron por fin los cursos. Fueron ellos los que lograron hacerlo cambiar

de actitud y extraerlo de un ensimismamiento que amenazaba con convertirse

en crónico.

En las clases comprobó que su propia dignidad como sujeto había sufrido un

cambio de valencia en los pocos meses que lo separaban de su salida del


pueblo. No era que lo respetaran, que algún estudiante no se girara en los

corredores para contemplarlo cuando estaba de espaldas y tocará con el codo

al compañero más próximo, que no hubieran descubierto ya alguna de sus


extravagancias ni estuvieran a buen seguro criticándolas. Era que la edad había

contagiado de hipocresía el natural malsano de unos años atrás y que el


encuentro despiadado con el mundo les había infiltrado en el corazón el
concepto cristiano de la culpa y el remordimiento.

Él prefería, por supuesto, aquel cinismo circunflejo a la brutalidad de sobras


conocida. Comprendió que sus compañeras de clase veían como nota de mal

gusto ignorarlo y se esforzaban en tratarlo con corrección siempre que él se


atrevía a hacerles alguna pregunta sobre cualquiera de los temarios. Las
travesías a la búsqueda de ese sexo que se fugaba por las escaleras de las

estaciones de tren fueron sustituidas entonces por la certeza diaria de hallar el


frescor de aquellas muchachas tan dueñas de sí y que recordaban a las flores

del pueblo al variar el clima a la estación más cálida.

Si hubiera sido patológicamente malvado, las hubiera odiado por la distancia

universal que lo separaba de ellas, por el candor de un roce que no prometía


más que acelerar locamente la sangre de su cuerpo, convertido en daga sin

blanco en el que clavarse. Como no lo era, atesoró, en la particular galería que

portaba en la cabeza, las imágenes que a otro le hubieran pasado

desapercibidas y las mezcló con las que empezaba a olvidar de sus viajes,

escenas que revivieron ahora como crisálidas al contacto con hermanas de

vida vehemente y de las que, por fin, le era dado conocer algunos detalles.

Solía ser más observador que los demás y extendió a todas las partes del

cuerpo lo que otros limitan sólo a lo más visible, célebre y subyugador de los
encantos femeninos. Con arrobo descubría un tobillo, la grácil forma de una

mano, una muñeca transparente sobre la que posar en número infinito los

labios, el tesoro de una blusa ajustada a una cintura de avispa que se cernía
sobre unas caderas imposiblemente curvas, con las que no hubiera sabido

tratar y en las que apenas se atrevía a pensar.


Los olores mezclaban el perfume personal con los vendidos en los frascos de
cristal de una perfumería de marca que había en la misma calle de la pensión,

o mejor, uno de aquellos que portaban las perfidias secretas que parecían
gastar las criaditas que llenaban los miércoles las discotecas de saldo que

había entorno a la calle Atocha. El hedor a covacha —propio del Metro de


Madrid— con el signo del período o con el sudor que vence los oficios del
desodorante y te deja en mal lugar. El perfume a salazón de hembra en su más

pura intimidad, con el dispuesto en botecitos, frasquitos, habitaciones,


reclamos, ropitas, que suponían el llamado salvaje de la vida sobre la castidad.

Estudiaba como siempre, con esa cerrazón que le había enseñado la soledad y

la necesidad de escapar de una cárcel, no menos real para él que para aquéllos

que encuentran barrotes de hierro y una condena en firme sobre sus cabezas.
No regateaba nunca las horas, no desfallecía ante los ladrillos infames del

Romano, de Civil y del Penal, que paseaba por Madrid dentro de su mochila

cual animales de compañía, y a los que se enfrentaba armado con su conocida

prodigalidad en hacer esquemas y resúmenes interminables y barrocos. A

menudo, siempre después de esfuerzos ímprobos que le provocaban ansiedad,

insomnio y profundos dolores de cabeza, vencía sobre las asignaturas y

observaba el resultado de aquella batalla secreta colgando de un corcho dentro

del enorme vestíbulo de la Facultad de Derecho.


Estaba libre y preso. Libre de cualesquiera otras actividades que no fueran

aprobar aquella carrera para la que llevaba media vida preparándose, y preso

de aquella pasión que prometía una dicha que no era capaz de imaginar y que
ni se planteaba alcanzar algún día por sus propios medios.

Por domesticar ambas se esforzaba en una disciplina férrea y que sólo alteraba
los domingos y las fiestas de guardar. Secretamente las detestaba, porque su
soledad crecía de modo exponencial durante los feriados: hablaba más tiempo

solo, se encorajinaba al recordar una injusticia que había sufrido —que


cualquier otro hubiera pensado una minucia y quedaba convertida para él en

anatema— y las repetía tantas veces bajo las mismas palabras que éstas
parecían capaces de matarlo de un ataque al corazón si no escapaba a tiempo
de aquel cuarto convertido en loquera.

También la rompía, aunque con otras consecuencias, los fines de semana en


que decidía volver al pueblo de visita y, ya en el autobús, estación de Palos de

Moguer, le parecía estar saliendo de un calvero de pasiones agitadas, de

locuras insensatas, y en el que se había sentido como mosca atrapada en una

tela de araña en la que iban a devorarla.


Al alejarse, miraba fijamente a través de la ventanilla los últimos espasmos de

la urbe y siempre los creía demasiado perennes. Para él aquel mundo era tan

diverso del que conociera desde la infancia que esperaba ver aparecer de la

nada un gran muro que, semejante al de una villa medieval, plantara sobre el

terreno el símbolo divisorio de dos naturalezas tan dispersas y esquivas que

parecían ignorarse con plenitud entre sí.

Al regresar sucedía lo mismo.

La abúlica tarde de domingo dejaba atrás a su madre, a Arcángel, a su padre, a


Joaquín, a los vecinos que llegaban para saludar con las mismas palabras e

idénticas bromas, la cubertería remota que dormía en los aparadores de

madera, los vasos de filigrana pintados con motivos florales y, tras una hora de
trayecto, se incorporaba a la vorágine que sesteaba a la espera del caos

emancipador declarado por ella misma todos los lunes.


Iba contemplando, en un ensimismamiento de boca abierta y ojos alelados, esa
sarga variopinta que conformaban los barrios de la periferia; ese silencio de

los parques carentes de críos; esa voluminosa soledad, tan distinta de la que
conocía y de la que había logrado partir...

La ansiosa galería que portaba en la cabeza se adueñaba entonces de los


nombres de las mujeres y de las chicas que adornaban con grafiti el paramento
de una pared o, junto a un corazón violado por una flecha, la roída madera de

un banco. Gracias a ellas, su espíritu ascendía, descendía, aleteaba como


pájaro en el manso crepúsculo y se daba en asumir las secretas vidas que

llevaría la gente que vivía más allá de los cerramientos de ladrillo, que al

atardecer comenzaban a iluminar sus vanos como árboles de Navidad y de los

que él extraía una reverberación que le latía con fuerza bajo el pecho.
Y seguía igual de ensimismado al comprender que el autobús, apenas sin

avisar, apenas sin cambiar su aspecto ni la velocidad con la que devoraba los

kilómetros que lo apartaban de su destino, había penetrado al fin en el corazón

de la urbe, que ésta abría sus arterías correosas por las que él mismo

deambularía a la mañana siguiente, toda la semana, todos los meses siguientes,

incluso puede que todos los años siguientes, como cualquier otra gota de

sangre viciada y tumultuosa que portara en sus venas…

CUERPOS.

Manuel Nogueira Sanz desapareció una noche. Durante aquellas horas le


pareció haber revivido muchas veces los veintiséis años de los que había
constado su vida. La vida de un hombre que siempre creyó haber nacido en el

lugar equivocado y se ve atrapado en una ratonera de la que siente nunca


podrá escapar. Ni un atisbo de luz dejado a tu paso, ni un miligramo de

esperanza que inyectarse en las venas y te permita, aun de mentira, como


siempre es inobjetablemente mentira, continuar siendo tú, signifique lo que

signifique seguir siendo ese tú.


Escapó del Madrid donde comenzaban a hacer estragos los vientos
procedentes de la sierra, ese invierno a arreones que te fatiga cruelmente
durante meses antes de desfallecer, para perseguir la quimera de los anhelos

decretados por su imaginación calenturienta y su falta de rigor.


Vivió primero en la isla de Mallorca. Más tarde en las de Ibiza y Formentera.

Trabajó como camarero en diversos bares esparcidos por la costa. Idealizando

y teatralizando aquel universo que le parecía tener lo menos en común posible

con el país que tanto detestaba. Quizá porque su personalidad lo hubiera


obligado a odiar cualquier otro pueblo concreto en el que hubiera nacido, o

porque odiarlo era una forma de odiarse a sí mismo sin tener que sacrificar

nada debido a ello.

Unos meses más tarde comenzó a perseguir su alargada estela obsesiva, tras

que poblaran como una plaga de insectos la ciudad de Torremolinos y se

extendieran por el resto de la Costa del Sol. Antes de dar ese salto a África,

que parecía estar llamándolos a distancia con su canto y su miseria repleta de

espiritualidad.
Los siguió en su descenso hasta Marruecos, cruzando el Estrecho de Gibraltar

en uno de aquellos ferries que llenaban los marroquíes procedentes de Francia,

Holanda, Bélgica, ahora también Italia, con sus coches atestados, abarrotados
de bultos bajo enormes lonas color azul, y con mujeres que no pronunciaban

una sola palabra durante centenares de kilómetros y dormitaban en los asientos


traseros.
Mientras ellos le rezaban a su Dios en la capilla del barco, de hinojos sobre las

alfombras raídas y en medio de un olor a pies que le pareció socavar cualquier


posible comunicación trascendente, él los observaba en silencio y se decía a sí

mismo marchar no sólo a la búsqueda de nuevas experiencias, sino de una


identidad con la que pudiera estar en menos desacuerdo que con la que había
padecido hasta esa fecha.

Durante la noche, que pasó agobiado por el sonido de las máquinas del barco,
la pesadilla confundió ese ruido monótono con la cosechadora que trabajaba

las eras de su padre y que él llegó a manejar sentado en la cabina, tembloroso

como un advenedizo, durante dos vacaciones de su adolescencia. Ese

recuerdo, alternativa existencial que nunca llegó a tomar, poseía más peso que
las jornadas idénticas que le parecía haber vivido. Éstas constituían ahora una

nube que flotaba a su alrededor sin apenas rozarlo. Algo lejano, ido, que no

merecía la pena rememorar y a las que no hubiera sabido poner nombre.

Diatriba de días iguales en los que se vive de prestado. Diatriba de almas y

voluntades que han encontrado en la rutina una de las formas más míseras de

la muerte.

Cuando desembarcó, tomó la ruta que iniciaba su itinerario en Tánger, pasaba

por Tetuán, Fez, Meknes, atravesaba la encrucijada de Bani Malial y


continuaba hasta Marrakech para desviarse hacia Essaouira o incluso más al

sur, buscando la frontera de Mauritania para perderse en un desierto que como

animal mitológico tendía a tragarse a sus merodeadores y no dejar rastro de


ellos.

Trepó en uno de aquellos autobuses atestados que desembarcaban tipos


piojosos que se quitaban a los mendigos de encima como podían y
representaban una nueva costra que le había surgido al país sin que éste la

hubiera llamado o esperara recibir nada de ella.


A pesar de todas sus dudas, había llegado el momento de la fe, del silencio

insondable y del encuentro irredento con uno mismo. Se consumían, perdidos


en la opacidad del espacio y del tiempo. Viviendo como eremitas que no
buscaban en la soledad a un Dios en quien no creían ni como remedo, sino una

revelación personal y atónita que se deflagraba en generaciones musicales y en


danzas beligerantes desperdigadas por el mundo. Uniéndolo como nunca antes

lo estuviera. O eso les parecía.

Sin ni siquiera hallarse seguro de poder soportar la soledad de veras, la

soledad de aquellos australianos que habían encontrado refugio en las cuevas


de Pal—H´mbib, o la concentración de franceses en las tumbas de Debdou, en

las que jóvenes comidos por la suciedad habitaban los claustros de antaño,

cuando la cristiandad fuera una religión de esclavos que tenía su alma en

África y honraba los nombres de Atanasio y Eusebio.

Él prefirió amoldarse a un lugar en el que creyera poder sobrevivir, a una

soledad que no fuera tan extensa y profunda que atormentara sus noches hasta

lo indecible. Por eso eligió Rafsaï. Vivían como cabras, en cuevas perforadas

en la superficie de las rocas, sin luz eléctrica, ni agua corriente, ni una tienda
que mereciera llamarse tal en muchos kilómetros a la redonda. Sufriendo las

mismas penalidades que los pobladores del país. O incluso peores, porque eran

nuevas para ellos como cotidianas para los primeros. Mientras, los pastores de
la región, los habitantes de aquellos chamizos que se amontonaban a ambos

lados de la carretera como colmenas desbaratadas, los observaban con sus ojos
hieráticos, extrañados por su actitud, por su patente falta de actividad y vertían
en sus cuencos de barro leche de cabra que terminaban por regalarles como si

fueran santones a los que se debe honrar.


Y en cierto modo lo eran, puesto que portaban dentro de sí una verdad

inconmensurable que no hubieran sabido explicarles ni aun hablando la


farfulla enredada de su lengua. Eran, postulaban, se creían, se sabían, dotados
para el Bien. No por medio de la palabra, sino por la inacción recóndita que

tenía su fin en el Amor, el Verdadero Amor, el Apasionado Amor por la


Humanidad. No por su carencia enfermiza, que estaba destruyendo el mundo

del que habían huido como posesos; sino por su reivindicación alevosa,

incongruente y que, sin embargo, les parecía más necesaria que nunca.

Durante aquellas noches, bajo la intensa fiebre que lo asaltó a mediados del
mes de junio, porque ni aun sabía el día de la semana en el que se encontraba,

ni la hora en que se hallaba, la soledad que buscaba le pesó más de lo que su

imaginación había supuesto.

Las llamas que abrasaban su frente parecían viajar a las paredes y bailar sobre

ellas, cual lúbricas muchachas de un burdel oriental. Cimbreaban las caderas y

alargaban los brazos al cielo que coronaba la gruta en la que vivía.

Su delirio debía estar extrayéndolas de las que había vislumbrado la primera

tarde que llegó a Málaga, sin apenas un duro en el bolsillo, sin un lugar dónde
dormir, cuando encontró empleo como camarero en un bar con nombre de

película del Oeste, El Álamo, al que muchas acudían atraídas por la música,

como los niños de Hamelín acuden a la interpretada por el flautista.


La pequeña cría de murciélago dormitaba entre sus muslos, colgado del revés,

con las patas agarradas a los testículos en los que él tendía a esconder las
manos para combatir el castañeo de sus dientes y los escalofríos que le
recorrían todo el cuerpo. Después, su mente, una mente que era y no era la

suya, pareció alejarse por un profundo desfiladero y masticó arena, prorrumpió


en sollozos, se sacudió violentamente sobre la estera y con sus movimientos se

revelaron con vida, por acción del dolor, todos sus huesos.
Las muchachas desenfrenadas de la pared habían detenido para entonces su
danza y, tras observarlo con sus ojos de cristal, se vertieron al suelo y se

transformaron en serpientes que desbrozaron el camino que llevaba hasta su


saco de dormir.

Avanzaron dejando su tortuosa huella en la tierra antes de que él cerrara los

ojos y las apartara a manotazos y a patadas. Serpientes saltando sobre los

réprobos para picar sus manos sucias y llagadas. Serpientes sobre la frente de
los faraones de Egipto. Ratas voluminosas que iban a hundirse en pozos de

agua pútrida y se giraban para mirarte con sus ojos inhumanos. Ratas que

corrían sobre los condenados de todas las prisiones y de todas las mazmorras

implantadas por la humanidad y de los que ahora él constituía un hermano

pequeño, tímido, injustificado, que lloraba su liberación y su inocencia.

Cuando el alba pareció concertarse al fin para dejar nacer el día, las palmas de

sus manos manotearon para arrojar la arena que se metía en su boca, en su

cuello, entre sus piernas, en los pliegues de sus dedos... Sus labios resecos
salivaban sobre la carne enrojecida de la lengua, anonadada por el milagro del

agua y la no muerte, mientras su vista se demoraba sobre las casas recortadas

que yacían al otro lado de la colina.


Girando todo lo que quedaba de él sobre un eje que miraba a Oriente y a

Occidente. Quebrantándolo con cada minúscula partícula de polvo mordida


por el aire, con cada partícula de arena que venía a ofenderle los ojos heridos,
por cada idea de destrucción profunda y sumisamente aceptada que llevaba

taladrando su cerebro muchas horas.


Pero también aquel sufrimiento le fue dado vencerlo.

Cuando al fin acumuló fuerzas, se apoyó en una rama que había recogido días
atrás en los alrededores y fue capaz de salir al exterior por su propio pie. Sintió
la luz del sol sobre su cabeza y se hincó de hinojos para agradecerle al dios

que no lo hubiera matado tan lejos de cualquiera que pudiera condolerse con
su pérdida, que no lo hubiera matado en una de sus montañas para que los

buitres se comieran sus restos y esparcieran sus huesos por el polvo de los

caminos.

Por dos días con sus noches hizo votos de expiación, dirigió plegarias,
agradeció la educación recibida y la forjada por sí mismo, el poder del cerebro

para combatir y vencer las alucinaciones que son una parte substancial de él y

lo acompañan hasta la muerte.

Al recuperar las fuerzas, cogió su bolsa de lona, su saco de dormir, su navaja

de afeitar, que le servía de arma contra las alimañas y los posibles ladrones, su

linterna, su única muda de pantalones y camisas y se marchó por donde había

venido. Caminando por una carretera de la que surgían, tras cada decorado de

pueblo, niños que pedían dinero, bolígrafos, caramelos...; niños que tiraban de
las correas de su mochila como si portara un dorado que pudiera ser volcado

sobre la arena.

Hizo autostop y detuvo coches con los guardabarros polvorientos, las llantas
comidas por el lento fraguar del desierto, mientras en su interior confusos

parientes se adormecían sobre los hombros de otros. Compartió lecho con


cajas de gallinas, moldes de adobe, con ristras de fruta y sacos terreros.
Durmió sobre balancines desportillados y amortiguadores deshechos por los

baches, en cajas de camiones que nunca se detenían y perseguían una quimera


que se demoraba no menos sobre el espacio que sobre el tiempo. Cuando se

decidió por abandonar aquel hilo de asfalto que lo dirigía hacia el sur, lo
admitieron en ruinosas habitaciones donde cada noche oía crepitar a las
cucarachas y, sobre el techo, si había suerte, se alelaba el zumbido de un

ventilador.
Lo que buscaba lo encontró dos meses después en un asentamiento de

Tazzerta, cerca de Marrakech. Formaban un grupo abigarrado que había

llegado a Marruecos poco tiempo antes y meditaban la posibilidad de quedarse

en el país para encontrar en él un modo de vida que no los injuriara ni los


degradara más de lo necesario.

Armaban enormes y rocambolescas discusiones para dirimir el modo en que se

mantendrían y confiaban demasiado en lo fácil que les sería aliviar de sus

dólares a los turistas, según le pareció. Pero olvidó lo que creía fantasías

infundadas porque estaba sólo interesado en aquella muchacha delgada, de

piernas espigadas y sonrisa encantadora, bajo unos ojos azules que le hacían

competencia al mar, que lo había encandilado con sólo verla.

Ella, Sally, más entendida que los demás en asuntos terrenales, especulaba con
la idea de montar un restaurante para que los burgueses de sus países de origen

pagaran dos veces lo que comían y lo que bebían, pagaran dos veces el

alojamiento o el hospedaje y a los que ellos servirían de guías turísticos, de


camareros, al margen de estafadores enormemente embaucadores y

serviciales.
Se hallaba lo suficientemente delgada como para que él pudiera ponerla al
trasluz de aquel cuarto que compartían con otras dos parejas, creyendo estar

contemplando un maravilloso mapa carnoso, lleno de las adorables


aclimataciones de una muchacha todavía impúber. Los senos libérrimos en

forma de lágrima, las estampas arborescentes y siempre fluidas de sus manos,


la increíble tersura de la piel sobre las pantorrillas y, bajo el liso vientre que él
acariciaba con delectación, esa pequeña herida que porta hombres antes de

hacerlo con niños.


El perfume que desprendía su pelo, castigado por las horas de exposición al

sol, lo alcanzaba a través del cuarto. Lo hallaba pegado a la almohada, a su

ropa, y parecía desnudar de sabor la comida y de cualquier efecto el creado

por el alcohol o el hachís que a menudo consumían.


Después de descartar la quimera de alimentarse gracias a unos turistas que

apenas llegaban o que al llegar venían escamados por los asaltos sufridos

kilómetros atrás, viajaron más al sur sufriendo el calor espantoso, las nubes de

polvo, la falta de agua potable en lugares idílicos y en infiernos remotos, las

tormentas de arena, la caída de las temperaturas al llegar la noche y el sol

abrasador al nacer el día. Atravesando, como si fuera un mallazo de metal que

se pegaba a tu piel, las condiciones medievales de los desiertos y de las aldeas,

las construcciones paupérrimas que parecían observarlos pasar con la misma


mirada perpleja, gastada y eterna de los viejos.

Cuando Sally y él se despertaban, alborozados de haberse conocido, de

hallarse juntos, hacían un amor sin prisas que Manuel pretendía constituyera
una pequeña obra de arte en la que no sólo sus sexos jóvenes y taimados, sino

cada poro de su cuerpo y el de Sally se amaran a rebato.


Abdicó de cualquier voluntad ajena al amor y reverenció los detalles que fue
descubriendo en ella. La conoció en su intimidad, como si rasgara un velo; la

trató como un mapa vivo, pendiente de sus más mínimas reacciones; la veneró
como símbolo necesario de una religión desaforada; como arquetipo en el que

soñarse venciendo el cruel despropósito de hallarse sometido a la muerte. La


trató como a la mujer en la que descubría los afectos y los gestos más
insignificantes de la que una vez fuera niña, enamorado de una forma de

retirarse el pelo, de su modo de caminar, de minúsculos paraísos que, por


suerte, se repetirían y de los que no tenía por qué declarar la existencia a

nadie.

Cuando a finales de diciembre se aburrieron de aquel lugar, “nuestro pequeño

Bora—Bora”, como lo llamaba Sally, puesto que tenía por una isla aquella
aldea de cascotes y adobe, sobre la que soplaba un viento de locos cada tarde,

regresaron de nuevo al país que parecía estar esperándolos desde que acabara

la estación más cálida.

Trasegaron por lo tanto con sus pequeñas pertenencias por las mismas

carreteras polvorientas, repletas de viejos mercedes con las llantas y los

morros comidos por el lodo, autobuses destartalados que llevaban animales de

pienso en las redes para las maletas y bultos estratosféricos que siempre

parecían a punto de caer sobre el piso. Carreteras con viejos solitarios


plantados en una encrucijada, bajo un sayal, y caminos que servían de vías de

comunicación y negocios improvisados que vigilaban los policías de un

Estado inverosímil, invisible, al que no debían rendirle cuentas.


Esta vez regresaron del modo más rápido que pudieron, usando la carretera

que jugaba a burlar el Atlántico. Tánger, después de Casablanca, Rabat,


Larache y Asilah.
Tánger, una ciudad que, aun sin desear confesárselo a sí mismo, le daba un

paroxismo de terror por la pesadilla de aquella noche de fiebre y de delirios


pasada en el desierto, en la que creía haber quedado atrapado en sus callejones

sin ser capaz de trasponer las barracas de su puerto, ni llegar a aquel barco que
ahora estaba cada vez más ansioso de tomar. Atravesaron pues mercados con
burros y ambulantes puestos de frutas, toldos sobre carros de madera, coches

enterrados por gente que andaba a la búsqueda de una propina. Encontrando a


su paso mujeres tapadas con sabanas negras y multitudes de jóvenes que

poblaban la ciudad como una marabunta, pero con los que, a pesar de la

identificación generacional, jamás se hubieran entendido.

Ellos eran, ellos se sentían, a la vez, la Escoria de la Humanidad y la


Esperanza de la Humanidad. Eran a la vez sus Privilegiados y sus Réprobos.

Eran quienes habían descartado por inane el peligro que los acechaba a cada

instante, el terror de caer enfermos y yacer simplemente en una de aquellas

callejuelas en espera de una ayuda que habían escupido a la cara y se habían

jurado no mendigar.

Se le quedaron grabadas en la memoria unas cuantas estampas que sabía ya

nunca olvidaría, fuera cuál fuera el curso que tomara su vida: el descenso a la

plaza del mercado una mañana en que se levantó una neblina que tiñó el
horizonte con el mismo color de la tierra; el sol en el firmamento a la hora del

crepúsculo, una moneda en llamas sobre cada explanada, cada valle, cada

hombre y cada promontorio; y un deseo de morir junto a Sally en uno de


aquellos amaneceres en que parecía transido de felicidad y el corazón no le

cabía simplemente en el pecho.


Después de alcanzar España, permanecieron en la Costa del Sol, acampados
en una de las playas cercanas a Torremolinos y visitando a los viejos

conocidos que llegaban de Londres, de Nueva York y de Boston, tras que la


policía española hubiera comenzado a considerar a primeros de octubre el

pueblo como espacio abierto a todo género de turistas. Y él, mientras Sally se
reencontraba con aquel lugar que espejeaba contra el mar, respiraba con la
sensación de que aquél no era el país que odiaba con tanta devoción y tanto

ímpetu desde hacía años, que aquel pueblecito embebido por la raza más
gratificante y dicharachera de la humanidad no podía ser el país del que había

huido para encontrar la felicidad que tanto se le resistía, que tanto se

demoraba.

De nuevo, con el paso de las semanas, comenzaron a concitarse en el viejo


Álamo, en el que se bebía, se fumaba hierba, se hablaba durante horas y se

escuchaba una música llegada de los rincones más lúgubres del Soho

londinense o de la California más hippie. Y Manuel se confesaba a sí mismo

que ellos estaban siempre dispuestos a buscar nuevos viveros para la

emancipación de cualquier género que se presentara, contenida en unos

cuantos salmos que se estaban volviendo tópicos nada más nacer, como

cualquier moda, haya creído uno lo que haya creído acerca de su resistencia.

Ya habían pasado Woodstock, él lo sabía, y habían quedado atrás Janis Joplin,


Miss Joplin como habían comenzado a llamarla, y también los Chicago Transit

Authority, The Animals, Cream, Octopus..., como una leyenda que no podría

tragarse el tiempo o se había tragado definitivamente. ¿Se había disipado, o


no, ese paraíso que se declamaban constantemente los unos a los otros y en el

que debían creer para sentirse redimidos miembros de una naturaleza


adulterada por decenas de generaciones?
Pasaban las noches disputando por la suerte de los negros que retratara

Faulkner en sus novelas, humillados por los blancos más pobres. Eran esos
despojos humanos, Blancos Buenos Para Nada, los que componían los

escuadrones ensabanados del Ku Klux Klan que regían como suerte macabra
la noche en los pueblos del Deep South. Y una vez que esa usurpación mágica
había sonado en la discusión, entonces, las palabras parecían alzarse

apasionadas de sus gargantas, tocar las estrellas que temblaban en el


firmamento y resbalar sabiamente sobre ellas para volver a su encuentro.

Tornaban siempre, de modo inevitable, al tema del Vietnam. Su cruel destino

de pueblo esclavizado. Primero bajo los franceses y después bajo los

norteamericanos. La guerra interminable que había sufrido su suelo; las


bombas que incendiaban la jungla en una llamarada de horror, matando

mujeres y niños inocentes; la forma en que sus compatriotas habían

conseguido llenarlo todo de una costra de piel quemada y putrefacta al servicio

de los corruptos políticos de Washington.

Las estrellas descoloridas por los focos del pueblo colgaban poco más allá de

la entrada del bar y a Manuel le parecía encontrar en ellas el deseo, casi la

convicción, no tan original a pesar de todo, de pensarse capaces de cambiar el

mundo por un mero acto de voluntad, por un acto de fuerza creadora que ya no
sería la obra de un genio aislado, sino de una colectividad situada por encima

de los egoísmos, consciente de sus poderes, de sus atribuciones, y que hubiera

trascendido por fin la mezquina vida del individuo.


Manuel era indiscutiblemente uno de ellos. Sí que lo era, sin duda que lo era.

Sally, lo era. Mike, Brandon y Nick también lo eran, y las chicas que aparecían
por el bar o por la playa, como un manojo de rosas pálidas y delicadas,
también lo eran.

Todos ellos lo eran. Sin duda que lo eran.


Sally había participado como voluntaria en la campaña para la nominación a la

presidencia del senador McGovern, porque entonces, sólo dos años antes de
aparecer por España, todavía creía que el mundo podía cambiarse desde arriba,
utilizando las reglas que los poderosos se habían otorgado a sí mismos.

Sólo después del fracaso de aquella candidatura izquierdista dentro del Partido
Demócrata, y de ser detenida en una manifestación por la policía, había

comenzado a creer en la necesidad de posturas más radicales, más anárquicas,

y decidido utilizar el dinero ingresado en su cuenta por su padre para ver

mundo.
Mike Lingo era un muchacho nacido en un pueblo de Connecticut, con un

ondulado pelo rubio que le caía sobre las sienes y una bella sonrisa de dientes

blancos y bien formados. No había creído jamás en la posibilidad de participar

en el sistema sin ser de inmediato engullido por éste. Para él constituía una

muestra de supervivencia moral el haber huido de los Estados Unidos

precisamente entonces y a pesar de ser el más racionalista del grupo, debido a

sus estudios de ingeniero y a su familiaridad con las matemáticas, resoplaba

con las discusiones políticas hasta perder los nervios.


Brandon era un negro de Missouri. Había huido del reclutamiento por la

frontera del Canadá y contactado con una asociación pacifista que lo ayudó a

llegar a Europa. Llevaba una gran melena de negro pelo rizado y eso lo
incitaba a recordar constantemente que sus antepasados fueron esclavos de ese

viejo Sur del que hablaban. Ridiculizaba la música de los blancos, el amor de
los blancos, la cultura de los blancos... Cuando bailaba alguno de esos blues
que sonaban a todas horas en el tocadiscos del Álamo, cuando oía a B.B. King

cantar por enésima vez “When I first met you, baby. You were just sweet
sixteen...”, su cuerpo fibroso parecía fundirse con el terciopelo de la noche y la

pesada atmósfera provocada por el tabaco para quedar convertido en íntima


pulsión de ellas.
Nicholas Beardsley, Nick para todos, había huido al comprobar que las notas

en la Columbia University de Nueva York, en la que estaba matriculado, le


hubieran permitido seguir estudiando un curso más, sin problemas con la caja

de reclutamiento. Eran las fechas en las que los jóvenes quemaban en actos

públicos sus cartillas militares, las fechas en las que los campus de las

universidades del país se habían convertido en un semillero de revolucionarios


y de un terrorismo anarquista y emancipador que no respetaba rectorados,

asignaturas, temarios, ni profesores.

Así que, contagiado por aquella oleada, Nick decidió dejar estudios, novia,

tradiciones, familia y seguir la suerte de otros para convertirse en un paria.

Llevaba gafas de aro metálico y un corrector de metal entre los dientes que lo

hacían parecer un niño. Ese niño simplemente no podía soportar la idea de que

estaba aprovechando la inteligencia que la naturaleza le había concedido para

escapar del destino de los miserables. Se hubiera sentido tan asqueado el resto
de su vida que prefería verse muerto, según decía, y lo cierto es que resultaba

perfectamente creíble cuando lo decía.

Helen, una muchacha pelirroja, espigada, con unas graciosas pecas en la cara,
había comenzado a estudiar Arquitectura en Chicago, donde había nacido

veintidós años atrás. Y llegado a la Costa del Sol vía Florencia, Venecia y
Roma, ciudades a las que había acudido para conocer en su propio suelo a los
maestros del Renacimiento que la habían impactado desde cría. Ellos le habían

hecho concebir una vocación que, sin embargo, no hacía más que abandonar y
contra la que se tornaba cada vez más y más beligerante.

No en vano poseía un afán de conocimiento por los hombres, no por las


piedras que éstos levantaran sobre la tierra, que no se detenía ante nadie ni
ante nada.

Antes de aquel vuelo a Europa, había utilizado el dinero de su padre,


supervisor en una empresa de componentes automovilísticos, para marcharse a

una comunidad del Amazonas y estudiar el lenguaje de los indios. Había

vivido dos años en la selva junto a los miembros de un instituto de

antropólogos de Melbourne y uno podía imaginar su cuerpo frágil y delicado,


de largas y elásticas piernas que ascendían las cuestas del pueblo como

hubieran hecho las de una gacela, luchando contra las lluvias torrenciales, la

maleza, las fiebres, con la misma determinación que ahora utilizaba para hallar

los personajes más extraños de Torremolinos y añadirlos a la tertulia.

Y lo cierto es que, a pesar de las apasionadas discrepancias habidas entre sus

componentes, el grupo vivía en común casi para cada cosa que pudiera

poseerse y compartirse. Habitaban los ciegos caños desnudos y algunos

cortijos de la serranía de las Alpujarras cuando lograban alquilárselos a los


propietarios por unos pocos billetes. Preparaban comidas colectivas que

celebraban como tribu tropical, sentados en el suelo y comiendo con las manos

de unas pequeñas escudillas de barro, según les había enseñado Helen de su


periplo amazónico, y continuaban discutiendo sobre lecturas sesudas que los

entretenían tras el almuerzo y tras la cena, cuando sentían tener toda la noche
y todo el universo para sí.
Por aquellas veladas pasaron como abejorros ruidosos los temas del boom

literario latinoamericano; la metafísica de Borges y su falta de compromiso


con la realidad; las peleas callejeras en el Mayo del 68; la violencia

revolucionaria que Mike había contemplado medio enfebrecido, medio


asqueado, en el campus de la Sorbona, donde había estudiado unos meses
gracias a una beca; la traición del Partido Comunista francés a la Revolución y

a la clase obrera o de la clase obrera a su propio destino.


Más tarde se sumaron a la discusión el machismo recalcitrante que despuntaba

en muchas de las obras de Hemingway, junto con un odio por los padres y la

policía de varios Estados de la Unión que los habían perseguido por sus

protestas. Todos ellos esencias de aquella América conservadora contra la que


habían decidido luchar a muerte.

Aspirando a una desfloración de la modernidad por otros medios de los ya

conocidos. Un revoltijo de olor a carne, a fritangas de pescado, a suciedad, a

mezcolanza de pieles humanas que duermen y cohabitan juntas, a sol

recalentando la cal de las paredes y un aljibe de patio que era un símbolo

mediterráneo y acaso griego de sus vidas.

Todos, Mike, Brandon, Nick, Sue (añadida a última hora al grupo), Helen,

Sally, pero sobre todo él mismo, Manuel, debían estar sintiendo gravitar una
capa de suciedad que se pegaba al espíritu en forma de años por venir, cuando

la edad de sus padres y sus convenciones los alcanzaran de modo irreversible

y se vieran sometidos a esa prueba que por algún motivo desconocido él


pensaba, él sabía, la mayoría no resistiría.

— Pero podemos serlo, Sally. Tú y yo, podemos serlo. Estoy completamente


seguro de ello…
Y Sally, con la mejilla apoyada en su pecho, incorporándose, irguiéndose para

mirar el horizonte a través de la ventana por la que asomaban las hojas de una
parra, se desperezó con el gracioso gesto de otras veces y lo miró con aquellos

ojos bondadosos y azules que parecían palpar los objetos a su paso.


— Podemos serlo, de veras. Estoy seguro — volvió a repetir él, mientras
trataba de abrazar aquella piel por la que resbalaban sus manos.

Le parecía que bastaba con poseer el tesón suficiente, el orgullo bastante para
perseverar y no rendirse jamás ante las amenazas que los rondaran,

contrarrestar el demonio de degeneración y ruina que trataría de tragárselos.

Podían serlo si practicaban ese amor cardinal, podían serlo si eran capaces de

olvidarlo todo y vivir como si fuera el último momento. No se trataba de


sentirse culpables, como le sucedía a Helen por lo que su país le había hecho

al mundo. Acostándose con aprovechados que se daban con un canto en los

dientes al comprender su fortuna. Podían serlo si eran capaces de perseverar y

no dejar que el sentido común, el tópico burgués, el instinto acomodaticio, les

sacaran ventaja. Podían serlo si estaban al tanto del menor detalle que

anunciara el desfallecimiento que algún día caería como negro pájaro sobre

sus almas.

Según su aspecto, su largo pelo desgreñado y sus ojos claros, recordaba las
imágenes de Cristo que habían vuelto a poner de moda los adalides menos

terrenales del movimiento. Sus colgantes de colores, sus pantalones raídos, sus

camisas arrugadas, sus andares de extranjero en una tierra que lo había visto
nacer y en la que se ahogaba no por motivos políticos, como le gustaba

suponer al resto, sino por algo más primario, más carnal, que tenía que ver con
una especie de verdad que no podía trasmitirse, con un sentimiento que te
tocaba una fibra que no te dejaba respirar, ni olvidarlo, ni desfallecer...

Sintiendo ajeno no sólo al gobierno de una dictadura que manejaba el país


desde hacía más de treinta años, bajo una mojigatería de falansterio destinada

a desaparecer con el hombre que la había impuesto. También ese régimen


fallecido tras una guerra civil que no era la suya, ni hubiera podido ser nunca
la suya, y en el que los jóvenes de su generación comenzaban a creer. Incapaz

de sostener mito alguno al que le debiera la más mínima cosa, probablemente


porque conocía de primera mano su esencia y ésta no podía engañarlo.

Cambiaron Sally y él, poco tiempo después, de un continente a otro, para que

ella pudiera visitar a su padre y aterrizaron en la California de Malibú y de

Santa Mónica. Los demás se marcharon a ese remolino que formaban nada
más comenzar los meses de verano las islas de Ibiza y Formentera y quedaron

en encontrase a la vuelta en El Álamo, si es que no seguían camino hacia Goa,

en la India, y se citaban allá para pasar una temporada cerca de las fuentes del

budismo del que deseaban extraer todas las enseñanzas.

El mismo día de su llegada a los Estados Unidos se bañó en una playa de

costas desiertas, creyéndose liberado de todo cuanto una vez lo atosigó.

Habían decidido acudir a la costa oeste con objeto de que Manuel pudiera

conocer el país y después remontarlo casi en diagonal para llegar a La Fayette,


Illinois, donde esperaba el padre de Sally. A creer de él, sentado en una

mecedora y contemplando morir la tarde. Quizá porque había visto esa imagen

en una película que no olvidó y ese crepúsculo le pareció ser toda la imagen
que poseía de la tierra de ella.

Al ponerse el sol le hizo el amor por debajo del bañador y a ella le escoció en
la vagina la sal del mar entrando con cada acometida de su miembro.
— ¡Oh, Sally, Sally! — cogiendo su cara entre las manos, retirando el pelo

rubio que se metía en su boca y se pegaba a sus oídos, respirando por ella, de
ella y en ella. Admirando sus ojos cambiantes con la luz del día. Profundos

conforme se difuminaba la estela del crepúsculo y claros en la mañana, como


corales marinos que dormitaran en las profundidades del océano.
— ¿Eres feliz? — le preguntó en la orilla, mientras le secaba los hombros

con una toalla, intuyendo que no debía haberlo hecho, que llevaba demasiado
tiempo equivocándose.

— Manuel, siempre me preguntas lo mismo. Y tú, ¿lo eres? — preguntó

Sally, con unos ojos que tras clavarse en los suyos comenzaron a buscar

amparo en las dunas más próximas.


— No, no lo soy. Pero no es por ti. Siempre me falta algo. Quizá es un

sentimiento más fuerte que yo mismo. No puedo evitarlo. Es algo superior a

mí, que no sé cómo explicar. No puedo evitarlo. Eso es todo…

Trabajó, tras romper con ella, en las irrigaciones del desierto de Arizona.

Empleo conseguido por el contacto de un amigo común y que le salvó la vida

en el aspecto alimenticio cuando había perdido todo interés en los otros.

Huyendo del recuerdo de Sally, o del recuerdo de sí mismo junto a ella, estuvo

en Yuma, en Tulsa, en Wichita, en esta última ciudad contratado en un


almacén de neumáticos donde trabajaban decenas de mejicanos sin

documentos y en el que lo hicieron encargado porque era de los pocos que se

apañaba bien con el inglés.


Pero ahora, habiendo abandonado aquel trabajo en el que había comenzado a

ahogarse a los dos meses de su estancia, se levantaba casi por primera vez en
su vida al alba y laboraba recorriendo kilómetros de aquel polvo que se metía
en sus ojos, en su ropa, en el motor y en la guantera que guardaba los gráficos

de las bocas de riego que debía comprobar.


Había veces en que durante algunos tramos del camino se quedaba dormido al

volante, como aquel Bovary en su caballo prestando visita a los enfermos, y lo


despertaba el derrapar del coche al hundirse en una cuneta.
El golpe seco le provocaba un sobresalto al corazón, como si ésta se hubiera

parado de repente, y tardaba varios segundos en reaccionar. Al comprobar el


desaguisado, se tocaba los brazos, las piernas doloridas, se palmeaba la

cabeza, se limpiaba los ojos y se preguntaba cómo era posible no haberse

matado.

Tardó poco menos de seis meses en ahorrar el dinero necesario para marcharse
de allá, una vez había comprendido que no podía vivir en el país de ella, en el

país en el que había creído poder llegar a ser feliz y que le gustaba más que

ningún otro que hubiera conocido, a pesar de los prejuicios que llevaba

incubando en su contra.

Sally Mercier, hija única del juez del condado de La Fayette, Illinois, Dr. Jules

Mercier, había vuelto a su casa y él, Manuel Nogueira Sanz, tuvo que

acumular fuerzas de flaqueza para regresar otra vez a la odiada tierra que lo

esperaba sin moverse un ápice de su lugar. Fija, incuestionable, imperecedera,


estableciendo por sí sola una condena que más tarde o temprano debía

cobrarse sobre su persona.

Se había sentido infecto incluso antes de tomar el avión en el aeropuerto JFK


de Nueva York. Después, más infecto aún al observar cómo el Océano

Atlántico comenzaba a dirimirse al otro lado de la ventanilla.


Así que tras nueve horas de viaje, al descender por la escalerilla en las pistas
de Barajas, poseía un rencor a flor de piel que los demás viajeros podían ver

transparentarse en su rostro y en sus gestos inquietos y desaforados. Ni


siquiera sentía la indiferencia que había pensado, una especie de resignación

que lo ayudara a aceptar y asumir la derrota que aquel retorno representaba.


En lugar de estoicismo, le bullía en la sangre un complejo de superioridad que
hasta a él mismo le pareció suicida. Miraba a los demás con desprecio y los

más minúsculos incidentes que le salían al paso lo volvían todo peor.


Al fin, tras idas y venidas por una carretera que recordaba igual a cuando se

marchó, y por unos corredores de Metro que olían a urinario, lo mismo que

aquella tarde ahora tan remota, pisó las calles del barrio y se presentó en casa

de sus padres.
“Ya estoy aquí”, dijo al encontrar a su encorvada madre esperándolo en la

puerta de la vivienda. Por la premura de sus explicaciones, fue como si

regresara de una excursión de fin de semana por los montes de Toledo y no de

un viaje que había alcanzado a tocar la tierra de tres continentes y había

durado cerca de tres años.

Tras besar a su padre, que esperaba un metro por detrás de ella, había dejado la

mochila que contenía todas sus pertenencias en su dormitorio y se puso a

cenar frente a la ventana tras la que se adivinaban los pinos bajo los que jugara
cuando fuera crío.

Esa noche, y las otras noches que la siguieron, les habló a ambos de los

detalles más circunstanciales de sus andanzas, con la impresión al contarlos de


que éstos habían sido vividos por otro y no por él.

A decir verdad, no tenía mucho que decir porque, ¿qué hubieran podido
entender ellos de cuánto había visto y sentido? ¿Cómo podían siquiera
vislumbrar qué cosa extraordinaria parecía estar a punto de sucederle al

mundo sin que nunca llegara a materializarse? ¿Cómo podían llegar a


comprender que había conocido el amor en lo más recóndito de su corazón, en

el latido más minúsculo de su alma, y que acaso debido a ello había tenido que
abandonarlo?
Cuando el cuarto día su madre habló de ella, de Ángela, casada ahora con un

viejo amigo, se quedó un momento pensativo, confuso, sin saber qué


responder.

La había olvidado tan por completo…

Los días siguientes la opción de llamarla para preguntarle por su situación le

pareció tan hipócrita que terminó por descartarla. En el fondo, la idea del
casamiento de ella con Néstor no le pareció mala idea. Néstor había estado

enamorado de Ángela desde que Manuel había comenzado a salir con ella. Era

un sentimental, el viejo Néstor. Cuidaría de Ángela y del crío como si fuera

suyo y se olvidaría por completo de todo. Quizá lo hubiera hecho ya.

Obviando que el hombre que ella había amado y del que había quedado

embarazada había sido su mejor amigo y lo había preferido a él, como le había

sucedido con tantas otras durante sus periplos por los bares de Madrid, por sus

verbenas, asediados siempre por la falta de dinero y la necesidad de hallar un


trabajo.

Continuó con aquella vida acérrima, humilde, pueril, que lo esperaba en

aquella ciudad que sólo consideraba suya para mejor odiarla. En poco menos
de tres meses estaba tan harto de trabajar en la carpintería de su padre que

creía ahogarse bajo la nube de virutas y aserrín que gravitaba de continuo por
el almacén.
Fabricaba muebles para una clase media, acomodada, exenta de cualquier

pretensión estética. Muebles de pino para los dormitorios y los salones, de


roble para las cómodas y los armarios, de haya para las salas de estar, donde se

acogía a los amigos si había una celebración en la que se pronunciaban las


mismas trivialidades y se comentaban siempre los mismos hechos.
Sus manos palpando los suaves listones y montándolos con pericia sobre los

pivotes. Actuando como una máquina sometida a un único cometido. Exacta


gracias al papel eficiente de sus miembros y a una precisión que pretendía

recortar al máximo el esfuerzo físico y hacer más liviana la carga de trabajo.

Una abstracción en la que los órganos del cuerpo se olvidaran de sí y en la que

una especie de amnesia brutal tomara lo que en lo más profundo era.


Todo iría bien mientras esa insatisfacción insana que llenaba su alma

vagabunda no volviera a entonar su cantinela. No sabía cuánto tiempo tardaría

en llegar, pero de cualquier modo llegaría. Tarde o temprano, llegaría. Incluso

puede que hubiera llegado ya y lo estuviera acechando en cada desplante y en

cada minúscula muestra de impotencia que le provocaba algunos días la más

mera insignificancia sucedida. Aquellas mañanas las manos se volvían hoscas,

torpes, con una convulsión que las hacía temblar. Entonces, juraba en voz baja

con los peores insultos que conocía y se revolvía contra los tableros apoyados
en las paredes, contra las sierras y los cepillos mecánicos, contra la falsa arena

en la que se hundían sus pies.

Sus ojos recorrían entonces con ansiedad los tabiques, las ventanas plomadas,
la puerta… Hallando cualquier excusa, se marchaba a la calle para fumar un

pitillo, tomar un café, dar una vuelta por el barrio con el objeto de recordar los
viejos tiempos. Pero no había caminado siquiera cincuenta metros cuando él,
que había recorrido medio mundo, comprendía que no tenía dónde meterse,

que no tenía a quién tratar, ni a quién contarle sus penas y volvía a encerrarse
en la serrería para pelearse con sus tablones y sus cuñas y finalizar la jornada

moralmente agotado.
— Tendrás tu casa aquí, siempre esperándote, hijo mío — dijo la madre una
noche en que lo vio más callado que de costumbre y en la que apenas había

probado bocado.
La vieja se quedó mirando profundamente su nuca de pelo rubio y encrespado,

las arrugas causadas por el sol, su espalda algo encorvada, de vencido, y

cuando terminó de comer retiró el plato, los cubiertos, el mantel, lo dejó

marchar a su dormitorio sin imponerle una conversación y aquella noche lloró


mientras se desvestía en su alcoba.

Sólo necesitó de unas pocas palabras para exponer lo que había adivinado, lo

que llevaba meses adivinando en su cuerpo y en las vagas intromisiones de

aquel vientre en el que Manuel había estado años atrás por cerca de nueve

meses.

— Tu hijo se marcha otra vez — le dijo al hombre que leía con las gafas

caladas a la luz de la mesilla de noche.

El hombre apartó la vista de aquella revista de decoración que el gremio


utilizaba para estar al tanto de las novedades y la observó en silencio, como si

la mujer con la que llevaba viviendo desde poco más allá de los veinte años se

hubiera convertido en un oráculo que no le depararía nunca el anuncio feliz de


un nieto, pero constituyera la única conexión posible con aquel extraño que

dormía en el otro extremo de la casa y era tan ajeno a él como un hombre, hijo
de otro, puede llegar a serlo.
Manuel le tomó la palabra a su madre sólo dos semanas más tarde.

Decidió de nuevo vagabundear, ser libre, y, en un principio, como un péndulo


que regresa siempre a su punto original, retornó a la Costa del Sol.

Quizá tenía esperanzas de encontrarla por azar, como lo había hecho por vez
primera, o pensaba oír alguna noticia sobre ella traída desde los Estados
Unidos por algún compatriota que ambos conocieran. Pero no fue así. Nadie

había oído hablar de Sally desde meses atrás, desde que él mismo la había
perdido de vista al remontar el Medio Oeste entre discusiones cada vez más

constantes. Era como si su presencia, el menor atisbo de ella, se hubiera

esfumado no sólo de la geografía que la había envuelto, sino del recuerdo de

todos los que la habían tratado. Ésa constituía la esencia de la época y muchos
de los tipos estrambóticos que frecuentaban el bar, hoy en Londres y mañana

en Malibú o en la costa de Goa, se iban difuminando del mismo modo y nadie

le prestaba ya demasiada importancia a aquellas desapariciones.

Espero un poco más, pero al sucederse las semanas y no hallar ninguna noticia

por los canales en los que todavía conservaba cierta fe, decidió escribirle a su

domicilio.

“Sally, ¡cuánto te echo de menos! Si hice algo que te molestó, espero que

sepas perdonarme. Lo que menos desearía en este mundo es causarte,


precisamente a ti, a ti menos que a ninguna otra persona, cualquier clase de

mal, sobre todo después de lo que sentimos el uno por el otro y de las

experiencias que corrimos juntos”.


Aunque tardó en llegar más tiempo de lo esperado, las contestaciones

alcanzaron por fin el famoso casillero del Álamo, en el que se mezclaba la


correspondencia procedente de los cinco continentes con las notas que dejaban
los habitantes del pueblo para informarse de naderías municipales o

comarcales.
Aquellas cartas que había aguardado con ansia lo defraudaron desde el

principio. Sally hablaba de modo cada vez más benévolo sobre el mundo que
antes tanto había dicho detestar. Se mostraba más tranquila ahora que había
vuelto a reconciliarse con su padre (“… él no tiene otra cosa en el mundo tras

la muerte de mamá”, había escrito en una de aquellas hojas blancas llenas de


su menuda letra inclinada, “y tras mi regreso parece mucho mejor de ánimo y

de salud”).

Una carta más tarde comenzó a dar algunas explicaciones sobre el porqué de

su ruptura. La clase de vida que ambos habían llevado durante aquellos dos
años y medio no podía durar por más tiempo. Ella no contemplaba la idea de

envejecer con el anhelo físico de encontrar una playa, de hallarse frente a un

atardecer único o de vivir de las cosas que les dieran los demás, por un

continente a la deriva en busca de nadie sabía bien qué. Necesitaba madurar y

no podía hacerlo huyendo de las responsabilidades de un modo alocado del

que ni ella misma podía explicar el motivo. Había decidido continuar con sus

estudios de Derecho, esta vez en la universidad de Chicago, y le aconsejaba

que él tomara una decisión sobre lo que hacer con su vida. Después quizá
hablarían, se encontrarían, se reirían de los viejos y queridos tiempos en los

que habían sido maravillosos…

En la tercera correspondencia él introdujo el único reproche que se atrevió a


hacerle, acaso debido a la evidencia de que ella no volvería, o acaso porque lo

asaltó un zarpazo de desesperación y no pudo aguantar la herida que éste le


provocó.
Ella no volvió a contestar.

Desde aquel mismo día, como si aquellas semanas en Málaga, enviando y


recibiendo misivas desde el otro lado del océano, no hubieran sido más que un

preámbulo a cosas definitivas, continuó la vida que le había tocado vivir, o que
había decidido vivir, sólo que ahora en solitario. Constituyendo con su carne y
su espíritu una inmolación simbólica que no llevaba grabado el nombre de

religión alguna, ni de ideología alguna, ni de fe alguna; sino el de un placer


esquivo, el de una aventura que no lo dejaba detenerse y sólo caminar, pensar,

aborrecer, amar..., en mitad de los problemas que representan las necesidades

básicas a las que debía hacer frente.

Todos los lugares terminaron significando para él un decorado más de su


cansina lucha por la supervivencia. Trabajaba al menor coste posible en

cualquier oficio que encontrara en las cercanías de las playas, en algún pueblo

perdido del litoral, en alguna montaña de los alrededores, con tal de que éstos

le dejaran tiempo para el amor, para la bebida y, a veces, cuando podía

permitírselo, para la droga...

A pesar de que no hubiera podido sobrevivir sin su presencia, detestaba con

toda su alma a los turistas que le daban en la práctica de comer. Un rencor

aprendido durante un pasado brillante que ahora se negaba a abandonarlo, a


pesar de hallarse en ruinas.

Se mofaba de sus gustos en los bares en los que trabajaba de camarero, en los

puestos de venta ambulante en los que vendía figuras de porcelana o cera y,


últimamente, cuando los estafaba con aquellos ciclistas de alambre que sus

manos habían comenzado a fabricar para buscarle una alternativa a diversos


negocios agotados y habían encontrado un éxito particular entre la gente.
Y fue en ese recorrido sin fin de una costa a otra, por un pueblo tras otro, con

el Mediterráneo observando atentamente los pequeños pasos de su vida


excéntrica y desarraigada, como terminó injertando la amarga semilla que

portaba dentro de sí. Acaso cometiendo una venganza contra la vida que ni él
mismo había nunca aprendido a tomarse en serio y contra la que nunca había
aprendido a pelear con cierta destreza. Una venganza por el mero hecho de ser

para aquello y de vivir para aquello, como si pretendiera perdurar por ese
medio ya que los otros en los que confiara le habían fallado tan

clamorosamente.

Conoció a diversas mujeres de las que apenas recordó nunca el nombre, los

ojos, la boca, el timbre de la voz, ni un minúsculo detalle del cuerpo por el que
se sintió atraído. A algunas las encontró en una playa a la que se había

acercado para darse un baño tras la jornada de mercaderías que llenaba ahora

sus días. A otras las halló en el puesto con el que recorría los pueblos de

Málaga, Granada, Almería... A otras más, en los albergues llenos de literas de

dos y tres plantas que le permitían evitar el elevado coste de las pensiones

cuando la costa se llenaba de turistas y los precios se disparaban.

Viudas, mujeres separadas, casadas que se hallaban lejos de maridos sin rastro,

jovencitas con deseos de experiencias nuevas que no hubiera entendido un


muchacho y que él podía concitar como quien reúne un rebaño en torno a su

persona...

La primera mirada, el primer hallazgo, una vaga representación de lo que


estaba por venir y esa confianza que llenaba su cuerpo antes de que hubiera

concluido la primera respuesta, precedían a la conquista que tomaba a menudo


el aspecto del desenvolvimiento de un ejército acostumbrado a ganar múltiples
batallas.

Nunca se agotaban las fórmulas o éstas, para su pasmo, siempre les sonaban a
ellas como nunca pronunciadas o como ideadas en exclusiva para sí.

Así fue dejando en su agitado periplo, que lo llevó entre otros lugares a Las
Canarias y de nuevo, por dos meses, a Marrakech, donde comprendió que
siempre es preferible evitar los lugares donde uno ha sido feliz —porque acaso

no hay otros en el mundo que te puedan hacer sentir tan desgraciado—, unos
cuantos vástagos que no se conocían entre sí y que apenas conocía tampoco él,

exceptuando su nombre, su fecha de nacimiento y de residencia habitual.

Las madres solían hacérselos llegar por correo y parecían entenderlos como un

hilo que, de romperse, no dejaría otro tras de sí.


Cuatro hijos en definitiva que cuando llegó el día de repartirse la herencia,

corría ya el año 1990 cuando lo alcanzó la muerte por una insuficiencia

respiratoria en un esquife de Palma, se enteraron de la existencia de los otros

porque comenzaron a tener que rebajar sus pretensiones sobre los cuatro

millones de pesetas que Manuel había logrado ahorrar para un propósito y por

un medio que nadie conocía. Quizá gracias a aquellos ciclistas de alambre en

los que se prodigaba y que habían alcanzado tal éxito en las playas como para

que abundaran los imitadores.


Él había incoado, sin embargo, un testamento, firmado estrictamente bajo

notario, en el que declaraba al hijo de Ángela como único heredero.

PATERNIDAD.

Estuve allá, en el salón, yo solo, a oscuras, mirando la pantalla del televisor,

hasta cerca de la una de la madrugada. Después, como ya estaba cansado de


ver repetirse una y otra vez las mismas imágenes, de escuchar las mismas
opiniones y resultaba evidente que nadie tenía nada nuevo que añadir, me
levanté del sofá, apagué el aparato y me fui derecho a la cocina.

“Es lo malo de obtener una mayoría tan holgada”, me reconocí mientras


caminaba lentamente en busca de la puerta “, que las votaciones apenas habían

tenido emoción desde que se conocieron los primeros resultados. En cuanto

habían anunciado la mayoría absoluta del PSOE, con más de doscientos

escaños en el Congreso y una cómoda mayoría también en el Senado, esos


dígitos no habían cambiado prácticamente durante el resto de la noche. Hasta

podía afirmarse que si no hubiera sido por la actitud del crío, provocándome, y

de la madre, tratando de defenderlo —a pesar de que ella había votado a buen

seguro lo mismo que yo— hubiera resultado todo de lo más aburrido y me

hubiera quedado dormido incluso antes de la hora acostumbrada”.

Al llegar a la cocina bebí otro vaso de agua, dejándola correr por unos

segundos sobre la pila, porque con tanta discusión se me había quedado la

boca seca.
Al terminar, dejé el vaso sobre el aparador, abrí la puerta y me asomé al

tendedero, lo mismo que había hecho esta tarde nada más terminar de cenar.

Incluso desde los cuatro metros de altura que separan la casa del terreno
percibí la presencia de la hierba que habían estado segando el viernes por la

mañana, cuyo olor ascendía ahora en pleno aroma desde el jardín. Era un olor
agradable, embriagador, un olor a calma o a victoria, no recuerdo cómo lo
llamaban en la película que pusieron la otra noche, y que te otorgaba una

sensación de tranquilidad que parecía imposible de alterar. Ni siquiera los


primeros maullidos de los gatos, que llevaban varias noches cortejando a una

gata en celo que paraba a la espalda del edificio parecían poder hacerlo.
Me asomé a través de la pequeña ventana que hay en uno de los extremos del
enrejado y estuve observando las farolas de las que pendían los globos de

plástico y, sobre los mojones marcados con una piedra blanca, la apariencia
apenas real que habían adquirido los setos y los pequeños declives que

formaba la hierba a lo largo del camino. A poca distancia esa luz parecía

hundirse en la nada, pero si miraba un poco más allá uno comprendía que se

trataba meramente de un efecto óptico: los palmos de hierba más alejados


brillaban también, aunque más pálidamente, al reflejo de la luna. Hasta el

descampado que había al pie de la escalera parecía contagiado por esa

irrealidad y los armazones de los edificios abandonados hace años parecían

calaveras, con los vanos semejando la cuenca de los ojos y las fosas de la

nariz.

Estaba tan abstraído por aquel paisaje que cuando me quise dar cuenta tenía de

nuevo a los pies la caja de plástico donde ella mete la ropa sucia que resta por

lavar cada semana y donde yo guardé pocos días atrás aquella revista. Como
un fogonazo, la imagen de la mujer me vino a la mente y ya no fui capaz de

apartarla de mí. Fue como si me hipnotizaran o me dieran una droga que me

abstrajera de todo cuanto existía a mí alrededor. La tranquilidad que había


sentido se esfumó y a cambio la sustituyeron las cuartillas cuyo texto había ido

borrando el sudor de las manos de los diversos propietarios y las fotografías


impregnadas por ese aroma a ropa confinada que parecía el reverso putrefacto
del que ascendía desde el jardín.

“Para ser una narración pornográfica la historia no deja de tener su gracia”, me


reconocí a mí mismo en cuanto fui capaz de salir de aquel ensimismamiento.

“El protagonista (un tipo alto, callado y con un poblado bigote rubio) consigue
sacarle a ella (que es una mujerzuela que trabaja alternando en un cabaret) el
lugar dónde se ha escondido su amante, un tipo que ha traicionado a un jefe de

la mafia para el que él trabaja.


Después de seducirla en el bar, una barra americana con un mobiliario de los

años veinte, va metiéndole mano en el asiento trasero del taxi que los conduce

a casa de ella y la desnuda casi por completo cuando todavía no han tenido

tiempo de salir del ascensor. Al margen de una peluca muy negra, que se nota
falsa a la legua, y de un collar de perlas tan falso como la peluca, ella lleva una

de esas medias de rejilla típicas de la carrera y en el costado de la falda una

abertura de treinta centímetros que la hace parecer una puta desde lejos, sin

remisión”.

Pensando todavía en aquella abertura le di una patada a la caja con la punta del

pie y pensé en ponerme a buscarla para echarle un vistazo antes de marcharme

a dormir. Quizá podría relajarme un poco después de tantas tensiones

acumuladas a lo largo del día, pensé, y, por otra parte, podía aprovechar para
guardarla en otro lugar más seguro, no la fuera a encontrar ella y se fuera a

montar una bronca también a costa de eso.

Un segundo después recapacité y me reconocí que tras la escenita frente al


televisor ella iba a permanecer cabreada otros tantos días más, así que a mí, si

la encontraba, ¿qué me importaba?, y lo dejé estar. Tampoco me apetecía


mucho acostarme con la imagen de la tipa aquella metida en la mente el resto
de la noche y andar dando vueltas en la cama hasta que se hiciera de día para

estar hecho polvo la mañana siguiente y parte de la tarde, cuando se presentan


los asuntos más ajetreados y espinosos en la oficina.

Estaba mirando de nuevo el jardín, que seguía destellando con esa luz
vaporosa e irreal, cuando se me ocurrió que en lugar de la madre era el crío
quien había encontrado la revista y que era en realidad ella el motivo de que

anduviera encerrándose varias veces al día en el baño, siempre con la luz


apagada, aunque no se viera nada dentro.

Fue como si otro fogonazo me iluminara la mente de modo distinto que el

primero, bajo una luz que tendía a concentrarse en un solo objeto para

olvidarse de los demás. Una luz que implicaba que ibas a seguir
necesariamente la dirección que te marcaba, que no ibas a poder obviarla

aunque lo desearas. Así que sin poder resistir la tentación me incliné, apoyé la

rodilla derecha sobre las baldosas y agarrado con una mano del parapeto de

piedra introduje la otra en el recipiente de plástico.

En un principio, busqué y requetebusqué, incapaz de creerlo.

“La madre que me parió”, me dije mientras braceaba en todas direcciones.

Saqué media pila de ropa, sabanas y toallas, camisas y pantalones —muchos

de ellos vueltos del revés—, camisetas y polos arrugados y los fui arrojando
sobre el piso. Después de vaciar la caja casi por entero y comprender que la

revista no podía encontrarse allá, estuve escudriñando con ambas manos en el

montón de ropa que había vertido sobre las baldosas por si se había ocultado
entre medias, pero nada.

“Como se la encuentre encima se va a enterar de quien soy yo”, me prometí


mientras me iba creciendo una oleada de cólera por dentro, “Está vez se va a
ganar mucho más que una reprimenda. Esta vez se va a enterar de lo que es

una disciplina de verdad”, me repetí mientras seguía revolviendo


histéricamente el montón de ropa sucia que yacía junto a mí.

La verdad es que la escena había logrado ponerme otra vez de los nervios. Era
como si mi mente, trabajando por sí sola, sin necesidad de unos brazos, de
unas manos, de unas piernas que cumplieran sus órdenes, se hubiera marchado

al cuarto de los críos y hubiera comenzado a montar una bronca en mitad del
dormitorio.

Estaba contemplándome allá, viéndolo salir de la cama, con los ojos en

blanco, fingiéndose dormido y negando que él tuviera nada que ver con el

asunto. Estaba contemplando al hermano pequeño, mirándome desde la litera


más alta, con aquella sonrisita suya y sacándome más de quicio de todo lo que

lo hubiera estado al entrar. Estaba viéndome cogerlo del cuello y alzarlo del

piso para sacarle el lugar donde la había escondido y sintiendo a mi espalda

los gritos y los brazos de la madre para que lo soltara...

Durante varios segundos (quizá pasaron minutos y no segundos y yo no supe o

no pude percibirlo) continué en ese mismo estado paranoico. Sólo recuerdo

que al fin aquellas imágenes tan nítidas se fueron borrando y al volver en mí

comprendí que mis manos continuaban revolviendo histéricamente el montón


de ropa sucia.

Todavía temblaba de indignación. Eso lo recuerdo. Las sienes parecían a punto

de estallar en mil pedazos y para evitar su sacudida dejé de agitar las manos y
clavé con todas mis fuerzas las uñas en el primer montón que encontré. Las

hundí y las hundí hasta sentir las uñas traspasar la tela de una camisa,
perforarla y clavarse en las venas.
Después de unos segundos, cuando no ya era capaz de hacer más fuerza,

permití que se soltaran poco a poco, con los músculos entumecidos, los dedos
tensos, agarrotados como garfios, y respiré hondo medio minuto, aspirando y

expulsando a bocanadas el aire como si me fuera la vida en ello.


Cuando estuve de nuevo lo suficientemente sereno me ayudé del paramento de
ladrillo que servía de cerramiento y me incorporé.

Me hallaba en mitad del tendedero, lo mismo que una estatua en un museo. El


jardín continuaba modelado a destellos a través de la reja y entre las láminas

de metal se contemplaban algunas luces alumbrar los sembrados y parte de los

caminos que se perdían hacia el este. La luna parecía menos remisa ahora y

brillaba sobre las azoteas para caer desmayada sobre los pastos, los rosales, los
arbustos y declinar mansamente sobre la colina que se dirigía a los edificios en

construcción…

Estaba verdaderamente harto. Harto de pelear con unos y con otros todo el

santo día, me dije mientras me olvidaba de aquel paisaje que tendía a

hipnotizarme. Había días en que parecía no tener ni un solo minuto de calma

desde la mañana a la noche y eso me iba quebrando los nervios, hasta hacerme

perder por entero el dominio de ellos. Y después estaba aquella luna, aquella

noche en la que uno se sentía tentado a ser feliz, a olvidar todas las estupideces
que cometió en el pasado y a pensar en las posibilidades que presentaba el

futuro. Todo mezclándose y contagiándose. Todo proclamando que uno podía

soltar sus cadenas en cuanto lo deseara, que podía comenzar una vida nueva
antes de que fuera demasiado tarde...

En ese mismo estado permanecí durante un rato. Sin saber cuánto tiempo duró.
Después, la imagen de la revista me vino de nuevo a la mente. Casi me
extrañó que fuera ella la causa de aquel aturdimiento furioso que me había

quemado por dentro, porque en algún modo la había aborrecido durante las
últimas semanas e incluso había estado tentado de tirarla a un vertedero pocos

días atrás. A continuación olvidé también aquella impresión, que estaba a


punto de convencerme de que no merecía la pena preocuparse, y me puse a
echarla de menos, como si el haberla perdido me descubriera de repente su

valor y ya no pudiera vivir sin ella.


Por otra parte, no iba a dejar que el niñato se saliera con la suya. Eso lo tenía

de lo más claro. Era preferible dejarlo para los días siguientes, me dije, cuando

la cosa se hubiera enfriado. Era una táctica que empleaba con ellos desde hacía

tiempo porque había descubierto que me convenía sorprenderlos, esperar a que


estuvieran con la guardia baja para caerles encima. Me pondría a buscarla en

el momento en que no estuvieran en la casa y, cuando regresaran de la calle,

fingiría como el que no quiere la cosa y se la enseñaría delante de la madre

para comprobar qué cara ponía. Me la sacaría de la espalda de improviso, le

golpearía en la cara con ella y le diría que la había encontrado escondida en un

cajón de su dormitorio. A ver si en mitad de la sorpresa era capaz de guardar

las apariencias y dar una explicación razonable sobre el asunto...

Tras haber tomado esa decisión, parecí serenarme un poco más, casi del todo a
decir verdad. Me miré de nuevo las manos por si seguían percibiéndose las

marcas de las uñas o éstas habían comenzado a desaparecer. Los semicírculos

escocían sobre la carne como picaduras de avispas, pero estaban comenzando


a borrarse. Parecían signos con un significado oculto, imposible de descifrar,

como uno de esos jeroglíficos egipcios que grabaron en las paredes de los
templos y hay tipos que se tiran la vida estudiando para no llegar nunca a
ninguna conclusión. Las había más amplias, más cerradas y más abiertas.

Algunas eran diminutas, otras se extendían sobre la palma de la mano y


alargaban las rayas e incluso les hacían cierta competencia. Parecían ríos

pequeños que se juntan con otros mayores y unen sus cauces al de ellos.
Después, me incliné para agarrar el montón de ropa sucia desperdigado por el
piso y volví a introducirlo dentro de la caja. Cuando estuvo todo en el interior,

la cerré por el broche metálico, salí del tendedero y, tras unos pasos, también
abandoné la cocina.

Al llegar de nuevo al corredor lo encontré en silencio, a oscuras, lo mismo que

un rato atrás, cuando había abandonado el salón para tomarme un vaso de agua

en la cocina.
No se oía a los dos críos en el dormitorio, al contrario de lo que suele suceder

muchas noches en las que andan conversando hasta las tantas de la madrugada

de nadie puede explicarse qué. Tampoco se veía una rendija de luz bajo la

puerta, así que me detuve en el umbral, sin sacar los pies de la alfombra para

evitar que se percibiera el sonido de mis pasos, y acerqué el oído a la madera.

Un par de segundos después me aparté como si hubiera recibido una descarga

eléctrica, porque comprendí que de seguir allá tiraría por la borda la decisión

que había tomado con respecto a la dichosa revista y montaríamos otro


escándalo tras todos los que ya habíamos tenido a lo largo del día.

Al alcanzar el otro dormitorio comprobé que en él tampoco se veía una luz, ni

se escuchaba un sonido. Ella debía haberse acostado y, si no estaba dormida de


veras, lo fingiría. Lo fingiría en cuanto yo entrara en el cuarto y entonces,

antes mismo de que me diese tiempo de llegar a la cama, se levantaría como


un muñeco mecánico accionado por resortes para marcharse a dormir al sofá.
“Es lo que siempre hace cuando tenemos movida”, me dije, “Así puede

representar a su gusto el papel de señora indignada y mostrarles a los críos


cuántas cosas la separan de mí”.

Tras un par de segundos detenido frente a la puerta, también me olvidé de ella,


de sus poses, de las pantomimas que conozco de memoria y que llevo cuatro
años aguantando.

Tras abandonar el corredor llegué al salón. Conocía de memoria dónde se


hallaban los muebles: la mesa grande con las sillas a la izquierda, la estantería

de madera en uno de los frentes, el sofá de tres plazas junto al de dos

(formando un ángulo de noventa grados) y la lámpara vencida por un golpe

que le dieron en la última mudanza…


Sin necesidad de prender la luz, los fui esquivando y me acerqué a la puerta de

la terraza. En ese frente del edificio se había levantado un poco de aire que no

se percibía en el tendedero, quizá porque allá lo impedían penetrar las láminas

de hierro que cierran la abertura y que en este lado el constructor se abstuvo de

poner con objeto de mejorar las vistas. El viento hacía silbar las ramas de los

abetos, de los pinos y eucaliptos que se hallan al pie del edificio y ocupan uno

de los meandros que marcha en dirección a la carretera. Era un sonido apacible

y a la vez trágico, un sonido de esos que pueden provocarte una paz extraña o
una pesadilla si se te atraviesan por la mente mientras duermes.

Metros más allá, frente al Cuatro, se hallaban iluminadas esas plantas que de

día parecen las plumas de un pájaro exótico y también ellas se agitaban y


hacían volar sus grandes penachos, cuya sombra se recortaba ahora sobre la

entrada y la losa del peldaño.


Al poco tiempo de estar apoyado con los codos en el pasamanos, atravesó el
sendero un tipo que iba con dirección al Tres, que cae calle abajo, al pie de la

escalera, cerca de la noria y de los coches de choque que ponen para las fiestas
en Septiembre y a las que acuden los gitanos para robarles lo que puedan a los

críos del barrio pijo.


El tipo pasó bajo la terraza caminando lentamente, sin alzar la vista siquiera, y
continuó por el sendero hasta perderse definitivamente, levantando un

pequeño murmullo con el roce de su ropa y el posarse de sus zapatos sobre el


pavimento y la grava del terreno.

Yo lo observé ir haciéndose más pequeño, más pequeño, más pequeño, hasta

que desapareció en el quiebro que forma el recodo. Al perderlo de vista me

pregunté si no vendría de celebrar la victoria en Madrid. Si no habría sido uno


de los que daban saltos histéricos frente al Palace, con los periódicos

enrollados en una mano mientras le gritaban eslóganes a la terraza donde

aparecieron Felipe González y Alfonso Guerra para saludar a la multitud.

“Sería un tipo con suerte de haber estado allá”, me dije, “Luego podría

contarle a sus nietos que había participado en una jornada histórica, como

habían dicho en la televisión y en la radio esa tarde. La jornada en la que

España se levantó como otro día cualquiera y se acostó socialista”.

Después de que el tipo desapareciera, saqué un pitillo del bolsillo del pantalón,
del paquete de Winston que había comprado el viernes en el estanco, y lo

encendí con el mechero que había llevado expresamente desde la cocina.

Lo cierto era que comenzaba a sentirme a gusto. Había casi olvidado el


arrebato provocado por la pérdida de la revista y me encontraba más relajado,

más tranquilo. Lo sentía en el cuerpo, en la cabeza, lo sentía en cada


centímetro de piel, como si esa sensación se hubiera extendido desde el
cerebro y llegara a las extremidades más alejadas, a los nervios,

reconfortándolos y convenciéndolos de que esa noche se disponían a dormir


bien y no tenían de qué preocuparse.

Tras la primera bocanada, el tabaco penetró en mis pulmones y yo lo expulsé


por la nariz y por la boca, lentamente, dejando que se formaran volutas de
humo que flotaban con idéntico color al de las nubes que continuaban pasando

sobre mi cabeza.
Cuando terminé, apagué la colilla contra el hierro de la barandilla y con un

leve impulso de los dedos la arrojé sobre las baldosas. La colilla, como una

luciérnaga, voló por el aire dibujando una parábola y fue a caer al sendero por

el que había pasado minutos atrás el tipo aquel. Entonces extendí el cuerpo,
me asomé por la abertura, apoyando un poco el vientre sobre la reja, y me

puse a escrutar las sombras que ocultaban los pisos más bajos de los bloques

de apartamentos. Descubrí contra el número Cinco el puesto de periódicos que

semeja una pajarera y el rótulo luminoso de la librería en la que ella compró

los libros a comienzos de curso. Al letrero le faltaban algunas letras que

habían ido cayéndose con el tiempo, pero aun así podía adivinarse la serigrafía

del nombre, Papelería Mayka, y, bajo ella, las especialidades en libros de texto

y regalos para santos y cumpleaños que figuran como especialidad de la casa.


Tampoco en la avenida que separa unos bloques de los otros, los números

pares de los impares, se oía absolutamente nada. Pasaron un par de

automóviles lentamente, buscando aparcamiento entre los coches estacionados


en batería, y luego desaparecieron como habían venido.

Mientras tanto, volvieron a surgir de la maleza los maullidos de los gatos que
ya había oído en el tendedero. Debía haber ya algunos cortejando a la gata en
celo y otros acudían a su encuentro como si hubieran sido citados a una fiesta

en la que no se requerían invitaciones ni había engorrosos porteros que


impidieran la entrada. Al coro se unió a continuación, desde una de las

terrazas del bloque cercano, el ladrido de un perro y los gemidos de uno y los
maullidos de los otros entablaron una batalla que partió el silencio de la noche
por la mitad. El perro contestaba cada vez más furioso y desesperado a

aquellos maullidos que no cesaban. Ladraba respondiendo a cada sonido


surgido del jardín y pegaba cabezazos contra la barandilla como si deseara

precipitarse a través de ella para tomarse cumplida venganza de aquellas

provocaciones. Los gatos, mientras tanto, continuaban a los suyo, chillando

como recién nacidos que están a punto de morirse. Se veían sus sombras
atravesar el sendero, saltar fugazmente al enlosado y desaparecer en la

oscuridad. Algunos se detenían, sin embargo, antes de ocultarse

definitivamente. Sus figuras se veían recortadas entonces por un segundo

contra el cielo, miraban ensimismados la terraza donde el perro continuaba

ladrando y, entendiendo que no tenían nada que temer, se retiraban con una

especie de desdén.

El perro se volvía loco con cada uno de aquellos desplantes. Se puso a ladrar

más furioso que nunca y pareció que ni el cristal, ni el armazón, ni el temor


por toda la distancia que lo separaba del piso iban a ser capaces de retenerlo.

Hasta mí llegó el sonido de los huesos de la cabeza y del hocico chocando

contra el tubo de metal y el ansía que delataba su respiración cada vez más
agitada. Después, acertó a meter, quién sabe de qué modo, el morro en el

hueco libre, por el que apenas cabía una pelota de tenis, y aulló y aulló como
un alucinado.
Estuvo así medio minuto, hasta que varias luces se prendieron en las casas

vecinas y unas figuras pequeñas, confusas y aleladas por el sueño salieron al


exterior para protestar por la escandalera recién montada.

A los dos minutos, una luz de color más tenue que las otras surgió de la casa
del chucho y un hombre en bata se acercó para abrir la puerta de la terraza.
Tras chillarle, llamándolo por un nombre inglés que no logré entender, le dio

un par de golpes en el lomo con la palma de la mano y levantándolo en vilo y


enfrentando su cara a la suya lo amenazó con arrojarlo al interior.

Ahora el perro no ladró, al caer sobre sus patas traseras lanzó un quejido, un

aullido lastimero que se parecía más que ninguna otra cosa a los maullidos de

los gatos que tanto lo habían alterado, y fue como si con aquel lamento
pretendiera pedirle explicaciones al hombre por la injusta cosa que cometían

con él.

Cuando gimió de nuevo, el hombre no se contentó con amagar. Levantó la

mano en la que ahora llevaba una correa y la hizo crujir con furia sobre el

lomo. Esta vez el perro atravesó la puerta como una exhalación y fue a

refugiarse entre las patas de uno de los muebles. Oculto allá, lloró y lloró hasta

que el hombre le dio un grito y lo amenazó de nuevo con la correa. Esta vez la

amenaza surtió efecto y el perro enmudeció.


A los dos minutos de desaparecer el hombre de la terraza las luces fueron

apagándose paulatinamente, una tras otra, como pequeñas linternas conectadas

a un circuito, y el jardín volvió a quedar tan en silencio y tan a oscuras como


lo había estado previamente. Sólo los gatos siguieron maullando de vez en

cuando a la espalda del edificio. Lo hacían igual que antes, del único modo en
que saben hacerlo, con unos gemidos lastimeros de los que sólo son capaces
los locos y los niños. No estaba muy claro si se estaban riendo de la desgracia

del perro o si simplemente la habían olvidado y estaban celebrando el festín


que pensaban darse con la gata. Ésta seguía provocándolos con sus gemidos,

como si ni siquiera con tantos pretendientes tuviera bastante y pensara concitar


en aquel rincón a todos los que pueblan Madrid.
Nada más quedarme solo recordé que al crío pequeño le entró miedo cuando la

primera noche en que nos hallábamos en esta casa se subió el gato del vecino a
la ventana y comenzó a aullar. Él se despertó en mitad de la noche y llamó a la

madre gritando su nombre un montón de veces. Ella fue corriendo a su

encuentro, se sentó en una silla, se puso a darle mimos, a explicarle la poca

importancia de lo que pasaba, y no se puso a llorar con él de milagro.


Era la primera vez en tres años en que lo vi comportarse como una persona de

su edad, la primera vez que lo vi perder esa mirada que te lanza a todas horas

como si resultara indemne a cualquier cosa que suceda a su alrededor, la

primera vez que vi borrarse de su boca esa sonrisita irónica que nunca se sabe

lo que significa y que a mí me saca tanto de quicio…





De modo que debió ser el padre de ella el que insistió para que nos

quedáramos en el barrio cuando a mí se me ocurrió la idea de vender la otra


casa e invertir el dinero en aquel negocio de importación que después se fue al
carajo. Se lo noté en la mirada aquella mañana, explicando —mientras yo me
vestía en el dormitorio— que los críos iban a perder los amigos que habían

logrado hacer por aquí en estos años.


Ella encontraría un alquiler cercano para que continuaran asistiendo al mismo

colegio, me explicó con una especie de desolación en la voz que doblaba la

suplica que se dibujaba en su cara, por lo menos hasta que tuvieran edad para

comenzar a estudiar en el instituto. Estaban en una época muy difícil para


cambiar por completo de entorno, añadió, y podían pagar las consecuencias en

el futuro, cuando se convirtieran en adultos.

Yo la escuché hablar como hago siempre, como quien oye llover, y tardé algo

más de un minuto en responder a lo que me decía. Recuerdo que me hallaba

frente al espejo del baño, anudándome el lazo de la corbata, que se me resistía

por algún motivo esa mañana, y que finalmente le dije: “Puedes hacer lo que

te dé la gana. Allá tú con tu conciencia si pretendes seguir malcriándolos como

hasta ahora”.
La verdad es que tenía otras cosas en que pensar y no me quedaban ganas de

más broncas después de las que ya habíamos tenido con respecto a la

necesidad de vender la antigua casa y fijar el precio al que debíamos hacerlo,


precio que a ella siempre le parecía demasiado bajo y que a mí me parecía una

mera excusa para no venderla de ningún modo.


Pero aunque dejé pasar el asunto por el momento, noté que ella no hacía más
que repetir las palabras que antes le había dictado él. Se veía a la legua que era

el viejo, ¿quién si no?, el que la debía haber aleccionado, aconsejándole que


no se dejara avasallar después de haber cedido en lo de la venta del piso y

contándole mil y una historias sobre la formación de ambos críos, que tanto
aparentaba interesarle mientras no significara gastar su dinero en ella...
Ya que había conseguido que yo no me interpusiera en su camino, ella

aprovechó la ocasión y se marchó ese mismo día a buscar una casa en alquiler
por los alrededores y, como era para beneficio de ellos, según creía al menos,

la encontró en apenas dos mañanas. Se presentó en el dormitorio la tarde del

segundo día y me dijo, sin darme apenas tiempo a reaccionar, que había

conseguido una magnifica al otro extremo del barrio y además por un precio
razonable. Tenía muy buena luz exterior, añadió con una sonrisa irreprimible

en los labios, con los ojos brillándole como si nos hubiera tocado la lotería o

poco menos. También poseía un baño anexo al dormitorio principal y hasta

unos pocos metros cuadrados más de la que habíamos ocupado hasta ese

momento. Debido a las condiciones tan favorables en las que se hallaba, había

decidido pagar la señal convenida para que no nos la arrebataran.

Yo la miré un momento con sarcasmo, pero no dije esta boca es mía porque

me daba lo mismo una cosa que la otra. Estaba por completo liado con la
implantación de los expositores en el despacho. Había llegado de la oficina

cerca de las diez de la noche el día anterior, cerca de las once y media el día

anterior a ése, y debido al cansancio acumulado hubo un momento en el que ni


siquiera entendí de qué me estaba hablando.

Así que de ese modo quedó de momento la cosa: yo, sin entender muy bien
qué importancia tenía una casa en un lugar u otro cuando nos lo estábamos
jugando todo con aquel negocio que de fallar iba a llevarnos a la ruina, como

al fin sucedió. Y ella, de lo más satisfecha por el hecho de que los críos
pudieran continuar viviendo a sus anchas, con sus amigos, sus juegos, sin dar

un palo al agua y, sobre todo, lo más lejos posible de mí para que yo no


pudiera meterlos en vereda.
Pero lo cierto es que, por esas paradojas que tiene la vida, no llegó a salirle la

cosa tan bien como esperaba. Fue precisamente durante aquella mudanza
cuando me encontré al viejo haciendo manitas con aquel tipo que había metido

en la casa un año atrás, con la excusa de que era amigo suyo.

Según había dicho al presentárnoslo, el tipo trabajaba en una subsecretaría,

tenía un cargo importante en un ministerio, en una subdirección general o algo


semejante, y aquello le dejaba tiempo libre para dedicarlo a sus pasiones

favoritas desde la adolescencia, que eran el cine y la pintura. El tipo tenía esa

lentitud de maneras de los que no están acostumbrados a agobiarse por cosa

alguna. Caminaba siempre muy despacio, balanceando el cuerpo desde las

caderas en una cadencia que no llegaba a ser un ramalazo a pesar de parecerlo,

y los otoños y las primaveras solía cubrir la curva pronunciada de su vientre

con un impermeable marrón que llevaba doblado sobre el brazo.

Parecía decidido por todos los medios posibles a aparentar ser más joven de lo
que en realidad era y poco tiempo después de conocerlos comenzó a trabar

amistad con los críos y a tratarlos como si fuera camarada suyo o poco menos.

Se proponía llevarlos al cine cada dos semanas, al parque de atracciones, al


zoológico y también a algún museo para enseñarles un poco de historia del

arte o de historia natural que, según repetía, era algunas de las cosas sin las
que ningún muchacho debía pasarse a su edad.
Al anunciar adónde los llevaría arqueaba las cejas pobladas y ponía una

expresión de júbilo con todas las cosas grandes que formaban su cara, como si
disfrutara de antemano de la visita que había organizado con tanto esmero.

Así los llevó de un lugar a otro, sin darles apenas un respiro. Una tarde a
merendar a casa de su hermana, que vivía cerca del Pinar de Chamartín. Otras
los invitó a diversas películas de estreno, de las que siempre volvían excitados,

con ganas de volver a ver la película por segunda vez, y se fue ganando la
confianza de ellos y de la madre, que de cuando el viejo se trataba nunca podía

estar más ciega.

Así había pasado un año. Hasta que con el achaque de echar una mano en el

traslado de los muebles (puesto que su amigo era un manitas, según le repetía
constantemente él a su hija, entre otras cosas para desprestigiarme a mí), la

tarde del último día que nos hallábamos allá me los encontré en uno de los

cuartos que había al fondo de la casa. Estaban acaramelados, muy cerca el uno

del otro, cogidos cariñosamente del codo y mirando el trozo de jardín que se

veía a través de la ventana. El viejo tenía la cabeza reclinada sobre el hombro

de él, como si pretendiera descansar su peso allí, y yo, al sorprenderlos,

comprendí que se hallaban a punto de darse un beso.

Entonces, hice un poco de ruido deliberadamente, apartando con el pie una de


las cajas que quedaban todavía desembaladas en el corredor, y me introduje en

el dormitorio para llevarme lo que buscaba. Ellos, al oírme, se separaron como

dos damiselas sorprendidas en un renuncio, con una pequeña agitación, un


pequeño temblor que les corrió por todo el cuerpo, y de inmediato se pusieron

a representar que continuaban descolgando los cuadros que quedaban fijados


en la pared, como si fuera eso a lo que se habían estado dedicando la última
media hora.

“A mí no me la dais”, me dije a mí mismo en cuanto salí de allá y hube vuelto


de nuevo al corredor, “No sé cómo sería con el otro panoli”, pensé mientras

me dirigía a la puerta, “pero no vas a venir a mi propia casa a hacer tus


guarrerías, delante encima de unos críos. De eso puedes estar seguro”.
Mientras bajaba las escaleras en busca de la furgoneta que habíamos alquilado

para trasladar los muebles de los que no se hacía cargo la empresa de


mudanzas lo sopesé mejor y decidí que me era más conveniente dejar pasar el

asunto por aquel día.

No iba a obtener nada de montar un escándalo con los muebles en mitad de la

escalera como si fuéramos unos gitanos o poco menos, me dije. Tampoco iba a
conseguir nada de contarle a ella lo que había descubierto de su padre querido

y del amiguito que llevaba metiendo un año en su casa como si tal cosa. Sabía

que ella respondería de inmediato que yo estaba mintiendo, ultrajándolo en su

honor si me apuran, y se negaría en redondo a creer lo que yo pudiera contarle

aunque fuera la cosa más probada y verificada del mundo.

Al llegar frente a la puerta trasera de la furgoneta introduje el cajón que

llevaba en los brazos, lo acomodé entre los otros trastos que había por allá y lo

cubrí con una de las mantas que permanecían dobladas sobre el piso de chapa.
Nos mudábamos una tarde de mediados de Septiembre. Eso lo recuerdo. Las

fechas debían corresponder a lo que llaman el veranillo de San Miguel, porque

el sol estaba muy alto en el horizonte y yo no había dejado de sudar en la


última media hora debido a la temperatura y al trajín. Notaba cómo se

espesaban las manchas que la camisa había comenzado a tener bajo las axilas
y el sudor debía correrme en ese momento por la espalda poco menos que a
chorreones, como si presionaran contra ella una esponja mojada. Al atravesar

el sendero unas gotas se me habían metido en los ojos impidiéndome ver, así
que me estaba secando los ojos con la manga de la camisa cuando ella asomó

la cabeza por la puerta y me preguntó si todo marchaba bien.


Yo, al oír su voz, aparté el brazo y la miré.
Llevaba una pañoleta de colores en la cabeza que la hacía parecer una cíngara

o una de esas locas que echan los domingos la buenaventura en el Retiro.


Todavía debía estar alegrándose de haber encontrado una casa en el otro

extremo del barrio, porque la misma sonrisa estúpida de días atrás continuaba

pintada en sus labios.

Mientras la contemplaba, volví a sentir los brazos pesados, el sol mareante, de


un mate amarillento que había comenzado a volverse blanco en el horizonte y

se filtraba a través de las ramas de los pinos para caer sobre los setos, el suelo

de terrazo y los bancos del paseo. Esa luz parecía vagar sobre mi cabeza y

estar disolviéndome las ideas, pero me escuché a mí mismo responder que

todo iba bien.

Después de contestar a otras trivialidades que ella sacó a colación, como si

necesitara de mi concurso para conservar aquella felicidad que no venía a

cuento y que en el fondo de su alma debía parecerle tan frágil como el canario
que cantaba en uno de los balcones cercanos, tomé el camino de vuelta y

regresé a la casa por las cosas que restaban.

Esta vez recorrí el sendero con paso más cansino, a pesar de que estaba
deseando acabar con aquello cuanto antes. Comenzaba a notar el agotamiento

de un modo insoportable. El dolor se extendía por mi cuerpo como si pequeñas


agujas hipodérmicas se me clavaran en las plantas de los pies y me penetraran
la carne de las pantorrillas para alcanzar los músculos y sajarlos a voluntad.

Los puntos neurálgicos parecían machacados, como si los hubieran convertido


deliberadamente en papilla, pero a pesar de aquel cansancio sentía una cólera

que me recorría por dentro y parecía surgir como una tempestad de un mar en
calma. Deseaba descansar, dormir profundamente para olvidarme de todo y a
la vez hacer una locura. No puedo explicármelo.

De nuevo en el piso, comprendí que ellos, por si acaso yo traía a la hija


conmigo, habían decidido desaparecer de la habitación donde los había

sorprendido y ahora se hallaban disimulando en el cuarto de los críos. Éstos

debían haber subido de la calle un momento atrás, tras hacer el último viaje a

la furgoneta, y los ayudaban a recoger algunas de las cosas que todavía


quedaban esparcidas por ese dormitorio. A intervalos de un minuto o incluso

de menos tiempo se oían sus voces agudas, cantarinas, mezclándose con la de

los sarasas, contagiadas estas últimas por una gravedad y una responsabilidad

que no habían tenido cuando se hallaban a solas y pensaron en besarse.

El tipo aquel, mientras trabajaba desarmando alguna cosa con el destornillador

y la llave inglesa, proponía un acertijo y los críos se quitaban el turno de

palabra para responder antes de que lo hiciera el hermano. Ambos se

abalanzaban como posesos sobre la respuesta que primero les venía a la


mente. De fallar, dejaban vislumbrar su decepción lanzando un lamento. Pero

de acertar se chanceaban despiadadamente del otro.

Mientras aquel juego se eternizaba, el viejo, sin hacer nada útil con el achaque
de la artrosis, como siempre, seguía llamando a su amigo del alma por el

nombre de pila. Lo llamaba Claudio para acá y para allá cada pocos minutos,
sin motivo alguno, y a mí —al escucharlo en pleno ramalazo— casi se me
olvida la promesa que me había hecho al descubrirlos, pero de nuevo me

serené porque sabía que era lo mejor por el momento.


El cuerpo seguía doliéndome y el sudor y la falta de aire comenzaban a

agobiarme, así que decidí pasar al baño y descansar por un rato. Frente al
espejo, me desabroché un par de botones de la camisa, me mojé la frente, la
boca, los brazos, el cuello..., empapándome con una esponja usada que había

sobre el sumidero, hasta que unas cuantas gotas de agua me recorrieron la


espalda provocándome un escalofrío.

Después comencé a pasar los dedos sobre los párpados. Los alterné con

masajes sobre las sienes, dibujando muy despacio círculos concéntricos en un

sentido y a continuación en el otro. Más tarde, volví sobre los ojos y los apreté
con fuerza hasta que vi constelaciones de puntos luminosos que ejecutaban

circunferencias y espirales amarillas y blancas que se perdían en un cielo

negro, espeso, sin esperanza ni fin, no como el azul que se contemplaba a

través de la ventana y festejaba la tarde.

Cuando la presión de los dedos menguó, los puntos desaparecieron y volví a

ver los muebles del baño. Por un segundo me costó reconocerlos, aunque sabía

de sobra que eran los que no podíamos llevarnos por estar empotrados en la

pared o poseer una réplica más nueva en la otra casa. El agua continuaba
corriendo por el grifo, así que cerré la manija de metal. Después me aparté dos

pasos de la pila y, tras secarme la cara con una toalla que colgaba de uno de

los tiradores, volví a prestarle atención a lo que sucedía en el cuarto vecino.


Ahora se los oía recoger las bicicletas plegadas y desprender las fotografías de

fútbol que se hallaban pegadas en el interior de uno de los armarios. El viejo


había tomado el turno de palabra y, desechando las adivinanzas que había
propuesto previamente su amigo, les preguntaba a los críos idioteces referidas

a esos libros de historia que se tiraba la vida leyendo. Porque, aparte de todo lo
demás, el hijo de su madre era un pedante en todo el sentido de la palabra.

Tras cada pregunta realizada, y de conocer la respuesta, el otro mariquita daba


unas cuantas pistas y añadía “caliente” o “frío”, según la contestación se
acercaba o no a la solución del problema. Los críos, por su parte, parecían

poner el mismo arrojo en ganar ese juego que el precedente.


Antes habían disputado por palabras de objetos desconocidos y ahora lo

hacían por las fechas, los nombres de las batallas de una guerra, o los de los

políticos y generales que las ganaron o las perdieron. Según entendí, había un

oficial de la Guardia Civil, llamado Escobar, que mantuvo Barcelona para la


República el 19 de julio del 36 y debido a ello había sido fusilado por los

franquistas al acabar la guerra. Y otro llamado Guerrero que, a pesar de lo

bélico que sonaba el apellido, era un inútil que perdía todos los frentes que le

asignaban y al que finalmente acabaron degradando, si es que no llegaron a

fusilarlo por inepto, sólo que esta vez los de su propio bando...

Acabamos con todo aquel ajetreo bien entrada la noche.

Yo me escabullí de la cena, que había preparado ella al llegar, con la excusa de

lo cansado que estaba. En buena medida era verdad. Para esa hora el dolor se
había hecho más intenso y me continuaban doliendo la cabeza, los brazos, las

sienes..., al margen de la sucesión inacabable de pinchazos sobre las plantas de

los pies y las pantorrillas que se convertían en calambres si estiraba las


piernas, lo mismo que si se me fueran a subir los gemelos para dejarme

paralizado.
Tras despedirme lacónicamente, me marché al dormitorio y me duché durante
casi media hora. Me froté con fuerza las pantorrillas y la espalda. Dejé que el

agua me corriera por el cuello, que se metiera tibia en la boca, en los oídos, en
los ojos, incluso la tragué y luego la escupí al sentirla pegada al paladar. Tras

pasar la toalla por todos los músculos del cuerpo y frotarlos varios segundos,
me puse un pijama limpio y me acosté. Estaba tan reventado por el ajetreo que
a los pocos minutos debí quedarme dormido, porque no recuerdo nada más de

ese día.
De esa forma quedaron las cosas. Él viejo pensando que yo me chupaba el

dedo, o poco menos, que era un idiota que no se enteraba de nada de lo que

sucedía a su alrededor, y yo esperando a que se presentara la oportunidad de

ajustarle las cuentas de una vez por todas, porque me había jurado que ese día
iba a oír todo lo que tenía que decirle. Todo lo que llevaba guardado desde que

tuve la desgracia de casarme con ella.

Y lo cierto es que estuve esperando aquella ocasión, pacientemente, durante

semanas. Eso si es que no fue durante más de un mes entero. Mientras

aguardaba, lo miraba con desprecio cuando no tenía más remedio que

cruzármelo en el corredor o encontrarlo en la mesa durante la comida de los

domingos. Siempre que él abría la boca para hablar yo hacía un gesto de

disgusto que denotaba a las claras lo que pensaba de él y de su querido amigo,


el lugar al que los hubiera mandado a ambos si de mí dependiera.

Tampoco me era fácil olvidar la repugnancia que sentía por tener que tragar su

mismo aire, su mismo olor, la visión de sus cosas esparcidas por la casa. Sin
poder evitarlo, me ponía a imaginar a lo que se dedicaba las tardes en las que

se citaba con el otro. Los veía subir una escalera sucia, llena de pinturas
borrosas en las paredes, y alquilar una habitación para acostarse juntos en una
de esas pensiones que hay por el centro de Madrid. Otras los imaginaba

haciendo posturas en esos billares a los que acuden los maricas cada tarde y
esas imágenes me revolvían el estómago y apenas me dejaban comer, como si

sufriera de arcadas.
Entonces, cuando ya ni lo esperaba, una mañana, ella anunció que debía
marcharse a Madrid para renovar el carnet de identidad que le había caducado

aproximadamente un mes atrás, pero que no había podido renovar entonces


por el lío de la mudanza.

Me dijo que debía acudir con ella el mayor de los críos, porque cumplía

catorce años de edad por aquellas fechas y le correspondía hacerse el carnet

por vez primera. Pensaba que era mejor aprovechar el tiempo y matar dos
pájaros de un tiro, puesto que aún le quedaban muchas cosas que preparar en

la nueva casa y no podía perder más tiempo acompañándolo unas semanas

más tarde.

Yo fingí meditarlo durante un segundo y le respondí que me parecía buena

idea y hasta que estaba seguro de que no encontraría problemas con el

adelanto.

A continuación, me puse lo más amable que pude y le pregunté si conocía la

fecha exacta en qué pensaba hacerlo. Ella se encogió de hombros y puso una
expresión pensativa, entornando un poco los ojos, como si contemplara un

calendario imaginario grabado en su mente y fuera a decidirse por uno de los

días desplegados en él.


Al fin, respondió que no lo sabía.

“Un día cualquiera en mitad de la semana entrante”, contestó.


Estuve aguardando, preguntándome qué era lo que me convenía decirle, de
qué modo debía planteárselo al degenerado para que lo entendiera, y lo cierto

es que todavía no lo tenía demasiado claro cuando finalmente llegó el


momento.

Era un martes, eso lo recuerdo a la perfección por el programa televisivo que


ponían: un serial de entrevistas para gente de la farándula, en la que se
mezclaban los periodistas del corazón con los políticos y armaban un

batiburrillo en el que uno perdía la noción de quién se dedicaba a qué cosa.


Después de que ella se levantara, se arreglara convenientemente y se marchara

por la puerta con la fanfarria de costumbre (olvidando las tres fotos necesarias

para el carnet de identidad primero y alguna que otra chorrada después, lo cual

la hizo volverse en un par de ocasiones cuando estaba ya en plena calle), yo


me levanté, me puse las zapatillas —que estaban sobre la alfombrilla—, la

bata, tomé el corredor y me fui al cuarto que ocupaba el viejo justo al otro

extremo de la casa, como para estar lo más alejado posible de mí.

Al entrar por la puerta tuve que esquivar unos muebles que aún no habían

encontrado acomodo y vagaban por allí como los trastos perdidos durante un

naufragio. Ese caos alcanzaba también a los cuadros que, en lugar de colgar de

las paredes, se hallaban diseminados por el suelo. Quizá porque el viejo no

había encontrado tiempo para fijarlos, o porque estaba esperando a que el otro
mariquita viniera a ayudarlo y aprovechar así la ocasión para montar otra

escenita de enamorados.

El viejo estaba allá, en pie, arreglándose concienzudamente, como hacía


siempre que iba a salir a la calle, aunque se tratara de comprar el pan en la

panadería más cercana.


Se hallaba a medio vestir, con un pantalón negro del que colgaban unos
tirantes de colores a los costados, y la chaqueta del pijama abierta sobre una

camiseta que dejaba a la vista su pecho lechoso. Cerca de la axila se advertía


uno de esos lunares rojizos que también tiene ella y toda la familia como una

marca de la casa y que a mí me repugnan de lo lindo.


No sé si fue debido a ese lunar o el verlo allí, tan ocupadito con sus cosas, lo
que me hizo atravesar de nuevo por la mente la escenita de unas semanas

atrás.
El caso es que me introduje un par de pasos más en el dormitorio y en cuanto

él se apercibió de mi presencia le dije sin muchas contemplaciones que si

quería seguir viviendo en la casa tendría que pagar más dinero.

Yo no estaba dispuesto a aguantar degenerados y encima casi gratis, añadí sin


moverme del lugar que ocupaban mis pies. Si tenía que soportarlo por ella,

porque era su hija a pesar de todo y no quería darle un disgusto, tendría que

pagarlo. Ésas eran las condiciones que yo le imponía.

Él permaneció mirándome mientras hablaba, con ambas manos metidas en el

armario pequeño que tenía frente a la cama, y después de esperar un par de

segundos en silencio, como si meditara sobre lo que había oído, me contestó

simplemente que no, que no estaba dispuesto a pagar más.

Yo me quedé atónito y en un principio creí no haber entendido bien.


Debí poner tal cara de incomprensión que él repitió sin necesidad de que yo se

lo preguntara que no pensaba pagar más de lo que pagaba ahora. Le parecía

más que suficiente para cubrir los gastos que causaba en la casa. Así lo había
decidido. Pensaba que era una cantidad justa y además era lo bastante adulto

como para no tener que dar explicaciones sobre sus amistades ni sus relaciones
con nadie.
Yo le contesté entonces que se iba, que lo echaba de mi casa, y lo cierto es que

recalqué mucho el “mi” aquel para que no quedaran dudas ulteriores.


— ¡Pues me voy! — repuso él, alzando un poco más la voz, sin perder los

nervios, manteniendo todavía las manos dentro del armarito en el que debía
haber estado buscando alguna de sus chorradas de costumbre.
— ¡Pues te vas! Ahí tienes la puerta, pero que sea lo antes posible — repuse

yo, gritando con todas mis fuerzas, porque estaba apunto de perder los papeles
sólo de tenerlo frente a mí.

Recuerdo que estaba todavía más cerca de la puerta del dormitorio que del

lugar en el que permanecía él, porque me había propuesto al entrar que debía

mantenerme lo más alejado posible. Tenía miedo de que se me fuera a ir la


mano con la agitación y la verdad es que, a pesar de todas las precauciones

que había tomado, tuve que contenerme porque me entraron unas ganas

tremendas de llamarlo maricón en ese mismo instante, de cogerlo del cuello,

de las solapas del pijama, darle unas cuantas ostias y cantarle todas las

verdades que llevaba aguantando desde hacía tanto tiempo...

Todavía hoy no me explico cómo fui capaz de salir de allá sin ponerle una

mano encima. Sé que iba tan caliente por el corredor que varias veces me

dieron ganas de volverme para arreglarle las cuentas de una vez por todas,
pero por algún motivo no lo hice. Una especie de vértigo me conducía hacia

adelante, eso sí lo sé, como si fuera la madera del suelo y no mis pies la que

avanzara. Recuerdo que caminaba completamente alterado, fuera de mí,


pensando en su cara cuando anunció que no pensaba pagar más y en su cabeza

inclinada sobre el hombro del maricón aquel unas cuantas semanas atrás. Era
como si ambas imágenes se fundieran en mi mente y constituyeran una sola.
Esa imagen me taladraba el cerebro y redoblada la tensión con la que me latían

las sienes y la ofuscación que sentía en las manos y en el resto del cuerpo.
En ese estado había llegado al recodo cuando resultó que algo más tenía que

suceder esa mañana, ¿cómo no? “La cosa no podía quedar simplemente como
estaba, estaba de lo más claro”, me reconocí a mí mismo cuando pude
pensarlo más en frío.

Al parecer el crío más pequeño se había despertado por los gritos que
habíamos dado en el otro extremo de la casa y lo había escuchado todo.

Como el crío no respeta a nada ni a nadie, ni entonces ni ahora, esperó a que

yo pasara frente a la puerta de su dormitorio para enfrentárseme. Al verme

hizo un ruidito que no llegó a ser ni una palabra inteligible siquiera, sino más
bien un murmullo, un lamentito que pretendía demostrar que él personalmente

reprobaba todo lo que yo había hecho y había dicho, que no lo admitía.

“Esto ya sería lo último que me quedaba por aguantar”, me dije yo,

deteniéndome de inmediato frente a la puerta, “Que un niñato de doce años

también se ponga en tu contra en la casa que pagas con tu trabajo, con tus

sudores, mientras ellos se andan tocando los cojones todo el santo día”.

Entré en el cuarto muy lentamente, como si lo hiciera a cámara lenta, porque

la indignación parecía haberme entumecido los músculos de las piernas y más


que caminar sobre el piso parecía flotar a unos centímetros de él, y le pregunté

si tenía alguna cosa que añadir a lo que había escuchado.

Él estaba todavía acostado, con la manta encima del cuerpo canijo a la altura
del cuello, y en la boca parecía comenzar a apuntar la sonrisita de costumbre.

Yo lo hice levantarse de inmediato.


En vez de obedecer como debía, el crío se hizo el remolón, apartó la manta
con toda la parsimonia del mundo, sacó los pies como si le pesaran una

tonelada y una vez frente a mí torció la boca, porque todos ellos tienen la puta
costumbre de torcer la boca en cuanto les dices algo que no les gusta.

— ¿Qué andabas diciendo? — le pregunto yo.


No le di tiempo a contestar. Había abierto escasamente los labios para
responder cuando lo abofeteé para que comprendiera quién mandaba en la

casa.
Que se lo dijera a su madre cuando regresara, que se lo dijera a quién

quisiera...

— ¡Aquí mando yo mientras os dé a todos de comer! ¡Has entendido! ¡Os

voy a arreglar a todos vosotros! — le dije, gritando para que me oyera, para
que me oyera también el viejo invertido desde su cuarto —. ¡A partir de hoy

mismo aquí se va a hacer lo que yo diga y él que no quiera que se vaya a la

puta calle! — grité otra vez fuera de mí.

El crío no dijo una palabra. No se puso a llorar de rabia o a temblar como

hubiera hecho cualquier otro con su edad. Se comportó del mismo modo que

un marciano. Se quedó pasmado en mitad del cuarto, clavándome esa mirada

suya que nunca sabes lo que significa, lo mismo que si estuviera llorando o

acaso riéndose del mundo entero, y permaneció todo el tiempo en silencio,


como si le hubieran arrancado la lengua.

Yo lo miré otra vez, fijamente a los ojos, para comprobar si tenía alguna cosa

más que añadir, pero como parecía que no, le di la espalda y regresé de nuevo
a mi dormitorio.

Después de quitarme la bata y arrojarla con furia contra la butaca, me


descalcé, me acosté y volví a conectar el televisor para ver las noticias.
Con el paso del tiempo y las imágenes que se sucedían en la pantalla, me fui

tranquilizando. Recuerdo que mientras eso pasaba seguía oyéndolos a ambos


ir y venir por el corredor. Iban al baño por turnos, para no molestarse el uno al

otro, y luego regresaban a los dormitorios. Entraban y salían apenas sin hacer
ruido y sin decirse una palabra entre sí, sólo por evitar que yo los escuchara
tras todo lo que había sucedido previamente.

Eran ya las nueve y veinte sobre el reloj de la mesilla cuando le tuve que dar
un grito al crío para que se marchara al colegio. Grité: “¡Manuel!”, con todas

mis fuerzas, pero él no contestó. Pasó otra vez al cuarto de baño y a los dos

minutos, para que nadie pensara que lo hacía porque yo se lo mandaba, se oyó

el cierre de la puerta de entrada.


Después de que el crío se marchara, el viejo entró otras dos veces en el

servicio, porque se acicalaba como una damisela para salir a la calle, sobre

todo cuando era previsible que diera un paseo con su “amor” y quería que el

otro la encontrara lo más guapa posible. Me dije que me hubiera gustado echar

la cuenta del agua corriente, de la luz, del jabón, de las toallas que gastaba a

mi costa, porque estaba seguro de que superarían con mucho el dinero que le

daba a la hija a primeros de mes, quejándose y llorando como si lo estuvieran

expoliando.
“El hijo de su madre sale de la casa con un olor a perfume que no se pondría

una mujer que se vende por la calle”, me repetí. Debía ir apestando el autobús

que lo llevaba a Madrid con su aspecto de viejo degenerado, su agüita de


loción, su colonia, sus uñas cortadas por una manicura y los trajes que le

planchaba la hija gratis y que él iba luciendo como si fuera un Rodolfo


Valentino jubilado. Hasta el bastón, que llevaba desde hacía varios años por
presunción más que por necesidad, iba gritando a las claras de qué pie

cojeaba...
Eran ya sobre las diez menos cuarto en el reloj cuando volví a oír de nuevo

cerrarse la puerta y supe que al fin él se había marchado también.


Después de esperar un par de minutos, me levanté, apagué el televisor
(recuerdo que llevaba el pijama abotonado hasta el cuello porque ese día hacía

frío y ya se me habían quedado los pies helados durante la noche) y volví a


atravesar el corredor para llegar a su cuarto.

En principio estuve rebuscando entre sus cosas, entre sus papeles, entre las

revistas que había amontonadas en una de las repisas de madera y no encontré

nada de interés.
En realidad tampoco sabía exactamente lo que buscaba. Hacía aquello al

dictado de ese instinto mío que casi nunca me traiciona y que en algún modo

heredé de mi madre.

Después estuve mirando dentro de la mesilla de noche; en los tres cajones todo

ordenaditos, con sus colonias y lociones de afeitar apiladas unas encima de las

otras; entre los libros que guardaba la estantería y que le daba a leer

constantemente a los críos, aunque yo le había dicho mil veces a la madre que

no me gustaba que se inmiscuyera en su educación.


Entonces, por pura casualidad, por puro azar, rebuscando entre las páginas de

uno de aquellos libros que encontré no en la estantería principal, sino en el

armarito en él que él tuvo metidas las manos durante nuestra discusión,


encontré una carta.

Las dos hojas que la componían estaban dobladas y guardadas en uno de esos
sobres con rayas a colores en el borde que utilizaban antes para mandar el
correo por avión, porque él debía pensar que ése era el mejor modo de

despistar a la hija, que no se enteraba nunca de nada aunque se la estuvieran


dando delante mismo de sus narices.

La carta tenía fecha de dos semanas atrás.


Comencé a leer y no había llegado a la mitad de la primera cuartilla cuando
me di cuenta de que la enviaba ese maricón amigo suyo que había metido en la

casa.
Seguí leyendo unas líneas más y comprendí que los dos habían roto.

Era una pura vergüenza. Por las expresiones que empleaba debían haberse

estado arrojando las miserias a la cara durante días enteros como una pareja de

enamorados, como si el viejo no tuviera cerca de setenta años y el otro cerca


de cincuenta...

“Que me has decepcionado en todo lo posible que era hacerlo”, le decía en un

tono lacrimógeno que iba haciéndose más sereno con el correr de las líneas,

“Que yo esperaba otra cosa por completo diferente de ti”.

Que lo había apesadumbrado enormemente el malentendido surgido entre

ambos, pero que le era por completo imposible comprender su decisión de

marcharse a vivir con aquella mujer que lo había hecho tan infeliz en el pasado

y a la que ya se había visto obligado a abandonar varias veces tras convencerse


de no poder soportarla.

No creía acertada la idea de tomarse unos meses para reflexionar sobre algo a

lo que nadie le hubiera encontrado la menor importancia, le decía en otro de


los párrafos. Puesto que él mismo le aseguraba de corazón, a corazón abierto

decía el cursi, que todos los malentendidos surgidos últimamente entre ambos
eran suposiciones suyas. Todo debido a los problemas que siempre había
tenido con los celos, como él mismo había reconocido, agravados en este caso

por el hecho de que él fuera unos años más joven y además por lo malvada que
resultaba la gente cuando veía la posibilidad de hacerles un daño cruel a

personas que por algún motivo envidian.


A su juicio, había muchísima gente que disfrutaba rompiendo una amistad (no
se atrevía a decir amor en esos dolorosos momentos) tan generosa y elevada

como la que los había unido a ambos desde hacía año y medio. Lo que había
nacido entre ambos era algo semejante a la lealtad espiritual que se guardaban

entre sí los hombres de la Grecia Clásica, llegaba a añadir, y todos los

malvados que habían hecho crecer las suspicacias entre ellos iban a triunfar

ahora si él volvía con aquella mujer que nunca lo había querido, que nunca lo
había respetado, fueran cuáles fuesen sus proclamas en esos momentos…

Estaba seguro, por lo que él mismo le había oído contar durante el tiempo en

que disfrutó de su confianza (volvía a negarse a escribir la palabra amor por

segunda vez), que ella no tenía otra intención que engañarlo, cosa que había

hecho reiteradamente en el pasado, y esperaba que no estuviera cometiendo un

error del que se arrepintiera más tarde, cuando las consecuencias de sus actos

no tuvieran el remedio que aún cabía aplicarles en el presente...

Cuando llegué al final, volví a meter la carta en el sobre, lo volví a dejar entre
las páginas del libro en el que lo hallé y regresé de nuevo a mi cuarto.

Lo cierto es que estuve tumbado un rato más en la cama.

Después de cubrirme con la manta, me incliné y encendí el televisor por si


daban alguna noticia de interés, pero pasaron varios minutos y apenas le presté

atención a lo que decían. Habitualmente, el tener el aparato encendido me


ayuda a pensar, a encontrar con más claridad la clave de las cosas, pero no
resultó ser así en esta ocasión, así que al fin decidí apagarlo.

Recuerdo que estuve diciéndome que ahora comprendía porqué el viejo se


había alterado tan poco con la discusión que habíamos tenido. Ahora

comprendía porqué se lo había tomado todo tan bien, como si no le importara


en absoluto que yo lo echara de la casa: puesto que se había peleado con el
otro sarasa por algún motivo de celos, debía estar pensando en reconciliarse

con la puta de Chipiona, con la Conchita aquella con la que en realidad


todavía estaba casado legalmente. Debía tenerlos a ambos en reserva, como

aquél que dice. Ahora con él, ahora con ella. No sé podía decir que el viejo

fuera tonto. Maricón lo que se quisiera, pero tonto no, eso desde luego.

Después me di la vuelta en la cama, huyendo de los rayos de sol que


penetraban a través de las rendijas de la persiana y pintaban pequeños

segmentos en la puerta del armario y sobre la luna del espejo, y me terminé

olvidando incluso de que ese día tenía un asunto importante que tratar y me

convenía llegar lo antes posible a la oficina.

Desde esa nueva posición, traté de recordar las ocasiones en las que había

tenido relación con aquella golfa en toda mi vida.

En aquella primera época, poco tiempo después de que Clara y yo

celebráramos la boda, el viejo vivía con ella en Cádiz. Habitaban un


apartamento que habían alquilado cerca de la playa y al parecer estaban en una

especie de segunda luna de miel, si es que no era ya la tercera o la cuarta.

Él se hallaba convencido de que su segundo matrimonio (contra el que todos


sus conocidos le habían advertido antes de celebrarse) no había resultado tan

desastroso y estrambótico como se creyera en un principio. Creía haber sido


capaz de amoldarse al difícil carácter de ella y pensaba que con un poco más
de tiempo y de paciencia ambos no diferirían en exceso de otra pareja

cualquiera. Eso le permitiría volver al tipo de vida al que siempre había estado
acostumbrado y disfrutar de las amistades que le habían dado poco menos que

la espalda por el nombre y la fama de su segunda mujer. Ninguno de sus


familiares, ni de sus conocidos, ignoraba que había media docena de clubs de
alterne que la habían tenido en plantilla y no para limpiar los suelos

precisamente y que el hijo de ella había decidido seguirla en lo posible


haciéndose travesti e imitando a diversas artistas folclóricas por toda la

provincia.

Por ese motivo, desde que nosotros llegamos allá a principios de agosto, él

estuvo tratando de congraciarse con la hija por los más extravagantes medios
que puedan imaginarse. Le daba la lata por teléfono cada día del modo más

plomizo y siempre con el mismo fin: ponía la excusa de que deseaba ver a sus

nietos y solía citarse con ella en alguno de los bares que había a lo largo de la

playa. Después de estar preguntándoles algunas trivialidades a los críos, los

dejaba marcharse a jugar con cualquier excusa o les daba dinero para un

helado. A continuación, le preguntaba a ella si teníamos algún problema con el

apartamento que habíamos alquilado, con la luz, el ascensor o el agua

corriente, por si él podía solucionarlo, lo mismo que si fuera una especie de


arrendatario de todas las fincas que se veían por los alrededores, y

aprovechaba que la hija estaba aturdida, con la guardia baja, para sacar a la

otra a colación.
Conchita (como la llamaba, porque la muy puta tenía hasta nombre de coño) le

había cosido precisamente el dobladillo del pantalón que llevaba puesto en ese
momento y hasta doblaba las rodillas y levantaba un poco la tela para que ella
lo comprobara.

A continuación, miraba furtivamente la orilla o el kiosco de helados donde


hubiera mandado a los críos y tras volver a clavar la mirada en la hija, y

cambiando de expresión, se embalaba creyendo encontrar cierta complicidad


en su silencio.
Seguía diciendo que Conchita era una mujer buena, limpia, honesta, amiga de

su casa..., porque estaba tan ciego en su lujuria por el amor que le tenía a ella o
al hijo de ella (no me extrañaría ni un pelo que pretendiera acostarse con los

dos a un mismo tiempo) que pensaba que aquellas pocas razones la

convencerían de la bondad de su media naranja. Todo eso a pesar de que Clara

la veía únicamente como la mujer que había usurpado el lugar de su madre al


morir y con quien debido a su nombre y a su fama ella no podía tener ningún

trato, por pequeño que resultara éste.

De todos modos, él parecía inmune al desaliento. Ya que había empezado no

iba a dejarlo a medias y añadía que ella había dejado para siempre atrás su

pasado, en el que por otra parte existían demasiadas tergiversaciones y

exageraciones inventadas por la gente, y se había convertido por completo en

una nueva mujer.

Esperaba que Clara le diera su consentimiento para llamarla por teléfono a


casa, que estaba a un par de manzanas de donde se hallaban, pues no había

cosa que la otra deseara más que establecer unas relaciones cordiales con la

que podía decirse que era su ahijada, puesto que aseguraba que nada le gustaba
menos que el nombre de madrastra.

El viejo sonreía estúpidamente después de haber soltado aquella andanada y


esperaba la respuesta de su hija poniendo cara de jesuita, a pesar de sus
mofletes de cerdito y la grasa que se hundía en el cuello formándole una doble

papada.
Clara, para entonces, había apartado la vista de él, se cubría los ojos con la

palma de la mano, fingiendo protegerse del sol que brillaba en el horizonte, y


buscaba insistentemente a los críos, como si a esas alturas sólo ellos pudieran
servirle de parapeto frente a las exigencias de su padre. Entonces él, con una

máscara de decepción pintada en el rostro, parecía comprender. Sin alterarse,


sacaba cuidadosamente unas monedas de la cartera, las depositaba en la barra

del bar con objeto de pagar la consumición y parecía convencido de que era

preferible dejar el intento para una mejor ocasión.

Al separarse, la llamaba por el diminutivo de su nombre de pila, o por el


nombre francés que en la casa siempre habían utilizado para referirse a ella

(Claire), pronunciándolo con un tono de voz más profundo del que solía

emplear en otras ocasiones, quizá para demostrar que aquello no debía

interponerse entre el cariño que siempre se habían tenido, y ambos se

despedían con un beso en la mejilla y un apretón de manos.

Así que durante todo aquel verano (en que los críos estuvieron disfrutando de

la playa como si fueran verdaderos salvajes, o poco menos, y después, como

verdaderos salvajes, o poco menos, en la finca que tenía uno de ellos en


Chiclana de la Frontera), fue ella la que estaba deseando encontrar una excusa

cualquiera para volver lo antes posible a Madrid. Debía estar harta de entrar en

la casa de sus amistades o en la de su misma tía y saber que su padre iba a ser
el centro de la discusión una vez que ella hubiera vuelto a atravesar la puerta,

todo por haberlos puesto en ridículo y haber arrastrado por el fango ese
nombre que en tanta estima tenían.



El..... El..... de..... do..... Idiota..... Los globos de las farolas..... Se me están

clavando los codos en..... Francia y París, qué nombre más estrambótico para

ponerle a un hotel de una ciudad de provincias..... Los bancos plantados en el

sendero..... Justo sobre el lindero de césped..... En uno de ellos encontré al


mayor sentado con la niñita esa que vive en el cuarto y a la que se le ve a

distancia que está a punto de hacer alguna gorda como el padre no la ate en

corto...... Trabaja en la televisión haciendo anuncios, por lo que me ha dicho


ella..... Crema Nivea..... Bombones Nestle..... Pepsi Cola y Coca Cola.....Ya

debe haber aprendido allá las guarrerías propias de los actores..... Y tú,

sonríete mucho, que el día menos pensado te va a subir a casa con un bombo

en el vientre..... Me digo yo en cuanto me encuentro a su padre por las

escaleras..... De todos modos, de tal palo tal astilla..... Me digo después..... La

madre también tiene pinta de buscona..... De gustarle la cosa más de lo

debido..... Tiene aspecto de haberlo pasado en grande antes de casarse o

incluso de haber echado una que otra cana al aire después..... Se les nota en un

no sé qué que les brilla en la mirada..... En la forma de recorrerte con los ojos
cuando te encuentran por pura casualidad en la escalera o en el ascensor.....

Una forma de sonreír que las hace parecer abiertas a todo..... Me la cruzo cada
pocos días..... Tiene el pelo ondulado y teñido de color caoba..... Rojizo.....

Brillante..... Podía incluso probar suerte, pero casi no merece la pena..... El


último año le han salido unos michelines en las caderas que le aprietan las

costuras de la blusa y la carne rebosa sobre ella como el agua de una


balsa.....Y luego tiene ese par de tetas de cabra que sólo deben mantener en pie
a estas alturas los refuerzos del sostén.....

Estaba a punto de quedarme dormido hace un momento..... ¿Lo estaba?..... Lo


estaba..... Sí, sí, claro que lo estaba..... Iba a separarme de la baranda de hierro
y no sé qué me sucedió..... ¿Qué me sucedió?..... Iba a sentarme y a echar una

cabezada en la butaca para descansar un rato..... Era lo mejor que podía


hacerse ya que las cosas se habían puesto de esa manera pero, entonces, ¿qué

fue lo que me sucedió?..... ¿Me arrastré a la butaca?..... Sí..... Llegué a la

butaca y me dejé caer pesadamente sobre ella..... ¡Puffff! ..... La colchoneta se

hundió bajo mi peso y sonaron los muelles como si fueran monedas


tintineando o los cascabeles de un gato..... Entonces los gatos maullaron otra

vez al costado del edificio..... Y yo recordé..... Los gatos..... Asocié..... El

perro..... La revista..... Asocié..... No debía olvidarla..... Asocié..... El dinero

del bolsillo del pantalón para saber cuál de los dos es el que además de todo es

un ladrón..... Asocié.....

Y luego estaban las delgadas patas agitándose frenéticamente..... Posándose

encima de ti mientras duermes..... Con ese color rojizo y ese caparazón

acharolado que las cubre en toda su superficie..... Las patas tan flexibles como
una rodilla humana o incluso más..... Un ligero cosquilleo te corre por la cara

y tú crees estar en mitad de un sueño..... Das un manotazo a tontas y a locas y

a la mañana siguiente encuentras entre las sábanas una puntita negra y


diminuta que lo confirma todo..... ¿Qué coño es esto?..... Te dices temiéndote

lo peor..... Después te pones a mirar extrañado aquí y allá y encuentras el


asqueroso cuerpo del bicho bajo la cama..... ¿Desangrada?..... ¿Ahogada en su
propia sangre?..... Eso si es que tienen sangre..... Como todos vamos a estarlo,

más tarde o más temprano.....


En casa de mamá también las había..... Se metían en las ollas de la cocina, en

los aparadores, se escondían en las juntas que dejaban libres los tiestos que
había en el balcón, en las alacenas y te saltaban encima cuando menos te lo
esperabas..... En verano las había que volaban….. Eran mucho más grandes

que las comunes y un poco más claras de color..... Saltaban de los resquicios
de las paredes para posarse en tu ropa y entonces ella venía con la zapatilla en

la mano, las echaba al suelo de un golpe seco y allí mismo giraba la planta del

pie y aplicaba todo su peso para espachurrarlas..... Las aplastaba con sus cerca

de noventa kilos de peso y se oía el liquido del bicho salir disparado en todas
direcciones para dejar varias manchas oscuras sobre el enlosado..... La mañana

de aquel mismo día había visto una muerta, como si fuera un presagio de lo

que iba a suceder..... Estaba sobre la mella en la piedra blanca que tuvo

durante años el tercer escalón..... Yo llegaba de la calle tratando de no hacer

ruido porque se me había hecho demasiado tarde, pero ella me oyó.....

Madre..... Porque yo siempre la llamaba madre y no como solían hacer los

demás..... Madre..... No me ponga usted una mano encima si es que no quiere

que suceda una desgracia….. Le dije tratando de contenerme..... Madre.....


Repetí..... Ya le he dicho a usted que no le voy a permitir que me levante otra

vez la mano..... Pero ella dijo que aquella era su casa tuviera yo los años que

tuviera..... La había mantenido tras la muerte de papá con su trabajo de esclava


y la única justicia reconocible que había entre aquellas cuatro paredes era la

suya..... Yo me agarré al pasamano, porque no sabía verdaderamente de lo que


era capaz, y ella fue dejando caer las manotadas mientras los vecinos
comenzaban a asomarse a las ventanas y los descansillos..... No sé cuántas me

cayeron ese día..... Debieron ser veinte o más pero, en lugar de tratar de
esquivarlas como otras veces, las fui recibiendo y poniendo la otra mejilla.....

Recuerdo que en algún momento me puse tan loco que le pedí que me diera
más fuerte cuando al parecer había terminado y entonces me cayeron cinco o
diez con más rabia que nunca..... Ponía todo el peso del cuerpo en cada brazo y

el escándalo en el patio se había hecho tan monumental que tuvo que dejarlo a
su pesar por temor a las habladurías..... Yo, agarrado a aquel hierro con todas

mis fuerzas, clavándome las uñas en las palmas de las manos que daban toda

la vuelta al enrejado, seguía diciendo que golpeara sin miedo..... Que me

pegara más si creía que con eso iba a lograr cambiar alguna cosa..... Que me
pegara si pensaba que con eso iba a acallar lo que le envenenaba la

conciencia..... Así que a primeros de Octubre tuve que hacer la maleta con las

pocas pertenencias que poseía y me fui a vivir a un garito que había en la plaza

de Benavente..... Ella ni se atoró..... Debía sentirlo por dentro porque, al fin y

al cabo, yo era su único hijo, la única persona que tenía en el mundo después

de la desgraciada muerte de papá..... Y quizá hasta se arrepintió de haberme

pegado cuando ya había cumplido veintitrés años, en plena escalera, para que

se enteraran los vecinos..... Pero lo cierto es que aquella mañana me vio llegar
a la puerta con la maleta y la caja de cartón en la que había metido los peines,

el jabón, la esponja, el cepillo de dientes, y no dijo ni palabra..... Me recorrió

de la cabeza a los pies con aquella mirada tan dura, apretando firmemente las
mandíbulas, como hacía siempre que no estaba dispuesta a mostrar compasión,

y me abrió la puerta para que saliera como si fuera un preso al que pretendiera
no evitarle ni una sola humillación..... Luego yo volvía por allá
aproximadamente un domingo de cada dos..... Ella me trataba con tal frialdad

que a veces parecía estar recibiendo a un huésped más que a un hijo..... Se me


quitaban siempre las ganas de regresar y hasta me prometía a mí mismo no

volver a hacerlo..... Pero lo cierto es que nunca lo cumplía..... Recuerdo que


las comidas se me hacían eternas y se me terminaban atragantando a pesar de
que aquél era el primer plato decente que me llevaba a la boca desde hacía

días..... El resto del tiempo solía salir del paso con las porquerías compradas
en los figones que había en torno a la estación de las Delicias o en los bares de

la plaza que por las noches se llenaban de putas y de clientes que menudeaban

por allá como sarna esperando una piel a la que montarse..... Comía bocadillos

de calamares a los que no les quitaban las raspas y me irritaban la garganta.....


Casi siempre demasiado salados..... Y setas en salsa verde con unas cuantas

coles de Bruselas para completar el menú que apenas costaba unas pesetas,

porque en el alquiler del cuarto se me iba casi todo el monto de la nómina.....

Después me acostaba en la pajarera aquella desde la que se veían lucir las

farolas de la plaza, en mitad de la bruma del Madrid antiguo, y en la que yo

creía que iba a morirme como un don nadie..... En aquella época soñaba

obsesivamente con la muerte y me preocupaba durante horas por los

problemas que encontrarían para abrir la puerta cuando ya fuera cadáver.....


Algunas noches me levantaba y la dejaba entornada por si acaso….. Con el

riesgo de que me robaran mientras dormía..... Otras veces imaginaba el dedo

del hombre que iba a ponerme la mano encima para comprobar que había
fallecido..... Era un dedo negro, con forma de garfio, lleno de mugre bajo las

uñas, que me hurgaba en los costados y penetraba la carne sin esfuerzo, como
si se tratara de un bisturí..... La carne era una materia tan blanda como la
manteca y aquel dedo nunca se preocupaba de tomarle el pulso o buscar los

latidos del corazón..... Sólo se preocupaba de penetrarla y hurgar en su


interior..... A derecha e izquierda..... Arriba y abajo..... Como si merodeara por

un piso de diversas habitaciones y no supiera por cuál decidirse..... Así que no


era extraño que me despertara de un sobresalto, tiritando, con la frente
empañada en sudor y tardara un buen rato en volverme a dormir..... Las luces

naranjas seguían brillando más allá del cristal, aún faltaban horas para que
clareara, pero a menudo yo ya no podía conciliar el sueño y permanecía

agobiado y dándole vueltas a la cama..... En cuanto el alba apuntaba en la

ventana, me vestía y me marchaba a la calle a tomar un café con leche y hacer

tiempo hasta que abrieran la oficina..... Pero hasta de ese infierno fui capaz de
salir..... Si es que ella se pensaba que iba a acudir a su encuentro con el rabo

entre las piernas para pedirle que me readmitiera..... Encontré aquel trabajo en

el barrio del Matadero y fui haciéndome un puesto como quien no quiere la

cosa..... Me sobraba la inteligencia que a ellos les faltaba y estaba asqueado de

tenerle que poner buena cara a ese gilipollas de Cabarcos que tenía como jefe,

a pesar de ser un inepto, pero al fin no podían prescindir de mí porque me hice

insustituible y fui yo el que decidió marcharse a otro lado cuando más me

convino.....
A ver si ahora es posible que me quede al fin dormido..... Así es mejor, es una

postura mucho más cómoda que la anterior..... ¿Puedo extender las piernas?.....

Sí, claro, claro que puedo..... Levantar los brazos y situarlos bajo la cabeza o
detrás del respaldo de la butaca..... Sobre esos tubos flexibles que se parecen al

bambú..... Enredarlos y recostar la cabeza en ellos..... Así..... Así es mucho


mejor..... Aunque ahora a veces pierdo el desarrollo de los planteamientos
cuando son demasiado complejos o simplemente resultan demasiado largos o

enrevesados..... Un interruptor en la mente que se apaga con el transcurso de


los años..... Se me escapan los detalles que antes me saltaban a la vista desde

el primer momento..... Vulneración del control obligado a lo largo del día por
la falta de capacitación para..... Cómo era..... Nosécómoera..... Nosé.....
Vulneración de los archivos mentales que ejercitan los oficios de... y de... .....

Bahhhhh, qué más da..... Es sólo un texto que no quiere decir nada..... Como
tantos otros que pululan por ahí..... Pero eso sí, la revista la recuerdo como si

la tuviera ahora mismo aquí delante..... Como si estuviera pasando la mano por

la costra húmeda que pega las fotografías y deja una mancha que duplica las

palabras..... Recuerdo como ella flexiona las piernas mientras el tipo la mira
sentado en una butaca que hay plantada en medio del salón..... Él fuma

tranquilamente, dejándose envolver por las volutas de humo que ascienden por

el ambiente cargado..... Sin darle ninguna importancia a las cosas que

contempla y que a otro no tardarían un minuto en volverlo loco..... Es por esa

historia por la que no me gustaría perderla de vista..... Las otras, con aquella

tipa que va al cine y se la chupa al acomodador en un palco, es mucho peor y

ni siquiera tiene fotos..... La de la tipa que se entrega a un albañil que hace en

verano una obra frente a su piscina es simplemente inverosímil..... De eso


viene inverosimilitud y no inquietud..... Inverosimilitud de que lo haga delante

del resto de la cuadrilla con la excusa de que su marido se halla de viaje..... Y

de que encima pretenda darle no sé qué lección moral al que se la está


tirando..... ¿Quién se va a creer una cosa semejante?..... Es de gilipollas..... A

la otra, sin embargo, se le ven las rodillas blancas, tremendamente redondas y


las piernas torneadas cuando las flexiona para abrirse del todo..... Él continúa
mirándola tranquilamente desde la butaca mientras ella se mete dentro el

cuello de la botella de champán..... Está la botella..... Desangra..... No.....


No..... ¿Descorchada? ..... Sí..... Sí, que lo está..... Parece por la expresión de

su cara que no lo esté haciendo exclusivamente por un trabajo bien


remunerado, como le sucede a otras, sino que es una de esas zorras que
disfrutan de lo lindo con el asunto..... Lleva un picardías negro que le sube

descaradamente por los muslos y cuando se lo quita resulta que tiene unas
grandes aureolas sonrosadas en torno a los pezones..... Antes se le han caído

los tirantes de los hombros y le cuelgan desganadamente de los brazos, como

las serpentinas de una fiesta..... Redondos..... Muy redondos..... Se nota a

distancia que la peluca negra es completamente falsa..... Como el suelo.....


Como los trajes..... Como el coche de época que los transporta a su casa..... El

ascensor por el que suben hasta el piso es tan falso como todo lo demás.....

¡Ahhh!..... ¡Qué aburrimiento!..... No sirve de nada pensar en esas guarrerías si

no es uno el que las hace..... Por eso inquietud..... Inverosimilitud..... Es un

engorro empezar de nuevo ahora..... Desnudarse sólo un poco..... Luego hay

que limpiarse sobre el estómago..... Ir al baño y pasar frente a los cuartos otra

vez..... Una sacudida final..... Un golpe de la sangre subiendo a la cabeza.....

Uno se siente tocado por un dedo mugriento y cuando se ducha parece haber
renovado su vida por completo..... Bajeza espiritual más que carnal..... Un

temblor en la parte superior del muslo que tarda un segundo en transmitirse a

todo el cuerpo..... Pero que ya no.... Ya no..... Poder prescindir y empezar


como un hombre nuevo desde el principio..... Pero sólo hasta la próxima

vez..... Porque nadie está hecho para reivindicarse en la inverosimilitud,


esclavitud, inquietud.....
El verano en que nos conocimos..... La condenada sierra..... No hacía apenas

frío a pesar de que había llegado el atardecer y las sombras oscurecían las
laderas de las montañas..... Quedaban unos restos de nieve en las cumbres que

apuntaban al cielo..... Sobrevolaba Madrid esa humareda en forma de hongo


nuclear y allá, en mitad del campo, uno se sentía como si perteneciera a otro
mundo que nada tenía que hacer con el rutinario que acostumbra a tolerar

todos los días..... A veces pasaban a lo lejos trenes medio vacíos..... Ella
parecía muy tímida..... Muy poco resuelta..... Llevaba media vida yendo y

viniendo de Cádiz por el trabajo del padre en el Instituto Nacional de

Industria..... En esta ocasión estaba en Madrid para arreglar la venta de unas

acciones después de la muerte del marido, según me dijeron..... Me la dieron


desde el principio con tanto pijerío y tanta tontería..... Me dejé llevar por las

apariencias como un pardillo, porque en realidad ellos no tenían dónde caerse

muertos con sus líos de herencias y sus gilipolleces..... Arruinados hasta la

médula después de que el padre de ella se hubiera convertido en un

degenerado dispuesto a dilapidarlo todo con unos y otros..... Pero me la vi allá,

tan recatada, tan remilgada, que me dije: ¡coño!, ésta precisamente es la que

me conviene..... Me da lo mismo lo de los dos críos y lo que le echen

encima..... Si encima tienen dinero es como una inversión..... Así que hice lo
imposible por no romper el delgado hilo que nos ataba tras aquel primer

encuentro..... Le dije que podíamos tomar un café o ir al cine un día en que

estuviera libre, puesto que iba a vivir aquella temporada en Madrid..... Ella no
parecía del todo esquiva..... En un principio puso algunos reparos porque debía

suponer que eso era lo que se esperaba de una mujer decente en su


situación..... Se acordó de los críos y de repente los puso como parapeto..... No
le parecía bien dejarlos solos..... Dijo..... No sabía si era correcto que ella

saliera a divertirse cuando había transcurrido tan sólo año y medio desde la
muerte de él..... Yo, sin embargo, le insistí por teléfono..... La llamé un par de

veces y le dije que no era bueno que una mujer viviera sin ningún
entretenimiento..... Ella era una mujer atractiva y no me parecía que debiera
encerrarse en una casa como se hacía antes, como había hecho mi madre, sin ir

más lejos, tras la desgraciada muerte de papá..... Ella se resistía, pero había un
tono en su voz que me decía que sólo era cuestión de tiempo que cediera.....

Vaya si cedió.....

Ahora, después del movimiento, se me ha pasado por completo el sueño.....

Sabía que iba a suceder..... ¿Lo sabía? ..... Sí, claro, claro que lo sabía.....
Desde el mismo y exacto momento en que dejé de pensar en la puta de la

revista y pensé en ella..... Lo sabía..... Por supuesto que lo sabía..... Era

inevitable.....

El viento..... Uhhhhh..... Uhhhhh..... Corriendo..... Soplando..... Golpeando

contra las esquinas y los árboles..... Volando furiosamente en dirección al

apeadero del ferrocarril..... Metiéndose entre los cristales rotos y asustando a

las ratas que corren por los desagües y pasan como exhalaciones bajo las

rejas..... Corre que te corre..... Pero no tan salvajemente como en la ciudad


aquella en la que decían que la gente se volvía loca sólo de escucharlo.....

Soplaba en los callejones y en las avenidas..... Soplaba en las esquinas y en los

esquifes..... En las playas y en el muelle..... Levantaba la arena del piso y se te


metía en los ojos sin dejarte ver apenas a un metro de distancia..... Te golpeaba

la piel como decenas, centenas, miles de alfileres y entonces tenías que coger
todos los trastos y abandonar la playa..... Picaba el mar y hacía peligroso el
bañarse..... Ponían hasta una bandera roja para avisarlo y al que se introducía

en el agua a pesar de todo iban a sacarlo los socorristas.....


Los grillos otra vez, cantando como locos..... Los grillos cantan antes del

verano, no ahora..... Son los gatos..... Los gatos cortejando a la gata en celo
contenta de poseer tantos pretendientes donde elegir..... Dolor punzante en las
sienes..... Estallar del todo la materia gris que hay dentro de..... Los sesos..... El

cerebro..... Cerebelo..... Los fluidos mentales esparciéndose por las baldosas y


que mañana tendrían que recoger con una escoba y una fregona..... Extrayendo

cuidadosamente los restos pegados a la pared..... Como los que venden por

ahí..... Expuestos en los escaparates, junto a las piezas de casquería que las

moscas sobrevuelan cuando quedan atrapadas en las vitrinas..... Borrachas de


sangre coagulada..... Ahítas de gelatinosos ojos sin vida..... De cráneos

afeitados color pomelo..... De fría y rancia leche de cadáveres..... Estoy a

punto de..... No..... No aún no..... Todavía..... No..... No.....

Los globos de las farolas brillando aquella noche de agosto..... La marea

estaba muy baja y desde el parapeto de piedra se veía el reflejo de la luna

sobre las pequeñas balsas que el mar había olvidado en su camino..... Era una

luna casi como la de esta noche..... Un gran melón amarillo estampado en el

firmamento..... Caminamos por el paseo marítimo por completo a oscuras,


porque unos minutos atrás habían sufrido un corte de luz..... Buscando un bar

en el que nos dieran algo de cenar..... Unos chipirones y unas navajas.....

También un bloque de helado que estaba tan duro que doblaba el cuchillo al
tratar de penetrarlo..... ¿Fue un mal verano ése? ..... ¿No? ..... No, sí,

síquelofueee..... Todo se convirtió en un desastre desde el primer día en que


llegamos..... Se notaba a lo lejos que la familia cambiaba de conversación en
cuanto ella aparecía, porque temían que el tema de las correrías del padre con

aquella golfa y su hijo mariquita salieran a colación y la señora escuchara algo


indebido..... La conocían de sobra como para saber que no iba a dar su brazo a

torcer de ningún modo, pero aun así no podían contenerse, como yo no me


hubiera contenido..... Cuando entramos en aquella tienda para ver a la hermana
del padre noté en seguida que la vieja había estado de uñas durante meses y

necesitaba desfogarse con quién fuera..... Se había casado en segundas nupcias


con aquella furcia del demonio y no contento con eso encima pretendía

meterla en las reuniones de la familia..... ¿A quién se le ocurría? ..... ¿Se había

vuelto loco o qué?..... Parecía la más enojada de todos ellos, la más dispuesta a

decir las verdades a la cara..... No podía entender como Demetrio era capaz de
montar un escándalo semejante..... ¿Es que no pensaba en las consecuencias

que su actitud tendría para su buen nombre?..... Estaba sentada frente a la mesa

que había en los entresijos de la tienda de antigüedades que regentaba desde

hacía un montón de años..... El moño temblaba con cada movimiento enérgico

de su cabeza, como si fuera a deshacerse y dejar caer las hebras grises sobre

los hombros..... Tenía los ojos acuosos, pardos hasta parecer amarillos que

también tenía él, y a veces daba un respingo para llamar la atención del

dependiente que acudía solícito en cuanto oía su voz..... Le comunicaba algo al


oído y, cuando el otro se alejaba, ella volvía al tema de siempre..... Llevaba

unos pendientes engastados con unas perlas grandes, de verdad..... Una rebeca

de punto sobre una blusa de la que colgaba el cordón de las gafas..... A la


derecha del cuarto había una bailarina metida en una urna de cristal que los

críos miraban danzar, mientras de la caja salía una música de polichinela.....


La vieja trató de ser lo más diplomática posible hasta que algo la hizo perder
los nervios..... No sé lo que fue, si recordar la última payasada cometida por él,

o comprender en la expresión de su cara que ella no iba a traicionar a su padre


se pusiera como se pusiera..... Que no iban a sacarle una crítica contra él ni

aunque la torturaran..... Entonces la vieja le recordó lo que se habían querido


ambos desde que eran niños, lo que la quería a ella y a sus hijos..... La llamó
Claire….. Pero una cosa así no podía permitirse..... Añadió..... Tenían una

reputación que conservar y en una ciudad pequeña la gente se las arregla de


cualquier modo para convertirte en piedra de escándalo, sobre todo cuando te

tienen ganas desde hace tiempo por un motivo u otro..... Esto no es Madrid…..

Dijo alzando la voz y luchando con una leve tensión de las manos que se

crisparon contra el cartapacio de cuero..... Tú no vives acá ahora y no puedes


darte cuenta de la posición en la que Demetrio nos ha puesto..... Por otra parte,

ella sabía a la perfección lo que eran los hombres..... No en vano llevaba

casada cuarenta años con uno, pero no creía haberse excedido precisamente al

pedirle a él que no los ridiculizara cometiendo una tontería como la de aquella

boda..... No le parecía que si lo que quería era acostarse con una furcia fuera

necesario poner en ridículo a toda la familia..... Clara la oyó asintiendo

ligeramente con la cabeza, pero sin pronunciar una palabra..... La miraba y

luego le echaba un vistazo a los críos que seguían embaucados con los trastos
que la vieja tenía por allá y debían costar una millonada..... Comprobé que

entonces observaban a unos trapecistas que daban pequeños giros por medio

de un resorte mecánico y unas muñecas que llevaban vestidos de terciopelo


con un babero de encaje y un ancho cinturón sobre las caderas..... Había bolas

de cristal que encerraban un continente rodeado por una nube y lámparas sobre
la alfombra en la que ellos se habían tumbado a jugar..... Parecía la casa de uno
de esos judíos que salen en las películas..... Llena de cachivaches

extravagantes que no sirven para nada, pero cuestan un riñón y por los que
algunos todavía se desviven..... La vieja continuaba hablando mientras

tanto..... Le decía que se creía una persona tan sensata como la que más y
podía entender incluso un cambio de “perspectiva”..... Vaya forma de llamarlo,
me dije yo..... Si algo no había faltado nunca en la familia había sido

liberalismo a espuertas, incluso cuando no se llevaba en ninguna otra casa de


la ciudad….. Replicó ella..... Ni a Clara ni a sus primas las habían obligado a

casarse con nadie cuando ésa era la costumbre..... La vida se vuelve muy larga

en determinadas circunstancias y Demetrio se ha aburrido mucho estos últimos

años, añadió después..... Desde que murió tu madre y él se jubiló ha hecho


extravagancias sin cuento, pero hasta eso estoy dispuesta a admitirlo..... Lo

que de veras no entiendo, ni puedo perdonar si te digo la verdad, es la falta de

inteligencia en un hombre como él..... Supongo que una puede esperarse

cualquier cosa de esa locura que a veces les entra, pero se debe exigir que

conserven el raciocinio bastante como para prever que van a perjudicar a sus

seres queridos y darles una mala publicidad que no tienen por qué pagar

debido a sus caprichos..... Para entonces parecía haber recuperado un tono más

mesurado..... Más calmado.....


De todos modos, empleara el recurso que empleara, yo sabía que a ella

hubieran tenido que asesinarla si deseaban que criticara a su padre en

público..... Tan en lo cierto estaba de aquello, que ha pasado un montón de


tiempo y ella nunca ha dado su brazo a torcer..... Es cosa de familia..... Pura

cabezonería..... Puro orgullo y amor propio de casta..... Pura idiotez de clase


alta que no tiene donde caerse muerta y conserva los graznidos del pasado.....
Ella no iba a ceder después de que ninguno de ellos se presentara en el

entierro..... Eso era lo peor que le podían haber hecho..... Según creía..... No
iba a perdonárselo nunca..... Podía ser lo que fuera, pero era su hermano y

tenía que haber asistido, repuso indignada cuando regresó de allá..... Yo le dije
que pensara en el futuro de los críos en lugar de en lo que ya no tenía
remedio..... Que pensara en lo que iban a sacar ellos a cambio de tanta escena

de vodevil..... La vieja era millonaria y no tenía hijos propios, no pretendería


que los desheredara, todo por una cabezonería que no venía a cuento..... Pero

para ella a esas alturas la vieja hubiera podido ser Jacqueline Onassis, le

hubiera dado igual con tal de vengar al sinvergüenza del papaíto..... Así que yo

comprendí que no merecía la pena ponerse a discutir..... Me dije que acaso


podría convencerla de que los mandara allá los veranos si no teníamos otro

lugar adónde ir y que así ellos podrían facilitar que alguna vez hicieran las

paces..... De todos modos, es la misma cabezonería de siempre..... La misma

que conserva ahora..... La misma que le enseñaron desde cría..... Después de lo

de esta noche, se levantará de la cama en cuanto yo entre en el dormitorio y se

vendrá a dormir al sofá como hace las veces en que discutimos..... Ni siquiera

se tumba..... Es capaz de quedarse ahí sentada hasta la mañana siguiente como

una esfinge y no dirigirme la palabra en unos cuantos días..... Durante el


desayuno me pasa los platos y las tazas a través de la mesa si no tiene más

remedio y cuando lo hace aprieta firmemente los labios para mostrarle a ellos

la aversión que siente por mí..... Sólo los abre para decir alguna cosa..... La
verdad es que le encanta dárselas de indignada y se imagina que así ella queda

como una gran señora y les demuestra a ellos toda la distancia que nos
separa.....
¡Joder, la madre que me parió!..... En cuanto pienso en ella y en su puñetera

parentela se me pasa el sueño..... Me he desvelado otra vez por completo.....


Estoy en realidad..... ¡Ahhhaaa!..... No..... No lo estoy..... Me asomaré otra vez

a la terraza..... No, aún no..... Dejar pasar el..... Eucaliptos..... Sauces.....


Llorones..... Abedules..... Las hojas que mueve el viento..... Levantarse.....
Moverse..... Las costillas doloridas y la espalda medio quebrada por la dichosa

butaca..... Levantarse..... Agitarse..... Moverse.... Los sauces..... Ahora nada.....


Ya lo sabía..... No hay manera..... Es lo que yo digo, cuando me pongo a

pensar en todos ellos se me subleva hasta la sangre..... Por eso es

desangrada..... Se me estaba clavando en los riñones el muelle del respaldo

que se salió en no sé dónde..... Le he dado un montón de golpes para meterlo


otra vez en su sitio, pero se vuelve a salir….. El hijo de la gran puta..... No sé

qué coño le..... ¡Pummm!..... ¡Pummm!..... Ya está.....

Nada más dejar de golpearlo aparté la cortina porque creí haber oído chocar

unas gotas contra el cristal..... Como si comenzara a llover justamente

ahora..... Sería una cosa curiosa que precisamente hoy..... Precisamente hoy.....

Cayera una tromba de agua que pusiera fin a esta maldita sequía..... La mano

estaba seca cuando la volví a introducir en el interior, pero la atmósfera

parecía cargada de humedad.....


A ver si aguanta esta vez la maldita butaca del demonio, por lo menos hasta

que pueda comprar otra en cuanto las cosas mejoren..... Me dije….. Apartar

con el pie para hacer más hueco..... Chirrido..... Otro chirrido..... No, un
maullido..... Así..... Ahora sí..... Ya sí..... Llevamos una temporada de vacas

flacas que no sé cuándo va a terminarse..... Es como si te cayera encima una


maldición y no hubiera forma de levantar el vuelo..... La peste bubónica o
poco menos..... La peste negra, la malaria y el tifus, todo a la vez..... Todo sale

mal y no hay manera de cambiar la racha por mucho que te empeñes..... Han
crujido los reposa—brazos como si estuvieran a punto de partirse..... El

sendero desierto por el que pasó el tipo aquel..... Se oían hasta los pasos y el
roce de su ropa..... Sí..... Indiscutiblemente huele a lluvia..... La lluvia de la
victoria corriéndole por la boca, el pelo, la frente a esa masa vociferante que se

veía hace un rato a las puertas del Palace..... Es lo que yo decía, quizá ahora
cambie la racha..... Se suceden las desgracias una detrás de otra, pero quizá

ahora comiencen a..... Ahora quizá sí, porque es como si me fuera a poner a

roncar y..... No..... Otraveznoo..... Noo..... Todavíanoo.....

Oírme roncar antes de dormir como si fuera dos personas..... Duplicidad.....


Inverosimilidad….. No….. Menudo desastre..... Es imposible lograr que.....

Ahora sí que estaba con los codos apoyados en la barandilla y la tumbona

descansaba a mi espalda abierta de par en par, con las patas simulando las

hojas de unas tijeras clavadas en el terrazo….. Como había temido, se me

había pasado por completo el sueño….. El cielo volvía a aparecer levemente

azulado sobre la altura del Cuatro….. Al abrirse las nubes, varias estrellas

minúsculas parpadearon encima de la terraza….. Las ramas de los árboles

continuaban mecidas por el aire….. El viento se introducía entre las hojas y


realizaba ese sonido característico que recuerda el agitarse de unas

palmeras….. Rrrrssss….. Rrrrssss….. Chocando contra los mazacotes de los

edificios y corriendo por las avenidas, los recodos y las galerías que éstos
forman a lo largo del barrio….. La bruma había descendido y llegado a los

parterres más próximos, convirtiendo los rosales y los arbustos que forman los
setos en una especie de flora minúscula, con vida propia….. Una pequeña
selva, una espesura de seres y plantas en miniatura, un recuerdo de lo poco que

somos aunque tú te creas el centro del universo….. El aire, tras abandonar esos
recodos, se perdía hacia Madrid….. Pasando por el descampado y dirigiéndose

a la iglesia del pueblo de Vallecas, que se veía apuntar en el horizonte con su


techo de pizarra….. Estás una noche durmiendo….. Me dije, mientras miraba
las nubes que parecía pinchar la aguja del campanario, y de repente te mueres.

Estás comiendo tan tranquilamente sentado en el salón de tu casa y te da un


ataque al corazón. Se acabó todo. Si has sido un desgraciado toda tu vida, pues

con eso te quedas para los restos. Si no has sabido disfrutar, pues ya no tiene

remedio. Te hiciste viejo, te cuelga la papada, se te cayó el pelo, te salió la

barriga... Llevas no se sabe cuántos años haciendo el gilipollas y ahora resulta


que no tienes ni una ventanilla en la que reclamar sobre eso. “Habértelo

pensado antes”, te dirán, “Si te casaste creyendo que hacías un buen negocio y

la cosa salió mal, pues te jodes. Te hiciste cargo de lo que no era tuyo

creyendo que te iban a subvencionar por ello, pues resultó que no. Te jodes. A

ver qué haces ahora con el muerto encima, capullo... Te jodes, te jodes... Y,

simplemente, te jodes”.



Así que tenía en realidad todos los motivos que pudieran desearse para decirle

a ella que era mejor que ninguno de los críos la acompañara hasta allá cuando
el viejo murió de un infarto un año después de marcharse de esta casa.

Yo mismo le dije aquella mañana, cuando llegó la noticia por medio de un


telegrama que trajo uno de esos tipos de Correos subidos en una moto

amarilla, que era mejor que ninguno de ellos se enterara de qué clase de vida
había llevado su abuelo.
— ¿Quieres que lleguen allá y se encuentren en el velatorio a todas las

prostitutas y a todos los invertidos de Cádiz y de la provincia? — le pregunté,


sabiendo de antemano que ese argumento no podía fallarme —. ¿Quieres eso

en realidad para ellos? ¿Qué crees que te vas a encontrar allá? ¿Crees que va a

ir a velarlo la gente decente cuando todo el mundo estaba al tanto de sus

correrías?
Ella estaba llorando en el dormitorio, sentada sobre el borde de la cama.

Mientras yo le hablaba, se secaba las lágrimas que le corrían por las mejillas

con un pañuelo que le daba por guardar de vez en cuando en la doblez que

formaba la manga de su blusa. En ocasiones, cuando creía no poder aguantar

más, lo extendía pacientemente por las puntas, se lo acercaba a los ojos y lo

aplicaba con mucho cuidado sobre los párpados y las pestañas, como si

temiera rompérselas con ese movimiento tan frágil.

La mayor parte del tiempo parecía hallarse ensimismada. Sólo acertaba a


pronunciar de vez en cuando, en un tono de voz tan leve que apenas lograba

oírse: “¡Mi padre..., mi padre..., mi padre ha muerto!”, puesto que parecía

necesitar escuchárselo decir a alguien, aunque fuera a ella misma, para poder
creérselo definitivamente.

Lo cierto es que aquella mañana permaneció llorando, secándose las lágrimas


con aquel pañuelo cada vez más arrugado, y entonando durante horas la
misma cantinela.

Yo me fui a trabajar a eso de las nueve, regresé alrededor de las dos menos
cuarto para comer y ella seguía todavía encerrada en el mismo lugar y con la

misma actitud de comienzos del día.


Como no tenía otra cosa que hacer, me senté en uno de los sofás, abrí el
periódico, repasé la cotización por si había alguna buena noticia en las páginas

de economía y conecté el televisor para echarle un vistazo a los programas


matinales.

No dije nada en voz alta, pero era incapaz de concentrarme en el periódico o

en la pantalla y para mis adentros no cesaba de preguntarme si la muerte del

viejo la había liberado, sin yo saberlo, de sus obligaciones familiares.


Eran cerca de las dos y veinte de la tarde cuando ella se decidió por fin a

abandonar el dormitorio. Se fue hasta la cocina, atravesando el corredor como

si fuera un alma en pena, y se puso a hacer la comida. Mientras, los críos (que

habían regresado del colegio donde yo había decidido mandarlos esa mañana,

porque no hacían absolutamente nada en la casa) la miraban con cara

compungida y se mordían los labios sin saber apenas qué hacer, ni qué pensar,

ni qué decir.

Cuando terminó de manipular las sartenes, nos sirvió unos huevos fritos y un
filete a cada uno, junto con un poco de ensalada de tomate que vertió en una

fuente de vidrio. Espero a que termináramos de comer, retiró los platos de la

mesa, los fregó, los secó, los puso en el armario y, en cuanto ellos se
marcharon de nuevo a clase (porque yo decidí que aquello era lo mejor

teniendo en cuenta las circunstancias), se volvió a encerrar en el dormitorio


para ponerse a llorar otra vez.
Yo me marché a trabajar esa tarde incluso antes de la hora, a pesar de la rabia

que siempre me da llegar el primero a la oficina y tener que esperar a que


abran la puerta. Me estaban empezando a agobiar tantas lagrimitas de

cocodrilo por un viejo sin moral y sin decencia, por mucho que fuera su padre,
y así se lo dije a Alonso mientras nos tomábamos un café cuando él me
preguntó si algo marchaba mal en casa.

Luego fueron llegando los demás y formaron en una de las esquinas del bar el
grupito de costumbre, con sus bromas e idioteces. Dan unas voces muy altas,

lo mismo que si se estuvieran divirtiendo a lo grande, pero en cuanto te

acercas a escuchar te parece el jolgorio injustificado y así se lo volví a decir a

Alonso. Él estuvo de acuerdo conmigo también en eso y repuso que nunca le


habían gustado las camaraderías en el trabajo, le sonaban a una cosa

inoportuna, irreal, y que debían dejarse en todo caso para la vida privada. El

que estuvo de acuerdo entonces con él fui yo.

Cuando al fin entramos en el despacho estuve haciendo el paripé con las líneas

de ventas desplegadas sobre la mesa, alterándolas unas con otras como si

jugara un solitario a las cartas, pero a media tarde decidí ponerme a trabajar de

lo lindo y saqué unas cuantas cotizaciones según iban cayendo las horas por el

reloj.
Lo cierto es que ella no volvió a hablar en lo que restaba de día. No habló con

ellos, que yo sepa, cuando regresaron del colegio a eso de las cinco de la tarde.

Ni conmigo, cuando volví cerca de las ocho y media y me la encontré en la


cocina haciendo la cena.

Esa noche se negó a meterse en la cama y permaneció sentada en el sofá como


si hubiera empezado a velar su cadáver. Se tapó con una manta las piernas, se
acomodó un cojín a la espalda y se quedó esperando una aparición por su

parte, después de que el viejo la hubiera dejado sin una sola palabra de
despedida.

Yo me desvelé alguna vez en mitad de la noche, abrí la puerta del dormitorio y


escuché sus lamentos a distancia, pero ni se me ocurrió aparecer por allá. No
sé lo qué se dijo sobre él, lo que le pasó por la cabeza durante tantas horas en

vela, pero la verdad es que, a pesar de lo que yo me temía que iba a suceder a
la mañana siguiente, no fue necesario insistirle más sobre la idea de viajar

hasta allá con los dos críos.

A las siete y media de la mañana fue hasta la cocina y, tras tomarse un café

con leche, hizo unas cuantas llamadas telefónicas para conseguir la reserva de
un billete de ferrocarril. Se gastó en el viaje todo el dinero que tenía ahorrado

quién sabe cómo, como si hubiera estado previendo que más pronto que tarde

iba a necesitarlo para aquella causa y lo hubiera escondido en uno de esos

lugares ocultos que tanto la complacen.

Poco antes de las nueve, tras despedirse de ellos con un beso y un llantito de

regalo, por si todavía no los había maleado lo bastante, descendió muy seria la

escalera, cargada con una maleta y un bolso de mano de color marrón, cogió

un taxi que pasaba en ese momento por la avenida y se marchó en un tren que
partía de la estación de Atocha.

Y lo cierto es que, aunque cueste creerlo ahora, aunque alguien me pueda decir

que exagero por animadversión hacia ellos, todo lo que yo había previsto y le
había anunciado de antemano sucedió como si me lo hubieran contado, como

si fuera un brujo que adivinara el porvenir en una bola de cristal o en una


baraja de cartas.
Esa misma noche, en el Tanatorio Municipal, cuando ya había llegado hasta

allá y le había dado tiempo a alquilar una habitación en un hostal para


cambiarse de ropa, comenzaron a aparecer los maricones del pueblo y de los

alrededores. Eran los amigos del hijo de la segunda mujer de él (de la


Conchita aquella que él citaba con tanto cariño cuando pretendía
presentársela). Entre todos montaron una fiesta allá mismo. Contaron chistes

verdes, bebieron y no sé si bailaron en el vestíbulo, delante del féretro y de la


viuda, que de paso se había apoderado de las cadenas de oro y del reloj de

pulsera de él, que era lo único que en aquellos meses había consentido en no

gastarse en golferías.

Al parecer no se presentó nadie más en lo que restaba de noche excepto los


trabajadores de guardia del edificio, que acudieron a la sala que ocupaban los

familiares del difunto para sumarse al sarao y echarse unas risas a costa de los

mariquitas. Ni siquiera acudió nadie decente al entierro cuando al fin llegó la

mañana siguiente y se lo llevaron en un coche fúnebre al cementerio del

pueblo.

Pero eso sí, ella, sentada al otro extremo del cuarto durante horas, tuvo que

aguantar sus miradas provocativas, sus risitas desvergonzadas, sus

comentarios dichos con la peor intención para vengarse de la familia que había
despreciado a la segunda esposa del viejo durante los años en que ambos

fueron, legalmente hablando, marido y mujer.

No se quedaron en las tonterías de costumbre, en las chorradas que cualquiera


hubiera esperado oír de sus bocas. En lugar de eso se pusieron a denigrar a la

primera mujer de él, a su madre muerta, porque el hijo maricón pensaba que
había sido mucho más feliz con la suya, con su madre allí presente, que con la
otra.

La verdad es que puede decirse que con respecto a eso el mariquita tenía toda
la razón. No podía discutírsele. No lo hubiera negado ni el viejo mismo de

poder levantarse. Porque incluso dentro de la caja debía tener una expresión de
felicidad en la cara tras haber pasado casi un año entero rodeado de todos
aquellos degenerados que eran en público lo que él no se había atrevido a ser

más que en privado.


Cuando acabó al fin todo el ajetreo del entierro y el correspondiente papeleo

administrativo en el Registro Municipal (que se convirtió también en una

pesadilla porque había declarado a aquella puta beneficiaria, a medias con ella,

de todas las miserias que le quedaban en la vida), ella pudo abandonar por fin
el pueblo y regresó en el mismo tren en el que se había marchado.

Estaba más pálida que nunca cuando se apeó del vagón en la estación de

Atocha adonde acudí a recogerla. La verdad es que al verla aparecer casi no la

reconocí por las ojeras que le comían los ojos y el surco que había ahondado

los pómulos hasta hacerlos parecer cráteres hundidos en la piel.

Parecía encorvada y varios años más vieja que tres días atrás y arrastraba la

maleta por el piso de goma no por desgana, como pudiera creerse a primera

vista, sino porque en realidad apenas podía con su peso. Tan poco podía con él
que al descender del coche la maleta se le escapó, dio unos botes sobre la

escalera metálica y estuvo a punto de caer a la vía antes de que yo pudiera

quitársela de las manos para evitar percances mayores.


Después de eso tuve que llevarle la maleta por temor de que la extraviara o

fuera golpeando con ella a la multitud con la que nos cruzábamos.


A los pocos minutos de estar caminando, sólo por romper el hielo, comencé a
hablarle de no sé qué cosa sin importancia sucedida durante su ausencia. Ella

continuaba ensimismada, como si le costara un gran esfuerzo entender mis


palabras e incluso reconocer los detalles más vulgares de la estación.

Contemplaba los focos, los escaparates y el apagado brillo de los raíles como
si no los hubiera visto antes. Ni a mí parecía reconocerme. Así que volví la
mirada al frente y me despreocupé.

Continué caminando con la maleta a cuestas a través de los largos pasadizos y


ella tendía a quedarse rezagada. Yo no le daba demasiada importancia, pero de

repente noto algo raro, voy, me giro y caigo en la cuenta de que debía llevar un

rato caminando solo.

En un principio me puse a mirar en todas direcciones y no se la veía por


ninguna parte. Ni a derecha ni a izquierda. Ni adelante ni atrás. Miré en los

bancos en los que se acumulaba esa gentuza que hay siempre en las estaciones

de tren, esperando no sé sabe bien qué, pero nada. No estaba tampoco entre los

viajeros que caminaban a mí alrededor y pasaban rozándome con sus maletas

y sus bolsas. Finalmente tuve que dar marcha atrás y ponerme a buscarla por

el camino que habíamos recorrido desde el apeadero.

Estuve un par de minutos en la puerta de los servicios por si se había

introducido allá sin avisar pero, al ver que no salía, también lo dejé. Después
volví unos cuantos metros más atrás, cargado con la dichosa maleta que

pesaba como si llevara un muerto dentro. Estaba desesperado, a punto de irme

a recepción para que la llamaran por megafonía como a una cría que se ha
extraviado, cuando de repente me fijo en una chaqueta familiar y en un bolso

de mano de color marrón que yo mismo había usado en una ocasión y me la


encuentro con la cara desencajada frente a un kiosco de periódicos. Miraba
fijamente la portada de los diarios nacionales con la misma expresión

sonámbula con la que había descendido del tren y, al verme venir, gira unos
grados el cuello y me dice que quería poner una esquela para que se enteraran

de su fallecimiento los amigos que él poseía en Madrid.


Yo, por supuesto, no daba crédito a lo que oía.
Me puse a disimular, la cogí del codo para llevármela de allá y traté de quitarle

semejante idea de la cabeza con unos argumentos que sabía que no me


fallarían, argumentos del mismo tono de los que empleé cuando ella tuvo la

ocurrencia de llevarse a los dos críos para que asistieran al entierro.

“Era lo que faltaba”, me dije a mí mismo mientras caminábamos en busca del

coche, tirando de la maleta con una mano y con la otra conduciéndola del
brazo para que no se me despistara, “Lo que faltaba era que anduviéramos

gastando el dinero que no tenemos en gilipolleces, como si con el entierro y

los amigos invertidos de él allá no hubiéramos tenido ya bastante. Se te van a

presentar en la casa y te la van a llenar de plumas”, pensé mientras continuaba

sin soltarla del brazo, “Unos cuantos viejos degenerados era lo que nos faltaba

para animar el cotarro”.

Unos metros más allá, continuábamos caminando por el andén y aún no

habíamos alcanzado las puertas de la estación que conducen al parking, me


puse un poco más diplomático (sospeché que me iba a ser más fácil

convencerla de ese modo que en lugar de recurrir a una burrada) y comencé a

contarle lo que presumiblemente iba a ocurrir si hacíamos una cosa semejante.


Estuve diciéndole que los amigos de él en Madrid no iban a diferir mucho de

los que ella había conocido en Cádiz. Lancé la carga de profundidad y, al


mirarla, comprobé por la nube que le cruzó los ojos que había hecho blanco.
“Es mejor”, añadí, “no remover las cosas y que los críos anden haciéndose

preguntas inconvenientes. No podemos saber lo que va a aparecer por la casa


si ponemos un anuncio en el periódico. Yo creo que es mejor dejar las cosas

como están”.
Al fin parecí convencerla con aquellas razones y pudimos volver a la casa.
Era un día más o menos soleado. A pesar de ser octubre, apenas hacía frío y

las nubes parecían estampadas sobre el cielo como si las hubieran fijado en él
con un pegamento. Los desmontes que dan a la carretera tenían un color

amarillo, pálido, como el de hoy, eso lo recuerdo. Se observaba la paja gastada

y quemada sobre el terreno, sin un árbol o un mojón de hierba que señalara el

camino. También recuerdo que en la Plaza de Conde de Casal, entre el


Clarigde Hotel y la estación de autobuses que hay a su espalda, bajé la

ventanilla porque me abrasaba en el interior.

Durante el trayecto, ella no volvió a abrir la boca excepto para soltar algún

monosílabo cuando yo le hacía una pregunta y no le quedaba más remedio que

responder.

Yo aprovechaba el poco tráfico para girar la cabeza y al contemplarla de

refilón comprendía que ella continuaba sin apartar la vista de un punto fijo del

parabrisas más que del horizonte. Tenía las manos lívidas, crispadas, aferrando
el bolso contra el regazo como si temiera que fueran a arrebatárselo. No dio

muestras de reaccionar siquiera cuando dejamos atrás la gasolinera y, tras dos

kilómetros, tomamos la curva que precede al barrio.


Tras apearse del auto con el mismo aspecto ensimismado subió a la casa y se

encontró por primera vez con ambos críos. Los abrazó en el vestíbulo como si
llevara de viaje quince años y no dos días y echó unas lagrimitas que se volvió
a secar con un pañuelo más planchado que el que se llevó y que también

llevaba plegado sobre la muñeca.


Allí mismo se sobrepuso y les contó los hechos menos comprometidos que

pudo encontrar dentro de su viaje. Por último les rogó que no lloraran y fueran
fuertes.
Permaneció otras cuarenta y ocho horas en ese estado, prácticamente sin

hablar, igual que hizo cuando le llegó la noticia de la muerte de él. Estuvo sin
dirigirme la palabra ni a mí, ni a los vecinos que se cruzaba por casualidad en

la escalera, ni a los dependientes de los puestos cuando se veía obligada a

comprar alguna cosa y con los que se entendía poco menos que por signos. No

hablaba con nadie si se exceptúa a los dos críos. A ellos comenzó a tratarlos de
modo incluso más meloso que de costumbre, como si aprovechando la muerte

del viejo pretendiera desgraciarlos para los restos.

Los llamaba con alguna excusa desde cualquier rincón de la casa, lo mismo

que si fueran adultitos y se hubiera acabado definitivamente la infancia con la

que tantas veces los protege, y les daba lecciones de persona mayor que no

podían resultar más cursis, porque eran la marca de fábrica de la familia.

Por otra parte, en cuanto se hacía de noche, iba camino de su cuarto para

despedirse, les daba dos besos en las mejillas que resonaban por toda la casa y
a continuación se metía en el dormitorio sin decir una sola palabra. Se

desvestía en el baño, se miraba durante un rato las arrugas en el espejo, como

si pensara encontrar una huella indeleble y trágica que le hubiera dejado en la


piel lo que había sucedido allá, y tras acostarse yo la oía llorar a mi espalda

durante horas enteras antes de quedarse dormida.


Todavía no sé si lloraba de pena por él, de rabia por la humillación que había
sufrido, causada por los maricones aquellos, o de indignación porque nadie de

la familia (ni la hermana de él, a la que tanto decía querer; ni sus primas; ni
sus tías; ni nadie decente en realidad) hubiera aparecido aquella noche por el

velatorio ni la mañana siguiente por el cementerio. Cosa que a mí no me


extrañaba en absoluto teniendo en cuenta las circunstancias. Hubieran estado
completamente locos de acudir.

No me fue nada fácil enterarme del resto del asunto porque, incluso cuando
transcurrieron unos pocos días más y parecía estar más calmada y dispuesta a

hablar, se negaba por principio a entrar en detalles.

Se hacía la agraviada, la que deseaba olvidar aquel padecimiento tan funesto

que había sufrido, y yo tuve que ir sacándole lo que había ocurrido como si lo
hiciera con un sacacorchos. Cuando no me bastaba con lo que ella estaba

dispuesta a contar, tenía que echarle imaginación y llenar los vacíos que ella

iba dejando a propósito en su relato. Sin embargo, aprovechaba cualquier

ocasión en que la veía más condescendiente para hacerle una pregunta,

fingiendo que me movía sólo una curiosidad formal. Ella se hacía la esquiva,

la que no deseaba recordar. A veces se ponía abiertamente a la defensiva y,

cuando no le quedaba más remedio, trataba de no decir nada que yo no

supiera. Era como tratar de sacarle respuestas a una momia enterrada en uno
de esos sarcófagos egipcios, pero ella debía pensar que me correspondía

conocer alguna cosa de lo sucedido, puesto que le tiene una fe ciega a los

papeles, sobre todo si tratan de matrimonio, así que tras diversas batallas me
pude ir enterando de buena parte de lo sucedido.

Ahora que lo pensaba con más calma, no le extrañaba que se le hubieran


grabado en la mente las risas y las innumerables barbaridades que habían
dicho sobre su madre muerta, ni el temor que la asaltó varias veces durante la

noche de no poder soportar aquello sin volverse loca. Todo mientras se iba
haciendo más diminuta en aquel minúsculo rincón con cada hora que pasaba.

Para abstraerse de aquel jolgorio, se puso a mirar el rostro de su padre querido


a través de la abertura que le habían practicado a la caja y estuvo
preguntándole cómo había podido cometer una locura semejante; qué cosa

había visto en una mujer como aquélla después de haber estado casada tantos
años con su madre, de la que nadie había podido levantar una sola

murmuración en toda su vida; cómo era posible que él no hubiera previsto lo

que sucedería de faltar. Porque a pesar del odio que le había cogido a toda la

familia, con la que no pensaba hablar el resto de su vida, empezaba a razonar


como ella.

“No pienso volver por allá nunca más”, me aclaró una de aquellas tardes del

fin de semana en que parecía más dispuesta a sincerarse. Cualquier relación

que había tenido con aquella ciudad maldita y con todos los que la habitaban

había muerto al hacerlo él y ninguno de ellos significaba nada para ella.

Prefería morirse antes de caminar por sus calles, de contemplar los objetos que

la unían al pasado y, sobre todo, de encontrarse con algún conocido. Porque ni

siquiera después de transcurrir el tiempo sabía cómo reaccionaría ante ese


encuentro, ni lo que hubiera dicho de darse ese caso. Era probable que les

hubiera escupido a la cara si alguno se hubiera empeñado en trabar

conversación o hubiera pretendido darle el pésame por la muerte de él...


Se hacía aquellas promesas con tanta determinación que yo me temí que de la

herencia de la vieja íbamos a ver la misma cantidad que de la del padre. Pero
de momento preferí no decir nada. Siempre habría tiempo de hacerla cambiar
de opinión cuando las cosas se fueran calmando, me decía a mí mismo, como

un pardillo.
Y la realidad es que mientras transcurrían aquellos días no hacía más que

repetirme: quizá todo esto le ha servido de lección, quizá ahora comenzará a


entender lo que es la vida de verdad, lo que son la realidad de las cosas y se le
comiencen a bajar los humos de una vez por todas. Acaso ahora comprenda

que no son superiores a nadie, por mucho que se crean, y empiece a olvidar
que sus antepasados fueron no sé quién y no sé cuántos, llegaron de no sé

dónde y fueron comerciantes y tonterías semejantes...

Pero, pocos días después, poco más de una semana había transcurrido desde

que ella regresara de allá, llegué una tarde antes de lo previsto y me di cuenta
de mi ceguera. Entré con mi llave, sin llamar al timbre, como hago casi

siempre que llego a deshoras. Me acerco al cuarto de los críos (que era el

único que presentaba algo de agitación en la casa y permanecía con la puerta

entreabierta) y al mirar me la encuentro reunida con ellos como si formaran

los tres un cónclave secreto, una congregación religiosa o una gilipollez

semejante.

Ella había sacado las fotografías que guarda habitualmente en la cómoda y

algunas de ellas se hallaban extendidas sobre la mesa que ellos comparten en


ese dormitorio. Les señalaba una con los dedos y les iba hablando de la

ocasión en que había sido tomada con esa vocecita que pone siempre que

comienza a relatar cosas que pertenecen al pasado.


Me puse a escuchar y comprendí que estaba hablándoles de él, del viejo

invertido. Les contaba lo inteligente que era, el comportamiento tan honrado y


digno que había seguido cuando estuvo trabajando en la dirección del Astillero
durante la década de los sesenta, cómo había tratado de mejorar las

condiciones de vida de los obreros sin que nadie lo obligara a ello, cómo se
había jugado el puesto por aquella causa, cómo lo habían valorado siempre los

amigos que le escribían desde todas partes, incluso a pesar de los años
transcurridos sin haberse encontrado...
Nadie había tenido jamás ninguna queja sobre él, les aseguró mirándolos por

turno, directamente a los ojos, y poniéndose más melindrosa aún. Todos lo


habían apreciado, porque por encima de todo era un caballero y ellos estaban

obligados a honrar su memoria y a consumar en vida lo que él siempre había

esperado de sus nietos.

“Tenéis con él el mismo compromiso que habéis adquirido con vuestro padre
al morir”, les recordó, poniendo una vocecita más profunda aún, al borde ya de

las lágrimas. El mismo compromiso que juraron cumplir cuando él los llamó a

la cama para hablarles por última vez aquel domingo, tan triste, “en que nos

dejara a los tres tan solos...”.

Entonces, yo me eché un paso atrás y me aparté de la puerta, puesto que ya

había oído todo lo que necesitaba escuchar sobre el asunto.

Recuerdo que me marché a la cocina y allá, con un vaso de whiskey entre las

manos, en el que había echado un dedo de agua y un par de cubos de hielo, y


apoyado con el costado en la encimera, me dije a mí mismo:

“Esta gente no tiene salvación. No hay nada que hacer. ¡Que les den por el

culo a todos ellos si es eso lo que andan buscando...!”.




FIN

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