Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Nos volvemos hacia la vida de san Benito, para encontrar en ella un itinerario de lo
que nosotros mismos debemos vivir. No es pequeña la tentación de pensar que la
vida de san Benito ha sido tranquila, como nos gustaría que fuera la nuestra, a fin
de poder entregarnos a la oración, a la lectura y a todo lo que hemos decidido hacer.
Un simple contacto con el segundo libro de los Diálogos de san Gregorio nos revela
una vida medianamente agitada. Cuatro veces por lo menos san Benito debe tomar
decisiones que conmueven profundamente su vida, después de acontecimientos
imprevistos: la interrupción voluntaria de sus estudios, el retiro en Subiaco, la
estadía en Vicovaro, el regreso a la soledad, Montecassino. Cambio de lugar, nos
dice san Gregorio, pero no cambio de adversario. Es el otro aspecto de la vida de san
Benito, el de la duración, el del crecimiento, el del combate mantenido, el de la
victoria adquirida.
Nos sucede a veces que pensamos en un tiempo en el que estaríamos liberados de
toda preocupación, o según un horario reglamentado, pasaríamos de la oración a la
lectura, de la lectura al trabajo, del trabajo a la oración, sin contratiempos. En una
palabra, el horario ideal. La vida misma de san Benito nos dice que es un sueño y
viene a quebrarlo, como una copa envenenada. Es en la apertura al acontecimiento
más transformador que es preciso aprender el lento, largo y duro combate del
progreso en la vida monástica.
Si la vida de san Benito nos deja a veces o a menudo una impresión de paz lineal, no
es por no haber conocido perturbaciones. ¿No será más bien que a medida que las
ha vivido, su corazón se ha dilatado, para correr por el camino de los mandamientos
de Dios con inenarrable dulzura de caridad?
El primer lugar en el que encontramos a san Benito es Subiaco, en Sacro Speco. Se
retira allí, sabiamente ignorante e inculto a sabiendas, según las palabras
difícilmente traducibles de san Gregorio. Vivirá en la gruta tres años, desconocido
por todos, excepto por el monje Román y por el adversario.
Esto lo sabemos todos. Pero ¿qué significa una gruta para nosotros? ¿Un hueco en la
tierra o bien una mirada clavada en el cielo? Si Benito quiere sustraerse a la mirada
de los hombres, busca más bien exponerse a la mirada de Dios. Deseoso de agradar
solo a Dios, busca exclusivamente a Dios. Si para esto se aparta de los hombres, no
por esto desea la oscuridad. Quiere estar ante Dios y ante el universo, ante la única
luz verdadera.
En la gruta, Benito no plantea ningún desafío. Se deja evangelizar a fondo. Se deja
desplegar totalmente. Difícil tarea encontrar la simplicidad, consentir que los
pliegues del propio corazón se deshagan uno tras otro, para que el dedo de Dios
pueda escribir allí las palabras que será necesario decir después a sus hermanos, a
los monjes, al mundo.
La vida monástica no es un desafío que lanzamos a nuestra voluntad, a nuestro
heroísmo, a nuestra santidad. Si hay una advertencia, esta proviene de Dios para
que aceptemos la invasión dolorosa y regeneradora de la gracia. Dejar que se realice
nuestro propio paso, pascua, en Dios y sólo en él. Si busca verdaderamente a Dios,
ha sido la pregunta, cuando el monje que queremos ser se presentó a la puerta del
monasterio.
De Roma a Subiaco, san Benito se había dirigido a Effide con su nodriza. Va a dejar
a esta última clandestinamente. Se trata de su propia iniciativa, pero más aún de la
de Dios que lo llama. “Buscando a su obrero”, dirá el prólogo de la Regla, en un
magnífico resumen. Benito hace el voto único de dedicarse al deseo de Dios. ¡Qué
audacia! ¡Y qué juventud supone esto!
Durante tres años, durante una larga recreación, Dios configura los rasgos de su Hijo
en el corazón de este hombre. Benito el solitario, a pesar de todas sus resistencias,
está llamado a convertirse en el hombre más solidario de todos; el ermitaño debe
convertirse en un abba, el que se ha adentrado en el desierto debe convertirse en el
padre de una multitud innumerable de discípulos.
Día tras día, al ritmo de una vida que acaba tarde en la noche y comienza temprano
a la mañana, Dios modela el corazón de Benito. Hasta el día de Pascua, cuando
Benito dirá al hombre de Dios que viene a traerle comida: “Sé que es Pascua porque
te he visto”. El corazón que habla así no sólo es fraterno; es un corazón que vive del
Espíritu Santo, es un corazón que late al mismo ritmo que el del Padre. Una
paternidad semejante, tan impregnada de la de Dios, no puede sino estar abierta a
todos. “Que espere la santa Pascua con alegría de espiritual anhelo”, aconsejará la
Regla para la Cuaresma. Un consejo que no debemos comprender y aplicar
simplemente desde un punto de vista cronológico. Que espere y desee ese momento
en el que su corazón se haya convertido en Pascua y paso hacia todo hombre.
El ermitaño de Subiaco ha de convertirse en un abba. La oración lo arrancará muy
pronto de la gruta y lo llevará a compartir la paternidad de Dios hacia los hombres.
Su vida ejemplar le ha hecho publicidad, anuncio. Los discípulos se agrupan en
torno a él. Deberá formarlos, y se revelará maestro en la materia.
(Diál. II, 4,1-3) Primera prueba: la del decapado que produce en nosotros la oración,
esta oración que no termina, que dirijo a un Dios que no me responde. Y además,
¿para qué sirve? Si es para estar distraído como me pasa a mí, daría lo mismo salir a
caminar. Como aquel hermano que salía en cuanto los otros se inclinaban para orar
(Diál. II, 94). San Benito hizo cuanto pudo para curarlo: el efecto de sus advertencias
y amonestaciones no dura dos días. El hermano vuelve a sus escapadas y a pasearse
durante la oración. La curación de este hermano, que evade la dificultad de orar, se
producirá lamentablemente por un bastonazo bien aplicado. ¡Qué humillación para
los miles de autores de tratados sobre la oración! ¡Qué lección para todas las teorías!
¡Qué desengaño para los místicos que tal vez creemos ser!
¿De dónde nos vendrá el saludable bastonazo que nos fije en la oración? Del horario,
por ejemplo, que me hace orar a tal hora, tenga deseos o no; del salmo, que me hace
orar de tal manera, cualesquiera sean mis sentimientos al respecto; de la Escritura,
que me interpela sobre tal tema, cuando yo quisiera que me hablara de otra cosa; de
este minuto, que añado a mi oración en el mismo momento en que decido ponerle
fin. En la vida de oración siempre llega el momento de la purificación, de la
aceptación humilde, de la sencilla apertura. Y a veces también llega el bastonazo, es
decir la cruz.
Después de la prueba del bastón, la prueba del agua. (Diál. II, 6, 1-2) Es la historia
de este Godo, que tiene alma de pobre y viene a hacerse monje. Un día, mientras
trabaja, el hierro del mango de su cuchillo cae al agua. Por pobres que seamos,
siempre tenemos la riqueza de algún instrumento. Sea que lo hayamos traído al
entrar al monasterio, sea que el monasterio nos haya hecho adquirirlo: diplomas,
cultura, vida espiritual, cualidades humanas, apertura... Y vamos a cumplir el
trabajo que se nos ha asignado, confiando en los instrumentos de que disponemos.
Nos entregamos a él con el corazón alegre, con todas nuestras fuerzas, hasta el
momento en que los instrumentos caen al agua. Nos encontramos impotentes para
construir lo que hemos venido a hacer. Quisiéramos dedicarnos enteramente a la
búsqueda de Dios, consagrar a ello todas nuestras riquezas, nuestras
potencialidades. Un buen día nos encontramos con que no tenemos poder sobre
nada, ni sobre Dios, evidentemente.
Hay que pasar por la prueba de constatar que la palabra de Cristo es verdadera: Sin
mí, no podéis hacer nada (Jn 15, 5). Es necesario que recibamos todo de la mano de
Dios, incluidos nuestros queridos instrumentos, que se nos devuelven con una
eficacia no duplicada, sino centuplicada. Incluso el que viene al monasterio con alma
de pobre debe experimentar, en sí mismo, que lo que se deja por Cristo, se recibe de
nuevo, centuplicado.
Cuando san Benito devuelve el utensilio al godo, agrega: Trabaja y no te contristes.
Entrégate a la alegría de haber recuperado lo perdido. No temas utilizar lo que tienes
en la mano. Sabes que si lo pierdes, te será devuelto. Sabes que tu verdadero
instrumento es aquel que te lo devuelve; aquel que un día dijo: perder la propia vida,
es estar seguro de ganarla.
Ahora la prueba del fuego. (Diál. II,10,1-2) Por orden de san Benito, los hermanos
han cavado profundamente. Encuentran un ídolo de bronce, que arrojan en la
cocina. En seguida ven brotar fuego, y parece que consumirá todo el edificio. Por su
oración, el varón de Dios hace volver en sí a los hermanos que veían un fuego
imaginario.
Los ídolos aparecen siempre. Unos son más rutilantes que otros. Todos arrojan
llamas, de un modo que podemos o no imaginar. Y en el camino que lleva al Dios
vivo, hay legiones. Sucede que alguien se encuentra en medio de llamas, y se
angustia por lo que va a ocurrir. San Benito pone en guardia al Abad contra el fuego
de la envidia y de los celos. Otros arderán de cólera, de celo (malo), de despecho.
¿Qué hacer ante ese fuego? Arrojar agua para extinguirlo solo produce estrépito y
trajín. El varón de Dios inclina la cabeza para orar y vuelve a los hermanos a la visión
de la realidad. En la oración, hay que recuperar la calma y contemplar las cenizas
del imaginario fuego. Descubrir, en el fondo de nuestro corazón, el ídolo que todavía
veneramos y que nos hace gritar “¡fuego!”, allí donde no hay nada. Debemos aceptar
que un hermano nos llame a ver la realidad. Debemos aceptar no ver lo que otro
hermano pretende ver. ¿No pensaba san Benito en algo así cuando dijo: No querer
pasar por santo antes de serlo, sino comenzar por serlo, a fin de que se lo diga con
verdad.
Después del bastón, del agua, del fuego, está también la prueba del viento. (Diál. II,
20, 1-2) El último ídolo que recibe el golpe, el que está hundido en lo más profundo
de la tierra, somos nosotros. La imagen que nos hacemos de nosotros mismos, la que
nos imponen los prejuicios que hemos heredado, o la que los halagos de unos u otros
ha impreso en nosotros. Hay que sacrificar también esta.
Un día, san Benito tomaba su comida de la tarde. Estaba oscuro. Un joven monje
sostenía la lámpara delante de la mesa. Se puso a pensar: “¿Quién es este al que
atiendo mientras come? Le sostengo la lámpara, le sirvo de esclavo. ¿Servirle yo,
siendo quien soy?”
Cuando uno cree que ya ha renunciado, que está entregado, casi transformado, la
naturaleza se recupera. Se produce un verdadero ciclón, el soplo del orgullo, el
viento de la rebelión contra la dependencia respecto de alguien, la obediencia, la
aceptación de otros tipos de personas, el don de sí a la vida común. El tipo de hombre
que somos no quiere renegar de sí ni morir.
“Haz la señal de la cruz sobre tu corazón, hermano. ¿Qué estás diciendo? Haz la
señal de la cruz sobre tu corazón.” Solo la señal de la cruz puede salvarte, solo el
amor de Cristo puede hacerte soportar la prueba, solo el árbol de la cruz puede darte
raíces lo suficientemente robustas como para que no te desplomes con el viento
tempestuoso que sopla, como para que devengas verdadero hombre de Dios.
El séptimo grado de humildad consiste no solo en proclamarse con la lengua el
último y más vil de todos, sino en penetrarse de ello en lo más íntimo del corazón,
en humillarse diciendo con el Profeta: Bueno fue para mí que me humillaras, para
que aprenda tus mandamientos (Regla 7,51-54).