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"Mamá,

tenemos que dejar esta casa. Hay algo maldito aquí... Y si no la


abandonamos... algo malo nos sucederá. Algo realmente malo."
Los Snedeker se mudaron a Connecticut, Nueva York, para estar más cerca
de los especialistas de cáncer que tratan a su hijo Stephen, de 14 años. El niño
les ha dicho a sus padres que hay algo raro en su nueva casa. El escuchó y vio
cosas y sintió un aura demoníaca en la casa. Carmen y Al, los padres de una muy
unida familia cristiana, adjudicaron esto a la enfermedad me su hijo, su
medicación y su dolorosa quimioterapia. Pero toda la familia observó un cambio
en Stephen que no pudo ser explicado tan fácilmente. Primero fueron pequeñas
cosas -sus calificaciones empeoraron y se negó a ir a la iglesia- pero
paulatinamente, su conducta negativa fue aumentando y se tornó incontrolable.

Pronto hubo evidencias posteriores de que algo más siniestro estaba pasando
y no era sólo en la,imaginación de un niño enfermo. A medida que las oscuras
fuerzas de Satanás van adueñándose de los Snedeker, sometiéndolos a sus
propias pesadillas, uno por uno se van dando cuenta de que no todo estaba en la
mente de Stephen. Aterrorizados, los Snedeker buscaron ayuda en los
demonólogos Ed y Lorraine Warren, quienes pensaron que el espíritu era tan
viejo, astuto y absolutamente maligno que llamaron a un exorcista de los más
altos rangos de la iglesia católica. Lo que había comenzado como un simple
fenómeno mental termina convirtiéndose en la batalla de una familia americana
contra las fuerzas más profundas y oscuras del demonio...
Ed y Lorraine Warren, con Al y Carmen Snedeker y Ray Garton

En un lugar oscuro
Una historia veridica sobre una casa embrujada

ePUB v1.1
Abraxas 03.08.13
Título original: In a dark place
Ray Garton, Al Snedeker, Carmen Snedeker, Ed Warren, and Lorraine Warren, 1992.
Traducción: Patricio Nelson
Diseño/retoque portada: Susana Dilena

Editor original: Abraxas (v1.0 a v1.x)


ePub base v2.1
Para mi esposa, Dawn,
quien guardó la calma
a traves de cada página

- Ray Garton
Agradecimientos
Muchas personas fueron generosas con su talento editorial y apoyo moral
durante el tiempo que llevó escribir este libro, y me complazco en
agradecérselos en este espacio: Mi agente y amiga, Lori Perkins; mi maravillosa
editora, Emily Bestler, y sus asistentes, Tom Fiffer y Amelia Sheldon, quienes en
mérito a su gran paciencia me ayudaron a lo largo del texto; mis amigos Scott
Sandin, Paul Meredith y Stephanie Terrazas; mis padres, Ray y Pat Garton; Joe
Citro y Jerry Sawyer, dos grandes y veraces escritores; Dean R. Koontz, de quien
fluye todo buen consejo; la reverenda Cheri Scotch, gran sacerdotisa del Templo
de Diana, cuyo buen criterio -y sentido del humor- siempre son una gran ayuda;
y, por supuesto, Dawn, sin el que este libro no hubiera podido pergeñarse.

Prefacio

Posesión demoníaca
El estudio de la posesión demoníaca nunca ha sido -no lo es hoy en día, y es muy
probable que nunca lo sea- una ciencia.

Existen, de todos modos, muchas personas que han dedicado sus vidas a ese
estudio, y han intentado determinar el punto en el cual comienza la posesión con
la intención de evitarla.

La posesión se remonta al tiempo de Cristo, quien, conforme al Nuevo


Testamento, exorcizó demonios en ciertas personas. Hoy en día, es poco más que
un tema para las películas de horror de Hollywood. Pero muchas iglesias y sectas
cristianas aún practican el rito del exorcismo, la principal entre ellas sigue siendo
la Iglesia Católica.

Existen dos tipos de posesión: la de una persona y la de un lugar, tal como una
casa u otro tipo de construcción. Muchos miembros de la Iglesia Católica

creen, de todos modos, que los dos ocurren de maneras similares.

Primero existe el punto en que el demonio, o demonios, entran en la persona o el


edificio o la casa que se encuentra habitada. Existe cierta cantidad de distintas
teorías sobre las causas que posibilitan la entrada inicial. En un bien
documentado caso de posesión demoníaca, el demonio declaró que había elegido
a su víctima antes de que ella naciera. Algunos creen que hasta un débil interés
superficial en lo ocultista puede llegar a constituir una invitación a la posesión.
Otros piensan que se mantendrá como simple misterio, que nosotros no
podremos descifrar hasta que enfrentemos al Creador y escuchemos su
explicación.

De todos modos, hay algo aceptado casi unánimemente: la entrada inicial sólo
ocurre después que la víctima o el residente del edificio elegido haya hecho una
elección -no importa cuán subconsciente ni tenue-para permitirlo.
Por ejemplo, los Snedeker nada hicieron para provocar la posesión de su casa;
eso había comenzado mucho antes. Como Lorraine pudo presentir en forma
clarividente, algo terrible había ocurrido en esa casa en algún momento durante
los años en que había funcionado allí una funeraria. Alguien había usado los
cadáveres para satisfacer su propio placer enfermo, y fueron los actos de
necrofilia de esa persona que abrieron la puerta a la posesión; fue esa persona
quien eligió -por entregarse a tales actividades perversas- dar entrada a las
fuerzas del mal a esa casa mucho antes de que los Snedeker se mudaran allí.

Una vez que ocurrió la entrada inicial, la entidad que toma posesión
gradualmente comienza a quebrar a quien la hospeda o a los ocupantes del
edificio en que ha penetrado, lo que logra por lo general con el recurso del
temor. La entidad poseedora no sólo crece con el temor, sabe además que con él
debilitará a su víctima, y aproximará a la entidad al control total, a la completa
posesión.

En el caso de los Snedeker, las fuerzas en la casa, determinadas a entrar en sus


cuerpos, usaron temor para debilitarlos, para tratar de enfrentarlos unos con
otros, en espera de la tercera etapa de posesión demoníaca: debilitados y
vulnerables, confundidos y aterrorizados, la víctima inevitablemente alcanza un
punto crucial y se rinde voluntariamente a las fuerzas de la oscuridad.

Un exorcismo oficial no puede ser realizado sin conducir una investigación


apropiada para determinar si la declarada actividad demoníaca es real. A veces,
una persona con problemas mentales o con una adicción a sustancias
alucinógenas, o incluso una familia entera que sufre una crisis doméstica, puede
tomar las más pequeñas coincidencias y convertirlas en una serie de
acaecimientos aterrorizadores que remitan a la conclusión de que la casa está
poseída por demonios. Enfermedades mentales han sido confundidas con
posesiones a lo largo de la historia -enfermedades tales como la esquizofrenia, el
síndrome de Tourrette, la corea de Huntington, la enfermedad de Parkinson e
incluso la dislexia- y aunque la medicina ha avanzado de modo considerable a
través de los años, tales condiciones patológicas deben ser descartadas por un
sacerdote antes de considerar un exorcismo.

Un sacerdote con experiencia en medicina o psiquiatría -a veces ambas-


comienza la investigación intentando, en primera instancia, descartar todas las
otras posibilidades; luego, cuando está satisfecho, continúa verificando la
posibilidad de una presencia demoníaca. Una vez que ha podido probar la
actividad demoníaca a su entera satisfacción, el sacerdote entonces se acerca a la
Iglesia. Después que el caso ha sido revisado y se ha determinado la calidad de
la investigación, se decide realizar un exorcismo.

De acuerdo con aquellos que han sido testigos de exorcismos, no hay dos casos
idénticos, aunque todos tienen dos cosas en común, una de las cuales es
inolvidable para todos aquellos involucrados, ya sea un exorcismo de una
persona o de un edificio: la presencia.

Es invisible, etérea, y sin embargo sentida con tal profundidad por todos los
involucrados que parece casi tangible. Es una presencia asexuada: ni masculina
ni femenina... ni la de un ser humano, ni la de un animal... ni la de una sola
entidad, ni la de una multitud... pero es definida y, a medida que continúa el
exorcismo, por lo general se vuelve más fuerte. Si habla, a veces se refiere a sí
misma como "yo", a veces como "nosotros". Se pasea entre los presentes como
una brisa helada, una corriente que surge de la profundidad de las cavernas más
hondas de la tierra, hasta que el exorcismo concluye... hasta que la entidad ha
sido expulsada en nombre de Dios.

El segundo punto en común, característico en todos los exorcismos, es el más


amenazante: el peligro.

Quienes participan en un exorcismo se encuentran en peligro constante, y deben


estar preparados para escuchar los peores insultos y presenciar los hechos más
aterrorizadores que quizás experimenten en su vida. Su fe debe permanecer
sólida como una roca ante el horrible abuso sobrenatural. Los demonios no se
esfumarán sin presentar una poderosa batalla y su arma principal, como siempre,
es el temor. Ellos se alimentan de él, y harán hasta lo imposible para aterrorizar a
aquellos involucrados con el intento de expulsarlos.

No todos los intentos conducen al éxito.

Los demonios esperan una invitación antes de entrar, pero no siempre se alejan
cuando se les indica...

La mudanza
-Mamá, debemos abandonar esta casa. Hay algo malvado aquí.

Carmen Snedeker estaba de pie junto al fregadero de la cocina con espuma que
le colgaba de los antebrazos y manos mientras lavaba un plato. Paquetes de
diarios y cajas de cartón vacías estaban desperdigados sobre el suelo a su
alrededor y Willy, el hurón domesticado de los Snedeker, jugaba entre ellos. La
vajilla que, poco antes, había estado envuelta en los diarios y guardada en las
cajas se hallaba apoyada sobre el mostrador a la derecha de Carmen, sucia con
tinta de los diarios y polvorienta a causa del viaje.

Las risas de los otros niños retumbaron en medio de las paredes vacías a medida
que ellos entraban y salían corriendo, acostumbrándose a su nuevo hogar.

Ella escuchó los golpes y rasguños del pesado mobiliario mientras era entrado
por Al y su hermano.

Stephen, su hijo de catorce años de edad, la había seguido por la cocina,


silencioso e inquieto, tocando cajas y papeles con la punta de sus zapatillas como
si fuese a decir algo pero no tuviera el coraje de hacerlo. Entonces ella esperó
hasta que él estuviera pronto para hablar.

-¿Qué has dicho, Stephen? -preguntó Carmen mientras enjuagaba un plato.

El repitió lo que había dicho:

-Dije que hay algo malvado aquí, Ma, y que debemos abandonar esta casa.

Apoyando el plato sobre el escurridor, a su izquierda, Carmen se volvió hacia


Stephen lentamente, frunciendo el entrecejo:

-¿Mudarnos? Acabamos de llegar aquí, querido.


-Ya lo sé, pero debemos irnos ahora.

-¿Pero adonde nos iríamos?

-Volveríamos a Nueva York, volveríamos a nuestro apartamento. Debemos


hacerlo, mamá. Hay algo... -Se detuvo un momento y achicó los ojos
ligeramente, como si estuviera seleccionando su próxima palabra de una lista de
alternativas, entonces:- ...mal, hay algo que está mal en esta casa.

La preocupación de Carmen aumentó mientras se enjuagaba el jabón de las


manos y de los brazos y se secaba con una toalla. Se volvió, se recostó contra el
borde del mostrador, dobló los brazos y dio la cara a su hijo.

El estaba muy desvaído, pálido y tenía ojeras pronunciadas debajo de sus ojos.
Trató de acostumbrarse a ello -y, por supuesto, actuó como si no notara nada-
pero cada vez que lo miraba, los cambios físicos en él oprimían su corazón. Era
como si los tratamientos de cobalto que había estado recibiendo se hubieran
llevado la mitad de su persona, lo habían agotado hasta convertirlo en un
delgado muñeco de porcelana que meramente se asemejaba a su hijo. Con esos
tratamientos había atravesado mucho estrés, y era ese estrés al que

Carmen atribuía su advertencia sobre la casa. Debía ser eso. El ciertamente no


podía saber la verdad sobre la casa. Sólo Carmen y su marido, Al, sabían sobre
el pasado de la casa.

-¿Qué crees que tiene de malo la casa, Stephen? -preguntó ella en voz baja.

Su frente lisa se arrugó y desvió los ojos por un momento, luego encogió un
hombro y dijo, casi en un susurro:

-Yo... no lo sé. Sólo es que es... malvado. Es -sacudió la cabeza abruptamente,


agitado y frustrado al mismo tiempo- difícil de explicar. Pero es malo. Malvado.
Y si no nos vamos de aquí... algo malo nos ocurrirá. Algo realmente malo.

-Querido, las casas no son malvadas. Sólo la gente es malvada. El mal vive en
sus corazones, en las cosas que ellos a veces se hacen o dicen unos a otros. Pero
esta casa... bueno, sólo es una casa vieja. Si pudiera hablar, probablemente nos
contaría buenas historias, quizás algunas historias que nos darían miedo. Pero no
es malvada. Es sólo nueva para ti, eso es todo -agregó con una sonrisa tímida-.
Te acostumbrarás a ella después de un tiempo y te sentirás mejor, estarás más
cómodo en ella. ¿Has visto tu habitación abajo?

Stephen bajó la cabeza y miró el suelo, luego asintió levemente. Dijo algo, pero
era demasiado bajo como para que ella entendiera.

Carmen anidó uno de sus nudillos debajo de su mentón y le levantó un poco la


cabeza.

-¿Qué has dicho?

-Esa era la habitación que se sentía tan mal. Se sentía... malvada, mamá. No
quiero dormir allí abajo. Es sólo que no se siente... bien.

Carmen intentó no demostrar nada con su rostro. Otra vez, recordó que Stephen
no sabía nada sobre la casa, que él no conocía qué tipo de cosas solían ocurrir
allí. Tomó una larga bocanada de aire y en parte la tensión de su pecho se relajó.

-Pero esa es tu habitación -dijo ella-. Siempre has deseado una habitación propia.

El sacudió la cabeza.

-Bueno, pero no dormiré allí abajo solo.

-Michael no volverá de Alabama hasta dentro de unas semanas. ¿Dónde


dormirás hasta entonces?

El se encogió de hombros mientras se agachaba para acariciar a Willy.

-Dormiré en el sillón. O quizás en el suelo de la sala de estar, no lo sé. Pero -


comenzó a sacudir la cabeza otra vez mientras se volvía y salía nuevamente de la
cocina, sorteando las cajas vacías- no dormiré allí abajo solo.

Carmen permaneció de espaldas al fregadero, con los brazos cruzados, la toalla


que le colgaba de una mano. Lo observó alejarse caminando, luego escuchó sus
pasos sobre el suelo de madera cuando ya no podía verlo.

Carmen se volvió hacia el fregadero y tomó otro plato de la pila y comenzó a


lavarlo tan pronto como soltó un largo y silencioso suspiro.

En poco tiempo, los Snedeker habían viajado lo que era un camino muy largo y
traicionero. El camino comenzaba en abril de 1986.

Al y Carmen se habían conocido en 1977 en Plainville, Connecticut, en un lugar


en el que Carmen atendía las mesas. Al era apuesto, con un bigote cuidado y
pelo corto, de color marrón oscuro. Tenía poco más que un metro ochenta de
altura y poseía un porte sólido, contextura muscular de años de trabajo duro.
Carmen, por otra parte, era menuda, con una sonrisa ancha y luminosa, cabello
rubio largo y ondulado. Los dos se sintieron mutuamente atraídos de inmediato,
pero Carmen prefería esperar antes de realizar grandes cambios en su vida.

La tercera entre cinco hermanos, Carmen era la hija de un sargento de la fuerza


aérea. Seis semanas después de su nacimiento en la Base Aérea de Harris en
Biloxi, Misisipí, Carmen, sus dos hermanas mayores y sus dos hermanos
menores se trasladaron con sus padres a otro pueblo. Y luego a otro, y a otro... y
siguieron mudándose adonde fuera que el trabajo de su padre los llevara por
cinco años hasta que, lisiado, fue dado de baja. Entonces se mudaron al pueblo
natal de los padres de Carmen, Decatur, Alabama. Pero esos años de constante
desarraigo, de no poder establecerse nunca, de estar siempre mudándose a algún
nuevo y desconocido lugar -aun cuando ella era muy pequeña en aquel entonces-
habían permanecido de alguna manera con Carmen, haciéndola sospechar de
todos los cambios en la vida, aun de los naturales.

Luego, cuando hubo crecido, Carmen realizó un cambio drástico en su vida: el


matrimonio. Con él llegaron otros dos cambios: sus hijos Stephen y Michael.
Pero eran buenos cambios, cambios felices, cambios que enriquecieron su vida
en vez de desestabilizarla. Luego vino el peor cambio: el divorcio. Una vez más,
Carmen se encontró a sí misma en territorio desconocido, soltera y con dos hijos.
Carmen y los muchachos se mudaron a Connecticut para quedarse con los padres
de ella, donde, con poca educación y sin experiencia laboral, Carmen hizo el
esfuerzo de conseguir trabajo y de intentar que la vida fuera lo más estable
posible para sus hijos.

Al, por otro lado, había vivido con sus dos hermanos y tres hermanas en la
misma casa de madera en la frontera de Plainville y New Britain, Connecticut,
hasta adulto. Sin otros niños alrededor, salvo sus hermanos y hermanas, Al pasó
mucho tiempo con ellos jugando en el bosque alrededor de la casa, y llegó a
amar la naturaleza.

Cuando hubo crecido, Al contrajo matrimonio en 1975, pero la pareja duró sólo
diecinueve meses. Después de haber llevado una vida relativamente tranquila -
excepto, por supuesto, las alzas y recaídas, las heridas y las frustraciones que
enfrenta todo el mundo al crecer- Al fue devastado por un divorcio difícil y le
tomó tiempo enfrentar otra relación.

Entonces Al conoció a Carmen en ese lugar en el cual ella trabajaba como


mesera, y todo cambió. Se casaron en 1979, y comenzaron su nueva vida llenos
de esperanza.

En 1986, estaban viviendo en Hurleyville, Nueva York, en las montañas Catskill.


Durante los meses de verano, los neoyorquinos iban a los Catskill para pasar sus
vacaciones. Los Snedeker nunca estuvieron seguros de la razón por la cual los
residentes de la gran ciudad no tenían aprecio alguno por los hermosos
alrededores o la fauna. Durante los meses de verano, en cualquier tienda o
supermercado, se podía oír a los veraneantes quejarse de los animales salvajes
del área que simplemente no se apartaban del camino. La cantidad de animales
muertos sobre la carretera también aumentaba durante el verano.

En ese período, Al Snedeker trabajaba en una cantera de piedra y Carmen estaba


al cuidado de cuatro niños durante el día, lo que le permitía quedarse en casa con
sus propios hijos. Eran católicos devotos y asistían a misa cada domingo.
Carmen estaba involucrada en un número de actividades de la iglesia a las cuales
dedicaba gran parte del tiempo libre de que disponía.

Fue en abril de ese año que Stephen contrajo una tos seca y áspera. Al fue el
primero en notarlo y le preocupó. Pero Carmen había visto a los niños
enfermarse con un número de combinaciones de toses, dolores de garganta,
salpullidos, y dolores de cabeza, así que tenía confianza en que pronto sanaría.

No obstante, la tos permaneció.

-Mamá, ¿qué es esto? -preguntó Stephen un día, acercándose a Carmen con


rostro preocupado y los dedos apretados contra el costado izquierdo de su cuello.

Carmen corrió con cuidado los dedos de él y los remplazó con los propios. Justo
debajo de su mandíbula encontró un bulto del tamaño de un guijarro.

"Hormonas, pensó con el más leve aguijoneo de preocupación atravesándole el


pecho, eso es todo lo que es, sólo sus hormonas comenzando a movilizarse."
Stephen se alejó en cuanto comenzó otro acceso de tos seca y áspera. ¿Era que la
tos había empeorado... o era sólo su imaginación?

Carmen pensó: "Pueden ser sólo las hormonas, pero..."

-Creo que solicitaré una cita con el doctor Ketchum -dijo ella, descansando sus
manos sobre los hombros del niño y apretándolos levemente.

El doctor Paul Ketchum era cálido, agradable, y por lo general sonreía. Ninguno
de los muchachos Snedeker tenía miedo de visitarlo. Confiaban en él; como
también lo hacían Al y Carmen. Así que cuando el doctor Ketchum dijo que
deseaba que Stephen pasara un tiempo en el hospital para que le hicieran unos
exámenes, nadie vio razón alguna para preocuparse.

Carmen llevó al muchacho para que fuera admitido en el hospital el lunes por la
mañana. Parecía raro hospitalizar a Stephen cuando se veía tan saludable y
enérgico como siempre. Excepto por esa tos. Excepto por ese bulto.

Ella lo internó y pasó la mañana con él en el pabellón de pediatría, pero debía


regresar a casa para cuando los niños más pequeños volvieran del colegio.

-Disculpa pero debo irme, querido -dijo ella, de pie junto a su lecho.

Stephen sostenía el control de la cama en su mano y se divertía moviéndola


hacia arriba y hacia abajo. El levantó la vista y le sonrió. Era una sonrisa tan
joven, tan hambrienta de nuevas experiencias, tan llena de entusiasmo crudo.

-Está bien, mamá -contestó-. Estaré bien.

Después de la cena esa tarde, Al y Carmen fueron al hospital para visitar a


Stephen. Camino a la habitación, divisaron al doctor Ketchum que caminaba
hacia ellos por el corredor. Le sonrieron, pero su respuesta fue menos que
entusiasta. Sus hombros estaban un tanto encogidos y su paso era más lento y
menos energético que lo usual. Asintió una vez, saludándolos en silencio.

-Entonces, ¿cómo se encuentra Stephen? -preguntó Al, mientras mantenía su


sonrisa, que amenazaba con desvanecerse.

-Stephen está muy bien -dijo el doctor Ketchum en voz baja-. No estoy tan
seguro de los exámenes.
Carmen tomó una profunda y estabilizadora bocanada de aire, y preguntó: -¿A
qué se refiere?

-Bueno, desafortunadamente no nos están diciendo algo conclusivo sobre la


condición de Stephen. Así que creo que tendremos que dar otro paso hacia
adelante. Hoy he conversado con el doctor Morley. El es un cirujano, un muy
buen cirujano.

Al tomó la mano de Carmen y la apretó.

-El está de acuerdo conmigo en que debemos realizar una biopsia y, en tanto que
ustedes también estén de acuerdo, preferiría hacerlo mañana.

Al y Carmen intercambiaron una mirada oscura, preocupada.

Con voz seca, Al dijo: -Así que esto... eh, esto significa que usted y el cirujano
quieren llegar al fondo del problema de Stephen. ¿Estoy en lo correcto?

El doctor Ketchum asintió y agregó para alentarlos: -Sí, por supuesto, eso es
exactamente lo que deseamos hacer.

Estuvieron de acuerdo con la biopsia, conversaron con el doctor Ketchum un


momento, sus voces débiles, sus bocas secas, luego se dirigieron a la habitación
de Stephen. No hablaron durante el trayecto, sólo se tomaron de la mano.

Stephen estaba sentado sobre la cama mirando televisión y masticando la punta


de una pajuela. El les sonrió y ellos se acercaron a la cama. Se veía un tanto
fatigado, pero todavía tan saludable como siempre.

"¿Y entonces por qué se encuentra aquí?” se preguntó Carmen.

-¿Qué tal pasaste el día en el hospital, campeón? -preguntó Al, mientras le daba
una palmada a Stephen en una rodilla, cubierta por la frazada.

Stephen se encogió de hombros.

-Bien, supongo. Excepto por los vampiros. -Estiró el brazo para mostrarles los
apósitos en su antebrazo de donde le habían sacado sangre.

-Te traeremos unas cabezas de ajo -dijo Carmen con una sonrisa-, puedes
mantenerlos lejos con eso.

-Todavía no sé qué me pasa -dijo frunciendo levemente el entrecejo-. Me siento


bien. Sólo me siento enfermo cuando me entra el hastío por estar acostado aquí.

-El doctor tampoco sabe lo que tienes -dijo Al lentamente, mientras acercaba una
silla a la cama y se sentaba en ella-. Por eso quiere realizar una biopsia mañana.

Los ojos de Stephen se agrandaron. -¿Una biopsia? ¿Quieres decir cuando te


abren y te sacan lo de adentro?

Al y Carmen rieron.

-No, no -dijo Al-, esa es una autopsia, y sólo le hacen eso a cadáveres. No, una
biopsia es cuando extraen un pequeño pedazo de tu bulto y lo examinan.

El niño frunció el entrecejo. -¿Me va a doler?

-No sentirás nada. Justo antes que lo hagan, vendrá una enfermera con un gran
bate y te dará con él por la cabeza. Te desmayarás tan rápidamente como un
rayo.

Stephen rió y le tiró la almohada a Al quien, junto con Carmen, escondió su


preocupación detrás de una sonrisa.

El día siguiente, el martes, fue uno de los días más largos de sus vidas. Ellos
aguardaron a la salida del quirófano escuchando cómo los doctores eran
instruidos sobre el sistema P.A., cómo los pasos silenciosos de las enfermeras
que usaban botas con suela de goma subían y bajaban por los pasillos, y
respirando el aire antiséptico del hospital a medida que transcurría el tiempo con
la velocidad de la melaza deslizándose por una superficie lisa, hasta que...

Las puertas dobles del quirófano se abrieron y el doctor Morley, el cirujano de


Stephen, salió apresurado. Miró de reojo a Al y a Carmen, pero pareció
traspasarlos con la mirada mientras seguía caminando, con las manos metidas en
los bolsillos de su guardapolvo blanco.

Al y Carmen se miraron entre ellos con los ojos abiertos de sorpresa, luego se
pusieron de pie al unísono y persiguieron rápidamente al doctor. Al dio un grito,
pero no recibió respuesta. Carmen se adelantó a su marido, se acercó al doctor y
lo tomó por el brazo. El doctor Morley giró, sorprendido.

-Nos gustaría saber cómo se encuentra nuestro hijo -preguntó ella.

El doctor parpadeó un par de veces, luego respondió: -Eh, sí, este, bueno... el
doctor Ketchum se pondrá en contacto con ustedes esta tarde. Creo que será
mejor que hablen con él sobre los resultados. Pueden visitar a su hijo en un par
de horas, después que salga del recuperatorio. -Entonces se volvió y se alejó por
el pasillo, confundiéndose con las otras batas y uniformes y paredes blancas.

Tenían más tiempo que gastar, tiempo lleno de inquietos fantasmas y preguntas
sin respuesta. Durante la comida, Carmen comentó tranquila: -No puede ser
demasiado serio. Quiero decir, él nos hubiera dicho algo si lo fuera, ¿no es así?

-Claro -contestó Al-, eso creo. -Luego suspiró:-Eso espero.

Después de la comida, Carmen llevó a Al a casa para que se quedara con los
niños más pequeños apenas llegaran de la escuela, y fue a la tienda para
comprarle un obsequio a Stephen. Cuando llegó al hospital, él estaba
profundamente dormido, con el cuello vendado, y un delgado tubo que salía de
la botella de suero que se hallaba sobre su cabeza se insertaba en su antebrazo.
Ella se sentó junto a su lecho sosteniendo sobre su falda la caja de bloques Lego
que le había comprado -del tipo avanzado, mucho más moderno y complejo que
el conjunto para niños- y lo observó mientras dormía a medida que ella oraba en
silencio su rosario, produciendo un suave rumor mientras sus dedos se movían
sobre él.

La única vez que Stephen había estado en el hospital fue cuando había nacido.
La peor enfermedad que había tenido era un resfriado o una angina, nada más.
Ahora esto... sea lo que esto fuere.

A medida que rezaba, escuchó las palabras que le había dicho a Al resonar en su
mente: "No puede ser demasiado serio... no puede ser demasiado serio...
demasiado serio..."

En algún momento cerca del atardecer, Stephen abrió los ojos por el tiempo
suficiente como para sonreír. Ella se incorporó de inmediato, dejó la caja sobre
la silla y susurró: -¿Como te sientes, querido? -Sus ojos parpadearon.- ¿Stephen?
Mira lo que te he traído. -Se dio vuelta, tomó el Lego, pero cuando se volvió
hacia él nuevamente, estaba dormido.
Una voz oficiosa anunció que las horas de visita se habían terminado. Ella se
inclinó, besó la mejilla de su hijo, luego salió, y se sintió vacía y fría, aun cuando
la tarde era cálida.

Cuando llegó a su hogar, Carmen pudo ver a Al a través de una gran ventana al
frente de la casa. El estaba sentado en su silla reclinable mirando televisión. La
familiaridad de verlo allí como todas las tardes apaciguó un tanto a Carmen, la
hizo sentirse un poco más normal y desear entrar en el confort y seguridad de su
familia. Cruzó el umbral de la puerta, apoyó su bolso y se dirigió a la silla en la
que él estaba sentado mirando el televisor con ojos enrojecidos e hinchados, sus
mejillas brillando a causa de las lágrimas. Levantó la vista hacia ella, sus labios
apretados de tal manera que estaban pálidos, luego desvió la vista, cerrando los
ojos y vertiendo más lágrimas.

Carmen estaba tan sorprendida que no podía hacer otra cosa que mirarlo.
Repentinamente, su mente y corazón empezaron a competir en una alocada
carrera. Al era un hombre muy callado, parco de palabras, que hablaba sólo
cuando tenía algo específico que decir, y, excepto cuando se enfadaba lo
suficiente, se guardaba sus emociones, como un jugador de póquer que esconde
las cartas de su mano. Algo debía estar muy mal para que él llorase tan
abiertamente. ¿Pero qué podía ser? No era Stephen, no podía ser Stephen, ella
acababa de regresar del hospital, después de todo, y Stephen estaba bien, ¡muy
bien!

-¿Qué sucede, Al? -preguntó ella, con voz seca y ronca.

El abrió su boca para responder pero sólo podía sollozar mientras se inclinaba
hacia adelante y enterraba su rostro entre sus manos.

Carmen se arrodilló junto a la silla y puso una mano sobre el brazo de él


mientras su pulso tronaba en sus oídos.

-Al, por favor, ¿me dirás qué ocurre?

El teléfono sonó ruidosamente, y cuando levantó el auricular, se dio cuenta de


que le sudaban las palmas de las manos.

-¿Hola?

-Oh, Carmen, me alegro que finalmente hayas regresado a tu casa. Nn... no has
es... estado cada vez que llamé. -La voz era de un adulto, del sexo masculino,
pero gruesa a causa de las lágrimas y trémula por la emoción.- Es el doctor
Ketchum -dijo él.

¿El doctor Ketchum? Pero estaba llorando. ¿Por

qué?

"Porque, ella pensó, ha sido nuestro doctor por mucho tiempo, nuestro amigo, y
es un buen hombre y ahora está llorando porque algo está mal, terriblemente,
terriblemente mal..."

Ella intentó hablar, tuvo que aclararse la garganta primero, luego preguntó: -
¿Qué sucede? ¿Qué ha pasado?

-Lo siento mucho, Carmen -dijo él, tomando una profunda bocanada de aire-,
pero el doctor Morley dijo que el cuello de Stephen está plagado de cáncer.

Esa palabra fue como un taladro que le horadó el estómago y le laceró las
visceras. Era una palabra horrible, de un negro reluciente, pulsante, que tenía
vida propia.

-Lo siento -dijo el doctor Ketchum, mientras aclaraba su garganta-, pero él...
bueno, haremos todo lo que se encuentre a nuestro alcance, ya lo sabes, pero...
no se ve bien.

Ella terminó la conversación abruptamente y dejó caer de su mano entumecida el


auricular sobre la horquilla del teléfono. Cuando se dio vuelta, Al aún
permanecía en su silla mirándola con ojos llorosos.

Telefonearon a ambas familias para darles la noticia, y cada llamada era peor que
la anterior: las voces se derrumbaban en lágrimas y sollozos, apesadumbrados
por Stephen casi como si la noticia hubiera sido de su fallecimiento.

Carmen dejó a su madre, Wanda Jean, para lo último. Wanda Jean prácticamente
había criado a Stephen y Michael mientras Carmen trabajaba, y Carmen sabía
que encontraría en su madre el apoyo y la fuerza que necesitaba. Pero tampoco
Wanda Jean pudo soportar la noticia.

Carmen sintió cómo le temblaban las manos a medida que escuchaba el llanto de
su madre. Unos pocos minutos más tarde, cuando colgó, se volvió hacia Al,
quien había estado alternativamente sentado en su silla y caminando por la
habitación.

-¿Por qué todo el mundo hace lo mismo? -preguntó Carmen-, ¿Por qué todo el
mundo está actuando como si ya estuviese muerto o algo así?

-¿A qué te refieres, cuando preguntas por qué todo el mundo está haciendo esto?
-se quejó Al-, El tiene cáncer, Carmen. Todos estamos tristes, ¡por eso hacemos
esto! No todos podemos ser fuertes como tú. No todos podemos ser como una de
esas nobles mujeres, que siempre sufren, que siempre interpreta Meryl Streep. -
El se sentó en su silla.

-Quiero decir, ¿voy a ser la única que oponga entereza a esto? Alguien debe
hacerlo, de lo contrario vamos a aterrorizar a Stephen.

Pero Al no respondió.

A Carmen le picaban los ojos como consecuencia del llanto, mientras estaba
sentada en silencio junto al teléfono, intentando limpiar todo el dolor de su
mente.

Por la mañana siguiente, después que los niños habían partido hacia la escuela y
Al había llamado a su trabajo para tomarse el día libre, Carmen dijo: -Qué
hermoso día para ir de pesca.

El la miró, espantado. Tenía bolsas debajo de sus ojos acuosos y su rostro estaba
descompuesto. -¿Lo dices en serio? -Cuando ella no respondió, él sacudió la
cabeza lentamente.- No, yo... necesito estar con Stephen.

Tan gentilmente como le era posible, poniendo su mano sobre la de él, ella dijo: -
Entonces tendrás que componerte. ¿Recuerdas lo que te dije anoche? Sólo lo
asustarás si él te ve así.

-Sí -asintió-, ya veo lo que quieres decir.

Más tarde en el día, en el pasillo del hospital que conducía a la habitación de


Stephen, Carmen observó a Al componerse. Se frotó el rostro con una mano una
vez, como para borrar cualquier angustia que pudiera mostrar. Entraron
empujando la puerta, sonriendo, y encontraron a Stephen conversando con el
doctor Ketchum.

-Llegaron justo para verlo partir a que le tomen una radiografía -dijo el doctor, y
dos jóvenes enfermeras entraron en el cuarto detrás de Al y Carmen con una silla
de ruedas.

-Es hora de ponerse en camino -dijo uno de ellas mientras Stephen se deslizaba
de la cama y se sentaba en la silla de ruedas.

-Estaremos aquí cuando regreses, ¿está bien? -le aseguró Carmen.

-Muchacho, con toda la atención que te dispensan aquí, no querrás volver a casa,
campeón -dijo Al con una débil sonrisa.

Cuando salía rodando de la habitación, Stephen dijo: -Oh, claro que querré.

Una vez que se encontraron solos, el doctor Ketchum comenzó a hablarles en


voz baja a Al y a Carmen sobre el cáncer linfático y los problemas que podrían
surgir, y sugirió que se lo comunicaran pronto a Stephen. Mientras hablaba, no
dejaba de echar rápidos vistazos a Al, notando que sus puños se cerraban y
aflojaban, el sudor le corría por la frente, estaba inquieto, y alejaba su rostro
cuando alguien lo miraba de frente.

-No te ves tan bien, Al -dijo el doctor Ketchum.

Al se encogió de hombros y comenzó a caminar por la habitación.

El doctor dijo: -Escucha, Al, quiero que tomes asiento. Haré que venga una
enfermera y te tome la presión. -Una vez que Al se sentó en la silla, el doctor
Ketchum se puso de pie frente a él y dijo con calma:-Tendrás que tranquilizarte,
Al. Yo sé que esto es difícil, pero si no te compones, enfermarás y entonces no
serás de ninguna ayuda para Stephen. ¿Entiendes?

Al asintió. Pero no obstante sus esfuerzos para relajarse, la ansiedad no lo


abandonaba, susurraba en su oído las terribles cosas que podían ocurrir, cosas
como la muerte, un funeral, una lápida...

El jueves, Stephen fue dado de alta del hospital para que pasara un fin de semana
en casa. El lunes, debía acudir al Hospital John Dempsey, en Connecticut para
pasar tres semanas con exámenes. Durante el fin de semana, Carmen logró
persuadir a Al de que fuera a pescar tanto como fuera posible. El sábado, ella y
Stephen condujeron a Al hasta el lago y lo dejaron allí.

-Mamá -preguntó Stephen cuando se encontraban solos en el automóvil-. ¿Qué


tengo? Quiero decir-exactamente. Nadie quiere decirme.

"Oh Dios, dame las palabras justas", Carmen rezó en silencio. Después de
algunos minutos de pensamiento, ella dijo: -Tienes... algo que se llama
enfermedad de Hodgkin. Bueno, es... cáncer linfático, eso es lo que es.

Stephen asintió muy lentamente, luego dijo, casi susurrando: -Cáncer. Ya me


imaginaba que era algo malo. -Siguió asintiendo con lentitud.- Pero no me voy a
morir.

Manteniendo su voz firme, ella dijo: -Claro que no, campeón, porque vamos a
rezar para que eso no ocurra y pelearemos. Pero... sabes que no será fácil, ¿no es
así?

Esta vez susurró: -No voy a morir.

El lunes por la mañana, Al condujo a Carmen y a Stephen al hospital, en


Connecticut. El debía volver directamente a Hurleyville para cuidar a los niños y
partió de inmediato, sin ignorar que no sería capaz de resistir el peso de una
larga despedida.

El pabellón de pediatría en el Hospital John Dempsey era como la generalidad


de los pabellones pediátricos; las paredes estaban decoradas con alegres
caricaturas y dibujos trazados por los niños, móviles de todo tipo colgaban de los
altos techos y, en lugar del usual color blanco de los hospitales, el pabellón
estaba pintado con colores suaves y sedantes.

Pero ese detalle no ayudaba. El pabellón aún estaba lleno de niños enfermos.
Incluso de niños al borde de la muerte. Y ahora el hijo de Carmen se encontraba
entre ellos. Ni todos los colores alegres del mundo podían cambiar eso.

Los exámenes comenzaron poco después que Stephen fuera admitido y


continuaron para siempre.

Hubo análisis de sangre, radiografías y otras pruebas más complejas, luego un


día pasó siete horas en cirugía. Después de eso, todavía hubo muchos más
exámenes. El viejo dicho que la cura es a veces peor que la enfermedad se volvió
muy fuerte para Stephen y Carmen.

Los doctores y enfermeras se arremolinaban alrededor del lecho de Stephen


como abejas alrededor de una colmena. Pero Stephen comenzó a ponerse pálido
y frágil, era a veces difícil para Carmen no imaginarlos como buitres que se
movían en círculos en vez de abejas que se arremolinaban.

La familia de Al vivía en Connecticut, así que Carmen no estaba completamente


sola. Pasaba las noches en un motel cercano y siempre telefoneaba a Al tan
pronto como llegaba a su habitación. Desde que ella lo había visto por última
vez, él había comenzado a tener severos dolores de pecho y, aunque creía que
Stephen había agotado su preocupación, comenzó a preocuparse también por Al.
De todos modos, después de algunos exámenes en el hospital se determinó que
los dolores de pecho de Al eran síntomas de extrema ansiedad y no constituían
nada serio.

Carmen sabía que algo debía cambiar en casa para quitarle parte del peso que Al
llevaba sobre los hombros, así que llamó a su madre. Wanda Jean se encontraba
en Italia en aquel entonces, pero se alegró de volver a casa y cuidar a los niños
por un tiempo.

Al término de tres semanas, Stephen fue dado de alta en el hospital y le fue


permitido volver a su casa en Hurleyville. Estaba más delgado, pálido, y la fatiga
per-meaba cada uno de sus movimientos. Era como si se le hubiera conectado un
sifón por las últimas tres semanas, lentamente drenando su juventud. Como si
eso no fuera suficiente, debía volver a Connecticut a diario para tratamientos de
cobalto. Su salud ya debilitada sólo empeoró con el esfuerzo que le demandaban
los demoledores tratamientos y el viaje diario de doscientos doce kilómetros. De
hecho, ese esfuerzo agotaba a toda la familia.

Al y Carmen decidieron buscar un apartamento más cerca del hospital. Con


cuatro niños, sabían que no sería fácil conseguir uno que fuera lo
suficientemente amplio y que pudieran pagar -las cuentas médicas se iban
acumulando rápidamente- pero sería más fácil que conducir tan lejos todos los
días y gastar tanto dinero en gasolina.

En cada momento libre que podía encontrar, Carmen comenzó la búsqueda. Era
una desilusión tras otra: demasiado pequeño, demasiado caro, o ambos. Aunque
agotándose, siguió buscando, encontró otro anuncio prometedor en el periódico
en la sección de clasificados locales y pidió una consulta para ver el apartamento
en Southington. En el camino hacia allí, pasó frente a una hermosa casa de estilo
colonial, de tres plantas, con un letrero en el patio delantero que decía SE
ALQUILA.

El apartamento que había arreglado para ver era muy lindo pero, como tantos
otros, simplemente demasiado pequeño. En camino al motel, de todos modos,
siguió el impulso de detenerse en la casa colonial con el cartel al frente.

Había trabajadores todo alrededor de la casa y los sonidos de martillos y taladros


chocaban produciendo una horrible cacofonía. Carmen se acercó a un trabajador,
después a otro, preguntando con quién debía hablar sobre el alquiler del lugar,
hasta que uno de ellos finalmente la dirigió alrededor de la esquina de la casa
hasta un agradable hombre de hablar suave cuyo brazo derecho se curvaba sobre
su pecho, encogido e inútil.

-¿Puedo ayudarla? -le preguntó, levantando la voz a causa del ruido.

-Estoy interesada en ver la casa -dijo ella, entornando un poco los ojos ante el
ruido.

-Oh. Bien. -El levantó su brazo útil y frotó el dorso de su mano hacia arriba y
hacia abajo sobre su ensortijado cabello grisáseo.- El dueño no se encuentra aquí
en este momento y -rió entre dientes, asintiendo en dirección de la casa- puede
ver que estamos trabajando mucho en este momento, así que no sé si esta es una
buena oportunidad, ¿sabe a lo que me refiero? -Sonrió a través de sus dientes
torcidos y las arrugas de su rostro se ahondaron.

Carmen notó que se estrujaba las manos y se detuvo, sin mostrarse demasiado
desesperada.

-He estado buscado por todos lados por días y no puedo encontrar un lugar para
mi familia. Este se ve bien y necesitamos un lugar de inmediato porque mi hijo
tiene que...

El comenzó a asentir y levantó una mano para detenerla.

-Le voy a decir algo. Hay dos apartamentos allí adentro, uno arriba y otro abajo.
¿Por qué no sube y echa un vistazo?, y cuando haya terminado, le daré el
nombre y número telefónico del dueño. ¿Le parece bien?

Aliviada y excitada, ella subió, esperando lo mejor. Eso fue lo que encontró. La
sala de estar era espaciosa, con muchas ventanas, que hacían que todo pareciera
más amplio. La cocina era espaciosa, también, y tenía una mesa adosada a la
pared con bancos. Había cuatro grandes dormitorios y, en la planta superior, dos
habitaciones más, uno con cuchetas paneladas de pino sólido.

Era hermoso. Era perfecto. Era probablemente demasiado caro.

Ella se apresuró a bajar, obtuvo el número telefónico del dueño y lo llamó al


segundo en que regresó a su habitación del hotel.

Su nombre era Campbell y parecía tener dudas al principio. Carmen no dejó que
eso la molestara una vez que él le hubo dicho la tarifa de alquiler mensual;
estaba bien dentro de lo que podían pagar. Ella le contó al señor Campbell todo:
sobre la enfermedad de Stephen, sobre cómo debían viajar cada día para sus
tratamientos, sobre lo mucho que había estado buscando un lugar.

El gentilmente extendió su comprensión, le deseó lo mejor para Stephen, y luego


permaneció en silencio, aparentemente pensaba. Finalmente: -Le puedo dar el
apartamento de abajo.

Carmen se sentó pesadamente sobre el borde de la cama y apretó una mano


sobre sus ojos. No había visto el apartamento de abajo. ¿Era tan cómodo como el
de arriba?

"¿A quién estás engañando? pensó ella. Si es más pequeño, no puede serlo por
mucho, y además... estamos desesperados.” Ella decidió que, si era parecido al
apartamento de arriba, estaría encantada de alquilarlo.

-Está bien -dijo ella-. Lo tomaremos.

Después que colgó, Carmen se dejó caer de espaldas sobre la cama con un
profundo suspiro. Se había quitado de encima un peso enorme.

Empezaron a prepararse para la mudanza de inmediato. Al debería quedarse en


Hurleyville por otras seis semanas o algo así hasta que completara su
transferencia. Michael logró escapar al caos de la mudanza; decidió ir con
Wanda Jean a la casa de ella en Alabama por el verano.
Al y Carmen y sus niños prepararon sus pertenencias alegremente y sin quejarse,
lo que fue un logro significativo considerando el hecho de que, junto con todo el
trabajo y organización, Stephen aún debía ser llevado a Connecticut todos los
días para su tratamiento de cobalto.

Ellos estaban ansiosos por mudarse a su nuevo apartamento y volver a tener


estabilidad en sus vidas. Por supuesto, las cosas no serían completamente
estables hasta que Stephen se recuperara, pero tenían fe en que lo lograría.

Carmen les contó una y otra vez sobre el apartamento en el piso de arriba,
deseando que el de ellos fuera tan confortable, tan perfecto. Pero se dedicó a
pensar en el de abajo... mucho tiempo pensando lo peor.

Una noche antes que se mudaran a Southington, Carmen durmió inquieta. No


obstante sus preocupaciones por Stephen, ella se había estado durmiendo
fácilmente, agotada por el trabajo. Pero esa noche no se durmió con rapidez y
cuando lo hizo, le llegó un frío y fangoso sueño.

Ataúdes... alineados prolijamente... cuerpos desnudos con pálidas pieles


mortecinas... herramientas... equipo que se veía anticuado y siniestro... ganchos
y cadenas... un hombre sin rostro vistiendo una bata blanca con oscuras manchas
marrones que se habían secado sobre ella... caminando por una de las filas de
ataúdes-moviéndose en zigzag, entrando y saliendo entre ellos... acercándose a
uno de los cuerpos... llevando consigo una de esas herramientas... una de esas
viejas y ominosas herramientas...

Carmen se incorporó tan rápidamente como un rayo sobre su lecho, sin poder
respirar por un momento, luego sorbiendo el aire hasta llenar sus pulmones. Era
de mañana. La luz solar entraba por las ventanas, brillante, salvadora luz solar.
Su corazón martillaba en su pecho pero no podía recordar exactamente la razón.
Una pesadilla, sí, pero ésa no era la razón... no exactamente. Era otra cosa, algo
que había aprendido repentinamente, sólo lo sabía instintivamente.

-He alquilado una funeraria -dijo ella, su voz gruesa todavía de sueño.

Al levantó la cabeza de la almohada. -¿Eh?

-El apartamento... esa casa... es una funeraria. O quizá... bueno, quizá lo haya
sido.
-¿Has tenido una pesadilla?

-No, no. Quiero decir, sí, creo quizá que tuve una pesadilla, pero no se trata de
eso. -Ella se volvió hacia él.- Esa casa es una funeraria, Al.

Se incorporó sobre los codos.

-¿De qué estás hablando? -Luego se sentó a su lado con rostro preocupado y
dijo:- Lo dices en serio, ¿no es así?

-Sí, muy en serio.

Ella se inclinó hacia el frente y cruzó los brazos sobre el pecho, cerrando los
ojos.

Al puso un brazo a su alrededor. Estaba perdido, pero la mirada en el rostro de


ella no era una mirada que emergiera de un mero sueño o pesadilla, tenía algo
mucho más real.

-Podemos desistir, ¿sabes? -dijo él-. Quiero decir, si realmente no quieres


mudarte a ese apartamento.

Ella sacudió lentamente la cabeza. ¿Cómo podían no hacerlo?

-No podemos seguir haciendo ese viaje todos los días -murmuró-. Es demasiado
duro para todos nosotros, especialmente para Stephen. Y yo estoy segura de que
no quiero salir a buscar otro apartamento.

Permanecieron en silencio por un rato, apretados el uno contra el otro, entonces


Al dijo: -Mira, incluso si esto... bueno si este sueño o sensación o lo que fuera...
es verdad, y el lugar en realidad es o era una funeraria... quiero decir, ¿qué
importa? La gente murió en otro lugar, ¿no es así? No es como si hubieran
muerto en la casa. Y además -él besó la parte superior de su cabeza-no sabes si
es verdad. Apuesto a que no lo es. Es sólo un sueño. Ya llegaremos allí, será
fantástico, nos mudaremos, y descubriremos que es sólo una linda casa antigua
que ha sido convertida en dos apartamentos.

Ellos finalmente dejaron Hurleyville el 30 de junio, un caluroso día de verano


que era aun más caluroso en la carretera. Al llevó a Stephanie consigo en el
camión de mudanzas que habían alquilado -ella sostuvo a Willy en su jaula sobre
su falda- y los dos niños fueron con Carmen en el automóvil. Cada tantas millas,
Peter, que tenía tres años de edad en aquel entonces, preguntaba con infalible
entusiasmo: -¿Ya hemos llegado? ¿Ya hemos llegado?

Cuando llegaron a la casa en Southington, la mayor parte de la familia de Al ya


se encontraba allí, prontos para ayudarlos a mudarse. Carmen salió del coche y
Al se bajó del camión y, por un instante, se miraron el uno al otro, la cara de
Carmen tiesa y aprensiva, Al sonriendo para reasegurarla. Cuando él se acercó a
ella, ella le murmuró: -Antes de nada, ¿no podremos sólo... entrar y echar un
vistazo?

-Claro que podemos. -El tomó su mano y, después de saludar a todo el mundo, se
encaminaron hacia adentro.

La planta baja no estaba terminada aún y los carpinteros hacían bastante ruido.
Adentro, encontraron mucho aserrín y pedazos de madera y hombres con
martillos y serruchos. Pero no había nadie abajo en el sótano.

Cuando Al y Carmen comenzaron a bajar las escaleras, el ruido se apagó


levemente por detrás y por encima de ellos. Estaba húmedo allí abajo y el aire
pesado llevaba el olor del tiempo. Al pie de la escalera había una espaciosa
habitación que se extendía a su izquierda y, a su derecha, un par de puertas
francesas se abrían a un cuarto más grande.

Había cinco habitaciones en total, todas mohosas. Dieron una vuelta caminando
con cuidado por unos momentos, sin saber muy bien qué era lo que buscaban...
si era que buscaban algo.

Al final del pasillo, encontraron una habitación en la cual una cantidad de repisas
contenían herramientas. Herramientas extrañas, siniestras. Herramientas
atemorizadoras, innombrables. Aparatos de acero oscurecidos por el tiempo.
Tubos y mangueras y hojas de cuchillo. Frente a las repisas había lo que
aparentaba ser un tanque de combustible, viejo y sucio, y una pequeña mesa
debajo de la cual había varias cajas robustas. Al y Carmen se agacharon para
descubrir que las cajas estaban llenas de incontables plaquetas metálicas
rectangulares. Las plaquetas estaban en blanco, pero Al y Carmen se miraron el
uno al otro en silencio, sabiendo muy bien lo que eran. Las plaquetas habían
estado esperando en las cajas por quién sabía cuanto... esperando que se las
utilizara... esperando que se les asignaran nombres y se las pusiera sobre las
tumbas.

Ellos dejaron la habitación y entraron en el pasillo al final del cual había una
rampa que se inclinaba hacia el sótano por una puerta al costado de la casa. Se
parecía a una entrada para discapacitados, o algún tipo de rampa de carga.

Carmen buscó la mano de Al, más para calmarse emocionalmente que


físicamente. Las cosas que ya habían visto era suficientes como para que ella
supiera que había estado en lo correcto... pero había más.

Una cruz metálica, de pesado aspecto, colgaba sobre cada puerta que cruzaban.
Las cruces se veían como de plata, pero estaban tan enmohecidas con el tiempo
que era difícil saber. Levantaron la vista hacia una de las cruces por un
momento, se volvieron uno hacia el otro, pero el silencio era demasiado denso
como para romperlo; ninguno de ellos habló.

Giraron a la derecha y entraron en una gran habitación con otras repisas, más
escaleras y...

-Oh, Dios mío -suspiró Carmen-, ¿qué es eso?

Apuntó a algo que se veía como si hubiera salido de una vieja película de
Frankenstein en blanco y negro. Una plataforma rectangular con forma de cama
estaba enganchada a cadenas atadas a una gran alza. Al y Carmen levantaron la
vista para divisar una puerta trampa en el techo directamente sobre la
plataforma.

Los zapatos de Al rasparon sobre el concreto a medida que cruzaba la habitación


hasta un trozo de madera terciada de un metro cuadrado de superficie que se
encontraba sobre el suelo debajo de la escalera. Se agachó y la levantó unos
centímetros, espió por debajo de ella, luego la levantó un poco más alto. Carmen
se detuvo junto a él y miró por el hueco de costados lisos hasta el fondo del pozo
de concreto oscuro y manchado donde había viruta esparcida alrededor de una
cloaca circular.

Una luz tenue se filtró entre dos vidrios renegridos sobre ellos a su izquierda,
proyectando sombras difusas dentro del pozo mientras Al y Carmen observaban
en silencio.

Al dijo: -Me pregunto qué será esto...


-No creo que yo quiera saber -murmuró Carmen, que se dio vuelta y caminó
hacia la puerta que se abría hacia otra habitación más pequeña. Ella se detuvo en
el umbral y miró.

Había una fuerte mesa rectangular directamente frente a ella, del tipo que uno
podría encontrar en un laboratorio o en un hospital... o en una morgue. La pared
a su izquierda estaba manchada de un color rojizo amarronado. A la derecha, una
pileta grande y profunda tenía las mismas manchas de óxido.

Un fuerte golpe detrás de ella la hizo boquear y darse vuelta para ver a Al
sacudiéndose las manos a medida que caminaba hacia ella y se alejaba del pozo.
El golpe había sido la pieza de madera que caía otra vez en posición cuando él la
soltó.

-¿Qué hay aquí adentro? -preguntó Al.

Carmen comenzó a hablar, comenzó a decir algo sobre que había un gran
desastre que limpiar, eso era lo que había allí adentro, pero su garganta estaba
demasiado seca y cuando se dio cuenta de ello no le surgía la voz, cerró la boca
y sólo miró fijamente las manchas. Al hizo lo mismo.

Había un olor distinto en esa habitación, más oscuro y más empalagoso que el
olor que permeaba el resto del sótano. Era un olor denso, casi grasoso, del tipo
que queda en las fosas nasales por un tiempo después que se ha dejado atrás la
fuente del olor.

Al caminó hacia la pared, la apretó con la punta de sus dedos tentativamente,


luego se dio vuelta hacia Carmen. Su frente estaba arrugada; su labio superior
levemente curvado. Abrió su boca para hablar pero, como Carmen antes,
simplemente la volvió a cerrar. No era necesario hablar.

Los dos sabían lo que eran las manchas.

-Sólo pintaré sobre ellas -dijo Al mientras se dirigían a la planta de arriba-. De


inmediato, sólo pintaré sobre todo esto.

-Y no le diremos a los niños -agregó Carmen.

-Claro que no. Y podemos... bueno, sólo nos desharemos de todas esas cosas.
Sacarlas de aquí. Cuando hayamos terminado, sólo será un gran sótano, eso es
todo.

En la cima de las escaleras, Carmen se volvió hacia él y dijo: -No puedo soportar
la idea de buscar otro lugar. Quiero que nos establezcamos. Necesitamos
establecernos para que Stephen pueda sanar.

-Y eso haremos. No te preocupes, querida. -Le dio un rápido beso y sonrió,


luego puso un brazo alrededor de sus hombros mientras subían.

Ellos descubrieron que, aun allí arriba, había cruces colgadas sobre cada puerta
que conducía al sótano.

Afuera, el señor Campbell llegó y los recibió frente a la casa. Era un tipo de
abultado abdomen que vestía vaqueros nuevos y una camisa a cuadros. Mientras
Al hablaba con su familia, Carmen llevó al señor Campbell a un lado.

-Me gustaría preguntarle algo -dijo con precaución-. ¿Esta casa... en el pasado,
era... por casualidad... una funeraria? -Todavía le parecía tan ridículo a ella, no
obstante lo que habían encontrado en el sótano, que su vago sentimiento podía
ser en realidad correcto por lo que achicó los ojos al pronunciar la palabra
funeraria.

Un costado de la boca del señor Campbell se curvó en una sonrisa burlona.

-¿Cómo lo averiguó? -preguntó.

Ella se disgustó por la sonrisa de él y su voz transportó una levísima huella de


enfado.

-Bueno, creo que hay suficiente evidencia en el sótano. ¿Ha estado allí abajo?

El cerró los ojos y asintió, con una sonrisa.

-Sí, he visto esas cosas allí abajo. Si no le importa, me gustaría dejarlo allí. No
quiero que nada de eso sea destruido, o algo así. Dan tema para hablar, ¿no lo
cree?

Ella parpadeó varias veces. Eso era ridículo, pero no estaba en posición para
discutir.
El dijo: -Sí, el dueño original ahora tiene más de noventa años. Se ha mudado
para vivir con su hijo. Cuando compré el lugar, pretendía convertirlo en un
edificio de oficinas pero, se encogió de hombros, tuve problemas por la zona. No
lo podía hacer. Así que pensé que construiría una propiedad valiosa, ahora que el
hospital se está expandiendo. Bastante gente necesita un lugar por aquí cerca.
Gente como ustedes. -Le dedicó una gran sonrisa con los labios apretados y unió
las manos a su espalda. Cuando Carmen no le sonrió de vuelta, él dijo:- Oh, no
se preocupe, señora Snedeker. Este lugar no ha sido usado por... oh, dos años o
algo así. Desde entonces, sólo ha sido usado un par de veces. Sólo para
ocasiones especiales.

Carmen frunció el entrecejo.

-¿Qué tipo de ocasiones especiales?

-Quiero decir, para miembros de la familia del dueño anterior, ese tipo de cosas.
-Se volvió en dirección a la casa y se llevó las manos a la cintura.- Sí, el negocio
de la funeraria es parte del pasado de este viejo lugar. Usted quizá ya haya
notado que el apartamento de abajo no está aún terminado. Quizá quiera guardar
sus cosas en el garaje y quedarse en un motel o con amigos, o algo así.

Carmen estaba de frente a la casa, también. Ella asintió y dijo: -Sí, está bien. -
Pero su voz era chata e inexpresiva; no estaba segura si estaba decepcionada
porque no se podían mudar de inmediato... o aliviada.

Al debía volver a Hurleyville para trabajar, así que Carmen y los niños se
mudaron a una habitación de motel. Pero como la mayor parte de las
habitaciones de motel, esta era pequeña, especialmente para acomodar a tres
niños. Después de dos días, Carmen decidió que incluso un apartamento sin
terminar era preferible.

Volvieron a la casa de Meridian Road y sacaron algunos colchones del garaje.


Ella y los niños los pusieron uno al lado del otro en el comedor, donde
decidieron que todos dormirían hasta que los trabajadores terminaran. Pero no
pasó mucho tiempo antes de que el sonido perturbador de la respiración de Peter
comenzara a retumbar contra las paredes: un ataque de asma que le trajo sin
duda el aserrín que había en el aire. Lo llevaron a una clínica local donde fue
tratado, luego volvieron a la habitación del motel. Peter se estaba sintiendo
mucho mejor al día siguiente. Volvieron a la casa y comenzaron a limpiarla,
quitándole todo el aserrín para darle otra oportunidad.

Para el fin de semana, la casa estaba habitable, así que comenzaron el trabajo
tedioso de mudarse. Al volvió por un fin de semana y, junto con su hermano,
entraron el mobiliario al apartamento mientras Carmen comenzó a desembalar la
vajilla y lavarla. Stephen fue al piso de abajo para inspeccionar lo que sería su
primer cuarto propio...

Carmen dejó de lavar la vajilla y miró por la ventana sobre el fregadero mientras
pensaba sobre lo que le había dicho su hijo.

Sí, la casa solía ser una funeraria. ¿Pero era malvada? Ni siquiera creía que una
cosa pudiera ser malvada. Era una hermosa casa antigua y el apartamento de
ellos, perfecto. Pero... ¿qué pudo haber inducido a Stephen a decir tal cosa? ¿Por
qué pensaría tal cosa? Algo debió impulsarlo.

Se enjuagó las manos, las secó, y sorprendió a Al en camino de vuelta del garaje.
Le contó lo que le había dicho Stephen.

El frunció el entrecejo.

-Yo nada le comenté sobre la casa -dijo, un tanto a la defensiva- ¿Tú lo hiciste?

-Claro que no. Estuvimos de acuerdo en no hacerlo.

-Entonces... ¿Qué crees que ocurrió?

-Bueno -ella abrió los brazos-, no creo que la casa sea malvada, si a eso te
refieres. ¿Cómo puede ser malvado un edificio? Atemorizante, seguro, puedo
entender eso, pero ni siquiera pienso que sea atemorizadora. Al menos... no muy
atemorizadora. Nada que no arregle un poco de pintura.

Al metió sus manos en los bolsillos traseros de su pantalón, mirando a su


alrededor. Stephen no estaba a la vista.

-Tienes que darte cuenta -dijo él-, Stephen ha estado bajo mucha presión con los
tratamientos y todo eso. No creo que sea algo para preocuparse. Probablemente
se olvidará de todo esto. Yo no me preocuparía. -Entonces salió hacia el garaje
para traer otro mueble.
Carmen se quedó parada en la sala de estar aún no terminada y miró a su
alrededor. El apartamento tenía muchas ventanas, que era casi un prerrequisito
para ella. No había cortinas sobre ellas por el momento. Sin embargo, no parecía
que mucha luz entrara por ellas aunque afuera era un día de sol radiante, no
había haces de luz volcando luminosas piletas sobre el suelo. Caminó hasta uno
de los paños y pasó la punta de sus dedos sobre él.

-Tengo que lavar estas ventanas -murmuró-. Es lo primero que debo hacer.

Pero cuando frotó su pulgar en círculos sobre la yema de sus dedos, no se sentían
en absoluto sucios.

Lo que Stephen escuchó


Carmen se levantó más temprano que de costumbre el lunes por la mañana para
prepararle el desayuno a Al y verlo partir por una semana. El comió con rapidez
y disfrutaba sus últimos bocados cuando ella se sentó para tomar su propio
desayuno.

-¿Ya has terminado? -preguntó ella.

-Debo irme. Quiero asegurarme de no llegar tarde. Quiero decir, en caso de que
algo ocurra. No estoy acostumbrado a conducir tan lejos por la mañana. Debo
cepillarme los dientes. -Se fue en menos de lo que canta un gallo. La puerta del
cuarto de baño se abrió y se cerró; el siseo del agua en el lavabo y los sonidos
húmedos del cepillado se apagaron detrás de él.

Se sentía ansioso, Carmen estaba segura de que eso era lo que le ocurría. Ella
sabía que él tenía aprensión en dejarlos allí por una semana, pues sólo podía
volver a la casa los fines de semana hasta que lo transfirieran.

Pero Al nunca expresaría su preocupación; la mantendría adentro, la guardaría,


lo que demostraba al devorar su desayuno y partir tan pronto como fuera posible
para poder zambullirse en su trabajo e intentar no preocuparse por Stephen.

Carmen no tocó su desayuno por un rato; esperó hasta escuchar que se abría la
puerta del cuarto de baño, luego se incorporó y se encontró con Al en el pasillo.
El la envolvió con sus brazos y apoyó su mentón suavemente sobre su cabeza.

-¿Estarán bien? -preguntó.

-Claro que lo estaremos.

-¿Estás segura que no te molesta la casa? -susurró porque Stephen, aun


rehusándose a dormir abajo, se encontraba dormido sobre el sillon, de la sala de
estar y Al no deseaba que los escuchara hablando al respecto. El niño ya tenía
suficientes cosas en las que pensar.

Carmen comenzó a decir: -Claro que no me importa la casa, es una casa


estupenda -pero sabía exactamente lo que quería decir y decidió que esa
respuesta no sería satisfactoria.

-Bueno -murmuró ella- preferiría que no fuera una antigua funeraria, pero...
estará bien, tú lo sabes tan bien como yo.

-Oh, sí, ya lo sé. No estoy preocupado por -dio una pequeña risotada- fantasmas,
o algo así, ¿pero qué pasa con Stephen? No podrá dormir indefinidamente en el
sillón.

-No te preocupes por él. Como tú dijiste, está muy presionado. Una vez que haya
estado aquí un tiempo, se le pasará. Y cuando regrese Michael, se olvidará de
ello. Debe de ser difícil para él ver que su hermano va a veranear a lo de su
abuela mientras él tiene que quedarse por padecer una enfermedad.

Al escuchar un leve ruido, Carmen se apartó y se volvió para ver a Stephen de


pie apenas afuera de la puerta de la sala de estar, frotándose los ojos
entrecerrados. Su camiseta y calzoncillos parecían demasiado

grandes para su cuerpo huesudo, y su pelo rubio oscuro estaba desordenado, con
puntas en todas direcciones.

-¿Ustedes me llamaron? -preguntó, con voz ronca y gruesa de sueño.

Carmen se acercó a él sonriendo.

-Oh. Sólo me estaba despidiendo de tu padre. Está en camino de regreso a Nueva


York.

-¿Cuando volverás? -preguntó Stephen en medio de un bostezo.

-Estaré de vuelta al final de la semana. -Se acercó a Stephen y le dio un apretón a


su frágil hombro.- Cuida a tu madre mientras yo no esté. Y haz lo que te dicen
los médicos, ¿de acuerdo?

Stephen asintió.
-Conduce con cuidado.

-No hay otra forma de hacerlo, muchacho.

Al y Carmen se despidieron. Al partió.

Stephen se encaminó hacia la cocina y Carmen lo siguió, esperando escuchar a


Al partir desde allí. Stephen tomó un vaso de agua y Carmen volvió a sentarse
frente a su desayuno otra vez. Repentinamente, ya no tenía hambre; de hecho, no
estaba segura de que hubiera tenido hambre en un primer momento.

-¿Quieres desayunar algo, Stephen? -preguntó-Acabo de prepararme esto, pero


en realidad no lo quiero. -Se incorporó y Stephen se sentó en su lugar; se lo veía
todavía medio dormido.- ¿Estás lo suficientemente despierto como para comer?

El se encogió de hombros.

De pie detrás de él, Carmen le puso las manos sobre los hombros y dijo: -Voy a
darme una ducha, ¿está bien?

El asintió, mientras echaba un vistazo a la comida.

Apenas caminó hacia la puerta de la cocina, Stephen dijo: -¿Estaban hablando


sobre mí o algo así?

Carmen se volvió hacia él.

-Puede ser. ¿Por qué?

-Creí escuchar... bueno, alguién me llamó. Me despertó.

-Probablemente me oíste mencionar tu nombre. -Pero, ella se preguntó, ¿que más


escuchó? Deseó que no la hubiera escuchado hablando con Al sobre la casa.-
Bueno, me voy a la ducha. Puedes mirar televisión si quieres, pero no despiertes
a Peter y Stephanie. Todavía es temprano.

Carmen entró en el cuarto de baño y cerró la puerta, pero no encendió la ducha


de inmediato. Se sentó sobre el borde de la bañera, frunciendo el entrecejo,
deseando que Stephen no los hubiera escuchado hablando sobre el trasfondo de
la casa. El no necesitaba esa información para rumiar con su imaginación.
-El hubiera comentado algo -ella se dijo a sí misma-. Sí, habría comentado algo
si hubiera escuchado lo que dijeron.

Se puso de pie, encendió la ducha, y comenzó a desvestirse.

Stephen miró el desayuno con ojos enrojecidos. Las salchichas se veían como
dedos magullados e hinchados y la vista de los huevos fritos -aunque por lo
general le encantaban- lo hizo parpadear un tanto. Se alejó de la mesa y quedó de
pie con su vaso de agua. Puso el vaso sobre la mesada de la cocina, y miró por la
ventana. Era otra casa blanca colonial, igual a la de ellos y la casa del otro lado
de ellos. Su nueva casa... con nuevos vecinos... en un pueblo nuevo... incluso un
nuevo Estado... todo por causa de él.

Stephen supuso que era más fácil para todos estar cerca del hospital porque así
ellos no deberían hacer un viaje tan largo cada día, pero aún... sentía como si
hubiera desarraigado a toda su familia de Nueva York y los hubiera trasplantado
a Connecticut por su cuenta.

Como si no fuera suficientemente negativo, odiaba la casa a la cual su


enfermedad los había llevado. Era una casa atractiva, sí, con mucho lugar y una
habitación para él solo. Pero era una habitación que él no quería.

Sabía que su madre y su padre no le creerían cuando dijo que la casa era
malvada. El lo sabía, cuando dijo que no quería dormir en la habitación de abajo,
por lo menos que no lo haría por su cuenta, le hicieron bromas porque estaba
enfermo. Ellos no le decían algo así en realidad, por supuesto, pero él sabía que
eso era lo que ellos pensaban; podía darse cuenta por la forma en que le
hablaban y lo miraban cuando se lo decían.

Pero eso no cambiaba nada. Todavía sentía -sabía-que había algo malvado en la
casa, que tenía algo malo, él no estaba seguro en qué consistía eso... y deseaba
descubrirlo.

Lo supo el instante en que bajó a ver su habitación por primera vez. No había
visto nada, no había olido nada que no fuera el olor mustio del viejo sótano, pero
algo había estado lo suficientemente mal allí abajo como para espontáneamente
erizarle la piel del torso. Algo que tenía el mismo aire de su habitación había
congelado los finos cabellos de su nuca y le había dado un raro sentimiento,
como si estuviera por descomponerse. La habitación había tenido una sensación
mala, oscura... una sensación secreta.
Y él había tenido la inamovible sensación de que no se encontraba solo, que lo
observaban, que si se diera vuelta, encontraría a alguien -o algo- en la habitación
con él, moviéndose en dirección a él, en silencio, suavemente... rápidamente. El
se había dado vuelta... pero no había nada allí. El hecho de que no viera nada no
lo reconfortaba, de todos modos. Sus latidos se aceleraron, sus palmas sudaron, y
la respiración se le agitó. Había vuelto a subir al piso de arriba, luchando con la
urgencia de correr, y le había dicho -o intentado decirle- a su madre.

Claro, ella no le había creído. Pero eso no quería decir que no fuera así.

Había algo muy malo en la casa, algo que estaba mal acerca de la casa.

Y la familia de Stephen se había mudado allí a causa de él.

Miró por la ventana y se preguntó qué tipo de personas serían los vecinos, si
tendrían hijos de su edad... si sabrían si había algo malo en la casa.

La luz solar de las primeras horas de la mañana brilló sobre las copas de los
árboles y manchó el suelo afuera con un resplandor tenue, como si todavía fuera
demasiado temprano para encender la luz en el cielo.

Stephen se volvió de la ventana y salió de la cocina con un largo bostezo,


preguntándose si había algún buen programa en la televisión tan temprano por la
mañana. En el pasillo, podía escuchar la ducha sisear en el cuarto de baño, pudo
escuchar brevemente la voz de su madre, hablando consigo misma en la forma
en que lo hacía a veces cuando dejaba caer el jabón o tomaba el champú
equivocado. Caminó a lo largo de las escaleras y entró en la sala de estar cuando
una fuerte voz masculina lo llamó: -¿Stephen?

Se detuvo sobresaltado, helado en su lugar. La voz no había provenido del cuarto


de baño, y ciertamente no de la ducha. De todos modos, la voz de su madre
nunca podía sonar tan profunda.

Era la voz de un hombre.

-¿Stephen?

Se dio vuelta lentamente. Esperó.

-¿Stephen?
La voz se oía impaciente.

No era muy alta, pero era clarísima.

-iVen aquí, Stephen!

Despacio, con cautela, él retrocedió a lo largo de la escalera, una mano


temblorosa sobre el pasamanos, hacia el cuarto de baño.

-¿Stephen?

Se detuvo y miró por sobre la barandilla las escaleras que daban al sótano... a su
habitación.

La voz provenía de allí abajo.

Insistente. Estaba perdiendo la paciencia con él.

La ducha seguía siseando.

-Stephen, ven aquí abajo.

Con la boca abierta, las manos delgadas, con los nudillos apretados, aferrando la
barandilla, los ojos agrandándose de a poco, se inclinó un poco más hacia
adelante. Su boca se volvió seca como el algodón casi instantáneamente.

-¿Stephen? -Hubo una risa ahora, baja y conspiratoria, una risa secreta.- Ven
aquí abajo, Stephen, debes ver esto.

Se volvió hacia el cuarto de baño. Todavía podía oír la ducha.

-Ven aquí, Stephen. Quiero mostrarte algo.

Peter y Stephanie estaban profundamente dormidos en sus habitaciones, y, de


todas maneras, ninguno de ellos podía oírse como esa voz.

No había nadie abajo. Por lo menos, no se suponía que hubiera alguien abajo.

Intentó moverse hacia adelante hacia la cima de la escalera para poder mirar
hacia el piso de abajo pero sintió que se le ponía la piel de gallina y esa vaga
descomposición del estómago que había sentido cuando descendió por primera
vez las escaleras y...

-¿Stephen?

Pensó en la sensación que había tenido allí abajo, la sensación de ser observado,
de no estar solo y, preguntándose si había estado en lo correcto, preguntándose si
lo que hubiera estado allí abajo hacía sólo un par de días había decidido hablar,
en cambio comenzó a caminar hacia atrás, tropezándose cuando giraba e iba a la
sala de estar y se sentaba en el sillón.

Más difuso ahora con la distancia, pero no menos distinguible.

-Stephen, ven aquí abajo.

Se inclinó y se tapó los oídos con las manos, pero eso no lo ayudó; apagaba un
tanto la voz, pero aún estaba allí. Se puso de pie, fue hacia la televisión y la
encendió, levantó el volumen más alto de lo que hacía normalmente, luego
volvió al sillón y se acurrucó debajo de las frazadas, cubriéndose hasta las
orejas.

En la televisión, Bugs Bunny estaba discutiendo con el pato Duffy sobre si era
temporada de caza de conejos o de patos... y desde abajo, la voz seguía
llamándolo.

-¡Temporada de cooneejo!

-¿Stephen?

-Temporada de pato.

-Stephen, ven aquí abajo.

-¡Temporada de cooneejo!

-Dije que vinieras aquí, Stephen.

-Temporada...

-¡Qué estás haciendo! -Una voz, ahora en la habitación con él. Stephen quedó
boquiabierto y tiró de las mantas para cubrir su cabeza y cerró con fuerza los
ojos. La televisión fue silenciada repentinamente y la voz dijo: -Te dije que no
despertaras a los niños. -Silencio.- ¿Stephen? ¿Qué sucede?

El se dio cuenta, a través de los fuertes latidos de su corazón en sus oídos, que
no era la voz. Algo había cambiado. Bajó las frazadas lentamente y abrió los
ojos para ver a su madre de pie junto a él con su bata azul y su cabello envuelto
en una toalla.

Ella fruncía el entrecejo, pero el enfado había desparecido de su voz cuando


volvió a hablar: -¿Te encuentras bien?

El asintió.

-¿Por qué tenías la televisión tan fuerte?

-No los despertó.

-Ya sé, ¿pero por qué?

Se pasó la lengua por los labios, e intentó esconder el temblor de sus manos
mientras pensaba en algo que decir. Finalmente decidió decir la verdad.

-Escuché, mmmmm... una voz.

-¿Una voz? Quieres decir, ¿a uno de los niños?

Sacudió la cabeza.

-Un... hombre.

-Oh, probablemente fui yo, querido, estaba hablando conmigo misma...

Sacudió la cabeza en forma insistente y dijo: -No, provenía de abajo. Y me


llamaba hacia allí. Llamaba mi nombre.

Ella lo miró unos instantes, con las manos sobre las caderas, luego se sentó sobre
el borde del sillón.

-Bueno, esas son sólo tonterías. ¿No es así?

El no respondió.
-Bueno, piensa sobre ello, Stephen. No hay nadie allí abajo.

Otra vez, no hubo respuesta.

-¿Estás de acuerdo? Quiero decir, yo estaba en la ducha y los niños durmiendo...


eso creo. De todos modos, sabemos que no hay nadie abajo. ¿Verdad?

-No... no era una persona. Y estaba intentando que yo -su voz se quebró por un
segundo y una sensación escalofriante se arrastró por sobre sus hombros-fuera
allí abajo.

-¿Quién intentaba que fueras?

-Lo que sea que esté allí abajo.

-No hay nadie allí abajo, Stephen.

-Dije... que no es... una persona.

La madre mostró mayor preocupación y cerró los ojos por un momento, sin
saber qué decir. Luego: -Pensé que habías dicho que escuchaste una voz.

-Sí, pero... yo sé que no hay nadie allí abajo. Pero también sé que esta casa tiene
algo malo... algo malvado. Creo que había una...

-¡Oh, no insistas, Stephen! Ya hemos hablado sobre eso. Las casas no son
malvadas. Y los fantasmas no existen y las voces no surgen de cualquier parte.

Stephen apartó la vista, frustrado y aún un poco asustado... porque ¿qué pasaría
si nadie nunca creía que lo que él sabía era cierto?

-Esta casa es malvada -murmuró, dirigiendo la mirada a la parte posterior del


sillón-. No sé por qué, pero es así.

Su madre dejó escapar un largo suspiro, luego dijo: -¿Sabes lo que creo que está
mal aquí? Creo que estabas acostado aquí hace un rato, quizá medio dormido, y
escuchaste a tu padre y a mí hablando en el pasillo. Conversando sobre la casa.

Stephen volvió a mirarla, con curiosidad.

-¿Qué sucede con la casa?


-Bueno... si te digo, debes prometer que no se lo dirás a nadie. No quiero que
Peter y Stephanie lo sepan. Tú eres mayor, creo que puedes vivir con ello. De
hecho, quizá sea mejor si no se lo dices a Michael tampoco. Tu padre y yo
queríamos mantenerlo en secreto, pero creo que explicará tu...

-¿Qué? -preguntó Stephen con impaciencia, y se sentó en el sillón.

-Bueno, esta casa... antes de que nos mudáramos... funcionó como funeraria.

Los ojos de Stephen se agrandaron.

Una funeraria...

De algún modo tenía sentido. Casi como si... bueno, era imposible, por supuesto,
pero era casi como si Stephen lo hubiera sabido desde el principio, lo hubiera
sabido sin realmente saberlo. Tenía tanto sentido que Stephen se encontró
asintiendo levemente.

-Pero ya no es una funeraria -continuó diciendo su madre-. Y, además, no hubo


nadie que en realidad muriera aquí, los cuerpos sólo se traían aquí para ser
preparados para el entierro. Nada malo ocurrió aquí, las cosas malas, quiero
decir, la gente muriendo, todo eso ocurrió en otra parte. Así que, mira, no hay
nada que...

-¿Qué había abajo?

Ella pestañeó, lo miró. -¿Qué?

-Quiero decir, ¿lo hacían abajo? ¿Todas esas cosas con los cuerpos?

-Bueno, no estoy segura aún, pero creo... -Su voz se ablandó.- Sí. Creo que sí.

Otro leve asentimiento de Stephen.

-Lo que estoy diciendo es que no hay nada malvado aquí. ¿Estamos de acuerdo?
¿Me crees?

El la miró otra vez pero no dijo nada, no hizo nada. El sabía... él sabía que estaba
en lo correcto. Lo que su madre le había dicho no lo había reconfortado.
Meramente lo había convencido.

Estableciéndose
A medida que había transcurrido la primera semana, la casa comenzó a verse tan
ordenada como ocupada. Carmen pasaba gran parte de su tiempo disponiendo
los muebles en los lugares adecuados. Se ocupó de colgar los cuadros y pinturas
y desenvolver los adornos delicados, algunos mucho más viejos que ella misma,
y colocarlos en las habitaciones apropiadas sobre los estantes elegidos.

Empezó a verse como un hogar, como su hogar. Lo que faltaba era Al... y la
salud de Stephen.

Ella conversaba con Al todas las tardes, pero no era lo mismo. Ella lo quería en
casa, con ella, donde su mera presencia la liberaría de la carga de sus hombros.

Stephen seguía con sus tratamientos de cobalto. Ella lo llevaba al hospital todos
los días y lo esperaba sentada en uno de los sillones antisépticos cubiertos con
vinilo. El siempre quedaba exhausto

después de pasar por la radiación, y se quejaba del olor y del sabor de ello,
áspero, metálico y seco, que le quedaba todo el día.

Una tarde, Carmen decidió que no le gustaban las viejas persianas venecianas
que tenían las ventanas. No dejaban pasar la luz. Al menos, ella pensó que era
por las persianas.

La habitación se veía un tanto oscura, aunque había bastante luz directa y fuerte
afuera. Pero cuando levantaba las persianas hasta arriba, no había diferencia.
Probablemente sería una buena idea deshacerse de ellas de todos modos. Debería
hablar antes con el señor Campbell al respecto. Recordó su promesa a sí misma
el primer día que pasó en la casa: limpiaría los vidrios. Así que se vistió con su
ropa para hacer la limpieza y comenzó a trabajar.

Mientras lavaba, Stephen entró con su amigo Cody. Ella estaba contenta que
Stephen hubiera hecho un amigo tan rápidamente. Le había preocupado que la
mudanza lo volviera más introvertido que lo que el cáncer ya había logrado
hacer, y pensó que un nuevo amigo quizá lo ayudara a alegrarse y, ¿quién podía
saberlo?, probablemente hasta mejorara su salud. Casi las únicas veces que
Stephen había dejado la casa en las últimas semanas era cuando ella lo llevaba al
hospital para su tratamiento todas las mañanas. Ahora que tenía un amigo, ella
esperaba que saliera más, que sería algo más activo, y que tomara bastante aire
fresco.

Cody vivía del otro lado de la calle. Era de la edad de Stephen, un muchacho
rubio y corpulento, lleno de una energía nerviosa, pero sonreía pocas veces y sus
ojos eran tan inquietos como sus temblorosos pies y manos.

-¿Qué están haciendo, muchachos? -preguntó amigablemente Carmen a medida


que se arrodillaba frente a la ventana, frotando hacia arriba y hacia abajo.

-Vamos al sótano -respondió Stephen desde el pasillo.

Sus manos se detuvieron sobre el vidrio y se incorporó: -Eh, Stephen... ¿quieres


venir aquí un segundo?

Los pasos se detuvieron sobre el suelo de roble y sus voces murmuraron,


entonces uno del par de pasos comenzó a retroceder y Stephen apareció en la
sala de estar.

-¿Sí? -dijo, elevando sus cejas bien altas sobre sus ojos profundos y
ensombrecidos.

-Creí que no te gustaba bajar allí -susurró ella.

-No me gusta. Pero eso es únicamente cuando estoy solo.

-¿Y estás yendo allí abajo con Cody?

El asintió.

-Le conté sobre lo que había sido la casa, y -Stephen sonrió- él cree que es
fantástico. Así que bajamos para echar un vistazo.

-Quisiera que no anduvieras contándole a la gente sobre esta casa, Stephen. Ya


sé que dije que no era malvada, pero... bueno, no creo que tampoco sea
fantástica.

-No te preocupes, mamá. No lo haré.

Se dio vuelta y dejó la habitación, y ella escuchó sus voces ansiosas y las pisadas
ruidosas que se desvanecían por las escaleras.

"Primero es malvada y debemos irnos, pensó ella. Ahora es fantástica y él la está


mostrando."

Carmen sonrió con alivio y volvió al trabajo. Stephen ya comenzaba a superar su


miedo acerca de la casa.

El viernes transcurrió lentamente y Carmen pensó que la tarde, cuando Al


regresara a casa para el fin de semana, nunca llegaría. Acababa de terminar la
comida para los niños, emparedados y patatas fritas con leche y una variedad de
frutas, cuando llegó el señor Campbell.

-Sólo vine para saber cómo lo estaban pasando -dijo él con una sonrisa una vez
que Carmen lo invitó a pasar- Se ve muy bien. Se nota que se han instalado.

-No del todo, pero casi -dijo Carmen. Sonaba un tanto distraída porque estaba
pensando para sí misma que esta sería una buena oportunidad para obtener las
respuestas a algunas preguntas.

-Bueno, ¿si hay algo que necesite? -preguntó él-. ¿Cualquier cosa en que pueda
servirle?

-De hecho, sí lo hay. ¿Podría acompañarme abajo?

El señor Campbell asintió y la siguió por el pasillo, bajó las escaleras hasta la
habitación que sería de Michael cuando volviera, atravesó la habitación de
Stephen, cruzó el pasillo con suelo de cemento y entró en el cuarto que contenía
el aparato con poleas y cadenas y el pozo.

-¿Tiene alguna idea de la utilidad de esto? -preguntó Carmen, mientras miraba


hacia la polea.

El señor Campbell cruzó los brazos sobre el pecho.


-Sí, eso sirve para levantar cadáveres.

Carmen parpadeó.

-Vea, los cuerpos eran bajados por la rampa que está allí afuera -apuntó al
pasillo- y se los preparaba en esta habitación. -Giró y señaló la habitación con
las paredes manchadas de sangre y la pileta.- Vea, esa era la morgue. Cuando
estaban prontos, se los levantaba por la puerta trampa con esta roldana.

-Al dormitorio -susurró Carmen, antes que el señor Campbell pudiera responder
a su comentario, ella se volvió hacia el pozo-. ¿Y qué era eso?

-Bueno, como yo lo entiendo, ese era un tanque de sangre. Los cuerpos eran
vaciados de sangre que se tiraba allí adentro, que lleva a otro tanque, digamos,
un tanque séptico. Necesitaban un tanque separado para la sangre porque...
bueno, de otro modo no sería sanitario.

Carmen tomó una profunda bocanada de aire y la dejó salir lentamente. El


hablaba con tanta seguridad.

Ella supuso que debería tomárselo de esa manera, porque quedaba, después de
todo, en el pasado... pero le resultaba difícil hacerlo.

-Bueno, sólo me preguntaba -dijo con tranquilidad, mientras asentía. Entonces se


dio vuelta y salieron.

-Ah, por otro lado -dijo él, señalando vagamente sobre sus cabezas-. ¿Ve las
cruces sobre las puertas?

-Sí, las noté la primera vez que vine aquí.

-Me gustaría que no movieran ninguna de ellas. Salvo si fuera sólo para
limpiarlas. Sólo... déjelas donde están.

Carmen lo miró de manera extraña. -¿Por alguna razón en particular?

El se encogió de hombros.

-Son antiguas. Me gustaría preservarlas como


están.

-Muy bien. Así lo haremos.

En la habitación de Stephen, el señor Campbell se detuvo y preguntó: -¿Alguien


duerme en estas habitaciones de aquí abajo?

-Bueno... esa habitación es para mi hijo Michael, pero él pasará un tiempo con su
abuela. Este es el cuarto de Stephen, pero... él no duerme aquí abajo.

-¿Por que no lo hace?

-No le gusta.

Una sonrisa se paseó por sus labios.

-¿Tiene alguna razón en particular? Quiero decir, ¿ocurrió algo aquí abajo?
¿Algo, hmm... raro? ¿Extraño?

-¿Por qué?

El volvió a encogerse de hombros, todavía con una leve sonrisa en el rostro.

-Sólo me preguntaba.

-Bueno, a él solo no le gusta, eso dice. Y, ah... dice que escuchó, voces aquí
abajo.

Un asentimiento... pero era un asentimiento lento, pensativo.

-Ya veo. -Levantó una ceja y agregó:- Niños -luego siguió caminando. Cruzó las
puertas francesas y se detuvo en lo que sería la habitación de Michael. Cuando
volvió, el señor Campbell echó un vistazo alrededor del cuarto, sonrió y dijo-:
Sabe, solían llamar a esto la habitación sur de ataúdes. -Luego guió el camino
hacia la planta superior.

Carmen estaba en el escritorio en el cuarto soleado que salía de la sala de estar,


revisando las cartas del día y preguntándose qué iría a cocinar para la cena
cuando Stephanie gritó. Dejó caer las cartas que se dispersaron sobre la tapa del
escritorio mientras ella se apresuraba en atravesar la sala de estar y el corto
pasillo que conducía hasta la habitación de Stephanie, de donde había provenido
el grito. Casi chocó con Stephanie, que salió corriendo a ciegas del cuarto y cayó
en brazos de Carmen.

-¿Qué pasa, querida? -preguntó Carmen, arrodillándose delante de ella.

-¡Hay una mujer, mamá, una mujer en mi habitación!

-¿Qué?

Asintió con furia.

-Una mujer, era una mujer, y ¡estaba de pie con los brazos abiertos! -Tenía los
ojos desorbitados y sus pequeños dedos se incrustaban en el antebrazo de
Carmen a medida que las palabras chocaban entre sí en frases excitadas.

-Eh, eh, eh, Stephy, vamos, cálmate por un segundo, ¿está bien? -Stephanie se
calló, Carmen tomó su mano y la llevó al dormitorio para agregar:- Está bien,
ahora, vamos a entrar en tu habitación para que me muestres lo que viste.

Stephanie retrocedió y dijo: -¡Era una mujer!

-Bueno, entonces, entremos y veámosla. Ella probablemente todavía esté allí,


¿no es así?

Tímidamente, Stephanie entró en la habitación con Carmen.

-Ahora, ¿adonde estaba?

Stephanie apuntó a una cómoda, que estaba colocada contra una pared y tenía un
enorme espejo sobre ella.

-Justo allí. Ella estaba de pie justo allí, así. -Stephanie abrió los brazos como si
fuera a abrazar a Carmen y le sonrió de manera extraña, soñadora.

-¿Adonde crees que se fue, Steph?

Stepahnie miró a su alrededor frenéticamente, rígida de tensión, luego se


encogió de hombros y murmuró reticente: -No lo sé.

Carmen se acercó a la cama de Stephanie y se sentó sobre el borde. Sintió que se


enfadaba. Stephen había prometido que no le diría a los niños sobre la casa, pero
obviamente había roto esa promesa. Sí, él estaba enfermo, y no, no podía esperar
que se comportara como siempre, pero no tenía excusa para esto.

-¿Te ha dicho algo Stephen últimamente, Steph? ¿Algo que quizá... te asustó?

Stephanie sacudió la cabeza.

-¿Estás segura de que él no te ha estado contando cuentos de terror?

-Ahá.

-¿Adonde está Stephen ahora?

-Afuera, con Cody.

Carmen se volvió hacia la ventana que estaba exactamente al frente del espejo
sobre la cómoda de Stephanie.

-¿Crees que él pudo jugarte una mala pasada, querida?

Sus ojos se ensancharon y sacudió su cabeza con insistencia.

-¡No! ¿Como podría hacer algo así? ¡Ella estaba allí mismo!

-¿Sabes qué creo que ocurrió, querida? -Ella hizo un gesto para que Stephanie se
acercara, puso un brazo alrededor de la niña y apuntó a la ventana.- Si alguien
hubiera estado parado en esa ventana, su reflejo se vería en el espejo. Y si
alguien, como Stephen, quizá, quisiera asustarte haciendo algo atemorizador del
otro lado del espejo, tú creerías que tenías a otra persona aquí contigo.

Stephanie cerró los ojos, apretó los labios y sacudió nuevamente la cabeza, la
sacudió con vehemencia. -No. Yo la vi. Ella estaba allí.

-Pero, querida, tú sabes que eso no puede ser. ¿Cómo entró? ¿Cómo salió?

La niña agachó la cabeza en silencio y no dijo nada.

-¿Qué sucede?

-No me crees.
-Oh, no, yo creo que viste algo. Todo lo que digo es que no pudo ser una mujer
en tu habitación, eso es todo. Viste algo en el espejo que probablemente se veía
como una mujer. Pero yo sí creo que viste algo. ¿De acuerdo?

Con la cabeza todavía gacha, Stephanie se encogió levemente de hombros y


murmuró: -Eso creo.

Carmen se puso de pie y la besó en la cabeza.

-¿Quieres tomar un vaso de zumo?

Ella sacudió la cabeza, negativamente.

-¿Quieres ir afuera a jugar?

Otra vez, no.

-Bueno... está bien. -Un abrazo, otro beso, luego Carmen fue a buscar a Stephen.

-Tú me prometiste que no le dirías a tus hermanos o hermanas lo que pensabas


de la casa -dijo Carmen a Stephen. Lo había llamado al porche y se sentaron en
el último escalón mientras Cody esperaba a varios metros de distancia.

-Sí, ya sé -dijo Stephen.

-Entonces, ¿por qué le dijiste a Stephanie?

-Yo no le dije nada.

-¿Estabas afuera de su ventana intentando asustarla hace apenas un rato?

-Yo no estaba, no, no, yo estaba con Cody y estábamos...

-Ella dice que vio a una mujer de pie frente a su cómoda, con los brazos abiertos
y una mirada extraña en la cara. El espejo en la cómoda está justo frente a la
ventana, así que no sería difícil hacerle un truco.

Los ojos de Stephen se ensancharon y su espalda se puso rígida y Carmen


observó lo que al principio creyó que era remordimiento. Luego se dio cuenta de
que se parecía más al miedo.
-¿Ella vio eso? -susurró él-. Quiero decir, ¿ella... vio a alguien en su habitación?

Carmen asintió.

-No quiero que esto siga sucediendo, Stephen, ¿me entiendes? Quiero que se
detenga de inmediato.

-Pero yo no le dije nada a...

-Entonces por qué ella dijo que vio...

-¡Quizá porque ella lo vio!

Carmen pestañeó rápidamente, luego suspiró.

-Está bien, escucha, Stephen. Quizás ella te haya escuchado hablando sobre ello,
o algo así, no lo sé, pero sé que estaba muy asustada hace un rato. No quiero que
eso vuelva a ocurrir otra vez, ¿me entiendes? Sólo manténlo en secreto, ¿está
bien? Puedes hablarme en privado sobre ello si quieres, pero... manténlo en
secreto cuando estés con los otros niños. ¿Estamos de acuerdo?

-Pero yo no dije nada.

-Por favor, ¿harás eso por mí? -Con el entrecejo apretado y su rostro pálido tan
tenso, se veía demasiado disgustado por la acusación como para que ella siguiera
discutiendo con él.

Stephen asintió y Carmen le dio un rápido beso antes de entrar nuevamente en la


casa.

Ella deseó que fuera lo último que oyera sobre el

tema.

-Creo que voy a entrar en la casa por un rato -dijo Stephen.

Cody preguntó: -¿Estás en problemas?

-No. ¿Por qué?

-Porque tu madre quería hablarte en privado hace un rato y se veía bastante


vehemente, y... bueno, te ves, hmm... no lo sé, preocupado. Como si algo te
molestara.

Stephen sacudió su cabeza con aire ausente, dijo: -Te veré más tarde -y caminó
lentamente hacia la casa.

Así que Stephanie había visto a alguien en su habitación. ¿Habrá sido la misma
persona que él escuchó? Mamá dijo que era una mujer, pero aun así... si pudo
venir e irse como una mujer aparentemente lo hubiera hecho, entonces
probablemente podía imitar la voz que quisiese. Entonces no estaba loco, no
estaba imaginando cosas. Pero no se encontraba mejor de lo que había estado
antes. Ahora mamá no sólo no le creía, no le creía a Stephanie, tampoco.

Sin importar en qué parte de la casa estuviera Stephen, no podía librarse de la


vaga sensación de que había alguna otra cosa allí, una presencia además de la
familia, algo que los estaba observando... quizás esperando algo. Pero guardó
para sí esos presentimientos en gran parte porque era bastante obvio que nadie le
creería. Le hacía sentir mejor saber que no estaba solo ahora.

Pero lo hizo sentir sólo un poco mejor.

Trepó las escaleras del frente de la casa con paso cansino y entró en la casa,
preguntándose si alguna otra persona en la familia se encontraría con la
presencia... y, si lo hacía, ¿quién sería el próximo?

Cuando Al llegó esa noche, Stephen, Stephanie y Peter estaban en la sala de


estar mirando televisión y Carmen se encontraba en la cocina llenando el
apartamento con un cálido olor de pollo al horno. Ella escuchó a Al detenerse
frente a la casa, dejó lo que estaba haciendo y salió corriendo a saludarlo en la
entrada.

-Oh, estoy tan contenta de que estés en casa -Carmen le murmuró junto al cuello
y lo envolvió con sus brazos. Traía una bolsa de papel marrón en su brazo
izquierdo y ella la exprimió entre ellos.

-¿Está todo bien?

-Oh, sí, sólo que te extraño, eso es todo. Todos te extrañamos.

Los niños lo recibieron en la puerta, riendo, sonriendo y abrazándolo... todos


excepto Stephen, quien quedó de pie a un par de metros, pensativo y serio, con
los brazos delgados cruzados sobre el pecho.

En la sala de estar, Al anunció que había traído sorpresas para todos e introdujo
la mano en la bolsa. Sacó un pingüino de peluche para Peter, tres libros para
colorear y una caja de lápices de cera para Stephanie, y un flamante carretel de
pesca para Stephen, quien apenas reaccionó con el regalo. Incluidos con el
carretel había unos anzuelos nuevos y algunos flotadores y un carrete de hilo.
Sonrió distante mientras inspeccionaba el carretel y le agradecía en voz baja a
Al.

La pesca era una pasión que Stephen compartía con Al, pero no habían ido de
pesca por un tiempo a causa de que el carretel de Stephen se hallaba roto. Ahora
todo lo que necesitaba era una licencia de pesca de Connecticut, un lago o río
con algunos pescados... y quizás un poco de entusiasmo.

-¿Así que dónde está mi entusiasmo? -preguntó Carmen.

Al le puso un brazo a su alrededor, la atrajo hacia sí y le murmuró en el oído con


una sonrisa: -Tendrás lo tuyo más tarde.

La cena fue festiva, con cubiertos chocando sobre los platos y un constante
murmullo de voces. Después de la cena, todos se retiraron a la sala de estar. Al
llevó una cerveza; ella había llenado el frigorífico en su viaje anterior al
hipermercado. Buscaron un programa entretenido en la televisión mientras
Carmen comenzó a levantar la mesa. Sin que se lo pidieran y sin decir una
palabra, Stephen entró en el comedor y comenzó a ayudarla.

-Bueno -dijo ella sorprendida-, ¿a qué debo este honor?

Stephen sonrió, pero no dijo nada por un rato, no hasta que la mesa estuviera
levantada y los platos estuvieran prontos para ser lavados.

-Te ayudaré a lavarlos si me haces un favor -dijo él débilmente.

-¿Oh? ¿Y cuál será ese favor?

El agachó la cabeza y lo pensó un momento, después: -¿Podrías, hm... ir abajo y


sacar mi caja de pesca de mi habitación?
Ella sonrió, pero retuvo la risa que intentaba escapársele.

-Claro, querido -dijo ella-. Y tú ni siquiera tienes que ayudarme con los platos si
no quieres.

Cuando obtuvo su caja de pesca, Stephen la colocó sobre la mesa del comedor
junto a su carretel, anzuelos, boyas y línea, se sentó y abrió lentamente la caja,
casi con reverencia. Cuando estaba ubicando la nuevas adquisiciones dentro de
la caja, Al deslizó una silla junto a él y se sentó a su lado después de buscar otra
cerveza de la nevera.

-Bastante bueno, ¿no?

-Sí -dijo Stephen asintiendo.

Al puso algo sobre la mesa, una pequeña tarjeta rectangular.

-¿Qué dices si lo estrenamos mañana?

Stephen sonrió al mirar la licencia, luego sonrió mirando a Al.

-¿En serio? Eso sería fantástico -dijo, con cierta desazón.

Discutieron sobre la pesca por un rato, hablaron sobre el lugar al cual podrían ir;
Al habló gran parte del tiempo. Luego permanecieron en silencio. El aire entre
ellos cambió, se puso algo tenso, hasta que Stephen finalmente preguntó en un
ronco susurro: -Pa, ¿crees que si una persona escucha... hm, voces, está loca?

Al tomó un trago de cerveza, luego contestó: -No. No, muchas personas


escuchan voces. Algunas personas ven cosas. A veces, si una persona se
encuentra bajo mucha presión, todo tipo de cosas extrañas le suceden.
Especialmente si esa persona ha estado enferma, ¿sabes a lo que me refiero?

Stephen lo miró con sospechosa curiosidad.

Al asintió.

-Tu madre me lo comentó por teléfono. Y no, no creo que estés loco. Pero
escucha, Stephen. Tendrás que mantenerlo en secreto, ¿estamos de acuerdo? No
puedes andar por ahí contándoselo a los otros niños. Ya asustaste a Stephanie.
Stephen cerró los ojos y suspiró en silencio, pensando, "yo no lo hice, maldición,
yo no le dije".

-Necesitas relajarte, eso es todo -siguió diciendo Al- Y eso es lo que haremos
mañana, sólo tú y yo. Vamos a relajarnos e inquietar a algunos peces, ¿de
acuerdo?

Stephen asintió.

-De acuerdo.

-Ven a la sala. Están pasando una vieja película de Abbott y Costello.

-Iré en un minuto.

Al volvió a la sala de estar y Stephen guardó todo en la caja, luego la cerró. La


dejó sobre la mesa mientras se levantaba y bajaba por el pasillo hacia el cuarto
de baño. Su mano quedó congelada a pocos centímetros de la puerta del baño
cuando una voz dijo: -Stephen, ¿qué estás haciendo? -en tono bajo pero claro.

La respiración se le atoró en la garganta. Se dio vuelta sólo con mucho esfuerzo,


lentamente, tieso. Miró por las escaleras a la oscuridad debajo de ellas.

-¿Stephen? Realmente creo que deberías bajar aquí. -Lo suficientemente bajo
como para que los otros no pudieran escucharlo a causa del sonido de la
televisión.

Stephen retrocedió un par de pasos hasta que su espalda estaba tocando la puerta
del cuarto de baño.

-¿Stephen?

Hubo un movimiento en la oscuridad de abajo, un súbito movimiento gris sobre


lo negro.

La garganta de Stephen pareció hincharse. Su pecho le dolía con el latir de su


corazón.

-Ven aquí, Stephen.


El seco murmullo de pies raspó sobre el suelo de cemento.

-¿Stephen?

Se arrancó de la puerta del cuarto de baño, apurándose a cruzar el pasillo hasta la


sala y se detuvo en la recepción para recuperar el aliento. Se quedó quieto un
momento, con los ojos cerrados, los brazos cruzados firmemente sobre el pecho,
los labios apretados.

Entonces entró en la sala de estar, se sentó en el sillón y miró ciegamente las


imágenes en blanco y negro de la televisión. Permaneció en silencio mientras los
otros reían, intentando no pensar en lo que había escuchado, tratando de no
pensar en su vejiga llena, dolorosa.

Más voces
Durante el mes siguiente, Carmen entabló amistad con Fran, la vecina más
próxima. Fran era una mujer baja con cabello pelirrojo rizado y estaba
embarazada. Ella y su marido, Marcus, habían comprado la casa de al lado y se
habían mudado hacía sólo unos meses, esperando estar completamente
establecidos antes de que el bebé decidiera aparecer, lo que ocurriría en
cualquier momento.

-Mira, yo no me preocuparía por eso ahora si fuera tú -dijo Fran mientras bebía
té helado en el cuarto soleado de Carmen-. La enfermedad de Stephen cambió
las cosas para todos y están en una nueva casa, un nuevo pueblo... hay razones
para que los niños no se comporten como lo hacían. Puedo entender que Stephen
escuche cosas, Stephanie vea cosas. -Sorbió su té.- No exageres con ello y todo
pasará.

-Bueno, no sé. Podía entender que Stephen pensara que escuchaba cosas... ya
sabes, voces, lo que fuera. Pero cuando Stephanie dijo...

-Pero tú misma comentaste que Stephen probablemente le hubiera dicho algo


sobre las voces que escuchó, quizás hasta sobre los terribles antecedentes de la
casa. Además, extrañan a su padre. Ya sabes cómo es eso, tú lo extrañas. ¿No te
sientes un tanto fuera de centro a causa de eso?

-Sí, tienes razón -dijo Carmen, mientras sonreía.- Pero me enloquece, ¿sabes?

-Si ellos dejaran de hacer cosas que te enloquecen, entonces deberías


preocuparte.

Carmen rió.

-Hablas como si hubieras sido una madre tanto tiempo como yo sin siquiera
tener un bebé.
Fran se encogió de hombros y sonrió.

-Qué tiene, estoy practicando.

Esa tarde, a medida que la luz solar se iba perdiendo afuera donde Stephanie
cuidaba a Peter, Carmen estaba sentada en el sillón hablando con su madre por
teléfono. La televisión estaba encendida con el volumen bajo y Stephen se
encontraba en algún lugar de la casa. Ella le contaba a su madre sobre los
progresos de Stephen, hablaba sobre Stephanie y Peter, cuando Stephen entró
apurado a la habitación abrochándose el cinturón, con ojos desorbitados.

-¿Está... está papá en casa? -preguntó, mirando a su alrededor.

-No, claro que no, tú lo sabes. El se encuentra en Nueva York hasta el fin de
semana.

-Escuché que me llamaba.

-¿Qué?

-Acabo de escuchar que me llamaba. Sonaba... sonaba como si estuviera en el


pasillo, como si acabara de entrar -dijo mientras miraba hacia atrás por encima
de su hombro hacia la puerta de entrada.

-Mamá, ¿puedo volver a llamarte dentro de unos minutos? -dijo Carmen.


Después de despedirse y colgar, preguntó-: Ahora, ¿qué fue lo que dijiste?

-Yo pensé... que quizá papá había llegado a casa temprano, o algo así. Lo
escuché llamarme.

-Bueno, no pudiste haberlo escuchado, querido. El no está aquí. Pero, ¿tú sabes
eso? A veces yo lo extraño tanto, que no me sorprendería si pensara que lo
escucho también. No falta mucho para que esté aquí con nosotros todo el tiempo
y vendrá a casa del trabajo todas las tardes y cuando pensemos que lo
escuchamos será porque en realidad será así.

Stephen la miró como si le acabara de decir que el agua era mojada.

-Yo lo escuché -dijo él, con calma, sin emoción en la voz. Entonces se dio vuelta
y se encaminó hacia la puerta principal.
Frustración y enfado repentinamente quemaron como ácido la garganta de
Carmen. Si él iba a seguir insistiendo con que escuchaba voces, entonces no
había ninguna maldita cosa que pudiera hacer.

-Está bien -gritó Carmen mientras se levantaba del sillón y lo seguía con
determinación-, está bien, muy bien, si quieres creer eso sigue adelante. Quiero
decir, es bastante obvio que no está aquí, ¿no es así? Oh, pero no dejes que eso te
detenga. Sólo que, ¡maldición!, no le digas a tu hermana.

El se volvió hacia ella, con sus ojos fatigados, y contestó tranquilo: -Voy a salir
un rato.

Después que hubo salido y cerrado la puerta principal, Carmen se quedó de pie
en la puerta de la sala de estar por unos minutos, con los ojos fijos en el aire.

Iba a tener que parar. Stephen simplemente no podía seguir hablando acerca de
voces que escuchaba, voces que no existían. Ya había asustado a Stephanie, ¿que
haría ahora? Debería hablar con Al. Deberían hacer algo sobre ello. Quizá
debieran consultar al médico, saber cuál sería su opinión al respecto. Quizá fuera
algo sobre lo que se deberían preocupar.

Carmen también comenzaba a enfadarse. No sabía qué motivo la ponía más


nerviosa: si la insistencia de Stephen que escuchaba voces que nunca había
escuchado, y la de Stephanie que había visto a una mujer en su habitación que no
estaba allí, o la vaga, corrosiva curiosidad que profundamente dentro de Carmen
la obligaba a preguntarse si quizá... sólo quizá...

-Oh, oh -se dijo a sí misma, volviendo a la sala-. De ninguna manera. Eso es


ridículo.

Ese sábado por la noche, después que Peter y Stephanie se habían acostado y
Stephen estaba dormido sobre el sillón, Al y Carmen hablaron en voz baja
sentados a la mesa en el comedor.

-Así que, ¿qué crees que debemos hacer? -Preguntó Al.- ¿Piensas que quizá
necesiten algún tipo de terapia?

-¡Oh, Dios!, espero que no sea nada tan drástico todavía. Sólo estoy preocupada
porque... bueno, que pueda tornarse en algo como eso si no se detiene ahora.
¿Qué crees tú?
-No sé. Tú estás con ellos toda la semana, tú eres la que oye hablar sobre todas
estas... voces, o lo que sea. Creo que sus vidas han estado demasiado
interrumpidas recientemente y ellos quieren atraer la atención, se quieren sentir
normales otra vez. Y Stephen... bueno, esos tratamientos de cobalto no son un
picnic. Al menos, eso es lo que creo. ¿Crees que necesitan terapia? Diablos,
¿crees que podemos pagarles una terapia?

Ella lo pensó por un momento.

-No. No, tienes razón. Sólo es que... bueno, me está enloqueciendo.

-Haz que ellos sepan eso. Si sólo buscan llamar la atención, dáselas, pero hazles
saber que te hartaron los cuentos de fantasmas. Creo que dejarán de hacerlo.

-Sí -dijo ella, asintiendo, mirando su té-, eso debería lograrlo. Sí. -Ella siguió
asintiendo, pero la corrosiva sensación de incertidumbre, de leve confusión -lo
que realmente la había inquietado últimamente- se levantó dentro de ella y no se
iría.

Stephen esperó ese silencio que le indicaba que podía levantarse. No había
planeado espiar, pero no podía dormirse -de hecho, no había podido dormir
ininterrumpidamente en los últimos tiempos- y sus voces habían sido claramente
audibles en el silencio de la noche, así que escuchó todo lo que mamá y papá
habían conversado en el comedor. El sintió que su corazón se hundía en su
estómago a medida que escuchaba y lo pensaba una y otra vez, "Ellos nunca me
creerán. Nunca. No hay modo de que me crean alguna vez".

Retiró las mantas, se bajó del sillón y encendió la lámpara colocada a un


extremo del lecho antes de dirigirse a la cocina para beber agua. A causa de los
tratamientos de rayos, sus conductos de saliva se habían secado completamente,
y su boca estaba constantemente reseca, por ello bebía más que nunca. Cuando
hubo terminado, caminó callado por el pasillo hasta la habitación de Stephanie y
llamó a la puerta con la punta de un dedo antes de abrirla y entrar con cautela.

-¿Stephanie? ¿Estás despierta? -Cerró la puerta silenciosamente y miró a la


oscuridad.- ¿Steph? Soy yo. -Achicando los ojos en anticipación, Stephen alargó
el brazo y encendió la luz.

Ella estaba acostada de espaldas sobre la cama, tensa y temblando, el borde de


las mantas la cubría has-la los grandes ojos aterrorizados. Cuando ella lo vio, su
cuerpo se relajó y cerró sus ojos a medida que suspiraba y empujaba su cabeza
otra vez contra la almohada.

-¿Qué sucede? -susurró Stephen.

-Pensé que eras un fantasma.

Stephen la miró pensativo por un momento.

-¿Es eso lo que crees que son? -preguntó, y se sentó sobre el borde de la cama-.
¿Fantasmas?

-No lo sé. -Ella se encogió de hombros.- ¿Qué otra cosa pueden ser?

-¿Tú los... sientes?

Ella achicó los ojos, torció la cabeza y pensó sobre ello un momento. -Mmm... a
veces. Eso creo.

-Yo también -murmuró-. A veces siento como... no lo sé, como si hubiera algo
allí. Aun cuando no puedo ver nada.

-Desearía que Michael volviera a casa -suspiró ella.

Stephen se sentía de la misma manera, pero preguntó: -¿Por qué?

-Bueno... creo que él nos creería. ¿No crees?

Stephen la miró por un largo rato. Gran parte del tiempo, su hermana menor era
una molestia. Desde que se había enfermado, había estado mirando todo de
modo diferente, como estaba mirando a su hermana menor ahora. Ella se había
convertido en una aliada, una amiga. Tomó su pequeña mano con la de él y le
susurró: -Escucha, Steph. Si alguna otra cosa ocurre, me puedes decir. Ven de
inmediato y me lo cuentas, ¿estamos de acuerdo? Yo te creeré.

-¿Me dirás si alguna otra cosa te ocurre a ti?

El asintió y le apretó la mano.

Carmen comenzó a pasar tanto tiempo con los niños como podía. Con Peter, era
fácil; no se iba lejos de la casa. Pero Stephanie era activa, jugaba con otras niñas
en la calle, y Stephen pasaba mucho tiempo con

Cody. No parecían necesitar atención, pero Carmen decidió seguir intentándolo.

Como siempre, ella extrañaba a Al; teniendo la casa y a los chicos para sí todo el
tiempo la hacían sentir como si tuviera más carga sobre sus hombros de la que
podía manejar. La ayudaba mantenerse ocupada en las tareas de la casa y
visitaba a menudo a Fran. Llevaba a Stephen al hospital para sus tratamientos y
observaba que lentamente se volvía más pálido y débil. A veces ella quería
tomarlo entre sus brazos y sostenerlo allí, mantenerlo alejado de ese hospital,
temiendo que los tratamientos sólo lo empeoraran. Pero los médicos le
aseguraron que esos tratamientos eran la mejor y quizás única oportunidad que
tenía Stephen.

Sus semanas estaban salpicadas por historias de los niños, en gran parte de
Stephen, historias sobre voces escuchadas alrededor de la casa.

Una mañana, Carmen se levantó para encontrar cada luz en la sala encendida y
Stephen estirado sobre el sillón, como si hubiera pasado una noche inusualmente
agitada. Ella caminó alrededor de la habitación y apagó todas las luces, luego
despertó a Stephen. El dijo que había escuchado una voz en la oscuridad, así que
había encendido la luz junto al sillón. Pero la voz -la voz de un hombre-
continuó emergiendo de uno de los rincones más oscuros de la habitación, así
que se levantó y encendió otra luz, luego otra, hasta que todas estaban
encendidas y sólo así consiguió dormirse. El dijo que sabía bien que ella no le
creería, y eso ni siquiera le molestaba. Pero el hecho de que a él no le importara
si ella le creía o no le molestaba a ella. Su actitud produjo una fisura en la teoría
que sostenía que necesitaba atención.

Ocurrió una y otra vez: Stephanie escucharía una voz en el baño o Stephen
escucharía otra en el pasillo y no importaba cómo les hablara Carmen; ellos
asentían y se disculpaban por molestarla, pero de alguna manera lograban dar la
impresión de que sabían algo que ella desconocía...

Los incidentes molestaron a Carmen lo suficiente como para que escribiera sobre
ellos cierta cantidad de veces en su diario. Se había convertido en un hábito para
ella anotar sus pensamientos y experiencias, si no todos los días por lo menos un
par de veces por semana, incluso cuando nada particularmente significativo
hubiera ocurrido. Era reconfortante poner los sentimientos sobre papel, pensando
que nadie leería lo que escribía, que no sería criticado o evaluado.

Temprano, un viernes por la tarde, ella se sentó al escritorio en la habitación


soleada, para escribir en su diario mientras la música surgía suavemente del
aparato de audio en la sala. Stephanie y Stephen se encontraban afuera y Peter
estaba durmiendo. Más que nada, Carmen intentaba quemar el tiempo hasta que
llegara Al esa tarde.

Estaba escribiendo en su diario sobre la última voz, la voz de un hombre que


había llamado a Stephen desde el sótano, cuando un hombre la llamó: -¿Carm?
¿Estás aquí adentro?

Ella dejó caer la lapicera y se puso de pie, pensando: "Al ha llegado a casa
temprano", cuando se dio vuelta y sonrió y dijo: -¿Al? Estoy aquí.

Silencio.

-¿Al? -ella fue hacia la sala y se detuvo, mirando el umbral vacío de la puerta
que se abría hacia el pasillo y la entrada principal.

Su sonrisa tembló, luego desapareció. Ella frunció el entrecejo a medida que


cruzaba el umbral.

-¿Al? -volvió a preguntar, pero ahora su voz era baja y un tanto inestable.

Estaba sola.

Al no había entrado en la casa.

Ella miró por la ventana para descubrir que ni siquiera había llegado.

Carmen dejó escapar un largo, profundo suspiro, forzó una sonrisa, y murmuró: -
Bueno -pensando: "Debo de extrañarlo, eso es todo, es sólo que lo extraño y
estaba pensando en él y... sí, eso es todo."

Se volvió y entró otra vez a la habitación soleada para seguir escribiendo, pero
no sin antes subir el volumen del equipo.

Del verano al otoño I


Era un verano cálido con un día después de otro de interminables cielos celestes
y noches cubiertas de estrellas relucientes. El aire olía a madreselva, y durante el
día las risas de los niños resonaban por el vecindario.

Fran tuvo una hija y la llamó Janine, a veces el sonido de su llanto se levantaba
en la brisa del verano y le llegaba a Carmen, la vecina de la puerta cercana. El
sonido hacía sonreír a Carmen; de algún modo, completaba el ambiente del
vecindario, lo volvía más confortable.

"¿Así que por algo no se sentía bien?" Carmen se preguntaba una y otra vez. La
pregunta era hecha por una voz interior tan tranquila, que era casi inaudible...
porque Carmen estaba intentando lo mejor para silenciarla.

Stephen odiaba sus tratamientos cada vez más con cada día que pasaba y se
volvía más resistente a

ellos. Era hostil con los médicos y las enfermeras en el hospital y a veces gritaba
a Carmen. Ella intentó asumirlo sin que le afectara, intentó decirse a sí misma
que era de esperarse, considerando el esfuerzo que le llevaban los tratamientos.
Pero de todas maneras le preocupaba. Además de eso, él había perdido más peso
y se veía más delicado que nunca. A veces, cuando lo abrazaba, ella temía
quebrarlo.

El doctor Berry le dijo que era una buena señal, de todos modos.

-Si se comporta molesto -manifestó el médico-, eso significa que está


resistiendo. Si está luchando con nosotros, entonces está luchando contra el
cáncer. Es prometedor.

Así que quizá no fuera algo tan malo después de todo. De acuerdo con lo que
dijo el doctor, Stephen estaba mejorando y era probable que lo siguiera haciendo.
Buena señal. ¿Entonces, cuál era el motivo por el que no se sentía bien?

Al todavía estaba trabajando en Nueva York, pero volvía a casa cada fin de
semana como un reloj. Las difíciles semanas de trabajo y los largos viajes, para
no mencionar su preocupación por Stephen, lo estaban agotando; tomaba más
cuando estaba en casa los fines de semana y se estaba volviendo malhumorado.
Pero, a pesar de sus rezongos, él deseaba ayudar respecto de la casa. Pintó las
paredes manchadas en el sótano.

Iban a la iglesia todos los domingos; Carmen se involucró en las actividades de


la iglesia, de la misma manera en que lo había hecho en su casa de Nueva York,
y había forjado algunas amistades allí, mujeres con las que ella podía pasar el
tiempo durante los días de semana. Además ella veía a Fran con frecuencia y
tomaban turnos para cuidar los niños de cada una, así ambas podían salir de la
casa de vez en cuando.

¿Entonces qué era?

Los otros niños, Stephanie y Peter, estaban bien. Michael todavía se encontraba
en Alabama, pero llamaba en forma regular. Todo estaba bien.

Excepto por... algo.

La sensación que había comenzado ese día que limpió el suelo de la cocina.

Las cocinas parecían ser la primera casualidad en una casa llena de niños, y no
había pasado mucho antes de que el mosaico de linóleo, color ladrillo, de la
cocina de los Snedeker perdiera su brillo, a pesar de la limpieza regular, aunque
apurada. Así que, un día hacía algunas semanas, Carmen había tomado un trapo
y el balde, se había quitado los zapatos y doblado los pantalones hasta las
rodillas, y había comenzado a fregar en serio.

Los niños estaban todos afuera esa tarde y la casa permanecía en silencio.

El estropajo iba y venía sobre el linóleo, sus empapadas hebras de algodón se


movían como tentáculos sobre las manchas de Pepsi Cola y puntos de agua.
Carmen había limpiado suficientes suelos de cocina como para hacerlo sin
prestarle demasiada atención, así que enjuagó el estropajo en el balde un par de
veces antes de notar finalmente el olor.
No era muy fuerte, pero el olor empalagoso, como a cobre, era ciertamente
desagradable.

Cuando notó el agua en el balde.

Era rojo oscuro profundo.

Las hebras del estropajo eran de color carmesí brilloso.

Y los pies descalzos de Carmen estaban bañados en rojo. En realidad, el suelo


entero estaba bañado en rojo. Ella miró sus pies con su labio curvado de
disgusto. El olor colgaba del aire como humo.

De repente, Carmen pensó en lo que Stephen había dicho el primer día que
pasaron en la casa -Mamá, debemos abandonar esta casa. Hay algo malvado
aquí- y su corazón comenzó a tronar en su pecho mientras miraba el oscuro
líquido rojo sobre el suelo a su alrededor, oliendo ese leve pero terrible hedor.

-No, no puede ser -ella susurró para sí misma-, no puede ser eso, es sólo... sólo el
linóleo, eso es todo. Eso es todo.

Decidió entonces que no podía permitir que los niños vieran ese desastre;
rápidamente lo limpió, usando viejas toallas de cocina y casi medio rollo de
toallas de papel para los toques finales. Luego esparció un poco de desodorante
de ambiente por la habitación.

-Sólo haré que Al levante el linóleo, eso es todo -murmuró ella-. Eso es lo que
haré.

Pero le había molestado ese día, y todos los días siguientes.

Carmen no le había comentado a Al sobre ello. Ella no se sentía segura ahora.


¿Y qué pasaría si él se reía, sin darle importancia? Simplemente ella no quería
volver a limpiar el suelo.

El piso de la cocina era parte de la sensación de inseguridad de Carmen. Otra


parte era el hecho que Stephen había dejado de hablarle sobre las voces que
había estado escuchando en la casa. El ya no hacía referencia a la casa como si
fuera malvada. En el espacio de sólo unas pocas semanas, simplemente había
dejado de hacerlo, como si ello nunca hubiera sucedido.
Carmen intentó convencerse de que era algo positivo, que era una señal de que
Stephen se estaba recuperando. Pero cuando ella se decía eso, su voz interior le
susurraba: "¿Es cierto?"

A veces, ella entraba caminando en la habitación para encontrar a Stephen y


Stephanie murmurando entre sí en voz baja, en secreto. Cuando la veían, se
callaban y se alejaban el uno del otro, como si hubieran sido descubiertos
haciendo algo malo. Ella no le dio importancia al principio, pero cuando siguió
ocurriendo, media docena de veces más o menos, comenzó a preguntarse si le
estarían escondiendo algo a ella.

-Así que, ¿sobre qué hablan ustedes dos? -preguntó ella un día cuando los
descubrió murmurando en el sillón de la sala. Ella se sentó en la silla reclinable
de Al y observó sus reacciones.

Stephen se encogió de hombros y masculló: -Nada. -Se volvió hacia los dibujos
animados que estaban proyectando en el televisor.

-Nos estábamos preguntando si papá vendrá a casa hoy -dijo Stephanie.

-No falta mucho para que llegue -dijo Carmen-. Dentro de un mes, o quizás un
poco menos, llegará su transferencia.

Stephanie asintió, entonces ella, también, se volvió hacia el televisor.

"Es sólo tu imaginación, se dijo Carmen a sí misma. Ellos no están guardando


ningún secreto y Stephen está mejorando y ¡todo está bien!"

Pero, como lo había hecho tan seguido recientemente, esa pequeña voz en el
sótano de su mente le susurró: "¿Entonces por qué hay algo que parece no estar
bien?"

Stephen había dejado de hablar con su madre sobre las voces que oía porque eso
no le hacía ningún bien. Ella no le creía. El no le habló a Al sobre ellas tampoco;
Al se había vuelto tan sensible últimamente que si Stephen daba alguna
indicación sobre el tema de voces incorpóreas, Al le gritaba que abandonara esas
cosas y se comportara como alguien de su edad.

La única persona con quien Stephen podía hablar sobre las voces era Stephanie.
Aunque ella aún insistía en que había visto a una mujer aparecer en su
habitación, Stephanie no escuchaba voces.

-Pero -le dijo a Stephen un día mientras murmuraban juntos en el sillón en la


sala de estar- a veces yo...

yo... -Su rostro estaba tenso de pensar, con frustración, que no era capaz de
encontrar las palabras adecuadas Estaba demasiado tenso para una niña de seis
años de edad.- Me siento como si no estuviera sola cuando en realidad lo estoy.
Nadie está conmigo, no veo a nadie, pero... me siento como si alguien estuviera
allí.

Pero ella no escuchaba las voces que oía Stephen: las frías, chillonas voces... las
coléricas, burlonas voces...

Sólo Stephen las oía.

Stephanie siempre deseaba escucharlo hablar sobre ellas y le había prometido no


mencionárselas a mamá. Sus respuestas no eran ni valorativas ni incrédulas sino
llenas de la preocupación de una niña pequeña. Stephen encontró que sus charlas
eran reconfortantes; le hacían sentirse menos solo.

-¿Stephen?

Stephen quedó helado afuera del cuarto de baño una noche. Todos se habían
acostado hacía tiempo, pero Stephen se había despertado con la vejiga llena. La
voz le habló mientras salía del cuarto de baño.

-Stephen, ven aquí abajo -le susurró.

Stephen caminó por el pasillo, su cuerpo helado de temor, sus piernas tiesas de
tensión. Pero se movió lentamente porque, a pesar de su miedo, la voz lo atraía,
lo impulsaba a detenerse y escuchar lo que tenía para decir.

-Tenemos cosas que hablar, Stephen -la voz proseguía

-Hay cosas que hacer. No hay tiempo que perder, Stephen. Comencemos.

"¿Qué cosas? pensó él, mientras se movía un poco más rápidamente. ¿Qué debía
comenzar a hacer?"
-Es tiempo de que dejes de posponerlo -dijo la voz, luego rió. Era un ruido como
el entrechocar de cubos de hielo.

Stephen dio vuelta a la esquina y entró en la sala oscura.

-Tengo cosas que decirte, Stephen. Tenemos cosas para hacer. -La voz todavía
murmuraba y Stephen aún podía escucharla claramente.

Encendió la lámpara que se encontraba en un extremo del sillón, luego la otra.


Debajo de su almohada, tenía un Walkman con una radio AM/FM y un par de
auriculares. Le había pedido a su madre que se los trajera de abajo. Puso
torpemente los pequeños discos en sus orejas, encendió la radio y levantó el
volumen.

La música de una radio local retumbaba en su cabeza y sintió que su cuerpo


comenzaba a relajarse.

Pero a través de esa música, a través del ritmo alocado y los agudos gritos,
Stephen pensó que escuchaba, por un momento, la dura, fría risa de la voz...

Ocurrió distintas veces y en distintos lugares de la casa pero nadie más la


escuchó. Stephen comenzó a pensar que la voz quizá se encontrara en su cabeza;
de otra manera, ¿por qué nadie más la escuchaba hablar sobre las cosas que le
quería decir a Stephen, sobre las cosas que necesitaba hacer? ¿Por qué era él la
única persona que la oía?

El también vio cosas... o algo así. A veces, tenía la impresión de ver algo que se
movía rápidamente a su derecha o a su izquierda, no era más que una sombra
gris en su visión periférica; cuando se volvía hacia ella, no había nada allí. La
primeras veces, había ocurrido tan rápidamente que había pensado que lo había
imaginado, o que quizás hubiera sido Willy corriendo a través de la habitación
en esa forma rápida, zigzagueante, que tenía. Luego se dio cuenta de que, fuera
lo que fuese, corría de debajo de un mueble a otro, como si se escondiera de él.
Stephen no le contó a nadie lo que había visto, o al menos lo que pensaba que
había visto, ni a Stephanie. Le parecía demasiado vago para hablar sobre ello; se
sentía bastante tonto a causa de lo que ya había dicho.

Pero también sentía miedo. Primero la voz, que se volvía más ominosa todo el
tiempo, luego las visiones de algo pequeño y gris corriendo a su alrededor,
escondiéndose de él en forma burlona. ¿Que le sucedería ahora?
Eso era lo que asustaba a Stephen. No sabía que vendría después, pero de algún
modo, profundamente en su visceras, en sus huesos, sabía que había más... y él
no estaba deseoso de que ocurriera.

Con el fin del verano, era tiempo de que Michael volviera a casa y se preparara
para comenzar otro año de colegio. Alrededor del mediodía el sábado, Al llevó a
los niños al aeropuerto para buscar a Michael mientras Carmen se quedaba en
casa y preparaba una importante comida.

Carmen había sido criada en una familia que creía en celebrar acontecimientos -
ya fueran grandes o pequeños- con comida. Era el fin de semana del Día del
Trabajador y quería que comenzara bien, así que cocinó bastante pollo frito,
choclos y panes calientes; preparó una ensalada verde, una ensalada de patatas,
sirvió dos tipos de patatas fritas e hizo bastante té helado. Entonces, cuando supo
que llegarían a casa en cualquier momento, lo dispuso todo en forma de bufé
sobre la mesa del comedor.

Fue a la cocina, tomó una pila de platos del armario y los colocó al final de la
mesa, luego dispuso los cubiertos a lado de los platos. Ella estaba a punto de
sacar unas servilletas cuando sonó el teléfono. Carmen fue a la sala para
contestarlo.

Era Wanda Jean.

-¿Ya ha llegado mi muchacho? -preguntó Wanda

Jean.

-Aún no, mamá. Los espero en cualquier minuto.

-¿Cómo está Stephen?

-Oh, igual. Sus tratamientos terminan dentro de una semana, si los médicos no
dicen lo contrario.

-¿Qué sucederá entonces?

-Tendremos que rezar mucho.

Carmen explicó que se encontraba en medio de preparar una gran comida y


prometió volver a llamarla más tarde. Colgó y se encaminó hacia el comedor,
pero quedó congelada en medio del pasillo, sus pies se detuvieron sobre el suelo
de madera mientras miraba a la mesa del comedor.

La pila de platos no estaba, ni estaban los cubiertos.

Carmen cerró los ojos por un momento, luego los abrió, con deseos de
comprobar que no le habían hecho un truco y que los platos y los cubiertos
estaban allí después de todo.

Pero no estaban.

Tomando pasos lentos, casi cautelosos, cruzó el comedor y fue a la cocina donde
abrió el armario.

Todos los platos estaban apilados en su lugar habitual.

Su boca se abrió mientras fruncía el entrecejo y hacía un ruido como si estuviera


a punto de hablar, pero no lo hizo. En cambio, cerró el armario y abrió el cajón
de los cubiertos.

Los cubiertos que había sacado -o creía que había sacado- habían vuelto a su
lugar.

Ella cerró la boca, apretó los labios firmemente y podía escuchar su respiración
agitarse en sus fosas nasales. Cerrando el cajón de un golpe, se dio vuelta, se
recostó contra el borde del mostrador y murmuró la mitad de lo que pensaba en
voz alta.

"Eso es todo lo que era, eso es todo...."

-Yo pensé que los había puesto, eso es todo, yo sólo...

-"pensé que lo hice, pero no lo hice, eso es todo, porque en realidad...”

-Hace calor hoy, y con la cocina y...

-"El estrés, ha habido mucho estrés en este lugar, y...”

-Sí, sí, eso es todo lo que fue, sólo un pequeño...


error.

De pronto hubo un estruendo y movimiento en la casa y Carmen se asustó,


tomándose del pecho con una mano y dejando escapar un grito.

-¡Ey, mamá! -llamó Michael, que corría por el pasillo y entraba en el comedor,
sonriéndole al llegar a la cocina.

Los otros siguieron detrás, hablando, riendo.

Carmen tomó una larga inspiración, sostuvo el pequeño crucifijo alrededor de su


cuello entre su pulgar y el dedo índice y elevó una súplica silenciosa.

Durmiendo en el sótano
El aire se volvió más frío a medida que Stephen bajó las escaleras y se sintió
bien contra su piel. Carmen, Al y Michael habían estado allí abajo por un rato y,
mientras bajaba, Stephen podía escuchar una exclamación ocasional de Michael:
"¡Maravilloso!" o "¡Bien!" Evidentemente le gustaba el sótano en general y su
habitación en particular.

Antes, mientras los otros comían, Stephen había llevado a mamá a un costado y
le había pedido que por favor no le contara a Michael por qué no había dormido
abajo.

-Está bien, ¿pero por qué? -preguntó ella-. El lo descubrirá tarde o temprano de
todas formas.

-Sí, pero yo quiero decírselo. Probablemente esta noche. Porque creo que me
gustaría comenzar a dormir allá abajo. Me refiero a dormir allí esta noche.

-¿Es verdad?

-Sí, ahora que Michael ha vuelto a casa. Pero... no dormiré solo.

-¿A qué te refieres solo? El estará...

-Me refiero a que no en mi habitación.

-¿Quieres compartir una habitación? -Ella frunció el entrecejo mientras pensaba


sobre ello.- Pero cada uno de ustedes iba a tener su habitación.

-Ya lo sé, mamá, pero... por favor -susurró él-. Dormiré allí abajo. Pero no lo
haré si tengo que dormir solo en una habitación.

-¿Todavía le tienes miedo al sótano? -ella torció la cabeza, como si encontrara


que eso era difícil de creer.
El había desviado los ojos y se había quedado allí sin contestar.

-Está bien -dijo ella-. Hablaré con Al acerca de mudar tu cama. Y él


probablemente le preguntará a Michael si a él le importa.

-No le importará -agregó Stephen.

Y había estado en lo correcto. A Michael le gustó la idea. Trasladaron la cama de


Stephen al cuarto de Michael y, aunque ninguna de las camas había sido
estrenada aún, Carmen puso sábanas frescas en ambas.

Carmen y Al parecían contentos de que Stephen finalmente decidiera dormir


abajo, aunque quisiera compartir la habitación con su hermano. De hecho,
parecían tan satisfechos y aliviados sobre ello que Stephen se sentía un tanto
avergonzado.

-Bueno, ¿qué crees? -preguntó Al mientras Stephen bajaba las escaleras.

Echó un vistazo alrededor de la habitación, a las camas, la cómoda, los estantes


de madera que corrían por las tres paredes. La habitación se veía como si hubiera
sido diseñada para ser un dormitorio para dos niños desde el principio.

El problema era, por supuesto, que Stephen sabía que ese no era el caso en lo
más mínimo. Había sido construida para servir un propósito muy distinto, mucho
más oscuro.

-Se ve fantástico -dijo con una sonrisa cuando entró en la habitación.

-Ustedes dos tendrán que pelear por las camas -dijo Carmen-. Y yo pensé
dejarlos decidir si querían guardar todas tus cosas, así que tendrás que traerlas de
la otra habitación.

-Gracias -dijo Stephen, asintiéndole a Al.

-Claro, campeón.

Carmen se encaminó hacia las escaleras.

-Bueno, los dejaremos trabajando.


Ella y Al estaban en la mitad de las escaleras cuando ella se volvió para decirles:
-¿Las sobras están bien para la cena?

-Sí, mamá -contestó Stephen.

Cuando se hubieron ido, la habitación quedó en silencio y los muchachos


permanecieron allí por mucho tiempo.

-¿Por qué no has estado durmiendo aquí abajo? -preguntó Michael.

Stephen se pasó la lengua por los labios, hizo un gesto hacia atrás con la cabeza
hacia las puertas francesas, luego lo llevó a su vieja habitación y dijo: -Te diré
mientras mudamos las cosas. Pero debes prometerme -agregó, levantando un
dedo tieso- esto queda entre nosotros, ¿estás de acuerdo?

Michael se encogió de hombros.

-Sí, seguro.

Así que, mientras fueron a la habitación contigua y comenzaron a mudar las


cosas de Stephen, este contó todo a su hermano: que había estado escuchando
unas voces un tanto atemorizantes desde que se mudaron, que Stephanie dijo que
había visto a una extraña mujer de pie en su habitación con los brazos abiertos
como para abrazarla, y, guardando el hecho más sorprendente para el final, que
la casa había sido una funeraria.

-¿Es verdad? -Michael dijo con una sonrisa.-¡Qué bueno!

-No le veo el lado bueno.

La sonrisa de Michael titubeó un poco. -Bueno... yo creo que lo es. ¿Sabes?

-Que solían traer muertos aquí dentro, ¿a eso te refieres? ¿Tú crees que es
divertido que embalsamaran cadáveres aquí adentro? Quizá lo hayan hecho en
esta habitación, por lo que sabemos.

La sonrisa desapareció completamente mientras Michael apoyaba una caja de


cosas y enfrentaba a Stephen.

-No pensé en eso -dijo suavemente- ¿crees que es el origen de las voces que
creiste escuchar?

-No creí, las escuché, Michael, las escuché. Por Dios. -Se dio vuelta y volvió
para buscar otra caja de cosas, murmurando:- Stephanie dijo que nos creerías,
pero supongo que estaba equivocada.

-Oh, no, no quise dar esa impresión -insistió Michael, apurándose detrás de él-,
yo les creo. Sólo me preguntaba si... bueno, ya sabes, es como si... fuera extraño,
eso es todo, ¿sabes?

Llevaron las últimas dos cajas a la habitación, luego se sentaron en el suelo y


comenzaron a revisar los contenidos.

-¿Crees que este lugar está embrujado? ¿A eso te refieres? -inquirió Michael.

-Todo lo que quise decir es que he estado escuchando esa voz. Y por lo general
viene de aquí abajo. Me llama por las escaleras.

-¿Qué tipo de voz es? ¿Qué dice?

-Siempre es la voz de un hombre. A veces suena como la de papá, pero sólo


cuando está trabajando en Nueva York. Por lo general, sólo dice mi nombre. -
Stephen cambió el foco de su atención de la caja frente a sí a la habitación que lo
rodeaba. Paseó la vista a su alrededor lentamente, mostrando mayor
preocupación mientras hablaba en esporádicas frases nerviosas.- Dice todo el
tiempo que quiere que venga aquí abajo y... no sé, dice que tengo que hacer algo
y que tenemos que ponernos a trabajar, pero él... bueno, nunca dice qué es.

Las sonrisas de Michael se habían desvanecido; ni siquiera parecía como si


estuviera disfrutando de la conversación ahora. El, también, se veía preocupado
a medida que escuchaba las palabras de Stephen.

-Entonces... quizá no debiéramos vivir aquí -dijo Michael en voz baja después de
un largo silencio.

-Papá y mamá no pueden pagar otra mudanza. Después de todas las cuentas
médicas que he producido, ellos probablemente apenas pudieron pagar la
mudanza aquí.

-¿Cómo está tu... hum, quiero decir, cómo te sientes? Nunca dijiste nada antes.
-Stephen se encogió de hombros.- Me siento igual, creo. Y mamá me dijo que
era cáncer hace mucho tiempo, así que no debes temer pronunciar la palabra.

Hubo un silencio entre ellos entonces; era un silencio tan curiosamente tenso, en
el que sus ojos ni se cruzaron, que Stephen se preguntó si no había cometido un
error en decirle a Michael sobre las voces, si su hermano pensaba que estaba
loco, que había sido afectado por su enfermedad o por los tratamientos.

Entonces: -¿Qué es lo que haremos, Stephen? ¿Me refiero, qué haremos con esta
casa? ¿Con las voces, y la mujer que vio Steph?

Michael trató de aparecer sólo curioso, pero Stephen podía distinguir una chispa
de temor en sus ojos.

-No lo sé -dijo Stephen casualmente, sin querer atemorizar a su hermano más de


lo que ya había logrado asustarlo-. Sólo esperar y ver qué ocurre, supongo.

Michael asintió lentamente y dijo: -Esperar. Sí. Está bien, esperaremos y


veremos -sonriendo levemente, como si hubieran estado conversando sobre
algún tipo de cambio meteorológico que podría o no podría suceder, y no sobre
una extraña voz llamando desde la oscuridad.

A medida que la tarde se volvió oscura afuera, Stephen se puso más y más
ansioso. Se encontró jugueteando nervioso, sin poder concentrarse en los
programas más banales de la televisión y sin poder dejar de mirar el reloj.

¿Cuán tarde es?

¿Cuánto falta para que todos comiencen a irse a la cama?

Stephen decidió que no bajaría hasta que Michael estuviera pronto para irse a la
cama. Tan estúpido como sonaba, no quería bajar allí para dormir solo, no aún;
quizá luego, después de haber estado durmiendo allí abajo por un tiempo, podría
hacerlo solo, pero aún no.

Después de mirar un par de horas televisión, durante las cuales contó todo lo que
había hecho en lo de la abuela, Michael se levantó del suelo, y dijo: -Me voy a la
cama. Estoy un tanto fatigado.

Por un instante, la mente de Stephen se disparó: "¿Se vería raro si yo bajara


también con él? ¿Debería esperar un tiempo y entonces bajar? Pero entonces él
podría estar dormido y yo me quedaría solo. Ni siquiera estoy fatigado aún."

-Sí, yo también -dijo Stephen, mientras se incorporaba del sillón lentamente,


como si estuviera fatigado y pronto para dormirse.

Después que intercambiaron las "buenas noches", Stephen siguió a Michael al


sótano.

-Nunca dijiste qué cama querías -dijo Stephen en el trayecto.

-La que tú no quieras.

-Bueno, yo quiero la que tú no quieras. Quiero decir, es tu habitación.

Michael rió y dijo: -Está bien, tomaré la cama junto a la pared.

Al final de las escaleras, Stephen se estiró para cerrar las puertas francesas sin
siquiera pensar en lo que hacía. No tuvo mucho éxito y ellas quedaron abiertas
sólo unas pocas pulgadas. Decidió que era tonto para él sentir que necesitaba
cerrarlas, así que las dejó como estaban.

Stephen comenzó a desvestirse de inmediato, deseando acostarse en una cama


nuevamente. Había pasado un tiempo desde que lo había hecho antes. Cuando se
hubo sacado hasta los calzoncillos, abrió la cama, se sentó sobre el borde de ella
y luego vio a Michael caminando hacia las escaleras otra vez.

-¿Adonde vas? -preguntó Stephen, intentando no mostrar su temor.

-A cepillarme los dientes. Ya vuelvo.

Los dedos de Stephen se hundieron en el colchón hasta que sus nudillos se


volvieron de color blanco amarillento mientras miraba a Michael subir las
escaleras, e ir desapareciendo de a poco: primero su cabeza y hombros, luego sus
brazos, torso, piernas, pies...

Y Stephen quedó solo.

-¿Crees que estará bien? -preguntó Carmen. Ella estaba sentada al final del
sillón. Ai se encontraba en su silla reclinable; miraba televisión y no respondió.
Peter estaba durmiendo sobre el suelo y Stephanie se entretenía con un programa
de televisión junto con Al. Estaban mirando una vieja película de Simbad el
Marino.

Carmen lo intentó de nuevo: -Al, ¿crees que Stephen se sentirá bien ahora en la
casa?

Todavía no obtuvo respuesta; él sólo tomó unos tragos de cerveza.

-¡Al!

El se volvió de pronto hacia ella, alarmado. -¿Qué? -dijo, suavemente al


principio, luego masculló: -¡Qué!

-Te he estado hablando.

-Estoy mirando la película, ¿está bien? ¿Qué dijiste?

-Te pregunté si crees que Stephen se sentirá bien ahora en la casa ya que se ha
mudado al sótano con Michael.

El terminó su cerveza, luego dijo: -Mejor que lo esté. Sería bueno no oír hablar
más de esa basura sobre voces.

-No ha hablado mucho sobre ello últimamente.

-No directamente, pero de alguna manera logra hacer un comentario de vez en


cuando, algo que sólo sugiere que existen cosas extrañas que suceden en esta
casa. Bueno, es hora de que se sienta bien en la casa, creo. -El bostezó, luego
levantó la botella de cerveza vacía.- ¿Quieres buscarme otra, querida?

Stephen bajó la vista hacia sus manos, aún aferrando el borde del colchón, y las
relajó. Parecía tonto quedarse allí sentado y esperar a que Michael regresara. El
sólo había ido a cepillarse los dientes. ¿Cuánto podía llevarle hacer eso? No lo
suficiente como para que algo ocurriese. Además, las luces todavía estaban
encendidas, así que, ¿qué podía suceder? La única oscuridad estaba del otro lado
de las puertas francesas, contra los cuadrados paños de vidrio.

Abrió el cajón de la mesilla de noche y sacó su walkman, luego se recostó en la


cama y se cubrió con las sábanas. Después de colocar los pequeños discos en sus
oídos, se puso de lado, apoyado sobre un codo, para revisar las estaciones de
radio y oír lo que trasmitían. Observó a la aguja roja moverse a lo largo del dial
de una estación a la siguiente, hasta que captó algún movimiento con su visión
periférica, sólo algo como una sombra, pero lo suficiente como para hacerlo
levantar la cabeza y mirar del otro lado de la habitación hacia las puertas
francesas.

El walkman se deslizó de sus manos y cayó por el borde de la cama y se rompió


con un ruido seco del plástico, lo que arrancó los auriculares de sus oídos.

El no se movió. Por un tiempo, Stephen no pudo moverse. Sólo podía mirar


fijamente hacia las puertas francesas, al rostro que lo miraba a través del delgado
espacio entre ellas.

Era la cara de un hombre joven, quizá de poco más que veinte años de edad, pero
pálido, tan pálido que parecía irreal, como la cara de un maniquí pintado de
blanco. Era un rostro largo, demacrado, con mejillas profundas, ahuecadas y ojos
hundidos como los de un cadáver. No tenía expresión, sólo miraba.

El cabello del joven era negro y fibroso y le caía hasta los hombros. Sus pálidos
brazos colgaban de las mangas cortas de una camisa oscura y largos dedos
huesudos temblaban contra sus pantalones. Sus labios descoloridos comenzaron
a moverse apenas, en silencio, como si estuviera murmurando para sí mismo.

Pero lo peor de todo, lo que hizo sentir a Stephen como si estuviera volviéndose
loco, era el hecho de que el joven relucía de vez en cuando, se volvía
transparente y casi desaparecía antes de volver a tomar forma, como un
espejismo, como vapor.

Stephen dejó de respirar durante un rato y sintió que su garganta comenzaba a


cerrarse, como si se estuviera hinchando lentamente, volviéndose más y más
gruesa, hasta que estaba seguro que pronto no podría respirar, ni siquiera si lo
intentaba.

Para subir las escaleras, debería pasar a escasos centímetros del enfermizo joven
detrás de las puertas francesas.

Los blancos labios comenzaron a moverse con mayor rapidez, aunque el rostro
permaneció inexpresivo, los ojos vacíos. Una temblorosa mano huesuda
comenzó a elevarse, a extenderse hacia afuera, a abrir un poco más una de las
puertas. Stephen pateó la sábana para quitársela de encima pero sus pies se
enredaron aun más en ella y luchó por librarse, mientras largos dedos
cadavéricos se curvaban sobre el borde de una de las puertas. Stephen se libró de
la sábana, cayó de la cama, se puso de pie y corrió hacia las escaleras,
escuchando, sólo por un instante cuando pasaba al joven, el seco murmullo como
el de un insecto que salía de aquellos finos labios. Entonces subió a toda carrera
las escaleras, saltando de dos escalones a la vez. Cuando llegó a la cima, casi
chocó con Michael, cuyos ojos se agrandaron de sorpresa y preocupación
mientras veía a Stephen que lo pasaba corriendo.

Stephen se movió ruidosamente por el pasillo y trastabilló en la sala.

-¡Stephen! -gritó Carmen cuando él tropezó y cayó de rodillas. Ella se apuró por
llegar a su lado y ponerle un brazo alrededor de los hombros-. ¿Qué sucede, qué
te ocurre? ¿Stephen?

El no podía responder. Su boca se había vuelto seca y gomosa y las palabras


sonaban como ruidos sin sentido.

Cuando Michael entró detrás de él, Carmen preguntó: -¿Qué le pasó?

-¡No lo sé! Salía del cuarto de baño y él sólo...

-Tráele un vaso de agua.

Para cuando Michael había vuelto con el vaso de agua, todos se habían reunido
alrededor de Stephen, excepto Peter, quien todavía permanecía dormido en el
suelo.

-Había un hombre -suspiró Stephen, sin aliento, una vez que hubo tomado
algunos tragos de agua-. El estaba del otro lado de las puertas francesas. Pálido.
Muy blanco. Alto. Con cabello largo negro. Me miraba.

Al se volvió y salió apurado de la sala. Lo escucharon bajar las escaleras.


Permanecieron en silencio mientras esperaban... algo, o cualquier cosa que
pudiera indicarles qué había abajo.

Stephen tomó un poco de agua.

Carmen se mordió una uña.


Michael chasqueó los nudillos.

Todos miraron la puerta.

Los pasos de Al volvieron sobre las escaleras. Cuando apareció en el umbral de


la puerta, sus ojos se veían fatigados, pesados.

-No hay nadie allí abajo -dijo.

Los ojos de Stephen se agrandaron.

-Pero él estaba allí. Yo lo vi. Un tipo con pelo negro largo, muy pálido y... y era,
como, transparente.

-No había nadie allí. -La voz de Al fue repentinamente firme, dura.- Revisé todo
el sótano, Stephen. Ahora... ¿transparente? -Al lo miró con curiosidad.-¿Te
refieres a que era como un fantasma?

Stephen asintió.

-Oh, vamos, Stephen, debes dejar eso. Creo que todos hemos tenido suficiente.
Quiero decir, gente transparente detrás de puertas es demasiado, ¿estamos de
acuerdo?

Aunque no parecía posible, los ojos de Stephen se agrandaron mientras miraba a


Al. -¡Pppero yyyo lo vi! Estaba comenzando a entrar por las puertas cuando yo...

-¡Deja eso, Stephen! -dijo Al, y no era un pedido. Los ojos de Al se


endurecieron-. No hay nadie allí abajo ahora y no hubo nadie antes. ¿Estamos de
acuerdo? ¿Me entiendes?

Lentamente, Stephen asintió, con la mandíbula floja, los ojos aún desorbitados
bajo las cejas levantadas.

-Ahora, ¿por qué no te vas a la cama? -dijo Al tranquilo.

-Creo... creo que prefiero dormir en el sillón.

Al exhaló lentamente.

-Esta es una sala de estar, Stephen, no un dormitorio. Es hora de que empieces a


dormir allí abajo. Con Michael. Tienes una cama esperándote, tienes todas tus
cosas en la habitación. Vamos, ¿está bien? Vuelve abajo y acuéstate.

Stephen repentinamente se veía más pálido que de costumbre.

-Realmente, yo... yo preferiría dormir aquí arriba en el...

-Maldición, Stephen, vas a parar -interrumpió Al, cerrando sus ojos por un
momento-. Sólo déjalo allí. Actúa como alguien de tu edad.

Stephen miró a Al por un momento, luego se puso de pie lentamente. Se llevó el


vaso de agua, se dio vuelta y dejó la habitación. Los otros escucharon sus pasos
bajar por las escaleras.

-Creo que a lo mejor fuiste un tanto duro con él, Al -dijo Carmen en voz baja-,
¿Qué pasaría si durmiera aquí esta noche?

-Sí, y otra noche y otra noche. Dios, es como tener un acompañante nocturno si
él duerme aquí. Por más que hable sobre lo que vio en el sótano, te aseguro que
no hay nadie allí.

-No lo sé -dijo Michael tranquilamente, casi en forma tímida-, Stephen dice que
ha estado oyendo voces en la casa. Quizá realmente vio...

-¿El te dijo eso?

Michael asintió.

-Maldición -gruñó Al, girando y saliendo de la habitación.

-Oh, vamos, Al, déjalo tranquilo -dijo Carmen, pero él la ignoró. Ella y Michael
lo siguieron por las escaleras y entraron en la habitación apenas comenzaba a
hablar.

-Escúchame, Stephen -dijo Al, con voz baja pero temblando levemente a causa
de la cólera contenida-. Lo que creas que veas por aquí, lo que creas que
escuchas, sólo manténlo para ti mismo, ¿estamos de acuerdo?

Stephen estaba acostado en la cama con una sábana que lo cubría, con los
auriculares de su walkman en sus oídos. Miraba fijamente al techo y no admitió
la presencia de Al.

-¿Me escuchas? -continuó Al-. No necesitas asustar a los otros niños con tus
historias. Y si lo haces, vas a desear no haberlo hecho, ¿me entiendes?

Después de un rato, Stephen asintió levemente.

Cuando Al subió a la planta superior, Carmen se acercó al lado de Stephen y se


dobló para darle un beso.

-Siento eso, querido. El está un poco tenso esta noche.

-Está un poco borracho, quieres decir -murmuró Stephen.

-El no está borracho, Stephen. No quiere que asustes a los niños, eso es todo.
Ahora vete a dormir, ¿está bien? Duerme bien.

Michael fue a su cama y se sentó sobre el borde después que Carmen se hubo
marchado.

-¿Ellos no te creen? -preguntó-. Quiero decir, ¿no creen nada de lo que dices?

Stephen le dio la espalda inexpresivamente y dijo con voz llana: -Bienvenido a


casa.

Más visitas
Durante los días siguientes, Carmen se sentía muy tensa. Al había aparentado
estar enfadado todo el fin de semana, y había explotado el sábado por la noche
con Stephen. Ella estaba segura de que vivir en un motel y conducir todo ese
camino cada fin de semana lo estaba agotando, pero pensaba que había sido un
poco duro con Stephen, y sentía que era su deber recomponer las cosas con el
niño.

El humor de Al durante el fin de semana le había dejado un mal sabor en la boca


y, después que se hubo marchado, ella no se sentía ni descansada ni relajada,
como usualmente la dejaba el fin de semana. Ella había planeado que ese fin de
semana fuera especialmente divertido, pero había sido menos entretenido que la
mayoría.

Desafortunadamente, el alegato de Stephen que había visto a un pálido joven con


largo cabello negro en el sótano no la hacía sentirse mejor. De hecho, ella sos-

pechaba, aunque intentó no admitirlo, que la historia de Stephen era la causa


mayor para su incomodidad.

"¿Por qué? Se había preguntado varias veces. ¿Por qué una tonta historia como
esa la ponía tan nerviosa?"

Pero cada vez que se hacía la pregunta, recordaba los platos y los cubiertos que
habían vuelto al armario y al cajón de donde los había sacado. Ella intentó, una y
otra vez, decirse que había sido un error, que en realidad no había tomado los
platos del armario o los cubiertos del cajón, que sólo había creído hacerlo, pero
nunca fue capaz de convencerse de ello. Ella sabía que había tomado los platos y
los cubiertos, todavía podía sentirlos en sus manos cuando lo pensaba pero, de
alguna manera, habían vuelto al armario, al cajón.

Sin poder dejarlo de lado, retomó el tema con Fran cuando bebían té helado en el
porche de éste, mientras el bebé dormía adentro.
-Sí, hago eso todo el tiempo -dijo Fran-. Es como cruzar la casa por algo, y luego
olvidas lo que buscabas una vez que llegas allí. Es la distracción, eso es todo lo
que es. Cuando tienes mucho en qué pensar, haces cosas estúpidas,
avergonzantes, como esa. No te preocupes por ello. Todos lo hacemos.

-Pero estoy tan segura de que yo...

-Sí, ya sé, yo siempre me siento así. Pero me he acostumbrado tanto a que me


ocurra que ni siquiera pienso más en ello.

En lugar de seguir hablando sobre el tema, Carmen sintió que era hora de pasar a
otra cosa. Pero aunque no lo dijo, ella no estaba de acuerdo con Fran.

Esa noche, la noche del lunes, Stephen y Michael se fueron a la cama temprano.
Los dos habían estado fatigados desde el sábado por la noche, pues ninguno
había dormido lo suficiente. Pasaron gran parte de su tiempo durante las noches
del sábado y del domingo hablando en la oscuridad. No conversaron sobre nada
en particular, música, películas, lo que Michael había hecho en lo de la abuela,
de cualquier cosa que podía distraerlos de lo que había visto Stephen. Así que,
llegado el lunes por la noche, estaban exhaustos. Sabían que sólo les quedaba
una semana de verano antes de que tuvieran que volver a la escuela y deseaban
quedarse hasta tarde y mirar televisión, pero no podían mantenerse despiertos.

Y sin embargo, una vez que se metieron en la cama, no podían dormirse. Se


quedaban acostados de espaldas y miraban la oscuridad, hablando de vez en
cuando en voz baja sobre el próximo año escolar y sobre la nueva película de
Schwarzenegger hasta que se produjo un ruido en la habitación y ambos niños
levantaron sus cabezas de las almohadas. Michael boqueó asustado...

Carmen estaba en la cocina preparándose una taza de cacao. Había acostado a


Peter y le había dicho a Stephanie que se fuera a la cama, y ahora ella sólo quería
relajarse y, eventualmente, dormirse.

Volvió a la sala de estar con su humeante taza y encontró a Stephanie aún en el


suelo raspando un lápiz de cera sobre una página del libro para colorear.

-Pensé que te había dicho que te fueras a la cama -dijo Carmen.

-¿No puedo quedarme un rato más? No estoy fatigada.


-Estarás cansada por la mañana cuando tengas que ir a la escuela, y entonces
tendré que escuchar tu llanto, así que ve. Ahora. -Ella suavizó su tono.-
¿Estamos de acuerdo, querida?

-Oh, está bien, mamá. -Stephanie se puso de pie y le dio un beso a Carmen,
luego fue a su dormitorio con el libro para colorear metido bajo un brazo.

Carmen se sentó en la silla reclinable de Al y encendió la televisión,


recostándose para relajarse....

Stephen y Michael miraron hacia la cómoda contra la pared del otro lado de la
habitación. Sobre el mueble había un robot de juguete que pertenecía a Michael.

Observando el robot, tocándolo, examinándolo, había tres hombres. Ellos


estaban en la oscuridad girando la cabeza en esta y aquella dirección, mirando al
robot por distintos ángulos.

Un hombre, el más alto, vestía con un traje a rayas y un sombrero. Los otros dos
tenían ropas oscuras que se confundían con la oscuridad formando una amorfa
masa de sombras.

Sus voces siseaban en el silencio cuando el hombre del traje levantó el robot y lo
examinó. Se dio la vuelta y miró a los niños.

Ni Stephen ni Michael podían moverse.

El hombre que sostenía al robot los observó por un largo rato, y los otros dos, de
pie a ambos lados de él, giraron e hicieron lo mismo.

Ellos murmuraron, haciendo gestos en dirección a los niños, sus palabras no eran
distinguibles, pero sus voces eran sibilantes, secretas.

Repentinamente, el hombre del traje giró, levantó el robot sobre su cabeza y lo


mantuvo allí, volviendo sus ojos hacia Stephen. "Juguetes," siseó, sonriendo
entre dientes que parecían grimosos y rotos. "Meros juguetes." Luego bajó su
brazo con fuerza y estrelló el robot sobre la tapa de la cómoda.

Stephen miró con ojos desorbitados cómo el hombre estrellaba el robot otra vez
y pedazos de su cuerpo se esparcían por la oscuridad, rebotando contra las
paredes y el suelo.
Uno de los hombres rió, una risa baja, áspera, y Stephen masculló: -¡Corre! -
mientras se abalanzaba de la cama y subía por las escaleras, seguido de cerca por
Michael.

Los niños saltaron de a dos escalones por vez, ambos gritando: -¡Mamá!
¡Maamááá!

Carmen volcó una gota de cacao sobre su camisa y murmuró: -Oh, maldición -a
medida que se inclinaba hacia el frente sobre su silla, haciendo una mueca a
causa de los gritos de los niños.

-¡Está bien! -dijo ella, apoyando la taza sobre la mesa de café-.¡Está bien, está
bien!

Los muchachos entraron tambaleando en la sala en su ropa interior, sin aliento,


con los ojos dilatados, frenéticos, los dos hablando al mismo tiempo.

-Mamá, hombres, había hombres, abajo en nuestro cuarto, ahora mismo, ¡ahora
mismo! -gritó Stephen.

-Mi robot -jadeó Michael- ellos rompieron mi robot, salieron del vacío y...

-¡Acábenla en este instante! -gritó Carmen.

Los niños quedaron en silencio, sus hombros agitados mientras intentaban


recuperar el aliento.

-Ahora, ¿de qué diablos están hablando, gritando? Y por favor hablen despacio,
en voz baja y de uno a la vez.

Los muchachos se miraron entre sí y Stephen dijo: -Había tres hombres abajo en
nuestra habitación, mamá. Estaban alrededor de la cómoda jugando con Robby,
el robot de Michael y...

-Espera, espera un minuto -dijo Carmen, levantando una mano-. ¿Cómo


entraron?

-Sólo estaban allí -dijo Michael.

-Pero las ventanas están cerradas y nadie entró por la puerta principal, así que
cómo...

-Mamá, estaban hablando sobre nosotros -dijo Stephen-, murmurando entre ellos
sobre nosotros, riendo.

-Está bien, está bien, vamos. -Ella caminó entre los muchachos, salió de la sala y
bajó las escaleras. Una vez abajo, encendió la luz del dormitorio y miró a los
niños que estaban de pie en la cima de las escalera acurrucado uno junto al otro.

Ella se alejó de las escaleras caminando, luego quedó helada en medio de la


habitación.

¿Qué pasaría si realmente hubiera alguien en el sótano? Había bajado


desarmada, no estaba preparada, automáticamente había asumido que los
muchachos sólo se habían asustado entre ellos. Ella sintió que su ritmo cardíaco
se aceleraba, sintió sus palmas tornarse húmedas y pegajosas.

Se movió despacio, con cautela, miró alrededor de la habitación. Mientras más


miraba, más se relajaba, y una pequeña sonrisa se dibujó en los costados de su
boca.

-No hay nadie aquí abajo, muchachos -llamó por sobre su hombro, su alivio
disfrazado con su firme tono de voz.

Ella escuchó los pasos apresurados bajando la escalera.

Su cólera volvió y dijo: -Ahora exactamente qué diablos estaban intentando...

Se detuvo cuando sus ojos se posaron sobre el robot de Michael sobre la


cómoda. Estaba de costado; un brazo y una pierna le faltaban, y ya no tenía la
cobertura plástica transparente que había estado sobre su cara. Pedazos
fragmentados del plástico negro estaban esparcidos por sobre la tapa de la
cómoda y en el suelo debajo de ella.

-¿Alguno de ustedes hizo esto? -preguntó Carmen enfadada en cuanto los niños
entraron en la habitación.

-No, mamá, ellos lo hicieron -insistió Michael.

-No había nadie en esta habitación salvo ustedes dos, así que dejen eso.
-Mamá -dijo Michael en forma deliberada como si estuvieran hablando con un
niño-, el hombre levantó el robot y...

-Está bien, deténganse, sólo deténganse por un segundo -dijo Carmen,


levantando las palmas. Estudió a los muchachos un momento. No sólo se veían
sinceros, se veían aterrorizados. Pero hubiera sido imposible para alguien entrar
en el sótano. Miró las puertas francesas; estaban cerradas, con sólo oscuridad
detrás de ellas. Todas las ventanas estaban cerradas, estaba segura de ello.

Bueno... bastante segura.

No, ellos debían de estar inventando eso. Al menos, era probable que fuera el
resultado de los cuentos sobre las voces que Stephen le comentó a Michael. El
probablemente haya asustado a Michael y, antes de que lo supiera, ambas
imaginaciones se hallaban fuera de control.

Y Carmen estaba bastante segura de que podría probarlo.

-Ve un minuto arriba, Stephen -dijo ella.

-¿Qué?

-Sólo sube y déjame con Michael. No nos tardaremos.

Reticente, Stephen trepó las escaleras, confundido y un tanto enfadado.

-Muy bien, Michael -dijo Carmen, sentándose sobre el borde de la cama de


Stephen y dando una palmada a su lado sobre el colchón- siéntate y cuéntame
sobre ello. Dime todo lo que viste.

-Bueno, estaban esos tres hombres. Estaban sentados sobre la cómoda


inspeccionando a Robby, el robot, y murmurando entre ellos.

-¿Cómo eran? ¿Cómo vestían?

-Bueno, dos de ellos eran difíciles de distinguir porque usaban ropa oscura y,
bueno, la habitación estaba oscura, así que... pero uno vestía con un traje. Era
rayado... rayas finas, bastante pasado de moda.

-¿Un traje a rayas?


-Sí. Y llevaba un sombrero. Un viejo sombrero, del tipo que siempre usaban los
hombres en las películas antiguas.

-¿Qué hacían?

-Ellos miraban el robot y susurraban, entonces nos miraron y murmuraron. Uno


de ellos rió. Luego, el del traje dijo algo sobre... sobre juguetes, y levantó el
robot y lo estrelló contra la cómoda.

-¿Adonde se fueron?

Michael se encogió de hombros.

-No lo sé. Nosotros corrimos.

-¿Y ellos sólo se quedaron allí, y los dejaron correr después que los vieron en tu
cuarto rompiendo un juguete? ¿Eso no te parece raro?

-Quizá sea raro, pero... tú querías que te dijera lo que había ocurrido. Eso fue lo
que ocurrió.

Carmen estudió la cara de Michael, con lo que intentaba descubrir alguna señal
de culpa, porque ésa era una de las claves familiares cuando estaba mintiendo.
No era un buen mentiroso, siempre había sido así. Stephen podía salirse con la
suya, pero ella sólo lo había visto hacerlo cuando había cometido alguna
travesura a ella o a Al, bromas inofensivas que requerían un rostro serio hasta
que lograba su cometido, nunca nada tan sin sentido como esto.

Pero no pudo encontrar nada en el rostro de Michael con lo que pudiera deducir
que estaba mintiendo, así que o había adquirido el talento de su hermano mayor
para mantener un rostro serio, o....

O decía la verdad.

-Está bien, quédate aquí -dijo ella mientras se ponía de pie y comenzaba a subir
las escaleras.

-No nos crees, ¿no es así? -preguntó Michael en voz baja.

Carmen se detuvo y se volvió hacia él.


-Sólo quédate aquí, querido. Volveré en un minuto.

En el piso de arriba, encontró a Stephen tirado sobre el sillón con los brazos
cruzados sobre el pecho delgado viéndose abatido mientras le murmuraba a
Stephanie, que estaba sentada junto a él, reclinándose sobre él. Stephen se
detuvo y Stephanie se retiró cuando entró Carmen.

-Creí que te había mandado a la cama, Steph -dijo Carmen.

Stephanie se puso de pie y caminó hacia su habitación, diciendo: -Ya me voy,


mamá, ya me voy.

Carmen se sentó junto a Stephen. -Está bien. Quiero que me digas exactamente
qué ocurrió allí abajo.

Ella escuchó con detenimiento mientras él contaba exactamente lo mismo que


Michael había descrito. Cuando lo cuestionó: "¿Cómo eran? ¿Cómo vestían?",
sus respuestas eran idénticas a las de Michael, incluso en lo que dijo el hombre:
"El dijo: ‘Juguetes, meros juguetes’."

Cuando él hubo terminado, Carmen se dio cuenta de que estaba frunciendo el


entrecejo. Si los muchachos estaban mintiendo, entonces tuvieron que preparar
la historia con gran detalle antes de romper el robot y contarle a ella, de otra
manera sus historias no hubieran sido idénticas en cada detalle.

Un escalofrío corrió sobre el cuerpo como una manta mientras consideraba


seriamente, por primera vez, la posibilidad que hubieran habido tres hombres en
la habitación de los niños.

¿Por qué habrían entrado sólo para susurrar uno al otro frente a Stephen y
Michael, romper un robot de juguete y luego irse?

Eso era lo que encontraban tan aterrador sobre esto: no tenía ningún sentido.

"¿Debería llamar a la policía? se preguntó. ¿Pero qué sucedería si vinieran y


resultara que los niños estaban mintiendo?"

Ella decidió que, si tres hombres en realidad habían entrado en la casa, habría
alguna señal de su entrada en algún lugar, y debía ser abajo en el sótano.
-Está bien -se dijo con decisión mientras se ponía de pie-. Eso es todo lo que
quería saber. -Dejó la habitación y, a medida que bajaba las escaleras, escuchó
exclamar a Stephen:- ¿Qué vas a hacer? -Pero ella no respondió.

Abajo, Michael le hizo la misma pregunta.

-Sólo quédate aquí -dijo ella cuando abría las puertas francesas y pasaba a la
siguiente habitación, alzando el brazo para encender la luz. Ella miró alrededor
de la habitación que se suponía era la de Stephen, vio que las dos ventanas
estaban aún cerradas y fue al medio del pasillo más allá, encendiendo otra luz.

Ella revisó el cuarto de herramientas al final del pasillo; también la ventana de


allí estaba intacta.

Subió la rampa opuesta al final del pasillo y revisó la puerta. Estaba cerrada con
llave.

En la habitación siguiente, ella intentó no mirar el tablón que cubría el tanque


para la sangre, intentó evitar todo pensamiento acerca de él, y concentró toda su
atención en las dos ventanas que había allí.

Nada había sido roto o forzado.

Se volvió hacia la puerta que conducía a la morgue. Aunque no lo hubiera


admitido frente a Al u otra persona, no le gustaba entrar allí. No creía que fuera
un sitio malvado, o algo como eso; sólo la ponía... incómoda. Pero había tres
ventanas allí adentro y, aunque estaba bastante segura de que los niños le estaban
jugando una mala pasada, supuso que debía verificar aquel sitio también.

Con un suspiro, entró en el oscuro cuarto y encendió la luz. Era mucho más
tolerable desde que Al lo pintó, pero aún...

Revisó la ventana opuesta a la puerta, luego las dos que quedaban sobre la pared
de atrás.

Escuchó el ruido de pasos detrás de ella.

-¿Michael? -dijo ella-. No hay forma en que alguien haya podido... -Se volvió y
sus palabras se le atragantaron en la garganta y quedó congelada en su sitio, con
la boca abierta, el aire a su alrededor se heló, como si ella estuviese parada frente
a una congeladora abierta, y justo cuando se dio vuelta, sintió a alguien pasar
rozando a su lado, tocándola solo levemente, y sintió el movimiento en el aire
frío como si alguien pasara.

No había nadie allí.

Stephen bajó para encontrar a Michael sentado sobre el borde de su cama,


frunciendo el entrecejo mientras miraba intensamente por las puertas francesas
abiertas de par en par. La luz de la habitación de al lado estaba encendida.

-¿Adonde está mamá? -preguntó Stephen.

Michael señaló hacia las puertas.

-Ella entró allí. Creo que ella...

De repente, escucharon un tropel de movimientos en otra parte del sótano: pasos,


una rápida serie de clics a medida que las luces iban siendo apagadas, el sonido
de las puertas que se cerraban con un golpe, y Carmen cruzó caminando
rápidamente la siguiente puerta, apagó la luz a medida que salía y cerraba las
puertas francesas firmemente.

Por un momento, Stephen pensó que ella podía llegar a gritar. Llevaba una rara
expresión en el rostro, una que nunca había visto antes, una que pensó, al
principio, que era de terror. Luego se detuvo frente a ellos, compuso su
mandíbula, y colocó los puños sobre las caderas.

-No hubo nadie aquí esta noche, ¿entienden? -dijo ella, con voz baja pero
temblorosa-. No hubo vidrios ni cerraduras rotas. Todo está cerrado. Nadie
estuvo aquí adentro. Ahora, si creyeron que eso era gracioso, estaban
equivocados, y si hacen otra cosa como esa nuevamente, ambos van a estar
metidos en muchos problemas.

Giró en dirección contraria a ellos y subió ruidosamente las escaleras.

Stephen y Michael intercambiaron una silenciosa mirada, luego Stephen gritó: -


¿Mamá? Realmente hubo...

-¡No quiero escucharlo, Stephen! -lo dijo en forma tajante, giró y lo apuntó con
un dedo-: Te dije hace mucho tiempo que guardaras tus historias para ti pero
tuviste que contarle a Michael y lo excitaste y ahora ambos están inquietos, lo
que exactamente dije que ocurriría, ¿recuerdas? Bueno, ¿recuerdas?

Lentamente, Stephen asintió.

Carmen comenzó a subir las escaleras otra vez.

Stephen se volvió hacia Michael, dejó escapar un largo suspiro, luego comenzó
lentamente a subir las escaleras detrás de su madre.

-¿A donde crees que vas? -preguntó ella por encima del hombro.

-Yo... hmm, yo sólo iba a subir y mirar un poco de...

-¡Vas a ir a la cama, es lo que ambos van a hacer! Ambos. Y no quiero escuchar


otra palabra de ustedes, ¿está claro?

-¿Puedo al menos buscar un vaso de agua? -preguntó Stephen en voz baja.

-Está bien, está bien, adelante.

El esperó sobre el escalón hasta que ella hubo desaparecido, luego se volvió otra
vez hacia Michael.

-Cielos -susurró Michael-, está enfadada.

-O algo así -dijo Stephen antes de subir.

Carmen fue a la sala y se dejó caer en la silla reclinable. La imagen de la


televisión desapareció en una nube de colores a medida que las lágrimas le
inundaban los ojos. Inspiró profundamente, se limpió los ojos con rapidez y
tomó su paquete de cigarrillos que estaba sobre la mesa. Sus manos temblaron
mientras encendía su cigarrillo y agitaba el reloj con más fuerza que la usual,
como para sacudirse los temblores de los huesos.

Se inclinó hacia atrás, cerró los ojos, y saboreó su cólera. Estaba enfadada
porque, con la vivida historia y sus enormes ojos asustados, los niños lograron
convencerla de que había habido extraños en la casa. ¡Tres extraños! Ella había
permitido que su imaginación se enredara con la de sus hijos.
-Sí -suspiró, pensando. "Eso es todo lo que fue. Sólo mi imaginación y esa
estúpida historia de ellos. ¿No es así?"

Pero la pequeña voz de su conciencia que generalmente hablaba desde las


profundidades de su mente permaneció en silencio.

Al comenzar las clases


-iVamos muchachos, salgan de la cama! -gritó Carmen desde la parte superior de
las escaleras, mientras golpeaba las palmas tres veces.

Stephen aferraba la almohada sobre su cabeza, pero escuchó un gruñido apagado


en dirección de la cama de Michael; luego, unas confusas palabras: -Err, el
verano terminó.

Hubo sonidos de bostezos y suspiros a medida que se desperezaban, se sentaban,


y miraban a su alrededor con ojos hinchados.

-¿Quieres bañarte primero? -murmuró Michael.

-Ah. Ve tú.

-Vamos, ¡van a llegar tarde! -gritó Carmen.

-¿Cómo es posible? -respondió Michael a medida que subía las escaleras.

-Porque mi despertador no sonó, por eso. ¡El desayuno está pronto!

Stephen cayó de espaldas, se frotó los ojos, después miró el techo.

El no iría de inmediato al colegio como Michael y Stephanie. En cambio,


debería pasar por el hospital para recibir su tratamiento. La semana anterior,
mamá se había reunido con el rector y con uno de los consejeros del colegio
secundario al que iría Stephen. Ella les explicó los problemas de aprendizaje que
él había experimentado cuando iba al colegio en Hurleyville y los puso al tanto
sobre su enfermedad y les advirtió que llegaría tarde al colegio todos los días la
primera sema na a causa de sus tratamientos. Ella agradeció la comprensión por
parte de ellos, y le aseguraron que harían todo lo posible para que se sintiera
cómodo y sus problemas fueran tratados correctamente.
Stephen no tenía forma de saber, por supuesto, si eran sinceros o no, pero
esperaba lo mejor. Ir al colegio era bastante duro en sí mismo, pero ir a un nuevo
colégio con extraños lo hacía aun más difícil; él en realidad no necesitaba más
problemas.

En síntesis, con sus tratamientos era suficiente. Eso sólo le causaba suficientes
problemas; en cuanto a lo demás, muchas gracias. Los odiaba aun más que a los
doctores y enfermeras con quienes debía tratar todos los días. Ellos no tenían
nada particularmente malo, excepto que le administraban los tratamientos.

Cada día lo ponían bajo un aparato de aspecto siniestro que se parecía a una
máquina de rayos X, sólo que era más grande, más fea y más amenazadora. La
peor parte era sentirse abandonado por todos mientras se exponía a la radiación.
Si todos le temían, ¿por qué lo dejaban allí adentro?

Había tenido una pesadilla -varias veces- en la que todos lo llevaban a esa
pequeña habitación estéril debajo de esa máquina ominosa... y nunca volvían.

Oh bueno, sólo unos pocos días más, y después... bueno, como había dicho el
doctor Berry: "Luego veremos."

Stephen no veía el día en que terminasen los tratamientos, y esperaba no tener


que pasar por eso de nuevo. No podía pensar en nada peor.

-¿Stephen?

Nada, excepto esa voz.

Se sentó en la cama y escuchó.

-¿Stephen? ¿Estás listo?

Se volvió hacia las puertas francesas, pero no vio nada a través de los paños de
vidrio.

-¿Estás listo, Stephen?

Era la misma voz masculina, pero provenía de otra parte del sótano.

-Estoy esperando, Stephen.


Cada vez que hablaba, sonaba más cerca.

Mirando por entre los paños, Stephen pensó ver algo... sólo una señal débil de
movimiento... una sombra, quizás... una sombra cayendo por la puerta abierta del
otro lado de la siguiente habitación.

Saltó de la cama y corrió por la habitación, tomando los pantalones, una camisa,
los zapatos, luego...

-Estamos perdiendo el tiempo, Stephen.

Subió corriendo las escaleras, el sonido de su propio aliento le retumbaba en sus


oídos, circundó el pasamanos y salió atropellando por el pasillo, con su ropa
apretada contra el pecho.

Carmen dio un paso fuera de la cocina frente a él y colisionaron.

-¡Stephen! -gritó, más frustrada que enfadada-. ¿Qué haces?

El comenzó a hablar, luego cerró la boca y sólo se quedó mirándola, tratando de


no temblar.

Ella levantó un rígido índice y dijo: -No quiero escucharlo, Stephen. Ni ahora, ni
nunca, pero especialmente no ahora. Esta mañana ya ha sido bastante mala. Ve y
toma tu desayuno, está servido en la mesa.

Ella pasó a su lado apresurada y entró en su dormitorio.

Stephen quedó de pie en el pasillo y se puso a escuchar, pero todo lo que oyó fue
la ducha. Aliviado, pero aún tenso, se encaminó hacia el comedor.

Carmen no podía entender qué había salido mal esa mañana. Ella sabía que había
dispuesto su alarma para las siete, pero cuando finalmente se arrancó de un
sueño profundo, encontró que el botón sobre el reloj todavía estaba en la
posición correcta, pero la alarma había sido conectada para las doce y ella ya
tenía cuarenta minutos de retraso.

Después de despertar a todos con urgencia, preparó un rápido desayuno, se puso


alguna ropa -siempre se sentía más despierta cuando estaba vestida- apoyó su
cartera y las llaves sobre el mostrador de la cocina para estar pronta cuando
tuviera que llevar a Stephen al hospital, y de alguna manera consiguió alimentar
y vestir a Stephanie y a Michael a tiempo para que tomaran el autobús escolar,
pero no sin antes preguntarles: -¿Alguno de ustedes estuvo jugando con mi reloj-
alarma?

Los dos la miraron con rostros confundidos y contestaron negativamente.

-Está bien. Sólo preguntaba.

Una vez que Stephanie y Michael se marcharon, ella quedó con Stephen, quien
estaba más callado que de costumbre, y Peter, que no podía dejar de hablar sobre
el día en que él también pudiera viajar a la escuela en un gran autobús amarillo.

Carmen se sentó frente a Stephen en la mesa del comedor y dijo: -Bueno, ¿qué
tal si vamos al hospital y terminamos con eso para que puedas ir al colegio?

Su pelo, mojado todavía de la ducha, estaba peinado hacia atrás y se adhería a su


cabeza, haciendo que su delgado rostro se viera cadavérico.

-¿Tengo que ir directamente después al colegio?

-Claro que no. Puedes volver aquí, si quieres. Te relajas. Te recuperas. Luego te
llevaré al colegio. De hecho, si no quieres ir, eso también es aceptable. Sólo es
por esta semana, y saben todo al respecto en el colegio. Depende de ti.

El asintió lentamente, miró la mesa por un momento, luego la miró a ella, sus
labios levemente partidos, como si estuviera por decir algo. Después pareció
pensar que era mejor no decirlo, cerró su boca y murmuró: -Está bien, vamos.

Cuando todos estuvieron prontos, Carmen fue a la cocina para buscar su bolso y
sus llaves.

Habían desaparecido.

Ella miró el lugar vacío sobre el mostrador en el que los había dejado mientras
Peter tiraba de su mano y decía: -Mamá, ¡hago como si me llevarás también a la
escuela!

-Está bien, dónde está mi bolso -dijo ella. Luego, más fuerte-: Stephen, ¿has
visto mi bolso?
-No -respondió él desde el estar.

-Bueno, se encontraba justo aquí sobre el mostrador con mis llaves y ahora no
están, así que búscalos, ¿está bien?

-¿Adonde los pusiste?

-Justo aquí -gritó ella.

-Está bien, está bien, buscaré.

Buscaron. Revisaron el piso de arriba por completo, pero el bolso y las llaves no
aparecían por ningún lado. Carmen estaba al borde de las lágrimas cuando
encontró a Stephen en el comedor.

-¿Crees que pueden estar abajo? -preguntó él.

-No he ido abajo esta mañana.

-Está bien. Sólo preguntaba.

Pero esa pregunta hizo que Carmen se detuviera. Ella frunció el entrecejo
mientras pensaba en ello. Entonces, contra su mejor juicio, sabiendo que sus
cosas no podían estar allí abajo, bajó y, a pocos pasos del fondo, quedó helada.

Su bolso y las llaves del automóvil estaban sobre la cama de Stephen.

Ella miró sus puños por un rato largo antes de cerrarlos a su lado y exclamar: -
¡Stephen! ¡Stephen, baja aquí de inmediato!

Carmen no se dio vuelta al escucharlo bajar las escaleras, sólo continuó mirando
su bolso y a las llaves sobre la cama. Cuando los pasos de él se detuvieron, ella
apuntó a la cama y dijo: -¿Tú los pusiste allí?

-¡Noo, no!

-¿Entonces cómo llegaron aquí?

-¡Nnno... no sé!

Finalmente, se volvió hacia él, encendida de odio.


-Stephen, esto debe parar -dijo ella, con su voz que era casi un susurro,
temblando de cólera-. Lo digo en serio. No sé qué intentas hacer, pero sea lo que
fuere, ¡estoy harta de ello!

El se quedó mirándola, con la mandíbula caída y horrorizado.

-Ppero yo no...

-¡Cállate! -gruñó ella a través de los dientes apretados-. No quiero hablar sobre
ello. Sólo encárgate de que esta porquería se detenga ahora. ¡Stephen! Lo digo
en serio. Si todavía haces estas bromas cuando tu padre se mude a casa, te
arrepentirás, porque no lo soportará. ¡Y yo tampoco!

Ella cruzó la habitación, levantó el bolso y las llaves de la cama, luego comenzó
a subir las escaleras, llamándolo: -Vamos, larguémonos.

No hablaron por un rato; Peter fue el único que habló, balbuceando sobre cómo
pretendía que mamá lo llevara al colegio. Una vez que estuvieron sobre la
carretera un tiempo, Carmen sintió que comenzaba a relajarse. Otros
pensamientos comenzaron a ocupar su mente, lo que posibilitó que ella olvidara
lo del bolso y las llaves en el piso de abajo. Junto con esos pensamientos vino el
remordimiento.

-Lamento haberte gritado así, Stephen -dijo ella en voz baja-, Pero me hiciste
enfadar.

El de pronto se volvió hacia ella, y dijo: -Pero yo no... -luego se detuvo tan
repentinamente como había comenzado y miró al frente. No agregó nada más.

Carmen quedó aliviada con su silencio. Le bastaba que él hubiera pensado mejor
y no negarlo una vez más. En realidad ella no quería enterarse.

Porque la voz tranquila detrás de su mente seguía murmurando insistentemente


que las negativas de Stephen bien podían ser ciertas.
9

Pensamientos sonámbulos
Carmen no podía dormirse, así que se sentó en la mesa del comedor, su sitio
preferido de la casa -y fumó mientras hojeaba un número viejo de una revista y
escuchaba un programa de radio.

Una vez que los tratamientos de Stephen hubieron concluido -por el momento, al
menos- Carmen esperaba que él cambiara. Para mejor, por supuesto. Había
estado tan callado y pensativo desde que se mudaron al apartamento, que no
parecía él realmente. Se dijo a sí misma que se debía a su enfermedad y, quizás,
a los demoledores tratamientos diarios. Pero el único cambio que notó en él
durante las semanas que siguieron a su último tratamiento fue que su humor se
volvió lenta y silenciosamente más oscuro.

Al menos Stephen tenía a Cody que lo alegraba. Como los padres de Cody
trabajaban y él quedaba mucho tiempo solo, comenzó a pasar gran parte del
tiempo en la casa de los Snedeker. A Carmen no le importaba. No le gustaba
pensar que un niño estuviera solo tanto tiempo, así que intentó hacerlo sentir
como en su casa.

Aunque la complacía que Stephen tuviera un amigo, Carmen se preocupaba al


ver que el único momento en que Stephen estaba realmente contento era cuando
Cody se hallaba presente; de otra manera, permanecía pensativo, depresivo y, si
ella le preguntaba qué le sucedía, no contestaba más que con una vaga respuesta
monosilábica.

Ella se preocupaba por él, pero pensaba que había pasado muchos malos ratos y
quizá no todo hubiera terminado; en tanto que tuviera un amigo que lo hiciera
feliz y le fuera bien en el colegio, era suficiente para ella.

El único problema era Cody. No tenía nada malo que ella pudiera definir -era un
niño bastante bueno, amigable y cortés cuando se le hablaba, pero por otro lado
muy callado- sólo parecía... diferente, como el tipo de muchacho que podía tener
dificultad en hacerse de amigos. Y sin embargo, él y Stephen habían simpatizado
de inmediato. Oh, bueno. Eran amigos. En tanto que no estuvieran destruyendo
tiendas de bebidas alcohólicas o incendiando edificios para divertirse, ¿qué daño
había?

"Sólo te estás comportando como una madre", pensó. "Demasiado como una
madre."

No era tan dura consigo misma en cuanto a la idea de Stephen de que había algo
malvado en la casa. Desde que Michael había adherido a la idea; Carmen
encontraba seguido a los muchachos y a Stephanie murmurando entre sí, sólo
para permanecer en silencio cuando descubrían que no estaban solos. Eso había
estado ocurriendo por un tiempo entre Stephen y Stephanie, por supuesto, pero
desde que Michael había regresado, parecía ocurrir con mayor frecuencia. La
inquietaba muchísimo, pero no demostraba lo que sentía.

Los fines de semana, Al no parecía notar los murmullos confidenciales de los


niños. Su mente estaba concentrada en otras cosas. Conducir doscientos
kilómetros cada fin de semana lo estaba dejando exhausto, como también el
estrés de saber que estaría descendiendo un escalón en su trabajo y ganaría
menos dinero una vez que su transferencia se resolviera, lo que agravaría sus
problemas financieros.

Cuando estaba en la casa, no hablaban de cosas importantes o serias. El se iba a


pescar (aunque Stephen ya no parecía estar interesado en ir con él) o pasaba el
tiempo mirando televisión. Cuando hacían el amor, actuaba distante,
preocupado. Y aparentemente tampoco dormía bien de noche. La última vez que
había vuelto a casa, Carmen se había despertado muy temprano el sábado por la
mañana y se encontró sola en la cama; un par de minutos más tarde, él había
entrado en la habitación para volver a la cama preocupado, con su rostro
retorcido en una máscara de arrugas que se veían incluso más profundas a causa
de la débil luz de la luna que entraba por la ventana.

-¿Qué sucede?-preguntó Carmen.

Su voz le sorprendió y la miró por un momento, con la preocupación aún


estampada en el rostro, luego dijo: -Eh, nada, nada, vuelve a dormirte.

Así que Carmen había tenido bastantes cosas en las cuales preocuparse: Stephen,
su enfermedad, y -no importaba cuánto intentara no preocuparse- su amistad con
Cody también; y el dinero y Al. Pero, por primera vez que ella pudiera recordar,
estaba en realidad aliviada de tener esas preocupaciones. Esas preocupaciones le
daban una buena excusa para alguna de las cosas raras que había estado
haciendo... cosas que ella pensaba haría de todas maneras.

Estaba, por supuesto, la voz que había escuchado el día en que se encontraba
sola en la casa. Ella había atribuido eso a que extrañaba a AL

Cuando los platos y cubiertos aparentemente habían desaparecido para volver a


la cocina el día que Michael regresó a casa, y su bolso se había esfumado y las
llaves del auto se habían desvanecido del mostrador de la cocina y aparecido
sobre la cama de Stephen abajo en el sótano.

La semana anterior, había encontrado el grifo del cuarto de baño abierto y vapor
elevándose del agua caliente.

El día anterior había creído comprar seis botellas de soda, incluso recordaba
haberlas guardado en el frigorífico. Por la tarde, ya no estaban; ninguno de los
niños las había tomado, ni siquiera las había visto. Trató de encontrar el recibo,
con la seguridad de que las había comprado y la necesidad de probárselo a sí
misma, pero no pudo hallarlo.

Lo culpó a todas sus preocupaciones, se dijo a sí misma que sólo había cometido
errores por ser olvidadiza. Pero, de algún modo, eso no funcionó. Así que
enterró los incidentes preocupándose por todo lo demás.

Mientras Carmen encendía otro cigarrillo, una mujer que llamó a la radio dijo: -
Bueno, mi problema es como si no tuviera confianza en mí misma, ¿saben? No
estoy segura de quién soy. Por ejemplo, ¿soy una esposa?, ¿soy una madre? ¿soy
una hija? Y nadie parece entender la crisis que estoy atravesando, o el espacio
que necesito para desentrañarlo todo.

Carmen miró a la radio y sopló el humo mientras reía fríamente: -Mujer,


consíguete una vida. -Luego volvió a su revista.

Aproximadamente a la misma hora, Al tampoco podía dormir. Se sentó en su


habitación de motel tomando cerveza y fumando un cigarrillo. La habitación
estaba oscura excepto por la parpadeante luz de la televisión, que estaba
encendida con el volumen bajo. Al observaba las imágenes de la pantalla sin
verlas en realidad. En cambio, se hallaba, como Carmen, perdido en sus
pensamientos... pensamientos sobre su última visita a la casa. No se la podía
sacar de la cabeza. Había estado pensando en ella mientras trabajaba, así como
también en su tiempo libre. Incluso la ida a la ocasional película por la tarde no
lograba detener el constante reflujo de sus memorias.

Oh, tenía bastantes otras cosas en qué preocuparse, no había dudas de ello. La
enfermedad de Stephen, el cambio gradual en su personalidad, y Al no estaba
seguro si le gustaba la amistad de Stephen con ese raro muchacho Cody, aunque
no le había dicho nada a Carmen y no sabía que ella a veces se sentía del mismo
modo. Y por supuesto estaba el tema del dinero; pronto estaría ganando menos, y
ya tenían que luchar lo suficiente con su salario actual para que cubriera todos
los gastos. Pero, a pesar de eso, era este último fin de semana que le pesaba más.

El primer incidente ocurrió el viernes por la noche...

Repentinamente lo había despertado el sonido de movimientos y voces en la


casa. Había permanecido acostado en su cama por un rato, escuchando. Las
voces eran apagadas, los sonidos de movimiento los constituían golpes y
rasguños. Y había música, muy baja, casi inaudible, pequeña y... antigua, como
la música de una era pasada tocando en un gramófono, sus sonidos chillones
emergiendo de un bostezante cuerno sobre un tocadiscos de manivela. No
sonaba como algo que alguno de los niños podía escuchar, pero aun....

Dejó la cama, con cuidado para no despertar a Carmen, y caminó por el pasillo
en ropa interior. Los sonidos se volvieron más cercanos. Se detuvo y escuchó y
se dio cuenta de que provenían de abajo.

Voces bajas, suave, música plañidera -obviamente había una reunión de algún
tipo en proceso allí abajo. Al sospechó que Cody estaba de alguna forma
involucrado; de hecho, fue probablemente su idea hacer entrar a un grupo de
muchachos a la casa desde un principio.

¿Pero por qué estaban escuchando esa música,?

Pisando con cuidado en la oscuridad, comenzó a bajar las escaleras, pero se


detuvo en la mitad.

No había luz que proviniera de allí abajo, ninguna luz. Estaba tan oscuro como el
resto de la casa. Al frunció el entrecejo, escuchó un poco más.

Todavía podía escuchar las voces y la música, aún oía los ruidos de pies
moviéndose sobre el suelo. Bajó los peldaños que faltaban con cautela, aunque
no estaba demasiado seguro de por qué lo hacía.

En el dormitorio de abajo, escuchó las respiraciones rítmicas de los niños


dormidos y de pronto...

Nada más. Quedaba solamente la respiración. Y la oscuridad.

Las voces y la música se habían detenido.

Al abrió una de las puertas francesas y se inclinó dentro del cuarto siguiente.

La oscuridad vacía estaba en silencio, pero fría. Al dio un paso para entrar en la
próxima habitación, y achicó los ojos con descreimiento. Hacía tanto frío en la
habitación que suponía que si no estuviera tan oscuro sería capaz seguramente de
ver su aliento; parecía una cámara frigorífica. Pensó que una ventana podría
haber quedado abierta, y entonces dio algunos pasos más dentro de la habitación,
aunque se detuvo al darse cuenta de que si hubiera estado abierta, afuera no
hacía tanto frío.

Entonces comprendió repentinamente que el frío había desaparecido. La


habitación había vuelto a la temperatura normal, aunque su piel se había erizado
de todos modos.

Pensó en ello por un momento, y se preguntó cómo podía haber ocurrido, luego
decidió que prefería no saberlo, y salió de la habitación.

Volvió a escuchar la respiración de los niños. Sí, estaban dormidos, no había


duda de ello; Stephen incluso estaba roncando por lo bajo, pero un ronquido
genuino, no una tonta imitación que pudiera hacer un niño a último momento
para no ser descubierto despierto por sus padres.

Cuando volvió a la cama, Al encontró a Carmen despierta. Ella le preguntó qué


le sucedía y él le sugirió que se volviera a dormir.

Al no pudo dormirse. En cambio, se quedó en la cama escuchando por si las


voces y la música resurgían. Pero no las escuchó.

En la noche siguiente, se volvió a despertar, esa vez con movimiento. Sus ojos se
abrieron y miró fijamente a la oscuridad mientras la cama vibraba.
No se agitaba, no se movía espasmódicamente, vibraba.

Lentamente, sus ojos se cerraron cuando pensó que probablemente no fuera más
que el refrigerador que se encendía en el apartamento de arriba. Carmen le había
mencionado que una familia se mudaría a la planta superior. Pero sus ojos
volvieron a abrirse cuando recordó que ellos no se mudarían allí sino hasta
dentro de una semana.

El apartamento de arriba estaba vacío. No había nevera allí arriba.

Clavó los ojos en el techo mientras la cama seguía vibrando, sus movimientos
zumbando a través de su cuerpo, filtrándose por sus músculos y enrollándose
alrededor de sus huesos.

Al se levantó y fue al estar, encendiendo las luces mientras caminaba, sus manos
temblaban. Miró televisión por un rato, fumó, tomó un par de cervezas, y luego,
fatigado, volvió al dormitorio. Se sentó sobre el borde de la cama.

Las vibraciones se habían detenido.

Aunque estaba exhausto a causa del insomnio de la noche anterior, no pudo


dormirse por un rato. Se quedó allí acostado esperando que continuara la
vibración. No se produjo. Finalmente, Al se durmió y se despertó tarde en la
mañana del domingo.

Se hallaba despierto una vez más, mirando cabezas que hablaban sin voz en la
televisión, tomando cerveza y llenando la oscura habitación con humo.

Quizá no hubiera vuelto a pensar en ninguno de los dos incidentes si no fuera


por Stephen... si no fuera por lo que Stephen había dicho ver y oír... lo que había
dicho sobre la casa...

Había también algo en que Al no había pensado en años. En efecto, creyó que lo
había olvidado por completo, lo que no le hubiera importado. Había ocurrido
hacía años, cuando estaba en el servicio militar. Había visto algo en aquel
entonces que le había provocado pesadillas por mucho tiempo. En efecto,
todavía tenía de vez en cuando. Hasta que había visto... esa cosa... se había reído
de lo sobrenatural, y su risa había sido genuina. Desde entonces, había seguido
riendo, pero nerviosamente y sin tanta convicción como antes. No le había
contado a nadie sobre lo que había visto en aquel entonces, ni siquiera a Carmen.
No estaba seguro de que algún día lo haría.

Pero lo que había ocurrido en casa el último fin de semana le había removido
aquel incidente, y le había recordado que ya no estaba cerrado a nociones de
cosas que golpean en la noche.

Le otorgarían pronto su transferencia y podría mudarse a Connecticut para


quedarse con su familia. Extrañaba a Carmen y a los niños y deseaba estar con
ellos por más tiempo que el de las visitas de fin de semana.

Pero Al no estaba totalmente seguro de querer mudarse a esa casa.


10

Haciendo un trato
Stephen sabía que sus padres no estarían de acuerdo con la música que él y Cody
estaban escuchando en su dormitorio, pero se dio cuenta de que no le importaba.
No siempre había sido así. Hubo un tiempo -muy reciente, aunque parecía que
hacía siglos- en el cual la aprobación de ellos había significado algo para él, y el
mero conocimiento de su desaprobación hubiera sido suficiente como para
hacerlo dudar sobre estar allí tirado en su cama escuchando la voz chillona de
Ozzy Osbourne.

Stephen sentía últimamente cierto resentimiento hacia Carmen y Al, lo suficiente


como para no le importara lo que pudieran pensar.

La transferencia de Al se había realizado y él había estado en casa por gran parte


de una semana ahora, así que había dos personas a su alrededor todo el tiempo
que no le creían, que ni siquiera parecían con-

fiar en él. Le desagradaba que fueran tan suspicaces e incrédulos, como el ansia
que ellos tenían para culparlo por cada pequeña cosa que no funcionaba bien en
la casa; lo culpaban cuando los otros niños se asustaban, y lo culpaban cuando
algo en la casa desaparecía o se perdía. Se preguntaba de qué lo culparían ahora.

Pero no le importaba. Si no les importaba lo que él pensaba, a él no le importaría


más lo que ellos pensaran.

-¿Así que con quién te acostarías, con Madonna o con Joan Jett? -preguntó
Cody. El estaba acostado sobre la cama de Michael en la misma posición en que
Stephen estaba acostado en la suya: la cara hacia arriba, los tobillos cruzados, las
manos detrás de la cabeza con los codos saliendo a cada lado.

El día estaba llegando a su fin afuera y la luz difusa de la tarde brillaba a través
de las ventanas. Sin embargo, cada luz de la habitación estaba encendida. Ahora
Stephen las encendía dondequiera que fuera en la casa; no deseaba estar en
habitaciones que no estuvieran bien iluminadas.
-No lo sé -contestó Stephen pensativo-. ¿Quién tiene más dinero?

-¿Qué diferencia hace eso? Las dos están bien.

-Sí, pero una vez que me haya acostado con ellas, estarán tan agradecidas, que
me querrán llenar de obsequios costosos y mucho efectivo, por eso prefiero a la
que tenga más. -Una risa se escondía detrás de las palabras de Stephen.

Cody tiró su cabeza hacia atrás y rió, luego dijo: -¡Eres tan embustero que
apestas! -Luego volvió a reír antes de agregar:- Madonna tiene tetas más
grandes.

-¿Eso crees?

-Oh sí, sí, yo lo sé. Te puedo mostrar. -Se sentó y se agachó para tomar una bolsa
de papel marrón del suelo junto a la cama. Estaba llena de revistas de rock que
había traído consigo y que él y Stephen aún no habían revisado. Tiró la bolsa
sobre la cama y comenzó a buscar entre la pila la revista que deseaba.

A Stephen le gustaba Cody por una cantidad de razones, entre ellas que, a
diferencia de la gente con la que había pasado el tiempo en Hurleyville, Cody
era moderno. En Hurleyville, el hecho de asistir a todas esas malditas clases
especiales no le había permitido ser aceptado por los muchachos populares de la
escuela; había terminado pasando el tiempo con los compañeros tontos, mientras
que los niños con los que realmente deseaba estar se burlaban de él, se reían, y le
decían cosas.

Bueno, quizá Cody no fuera lo que ellos considerarían moderno, pero era un
buen amigo para Stephen y tenía bastantes cosas a la moda, como todas esas
revistas de rock que compraba todos los meses, una gran colección de
grabaciones, un equipo para pasarlas y, según él, una buena cantidad de
pornografía (aunque Stephen había visto muy poco de ella, porque, como era
entendible, Cody debía cuidarse de mostrarla). A él le agradaba algo de la
música que a Stephen también le gustaba -en gran parte, música pop- pero lo
había introducido en muchas cosas que Stephen nunca había escuchado... porque
sabía cuánto le disgustaban a sus padres.

Lo que a Stephen más le agradaba era que Cody le creía cuando se refería a los
hechos que habían estado ocurriendo. No sólo le creía a Stephen, aceptaba sus
historias como verdaderas tan puntualmente como se puede aceptar un titular de
un diario. No había demostrado ni la más mínima duda.

-Sí, sí, aquí está -exclamó Cody, sosteniendo abierta una de las revistas, que era
un viejo número de Rock Scene, mientras se incorporaba e iba a la cama de
Stephen.

Stephen se sentó y miró la fotografía indicada por Cody: se trataba de Joan Jett
en escena durante un concierto en el que lucía una diminuta bikini negra.

-¿Ves? -dijo Cody-. Tiene un gran cuerpo, pero es lisa como una tabla.

-Sí, ¿pero cuánto dinero tiene? -dijo Stephen, y arabos rieron, hasta que...

La risa de Cody se detuvo como si se hubiera atragantado con ella.

Stephen levantó la vista y observó de qué manera inimaginable se dilataban los


ojos de Cody. Su boca se abrió y cerró varias veces, pero no emitió sonido, sólo
dejó caer la revista sobre las rodillas de Stephen mientras su rostro iba perdiendo
parte de su color.

Siguió la dirección de los ojos de Cody, y su mirada cayó sobre las puertas
francesas en las que divisó al anciano del otro lado.

Stephen pateó con sus piernas y se bajó torpemente de la cama hasta que estuvo
de pie, luego giró hacia las puertas francesas.

Ambos muchachos se quedaron helados en su lugar por un largo momento,


mirando.

La piel del hombre era blanca. No era blanco como un payaso o como una
sábana, o incluso meramente pálido; era el blanco de la piel a la que se le había
drenado toda la sangre, la vida, un blanco enfermizo, lechoso, manchado. La piel
estaba arrugada más allá de los efectos del tiempo, arrugada y caída en forma
casi antinatural, como si nada hubiera entre ella y los huesos. Lo que quedaba de
su cabello blanco era fibroso y colgaba en delgados mechones de longitud
variada. Vestía un traje oscuro que aparentaba ser viejo tanto en estilo como
condición; se veía andrajoso y roto, incluso sucio. Las blancas manos que
colgaban de las mangas eran retorcidas, y largas y gruesas uñas se curvaban
hacia abajo en las puntas de los dedos.
El anciano no se movió, sólo enfrentó a los muchachos. Pudo haberlos estado
mirando si esas órbitas hubieran contenido algo aparte de globos oculares vacíos,
de un color blanco transparente.

Cody fue el primero en correr, pero Stephen lo siguió de cerca. Aceleraron el


paso al pasar junto a las puertas francesas, hicieron mucho ruido al montar las
escaleras, y dejaron la música encendida en la habitación detrás de ellos.

Estaban atravesando la mitad del pasillo cuando Carmen salió del comedor y
gritó: -¡Por qué tienen siempre que subir corriendo esas malditas escaleras!
Cuántas veces les he dicho... -Se detuvo cuando vio sus rostros y observó que
estaban sin aliento a causa del miedo y no del esfuerzo.

Stephen apuntó hacia donde terminaba el pasillo y dijo: -Haaabía uuun... vimos
uuun hombre...

-Oh, por Dios, Stephen, no comiences otra vez. -Por un momento, ella sonó muy
fatigada, como si Stephen le dijera que debía correr otra vez en una serie de
largas carreras cuesta arriba. Entonces su voz se volvió colérica:- Maldición,
Stephen, esto se está pasando, y yo...

-No, ¡lo vimosl -insistió Cody-. ¡Había un anciano allí abajo, de pie allí y
mirándonos!

Ella sólo los miró, paseó la vista de Stephen a Cody, ambos silenciosos y serios.
Entonces dijo: -Afortunadamente Al no está aquí, Stephen.

-¿Dónde está?

-En el hipermercado. El realmente se está hartando de este asunto sobre la gente


que ves en tu habitación. Y yo también. Recibirás una paliza si no...

-¡Pero no fui sólo yo! -insistió Stephen, frustrado.

-No, señora Snedeker, no es sólo él -agregó Cody-. Yo vi al hombre también. ¡Yo


lo vi primero!

Los hombros de Carmen cayeron mientras soltaba un largo suspiro.

-Está bien, vayamos. -Ella fue adelante bajando las escaleras.


Mientras los muchachos la seguían, Stephen murmuró: -Ahora sucede otra vez.
No hay nada allí... lo estamos inventando... dejen de mentir... -Entonces echó un
vistazo a Cody y puso los ojos en blanco.

Carmen enfrentó a los muchachos al pie de las escaleras, sin poder dejar de
hacer una mueca de desagrado a causa de los sonidos que provenían del
grabador de Cody que se hallaba en la mesa junto a la cama.

-Está bien, ¿adonde estaban? ¿Qué estaban haciendo?

-Estábamos sobre las camas.

-¿Y escuchaban esta, hum... música?

Ellos asintieron.

-Estábamos mirando revistas de rock -agregó

Cody.

Carmen miró con poca apreciación la revista sobre la cama, abierta en una
página que mostraba una mujer de aspecto amenazante, casi desnuda. Hizo a un
lado la revista, y se sentó en la cama de Stephen.

-Está bien -dijo ella-, vayan arriba. Salgan si quieren, no me importa. Sólo
váyanse.

Stephen preguntó: -¿Qué vas a hacer?

-Sólo salgan. -Ella sonó lo suficientemente irritada como para que ellos supieran
que debían irse sin hacer preguntas.

Cuando se hubieron ido, Carmen miró las puertas francesas.

-Está bien, Carm -suspiró, las palabras apenas audibles-. ¿Qué diablos estás
haciendo?

Aunque era difícil pensar con los sonidos que salían de los parlantes detrás de
ella, decidió que descubriría el engaño de Stephen. Ella se sentaría en esa cama y
observaría y esperaría y vería lo que debía ver. Las condiciones eran
exactamente las mismas en las cuales los muchachos adujeron ver al anciano. Se
estaba dando una oportunidad para verlo, también, eso era todo.

Su voz interior habló entonces, y destruyó su sentimiento de autosatisfacción, de


seguridad:

¿Te estás dando una oportunidad para verlo? murmuró. ¿No te querrás decir que
finalmente le estás dando una oportunidad a eso para mostrarse? ¿No querrás
decir que estás buscando lo que sea que ha estado moviendo cosas... llevándose
cosas... hablándote con voz familiar desde una habitación vacía? Claro que eso
es lo que estás haciendo... aunque no lo admitas...

Carmen sacudió la cabeza violentamente, como para librarse de esa voz


devoradora.

Se inclinó hacia el frente, con los codos sobre las rodillas, el mentón sobre los
nudillos, y continuó observando las puertas francesas, esperando.

La música era realmente horrible y, mientras escuchaba las palabras de las


canciones, decidió que debía decirle algo a Stephen acerca de la música que
podía y no podía escuchar bajo ese techo.

Mientras esperaba, Carmen pensó. No importaba cómo trataba de mantener en


jaque sus pensamientos disgregados, volvían a su voz interior, a las cosas que le
habían estado sucediendo en la casa... y, por un momento, pensó escuchar el
sonido de movimientos cautelosos en algún lugar del sótano.

Se enderezó, sus manos juntas entre sus rodillas mientras escuchaba.

Silencio, excepto por esa terrible música.

Luego la canción, si así se podía llamar, terminó y, un momento más tarde,


comenzó otra.

¿Era más movimiento lo que había escuchado Carmen en el breve silencio? ¿Se
estaba acercando? O era sólo...

¿Tu propia imaginación? murmuró su voz interior.

Repentinamente sintió como si su piel se secara sobre sus huesos.


El cabello en la base de la nuca se le erizó.

Aunque Carmen intentó no escuchar el sonido que pensaba que había oído en la
parte más profunda del sótano -intentó escuchar más intensamente-no podía
quedarse allí ni un minuto más y saltó de la cama.

En medio del tramo de las escaleras intentó bajar el paso apurado y calmar su
respiración agitada. Una vez que estuvo en el pasillo, volvió a lo que esperaba
fuera su apariencia normal; aunque por dentro, todavía se sentía helada, inestable
y temerosa... ¿pero con miedo a qué?

-¿Adonde has estado? -preguntó Al desde la cocina.

Su voz la sorprendió. No lo había oído entrar. Ni siquiera sabía con precisión


cuánto había estado allá abajo y, como resultado, tenía un tonto, casi infantil,
sentido de culpa, como si la hubieran sorprendido haciendo algo que no debía.

-Abajo. -Ella entró en la cocina y lo encontró guardando en la nevera las


provisiones que había ido a comprar.

-¿Qué les pasa a Stephen y a Cody? Los encontré sentados en las escaleras del
frente, se los veía... no sé, como si se hubieran metido en un problema o algo así.

-¡Oh!, ¿en serio? Bueno, subieron las escaleras corriendo hace un rato diciendo
que habían visto un fantasma. Otro fantasma, debo decir.

-¡Oh, maldición! -Al abrió una botella, cerró el frigorífico y tomó un par de
sorbos. Cuando miró a Carmen, su rostro estaba oscuro; mantenía una expresión
de enfado, de hastío.- Bueno, se acabó -dijo saliendo de la cocina-. Es lo último
de eso. -Salió por la puerta principal y dijo firmemente:- Está bien, Cody, creo
que es hora de que te vayas a casa por la noche.

Las cabezas de los muchachos se levantaron de golpe hacia él.

Stephen dijo: -Pero sus padres están...

-Lo siento, pero Cody debe irse a su casa.

-¿Puedo sacar mis cosas de la habitación de Stephen?


-Claro que sí.

Carmen se quedó de pie en la cima de las escaleras mientras Al bajaba con los
muchachos y esperaba que Cody juntara sus cosas, se despidiera y partiera.
Luego Al apuntó un dedo a Stephen y le dijo: -No quiero más fantasmas. ¿Me
entiendes? Ya hemos tenido suficiente No quiero más voces ni gente en tu
habitación, eso terminó. Una palabra más sobre ese asunto y te arrepentirás. Y
comenzaremos con que te quedes aquí abajo por el resto de la noche. Nada de
televisión, nada de música, y nada de esa basura que escuchaban aquí abajo hace
un rato, ¿me entiendes? No quiero esa porquería en esta casa. Puedes ir desde
aquí hasta el cuarto de baño y volver. Eso es todo. No quiero escuchar otra
palabra de ti hasta mañana. ¡Y apaga esas malditas luces! Empiezas a gastar más
de lo necesario y pagarás la cuenta.

Al comenzó a subir las escaleras y Carmen esperaba que Stephen dijera algo,
para protestar, para llamarlo. La habitación de abajo estaba en silencio. Al tomó
otro trago de cerveza cuando pasó caminando a su lado.

-¿No crees que eso fue un poco demasiado, Al?

-¿Por qué demasiado? ¿Te refieres a que no estás harta de ello? ¿Qué otra cosa
vamos a hacer, alentarlo? La próxima vez, recibirá algo peor. No podrá salir, o
mirar la televisión, o usar el teléfono, o... o algo. Estoy harto de este asunto de
fantasmas.

Entonces Al entró al estar y encendió la televisión.

Stephanie se hallaba en el patio trasero con Peter, y Michael estaba en la calle


jugando con un amigo; era hora de llamarlos. Pero antes ella quiso hablar con
Stephen. Ella se sentía responsable por el reto que había recibido pues le había
comentado a Al acerca de lo que él y Cody habían visto.

Por supuesto, ella no le había dicho -ni le diría- a Al sobre su pequeño


experimento después, sobre cómo ella se sentó en la habitación esperando ver lo
que ella pudiera ver.

Abajo, encontró a Stephen acostado sobre su cama, mirando fijamente el techo


con sus manos entrecruzadas detrás de la cabeza. Ella se sentó sobre el borde de
la cama y dijo: -Disculpa el reto, pero creo...
-¡No me importa lo que pienses! -dijo Stephen a través de los dientes apretados
sin siquiera mirarla.

Carmen se puso de pie.

-\Nunca vuelvas a hablarme de ese modo o te daré un golpe en la boca,


jovencito!

Muy despacio, con la mandíbula aún apretada, él dijo: -A ti no te interesa lo que


pienso; entonces a mí no me interesa lo que tú pienses. No quieres escuchar lo
que tengo que decir; entonces no quiero escuchar lo que tú tengas para decir.

La voz de Carmen tembló cuando volvió a hablar.

-Lo que sea que te suceda es mejor que se haya ido por la mañana, Stephen. Lo
digo en serio, ese tipo de comportamiento no es el adecuado entre nosotros, así
que será mejor que te sobrepongas a sentirte mal por ti mismo, o lo que sea que
estás haciendo, ahora mismo. Serás un adolescente, ¡pero todavía puedes recibir
una buena tunda!

Ella se dio vuelta y partió por las escaleras para ir a buscar a los otros niños.

Cuando se marchó, Stephen se desvistió para meterse en la cama. Todavía no


había apagado las luces de su habitación. La oscuridad exterior era ahora
completa; no quedaba luz solar. Apagando esas luces dejaría entrar parte de esa
oscuridad y Stephen no deseaba eso.

En cambio, se metió a la cama con la habitación completamente iluminada; hasta


las lámparas de noche estaban encendidas.

Se puso de costado e intentó relajarse, aunque sabía que no podría dormirse por
un tiempo. Estaba demasiado agitado, tanto, que estaba experimentando
sentimientos que no había conocido antes. Quería... romper algo, levantar algo y
estrellarlo contra la pared con todas sus fuerzas. Su frustración era una
congestión viscosa en su pecho que parecía filtrarse entre sus costillas y
presionar contra músculo y carne.

Cerró los ojos con fuerza, obstruyendo la luz, y apretó su cabeza contra la
almohada.
-¿Stephen?

Sus ojos se abrieron de golpe.

Se hallaba solo en la habitación.

-¿Stephen? ¿Estás listo? -preguntó la voz, más suave que nunca.

No se movió por un largo rato, sólo esperó que continuase. Cuando no lo hizo,
abrió su boca, tomó un momento para preguntarse si quería hacer eso, luego
dijo: -Sí.

-Ese es mi muchacho.

-Si... sólo me dejaras tranquilo. Yo haré, hum... -Se incorporó un poco-...haré lo


que quieras que haga si me dejas tranquilo. ¿Es un trato?

Esa risa familiar, como cubos de hielo que golpeaban en un vaso.

-Muy bien. Muy bien. Tenemos un trato, muchacho.

-¿Tenemos un trato? ¿Así que... me dejarás en

paz?

-Tendrás que realizar tu parte del trato primero. Tendrás que hacer lo que yo
quiera, como dijiste. Luego... veremos.

Stephen se dio cuenta de que alguien bajaba por las escaleras y rápidamente se
volvió a dejar caer sobre el colchón.

-¿Estabas hablando con alguien? -preguntó Michael.

-Eh -Stephen se cubrió la mitad del rostro con la sábana, temiendo que la
mentira se le notara.

-Creí escucharte hablando aquí abajo.

-Dije que no.

-Está bien, está bien. Mamá y papá dicen que debo revisar que se apaguen todas
las luces aquí abajo. Casi todas al menos.

Stephen pensó en ello un minuto, imaginó la habitación más oscura, incluso


completamente oscura. Por primera vez desde la mudanza, la idea de la
oscuridad no le asustaba tanto, incluso era hasta un tanto reconfortante.

-Sí -dijo-, adelante. Pero deja una encendida.

-¿Estás bien, Stephen?

De pronto encontró a Michael molesto. Quería pensar, revisar lo que acababa de


suceder, pero su hermano no se callaba. En cuanto se dio vuelta sobre su
estómago y tiró más de la sábana, gruño: -Sí, estoy bien, ¡maldición!, ¿qué
sucede contigo?

Cuando Michael volvió a hablar, parecía lastimado.

-Nada. Sólo preguntaba. -Sus pasos comenzaron a subir las escaleras.- Volveré
dentro de un rato.

Pero Stephen no respondió. Se quedó acostado en su cama, despierto, pensando


sobre lo que había hecho, preguntándose qué tipo de pacto acababa de realizar...
y con quién.
11

Cambios
Los cambios que ocurrieron en la familia Snedeker en los meses siguientes
fueron muy sutiles, pero no lo suficiente como para pasar inadvertidos ante Al y
Carmen; simplemente no eran discutidos, con excepción de los cambios
producidos en el comportamiento de Stephen.

Sus vidas transcurrieron como siempre lo habían hecho, con los problemas
usuales y también los buenos momentos. Concurrían a la iglesia todos los
domingos, iban a los eventos parroquiales y a los del colegio los días de semana,
ocasionalmente alquilaban una videocinta para mirar. Si algo parecía diferente
en su exterior era sólo a causa de que se estaban estableciendo en su nuevo hogar
y que estaban finalmente comenzando a sentirse cómodos.

Los cambios no eran, de todos modos, exteriores. No podían ser discriminados


por ojos que no eran familiares; eran apenas visibles para los de la familia. Esta-

ban tomando lugar bajo la piel, creciendo lentamente, esparciéndose como el


cáncer que afligía a Stephen, pero moviéndose sin despertar la atención, sin
ningún tipo de tratamiento.

Sin saber que el otro estaba haciendo lo mismo, Al y Carmen individualmente


lucharon por mantener ese exterior estable mientras intentaban ignorar las
pequeñas cosas que seguían ocurriendo a su alrededor, cosas tontas que, tomadas
en forma aislada, serían a lo sumo insignificantes. Pero juntos... juntos, estos
incidentes conformaban un diseño que Al y Carmen no querían conocer o
siquiera estar conscientes de él; así que luchaban para ignorarlo, y se aferraban
con más fuerza a ese exterior normal, limpio, que habían construido para sí
mismos.

Y todo el tiempo, el comportamiento y la personalidad de Stephen cambiaban.


Luego, Al y Carmen dirían que había sido instantáneo, pero eso era sólo porque
los cambios iniciales eran tan graduales, tan sutiles, que cuando la
transformación se hubiera completado, los tomaría completamente fuera de
guardia.

Había muchas cosas que, durante los próximos meses, los tomaría por sorpresa.

-Las cosas parecen ir bien para ustedes -le dijo Fran a Carmen un día mientras
cambiaba un pañal sucio. Carmen estaba sentada en el sillón tomando un
refresco y disfrutando del sonido de los balbuceos y ronroneos del bebé.

-¿A qué te refieres?

-Oh, bueno, dijiste que Stephen está mejor y... -No, no. Dije que su cáncer parece
haber entrado en remisión. Eso no significa que no volverá, sólo significa que
está bien por ahora. Aunque estamos agradecidos por lo que se ha logrado y
colocamos el futuro en manos de Dios.

-Sí, pero eso es mejor que como estaban antes, ¿no es así? Así que, Stephen está
mejor por ahora; tú pareces... oh, no lo sé, te ves más tranquila, supongo. Como
que no estás tan tensa y ansiosa como antes. Claro, supongo que tenías bastante
con qué angustiarte, con la mudanza y el cáncer de Stephen. Te ves... más
contenta, creo. ¿Eso tiene algún sentido para ti?

-Sí, supongo que sí -dijo Carmen, aunque estaba frunciendo el entrecejo. Ese era,
por supuesto, el efecto que había estado intentando provocar, sólo que no había
percibido su logro.

-Enseguida vuelvo -dijo Fran, tomando a la niña en sus brazos-. Voy a acostarla
por un rato.

Carmen asintió con aire ausente, luego volvió a sus pensamientos.

Ella ciertamente no se había sentido feliz o tranquila. De hecho, había días en los
que, si se lo permitía, cuestionaba su salud mental, se preguntaba si quizás el
estrés por la enfermedad de Stephen y la repentina mudanza habían causado
algún tipo de reacción tardía o una crisis nerviosa.

A veces, cuando se encontraba sola en la casa, caminando de una habitación a


otra, descubría un movimiento por el rabillo del ojo, un resplandor gris que
cruzaba de un mueble a otro. Al principio, pensó que era Willy; ellos por lo
general lo tenían encerrado abajo, pero ocasionalmente se escapaba hacia el estar
y saltaba de un lugar a otro, jugando a las escondidas con ellos. Pero él siempre
estaba encerrado cuando veía este movimiento difuso a su derecha o izquierda;
cuando lo investigó, nunca había nada allí.

Dos veces, ella se quedó de pie en la cocina de espaldas al frigorífico -lavando


los platos una vez, cortando verdura en otra ocasión- oportunidades en que sintió
el golpe de una ola de aire helado, como si la puerta de la nevera se hubiera
abierto. Pero cuando giraba, se encontraba cerrada. El frío desaparecía
rápidamente, hasta que llegaba a pensar que jamás se hubiera producido una
caída en la temperatura, aunque sí, sabía que así había sido.

Llegó a despertarse dos veces mientras su cama vibraba, casi como si fuera una
cama de moteles económicos en la que se insertaba una moneda para que
vibrara... pero sin sonido. A su lado, Al estaba profundamente dormido. Ella se
había levantado en esas dos ocasiones, había fumado un cigarrillo, había ido al
cuarto de baño, y cuando había regresado, la vibración se había detenido.

Cada vez que algo ocurría -movimientos, vibraciones, el suelo de la cocina


sangrando, o una o dos voces que pensó escuchar cuando sabía que no quedaba
otra persona en la casa- pensaba en Stephen. Ella pensaba, por supuesto, en las
cosas que él había dicho sobre la casa, las cosas que supuestamente había visto,
pero también pensó en lo que él se había convertido desde que se habían mudado
a esa casa.

Primero, sintió temor de bajar; esa no era la forma de ser de Stephen, quien a
pesar del tratamiento que había recibido de sus pares en el colegio, había logrado
mantenerse extravertido, incluso ser un muchacho agresivo que no había
mostrado temor aun cuando el mismo se veía justificado, y no cuando no había
nada que temer.

Pero últimamente, algo diferente estaba ocurriendo. No era nada físico, no como
el resultado de sus tratamientos de cobalto; en cambio, esto significaba un
cambio en su personalidad. Su primera experiencia con ello había ocurrido
cuando le gritó mientras estaba acostado en su cama esa noche.

"No me importa lo que pienses", gritó, y sus palabras habían penetrado sus
oxidadas defensas. El nunca le había dicho cosas como esas y le había dolido. El
dolor había surgido como cólera, aunque quiso quedarse al lado de su cama
llorando y preguntarle: -¿Por qué me hablas así, cariño? ¿Por qué?

Pero ese sólo constituyó el principio. Se había vuelto muy silencioso a partir de
allí. Parecía ansioso de separarse de la familia por completo. Hablaba sólo
cuando le sacaban las palabras, e incluso entonces sonaba como si estuviera
hablando con gente que despreciaba. Hubo tres ocasiones en que había dicho
cosas malas, horribles, a Carmen, que le dolían con sólo recordarlas. Y cuando
las dijo, incluso se veía diferente; su rostro se tensaba, se volvía casi como el de
un reptil.

Ella muchas veces se preguntaba si quizás ese cambio en Stephen habría


ocurrido por ignorar lo que había dicho sobre la casa, o si no se hubieran
mudado a ella principalmente.

-¿...la cena esta noche, Carmen?

Se levantó sobresaltada, con los ojos desorbitados, y se volvió para ver a Fran de
pie ante ella, con las manos sobre las caderas.

-¿Qué? -dijo Carmen-. Quiero decir, este, disculpa.

-Dije, ¿qué planeas cocinar para la cena esta noche?

-Este, bueno, hm... en realidad, no estoy segura, Estaba nerviosa, inquieta, como
si Fran hubiera estado observando sus pensamientos sin ser vista.- ¿Qué harás
tú?

-Oh, probablemente descongele algo. Marcus no volverá a casa del trabajo hasta
tarde.

Carmen sugirió que, en vez de comer sola, Fran y el bebé deberían ir a su casa a
cenar, si no les molestaba algo sencillo. Fran estuvo gustosa de acuerdo.

-¿Sabes? -dijo ella-, en todo este tiempo, creo que he estado en tu casa sólo una
vez, y por unos minutos.

Carmen pensó sobre ello; tenía razón. Se preguntó cómo había pasado tanto
tiempo sin invitar a Fran a su casa. Después de todo, iba con frecuencia a casa de
Fran.

"¿Estás avergonzada de tu casa, quizás? su voz interior preguntó. ¿Tienes miedo


de lo que ella pueda ver u oír?"
Carmen apartó la vista de Fran, parpadeó y rápidamente alejó el pensamiento.

Carmen ya había comenzado la cena cuando escuchó el timbre. Fran sostenía al


bebé en brazos mientras entraba, sonriendo.

Pero su sonrisa vaciló un tanto y frunció el entrecejo mientras miraba a su


alrededor.

-Algo huele rico -dijo ella, rápidamente recobrando la sonrisa.

Carmen lo notó, aunque eligió no exigir una explicación.

-Carne al horno, papas y verduras. Como dije, es algo simple. ¿Quieres tomar
algo?

Fran tomó una cerveza, Carmen un refresco, y las dos se sentaron a la mesa del
comedor, Fran sostenía al bebé sobre su falda -que balbuceaba contento, mirando
a su alrededor con los ojos bien abiertos.

-¿Donde están los niños? preguntó Fran.

-Afuera. Salvo Stephen. El está abajo.

-Pensé que no le gustaba ir abajo.

-Ya no. Ha estado pasando gran parte del tiempo allí. Incluso mencionó algo
sobre mudarse otra vez a su habitación. No lo sé, él parece... -Se encogió de
hombros, pero no siguió.

Fran estaba frunciendo el entrecejo otra vez, mirando a su izquierda, como si


hubiera visto a alguien o a algo.

-¿Qué sucede?

Fran pestañeó.

-Hum... nada. Sólo que pensé que, eh... no lo sé.

-Quizás Al acabe de llegar. Debería de estar aquí en cualquier momento.

Volviendo a mirar a su izquierda, Fran murmuró: -No, no creo que... oh, bien. -
Le sonrió a Carmen y dijo con alegría forzada: -¿Te puedo ayudar con la cena?

-No, sólo relájate.

Ellas hablaron. A medida que la conversación proseguía, Fran parecía estar más
y más molesta, como si la silla en la que estaba sentada fuera incómoda. Tics
nerviosos tomaron vida en su rostro y sus ojos se disparaban hacia los costados
constantemente mientras acercaba el bebé hacia sí misma.

-¿Ocurre algo, Fran? -preguntó Carmen por lo bajo

-¿Qué? Hum, no. Quiero decir, hum... -Sus ojos volvieron a dispararse, luego
sonrió nerviosamente.-Disculpa. -Bajó los ojos, sorbió su cerveza, y besó la
cabeza de la niña.

No hay nada que disculpar.

Frán no levantó la vista por un largo rato, luego: -¿Te importaría mucho si no
nos quedáramos a cenar, Carmen?

Carmen pestañeó. -Bueno, pensé...

En realidad no tengo hambre, y por lo general la acuesto bastante temprano y,


hum... -Se puso de pie.-

Espero que me disculpes. Quizás tú y Al puedan venir a casa la semana próxima


para comer.

Carmen también se puso de pie.

-Espera un minuto, Fran, deténte. -Siguió a Fran hasta el pasillo. Sintió un


escozor en la piel de su nuca y presintió que algo estaba muy mal.- Hay algo que
está mal ¿Qué es?

Fran no podía enfrentar los ojos de Carmen mientras alargaba la mano para
tomar la manija de la puerta.

-Hum, Carmen, yo estoy, uh... -Volvió a reírse, una risa aguda que carraspeó por
su garganta. Abrió la puerta unas pocas pulgadas, se volvió hacia Carmen
timidamente y preguntó: -¿Prometes que no te reirás de mí?
-Bueno, claro que no, Fran. ¿Qué sucede?

-Es sólo que estoy... me siento incómoda aquí.

-¿Qué? ¿Qué quieres decir con que estás incom...?

-Es esta casa. Es que... hay algo, hum... -Sacudió la cabeza y caminó hacia la
puerta otra vez. Carmen la tomó del codo, un poco más fuerte de lo que quería, y
se aferró con fuerza. Su corazón corría alocado en su pecho, incluso palpitando
en su garganta, y tenía miedo de hacer la pregunta que necesitaba hacer.

-¿Qué sucede con esta casa, Fran?

Fran respondió después de una larga pausa, murmurando la mitad de sus


palabras.

-No estoy segura. Pero hay algo, hum, algo malo aquí. No es sólo la casa, es... el
aire. Lo siento. Es como si estuviera atrapada en una pequeña habitación que
sólo sigue tornándose más y más pequeña, ¿sabes? Una sensación de
claustrofobia.

-Pero has estado aquí antes y nunca notaste ninguna...

-Sólo por algunos minutos, nunca tanto tiempo como hoy. No creo que haya
tenido tiempo de ver algo. Y no lo vi...

-¿Ver algo? ¿Qué es lo que viste? -la boca de Carmen estaba seca y sus palmas
sudaban. Dejó ir el codo de Fran y frotó sus manos sobre sus caderas para
secarlas-. Nunca dijiste nada sobre ver algo.

Otra risa nerviosa.

-No es nada, Carmen, sólo...

-¿Qué es lo que viste?

-No estoy segura. Sólo que no dejo de ver... bueno, se veía como algo que se
movía por el pasillo. Se movía rápido. Algo pequeño. Estoy segura de que es mi
imaginación. Lo es, en serio, es mi imaginación -otra risa-y no voy a ser muy
buena compañía, eso es todo. Hagamos una cosa, te veré más tarde, ¿está bien? -
Ella abrió la puerta.-Llámame esta noche, haremos planes para el fin de semana,
¿está bien? -Salió al porche.- Una barbacoa. En nuestra casa. Te veré luego.

Luego cruzó rápidamente el césped hacia su propia casa.

Carmen quedó de pie en el umbral de la puerta por un tiempo, después que Fran
se marchó, entonces cerró la puerta con fuerza y se recostó contra ella, con los
ojos cerrados.

Muchos pensamientos surcaban su mente e intentó aquietarlos."Quizá se debiera


a todo lo que le dije sobre Stephen, sobre lo que él dijo, sobre lo que los niños
decían haber visto y oído", pensó ella.

Olió la cena, recordó que tenía la carne al horno y se apresuró a entrar a la


cocina para preparar el resto de la comida, intentando ignorar el temblor de sus
manos.

Al también intentaba ignorar muchas cosas.

Como la música y las voces que provenían del sótano, por ejemplo. Las había
escuchado varias veces. Las suficientes, en efecto, como para ni siquiera salir de
la cama, sólo permanecía despierto en la oscuridad, escuchando.

A veces, también, la cama vibraba en la forma en que lo había hecho la primera


noche. Por supuesto, la familia se había mudado al piso de arriba -Ben y Alice
Faraday y su hijo e hija, buena gente, amigable- así que Al podía usar su teoría
de la nevera de arriba para explicar la vibración; le tomó un poco de trabajo pero
consiguió convencerse, y otro par de cervezas antes de irse a la cama lo
ayudaban a dormirse a pesar de sus inquietantes pensamientos a los que
intentaba enterrar.

Aun cuando dormía tan bien como siempre, Al se levantaba como si no lo


hubiera hecho, como si hubiera pasado las noches revolcándose y girando entre
las sábanas empapadas de sudor. Lograba cumplir con su trabajo ayudado por
abundante café, y comenzaba a aprontarse para irse a la cama tan pronto como
llegaba a su casa al abrir la primera botella de cerveza.

Una noche estaba acostado en su cama, despierto, pero con los ojos cerrados. Se
preguntaba si no estaba bebiendo demasiada cerveza, si quizá fuera esa la causa
de lo que había estado sintiendo, escuchando y pensando; quizá, sólo quizá,
Stephen hubiera estado en lo cierto respecto de la casa. Pero entonces se dijo que
quizás había tomado más de lo debido, y no podía imaginarse a sí mismo sin
beber para no enloquecer, pues no podía contárselo a Carmen sin quedar como
un loco.

Después de un rato, con el constante y arrullador sonido del reloj-alarma


sonando en la mesilla de noche, Al se durmió...

Se despertó de repente, abruptamente, y sintió que se estaba agitando, y su


primer pensamiento fue: -¡Oh Dios, oh mi Dios, se está sacudiendo ahora, no
vibrando, sacudiendo!

Era Carmen. Ella estaba agarrando su hombro, sacudiéndolo y susurrando: -¡Al,


Al! ¡Despiértate, Al, es la cama! ¡La cama!

-¿Qué? -Se sentó, aguzando la vista a causa de la oscuridad y pestañeando


furiosamente, como si sus ojos tuvieran algo metido en ellos.

-¡La cama, Al, la cama!

Una vez que hubo emergido de la gruesa niebla del sueño, se dio cuenta de que
estaba ocurriendo de nuevo. La cama estaba vibrando. Su silencioso movimiento
se deslizó por el cuerpo de Al, envolviéndose alrededor de sus huesos como un
hilo.

Pensó con rapidez y llegó a una decisión: si había funcionado con él, funcionaría
para Carmen, también.

-¿Qué ocurre con la cama? -preguntó, intentando no mostrar urgencia mientras


se deshacía de las mantas y se bajaba de la cama. Quedó allí de pie frotándose
los ojos y pasándose bruscamente los dedos entre el cabello.

-¿No lo puedes sentir? -dijo Carmen, hablando más alto ahora. Ella se puso de
pie del otro lado de la cama con su camisón largo-. Está vibrando, eso es lo que
ocurre. Siéntela.

-¿Qué?

-¡Sólo siéntela!
Al trató de no pestañar cuando puso su mano sobre la cama y sintió la familiar,
algo maligna sensación filtrarse por medio de su brazo. Después de un momento,
retrajo la mano, le asintió a Carmen y dijo: -Sí, ¿y bien?

-¿Y bien? ¿Y bien? La cama está vibrando, Al, ¿qué es lo que lo provoca? ¿Por
qué se comporta así?

-Viene de arriba -dijo en voz baja, calmado, su voz pareja y gruesa con la
indiferencia del sueño.

-¿De qué?

-De la nevera de arriba. Eso es todo. Se enciende y vibra, luego las vibraciones
llegan hasta aquí y las sentimos en la cama, eso es todo. Vuelve a dormirte. Se
detendrá después de un tiempo.

Ella lo miró, con la boca abierta, mientras él se daba vuelta y caminaba en


dirección al cuarto de baño.

Una vez en el cuarto de baño, Al encendió la luz y cerró la puerta con llave. No
necesitaba usarla, pero era el único lugar donde podía ir en medio de la noche sin
tener que darle a Carmen algún tipo de explicación.

Bajó la tapa del inodoro y se sentó sobre ella, los codos sobre las rodillas, su
rostro entre las palmas, y exhaló lentamente. Deseó que la vibración hubiera
cesado y que Carmen hubiera vuelto a dormir. Incluso rezó en silencio para que
fuera así. Después de un tiempo, se santiguó, se puso de pie y se detuvo cuando
escuchó un gran ruido en algún lugar fuera de la casa. El sonido se repitió una y
otra vez, se detuvo por un momento, luego continuó.

Al frunció el entrecejo al salir del cuarto de baño, mascullando: -¿Ahora qué?

Era un perro ladrando. El casi lo ignoró y volvió a la habitación, pero era tan
cercano que sería mejor investigar lo que sucedía.

Se dirigió a la ventana del comedor, que parecía estar más cerca del ladrido, y
separó las cortinas con dos dedos.

Una luna brillante iluminaba el suelo con una luz tenue como si fuera un
hematoma luminoso. Un perro de buen tamaño estaba de pie sobre el borde del
patio delantero -con la poca luz, era difícil distinguir a qué raza pertenecía-
ladrando a la esquina de la casa. Estaba ladrándole a la casa como podría hacerlo
para advertirle a su dueño sobre un intruso, o en la forma en que un perro podría
ladrarle a su propio atacante: con ladridos aguerridos y veloces, puntuado por
gruñidos.

Nunca había visto al perro antes y no podía distinguir si llevaba collar o no. No
se movió por un rato, sólo miró al perro mientras ladraba en forma persistente.
El siguió esperando que cesara y se fuera, pero no lo hizo. Sus ladridos sólo se
volvieron más coléricos y más amenazadores, más desesperadamente feroces.

Al sintió una gota de sudor caerle por la sien y se secó la frente con el dorso de
la mano libre. Estaba sudando. Su corazón latía agitado.

"Esta casa pensó. Le está ladrando a la casa porque... porque la casa le asusta".

Quitó su mano de las cortinas, dio un paso atrás y quedó allí de pie, mirando
fijamente a las cortinas cerradas un rato mientras el perro ladraba... y ladraba... y
ladraba...

Los secretos crecían como tumores en el hogar de los Snedeker.

Carmen no le comentó nada a Al cuando escuchó a alguien que reía en la cocina,


aunque ella estaba sola en la casa.

Al no le dijo a Carmen cuando escuchó pasos que lo seguían alrededor de la casa


un fin de semana, aunque no había nadie allí.

Y Stephen sólo les hablaba cuando debía hacerlo. Cuando no estaba en el


colegio, pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación, muchas veces con
Cody, quien traía grabaciones para escuchar, lo último de las bandas de rock
pesado, con canciones que hablaban de sexo y muerte, violencia y suicidio,
tortura y necrofilia. Ya no pasaba mucho tiempo con Michael, en gran parle
porque Michael quería hacer cosas, estaba interesado en cosas que no motivaban
a Stephen. Como resultado, Stephen estaba considerando mudarse a la
habitación que originalmente le habían asignado.

La idea de mudarse a esa habitación era, una vez más, deseable.

No iba a haber nada que interrumpiese las voces entonces...


Una noche tarde, Stephen permaneció despierto en su cama escuchando el
sonido de un perro que ladraba afuera. Lo había escuchado antes, pero no había
pensado en ello hasta que su padre se quejó sobre él una mañana, durante el
desayuno, antes de ir al trabajo. Al había dicho que necesitaban descubrir quién
era el dueño del perro y llamarlo; se había instalado frente a la casa para ladrar
durante varias noches consecutivas.

Curioso, Stephen salió de la cama y subió al piso superior, moviéndose


cómodamente en la oscuridad. Fue a la ventana, en el comedor y vio al perro
afuera bajo la luz de la luna, ladrando, gruñendo en la esquina de la casa. Nada
más, ni una ardilla, ni un gato, sólo la casa.

Sin proponérselo, esbozó una media sonrisa.

Así que no estaba completamente solo. El perro, de alguna manera, sabía que la
casa tenía algo inusual.

El perro sabía que estaba ocupada por algo aparte de madre y padre y cuatro
niños.

El perro sabía....
12

La presencia de fantasmas navideños


Para Navidad, Stephen había obtenido una chaqueta de cuero usada, sobre cuya
espalda había colocado una calavera y huesos y el logotipo de alguna banda de
rock pesado que combinaba una cruz invertida con una daga ensangrentada.

La usó cierto día después de haber vuelto a su casa de la escuela. Era el último
día de colegio antes de comenzar las vacaciones de Navidad; afuera, todo estaba
cubierto de nieve, y Stephen sacudió unos copos de su bufanda y chaqueta antes
de entrar por la puerta principal. En cuanto cruzó la casa, Carmen lo detuvo.

-¿Stephen? ¿Puedes venir aquí un segundo? -dijo desde la mesa del comedor.

Ella desde hacía tiempo buscaba una conversación con él -iba a intentar
mantenerla- porque tenía una idea bastante clara de cuál sería el final.

Carmen y Al habían hablado bastante con Stephen últimamente -juntos y en


forma individual- sobre temas que abarcaban desde las malas palabras que había
pronunciado en la casa hasta su higiene personal que, por razones que no podían
comprender, había sido seriamente descuidada en las últimas semanas.

Había muchas cosas que no podían entender sobre Stephen últimamente.

Ahora tenía esa chaqueta. Era algo que nunca hubiera considerado usar antes de
la mudanza. Siempre había sido un muchacho pulcro, vestía bien, era cortés y
bien hablado.

Ya no era así.

-Siéntate, Stephen -dijo Carmen tranquila, sonriendo.

Con un suspiro de fastidio, él tomó una silla y se dejó caer en ella, golpeando la
mesa con los codos, descansando su mentón sobre sus puños.
A pesar de que el cáncer había entrado en remisión, Stephen aún se veía pálido y
flaco y, aunque no tan nítidamente, círculos amarillentos y grisáceos aún
enmarcaban sus ojos.

-¿Dónde conseguiste esa chaqueta? -preguntó Carmen.

-Alguien me la dio.

-Las chaquetas de cuero no son baratas.

El se encogió de hombros.

-Es vieja. No la quería más. Cody me la dio.

-Bueno... no es una mala chaqueta, en realidad. Así que, ¿por qué le pusiste eso
detrás?

Otra vez se encogió de hombros, un largo y lento guiño, luego: -Porque me


gusta.

Ella se inclinó.

-Stephen, sabes que no queremos que uses cosas como esas.

-¿Como qué?

-Lo que tienes en tu espalda es una cruz, y está invertida.

-¿Y entonces?

-Oh, no te hagas el tonto conmigo, Stephen, sabes a qué me refiero. -Estaba


comenzando a sentirse ya frustrada y enfadada y lo demostraba en la voz.- Es
sacrilego y... bueno, si me preguntas... tú eras el que hablaba sobre el mal hace
unos meses y, bueno, en cuanto a mí concierne, eso es el mal, lo que tienes en tu
espalda. Nos hemos entregado con la música, así que casi puedes escuchar lo
que te plazca en tanto que lo hagas tú solo, pero ¡eso es demasiado!

-Bueno, ¿cuál es la diferencia? No lo entiendo. Es parte de la música, es lo que


la música representa, es...

-Yo lo sé, por eso es que a tu padre y a mí no nos gusta esa música. Esa cruz que
llevas en tu espalda es un símbolo muy importante. Cristo murió en esa cruz para
que nosotros pudiéramos...

Stephen puso los ojos en blanco.

-Sí, sí, ya sé. Aprendí todo eso en el catecismo.

-¡Entonces como puedes usar algo así!

-Tú estás tan preocupada por el mal, le temes tanto, y no quieres ver el que tienes
a tu alrededor, sólo lo ignoras. ¡Te lo digo, esta casa es malvada!

-Eso otra vez. Yo sólo... Stephen, no te entiendo. No entiendo qué ocurre


contigo.

Entonces Stephen tomó una actitud que hizo que su madre quedara con la boca
abierta, aturdida y dolida.

Rió, sacudió la cabeza y dijo: -No entiendes demasiado de nada, ¿no es así? -Se
levantó de la mesa y se dirigió a su habitación, dejando a Carmen con la vista
fija en el lugar en el que había estado sentado, con su boca aún abierta y sus ojos
desorbitados llenos de dolor.

Finalmente encendió un cigarrillo y exhaló el humo. Su próximo paso, por


supuesto, sería hablar con Al sobre ello, aunque no estaba demasiado ansiosa por
hacerlo.

Al parecía estar muy malhumorado últimamente, especialmente en cuanto se


refería a Stephen. No tenía tolerancia para los cambios que se habían operado en
el muchacho; Carmen debía admitir que se sentía de la misma manera, pero al
menos intentaba ser justa y civilizada con él, trataba por todos los medios de ver
el lado bueno de Stephen (algo que día a día se hacía más difícil, pues parecía no
querer compartir su óptica). Ella temía que, si en algún momento le confiaba
algo a Al sobre Stephen, perdiera el control y tomara represalias contra el
muchacho, castigándolo duramente, tanto que lo obligara a permanecer por más
tiempo que el usual en su habitación o le suspendiera privilegios en el uso del
teléfono, o simplemente le propinara un severo castigo corporal, por ejemplo.
Aunque entendía el deseo de hacerlo, también Stephen había empujado su
tolerancia hasta el límite, especialmente con su respuesta a la queja sobre la
chaqueta, la idea de ello la inquietaba.
Pero la campera de Stephen también la hacía temblar.

Ella le hablaría a Al. Si él no solucionaba el problema, debería tomar medidas


más duras...

Aunque esperó hasta después de la cena esa noche, deseando que estuviera
relajado, Al enfureció. Bajó al sótano y, desde el estar, Carmen podía escuchar
cómo le gritaba a Stephen. Incluso escuchó algo que se estrellaba contra una
pared.

Peter estaba dormitando sobre el sillón a su lado; Stephanie y Michael se


hallaban en el suelo mirando televisión, con sus espaldas rígidas, sus ojos fijos
sobre la pantalla mientras luchaban por ignorar los sonidos.

Luego, después de un breve silencio, escuchó los pasos de Al resonando por las
escaleras y su voz que ladraba colérica: -¡Eso es, déjalo! Quieres andar por ahí
viéndote como una especie de punk satánico, eso no me importa, ¡solamente no
le digas a nadie que vives aquí! ¡Un maldito malcriado, eso es lo que eres! No sé
de dónde lo sacas, ¡pero no viene de nosotros!

Mientras caminaba por el pasillo, continuando con sus gritos, Carmen podía
escuchar el suave sonido de la risa de Stephen abajo. Se apuró en llegar hasta el
pasillo para encontrarse con Al.

-No sé qué hacer con él -gruñó, fue a la cocina y sacó una cerveza del
frigorífico-. Quiere quedarse con su maldita chaqueta...

-Al -suplicó ella, pestañeando.

-...puede quedársela, a mí no me importa. Quiere pasearse por ahí con aspecto de


bandido, como un maldito criminal o algún tipo de, no sé, algún tipo de miembro
de un culto, bueno, perfecto. -Se recostó contra el borde del mostrador y tiró la
cabeza hacia atrás mientras bebía.

-Bueno, hay algo mal, y no sé bien qué es.

-Es un malcriado, eso es lo que tiene de malo.

-¿Y qué, es mi culpa, es eso lo que estás diciendo? ¿Es mi culpa que él se
comporte así?
-Ey -dijo abriendo los brazos y levantando las cejas-, tú lo dijiste, no yo.

Carmen giró, estiró un brazo y se recostó contra la nevera. Cerró los ojos por un
momento, con los labios apretados con fuerza. Ella sabía que eso podía
convertirse en una desagradable discusión si perseguía esa finamente velada
acusación. Decidió que no lo haría, tomó una profunda bocanada de aire y se dio
vuelta.

-Creo que debería llevarlo a ver al padre Hartwell.

Al tomó otro trago de cerveza y suspiró.

-¿Crees que le hará algún bien?

-¿No le puede dañar, no es así?

Pensó sobre ello un momento, frunció el entrecejo, se volvió un tanto distante.


Luego dijo lentamente, como para sí mismo: -Sólo ha ocurrido desde que nos
mudamos aquí... a esta casa...

Carmen se sorprendió con sus palabras -¿podría él estar acunando alguno de los
mismos pensamientos

que la acosaban a ella?-, pero ella escondió su sorpresa rápidamente.

-¿Crees que tiene alguna vinculación con lo que le sucede a él? -preguntó ella.

-¿Hmm? Oh, no. Claro que no. Sólo... una observación, eso es todo. El ha
cambiado mucho en poco tiempo.

-Por eso creo que debería hablar con el padre Hartwell.

-Sí. Sí, no le puede dañar.

Ella llamó al padre Hartwell al día siguiente y le explicó el problema, y él acordó


en ver a Stephen. Contra sus protestas, Carmen llevó a Stephen a la iglesia y lo
dejó allí mientras ella pasaba por el supermercado. Cuando terminó las compras,
volvió, lo recogió y se dirigió a casa, resistiendo la tentación de entrar y
preguntarle al padre Hartwell cómo le había ido y cuál era el problema de su
hijo. En cambio, intentó comenzar una conversación con Stephen.
-Entonces, ¿de qué hablaron el padre y tú? -preguntó ella.

Mientras miraba por la ventana, él se encogió de hombros.

-No lo sé. No demasiado. Sólo... hablamos, creo.

Y eso era todo lo que podía sacarle. Ella sólo podía esperar y rezar, ya que el
padre Hartwell sería capaz de ayudarlo.

Pero eso no era suficiente para ella. Apenas llegó a su casa, telefoneó al padre
Hartwell desde su dormitorio.

-¿Cómo anduvo, padre? -preguntó ella.

-Bueno, Carmen, si no te importa, prefiero no hablar sobre ello en detalle. Te


diré esto: hiciste lo correcto trayéndolo aquí para verme. Me gustaría volver a
verle. Mañana, ¿está bien?

-Claro que está bien. Me alegra tanto. Quiero decir, me preocupaba que... bueno,
Al y yo, ambos, estábamos preocupados porque... -No terminó la frase, temiendo
que su voz se quebrara y comenzaran las Ingrimas.

-Escucha, Carmen -dijo el padre Hartwell suavemente- Estoy aquí para ti


también. Creo que Stephen necesita estas conversaciones ahora y sospecho que
podemos lograr algún progreso. Pero si necesitas a alguien ron quién hablar, no
lo dudes.

-Gracias, padre -agradeció ella.

-¿A la misma hora mañana?

-A la misma hora.

Pero Carmen no pudo llevar a Stephen para ver al padre Hartwell al día
siguiente.

Esa tarde, Carmen recibió una llamada de su hermano Cal desde Alabama. En el
instante en que escuchó su voz al otro lado de la línea, se puso tensa; él sólo la
llamaba cuando necesitaba algo o cuando algo le había ocurrido. Como su padre,
él era un alcohólico sin intenciones de tratar su problema; el corazón de Carmen
lo apoyaba y él nunca estaba ausente de sus plegarias. Finalmente pensó que ella
podía hacer mucho por él, pero siempre que él pusiera de sí mismo la mejor
disposición y diera el primer paso.

-¿Carmen? Tendrás, hm, tendrás que venir a casa. Enseguida. -Su voz sonaba
mojada y temblorosa.

-¿Qué sucede, Cal?

-Papá. Está, hum, está muerto, Carmen. Alguien lo mató. Ha sido asesinado.
Debes venir.

Carmen, aturdida, permaneció en silencio por un tiempo. Cuando pudo volver a


hablar, le dijo a Cal que estaba nevando en Connecticut, pero tomaría el próximo
avión y estaría allí, en cuanto le fuera posible.

Después que colgó, se desplomó sobre el sillón y perdió la mirada en el aire


mientras pensaba en su padre. Sus padres se habían divorciado cuando tenía
doce años de edad y nunca se había acercado a su padre, casi no lo había
conocido, en realidad, a diferencia de su hermano, quien había estado en
constante contacto con él. A pesar de ello, Cal siempre había considerado el
estilo de vida de su despreciable padre, sus borracheras continuas, su falta de
cuidado para consigo, su vida bordeando el límite, pero no lo suficiente,
aparentemente, para mantenerse a sí mismo lejos de ese mismo camino. La
presencia de ese comportamiento en su familia mantenía a Carmen alejada del
alcohol, y era responsable por la terrible preocupación que le causaba la afición
de Al por la cerveza, algo que todavía no había tenido el coraje de mencionar.

Ella llamó al aeropuerto. No pudo encontrar un avión que partiera esa tarde. Al
tuvo que apurarse para hacer los arreglos en el trabajo para poder encargarse de
los niños mientras Carmen se ausentaba. Temblaba al tener que hacer algo así
cuando apenas había tomado el empleo en la cantera, pero era una de esas crisis
impredecibles e inevitables que le suceden a todo el mundo de vez en cuando, y
su empleador debería solucionarlo por otro lado.

Después de llevar a Carmen al aeropuerto, Al, Stephanie y Peter compraron


pizza camino a casa; Al nunca había aprendido a cocinar y no tenía intención de
hacerlo ahora, así que, hasta que volviera Carmen, se arreglarían con comida
comprada.
Esa noche, una vez que comieron la pizza, Stephen volvió a su habitación, como
siempre. Pasaba la mayor parte de la tarde allí, de todos modos, llevando su cena
consigo. La tensión estaba creciendo entre Al y Stephen; la habitación estaba
más silenciosa cuando se encontraban juntos, el aire de alguna manera estaba
más denso. Se hablaban sólo cuando era necesario, lo que lentamente se volvía
menos frecuente a medida que transcurría el tiempo. Eso no le molestaba a Al;
no le importaba desatender al muchacho hasta que se comportara como
correspondía. Quizás eso fuera demasiado duro, pero era lo mejor que sabía
hacer. No había razón que justificara las actitudes recientes de Stephen, y actuar
como si no ocurriera nada le parecía a Al que era como decirle que aceptaba su
comportamiento.

Al y Michael miraron el partido de fútbol por televisión mientras Stephanie y


Peter pegaban y coloreaban en la mesa del comedor. No tenían colegio al día
siguiente, así que Al no se preocupaba por la hora en que se acostaran. Pero se
habían acostumbrado a irse a la cama temprano y no pasó mucho tiempo antes
de que todos tuvieran suficiente sueño como para retirarse a sus habitaciones.

Al quedó solo, después del partido, mirando las reposiciones de programas


cómicos y pensando.

No deseaba irse a la cama. No solo. Solo, podría permanecer despierto...


esperando... la música... las voces... las vibraciones...

Tres horas más tarde, sus ojos se sentían pesados y su cabeza no dejaba de caerse
hacia adelante mientras miraba televisión. Finalmente, cedió, apagó la televisión
y las luces y marchó a la cama.

Una vez debajo de las frazadas, su fatiga desapareció y, como lo había


sospechado, permaneció despierto, girando y acomodándose para encontrar un
lugar cómodo, una posición que lo calmara.

Finalmente la encontró. Sus ojos se cerraron por sí mismos, sintió que lo


inundaba la pesadez del sueño, era consciente de que su respiración se volvía
lenta, se sintió deslizarse, hasta...

Escuchó la música y sus ojos se abrieron súbitamente. Se sentó sobre la cama.


Era la misma música de siempre: antigua y latosa, conjurando imágenes en
blanco y negro de habitaciones llenas de telas de araña, viejas fotografías en
marcos decorados, y mobiliario antiguo.
Al volvió a acostarse, apretando las bases de las palmas contra sus ojos y
gimiendo.

Voces rieron por lo bajo. La música continuó. Y había algo más.

Ladridos. El perro estaba ladrando afuera otra

vez.

"Voy a ignorarlo, pensó. Todo esto. Quizá no duerma, pero no saldré de la


cama."

La música continuó. Las voces siguieron hablando y riendo festivamente. El


ladrido del perro se volvió más intenso.

Al se dio vuelta y apretó su cabeza contra el colchón, cubriéndose los oídos con
la almohada.

Pero todavía podía oírlo. La fiesta de los fantasmas, el ladrido persistente...

Y entonces sintió la vibración familiar colársele por el cuerpo, a través de los


huesos. Envolvió aquellos largos y huesudos dedos alrededor de sus codos y
rodillas, sobre sus hombros y sobre la coronilla de su cráneo, incrementando la
presión, vibrando más y más profundamente.

Al rodó sobre su espalda y comenzó a patear frenéticamente las frazadas, su


respiración siseando a través de dientes apretados a medida que salía de la cama
y caía pesadamente al suelo, luego gateó alejándose unos metros de la cama
antes de ponerse de pie. Moviéndose hacia atrás, chocó con el vestidor, se quedó
allí de pie y miró fijamente la cama.

No podía ver nada. No había signos visibles de que la cama manifestara algún
tipo de movimiento siniestro. Hurgó detrás de él y encendió la pequeña lámpara
que estaba sobre el vestidor, pero todavía no veía nada.

Había, de todos modos, bastante para oír.

La música surgía de algún profundo lugar de la casa, y voces apagadas y risas


suaves se mezclaban con ella.
Afuera, el perro ladraba como si estuviera pronto para atacar y matar.

Al encendió la luz principal de la habitación, se puso los pantalones y salió al


pasillo corto que corría por fuera del dormitorio, encendiendo las luces a medida
que pasaba junto a las perillas, sus movimientos rápidos y abruptos.

La música continuó.

Las voces siguieron murmurando.

Una vez más sólo había oscuridad en el sótano.

Al estaba en la mitad de las escaleras cuando los sonidos se detuvieron.

Silencio.

Sintió un agudo dolor en su mano y se percató de que se estaba aferrando con


demasiada fuerza a la baranda.

Afuera, el perro seguía ladrando tan fuerte que estaba enronqueciendo.

Al giró, subió las escaleras, se dirigió hacia la sala de estar. Allí encendió dos
lámparas. Cruzó el pasillo y entró en el comedor, donde quedó congelado.

Alguien estaba de pie frente a la ventana, mirando la noche afuera; las cortinas
corridas y su silueta perfectamente delineada por la luz de la luna que reflejaba
la nieve.

Al se mantuvo quieto en el umbral de la puerta, excepto por su mano, que se


arrastró por la pared, buscando la perilla de la luz mientras la figura giraba hacia
él.

Al encendió la luz, llenando el comedor con luz mientras suspiraba aliviado: -


Stephen.

-El perro de alguien está -rió- un poco fuera de control allí afuera.

-¿Estabas escuchando música hace un rato?

Stephen frotó el dorso de su cuello y comenzó a caminar lentamente saliendo del


comedor.
-¿Música? No, yo no estaba escuchando música.

Al lo tomó livianamente del brazo cuando cruzaba el umbral de la puerta.

-¿No tenías a nadie contigo aquí? ¿No introdujiste a unos amigos en la casa?

-¿Para qué? Ya somos bastantes aquí adentro.

Al lo soltó y el muchacho caminó por el pasillo... bajó las escaleras...

Más tarde, Al se preguntaría sobre las palabras de Stephen y cómo las había
dicho; le molestarían, incluso le producirían un escalofrío cuando las recordara.
Pero por el momento, las tomó solamente en forma literal. Cuando Stephen se
hubo marchado, Al se acercó a la ventana y miró al perro.

Parecía un labrador y estaba más cerca de la casa ahora, pero parecía tenso,
pronto para correr si era necesario. Mucho más cerca y estaría en realidad
mordiendo la esquina de la casa.

Después de cerrar las cortinas, Al volvió al dormitorio, se vistió y salió. Corrió


por el frente de la casa hacia el perro, agitando los brazos y gritando: "¡Sal de
aquí! ¡Vete! ¡Ve! ¡Sal!" Tiró, e incluso pateó nieve hacia el animal, pero era
sorprendentemente difícil distraer su atención de la casa. Cuando finalmente lo
logró, el perro salió corriendo, se detuvo y giró, gruñó un poco, le ladró un par
de veces a Al, y luego se alejó.

Otra vez adentro,- Al se desvistió, luego miró la cama un momento,


preguntándose si sería seguro acostarse otra vez. Pensó que no valía la pena
porque estaba plenamente despierto. En bata, fue a la cocina y abrió el
frigorífico.

-¡Maldición!, es verdad -murmuró-. No hay cerveza.

Todavía estaba mirando la luz enceguecedora de la nevera cuando el ladrido


recomenzó.

Al cerró con un golpe la puerta de la nevera. Vidrios y latas entrechocaron en su


interior. Cerró los puños a su lado mientras el ladrido se acercó, más fuerte, más
aguerrido. Con los ojos cerrados, respirando duramente por la nariz, Al pensó:
"Oh Dios, Dios... que falta me hace una cerveza."
En la sala de estar, Al se instaló en su silla reclinable. Su pulgar tembló mientras
encendía el televisor con el control remoto.

-Voy a tener que hablar con alguien sobre ese maldito perro -pensó mientras
seleccionaba los canales.

El ladrido no se detenía.

Se decidió por una vieja película del oeste y colocó el control remoto sobre la
punta de la mesa, donde

vio un rosario. Carmen los tenía por todos lados de la casa. Lo levantó medio
desganado con su mano temblorosa, pensando en silencio que no era necesario,
que no estaba disgustado, no tenía temor, sólo se encontraba inquieto, eso era
todo.

El perro siguió ladrando y ladrando...

Al susurró: -Ave María, llena eres de gracia...

... ladrando... ladrando...

Atrás, en su cabeza, Al creyó -pero no estaba seguro porque era tenue, tan tenue-
escuchar el sonido latoso de cierta música...

Carmen regresó tres días más tarde.

Su padre había sido encontrado en su pequeño trailer abandonado. No tenía


agujeros de bala, sólo un mínimo de sangre fue encontrado en el trailer; se
presumió que había sido asesinado en otra parte con su propia pistola calibre 22
y transportado nuevamente al trailer. Aunque no fueron explícitos, por supuesto,
todo hacía suponer que la policía no se preocuparía por encontrar al asesino; no
lo consideraba seguramente importante. Después de todo, la víctima había sido
un viejo borracho que apenas subsistía, y estaba asociado con personajes poco
respetables.

Carmen y su hermano hicieron los arreglos para el entierro y, como ella quería
volver a su casa lo antes posible, dejó a Cal como ejecutor de lo que quedaba de
la herencia de su padre.
Estaba contenta de volver a casa, y Al también de tenerla de vuelta. Todo había
marchado como sobre ruedas en su ausencia, así le dijo él, pero a ella se la había
extrañado.

Todos aparentemente estaban bien, inclusive Al. Pero, de alguna manera,


Carmen sintió que algo andaba mal. No podía precisarlo... no era nada visible...
nada que dijera alguien...

"Es sólo mi imaginación, se dijo a sí misma. Después de los últimos días, todo se
ve bastante oscuro."

Ellos comenzaron las usuales actividades navideñas. Al llevó a casa un árbol y


Carmen y los niños, excepto Stephen, lo decoraron.

Al había llevado a Stephen a ver al padre Hartwell todos los días mientras
Carmen estuvo ausente, y ella siguió haciéndolo a su vuelta. Ella se resistió a la
tentación de preguntarle a Stephen sobre sus visitas al padre, pensando que los
resultados se verían pronto. Pero no fue así. Stephen todavía era mal educado y
profano cuando hablaba o bien simplemente callado y meditativo.

Si las conversaciones con el padre Hartwell no funcionaban, ella esperaba que


sus oraciones sí lo hicieran. Ella quería que volviera su hijo.

Carmen puso una corona sobre la puerta y guirnaldas aquí y allá por la casa, sacó
las grabaciones y discos de música navideña que habían coleccionado a través de
los años. Ponía la música con frecuencia, guardaba el ponche en el frigorífico.

Michael, Stephanie y Peter hicieron un muñeco de nieve en el patio frente a la


casa y Carmen les prestó una escoba, una vieja bufanda y un sombrero para que
lo vistieran.

Vieron otra vez las tradicionales películas navideñas, como lo hacían todos los
años.

Hicieron todo lo que hacían cada Navidad, todo lo que les hacía sentirse bien, los
colocaba en el espíritu de las fiestas, y convertía esas fechas del año en
diferentes de las demás. Pero ese año, a medida que se acercaba la Navidad, ni
cuando pasó, alguna de esas cosas funcionó en realidad. No era lo mismo. Algo
faltaba, algo más que la usual participación voluntaria y alegre de Stephen.
Carmen no sabía cómo se sentían los otros, pero no importaba cuán duro
intentaba trabajar en ello, no

se sentía como en Navidad. Ella no se hallaba de la misma manera que en


navidades anteriores.

No importaba cuán tonto sonara, Carmen simplemente no se sentía segura.

Ni siquiera en su propia casa.

Quizás especialmente en su propia casa.


13

Comienza el Año Nuevo


Las decoraciones navideñas desaparecieron de las vidrieras de los negocios y
fueron pronto remplazadas por los corazones y cajas de golosinas del Día de San
Valentín. Las ristras de bombillas de colores y guirnaldas relucientes fueron
puestas en cajas y devueltas a los depósitos. Las grabaciones y discos navideños
fueron restituidos a sus anaqueles en los que reposarían hasta el siguiente
diciembre. Los árboles navideños fueron removidos y las agujas secas de pino
barridas de las alfombras.

En todo el pueblo, truncos árboles navideños, desprovistos de sus adornos,


esperaban a los hombres del aseo municipal para que se los llevaran; trozos de
oropel y de guirnalda colgaban de sus ramas aguzadas, a veces volando en el
viento sobre la nieve y el hielo.

El cielo permanecía de un color gris acero oscuro y el aire filoso como una
navaja que podría cortar la carne. Las ramas desnudas de los árboles se estiraban
hacia

el cielo como garras artríticas. Los copos de nieve se tornaron gotas de lluvia y
la nieve sobre el suelo se volvió un espeso lodo helado...

-Hemos estado conversando por algún tiempo, ahora, de todos modos no percibo
haber aprendido mucho de ti. ¿A qué se debe eso?

-No lo sé. Quizá sea por que no he dicho mucho sobre mí, ¿no cree?

-Sí, eso creo. ¿A qué se debe?

-Mmm. No me gusta hablar sobre mí mismo, creo.

-Ya veo. Bueno, ¿sería más fácil si formulara preguntas?

-Todo lo que ha hecho es preguntar.


-Sí, tienes razón. Bueno, entonces... creo que no sé qué hacer. Mira, tu madre me
pidió que hablara contigo, oh, hace algunos meses, supongo, porque notaba
cambios poco agradables en ti. Entonces, accedí. Por un tiempo, fue cinco veces
a la semana, luego dos veces, hasta una vez por semana. Todo ese tiempo, he
estado pensando en que te he dado una oportunidad, que tú me contarías lo que
te estaba molestando, lo que estaba mal. Ahora estoy empezando a creer que
estaba equivocado. Quizá tu madre también estuviera equivocada. Así que, dime,
Stephen, ¿estábamos equivocados?

Stephen permaneció sentado en el mismo lugar en el que siempre se sentaba en


el estudio del padre Hartwell, de la misma manera en que lo hacía siempre: en el
sillón marrón de cuero, con el pie derecho colgando sobre su rodilla izquierda,
las manos entrecruzadas detrás de la cabeza, los codos que apuntaban hacia
arriba a ambos costados de la cabeza como pequeñas alas.

El padre Hartwell se sentaba en una silla recta del otro lado de la mesa, ante el
sillón, frente a Stephen. Estaba inclinado hacia adelante, con los codos sobre las
rodillas, las manos delgadas unidas flojamente. Tenía alrededor de cuarenta años
de edad, calvo, con una corona de cabello marrón grisáceo circundándole la
cabeza. Usaba gafas con marcos marrones y lentes gruesos; tenía el hábito de
sacárselos para pellizcarse el puente de la nariz con el pulgar y el dedo índice.

Stephen preguntó: -¿Estaba usted equivocado sobre eso?

El padre Hartwell lo hizo otra vez, removió sus lentes, se pellizcó el puente de la
nariz, mientras soltaba un suave suspiro.

-Oh, no estoy seguro en realidad. Estábamos equivocados acerca de, hm...


¿acerca de que tenías algo mal? Dime, Stephen, ¿hay algo que te haya molestado
últimamente?

-¿Cuán últimamente?

-Bueno... ¿cualquier cosa?

-Sí. El cáncer. Eso me molestó. -Su voz no era sarcástica; permanecía baja, al
nivel de su expresividad.

-Claro que sí. Eso es perfectamente entendible. Pero tus oraciones han sido
contestadas. Tu cáncer esta en remisión y parece que estás bien. Físicamente, me
refiero. Hablo de algo que pudo lastimar tus sentimientos, algo que pueda
haberte hecho enfadar, o... o que te haya infundido miedo. ¿Hay algo así?

El labio inferior de Stephen lentamente se movió hacia adentro hasta que lo


tomó entre los dientes, lo mordisqueó un poco mientras sus ojos se movieron
gradualmente alrededor de la habitación, finalmente deteniéndose, otra vez,
sobre el padre Hartwell.

-No -dijo-. No, nada como eso. Estoy bien.

-¿No crees que te estás comportando algo diferente?

Se encogió de hombros. -No lo sé. ¿Diferente de qué?

-Diferente de... ¿lo usual?

-Ahá. No, que yo sepa.

-¿Qué pasa con tu forma de vestir? ¿Tu ropa?

-¿Qué pasa con ella? -Un leve tono defensivo apareció en su voz.

-Bueno, no es el tipo de ropa que has usado siempre. ¿No es así? Quiero decir, la
chaqueta, por ejemplo. Las camisetas que usas en tu casa.

-¿Camisetas? ¿Qué ha estado hablando con mi madre?

-Claro. Ella dice que usas camisetas con los grupos de rock and roll y consignas
en el frente que son... bueno, ofensivas. Incluso blasfemas. Como tu chaqueta de
cuero.

-¿Y qué? ¿Qué tiene eso de malo? Muchos muchachos las usan.

-Pero tu madre dice que tú nunca las has usado, o has escuchado antes ese tipo
de música.

El se encogió de hombros. -No lo sé.

-Sí, pero tu madre parece creer que un súbito cambio ocurrió cuando... bueno,
algo sucedió. ¿Es verdad? ¿Ocurrió algo que...?
-No. Mi amigo Cody me pasó las cintas un día. Me gustó la música. Me dio un
par de viejas camisetas, esta vieja chaqueta. A ellos simplemente no les gusta,
eso es todo. La música, la ropa. Así que simulan que tengo algo malo por ello.

-Bueno, debo admitirlo, Stephen, la chaqueta es blasfema. La cruz sobre la


espalda es...

-Pero yo no tengo nada malo. Si es eso por lo que he estado viniendo aquí,
entonces -otra vez se encogió de hombros- he estado gastando su tiempo. Lo
siento.

El padre Hartwell miró a Stephen un largo rato, estudió su rostro con sus finos
ojos pensativos. Luego dijo: -¿Te gustaría que le dijera eso a tu madre?

-No lo sé. ¿Qué cree que le debería decir? Usted es el sacerdote.

-Bueno, supongo que si crees que estas visitas son una pérdida de tiempo...
entonces lo son. Si dejamos de tenerlas, ¿me prometerás algo, Stephen?

Otra vez se encogió de hombros.

-Si alguna vez necesitas hablar con alguien sobre algo que... bueno, que no
quisieras discutir con tus padres o con un amigo del colegio... ¿vendrás a mí?
Estoy dispuesto a sentarme contigo en cualquier momento.

-Sí. Claro. -Sonrió Stephen.

-Debo admitirlo, Carmen, tu hijo está pasando las etapas de la adolescencia.

-¿A qué se refiere exactamente?

-Bueno, él es rebelde. Disfruta haciendo cosas que te chocan, te ofenden. Esa es


la razón por la cual estrellas del rock and roll hacen tanto dinero sin tener talento
alguno. -Rió.- Porque los muchachos saben que sus padres los detestan.

-Pero es más que eso, padre -Carmen apretó el auricular con fuerza, lo apretó
contra su oreja.- El ha cambiado. Su personalidad, su comportamiento... es como
si odiara todo lo que tiene que ver con nosotros. Se queda abajo en su habitación
casi todo el tiempo. Sólo sube para ir al cuarto de baño o a comer. Se sienta allí
abajo en un rincón y murmura para sí mismo mientras escucha esa música
horrible con los auriculares. Viste con esas camisetas, esa chaqueta, anillos con
pequeñas calaveras, toda esa parafernalia del heavy metal. Ni siquiera sé de
dónde la saca, aunque sospecho que tiene algo que ver con un muchacho que ha
estado viendo últimamente. Stephen ya no es el mismo muchacho, padre.

-Sí, aparentemente ha alcanzado esa edad en la que ya no son los mismos niños.
Pero algunos cambian de modo más drástico. Suena como este caso aquí.

-Sí, lo es. -Ella cerró los ojos y sonrió débilmente, aliviada de que él finalmente
comenzara a entender.

-Desafortunadamente, no observé nada de eso durante las visitas de Stephen. Oh,


estaba fastidiado de vez en cuando, un poco impaciente. Pero se comportaba
correctamente. Y sí, noté la chaqueta y los anillos. Creo que sus sospechas sobre
los amigos de Stephen son correctas. Mencionó un muchacho de nombre Cody,
quien le proveyó la música. Sonaba como una mala influencia.

-Dígame, padre, ¿habló él sobre... nuestra casa? ¿La casa en que vivimos aquí?

-No. No recuerdo que la mencionara. ¿Por qué lo pregunta?

-Oh, por ninguna razón. Así que usted no cree... quiero decir, no hay nada más
que pueda hacer.

El rió.

-Carmen, querida, soy sólo un sacerdote. Pero, si usted quiere, le puedo


recomendar un terapeuta.

-¿Un terapeuta?

-Sí. Uno bueno y católico, que se especializa en este tipo de situaciones. El


trabaja con adolescentes.

Carmen frunció el entrecejo: -¿Un terapeuta?

-¿Es eso tan malo? Creo que sería aconsejable.

-¿Cree que Stephen está... bueno, ya sabe, mentalmente enfermo?


-Claro que no, querida. Sólo creo que tiene problemas. De hecho, sospecho que
un muchacho de esa edad que no tiene problemas está mentalmente enfermo.
Crecer es un proyecto difícil, y Stephen está atravesando una de las etapas más
difíciles en este momento. En realidad, ha tenido la carga extra de su
enfermedad, algo con la que la mayoría de los adolescentes no tiene que lidiar.
No, Carmen, los hospitales psiquiátricos son para los enfermos mentales. Los
terapeutas son para personas que tiene demasiadas cosas volcadas sobre sus
hombros en un solo momento. Ellos son para personas que padecen problemas
con los que la vida nos carga en uno u otro momento. Los terapeutas son para
todos. No, mi sugerencia de terapia no significa que yo crea que su hijo está
mentalmente enfermo. Nada de eso.

Carmen no podía contestar. No estaba de acuerdo con el padre Hartwell, y eso la


molestaba incluso más que su situación. Así que sólo suspiró en silencio al
teléfono.

-¿Tiene una lapicera, Carmen? Deje que le dé su nombre y número de teléfono.


Usted llame, explique el problema, y concierte una entrevista para Stephen. Si
quiere, puede tomar una entrevista para la familia completa. Eso depende de
usted.

El padre Hartwell recitó el nombre y número. Carmen no los anotó.

Stephen decidió mudarse a la habitación que había sido originalmente suya, pero
no se lo dijo a nadie, excepto a Michael. Primero, mudó todas sus cosas a la
habitación, luego, con la ayuda de Michael, mudó la cama.

-¿Estás seguro de que quieres mudarte aquí? -preguntó Michael.

-Sí. ¿Por qué lo preguntas?

-Pensé que no te gustaba esta habitación.

-Oh, no está tan mal.

Michael frunció el entrecejo.

-Ni siquiera te gustaba nuestra habitación al principio.

-Sí, bueno, creo que eso era estúpido.


Michael no aflojó el ceño. Con las manos sobre las caderas, los ojos aguzados,
miró a su hermano con preocupación.

-No era tan estúpido hace un tiempo. ¿A qué se debe este cambio tan súbito?

-Sólo deseo un cuarto para mí mismo. ¿Es eso malo?

-¿Estás seguro de que te sientes bien, Stephen?

Stephen rió.

-¿Por qué?

-Porque has estado... bueno, un poco raro últimamente.

Otra risa.

-Estás comenzando a parecerte a ellos. -Hizo un gesto con el pulgar indicando a


sus padres, en el piso de arriba.

-Sí, pero... ya casi ni te veo. Estás todo el tiempo con Cody. Y siempre llevas
puestas esas extrañas camisas y anillos, escuchas esa música y...

-Oh, eres demasiado joven todavía. Ya estarás escuchando esa música también.
Usarás estas camisetas porque te gustarán las bandas. Ya verás.

Michael lentamente dejó de fruncir el entrecejo. Su boca se curvó en una media


sonrisa.

-¿Eso crees? -preguntó.

-Claro.

-Oh, está bien. -Dijo Michael, y se encogió de hombros.

-Míralo de ese modo. Vuelves a tener tu propia habitación otra vez.

-Sí, pero... me gustaba cuando era nuestra habitación.

-Ya te pasará -dijo Stephen riendo.


Las cuentas del mes estaban esparcidas frente a Carmen sobre la mesa del
comedor, pero su atención estaba dirigida hacia una en particular. Carmen notaba
que Al, quien estaba sentado a la cabecera de la mesa a su izquierda, estaba
mirando la cuenta de luz, que ella ya había visto; ella observó cómo su boca se
volvía una tensa línea recta, sus ojos se ensanchaban, sus hombros caían de la
sorpresa, hasta que finalmente explotó.

-¡Maldición!, ¿has visto esto?

Carmen sólo podía asentir.

-Esto es... quiero decir, hijo de perra, esto es ridículo, ¿qué hemos estado
haciendo? ¿Dándole luz a todo el vecindario?

El la miró, con la boca abierta, sosteniendo la cuenta ante sí, esperando una
respuesta.

-Hum, creo -dijo ella dubitativa- que puede deberse a que las luces fueron
dejadas prendidas toda la noche abajo.

-¿Es que todavía están haciendo eso? -preguntó, su voz tan baja que ella casi no
lo podía oír.

-Eso creo.

Se puso de pie y golpeó la mesa duramente con el puño. Carmen podía escuchar
cómo apretaba los dientes. Se dio vuelta y salió del comedor, dobló a la derecha
en el pasillo y bajó las escaleras.

Carmen se incorporó y lo siguió, moviéndose con rapidez, con la intención de


que su presencia no le permitiera dejarse llevar por la cólera.

-¿Stephen? -gritó mientras bajaba las escaleras-Stephen, dónde... ¿qué demonios


está sucediendo aquí abajo?

Carmen llegó al sótano a tiempo para escuchar a Stephen explicar que Michael
lo estaba ayudando a mudarse a su habitación original.

-Así que, si no temes mudarte a una habitación solo, ¿por qué demonios estás
todavía dejando las luces encendidas toda la noche aquí abajo? -gritó Al.
Stephen y Michael lo miraron en silencio.

Al levantó la cuenta. -Mira esto. La cuenta de la luz. ¿Quieres contar todos los
numeritos en ese cajón final? ¿Sabes por qué están allí? Porque han tenido las
luces encendidas toda la noche, ¡por eso!

Los muchachos no contestaron nada.

Al retrajo la cuenta, cacheteándola contra su muslo. -Así que, ¿sabes que voy a
hacer? ¡Te mostraré lo que voy a hacer!

Moviéndose como si tuviera mucha prisa, Al primero cruzó la habitación de


Michael, luego la de Stephen, y removió todas las bombillas de luz. Las colocó
en una caja de cartón vacía que encontró en un rincón de la habitación de
Stephen.

-Por favor, no lo hagas -dijo Michael en voz baja.

-No, ya es demasiado tarde para eso. Debieron pensar en ello antes cuando
dejaban las luces encendidas toda la noche, cargando la cuenta de luz. Lo
debieron pensar entonces.

-¿Pero cómo haremos nuestra tarea para el colegio? -preguntó Michael.

-Háganla arriba. Bajen cuando estén prontos para dormir. -Con la caja debajo de
un brazo, Al se detuvo al pie de las escaleras y miró a los muchachos.- No
recibirán dinero para el fin de semana por un tiempo. Servirá para pagar esta
maldita cuenta. -Luego subió ruidosamente.

-Bueno, muchachos -dijo Carmen, con los brazos sobre el pecho-, no sé qué
decirles. Creo que acaban de fijar la ley.

Michael suspiró y bajó la cabeza.

Stephen simplemente se quedó mirándola. No había dicho nada hasta ese


momento, sólo miraba inexpresivamente, su rostro no dejaba adivinar nada.

Carmen se encogió de hombros y dijo en voz baja: -Debieron escuchar a su


padre desde el principio.
-El no es nuestro padre -dijo Stephen. Su voz era baja y chata; sus labios apenas
se habían movido para hablar.

Carmen giró la cabeza hacia él, sorprendida. Stephen nunca había dicho algo así.
Siempre había llamado a Al, "Papá", siempre introducía a Al con sus amigos
como "mi padre".

-No hablas demasiado -susurró Carmen-, pero cuando lo haces, sabes decir algo
hiriente, ¿no es así?

-Bueno -dijo Stephen encogiéndose de hombros-, él no lo es.

-Creo que eso es suficiente de parte tuya -dijo ella. Se dio vuelta para subir las
escaleras, pero se detuvo y giró hacia Stephen otra vez-: Si no es tu padre, me
gustaría saber quién lo es. ¿Quien ha hecho todo lo que necesitaste a través de
los años? ¿Quién te ha llevado siempre de pesca? ¿Quién quiso dejar todo para
estar pinto a tu cama mientras estabas enfermo? ¿Y quién estaba...?

-Eso no lo hace mi padre -dijo Stephen.

Su voz era un murmullo, pero no podía haberle pegado con mayor fuerza con la
mano. Ella pensó, por un momento, que quizás estuviera llegando a él, que quizá
finalmente estuviera diciendo algo que funcionaría, que perduraría, que lo haría
reflexionar.

Se dio cuenta, mientras observaba su rostro inexpresivo, que estaba equivocada.

Carmen giró y se apuró en montar las escaleras, deseando que los muchachos no
hubieran notado que estaba llorando.

-No debiste decir eso -dijo Michael enfadado después que su madre se retiró.
Quedó al pie de las escaleras mirando a Stephen, quien se encontraba en su
propia habitación.

-¿Qué?

-Sobre papá. No era bueno decir eso.

-Pero es cierto, ¿no es así? Quiero decir, incluso si lo llamamos papá, eso no lo
hace nuestro padre, ¿no es asi?
Michael dejó caer la cabeza a un lado y achicó los ojos mientras miraba a su
hermano; un costado de su boca se elevó en una expresión de disgusto y meneó
la cabeza lentamente.

-¿Qué te sucede, Stephen? ¿Qué te pasa?

La cabeza de Stephen cayó un poco hacia atrás mientras reía.

-No lo sé. ¿Que te ocurre a ti?

Stephen aún reía, y se estiró y cerró las puertas francesas.

Michael escuchó que la risa apagada de su hermano continuaba mientras miraba


a través del vidrio y veía a Stephen dejarse caer en la cama.

Al estaba dormido profundamente, sin sueños -algo extraño últimamente-


cuando algo lo despertó repentinamente. Al principio, pensó que era la cama otra
vez, pero estaba equivocado.

Se sentó para encontrar a Michael de pie a su lado en la oscuridad.

-Lo siento -susurró Michael.

-¿Qué ocurre?

-Mi luz está encendida. En la habitación. Me despertó.

-Bueno, por Dios, Mike, apágala. -Al comenzó a recostarse otra vez, comenzó a
darse vuelta, ponerse cómodo y volver a dormir.

-Pero, papá, tú sacaste todas las bombillas.

Al quedó helado. Repentinamente se puso en alerta cuando se dio cuenta de que,


en realidad, había removido las bombillas del sótano temprano esa noche.

Se volvió hacia Michael otra vez, y murmuró: -¿Qué quieres decir con que la luz
está encendida?

-Está... está encendida. Brilla.

-¿Le pusiste la bombilla?


-No.

-Entonces Stephen debió...

-No, no tiene bombilla.

Al se volvió hacia Carmen cuando se movió y emitió un suspiro mientras


dormía. Cuando se aseguró de que ella no se despertaría, tiró las mantas a un
lado, salió de la cama y se puso su bata. Siguió a Michael hasta salir de la
habitación y entrar en el pasillo.

Estaba seguro de que Michael había estado soñando. Estaba seguro de que no era
otra cosa que eso Se dijo a sí mismo que no era nada más que eso una y otra vez
mientras seguía al muchacho.

Cuando Al comenzó a descender las escaleras, se dio cuenta de que había una
luz allí abajo.

-Está bien, Michael, ¿que hiciste, sacaste las bombillas del cajón de la cocina?

-¡No! -insistió Michael- ¡No hay bombilla!

Al se detuvo en la mitad de las escaleras. Tenía un escozor en la nuca y sintió un


hueco en el estómago, sintió cómo sus testículos se arrugaban subiendo hacia su
cuerpo.

Michael siguió bajando las escaleras hasta que se dio cuenta de que Al no lo
seguía. Se detuvo y volvió la vista.

-¿Vienes?

La voz de Al era seca y disfónica cuando por fin habló: -Sí, sí, voy... voy.

Siguió bajando las escaleras, pero mucho más lentamente ahora, su mano
tomada del barral a medida que bajaba. Una vez llegado al pie de las escaleras,
se quedó parado largo rato en un espejo de luz brillando desde su izquierda antes
de doblar para seguir a Michael dentro del dormitorio.

-¿Ves? -dijo Michael, con su voz confusa-. ¿Ves a lo que me refiero?


Al se dio vuelta.

Su aliento se le atragantó en el cuello como si fuera una piedra.

Una lámpara sin bombilla estaba brillando con una fuerte luz blanca que hizo
que Al cerrara los ojos. No era una luz normal. Tenía algo muy extraño, algo
profundamente sobrenatural.

Al miró la luz, con la boca abierta y moviéndose apenas, como si estuviera por
decir algo, pero no emitió ni una sola palabra, sólo se quedó mirando fijamente
el resplandor maligno de la luz grisácea blanquecina.

La luz desapareció y los dejó a oscuras.

Al apretó los labios y tomó un larga bocanada de aire, luego suspiró lentamente.

-¿Ves lo que decía? -susurró Michael.

Al se quedó callado un rato. Sabía que su voz lo delataría. Esperaba que Michael
no le hubiera visto la cara cuando entró en la habitación.

-¿Ver qué? -masculló.

-La luz. Estaba...

-Está totalmente oscuro aquí adentro, maldición, ¿qué luz?

La suave luz de la luna que entraba por la ventana rebotaba en los ojos
incrédulos de Michael. No dijo nada.

-¿Qué diablos sucede contigo? Me despiertas en medio de la noche para... sólo


vete a dormir, maldición, vete a la cama ahora.

Al se dio vuelta, se alejó de Michael y se apresuró en montar nuevamente las


escaleras, cerrando los puños para que no le temblaran las manos.

En el dormitorio, se sacó la bata y se sentó sobre el borde de la cama y luego se


puso otra vez de pie inmediatamente, para darse vuelta y mirar la cama.

Estaba vibrando.
Sin darse cuenta de ello, Al comenzó a producir pequeños ruidos con la
garganta. Miró a Carmen y deseó, rezó para que no se despertara mientras se
retiraba del lecho, inclinándose para recoger su bata y salir de prisa de la
habitación.

En la cocina, encendió la luz y destapó una cerveza. Había tomado la mitad antes
de darse cuenta que tenía lágrimas sobre las mejillas y que sollozaba en silencio.

-Tenías razón, sabes -susurró la voz.

Stephen estaba acostado en la oscuridad, sólo en su habitación, completamente


despierto.

-El no es tu padre. ¿No es así?

Stephen sacudió lentamente la cabeza sobre la almohada.

-No cree nada de lo que dices. No te tiene fe. No te respeta. ¿No es así, Stephen?

El sacudió la cabeza una vez más.

-¿No es así?

-Sí -murmuró Stephen.

-Nunca hará algo bueno por ti. ¿No es así?

-Sí.

-Sólo no te dejará crecer. ¿No es así?

-Sí.

-Sólo no te dejará ser lo que te he prometido que serás. ¿Correcto?

-Sí.

-No quieres que eso ocurra, ¿no es así?

-No.
-¿Y por qué es eso?

-Porque... tú lo dijiste.

-¿Y quién soy yo, Stephen? ¿Quién soy yo para decir tal cosa?

-Mi padre. Tú eres mi padre.

-¿Quién soy, Stephen?

-Tú... eres Dios.

-Eso es correcto, Stephen, hijo mío. Eso es correcto....


14

Del invierno a la primavera


A medida que la temperatura exterior gradualmente se elevaba y el gris del
invierno daba paso con reticencia a manchas de verde aquí y allá, la temperatura
dentro de la casa de los Snedeker caía progresivamente y el humor iba
empeorando.

Ya era frecuente que la mayor parte de las conversaciones en la casa fueran


consecuencia de la televisión que se hallaba encendida casi en forma permanente
Ninguno de ellos hablaba. Sólo comían alrededor de la mesa del comedor los
fines de semana, y a veces ni siquiera entonces; en cambio, ponían los platos
sobre la falda o en bandejas y miraban televisión.

Era como si estuvieran enfadados unos con otros; ese no era el motivo en
absoluto. Al contrario, simplemente parecía que estuvieran preocupados con sus
asuntos privados, pensamientos silenciosos, como si revisaran una y otra vez las
cosas que los molestaban, examinándolas en su mente, masticándolas.

Stephanie y Peter eran las dos únicas personas en la casa que mantenían su
naturaleza juguetona, pero incluso ellos aparentemente notaban el cambio y
parecían un tanto preocupados por ello. Preferían no preguntarle a nadie sobre lo
que ocurría para pasar, en cambio, gran parte de su tiempo juntos, jugando y
hablando.

Michael intentaba, dentro de lo que podía, mantenerse lejos de la casa con sus
amigos. Solía quedarse alrededor de la casa con Stephen, aunque ya casi no se
los veía juntos.

Stephen era su propia compañía. Cuando estaba en la casa, optaba por limitarse a
permanecer en su habitación, junto a los berridos eléctricos de su música heavy
metal apagados por las puertas francesas cerradas con llave. A veces se lo
escuchaba, solo en su habitación, riendo...

-¿Cómo ocurrió? se preguntaba Carmen un día. ¿Cuando comenzó? ¿Cuándo


nos volvimos así?”

Se sentó frente a su escritorio en la habitación soleada para fumar un cigarrillo,


con la intención de identificar el punto en que su familia había cambiado. Era un
cambio sutil, sí, pero un cambio definido de todas maneras. Un escalofrío había
caído sobre su hogar, sobre su familia, y a ella le faltaba la fuerza para
transformarlo. La hacía sentir casi tan desvalida como cuando Stephen tenía
cáncer.

Stephen...

A veces ella sentía en realidad que lo extrañaba, como si se hubiera ido de viaje,
o algo así. Era como si se hubiera marchado y hubiera sido remplazado por un
extraño que deambulaba por la casa ignorando a todos, sonriendo sin causa
aparente, murmurando para sí, a veces riendo, usando esas horribles camisetas
con calaveras y demonios y símbolos religiosos desacralizados. A él incluso se
lo veía como a un extraño; su cabello se estaba poniendo más largo y parecía no
importarle su apariencia y, aunque ella no podía precisar el cambio específico
que había ocurrido en él, hasta sus ojos no le eran familiares.

-Al, ¿no crees que deberíamos hacer algo acerca de Stephen? -preguntó ella unas
noches antes mientras se acostaban.

-¿Hacer qué? Quiero decir, ¿qué vamos a hacer? El tiene edad suficiente como
para saber de qué manera se está comportando, sabe lo que está haciendo, así
que, ¿qué podemos hacer?

Al había cambiado también; últimamente se había vuelto más reservado que


antes, pero cuando hablaba, sonaba como si estuviese a punto de enfadarse,
juntando sus palabras en un torrente como si estuviera intentando sacarlas antes
de que le explotaran por dentro. Bebía más, también, y su aliento esa noche olía
intensamente a cerveza.

-Bueno, lo que quiero decir es -dijo ella finalmente- que quizá no sepa lo que
está haciendo.

-Se ha vuelto raro, pero no estúpido.

-No, quiero decir... bueno, el padre Hartwell sugirió que quizá, hmm... quizá
Stephen debería comenzar una terapia.
El lanzó un par de agudas risas heladas.

-¿Terapia? ¿Sabes lo que cuesta eso? ¿Por hora?

-Pero si tiene algo malo, valdría la pena.

-Si hay algo malo es ese maldito muchacho con quien anda, pero tú piensas que
debe tener sus amigos, tú crees que eso lo ayudará. No. Yo no veo la necesidad
de alquilar a alguien para resolver lo que una familia debería solucionar por su
cuenta.

-Bueno, hasta ahora no hemos podido hacerlo por nuestra cuenta.

-Oh, está bien, ¿así que supongo que piensas que es mi culpa o algo así?

-Yo no dije eso. Sólo estoy preocupada por él. Tiene algo mal, y sigo creyendo
que hay algo que debemos hacer por él. Mi madre dice que está atravesando una
etapa, pero no ha estado con él últimamente como nosotros. Y como esta puede
ser una etapa, está actuando en forma demasiado extraña, ya ni siquiera es la
misma persona, y no creo...

-Bueno, espero que sea una etapa -dijo Al, mientras giraba y le daba la espalda-.
Y si lo es, es mejor que se le pase rápido, o le patearé el traste hasta que lo haga.

Carmen había permanecido despierta un largo rato esa noche, preocupándose por
Stephen.

Y ahora se preocupaba por él una vez más.

Pero Stephen no era su única preocupación...

Estaban las voces.

Nunca eran lo suficientemente fuertes como para que estuviera segura de que en
realidad las había escuchado, en vez de imaginarlas. Nunca eran lo
suficientemente identificables tampoco, aunque siempre sonaban familiares.

A veces susurraban su nombre. A veces se reían de ella. Otras, creía que podía
escuchar a un niño pequeño que la llamaba desde algún lugar en la casa cuando
sabía que estaba sola. Incluso en otras ocasiones, sus murmuraciones parecían
coléricas, amenazadoras. Todavía pensaba que veía cosas de vez en cuando,
también cosas que volaban alrededor de ella con rapidez pero que desaparecían
en el instante en que las enfrentaba; una vez, se apuró por entrar en su dormitorio
para sacar algo del vestidor y, sólo por un instante, pudo haber jurado que había
visto una figura -parecía ser un hombre, pero era imposible precisarlo- sentado
al pie de la cama, pero había desaparecido cuando se detuvo y se dio vuelta hacia
donde se encontraba.

Por otro lado, pudo ser Willy correteando por la

casa, o una ardilla haciendo ruidos en el patio trasero, o niños jugando en el


vecindario, o incluso su propia imaginación traumatizada, que estaba trabajando
horas extras sobre la posibilidad de que Stephen necesitaba una terapia, de que
quizás estuviera enfermo mentalmente, de que acaso su relación con Al nunca
mejoraría, de que Al seguiría bebiendo hasta que eso se constituyera en un
problema real y él se convirtiera en un extraño para ella como había ocurrido con
Stephen.

Y en medio de todas sus preocupaciones, ella seguía recordando las palabras de


Stephen el primer día que llegaron a la casa:

-Mamá, debemos dejar esta casa. Hay algo malvado aquí... algo malvado... algo
malvado... malvado...

Carmen necesitaba hablar con alguien. Ella había intentado hacerlo con Al, pero
eso no había funcionado. Solía poder hablar con Stephen sobre casi todo, pero
esos illas parecían haber terminado. Claro, siempre estaba Fran -si Carmen podía
retenerla el tiempo suficiente como para poder mantener una conversación con
ella.

Desde el día en que había dejado la casa con tanta prisa aquella tarde hacía unos
meses, Fran se había mantenido ocupada lo suficiente como para no poder hablar
largo rato con Carmen. Por un tiempo, Carmen se había sentido herida. Luego
comenzó a enfadarse, preguntándose por qué súbitamente recibía un trato tan
frío de su amiga. Quizás en parte fuera su culpa, por no abordar a Fran y
hablarle. Pero lo evitaba porque tenía miedo de hablar con Fran. Antes de partir,
Fran había mencionado algo sobre ver cosas en la casa, de sentirse incómoda en
ella. Carmen echaba de menos el tiempo en que solían pasear juntas, las charlas
que solían tener... pero no quería escuchar la explicación de Fran sobre lo que
había dicho.

Ella se incorporó del escritorio y fue al estar. Peter estaba allí durmiendo, los
otros todavía estaban en la escuela. Se quedó de pie en el estar un momento,
mirando a través del vidrio la casa de Fran.

"¿Qué tan malo podía ser? se preguntó. ¿Qué le podía decir que fuera tan
terrible?"

Después de verificar que Peter estuviera profundamente dormido, marchó a lo de


Fran.

Tan pronto como Fran abrió la puerta, Carmen dijo: -Está bien, sentémonos y
hablemos.

-Oh, hola, Carm. ¡Dios!, me tomas en un mal momento. Estaba a punto de...

-Verdad, Fran. Necesitamos hablar. Yo necesito hablar. ¿Por favor?

Fran estaba de pie en el umbral mordiéndose la uña del pulgar.

-¿Ocurre algo?

-Eso es lo que me gustaría saber. Un día sales corriendo de mi casa como si


estuviera en llamas y casi no nos hablamos desde entonces. Así que... ¿Qué
ocurre? ¿Qué sucedió?

Fran suspiró y le sonrió a Carmen con tristeza.

-Sí, supongo que necesitamos hablar. Vamos, entra.

Se sentaron en la pequeña mesa de cocina y Fran sirvió café. El bebé estaba


durmiendo en el estar y una pequeña radio AM sobre la mesa trasmitía un
programa en el trasfondo.

Por algunos minutos, conversaron nerviosamente de cosas sin importancia, luego


Carmen le preguntó exactamente qué había pasado el día en que había dejado la
casa tan repentinamente.

-No dije nada porque... bueno, sabía lo tonto que sonaría -dijo Fran dubitativa.
-¿Decir nada sobre qué? Si explicas el porqué de tu partida apresurada e insólita
de ese día, no me importa cuán estúpido suene, quiero escucharlo.

-Bueno, tu casa... estaba muy incómoda allí adentro. No quería decir nada
porque... bueno, a causa de aquello que los niños te habían comentado y que yo
sabía que te había desagradado...

-Dijiste que no dejabas de ver cosas.

-Sí. Por el rabillo del ojo, como si alguien, o algo, estuviera moviéndose en otra
parte de la habitación, o la casa. Pero no había nadie allí. Y me sentí...
simplemente no me sentí bien.

-Así que crees que la casa realmente está...

-Absolutamente no, y eso es exactamente por lo que no quise decir nada. Yo


sabía que creerías que yo pensaba que la casa estaba embrujada, y no es así,
¿estamos de acuerdo? Yo pienso... bueno, yo sólo pienso que...

Cuando Fran se detuvo por un momento, Carmen peguntó: -¿Qué es lo que


piensas, Fran?

Ella rió nerviosamente.

-Bueno, no estoy segura. Probablemente era, ya sabes, lo que me contaste que


los niños dijeron, y la historia de la casa... sabiendo lo que solía ser... eso es todo,
estoy segura de que eso es todo.

Carmen pensó en ello por un rato, sorbió su café, encendió un cigarrillo.

-Si eso es todo -dijo ella-, ¿entonces por qué nunca te das una vuelta por la casa?
¿Por qué me has estado evadiendo?

-Bueno, como dije, estaba avergonzada. Y no quiero molestarte con el bebé y...

-Ya sabes que no es una molestia.

-La casa sólo me inquieta, Carmen -suspiró-. eso es todo. Es estúpido. Es


infantil. Pero como sé a lo que estuvo destinada y pienso en lo que sucedía allí...
me pone incómoda.
-Te aterroriza mi casa.

La risa repentina de Fran sonó un tanto forzada mientras llevaba su taza de café
al fregadero y la enjuagaba

-Lo estás -dijo Carmen, mientras la seguía-. Le tienes miedo.

-Carmen, por favor no sigas.

-Bueno, ¿qué pasaría si te dijera que a veces yo me siento de la misma manera?


¿Qué si te dijera que a veces veo cosas? ¿Que escucho voces? ¿O que...?

Fran se dio vuelta de repente y la interrumpió: -¿Estás bromeando, no es así?

-En absoluto. A veces pienso que me estoy enloqueciendo allí. Y Stephen...


bueno, tú dices que está atravesando una etapa, pero es una etapa que no empezó
hasta que nos mudamos a la casa.

Fran achicó los ojos y murmuró: -¿En realidad escuchas voces?

Carmen asintió.

-Así que, ¿piensas realmente que la casa está... ya sabes, embrujada?

-No me he permitido usar esa palabra aún y no estoy segura de que quiera
escucharme usándola. Pero te estaría mintiendo si te dijera que no ha cruzado
por mi mente.

-¿Qué piensa Al?

Carmen se encogió de hombros.

-No hemos hablado sobre ello. No sé qué piensa, o siquiera si tiene alguna
opinión sobre ello. Me temo que creería que me he vuelto loca. Y ya hemos
hablado sobre tomar un terapeuta para Stephen, así que... uno en la familia es
suficiente, gracias.

Fran se recostó contra el bar que separaba la cocina del comedor.

-Así que, ¿qué vas a hacer?


-¿Qué puedo hacer? No le puedo hablar a Al, y lo último que necesitan los niños
es que su madre les diga que la casa está embrujada. Ya han oído eso lo
suficiente por parte de Stephen. Pero tenía que confiárselo a alguien. Por eso
vine. Cualquiera se siente bien... bueno, al contar lo que lo preocupa.

-Me hace sentir un poco mejor, también -dijo Fran riendo-. Al menos no estaba
imaginando cosas.

Carmen encendió otro cigarrillo.

-No lo sé. Quizá sea sólo imaginación. Las cosas no han andado bien allí para
ninguno de nosotros, eso es, de seguro. Creo que todos estamos algo tensos. Sé
que yo lo estoy. Y, como dije, la casa tiene una historia bastante extraña. Eso
sólo da miedo.

Permanecieron en silencio por un rato. Voces flotaron a través de la estática


fantasmal de la radio.

Repentinamente, Fran golpeteó los dedos sobre la mesa con decisión.

-¿Has escuchado alguna vez este programa? -dijo, mientras indicaba con un
gesto la radio.

Carmen sacudió la cabeza.

-No lo creo.

-Me gusta más que la mayor parte de los programas porque tiene algunos
invitados realmente interesantes. Invitados realmente experimentados, ¿sabes? Y
justamente el otro día estuvieron un par de ellos que quizá puedan ayudarte.

-¿Qué? -rió Carmen-. ¿Por qué podrían ayudarme?

-Se trata de un matrimonio, los Warren. Y son, bueno, cazafantasmas, creo. Sólo
que reales, nada cinematográfico -rió.

-¿Estás bromeando, no es así?

-No, no, es verdad. Esa no fue la primera vez que los escuché. Leí un artículo
que... -Chasqueó los dedos V se puso de pie.- De hecho...
Salió de la cocina y Carmen la escuchó cuando buscaba y rebuscaba en el estar.
Fran volvió hojeando rápidamente una revista. Una vez que se sentó, encontró lo
que quería, abrió la revista y la puso sobre la mesa.

-Aquí están -dijo ella, mientras señalaba una fotografía.

Carmen levantó la revista y estudió al hombre y la mujer, la mitad de su boca se


curvó con divertida incredulidad.

-¿Estas personas? ¿Tú dices que estas personas son -rió- cazadores de
fantasmas? Pero se los ve normales.

-Ellos son normales. Deberías escucharlos. Son perfectamente normales.


Agradables, inteligentes, muy no anormales.

El hombre y la mujer en la fotografía tenían amplias sonrisas. Ambos tenían


alrededor de sesenta años de edad, el hombre, fornido y de pecho amplio, tenía
pelo grisáceo y usaba gafas con marcos metálicos, y la mujer tenía ojos
chispeantes y cabello oscuro que estaba tomado detrás de la cabeza. Parecían
agradables, cálidos, como los abuelos preferidos de alguien. Debajo de la
fotografía decía: "Los demonólogos Ed y Lorraine Warren residen en
Connecticut, pero viajan con frecuencia para dar clases y continuar su
investigación."

-La puedes llevar, si quieres -dijo Fran- Es un artículo realmente interesante.


Hablan sobre las señales de un embrujo, sabes, como repentinos cambios en la
temperatura, cosas que se mueven en la casa por sí mismas o desaparecen, luces
que parpadean -"luces fantasmales" las llaman- y todo ese tipo de cosas. Dicen
que los niños y los animales son generalmente los primeros en darse cuenta, pues
son realmente sensibles a cosas como ésas. Cuentan historias sobre algunos
casos en los que trabajaron, también, y ellos...

-¿Niños y animales? -Carmen preguntó rápidamente.

-¿Eh? Oh, sí, claro. Ellos presienten esas cosas mucho mejor que los adultos.

Carmen frunció el entrecejo y miró su mano apoyada sobre la mesa.

-Niños y animales. -Ella pensó en Stephen que insistía desde el principio que
había algo malo en la casa, y em...
-Ese perro -murmuró para sí misma.

-¿Eh? ¿Qué perro?

-Oh, hmm, sólo... ¿recuerdas aquel perro que ladró afuera casi todas las noches
por un tiempo?

-Oh, tú lo escuchaste también, ¿eh? Sí, yo pensé que me volvería loca. ¿Por qué?

-Finalmente Al recorrió el vecindario un día, varias semanas atrás, hasta que


encontró al dueño del perro y le dijo que lo mantuviera encerrado de noche. Pero
ladraba afuera de nuestra casa. Todas las noches. Se paraba en la esquina de
adelante, sobre este lado y ladraba como si estuviera a punto de atacar la pared.

Fran tiró la cabeza hacia atrás e intensificó el

ceño.

-¿Verdad?

-Sí. A mí sólo me despertó un par de veces, yo puedo dormir en casi cualquier


situación, así que yo lo vi sólo dos veces. Pero a Al, lo despertaba todas las
noches, supongo. Dijo que siempre se paraba allí, y ladraba a la casa.

Una expresión de preocupación apareció en el lustro de Fran mientras observaba


pensativa a Carmen por un rato. Entonces tocó con un dedo la fotografía de los
Warren y dijo: -Creo que debes llamarlos.

-¿Llamarlos? ¿Por qué? Quiero decir, ¿qué les voy a decir? Yo sólo -rió- hacía
una observación, eso es todo.

-¿Como podría dañarte? Ellos sólo viven en Monroe. Tienen un museo allí en la
casa, dan conferencias y allí enseñan sobre demonología, y, bueno, está todo en
el artículo. Llévalo, léelo. Podrías al menos preguntarles qué piensan acerca de
tu situación.

Otra risa.

-¿Sabes lo que haría Al si supiera que llamé a un par de cazafantasmas para


decirles que nuestra casa puede estar embrujada? Se enfurecería.
-El no tiene por qué saberlo, ¿no es así?

Ella revisó una columna del artículo, pensando.

-No, no lo creo. Estoy segura dé que esto es justamente... bueno, he estado bajo
mucha presión últimamente y... sólo soy yo, Fran, sólo nosotros. Las cosas están
bastante tensas entre nosotros estos días, eso es todo.

-¿Ocurre algo?

-Oh, nada serio. No creo que lo sea, al menos. -Bueno, al menos lleva la revista
contigo y lee el artículo.

-Sí, seguro. Suena interesante.

Carmen llevó consigo la revista a su casa, pero, en vez de leerla, la tiró sobre las
otras revistas debajo de una mesa ratona en el estar.

Pero no se olvidó de ella. No del todo...

Carmen no era la única que había estado pensando mucho sobre lo que había
dicho Stephen el primer día en la casa.

Las palabras del muchacho habían perseguido a Al, perseguido en la forma que
el fantasma de una víctima de un crimen persigue al asesino: con insistencia
cruel e irremisible.

Así que bebió más. Era consciente de ello, y no le gustaba, pero no sabía cómo
encarar las dificultades. No podía dormir con facilidad por la noche, ni tampoco
lograba despertar con facilidad por la mañana. Le era difícil concentrarse en su
trabajo durante el día y cuando llegaba a casa por la tarde, estaba demasiado
tenso y fatigado como para mantener la conversación más simple. Era entonces
que algunas cervezas parecían constituir la mejor solución.

Todo se debía a una música fantasmal que sonaba por las noches, un maldito
perro que ladraba (hasta hacía un par de semanas, al menos), vibraciones en la
cama, y que Stephen decía que la casa era malvada, combinado con el destino
anterior de la casa.

Y, por supuesto, estaban los perturbadores cambios en Stephen. A Al ya ni le


gustaba mirarlo a los ojos; eran los ojos fríos de un extraño y le ponía los pelos
de la nuca de punta.

No eran sólo sus ojos, tampoco. El sonido de su risa subiendo las escaleras
cuando estaba solo en su habitación era escalofriante, y sus silenciosas
murmuraciones mientras caminaba por el pasillo. Ni siquiera pasaba gran parte
de su tiempo con Cody como solía hacerlo, cuando antes habían sido
inseparables. Cody todavía venía a visitarlo, todavía iban al sótano juntos y
escuchaban música. A veces Al los pescaba intercambiando miradas o
murmurando el uno al otro de una forma que lo hacía pensar que compartían
algún secreto insano.

Una tarde, toda la familia miraba televisión en la sala cuando Stephen los
sorprendió uniéndoseles. Se sentó en el suelo en un rincón detrás de ellos y
dobló las piernas contra el pecho.

Nadie le dijo nada; sólo intercambiaron rápidas miradas de sorpresa, luego


volvieron a concentrarse en la televisión.

Entonces comenzó a murmurar para sí.

Ellos lo ignoraron al principio -aunque Al lo encontró difícil de soportar- pero el


murmullo continuó.

Sus palabras no podían distinguirse, su voz era baja, el tono latoso puntuado
ocasionalmente por una suave risita. Todo el tiempo, sus ojos distantes
permanecieron fijos en la pantalla de televisión.

La mano derecha de Al comenzó a apretar la botella de cerveza más y más fuerte


hasta que...

-¡Vas a dejar de murmurar! -gritó Al- ¿Qué demonios sucede contigo? ¡Actúas
como un demente, una persona enferma! Ahora, ¡cállate o vete a tu maldita
habitación!

Todos quedaron helados ante los gritos de Al. Stephen sólo quedó allí sentado
por algunos minutos más, mirando fijamente la televisión, y siguió murmurando
para sí mismo. Entonces, se puso de pie y dijo en voz baja: -Está bien. -Dejó la
habitación sin mirar a nadie, y sus labios esbozaron una helada sonrisa cuando
pasó junto a Al.
Escucharon sus pasos a medida que bajaba las escaleras... sus pasos y su suave
risa.

Al odiaba aquello -los murmullos de Stephen, sus propios gritos- pero se sentía
impotente ante ello y no tenía idea del origen. Era tan extraño. Su familia había
sido tan tranquila y feliz antes.

Seguía esperando lo que vendría, y trataba de pensar que solo se iría y todo
volvería a la normalidad.

Hasta entonces, haría todo lo que pudiera para ignorarlo.

El día en que Carmen habló con Fran sobre la casa, Al regresó del trabajo como
se sentía siempre, exhausto. Deseaba una buena comida y algunas cervezas que
lo relajaran.

Eso no era lo que lo esperaba.

Cuando cruzó el umbral de la puerta principal, escuchó a Carmen llorando. Entró


en el comedor y la encontró sentada en una de las sillas, la cual había sido girada
para enfrentar la puerta de la cocina. Ella estaba inclinada hacia adelante, con los
codos sobre los muslos y el mentón descansando entre las palmas, con sus
manos cubriéndose las mejillas, mientras miraba fijamente dentro de la cocina y
lloraba.

-¿Carm?

Ella se levantó sobresaltada y gritó de sorpresa.

-¿Qué sucede? -preguntó él, sin poder esconder su enfado.

Tratando de respirar normalmente, ella se limpió los ojos, luego apuntó a la


cocina. Trató de hablar, pero sollozó otra vez.

Al caminó hasta la puerta y miró dentro de la cocina. Pedazos blancos de vajilla


estaban esparcidos por el suelo en un charco seco de un jugo pegajoso marrón y
gruesos trozos de alguna sustancia no identificable que parecía haberse
arrastrado sobre el linóleo.

-¿Qué sucedió? -preguntó Al.


-Willy. Estaba suelto y yo no lo sabía. Se subió al mostrador y tiró el jarro con
zumo, y mi cacerola.

Al suspiró y la envolvió con su brazo.

-Bueno, ¿por qué estás tan molesta? Eso no tiene tanta importancia, ¿no es así?
Quiero decir, es sólo... bueno, es sólo un enchastre, ¿no es así? Puede limpiarse.

Carmen levantó la vista hacia él lentamente. Su boca estaba curvada hacia abajo,
los labios apretados con fuerza.

-Está bien, ¡entonces limpíalo tú! -gritó ella-. ¡Tú limpia el maldito suelo! ¡Ve lo
que te hace a ti!

Al dio un paso atrás, con la boca abierta.

-¿Qué?

-¡Ese suelo! Hazlo y ve lo que... ¡no, no! ¡Yo te mostraré! -Se puso de pie.- ¡Sólo
mira, sólo mira! -Salió disparada de la silla y dejó el comedor.

Al quedó de pie junto a la silla un tanto confundido. ¿Será que la locura de


Stephen se estaba contagiando? ¿Qué estaba ocurriendo en su familia?

En pocos minutos, Carmen regresó con la mopa y el balde lleno de agua. Se


quitó los zapatos y se agachó para arremangarse los pantalones.

-Ahora, sólo observa -dijo ella.

Se veía a Al como si le hubieran golpeado la cara sin ningún motivo. Observó


cómo Carmen comenzaba a fregar el suelo de color ladrillo de la cocina.

Michael, que había oído los gritos de su madre, se unió a ellos.

Así también lo hicieron Stephanie y Peter.

Miraron mientras Carmen fregaba. Observaron cuando la mopa iba tomando un


color oscuro. También vieron cómo sus pies descalzos comenzaban a pisar un
líquido de color marrón rojizo que se deslizaba rápidamente sobre el linóleo.

Y sintieron el olor a cobre.


Carmen aún lloraba, se detenía de vez en cuando para limpiarse las lágrimas con
la palma de la mano. Después de un rato, se detuvo y se volvió hacia Al,
ignorando a los niños.

-¿Ves esto? -gritó-. Esto aquí, ¡esto es con lo que debo lidiar cada vez que friego
este maldito suelo! ¡Por esto estoy disgustada! ¡Me puedes explicar esto! ¡Qué
demonios es esto!

Al miró boquiabierto el enchastre rojizo por un momento, luego dio un paso al


frente y apoyó una mano sobre el hombro de Carmen.

-Arrancaré el linóleo -dijo-. Lo remplazaremos. El dueño lo pagará. Es


solamente viejo, eso es todo. Se corre cuando se moja. Lo remplazaremos y no
volverá a suceder.

El le estrujó el hombro y forzó una sonrisa.

Carmen lo miró como si estuviera sorprendida.

-¿Lo dices en serio? -preguntó ella.

-Sí, claro, ningún problema. Sólo nos desharemos del maldito linóleo. Es viejo,
eso es todo. Quiero decir, piensa en ello. ¿Cuánto tiempo lleva de construida esta
casa?

El le volvió a sonreír, casi lo creyó esa vez.

-Llamaremos a Campbell y le diremos, luego lo haré este fin de semana -dijo-.


Eso es todo lo que tiene, querida. Es cierto.

Ella lo miró.

-¿Lo dices en serio?

-Sí, seguro.

Sus hombros se aflojaron aliviados. Se inclinó hacia él y él la abrazó.

-¿Qué pasa con el piso, mamá? -preguntó Stephanie.

Al contestó.
-Es sólo viejo, cariño. Así que, cuando se lo friega, el color sale con el agua. Se
ve como...

-Se ve como sangre -dijo Michael, con miedo en la voz.

-Sí -rió Al-. Parece sangre.

-¿Pero qué es ese olor? -preguntó Carmen.

Al se encogió de hombros.

-Sólo es el linóleo, eso es todo. -Se volvió hacia Carmen.- ¿Quieres que yo
limpie esto, querida? Lo haré.

-¿Lo harías?

-Claro. Sólo deja que vaya al cuarto de baño primero. -Le besó la frente y salió
del comedor, bajó por el pasillo, sosteniendo la respiración todo el camino, y
entró en el cuarto de baño, donde cerró la puerta con llave, y se llevó una mano
temblorosa a la frente. Le dolía de pronto la cabeza, le palpitaba, y su corazón
latía en su garganta.

Su compostura había desaparecido. La seguridad que le había mostrado a


Carmen no sólo se había esfumado, sino que en principio tampoco había
existido.

Había buscado desesperadamente la explicación que le había dado a Carmen


sobre el suelo y, para su sorpresa, había funcionado. El único problema era que
él mismo no la creía.

-Querido Dios -susurró temblando mientras se dejaba caer de espaldas contra la


puerta, deslizándose hasta terminar sentado en el suelo-, ¿qué está sucediendo?
15

Visitas en la casa
Fue en junio, un domingo por la tarde, un par de semanas después de finalizar el
año escolar, que Carmen recibió el llamado de su hermana Della radicada en
Alabama.

Michael y Stephanie estaban jugando afuera y Peter se hallaba en el patio trasero


con Al, quien intentaba preparar un fuego para asar unas hamburguesas.

Stephen, por supuesto, permanecía en su habitación del sótano.

Della tenía diabetes y estaba muy enferma últimamente. Para peor, ella y su
marido estaban atravesando una separación muy difícil, con peleas a gritos y
amenazas, y recordando viejas ofensas que era mejor hablar en privado en voz
baja y no frente a sus dos hijas. Ella llamaba para pedirle a Carmen si podría
hospedar a las niñas, Trish y Kelly, hasta que la situación mejorara.

-Bueno, yo, hm, seguro, no sería... ¿puedo volver a llamarte en unos minutos?
Realmente debería preguntarle a Al primero. Te prometo que te llamaré
enseguida, ¿está bien?

En cuanto Carmen colgó, la puerta principal se abrió y Michael entró transpirado


y sin aliento. La saludó al pasar junto a ella en dirección del sótano.

Carmen salió al patio trasero y le comentó a Al sobre la conversación con Delia.

-¿Sí? -dijo Al cuando ella terminó-. Bueno, si necesita ayuda con ellas, seguro.
Yo no tengo reparos. ¿Cuánto tiempo cree ella que se quedarán?

-No lo dijo.

-Bueno -se encogió de hombros- eso no importa. Sí, adelante, dile que las envíe.

-Gracias, querido -Carmen volvió a la casa, levantó el auricular y comenzó a


marcar el número de teléfono de su hermana cuando escuchó...

-¡Mamá!

El grito de Michael era tan agudo que Carmen dejó caer el auricular.

-Ven aquí, mamá, ¡ven ahora!

Corrió por el pasillo hasta las escaleras.

-¿Qué? -gritó ella mientras comenzaba a descender las escaleras-. ¿Qué sucede?

Michael se hallaba al pie de las escaleras, apuntando dentro de la habitación, con


la boca abierta mientras saltaba livianamente hacia arriba y abajo, su otro brazo
hacía gestos, con lo que indicaba a Carmen que se acercara rápido.

-¡Apúrate, apúrate! -gritó.

Una vez abajo, ella se detuvo junto a Michael y miró dentro de la habitación y
vio...

Nada.

Ella miró con la intención de divisar algo, cualquier cosa que pudiera explicar el
comportamiento de Michael. Nada ocurrió.

-Michael, ¿qué te sucede?

-¡Pero él estaba allí hace un segundo! ¡Corrió todo alrededor de la habitación


sobre la repisa!

-¿Quién estaba allí? ¿Quién corrió alrededor de la habitación?

-El estaba allí, había un... -Mientras tartamudeaba, apuntaba dentro del
dormitorio, su mano temblando ansiosamente.

-Está bien, Michael, cálmate, ¿qué es lo que ocurre? -La voz de Carmen se
quebró. Se dio cuenta de que el comportamiento de Michael la estaba poniendo
muy molesta.

-¡Era un niño, mamá! ¡Un niño pequeño! El era, él era negro y vestía con pijama,
rojo y azul, y corrió alrededor de la habitación desde una punta a la otra de la
repisa, y luego... desapareció.

-¿Desapareció adonde?

Su cuerpo entonces se relajó, como si su excitación repentinamente le fuera


drenada. Se volvió hacia ella lentamente y agachó la cabeza, avergonzado.

-En... en la pared -murmuró.

Carmen echó un vistazo alrededor de la habitación en silencio. No sabía qué


decir o hacer. ¿Cómo podría explicar ese tipo de cosas a Trish y Kelly? ¿Qué le
dirían? Peor aun, ¿qué le dirían a su madre cuando volvieran a casa?

El sonido de una risa apagada detrás de ellos la sacó de sus pensamientos. Se


volvió y vio a Stephen de pie al otro lado de las puertas, que estaban ligeramente
abiertas. Vestía sólo un par de calzoncillos que parecían necesitar un lavado, y
un par de auriculares con un cable que se estiraba hasta un pequeño grabador que
se hallaba junto a su cama. Aparentemente, había dibujado algo sobre su pecho:
una estrella de algún tipo con un círculo a su alrededor.

Se reía de ellos.

-¿Hiciste algo para asustar a tu hermano, Stephen? -preguntó Carmen furiosa.

El se volvió a reír.

-Yo no hice nada.

-¿Lo viste? -preguntó Michael esperanzado.

Stephen levantó las manos, con las palmas hacia afuera, e hizo un par de pasos
hacia atrás, riendo.

-Ey, de ninguna manera, yo no estoy rompiendo la regla. ¿Se supone que no


debemos hablar sobre ello, recuerdas? Nada de fantasmas, nada de voces. De
otro modo, se nos grita.

-Bueno, si viste algo, quiero que hables de ello, Stephen -insistió Carmen.
Otra risa mientras sacudía la cabeza.

-De ninguna manera. -Se estiró y cerró las puertas, luego se dio vuelta y caminó
hacia su cama.

Carmen se alejó de las puertas, pasándose la mano por el cabello mientras


susurraba: -¡Maldición! -y a Michael-: Lo siento, cariño, simplemente, no tengo
tiempo para eso en este momento. Voy a llamar a tu tía Della. -Fue hacia las
escaleras, intentando ignorar el suspiro pesado y triste de Michael.

Sus pensamientos volvieron rápidamente a sus sobrinas. Las chicas creerían que
estaban todos locos. ¿Debería prevenirles primero? ¿Si se enteraban de lo que
los niños comentaban que veían, si conocían la historia de la casa, vendrían... o
decidirían ir a quedarse en otro lado por un tiempo?

"Eso no es lo que te preocupa y lo sabes”, murmuró su voz interior. "No te


preocupa que crean que estás loca o sobre lo que le digan a su madre, ¿no es así?
No, claro que no. ¿Qué es entonces lo que te preocupa, Carmen? ¿Qué?”

A medida que levantaba el teléfono, ella supo exactamente qué era lo que la
preocupaba.

Le preocupaba que las niñas no estuvieran a salvo en la casa.

Michael entró en la habitación de Stephen y se detuvo junto a la cama, donde


Stephen estaba acostado escuchando música, con los ojos cerrados, la cabeza
descansando entre sus dedos entrelazados. La música que salía de los auriculares
sonaba como una nube de insectos para Michael.

Se agachó y le sacudió el pie a Stephen.

Stephen abrió los ojos y miró a Michael, pero al principio no se quitó los
auriculares.

-Tú lo viste, ¿no es así? -preguntó Michael.

Disgustado, Stephen deslizó los auriculares hacia atras de sus oídos.

-¿Qué?
-Dije: "Tú lo vistes, ¿no es así?" El fantasma. El pequeño niño negro con el
pijama de Superman.

-¿Cómo sabes que era un fantasma? -preguntó Stephen con una sonrisa ladina.

-¿Tú no crees que lo fuera? -Michael estudió el rostro de su hermano, la


sarcástica expresión que tenía.- Tú sabes lo que era, ¿no es así? Tú sabes todo
sobre ello, ¿no es así?

Stephen rió y volvió a colocarse los auriculares, cerró los ojos y comenzó a
mover su pie al ritmo de la música.

Michael retrocedió de la cama lentamente y se retiró de la habitación de Stephen,


cerrando las puertas francesas detrás de él. No se sentía demasiado bien y subió
las escaleras lentamente e intentó no pensar en su hermano, sobre lo que Stephen
evitaba decirle, lo que fuera que Stephen sabía...

Trish y Kelly llegaron tres días más tarde. Al fue al aeropuerto, las recogió y las
llevó a la casa consigo para comer una de las comidas festivas de Carmen.

Trish tenía doce años de edad, una niña callada con cabello rubio dorado y una
cara dulce y de complexión muy blanca. Ella tenía siete años de edad la última
vez que Carmen la había visto, y casi no reconoció a la muchacha.

Sin embargo, cambios más sorprendentes habían ocurrido en Kelly, de diecisiete


años de edad. Se había convertido en una alta y hermosa joven con figura esbelta
y modelada, y tenía una profusa cabellera rubia oscura que le llegaba hasta los
hombros.

Las muchachas dejaron sus bolsos en la habitación de Stephanie. Mientras


durara su visita, Stephanie dormiría en la habitación de Peter y Peter compartiría
la de Michael.

Hablaron mientras comían la importante comida que Carmen había preparado.


Mientras que Trish era callada y tímida, Kelly pocas veces dejaba de hablar. Era
animada y jovial y la casa resonaba con su risa.

La risa no duraría.

Mientras todo el resto comía y hablaba arriba, Stephen estaba sentado sobre su
cama, con las piernas cruzadas estilo indio, en pantalones cortos con un
cuaderno para dibujar sobre las rodillas. Escuchaba música heavy metal con
auriculares mientras dibujaba sobre el cuaderno con un marcador negro.

La música estaba terriblemente fuerte, incluso demasiado fuerte para Stephen,


pero así era como le gustaba... como la necesitaba. La mantenía así de fuerte por
una razón.

La voz le había estado hablando con mayor y mayor frecuencia estos últimos
meses. Solía asustarlo; ahora, a lo sumo, lo molestaba. A veces mientras la voz
hablaba, aparecían imágenes en la mente de Stephen: horribles imágenes
violentas que lo perseguían, le molestaban hasta que las ponía sobre papel, hacía
esquemas de las borrosas imágenes que pasaban ante sus ojos. Los esquemas
eran tan terribles como las cosas que la voz le decía... cosa malas, malvadas.

Había estado escuchando la música a niveles ensordecedores esperando que ella


ahogara la voz -aunque ahora, ya no le importaba más. Sólo ocasionalmente
sentía un escalofrío cuando la escuchaba, cuando le decía las cosas que quería
que hiciera.

Después de todo, ¿qué había de temer? Como le había dicho desde un principio
y muchas veces desde entonces, Stephen estaba escuchando la voz de Dios...

A medida que su lapicera rascaba sobre el cuaderno, la música tapó las voces
que reían arriba, hasta que...

-Stephen.

Era tan repentina e insospechada, tan clara a través de la música bulliciosa, que
la mano de Stephen saltó, arrastrando la lapicera en una línea zigzagueante a lo
largo del papel mientras levantaba la cabeza.

-Stephen, están aquí -dijo la voz.

"¿Quienes?” preguntó silenciosamente, en su mente.

Había aprendido que no era necesario hablar en voz alta a la voz. Ella podía
escuchar los pensamientos.

-Tus primas. Tus hermosas primas. No las has visto por un tiempo, así que no
sabes lo hermosas que son, pero... lo son, Stephen. Tan jóvenes y de piel tan
suave. Se sentirían tan bien... tendrían tan buen sabor...

Mientras las palabras del cantante se escapaban de los auriculares, acompañadas


de aullidos de guitarras y atronadores tambores, Stephen escuchó a la voz reír
suavemente, esa risa fría, helada, que sonaba como el entrechocar de rocas
mojadas.

-Creo que deberías ir a ver a tus primas, Stephen dijo la voz.

"Está bien.”

Stephen hizo a un lado la lapicera y el cuaderno, se quitó los auriculares y se


puso rápidamente de pie. Ya no dudaba cuando la voz le decía algo.

-No, no. Ahora no, Stephen.

Se sentó sobre la cama otra vez, lentamente. Esperando.

La música saliendo de los auriculares a su lado sonaba como la grabación de una


masacre.

-Más tarde -dijo la voz-. Yo te diré cuándo. Quizás en algún momento durante la
noche. Si no es esta noche, será alguna otra noche.

-¿Stephen?

La voz de su madre lo sorprendió; ni siquiera la había escuchado bajar por las


escaleras o abrir las puertas francesas. Dirigió su cabeza hacia ella.

-¿Qué estás haciendo?

-Sólo... dibujando.

-Las muchachas están aquí. Estamos comiendo. Sólo me preguntaba si querías


subir, verlas y comer con nosotros. -Sonaba cautelosa. Sonaba cautelosa
alrededor de él en muchas ocasiones estos días.

-Oh. No. Uh uh. -Se volvió a acostar sobre la cama, entrecruzó las manos detrás
de la cabeza y la miró.
-¿No tienes hambre?

-No.

Frunciendo el entrecejo, ella se acercó a su cama y se arrodilló.

-Stephen, escúchame -dijo suavemente. Con dudas, casi como si tuviera miedo
de hacerlo, se estiró y puso su mano sobre la de él-. Yo no estoy segura de... lo
que te sucede. Ya no te comportas como tú mismo, y creo que lo sabes tan bien
como yo. Sigo deseando que... bueno, que si algo te está molestando, vengas a
mí y me hables sobre ello. Pero me preocupa que... bueno, sigo pensando que
quizás, hm... quizá tu enfermedad...

-¿Haya vuelto? -la ayudó a decirlo, y comenzó a sonreír.

Ella asintió.

Stephen rió.

-No te preocupes por eso. No sucederá.

Entonces volvió a reír.

-¿A qué te refieres?

-Mis amigos no dejarán que ocurra.

Sus ojos se ensancharon un poco mientras sus cejas se agolparon sobre ellos.

-¿Qué amigos? ¿Quiénes?

-Mis amigos aquí en la casa. Oh, eso es cierto -puso su mano sobre su boca y
susurró en su palma-no quieres que hable sobre ellos. No crees en ellos. Pero eso
está bien, mamá. Ellos creen en mí. Y no dejarán que me vuelva a enfermar.

Ella se puso de pie con lentitud, sus mandíbulas se flexionaban mientras


apretaba y aflojaba los dientes. Miró a Stephen como si, ante sus propios ojos, él
hubiera sido remplazado por alguien que nunca había visto antes. Por un
momento, ella pareció a punto de hablar, pero entonces sus ojos cayeron sobre el
cuaderno abierto, sobre el dibujo que Stephen había estado haciendo.
Los ojos de Stephen siguieron los de ella hasta la figura que había en la página.

Era un hombre con bigote y pelo oscuros, que vestía una camisa a rayas, un
hombre no demasiado distinto al padrastro de Stephen, Al. Torrentes de sangre
negra brotaban del enorme anzuelo que atravesaba el cuello del hombre.

Stephen sonrió a su madre mientras ella se volvía hacia él lentamente, una


mirada fría de estupor sobre el rostro.

Finalmente giró y dejó la habitación.

Stephen rió mientras la escuchaba subir las escaleras, y escuchó que la voz reía
con él.
16

Kelly
Carmen había estado preguntándose cuándo ocurriría. Parecía que sucedía con
todos, ¿por qué no con las muchachas? Ella sólo pensaba que no sería tan pronto.

Fue la mañana después de su llegada. Al había ido al trabajo hacía unas horas,
todo el mundo había tomado el desayuno y Kelly había ayudado a Carmen a
limpiar los platos. Trish se había sentado frente al televisor -estaba mirando una
novela que nunca dejaba de ver- y los niños se encontraban afuera. Carmen y
Kelly se sentaron a la mesa de la cocina con grandes vasos de té helado.

Habían conversado algo mientras trabajaban en la cocina, pero Kelly había


estado inusualmente callada. El día anterior, Carmen había pensado que era
imposible que la muchacha se calmara. Pero estaba calmada, incluso fruncía el
entrecejo, como si algo la preocupara.

-¿Cómo dormiste? -preguntó Carmen.

-Oh... -Kelly se encogió de hombros.

-Sé que es difícil dormir en un lugar extraño a veces. Lleva un tiempo


acostumbrarse a una cama que no es la propia.

Kelly asintió.

Después de un momento.

-No dormiste bien, ¿no es así?

Los rasgos de Kelly demostraron cierta tensión mientras pensó un momento.

-Tía Carmen, algo.... -Aspiró una larga bocanada de aire, y suspiró.

-¿Qué?
-No me gusta esta casa.

Era el turno de Carmen de suspirar. Menos de veinticuatro horas habían


transcurrido y ya...

-¿Qué es lo que no te gusta de ella?

-Bueno, mamá me dijo que había sido una...

-Desearía que no lo hubiera hecho.

-Oh, eso no me molesta, en realidad. Es otra cosa. La forma en que me sentí


anoche en la cama como, hum... bueno, como si no estuviera sola en la
habitación.

-Trish estaba contigo.

-No, no es a eso que me refiero. Sentí como si hubiera otra persona en la


habitación. Alguien... moviéndose, quizás. En la oscuridad.

-¿Y?

-Bueno, no había nadie desde luego. Pero se sentía como si lo hubiera.

Carmen pensó antes de hablar. Le podía decir a Kelly lo mismo que le había
dicho a Fran, pero ¿para qué abrir una lata de gusanos? Incluso ni ella creía eso
del todo.

-Cariño, temo que acabas de entrar en un hogar muy extraño -dijo Carmen-. Al
menos es extraño por ahora. Tú sabes sobre la enfermedad de Stephen, pero...
bueno, las cosas han estado un poco tensas aquí desde entonces. -Le contó a
Kelly brevemente sobre los cambios que se habían operado en Stephen desde su
enfermedad y sus teorías sobre la causa, los tratamientos y la medicación, la
mudanza, y quizás, en parte, su asociación con Cody, y el estrés que su cambio le
había traído a toda la familia. Le contó a Kelly sobre los presentimientos de
Stephen en cuanto a la casa, que era malvada, estaba embrujada, poseída por
alguien o algo, y cómo eso había afectado a los otros niños y frustrado a Carmen
y a Al hasta el punto de enfadarlos.

Ella, de todos modos, no le dijo a Kelly sobre sus propias experiencias en la


casa. En gran parte a causa de que estaba intentando olvidarlas.

-Sospecho que estás sensibilizada por la tensión que existe en la casa -dijo
Carmen-. Eso es todo.

-Así que Stephen también piensa que la casa está embrujada, ¿eh?

Carmen no pudo dejar de mostrar su sorpresa.

-Entonces... ¿es eso lo que tú piensas?

Kelly se encogió de hombros.

-Bueno, no estoy segura. Pero sé que sentí algo extraño anoche. Y no era
tensión, tía Carmen. Era... bueno, se sentía malo. Oscuro. Es difícil de explicar.
Pero, para ser honesta, no me siento cómoda aquí adentro ahora.

Carmen cerró los ojos y consideró su respuesta. Una súbita ola de terror la
atravesó. Con alguien más en la casa que insistía en que estaba embrujada
empeoría las cosas.

-Espero, Kelly, que mantengas en privado tus sentimientos sobre la casa. ¡Por
favor! No le digas nada a los niños. Y especialmente no le digas nada a Al. Está
harto de esto. Está que vuela.

Kelly acordó no decir nada.

-Pero aún me pone algo nerviosa... estar aquí, quiero decir.

-Sólo es el nuevo vecindario, eso es todo. Ya te adaptarás.

Carmen forzó una sonrisa que no se sintió, o pareció, demasiado convincente.


17

Del verano al otoño II


Después de un tiempo, las muchachas comenzaron a comportarse como si
estuvieran en su casa. A la segunda semana de su estadía, estaban lo
suficientemente cómodas como para deambular en ropas informales, o ir a la
nevera y tomar algo cuando quisieran. Se volvieron miembros regulares de la
familia con tanta facilidad que el resto rápidamente olvidó que en realidad eran
visitas.

Pero sin importar la familiaridad de que disfrutaban, Kelly nunca pudo relajarse
realmente. Siempre sentía que dentro suyo había algo que la molestaba
profundamente, además de tensionada y ponerla ansiosa, nerviosa y, a veces,
incluso le provocaba náuseas. Pero no era nada que se originara profundamente
dentro de ella, sabía exactamente qué la hacía sentirse de ese modo.

La casa.

No podía precisar qué la perturbaba. Era sólo una sensación.

A veces era una sensación fría, un escalofrío en los huesos que pasaba sobre ella,
a través de ella, luego desaparecía en un segundo mientras caminaba por el
pasillo o trasponía una puerta. Otras tenía la impresión de ser espiada mientras se
desvestía o duchaba; había ocurrido en un par de ocasiones, lo que la obligó a
acortar su ducha a causa de esa sensación avasalladora, casi sofocante, de que
alguien estaba en el cuarto de baño con ella, a punto de abrir de golpe la cortina
de la bañera y reírse de ella, pero con un vistazo verificaba que estaba sola.

A veces sentía que la seguían a través de la casa o, y esto era lo peor, sentía a
alguien pasar rozándola en una puerta o en el pasillo. Pero nunca había evidencia
alguna de que sus sentimientos tuvieran alguna base real. Nunca había nadie
cerca para hacerla sentir que tenía razón y, no importaba cuán meticulosamente
buscara, nunca veía o escuchaba algo que explicara sus sensaciones. Al menos,
no aún...
A medida que los días y semanas transcurrieron, Kelly comenzó a escuchar
extraños sonidos. Al había llevado un catre a la habitación de Stephanie y las
muchachas tiraron una moneda para ver quién se quedaba con la cama; Kelly
había ganado. A veces tarde por la noche, cuando Trish estaba profundamente
dormida, Kelly pensó escuchar pasos caminando lentamente alrededor de su
cama en la oscuridad. Eran pasos suaves, cautelosos, que apenas golpeaban
contra el suelo de madera a medida que se movían a lo largo de un costado de la
cama, alrededor del pie de la cama, y subían por el otro lado, luego volvían otra
vez.

A la segunda noche que ocurrió, Kelly despertó a su hermana.

-¡Trish! ¡Trish! ¡Despierta, Trish!

En un momento: -¿Eh? ¿Gee? ¿Qué sucede?

-¡Escucha! -susurró Kelly.

-¿Qué?

-¡Sólo escucha!

Silencio.

-¿Escuchar qué? -preguntó Trish confundida.

-¿No oyes nada?

-No.

-¿No escuchas pasos?

-Oh, vamos, deja eso, Kelly, estaba dormida. -Se dio vuelta e ignoró a su
hermana.

Otras veces, pensaba que había escuchado a alguien caminando afuera. Aun si
no tenía sentido, ella sabía que era imposible, Kelly pensaba que podía escuchar
a alguien caminando alrededor de la casa una y otra vez durante toda la noche.

Por momentos, cuando estaba sentada en una habitación sola, en el sillón del
estar leyendo, por ejemplo, pensaba que escuchaba una voz murmurándole
palabras ininteligibles desde el rincón más oscuro de la habitación.

Después de la reacción de la tía Carmen a sus primeros comentarios sobre la


casa, tenía miedo de hablar con ella otra vez sobre el tema. Y después de lo que
la tía Carmen había dicho del tío Al, tenía realmente miedo de mencionárselo a
él.

Así que lo mantuvo en secreto. Seguía diciéndose que era sólo su imaginación...
aun cuando profundamente dentro de ella sabía que no lo era.

Pasaría tiempo antes de que se diera cuenta que tenía, en realidad, razón.

Muy tarde una noche, cuando Stephen estaba en un sueño profundo, descansado,
la voz le dijo de repente; ¡Stephen! ¡Es hora de despertarse! ¡Ahora!

Los ojos de Stephen se abrieron de inmediato y se sentó en la cama, con la


espalda rígida y los puños cerrados. A pesar de lo profundo de su sueño, a pesar
del hecho de que había transcurrido un tiempo que dormía bien, se despertó al
instante.

-¡Levántate, Stephen! -dijo la voz- Es hora de hacer visitas.

Stephen supo de inmediato lo que quería decir. Tiró las mantas a un lado y salió
de la cama, dejó la habitación, y cruzó la de Michael, con suma cautela para no
despertarlo a él ni a Peter. Una vez arriba, pasó por el estar, bajó por el pasillo y
muy, muy cuidadosamente abrió la puerta que conducía a la habitación de
Stephanie. Una vez que pudo meter la cabeza dentro, aguardó señales por si
había despertado a Kelly y a Trish. Cuando no escuchó ruidos, entró en la
habitación y cerró la puerta silenciosamente detrás de él.

La pálida, tenue luz de la luna iluminaba la habitación a través de la ventana en


la parte más apartada del cuarto y Stephen la utilizó para colocarse entre la cama
y el catre.

Por un largo rato, las observó dormir. Pasó de una a otra lentamente, sus ojos
acariciaban sus rostros indefensos, y las observaba mientras soñaban.

Una urgencia creció en él lentamente mientras las miraba, una urgencia que no
podía ignorar. Finalmente, mientras estaba allí parado en la oscuridad encendida
por la luz de la luna, se entregó.

Mirando a Kelly, quien reposaba de espaldas, apoyada sobre el otro lado de la


cama, Stephen se estiró y con mucho cuidado posó su mano sobre el hombro de
ella para ver cómo reaccionaría.

Nada.

Bajó su mano hasta la parte superior del brazo.

Todavía nada. Su respiración lenta, rítmica, continuaba.

Movió su mano sobre el pecho.

-Se siente bien, ¿no es así? -preguntó la voz.

"Maravilloso", pensó Stephen soñadoramente. "Se siente maravilloso.”

-Te gustaría sentir más, ¿no es así? ¿Te gustaría hacer más?

"Sí, me gustaría.”

-Pero ella es demasiado grande. Se defendería. Sólo te metería en problemas.


Necesitas alguien más joven. Alguien más joven.

"Tienes razón. No necesito ese tipo de problemas."

-Vuélvete -dijo la voz riendo.

Stephen se dio vuelta, como se le indicó. Bajó la vista hacia Trish.

Más pequeña. Más joven. Definitivamente sin defensas.

Stephen sonrió, bajando su mano primero sobre el hombro de la muchacha.


Luego sobre su brazo.

-Eso está mejor -murmuró la voz...

Fue dos días más tarde cuando Carmen al llegar a su casa en el coche, con el
asiento trasero repleto de provisiones, encontró a Trish y a Kelly en el porche.
Trish le llamó particularmente la atención; estaba sollozando sin control.
Carmen aparcó en la entrada, apagó el motor, y se apuró por llegar al porche.

-¿Cuál es el problema, qué sucede? -preguntó; ella no había visto de ese modo a
las muchachas desde que habían llegado a Connecticut, y su voz sonaba
frenética.

Kelly envolvió a Trish con un brazo.

-Tía Carm, algo terrible ha ocurrido. Puedes no creerlo, y si no lo haces, yo no sé


qué haré.

Carmen se sentó junto a Kelly y dijo: -Sólo díganme, por favor, les creeré.

Le llevó un rato a Kelly expresarlo pero, finalmente, dijo: -Stephen, hum... él


abusó sexualmente de Trish.

Carmen sólo podía mirarlas atónita. Sabía en su interior, en el momento que


Kelly lo dijo, que era cierto. Ni siquiera era sorprendente. Parecía la dirección
natural que tomaría su comportamiento de los últimos meses.

-¿Cuándo? -preguntó.

Kelly contestó: -Esta tarde. Mientras estabas afuera. No, hum... llegó muy lejos,
si sabes a lo que me refiero. Lo descubrí antes de que lo hiciera.

-Está bien -suspiró Carmen, al descubrir que de pronto se había quedado sin
aliento- Está bien, está bien, yo, eh, me haré cargo de ello. En este momento.
¿Dónde está?

-En su habitación -dijo Kelly.

"Por supuesto”, pensó Carmen a medida que se incorporaba y entraba en la casa.


Bajó al sótano para encontrar a Stephen, como siempre, sentado sobre el borde
de su cama con los audífonos puestos y dibujando en un cuaderno.

Carmen se estiró y desenchufó los auriculares.

-¿Qué diablos creías que estabas haciendo? -preguntó furiosa.

-¿Haciendo en qué momento?


-Hoy. Con Trish. ¡Ya sabes de qué estoy hablando!

El permaneció en silencio. Su boca se curvó hacia arriba, formando primero una


sonrisa, luego rió.

-Está bien, esto es el colmo, y lo digo en serio. Hicimos todo lo que pudimos,
Dios sabe que lo intentamos, pero nada parece lograr una diferencia. Tú no
cambias. Sólo empeoras. Y esto es el colmo, Stephen. -Se dio vuelta y dejó la
habitación, subió al primer piso y fue directamente al teléfono.

Llamó a la policía.

Stephen fue arrestado por la policía esa tarde. Fue cuestionado, confesó que
había estado manoseando a las muchachas mientras dormían por la noche, y que
había intentado sin éxito tener relaciones sexuales con su prima de doce años de
edad. Luego fue derivado al centro de detención juvenil, en el que más tarde lo
entrevistó un psiquiatra.

Mientras tanto, Carmen estaba en casa asediada por la culpa. Al llegaría pronto y
a ella le preocupaba que enfureciera; al mismo tiempo, sospechaba que él se
pondría muy contento, y eso la haría sentirse aun peor. Pero había hecho lo que
pensaba que era lo mejor.

Ellos habían lidiado por suficiente tiempo con los cambios desagradables en el
carácter de Stephen. Por supuesto, esos cambios habían ido demasiado lejos, y
algo debía hacerse. Eso al menos podía procurarle cierta ayuda.

Cuando Al llegó a la casa, no estaba furioso, pero tampoco estaba contento;


simplemente pensó que Carmen había hecho lo correcto. Le dijo a ella que quizá
resultaría provechoso, que quizá fuera la patada en el trasero que Stephen
necesitaba.

Como resultó, Stephen necesitaba más que eso. El psiquiatra que habló con
Stephen llamó a Al y a Carmen y les dijo que, en su opinión, Stephen era
esquizofrénico, en otras palabras, estaba drásticamente fuera de contacto con la
realidad, y necesitaba por lo menos un período de observación de sesenta días en
un hospital psiquiátrico apropiado. El sugirió Spring Haven. Recomendó, de
todas maneras, que pasara la noche en el centro de detención juvenil. No creía
que la familia estuviera a salvo con Stephen en la casa esa noche.
Ellos quedaron devastados. Su hijo estaba, realmente, tal como lo habían
sospechado, mentalmente enfermo. ¿En qué se habían equivocado? Todo padre
comete errores al criar a sus hijos, ¿pero qué errores pudieron cometer que
condujeran a su hijo a eso?

Se preguntaron cómo pudieron ser tan insensibles. Todo el tiempo que él había
pasado diciéndoles que escuchaba voces y veía cosas, ellos sólo se habían
enfadado con él, cuando su verdadero problema era una seria enfermedad mental
que no podía evitar ni comprender.

Su culpa y tristeza les pesaba mucho cuando, al día siguiente, recogieron a


Stephen, lo llevaron al hospital psiquiátrico de Spring Haven y allí lo internaron.

Era un edificio atractivo, con mucho pasto verde a su alrededor, a la sombra de


enormes robles. Una alta y sólida alambrada encerraba todo el perímetro de la
propiedad, y pacientes y profesionales caminaban por el césped tranquilamente.

Stephen no les dirigió la palabra en ningún momento. Ignoró sus disculpas, sus
ofrecimientos de ayuda, sus súplicas para que les hablara. Permaneció en
silencio hasta el momento en que lo dejaron en el hospital. Entonces los miró,
sonrió en forma oscura sin expresividad en los ojos y dijo con tranquilidad: -
Ahora que no me tiene a mí para hablar los perseguirá a ustedes. A todos
ustedes.

Al y Carmen se fueron, entristecidos por su comentario, pensando que no era


más que uno de los muchos síntomas de su enfermedad.

Desafortunadamente para ellos, sus hijos y las dos sobrinas de Carmen, estaban
equivocados.
18

Los cazadores de fantasmas


En una pequeña, modesta, casa en Litchfield, Connecticut, alrededor del tiempo
en que Al y Carmen Snedeker dejaban a su hijo mayor en el hospital psiquiátrico
de Spring Haven, una mujer de ochenta y cuatro años de edad, llamada Delores
Cavanaugh flotaba varios centímetros sobre su silla en la que había sido sentada
pocos minutos antes. Su cuerpo estaba tenso y su rostro pálido de terror mientras
miraba a los demás a su alrededor.

La rodeaban su marido de cincuenta y cinco años de edad, Ross, y su hija de


veintiún años de edad, Caroline. Con ellos se hallaba una mujer esbelta, de
aspecto noble, de pie junto a un hombre fornido de pecho amplio, ambos
cercanos a los sesenta años de edad: Lorraine y Ed Warren.

Por un momento, los cuatro observaron atónitos y horrorizados, luego Ed dio un


paso al frente, le hizo un gesto con la mano a Ross, y dijo: "Sal de aquí."
Mientras Ross dio un paso al frente hacia su esposa para sacarla de la silla, Ed
levantó su mano derecha y, con voz autoritaria que resonó contra las paredes de
la casa como martillazos, gritó: "¡En nombre de Jesucristo, te ordeno que dejes a
estas personas y vuelvas al lugar de donde provienes!"

Un cuadro colgado de la pared cayó al suelo.

Dos hileras de diversos objetos de porcelana sobre un pequeño estante fueron


barridos por el aire por una mano invisible y tirados contra la siguiente pared, las
piezas se rompieron contra el suelo y sobre una pequeña mesa de comedor.

Ross Cavanaugh abrazó a su mujer, la sostuvo cerca de él y la ayudó a cruzar la


habitación.

Un cofre de roble con el frente de vidrio y repisas de porcelana por dentro


tembló como si la tierra se moviera debajo de él.

Las cuatro sillas, alrededor de la mesa de comedor, abruptamente se deslizaron


alejándose de ella en forma simultánea mientras la hoja de una ventana cercana
se sacudía con violencia.

Ed se dio vuelta, observando cada hecho a medida que ocurría. Lorraine sostenía
un pequeño grabador en su mano derecha; grababa los sonidos de todos los
fenómenos que sucedían a su alrededor.

Mientras el caos continuaba, Ed levantó su mano derecha una vez más y repitió
su invocación con voz autoritaria, pero esta vez incluso más fuerte y con más
firmeza: "¡En nombre de Jesucristo, te ordeno que dejes a estas personas y
vuelvas al lugar de donde provienes!"

Las vibraciones y sacudidas continuaron por un momento, luego...

La casa quedó en silencio.

Todos quedaron congelados en sus lugares por un momento, luego Ed se volvió,


le sonrió a los Cavanaugh de modo cauto pero reconfortante, y dijo: -Creo que
ha cesado.

-Sólo ha cesado por ahora -el señor Cavanaugh dijo fatigado, con su brazo que
aún rodeaba con firmeza los hombros de su esposa-. Oh, señor y señora Warren,
cuando les hablamos por teléfono, esto es exactamente a lo que nos referíamos.
Ha sucedido todo el tiempo.

Ed se volvió a Lorraine y preguntó: -¿Notaste

algo?

Ella se puso una mano sobre el pecho y suspiró pesadamente. -Este es


definitivamente un espíritu maligno, Ed. No es un poltergeist, como pensamos al
principio, cuando leimos su historia. Es un espíritu maligno y sus intenciones
son malignas y fuertes.

El hizo un gesto indicando al grabador.

-¿Grabaste esto?

Ella asintió.
-Aún está encendido.

Ed se corrió hacia los Cavanaugh, sonriendo a su hija, quien estaba tan


horrorizada por lo que había visto que aún se hallaba de pie -junto a sus padres
ahora y alejada del área de actividad- con su espalda rígida y ambas manos
apretadas sobre su boca, los ojos bien abiertos.

-Me gustaría hacerles algunas preguntas -dijo tranquilo-, ¿Por qué no vamos al
estar, y allí se sientan e intentan relajarse?

Lorraine los siguió mientras pasaban a la habitación contigua y todos tomaban


asiento. Ella se sentó junto a Ed sobre el sillón y colocó el grabador sobre la
mesa de café.

-Creo que lo primero que necesitamos saber es lo siguiente -dijo Ed, juntando
sus grandes manos-: ¿La mayor parte de la actividad la rodea a usted, señora
Cavanaugh?

Ella abrió su boca, pero no podía hablar. Simplemente asintió con la cabeza.

Su marido dijo: -Sí, definitivamente. De hecho, siempre es así. Siempre la


involucra a ella, de alguna manera. Nunca ha sido herida. -Estaban sentados
juntos en un pequeño sillón y colocó una mano sobre la rodilla de ella
suavemente, la miró, y preguntó: -¿O no es así? Quiero decir, nunca te lastimó
que yo supiera.

Ella sacudió la cabeza y finalmente habló con voz ronca: -No. Nunca. Sólo...
aterrorizada. Me aterroriza.

-Claro que la aterroriza -dijo Ed-. Debería hacerlo. Pero no la ha lastimado, así
que tenemos una ventaja. Sólo quería saber si se concentraba más en usted que
en cualquier otra persona. Hmm... dígame, ¿hay alguien en su familia que se
haya involucrado con lo oculto? ¿Con tableros de ouija, cartas de tarot,
demonología, ese tipo de cosas?

La señora Cavanaugh sacudió la cabeza con firmeza.

-Nunca. Nunca en mi vida.

Caroline estaba meneando la cabeza también y Ed se volvió hacia ella


inquisitivamente.

-No. Ya no vivo aquí pero, quiero decir, como soy hija única debería saberlo.
Nunca he jugado con ese tipo de cosas y, por lo que sé, tampoco lo han hecho
mis padres. Quiero decir, ¿por qué lo harían? Hemos sido una familia cristiana y
no creemos en involucrarnos con ese tipo de cosas.

-Está bien -dijo Ed, asintiendo-, eso está bien. Tengo otra pregunta y por favor
no la crean insultante. Simplemente que debemos preguntar en nuestro trabajo,
sólo como una precaución, y espero que contesten con honestidad. ¿Hay alguno
de ustedes que tome drogas o beba mucho?

-Oh, no, definitivamente no -dijo Ross.

Caroline agregó: -Incluso cuando era más joven, nunca hice esas cosas.

Ed asintió pensativo, luego miró a Ross y a Delores otra vez.

-¿Ustedes han sido los únicos viviendo en esta casa por... cuánto tiempo?

-Casi tres años.

Otra vez Ed asintió. Se volvió hacia Lorraine y preguntó: -¿Quieres echar un


vistazo?

-Bueno, podría, pero es una casa muy pequeña. No sé si necesito hacerlo. Ya


hemos visto suficiente.

-Sí, así es, de eso podemos estar seguros. Señor y señora Cavanaugh, vamos a
conseguir algunos investigadores enseguida para que pasen algún tiempo con
ustedes. Si no les produce inconvenientes, ellos pasarán día y noche en la casa
grabando todo lo que ocurra. Volveremos en un par de días con una cámara de
vídeo para grabar una entrevista extensiva con ustedes y reunir todos los hechos
desde el principio. Quiero decir, juntaremos lo que ya nos han dicho y más.
Queremos todo, y quiero decir todo, en nuestro archivo.

-No constituirá ningún problema -dijo Ross.

-Bien. El próximo paso es involucrar a un miembro de la Iglesia. ¿Son ustedes


religiosos?
-Bueno, siempre hemos sido católicos, pero... no hemos sido practicantes por
muchos años.

-¿Pero no estarían en desacuerdo si trajéramos a un sacerdote?

-No. En absoluto.

-Porque sospecho que van a necesitar un exorcismo.

-¿Puede decirme algo? -preguntó Ross-. ¿Puede decirme por qué persigue a mi
esposa? Ella parece ser el centro de esto. Siempre la rodea. Esta no es la primera
vez que ha flotado de esa manera. No lo entendemos.

-Honestamente no lo sé. Pero sospecho que después que les hagamos algunas
preguntas más, podremos tener una idea de lo que está sucediendo.

Ed trataba de ser diplomático. Sabía por experiencia que, cuando algo como esto
ocurría, había por lo general una razón. El sospechaba que, a pesar de lo que
dijeron, ellos habían estado involucrados

Cuando el abuelo finalmente murió unos años más tarde, la abuela estaba
entendiblemente desolada y mamá frecuentemente la visitaba para asegurarse de
que estuviera bien. Un día, mamá salió por más tiempo que el usual y no volvió
hasta muy tarde esa noche; cuando los niños estuvieron prontos para ir a la
cama, escucharon que la puerta de abajo se abría. Pensando que mamá había
llegado a casa, Ed salió de su habitación y encendió la luz para que ella no se
tropezara en las escaleras. En cuanto comenzó a volver a su habitación, se dio
cuenta de que no era mamá quien subía las escaleras. Escuchó los pasos
trabajosos, el golpe del bastón, el silbido de la respiración esforzada...

Era el abuelo que subía los escalones, el abuelo que había muerto hacía tiempo.
Ed lo escuchó entrar en la cocina y caminar en círculos por un rato.

Alrededor de esa misma fecha, Lorraine asistía a un colegio católico, e intentaba


ocultar a las monjas una habilidad que había descubierto que poseía desde hacía
un tiempo, a la edad de nueve años.

Lorraine podía ver luces de colores alrededor de la gente. Los colores seguían
los contornos de sus cuerpos. Eran muy hermosos, pero Lorraine no conocía su
significado, si acaso lo tenían.
Las hermanas constantemente la desalentaban respecto de los colores. Le dijeron
que tenía una vivida imaginación, eso era todo. Rápidamente aprendió a
mantener los colores en privado. Pero eso no le impidió verlos.

No había nadie en el mundo de Lorraine para contestar sus preguntas sobre los
colores. No fue hasta mucho más tarde que Lorraine se dio cuenta de que veía el
aura humana, y que, siendo clarividente, era capaz de ver y sentir muchas otras
cosas que la mayoría de la gente no notaba.

Ellos se conocieron cuando tenían dieciséis años de edad. Se atrajeron


mutuamente. Lorraine le dijo orgullosamente a sus amigos: -Ed es el único
hombre con el que he salido.

Después que se casaron, Ed se graduó de la academia de arte y, en un Chevrolet


modelo 1933 que había comprado por quince dólares, salieron a recorrer las
rutas, vendiendo sus cuadros aquí y allá. Pero cuando oían hablar de una casa
embrujada en los periódicos o por comentarios, viajarían allí y Ed pintaría la
casa. Luego Lorraine se acercaría a la puerta con la pintura y diría: -Mi marido
se acostumbró a pintar casas embrujadas, incluso la suya. Nos gustaría que se
quedara con el cuadro. -Ese gesto casi siempre les conseguía acceder a la casa
para que pudieran interrogar a la gente que vivía allí, preguntarles sobre el
hechizo y obtener la historia directamente de los implicados.

Al pasar los años, basados en sus investigaciones -que se volvieron más y más
extensas a medida que pasaba el tiempo- Ed y Lorraine comenzaron a desarrollar
teorías sobre cómo funcionaban las posesiones, sobre cómo ocurrían, sobre qué
era lo que las producía. Leyeron innumerables libros sobre el tema pero, como
Lorraine dijo en el medio de su investigación, "¡Parece que todos leen los
mismos libros que nosotros!" Así que no dependían del trabajo regurgitado e
incestuoso que leyeron para desarrollar lo que se volvería la Sociedad de
Investigaciones Psíquicas de New England; dependían de sus propias
experiencias, de las cosas que habían presenciado.

A medida que pasaron los años, se escribieron libros sobre ellos. Luego, se
hicieron películas de sus villas. Comenzaron a dar clases sobre lo que habían
aprendido, transformando a estudiantes en investigadores. Viajaron por los
Estados Unidos y dictaron clases en universidades sobre sus experiencias y lo
que habían aprendido de ellas.
Ed había convertido su experiencia de cuando era niño en una casa embrujada en
una ocupación de por vida, y Lorraine se había unido a él para usar un talento
que, cuando niña, nadie había tomado en serio.

Y ahora estaban en una ruidosa y atareada cafetería en Litchfield, Connecticut,


esperando sus pedidos.

En alguna parte de la cafetería, un teléfono envió su señal electrónica.

Lorraine se alejó de la mesa y se puso de pie.

Ed rió y dijo: -Ey, ey, ¿qué estás haciendo?

Lorraine se detuvo, su boca se abrió y apretó una mano contra el pecho.

-Oh, Dios mío. Me levantaba para contestar el teléfono. -Se llevó una mano a la
boca y volvió a la mesa.

Ed rió con una risa profunda y resonante, que sacudía todo su cuerpo mientras
sacudía la cabeza.

-¡Oh Dios!, Lorraine, eso es bueno, está bien.

Ella también rió y dijo: -Bueno, el teléfono en casa está sonando constantemente,
y parece que cada vez que me doy vuelta, me levanto para contestarlo.

-Sí, sí -rió él-, pero en una cafetería. ¿Sabes lo que eso me indica, Lorraine,
sabes lo que eso me dice? Que necesitamos vacaciones, porque hemos estado
trabajando demasiado.

-Bueno, acabamos de tomar un nuevo caso.

-Tengo un presentimiento de que no durará demasiado. Quiero decir,


probablemente no tomará mucho tiempo para conseguir que la Iglesia sancione
un exorcismo para este caso. Lo que sucede allí es bastante obvio. Pero apenas
este caso haya terminado, nos tomaremos unas pequeñas vacaciones.
Necesitamos un descanso.

Pasarían meses antes de que el caso se resolviera y un demoledor exorcismo


sancionado por la iglesia fuera llevado a cabo, y de esa manera se aliviara a los
Cavanaugh de los demonios que los atormentaban en la casa.

Pero, por supuesto Ed y Lorraine no sabían nada sobre los Snedeker y las cosas
que habían estado ocurriendo en su hogar.

Las vacaciones que Ed había dicho que necesitaban tanto no les llegarían por un
buen tiempo.
19

Se cierne la oscuridad
Al y Carmen Snedeker se hallaban muy tristes por lo que Stephen había hecho a
su prima y por su posterior hospitalización pero supusieron que, como él ya no
estaría, la atmósfera en la casa iba a mejorar. El último tiempo había sido tan
tenso y cargado de hostilidad que ahora esperaban un descanso, el retorno a
cierto tipo de normalidad. Pensaron que los niños más pequeños estarían más
relajados sin las historias de fantasmas y apariciones de Stephen, y que Kelly y
Trish se darían cuenta de eso y, como resultado, también se sentirían más
relajadas.

Estaban equivocados.

Durante las semanas que siguieron, las pequeñas, extrañas cosas, que habían
estado sucediendo de vez en cuando en la casa -los ruidos, las visiones fugaces
de algo que corría de aquí para allá alrededor de una habitación, los cambios
súbitos de temperatura y la sensación

inexplicable de ser espiado, o de simple temor- aumentarían, crecerían en


gravedad y frecuencia, hasta dejar de ser pequeños.

De hecho, antes de que Stephen dejara la casa, sus problemas apenas habían
comenzado.

La presencia que acechaba en la casa de los Snedeker no gastó tiempo en darse a


conocer con el resto de la familia.

La tarde después que Stephen se marchó, Al estaba mirando televisión y


bebiendo una cerveza mientras Peter y Stephanie se hallaban sentados en el
suelo dibujando. Michael estaba en su habitación haciendo la tarea y las
muchachas, Kelly y Trish, en la cocina limpiando la vajilla con Carmen.

Desde el incidente con Stephen, Carmen había estado realizando un esfuerzo


para prestarle especial atención a Trish; se había asegurado de que Trish no
hubiera sido lastimada físicamente, se había disculpado con la niña
profusamente y le había dicho que le comunicara si quería hablar con alguien
sobre lo que había ocurrido. Trish le había contestado, de todos modos, que no
quería quedarse más allí. Carmen lo entendió perfectamente y llamó a su otra
hermana que se encontraba en Connecticut y le preguntó si no le importaba
alojar a Trish por un tiempo; ella dijo que estaba bien y que iría por ella en la
mañana.

Todos siguieron haciendo lo que hacían: los niños riendo tranquilamente en el


suelo del estar para no molestar a papá mientras miraba un vieja película de
guerra en blanco y negro, y Carmen y las muchachas reían y hablaban en la
cocina mientras el agua llenaba la pileta y la limpieza de los platos se
denunciaba cuando ellos se entrechocaban.

Al terminó su cerveza un momento antes de que la película fuera interrumpida


por anuncios comerciales. Se levantó de su silla, fue a la cocina, tiró la botella
vacía al cesto de basura y abrió la nevera para sacar otra.

Su mano se detuvo abruptamente en camino del segundo estante del frigorífico,


cuando toda la casa se sacudía con un poderoso y ensordecedor estallido.

Todos se quedaron callados sin moverse, sus cuerpos congelados en su sitio.

Volvió a ocurrir. Los paños de las ventanas temblaron. Las botellas chocaron
entre sí dentro de la nevera.

Ocurrió por tercera vez y luego... nada.

Escucharon el rápido sonido de pasos subiendo las escaleras y Michael gritó: -


¡Papá! ¡Papá! -Patinó sobre sus medias hasta detenerse en el suelo de la cocina.

Stephanie lo siguió, sosteniendo la mano de Peter, con sus ojos bien abiertos.

-¿Qué fue eso, Papá? -preguntó Michael, con voz ronca.

-No lo sé, pero lo voy a averiguar. ¿Pudo ser un terremoto? -preguntó,


volviéndose hacia Carmen.

-No lo creo. Sonó como algún tipo de explosión.


-Sí, está bien. Voy a echar un vistazo. -Comenzó a salir de la habitación y se
volvió hacia Carmen otra vez, apuntando al techo con su pulgar.- ¿Están los
Faraday en casa?

-No, han salido de viaje, ¿recuerdas? Iban a ausentarse por tres días. Volverán
mañana por la noche.

-¿Así que no hay nadie allí arriba?

-No vino de allí arriba, Al. Sonó como si proviniera de aquí abajo, de la casa.

¡Maldición! -susurró a medida que salía de la habitación.

Los otros no se movieron, sólo se quedaron en mu sitio e intercambiaron miradas


nerviosas y asustadas.

Al revisó toda la casa, incluso el sótano. Miró por ruda ventana, detrás de cada
puerta; frenéticamente buscó daños en cada habitación, incluso olió el aire por si
había olor a humo o a gas o a falla eléctrica. Pero no encontró nada.

Volvió muy confundido a la cocina, donde todos aún estaban reunidos, un poco
más relajados, pero no menos perplejos.

-¿Has encontrado algo? -preguntó Carmen nerviosamente, por lo bajo.

-No. No, no hallé nada. -Al en realidad se sentía avergonzado de decir eso. Los
tres ruidos que habían escuchado eran intensos, no eran sonidos del vecindario
sino internos, de la casa. El hecho de que no pudiera encontrar algo significaba
que estaba fuera de su dominio y sabía que todos dependían de él para una
respuesta; no la tenía. Demasiadas cosas habían estado ocurriendo en la casa
últimamente sobre las que no tenía control.

-Pero fue aquí -dijo Michael-, en la casa.

El teléfono sonó.

-Yo contesto -dijo Carmen. Ella fue al estar, se dejó caer en un sillón y contestó
el teléfono.- ¿Hola?

-¿Carmen? Habla Fran.


Carmen se inclinó hacia el frente y se alegró.

-¿Lo escuchaste?

-¿Escuchar qué?

-El ruido. Tres de ellos. Ruidos fuertes como explosiones. ¿Los escuchaste? ¿Es
sobre eso por lo que...?

-No, no escuché nada. Llamo porque... bueno, sé que esto va a sonar extraño,
pero acabo de mirar por casualidad a través de la ventana y, humm... ¿sabías que
hay una señora de aspecto muy extraño caminando por la habitación que se
encuentra sobre ustedes?

La boca de Carmen se abrió de sorpresa por un instante.

-¿Qué?

-Es verdad, no estoy bromeando, yo la vi. Hay una mujer allí arriba y es verde y
está brillando. La vi caminar de un lado a otro frente a la ventana. Se ve, hmm...
disgustada. Enfadada, quizá.

Cada cosa extraña y atemorizante que había ocurrido durante el último año pasó
por la mente de Carmen y le brotaron lágrimas en los ojos.

-Por favor, Fran, por favor... dime que estás bromeando, dime que esto es una
broma.

-¿Crees que te haría una broma como esa? -preguntó ella, incrédula.

-No. No, no lo harías. Espera un minuto, por favor. No cuelgues. -Apoyó el


auricular y corrió a la cocina.- Al, es Fran al teléfono. Ella dice que hay alguien
caminando en el piso de arriba junto a la ventana.

El frunció el entrecejo.

-¿Qué?

-Hum, ven aquí un segundo. -Ella lo llevó a través del comedor al pasillo y le
murmuró:- Dice que es una mujer verde que brilla.
El puso los ojos en blanco.

-Carmen, por favor, deja...

-No, lo digo en serio. No está bromeando. ¡Al, piensa en ello! -susurró-. ¿Qué ha
estado ocurriendo en esta casa? No podemos explicar la mayor parte de lo que
ocurre, ¿no es así?

Pensó sobre ello un momento, luego sacudió la cabeza y dijo: -No. No podemos,
en realidad. -Se estiró, apretó su mano, y dijo:- Iré afuera y echaré un vistazo allí
arriba, trataré de verla. Porque, ya sabes, la puerta está cerrada y...

-Sí, ya lo sé. Ve. Sal a ver qué descubres.

Al salió y Carmen volvió al teléfono.

-¿Fran? Al sale en este momento para ver.

-No, se ha ido. Estoy junto a la ventana ahora y he estado observando. Se ha ido.


No la veo más.

-Estás bromeando. ¿Se ha ido? ¿Es verdad?

-Sí, no la veo. No se ha acercado a la ventana por un rato.

Carmen suspiró.

-Está bien. Voy a dejarte ahora, Fran. Voy a salir con Al y contarle lo que ha
ocurrido.

-Espera un segundo, Carmen. ¿Recuerdas esa revista que te mostré? Tú la


llevaste a tu casa. Tenía a esas personas en ella, los Warren, ¿Ed y Lorraine
Warren?

Realmente creo que debieras llamarlos. Realmente lo creo. En realidad, ocurre


algo extraño en tu casa, y creo que los necesitas.

-Sí, bueno... quizá lo piense. Gracias por llamar.

Carmen colgó y se apuró por salir y unirse a Al. El estaba parado a un lado de la
casa, cerca de lo de Fran, mirando hacia arriba.
-Fran dijo que se había ido -exclamó Carmen mientras se acercaba.

-¿Qué?

-Ella dijo que la mujer se había ido. No la ha visto en los últimos minutos.

-Bueno, entonces es probable que haya estado viendo cosas -dijo él enfadado.

-Al, tú sabes que eso no es verdad. Algo realmente extraño está sucediendo en
nuestra casa.

-Oh, maldición, tú escuchaste a Stephen demasiado. El está lo... está enfermo,


Carmen. Ya sabes eso ahora. Está muy enfermo, y las cosas que dijo que vio y
escuchó eran sólo sus síntomas. Eso es todo, nada más.

-Oh, vamos, Al, ¿quieres decir que puedes explicar todo lo que ha ocurrido en
nuestra casa? ¿Quieres decir que nada te ha asustado? ¡Porque a mí no me
importa decir que me he asustado por muchas cosas! Quiero decir, ¿qué fue lo
que acaba de ocurrir allí adentro? ¿Qué fue ese ruido? ¿Qué fue lo que sacudió
las ventanas? ¿Qué fue eso?

Los labios de Al se curvaron en una mueca de rencor y ella lo escuchó apretar


los dientes.

-Mira, no quiero escuchar esa basura, ¿está bien? ¡No la quiero escuchar!
Cualquier cosa que ocurra en esta casa puede ser explicada, ¿me entiendes? ¡No
empieces a hablar como tu maldito hijo demente!

Al giró y la dejó allí de pie en la noche, sola. Ella miró la ventana, pero no divisó
nada. Entró después de Al.

Una hora después, uno detrás de otro, aún confundidos y más que perturbados,
decidieron ir a la cama.

Carmen bajó al sótano con Michael y Peter donde, más temprano ese día, Al
había vuelto a mudar la cama de Stephen a la habitación de Michael. Ella sabía
que las explosiones les habían perturbado, a pesar de que no habían manifestado
descontento, y realmente deseaba que no hubieran escuchado lo que dijo sobre la
mujer verde que brillaba en la ventana de arriba; eso realmente los atemorizaría.
Ella temía que no quisieran dormir abajo, no quería que eso volviera a suceder,
así que deseaba hacerlos sentir tan cómodos como le fuera posible.

Una vez que se metieron en la cama y escuchaban música de la radio que se


hallaba sobre la mesa de noche colocada entre las camas, Carmen le dio a cada
uno un beso de las buenas noches, volvió al piso de arriba, y marchó a la
habitación de Kelly y Trish.

Kelly estaba sentada sobre la cama con una camiseta de color gris tres veces su
tamaño y leyendo la Biblia a la luz del velador. Trish estaba acurrucada sobre un
lado, como un bulto bajo el edredón.

-¿Está durmiendo? -murmuró Carmen.

Kelly sacudió la cabeza.

-No lo creo. Ella sólo... -Miró a su hermana.-Ella no quiere hablar con nadie.

-Oh, bueno. ¿Y tú cómo estás?

Ella se encogió de hombros, luego dudó un momento antes de hablar.

-Tía Carmen, ¿recuerdas lo que dije sobre esta casa? ¿Sobre cómo... me hace
sentir?

"Aquí viene", pensó Carmen.

-Sí, lo recuerdo. Y crees que esos ruidos de esta noche confirman tus
presentimientos.

Ella asintió.

-Y escuché lo que le dijiste al tío Al sobre la mujer de arriba. Tía Carm, creo que
hay algo realmente extraño en esta casa. Aun si... no me crees.

-Bueno, Kelly. -Ella se sentó sobre el borde de la cama y tocó el brazo de su


sobrina.- Incluso aunque no me guste admitirlo, estoy comenzando a creer que
puedes tener razón. -Ella asintió hacia la Biblia que estaba abierta sobre la falda
de la muchacha.- Pero eso ayudará. Eso siempre ayuda.

-Lo sé -dijo Kelly.


Antes de dejar la habitación, Carmen se acercó al catre en el que estaba Trish
acurrucada, inmóvil y silenciosa. Puso su mano suavemente sobre el hombro de
la niña y dijo: -¿Estás durmiendo, cariño?

Trish sacudió la cabeza contra la almohada.

-¿Estás bien?

Ella asintió contra la almohada.

-¿Estás segura?

Trish se dio vuelta y miró a Carmen.

-¿Estás enfadada conmigo porque quiero irme, tía Carmen?

-¡Claro que no! Lo entiendo perfectamente. Yo probablemente también desearía


irme, si fuera tú. Te diré algo, sólo duerme bien esta noche y la tía Vicki estará
aquí por la mañana, ¿está bien?

Ella asintió y volvió a darse vuelta.

Carmen saludó a Kelly cuando salía de la habitación y fue al cuarto de Peter


donde dormía Stephanie. Las luces estaban encendidas y Stephanie se hallaba
sentada sobre la cama.

-No tengo sueño, mamá -dijo ella.

-Bueno, ¿te gustaría mirar un libro? ¿O dibujar? Puedes escuchar música, si


mantienes el volumen bajo. ¿Quieres que encienda la radio?

-Oh... creo que voy a dibujar un rato.

-Está bien, querida. Hazlo.

Cuando dejó a Stephanie, pensó en acostarse ella también. Estaba más


preocupada por el resto que por sí misma.

En el dormitorio, encontró a Al dormido. Eso la hizo sentir mejor. No podía


imaginar ninguna buena conversación esa noche, no después del incidente con la
mujer verde en la planta superior.
Carmen se desvistió, se lavó los dientes y se puso el camisón, luego sin hacer
ruido se metió, con cuidado, en la cama para no sacar a Al de su sueño.

Kelly estaba leyendo el Salmo 23 -la más alentadora y reconfortante parte de la


Biblia para ella- cuando creyó sentir algo arrastrándose sobre sus piernas
desnudas debajo de las mantas. Ella frunció el entrecejo y pateó, se detuvo...
esperó... y no sintió nada. Volvió a la lectura.

Volvió a ocurrir, algo reptaba por su muslo izquierdo y comenzó a patear.

Se detuvo.

Se le puso la piel de gallina. No parecía un calambre, ni siquiera un insecto.

Más bien como dedos.

Cuando volvió a ocurrir, comenzó en la parte superior de su muslo y se movió


hacia arriba con rapidez.

Ella gritó cuando sintió la sensación de dedos apretando entre sus piernas con
gran determinación.

Kelly se sentó y tiró las mantas hacia atrás.

No había nada allí salvo sus piernas, que estaban separadas y temblando.

Una vez más, sintió dedos entre sus muslos, hurgando, un segundo más tarde,
entrando en ella aunque observaba y no veía nada.

Kelly se levantó de golpe de la cama y arrancó las sabanas y frazadas mientras lo


hacía. Revisó la cama con cuidado, miró cada centímetro del colchón, buscó
entre los dobleces de las sábanas, las mantas, pero no había nada en la cama. No
había signos de que algo hubiese estado allí.

Consideró despertar a la tía Carmen, pero ¿de qué le serviría? No tenía pruebas
de que algo la hubiera tocado. Si le hubiera dicho a alguien, ellos hubieran
pensado que se había quedado dormida y que estaba soñando, además la
avergonzaba hablar del tema.

En cambio, Kelly puso sus almohadas sobre el suelo, acomodó el edredón y se


acostó junto a la cama.

Transcurrió mucho tiempo antes de que Kelly se durmiese, e incluso entonces,


tuvo pesadillas horrendas.

Stephanie estaba coloreando los dibujos de su libro cuando vio algo que se
movía silenciosa y tranquilamente por su habitación.

Ella notó primero su oscuro movimiento con el rabillo del ojo y levantó la vista
del libro para ver una mancha informe que parecía una sombra oscura... excepto
por el hecho de que estaba saliendo de una pared y pasando al centro de la
habitación, una sombra que se proyectaba de la nada, oscura, y a pesar de ello
transparente, su forma globular que cambiaba su liquidez a medida que se
movía, hasta que pasó a través de la puerta del dormitorio llanamente, sin
producir un sonido, y desapareció.

Stephanie no mostró reacción alguna, pero podía sentir el veloz latido de su


corazón.

Consideró despertar a alguien, decirles... pero ¿por qué? Stephen intentó


prevenirles por tanto tiempo, y no lo escuchaban. ¿Por qué alguien la escucharía
a ella?

Se estiró y encendió la radio, se metió debajo de las mantas, con el corazón


todavía latiendo en su garganta, y siguió pintando el dibujo en su libro.

Michael estaba acostado sobre su cama escuchando la respiración lenta y regular


de su hermano, deseando dormirse también.

Había dejado encendida una pequeña luz en una esquina pues no se sentía
cómodo para estar a oscuras esa noche.

Estaba mirando el techo en sombras cuando escuchó por primera vez los
murmullos. No podía entender qué era lo que decían las voces que murmuraban,
no podía establecer exactamente la fuente del murmullo -pero estaba
definitivamente allí.

Con los ojos bien abiertos, observó todo alrededor de la habitación mientras
permanecía rígidamente acostado sobre su cama.
Los murmullos sonaban urgentes; una voz habló, luego otra, como si estuvieran
intercambiando secretos de extrema importancia.

El clavó los ojos en el vacío un largo rato, mientras intentaba escuchar.

Luego se detuvo.

Se preguntó si debería ir arriba y despertar a sus padres, pero entonces recordó


cómo habían sido recibidas las historias de Stephen y decidió que no lo haría. En
cambio, solo permaneció allí en la cama, sin poder dormir, esperando que los
murmullos volvieran a empezar.

Luego Peter comenzó a gritar como si se estuviera muriendo, revolcándose en la


cama como si tuviera un dolor.

Carmen se sentó en la cama, sacudida de su sueño por los gritos de su hijo.

Ella se estiró y movió a Al, tratando de despertarlo. —¡Al, despierta! -susurró-.


¡Vamos, despierta! Pero no se inmutó.

-¡Al, levántate!

Nada.

Se detuvo y escuchó. Los gritos habían cesado, pero escuchó voces bajas,
apagadas. Se incorporó y bajó al sótano para observar a Michael y Peter
conversando.

-¿Qué sucede, cariño? -preguntó, apurándose por llegar a la cama de Peter.

El levantó la vista hacia ella, con sus ojos hinchados, con lágrimas en las
mejillas, y dijo: -¡Me picaron! ¡Algo me picó! ¡Como abejas! ¡Como esa vez que
me picó una abeja!

-¿Estabas soñando, querido?

-¡No, no! ¡No estaba soñando!

Ella retiró las mantas y desabotonó la parte de arriba de su pijama para revisarlo.
No encontró nada. Ninguna marca, ninguna hinchazón.
-No veo nada, Peter -dijo en voz baja.

-¡Pero algo me picó! -gritó él-. ¡Algo me picó una y otra vez!

-No veo nada, cariño. Quizá sólo estuvieras soñando.

Sus ojos se achicaron y sus labios se curvaron hacia arriba y comenzó a llorar.

-Lo siento, bebé, pero no veo nada.

El sólo siguió llorando en silencio, las lágrimas le caían por las mejillas.

-¿Te gustaría que me sentara aquí contigo hasta que te duermas otra vez?

El asintió en silencio.

-Está bien. Prometo que no me iré hasta que te hayas vuelto a dormir. ¿Está
bien?

Otra vez asintió.

Carmen miró a Michael, que estaba sentado sobre el borde de su cama,


observando con preocupación.

-Me quedaré aquí un rato -murmuró ella.

-Bien -dijo Michael asintiendo, y lentamente se introducía en la cama-. ¿Sabes


qué, mamá? Aunque no lo creas, hay algo muy extraño en esta casa... y me
dormiré mucho más fácilmente si sé que estás aquí.

Carmen sonrió, asintió y le murmuró: -Está bien, querido. -Pero interiormente,


las palabras de Michael la hicieron sentirse fría como el hielo.

Carmen se despertó súbitamente un poco antes de las cinco de la mañana y no


pudo volver a dormirse. La casa estaba tranquila; nada había ocurrido que
imposibilitara su sueño.

Se levantó, se puso la bata, fue a la cocina y preparó un poco de té. Revisó las
revistas en el estar hasta que encontró la que le había dado Fran. La abrió en el
artículo sobre Ed y Lorraine Warren y leyó con cuidado y lentitud mientras
sorbía su té en la mesa del comedor.
Más tarde, un poco antes que todos se despertaran, Carmen comenzó a preparar
un gran desayuno. Como siempre, no pasó demasiado tiempo antes de que el
olor de huevos, panceta y café inundara toda la casa y, uno a uno, con ojos
cerrados de sueño y bostezando, lodos llegaron hasta la mesa del comedor
orientados por su olfato.

Pero nadie habló. No hubo "buenos días", ni siquiera se saludaron. Incluso Peter,
por lo general el miembro más alegre de la familia a esa hora de la mañana,
permaneció en silencio.

Una nube oscura, invisible, creció sobre la mesa mientras todos comían en
silencio. La tensión se incrementó mientras tenedores y cuchillos hacían ruido
contra los platos y las mandíbulas masticaban detrás de labios apretados.

Finalmente, Carmen dejó su tenedor, tragó su comida y juntó las manos debajo
de su mentón, con los codos sobre el borde de la mesa. Durante un minuto se
pasó la lengua por los labios y dientes, intentó hacer algo de tiempo, y entonces
dijo:

-Saben, desde anoche, he estado pensando...

-Sí, ya lo sé, y no quiero oírlo -dijo Al en voz baja sin levantar la vista de su
plato.

-No, por favor, sólo denme un segundo. -Se aclaró la garganta.- He estado
pensando que acaso, hum, acaso fuimos un poco apresurados en, ya sabes,
castigar a Stephen en la forma que lo hicimos... en descartar las cosas que decía
sobre la casa... sobre que había algo, ya sabes, algo extraño aquí.

-Ah sí, eso es -dijo Al, con voz más firme-, eso es lo que no quería escuchar. Y
no quiero escuchar más sobre eso, ¿me entiendes? Eso es sólo basura. Stephen
estaba enfermo, él está enfermo, y ahora está siendo tratado. Sólo nos asustó con
todas sus teorías, eso es todo.

-Entonces, ¿cómo explicas los ruidos de anoche? -preguntó Carmen.

-No lo sé, pero lo voy a investigar. Debe de haber alguna explicación.

Con sus manos sobre la falda, mirando su plato, Kelly dijo en forma apenas
audible: -Yo... sentí algo... tocándome las piernas y... y... -De pronto tomó una
bocanada de aire y cerró los ojos un momento, luego levantó la cabeza y los
miró.- Era una mano. Me tocaba. Como me tocaría un hombre, sólo que... en
forma ruda y... y agresiva.

-Yo vi algo que se movía en mi habitación anoche -dijo Stephanie mientras


masticaba un trozo de panceta, hablando en ese tono casual, despreocupado, que
sólo un niño puede usar cuando habla sobre algo extraño-, Era como... una
sombra. Una gran sombra como una mancha. Ni siquiera hizo ruido, sólo entró
por la pared y salió a través de la puerta.

Al, fastidiado, dejó caer el tenedor sobre su plato y paró de masticar, sus ojos
iban de una a otra de las personas que estaban en la mesa.

-Miren, no estoy de humor para esto, ¿está bien? -murmuró sin firmeza- No me
puedo despertar esta mañana, me siento como si me hubieran drogado, así que
sólo... déjenme en paz, ¿está bien? -Levantó su tenedor otra vez y siguió
comiendo.

-¿Así que esa es la razón por la que no te despertabas anoche? -preguntó


Carmen.

-¿Qué?

-Anoche, cuando Peter comenzó a gritar. Intenté despertarte, pero no te movías.


El dijo que lo estaban picando.

-¡Me dolió, papá! -masculló Peter-. ¡Como si fueran abejas! ¡Era como si abejas
me picaran por todos lados!

-¡Estabas soñando! -le ladró Al, haciendo que Peter cerrara los ojos y
permaneciera en silencio.

-Yo escuché murmullos en la habitación -dijo Michael tímidamente-. Voces que


murmuraban en algún lugar de la habitación.

Esta vez tiró el tenedor, y se alejó de la mesa t¡rando su servilleta junto a su


plato.

-¡Maldición! -gritó-. Me voy a trabajar.


Salió de la habitación, no se despidió de nadie y, en poco tiempo, escucharon que
la puerta principal que se cerraba de un golpe.

Finalmente, todos siguieron comiendo y, mientras lo hacían, Carmen dijo, en voz


baja: -No se preocupen, niños. Yo les creo. Y antes o después, su padre también
les creerá.

Nada volvió a ocurrir hasta esa tarde, como si la presencia que hubiera tomado
residencia en la casa solo apareciese en la última parte del día, cuando la luz
solar era remplazada por largas sombras oscuras y la luna comenzaba a ascender
en el cielo.

La cena había terminado y Carmen levantaba la mesa, cuando Al todavía estaba


sentado, bebiendo una cerveza y leyendo el diario.

Stephanie y Peter estaban mirando televisión en el estar y Michael se


encontraba, como siempre, en su habitación haciendo la tarea.

Trish se había ido a lo de su tía Vicki.

Y Kelly estaba en el cuarto de baño. Ella había colgado su bata detrás de la


puerta y estaba de pie ante el espejo en sostén y bragas cepillando lentamente su
pelo.

Podía escuchar el sonido del televisor y las voces de los niños en el estar.

Ella escuchó la voz apagada de la tía Carmen desde el comedor.

Entonces, mientras se pasaba el cepillo por el cabello una y otra vez, sintió algo
que le tiraba del tirante del sostén desde atrás, como si alguien estuviera tratando
de desabrochárselo. Pero cuando miró en el espejo, por supuesto, no vio a nadie
detrás. Se dio vuelta, pero estaba sola en el cuarto de baño.

Ella no se movió por un momento, frunció el entrecejo y de pronto sintió mucho


frío. Luego continuó cepillándose el pelo.

Una mano áspera se deslizó entre sus piernas y le tomó la parte interna del
muslo.

Kelly boqueó y gritó: -¡Ey! -Giró y se deshizo de la mano -o de lo que se


percibía como una mano-pero permaneció con ella, hurgando, con aparentes
dedos gruesos que apretaban el material de sus bragas, tomando el elástico
alrededor de la parte superior de sus muslos.

Otra mano se movió sobre su estómago subiendo hacia sus pechos, apretándolos
con fuerza, provocándole dolor, luego enroscando los dedos debajo del sostén de
Kelly y tirando de él.

-¡Ayúdame, por favor, Dios, ayúdame! -gritó Kelly, al tirarse contra la puerta del
cuarto de baño.

Giró la manija y tiró. Se abrió un par de centímetros pero, casi como si alguien la
estuviera tirando desde el otro lado, la manija se escapó de entre sus manos y la
puerta se cerró con fuerza.

-Tía Carmen -gritó Kelly mientras le arrancaban las bragas, mientras sus
sostenes se desabrochaban y caían al suelo-. ¡Alguien, tío Al, por favor,
ayúdenme!

Al dejó caer el diario sobre la mesa del comedor y apoyó su cerveza mientras
Carmen dejaba una olla en el fregadero y ambos corrían hacia el cuarto de baño.

-¡Qué ocurre! ¿Qué te sucede? -gritó Al, apurándose a llegar por el pasillo.

Peter y Stephanie corrieron desde el estar y Michael subió ruidosamente las


escaleras mientras Al trataba de abrir la puerta. No podía abrirla.

-Kelly, ¿estás bien? -preguntó- Aléjate de la puerta y yo...

-¡No estoy junto a la puerta! -gritó ella desesperada con la voz llena de llanto-.
¡Ayúdenme, ayúdenme, por Dios, por favor ayúdenme!

Al tomó unos pocos pasos de carrera, luego salió hacia adelante, y golpeó la
puerta del cuarto de baño con su hombro a la vez que emitía un pesado gruñido.
No logró efecto alguno. Pero antes de que pudiera hacerlo por segunda vez,
recomenzaron las explosiones, que hicieron temblar las ventanas y los cuadros
sobre las paredes. No hubo pausas entre ellas ahora; detonaron una y otra vez en
forma ensordecedora, tan fuerte y profundamente que podían sentir los sonidos
en sus huesos.
Todas las luces de la casa comenzaron a encenderse y apagarse simultáneamente.

-¡Mamá! -gritó Peter, apretándose contra. Carmen y abrazando sus piernas.

Stephanie se unió a ellos del otro lado de Carmen y gritó: -¿Qué ocurre?

Michael simplemente se acurrucó contra la pared, con los ojos bien abiertos, los
puños cerrados.

-No sé lo que está ocurriendo, cariño -gritó Carmen, mientras ponía sus brazos
alrededor de Stephanie y Peter- ¡pero estarán bien, lo prometo!

Al se tiró contra la puerta otra vez. Y otra. Pero, repentinamente, gritó de dolor,
se agachó tomándose del estómago y cayó al suelo. Carmen se hincó de rodillas
junto a él con un suspiro.

-¿Qué, Al, qué te sucede?

-¡Me han apuñalado! -dijo a través de dientes apretados, con una voz
enronquecida-. ¡Dios mío, me han apuñalado!

Carmen se estiró para tomarlo de las manos y suavemente se las alejó del
estómago, esperando ver sangre o alguna señal de herida.

No vio nada.

Los golpes atronadores prosiguieron y las luces siguieron encendiéndose y


apagándose.

En el cuarto de baño, Kelly se mantenía gritando.

-Estás bien, Al -dijo Carmen, inclinándose cerca de él-. No te han apuñalado. No


tienes nada allí.

Ella sintió cómo se relajaba junto a ella por un momento, luego, moviéndose con
cautela, se levantó, se estiró para tomar la manija otra vez, y...

Todo se detuvo.

Los golpes se silenciaron.


Las luces se apagaron, dejándolos en tinieblas.

Y la puerta del cuarto de baño se abrió lenta mente.

-¡Oh, Dios mío! -susurró Carmen, apresurándose por entrar en el cuarto de baño.

Kelly estaba estirada sobre la mesada, desnuda, con las piernas abiertas, un
brazo colgando sobre el borde de la mesada.

-Oh, Dios, Kelly, ¿que sucedió?

Los hombros de Kelly temblaban mientras lloraba en silencio.

-Manos -murmuró-. Manos... todas sobre mí... me arrancaron la ropa interior...


me toquetearon....

-¿Las manos de quién?

Kelly sacudió la cabeza.

-Yo sólo pude... sentirlas.

-Voy a llamar a la policía -dijo Al desde el pasillo. Carmen se dio vuelta, dio un
paso fuera del cuarto de baño y le siseó enfadada: -¿La policía? ¿Qué hará la
policía? ¿Arrestar a alguien? ¿Quizás a un fantasma? ¿Todavía piensas que hay
una maldita explicación para todo esto, Al? Porque si así es, tú eres el que está
loco. No necesitamos a la policía aquí. Necesitamos a un sacerdote. Y vamos a
conseguir uno.

Hubo otra tremenda, atronadora explosión y luego una voz que parecía emerger
de cada centímetro de oscuridad a su alrededor declaró en un tono grutural y
rasposo:

-No hay nadie que pueda ayudarlos. Ustedes son míos.


20

Una bendición escéptica


Carmen llamó al padre Hartwell apenas se despertó por la mañana. Ella había
dormido poco, aunque nada más había ocurrido en el resto de la noche después
que las luces se volvieron a encender, Carmen estaba aún tan nerviosa como si
todo hubiera sucedido hacía pocos minutos. Era difícil entonces para ella darle al
padre Hartwell una explicación coherente del problema. Ella tartamudeó
mientras intentaba hacerle comprender que algo sobrenatural, algo malvado,
había invadido su casa y que su hijo Stephen, en ese momento en un hospital
psiquiátrico, a causa de que escuchaba voces y se comportaba de manera
extraña, había intentado avisarles desde el principio. Pero Hartwell no podía
entenderlo.

Era evidente para él, de todos modos, que algo andaba mal, aun cuando no
estaba muy seguro de lo que

se trataba. Le prometió que estaría allí en cuanto pudiera, probablemente en una


hora o dos, a lo sumo.

Al fue a trabajar con reticencia, no quería dejar a Carmen, a Kelly y a Peter


solos. Carmen prefería que se quedara también, pero los dos sabían que no se
podía dar el lujo de faltar a su trabajo.

Stephanie y Michael salieron para tomar el autobús, ambos silenciosos y tensos,


y, hasta que llegó para recogerlos, se pararon sobre el camino mirando hacia la
casa una y otra vez.

Mientras Carmen esperaba que llegara el padre Hartwell, mantuvo a Peter junto
a ella permanentemente. Kelly tampoco trató de separarse de ella. No quería
estar sola.

Estaban sentadas sobre el sillón con Peter arrodillado frente a ellas, entretenido
con un juego de magia, cuando Carmen dijo en voz baja: -Sabes que si lo deseas,
Kelly, puedes ir a lo de tu tía Vicki con Trish.
Kelly frunció el entrecejo y sacudió lentamente la cabeza.

-No, no lo creo. No me siento tan cómoda con la tía Vicki como contigo y con el
tío Al. Además, quiero ayudar.

Carmen estaba sorprendida.

-¿Aun con... todo esto?

-Bueno... -Kelly se encogió de hombros.

-Sólo quiero que sepas que, si decides que eso es lo que deseas hacer, nosotros
estaremos de acuerdo. Realmente, nosotros entenderemos. ¿Así que nos lo
comentarás?

Ella asintió. -Sí. Les dejaré saber.

Cuando el padre Hartwell llegó, Carmen tenía abierta la puerta principal antes de
que se acercara a la casa. Ella le urgió a que entrara en el estar y lo invitó a
sentarse en la silla reclinable de Al, mientras le susurraba permanentemente: -
Oh, estoy tan contenta de que haya venido, padre, no sabe lo mucho que lo
necesitamos aquí, estoy tan contenta de que haya venido.

Una vez instalado, el padre Hartwell preguntó: -Así que, ¿cuál es el problema
exactamente?

Carmen se lo dijo. Le contó todo. Salió de ella como si fuera el desborde de una
inundación; la lógica indicaba que así debía ser después de haberlo contenido
durante tanto tiempo. Pero, a medida que hablaba, vio que la expresión de su
rostro cambiaba gradualmente, y ella supo que el cambio era consecuencia de su
incredulidad.

Cuando terminó, esperó, deseando una respuesta positiva, aunque sin reales
expectativas.

El padre Hartwell, que había estado inclinado hacia adelante en la silla reclinable
mientras la escuchaba, se hizo hacia atrás largando un suspiro y la tensión de su
rostro se relajó. La mitad de su boca se transformó en una sonrisa dubitativa y
dijo suavemente: -Carmen, voy a decir lo primero que viene a mi mente. Tu
familia entera ha atravesado muchas contingencias. La grave enfermedad de
Stephen, como tú misma lo definiste, les significó una gran carga a todos. -
Agregó rápidamente:- por favor, no me mal interpretes, no estoy diciendo que
todo esto es un producto de tu imaginación o algo así, creo que es perfectamente
comprensible. El estrés puede provocar los más... bueno, las cosas más increíbles
a las personas, y esto lo digo por experiencia, tanto propia, como la experiencia
de mis parroquianos quienes han recurrido a mí igual que tú.

Después de ver los cambios en su rostro, en sus ojos, a Carmen no le sorprendió


su respuesta. Ella incluso estaba preparada para ella.

-Está bien, padre -dijo ella-, si esto se debe al estrés y al esfuerzo que nos ha
traído la enfermedad de Stephen, y no digo que no lo sea, sólo digo, hum... sólo
digo.... -Ella cerró los ojos y pensó por un momento sobre lo que acababa de
decir.- Sí, estoy diciendo que no lo es, porque sé que no lo es. ¿Qué pasa con
Kelly? Ella no estaba aquí cuando Stephen estaba enfermo. Ella no padeció ese
estrés, en absoluto. ¿Qué sucede con mi vecina, que ni siquiera desea estar en
nuestra casa? Ella era la persona que llamó y dijo que había una mujer verde que
brillaba en la ventana de la planta superior. Nosotros no lo vimos, ¡pero ella sí! Y
ella no experimentó el estrés de la enfermedad de Stephen.

-Pero supongo que conoce la historia de esta casa.

-Bueno... sí, pero no sabe....

-Eso es muy importante. Carmen, la muerte es algo que nos asusta a todos. Aun
a aquellos de nosotros a quienes no debería asustar. Esta casa solía estar
completamente dedicada a... la muerte -él se encogió de hombros-. Parece
perfectamente natural que cualquiera que conozca su historia le tenga miedo a
causa de lo que fue.

Con un desahuciado suspiro, Carmen se inclinó hacia adelante y enterró su cara


entre sus manos.

-No me cree -murmuró.

Después de permanecer en silencio todo el tiempo, Kelly habló y dijo: -Padre,


mi intención no es mostrar falta de respeto, pero... por favor escuche. La tía
Carmen no está loca. En esta casa sucede algo malo que no tiene relación con el
estrés ni con el cáncer de Stephen. Hay algo... bueno, no trato de enseñarle su
trabajo, o algo así, y como le dije, no quisiera faltarle el respeto pero... hay algo
malvado y enfermo en esta casa. Algo que intenta dañarnos. Así que, por favor,
por favor padre, no lo ignore.

El padre Hartwell tiró la cabeza hacia atrás y frotó un dedo hacia adelante y
hacia atrás debajo de su labio inferior mientras miraba fijamente el techo. Luego
se sentó hacia adelante, juntó las manos entre las rodillas y preguntó: -¿Se
sentirían mejor si bendijera esta casa?

Carmen levantó su rostro de entre sus manos, intentando retener las lágrimas,
que luchaban por rodar, y dijo: -Oh, por favor, padre, ¿podría hacerlo?

-Claro que sí. -Se puso de pie.- Eso no será un problema. Sólo saldré hacia el
coche y buscaré mi bolso.

Mientras se ausentaba, Carmen se reclinó sobre el sillón y dijo: -El no me cree.


Piensa que estoy loca.

-Pero realmente no importa en tanto bendiga la casa, ¿no es así? -dijo Kelly-.
Quiero decir, eso debería ayudar. Y quizá... bueno, sólo quizás, él vea algo. O
escuche algo, o sienta algo.

Carmen sólo sacudió la cabeza, sus ojos se veían fatigados, mientras el padre
Hartwell volvía a entrar. Ellas permanecieron sentadas sobre el sillón mientras él
bendecía el estar rociando agua bendita de una botella y recitando una plegaria,
sus cabezas se hallaban inclinadas en forma reverente. Ellas todavía
permanecieron allí mientras él pasaba por toda la casa, bendiciendo cada
habitación, una después de la otra.

Mientras la voz apagada del sacerdote zumbaba en otras partes de la casa, Kelly
puso su mano sobre la de Carmen y murmuró: -No te preocupes, tía Carm, esto
probablemente cambie todo. Es verdad. -Tímidamente, agregó:- Debes tener fe
en Dios, eso es todo.

Carmen sabía que ella tenía razón. Si ella se mantenía dubitativa y temerosa,
insultaba a Dios. Ella debía tener fe en que la bendición cambiaría las cosas y
terminaría con los extraños incidentes que los inquietaban.

Pero ella no podía dejar de pensar en el obvio escepticismo del padre Hartwell.
¿Si sólo estuviera realizando la bendición para darle el gusto, si él realmente no
la realizaba creyendo, haría una diferencia?
Cuando el padre Hartwell terminó, volvió al estar y les sonrió.

-Bueno, he terminado. Espero que ayude.

"¿Usted espera que ayude?", pensó Carmen. Su temor se había evidenciado: lo


había hecho sólo para apaciguarla.

El padre Hartwell levantó una mano.

-Pero sí puedo hacerles una sugerencia: deberían considerar algún tipo de ayuda
profesional. Quiero decir, todos ustedes, la familia entera. Han pasado por
circunstancias difíciles. -Les sonrió, con lo que intentó reconfortarlas.- Pienso
que se pueden beneficiar con ello.

Kelly apretó la mano de Carmen y apartó la vista del sacerdote; Carmen inclinó
la cabeza, deseando que el padre Hartwell no viera la duda en sus ojos.

Después que el sacerdote se hubo retirado, Kelly dijo: -No parecía estar
demasiado convencido, ¿no crees?

Carmen sacudió la cabeza.

-Sí, bueno, es un sacerdote, ¿no es así? Así que quizás ayude de todos modos,
¿sabes?

Carmen no respondió por un rato, entonces, casi imperceptiblemente, sacudió la


cabeza muy lentamente. Después de observar la duda en los ojos del padre
Hartwell, la mirada de incredulidad en su rostro, ella de pronto se dio cuenta de
lo mal que debía de haberse sentido Stephen -cómo ellos debieron hacerlo sentir-
todo el tiempo que estuvo tratando de decirles que la casa tenía algo malo.
21

Ataques físicos
En la mañana en que supuestamente llegaría el padre Hartwell, Carmen había
estado demasiado nerviosa para lavar los platos del desayuno y, en cambio, los
había apilado prolijamente en la pileta después de apenas enjuagarlos. Una vez
que él partió, ella se cambió, se puso una camisa amplia y unos vaqueros, entró
en la cocina, y comenzó a lavarlos. Kelly se había ofrecido para ayudar, pero
Carmen le había dicho: "No, no, tú quédate aquí y mira televisión, o algo así."
Ella deseaba estar sola por un rato; quería pensar en las cosas que le hizo y le
dijo a Stephen; las cosas que todos le hicieron y le dijeron.

Ella estaba de pie junto al fregadero lavando los platos cuando sintió un pellizco
en su trasero. Se rió y, aun sosteniendo un plato en su mano mojada, jabonosa, se
volvió diciendo: -Deja eso, Peter -cuando bajó la vista esperando que él
estuviera allí, no lo vio.

Miró el espacio vacío sobre el suelo por un momento, luego sintió otro pellizco.

Hubo un tercer pinchazo y luego sintió dedos sabía que eran dedos porque sintió
a Al hacer lo mismo antes, aunque jugando- deslizarse entre sus piernas y
presionar hacia arriba.

El plato que sostenía se escapó de la mano y se estrelló contra el borde de la


mesada.

Kelly se apresuró en llegar a la cocina, y le dijo: -¡Tía Carm! ¿Qué sucede?

-Yo... uh, bueno era....

La mano volvió a introducírsele entre las piernas y hurgó con dedos poderosos.
Carmen gruñó y saltó hacia adelante para librarse de ella.

-Te busca a ti ahora, ¿no es así? -gritó Kelly-. Como lo hizo conmigo anoche.
-Sólo vuelve al estar, Kelly. Por favor.

Ella dudó un momento, luego hizo lo que se le decía, mirando por sobre su
hombro, preocupada.

Con la espuma que aún colgaba de sus manos mojadas casi hasta los codos,
Carmen dejó la cocina y se apuró por atravesar el pasillo hasta su dormitorio,
donde cerró la puerta con fuerza y le puso llave, luego se reclinó contra ella un
momento, tratando de normalizar su respiración.

Su corazón retumbaba en su pecho.

Su nuca estaba helada.

Y aun cuando se reclinaba contra la puerta, sintió el tacto extraño otra vez.

Carmen se abalanzó hacia adelante dejando escapar un grito apagado, no


deseaba que Kelly la escuchara, y aterrizó sobre la cama, pero la mano se movió
con ella, aferrada todo el tiempo, hurgando con sus gruesos dedos.

Ella luchó por sentarse, pero de pronto hubo más manos sobre su cuerpo,
sosteniendo sus brazos, hombros, y piernas contra el colchón mientras uno de los
dedos la penetraba, la penetraba con fuerza y rudeza.

Carmen no pudo contener un grito de dolor. Pero no terminó allí.

Algo más largo y más grueso que un dedo, algo que incluso palpitaba, se
introdujo en su recto.

Todo el cuerpo de Carmen se puso rígido.

La cosa se movió hacia afuera y hacia adentro, desgarrándola.

-Oh, por favor -boqueó Carmen.

Hubo un golpe sobre la puerta.

-¿Tía Carmen? ¿Te encuentras bien?

-¡Por favor, Jesucristo! ¡En el nombre de Jesucristo! ¡Deténganse! ¡En el nombre


de Jesucristo!
La puerta del dormitorio se abrió y de repente todo se detuvo. Las manos la
soltaron, la gruesa, palpitante cosa se retiró, y Carmen fue abandonada sobre la
cama, temblando descontroladamente, sollozando.

Kelly se acostó a su lado y le rodeó los hombros con un brazo, preguntando: -


¿Tía Carmen, qué ocurre, qué ha sucedido?

Carmen no podía hablar. No le podía dar una explicación a Kelly. Ella


simplemente sacudió la cabeza mientras intentaba normalizar la respiración y
recobrar el habla.

-Yo... no lo sé, Kelly, algo me atacó. Algo... -Sus labios fruncidos y sus manos
aferraban la almohada mientras intentaba encontrar la palabra correcta.- ¡Algo,
hum... me lastimó! -susurró, con su voz temblorosa de incredulidad a medida
que hablaba.

Cuando Kelly habló, estaba al borde de las lágrimas: -Oh, Dios, lo sabía, yo
sabía que era eso, oh Dios, todavía está aquí, la bendición no ayudó, oh Dios, tía
Carmen, ¿qué vamos a hacer?

Carmen se dio cuenta de que su mayor deseo en ese momento era bajarse de esa
cama, y se empujó para alejarse del colchón rápidamente. En un instante, estaba
de pie junto a Kelly.

-Bueno, por un rato al menos -dijo Carmen-, vamos a salir de aquí, tú, yo, y
Peter. Pero primero, hum... me gustaría ducharme.

Carmen se sentía sucia, despreciable. Fue un alivio cuando se puso debajo del
agua caliente. Cubrió su cuerpo con jabón y se fregó con fuerza con un paño,
deseando sacarse todo el sucio sentimiento de la violación.

Después de fregarse por varios minutos, llorando por lo bajo, dio un paso al
frente para enjuagarse bajo la ducha, pero la cortina de la ducha se movió y,
aunque no vio a nadie allí, sabía que ya no estaba sola.

Un ruido extraño de pronto se mezcló con el zumbido de la ducha, se mezcló y


luego, después de un momento, se separó y formó palabras con una voz que era
profunda, brutal y resonante:

-Quiero revolcarme en la cama con mis dos juguetes preferidos... tú y Kelly. Yo


quiero joderlas. ¡Quiero joderlas hasta que griten!

Luego la voz rió con una larga, cruel risa, y el ataque comenzó.

Manos aferraron sus hombros desde atrás, la dieron vuelta y la arrojaron con
fuerza contra las cerámicas mojadas. Ella comenzó a gritar, pero sus labios
fueron estrellados contra la pared. La risa continuó mientras algo le penetraba
con fuerza... salía... volvía a entrar... y otra y otra y otra vez....

Manos apretaron sus senos con fuerza, pellizcaron sus pezones hasta que el dolor
le atravesaba el pecho, hasta el cuello y le bajaba por el abdomen.

Y sin embargo no había nadie allí...

Carmen logró apartar su rostro de la pared, tomó una profunda bocanada de aire,
junto con el vapor húmedo de la ducha, y gritó tan fuerte como pudo.

Pero continuaron: las embestidas dentro de ella, los dolorosos pellizcos y


apretones de sus senos...

Entonces la puerta del cuarto de baño se abrió y Kelly gritó: -Tía Carmen, aquí
estoy, ¿qué es lo que ocurre?, ¿qué sucede?

Se detuvo.

Carmen se encontró recostada contra la pared, su cuerpo permanecía cubierto de


jabón que ya comenzaba a deslizarse hasta el suelo de la bañera con el agua de la
ducha. Se alejó de la pared, su mano patinaba sobre los azulejos, se dio vuelta y
abrió la cortina.

-Estuvo aquí -dijo sin aliento, su voz ronca-. Me... me atacó otra vez. Me sodo...
volvió a hacerme lo mismo.

Sus lágrimas fueron lavadas por la ducha y dobló los brazos sobre los pechos
mientras sollozaba.

-¡Sólo sal de aquí! -gritó Kelly-. Por favor, ¡sólo sal de allí para que nos
podamos ir!

Carmen asintió.
-Lo haré. Saldré en un minuto. Ve y trae a Peter por mí, ¿puedes hacerlo?
Cerciórate de que esté bien.

Ella se enjuagó con rapidez, dejó la ducha y comenzó a secarse furiosamente, ni


siquiera se preocupó por investigar si su cabello estaba seco o no. Con Kelly y
Peter a su lado, se vistió a toda velocidad, juntó un par de los juguetes de Peter y
se marcharon, sin idea alguna de donde irían...

Condujeron alrededor del pueblo por un rato, luego fueron al centro de compras
más cercano, donde comieron helado, permitieron a Peter subir por veinticinco
centavos a una pequeña nave espacial mecánica, y miraron algunas vidrieras. Se
mantuvieron en movimiento, se mantuvieron distraídos y no pensaron en lo que
había ocurrido en la casa.

Después de unas horas de intentar perderse en la segura y anónima multitud de


compradores, Carmen se dio cuenta de lo tarde que era y decidió que, no
importaba cuánto temiera volver a la casa, debía retornar para que Stephanie y
Michael no regresaran de la escuela a una casa vacía, o al menos a una casa que
parecía vacía.

Hicieron un par de rápidas compras de alimentos para la cena, luego se


encaminaron a casa.

Cuando llegaron a la casa, subieron las escaleras del porche y se quedaron de pie
frente a la puerta... observando. Con torpeza a causa de los nervios, Carmen
tomó las llaves de su cartera, encontró la adecuada, lentamente la introdujo en la
cerradura, la giró, y entraron.

No había nada fuera de su lugar. No había nada inusual esperándolos.

Con una bolsa de provisiones debajo de un brazo, Carmen se dio vuelta hacia
Kelly y dijo: -¿Qué dices si seguimos adelante y comenzamos a preparar la cena,
tomamos nuestro tiempo, nos divertimos un poco y nos olvidamos de todo?

Los ojos de Kelly estaban bien abiertos mientras miraba a su alrededor, dando
pasos cautelosos por el pasillo. Asintió con la cabeza y dijo: -Sí, está bien.

Y eso fue lo que hicieron. Descargaron las provisiones en la cocina y


comenzaron a preparar la cena.
Stephanie llegó a casa primero. No le dijeron nada, sólo la mantuvieron a la
vista.

Cuando Michael llegó a casa, preguntó si podía ir a la casa de un amigo que


quedaba en la misma calle hasta que la cena estuviera pronta y Carmen lo
autorizó de inmediato con entusiasmo; a ella la aliviaba tenerlo fuera de la casa.

Para cuando Al llegó a casa, la cena estaba casi pronta y no había ocurrido nada.
Carmen le saludó con un beso apenas entró y se dirigió a la ducha.

Ella se sintió culpable, sólo culpable como si no le hubiese sido fiel. Ella sintió
que necesitaba contarle sobre lo que había ocurrido, ¿pero cómo? ¿Qué podía
decirle? ¿Qué iba a opinar él Quizá pensara que estaba loca -como Stephen- y se
enfadaría y no querría acercarse a ella.

El hasta podría abandonarla. Después de todo, si creía que era sólo su


imaginación, si pensaba que ella estaba imaginando cosas -como esa- quizá
pensara que había algo que no andaba bien entre ellos.

Ella decidió no decirle; al menos, resistiría la urgencia de contárselo tanto como


le fuera posible.

La cena fue silenciosa. Hubo poca conversación, simplemente ruidos de la


comida: tenedores que golpeaban contra los platos, botellas.

Cuando finalizaron, Carmen y Kelly lavaron los platos, susurrando entre ellas
sobre si Carmen debería o no contarle a Al, sobre qué harían. Kelly sugirió que
ella le dijera, porque era sólo inevitable que algo le ocurriera a él también. ¿Qué
sucedería entonces? Ella insistió en que él se enterara.

Aunque Carmen no quería admitirlo, pensaba que Kelly tenía razón.

Después de la cena, Al se estableció en su silla con una cerveza para mirar


televisión. Una vez lavados los platos, Carmen fue hacia él, se sentó junto a la
silla y puso una mano sobre su brazo.

-¿Podemos hablar? -preguntó ella en voz baja.

-Claro -asintió él.


-¿Hum... en el dormitorio?

El frunció levemente el entrecejo.

-¿Estás bien?

-Bueno... hablemos primero.

Fueron al dormitorio, se sentaron sobre el borde de la cama y Carmen le contó,


con voz nerviosa y entrecortada, todo lo que había ocurrido en el día.

La expresión del rostro de Al cambió una y otra vez a lo largo del relato... Fue
desde incredulidad cómica a seria consideración y cólera, y luego a conmoción.

-Hablas en serio, ¿no es así? -murmuró él después de un rato.

-Sí, hablo en serio. ¿Tú crees que bromearía sobre algo como esto?

-No... no lo sé, me pregunto... bueno, ¿hace cuánto tiempo que esto sucede?

-Acaba de suceder hoy. ¿Por qué? Quiero decir, ¿por qué haces una pregunta
como esa?

-Bueno, sólo me preguntaba si... quiero decir, sólo pensé que quizá...

De pronto, Al comenzó a llorar y enterró su rostro entre las manos, sus hombros
se sacudían sin control.

Carmen estaba asombrada. Ella sólo lo miró por un momento, luego se inclinó
hacia el frente, puso un brazo alrededor de sus hombros y lo sostuvo junto a ella.

-Al, ¿qué sucede? ¿Qué te ocurre?

A través de sus lágrimas y sollozos dijo: -Tenía miedo de contarte que... estas
cosas me han sucedido a mí también.

Ella apretó sus hombros.

-¿Qué cosas?

-¡Oh, sólo... música y voces y... sólo cosas! Me he estado diciendo a mí mismo
que no es nada. No quería pensar que... que... Una noche después que quité las
bombillas de las lámparas del sótano, Michael me despertó y dijo que su luz
estaba encendida aun cuando no tenía bombilla y... bueno, fui abajo y estaba...
brillando, Carmen, la luz estaba encendida, ¡pero no tenía bombilla! ¡No era otra
cosa que... que luz que salía de esa cosa!

-¿Por qué no me lo dijiste, cariño?

-Porque no quería confesárme a mí mismo que lo había visto. Pero había más.
Música, que provenía de abajo. Voces. Como una fiesta. Tarde una noche. Y la
cama... vibraba.

-Me dijiste que eso se debía al frigorífico del piso de arriba.

-Estaba mintiendo. No quería que lo supieras. Yo lo sabía. Estaba vibrando. No


venía de arriba. Hay algo, hum... sí, hay algo mal. Esta casa tiene algo malo, hay
algo en esta casa.

Ella esperó largo rato, luego se inclinó cerca de él, con el brazo alrededor de sus
hombros, y murmuró en su oído: -Stephen trató de decirnos eso y ahora... está en
un hospital psiquiátrico.

Al sacudió la cabeza.

-No, no, pienso que es más que eso con Stephen. Realmente pienso que está
enfermo. Ha cambiado. Se volvió... hostil. Era algo más que esto, realmente lo
creo.

-Está bien, puede ser. Pero estaba tratando de prevenirnos sobre la casa.

Succionó los labios entre los dientes y dijo entre más lágrimas.

-¿No crees que sé eso? ¿No crees que eso me está matando?

Ella asintió.

-Los dos lo sabemos ahora. Así que, ¿qué vamos a hacer?

-No podemos pagar otra mudanza, eso es seguro. No por el momento.


-Está bien, ¿qué vamos a hacer?

El sacudió la cabeza, las lágrimas brillaban sobre sus mejillas.

-No lo sé, cariño. No lo sé.


22

Una prisión sin rejas


A medida que transcurrió el invierno, lenta y tortuosamente, los acaecimientos
en casa de los Snedeker se multiplicaron y la tensión creció. El humor dentro de
la casa pareció volverse más oscuro junto con el clima exterior; se tornó cada
vez peor a medida que las nubes se oscurecieron y comenzó a llover, peor aun
cuando comenzó a nevar y se convertía en un barro denso, helado, junto a los
caminos.

Todos los miembros de la familia deambulaban por la casa esperando que algo
horrible sucediera; más que seguido esas cosas ocurrían. Objetos se movían por
su propia voluntad. Todos, en algún momento que otro, escuchaban voces.
Vieron sombras que no estaban allí. Por el rabillo del ojo vieron cosas junto a
ellos que se deslizaban rápidamente. Pequeñas secciones de la casa eran
inexplicablemente más frías que otras.

Stephanie se había mudado otra vez a su habitación con Kelly, y Peter se volvió
a mudar a su habitación también. Así que Michael quedó solo en su habitación
del sótano.

Una noche, tarde, subió corriendo por las escaleras gritando a sus padres. Ellos
se despertaron de inmediato y se abalanzaron al pasillo, donde lo encontraron
corriendo hacia ellos, con los brazos abiertos y los ojos desorbitados.

-¡Mamá! ¡Mamá, él volvió! -gritó Michael, tirando sus brazos alrededor de la


cintura de Carmen.

-Shshshs, Michael, ¿quién volvió? -preguntó ella, sosteniéndolo.

-¡Ese tipo, ese tipo que Stephen y yo vimos! ¡El me vino a ver esta noche!

-Oh, sólo era un sueño, cariño, eso es todo, sólo un sueño.

Michael dio un paso atrás, sacudiendo la cabeza, e insistió: -No, no, no era sólo
un sueño, era más. Quiero decir, ¡yo todavía estaba en la cama, pero despierto!
¡Y no me podía mover, estaba paralizado!

Carmen y Al intercambiaron una larga mirada y Al se encogió levemente de


hombros, a causa de la terrible impotencia que sentía.

-¿Te gustaría dormir en algún otro lugar esta noche, querido? -le preguntó
Carmen a Michael.

Después de un momento, él asintió.

-¿Puedo dormir en el sillón? -preguntó en voz

baja.

-Claro que puedes. Yo buscaré las mantas y los almohadones del armario del
pasillo. -Se volvió hacia Al y murmuró: -Tú vuelve a la cama, yo estaré allí en
un minuto.

Una vez que hubo preparado una cama para Michael en el estar, Carmen lo
cobijó y le dio un beso.

-¿Mamá? ¿Si llega a volver... puedo llamarte?

-Claro que puedes, cariño. Tú sólo llama y yo estaré aquí.

Nuevamente en la cama, Al miró la oscuridad y murmuró: -Esto seguirá... y se


pondrá peor, ¿no es así? -No lo sé -le contestó ella en un susurro.

-¿Qué haremos si sigue?

-No lo sé.

El se estiró y sostuvo su mano en la de él. Les tomó bastante tiempo volver a


dormirse.

Después de esa noche, Michael comenzó a dormir en el sillón del estar en forma
regular. A diferencia de Stephen, él no escuchó protestas de sus padres y nadie
en la casa se quejó; de hecho, todos cooperaron. Una mañana, mientras se
preparaba para ir al colegio, Carmen ofreció traer un par de cosas de su
habitación y colocarlas en el armario del pasillo para que no tuviera que bajar. El
aceptó su oferta de buena manera y le indicó qué era lo que debería subir.

Ella esperó hasta las primeras horas de la tarde para bajar. De algún modo, no
dejaba de recordar que tenía otras cosas que hacer en la casa. Le llevó un par de
horas admitir que no deseaba bajar. Ella sabía lo que había allí... implementos
funerarios... cosas de entierros... cosas de muerte... cosas a las que ella no quería
acercarse.

Aparte de eso, muchos de los hechos atemorizadores que habían ocurrido en la


casa habían sucedido allí abajo, cosas que Stephen intentó decirles, cosas que
ellos habían ignorado.

Pero ella había prometido, y alguien debía bajar al sótano.

Finalmente, lo hizo. Se dijo a sí misma que no debía ir más lejos de la habitación


de Michael, que todas las cosas realmente malvadas estaban en lo más profundo
del sótano y que ella realmente no tenía nada de qué preocuparse.

Pero cuando bajó, algo le ocurrió por primera vez; era algo que le ocurriría una y
otra vez en los próximos meses.

Cuando sucedió, ella se encontraba recogiendo medias y ropa interior del suelo
para lavar, ropa de los respaldos de sillas y del armario para que Michael llevara
a la escuela, y medias y ropa interior limpia del vestidor.

De pronto, quedó helada. Hubo una sensación en el aire, como si estuviera


cambiando, si se estuviera revolviendo... como si algo estuviera cortando a
través del aire rápidamente y se acercara a toda velocidad.

De pie frente al vestidor de Michael, con las medias y ropa interior en sus
manos, Carmen boqueó en cuanto algo la envolvió, algo como una sombra muy
oscura tan densa como la crema; la engulló, la tragó, abrazó todo su cuerpo y la
sostuvo paralizada de terror por lo que pareció ser una eternidad.

Y luego desapareció, y Carmen cayó al suelo, adoptó posición fetal y trató de


recobrar el aliento. Cuando finalmente se recompuso, miró su reloj.

Sólo habían transcurrido segundos... no una eternidad.


Se incorporó, juntó las cosas de Michael rápidamente y se apuró por llegar
arriba, aún un poco encorvada y sin aliento.

-Tía Carmen, ¿qué sucede? -preguntó Kelly, corriendo hacia ella por el pasillo.

En un instante, Carmen decidió no contarle. Se enderezó, sonrió un poco y dijo:


-Oh, supongo que son esas escaleras. No las he usado lo suficiente, supongo,
porque me fatigan.

-¡Oh, Dios! Me asustaste.

-No, no fue nada... nada.

Mientras recobraba el aliento, puso las cosas de Michael en el ropero del pasillo,
aliviada porque Kelly no percibió su mentira.

En los próximos días, Stephanie gritó dos veces por la noche porque según dijo
la "mancha-sombra" se había movido por su habitación otra vez. Kelly había
estado dormida a esa hora y no la había visto pero, después de la segunda vez,
Stephanie dijo que no deseaba dormir en su habitación nuevamente.

Carmen no sabía qué hacer con ella. Le preguntó a Kelly si le importaría


compartir una cama con Stephanie para hacerla sentir mejor, y Kelly dijo que no
tendría inconveniente en hacerlo.

Al se puso más y más incómodo al ir al trabajo y dejarlas solas, pero no tenía


elección. Se había estado sintiendo muy débil e indefenso últimamente. Estaba
acostumbrado a tener al menos algo de control sobre los hechos que rodeaban a
su familia. Cuando Stephen enfermó, esa confianza comenzó a desaparecer. Y
ahora... esto. Sintió que todo a su alrededor -su hogar entero- estaba fuera de su
dominio. Algo que no podía ver y no comprendía había tomado el control.

Su hogar se había convertido en una especie de prisión. No tenían suficiente


dinero como para mudarse por el momento. Ellos no podían simplemente
levantar todo y salir a buscar otro lugar. Estarían allí por un tiempo... con lo que
fuera que convivía allí con ellos.

Las semanas transcurrían y se volvían meses: largos, lentos meses que se


estiraban debajo de pesadas nubes de hollín. El invierno se volvió más frío, más
terrible.
Los niños gritaban por la noche.

La voz a veces les habló a todos -desde ninguna parte- a cualquier hora del día o
de la noche.

A veces el olor a carne podrida, otras veces el de heces humanas, los asaltaba en
una u otra parte de la casa, un hedor tan grueso que estaban seguros de que, si
miraban a sus pies, se encontrarían sobre un promontorio de basura podrida.
Pero nunca había nada sobre el suelo a su alrededor y el olor sólo duraba un
instante, un hedor enfermante entrando con una inspiración, permaneciendo allí
y saliendo, casi como un insulto.

Pero a veces había moscas. Moscas verdaderas que están allí realmente -o al
menos eso parecía- pero nunca por mucho tiempo.

Una fría tarde de invierno, se quemó un fusible y Al bajó al sótano para


arreglarlo. Hacía tiempo que había vuelto a colocar las bombillas en todas las
lámparas y, cuando llegó al pie de las escaleras, encendió la luz.

Cuando giró la perilla, el globo de vidrio opaco que cubría la lámpara


permaneció negro, dejando salir meras partículas de luz de la bombilla. Mientras
Al fruncía el entrecejo para inspeccionarlo, la oscuridad que parecía untada
sobre el vidrio se movió... se deslizó...

Mientras escuchaba en silencio, podía sentir el ligero zumbido que provenía de


las tinieblas, algo zumbaba.

La oscuridad no era más que una nube de moscas -cientos, incluso quizá miles
de moscas que caminaban sobre el globo de vidrio y temblaban alrededor de la
lámpara sobre el techo, sus alas zumbaban mientras caminaba una sobre la otra
formando negras masas que se retorcían.

Al las miró fijamente por un rato, con su mandíbula floja, sus ojos que se abrían
lentamente hasta el asombro, congelados en su lugar, y sus dedos aún
permanecían sobre la perilla de la luz.

Su voz, apenas un aliento, murmuró lentamente: -De dónde... diablos... vinieron


ustedes...

De pronto, las moscas echaron a volar y se precipitaron en masa hacia el rostro


de Al.

Al levantó los brazos para protegerse y dejar salir un estrangulado grito de


horror a través de sus dientes apretados, cerrando los ojos con fuerza, tan
sorprendido que no era capaz de darse vuelta y volver corriendo por las
escaleras. Esperó sentirlas sobre sí, sentir la pequeña vibración de sus alas, el
cosquilleo y temblequeo de sus movimientos, pero...

No sintió nada.

Lentamente, muy lentamente, bajó los brazos y abrió los ojos.

Las moscas se habían ido. No se las veía por ningún lado. No podía verlas,
tampoco oírlas.

Hubo un sonido entonces, un sonido profundo y rasposo, sonando al principio


como un quejido, luego volviéndose bajo, una risa malvada. No provenía de
ningún lugar específico... pero salía del espacio que lo rodeaba.

Al tomó una larga bocanada de aire, compuso su mandíbula, se santiguó y -


aunque debió librar una lucha interna, silenciosa- ignoró lo que pensó que
acababa de escuchar, abrió las puertas francesas y fue a la habitación siguiente,
encendiendo las luces mientras avanzaba hacia la caja de fusibles. Pero se
detuvo un momento para echar una cuidadosa mirada a la luz que se hallaba
sobre su cabeza.

No había moscas esta vez.

Caminó alrededor del sótano hasta la caja de fusibles, la abrió y hurgó en su


bolsillo para encontrar el fusible que había traído desde el cajón de la cocina.

Ese fue el momento en que sintió el olor.

Primero, olió a rosas, un fuerte, dulce, florido olor. Al quedó helado, miró a su
alrededor lentamente y se permitió una sonrisa leve. Era una buena señal, el olor
a rosas; era la señal de una bendición, una señal de paz y seguridad... una señal
de la Virgen María misma.

Los nervios de Al se calmaron, los tensionados músculos de su cuerpo se


relajaron lentamente. El olor a rosas lo había hecho sentir mucho mejor. De
hecho, aún podía olerlo mientras cambiaba el fusible.

Y entonces, de pronto, el olor cambió. Para peor.

Al se retorció a medida que el aire se llenaba con la fetidez de la carne pasada.


Puso una mano sobre su nariz y boca mientras se inclinaba en una arcada. Tosió
en el lugar en que se hallaba, cerró la caja de fusibles de un golpe, se dio vuelta y
se apresuró a cruzar el sótano.

El hedor estaba por todos lados.

A medida que se movía a través de él, el olor cambió. Fue de carne podrida al
vasto olor de una cloaca abierta -el olor a masivas cantidades, no contenidas, de
heces. El hedor llenó sus fosas nasales y allí se aferró, tapándolas como una
densa grasa.

Al se apresuró a atravesar el sótano, con su mano sobre el rostro, pero en medio


de la habitación que solía ser de Stephen se debilitó y cayó de rodillas; el grueso,
atenazante olor era demasiado y literalmente lo empujó al suelo, mientras dejaba
escapar lágrimas.

Caminó sobre sus rodillas por algunos metros, intentando llegar a las escaleras,
pero en cuestión de instantes el olor había desaparecido.

Aún de rodillas, Al quedó petrificado. Se sacó la mano del rostro lentamente,


levantó la cabeza, miró a su alrededor, olió el aire.

Se había ido.

Se movió con rapidez, se puso de pie, se apuró por llegar a las escaleras y,
corriendo, dejó el sótano.

El invierno gradualmente comenzó a retroceder. La nieve empezó a derretirse y,


ocasionalmente, manchas de cielo celeste aparecían entre las nubes oscuras Al
comenzó a beber incluso más de lo acostumbrado. A medida que los
acaecimientos atemorizadores que tenían lugar en la casa empeoraban, se sintió
más débil y menos controlado, más indefenso contra... lo que fuera que había
decidido atacarlo.

Carmen, por su lado, mantenía su fe. Rezaba más siempre tenía su rosario
consigo, usaba un crucifijo alrededor del cuello a todas horas. Se rehusaba dejar
que el fracaso de la bendición de la casa del padre Hartwell conmoviera su fe; se
decía a sí misma que no importaba y sólo seguía rezando, seguía pidiéndole a
Dios que estuviera con su familia, que vigilara su casa y a su familia, que los
protegiera de todo mal, de aquella fuerza sobrenatural que los estaba
perturbando.

A veces mantenían conversaciones tarde por la noche en la cama.

-Estás bebiendo mucho -susurró Carmen una noche mientras los dos estaban
abrazados.

-¿Qué esperas? -Al le volvió a murmurar.

-Bueno, ¿es necesario que lo hagas?

-¿Qué crees? Quiero decir, quizás eso no lo excuse, pero, Dios, he sido... he
sido...

-Está bien. Sí, ya lo sé, cariño, las cosas han estado, uh...

-Las cosas han estado muy aterrorizadoras.

-Pero recuerda, todavía tenemos a Dios de nuestro lado.

-Así que, ¿dónde está?

-El está aquí, cariño. Si no lo estuviera, quizá fuéramos lastimados. Quizá no


estuviéramos aquí.

Al se alejó de ella y dijo: -Sí, lo sé, pero...

Fue en una tarde de verano que Kelly salió con un agradable, alto y apuesto
joven de contextura muscular, quien llegó a recogerla mientras Carmen
preparaba la cena. Al lo invitó a pasar y conversaron un par de minutos hasta que
Kelly estuvo pronta para irse.

Michael había ido a pasar la noche en casa de un amigo, y Stephanie y Peter


estaban en silencio entretenidos en el estar; ninguno de los niños deseaba ya
hallarse en sus habitaciones.
Cenaron en silencio, como lo habían hecho cada noche por algún tiempo, y
comieron en el estar frente al televisor. A pesar del silencio, la tensión no era tan
densa como lo había sido últimamente. Imperaba más una sensación de calma en
la casa, como si las cosas pudieran ir mejor... al menos, en ese momento.

Después de la cena, miraron un poco más de televisión, Al bebió algunas


cervezas más, Carmen sorbió una taza de té, y eventualmente todos comenzaron
a irse a la cama. Los niños no se decidían a hacerlo y Carmen esperaba que ellos
le preguntaran si podían dormir con ella y Al; decidió que si lo hacían, ella y Al
no podían negarse, ahora que sabían que los niños tenían una buena razón para
temer.

Pero no lo pidieron. Peter tenía mucho sueño, y marchó arrastrando los pies a su
habitación, con los ojos casi cerrados. Stephanie preguntó si podía quedarse
despierta en su habitación hasta que Kelly llegara a casa. Carmen le dijo que
podía hacerlo. Después de todo, era viernes por la noche y no tendría que ir al
colegio al día siguiente.

Al fue a la cama primero y, después que hubo besado a los niños, Carmen se
unió a él.

-¿Soy yo, o las cosas parecen estar mejor esta noche? -preguntó ella.

-Sí. Puede ser. Un poco, puede ser. -El era reticente a ser demasiado optimista.

Se acurrucaron debajo de las mantas, sin poder dormir por un rato porque
estaban esperando que algo ocurriera. Pero su habitación permaneció en silencio
y calma y, eventualmente, los dos entraron en un sueño liviano...

Carmen se despertó a causa de un grito que oyó tarde en la noche. Le llevó un


momento comprender el sentido de los gritos.

-¡Tía Carmen! ¡Tía Carmen, por favor ayúdame, mi Dios, querido Jesús, por
favor, por favor ayúdame!

Pasos apresurados cruzaron la casa.

Instintivamente, Carmen se estiró hasta su mesilla de noche y tomó su Biblia,


sobre la cual se hallaba su rosario.
La puerta del dormitorio se abrió de un golpe y Carmen se sentó. Kelly quedó de
pie, levemente contorneada en la puerta, con su habitual camisón largo.

-¡Tía Carmen! -gritó -. !Tía Carmen!

Carmen salió de la cama, con la Biblia y el rosario debajo del brazo, y fue hacia
la puerta, y preguntó: -Kelly, ¿qué sucede, cariño, qué ocurre?

Al no despertó.

Kelly tiró sus brazos alrededor del cuello de Carmen, como lo hacía cuando era
una niña pequeña y, mientras estaban abrazadas, Carmen la llevó hasta el pasillo
y cerró suavemente la puerta del dormitorio.

-¿Qué sucede, cariño? -volvió a preguntar.

-Está jugando conmigo otra vez, tía Carm, ¡lo está haciendo otra vez! -susurró
ella, apretando su rostro contra el hombro de Carmen- Estaba tirando de mi
sostén antes de que me desvistiera y luego busqué mi rosario y la cruz se cayó,
más bien se salió, como si la hubieran arrancado, y luego comenzó a tirar de mis
mantas y a tocarme y, y, y...

Carmen puso su brazo alrededor de Kelly y comenzó a llevarla por el pasillo,


diciendo: -Está bien, está bien, sólo cálmate, está bien ahora. Iremos a tu
habitación y hum... ¿que dices si leemos la Biblia juntas por un rato?

Y eso fue lo que hicieron. Kelly se acurrucó debajo de las mantas y Carmen se
sentó sobre el borde de la cama. Junto a la lámpara de la mesilla de noche, con
Stephanie aún bien dormida sobre el catre a pocos metros, Carmen comenzó a
leer en voz baja los Salmos, esperando calmar los temores de Kelly.

Pareció funcionar por un rato. La habitación estaba en calma, el único sonido era
la voz suave, casi susurrada, de Carmen mientras leía.

-"Recuerda la palabra a Tu servidor, con la cual me has dado esperanza -leyó


ella- Este es mi consuelo en mi pena, porque Tu palabra me ha dado esperanza."

La respiración de Kelly se volvió lenta, rítmica, sus ojos estaban cerrados y su


cuerpo relajado.
Entonces se sentó de pronto, empujó las mantas, con los ojos bien abiertos, y su
cuerpo que se estremecía, sus labios que temblaban mientras decía: -¿Lo sientes?
¡Siéntelo, tía Carmen, viene, viene en este momento!

Carmen se detuvo en medio de una oración, sus palabras se le atragantaron en la


garganta como trozos de vidrio, pues súbitamente se sintió hinchada de terror.
Por largo rato no pudo respirar, como si todo el oxígeno fuera de alguna manera
extraído de la habitación por... algo, y el aire se volviera frío, y existiera, sin
duda, una nueva presencia en la habitación con ellas.

-¡Está aquí! -murmuró Kelly-. ¡Mi Dios, Jesús querido, está aquí

Carmen miró alrededor de la habitación y buscó su rosario, aferrándolo en su


puño, la Biblia se cerraba entre sus piernas mientras recitaba rápidamente:
"Padre nuestro que estás en los cielos santificado sea Tu nombre", su voz se
volvió más fuerte a medida que empezó a sentirse más y más sofocada, como si
fuera asfixiada por alguna fuerza invisible, "venga a nosotros Tu reino y hágase
Tu voluntad así en la tierra como en el cielo, danos hoy el pan nuestro de cada
día y perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a aquellos que
nos ofenden..." Su voz se volvió un grito a medida que la atmósfera de la
habitación se volvía cada vez más opresiva y el aire se llenaba con el hedor de
basura vieja, "...y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal, amén
Señor, amén Jesús, por favor, Dios, llévatelo de aquí

Kelly dejó escapar un suspiro e intentó normalizar su respiración mientras


jadeaba: -Se ha ido. Se ha ido. Tía Carmen. Se fue.

Inmediatamente, Carmen volvió a abrir la Biblia, buscando los Salmos. Cuando


los encontró, comenzó a leer con voz temblorosa: "Regocijaos en el Señor,
quienes respetáis la ley, porque se debe alabar a los rectos. Alabado sea el Señor
con el harpa, cantadle con..."

-¿Sientes eso? -interrumpió Kelly, sentándose otra vez, con mayor desesperación
que antes. Se tiró sobre Carmen, abrazándole los hombros.

De pronto, desde el catre junto a la cama, una pequeña, aguda y asustada voz
gritó: -¡Mamá! ¡Qué pasa!

Carmen comenzó a responder, pero de improviso se quedó sin aire como si se lo


hubieran quitado y se empujó contra la cama a medida que algo mojado y
resbaladizo, aunque absolutamente invisible, pasó junto a su brazo. Se incorporó
sobre un brazo y observó cómo ese algo invisible se deslizaba debajo del
camisón de Kelly y después en forma bastante visible aferraba y acariciaba sus
senos.

La lámpara de la mesilla de noche, que era la única fuente de luz en la


habitación, comenzó a parpadear tenuemente, amenazando con apagarse
totalmente.

-¡Oh, Dios! -masculló Carmen en cuanto Stephanie comenzó a gritar. Carmen


inmediatamente empezó a recitar el Padre Nuestro nuevamente, esta vez en voz
muy alta.

-"¡Padre Nuestro que estás en los cielos! ¡Santificado sea tu nombre!"

Kelly comenzó a gritar: "¡Oh Jesús, oh Dios!", a medida que la cosa comenzaba
a moverse hacia adelante y hacia atrás dentro de su camisón, y le apretaba el
pecho derecho, luego el izquierdo, una y otra vez.

-"¡Venga nosotros tu reino! ¡Hágase tu voluntad!"

Stephanie se levantó del catre y se acurrucó junto a la cama, abrazando las


piernas de Carmen y aún gritando.

-"¡Así en la tierra! ¡Como en el cielo!"

Kelly comenzó a contorsionarse sobre la cama mientras gritaba, golpeando la


figura informe que seguía moviéndose debajo de su camisón, que apretaba
brutalmente sus pechos y se introducía entre sus piernas.

-"Danos hoy el pan nuestro..." -El rosario se deslizó de la mano de Carmen y ella
se atragantó con sus palabras, golpeando su boca con sus manos mientras veía lo
que le ocurría a su sobrina, sin poder hacer nada para ayudarla.

Stephanie comenzó a cantar en voz quebrada, llorosa: "Jesús me ama, esto ¡o


sé... porque así lo dice la Biblia... los pequeños a él pertenecen... son débiles
pero El es fuerte..."

Después de poner su Biblia a un lado, Carmen estiró una mano y palmeó la


espalda de Stephanie, diciendo en voz baja: -Por favor cálmate, cariño, por favor,
querida, sólo cálmate. -Con la otra mano, buscó su rosario y cuando lo encontró
comenzó a recitar el Ave María muy rápidamente mientras retiraba lentamente
sus piernas del abrazo de Stephanie y empezaba a moverse hacia la puerta.

-"Ave María llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas
las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de
Dios, reza por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte, amén,
Santa María llena eres de gracia, bendita tú eres..."

Antes de que pudiera llegar más lejos la segunda vez, Stephanie comenzó a
llorar: -No te vayas, por favor, mamá, ¡no te vayas!

Carmen se detuvo y dijo rápidamente: -Cariño, tengo que llamar al padre


Hartwell, lo necesitamos en este mismo instante, lo necesitamos. Así que por
favor...

La puerta del dormitorio se abrió y Al quedó de pie en el umbral vestido con su


bata, con los ojos abiertos, la mandíbula caída, y preguntó perdiendo el aliento: -
¿Qué demonios sucede? -Pero le llevó sólo un instante ver lo que ocurría. -¡Oh
Dios! -susurró- ¡oh Dios, oh Jesús!, qué sucede, querido Jesús, qué sucede...

-¡Ve y tráeme el teléfono! -dijo Carmen con urgencia.

Volvió en un segundo con un teléfono inalámbrico y se lo entregó a Carmen, se


mantuvo a distancia de la cama, donde Kelly aún seguía siendo atacada por el
brazo invisible que se contorsionaba y hurgaba y aferraba debajo de su camisón.

Con un dedo tembloroso, Carmen marcó el número del padre Hartwell. Ella no
había mirado el reloj pero sabía que era tarde y supuso que estaría dormido.

Lo estaba. Su voz se oía gruesa y confusa cuando contestó: -¿Hola?

-¿Padre Hartwell?

-Mm hm. Sí, soy yo.

-Le habla Carmen Snedeker, padre, y nosotros... bueno, está ocurriendo algo
aquí que, hum...

-¿Qué sucede, Carmen? -le preguntó.


Ella le dijo. Las palabras surgieron como un torrente mientras le explicaba lo que
ocurría, lo que ocurría en ese mismo instante, y ella le dijo que necesitaba su
ayuda desesperadamente.

Ella esperó un largo rato mientras el silencio se extendía sobre la línea.


Entonces, el padre Hartwell aclaró la voz y dijo medio dormido: -Bueno,
Carmen, le diré algo. Siéntese con Kelly y recen el rosario. Háganlo una y otra
vez hasta que se haya calmado y olvidado de todo eso y pueda dormirse.

Luego colgó el receptor.

Carmen sostuvo el teléfono junto a su oído un momento, su mandíbula floja de


incredulidad. Luego lo tiró al suelo y se inclinó hacia Kelly, sosteniendo el
rosario firmemente.

-Cariño, va a estar bien -dijo en voz alta-. Todo va a estar bien, Kelly. -Y
entonces comenzó rezar el rosario como el padre Hartwell le había indicado.

Hasta que algo intentó quitarle el rosario de las manos.

Ella se detuvo y miró el hilo de las cuentas que estaba tenso como si alguien se
lo intentara quitar.

La cosa ganó.

El rosario se rompió y las cuentas se esparcieron en todas direcciones sobre la


alfombra y sobre el suelo de madera, repiqueteando contra la madera y las
paredes.

Carmen miró la masa de cuentas a medida que rodaban por el suelo.

-"Ave María, llena eres de gracia" -comenzó, con voz ronca- "el Señor es
contigo."

La cosa debajo del camisón de Kelly comenzó a retroceder.

-"Bendita tú eres entre todas la mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre,


Jesús."

Se deslizó de abajo del camisón y desapareció.


-"Santa María, Madre de Dios, reza por nosotros pecadores, ahora y en la hora
de nuestra muerte."

El olor a basura podrida había desaparecido.

Kelly dejó de gritar. Dejó de contorsionarse sobre la cama. Se mantuvo quieta


por un largo rato, todos lo estuvieron, luego se sentó lentamente.

-Tía Carmen -dijo-. ¿Debemos quedarnos aquí?

-No, cariño. No tenemos que hacerlo.

Un poco más tarde, Al y Kelly estaban sentados en la mesa del comedor,


sorbiendo el té que Carmen había preparado mientras Stephanie tomaba una taza
de chocolate caliente.

Carmen fue al estar, encendió la luz, y buscó la revista que Fran le había
prestado. Cuando la encontró, revisó las páginas hasta que descubrió el artículo
sobre Ed y Lorraine Warren. Lo leyó rápidamente, encontró la dirección -en
Monroe- tomó un anotador y un lápiz, y usó el teléfono del estar para llamar a
información teléfonica.

El número de ellos estaba listado y ella lo anotó.

Entonces volvió al comedor con la revista y le mostró el artículo a Al. Después


de haberlo revisado con cuidado, ella dijo: -Si nuestro sacerdote no va a
ayudarnos, tendremos que buscar a alguien.

Después de fruncir el entrecejo mientras leía la revista, Al preguntó: -¿Cuánto


cobran?

-No lo sé.

-¿Cómo sabemos que podemos confiar en ellos? Quiero decir que es algo
bastante extraño para hacer en la vida, cazar fantasmas y demonios.

-Bueno tendremos que verlo nosotros mismos, ¿no es así?

Transcurrió un largo rato, luego él asintió, y dijo: -Está bien, adelante, llámalos.
Con las manos temblando a causa de los nervios, Carmen volvió con premura
hacia el estar y telefoneó a los Warren.

Después de un par de segundos, una mujer muy confundida contestó.

-¿Hola?

-¿Hablo con Lorraine Warren?

-Mmm mmm, sí, soy yo. ¿Quién habla, por favor?

-Hum, mi nombre es Carmen Snedeker, y leí sobre usted y su marido en una


revista, y creo que mi familia necesita su ayuda porque... -De pronto, las
palabras de Carmen se derramaron desesperadamente mientras le explicaba a la
señora Warren lo que había ocurrido en su casa esa noche y lo que había estado
ocurriendo durante tantos meses. Incluso comenzó a llorar mientras hablaba, sin
poder contener las lágrimas.

-Cariño, cariño -dijo Lorraine Warren, sonando más despierta ahora-, cálmate y
escúchame. No entiendo lo que estás diciendo, ¿está bien, cariño? Solo cálmate
un poco.

Carmen lo intentó, inhaló profundamente un par de veces y reiteró algunas


cosas. Lorraine escuchó en silencio, luego, cuando Carmen terminó, dijo: -Está
bien, cariño, te diré lo que deberás hacer. Si eso vuelve a ocurrir esta noche, haz
que tu marido levante cruz o un rosario, cualquiera de los dos, y tú di, grítalo tan
fuerte como puedas, si lo deseas: "¡En el nombre de Jesucristo, te ordeno que
dejes este lugar ahora y que vuelvas al lugar de donde saliste!" ¿Entiendes eso?

Carmen asintió abstraída, luego se dio cuenta de lo que estaba haciendo y dijo: -
Sí, sí, entiendo.

-Pero escucha, eso es sólo por esta noche, ¿está bien? Lo haces esta noche, sigue
rezando el rosario, y todo eso. Luego, cerca de las nueve de la mañana, nos
llamas. Iremos a verte, ¿está bien?

-Está bien. Yo los llamaré.

-Ahora intenta dormir, ¿está bien? Si tienes espíritus malignos en tu casa,


necesitas saber que viven de la debilidad. No dormir te hace débil, y ellos usarán
eso, créeme. Y rezaré una plegaria por ti esta noche.

-Sí, está bien. Gracias.

-Que el Señor sea contigo, cariño. Hasta luego.

Carmen colgó el teléfono lentamente y lo miró por mucho tiempo después. Las
nueve de la mañana siguiente no podrían llegar lo suficientemente rápido...
23

Comienza la investigación
A la mañana siguiente, mientras el resto intentaba conciliar el sueño -excepto Al,
quien ya se había despertado y llamado al trabajo para avisar que no iría—
Carmen caminaba junto al teléfono desde las ocho hasta las nueve, cuando
puntualmente llamó al número de los Warren nuevamente.

Lorraine estaba mucho más alerta esta vez, y Ed se puso en la otra extensión.

Carmen volvió a contar las cosas que le había dicho a Lorraine a altas horas de la
madrugada, pero lo hizo con mayor tranquilidad que antes. Cuando hubo
terminado, ella preguntó, con un poco de impaciencia: -¿Creen que ello pudo
ocurrir a causa de que... bueno, como consecuencia de que alguien murió aquí?

Ed respondió: -Bueno, por lo que has dicho, no parece ser muy posible. No, no
me suena como ese tipo de situación en absoluto. Pero tendremos que ir y echar
un vistazo nosotros mismos antes de hacer alguna afirmación.

-¿Por qué lo preguntas, querida? -inquirió Lorraine.

-Bueno... hay algo acerca de la casa que, hum, no les dije antes. Vean, hum...
vean, fue una funeraria.

Después de un corto silencio Ed dijo: -¿Verdad? Una funeraria, ¿eh? -


Permanecieron en silencio por un momento, luego:- ¿Qué crees?

Lorraine agregó: -Bueno, es difícil saberlo. Tendremos que verla primero.

-Sí. Le diré algo, señora Snedeker, nos gustaría ir a su casa de inmediato, esta
mañana, y verla. Por supuesto, si ustedes no tienen inconveniente.

-¿Lo harán? ¡Oh, por favor!

-¿Por qué no nos da su dirección y nos indica cómo llegar allá? -preguntó él.
Carmen lo hizo, intentó hablar despacio para que la pudieran entender.

-Bueno, nos llevará alrededor de una hora llegar allí -dijo Ed cuando ella
terminó-, así que quisiera decirle algunas cosas antes de que vayamos. Primero,
todos ustedes deberán mantenerse juntos desde ahora en adelante. No se dividan,
por si ocurren nuevos ataques antes de que lleguemos.

-Y asegúrate de tener tu rosario contigo -agregó Lorraine-. Lo mismo digo para


todos, si tienen suficientes rosarios. Y recen el Ave María y el Padre Nuestro tan
seguido como lo deseen.

-Estaremos allí tan pronto como sea posible, señora Snedeker. Si no tiene
objeciones.

-No tengo ninguna objeción. Todos estamos esperando conocerlos pronto.


Estamos... estamos muy asustados.

-Es normal que estén asustados, querida -dijo Lorraine-. Sólo recuerda que tienes
el poder de Dios de tu lado.

Apuntaron su número de teléfono por si acaso se les presentaba algún problema


para encontrar la casa, luego se despidieron.

Cuando Carmen colgó, se sentía un poco mejor... pero sólo un poco.

Los Warren no tardaron demasiado, aunque les pareció mucho tiempo a Al y a


Carmen. Mientras esperaban, habían estado hablando sobre cómo podrían
mantener a todos juntos cuando tuvieran que dormir otra vez. Decidieron mudar
colchones al suelo del estar. Todos estarían cerca mientras dormían. Sí, no sería
tan cómodo pero, como habían dicho los Warren, sería más seguro si algo
ocurriera por la noche.

Cuando llegaron los Warren, Al y Carmen eran aún los únicos en la casa que se
encontraban despiertos. Se inquietaron cuando vieron que la camioneta aparcaba
en su entrada. ¿Cómo serían esas personas? ¿Qué pasaría si los Warren no creían
su historia?

Al y Carmen miraron por la ventana mientras los Warren descendían de su


automóvil.
Se veían exactamente como en las fotos de la revista. Lorraine era alta y llevaba
un gran bolso gris colgado del hombro. Ed era esbelto, también, grande y de
presencia imponente, con anchos hombros y un pecho redondo que presionaba
contra su camisa azul. Los dos caminaban con autoridad, las cabezas altas a
medida que se acercaban a la casa.

Al y Carmen los recibieron en la puerta, los invitaron a pasar, y los condujeron al


estar, donde se sentaron en el sillón.

Al y Carmen esperaban entablar alguna conversación superficial para romper el


hielo. Ese no fue el caso.

-Antes de seguir -dijo Ed Warren, levantando una mano grande-, nos gustaría
hacerles saber que, si parecemos dudar de lo que dicen, esa no es nuestra
intención en absoluto. Sólo debemos cerciorarnos, de toda forma posible, de que
las cosas que nos cuentan han sido provocadas por fuerzas sobrenaturales. Así
que deben saber que no es nada personal, sólo es nuestro trabajo. Es algo que
debemos hacer.

-Y otra cosa que debemos hacer es grabar nuestra conversación -dijo Lorraine a
medida que sacaba un grabador de su bolso. Levantó la vista hacia Carmen y
sonrió-. Espero que no te importe, cariño. ¿Te importa?

Carmen se sintió tan reconfortada por esa sonrisa que ella misma sonrió y se
sentó en una silla frente a su sillón. Al parecía estar más relajado también y se
acomodó en su silla reclinable después de girarla hacia ellos.

-Señora Warren -dijo Carmen-, puede hacer lo que crea necesario, en tanto que
nos escuchen... y ayuden.

Lorraine se inclinó hacia adelante y palmeó la rodilla de Carmen.

-Haremos lo que podamos, cariño, puedes creerme. -Luego colocó la grabadora


sobre la mesa de café y apretó el botón para grabar.

Ed se echó hacia adelante, juntó las manos, puso los codos sobre sus rodillas, y
dijo: -Ahora, por qué no me cuentan desde el principio, en la forma que quieran,
exactamente qué ha estado ocurriendo en esta casa. Ambos pueden hacerlo.

Lentamente, con constancia y mucho cuidado, Al y Carmen expusieron a los


Warren todos los detalles de lo ocurrido desde el principio.

Cuando terminaron, hubo un gran silencio.

Ninguno de los Warren los había interrumpido para hacer comentarios o efectuar
preguntas. Carmen y Al simplemente habían contado su historia con sus propias
palabras, cada uno a su turno y a veces hablando simultáneamente. Ed y
Lorraine los observaron con cuidado y escucharon con interés.

-Nos gustaría hacerles un par de preguntas -dijo Ed finalmente. Pero lo hizo con
una sonrisa-. Uh, si no les importa... ¿hay alguien en la familia que beba alcohol
en exceso?

Al y Carmen se miraron.

-Al toma sus cervezas por la tarde -dijo Carmen, sin desviar sus ojos de los de él.

Al asintió, leve, muy levemente.

Ella dijo: -Pero no... no como usted dice. No. No, claro que no.

-¿Hay alguien en la casa que tome drogas? -preguntó Ed-, Quiero decir,
cualquier tipo de drogas, drogas ilegales, prescripciones, cualquier cosa que
pueda... alterar la mente.

Otra vez se entrecruzaron las miradas, pero esta vez fugaz e incrédulamente. Al
comenzó a sacudir la cabeza mientras Carmen decía: -¡No, no, no! Quiero decir,
nosotros no... bueno, nosotros, ciertamente, no hemos...

-¿Qué pasa con el muchacho? -preguntó Ed-. Stephen, quiero decir. ¿Qué pasa
con él?

La próxima mirada entre Al y Carmen fue larga.

-Nunca estuvimos seguros -dijo Al-. Quiero decir, no lo sabíamos. Estaba


actuando en forma rara, sí, pero... nunca supimos que fuera por eso.

Ed asintió y dijo: -Está bien, está bien. ¿Alguno tuvo interés en lo sobrenatural?
¿Hay alguna persona en su familia que haya usado, en forma alguna en algún
momento, el tablero de ouija?
Al y Carmen sacudieron la cabeza en forma simultánea.

-No, no, de ninguna manera -dijo Carmen.

-¿Alguno asistió a una sesión? ¿Consultó una médium de algún tipo?

-No, definitivamente no.

-Está bien, está bien -dijo Ed-, eso es suficiente.

-¿Les importaría que caminara por la casa? -preguntó Lorraine-. Sola, quiero
decir. Yo sola.

-No, no nos importa -dijo Al.

Carmen sacudió la cabeza.

-Claro que no. -Luego sonrió y dijo:- Puede estar desarreglada, pero...

-Oh, eso no importa, puedes creerme -rió Lorraine, haciendo el comentario de


Carmen a un lado con la mano mientras se ponía de pie-. Eso no es lo que estoy
buscando.

-Lorraine es una médium de trance liviano -dijo Ed-. Eso significa que puede
caminar por una casa y sentir cosas que otras personas no pueden percibir. En
otras palabras, si ella recorre esta casa, puede tener una idea de lo que ocurre.
Puede conseguir alguna pista sobre la fuente de nuestro problema.

-Siga adelante -dijo Al.

-Por favor -dijo Carmen-, puedes ir adonde desees.

Lorraine les sonrió a los dos y asintió amigablemente.

-Gracias. Volveré en poco tiempo.

Ellos observaron de qué manera giró y dejó la habitación, observaron cómo


levantó su mano derecha ligeramente y la movía hacia adelante y hacia atrás,
como si estuviera sintiendo su camino en la oscuridad.

Una vez que Lorraine dio vuelta a la esquina y entró en el pasillo, Carmen se
incorporó, giró hacia Ed y preguntó: -Lo lamento, me olvidé completamente, ¿le
gustaría tomar café o té?

-Es muy amable -respondió Ed con una sonrisa-, pero por qué no esperamos a
que Lorraine regrese.

Cada nervio en el cuerpo de Lorraine estaba vivo y expectante. Su mente se


hallaba abierta a cualquier cosa, a lo que pudiera estar en el aire, en ese pasillo o
en la próxima habitación o abajo, a cualquier cosa que estuviera esperando para
decirle algo.

Caminó lentamente cruzando el comedor, sorda a los sonidos de las voces que
conversaban suavemente en el estar. Atravesó la cocina, deteniéndose a cada
paso, luego entró en el pasillo, subió y bajó por el pasillo un par de veces luego,
descansando en la parte superior de las escaleras por un momento... ¿Fue eso un
cosquilleo que sintió, el más leve rumor de... algo no muy lejos? Y luego bajó al
sótano.

Estaba más oscuro allí abajo, incluso entonces, antes del mediodía, y hacía más
frío también, con una ligera humedad en el aire. Pero el frío y la humedad eran
más profundos que lo normal; se enroscaron alrededor de la mente atenta de
Lorraine, indicándole que era un frío psíquico, y que lo que estuviera mal en la
casa con toda probabilidad estaría en el sótano.

Ella caminó por la habitación de Michael, con la mano aún levantada y


moviéndose lentamente hacia adelante y hacia atrás, unos pocos centímetros en
cada dirección. Había carteles sobre las paredes de figuras deportivas, libros
sobre la mesilla de noche, incluyendo una Biblia, y tarjetas de béisbol y revistas
de automóviles sobre el vestidor. No vio nada dañino, nada peligroso, nada que
pudiera invitar al tipo de actividad que Al y Carmen habían descrito.

Atravesó las puertas francesas hasta la próxima habitación.

Algo cambió.

Ella se sintió diferente.

Una náusea familiar comenzó a enroscarse en su estómago.

Pero, lo que fuera, aún no lo había alcanzado.


Cruzó la habitación que había sido una vez la de Stephen, pestañeando al recibir
diversas sensaciones, oscuras, amenazadoras, indefensas sensaciones. Pero no le
estaban diciendo nada, sólo produciéndole dolor, entonces siguió moviéndose.

Al otro lado del pasillo de concreto, las malas sensaciones siguieron


oscureciéndose, hasta la próxima habitación, en la cual la roldana esperaba
cuerpos encajonados que nunca volverían a ser izados, y la fosa de sangre
esperaba los fluidos corporales que nunca más serían volcados por sus abruptos
costados; entonces entró en el siguiente lugar, la habitación en la que, sin que
Lorraine lo supiera, antes habían embalsamado cuerpos. Fue allí, en esa
pequeña, oscura habitación, de suelo de concreto, que finalmente le golpeó lo
que había estado buscando, la envolvió con brazos helados y la sostuvo, tiesa y
congelada, en una visión borrosa y gélida:

... cadáveres, algunos quemados hasta estar convertidos en figuras negras,


rígidas, de carne calcinada... muchachos y muchachas, hombres y mujeres,
tendidos como después de un horrible fuego o explosión, algún tipo de terrible
catástrofe... pero algo peor, mucho peor, algo mucho más horrible...

... manos, toscas manos masculinas que se estiraban para palpar los cadáveres,
tocar sus partes privadas en formas horribles... dedos que se cerraban sobre
fláccidos genitales masculinos sin vida... penetrando las frías partes privadas
muertas de las mujeres... bruscamente tirando y hurgando... y peor aun...

...risa... risa áspera, latosa... la risa de un gozo y excitación depravados... los


gruñidos de pasión enferma, maligna...

Llenó su mente, cegó sus ojos de tal forma que no podía ver otra cosa que esa
visión horrible, enfermante: esas imágenes aterrorizadoras de perversión, cosas
que ella nunca siquiera imaginó, cosas que ni siquiera había soñado que vería en
su vida.

Pero estaban ocurriendo frente a sus amplios, distantes ojos que, para cualquier
otro, parecerían estar mirando una pared vacía.

Su mano derecha estaba estirada, los dedos temblaban. Su mano izquierda se


hallaba apretada contra su pecho mientras luchaba por respirar, inspirando en
pequeñas, temerosas bocanadas.

Y entonces la dejó, se retiró como manos que hubieran estado cerradas con
fuerza sobre su garganta.

Se retiró y...

Se había ido.

Lorraine se encontró de pie con su espalda apretada contra la pared, su cuerpo


entero tenso, cada músculo de cada parte de sí tenso como la cuerda de un piano.
Se forzó a sí misma a relajarse, bajó su brazo derecho, sintió el dolor lacerante
de la relajación atravesar sus músculos tensionados. Cerró los ojos, inspiró lenta
y profundamente, y se inclinó débilmente contra la pared que tenía a sus
espaldas.

Sus ojos resonaron con el ruido de la sangre fluyendo por sus venas. Su corazón
tronó en su pecho, empujado por el impulso de la adrenalina que inundaba su
cuerpo entero.

Algo se arrastró sobre sus pies.

Ella tomó una profunda y quebrada bocanada de aire, sus uñas rasguñando la
pared.

Algo rascó su pierna debajo de la rodilla.

Lorraine bajó la vista.

Era un hurón, delgado y movedizo, que intentaba con ahínco llamar su atención.

La miró, hizo un rápido sonido con sus labios negros, y rápidamente se pasó una
pata por sobre la cara un par de veces.

Lorraine se sintió aliviada. Sonrió al animal, luego rió de sí misma, de su temor.


Cuando se agachó para acariciar al hurón, él se escurrió de la habitación.

Sus ojos estaban acuosos, su visión borrosa, y se llevó ambas manos al rostro
para secarse las lágrimas que no había vertido. Luego se dirigió al piso de arriba.

Al y Carmen estaban aún conversando con Ed cuando Lorraine volvió y


Michael, todavía confundido por el sueño, se había unido a ellos. El estaba
durmiendo en la cama de sus padres y, a pesar de no haber descansado lo
suficiente, se había levantado.

Carmen se puso de pie apenas entró Lorraine y preguntó nerviosa: -¿Les gustaría
tomar una taza de té? ¿O café, quizá?

Lorraine asintió un tanto ausente y dijo, con voz ronca: -Té estará bien.

-Sí, yo también tomaré té -dijo Ed, que se puso de pie. Se acercó a Lorraine y
dijo en voz baja: -¿Qué ocurrió?

Ella sólo sacudió levemente la cabeza.

El tomó su brazo.

-¿Quieres que hablemos solos?

Ella asintió.

Ed se volvió hacia Al.

-¿Hay algún lugar donde podamos hablar solos por un minuto?

Al los llevó al dormitorio principal, donde cerraron la puerta y él se alejó


caminando.

-¿Qué crees que ocurre? -Murmuró Carmen en la cocina.

Al se encogió de hombros.

-No lo sé. Sólo querían hablar solos por un minuto.

-Bueno, eso no puede ser demasiado bueno... ¿no es así? -preguntó Carmen.

Al se volvió a encoger de hombros mientras salía para ir al estar y mantener


ocupado a Michael, sólo por si acaso él, como Carmen, comenzaba a
preocuparse por lo que estaba sucediendo.

Para cuando los Warren salieron del dormitorio, su té estaba pronto y los
esperaba en el estar. Se sentaron juntos en el sillón y se inclinaron hacia adelante
como si tuvieran algo que decir. Y lo tenían.
Después que Al y Carmen se sentaron -Michael estaba acostado sobre el suelo,
todavía con sueño, pero escuchando- Ed Warren habló.

-Las noticias no son buenas -dijo en voz baja-. Creo que es bastante claro con lo
que estamos tratando aquí. Es de naturaleza demoníaca. Es muy antiguo, muy
astuto y absolutamente, sin duda, muy, muy malvado.

Lorraine alzó la voz entonces, su voz reconfortante.

-Pero podemos luchar contra él. Y podemos ganar. -De pronto levantó el dedo
índice y cerró los ojos.- Lo siento. Eso no es del todo cierto. Podemos luchar
contra él si así lo deseamos. Pero sólo con la ayuda de Dios podemos ganar.

Ed sorbió su té, y apoyó la taza.

-Dejen que les explique exactamente cómo funciona esto -dijo-. Manifestaciones
como esta siempre ocurren en una progresión de cinco pasos. Primero existe un
acercamiento. Luego la infestación, la opresión, la posesión y, finalmente, si se
la deja llegar tan lejos, la muerte. -Obviamente incómodo, tomó otro sorbo de té,
luego se reclinó en el sillón.

Continuó: -Primero, está la etapa del acercamiento, o permiso. Eso es cuando el


demonio de alguna manera consigue acceder a una persona o personas, una
familia, quizá. Por lo general, es voluntario. Una persona invita al demonio a
entrar de alguna forma, a lo mejor jugando con lo sobrenatural, tal como
presenciando u organizando una sesión o usando un tablero de ouija, o
involucrándose en un ritual satánico. Quizás incluso haciendo algo
aparentemente inocente como jugando con cartas de tarot. Otras veces, la
persona no la invita. A veces, otra persona hace algo que llama la atención de los
demonios a esa persona. Nosotros creemos que éste puede ser su caso. Creemos
que algo pudo haber sucedido en esta casa antes de que ustedes se

mudaran, quizá mucho antes de que ustedes se mudaran, que podría estar
favoreciendo la actividad.

Ed les dio un momento para absorber esa información, cambió su posición en el


sillón, tomó otro sorbo de té, luego prosiguió.

-Durante la próxima etapa, la infestación, los demonios intentarán, literalmente,


de enloquecerlos. Provocarán desastres en su medio ambiente físico. Moverán
objetos, romperán cosas, golpearán las paredes y harán ruidos aterrorizadores.
Les mostrarán cosas, visiones, pueden llamarlas, o lograrán que escuchen voces
que realmente no están allí, cosas que son absolutamente terroríficas. Intentarán
hacerlos sentir como si estuvieran solos en el mundo, que nadie les cree. Los
harán pensar que están enloqueciendo.

Ed inspiró profundamente, echando una buena mirada a Al y a Carmen para


investigar cómo lo estaban recibiendo. Luego:

-Y entonces, en algún momento, comienza la opresión. Eso es cuando la fuerza


demoníaca cambia su atención de desbaratar el medio ambiente a las personas
mismas. Causará mucho dolor. Se sabe que ha causado parálisis, ceguera,
enfermedades mentales o físicas. Humilla. Puede hacerlo la víctima de juegos
sexuales enfermos y asquerosos.

-Entonces, cuando los ha hastiado lo suficiente... cuando están lo


suficientemente débiles y enfermos... cuando están en constante terror y han
perdido toda esperanza... ahí es cuando finalmente entra. Allí es cuando
comienza la posesión.

Lorraine se inclinó hacia adelante y levantó una mano.

-Pero podemos agradecer al Señor que no ha ido tan lejos en este caso. -Ella
sonrió.- Y el poder de nuestro Dios verá que no lo haga.

-Podrían decir que, desde este momento en adelante -dijo Ed-, nosotros
actuaremos como fiscales, tanto Lorraine como yo. Luego llevaremos lo que
encontremos a alguien en la iglesia y esperaremos a que ellos decidan en nuestro
favor, que decidan hacer algo.

-Nos gustaría volver esta tarde -dijo Lorraine-. Si no tienen inconveniente,


traeremos algunos de nuestros investigadores y asignaremos uno al menos para
que cumpla una vigilia de veinticuatro horas aquí en la casa.

-Quizás uno o dos de ellos -agregó Ed-. Nos gustaría que alguien estuviera aquí
en todo momento para grabar la actividad que se produzca. Sé que eso suena
difícil: ya saben, invadirá su privacidad, y todo eso. Pero es parte del proceso.
Y... bueno, honestamente, ya sé que todo esto suena como una serie de televisión
o algo así, pero no lo es. Aparentemente, por el momento, es su vida. Nosotros
queremos ayudarlos. Pero tienen que dejarnos hacerlo.
Al y Carmen intercambiaron una larga y silenciosa mirada. Luego Al dijo: -
Necesitamos ayuda. La necesitamos realmente. Y queremos que hagan lo que
necesiten hacer.
24

Los investigadores
Cuando los Warren volvieron esa tarde, la familia estaba reunida en la sala de
estar. Michael y Stephanie se habían quedado en casa sin asistir al colegio ese
día, demasiado fatigados y preocupados aun incluso para llegar tarde.

La camioneta se estacionó en la entrada nuevamente y, detrás de ella, lo hizo un


automóvil blanco. Ed y Lorraine descendieron de la camioneta y fueron seguidos
por otros cuatro, tres hombres y una mujer. Cuatro personas más se bajaron del
coche blanco y trajeron consigo cámaras de vídeo y equipo de grabación.

-¡Oh, Dios! -Carmen le murmuró a Al mientras observaban a través de la


ventana.- ¿Qué van a pensar los vecinos?

Recibieron a los Warren en la puerta y Lorraine dijo jovialmente: -Realmente lo


siento, pero les advertimos que invadiríamos su privacidad. -Una vez adentro,

dijo:- Hemos traído nuestros investigadores y algunas personas para filmar cada
habitación de la casa para que tengamos un archivo de la disposición de los
espacios. Necesitaremos entrevistarlos otra vez, sobre vídeo, y obtener un
archivo completo de su historia.

-Bueno, entonces -Carmen dijo dubitativa-, me imagino que debemos empezar...

La casa se animó con el sonido de las voces que entraban y salían de cada
habitación, hombres y mujeres con cámaras de vídeo apoyadas sobre sus
hombros, otros que sostenían luces, algunos que hablaban en voz baja a
pequeños grabadores, describiendo la casa, dando sus impresiones.

Mientras todo eso sucedía, Ed y Lorraine entrevistaron a Al y Carmen ante una


cámara de vídeo, pidiéndoles que revisaran la historia íntegra nuevamente, pero
esta vez más lentamente y entrando en mayores detalles. Cuando tenían algo que
agregar, Stephanie, Michael o Kelly hablaban.
Parecía que les llevaría toda la vida, pero para cuando el sol desapareció y los
grillos estaban cantando afuera, habían terminado. Aquellos que habían
descendido del automóvil blanco con sus equipos de vídeo y de grabación
acordaron encontrarse con los Warren al día siguiente, agradecieron a Al y a
Carmen por su paciencia y les desearon que estuvieran bien, luego se marcharon,
y los dejaron con los Warren y tres investigadores de sexo masculino, a quienes
apenas habían llegado a conocer en medio de toda la confusión.

Primero, estaba Chris McKenna, el nieto de Ed y Lorraine. Era un hombre


agradable, suave, físicamente gentil, con cabello rubio y ojos algo tristes. El
estaba fascinado con el trabajo de sus abuelos desde niño.

John Zaffis era el sobrino de Ed y Lorraine, un hombre alto, delgado, con


energía de sobra; a medida que conversaban, parecía que le era difícil
mantenerse quieto.

El último investigador era un hombre llamado Carl Yoblanski. El había atendido


una cantidad de las charlas informativas de Ed y Lorraine y había ido a sus
clases. Como John y Chris, era un miembro de la Sociedad de Investigaciones
Psíquicas de New England, la organización fundada por los Warren.

El trabajo de los investigadores consistía en mantener una vigilancia las


veinticuatro horas del día en casa de los Snedeker, llevar registros de todo lo que
sucediera, y de sus impresiones, sus sentimientos, y los sentimientos de otros a
su alrededor.

John preguntó con cortesía si podían tener algo de café y fue a la cocina para
prepararlo.

Todos se sentaron en la sala de estar y conversaron en voz baja por un rato.

-Creo que es importante que lleguemos a conocernos unos a otros -dijo Ed-,
porque, nos guste o no, esa es la única forma en que podremos hacerlo. La otra
forma consistiría en no hacer nada. Creo que es mejor si todos nos presentamos
primero, e intentamos conocernos.

No fue fácil, por supuesto, conocerse en un período tan corto. Pero Kelly y Chris
se llevaron bien de inmediato. No transcurrió mucho tiempo antes de que los dos
estuvieran riendo como si fueran amigos de hacía tiempo.
Al y Carmen también conversaron con los tres hombres y los encontraron
amigables y hasta condescendientes respecto de la situación. Les dijeron a los
Snedeker que cualquier arreglo que ellos establecieran para dormir los satisfaría.

-Bueno, de hecho -dijo Al-, estábamos pensando en mudar los colchones aquí
adentro, al suelo de la sala de estar, para que todos estemos juntos. El señor
Warren nos dijo que no nos dividiéramos.

-Esa es una buena idea -agregó Lorraine-. Y pienso que sería especialmente
sabio que nadie bajara al sótano. Ese... no es un buen lugar.

-Por eso pensamos que traeríamos a todos aquí arriba -dijo Carmen, volviéndose
hacia los tres hombres-. Así que si no les importa estar amontonados cuando
duermen...

-En absoluto -dijo Chris.

John sacudió la cabeza y sonrió.

-Lo que quieran hacer está bien para nosotros.

Carl asintió en silencio con una sonrisa para dejarles saber que estaba de
acuerdo. El era claramente un principiante en eso y estaba un poco nervioso.

Ellos hablaron por un rato más mientras la noche transcurría, luego Ed y


Lorraine se pusieron de pie.

-Deberíamos estar en camino -dijo Ed. Se volvió hacia los investigadores y dijo-:
¿Ustedes quieren sacar sus cosas del automóvil ahora?

Los tres hombres salieron para ir al coche que estaba afuera.

Ed miró a Al y a Carmen y dijo: -Déjenos saber cómo les fue la primera noche.
Tienen nuestro número. Sé que, a veces, surgen conflictos de personalidad, y eso
hace que las cosas sean difíciles. Si ese es el caso, por favor, dígannos. Pero
espero que pongan todo el esfuerzo para trabajar con ellos. Están aquí para
ayudar. Juntos, llegaremos al fondo de esto, luego consultaremos a la iglesia.

Al y Carmen se despidieron de los Warren, quienes los dejaron con sus nuevos
huéspedes, los tres hombres cuyo trabajo era encontrar lo que andaba mal.
25

Demonios bajo control


Las semanas siguientes constituyeron un infierno viviente, no sólo para los
Snedeker sino también para los investigadores.

Era casi como si las fuerzas que se movían de modo invisible a través de la casa
no aceptaran hallarse bajo estricta vigilancia por tres extraños. Parecían
enfadadas. Más que nunca antes, esas fuerzas comenzaron a mostrar su poder y
algo más.

Una noche, Al se retiró a dormir antes que Carmen. Se acostó en uno de los
tantos colchones esparcidos alrededor del suelo del estar.

Peter y Stephanie ya estaban profundamente dormidos en sus rincones


respectivos, acurrucados debajo de sábanas y mantas, sus cabezas descansaban
sobre sus almohadas. John se había mantenido despierto durante casi veinte
horas y en ese momento roncaba suavemente en el suelo frente al sillón.

Carmen y Kelly hablaban en voz baja con Chris y Carl en el comedor cuando Al
finalmente se acomodó bajo las frazadas. Había bebido quizá demasiado y se
sentía pesado y fatigado. No pasó mucho tiempo antes de que sus párpados
comenzaran a caer pesadamente, y su respiración se volviera demasiado lenta.

Entonces de pronto se despertó y miró, con ojos bien abiertos, el techo por un
largo rato. Luego recomenzó el proceso de irse a dormir...

Se volvió a despertar. Pero, entonces, giró sobre su costado e intentó ponerse tan
cómodo como le fuera posible.

Volvió a comenzar a alejarse nuevamente... a medias dormido y parcialmente


despierto... y ahí fue cuando le vino...

Puntos de luz blanca azulada bailaban y giraban detrás de sus párpados cerrados.
Se comenzaron a juntar a medida que se acercaban más y más... más y más
grandes... y comenzaron a formar una figura...

Parcialmente dormido, Al se acostó de espaldas otra vez y abrió los ojos,


pensando que quizás estuviera experimentando algún efecto negativo por tomar
demasiada cerveza. Ese, de todas maneras, no era el caso.

Cuando abrió los ojos, esperaba ver el techo pero, en cambio, las luces giratorias
y danzantes que parecían acercarse más y más no se habían ido. Incluso con los
ojos abiertos, las vio contra un fondo negro, no contra el techo que sabía que se
hallaba encima de él.

Mientras miraba sorprendido, las luces se acercaban más y más, lentamente, y


formaban una figura... una figura muy familiar... una figura que rápidamente
cayó hacia su rostro... la figura de Cristo sobre la cruz... pero ese Cristo no era
como el de las imágenes ya conocidas por él... ese Cristo tenía un rostro
terriblemente mutilado... doblado en una máscara deforme, horrible de dolor...
los ojos que asomaban de sus órbitas... la lengua hinchada que emergía de los
labios gruesos, partidos, que comenzaron a hablarle:

"Yo no puedo ayudarte, Alien... nada puedo hacer... estoy muerto... ¿me
entiendes?"

La figura de Cristo se acercó más y más.

¡Yo... estoy... MUERTO! ¡Ya no SOY!"

Se acercó más y más hasta que Al pudo oler su aliento fétido, hasta que pensó
que podía sentir sobre su rostro esa gruesa lengua que sobresalía...

"¡Yo no puedo ESCUCHARTE, Al! ¡Yo no puedo AYUDARTE, Al! ¿Yo... NO...
ESTOY AQUI!

Entonces la figura hedionda, sangrienta, del Cristo monstruoso cayó sobre él,...

Al se sentó gritando una y otra vez.

John se incorporó y se acercó a Al.

-¿Qué sucede? -le preguntó casi sin aliento-. ¿Qué sucede, Al, qué tienes?
Los brazos de Al se elevaron hacia el techo, -i Jesús! ¡Era Jesús! ¡El vino a mí!
El dijo que no podía ayudarme! ¡Dijo que El estaba muerto! ¡Dijo que no estaba
aquí! -Al intentó recobrar la respiración y su cuerpo entero tembló de pánico.

John posó una mano firmemente sobre el hombro de Al.

-Está bien, Al, era sólo algo que el demonio quería que vieras, eso es todo, sólo
algo para que pierdas el coraje.

Mientras John hablaba, los otros corrieron desde el comedor y se juntaron


alrededor de Al, preocupados después de oír sus gritos.

-Está bien -dijo John-. Esto va a ocurrir. Este es el tipo de cosas que va a hacer.
Quiere asustarlos. A todos ustedes. Quiere que dejen su fe de lado. Quiere
descorazonarlos. Pero, créanme, no pueden dejar que lo consiga.

Al se había calmado bastante entonces. Se volvió hacia John y dijo: -Yo estoy
bien, ahora. Es verdad. Estoy bien.

Mientras John buscaba su archivo para registrar el incidente, Carmen se sentó


junto a Al.

-¿Estás seguro de que estás bien? -murmuró, poniendo un brazo a su alrededor y


sosteneniéndolo junto a su cuerpo.

-Sí, estoy bien ahora. Yo sólo... yo sólo espero que no vuelva a ocurrir. Eso fue...
-Sacudió la cabeza e inspiró profundamente- realmente horrible. Puedes
creerme.

-¿Quieres que me quede contigo hasta que te duermas?

-¿Te importaría?

-Claro que no, cariño, claro que no.

Así que eso fue lo que Carmen hizo. Acarició su cabello y le habló con voz
suave hasta que se durmió, hasta que parecía que ya nada más le sería mostrado
por aquella fuerza que operaba en su casa.

Un par de semanas más tarde, Al y Carmen estaban sentados en los escalones del
porche juntos, disfrutando la noche cálida del verano. Era tarde y Kelly y los
niños dormían.

Adentro, los tres investigadores se encontraban despiertos, hablando en voz baja


y cuidando a los que dormían.

Al y Carmen conversaban suavemente, disfrutando un raro momento de


privacidad.

-Las cosas han sido difíciles -dijo Al, colocando su brazo alrededor de ella y
sosteniéndola junto a su cuerpo.

-No me lo digas -rió Carmen, apoyando la cabeza sobre su hombro.

-Lo superaremos -dijo él. Luego agregó en voz baja-: Al menos, eso espero.

-Oh, lo haremos. Lo sé. Sólo me molesta todo lo que aparentemente debemos


soportar antes de superarlo.

-Sí, sé a qué te refieres.

A lo largo de las semanas anteriores, ellos habían dejado saber a sus amigos y
parientes -lo más suavemente que les fue posible, pero con suficiente firmeza
para transmitir la información sin entrar en los terribles detalles- que no sería
una buena idea que los visitaran, al menos por un tiempo. Como resultado,
recibieron una cantidad de llamadas telefónicas de sus amigos y familiares
preocupados preguntando qué ocurría, si alguien estaba enfermo, si se hallaban
en medio de una crisis conyugal.

Al y Carmen decidieron contarles sólo a aquellos que seleccionaron lo que


estaba ocurriendo. Le dijeron a la familia de Al, a la hermana de Carmen, Vicki,
y a su vecina, Fran, quien no se sorprendió en absoluto ni se mostró escéptica.
Carmen le explicó que había llamado a los Warren y que sus investigadores se
estaban quedando en la casa.

Estaban disfrutando un momento de privacidad en el porche, Al bebía una


cerveza, Carmen sorbía un té y fumaba un cigarrilllo. Decían poco, sólo se
sentaban cerca el uno del otro, apenas escuchaban las voces de los
investigadores en la casa, disfrutando un momento, la sensación de estar solos y
cerca el uno del otro.
De pronto, la taza de té de Carmen se cayó de su mano. Se estrelló dos escalones
debajo de ellos y el té caliente salpicó sus pies.

Al pestañeó ante el sonido, asustado, pero Carmen no se movió, no reaccionó en


lo más mínimo.

-¿Carmen? -dijo Al en voz baja.

Seguido, el cigarrillo cayó de entre sus dedos y rodó por los escalones, su brasa
roja brillaba con un rojo más brillante a medida que rodaba más lejos de la luz
de la entrada y se perdía en la oscuridad de la noche.

Carmen cayó hacia atrás sobre los escalones con un quejido, como si hubiera
sido empujada por manos invisibles. Sus piernas patearon. Su boca se abrió y
permitió que saliera su lengua rígida, mientras sus brazos se enderezaban y sus
dedos se curvaban para convertirse en firmes garras.

-¡Oh, Jesús querido, Carm! -gritó Al, inclinándose hacia ella mientras dejaba
caer la botella de cerveza. La botella también se rompió y la espumante cerveza
siseó derramándose por los escalones.

Con los ojos inmensamente abiertos, la garganta de Carmen comenzó a


oscurecerse paulatinamente, hincharse lentamente para convertirse en un
tremendo globo, protuberante, de carne, como la garganta de un sapo.

Al gritó: -¡Oh, Dios mío, vengan aquí afuera ahora!

La puerta principal se abrió y Chris, John y Carl salieron corriendo de la casa


mientras los miembros rígidos, temblorosos, de Carmen se relajaban, y ella
dejaba escapar una espiración, larga y sonora...

Por un momento -aunque muy corto- Carmen pudo escuchar las voces a su
alrededor. Pero ellas se desdibujaron rápidamente, alejándose de ella, lejos, lejos
de ella, hasta que no pudo escucharlas más... Ella estaba en otro lugar, en un
lugar oscuro, frío, tan oscuro que no podía ver nada, tan irreal y soñado que no
podía sentir nada.

Donde mirara, Carmen sólo veía oscuridad, una oscuridad tan densa y opresiva
que era casi tangible. No había nada... nada a su alrededor... nada para ver... nada
para tocar... nada.
Y entonces levantó la vista.

Lejos, lejos sobre ella había un círculo de tenues, enfermantes luces rojizas, y se
dio cuenta de que estaba en el fondo de un agujero muy hondo. Mientras miraba
ese círculo de luz, alto sobre ella, dos rostros aparecieron.

Una era masculino, el otro femenino, ambos muy pálidos, con cabello negro,
fibroso. Sus bocas estaban partidas por amplias sonrisas simultáneamente,
revelando delgados dientes grises por el proceso de descomposición y separados
por finos espacios plateados.

-¡Hembra miserable! -gritó el hombre, y su voz flemosa retumbó en la oscuridad.

-¡Tú, estúpida perra! -escupió la mujer.

Carmen se acurrucó en la oscuridad, e intentó esconderse de sus insultos


mientras continuaban vomitándole sus imprecaciones, a llamarla con nombres
odiosos y a reírse de su temor.

-¿Crees que hay algo que puedas hacer contra nosotros? -preguntó el hombre.

-¿Crees que tienes un Dios más poderoso que lo que somos nosotros? -rió la
mujer-. ¡Tu Dios es débil!

-¡Un marica!

-¡Tu Dios es un marica chupapenes y no te ayudará ahora!

-¡Tú nos perteneces! ¡Tu alma es nuestra!

Sus voces resonaron en medio de las tinieblas que rodeaban a Carmen y su saliva
llovió sobre ella. Sus palabras cavaron en ella repulsivas fauces, inmundas,
filosas.

Al y los tres investigadores se inclinaron sobre Carmen, escuchando mientras


mascullaba y murmuraba por su garganta hinchada, magullada: -Sa.. San... Santa
Ma... María, madre de... Dios, reza por nosotros pecadores, a... hora y en la hora
de nuestra muerte, amén...

Mientras Al comenzaba a sollozar, ellos levantaron a Carm de los escalones del


porche y la llevaron adentro de la casa.

Los rostros que miraban socarronamente desde el borde del pozo siguieron
escupiendo sus insultos obscenos y maldiciones blasfemas a Carmen, siguieron
insultando a su Dios y a su familia, siguieron recordándole que ellos y sus
millones eran mucho más poderosos que ella, o cualquiera en su familia, para
resistir o vencer.

Y entonces de pronto, horriblemente, esos rostros comenzaron a acercarse y a


volverse más y más grandes, sus sonrisas crecían más anchas, más grandes, y sus
dientes grotescos, pútridos, se volvían más y más definidos a medida que
Carmen era de alguna manera levantada del fondo del profundo y angosto foso,
levantada más y más cerca de la abertura, hacia esos rostros, esos horribles,
delgados, pálidos rostros con su enfermas sonrisas y sus ojos cadavéricos que
observaban a medida que ella se elevaba más y más alto hasta que sus pies
estaban plantados firmemente en el suelo con el pozo (pensó ella) directamente
detrás. Pero entonces giró lentamente y miró el suelo, no había nada allí. Sólo
tierra dura, reseca, con grietas oscuras, anchas, que partían en todas direcciones,
como relámpagos que habían sido cosidos unos a otros.

Sus torturadores no se veían por ningún lado. Aparentemente habían


desaparecido.

Cuando miró hacia adelante, Carmen se dio cuenta de que estaba sobre un
camino... un largo camino hecho de tierra seca, partida. Había tan poca luz,
como si fuera de noche... y, sin embargo, no era exactamente como si fuera de
noche.

Carmen tiró su cabeza hacia atrás y levantó la vista para ver un cielo lleno de
malignas nubes oscuras que corrían aceleradamente.

Pero había una luz que provenía de algún lado... una enfermiza, cancerígena luz
que iluminaba a ambos lados del camino.

Carmen no miró. Ella temía mirar. Comenzó a caminar, lentamente al principio,


cojeando un poco a causa de su temor y a la fatiga temblorosa que la arrasaba.

Luego apresuró el paso, sus pies crujían sobre el camino roto mientras
comenzaba a llorar en silencio, lágrimas que rodaban calientes por sus mejillas
mientras se preguntaba dónde estaba y qué habían hecho de su marido, su
familia, su casa... y se preguntaba que había sucedido con ella.

Más adelante, el camino se angostaba hasta volverse la punta de una aguja en la


distancia. Parecía estrecharse para siempre, tan lejos como podía ver y más aun,
las grietas aserradas se convertían en memoria visual lejos, lejos en la oscuridad.

Su pecho comenzó a tensionarse con el pánico en cuanto comenzó a darse cuenta


de que estaba lejos, muy lejos de casa... como Alicia en El País de las
Maravillas... estaba en un lugar aterrorizador, un lugar extraño, y era muy real...
y no tenía idea de cómo retornaría.

Ella siguió caminando, sus hombros le dolían de tensión y su pecho retumbaba


de temor.

Al y los tres investigadores acostaron a Carmen en uno de los colchones del


estar.

-Jesucristo, ¿que le está sucediendo? -carraspeó Al, con sus ojos llenos de
lágrimas.

-Está siendo atacada -dijo John.

-¿Pero no deberíamos llamar a un doctor o una ambulancia? -preguntó Al-.


Quiero decir, por Dios, se ve como si estuviera enferma, ¡como si se estuviera
muriendo!

-Tiene un mal -dijo Chris, inclinándose sobre ella-. Ella es atacada por la fuerza
demoníaca que actúa en esta casa. Conocemos estos casos, lo hemos visto antes.

-Sí, Al, lo hemos visto -dijo John para reasegurarlo-. Un doctor no encontraría
nada. De hecho, puede haber desaparecido cuando estemos frente al médico.
Mira, ¿dónde hay uno de esos rosarios?

-Bueno, creo que hay uno, hum... -Al miró a su alrededor hasta que descubrió
uno sobre el televisor y lo tomó, luego se apresuró por volver, alcanzándoselo a
John.

-No, no -dijo John- Es para ti. Sosténlo y reza el Ave María y el Padre Nuestro.

-Y sigue rezándolos -dijo Chris con firmeza-, hasta que hayamos terminado. -
Luego miró a John y a Carl y dijo:- Tendremos que hacer la invocación y seguir
haciéndola hasta que esto concluya.

Los otros dos asintieron.

-¡Oh, Jesús querido!, ¿se encuentra mal, no es así?

-Nada que Dios no pueda solucionar -dijo Chris para confirmarlo. Y entonces,
mientras Al comenzaba a recitar el Ave María, los tres investigadores empezaron
a decir juntos: -¡En nombre de Jesucristo! ¡Te ordenamos que dejes este sitio!
¡Que vuelvas al lugar de donde saliste! ¡En nombre de Jesucristo!

Al se arrodilló junto a la cabeza de Carmen mientras su garganta continuaba


poniéndose oscura e inflamada, y los tres hombres repetían la invocación. El
puso una mano sobre el hombro de ella y aferró el rosario en la otra mano
mientras decía el Ave María y el Padre Nuestro casi gritando, y Chris, John y
Cari seguían invocando el nombre de Cristo.

Carmen, sin aliento, caminaba por el interminable camino. Finalmente, comenzó


a mirar a su derecha e izquierda el paisaje que la rodeaba.

Lo primero que notó fueron las cruces... cruces enormes, de madera tosca,
plantadas firmemente en el suelo... puestas a la inversa... se extendían en ambas
direcciones hasta donde le daba la vista.

Alrededor de esas cruces, contorsionándose hacia arriba, saliendo de la tierra,


había manchas negras, informes, que parecían estar intentando, sin éxito,
emerger de la dura tierra partida y librarse.

Melladas agujas de luz surcaban silenciosas las negras nubes que atravesaban el
cielo, y de pronto, sin salir de ninguna parte en especial pero de todos lados a su
alrededor, una profunda y aguardentosa voz, el sonido, pensó Carmen, de la
enfermedad, le habló:

-Son almas, Carmen... almas perdidas que ahora nos pertenecen... a mí... de igual
forma que tú me perteneces... como tú y todos los de tu familia me pertenecen...

Carmen se detuvo sobre el camino y gritó tan fuerte como podía, rezándole a
Dios que alguien la escuchara, que alguien la encontrara y ayudara.
Cuando Al escuchó a Carmen emitiendo pequeños sonidos estrangulados dentro
de su garganta, se detuvo en medio de un Padre Nuestro y se inclinó hacia ella: -
Carmen, cariño, ¿qué sucede? ¿Qué ocurre?

Chris, John y Carl habían estado invocando a Cristo una y otra vez y, de pronto,
Chris levantó la voz y dijo: -Ella no está aquí, Al, no está con nosotros, sólo
sigue rezando y sigue...

Depués de oír eso, Al dijo con gran determinación en el oído de Carmen: -


¿Adonde estás, Carmen, cariño, dónde estás?

Cuando ella comenzó a responder, los tres investigadores detuvieron su


invocación y escucharon.

-Oscuro -carraspeó ella, se le juntaba saliva en las comisuras de la boca-. Lugar


oscuro... en un... lugar... en un lugar oscuro -dijo ella, forzando las palabras para
que surgieran de su pecho y pasaran por su garganta.

-¿Oh Dios, dónde se encuentra? -gritó Al, levantando la vista hacia los tres
hombres.

-La tiene -dijo John-, y nosotros debemos traerla de vuelta.

Inmediatamente, levantaron sus voces mientras continuaban su invocación, y,


después de un rato largo, Al terminó el Padre Nuestro y siguió con el Ave María.

Carmen siguió gritando y cayó de rodillas mientras miraba las almas a su


alrededor... todas aquellas almas negras, atrapadas...sintiéndose oprimida y
ahogada por su necesidad de liberarse, por su deseo de zafarse de lo que fuera
que había traído a cada una a ese lugar...

La voz que parecía venir de todos lados, la flemosa, asquerosa voz, que parecía
surgir del fondo del agujero más profundo del infierno comenzó a reír. Su risa
era profunda y rasposa y llena de gozo maligno, decadente.

Carmen se llevó las manos al rostro y gritó una vez más, sin poder tolerar la risa
encima del sentimiento claustrofóbico que le traían las negras, tumorosas almas,
que se contorsionaban desde el suelo yermo.

Después de una corta eternidad, la risa comenzó a desaparecer y, junto con ella,
el sentimiento de opresión.

Lentamente... muy lentamente... Carmen comenzó a sacarse las manos del


rostro.

Sus ojos se abrieron y divisaron turbiamente a Al, cuyo rostro preocupado


flotaba sobre ella y sus labios formaban una línea recta, tensa.

-¿Carm? -murmuró con voz ronca-. Oh, Jesús querido, ¿Carm?

-Al -susurró ella, estirándose para tomar su mano. Se aferró a su mano con
fuerza, como si Al fuera alejado de ella.

De pronto, ella vio a Chris, John y Carl arrodillados a su lado, todos ellos
sonriendo mientras John decía: -Gracias a Dios -y Cari agregaba-: Amén -Chris
sólo sonreía con tanta intensidad que podía concluir en una explosión de risa en
cualquier momento.

-Has vuelto -dijo Chris finalmente.

-Sí, eso creo -murmuró Carmen.

Casi dos horas después, Carmen estaba durmiendo inquieta al lado de Al sobre el
colchón. Chris, John y Carl hablaban en voz baja tomando café en el comedor.

Al estaba apoyado sobre un costado, con sólo la parte inferior de su pijama y una
bata, observando a Carmen mientras dormía. Su frente se hallaba arrugada a
causa de la preocupación, el temor y la confusión.

Carmen daba vueltas hacia ambos lados mientras dormía, sus ojos permanecían
apretados juntos debajo de su ceño pronunciado.

El rezó en silencio, sin quitarle los ojos de encima, aliviado de que Kelly y los
niños no hubieran presenciado lo ocurrido.

Y entonces, el cuerpo de Carmen se puso rígido y su espalda se arqueó como si


estuviera atravesando una agonía silenciosa. Una vez más, su garganta comenzó
a hincharse y a oscurecerse, volviéndose de un color púrpura oscuro.

Al se sentó, aferrando su hombro, gritando: -¡Está volviendo a ocurrir, vengan


aquí, está volviendo a ocurrir, oh Jesús, Jesucristo!

Se oyeron pasos apresurados por el corredor, entraron en el estar y los


investigadores se apresuraron por llegar a los colchones en los que se
encontraban Al y Carmen.

John tenía un crucifijo en su mano y lo sostenía frente a él mientras decía en voz


alta, con autoridad: -En nombre de Jesucristo, te ordeno que dejes este lugar...

Chris y Carl rápidamente se unieron a él, repitiendo las palabras juntos.

La cabeza de Carmen se volcó hacia atrás. Sus ojos se abrieron para revelar sólo
el blanco brillante de los globos oculares, mientras gorjeaba y se ahogaba, sus
brazos y piernas comenzaron a sacudirse y a convulsionarse violentamente.

Al se puso de pie repentinamente, los puños cerrados a ambos costados, los


dientes apretados, y gruñó furiosamente: -¡Maldición, yo soy más fuerte de lo
que ella es! ¡Ven a mí, hijo de perra, házmelo a mí..A

Los tres hombres se callaron de inmediato y se volvieron hacia Al. Chris gritó: -
¡Al, no digas eso! -y Carl tomó a Al por el brazo y gritó-: ¡Deténte! -mientras
John cayó de rodillas a los pies de Carmen y siguió la invocación solo, casi
gritando ahora, sosteniendo aún la cruz al frente de Carmen como si fuera un
arma.

Pero Al los ignoró.

-¡Ven a mí, maldición! -continuó-. Yo lucharé contigo, maldito hijo de perra, hijo
de...

Las palabras de Al se helaron en su garganta tan aguda y repentinamente como


espinas de pescado, atragantándose allí mientras comenzaba a emitir un gorjeo
estrangulado. Sus ojos se agrandaron y agrandaron, su rostro perdió el color,
dejándolo de un color enfermizo, pálido.

Entonces fue tumbado sobre el colchón como impulsado por unos brazos
poderosos, aunque invisibles, y aterrizó con un gruñido estrangulado.

-Oh, Dios querido -se quejó Carl.


Al aterrizó sobre pies y manos, la cabeza le caía hacia adelante débilmente.

Los movimientos erráticos de Carmen comenzaron a calmarse. La hinchazón y


oscurecimiento de su garganta comenzó a desvanecerse a medida que la
condición de Al parecía empeorar.

John siguió invocando el nombre de Cristo a toda voz, su frente brillaba con
gotas de transpiración.

Mientras Chris y Carl miraban, el dobladillo de la bata de Al fue tirado con


fuerza por sobre su cabeza y la banda elástica de los pantalones de su pijama fue
arrancada mientras era jalado hacia abajo violentamente, mostrando su trasero
desnudo.

Al gritó, su voz tan alta y aguda que sonaba como la de una mujer y su cuerpo
entero comenzó a moverse como si algo se estuviera introduciendo en él una y
otra vez. Sus gritos continuaron, gritos llenos de dolor, de horror.

Carmen comenzó a moverse. Abrió sus ojos y parpadeó un par de veces mientras
se sentaba.

-¿Qué sucede? -preguntó ella, volviéndose hacia Al-. ¡Oh, Dios mío!, ¿qué le
está sucediendo?

John detuvo la invocación y tomó una larga inspiración. Entonces, su voz ronca,
dijo: -Está siendo atacado... como tú lo fuiste... hace sólo pocos segundos.

Por un largo momento, todos miraron a Al, sorprendidos e indefensos, sabiendo


exactamente qué era lo que le estaba ocurriendo.

-¡Oh, Dios! -gritó Carmen, que lloraba. Ella se movió hacia Al y puso un brazo
alrededor de sus hombros mientras él siguió gritando en forma aguda una y otra
vez, un sonido que resultaba totalmente extraño para Carmen al emerger de su
musculoso y fornido marido. Ella miró sobre su hombro y gritó a los demás-:
¡Hagan algo! ¡Para eso están aquí, maldición! ¡Hagan algo!

Pero sus plegarias no tuvieron efecto. Cuando hubo terminado, Carmen se


acurrucó junto a Al y lo sostuvo próximo a su cuerpo.

-¡Oh, mi Dios!, cariño, lo siento, siento tanto que hayas tenido que pasar por eso.
Como ella ya había sufrido esa experiencia suponía lo humillado que se sentiría
Al, recordaba cuán indefensa se había sentido mientras era violada; le dolía el
corazón de saber que Al había pasado por la misma humillante tortura.

Había transcurrido otra noche en esa casa en la que, de alguna manera, se había
trazado una línea hacia el infierno.

Al, Carmen y Kelly no eran los únicos que habían sido asediados por la entidad
que eligió la casa aunque, por alguna razón, demostró poco interés por los niños
menores; durante su estadía los tres investigadores fueron asaltados en una u otra
forma. Ellos fueron atormentados en sus sueños tanto como pinchados, picados y
golpeados una y otra vez a través del día y de la noche. Diversos objetos
continuaron moviéndose alrededor de la casa, aparentemente por sí mismos, casi
como si tuvieran vida independiente.

Temprano, una noche, después de que Al llegó a su casa del trabajo, todos
cenaron afuera, estilo campestre. Cuando entraron, Carl fue el primero en notar
que algo extraño estaba ocurriendo en el estar. Llamó a los otros investigadores
y, naturalmente, los demás los siguieron.

Cada uno de los colchones que se hallaban sobre el suelo respiraba. El del medio
se hinchaba lentamente, como si estuviera inspirando, luego se relajaba y se
nivelaba.

Ed y Lorraine los visitaban con frecuencia y se quedaban unas horas,


testimoniando por sí mismos muchos de los incidentes que los investigadores
habían visto desde un principio.

Ellos observaron algunos de los ataques; aspiraron los olores y vieron los
movimientos apenas fuera del radio de la vista, movimientos aparentemente
causados por la nada.

Durante una de sus visitas, escucharon un fuerte ruido metálico que parecía
provenir de la habitación principal. Al estaba trabajando, los niños se
encontraban afuera, y Carl y John descansaban en el estar, así que Ed y Lorraine,
Carmen, Kelly y Chris caminaron con cautela por el pasillo y entraron en el
dormitorio. Carmen y Kelly sostenían cada una un rosario mientras que Ed y
Chris llevaban crucifijos.

En el dormitorio, el sonido era mucho más fuerte y ocurría debajo de sus pies, el
suelo de madera vibraba levemente. Todos se detuvieron apenas dentro de la
habitación.

Finalmente, Lorraine dio un paso al frente y puso su mano ligeramente sobre el


pie de la cama.

-Es mucho peor aquí -dijo en voz baja.

-¿De dónde viene? -preguntó Ed, moviéndose a través de la habitación


lentamente.

Lorraine levantó su mano derecha al frente como lo había hecho en su primera


visita a la casa y cerró los ojos.

-No viene de aquí adentro -murmuró ella-. Es de algún otro lugar.

-Oh, Dios -dijo Carmen-, suena como una polea... el aparato para levantar
cadáveres del sótano. Se encuentra justo debajo de esta habitación. En realidad...
está justo debajo de la cama.

De pronto, entendieron de qué se trataba el ruido; el traqueteo metálico


representaba el que podía hacer una roldana de cadena, como la que se
encontraba en el frío, húmedo sótano de abajo.

Salieron por la puerta trasera del dormitorio que daba al sótano. Cuando estaban
en la mitad de la escalera, el traqueteo se detuvo abruptamente.

En el sótano, encontraron la pesada cadena bamboleándose levemente, los


eslabones sonando con mucha suavidad.

No fue la última vez que ocurrió aquello, ni el último de muchos


acontecimientos extraños que testimoniarían Ed y Lorraine.

Durante otra visita, Lorraine fue envuelta por otra aterradora visión, no muy
diferente de la que había padecido la primera vez que caminó por la casa.

Ella estaba de pie en la cima de las escaleras, cerca del cuarto de baño, mirando
dentro de la habitación que se hallaba debajo, a punto de descender hacia el
sótano -la parte de la casa que los Snedeker ahora se rehusaban visitar- cuando
comenzó. Eran tan vivido e inesperado que, por un momento, ella no estaba ni
siquiera consciente de que era una visión -hasta que tomó conciencia de que no
podía moverse, y de que se hallaba paralizada.

Un hombre apareció al pie de las escaleras. Simplemente apareció, como si


saliera del aire a su alrededor. Usaba una sucia camiseta y un par de pantalones
bolsudos, demasiados largos para su estatura, que habrían sido de color beige
pero que ahora estaban tan manchados y sucios que parecían de color marrón.
Los ruedos descosidos se juntaban alrededor de sus pies, sobre los cuales usaba
sucias medias blancas. Su abdomen redondo, caído, empujaba contra la camiseta
y colgaba sobre la cintura de sus pantalones, con una leve sombra que llenaba el
enorme hueco formado por su ombligo. Su cabello era negro y nudoso y caía
hasta sus hombros; en la parte superior de la cabeza tenía una calvicie incipiente
y su pálido cuero cabelludo se transparentaba entre mechones de cabello. Debajo
de su brazo izquierdo había un par de botas de trabajo marrones. Con los dedos
cortos de sus gordas manos se estaba levantando y asegurando los manchados
pantalones. Su aliento era entrecortado, con bocanadas silbantes, como si
hubiera hecho un gran esfuerzo.

El hombre levantó la vista con sus ojos acuosos, inyectados en sangre, los clavó
en los de Lorraine, que estaban muy abiertos y asustados. El sonrió, mostrando
sus dientes rotos y descoloridos. Sus labios eran gordos, gruesos y partidos, y su
lengua brillosa se deslizó sobre ellos para humedecerlos y comenzó a subir
lentamente por las escaleras.

-Hermosos cuerpos -dijo, su voz baja y flemosa, húmeda y gutural-. Hermosos


cuerpos fríos. Fríos, firmes cuerpos.

Tomó un paso después de otro, acercándose y acercándose...

-No se mueven cuando los tocas. No pelean cuando los sostienes o lames. -Rió.

...más y más cerca, paso tras paso...

-Puedes hacer lo que quieres con ellos -rió cuando llegó a la cima de las
escaleras. Se estiró para tomar la mano de Lorraine, y dijo-: Vamos, te mostraré.
Si quieres, puedes mirarme. ¿Ves? Estoy preparado nuevamente. -Se volvió a
reír mientras dejaba caer las botas de debajo del brazo y se llevaba la mano a la
bragueta.

Lorraine bajó la vista y observó mientras él tomaba el horrible bulto que había
crecido entre sus piernas. El cierre de sus pantalones estaba aún abierto y ella vio
lo que parecía carne purpúrea, tosca, descolorida con lo que era algo así como
tierra, o quizá sangre.

Cerrando los ojos y empujándose hacia atrás lejos de él, Lorraine gritó mientras
su espalda golpeaba contra la puerta del cuarto de baño. Cuando volvió a abrir
los ojos, estaba sentada sobre el suelo y el hombre había desaparecido. Ed se
hallaba arrodillado a su lado, murmurando ansiosamente: -Lorraine, ¿que te
sucede?, ¿qué ocurre?

-Necrof... necro... cosas horribles, Ed... cosas horribles ocurrieron en esta casa.

-¿Necrofilia?

Ella asintió. -Vi algo... un hombre... me contó lo que hacía... quería que yo lo
mirara...

Una vez que Lorraine se hubo calmado y pudo ponerse de pie y hablar
coherentemente, les explicaron a los otros lo que ella había visto y lo que
significaba.

-Ese tipo de cosas -aclaró Ed-, necrofilia, que significa mantener sexo con
cadáveres, es el tipo de cosas que, de acuerdo con lo que vio Lorraine, ocurrió
aquí una vez, es malvado. Atrae actividad demoníaca. La localización de tales
cosas puede volverse un blanco de atención demoníaca.

-No es necesariamente una explicación definitiva -dijo Lorraine con voz ronca,
con un vaso de agua helada en su mano-, pero ciertamente explica la visión que
me fue dada cuando vine aquí por primera vez. Realmente creo que eso es lo que
ocurrió aquí... y creo que es lo que produjo las dificultades que padecen.

-Entonces, ¿qué hacemos? -preguntó Carmen suavemente-. ¿Cómo podemos


detenerlo?

Ed y Lorraine se miraron en silencio por un momento. No tenían dudas de que lo


que estaba ocurriendo en la casa era muy, muy real. Sabían cuál era el próximo
paso, pero ignoraban cuál sería su resultado y mostraban cautela antes de alentar
esperanzas en los Snedeker.

-Ahora -dijo Ed-, contactamos a la iglesia.


-Ya hemos hecho eso -dijo Al, un tanto enfadado-. ¡No nos llevó a ninguna
parte!

-Ya lo sé -replicó Ed-. Ahora nosotros vamos a contactarlos. Les diremos lo que
hemos encontrado, lo que hemos visto y cuál creemos que es el problema. Lo
único es... y no digo que esto vaya a ocurrir, pero...

-¿Qué? -interrumpió Al impaciente.

-Podemos obtener la misma respuesta que ustedes.


26

Atención de la Iglesia
El apretó el timbre, luego dio un paso atrás y esbozó una sonrisa, sosteniendo su
bolsa negra a un costado.

Carmen abrió la puerta y su sonrisa se volvió aprobativa. El estiró la mano y


dijo: -Usted debe de ser la señora Snedeker. Yo soy el padre Tom. Hablé con los
Warren y ellos me contaron sobre su problema.

-¡Oh, padre!, estoy tan contenta de que esté aquí -dijo ella, con su voz que
sonaba un tanto desesperada mientras lo hacía pasar dentro de la casa.

El lo sintió de inmediato, un aura oscura, opresiva, que parecía estar por todos
lados. Pero mantuvo su sonrisa; no deseaba alarmar a la señora Snedeker.

-Así que, ¿qué le dijeron los Warren? -preguntó la señora Snedeker mientras
permanecían de pie en el pasillo.

-Ellos dijeron que en esta casa había manifestaciones de una actividad


sobrenatural muy desagradable,

que sentían que era de naturaleza demoníaca, y que necesitaban la ayuda de la


Iglesia.

Eso no fue todo lo que dijeron, pero él no se lo manifestó. Hubo mucho que no
le comentó a ella.

El no le informó que, además de ser un sacerdote, había sido instruido en


demonología y que estaba tan familiarizado con el tema como los Warren. No le
dijo tampoco que, después que los Warren le avisaron, él supo inmediatamente
cuán urgente necesitaban su ayuda en el hogar de los Snedeker. Y, por supuesto,
no le dijo que, apenas pisó la casa, podía sentir qué avanzado estaba el problema,
y que sabía que se agravaría rápidamente sin la inmediata intervención espiritual.
Carmen lo llevó al comedor y lo presentó a Kelly y a Peter. Ella explicó que los
investigadores, Chris y John (Carl se había ido) estaban descansando en el estar
y que necesitaban dormir. Le preparó té, luego le preguntó qué deseaba hacer.

-Bueno, ¿qué tal si sólo me paseo por la casa, la bendigo, rocío agua bendita en
cada habitación y veo qué encuentro? Luego, si no le importa, me gustaría
volver en un día más o menos con otro sacerdote y quizá celebre una misa.

-Eso me parece bien -dijo Carmen-. ¿Hay algo que necesite de mí?

-Absolutamente nada. Ha sido más que bondadosa. -Le sonrió mientras se


incorporaba y agachaba sobre su bolso en el suelo.- ¿Le molesta si me paseo por
la casa?

-Oh, claro que no, eso está bien -dijo Carmen, un tanto perturbada- Vaya
adelante. Pero no es... bueno, no es la casa que solía ser. Todos los colchones
están en el estar para que podamos dormir juntos allí adentro, y...

-Por favor, no se sienta con la obligación de disculparse o explicar. Yo entiendo,


realmente que sí. -Le volvió a sonreír y asintió, luego salió del comedor y
caminó por el pasillo, abriendo su bolso.

En cuanto no lo vieron más, su sonrisa desapareció. Había sido un esfuerzo


mantenerla desde que entró en la casa; el aire mismo se sentía animado con
maldad. Carmen Snedeker y su sobrina Kelly mostraban las huellas de vivir en
tal atmósfera. Se veían desarregladas, hinchadas, deprimidas, y cada movimiento
era pesado y trabajoso; sus ojos estaban inyectados en sangre y acuosos, y sus
palabras, aun cuando ansiosas, eran sólo lentas y cortadas, lo suficiente como
para dejar transparentar su situación. El rezó una plegaria silenciosa por ellas
mientras caminaba por el pasillo.

El padre Tom entró primero en la habitación, luego en el cuarto de baño, después


en parte del pasillo otra vez, rociando agua bendita y bendiciendo cada
habitación, cada parte de la casa. Luego...

... las escaleras.

Lo sintió ya en el primer escalón y oró para tener fuerza mientras caminaba


hacia abajo, sabiendo que algo malvado lo esperaba en el sótano. Los Warren lo
habían prevenido, pero a medida que se acercaba al último escalón, se dio cuenta
de que su advertencia no había sido lo suficientemente fuerte. Algo le estaba
tomando el estómago, doblándose hasta que sintió que iba a vomitar.

Finalmente, se detuvo al final de las escaleras y, lentamente, con las manos en un


leve temblor, caminó bendiciendo la primera habitación, luego la siguiente,
donde el sentimiento era aun más potente. El corredor parecía más fuerte,
oscuro... casi asfixiante.

Siguió bendiciendo cada habitación en el sótano, hasta que se dio cuenta de que
estaba llorando, y que lo había estado haciendo por un tiempo, sus mejillas
estaban humedecidas por las lágrimas. Se detuvo en la habitación que una vez
había sido la morgue, rodeado por paredes que habían estado teñidas de sangre
de los muertos, e impartió la bendición, sus palabras finalmente se volvían
balbuceos mientras tomaba conciencia de que algo estaba ocurriendo.

Algo oscuro y sin embargo transparente, una masa informe que se movía con
fluidez, emanaba y temblaba mientras surgía de la pared del fondo y avanzaba
hacia él.

Roció más agua bendita y levantó el crucifijo mientras salía retrocediendo de la


habitación, tambaleándose dentro de la siguiente, para girar luego, cruzar el
corredor y subir de prisa las escaleras.

Cuando se detuvo de cara al cuarto de baño, hizo una pausa para retomar su
aliento, para calmarse y limpiarse las lágrimas de las mejillas con un pañuelo
que extrajo del bolsillo trasero, rezando a Dios para que lo ayudara a esconder
sus temores de Carmen Snedeker y los otros, quienes ya habían padecido lo que
él consideraba que era más que suficiente.

Entró en el estar, en el cual dormían los investigadores, lo bendijo


silenciosamente, luego se movió con cuidado sobre los colchones para llegar a
los otros dormitorios.

Cuando terminó, volvió al comedor y sonrió a Carmen y a Kelly.

-Si no tienen objeciones, definitivamente me gustaría volver en cuanto sea


posible con otro sacerdote para celebrar una misa. ¿Quizás esta noche, o mañana
por la mañana?

-Claro -dijo Carmen con voz ronca-. Pero... ¿por qué cambió de opinión? ¿Ha
ocurrido algo?

-Oh, no, no. Yo sólo... he estado pensando sobre mis ocupaciones, eso es todo.
Gracias por su paciencia y hospitalidad. Realmente debo irme ahora.

Carmen se puso de pie y lo siguió hasta la puerta, luego murmuró: -¿Cree que
todo, hum... todo estará bien, padre? Quiero decir... ¿vamos a estar bien?

El le sonrió de la mejor manera posible y puso su mano suavemente sobre el


hombro de ella, diciendo: -Todas las cosas trabajan unidas para el bien de
aquellos que aman al Señor.

Carmen entonces sonrió, como si eso la hubiera hecho sentir mejor. El sacerdote
abrió la puerta y expresó: -La veré otra vez, pronto.

Comenzó a caminar por la vereda y, cuando escuchó cerrarse la puerta principal,


estuvo sorprendido de encontrarse a sí mismo aún temblando del asalto que sus
sentidos habían sufrido dentro de la casa de los Snedeker.

El padre Tom volvió esa misma tarde con otro sacerdote, quien se identificó
como el padre Frank.

Al los recibió en la puerta, les dio la mano, se presentó y luego los condujo a la
sala de estar.

Todos estaban allí: Carmen y los tres niños, Kelly, y los dos investigadores que
quedaban, Chris y John.

Mientras permanecían de pie, apenas entró en el estar, el padre Tom presentó al


padre Frank a la familia, y dijo: -Nos gustaría celebrar una misa esta tarde. Si
ustedes no tienen objeciones, por supuesto.

Nadie objetó. Michael se estiró y apagó el televisor mientras todos se ponían de


pie, algunos sobre los colchones, otros sobre el suelo.

-¿Qué les gustaría que hiciéramos? -preguntó Al.

-Bueno, si pudiéramos disponer de una mesa... -El padre Tom se volvió y miró la
mesa de café que había sido empujada contra la pared, fuera del camino de los
colchones.
-Oh, ningún problema -dijo Al, y John lo ayudó a mover la mesa sobre los
colchones y frente a los dos sacerdotes.

-Ahora -dijo el padre Frank, sonando un poco tímido-, si todos ustedes se


pudieran congregar ante nosotros... eso es, si no les importa subirse sobre los
colchones.

-Ya estamos acostumbrados a ello -rió Chris.

Todos hicieron lo que los sacerdotes les pidieron.

En pocos momentos, el padre Tom y el padre Frank comenzaron a celebrar la


misa, por supuesto, en latín.

Durante la misa, algo comenzó a ocurrir, algo silencioso y muy malo, algo que
no debería estar ocurriendo durante una celebración.

Carmen y Kelly fueron las primeras en notarlo. No sabrían hasta más tarde que
ellas fueron las únicas que lo percibieron. Pero vieron, simultáneamente, las
mismas cosas.

La nube sombreada entró en la habitación, fluyendo líquida y silenciosamente.


Primero, se arremolinó alrededor del padre Tom, luego alrededor del padre
Frank, hasta que tuvo a ambos hombres dentro de una sombra pálida.

Aunque no dijeron a nadie lo que estaban viendo, Carmen y Kelly, cada una
sintió que su ritmo cardíaco se aceleraba, su respiración se volvía corta y sus
gargantas se secaban mientras observaban la oscuridad ondulante que rodeaba
silenciosamente a los sacerdotes, burlonamente, sin que ellos reaccionaran. Era
como si la entidad estuviera burlándose simplemente de su pequeño ritual
inofensivo.

En poco tiempo, Kelly comenzó a sentir algo que se movía entre sus piernas.
Ella estaba usando un par de pantalones cortos para escalar, color caqui, y una
blusa blanca de algodón. Sintió lo que parecieron ser pequeñas manos sobre sus
piernas desnudas, como las manos de un niño que deseaba ser tomado en brazos.
Las pequeñas manos palmearon su carne desnuda, tiraron del dobladillo de sus
pantalones, las húmedas y frías palmas, los dedos cortos, imploraron con sus
movimientos.
... levántame, por favor... llévame... sosténme... por favor, sosténme cerca de ti,
cerca de tus pequeños senos para que pueda mamarlos, para que pueda secarlos,
maldita, maldita perra caliente, con los labios de tu vulva tan húmedos y tu
agujero tan ancho como para que algo...

Kelly se estremeció ante las palabras que gritaban en su mente como un fuego
ardiente, y sus ojos parpadearon varias veces y comenzaron a lagrimear. Intentó
concentrar su atención en la misa, lo intentó con fuerza, intentó no llorar, que
había sido su primer impulso.

La misa continuó sin ninguna interrupción y aparentemente sin ningún hecho


extraño.

Pero mientras Kelly estaba experimentando pequeñas manos sobre sus piernas y
la voz en su cabeza, Carmen sintió lo que parecían ser dedos tiesos que la
pinchaban por todo el cuerpo, dedos invisibles que seguían hincándola y
pinchando sin interrupción, como si un niño caminara a su alrededor una y otra
vez, un niño malcriado, furioso, que quería algo que no podía obtener y estaba
enfadado. Pero Carmen no se movió. Ella concentró su atención en la misa y en
silencio rezó para lograr fuerzas.

Y mientras Kelly era toqueteada y le hablaban, mientras Carmen era pinchada


por un dedo invisible, Chris comenzó a sentir algo también. Se sentía como una
mano que estaba hurgando en el área de su sexo. Al principio, parecía estar fuera
de sus pantalones, rasguñando el material alrededor de su bragueta como si
intentara encontrar el camino para entrar. Luego, como si no hubiera necesitado
hacerlo en primer lugar, entró por la tela de los pantalones, a través de su ropa
interior, y sintió delgados, gélidos dedos envolverse alrededor de su pene.

Al principio, esos dedos se turnaron en aplicar fuerza y frotar sólo un poco,


como los dedos de un amante tratando de excitarlo, tratando de prepararlo para
el amor; pero esos dedos eran demasiado huesudos, demasiado fríos, como los
dedos de un cadáver... un cadáver fallecido hace tiempo.

Pero los movimientos suaves pronto dieron lugar a apretones abruptos. La mano
comenzó a tirar con fuerza -con demasiada fuerza- hasta que se volvió difícil no
gritar. Pero lo logró de alguna manera. Mantuvo su atención puesta en la misa y
oró en

silencio, pidiéndole a Dios fuerza, hasta que finalmente la mano se detuvo.


En la semana siguiente, la casa de los Snedeker fue el centro de lo que sólo pudo
describirse como la furiosa venganza de las fuerzas demoníacas que, hasta la
misa, no había sido controladas y habían tenido rienda libre.

Tarde una noche, mientras Chris estaba sentado a la mesa del comedor, hojeando
una revista y alerta por si surgía algún problema, el descanso de Kelly fue
interrumpido por lo que ella, al principio, pensó que era un sueño.

Fue sacudida violentamente mientras su camisón era tirado hasta que el ruedo le
quedó alrededor del cuello. Atemorizantes manos heladas comenzaron a sentir
sus senos, a apretarlos y a tocarlos en forma brusca.

Dedos como palos la pincharon, juguetonamente al principio, luego con más y


más fuerza hasta que los pinchazos empezaron a doler, hasta que se volvió
terriblemente doloroso, hasta que se tornó insoportable, y Kelly intentó gritar,
esperando que la pesadilla terminara.

Pero no tenía voz, y no terminaba.

En cambio, sintió otra cosa que las manos, los dedos. Sintió algo sólido rozarle
un pecho, luego el otro, algo tan frío como el acero, algo con un borde filoso
como una navaja.

Se dio cuenta repentinamente de que era la hoja de un cuchillo, sostenido por


una de las manos que la habían estado hurgando hacía un momento.

La hoja filosa le rozó una y otra vez uno de sus pezones erectos. Y luego, tan
suavemente, que ni siquiera se dio cuenta, el cuchillo comenzó a cortar... rebanar
hacia adelante y atrás... adelante y atrás...

Kelly podía sentir la hoja penetrar su carne, la sentía moverse de un lado a otro
debajo de su pezón, que sabía que debía de estar separándose del cuerpo.

Ella abrió los ojos, los abrió bien grandes, tanto que le dolieron los músculos
alrededor de ellos, pero no podía ver.

Y entonces se dio cuenta de que no era un sueño... y que estaba ciega.

Trató de gritar... no podía encontrar su voz... luego sólo pudo suspirar... sólo
susurrar... sólo murmurar... y entonces, con toda la fuerza que poseía, gritó, gritó
hasta que le dolía la garganta, gritó hasta que no tenía más aire.

Entonces boqueó por aire y volvió a gritar, esta vez llorando: -¿Me está
cortando! ¡Estoy ciega!

Todos a su alrededor despertaron de inmediato, incluyendo a Peter que despertó


llorando, y Chris corrió tropezándose por el corredor y entró en el estar.

Kelly se incorporó, tiró la sábana a un lado y se tomó los pechos, gritando una y
otra vez, con los ojos bien abiertos.

Chris encendió la luz y miró directamente dentro de los ojos de Kelly. De


inmediato fue evidente para él que ella no veía, que estaba ciega.

Entonces terminó tan abruptamente como comenzó.

Kelly cayó hacia atrás sobre su almohada y se relajó, quejándose mientras se


frotaba los ojos, y luego vio los rostros de todos que flotaban sobre ella.

Chris se arrodilló a su lado tomando un grabador y John se unió a ellos.

-Dinos que ocurrió -dijo Chris sin aire.

Ella así lo hizo, lentamente, tartamudeando y con bastantes reiteraciones.

Cuando terminó, los dos investigadores se miraron el uno al otro.

-Están atacando los ojos -murmuró Chris.

-Eso significa que tendremos que actuar rápidamente -respondió John


suavemente-. Están enfadados...

Una noche, tarde, mientras los demás intentaban dormir sobre los colchones en
la sala de estar, Chris y John estaban sentados a la mesa del comedor. Chris se
había adormecido, con su cabeza apoyada entre sus brazos cruzados, mientras
John revisaba distraídamente los diarios del día. Estaba curioseando la última
hoja del diario cuando escuchó el sonido: pasos... que subían lentamente por las
escaleras.

John dejó caer el diario sobre la mesa, se estiró y sacudió el brazo de Chris. Este
no se movió. Se lo sacudió con más fuerza y susurró: -Chris, idespiértate! -Se
detuvo, de pronto al reflexionar sobre lo que ocurría. Lo había experimentado
antes. A veces, una presencia demoníaca sumerge a parte de la gente de la casa
en un profundo trance y deja a otros conscientes para testimoniar algún tipo de
manifestación. John se puso de pie, se colocó detrás de Chris y levantó sus
hombros de la mesa; cuando lo dejó ir, Chris cayó sobre la mesa como un peso
muerto.

-¡Oh, Dios! -susurró John mientras los pasos seguían ascendiendo, ahora se le
había unido un nuevo sonido: una voz, murmurando y susurrando, cada vez más
cerca a medida que subía lentamente las escaleras...

La chaqueta de John estaba colgada detrás de la silla sobre la que se había


hallado sentado, se agachó, buscó en su bolsillo hasta que encontró una pequeña
linterna que tenía consigo.

De pronto, la habitación -la casa entera, aparentemente- se volvió tan fría como
una cámara frigorífica, y John tomó la chaqueta de la silla, poniéndosela a
medida que dejaba el comedor.

En el pasillo oscuro, apuntó el fino haz de luz hacia la cima de la escalera en la


otra punta. No vio nada aún, pero todavía podía escuchar los pasos, y la voz que
ahora formaba palabras:

-¿Sabes? ¿Lo... sabes?

John cruzó el pasillo con rapidez, con su pecho apretado del miedo que ahora
sentía, su mano libre dentro del otro bolsillo de su chaqueta sosteniendo el
crucifijo que guardaba allí mientras rezaba en silencio.

Brilló la luz dentro del estar, barriendo las formas inmóviles que estaban sobre el
suelo.

-¿Hay alguien despierto? -preguntó, con su voz quebradiza. Más fuerte, dijo-:
¿Alguien me escucha?

-¿Sabes... lo que hicieron? -preguntó la voz, más fuerte ahora, las palabras
claras. No era ni masculina ni femenina y gorjeaba húmedamente.

John olió algo desagradable... algo podrido.


Cuando volvió a hablar, vio que su aliento formaba una nube frente a su cara.

-¡Vamos, despierten, alguien! ¡Despierten!

Nadie se movió. Nadie siquiera se corrió.

-¡Oh, Dios! -masculló John mientras retrocedía saliendo del estar, sabiendo que
no iban a despertarse, que no podían hacerlo.

Nuevamente en el pasillo, se volvió lentamente hacia su derecha, sacando el


crucifijo de su bolsillo mientras lentos pasos llegaban a la cima de las escaleras.
Dirigió la luz por el pasillo y tomó una desesperada bocanada de aire que se
atragantó en su garganta cerrada.

La luz cayó sobre carne desnuda, moteada con blanco y púrpura; era carne floja,
fláccida que pendía y se balanceaba a medida que la cosa que se había detenido
en la punta de las escaleras con su espalda hacia John lentamente comenzó a
girar.

Por un largo momento, John no se podía mover, sólo podía mirar con su
mandíbula floja, sus ojos desorbitados, sus brazos y piernas temblando.

Era una mujer. Estaba encorvada y tenía la forma de una pera con pechos como
tubos, pezones cruzados con marcas de estiramiento que estaban esparcidas
levemente por el extremo redondeado de cada pecho, los que se balanceaban
hacia adelante y hacia atrás sobre su amplío, movedizo, vientre a medida que se
movía con dificultad, lentamente por el pasillo, hacia John. Su vientre casi
colgaba sobre el pubis enrulado que tenía entre sus muslos obesos. Su largo
cabello, con pinceladas de gris, colgaba en mechones grasientos, enredados. Las
uñas de los pies y de las manos era pedazos gruesos, negros, que se curvaban
hacia abajo sobre los dedos, y sus ojos rodaban libremente en sus órbitas. El haz
de luz de la linterna de John se movió a sacudidas sobre la carne manchada con
grandes sectores de púrpura como hematomas. Ella no tenía dientes y sus labios
se retraían sobre sus encías mientras hablaba:

-¿Sabes...lo que nos hicieron... allí abajo? ¿Lo sabes?

Había estado reteniendo la respiración, pero ahora comenzó a respirar otra vez,
levantó la cruz, diciendo débilmente, su respiración latía en la oscuridad: -Santa
María... llena eres de gracia... el Señor es contigo... bendita tú eres entre todas
las mujeres...

"¿Qué es lo que estoy haciendo? se preguntó en silencio. ¡He hecho esto antes,
yo sé lo que debo estar haciendo!"

-¿Sabes... lo que hicieron... a nuestros cuerpos? -carraspeó el cadáver,


acercándose más y más, el hedor de carne podrida se tornaba más insoportable a
medida que se acercaba-. ¿Sabes las cosas que nos hicieron?

Puso rígido su brazo, sosteniendo la cruz más lejos mientras gritaba: -¡En
nombre de Jesucristo, te ordeno que dejes este lugar y vuelvas al lugar de donde
saliste!

-¿Y sabes qué otra cosa? -preguntó, ignorando sus palabras mientras los labios
fláccidos, libres, se estiraban en una sonrisa, mostrando las encías moradas y
rosadas y una lengua que se bamboleaba- ¿Sabes qué otra cosa? ¡A nosotros nos
encantó! -susurró el cadáver, comenzando a reír con una risa húmeda,
cacareante. -Nos encantó el toqueteo y las jodidas y las chupadas...

-¡En nombre de Jesucristo te ordeno que dejes este lugar...

-... y los besos y los dedos y cómo nos jodían...

-... ¡y que vuelvas al lugar de donde saliste!

-... ¿me escuchas, maldito idiota? ¡Nos encantó! Y de pronto, el cadáver dejó de
bambolearse y empezó a correr por el pasillo increíblemente rápido, pero ahora,
de repente, como si John hubiera pestañeado y se hubiera perdido la
transformación, ya no era un cadáver.

Le habían salido alas, grandes alas de cuero, como las de un murciélago,


alineadas con pedazos de pelaje gris, y la cabeza ya no era la de una mujer sino
la de un reptil, puntiaguda, no tenía labios, y con pequeños ojos relucientes. Se
abalanzó hacia adelante rápidamente a medida que el cuerpo, ahora cubierto de
piel escamada, arrugada, que colgaba flojamente en pliegues y tenía un enorme
pene erecto que terminaba en una punta cónica, se balanceaba hacia un lado y
hacia otro, corriendo sobre sus garras de reptil.

John gritó tan alto que sintió como si sus ojos pudieran saltarse de sus órbitas:
-En el nombre de...

Pero no pudo ir más lejos porque la criatura estaba encima de él y sintió su


caliente, enfermante aliento mientras sus brazos poderosos lo daban vuelta y lo
tiraban de cara al suelo, y entonces estaba encima de él, sus alas hediondas
abrazándolo por detrás como los brazos de un amante.

John comenzó a gritar.

Luego se desmayó...

Cuando se despertó más tarde -no tenía idea de cuánto más tarde- estaba aún
acostado sobre el frío suelo de madera del pasillo. Comenzó a gatear hacia el
comedor de inmediato, tratando de gritar pero sin poder hacer mucho más que
murmurar. Su linterna estaba aún encendida sobre el suelo, su delgado haz
brillando sobre la madera.

Chris salió corriendo del comedor.

-¡John! ¿Que ocurrió?

Pasó un tiempo antes de que John pudiera contarle.

No transcurrió noche alguna sin que eventualmente se oyeran gritos -a veces un


grito, a veces más de uno al mismo tiempo- por lo menos, una vez, pero por lo
general más seguido.

Nadie lograba dormir toda la noche, y los investigadores apenas dormían, un


hecho que se reflejaba en sus ojos hinchados, inyectados en sangre, sus palabras
farfulladas y sus movimientos torpes.

Ed y Lorraine los visitaban casi todos los días y rezaban con ellos. Pero se daban
cuenta de que la fuerza demoníaca en la casa ganaba poder y que no pasaría
mucho tiempo antes de que escapara a su control. Llamaban frecuentemente al
padre Tom para ver cuánto tiempo deberían esperar los Snedeker antes de que la
Iglesia se ocupara, y cada vez, el padre Tom les contestaba lo mismo: -Estoy
haciendo todo lo que puedo.

Lo que no les dijo era que, desde su visita a la casa de los Snedeker, tanto él
como el padre Frank habían sido víctimas de un número de ataques similares a
los que ocurrían en la casa todos los días y todas las noches. Pero él realmente
estaba haciendo todo lo que podía para obtener la autorización de la Iglesia para
conducir un exorcismo en el hogar de los Snedeker.

De hecho, todos continuaron haciendo todo lo que podían.

Pero los ataques siguieron, día tras día, noche tras noche... las voces y los
olores... objetos que se movían por sí mismos... ataques físicos... las picaduras,
los pinchazos y los toqueteos... los ataques sexuales... hasta que todos los
habitantes de la casa comenzaron a pensar que estaban enloqueciendo.

Y entonces, finalmente, les llegó ayuda.


27

El padre Conlan
La autorización para el exorcismo fue concedida finamente por la Iglesia
Católica y se eligió un sacerdote experimentado para realizar el antiguo ritual.

El padre Timothy Conlan era un hombre de hombros anchos, musculoso, que


medía más de un metro ochenta de estatura. Mantenía exactamente el mismo
régimen de entrenamiento físico que llevaba cuando era parte de la infantería de
marina.

Cuando se le pidió que realizara el exorcismo en casa de los Snedeker, el padre


Conlan inmediatamente comenzó una preparación de una semana: un tipo de
entrenamiento, que consistía en tres días de oración constante, privada, seguida
de tres días más de ayuno y estudio. Cuando comía, su dieta consistía en gran
parte de frutas y vegetales, e incrementó su programa de ejercicios físicos.

Sabía que sus recursos físicos, mentales y, sobre todo, espirituales se necesitarían
en la batalla que se

aproximaba. Porque eso era exactamente lo que sería: una batalla despiadada, sin
cuartel. Había presenciado varios exorcismos antes de éste y conocía muy bien
los riesgos a que se exponía un exorcista durante la confrontación con el mal en
su forma pura, desnuda.

Conocía los riesgos a los que estaba expuesto: asalto profano y humillante y una
muerte horrenda, pero también sabía que el Señor podía salvarlo... si su mente
estaba clara y su fe en Dios era imperturbable. Trabajó duro para prepararse, usó
la oración del mismo modo en que un atleta podría usar el ejercicio; la Biblia de
la misma manera en que un boxeador usa las pesas.

Porque el padre Conlan sabía que, una vez que el exorcismo comenzara, no
podía ser detenido... sin importar la fuerza que lo impulsara a hacerlo.

Mientras tanto, a medida que se acercaba el día del exorcismo, Al y Carmen


Snedeker comenzaron a preocuparse.

Muy temprano, una mañana, justo antes de la madrugada, después que ambos
despertaron y ya no podían dormirse, se sentaron en el comedor uno frente al
otro para tomar una taza de té.

Los niños y Kelly aún estaban dormidos, como lo estaba John. Chris se
encontraba en el cuarto de baño tomando una ducha.

-¿En realidad crees que será de alguna utilidad? -murmuró Al todavía fatigado.

-Bueno... creo que no tenemos elección, ¿no es así?

-Sí, ¿pero qué sucedió con las otras cosas? Las bendiciones. La misa. Sólo
parecieron enfadarlo más. ¿Qué hará un exorcismo?

-Si se pone peor, creo que tendremos que mudarnos.

-¿Con qué? ¿Cómo? ¡No podemos pagar una mudanza! -susurró él-. Apenas
estamos pagando los gastos ahora, Carmen. Aún estamos sufriendo por todas
nuestras cuentas médicas. Si nuestro seguro fuera mejor, sí, claro, probablemente
podríamos mudarnos en este momento. Pero nuestro seguro es un desastre. Aún
estamos pagando la mayor parte de esas malditas cuentas.

-Por favor, Al, no hables de ese modo. Tenía que hacerse. El pobre Stephen
estaba... él no enfermó de cáncer adrede, y lo sabes.

Al bajó la cabeza y suspiró.

-Sí, ya lo sé. ¡Maldición! Pobre muchacho. Espero que le esté yendo bien.

Al principio lo habían visitado en forma regular, y lo llamaban con frecuencia.


Pero después de un tiempo, él comenzó a rehusar sus llamados. Luego dijo que
no quería verlos y uno de los médicos les avisó que sería mejor que se
mantuvieran apartados por un tiempo; Stephen estaba atravesando una terapia
intensiva, les explicó él, y eso sería muy agotador, pero extremadamente
beneficioso.

-Siempre podríamos suspenderlo -dijo Carmen-. Me refiero al exorcismo.


-Oh, sí, ¿y cómo se vería eso? Como si fuéramos un grupo de impostores que
cambiaron de idea bajo presión, así se vería. No. Lo haremos.

-¿Y si las cosas empeoran después?

-Bueno... -se encogió de hombros-. Supongo que tendremos que tratar con eso si
ocurre, ¿no es así?

Antes del día del exorcismo, el padre Conlan pidió a Al y a Carmen que sacaran
a Michael, a Stephanie y a Peter de la casa para que cuando él llegara, que sólo
Al y Carmen, Kelly, Ed y Lorraine, y los dos investigadores restantes, Chris y
John, estuvieran allí para recibirlo.

El padre Conlan llegó a la casa vistiendo ropas de calle -un par de pantalones
negros, una camisa azul y un saco gris- y llevaba una pequeña maleta negra, sólo
un poco más grande que un cartapacio, cuando se dirigió, caminando por la
vereda frente a la casa, hacia la puerta de entrada.

Era sólo un poco después del mediodía en un día cálido y soleado. Pero cuando
el padre Conlan entró en la casa, el invierno lo rodeó.

Hacía más frío que lo que debería hacer en una casa en verano. También estaba
más oscuro allí dentro de lo que debió estarlo, a pesar de que las cortinas estaban
corridas y las persianas levantadas.

Había una carga en el aire, mucho peor que electricidad estática, una energía
maligna que hacía que cada centímetro del cuerpo del padre Conlan temblara de
modo enfermizo.

Supo de inmediato que estaba tratando con algo mucho peor y mucho más fuerte
de lo que le habían anticipado, algo que había estado en ese lugar por demasiado
tiempo y había logrado enraizarse, como una horrible viña retorcida.

-No sabemos con exactitud qué es lo que necesita que hagamos nosotros, padre -
dijo Carmen mientras estaban de pie en la entrada-, pero deseamos hacer lo que
nos pida.

-Eso es muy amable de su parte -dijo el padre Conlan, sonriendo cálidamente


mientras tocaba su brazo-, Para empezar, necesitamos un altar portátil.
-¿Le servirá una mesa baja para café?

-Será perfecta. Por otro lugar, creo que todos los presentes que son de fe católica
deben confesar sus pecados y ser absueltos.

-Creo que todos aquí somos católicos.

-Eso está bien. Voy a cambiarme la indumentaria, luego comenzaremos.

-Hum, padre, si no le molesta que le pregunte... ¿por qué vino vestido de esta
manera?

-Bueno, pensé que era mejor para ustedes. Han tenido suficientes sacerdotes que
vinieron a su casa últimamente y, de esa manera, sus vecinos no harán
demasiadas preguntas que puedan avergonzarlos.

Ni siquiera se le había ocurrido a Carmen, pero ella sonrió apreciativamente y


dijo: -Gracias.

-¿Dónde me puedo cambiar de ropa?

Ella lo dirigió hasta el dormitorio principal al final del pasillo, donde él cerró la
puerta tras de si.

Cuando el padre Conlan salió del dormitorio, estaba vistiendo un hábito blanco y
un cuello púrpura.

El altar fue preparado sobre la mesa para café en la sala de estar, que aún tenía
los colchones esparcidos sobre el suelo.

Cada uno de los presentes hizo su confesión privada al padre Conlan y este les
dio la absolución. Una vez que se hicieron las confesiones, el padre Conlan
bendijo la casa por tercera vez.

Entonces todos se congregaron frente al precario altar en la sala de estar.

-Primero -dijo el padre Conlan-, me gustaría celebrar una misa para purificarnos
a nosotros... y también a la casa.

Todos estuvieron de acuerdo inmediatamente y, pocos minutos más tarde, el


padre Conlan comenzó la misa.

Una vez más, como durante la misa anterior, aquellos presentes comenzaron a
tener luchas silenciosas con la presencia que se encontraba en la casa. Carmen
empezó a sentir una mano fría moviéndose levemente por sobre su cuerpo, los
dedos hurgando y pellizcando sus partes íntimas. Ella se contorsionó y cambió el
peso de un pie a otro, pero siguió concentrada en la misa y luchó por ignorarla.

Un dedo comenzó a meterse en los ojos de Kelly, primero en el izquierdo, luego


en el derecho, una y otra vez, luego en los dos ojos a la vez, hasta que finalmente
los cerró con fuerza y agachó la cabeza en lo que parecía ser un gesto reverente,
en lugar de un gesto de autoprotección.

Al comenzó a escuchar una voz. No provenía de lugar alguno a su alrededor,


sino de adentro de él, de su cabeza. Era, de todos modos, tan fuerte y tan clara
como si la persona que hablara le estuviera gritando enfadada en el rostro:

-¿Qué éxito piensas que obtendrá esto, Allen? ¿Crees que este Dios te ayudará
ahora? ¿Por qué? No te ha ayudado antes, ¿no es así? Bueno... ¿lo ha hecho?

Al inspiró largamente, fijó los ojos sobre el padre Conlan, y después de un rato,
la voz desapareció.

Pero la incomodidad de Al no lo hizo.

Ed Warren comenzó a experimentar una curiosa sensación en su pecho. Venía y


se iba, pero era una sensación familiar. Era una sensación tiesa, constrictiva, no
muy diferente a lo que había sentido en 1985 cuando sufrió un ataque cardíaco.

Lorraine experimentaba relámpagos blancos detrás de los ojos, como si una luz
intermitente opaca se encendiera dentro de su cabeza. En el interior de cada uno
de esos relámpagos blancos había una figura: un cadáver desnudo sobre una
mesa... manos rudas sobre pechos blanco-azulados... un hombre vivo sobre el
cadáver, con el rostro encendido por un beso pasional...

Profundamente dentro de la cabeza de Lorraine, ella escuchó el sonido distante


del retumbar de una risa... una risa cruel, burlona...

Y entonces la misa terminó.


El padre Conlan los enfrentó y suspiró, sonriendo.

-Ahora -dijo-. Me gustaría comenzar el exorcismo. Pero antes me gustaría decir


algunas cosas.

Todos prestaban atención. Las molestias demoníacas habían cesado.

-Primero -dijo el padre Conlan-, esto puede seguir por algún tiempo. Por horas
quizás. Y quiero asegurarles -rió- que la cabeza de ninguno girará. Si vieron esa
película, conozco lo que deben estar pensando. Esto puede que no sea fácil.
Quizá nos enfrentemos a una venganza, pero no será así. Podría, de todos
modos, ponerse desagradable. Se podría poner violento. Sólo quiero que estén
preparados.

-¿Cuanto tiempo dijo que llevaría? -preguntó tímidamente Carmen.

-Horas. Puede llevar horas. Sólo depende de lo que ocurra.

Todos asintieron levemente.

-Así que -dijo el padre Conlan en voz baja-. ¿Están prontos para comenzar?

-Sí. -dijeron Al y Carmen en forma simultánea.

Luego Carmen agregó: -Por favor.


28

El exorcismo
En el momento en que comenzó el exorcismo, Ed Warren notó una violación del
protocolo que le indicó que la situación era incluso más seria de lo que
sospechaba. Aun más que eso, le hizo darse cuenta de que la Iglesia entendía lo
serio que era, y que habían enviado a alguien que actuaría de acuerdo con la
gravedad de la situación.

El ritual que usaba el padre Conlan era el Rituale Romanus, el Ritual Romano de
Exorcismo, que se realizaba en latín y que, en cuarenta y dos años de
investigación en fenómenos psíquicos y sobrenaturales, Ed nunca había visto
usar para el exorcismo de una casa. Era muchas veces utilizado en el exorcismo
de una persona en la fe católica, quien la iglesia había decidido que estaba
poseída por un demonio, pero nunca era utilizado para una casa.

A medida que el exorcismo seguía, Ed comenzó a sentir, una vez más, la


constricción en su pecho que

había sentido durante la misa. Su corazón volvió a palpitar contra sus costillas
tan fuertemente que lo podía sentir en su garganta. Tomó una profunda
inspiración e intentó ignorar la sensación a medida que el exorcismo continuaba.

Carmen comenzó a sentir la mano nuevamente, pero esta vez era mucho más
ruda que antes. Su fatiga era avallasadora. Ella pensó que podría perder la batalla
después de todo.

Esta vez, Kelly sintió más que un dedo que le pinchaba los ojos. Esta vez la
pinchaba por todo el cuerpo, hincándole los dedos sin compasión, por todas
partes, con fuerza... pero ella sabía por qué: si llegaba a gritar, detendría el
exorcismo... y eso era lo que ella no deseaba.

Así que simplemente rezó en silencio y dio rigidez a su espalda, determinada a


no prestarle atención a lo que le estaban haciendo.
La voz que había gruñido dentro de la cabeza de Al durante la misa volvió
durante el exorcismo. Volvió con una venganza, esta vez gritaba, diciendo: -
¡Estúpido hijo de puta maldito! ¿Crees que esto hará algo, maldito maricón?

El cerró los ojos por un momento, diciéndose a sí mismo: -Si lo ignoras, se


desvanecerá y esto terminará.

El exorcismo continuó.

Objetos diversos en los roperos y sobre las repisas comenzaron a sacudirse.

Cuadros que colgaban de las paredes comenzaron a temblar, sus marcos


golpeaban contra la pared.

Transcurridas cuatro horas del exorcismo, el brazo izquierdo de Ed comenzó a


doler; comenzó a latir a medida que su pecho se volvió más y más tenso.

Gotas de traspiración comenzaron a caer de su frente y de su labio superior y se


deslizaron lentamente por su rostro, mientras su respiración gradualmente se
acortaba y su ritmo cardíaco comenzaba a golpear en su cabeza.

Ed tomó la mano de Lorraine, la apretó con fuerza y se inclinó hacia adelante,


murmurando en su oído: -No puedo creer lo que me está sucediendo.

Ella sintió el temblor en su mano, que era algo poco característico de Ed, y
cuando vio el sudor bajando por su rostro, se preocupó mucho.

-¿Qué sucede? -murmuró, volviéndose hacia él, intentando no interrumpir la


ceremonia.

Ed puso una mano sobre su pecho.

-Creo... que es mi corazón -murmuró mientras el dolor en su brazo se


incrementaba y su pecho se sentía como si una banda de acero se estuviera
ajustando a su alrededor, tirando más y más.

-Voy a tener que salir de aquí -dijo Ed, apretando la mano de Lorraine todavía
con más fuerza mientras intentaba recuperar su respiración.

Ella comenzó a guiarlo fuera del estar por el pasillo, pero algo ocurrió que los
detuvo en seco.

La casa entera se inclinó, así que Ed y Lorraine estaban repentinamente trepando


por el suelo en lugar de caminando sobre él.

Todos en la habitación gritaron, de pronto aferrándose unos a otros para


mantener el equilibrio.

El padre Conlan se agachó y se tomó de la mesa, pero no omitió ni una sola


palabra; siguió el ritual, su voz más fuerte que antes, sus ojos más grandes y su
mandíbula compuesta con determinación.

Lorraine no se desanimó por lo que sabía que no era más que una ilusión muy
convincente, y siguió guiando a Ed fuera de la habitación, cruzando el pasillo y
entrando en el comedor, donde cayó pesadamente en una silla, dobló los brazos
sobre la mesa y agachó débilmente la cabeza.

El padre Conlan prosiguió mientras los otros recuperaban el equilibrio cuando la


casa aparentemente se nivelaba.

Pero no había terminado con ellos.

A medida que el ritual continuaba, lo que se sintieron como olas se movieron


fluidamente por el suelo, haciendo que todos tropezaran una y otra vez.

Tentáculos de humo se elevaron de la alfombra, tentáculos que se estiraban hacia


arriba como brazos y formaban manos en su extremo... manos que buscaban,
arañaban... manos que manoteaban sus piernas a medida que se elevaban...
manos que ellos podían sentir... manos con garras filosas que rozaban sus ropas,
tratando de cortarlas, tratando de llegar a su piel, de cortar su carne también. Y
entonces, tan repentinamente como habían surgido, se habían ido.

El ritual continuó.

El sudor era visible sobre el rostro del padre Conlan y sus manos comenzaban a
temblar. El esfuerzo se mostraba en sus ojos y en sus labios temblorosos.

De pronto, ciertas voces comenzaron a llenar la habitación, voces bajas, roncas y


guturales que todos escuchaban y que comenzaron a cernirse sobre ellos
viniendo de todas direcciones... voces húmedas, gorjeantes, que traían consigo
olor... un hedor vil, horrible... el hedor de carne en estado de putrefacción...

-Nos encantó...

-Cuando nos jodían y las chupadas...

-Todo ese toqueteo y caricias...

-Era maravilloso...

Entonces comenzaron a aparecer, brotando de las paredes y por el mobiliario


como fluido en la forma de cuerpos humanos... tanto masculinos como
femeninos... desnudos y machucados, sus cuerpos hinchados y moteados con
blanco y azul y púrpura... sus ojos vueltos hacia adentro en los que sólo quedaba
el blanco enceguecedor de los globos oculares... algunos con sus brazos
bamboleándose sin fuerza a sus costados a medida que entraban, otros con un
brazo -o ambos brazos- extendido a medida que caminaban torpemente, las
voces continuaban:

-... ningún Dios puede detenerlo...

-... no queremos detenerlo...

lo disfrutamos, todo lo que ocurrió...

-... todas las lamidas sobre nuestra piel, todos los toqueteos..

-... todas las folladas y las chupadas...

-... los toqueteos y las lamidas....

El padre Conlan elevó la voz hasta casi gritar, irguiéndose más recto que antes,
su voz se tornaba más fuerte a medida que terminaba el ritual en un nivel
enfervorizado, gritando disfónicamente las palabras en latín.

Se habían ido.

El hedor horrible abandonó la habitación.

El padre Conlan estaba goteando de sudor. Miró a aquellos que se encontraban


en la habitación por un largo rato, intentando retomar su respiración. Aunque se
encontraba en buena forma física, se veía como si hubiera sido llevado hasta el
borde de su resistencia.

Se volvió del altar improvisado, dejó la habitación y fue al comedor, sosteniendo


una botella de agua bendita en una mano.

El padre Conlan se detuvo sobre Ed Warren, y lo miró con mucha preocupación.

-¿Cómo esta él? -le preguntó a Lorraine, quien se encontraba sentada junto a Ed
con su brazo alrededor de sus hombros.

-Bueno... en realidad no lo sé -ella murmuró con voz ronca-. Ha tenido un ataque


al corazón antes, ya sabe. Si no sale de esto pronto, tendremos que llamar una
ambulancia.

El padre Conlan roció a Ed con agua bendita, gesticuló en el aire con su mano
haciendo la señal de la cruz y murmuró algo en latín. Luego se inclinó hacia
adelante y preguntó en voz baja: -¿Estás bien, Ed?

Ed levantó la cabeza de la mesa de café y tosió: -Sí, creo que sí.

-Bien. Yo también. -Se puso de pie y dijo, en voz alta, muy alta:- Por el poder de
Jesucristo, estamos ambos bien.

Casi como si una pesada manta hubiera sido de pronto levantada de la casa, la
sensación de opresión, la atmósfera oscura y asfixiante que había per-meado la
casa por tanto tiempo se había desvanecido en un instante.

Fue tan notable que aquellos aún de pie en el estar boquearon sorprendidos
cuando notaron el cambio.

La casa parecía tener más luz, como si el sol, por primera vez en mucho tiempo,
fuera finalmente capaz de penetrar las ventanas e iluminar el interior de la casa.

Ed Warren empujó su silla lejos de la mesa del comedor y se puso lentamente de


pie, con cuidado, con el brazo de Lorraine que aún le rodeaba sus anchos
hombros.

Se volvió hacia el padre Conlan, le sonrió débilmente y dijo: -Creo que


funcionó, padre. Creo que funcionó.
29

Algunos meses más tarde


Se estaban mudando. Finalmente.

Kelly y Trish habían vuelto a Alabama con su madre. Stephen había salido del
hospital, pero rehusó volver a la casa. Se quedó con su tía mientras ellos se
mudaran. Incluso entonces, no garantizó nada; él era todavía muy cauteloso con
ellos y, una vez que se hubieran mudado, ellos tendrían que tomar su relación
desde ese lugar y enmendar todos los errores.

Lo importante en aquel momento era que ellos, finalmente y por fin, se estaban
mudando de la casa en la que sus vidas se habían convertido en un infierno.
Epílogo
Los Snedeker dejaron la casa de la calle Meridian y nunca volvieron. De hecho,
meramente conducir por las cercanías les erizaba la piel y hacía que sus palmas
sudaran.

Se mudaron a otra casa en otro pueblo de Connecticut, donde se embarcaron en


el lento proceso de recuperarse de su pesadilla. Ellos aún vivían en Connecticut
cuando este libro estaba en gestación.

Antes de terminar de escribir esta obra la casa colonial blanca de dos pisos aún
estaba sobre la calle Meridian, como lo estaba el árbol retorcido, danzante como
un cadáver en el patio del frente. Varios inquilinos han entrado y salido desde
que los Snedeker se mudaron y la casa se encuentra ocupada aún ahora.

No mucho después de mudarse, los Snedeker oyeron rumores sobre ciertas


experiencias extrañas que experimentaron los nuevos inquilinos. Ellos
escucharon que los nuevos ocupantes estaban haciendo preguntas acerca de los
anteriores inquilinos, curiosos por saber si ellos sabrían algo sobre lo que ocurría
allí.

Carmen sentía pena por ellos. Tenía miedo por ellos... rezaba por ellos. Una
tarde, ella sugirió tímidamente a Al que se comunicaran con los ocupantes de su
antigua casa e intentaran ayudarlos.

Al de pronto se volvió hacia ella, y perdió algo del color de su rostro a medida
que sus ojos se agrandaban.

-¿Estás bromeando? -preguntó él, apenas capaz de hablar en un susurro-. Ni


siquiera quiero hablar con alguien que vive en esa casa, aunque sea por teléfono.
Sí... bueno, si no se hallan bien allí, se irán.

-¿Pero qué pasa si son como nosotros? -preguntó Carmen-. ¿Qué sucede si no
pueden mudarse? ¿Y si no pueden elegir?
El desvió la mirada y encendió el televisor.

-Entonces... sólo podremos rezar por ellos, creo.

Al tenía razón. Los nuevos ocupantes de la casa se marcharon.

Pero a ellos, de todas maneras, los siguió otra familia...

... y otra...

... y aun otra....

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