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(CELSO ROMAN)
I
Muchos lo vieron: los pescadores nocturnos, que usaban lámparas en la proa de
sus botes, para atraer hacia sus redes los peces que se alimentan de estrellas y
noctilucas; los vigilantes de la noche, que entre la playa y el caserío cuidan como
palos poetas, todos aquellos que esta noche miraban el paso de la luna llena sobre
la colina más alta, coronada por el techo de la casona de donde salieron uno, dos,
tres grandes lazos que detuvieron la marcha al astro de plata.
Ella opuso un poquito de resistencia, como una oveja amarrada que quisiera seguir
atrás del redil de estrellas, cabeceó ligeramente pero al fin cedió saliéndose de su
camino hasta que se perdió despacio por entre las altas tapias que circundan el
patio sembrado de naranjos y limoneros, detrás de la casa más alta, más grande y
más bella del país.
Los pescadores volvieron al muelle dejando una estela luminosa en el mar
repentinamente sumido en la oscuridad; los vigilantes dieron la alarma de robo y los
poetas sintieron un nudo en el corazón. Las calles se llenaron de gente que tiritaba
comentando el suceso a la luz de velas de sebo, preguntándose qué le pasaría a la
pobre luna, mientras sorbían café negro caliente, que las comadres prepararon y
ofrecieron, dado lo extraordinario del hecho sucedido.
En esas los encontró el amanecer cuando cantaron los primeros gallos y la multitud
creció hasta llenar las calles y atiborrar la plaza principal preguntándose las causas
del suceso cuando de la casona bajó la respuesta en boca del mismo dueño, el
señor Argemiro Ortiga-Uchuva.
Durante muchos días y, muchas noches la gente sólo habló del pedazo de la luna
que habían comprado, ha contado o a crédito, mientras el poeta al atardecer miraba
el mar y le parecía que cada vez el agua reflejaba una tristeza más grande.
II
Los hijos de Anastasio Lebranche, el pescador, lo esperaban como todas las
noches, entretenidos con el juego de los navegantes, acurrucados en el piso de
corales y caracolejos que se volvía un mar encantado, surcado por una flotilla de
conchas nacaradas.
La madre de los niños, doña Brisa Estefanía Almeja, cuidaba la lumbre en el fogón
donde calentaba un calderito con una humilde sopa en la que había puesto los
últimos pedazos de pescado seco de la temporada pasada, una astilla de yuca y lo
que pudo salvar de un plátano paludo y reseco.
Miró a los niños de reojo, como si no quisiera sacarlos de ese mundo maravilloso
que ahora recorrían, navegando en las sartas de conchas y caracoles que
Anastasio les traía de las jornadas de pesca.
-“si mi marido no logra traer algo, mañana no vamos a tener que comer- pensó la
mujer mientras revolvía ensimismada la sopa- los tiempos están difíciles”.
Los niños se levantaron al oír el grito de buenas noches del pescador, que llegaba
pidiendo ayuda para sacar del agua la canoa y extender a secar la atarraya.
-“otro día malo”, dijo a la mujer antes de que ella preguntara algo. “desde la
madrugada y apenas conseguí esto” y extendió el brazo entregándole una sarta
minúscula, con dos mijarras escuálidas y un pargo rojo pequeñito.
-“el mar sigue triste, dijo Anastasio Lebranche mirándola con ojos cansados,
tampoco hoy subió la marea, estaba insulso y quieto, como si estuviera muriendo”.
Brisa Estefanía no dijo nada, terminó su sopa y recogió luego sus platos. Pensaba
en que tal vez mañana su comadre Emelina, la mujer de Inocencio Labrador, le
cambiaría una de las mojarritas por un pedazo de malanga, o por yuca, quien
sabe…
La gritería de los niños la sacó de sus pensamientos; querían que el papá les
mostrara el pedazo de luna. “si, si, decían aplaudiendo felices, déjanos ver la luna”.
-“¡oh que linda es!; dijeron los niños maravillados, ¡mira mamá como brilla!”.
Brisa Estefanía no estaba tan contenta. Desde hacía un año, cuando Anastasio
gastó todos los ahorros en comprar lo que ella llamaba “el pedazo de piedra que
alumbra”, se quejaba porque, una vez pasada la emoción inicial, las cosas se habían
ido a pique:
-la pesca se acabó en ese mar que más parecía un pozo estancado, y las cosechas,
sometidas a la tiranía de un cielo sin luna, habían sido malísimas.
-“y hasta me parece que brilla menos que hace un año”, dijo la mujer como si
continuara en voz alta sus pensamientos.
-“mañana vuelvo a probar suerte desde más temprano, a lo mejor cambia el tiempo
y el mar revive”, dijo el pescador mirando la piedra sin verla, como hipnotizado, con
una cara extrañamente iluminada por el resplandor del pedazo de luna.
-“muy bonita la piedra, dijo el más pequeño, pero yo quedé con hambre esta noche”.
-“nuestros padres están sufriendo, dijo el mayor. ¿Saben lo que deberíamos hacer?
Devolver la piedra, pedir los ahorros y colocar la luna otra vez en el cielo…”
-“¡ahh, dijo el segundo, alguien habla…! No, está llorando… ¿será mamá?”.
Los tres niños salieron de la habitación, pasaron al lado del fogón donde se
movieron las cenizas aún tibias, cruzaron el comedor sin tocar la mesa de tablas
burdas ni mover las butacas de palo donde se habían sentado esa noche a tomar
la sopa y mirar el pedazo de luna; abrieron la puerta y salieron a la oscuridad
cerrada.
Escucharon una voz que cantaba con dulzura y parecía estar en el sitio al que
dirigían la mirada: era un resplandor encima de los techos de palma, entre las ramas
de los tamarindos, en la cabellera de los cocoteros y por fin frente a ellos, en la
propia puerta de su casa, justo donde estaban parados.
Era una estrella con cara de niña, con un vestido de luz pálida, andaba descalza y
cargaba una mochila tejida con fibras de la cabellera del sol. Debería tener la edad
del más pequeño de los hijos de Anastasio Lebranche, y les dijo que del cielo la
habían mandado a buscar la luna pues les hacía mucha falta, y no solo por eso,
sino porque las cosas deben estar en el lugar que les corresponde, no por ahí
repartidas en mil pedazos y sin cumplir con su trabajo. Como quien comparte un
secreto, les hizo acercar su cara a la suya y dijo en voz baja:
-“el mar vive enamorado de la luna, por eso está triste”. Los niños le contaron la
tristeza del pueblo por la falta de pesca y las malas cosechas.
-“es por la ausencia de la luna, dijo la estrella, tenemos que buscar ayuda para
devolverla a su lugar”.
Se callaron al oír la voz de alguien que venía hacia la playa por la callejuela
bordeada de palmeras; hicieron silencio y escucharon desde la sombra.
-“uno de los nuestros”, dijo la estrella y lo llamó para que conversara, para que todos
se enteraran de cómo el amor de la luna es el que levanta al mar y lo hace crecer
hermoso y henchido en la cresta de las mareas; les contó cómo también la sangre
y la sabia de los seres vivos suben y bajan en la creciente y en la menguante, pues
la vida es un tejido donde cada uno ocupa un lugar sagrado y todos dependemos
de todos en un equilibrio maravilloso y exacto.
-“esto les ayudará a tener éxito en sus planes”, les dijo y se fue volando.
Cuando el sol salió del todo, tres niños y un poeta guardaban en su corazón un
secreto de luz que cambiaría, la vida de ese pequeño país para siempre.
IV
Todos sufrían la escases de una manera u otra, muchos aún estaban pagando su
pedazo de luna; el único próspero era el señor Argemiro Ortiga-Uchuva, el dueño
de la casona de la colina, que ya no venía cada ocho días a la plaza de mercado a
armar fiestas con su banda de músicos y su despilfarro de voladores: ahora venía
a cobrar las cuotas atrasadas de las piedras fosforescentes, y al que no tuviera
como pagarle, pues le quitaba la casa, la canoa o la herramienta de trabajo, para
eso tenían los documentos con firma y sello de los ministros.
La gente sonrió y por un momento olvidó sus penas contemplando aquel prodigio:
El primero que entendió lo que pasaba y palideció de miedo al oír esa verdad de la
vida, fue don Argemiro Ortiga-Ochuva. Dejó las cuentas de cobro, agarró su costal
con el dinero y las herramientas y a grandes pasos corrió hacia su enorme carro
negro adornado con banderitas de la patria.
-“que nos devuelvan los ahorros de toda la vida”, dijo doña Brisa Estefanía,
emocionada ver a sus hijos volando como palomas por encima de las cabezas de
la gente.
-“¡siii…! dijo la multitud en un gran grito, vamos por lo que nos han quitado,
¡devuélvanos lo nuestro, viejo tacaño!” y se encaminaron hacia el carrazo que
afanosamente buscaba una salida de la plaza, en medio del afán de los
guardaespaldas que se pusieron pálidos y sacaron a relucir sus armas.
El efecto fue inmediato: los guardias soltaron las armas y se perdieron entre la ropa.
-“se volvieron enanos”, dijo alguien.
-“no, dijo una mamá, se volvieron niños otra vez”
¡Qué efecto tan tremendo el de ese polvo de estrellas sobre los hombres de mal
genio! Don Argemiro Ortiga-Ochuva, por estar entre su carro se salvó de vainas,
pero sus guardias quedaron convertidos en bebecitos que lloraban pidiendo tetero
y cariño.
Las mujeres de la aldea dijeron “qué caramba, un niño más en la familia no va a ser
un problema”, y en cada casa fue a parar uno de aquellos guardias, que ahora sí
podrían crecer compartiendo el amor y educándose para ser un buen amigo.
Don Argemiro salió corriendo colina arriba en su gran carro negro a buscar refugio
en su casona. El poeta lo dejó irse, pues ahora entre todos tenían que hacer algo
mucho más importante: reconstruir la luna y ponerla en su lugar.
En medio de la plaza se fue el día armándola poco a poco, como si el pueblo entero
armara un enorme rompecabezas pegado con polvillo de estrellas.
A las seis de la tarde, en medio del aplauso y la alegría generales, la luna quedó
lista otra vez: bella y brillante, lisa y pulida. Como si fuera otra vez la ovejita mansa
que vuelve a la vida y a recorrer el cielo, empezó a flotar.
La luna de pulida plata se detuvo como un globo encima del techo de tejas rojas y
llenó de luz el patio de naranjos y limoneros perfumados de azahares.
La multitud entró en silencio a ese lugar hasta hoy prohibido. Aquella casa parecía
más bien un depósito de cosas que tenían dueño: la garlopa, el villabarquín y el
serrucho del carpintero, las leznas, el delantal de carnaza y las agujas de cocer
cuero del zapatero; el palustre, el nivel, la llana y la plomada del albañil; los alicates,
las tenazas y los rollos de cable del electricista; el rejo, la silla de montar y las
espuelas del vaquero; las atarrayas de los pescadores, los azadones de los
agricultores y los demás utensilios de trabajo que don Argemiro había incautado
para medio saldar la deuda por el pedazo de luna que les había vendido.
Don Argemiro Ortiga-Uchuva huía cargado de todos los papeles en los cuales
constaba, con firma y sello de ministros, el monto de la deuda, los intereses
vencidos, las letras de cobro y las órdenes judiciales de embargo sobre cada uno
de los ciudadanos de aquel país.
-“¡Ninguno se quedará sin pagarme!, gritaba furioso, ¡mis amigos los ministros les
harán pagar hasta el último centavo!”, vociferaba colérico bajo la luz de la luna.
Don Argemiro miró hacia arriba y por primera y última vez se dio cuenta de que lo
había perdido todo:
-“¡Nooo…!”, gritó horrorizado cuando sopló un enorme viento que arrancó azahares,
naranjas y limones, encrespó el mar enamorándolo otra vez, hinchándolo con una
marea pródiga que volvió a traer los bancos de peces y despertó las playas
lavándolas del tedio de todo un año de inmovilidad.
La luna subió hacia su lugar en el cielo haciendo mover la sabia entre las plantas y
la sangre entre las venas de los hombres: el planeta entero se agitó al despertar a
la vida.
Todos vieron con maravilla y pavor cómo el viejo y gordo señor don Argemiro
Ortega-Uchuva fue absorbido por el ímpetu de la luna y quedó estampado en la
superficie, y esa es la silueta oscura sobre el astro que contemplan los enamorados,
los poetas y los niños en las frescas noches de los parques de este pueblo feliz,
donde la gente decidió repartir todo entre todos y volvió la casona de la colina (
incluido su patio de naranjos y limoneros), una escuela iluminada por la alegría de
los niños, que al escuchar esta historia, dicen con firmeza:
-“Nosotros nunca vamos a dejar que un viejo gordo baje la luna para venderla por
pedacitos”.