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Y SU SOMBRA
Armando R. Poratti
eudeba
Eudeba
© 2000
Editorial Universitaria de Buenos Aires
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Hecho el depósito que establece la ley 11.723'
I nd ic e
Dííce y conflicto.......................................................................................................25
Pocos temas debe de haber tan remanidos como el que se pone bajo
la simplificación “tránsito del mito al logos”. Desde Aristóteles a Burnet
o Vernant suele resolverse de distintos modos y por distintos caminos,
que en general nos dejan con la impresión de que el problema es el pasa-
je, porque ya sabríamos aproximadamente qué era el mito y sin duda sa
bemos de qué logos se trata. Esto tiene que ver con el hecho de que no es
un tema puramente académico. La ilustre aurora griega era, y en parte
sigue siendo, demasiado prestigiosa como para que las filosofías y las cien
cias, cuando no las ideologías y las políticas, la desaprovecharan como
lugar de emergencia de ellas mismas o de sus raíces. Grecia ilustra y legi
tima. El pasaje --si pasaje h ay- está oscurecido, si no contaminado, de
muchas maneras. En último térm ino, allí, en el origen, se decide
retroactivamente la índole del logos, esto es, de la racionalidad bajo la
cual -com o razón política, científica o técnica- hoy vivimos. Lo oscuro
no es el mito, entre tanto largamente estudiado por la antropología y la
historia de las religiones, sino la índole de la razón, de la que todavía
sabemos tan poco.
No por ello deja de tener su urgencia la aclaración, así sea provisoria,
del ambiguo concepto de mito, que fluctúa como una medusa entre varias
disciplinas y se ha teñido con desvalorizaciones y revalorizaciones. Presen
tado como aquello sobre eí fondo de lo cual y a diferencia de lo cual
emergería el logos, es también aquello a lo que, teniendo en cuenta el des
tino actual de este logos, a veces se nos propone volver. Dando por supues
to que la simplificación vale, habrá que preguntarse no sólo por el mito y
el logos y el presunto tránsito de uno al otro, que se descuenta aconteció
en Grecia, sino también -y es a lo que quisiera ir- en qué sentido se puede
hablar de mito en la Grecia arcaica.1
La noción de “hombre mítico”, “pensamiento mítico”, se reserva espe-
cialmente para las llamadas sociedades “antropológicas”, “primitivas”, jun
to a las cuales se incluyen las grandes culturas orientales o americanas, aun
sabiendo que son un fenómeno distinto, que habría que ver por separado. Es
que la contraposición pensamiento mítico/pensamiento “racional” o “lógi
co” en realidad contrapone lo occidental a lo que no lo es. No sólo se igno
ran los aspectos “míticos” en las sociedades occidentales; en el límite, se
supondría que el mito es un estadio globalmente superable.
M^íhos y lógos, cuasi sinónimos ~en orincipio, “palabra” y “palabra”- se
convirtieron, pues, finalmente, en los miembros de una contraposición. El ori
gen de ésta viene desde atrás: ya en la Antigüedad hay consciencia de una
actitud mental de algún modo nueva. Aristóteles es quien lleva esta conscien
cia a su plenitud, y el que, en cierta forma, construye argumentativamente la
oposición.2 Pero la carga peyorativa está en la previa depreciación de mythos
en su sentido aparentemente inocente de “narración”, que acompañó la pro
gresiva pérdida de vida de la religión clásica, hasta resultar en mythos como
“mito” en el sentido de “leyenda” o “fábula”.
Ya en la dura luz intelectual de Tucídides, y en el pasaje en que expone su
desconfiada metodología, el adjetivo mythódes, que en 1.22.4 designa lo maravi
lloso propio de la narración, unas líneas antes, 1.21.1, significa sin más lo “míti
co”, el ámbito de lo que una memoria trabajada por el tiempo relega a esa forma
de olvido y de no verdad que es la distorsión, a la que se opone lo claro y seguro,
tó saphés. También en Píndaro se da, hasta como oposición, el contraste de lógos
y mito (mythoi, plural), como verdad de lo acontecido frente a las ficciones.3
Pero es en Platón, como era de esperar, donde la semántica separa las aguas en
forma decisiva. Las dos palabras tienen en él toda la amplia gama de sentidos
que el uso corriente les confiere, pero nunca en forma inocente.4 My (hos puede
ser “cuento” sin más, pero entonces es un decir no importante: Gorgias 505d, no
hay que dejar los cuentos sin terminar, y menos, por supuesto, el diálogo serio
que Calicles está abandonando violentamente. Así mythos es cuento de viejas
(mythos graos, Gorg. 527a4), y estos cuentos deben ser rigurosamente depurados
para que no resulten paidéticamente perjudiciales (Rep. 376e ss.). Pero así tam
bién los más empinados discursos sobre el ente pueden aparecer en esta luz iróni
ca de la puerilidad, como los “mitos” que nos cuentan, como a niños, los pensa
dores aludidos en Sofista 242c-d.
Con Platón, y creo que por primera vez, aparece la oposición en el senti
do que hoy es usual. En algún caso la distinción no es todavía oposición y se
refiere meramente a la forma: en Protágoras 320c, el sofista ofrece una misma
doctrina, presupuesta como verdadera, en forma de mito -como un hombre
mayor hablaría a los más jóvenes- o, a elección de la audiencia, de lógos, que
aparecen así como modos de exposición alternativos y casi intercambiables.
El contraste está un poco más acusado en Fedón 6 Ib, donde el contexto orien
ta al mito hacia el lenguaje de la poesía, y al lógos hacia el de la música
filosófica.5 Pero aquí tampoco la verdad está todavía en juego.
El conflicto entre mito y verdad se anuncia en cuanto aparece la piedra de
toque de los “mitos” propiamente dichos, es decir, de los relatos sobre el mundo de
los dioses. Pero este conflicto en tiempos de Platón ya era asunto viejo. En Fedro
229c y ss. tenemos la discusión sobre la verdad de un mito (mythológema c5, que
unas líneas más abajo, d2, será llamado lógos); esta discusión deriva hacia la men
ción irónica de la desmitologización racionalizante de los sophoí, a ia que Sócrates
pone a un lado sin comprometerse con su pretensión de desnudar al mito como
falso. Por supuesto, esta neutralidad también es irónica. Del desencantamiento no
hay retomo, y sabemos que nadie que haya atravesado esa situación espiritual
4. Para m y th o s en Platón ver ahora Luc B r is s o n , o. c., con excelentes anexos que facilitan eí
mapa de! uso platónico de !a noción, y de cuyos análisis, que recorren este uso en detalle,
nos resultan aquí especialmente relevantes las oposiciones del mito con e! discurso verifi-
cable y con el discurso argumentativo.
5. Digo el contexto, porque el texto no es obvio: los mythoi de Esopo versificados por
Sócrates (que a todo esto en 60d1 han sido llamados lógoi) parecen ser llamados así sim
plemente por su carácter narrativo, de! que carecería eí himno a Apolo que Sócrates compu
so primero; pero obviamente este himno (prooímion, 60d2) no es un lógos. Sólo la referencia
precedente a la filosofía como música (60e-61a) colorea la contraposición (o distingo) “mitos
pero no logos” (mythous aü'ou lógous) de 61 b4 con los tonos familiares para nosotros de (o
“poético" distinto de lo “racional’’.
podría volver a creer ingenuamente las historias. Platón mismo usará el proce
dimiento de racionalizar los mitos, por ejemplo con el de Faetón en Timeo 22c-d.
Pero mythos se convierte propiamente en el contrario de lógos sólo cuan
do llegamos al centro mismo del problema de la verdad, a la oposición ver-
dadero-falso explicitada: los cuentos infantiles, vistos en el marco serio de
su función en la paideia, Rep. 377a5-6, cf. 522a7-8; Gorgias 523al-2, en don
de el mito escatológico es llamado lógos justamente por ser verdadero; Cratilo
408c-d: Pan, hijo de Hermes, es hermano del lógos o el lógos mismo, que pue
de ser verdadero o falso, y que cuando presenta su aspecto “trágico” se vuel
ve mitos y mentiras; Filebo 14a: un lógos contradictorio, cuya productividad
dialéctica falla, se degrada a myhtos. 6
De este abismo de ía falsedad el mito es rescatado como lo que llamamos
“mito platónico”. Así Gorg. 523a, que acabamos de mencionar. El mismo alcance
tiene la última frase de Rep., que exhorta a confiar en el mito (mythos, 621b8)
escatológico en tanto mito de este tipo peculiar, verdadero en un sentido decisivo,
porque va a desembocar en una opción existencial con las más graves consecuen
cias. Hasta podría decirse que Platón recurre a sus mitos para comunicar su verdad
más alta, que por serlo debe ser mostrada, no demostrada. En estos momentos más
altos el mito platónico se vuelve casi lenguaje religioso; lo que Platón tiene que
vehiculizar con él es en realidad una creencia, no racional y transdiscursiva: esto
es, su escatología, incluida su doctrina del alma (pese a textos como los “argumen
tos” o “pruebas” de la inmortalidad en el Fedón). Y sin embargo, esta imposibilidad
de demostración aun después del estricto lenguaje demostrativo resulta, a sabiendas
o no, se lo diga o no, una carencia: la mitopoiesis auténtica ya no es posible, y el
mito platónico no es sino un Ersatz del verdadero mito religioso. Peor todavía si el
mito tiene una función didáctica, esto es, subordinada. (“Recurrir un poco al mito”
para explicar mejor la cuestión: Leyes IV 713a, al introducir el mito de la edad de
Cronos). En estos casos su inferioridad es explícita.7 Por todo ello este mito, aun en
6. Pero no entran en la oposición ios casos en que mythos/lógos funcionan ambos como
“palabra" o "teoría" frente a “hechos", Rep. 376d 9-10: “como si contáramos un cuento
(hósper en mytho(í) mythoiogoüntes) y tomándonos nuestro tiempo, eduquemos a estos
hombres de palabra (lógo(i)); ib. 501e4-5: (sin eí gobierno de los filósofos, no habría remedio
para la ciudad ni Sos ciudadanos), "ni la politefa que narramos con la palabra llegará a
realizarse de hecho" (oudé he politefa hén mythologoúmen lógo(i) érgo(i) télos lépsetai).
Paul F rieolánder, Plato I, tr. ingL, Princeton 19692, p. 172 n. 2, inexplicablemente se basa en
esta frase para afirmar que la exposición íntegra de Rep. sería a la vez "mítica" y "lógica".
7. Salvo que se ios vea directamente como modelos de persuasión destinada a las masas
con fines políticos, donde los premios y castigos corporales (modelo u origen del infierno
cristiano) contrastan con la pura creencia filosófica en la inmortalidad del alma. Hanna A rendt,
Entre el pasado y eí futuro, tr. c. Península, Barcerlona 1996, pp. 141 s.
su función más noble, es desde un punto de vista inferior al “mito verosímil” de
Timeo, una cosmología que no es un mito sino una forma del discurso “lógico”.8
Aquí la mera verosimilitud del discurso pende de la índole del objeto, que es el
mundo sensible (29b3-c3), pero no de la pretensión teórica del discurso mismo,
que sigue siendo máxima.
Mientras, los viejos cuentos han perdido interés. Nuevamente Platón,
C r id a s 110a: esta m ythología (R ivaud, ed. Budé, traduce “récits
légendaires”), motivada por el interés en el recuerdo de los antiguos hé
roes y la investigación de las cosas ligadas a ellos, no aparece en las póíeis
sino cuando se ha reunido lo necesario para la vida. No se dice si los
sobrevivientes de las catástrofes periódicas de que se viene hablando
contaban algo sobre sus dioses, si los tenían. Pareciera que el mito no es
una necesidad primaria ni sirve para vivir, y que las viejas historias inte
resan cuando el mínimo de ocio permite una mirada de anticuario. El
mito (como en Tucídides) tiene función de oscura memoria -de memoria
en contexto de catástrofes- y de conocimiento fallido, no de constitu-
ción de sentido.9 Con Aristóteles, el proceso está consumado. Ya indica
mos (n. 2) los textos en donde establece formalmente la proximidad y a
la vez la radical heterogeneidad de mito y filosofía, nombre privilegiado
del logos a partir de entonces.
Cuando los auténticos mitos, los de la creencia y el culto, se desvalorizan y
desecan, su conjunto se recorta del flujo del lenguaje como lo que modernamente
se llama “mitología”. Aunque el sentido propio de los mitos se vuelva ininteligi
ble, su prestigio, el respeto o el tributo al vulgo creyente, o quizás una vaga
consciencia de su fundamentalidad, impide que se los deseche. Pero enton
ces hay que recuperarlos para el nuevo lenguaje, y así se les superpone una
interpretación alegórica, es decir “lógica” (según una noticia) ya desde el
8. En el Timeo, “mito verosímil" y “lógos verosímil" son intercambiables [tón eikóta mython
29d2, etc., pero también katá lógon tón eikóta 30b7, etc.). Pero también allí aparece la
oposición mito /logos verdadero, 26e4-5, cf. 26c7-d3: se trata de la narración de Critias
sobre ia antigua Atenas y la Atlántida, que pretende ser verdadera. En cuanto a la
exposición cosmológica de Timeo, es un discurso probable o verosímil, mythos (29d2,
59c6, 68d2,6 9 b 1 ) o lógos (30b7,48d2, 53d5-6,55d5,56a1, 57d6, 90e8). B risson , p. 163,
sugiere eikós lógos para el discurso (verificable) sobre ei estado actual (perceptible) de
las cosas sensibles, eikós mythos (imeriücable) para los estadios de su constitución. Pero
los distintos lugares del texto no cumplen con esta equivalencia.
9. En Leyes III 680d, y en un contexto semejante, la descripción homérica de ¡a vida de los
cíclopes es una muestra de la mythología del poeta. En Rep. 382c10-d3, donde el plural tiene
el sentido, normal en Platón, de “los mitos que se cuentan” ( B r is so n pp. 188-90), la ignorancia
del pasado da lugar, más turbiamente, a manipulaciones de conveniencia.
siglo VI, con la lectura homérica de Teágenes de Regio. Vimos cómo Platón
sigue este camino (Faetón en Tim.), y también Aristóteles (Met. 1074b1-
14). Pero la alegorización de los mitos florece especialmente en época
helenística e imperial, con los estoicos, los neoplatónicos... Ese respeto fue
fatídico; mejor hubiera sido para el mito que se lo dejara lisa y llanamente de
lado. El logos, en esa falsa operación de rescate, no sólo se lo subordinó y
apropió; peor, lo sometió a un proceso de vampirización y le chupó la subs
tancia. Al cabo del proceso, la verdad “lógica”, cosmológica o metafísica,
queda perfectamente separada, y la cáscara vacía del mito puede tirárselo
reservarse para los usos de lo inútil: la decoración. Así lo emplea la literatu
ra elegante y erudita, en Alejandría y en Roma,
Y peor si el mito, manteniéndose en el terreno de la religión, pretend
todavía algún tipo de aceptación seria. Las élites paganas lo usan
displicentemente como adorno, pero el pueblo siempre tiene creencias. Cuan-
do en los tramos finales de la Antigüedad se abre el mercado espiritual y
llegan tiempos de competencia feroz, la vieja crítica ilustrada va a ser usada
por los concurrentes orientales. Las notas de falso y absurdo son reforzadas
(con el agregado seguro de inmoral) por la polémica cristiana contra las dis
tintas formas del paganismo tardío. Y así, en adelante, por siglos. Aun consi'
derando el mejor momento de su destino moderno -cuando se convierte en
el código del Renacimiento y el Barroco- el mito quedará varado en los
sargazos de la alegoría, el gusto divertido y el rechazo escandalizado. Estos
elementos disímiles juegan y se acomodan todavía a la luz del “gusto” del
siglo XVIII, que ha abandonado la reverencia de lo antiguo.10
10. Y que tiene que rescatar el mito de algún modo para que ¡a literatura no se le desvanez
ca. El hoy olvidado pero recordable traductor de Homero en verso castellano, don José
Gómez y Hermosiíla, discurre en el “Discurso preliminar" a la litada acerca “Del sentido en
que debe entenderse ia parte mitológica de las poesías de Homero": “Para leer con gusto la
llía da yla Odisea (y lo mismo debe decirse de la Eneida y otros poemas griegos y latinos),
para hallar algún sentido en la parte mitológica y para que sean verdaderas epopeyas, es
necesario no acordarse siquiera del absurdo sistema de las alegorías, entender las pala
bras en sentido literal y considerar como hechos históricos las ficciones que contienen, por
más imposibles que sean y por más ridiculas que a nosotros nos parezcan". Y, tras ver “qué
idea se formaban ios griegos de las deidades machos y hembras que adoraban en su ciega
credulidad” , debe quedar “...establecido que si queremos bailar sentido racional en las
poesías de Homero, sacar fruto de su lectura y recrearnos con ellas, debemos entender
literalmente lo que nos cuenta de las divinidades fabulosas de los gentiles, trasladarnos al
siglo a que se refieren los dos poemas, hacernos hipotéticamente uno de los ignorantes,
crédulos y supersticiosos lectores para los cuales fueron escritos, y por entonces tragarnos
como verdades las absurdas ficciones que contienen”. (H omero , La Ufada, trad. en verso
castellano por don José Gómez Hermosiíla. Ed. Garnier, Parts s/d, l i pp. XHI s., XVi, XXI).
El PENSAMIENTO ANTIGUO Y SU SOMBRA
11. Nuestra mente, tejida de abstracciones, no puede ya penetrar en las mentes heroicas,
"enteramente inmersas en los sentidos, rendidas a las pasiones, enterradas en los cuerpos"
(Scienza Nuova, 1744, § 378). Sobre el carácter sensible del mito, cf. por ej. §§ 700, 703.
Pero por detrás está la verdad histórica, passim y por ej. §§ 149-50.
12. Cf. Gode von A esch , Natural Science in Germán Romantícism (tr. c. El Romanticismo
alemán y las ciencias naturales, Espasa-Calpe Argentina, Bs. As.-México 1947), cap. XIII.
13. Marcel D etienne, L’invention de la mythologie cit., tr. c. pp. 5-7,14-17. Sobre esta temáti
ca cf. también las primeras páginas de "Lo crudo, el niño griego y lo cocido" en Pierre V ioal-
N aquet , Le chasseur noir. Formes de pensée et formes de societé dans le monde grec,
Frangois M aspero, París 1981; tr. c. Formas de pensamiento y formas de sociedad en el
mundo griego. El cazador negro, Ediciones Península, Barcelona 1983, pp. 158 ss.
familiar. El siglo XIX, al hilo de la antropología de base etnográfica y la ciencia
de las religiones, consumará el extrañamiento. Esas disciplinas se apropian del
fenómeno, cuya universalidad hará que la noción de mito se amplíe hacia las
expresiones generales “pensamiento mítico”, “hombre mítico", que en prind-
pió equivalen a lo no occidental y/o lo primitivo. Por supuesto, la antropolo
gía decimonónica es el modo en que Europa se hace cargo de los datos cultura
les de sociedades colonizadas. La ideología colonialista no está presente en
ninguna ciencia social tan evidentemente como en ella, construida de raíz des
de el más desembozado eurocentrismo y “modemocentrismo”. La inferioridad
de estas sociedades es equiparada a la niñez (un niño al que contemporánea-:
mente la pedagogía o la psicología no reconocen especificidad, adulto en mi
niatura). Es la célebre mentalidad “prelógica”, primer escalón hacia el pensa
miento “lógico” y adulto. Pero se trata de un crecimiento que podría darse o
muy posiblemente no darse, por incapacidad constitutiva.
A pesar de este carácter groseramente ideológico, y sin quererlo, la an
tropología consumará una herida en el narcisismo de Occidente no siempre
reconocida, y que el divorcio entre helenistas y antropólogos, aún a fines del
siglo XX, prolonga atenuada. Si el mito es un fenómeno universal, y si la
noción misma de cultura se vuelve plural y en principio puede ser fáctico-
descriptiva a pesar de las valoraciones sobreañadidas, la herencia de la An
tigüedad tenderá a quedar nivelada dentro de esa multiplicidad en la que los
títulos especiales que exhibe pueden no ser tomados en cuenta. El historicismo
y el positivismo ponen en crisis la noción misma de lo clásico como modelo,
que ubicaba en un plano superior a Grecia y Roma (y a Europa como su
hija). De haber sido la pauta con la que se empezaron a leer las diversas
mitologías, Grecia pasó a ser leída desde los “primitivos”, y corrió el riesgo
de que la imbecilidad de éstos se le proyectara.
El tardío siglo XX, a la zaga de la descolonización y coincidiendo en parte,
hacia los años sesenta, con un no duradero auge político de los países del Tercer
Mundo, produjo -en especial con la difusión del estructuralismo- la revaloriza-
ción y el reconocimiento de la especificidad del pensamiento mítico, al que se le
concede la autonomía con respecto al “lógico”. En principio, se deja de lado el
prejuicio de la inferioridad, Pero el mito griego no había esperado los beneficios
de esta amnistía general, y ya había recuperado su posición de privilegio mucho
antes. El siglo XX, convulsionado como pocos (y el clima espiritual se adelantó a
las grandes catástrofes que lo signaron), buscó su Grecia por encima de lo
secularmente consagrado y gastado como clásico y asumió como propios los
mitos griegos en una dimensión mucho más profunda que la decorativa o erudi
ta. Podríamos mencionar a Freud o Joyce sólo como un par de testigos en una
lista de nombres seguramente larga: piénsese en la poesía, el teatro y el cine.
Tal vez esto nos dé una pista para que podamos recuperar una especifici
dad de lo griego desde otro lugar que el del modelo clásico. Para ello habría
que volver a preguntarse -sin valoraciones, y más vale con cierta inquietud-
por la ambigua relación de Occidente con el mito; y en primer lugar y preci-
sámente, con el mito de la antropología.
M^thos-iógos, “palabra” y “palabra”: modos de la manifestación del mundo
por la palabra. De la manifestación del mundo, porque ambos son originaria-
mente, y pretenden ser, una mención de lo “esencial”, de la “verdad”, de la
“realidad”, el mito (cf. Mircea Eliade) tanto como el logos, y tal vez más que
el logos. Podríamos quizás esquivar la cruel oposición “racional”-* irracio-
nal” con la menos comprometida entre “narración” y “discursividad”, o en
tre lenguaje mostrativo y demostrativo. Se trata de dos modos de discurso
con legalidad propia. De aquí algunos rasgos exteriores obvios: mythos es
palabra que se oye de quien la dice. El mito vive en la comunicación oral y
en la participación emocional ligada a la oralidad y al manejo directo de lo
concreto. No hay conceptos, pero tampoco individuos o personas, sino per
sonajes de una acción y sus res gestae. El logos, lenguaje de la descripción y la
demostración, que recurre a la generalización y a la abstracción conceptual
y formal, es una toma de distancia: del hombre con el mundo y luego consigo
mismo, y también del hombre con la palabra. Recordamos estos lugares co
munes porque la “falsedad” del mito aparece cuando lo queremos asimilar a
nuestro modo de dar cuenta del mundo y lo tomamos como una explicación.
Así necesariamente resulta o falsedad o alegoría. Pero sería esencial enten
der que el mito no es respuesta a nada pues no habría pregunta previa. No es
la explicación que se forja un hombre ante un mundo en el cual se encuentra
sin entenderlo (una suerte de Adán provisto de su curiosidad y su tabula
rasa), sino la instalación misma -y siempre previa- en el mundo. Pensarlo
como explicación responde a una proyección de la mentalidad lógica que
tampoco puede saltar tan fácilmente por encima de ella misma, si es que
puede; Aristóteles, que lo ve como respuesta al asombro y como filosofía
larvada, entiende ya tan poco al mito como el positivista que lo ve como
ciencia primitiva.
Pero el mito en todo caso es palabra que revela el mundo e instaura la
verdad, y además es palabra eficaz, poderosa. El mito siempre estuvo en las
cercanías o compartió el territorio del rito. Desde el punto de vista de la
cultura europea, así como el mito fue visto como explicación, “ciencia”, el
rito resultó magia, “técnica primitiva” para influir en el acontecer natural.
Pero lo que está en juego -y sin entrar en el terreno de la largamente discu
tida relación entre mito y rito- es la “revelación” y “(re)creación” del mun
do, los momentos de la instalación efectiva en el mundo. Y esta instalación
no tiene fisuras. El lenguaje mítico es un lenguaje semánticamente
sobresaturado.
Sí volvemos a recordar el tan mentado tránsito, tengamos en cuenta,
por de pronto, que “mito” no es lo mismo que “religión”: el abandono del
mito no es una laicización. Ni el supuesto tránsito supone la desaparición de
actitudes o zonas míticas (en las que que el Occidente contemporáneo tam
bién abunda). Ahora bien, en el sentido del “pensamiento mítico” de la an
tropología, del “ser” mítico, en Grecia no hay mito, “Grecia” como aconteci
miento espiritual es la ruptura del mito. Y esto, obviamente, no significa que
en Grecia no haya habido cultos y mitos en sentido estricto, y actitudes
“irracionales”, etc. Lo que queremos decir es otra cosa.
El Logos (Grecia-Occidente), sólo puede aparecer en una fisura de la rea
lidad que instaura la pregunta sin respuesta, y así instaura la búsqueda de res
puestas. Entonces la revelación del mundo se vuelve explicación, dicha en len
guaje demostrativo. La palabra ya no es inmediatamente efectiva: se vuelve
teoría. (Su efectividad será mediata, cuando el conocimiento teórico que se
logre dé la base para una tékhne -de la persuasión en la Ciudad- o una técnica
-del dominio sobre ia Naturaleza-).
¿Dónde ubicar, en Grecia, un momento propiamente “mítico”? Ese esta
dio habría que perseguirlo hasta la Hélade pre-griega, y aun así, se escapa.
Tras el antecedente del rey-sacerdote minoico de Evans, j.-P. Vemant pro
yectó sobre la figura del rey micénico la del rey babilónico como Rey divino,
Centro del rito -del Mundo- en el ritual del Año Nuevo previamente divul
gado por Comford. Pero actualmente el rey divino micénico está perdiendo
predicamento, como Vemant mismo lo reconoce en el prólogo a la 2~ edi
ción de Los orígenes del pensamiento griego.14 Y sin embargo, el Palacio nos
invita a pensarlo como Centro, simbólico no menos que administrativo o
económico. ¿Y qué dimensiones podemos entrever en ei culto, con las mani
festaciones de los femenino y ctónico junto a los dioses que se continuarán
en los Olímpicos? Así sucede en la continuidad, comprobada
arqueológicamente, en Eleusis y otros puntos. En cultos agrarios o extáticos,
14. Jean-Pierre V ernant, Les origines de la pensée grecque (1962), tr. c. Los orígenes del
pensamiento griego, Eudeba, Bs. As. 1965; id. con "Prólogo ala nueva edición’' [1987], Paidós,
Barcelona-Bs. As.-México 1992. En este prólogo (p. 14) se renuncia a la concepción del
wánaxmicénico como el “rey divino, mágico, señor del tiempo, dispensador de la fertilidad”
(p. 41), que Vernant confiesa haber tomado de Frazer vía Gernet, y que se cruza con la
aproximación de Comford entre Hesíodo y el mito babilonio (F. M. C ornford, Principium
Sapientiae, ed. W. K. C. Guthrie, Cambridge 1952, ll; cf. J.-P. V ernant, Mythe et pensée
chez les Grecs, Maspero, Paris 1965, VII, “Du myhte á la raison", tr. c. Mito y pensamiento
en la Grecia antigua, Ariel, Barcelona 1973, pp. 334-364).
vida y muerte, como hombres y dioses, constituyen un continuo o ai menos
no suponen ámbitos separados, como todavía en época histórica se da en los
misterios o en los ecos del dionisismo.
Puede discutirse la memoria de Micenas que se mantiene en Homero. 15
Pero la ruptura se traduce en un gran olvido de las dos cosas fundamentales:
el Palacio, lugar del poder que deja un hueco que nunca vuelve a colmarse.16
Y la Tierra, como si aquellos migrantes hubieran sancionado el desarraigo.
Los lugares del culto y las tumbas quedan atrás. Desaparece, en Homero, el
hemisferio nocturno o subterráneo de lo divino.17 De acuerdo al socorrido
lugar común del antropomorfismo de la religión homérica, los dioses mismos
se humanizan, son hombres y mujeres tal vez más hermosos y fuertes, pero
sujetos a las mismas pasiones y debilidades que nosotros, y que a veces hasta
pueden ser rechazados y heridos en el campo de batalla.
Y sin embargo, hay una diferencia: por semejantes que sean dioses y hombres,
los dioses, que han nacido, no mueren. Los hombres en cambio son “los mortales”.
Una nueva concepción de la muerte produce un corte en lo que era el continuo
vida-muerte, y en consecuencia produce el discrimen entre hombres y dioses.
Por cierto, Homero tiene un destino para la psykhé, ese último aliento que,
convertido en mínima imagen del difunto, nos frecuenta en sueños hasta que
la cremación le permite el ingreso al Hades (II. 23.69 ss.). Con la cremación
queda abolida la presencia activa y poderosa del muerto en su tumba. Los
vínculos entre este mundo y el otro se cortan, o se debilitan hasta volverse
15. Sobre los recuerdos micénicosen Homero, véase la observación de Finley acerca de la
rápida deflación entre Helen Lorimer, Homer and the Monuments (1950) y G. S. Kirk, The
Songs of Homer {1962), en M. I. F in l e y , The World of Odysseus (1954\ 19772),tr.c. El mundo
deOdiseo, FCE, México (1961\ 19782), p. 214, y Ap. I.
16. Ni siquiera hay en Homero una palabra que signifique '‘Palacio": Mary O. Knox. " “House"
and "Palace” in Homer", JHSX C, 1970,117-20.
17. Cf. Conrado Eggers L an , Introducción histórica al estudio de Platón, Eudeba, Bs. As. 1974, p.
19: “¿Qué podía importarles a estos señores libres y desarraigados, que se habían marchado
de Grecia...’ aquella diosa-tierra, región-madre, que hemos calificado como 'el secreto de! arrai
go’ de sus antepasados? Si algo les importaba, habría de ser sólo para dolerles y todo Indica
que, muy freudianamente, optaron por suprimirla o relegarla hacia un oscuro lugar secundario. Y
lo mismo aconteció, por lógica consecuencia, con todo aquel siniestro mundo clónico’’. (La
primera cita corresponde a Bruno Snell, Die Entdeckung des Geistes, 19553, p. 57, adonde se
remite. [Ctassen Verlag, Hamburg, 1963; tr. c. Las fuentes del pensamiento europeo. Razón y
Fe, Madrid 1965, p. 59.] Cf. también Walter F. Orro, Die Gótter Griehchenlands, G. Schulte-
Bulmke, Frankfurt a. M. 1961,19706, IV 10.) Esto no significa que, a espaldas de Homero, ¡os
mitos sombríos y las prácticas mágicas no continuaran existiendo, y reaparecerán ya en la
Odisea (E. R. D odos, The Greeks and the Irrational, Univ. of California Press, Berkeley-Los Ange-
les-London 1951 [19732], p. 43; M .!. F inley, El mundo de Odíseocit, pp. 171 s.).
insignificantes. La existencia allí abajo, si bien no es algo semejante a un in-
fiemo, es por lo menos inane y sin consciencia, es como no ser: recordemos una
vez más el célebre episodio de la sombra de Aquiles, que prefiere servir a un
campesino pobre a señorear sobre los muertos (Od. 11.488-91). La muerte
aparece por primera vez, pues, como límite de la vida.18
Y además, como lo incomprensible e inmanejable. Para el hombre por cier-
to, que no puede en general preverla y nunca puede evitarla. Pero aun Zeus, el
padre poderoso de los dioses, debe aceptar la parte que les toca a aquellos
mortales, a veces sus hijos, que quiere salvar. “Parte”, morra, usualmente tradu-
cido, equívocamente, con mayúscula, no es una diosa. Pero tampoco -como
pudo decirse- algo que se aproxime a una legalidad o la prepare: es algo nece
sario, como aquello que luego se pensará como legalidad, pero carece de la
racionalidad de lo legal; la motra es incomprensible, es “porque sí”.19
Pero esto, que no es ni “racional” ni inteligible, tal vez nos ponga en la
pista del llamado “racionalismo” homérico. Como se ha dicho innumerables
veces, su concepción de la muerte no lleva a Homero a ninguna desespera-
ción o visión sombría, sino a una exaltación de la vida, en la que aparente
mente queda borrada la dimensión del misterio. El acontecer unitario
cósmico-sagrado se retira al fondo y casi se esfuma; en cambio aparece, en
múltiples perspectivas, el límite. Y el horizonte del límite es la muerte, una
18. El de Aquiíes y los demás pasajes homéricos condenados por Platón en Rep. 386c~387a
no presentan al Hades como un lugar de castigos sino como la vacuidad de una casi no
existencia. Cf. W. F. Orro, o. c., ibid. y Martin P. N ilsson , A History o f Greek Religión (1925),
tr. c. Historia de la religión griega, Eudeba, Bs. As. 19682, cap. V, “Antropomorfismo y
racionalismo homéricos1', esp. pp. 174 ss., que matizaría esta presentación esquemática,
confirmando la idea de muerte como fin. C. E gqers Lan, o . c. pp. 20 s „ 35 ss., niega la
distinción vivos-muertos y hombres-dioses en un primer estrato homérico -el que suprime io
ctónico, y con elfo uno de los términos de ia oposición- pero ¡a encuentra en el Homero
orientado hacia los nuevos tiempos, con la experiencia de la muerte como límite.
19. Cf. W. F. O tto , o. c., Vil. Zeller había encontrado en la Moira una prefiguración de ia
legalidad natural. Como vio C ornford, From Religión to Philosophy (1912) I § 4 (Harper and
Row, New York 1957, pp. 12 s.), Motra es límite de los dioses-, también los inmortales se ven
excedidos en su poder y su comprensión por la muerte: así en Od. 3.236-8; II. 16.433 ss. y
22.168 ss., usualmente citados en ei mismo sentido, no niegan a Zeus la posibilidad de
saivar a sus preteridos; es la desaprobación de los otros dioses, expresada respectivamen
te por Hera y Atenea con la misma fórmuia (16.443,22.181) lo que se lo impide: no un must,
sino un ought(A. W H. Adkins, "Homeric Gods and the Valúes of Homeric Society", JHSXCU,
1972, p. 16). Sin embargo esta imposibilidad “morar1-desproporcionada a ia usual potencia
dei dios- no resulta menos compulsiva. La observación al pasar de H. F ránkel, que nunca
se nombra el "todo” de esta “parte", señala también hacia la profunda ininteligibilidad de la
moira {Dichtung undPhilosophie des frühen Griechentums, 1950,1962,1969; tr. c. Poesía y
Filosofía de ia Grecia Arcaica, Visor, Madrid 1993, p. 67).
potencia limitante que ni hombres ni dioses pueden dominar, y ni siquiera
comprender. Pero si esto es así, el universo del mito, mundo cerrado sobre sí,
previo a la explicación porque es previo a la pregunta, se resquebraja. La
sobresaturación semántica del mito sufre la aparición de una zona en blanco,
de una carencia o falta. La muerte como agujero y límite es tal vez la condi
ción de la ruptura de su círculo. El mito no era una respuesta porque no
había pregunta. Tal vez allí, en ese hiato que abre la muerte, puede alojarse
por primera vez una verdadera pregunta, esto es, una pregunta sin respuesta,
al menos sin respuesta inmediata. Después podrán hacerse preguntas explí
citas que recibirán respuestas discursivas, esto es, habrá logos.
De hecho, la situación ya está dada en la índole del lenguaje de Homero,
que no es mythos sino épos, épica. Ni siquiera es el lenguaje espontáneo de un
pueblo o una comunidad: esta épica común a varios grupos, y luego a todo el
mundo helénico, se dice en un lenguaje artificial, “literario” antes de la escri
tura. La epopeya no es “mítica”; de ningún modo es un decir sagrado. Homero
no revela nada: los dioses no dan cuenta de la totalidad ni la encaman. Están
en el épos como uno de sus elementos; no son clave de una historia primordial.
Por último, otro aspecto inédito de esta situación es el de la “individuali
dad” ligada al poder. En las sociedades orientales nos encontramos con una
consubstanciación de la “ley” o la “justicia” con la voluntad divina del gober
nante.20 Voluntad no arbitraria, si es que es voluntad: el rey sacro no hace “lo que
quiere”, está ligado al orden del mundo, no sólo porque cumple lo ritualmente
pautado y sus actos u órdenes responden al orden, sino porque, en el límite, él
mismo “es” ese orden. Sus mismos actos, en principio, producen el orden, y así
resulta que no puede infringirlo. Pero en una situación en la cual el que manda
puede apartarse arbitrariamente del orden, el ejercicio del mando da pie a una
suerte de “individualización”, en el sentido deque el jefe se recorta de la totali
dad: de la comunidad (tribal) y del mundo (sacro). El rey sacro no puede ser
arbitrario. Cuando la arbitrariedad, ejercida y sufrida como tal, se vuelve posi
ble, encontramos nuevamente una fisura en el orden mítico del mundo.
Comford, remitiéndose a Durkheim, veía en el jefe al primer individuo,
que encama y personaliza la autoridad colectiva de la tribu.21 Pero el caso en
Homero es distinto. Aquí el mandar (anássein, que es también “poseer”)22 se
para a un hombre del conjunto y lo contrasta con los otros. Si el que manda se
distingue en tanto manda, su “voluntad” se recorta de la totalidad del acontecer
1. Cf. Mario A. L evi, La lucha política en el mundo antiguo, tr. c. Rev. de Occidente, Madrid
1967, cap. i, “Ley estatal y ley sagrada’’.
del Palacio. La escuela historiográfica francesa tiende a resaltar la continui
dad entre el mundo micénico y el griego. Así J.-P. Vemant, en un libro de
amplia difusión,2 pone la sombra del Palacio como telón de fondo del esque
ma conceptual y espiritual del muy posterior mundo político. Es significati
va la doble línea que, sin aparente consciencia de contradicción, aparece en
esta obra. Por una parte se anuncia que el viraje del siglo VIII al VII, en que
se funda la pólis, ha de rastrearse sobre el fondo del pasado micénico.3 El
problema conceptual se retrotrae así hasta el colapso del wánax: éste unifi
caba y ordenaba las clases y funciones desde un poder más que humano, y su
desaparición instaura el problema del orden a partir del conflicto entre gru
pos funcionales distintos y rivales “ ~o para adoptar la fórmula misma de los
órficos-, ¿cómo, en el plano social, puede surgir ío uno de lo múltiple y lo
múltiple de lo uno?” La lectura (a la sombra de G. Dumézil) de la historia
institucional y de los mitos reales áticos mostraría el “estallido de la sobera
nía”, esto es, la separación de la basileía (el ámbito de la realeza religiosa) y
de la arkhé (el mando político), que define así el terreno de lo político-pro-
fano, separación que es reinterpretada como contraposición de clases fun
cionales. Pero esta contraposición termina resolviéndose, no entre diferen
cias funcionales sino entre g¿ne, familias o clanes nobles, en el agón o compe
tencia noble entre iguales, que supone la unidad previa de la philúx y que se
transpondría en la organización política, y en último término derivaría en la
igual distribución del poder, la isononúa democrática.4 Una página antes, sin
embargo, Vemant ha esbozado un conflicto y un curso distintos; la caída del
Palacio habría dejado en libertad y enfrentadas a una aristocracia guerrera y
a las comunidades aldeanas; aunque, con una disyunción cronológica impor
tante, indica la “sabiduría” de los Sabios del s. VII como el lugar donde este
conflicto buscaría un equilibrio.5
Una aproximación distinta surge de la historiografía inglesa. M. I. Finley
en especial (a partir de la investigación sobre la posesión de la tierra) sostuvo
la tesis de un corte institucional entre el mundo micénico y la Edad Oscura.6
2. J.-P. V ern ant, L o s orígenes del pensamiento griego (cit. p. 20 n. 14), donde recordamos
cómo el mismo Vernant abandona luego el carácter divino del wánax.
3. Introd. p. 25, Pról. p. 12 (citamos latr. c., 1992).
4. Cap. Ill, cf. esp. pp. 57-60 (cita, pp. 57 s.); cap. V.
5. Pp. 52 s.
6. Cf. esp. “Homer and Mycenae: Property andTenure", HistoriaM12,1957, pp. 133-159(con
la oposición de Vernant, o. c. p. 52); El mundo de Odiseo (cit. p. 20 n. 15); también la
síntesis en Earíy Greece: the Bronze and Archaic Ages, London 1970, caps. Vi-Vil (tr. c.
Grecia primitiva: la Edad de Bronce y la Era Arcaica, Eudeba, Bs. As. 1974).
La caída de los palacios y el momento de desorganización y empobrecimiento
concomitante (que no puede hoy ya describirse simplemente como la “inva
sión de los dorios”, “creación de la historiografía del siglo XIX”),7 va junto a
una continuidad de los aspectos básicos de la cultura, atestiguada por la alfa
rería. Más todavía, como mostró la obra de M. P. Nilsson, las raíces de la reli
gión griega clásica hay que buscarlas en el período micénico. Pero esto no
aminora el hiato en la economía y en la organización social y política. Los
“reyes” homéricos son el producto de una mutación en la noción misma de
monarquía: en ningún caso se reconstituirá un poder supremo y unificador
como el del wánax micénico, y la designación de basileús (que en las tablillas
micénicas parece designar a ciertos jefes o funcionarios subordinados) tiende
a significar menos la cúspide única cuanto el primus ínter pares (como entre los
feacios de la Odisea) y aun la clase misma de los jefes en cuanto clase (así los
basilets beocios de Hesíodo, y cf. Od. 1.394-5). A las puertas de la polis, la
institución monárquica ha desaparecido y el poder es detentado más vale por
la aristocracia (como los eupátridas atenienses), y aun por familias determina
das (Baquíades de Corinto, Pentflides de Mitilene, o en el norte los Aléuadas
de Larissa). Estas aristocracias han logrado un equilibrio y una cultura pecu
liares cuando, hacia el s. VIH, el equilibrio se rompe, los tiempos se aceleran y
fenómenos de amplio alcance se constituyen en los datos del problema para
cuya solución habrá de inventarse la política.
¿Pero cuál ha sido exactamente el problema que la pólis, y el pensa
miento ligado a ella, intentan resolver? La cuestión tiene importancia histó
rica y además filosófica, porque la búsqueda de solución para dificultades
apremiantes y aparentemente incomprensibles llegó a incidir en forma pro
funda y a la vez explícita en la matriz conceptual helénica. Categorías tan
decisivas como unidad y multiplicidad, igualdad, desigualdad y equilibrio,
límite e ilimitado, se fraguaron en la came misma de estos procesos.
El esquema de Vemant es seductor: la caída del Palacio deja abierto el lugar
(el Centro) para la concurrencia de muchos en el poder; pero al fin será este
juego mismo el que ocupe ese espacio, y la igualdad fundamental de sus partici
pantes fundará una igualdad institucional que se transpondrá a la pólis demo
crática. Pero retrotraer la cuestión hasta la desaparición del wánax implica una
proximidad ilusoria entre el mundo micénico y el mundo político. El conflicto,
cuando se presente, no se presentará como la consecuencia de una pérdida, sino
como el terreno originario, y la unidad será descubierto en el conficto mismo. Y
habría que ver también en qué medida es el agón aristocrático lo que desemboca,
como sugiere Vemant, en la unidad dinámica de la pólis. Porque ésta no será una
unidad entre iguales, sino entre elementos distintos. Las aristocracias, unidas
por lazos personales por encima de las sociedades que presidían, tendieron más
bien a reconocerse en una laxa comunidad “internacional" suprapolítica. Las
bases del conflicto político las proporcionan menos las luchas de los señores
entre sí, cuanto la creciente tensión entre estos señores y la comunidad campesi
na y eventualmente artesana, cuya enunciación, en principio, leemos en Hesíodo.
Si -según una sugerencia de Clémence Ramnoux-8 una tradición heroica, pro
pia de la casta feudal y expresada en la epopeya, corre junto a una tradición
jurídica, de los campesinos y artesanos, expresada en la sabiduría de los Trabajos,
es posible que, aun guardando aspectos de la dinámica del agón, el pensamiento
haya pensado el conflicto, fundamentalmente, a partir de esta última tradición,
que instaura el concepto mismo de Díke.
8. Clémence R amnoux , HéracHte ou l'homme entre les choses et les mots, Belles Lettres,
Paris 19682, p. 107. Cf. Francisco R odríguez A drados, La democracia ateniense, Alianza,
Madrid 1975, Primera parte.
9. Éste y la necesidad de resolver el exceso de población son ¡os dos aspectos de ia interpre
tación tradicional de la colonización. La arqueología, que la adelantó al temprano s. VIH,
descubrió actividad comercial importante en la primera colonia occidental, Pithecusaen ischia,
y también el establecimiento comercial de Al-Mina en Siria. Para el desarrollo económico, cf.
M. A ustin -P. V íoal N aquet, Économies etsocietés en Gréce ancienne (1972), tr. c. Economía y
sociedad en la antigua Grecia, Paidós, Barcelona-Bs. As.-Méx. 1986, pp. 68 s.
10. Hesíodo, representante de los campesinos en ascenso: E rnest W¡ll , “Hésiode: crise
agraire? ou recul de I’ aristocratie?” , REG 78, 1965, 542-556, contra É oouard W ill , “ A ux
origines du régime foncier grec” , REA 59, 1957, 12-24, que retrotrae a Hesíodo la
concentración de la tierra y demás condiciones del Ática de Solón.
tema y una primera dimensión del problema de la justicia, el poeta beoció
apunta hacia un lugar de ruptura.
Se ha visto el papel de Hesíodo como precursor de la filosofía en el ám
bito de la Teogonia y en las preguntas por el origen y el orden. Estas pregun
tas, sin embargo, son comunes a todas las cosmogonías, que las responden
con las genealogías de dioses y sus peripecias en el poder (los “mitos de sobe
ranía”).11 En la Teogonia, como en sus modelos o paralelos orientales, la dis
tancia entre el origen y el orden está colmada por las dramáticas alternativas
de la violencia y la venganza. La estabilización del poder se logra sólo con
Zeus, pero lo notable en Hesíodo es que el “mito de soberanía” pasará a de
pender de una suerte de justificación. No una justificación moral, por cierto
(la “moral” todavía no existe): la garantía del orden es el reparto de benefi
cios a que ha procedido Zeus (7 3 -4 , 8 8 1 -5 ), anunciado en términos
proselitistas (390-403), y que le asegura aliados imprescindibles (sus herma
nos, 492-6; los Cíclopes, 501-6; los Hecatónquiros, 655-63, cf. 624-8). Ya no
se trata de quién manda, sin más, sino de quién merece mandar por su capa
cidad de fundar un orden aceptable y por ello sustentable; calculado, por lo
demás, en vistas a la obtención y el aseguramiento del poder. Pero (886 ss.)
Metis (= “Astucia”, inteligencia astuta), esposa de Zeus, va a gestar nueva
mente al hijo más poderoso que el padre, destinado a destronarlo. Zeus impi
de astutamente el nacimiento devorando e incorporándose a la Astucia mis
ma, su esposa, y apropiándose de su peligroso saber a la vez que suprime la
descendencia peligrosa.12 La estabilidad definitiva se logrará así, de un modo
casi artificial, esquivando la cadena generacional de culpa y castigo, sintaxis
de un conflicto que en principio debía proseguir indefinidamente. La siguiente
esposa de Zeus será Themis, en la que primero engendrará las Horas: Paz,
Eunomía y Díke, ya dispuestas a convertirse en diosas políticas, y luego las
Moiras, que se hacen cargo del destino individual (901-6).
En Hesíodo, el orden de Zeus queda firmemente establecido en los ám
bitos divino y cósmico (Teog. 73-74, 392-403, 885), pero una falencia cons
titutiva hace que en el plano humano ese orden esté constantemente puesto
11. Hesíodo como precursor de ia filosofía está ya por detrás de los "teólogos" de Aristóteles,
Met. 1983b27 ss., XI¡I 1000a9 ss., etc.; la crítica lo mantuvo allí. Olof G igon, Der Ursprung der
Griechischen Philosophie, 1945, lo pone directamente como iniciador de la filosofía, La relación
de Teog. con mitos orientales quedó establecida desde los trabajos de Franz Dornseiff en la
década del 30, pero esp. desde Comford, Principium Sapientiae (cit. p. 20 n. 14); cf. B. W a lc o t,
Hesiod and the NearEast, Cardiff 1966. Mitos de soberanía: J.-P. Vernant, o.c., cap. V il.
12. Cf. Marcel D e tie n n e - J.-P. V e r n a n t , Les ruses de Tintelligence(1974), tr. c. Las artimañas
de la inteligencia, Taurus, Madrid 1988,!! “La conquista del poder” y passim.
El PENSAMIENTO ANTIGUO Y SU SOMBRA
13. Por ejemplo Friedrich S olmsen , Hesiodand Aeschylus, ithaca 1949, pp. 87-96; Werner
Paideia (1933) i ¡V; tr. c. J. Xirau-W. Roces, F.C.E., México, ed. 1962, esp. pp.
J aeger ,
71-3, 76-8.
otro. La “buena" Éris es la competencia en el trabajo, envidiosa de la prosperi
dad del vecino. Inmediatamente, Hesíodo inserta dos mitos que “explicarán”
en profundidad esta exigencia, al dar cuenta de la situación antropológica
fundamental.
El mito de Prometeo-Pandora dibuja, sobre el fondo de la vita beata, la
constelación, o la secuencia, antropogenética: fuego (técnicas) -culpa, “caí-
da”~mujer~trabajo (castigo secundario, consecuencia de la mujer). La con
dición humana queda, con la mujer, origen de los males, atravesada por la
dualidad y signada por la ambigüedad del trabajosa la vez virtud y castigo.
En una peculiar cercanía a temas bíblicos, y en sentido inverso al de las ver
siones ilustradas del mito, nos encontramos aquí con una situación humana
cadente. El orden de Zeus para el hombre regla esta caída sin repararla: el
trabajo es un constante tener que reponerse en la existencia, sin esperanza
de restaurar la plenitud perdida. El hombre como tal es miserable.14
El tema de la vita beata hace de nexo entre este mito y el de las Razas,
que introduce la temática de la hybris como agresión, en la raza de Plata
(134-5) y especialmente en Bronce, signada por la violencia indiscriminada
(146). Esta hybris pareciera continuarse en la raza de Hierro (189?, 192).
Pero Hierro es declaradamente la transposición mítica del presente. Las
edades de la guerra han quedado atrás, y la hjbris consiste ahora más bien
(194) en palabras torcidas y juramentos falsos, es decir, en la peculiar vio
lencia de los abusos jurídicos. Por ello la mala fe y la mala administración
de justicia son el tema principal de la exhortación a Perses y los reyes de
202 ss., que introduce explícitamente la oposición díke-hybris (213 ss.). La
segunda vez que el poeta se dirige a su hermano (274-85), ésta es substitui
da por díke-bíe. Bíe es en principio la violencia física: la mención precede
inmediatamente a la de díke como rasgo humano frente al entredevorarse
ferino (con lo cual díke es presentada explícitamente como una condición
antropológica esencial). Pero inmediatamente bíe, como antes hybris, se
desliza desde la mera violencia a la peculiar violencia de la palabra y el
fraude judicial, cuya manifestación privilegiada en el juramento falso la
conecta al aspecto sacro del procedimiento.
El singular díke aparece diferenciado de y aun opuesto al plural díkai,
como la rectitud que las decisiones deberían exhibir pero que de hecho no
tienen. En un poderoso movimiento ascendente, díke se va singularizando:
ella prevalecerá, aunque se encuentre expulsada y quejosa de las “justicias”
14. La noción de trabajo aparece por primera vez; y esto es literal, porque ei trabajo ‘'mítico’’
es ritual y no deja lugar para ia percepción de su dureza.
de los comedores de regalos. El modo en que estos reyes la ejercen determina
la prosperidad o desgracia de las ciudades (reflejadas también en la natura
leza): Zeus les señala la díke, cuando no la cumplen, mediante calamidades.
Aun en la consideración del estado general de la ciudad, díke sólo juega en el
conjunto de las decisiones judiciales.15 A los reyes se les recomienda la con-
sideración de “esta díke" -la rectitud de las decisiones- controlada por los
vigías de Zeus. Así alcanzamos en 256 la célebre “personificación" de Díke
como hija de Zeus;16 pero su contenido se agota en la oposición al ámbito de
lo “torcido”, referido como siempre a las decisiones judiciales y a las pala-
bras en función de ellas (260-4).
Ahora bien, la exhortación a ¡áiíce, de carácter negativo (abstenerse de
hybris y bíe) se continúa naturalmente con la exhortación positiva al tra
bajo (286 ss.). Y el trabajo introduce explícitamente la cuestión de los
bienes y la riqueza. Las faltas contra díke se llevan a cabo para apropiarse
del bien ajeno esquivando el trabajo. Díke juega concretamente en el ám
bito económico. No tomar demás y no apropiarse por violencia ni trampa
de lo ajeno, que debe ganarse mediante el trabajo: ésta es la lección que
Hesíodo da a su hermano, fundándola en la “naturaleza humana" y en la
autoridad de Zeus, y éste es el contenido concreto de díke. El trabajo en
principio es puesto en el lugar que en Homero ocupaba la aptitud heroica,
la arete, en los versos, célebres en toda la Antigüedad, que presentan las
vías opuestas de la “ruindad” (kakótes) y la areté, delante de la cual los
dioses pusieron el sudor, 286-292. Pero esta misma areté, y la gloria y fama
heroicas (kydos), reaparecerán en 310-5 como una consecuencia, no del
trabajo, sino de aquello que excita la envidia: la riqueza. El trabajo no es
15. No se dice que con sus castigos Zeus ejerza ia díke, es decir, una "justicia” transcendente.
Díke no sale de! ámbito judicial, y la decisión de los casos es tarea apropiada sólo para el
gobernante humano. Cf. Michael G agarín , "Díke in the Works andDays", CPLXVIII2,1973,
81-94, que insiste saludablemente en este carácter puramente judicial de díke, de un modo
sólo en apariencia unilateral o íimítado. Pero el artículo tiende a presentarel reclamo hesiódico
como la exigencia de un sistema legal efectivo que substituya a la violencia. El poema, sin
embargo, no indica una época que sufre una anomia en ía que predomina la acción directa,
aunque no falten insinuaciones de que ésta es posible, sino más bien un orden establecido
y en funcionamiento, que empieza a ser visto como insuficiente y estrecho, “injusto". Lo que
se pide es más bien un modo de ejercer la díke que evite lo ‘'torcido" en las sentencias.
16. Personificación para nosotros, que vemos en ella una abstracción. En el horizonte arcai
co del poeta es la diosa mencionada en Teogonia, con plena realidad y densidad teológica.
Sobre el carácter de estas supuestas abstracciones, cf. Bruno S nell , “Dte Welt des Góter
bei Hesiod” (1952), ahora en Díe Entdeckung des Geistes (cit. p. 21 n. 17).
degradante, pero esto tiene que ser explícitamente dicho (3 l l ) .17 Bs más, no
es algo valorado en sí mismo. Vale como precondición de la riqueza (381-2
“Si el deseo en el pecho anhela la riqueza (píoíitos), obra así [como te aconse-
jo] y acumula trabajo sobre trabajo”). Esas riquezas (khrémata) son la vida
misma (psykhé) de los mortales, que por ellas la arriesgan en el mar (686-7).
La riqueza puede ser arrebatada con violencia de las manos o de la lengua
(321-2): la violencia en la apropiación (no la guerra), opuesta a díke como jui
cio, y el fraude y la adulación, opuestos a díke como "rectitud” del juicio. Esta
riqueza obtenida violentamente, y por lo tanto opuesta a la dada por los dioses
(320), no es duradera, y los dioses se ocupan de arruinar al culpable. Este arreba
to es equiparado (327 ss.) a los más grandes crímenes. Zeus mismo da a estos
actos (calificados en conjunto como “injustos”, érga ádika) su merecida retribu
ción. Hybris aplasta al pobre y también al rico y díke se impone a su hora, con
ayuda del juramento semipersonificado (214-9). Zeus se encarga de hacer flore
cientes o infelices las ciudades según sus gobernantes, pagando a veces todos por
uno. Se entera de todo, con la ayuda además de daímones vigías, de su hija Díke
y del “ojo de Zeus” (el sol, 252-267). El mal se vuelve contra el malvado (265-
6). El arcaico principio de que la culpa tiene a la larga consecuencias en la des
cendencia (284-5) salva en cierto modo el cumplimiento de la retribución. Y sin
embargo, Hesíodo no ve este cumplimiento como inexorable: Zeus, cuyo ojo
todo lo ve, mira la justicia de una ciudad, “si quiere” (267-8). El poeta llega casí
a renegar de la “justicia” y duda de ser “justo”, él y su hijo, porque el “más injus
to” (adikóteros) obtiene más díke, aunque se admite, con reticencia, que esto no
sería ratificado por Zeus (270-4, cf. 333-4).
Aun, pues, si hay elementos que apuntan hacia un cumplimiento nece
sario de la “justicia", díke no alcanza a ser un orden inviolable. Esto se rela
ciona con el hecho de que díke no se desprende nunca de su significado con
creto y particularizado de “fallo”: en último término, la legalidad (y la justi
cia) es algo sujeto en cada caso a la decisión de una persona, y por ello puede
ser, en principio, arbitraria. El cumplimiento de este orden sigue dependien
do de la vigilancia de Zeus como de una voluntad particular, y no logra con
vertirse en un orden objetivo y válido por sí. Esto indica que todavía no ha
emergido la pólis, pero que estamos a sus puertas; la situación, sin embargo,
incidirá en el pesimismo hesiódico.
17. Cf. G. N usssaum, "Labour and Status in the Works and Days", CQ NS X 2 ,1 9 6 0 , p. 2 7 1 .
necesario. Para que una idea así se convierta en una necesidad del pensa
miento, será necesario que esa estabilidad, que permite una prosperidad
moderada, sea conmovida por fenómenos que parecen destruir todo orden.
La lenta evolución de los siglos oscuros explota en la “Edad de la revolu
ción”18 de los siglos VIH al Vil, en que una economía comercial e industrial
(cerámica, vino, aceite) reabre los mares y el alfabeto reincorpora a la histo
ria lo que va a ser ya plenamente el mundo griego, el mundo de la pólis.
En este panorama se da algo absolutamente nuevo: la moneda. Su apari
ción se sitúa hacia el s. VII, en Lidia según Heródoto (I 94), aunque los
arqueólogos suelen también acreditar el invento a los griegos jónicos. Su
difusión es rápida: según una tradición, el tirano Fidón de Argos (personaje
tan interesante como de fluctuante cronología) acuñó en Egina monedas de
plata de menor valor, lo que facilitaría su circulación. Siguen posiblemente
Corinto y Calcis, a la cabeza del desarrollo colonizador y comercial arcaico.
El contexto general es al parecer conflictivo y su desarrollo normal es un
reemplazo de las oligarquías por tiranos, que se hacen cargo de las nuevas
exigencias y aparecen relacionados con la introducción de la moneda (así en
Corinto). No tenemos testimonios de su efecto inmediato en estas ciudades,
pero sí tenemos los ecos drámaticos de la irrupción de la moneda en el Atica,
donde habría entrado desde Egina en fecha algo posterior (Atenas tuvo mo
neda propia sólo hacia fines del VII o VI, y se tiende a bajarla hasta media
dos del VI). El fenómeno ático es algo tardío y relativamente atípico en el
conjunto, pues se trataba de una economía todavía predominantemente agra
ria (aunque la cerámica tenía importancia) y con fuerte presión demográfica
irresuelta. En ese marco la moneda, a través del préstamo, parece haber funciona
do como instrumento de endeudamiento y expropiación de los pequeños propie
tarios, que hipotecan y pierden sus tierras o su libertad.
Y en ello hay algo inédito y decisivo: la moneda crea las condiciones de
posibilidad de la acumulación ilimitada. El texto hesiódico sugería la posibili
dad de prosperar: podría llegar a adquirirse el kléros (la tierra patrimonial) de otro
(Trabajos 341). Pero esto marca los límites de las posibilidades de apropiación. La
cuestión del límite (la mitad vale más que el todo, 40) aparece referida a la
partición entre hermanos de un modesto patrimonio agrario. Con la mone
da, los grandes terratenientes podrán no sólo acaparar la tierra, sino acumu
lar por encima del límite “natural” de la riqueza agraria (aunque esto no
suponga más que la tesaurizacíón normal en la economía antigua). En este
terreno encontramos el lugar inmediato del problema de la díke, por el nos
18. Cf. C. G. S tarr, The Origins o f Greek Civílization 1100-650 B.C. (1961), Part III.
preguntábamos al principio, y que va mucho más allá de la presentación
hesiódica. El fundamental concepto de límite aparece cuando las bases tradi-
dónales de la vida misma se ven desencajadas por un nuevo poder que pare
ce poder ejercerse sin trabas y que produce los más fuertes desequilibrios.
Hay que comparar a Hesíodo con Solón, para ver cuánto menos graves eran
las condiciones que llevaron al primero a divorciar a díke de los hombres que
las que determinaron al segundo a restituirla a la comunidad. Es mérito del
pensamiento arcaico haber logrado domeñar esas tensiones, no sólo en ia
práctica, sino también conceptuaímente.
19. Francisco R odríguez A drados , Uricos griegos t, Consejo Sup. de Inv. Científicas, Madrid
19812, p. 175.
constituirse como un orden objetivo e inmanente: el texto indica que los
medios de enriquecerse pueden contener en ellos el castigo de Zeus, que cae
sobre las cabezas que menos lo esperan. El movimiento mismo de la riqueza
tiende a restablecer el orden. Así la dinámica de la moneda, que irrumpe en
una economía agrícola como irracionalidad salvaje, es detectada y pensada
como legalidad, en la que la lógica de lo indefinido y el límite recibe una
primera expresión.
Pero esto adquiere pleno sentido en conjunción con la lógica del todo y
las partes, que el sabio político plantea (y maneja) en la ciudad. En el frg. 4 W
(3 D), la expresión inicial “nuestra ciudad" nombra por primera vez a la polis
como el ámbito común y comunitario -n o físico- que contiene a los ciudada
nos. Se enfatiza su índole sacra como nuevo lugar de juntura de dioses y morta
les: la protección de Palas ía asegura. Pero son los ciudadanos mismos quienes,
con su ansia de riquezas, la ponen en peligro. La insolencia de los “jefes del
pueblo”, es decir, los principales de la ciudad, que no se pone freno, lleva la
injusta obtención de riqueza hasta el despojo de templos y ciudad. “Nuestra
ciudad”, la comunidad en tanto unidad previa de lo común, es aquello que las
partes -que no son los particulares sino los partidos, los grupos sociales y polí
ticos unidos por sus intereses- tienden a romper, en el movimiento en el que
una parte como tal intenta substituirse a la totalidad, literalmente “quedándo
se con todo”. Pero el proceder de quienes “no custodian los venerables ci
mientos de la justicia” encuentra ahora un castigo inmanente dentro de un
despliegue temporal, en esta Díke “que, callada, conoce lo que sucede y lo que
fue, y con el tiempo llega sin falta como vengadora” (14-16).
Díke ya no tiene el mero y modesto sentido de fallo judicial: su presencia
solemne y silenciosa es la verdad de la dinámica que los hombres cumplen
ciegamente. Y su ámbito tampoco es el económico (esto es, las contingencias
de la fortuna del oikos) sino por de pronto plenamente social y político. La
injusticia de los grupos, que es en sí un atentado a la unidad y la posibilidad de
su destrucción, acarrea la guerra civil, en la que la parte triunfante esclaviza a
los vencidos y de todos modos pone en peligro la ciudad misma. Y la pertenen
cia común a un mismo espacio político determina la imposibilidad de escapar
al infortunio público, convirtiendo en una condición inmanente la responsa
bilidad colectiva ante Zeus. Pero los excesos de los aristócratas llevarán al
surgimiento, de entre sus propias filas, de un tirano que, apoyado por los perju
dicados, los despojará a su vez en beneficio de éstos, en una suerte de movi
miento equivalente y opuesto, como lo anuncian los varios fragmentos al pa
recer referidos al inminente y luego efectivo encumbramiento de Pisístrato
(frgs. 9-11 W [8-10 DI). Así, la parte que se substituye al todo encuentra en
ella misma y en su mismo exceso el principio de la represión.
Sin embargo, este movimiento destructivo puede evitarse. En el corazón
del poema está Eunomíe (“buena administración” o “reparto”, opuesta a
Disnomia)20, cuyo contenido -que van a ser las mismas leyes solónicas- cons
tituye un orden para la totalidad política que pivotea sobre el problema del
límite. El pueblo esperaba que Solón se le pusiera al frente y aplastara a los
aristócratas; éstos, que mantuviera o exacerbara su dominación (frg. 36 W
124 D}.23-25; cf. frg. 4c W [4.5-8 D]). Pero Solón frustra a ambos bandos. En
los yambos del frg. 36 W (24 D), que recuerdan la abolición de la esclavitud
por deudas, el estadista dice haber redactado “leyes (thesmoús) tanto para el
hombre del pueblo como para el rico, reglamentando para ambos una justi
cia (díke) recta” (18-20), según una proporción geométrica que caracteriza
rá luego al concepto aristocrático de eunomía, opuesto a la igualdad aritmé
tica de la isonomía democrática. La misión de Solón es poner límites (frgs.
32-34 y 36 W [23-24 D]), constituirse él mismo en límite (frg. 37 W [25 D]).
Esta puesta de límites no es una armonización de las oposiciones, ni la
tensión de los contrarios se resuelve de un modo que pudiéramos llamar en
algún sentido “dialéctico”. Las contrariedades, dejadas sueltas, se llevarían
de su impulso hasta las últimas consecuencias. La superación de las contra
riedades es posible sólo como equilibrio de tensiones. Por debajo de esto,
está el saber que estas tensiones son raigales, constitutivas de la ciudad mis
ma, y por eso insuprimibles.
Por eso la ley no es un arbitrio del legislador. Es la respuesta a un juego
más alto, advertido y enunciado por el sabio. Díke es el juego de las partes en
el todo, la lógica que subyace en la discordia. En la unidad previa que es la
comunidad, “nuestra ciudad”, las partes (los partidos), contrarios entre sí,
tienden a substituirse a ella: la h^bris es, justamente, la parte que se toma
como todo. Si se deja esto en su libre juego, el momento de triunfo de una
parte coincide con la reacción de la contraria. La di1<e que castiga un exceso
no repara un orden estático sino que ella misma, como justicia, consiste en la
dinámica de la injusticia. El conflicto es esencial e irrebasable porque es el
orden mismo, un orden unitario y mediato que rige y da sentido a las tensio
nes inmediatas. ¿El hombre ha de abandonarse sin más a este juego? La sabi
duría del sabio político consiste en ver el conflicto y en verlo como esencial
e irrebasable, y a la vez en saberlo aprovechar para en cierto modo manejarlo
y aplacarlo: haciendo -con la ley- que los contrarios se equilibren. El legislador
20. Eunomía, como recordamos, es una de ías Horas, con Eiréne y Díke, en Teog. 902,
Nómos, en eunomíe, no significa "ley" (sentido posterior) sino “buena administración o re
parto”, eu némesíhai, "buen orden”: Jacqueline de R omilly, La loidans la pensée grecque,
Les Belles Lettres, Paris 1971, p. 15 y n. 8.
tiene que utilizar esta misma tensión para neutralizarla, en cierto modo como
Zeus, en la Teogonia hesiódica, lograba estabilizar el orden esquivando astu
tamente la férrea cadena de culpa y venganza. La problemática del orden
consiste en traer a luz la unidad subyacente, sabiendo que las desmesuras no
pueden ser anuladas y que cada una de las partes está constantemente pre
sionando para romper el equilibrio en su favor. Tal vez nada asegure que el
equilibrio sea estable.
No es necesario recordar que ya estamos con esto en el movimiento de las
líneas adjudicadas a Anaximandro.2i Transgresión y reparación surgen como el
mismo movimiento desde una misma raíz. En esta dinámica, las tensiones no se'
suprimen sino que se desarrollan hasta el extremo, para así generar paradójica
mente el orden que las mantiene en sus límites; díke no asegura la estabilidad de
un no-acontecer sino que, como fuerza limitante, es a la vez y por lo mismo el
motor de los excesos; y en el cambio que ella misma determina, su ley es lo
permanente, “eterno” y “divino”.
Se ha dicho (jaeger, Mondolfo entre otros) que en Anaximandro hay una
proyección de categorías y expresiones políticas en el ámbito cósmico. Puede ser
así para nuestra comprensión que pone una diferencia esencial entre los ámbitos
de lo humano y lo natural. Pero lo que se da en el pensamiento arcaico es más bien
una comprensión del ritmo de la totalidad de lo que es, cuyas manifestaciones se
aprehenden en distintos planos. La pólis es el lugar privilegiado de emergencia de
ese orden para el hombre. La reflexión jónica piensa con la lógica política de los
opuestos, pero ahora convertida deliberada y conscientemente en ontología y tal
vez cosmología, y en los mismos términos que habían planteado los sabios políti
cos: la legalidad del conflicto. En la polis, el libre juego de esta dinámica la
llevaría a la destrucción; pero esta ley puede jugar libremente en la totalidad de
lo que es, en lo “divino”.
El otro momento culminante de la ontología de los contrarios, que se da
obviamente en Heráclito, resume en un fragmento todo el camino que hemos
recorrido: “Es preciso saber que la guerra es común y la justicia discordia, y todo
sucede por discordia y necesidad” (DK 22B80). La guerra, potemos, común como
el íógos (B2), y que en B53 recibía atributos de Zeus -padre y rey-, está en la línea
de las representaciones aristocráticas, con resonancias homéricas,22 aunque por
detrás del fragmento hay (como informa el testimonio A22) una polémica contra
21. Et texto generalmente admitido del llamado fragmento de Anaximandro (DK 12 B1) reza:
"...según ia necesidad. Pues se pagan ia culpa entre sí y la retribución de la injusticia,
según el orden del tiempo". No podemos entrar aquí en tos complejísimos problemas que
presentan estas líneas, sobre las que hay un bosque bibliográfico.
22. //. XVIIt 419, “Ares común”, cf. Arquíloco 110 W (38 D),
Homero, el cantor de la guerra que había pedido que la guerra cesara. Pero la
justicia es discordia, díke es éris. Es casi obvia la referencia a Anaximandro, a
quien Heráclito corregiría el haber considerado a la contienda como injusti
cia, adikía (cf. B102: para el dios todas las cosas son justas).23 Hesíodo está
también aludido en la substitución de Eros por Éris en el lugar del principio
generador.24 Y esto es lo que “hay que saber”. Los hombres tienen el privile
gio de conocer el juego terrible del mundo y de la justicia y, en base a ello,
intentan, mediante sus leyes, vivir en el seno de la Ley trágica sin que ésta los
devore. La conexión entre la ley política y el lógos según el cual todo sucede
se hace explícita en B114: “Es menester que los que hablan con inteligencia
se fortalezcan con lo común a todas las cosas, como una ciudad con la ley
(nómo(i)), y mucho más fuertemente: pues todas las leyes humanas se ali
mentan de una, la divina; pues (ésta) domina cuanto quiere y basta a todas
las cosas y aun sobra.” El Lógos, lo Común, es la tensión que genera la reali
dad en el juego de las oposiciones, y la ley de la ciudad surge de esta misma
dinámica de los contrarios: no sólo pueden ser comparados, sino que efecti
vamente las leyes humanas derivan de esa ley divina. El gran conflicto del
Mundo se abre espacios y se hace presente a los hombres en cada una de las
-tensamente equilibradas- leyes humanas, que continúan su juego.
Con los problemas del límite y de los contrarios, que son los suyos
propios, la polis aportó ai pensamiento emergente algo más que el marco:
le aportó su propia vida. Durante los dos o tres no largos siglos que duró
la salud de la Ciudad, el pensamiento desplegó en variados registros una
metafísica trágica de las oposiciones y del conflicto rítmico. En el siglo V,
con la conversión de Esparta y sobre todo de Atenas en superpotencias,
vuelve a aparecer, en un plano más amplio, un elemento de /rjbris Y de
hipertrofia. Esta vez, la guerra agotó al mundo griego. Platón es un nom
bre (privilegiado) para su quiebra final -para la consciencia de esa quie
bra, que el filósofo elabora en el mito de Sócrates-. Por ello su actitud es
de una agobiante responsabilidad (no tiene meramente que hacer una
carrera política, sino que tiene que salvar a la Ciudad). La solución -des
esperada- que encontró para la imposible tarea de preservar lo que se
destruía, fue tratar de detener el conflicto. Así instauró la metafísica de
1. G. C alogero , “E radlo", Giornale critico della filosofía italiana 1936 p. 196, cit. en R.
M onoolfo , Heráclito (cit.
p. 40 n. 24), p. 323.
Un fragmento, DK 2 2 B 9 3 , la más explícita de las muchas referencias
heraclíteas a Apolo, enumera tres posibilidades del discurso: “ El señor, cuyo
oráculo está en Delfos, ni habla (claramente) (íegei) ni oculta (kryptei) sino que
ofrece signos (semaínei).” junto a las modalidades del légein (aquí, hablar con
claridad unívoca) y el semaínein (hacer señas), se menciona krypteín, al pare
cer como el esconder callando opuesto al decir; así kryptein queda referido,
como posibilidad negativa, al ámbito de la comunicación discursiva. El acto
de esconderse ~kryptesthai~ es atribuido por B 1 2 3 a la physis ( “Physis ama
ocultarse”). Por otra parte ésta aparece en B1 ligada al núcleo del decir
heraclíteo, que se presenta como aquél que distingue cada cosa según physis
y muestra cómo está o es (“[...los hombres no entienden] palabras y obras
como las que yo expongo, distinguiendo cada cosa según physis [...]”).
En B1 physis responde al sentido de constitución o modo de ser de una
cosa, y por ello modo de comportarse. Physis igualmente significa el acto de
phynai, surgir y desarrollarse, y se aproxima a génesis (Platón Leyes 892c las
identifica). La distinción y a la vez la conexión de los dos sentidos es indica
da por Aristóteles Física II I 193b 12, “la pkjsis como génesis o desarrollo es
el pasaje hacia la physis (como estructura resultante)” (he physis he legoméne
hos génesis hodós estin eis physin).
Recordamos estos hechos conocidos porque también Herácltto enten
derá a la realidad en términos de un proceso que a la vez es ley o estructura,
y ph$sis -palabra que, como Jógos, él introduce en el lenguaje filosófico-
aparece en B123 usada por primera vez absolutamente, con un alcance que
bien puede equivaler a la totalidad de la realidad.1 Si es así, justamente en
esa línea en que se nombra esa totalidad de lo que es como origen, proceso y
6. Aquí y líneas más abajo citamos las traducciones de Conrado E ggers Lan y Victoria E.
J u liáen Los Filósofos Presocráticos I, Gredos, Madrid 1978, pp. 323 s.
7. Como observa Kirk, en base a Aristóteles ENH8 1150b25 y siguiendo a K. Deicbgráber,
CFp. 8; G. S. Kirk-J. E. R aven , The Presocratic Philosophers, Cambridge 1957, repr.
1979, p. 184.
Teofrasto lo que percibe como trunco en el discurso heraclíteo. Aristóteles (Re-
tórica III 5, 1407b) sintió la dificultad de puntuar. Otro testimonio, también de
un peripatético, Demetrio de Faleros (De ehc. 192) nos acerca más tal vez al
núcleo del problema: “La claridad depende de varias cosas: primero, en la pro-
piedad de la expresión; después, en el modo de unir. La expresión sin partículas
unitivas [tó asyrukton} y deshilvanada es siempre enteramente oscura. En efecto,
el comienzo de cada claúsula no queda claro a causa de la falta de conexión,
como en la obra de Heráclito; a ésta, en efecto, la hace oscura, en la mayoría de
los casos, la falta de conexión [he l^sis]”.8
Como vemos, de un modo u otro la dificultad gira en tomo a la construcción
del discurso. La extrañeza que provoca una sintaxis inesperada no es comparable a
la mera oscuridad semántica. Y no es casual que este malestar provenga del
aristotelismo. Porque todo lenguaje establece una ontología; pero ello no ocu
rre sólo ni principalmente en la semántica, sino también y sobre todo en la
sintaxis. Aristóteles, pensador de la ontología de más largo alcance histórico
que haya conocido Occidente, define desde ella, a través de la lógica, a la
sintaxis. Nuestra sintaxis, al menos la del lenguaje cotidiano, sigue siendo
aristotélica, y así nuestra cotidianidad misma lo es. Por eso tomar a Aristóteles
como término de comparación no es una elección arbitraria.
Nos limitaremos a un par de observaciones a partir de los capítulos inicia
les (1-4) del tratado De Interpretatione. En ese texto (por encima de la irresolu
ción de la cuestión que hay todavía en el Cratíb platónico), Aristóteles asume
al lógos como mero lenguaje humano, residuo de la quiebra, operada por la
sofística, de cualquier otra dimensión que -como el Logos heraclíteo- pudiera
presentarse en él y descentrarlo, y coherentemente con ello asume la concepción
instrumental y convencional del lenguaje. Al lenguaje se lo encuentra com o
phoné, como una cierta cosa -el sonido articulado de la voz humana- que tie
ne la propiedad de ser semantiké, de tener un sentido, esto es, de funcionar
como signo. Ese sentido es distinto del soporte físico y le es atribuido a éste por
convención para expresar, en principio unívocamente, las afecciones de la
mente -idénticas en los distintos sujetos- referidas a la cosa.
Ahora bien, nombre y verbo, (ónoma y rhema), son partes significativas de
por sí como mera enunciación; pero la palabra aislada no es todavía íógos, dis
curso. Este es una cierta síntesis entre las palabras que puede efectuarse de
distintos modos, entre los cuales hay uno privilegiado. “Todo discurso”, dice
en efecto el cap. 4, “es significativo”, pero “no todo discurso es proposicional
8. Con una enmienda del texto de Rhet propuesta por Diels, también Aristóteles se quejaría
de la escasez de conjunciones o partículas de unión.
(apophantikós) sino aquél en el que están lo verdadero y lo falso: pues no están
en todo discurso, como [es el caso de] la plegaria, que es discurso, pero ni ver-
dadero ni falso” (16b33-17a4). Dejando de lado los modos deI discurso que
suponen el uso retórico y poético del lenguaje (de algún modo, sus usos direc
tivo y expresivo), el núcleo del íógos es hallado en la apófansis. Ella cumple
una función sintética en cuyo fondo está el verbo ser como atribución. La có
pula une algo a algo o separa algo de algo, afirma o niega un atributo de un
sujeto, dice algo de algo, predica; y sólo en ello cabe la verdad o falsedad (ver
dad situada entre la mente y el lenguaje; el juicio es acto mental que se hace
verbal). La apófansis establece el esquema “S es P” -núcleo de nuestra sin
taxis- que no hace sino traducir al nivel lógico y lingüístico la comprensión de
la cosa como soporte de propiedades o sujeto de atributos. En el acto judicativo,
el intelecto se pliega a la estructura de la realidad, y en la predicación el len
guaje la declara; y la declaración de esa estructura es la sintaxis misma. Por
ello la predicación aparece como el modo propio y privilegiado de interpreta
ción de la realidad: lo que este modo privilegiado del lógos “dice”, es lo que la
cosa “es”; por eso también es el único que dice algo verdadero o falso.
Si es en la sintaxis donde un lenguaje es solidario de una ontología, es de
esperar que una clave de Heráclito esté en esa otra sintaxis que Aristóteles y
los peripatéticos perciben con molestia. Citamos tres fragmentos como otras
tantas formulaciones de aquello que, según B50, dice el Lógos: el mismo B50,
B10 y B67. Lo primero que salta a la vista es que este núcleo del pensamiento
heraclíteo está en todos los casos expresado paralácticamente. La clave puede
estar no sólo en aquello que dice el Lógos (hén pánta, uno-todo) sino en el
peculiar modo en que lo dice.
Tomamos como base para el análisis B67: “El dios: día noche, invierno
verano, guerra paz, saciedad hambre. Se transforma como el fuego, (que)
cuando se mezcla con perfumes, es denominado (onomázetai) según el aroma
de cada uno de ellos”.9
9. Trad. según el texto de DK, con la conjetura “el fuego” para !a laguna donde debería estar el
sujeto de “se transforma". El texto de la segunda parte del frg. presentavarios puntos sujetos a
discusión filológica, de los cuales tendría importancia para el tema la autenticidad de alloioütai
(“se transforma” o "cambia"), sospechado, al menos desde W. A. H eidel ("Qualitative Change in
Pre-Socratic Philosophy’', Arch. f. Gesch. d. Phil. 19,1906, p. 333 n. 1) de ser una reformulación
posterior en lenguaje no heraclíteo. Han quedado fuera de la discusión la conjetura ózetai por
onomázetai (Lortzing) y la opción de relacionar hekástou no a ios perfumes sino a quienes los
respiran, elegida por Oielsen sus primeras ediciones; esto daba a hedonén hekástouei sentido
de “el placer (= arbitrio) de cada cual” (1aed.) o "la impresión de cada cual” (2aed.), de lo que
resultaba una concepción del lenguaje subjetiva y en ei primer caso puramente arbitraria.
agote la realidad para “ex-plicar” al dios. Si se “oye” esto, una sola mención
-día/noche por ej.- bastaría para “nombrarlo” o “explicarlo”. No hay un panteísmo
indiferenciado en el cual cada cosa y cada aspecto de la realidad serían inmedia
tamente Dios; pero el dios puede ser encontrado y nombrado como “día-noche”,
etc., si se sabe ver aquello muy determinado que es lo divino en ellos. Dios “es”
todo, pero cada una de las contraposiciones particulares y cada una de las cosas
contrapuestas en ellas es un “nombre” que se le da, en el cual cabe reconocerlo o
no, así como cabe reconocerlo en la totalidad de las oposiciones.
Con esto retomamos a la cuestión del lenguaje. A esta altura, no hace
falta indicar ia distancia que separa ia frase heraclítea del esquema aristotélico
de la proposición. Cada uno de los términos opuestos “es” en su no ser el
otro, y esto como es obvio no puede expresarse apofánticamente, mediante
un “es” copulativo. No hay aquí atribución alguna de algo a algo que pueda
ser verdadera o falsa: 1a “verdad” de los términos que se oponen es la oposi
ción misma, previa a ellos, y esta verdad no está ni puede decirse en un jui
cio. El dios está “dicho” en la estructura de las peculiares proposiciones que
lo declaran: en la parataxis. La verdad se dice en la parataxis misma como
posición de los términos en la contraposición, que es antes que nada posi
ción de la contraposición misma.
Al hablar, ponemos al día y la noche en el movimiento del lenguaje, pero la
comprensión más bien los fija en la ilusión de una realidad autónoma y estática.
El lenguaje todo lo relaciona, pero pareciera que puede relacionar porque más
previamente ha aislado y coagulado a los contrarios como cosas subsistentes por
sí. Para destruir esta ilusión y “decir” al lógos, para mostrarlo por ejemplo en esta
manifestación suya que es el círculo de día y noche, hay que arrancar las palabras
al discurrir del discurso. Arrancadas al discurso y arrojadas una contra otra, las
palabras quedan adjudicadas a la dinámica del fógos.
Pero con ello, la diferencia con concepciones posteriores cala más hondo
todavía. Al lenguaje se lo va a encontrar luego en primer lugar como phoné,
voz articulada en función significativa, signo fonético. Ahora bien, si la
parataxis “dice” al lógos como tensión originaria, lo “dice” justamente en la
contraposición inmediata de los términos, en la ausencia de nexos de cual
quier cíase entre ellos, es decir, en lo que no es fonación. La verdad está en lo
no hablado, y dios y el lógos circulan por el silencio fonético.
Con ello se explica la doble posibilidad de oir, en un mismo discurso, “a mí”
o “al lógos”: la posibilidad de oir al lógos pasa por “oir” lo que no se dice, aquello
en el lenguaje que no es fonético. Mientras que el estar “despiertos” propio de
los dormidos quiere entender escuchando atentamente lo que se dice.
En este sentido, decir al lógos es semaínein, no sólo ofrecer sémata privi
legiados sino proponer al lenguaje mismo como sema, como algo que tiene
que ser transcendido desde su sentido inmediato hacia su verdadero signifi
cado; mientras que nombrar a las cosas como si “fueran” en su aislamiento y
en sí mismas es onomázdn, poner nombres.
De lo que venimos diciendo podría desprenderse una lectura del final
de B67 que fue apuntada por B. Snell en un importante artículo, donde
interpretaba el “denominar” como esencialmente falseador: “Cuando con
el lenguaje ponemos nombre a una cosa, la extraemos del contexto general
y la aislamos. Si llamamos día al día, lo separamos de la conexión estructu
ral con la noche, sólo en la cual nos el dado el día y por medio de la cual
vivimos el día como día. Ahora bien, el nombre extrae aparte sólo un fenó
meno, y con ello destruye lo esencial, y por eso se puede captar al Dios en
un nombre tan poco como al fuego cuando se lo llama mirra o incienso”.15
Un año antes E. Hoffmann16 consideraba, por el contrario, que las mismas
palabras particulares como tales, “llevan el signo de la oposición y con ello
de la naturaleza en sí” (de allí la diferencia con Parménides, para quien,
por ello mismo, son meros nombres) mientras que el discurso como propo
sición soporta la síntesis de los opuestos.
Estas dos posiciones típicas son ambas válidas, pero si las referimos
primariamente no al decir sino a la escucha (y el que no sabe oír no sabe
hablar, B19, cf. B34): la palabra “día”, oída inmediatamente, aísla al día,
pero cuando se la oye entendiendo al lógos, resuena en ella la oposición a
la noche, sin la cual ni siquiera podría nombrarse al día. Por ello el status
de los nombres (onómata; onomázetai en B67) es ambiguo: el decir tiende a
ocultar al Logos. Pero, en primer lugar, para “decir” al Logos también hay
que hablar y hay que mencionar al día y la noche, así sea sobre el fondo
violento de la parataxis: la imposibilidad de hablar en que cayó Cratilo es
imposibilidad de comprender al Logos, o es directamente la negación del
Logos. El despliegue del lenguaje se corresponde con el despliegue del dios
en la multiplicidad de las oposiciones, porque “dios” mismo, si se lo nom
bra aislado, (si se nombra hén sin pánta y su despliegue) es también un
mero nombre, un nombre vacío. Y “uno, lo único sabio, quiere y no quiere
ser llamado con el nombre (ónoma) “Zeus” (B32). En segundo lugar, cuan
do la escucha logra concordar con el Logos (el homo'logein de B50), el len
guaje paradójico del Logos no sólo se vueive un légein más claro que el
corriente, sino que al comprenderlo podemos oírlo también en éste. En el
límite, podría decirse que para Heráclito todo lenguaje es adecuado, pues
15. Bruno S nell, “Die Sprache Heraklits", Mermes61 1926, pp. 353-81; cita en p. 368.
16. E. H o f b m n , Die Sprache und die archaische Logik, Tübingen 1925, cit. en Mondolfo,
Heráclito, pp. 323 s.
la ambigüedad misma del decir vulgar está respondiendo al esencial esconder-
se de la physis y a la vez a la posibilidad de develarla en cada cosa y por eso en
cada nombre. El pesimismo heraclíteo con respecto a la comprensión humana
no se translada al lenguaje como tal, que en último término siempre, aunque
no siempre inmediatamente, expresa al (proviene del) Logos.
A te m p o r a lid a d y pr e s e n c ia
en el P o e m a de P a r m é n id e s
2. Entre las posiciones más o menos típicas de la crítica puede ponerse en primer lugar la que
considera que en el ésti se entraña una tautología lógica: "lo que es, es" (ya H. D iels, Parmenides
Lehrgedicht, Berlín 189?, y F. M. C ornforo, Plato and Parmenides, Routledge and Kegan Paul,
London 1939 rprs., p. 30 y n. 2). En segundo lugar, están quienes asignan ai presunto sujeto
un contenido y una determinación; así el “cuerpo" de Burnet (J. B urnct, Early Greek Philosophy,
Adam & Charles Black, London 19304, repr., p. 178; cf. infra, p. 66 n. 1). Verdenius sugiere
“todo lo que existe, ia totalidad de las cosas” y posteriormente alétheia, en el sentido de "la
verdadera naturaleza de (as cosas”. (W, J. V eroenius, Parmenides. Some Comments on his
Poem, A. M. Kakkert, Amsterdam, 19642[Groningen 1942'], p. 32 n. 3; la segunda posición en
“Parmenides B2,3”, Mnemosyne (V15,1962, p. 237.) Al margen, tendríamos derecho, creo, a
preguntar por una significación filosóficamente más precisa para fórmulas tan amplias.) En
tercer lugar, aquellos, como Raven (en K irk-R aven [cit. supra, p. 47 n. 7], p. 269) y Fránkei
(reseñando críticamente a Verdenius, CPXL11946, p. 169), para quienes no hay un sujeto
definido y eí ésti funciona como verbo impersonal. G. E. L O wens pide para el “es" -identifica
do con “what can be talked or thought about", “aquello acerca de lo cua! es posible pensar y
decir algo”- un sujeto iógico cualquiera (“Eieatic Questions", CQ10,1960,84-102; y en Furuey-
A llen , Studies ín Presocratic Philosophy II, Routledge & Kegan Pau!, London 1975, pp.60s.;
AlexanderP, D. M ourelatos, The RouteofParmenides, YaieUniv. Press, NewHaven 1970, p. xiv,
equipara esta sobreinterpretación analítica a ia hermenéutica heideggeriana; pero la contrarré
plica adhominem de Owens ¡en Furley-A ilen ti, p. 73 n. 49] es justa.) Puede agregarse en
cuarto término la posición de la hodós, del camino mismo como sujeto, Guido C alogero, Studi
sull’eleatismo cit. en n. ant., pp. 17-19, Mario U nterstbner, Parmeníde. Testimoníame e frammenti,
La Nuova Itafia, Firenze 1958, LXXXV ss. Revisiones de la cuestión, entre otras, en J. M ansfeld,
Die Offenbarung des Parmenides und die menschliche Welt, Assen 1964, pp. 51-55, G. R eale
en Z eller-M ondoleo-R eale, La filosofía dei Grecinel suo sviluppo storico 13, Firenze 1967, pp.
190 ss., T arán pp, 33-36 y la clasificación lógica de M ourelatos, pp. 270 s.
3.Cf. M ourelatos, p. 47. Puede verse la posición matizada de Néstor Luis C ordero (Les deux
chemtns de Parménide, Vrin, Paris-Ousia, Bruxelles 1984; § 1 del cap. II, pp. 71 -79, esp. la
conclusión; cf. pp. 9 8 s.). En io que sigue somos en parte deudores de algunas formulaciones
de este autor, anteriores ai libro mencionado, expresadas en sus ciases.
Es en este sentido que el ésti puede ser visto como impersonal, y en este
sentido también las fórmulas tó eón esti o ésti eínai* pueden ser consideradas
tautológicas; esto es, en tanto el “sujeto” está extraído del ésti mismo, y no dice
otra cosa que el ésti. Pero no hay, en cambio, una confusión entre el sentido
existencial y el predicativo de eimí.s En todo caso, esa confusión está alojada en
nuestra pregunta “¿qué es lo que es?”. El vaciamiento semántico que conduce al
uso puramente copulativo de eimí no termina de darse sino en Aristóteles,6 y
en pensadores arcaicos el verbo ser conserva plena densidad semántica.
¿”Qué” es entonces lo que mienta el “es” parmenídeo, “qué” es tó eón? No
es cosa alguna, ni una determinación de las cosas (por ej., el ser corpóreas), ni
la totalidad de las cosas. Y sin embargo alude a las cosas. Pero con este “es" no
se pregunta por las cosas, ni se las afirma, ni se las hace tema sino sólo en
cuanto son. En principio, tampoco se las niega. Se las considera sólo respecto a
“...que es”, al -digamos- “hecho-de-ser”, al datum primario de su estar y existir.
Si esto es así, el participio sustantivado tó eón, presunto sujeto tautológico de
ésti, aparece más bien en la línea que, por lo que sabemos o entrevemos, inau-
gura Anaximandro cuando, con gran violencia del lenguaje usual, pone el ar
tículo delante del adjetivo neutro para mencionar -como tó ápeiron y tó théion-
el ámbito y el fondo de la emergencia de las cosas. “Lo ente” parmenídeo se
hace cargo explícitamente de la intención ontológica del procedimiento; pero
por ello mismo no es un término vacío o sólo un sujeto extraído analíticamen
te, sino una mención de la presente plenitud de lo que es. Parménides descubre
la entitatividad como tal, pero esto, lejos de ser el resultado de un proceso de
abstracción, es la percepción de algo que se impone, y que se impone -como
ya señalaba Jaeger- con la fuerza de una conmoción de tipo religioso.7
4. Por ejemplo, y en especial 6.1, khré tó légein te noetn t “ eón émmenai éstigár einai.
5. Contra lo que afirma R aven, (en K irk-R aven, p. 270). Eí esquema tradicional de los usos
existencial y copulativo de eim í ha sido cuestionado especialmente por Charles K a h n , The
verb “be” in ancient Greek, Dordrecht-Boston 1973, quien lee (sobre todo en contextos
filosóficos) un uso "veritativo” dei verbo construido sin predicados.
6. Y esto, en contextos lógicos; el ón de la metafísica aristotélica está iejos de ser un
concepto vacio. Cf. Joseph Owens, The Doctrine ofBeing in the Aristotelian Metaphysics,
Pontif. Instit. oí Mediaeval Studies, Toronto 19783, pp. 3-4 y passim. Cf. infra, p. 67 n. 4.
7. W. J aeger , La teología de los primeros filósofos griegos, (cit. supra p. 44 n. 2), pp. 94 s. y
cap. VI passim. Cf. B. S nell, "Saber humano y saber divino” en Die Entdeckung des Geistes,
(cit. p. 33 n. 16), tr. c. p. 209 (con la suposición de un clima órfico, ib. y 212), C. E ggers L a n ,
Los filósofos presocráticos i (cit. p. 47 n. 6), pp. 422 s., n. 12. Esa conmoción, por cierto, no
está indicada en ninguna afirmación, sino en eí '‘tono" del Poema, del cual las representacio
nes propiamente religiosas están ausentes: no pueden tomarse como tales las menciones
míticas o la letra de la alegoría del Proemio, con su Diosa anónima, y en este sentido es
correcta la crítica de M ourelatos, p. 44, a Jaeger.
Desde siempre se han subrayado los elementos demostrativos y la estructu
ra lógica de las argumentaciones y las pruebas en el Poema. Es posible sin embar
go que todo el complejo lenguaje lógico-ontológico, desde el inicio de la Vía de
la Verdad, sea primariamente “mostrativo”, esto es, '‘demuestra” a fin de llevar-
nos hasta el punto de mira desde el cual puede avizorarse “...que es”. Y así, B8
-que por cierto no describe “propiedades del ser”- ofrece ciertas pruebas de
“...que es” que más bien son, como lo dice el v.2, sémata, es decir signos, señales
del camino, indicaciones que apuntan hacia aquello que hemos de aprehender.8
Uno de estos sématat de estos indicios de “...que es”, lo constituye, justamente, la
peculiar temporalidad de lo que es. La atemporalidad no tiene sentido si se la
adjudicamos a alguna cosa o a la totalidad de las cosas; referido a ellas, el “aho
ra” de 8.5 sólo puede significar la instantaneidad, lo que, como dijimos, es obvia
mente un absurdo. Si se trata, en cambio, de “...que es”, del “hecho-de-ser” como
tal, la cuestión de la atemporalidad adquiere otra inteligibilidad. “...Que es” no
puede sino darse “todo a la vez”; su plenitud no admite dividirse y repartirse en
antes y después, y reclama ser pensada en este ahora supratemporal.
En esto está ya insinuado y supuesto que no podemos considerar a lo ente de
Parménides como “algo" fuera de “este” mundo, “otra cosa” distinta de las habi
tuales, sino como otro plano de esta misma realidad u otro modo de verla; como
estas mismas cosas, pero consideradas sólo con respecto a su ser. Naturalmente,
esta afirmación sólo podría precisarse más a partir de una decisión hermenéutica
acerca del status ontológico de las “opiniones de los mortales” y del alcance del
discurso acerca de ellas. La interpretación que llega más lejos, ya esbozada por
Wilamowitz y que Reinhardt enunció con todas sus consecuencias, propone la
necesidad de que lo ente se manifieste ante los ojos y los oídos de los mortales
como lo hace, y la coherencia interna de esa manifestación.9 Las cosas, recogidas
8. Cf. C. Eggers U n , “Parménides", en Los filós. pres.!, pp. 427 s. Para la correspondencia
entre el camino (hodós) de 8.1 y la hodós po/yphemos (--"camino abundante en signos”) de!
Proemio, 1.2, ibid. p. 420 n. 9; Id. "Die hodós polyphemos der parmenideischen Warheit",
Hermes 88,1960,376-9. ContraTaránp, 10 {phéme no equivaldría a séma).
9. U. v o n "Lesefrüchte, XXiV", Hermes XXXI1
W il a m o w it z - M o e il e n d o f if , V, 1899, p. 203-6. Karl
Parmenides und die Geschichte der gríechischen Phiíosophie, Bonn 1916',
R e in h a r d t ,
Vittorio Klostermann, Frankíurt a. M. 19592, pp. 9 (khrén), 24 ss. La interpretación de
Reinhardt fue sobriamente elogiada por el Heidegger de Sesn und Z eit{§ 44 b, p. 223 n.
1, tr. c. FCE, México-Bs. As. 19511p. 255,19622p. 243) y por su discípulo Jean Beaufret,
Le Poéme de Parménide, PUF, París 1955, pp. 25-28. Pero encontró oposición en la
crítica histórica especialmente en la medida en que depende de ia postulación de una
tercera vía de conocimiento, adjudicada a ios mortales. Esta y cualquier otra interpreta
ción del problema tienen que resolver los pasajes claves para el estatuto de las opinio
nes: los versos finales de B1, 31-32 (de tos que Diels había intentado una reconstrucción
divergente de los mss.), y B6, ambos filológicamente problemáticos.
por la ignorancia de lo que “es necesario decir y pensar” (B6.1), tienden a afir
marse en un lenguaje que les pone nombres (B8.38, 53) y así las recorta contra el
olvido de “...que es”. Y sin embargo esto es necesario, como la actividad de los
dormidos de Heráclito, que también -según una paráfrasis- cooperan con el
acontecer del kósmos (cf. 22B75). Si esto es así, el Poema no niega a las cosas que
son y no son, en el sentido de declararlas inexistentes, o puramente ilusorias. Y si
no se las niega, sino que se Ies reconoce una cierta necesidad y coherencia, así
sea engañosa, pero verosímil (B8.52, 60), también habría que reconocérsela, y
en la misma medida, al tiempo en el cual nacen y perecen.
Lo cual nos remite a la segunda pregunta: si la extratemporalidad de lo
que es tiene algún contacto con la sucesión. El tiempo sólo surgiría con el ser y
no ser de las cosas, y tendría que ver con el “es” atempora! sólo como su rever
so fenoménico, como su aparecer o su apariencia, pero no afectaría a esa
atemporalidad en sí misma. Esto puede plantearse con respecto al sima que en
el texto aparece mencionado en primer lugar (B8.3), y que se desarrolla en
B8.6-21 (y cf. 26-28): el ser agéneton kai anólethron, “inengendrado e impere
cedero”, y que parecería conectarse inmediatamente con la cuestión de la tem
poralidad. Ahora bien, cuando B8 habla del nacer y morir con respecto a lo
que es -con más abundancia de argumentos que para otros sémata- no es la
temporalidad de lo ente lo que está en cuestión en primer lugar en estos argu
mentos, sino su provenir o no desde lo no ente y/o el disolverse en ello. Son las
cosas, en todo caso, las que nacen y perecen, y para poder hacer la suposición
~a fin de negarla- de que el “hecho-de-ser” podría tener origen y fin tenemos,
diría Parménides, que pensarlo como una cosa, lo cual es absurdo. Pero es jus
tamente esa actitud provisoria de pensarlo como una cosa lo que lo proyecta
en el tiempo, en el ámbito del antes y el después que, propiamente, no le co
rresponde (B8.9-10, 19-20). Para decirlo una vez más, el ahora no es el lugar
del momento presente, sino de la presencia de lo que es.10
10. Por ello no lo alcanza una de las aporías deí Parménides platónico (141e-142a) que
Mondolfo recuerda en contra de io que estamos sosteniendo: “...la extratemporalidad del
ésti: "es" se debería reconocer como imposible por sí misma. El ésti es, en sí mismo “parti
cipación en el tiempo presente ahora” {méthexis toú khrónou nyn paróntos). Lo cual significa
que ei presente puede afirmarse, como tal, sólo en calidad de negación del pasado y del
futuro, y los implica en sí mismo para negarlos, es decir que implica la sucesión temporal"
(o. c., p. 99 n. 9). Pero el ahora de Parménides no es propiamente temporal, y podría ser
traducido más vale con un "he aquí” . Más interesante, en todo caso, puede ser la conexión
con el eterno retorno nietzscheano que propone Giorgio C olli: “Retrocedendo verso
i'irrapresentabile si puó dire soitanto che rimmedíato fuori dei tempo-il “presente" di Parmenide
e l"‘aión’’ di Eracíito- é intrecciato ne¡ tessuto del tempo, cossiché in ció che appare prima e
dopo realmente ogní prima é un dopo e ogni dopo un prima, e ogni istante é un inizio”.
(Scritti su Nietzsche, Adelphi, Milano 1980, pp. 115 s.)
Desde esta comprensión dei “es” como lo presente y su presencia se ilu-
minan, de paso, las dos indicaciones que agrega el comienzo de B8.6, cerran
do la enumeración: “...es ahora, todo a la vez,/ uno, unido” (B8.5-6). La uni
dad (hén) aparece mencionada sólo en este verso; el otro aspecto (synekhés,
“unido” - continuo, homogéneo, sin interrupción, “espeso") está desarrolla
do en los vv. 22-25 y 42-50, aproximadamente, y en parte relacionado con la
cuestión del límite (cf vv. 29-33). Este carácter de homogéneo supone que
no hay discontinuidad en lo ente; pero esto no tiene un sentido espacial, sino
-digamos™ conceptual, como podría leerse en B4- El hecho-de-ser se da ple
no, total e indiviso en las cosas que son (así esto fuera sólo un átomo o mil
universos); no puede haber más o menos hecho-de-ser, o más aquí y menos
allí (aunque sí puede haber más o menos cosas). En cuanto a la unidad, si de
lo que se trata es del hecho-de-ser, no tiene sentido discutir o siquiera postu
lar una pluralidad, pues no es cosa alguna que pueda multiplicarse. En el
Poema no se menciona a “lo uno”, que la Antigüedad -vía Meliso- (30B5-9)
atribuyó muy pronto a Parménides, y esta única alusión a la unicidad del ésti
es de un alcance muy distinto. Para hablar de “lo uno” habría que dar un
salto e hipostasiar el “es”, cosa que Parménides no hace.
Esto nos lleva a la última pregunta que hacíamos a partir de Mondolfo: si en
Parménides mismo había la posibilidad de un pasaje desde la atemporalidad
hasta la infinitud temporal afirmada en Meliso. Podemos ser consecuentes y dar
una respuesta negativa. Si el “es” no dura, tampoco perdura. Su atemporalidad,
que se deriva de su carácter no cósico, no admite la duración ni siquiera
como la permanencia en lo mismo (B8.29) en la cual Mondolfo encontraba
implícito ese tránsito: la permanencia allí mentada no es temporal, sino que
tiene que ver con la identidad de lo ente consigo mismo y con la problemá
tica del límite como perfección.” Guthrie12 encuentra en Parménides la dis
tinción entre lo eterno (etemal) como atemporal y lo que dura siempre en el
11. Las menciones, en B8, dei “límite" {perras, vv. 26, 31, 42, 49), en conexión con las
"cadenas" (vv. 14, 26, 31) que tienen a io ente "inmóvil'’ (vv. 26, 38), se han conectado a
veces con otro pseudoprobiema que ahora sólo mencionamos: el de la limitación espa
cial, y aun esfericidad -en base a 42 ss - de ío ente. Desde ya, ser "como” una esfera
-es decir, como un cuerpo perfecto- no es lo mismo que ser una esfera (cf, B1.29). Aquí
"limitado" equivale a “perfecto’’ (telestón, ouk ateieúteton, teteleménon, B8.4, 32, 42
resp., cf. T arán pp. 151 ss.). La cuestión de I límite roza también las de !a negación del
nacimiento y la destrucción (vv. 26-28) y la de la homogeneidad (vv. 42-49; con la
homogeneidad tiene que ver también ia indivisibilidad dei v. 22). Pero la cuestión de la
espacialidad no tiene sentido: asi como el hecho-de-ser no es temporal, menos aún podría
mos decir que es espacial, aunque sí puedan serlo ¡as cosas a las que los mortales ponen
nombres: v. 41.
12. HGP II pp. 29 s., 25 s.
tiempo (everlasting), y la equipara en importancia a la distinción entre lo
sensible y lo inteligible, que le ha adjudicado previamente. Pero la eternidad
como extratemporalidad no está distinguida por Parménides de la eternidad
como duración temporal infinita, o de lo eterno como lo sempiterno, simple
mente porque esta última noción no aparece en el Poema.13 La infinitud tem
poral, que aparece con Me liso (30B1-4; para Heráclito 22B30, infra n. 18),
no es comparada con la de atemporalidad hasta Platón (Tim', 37c-38a, 38c).H
¿De dónde, pues, llega Meliso a su noción de infinitud, esto es, a postular
a lo ente como eterno, y además infinito en cuanto a magnitud? ¿Cómo se
hizo posible ese vuelco? Aquí debemos tener cuidado, porque la usual deno
minación de “escuela de Elea”, que nos hace imaginar a varios pensadores
conectados entre sí y que elaboran una misma doctrina, nos confunde. Tal
“escuela”, con su presunto iniciador Jenófanes, fue insinuada, no seriamente,
por Platón, Sofista 242c-d, y tomada en serio por Aristóteles, Met. A 5 986b,
de donde pasa a Teoírasto y a la doxografía;15 son también de Platón los pri
meros textos que aproximan Meliso a Parménides (Teeteto 180e). Sea como
fuere, Meliso, que seguramente no estuvo nunca en contacto personal con
Parménides, retoma de un modo propio y original sus planteos, y por otra
parte -com o dice su traductor y comentador en castellano, F. J. Olivieri-
“...la reelaboración que hace Meliso del eleatismo llegó a adquirir en la An
tigüedad misma el carácter de una formulación global, canónica y paradig
mática. La sistematización melisiana constituyó la clave a través de la cual
fue durante mucho tiempo leído y explicado Parménides”.16 Un buen ejemplo
13. Tampoco en 8.27, éstin ánarkhon ápauston, cuya traducción “existe sin comienzo ni fin"
daría, a primera vista, esa idea: como se ve en ia segunda mitad del v. y en el siguiente, es
una vez más la negación de ia génesis y la destrucción; cf. vv. 13-14. Parménides no contras
ta lo atempora! con io sempiterno, pero si -muy claramente en B19 1-2- con lo temporal,
propio de las cosas. (Aeíen B15 = continuamente: la luna mira continuamente al sol).
14. A quien se hace deudor de Parménides: G uthrje, HGP íí pp. 29 s.; G. E. L. O wen , (“Plato
and Parmenides on the Timetess Present”, The Monist 50, 1966, 317-40; repr. en A. P. D.
M ourelatos ed., The Pre-Socratics [cit. p.46n.4], pp. 271-92), para quien en ambos juega
ei equívoco de atribuir a las cosas ta característica de las proposiciones (lógicamente)
atemporales (tenseless).
15. Cf. W. J aeger , La teología..., pp. 58 y 217 s.; G uthrie HGPU p. 2 cree plausible Sarelación
con Jenófanes, contra Raven en K irk- R aven, p. 265 (opinión modificada en K .-R .-S chofield =
19832, tr. c. Los filósofos presocráticos, Gredos, Madrid 1987, p. 348). Los textos que hacen
a la cuestión están traducidos en C. E ggers U n , Los fiiós. pres. I, pp. 414 s.; F. J. O livierí,
ibid. ¡I, Madrid 1979, pp. 79 ss.
16. Los filós. pres. II, p. 71. Cf. G. Rea l e , Stoha della Filosofía Antica 1,3a ed. accresciuta,
Vita e Pensiero, Milano 1979, pp. XXI y 142 s., con la remisión a sus anteriores trabajos
sobre Meiiso.
de esto último es ei Parménides de Platón, donde no es Parménides quien está
detrás de la gran tesis puesta en discusión “ lo U no- sino Meliso.
¿En qué reside, entonces, la diferencia entre Parménides y Meliso? En un
cambio al parecer ligero pero de consecuencias enormes. Meliso entiende hablar
de lo mismo que Parménides, de lo ente. Pero hay un deslizamiento en la perspec-
tiva, por el cual lo ente se muestra al pensamiento de otro modo, y el pensamiento
mismo cambia de nivel. Con Meliso, hay un corrimiento desde el plano de lo
ontológico, en el que está Parménides, a otro plano en el cual el pensamiento deja
de preguntarse por el hecho-de-ser y se detiene primariamente en las cosas que son
~ta onüa, 30B8, 3 - en su totalidad. Y cuando se aplica a la totalidad óntica la
peculiar lógica que Parménides ha encontrado en el hecho de “...que es”, se siguen
todas las consecuencias -unidad, homogeneidad, infinitud espacial y temporal-
que producen ía violenta contradicción con la experiencia y que terminaron
siendo adjudicadas al eléata.17 Cuando se haya operado este cambio de pía-
no, los pensadores, preguntándose acerca de esta totalidad de lo que es, qué
es, cómo y por qué es, satisfarán estas preguntas dando cuenta del modo en
que ese todo está ordenado en sus partes y en su devenir. Del hecho-de-ser,
de lo ente, hemos pasado a la pregunta por el orden de todo lo que es, por el
kosmos. Es, pues, el plano de una “cosmología”, no por cierto en el sentido de
una ciencia del universo físico, sino de esta pregunta dirigida ante que nada
al orden presente en la totalidad entitativa.18
19. La afirmación de la unidad como tesis originalmente parmenídea y por ello eleática en
general tiene sus raíces en el pasaje de Soph. ya citado (cf. esp. 242d-e), aparte, obviamen
te, del Parménides.
20. Confesiones Xl-X111; Ciudad de Dios XI, Xil.
N ota s o b r e la “ c o n d ic ió n de mortal ” y la d is c u r s iv id ad
en el P o e m a d e P a r m é n id e s
Las lecturas antiguas de Parménides dieron la base para la que llegó a ser su
presentación tradicional, que lo muestra como la inversa de Heráclito y le adjudica
dos “mundos” en sentido platónico (esto es, en el sentido de un Platón escolar y
esquematizado, y en buena medida también falso): un mundo “ideal”, llamado “el
Ser”, verdadero, inmutable, racional en tanto inteligible y accesible sólo a una suerte
de Razón, y otro ilusorio, mudable, apariencial y no verdadero, que sería el que nos
muestran los sentidos y el pensamiento ordinario; a esto se agregaría un hiato metafí-
sico insalvable entre un mundo y otro. Esta dicotomía tiene un sentido platónico, ya
que las dualidades metafísicas sensible-inteligible, corpóreo-incorpóreo y otras co
rrespondientes son planteadas originariamente por Platón, quien además hace entre
ellas una opción decisiva. Pero hasta en estos esquemas se supone que Platón concede
a las cosas sensibles un cierto estatuto ontológico y una racionalidad participada, que
Parménides, en cambio, negaría a las apariencias. De este modo, Parménides afirmaría
un mundo aparencial en realidad inexistente, y un mundo inteligible necesariamente
vacío: como sabemos desde el paso inicial del gran despliegue lógico hegeliano, el
puro ser es inmediatamente la nada. Por lo demás, esta interpretación, que se valida
desde siempre haciendo del eléata el modelo hiperbólico de la consecuencia lógica,
convierte a su pensamiento, en realidad, en un modelo de inconsecuencia: aunque las
neguemos como irreales, las apariencias no dejan de constituir la diferencia.
Adjudicar dualismos de esta índole a un presocrático es una extrapolación,
y Parménides - a quien se supo atribuir la paternidad de ellos™ no hace excep
ción. Hemos tratado de indicar cómo no hay dos mundos en Parménides (ni en
todo el Poema aparece jamás mentada la hipóstasis “el Ser”)-1 Su pensamiento
platónica, estos “ortólogos" presocráticos encuentran ia verdad no en otra región (superior) del
ente sino en una reversión de aquello mismo que ya está dado.
4. Cf. LSJ sv e¡mít A i; C. Eggers tan, Las nociones de tiempo y eternidad de Homero a
Platón, U.N.A.M., México 1984, p. 127. La discusión puede verse en N. L. Cordero, Deux
Chemins, "Appendice 1” , pp. 215 ss., passim y esp. 224-6, que acepta el sentido de
"vivir" con restricciones, haciéndolo derivar del de "presencia”, que es el subrayado.
5. Podría pensarse, aunque los contextos son incomparables, en la dialéctica hegeliana
de la Vida en la Fenomenología del Espíritu, (B) IV, II. En otro sentido, cf. (esp. § III) el
clásico artículo de Hermann F ránkel , "Parmenidesstudien", Nachrichten der Gótting.
Gesellsch. der Wissenschaften, 1930, 153-92; rev. en Wege und Formen frühgriechischen
Denkens, C. H. Beck, 1955; tr. ing., "Studies in Parmenides” , en Furley-A llen II pp. 1-47.
noción de esa índole.6 Ahora bien, esta “vida” -el factum de ser- es lo eterno en
el sentido de lo atemporal. Las cosas, los existentes o “vivientes”, en cambio —y
como condición de su individuación, en la que pueden ser identificados con un
nombre- transcurren en el tiempo, se generan y mueren (cf. B19). En este senti-
do decimos que el hombre que accede a la Verdad entra en un ámbito donde se
ha “transcendido” la muerte y por ello se deconstituye como mortal. En rigor, en
ese ámbito, así como las “cosas” se pierden de vista, también se pierden los hom
bres (los individuos, la persona llamada con el nombre Parménides).7 Habría
que decir que, en cierto modo, no quedan “hombres” en la Verdad (cf. B1.27: el
Camino nos aleja del sendero humano). En todo caso, es posibilidad de los hom
bres ingresar y tal vez estar, permanecer (¿cuánto y cómo?) en la Verdad. Pero así
el hombre ingresa en el ámbito en que, según se le muestra, cesan nacer y perecer
(B8), entra en la presencia intemporal del “es” y deja tras sí el estado de aquél
para quien son las apariencias y sólo ellas. En ese momento, hallarse en la patencia
de lo ente lo hace transcender su mortalidad. Pero si ambas posibilidades
-opinar y saber- constituyen al hombre, este acceso a la Verdad, aunque de
excepcional realización, es quizás su posibilidad más esencial. (Y si es así, queda
liquidado de antemano cualquier posible “humanismo”).
En la Verdad de lo Ente, “hay” lo Ente manifiesto, ante lo cual y en lo
cual al Joven le es dado el pleno pensar y decir “es”. Por su parte, la diosa
anónima en cuya boca se pone la revelación es una “personificación” ade
cuada para la Verdad de lo ente: en último término, así como no hay un
sujeto del “es”, tampoco en la revelación de su verdad habría un verdadero
“sujeto” individual profiriente, sino que esta diosa que revela la verdad es
ella misma la Verdad, el revelarse de lo Ente (que como revelación implica
8. E! final dei Proemio (B1.29, aceptando !a vulgata; contra A. P. D. M ourelatos, The Route oí
Parmenides (cit. supra p. 57 n. 2), pp. 154 s„ con las remisiones) habla del "corazón bien
redondeado de la verdad imperturbable" y B8.44 compara a lo Ente con una “esfera bien
redondeada”: bastaría con esta obvia relación interna al Poema para indentificar Ente y Verdad
-ésta, como su manifestación- aun sin recurrir, por ejemplo, a la especulación heideggeriana
a partir de la etimología de alétheia como des-ocuitamíenío (del ente en su ser) y a la vez como
reserva (en cuya esteia Beaufret, p. 9, identifica a la diosa con la Verdad).
9. Noésai B2.2, noeín B3, B6.1 (y .6), B8.8, .34, .36, nóema B7.2, 88.50, B16.5, B8.17
anóeton. Sobre e! significado de noüs como intuición, percepción inmediata de un estado
de cosas, cf. los trabajos clásicos de Kurt von Fritz, en esp. "Nous, Noein, and Their Derivatives
in Presocratic Philosohpy (Excludíng Anaxagoras)", CP40 (1945) 223-42; 41 (1946) 12-34.
Reimpr. en A. P. D. Mourelatos, ed.( The Pre-Socratics (cit. p. 46 n. 4), esp. pp. 43-52.
(Contra, L T arán , Anales de Filología Clásica Vü 1, 1959, p. 135 y passim.). Parménides
introduce la discursividad en noein, nóos, pero sostenida desde el principio por la intuición
o aprehensión inmediata, que sigue siendo eí momento principial del complejo semántico,
(v. Fritz cit., en M ourelatos pp. 51-52).
10. La teología de los primeros filósofos griegos (cit. p. 44 n. 2), p. 95.
pieza épico-didáctica. La diosa enseña: su revelación es un verdadero máthema,
una doctrina; este máúxema es llamado épos (B1.23), mythos (B2.1), lógos y nderruz
(B8.50), élegkhos (B7.5). Es decir que no sólo se enuncia algo, y algo en princi-
pió asequible a la comprensión, sino que se lo demuestra y defiende, y para
ello se dan “pruebas” (esto es, “indicios” demostrativos, los sémata de B8).
Además, con todo este aparato argumentativo y refutativo, la diosa está pi-
diendo (en forma más o menos implícita, cf. B6.2) que su enseñanza sea a su
vez enseñada, que la verdad sea dicha a los otros, que sea -digamos así- predi-
cada y defendida. Para ello arma al Joven con argumentos que se refieren tanto
a lo verdadero como a lo verosímil (cf. B8.60 s.), a fin de que pueda cumplir
con su misión de profeta11 de la verdad, y de profeta que no sólo ha de anun
ciarla, sino que tendrá que pelear por ella, en diálogo y en disputa.
¿Por qué este camino discursivo y aun polémico, y no el místico? ¿Y por
qué la polémica se extrema hasta la competitiva enunciación de la que pare
ce ser la mejor y más verosímil entre las descripciones de lo aparencial? Esto
nos indica que el “tema” del Poema no es sólo y meramente lo Ente, sino lo
Ente y su manifestación, lo Ente en su manifestación, es decir, en su conexión
esencial con el hombre (a la que co-rresponden las dos actitudes del hombre
ante ello). Por eso pensar y decir están coimplicados también esencialmente
en la cuestión de lo Ente.
Esta coimplicación aparece, en forma negativa, en B2,12 (y B8.7-10, B8.17)
respecto a la imposibilidad de conocer y mencionar lo que no es. Su enuncia
ción positiva y neta está en B6.1 y, en otro sentido, en el problemático B3, así
como en los nó menos problemáticos versos de B8.34-6. Por primera vez en la
historia del pensamiento parecieran diferenciarse los tres píanos: ser, pensar,
decir, aunque al mismo tiempo (de un modo que constituye justamente el pro
blema) remiten el uno al otro hasta casi -o sin casi: B 3- ser “lo mismo”.
Pero cuando estamos entre las apariencias, y no pensamos ni decimos ni
dejamos que se nos manifieste ni manifestamos “...que es”, no por ello dejamos de
“pensar” y “hablar”: lo hacemos como mortales, justamente, y como morta
les -com o indica B8.3 8 -3 9 - establecemos nombres, onómata. Ese “estable
cer” (/catatíthestai) apunta hacia una concepción convencionalista del len
guaje, que recorta (¿arbitrariamente?) dentro del flujo sensible, pero ello no
es obstáculo a la creencia mortal de que los nombres son verdaderos (B8.38-
11. F. M. C ornford , Plato and Parmenides (cit. p. 57 n. 2), p. 29; G uthrie, HGPII pp. 6 s.
12. El verbo phrázo en B2.8 y 6.2 es más bien “mostrar'’, “declarar” (LSJ s.v. I, 1 y 2),
“manifestar en el lenguaje1'. Cf. M ourelatos p. 20 n. 28, C. E ggers L a n , “La hodós
polyphemos..." (cit. p. 59 n.8).
39, 8.53, 9.1). El noeín se hace dokeín y la verdad, dóxa, a la que “le parecen”
ta dokoünta. La unidad homogénea y atemporal del “...que es” se resuelve en
las dualidades y movimientos temporales de “nacer y morir, ser y no ser, cam
biar de lugar y mudar de color brillante” (B8,40-41)-
Decir, pensar y ser se dan, en los mortales, separados, pero articulados a su
modo, en orden inverso a aquél en que aparecen en la manifestación de la ver
dad: si el “es” funda el percibir (conocer) y decir verdaderos, las apariencias
( ” “cosas”) en cambio aparecen desde el nombrar que recorta. Se presentan
ante el percibir sensible, el cual es también un modo del noein que capta y se
expresa a su modo (B7), y que podría ser discriminado por el lógos (B7.5); pero
sin este discrimen, el percibir sensible y su expresión se anulan a sí mismos (B6.6-
7).13 El trayecto de la comprensión mortal va desde el decir que no muestra lo
patente sino que establece nombres, al percibir sensible que se deja guiar por
esos nombres, y de allí al “ser” como ser-aparentemente. En éste los
onómata recortan, particularizan “cosas”. H Podemos sentar que del mismo
modo -recortándose dentro de la vida mediante un ónoma- también el hombre
se individualiza, y en consecuencia nace y vive y muere, es un “mortal". Y un
mortal que “habla” como tal, es decir, nombra y se nombra, “piensa” y yerra:
yerra por la verdad del mundo sin reconocerla, así como en Heráclito (22B75)
los dormidos operan en el kdsmos y cooperan con sus acontecimientos sin saber
lo. Pero esencialmente pende sobre él la posibilidad de descubrirse en la pleni
tud de lo Ente, y con ello, fuera de todo nacimiento y muerte (B8.21, 27-28).
Los onómata de B8.40 s., “nacer y morir, ser y no ser, cambiar de lugar y
mudar de color brillante”, no designan “cosas” sino los procesos que sufren
las cosas y que tejen la trama del lenguaje mortal: explicitan los modos fun
damentales del nombrar y por lo tanto de las cosas. Pero ellos, a su vez, son la
consecuencia de un meollo aún más profundo, de cuyo operar dependen o
proceden el lenguaje y el mundo de los mortales (B8.53): el que establece y
separa el “fuego” (B8.55) o “luz” (B9.1, 3) y la “noche” (B8.59, 9.3). La Vía
11. F. M. C ornford , Plato and Parmenides (cit. p. 57 n. 2), p. 29; G uthrie, HGPI! pp. 6 s.
12. El verbo phrázo en B2.8 y 6.2 es más bien "mostrar", “declarar’’ (LSJ s.v. I, 1 y 2),
“manifestar en el lenguaje". Cf. M ourelatos p. 20 n. 28, C. E ggers L a n , “La hodós
polyphemos..." (cit. p. 59 n.8).
39, 8.53, 9.1). El noeín se hace dokeín y la verdad, dóxa, a la que “le parecen”
tó dokoünta. La unidad homogénea y atemporal del “...que es" se resuelve en
las dualidades y movimientos temporales de “nacer y morir, ser y no ser, cam-
biar de lugar y mudar de color brillante” (B8.40-41).
Decir, pensar y ser se dan, en los mortales, separados, pero articulados a su
modo, en orden inverso a aquél en que aparecen en la manifestación de la ver-
dad: si el “es” funda el percibir (conocer) y decir verdaderos, las apariencias
(= “cosas”) en cambio aparecen desde el nombrar que recorta. Se presentan
ante el percibir sensible, el cual es también un modo del noeín que capta y se
expresa a su modo (B7), y que podría ser discriminado por el lógos (B7.5); pero
sin este discrimen, el percibir sensible y su expresión se anulan a sí mismos (B6.6-
7).13 El trayecto de la comprensión mortal va desde el decir que no muestra lo
patente sino que establece nombres, al percibir sensible que se deja guiar por
esos nombres, y de allí al “ser” como ser-aparentemente. En éste los
onómata recortan, particularizan “cosas”.14 Podemos sentar que del mismo
modo -recortándose dentro de la vida mediante un ónoma- también el hombre
se individualiza, y en consecuencia nace y vive y muere, es un “mortal”. Y un
mortal que “habla” como tal, es decir, nombra y se nombra, “piensa” y yerra:
yerra por la verdad del mundo sin reconocerla, así como en Heráclito (22B75)
los dormidos operan en el íoosmos y cooperan con sus acontecimientos sin saber
lo. Pero esencialmente pende sobre él la posibilidad de descubrirse en ia pleni
tud de lo Ente, y con ello, fuera de todo nacimiento y muerte (B8.21, 27-28).
Los onómata de B8.40 $., “nacer y morir, ser y no ser, cambiar de lugar y
mudar de color brillante”, no designan “cosas” sino los procesos que sufren
las cosas y que tejen la trama del lenguaje mortal: explicitan los modos fun
damentales del nombrar y por lo tanto de las cosas. Pero ellos, a su vez, son la
consecuencia de un meollo aún más profundo, de cuyo operar dependen o
proceden el lenguaje y el mundo de los mortales (B8.53): el que establece y
separa el “fuego” (B8.55) o “luz” (B9.1, 3) y la “noche” (B8.59, 9.3). La Vía
15. Met. A 5 986b27-987a2, De gen. et corr. 318b6-7. Lu2 y Noche en Dóxa interjuegan igual
mente con sus correspondencias en el Proemio. Fránkei, “Parmenidesstüdien" (cit. n. 5), tien
de a aceptar sin más la identificación luz=ser, que, por lo que decimos enseguida, no puede
hacerse totalmente. (También Olof G igon, Der Ursprung dergriechischen Philosophie, Schwabe,
Base! 19682, pp. 271 s.; tr. c. Los orígenes de la filosofía griega, Gredos, Madrid 1980, pp. 304
s.) En todo caso, "ser” y "no ser” de B8.40, onómata dei decir mortal, están en otro nivel que
su correspondientes formas en B2. Cf. M ourelatos p. 222 y remisiones, y el cuadro de pp. 242
s., que permite captar de un golpe de vista ios pro y los contra textuales de la asimilación. G.
V iastos , “Parmenides' Theory of Knowledge", TAPA 7 1 ,1946, pp. 72-3; repr. Studies in Greek
Phil. I (cit. supra p. 63 n. 17), p. 160; Guthrie, HGPW, pp. 56 s. (p. 56 n. 2: analogía y no
identidad). Contra, Tarán (cit. p. 55 n. 1), p. 218; C ordero, Deux chemins pp. 195 s. y “El
significado de las 'opiniones' en Parménides", Cuadernos de Filosofía 19,1973, pp. 42 s. A.
A. I ong , “The Principies of Parmenides’ Cosmogony", cit. en n. 7 (en Furley-A llen II pp. 90-5):
las dos morphaf son ser y no ser, pero no los opuestos Fuego y Noche. Para la traducción
aristotélica en términos de cálido y frío, y “noche" = “tierra” , T arán pp. 289 s.
no el mismo”, eoytd(i) pántose toytón j tó(i) d ’ etéro(i) me toytón, B8.57-58).
“Noche”, a su vez, es definida solamente como lo otro (“pero aquello también
en sí mismo/ las-cosas-opuestas [lo opuesto], noche oscura”, atar kaketno kat’
auto tantía nykt’ adaé, B8.58-59): su identidad (Uákeíno kat* autó) consiste en
ser tántía, pura contrariedad; ella “es” diferencia y sólo diferencia.16 El lengua
je y la comprensión mortales le atribuyen ser. Pero “no ser”, aun en el campo
de la apariencia, no “es”, y sigue cayendo esencialmente dentro de lo
innombrable e inmostrable: sólo se lo puede “nombrar” como no-luz, así como
lo no-ente no puede ser mentado sino como negación de lo ente; pero esto es
aún alguna forma de mención, y la comprensión mortal puede tomarla como
positiva.17 Desde aquí podría considerarse ía ambigüedad de B6.8-9: que para
los mortales, ser y no ser sean “lo mismo’y no lo mismo”.
El discurso de la diosa sobre las apariencias constituye un kósmos engaño
so porque tiene que referirse al establecer nombres de los mortales. Pero tiene
una legalidad que hace de eso engañoso algo, si no verdadero, verosímil. En
todo caso, sería una legalidad refleja, quizás el reflejo de la necesidad ínsita en
la verdad de lo ente; sería, podríamos decir, aquella misma legalidad de lo que
es, tal como se refleja en el punto de vista de los mortales. En este sentido, el
todo (pánta) de B1.32 reaparece explicitado en B9.1 como el modo en que “lo
que es”, el factum de ser, se manifiesta a ellos: como totalidad plena y en sí
diferenciada en “luz” y “noche”.18 La necesidad y coherencia de las opiniones
habría que buscarla en la dirección de lo que hemos llamado el juego
“transcendental” de estos principios.
Quedaría la cuestión de la discursividad con que la diosa expone en forma
conceptual y aun polémica su revelación, que habría que ver desde la relación
del Proemio con la totalidad del Poema. Si, como parece a primera vista, hay
una “camino de ida” hacia la verdad, ¿esto significa que la intuición de la ver
dad requiere una preparación de alguna índole? ¿O ya en el camino empieza la
revelación, o mejor dicho, el camino es la revelación? (compárese la hodós
polyphemos de B1.2, donde phéme = signo, y los sémata del camino en B8.1-3).19
20. La interpretación del Proemio como camino de vuelta es propuesta por J. M ansfelo, Die
Offenbarung des Parmenides (cit. p. 57 n. 2), derivándola del perfecto eidós de B1.3. Es
curioso que Guthrie, que critica esta idea de Mansfeld como highly speculative, vea a su
vez iteración en el phérousióe 1.1 y lo conecte con las interpretaciones que relacionan el
Proemio con experiencias de tipo shamánico, a las que revisa y en lo substancial aprueba
(HG PII, pp. 7, 10 ss.).
D e la s o fís t ic a a n t ig u a a la a ld e a g lo bal
Un posible título -uno de los más posibles- para lo que habría sido uno
de los escritos decisivos del sofista Protágoras, es “La Verdad”. Consignamos
de entrada esta señal fuerte con que se marca a sí misma esa sofística que
estamos acostumbrados a ver adjudicada a la mentira. En su obra ya clásica
sobre los sofistas, Mario Untersteiner hace, acerca de este título, la acota-
ción de que la misma palabra “verdad”, alétheia, sonaba en la época como un
manifiesto, era una suerte de bandera. Desde las retorcidas remisiones de los
oráculos (y de la sabiduría délfica del “conócete a ti mismo”), pasando por
los eleátas hasta los escépticos, todo el mundo helénico fue una apasionada
búsqueda de la verdad, que se confundía en el plano práctico con el no me
nos tormentoso seguimiento de díke, de la justicia.1 En el otro extremo, vi
mos cómo el crepuscular Nietzsche descubre y distingue la voluntad de ver
dad y la voluntad de poder, a la vez que muestra a aquélla oblicuamente
subordinada a ésta. Lo que hicieron los griegos con la verdad, sabemos, tiene
consecuencias que hasta hoy nos alcanzan. En primer lugar (pero no desde
siempre), adjudicarla al lógos, que en algún momento se traduciría como
1. Cf. M. U nteasteiner, I Sofisti l/ll, Lampugnani Nigri, Milano (19491) 19672,1 pp. 35-7. Diógenes
Laercio iX 55 (DK 80A1) trae una iista de obras donde La Verdad no figura. Untersteiner (I
pp. 30-37) supone que ios títulos de DL serían partes de una de las dos grandes obras
atribuibies al sofista, Las Antilogías; la otra sería La Verdad, o Los (razonamientos)
derribadores, título más tardío que aparece en Sexto Empírico Adv. math. V!l 60 (DK 8081).
La Verdad como título sería atribuibie a Platón (“si la Verdad de Protágoras es verdadera",
Teet. 162a, cf. 161c, 166 d “Pues yo afirmo que la verdad es tai como la he escrito"), pero
-como era usual- la palabra está tomada de la primera línea del escrito.
discurso y lenguaje. La verdad quedó así puesta en un topos de racionalidad,
y de racionalidad discursiva, en donde, por siglos, el poder no entraba, o
entraba sólo para producir distorsiones. Cuando el siglo XX lo descubre como
constituyente de algún modo de la verdad, quedamos bajo la constelación
lenguaje-verdad-poder, en sesgada y multívoca referencia a lo que ambigua-
mente seguimos llamando la realidad.
La situación de fin de siglo... (Al margen: ¿qué fin de siglo, de qué siglo?
No es fácil la tarea de ubicarnos en este fin de siglo; sospecho que el siglo XX
no existe, no existió nunca: el XIX dura hasta 1950, y en esa fecha ya despun
ta el siglo XXI. Puede despistar la atrayente y confusa década del 60, y lo que
nos parece su especificidad tal vez ha sido sólo la espuma de la ola que rom
pe y en su reñujo mezcla sus aguas con las de la ola siguiente.) Pero ya damos
algo por supuesto: el fin de siglo consiste en la disolución de la realidad.
Algo de eso se llamó postmodernidad.
La temática y el rótulo mismo de lo postmoderno no dejaron (muy
postmodemamente) de pasar de moda con relativa rapidez. De ello nos que
dan en herencia asumida, sin embargo, rótulos como la fragmentación, la
diferencia, el simulacro, la hiperrealidad, el postdeber, que entraron a for
mar parte de nuestros presupuestos y habitualidades. Pero la noción de
postmodemidad es útil para plantear la diferencia entre la Modernidad y un
concepto distinto, lo Moderno. No hay que confundirlos. No la Moderni
dad, sino lo Moderno (que va aproximadamente desde 1860 o algo antes
hasta más o menos 1960) es aquello previo de lo que la postmodernidad es
post-. Ambos, lo Moderno y lo Postmodemo juntos, integran la Modernidad
en la etapa de su consumación (consumación: plenitud, no crisis). Lo Mo
derno era, en uno de sus aspectos más importantes (a veces, pero no siempre,
llamado Revolución) el cambio de la realidad que -partos de la Historia
mediante- equivalía a su realización verdadera. La postmodernidad, se su
pone, consiste en la evaporación de la realidad un minuto antes de que ésta
logre su perfección. Esto se ha llamado fin de la historia (especialmente de la
Historia Universal), fin de las ideologías, de la política, del arte, etc. y, en e l'
mundo estrictamente contemporáneo, fin de la Guerra. No sólo la Realidad
sino también el Poder con mayúscula que operaba en ella parece abolido, y
el Discurso de la realidad y del Poder quedaría vacante para convertirse en
múltiples discursos (que a lo sumo, para reiterar gastados juegos de palabras
franceses, exhibirían el poder del discurso con minúscula, de los discursos).
Pero, fin de siglo: escamoteo de la realidad vs. megarrealidad en bruto.
Escamoteo: porque las descripciones más o menos postmodernas que
acabamos de evocar pierden credibilidad día a día. La realidad y el poder no
se diluyen en las diferencias. Lo Moderno presentaba una doble vertiente:
las vanguardias políticas, que producían escatologías inminentes y proyectaban
aspectos del mundo moderno como una consumación futura total, y las van-
guardias estéticas, que tácitamente, a sabiendas o no, suponían la consumación
como ya acontecida de algún modo, y sacaban, cada una, sus consecuencias uni
laterales (que, yuxtapuestas, daban la impresión de una diversidad).
La Postmodernidad muestra a la vez que la consumación de la historia
no se va a producir y que ya se produjo. La post, o sobremodemidad, es un
Mundo posthegeliano. El Hegel kojeviano esquemático y trivializado al que
acudía hace unos años Eukuyama corre el riesgo de indicar la verdad, no
como interpretación sino como síntoma. Se puede hablar tranquila y super
ficialmente (esto es, a nivel de las ideologías, cuya era abre y cierra el libera-
lismo) del fin de la historia porque éste, que es un acontecimiento, y por lo
tanto no un suceso cronológico, efectivamente ya sucedió en silencio. ¿Cuán
do? A diferencia del suceso adherido a su cronología puntual, el aconteci
miento no tiene fecha, el acontecimiento siempre “ya sucedió”. Nosotros
somos los sobrevivientes.
El acontecimiento es la consumación de la Modernidad: su consuma
ción plena, no su superación. Lo Moderno fue su primer síntoma, lo
Postmoderno -crisis de lo Moderno- el último. El acontecimiento nos deja
entre la realidad abolida y la realidad en bruto, entre el poder fragmentado y
diluido y el poder en bruto, dos caras, obviamente, de la misma moneda.
Sobre esto, a volver.
2. David G rene, Greek Political Theory. The Image of Man in Thucydides and Plato. (Original
mente Man in his Pride. A Studyin the PoliticalPhilosophyofThucydides and Plato). The University
of Chicago Press, Chicago & London, 1950; Phoenix Books Ed. 1965, Introd., pp. 4-6.
descamado de la dureza de la realidad y lo que sólo en apariencia es heterogé
neo, la maleabilidad de la realidad bajo la presión de la palabra. Nos tentaría
trazar paralelos contemporáneos; pero vamos despacio. Por de pronto, con la
sofística están también obviamente en juego, y jugados conscientemente, los
tres elementos bajo cuya constelación nos pusimos: poder, verdad, lenguaje. El
arte y la técnica de persuadir mediante la palabra sabiamente convincente era
el producto que los sofistas vendían a la clase dirigente. Esto fue incorporado
a la tradicional imagen peyorativa que ya Hegel se ocupó de destruir y con la
que no voy a ofender a un lector culto, ni siquiera para discutirla. Más intere
sante es ver qué hay detrás de ella. Las dos grandes figuras de la sofística del
siglo V, Protágoras y Gorgias, pueden ser nombres bajo los cuales podríamos
poner y encontrar algunas de nuestras discusiones, cuestiones como diferen
cia, democracia y consenso, palabra, poder y realidad. Si es así, por qué es así y
en dónde terminan las semejanzas, es un ejercicio abierto.
5. DLIX 52 (juicio), 55 (naufragio) = DK 80A1. Otra fuente, Sexto Empírico, Adv. math. IX 56
= DK 80A12 (que cita además versos de Timón de Fliunte), supone !a condena a muerte y el
naufragio como consecuencia de la fuga. E! carácter legendario de la cuestión ha sido
sostenido especialmente por O. G ígon , “Studien zu Platons Protagoras", en Phylobotlia fürP.
von der Müht, Base! 1946, reimp. Studien zur antiken PhUosophie, Berlin 1972, pp. 98-154.
El argumento contra su historicidad basado en el Prot, que nos parece débil, procede de
Gigon, y es retomado por Untersteiner (I pp. 19 s.; cf. Cappelletti o. c. p. 56, que acepta la
veracidad de las noticias). Más fuerte es otro pasaje platónico {Menón 91 e = DK 80A8), que
lo hace morir a los setenta años, con cuarenta de ejercicio de la profesión de sofista, tranqui
lo y prestigiado hasta el último día.
6. Me atengo a M. U ntersteiner, supra n. 1.
7. Platón Teet. 151e-152c (DK 80B1), Cra. 385e-386a (80A13); Aristóteles Met. K 6 1062b12
(80A19), 11 1053a3(= 13a,ben M . U ntersteiner, Sofisti. Testimoníame e frammenti I, Firenze
19612); Sexto Empírico Adv math. VII60 (80A15,81), Pyrrh. h. 1216 (80A14); DL IX 51 (80A1).
de Gomperz, que leía al hombre como especie.8 Y el viento que es frío para
uno, para el otro no lo es; ligero para uno, es violento para otro.
Platón diferencia expresamente esta doctrina de la suposición de un
“viento en sí” por detrás de su doble fenomenización: “¿Cuál de las dos cosas,
diremos que -en ese momento- es el viento mismo en sí mismo (auto eph'
heautoü), frío o no frío? ¿O bien nos dejaremos convencer por Protágoras de
que para eí que tirita es frío, para el que no, no?” Lo que "es” el viento, está
en su aparición a la percepción puntual (“en ese momento”) de cada hom
bre, que puede ser distinta y contraria a la del otro (y eso es lo que cada uno
dirá que es el viento). Percibir y aparecer son “lo mismo”. El aparecer
(phaínesthai, phantasia) tiene su lugar en el “percibir” (aisthánesthai, aísthesis).
Lo que parece (aparece) a cada uno (y que por el momento viene a ser “el
calor y todas las cosas así”), “es” para él; la sensación pertenece siempre al
ser (aísthesis toü óntos aeí estin) y por lo tanto es no-mentirosa, {apseudés),
infalible; ya que, concluye el interrogador de Teeteto, es epistéme.
Hay aquí una doble posibilidad de confusión, en la que Platón, en ambos
casos, nos introduce y nos fuerza amablemente a entrar:
f 1) Teet. 152c ss. (y Aristóteles acerca del principio de no contradicción,
en Met. IV 5-6): se trataría de un “heraclitismo”, en el sentido de la doctrina
del flujo perpetuo, del “todo fluye” (pánta reí), fórmula de Platón para su
comprensión de Heráclito, que en realidad corresponde a un heraclíteo de
extrema izquierda, Cratilo, cuya doctrina disuelve la experiencia en un flu
jo.9 Pero los ejemplos del texto y otros testimonios, así como los títulos,
muestran que Protágoras no piensa en un flujo amorfo, sino en la experiencia
articulada entre contrarios; está, pues, muy cerca del verdadero Heráclito,
cuyo Logos articula las oposiciones.
2^ La verdad, parece, ha descendido al plano humano - al hombre indi
vidual - al plano de la percepción sensible - de la percepción sensible actual
e inmediata. La cual varía de hombre a hombre, y aun en sucesivos momen
tos. Y esto sería un relativismo, y como tal ha sido tradicional mente leído.50
Lo que es, es lo que me aparece, y aun lo que me parece. En cierto modo, el
8. T. G omperz , Griechische Denker 11!, VI, V, tr. c. Pensadores griegos i, Guarania, Asunción
1951, pp. 502 ss.
9. “Todo fluye" (como pánta khoret) “y nada permanece" aparece en Cra. 402a. El inventario
razonado de fos testimonios platónicos (donde predomina la lectura del flujo) y aristotélicos
sobre Heráclito en G. S. K irk, Heracütus. The Cosmic Fragments (cit. supra p. 44 n. 2), pp.
13 ss., permite visualizar ta fuente de una mal interpretación de larguísmo alcance.
10. Más o menos supuesto en las lecturas platónica y aristotélica, que acentúan más bien el
moviiismo y la indiferenciación, el relativismo es explícitamente concluido por muestra fuen
te escéptica Sexto, Pyrrh. h. 1216 in fine (DK 80A14),
ser se subsume en la opinión (ser = aparecer = parecer), y la verdad se liqui
daría (cf. Teet. 161d'162a).
Pero habíamos partido, muy al principio, del título “La Verdad” para el
escrito que contenía la doctrina. No “el parecer”, sino “la verdad" - alétheia-
lo que se hace presente desde el ocultamiento y se da en el “percibir”. El “per-
cibir” es el lugar de la presencia, el espacio de aparición de lo que se hace
presente en el presente y se “da”. Pero lo que, en el percibir, se da al hombre, al
dársele se le impone. El percibir no es un “parecerme” sino un aparecerme que
no puedo evitar ni modificar, y que me obliga a vivir en la verdad. El hombre,
encontrado primariamente como sede de la verdad, está transpasado por su
prepotencia. Y si no podemos menos que estar en la verdad, la primera conse
cuencia es que el “error" no existe, no es posible (no hay “percepción” de lo
que no es; cf. las conclusiones de lóOc-e y 167d, “[...] nadie tiene opiniones
falsas, y tú, quieras o no, tienes que soportar el ser medida”).
Y esto es lo que el lenguaje que pretende ser verdadero declara, lo que
“dice” que “es” (Teet. 152b: “¿qué diremos del viento?"). De aquí salen conse
cuencias para el uso del lenguaje. Si lo que “es" es lo que “me parece” (“se
me aparece”) y si el error no existe, entonces sobre cada cosa se pueden
enunciar lógoi contradictorios, legítimamente. Éste es el fundamento de las
antilogías: “Fue el primero que dijo que sobre todas las cosas hay dos discur
sos que se contradicen entre sí” (DL IX 51, DK 80B6a).
Vayamos por partes. En primer lugar, la antilogía responde a una dinámica
de la realidad. La realidad no es amorfa, sino un riguroso juego de opuestos. En
su movimiento espejean los opuestos, que a veces llegan al antagonismo y el
conflicto. Por ello las antilogías no son un recurso erístico, sino expresión y
consecuencia del hecho de que la realidad misma es antitética. M. Untersteiner
busca la larga raigambre de esta intuición en las experiencias personales que
traduce la lírica, el relativismo etnográfico de los logógrafos e historiadores, el
doble origen -mediterráneo e indoeuropeo- del mito, la concepción de díke y
la vida jurídica... Pero es sobre todo en el seno de lo divino, aun en el mismo
Zeus, que aparece como la figura unificante, donde se daría este juego. Se lo
puede encontrar, muy especialmente, en Esquilo. Untersteiner empareja la
antilogía protagórea y la tragedia esquí liana, que presenta acciones a la vez
obligatorias y prohibidas (la cita típica es la exclamación de Orestes, Coéf.
461: Ares luchará contra Ares, Dike contra Díke.11 La misma teología esquiliana
11. M. U ntersteiner, I Sof. I p. 51, cf. pp. 48 ss. La Antígona de Sófocies puede parecer otro
ejemplo más o menos obvio. Pero la interpretación tradicional (y hegeüana) que opone ley divina
y ley cívica opera con un esquema discutible: cf. Cornelias C a s to ria d is , “La pólis griega y la
creación de ia democracia" en Domaines de ¡’homme. Les carrefours du labyrínthe II, 1986, tr. c.
Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto [II], Gedisa, Barcelona 1988, p. 127.
de Zeus téleios, de Zeus como fin y unificación, juega muy fuerte pero no suelda
las fracturas de la realidad.
Por ello es fundamentalmente incorrecta la homologación platónica de la
doctrina de Protágoras con el ñujo universal, a la zaga de la cual Aristóteles
supone la tentativa de abolir el principio de no contradicción y por lo tanto que
una cosa pueda ser cualquier cosa. Pero contra toda mescolanza indiferenciada,
está claro que en cada caso se trata de dos contrarios en juego. Esto procede de la
dinámica de opuestos con que piensa esa sabiduría arcaica que podríamos ras
trear hasta Solón y que, a través de Anaximandro, culmina en Heráclito-
Ahora bien, toda la sofística y su época -signada por el eclipse de la Ley
como estructura ontológica en favor de la artificialidad de la construcción del
poder- pueden ser pensadas como la época de la oclusión del Logos -en tanto
Ley de lo real, “divino”, aquél que quiere hablar a través de mí para decirse
como la clave de lo real-. Heráclito sabe de una unidad de los contrarios en el
Logos que los articula en el todo-uno. El sofista de Abdera, cuyo pensamiento
de la oposición está en la huella de Heráclito en un sentido más legítimo que
el que le impusieron Platón y Aristóteles, habría percibido algo, no sé si más
radical, pero que hasta podría parecer más trágico: ya no día-noche, hambre-
saciedad sostenidos por la tensión unificante del dios-lógos, sino -ocluido el
Logos- la contrariedad de lo real como emergencia inesperada de los contra
rios. Con el “dios” de Heráclito (DK 22B67) debilitado o ausente, sin esa di
mensión no inmediatamente evidente del Logos que los organiza en unidad
paradójica, los antagonismos parecieran flotar sin articularse (por supuesto,
menos todavía constituyen un “sistema”). Y nosotros, sin el Logos, pero some
tidos a la patencia constante de la verdad en el “percibir”, pareciera que ten
dríamos que ser arrasados por las fluctuaciones de la verdad, que nos lleva en
un hilo incongruente de manifestaciones -casi, de nuevo, el flujo cratiliano.
Pero no es así, ni estamos sometidos, indefensos, al juego de la verdad, a
las manifestaciones variables de lo que aparece. Si ya el Logos no articula
como “dios” y queda reducido al discurso humano (“si me escucháis a mí”, cf.
22B50), sin embargo este discurso no ha perdido con ello toda la potencia.
El lógos (humano) puede operar en el seno de la verdad. Puede (de)mostrar
uno u otro de los contrarios y así hacerlo prevalecer en la manifestación.
Ésto introduce otra doctrina capital: “hacer del íógos más débil el más fuer
te” (tdn hétto lógon kreítto pokin, Arist. Rhet. B 24 1402a24, DK 80A21, B6b).
Enseguida volvemos sobre esto. Ahora sólo notamos que, si los tógoi opuestos
son ambos verdaderos, el “débil” no significa “falso” ni en consecuencia es base
para una mentira “injusta”. La interpretación peyorativa viene por lo menos de
Aristófanes, Nubes, que reformula la frase como “lógos justo e injusto” (882-5 y
la escena hasta 1113). La frase, en la Apobgía platónica, integra las “acusaciones
antiguas” con que una suerte de opinión pública incrimina a Sócrates (18b-c,
19b-c, con remisiones explícitas a la comedia, 18d, 19c). Pero esta traducción
malintencionada está posibilitada por la creencia tácita (explicitada luego por
Aristóteles para Heráclito, Met. G 1005b23'25, K 1062a31) de que quien sos-
tiene la antilogía no habla en serio: necesariamente, uno de los íógot tiene que ser
tenido por verdadero y el otro por falso; pero un sofista seguramente se lo calla y
disimula para hacer prevalecer el “falso”, que así se vuelve el “injusto". De don
de se deduce fácilmente una actitud “inmoral”.
La cosa “es” los contrarios, como la posibilidad de manifestarse como uno
cualquiera de ellos: como viento frío para mí, tibio para ti. Pero su manifesta-
ción, o mejor, manifestaciones, están de algún modo inacabadas sin el lógos
que las dice (en el texto de Teet. se trata de las afirmaciones de que el viento es
frío y el mismo viento es tibio). Pero aun así, la indecisión (o saturación) per
siste. Es un segundo momento del idgos el que, mediante lógoi, “razones”,
(de)muestra, “hace ver” ya uno ya otro de los contrarios en 1a cosa.
“Sobre todo hay dos discursos mutuamente contradictorios”, (dos, y no
una pluralidad). La diferencia con Heráclito se denuncia en la estructura de
la enunciación: la parataxis heraclítea pone en la unidad paradójica del Logos
la contradicción no atemperada de la realidad,12 que en tal lenguaje es toda
vía una plenitud que puede decirse como tal; la anti-logia de Protágoras cor
ta retóricamente la contradicción en dos discursos, que hacen espejear alter
nativamente uno u otro de los contrarios, sin afirmar alguno definitivamen
te ni suprimirlos. No prevemos, en principio, cómo se nos va a aparecer una
cosa o situación dada, pues cada cosa en el mismo momento es los contra
rios, y la prevalencia de uno u otro no responde ya al Logos sino a una surgente
inesperada que bien podría ser a-lógica. Lo que en Heráclito era la posibili
dad de captar (de oir) y de enunciar la plenitud de una tensión extrema, en
Protágoras va a ser la tarea (que en el fondo, corre el riesgo de ser una tarea
verbal) de vivir y convivir en el seno de una estructura de contrariedad des
organizada y tal vez imprevisible. El protagonista del Protágoras platónico
(334b) califica al bien (tó agathón) como “abigarrado” (poikílon, palabra cla
ve), y '‘múltiple” (pantodapón). A esto sólo puede co-rresponder una capta
ción de la situación, una kairología, que respete todos los derechos de la
multiplicidad (del conjunto de oposiciones) de lo real; derechos que la me
tafísica platónica de la identidad desconocerá. La racionalidad débil, que
podremos encontrar en este juego, estará dada por el lenguaje humano.
12. DK 22B8, B10, B67; esa unidad paradójica fue captada sólo (¿paradójicamente?) por
Platón, Sof. 242d a conectar con 22851; cf. W. K. C. G uthrie HGP t, p. 437.
Pero con estas últimas afirmaciones hemos cambiado de terreno. La retórica
no puede operar sobre la sensación inmediata (no tiene sentido tratar de coiv
vencerme de que no tengo frío, si tengo frío). El recorte al que procede el texto
del Teeteto en la primera aparición de la doctrina del homo mensura le da -dada
la problemática del diálogo- un alcance gnoseológico. Por ello se enfoca la sen
sación, que sería primera y única fuente del conocimiento. Por supuesto, en este
marco se llega además al relativismo tradicionalmente aducido, como lo vio
antes que nadie su expositor formalmente simpatético Platón, que saca en pri-
mer lugar la conclusión de que así todos los hombres, con sus opiniones, se equt-
valen (y aun los animales), y el mismo Protágoras con toda su sabiduría no sería
superior “no digo a otro hombre, sino ni siquiera a un renacuajo” (161c-d).
Pero el homo mensura no se circunscribe en los estrechos límites de la'teoría
del conocimiento; es de esperar que sea, también y sobre todo, una doctrina que
tiene en vistas 'ja política. Según el Protágoras (3186-319a, DK 80A5), todos los
recursos de que nos pueda proveer la enseñanza sofística están en función de la
euboulúx, “prudencia”, capacidad de decidir en los asuntos de la casa y de la ciu
dad, con actos y palabras. (Una paráfrasis como “asuntos privados y públicos”
marcaría la distancia entre estas palabras de nuestro vocabulario y la concep
ción del párrafo, donde la administración de la casa, del o¡icos, es vísta como
esencialmente afín a la de la ciudad.) Así el alumno se volverá un “buen ciuda
dano” con la adquisición de esa peculiar destreza que es la tékhne poUtiké.
Esto es una respuesta al problema de la época, compartido entre otros
por Sócrates, la cuestión de la areté ¡politiké. No es necesario advertir que no
hay que engañarse con la palabra areté, que significa el conjunto de capaci
dades socialmente estimadas. No se trata de la “virtud” sino de la capacidad
para mandar, cuya posesión reconocida otorga legitimidad. Lo que se discu
te apasionadamente a lo largo de este siglo V y alrededor de esta palabra, es
la cuestión del poder político y de quién ha de detentarlo.53
Si aproximamos el discurso antilógico a la política, lo primero que pen
saríamos es ubicarlo en el marco de la democracia ateniense, en cuyo
13. Si las posiciones aristocráticas (usualmente ejemplificadas con Píndaro) suponen que la
areté &s innata, los sofistas la considerarán enseñable. También Sócrates-Pfatón, pero por un
motivo totalmente diferente: la realidad está sostenida por una estructura inteligible -por io
tanto aprehensible- cuyo conocimiento está a la base de ía verdadera actividad política. En
un sentido, areté está cercana a la virtúóe Maquiavelo. Como capacidad, podría ser conside
rada ''natural1'en un aspecto que ia sofística tiene tácitamente en cuenta: su enraizamiento en
la ‘'astucia", la méti${que han trabajado M. D etíenne y J.-P. V ernant, Les ruses de l'ntelligence,
1974, cit. p. 30 n. 12), que no es necesariamente enseñable. Pero la métis jamás aparece en
ia definición de un concepto que equivale a la suma de lo noble.
contexto sobre cualquier opinión siempre pende, en principio, la posibili
dad y la legitimidad de la opinión contraria. Pero esto bien podría ser el
juego de una disputa amorfa. La situación, de hecho, resultó mucho peor: en
muchas partes, y en la misma Atenas, las disensiones internas de esta época
se convirtieron en enfrentamientos caníbales. El juego de las oposiciones se
da así fuera de todo control. Protágoras, en cambio, propone un intento de
vida razonable en el seno mismo de ese juego trágico de los contrarios.
Es eí mismo texto del Teeteto, el que, en su desarrollo, reubica la doctri
na del hombre-medida en su verdadero nivel. En la llamada “apología de
Protágoras” (ló6d-167d), Sócrates, llevado por las necesidades de la discu
sión, la defiende poniéndose en el lugar del sofista.
El pasaje (que podemos parafrasear) subraya la primera consecuencia de la
doctrina del homo mensura: '‘La Verdad es como la escribí: cada uno de nosotros
es medida de las cosas que son y de las que no, pero cada uno difiere enormemen
te de otro en que para uno son y aparecen unas cosas, para otro otras”. En esta
emergencia de las diferencias, que podría ser anárquica, la viabilidad práctica
(que será política) necesita en principio un criterio. El homo mensura, que como
doctrina gnoseológica anularía todo criterio, revela sus alcances prácticos cuando
apunta justamente hacia un criterio de “objetividad”.
La doctrina no niega la existencia del sabio, antes bien se la afirma. (Ya
recordamos que si la equivalencia de las percepciones fuera la última pala
bra de Protágoras, él mismo no se podría presentar como maestro de una
tékhne). Y cuando accedemos al plano de la sabiduría, superamos el nivel de
la mera “verdad”, que es el de la percepción inmediata. Podemos superar la
prepotencia de la verdad porque no estamos, como los animales, encerrados
en el círculo de las sensaciones. El hombre tiene la capacidad de sobrevolar
las sensaciones y de captar las situaciones en que está activamente compro
metido (prágmata}. Sabio sería aquel que es capaz de dar vuelta las cosas que
nos parecen (y consecuentemente son) malas, para hacerlas parecer (y ser)
buenas, ¿Con qué criterio? Al enfermo, el alimento le parece amargo, al sano
lo contrario. No se puede hacer más sabio a ninguno de los dos; ni acusar al
enfermo de ignorante por su opinión y declarar sabio al sano: la percepción
es siempre verdadera. Pero hay que producir una inversión de las disposicio
nes, porque una de ellas es mejor. El sabio, observemos, se mueve en el ámbi
to de la acción -es alguien capaz de cambiar las condiciones dadas- y su
capacidad no tiene que ver con la verdad sino con lo “útil”. Todo hombre es
medida de la verdad, pero sólo la sabiduría lo es de la “utilidad”.
La educación (paideía) consiste en una inversión de este tipo. El médico
realiza esa inversión con los remedios, el sofista con los discursos, No se pasa
de una opinión falsa a otra verdadera, porque no se puede opinar lo que no
es, ni se puede opinar otra cosa que la impresión (actual), que es siempre
verdadera. Pero una disposición perniciosa de la psykhé la hace opinar opi
niones del mismo tipo, y sucede a la inversa con la disposición y las opinio
nes benéficas, que por inexperiencia algunos llaman verdaderas. Simplemente,
algunas son mejores que otras, pero más verdaderas, ninguna (167a-b).
Desde ya, no se trata solamente de “lo verdadero”, sino también de “lo justo”.
En el ámbito político, la medida de lo justo es ío que a la polis parece justo y
noble, y que efectivamente lo es para ella si se lo da como ley; pero -como el
médico al enfermo- hay que persuadirla para que se le muestre como justo lo
que es útil, y de ello se encargará el sabio. Los sabios del cuerpo son los
médicos; de las plantas, los agricultores, capaces de hacer pasar de las sensa
ciones perniciosas de la enfermedad, a otras benéficas y sanas. Los oradores
sabios y buenos hacen que a las ciudades tes parezcan justas las cosas buenas
y útiles más que las que pueden ser perniciosas (167b-c).
El modo de ejercicio de la sabiduría está dentro del triángulo trazado
por el médico, el político y el educador. La actividad del médico proporcio
na el primer modelo; el agricultor y el orador se le asimilan. Lo que hace el
médico con el cuerpo, el orador lo hace con la ciudad. Ahora bien, esto mis
mo es lo que hace el sofista con sus alumnos, y por lo tanto “es sabio y digno
de recibir mucho dinero" (167d) por ello. En el fondo, es su capacidad de
persuasión la que resulta el verdadero modelo de ia operación del sabio. La
sabiduría transita, explícita o implícitamente, por un nivel discursivo: tam-
*bién el médico debe convencer al paciente de que se someta al tratamiento,
y el agricultor deberá deliberar y convencerse a sí mismo de las acciones
apropiadas. (Y en un sentido que sería sólo a medias metafórico, inclusive
“persuaden” a los organismos a “opinar” distinto). La superación de la per
cepción inmediata y su correspondiente opinión, la captación de la situa
ción y la operación que la modifica se dan en el elemento del lógos.
En este contexto hay que ubicar y entender el “hacer más fuerte al lógos
más débil”. La cuestión es cómo es posible vivir en el seno de las contrarieda
des que, como lo muestra la vida política, no son diferencias indiferentes, sino
centros de conflicto.14 Y la emergencia de una contrariedad y de uno u otro de
los contrarios no es regular ni regulable. La misma cosa en todo momento es
los contrarios y parece contraria a la diversidad inabarcable de las opiniones.
Pero, como apuntamos, hay que distinguir entre opinión y situación. Dijimos
14. E urípides Fenicias499-502: “Si una misma cosa fuera para todos hermosa y acertada en
un momento dado, no habría discordias por disputas entre los hombres, pero nada hay que
sea idéntico ni igua! para los mortales fuera de los nombres, mas la realidad es otra." (Tr. C.
H. B almori, Univ. Nac. de Tucumán, F. Fil. y Letras, 1946, p. 202.)
(en referencia a un pasaje del Prot., cf. 334a-c, 80A22) que se esbozaba una
kairología capaz de hacerse cargo de la situación. La consciencia de la sitúa-
ción, que supera las sensaciones, también supera y evalúa las opiniones que
brotan inmediata o mediatamente de aquéllas. Se trata, mediante la sabiduría,
de encontrar en cada caso “lo conveniente". Así, lo útil sólo aparece dentro dé
una situación en que se determina concretamente para quién, para qué, cómo
lo es. Una primerísima aproximación entendería que fortalecer un lógos supo-
ne presentar la situación del modo más favorable para un sujeto determinado.
El problema se translada al plano en el cual buscar este sujeto.
Si las diferencias pudieran entenderse en términos de intereses, la determi
nación de lo útil y conveniente supondría un conflicto de intereses que pondría
en juego el poder y los poderes de cada uno, al servicio de su provecho. Por este
lado Protágoras se nos escaparía hacia un horizonte que es casi el del individua-
lismo moderno, en el cual los conflictos podrían dirimirse mediante los distintos
modos del saber, del poder y también de la fuerza, pero según un cálculo racional
de conveniencias. Pero el universo de la polis no es el de las mezquinas diferen
cias de la sociedad civil; sus diferencias no son intereses, sino afirmaciones de sí
(de los hombres, de los partidos, de las ciudades enfrentadas). Por ello son tanto
más graves, y se resuelven, no mediante el cálculo racional, sino, generalmente,
con sangre. La posibilidad de la empresa de convivencia debe ser (de)mostrada.
La grandeza de lo útil protagóreo no tiene que ser medida en nuestros términos
burgueses, sino en referencia a aquello a que responde. La sabiduría eminente
será hacer ver, no al individuo, sino a la ciudad como bueno y noble lo útil para
ella. Lo “útil” se vuelve en estos términos lo “justo”, y el sofista, educador de
legisladores y políticos, sería el que sabe detectarlo.
Responde a ello el célebre ‘‘mito de Protágoras” de Prot. 320c ss., consi
derado por la mayoría de los críticos de proveniencia protagórea, en su con
tenido y aun en los rasgos estilísticos, y que se inscribe en la especulación
“racionalista” de la época sobre la naturaleza humana y el origen de la cultu
ra.55 Según el mito, en el nacimiento de las razas mortales, Prometeo y
Epimeteo son encargados de distribuirles las aptitudes y capacidades.
Epimeteo solicita la tarea, sujetándola a la inspección final de su hermano.
Distribuye fuerza, velocidad, armas, tamaño, protecciones, alimentos y fe
cundidad para regular la destrucción recíproca de las especies y adaptarlas
15. Cf. M. U ntersteiner, I Sof. I, pp. 118 s. n. 24. En esa línea están las especulaciones
cosmogónico-históricas en Diodoro i 7,1 ss. (esp. 8,1-7), atribuidas a Demócrito entre los
textos de DK 68B5, aunque hoy se tiende a considerarlas un producto ecléctico de! helenis
mo, que conserva algunos elementos arcaicos (M. L. W est, “Ab Ovo. Orpheus, Sanachuniaton,
and the Origins of the ionian World Model", C Q 44/2,1994, p. 300 y n. 41 con las remisiones).
es, ni se puede opinar otra cosa que la impresión (actual), que es siempre
verdadera. Pero una disposición perniciosa de la psykhé la hace opinar opi-
niones del mismo tipo, y sucede a la inversa con la disposición y las opinio-
nes benéficas, que por inexperiencia algunos llaman verdaderas. Simplemente,
algunas son mejores que otras, pero más verdaderas, ninguna (167a-b).
Desde ya, no se trata solamente de “lo verdadero”, sino también de “lo justo”.
En el ámbito político, la medida de lo justo es lo que a la polis parece justo y
noble, y que efectivamente lo es para ella si se lo da como ley; pero -como el
médico al enfermo- hay que persuadirla para que se le muestre como justo lo
que es útil, y de ello se encargará el sabio. Los sabios del cuerpo son los
médicos; de las plantas, los agricultores, capaces de hacer pasar de las sensa
ciones perniciosas de la enfermedad, a otras benéficas y sanas. Los oradores
sabios y buenos hacen que a las ciudades les parezcan justas las cosas buenas
y útiles más que las que pueden ser perniciosas (I67b-c).
El modo de ejercicio de la sabiduría está dentro del triángulo trazado
por el médico, el político y el educador. La actividad del médico proporcio-
na el primer modelo; el agricultor y el orador se le asimilan. Lo que hace el
médico con el cuerpo, el orador lo hace con la ciudad. Ahora bien, esto mis
mo es lo que hace el sofista con sus alumnos, y por lo tanto “es sabio y digno
de recibir mucho dinero” (167d) por ello. En el fondo, es su capacidad de
persuasión la que resulta el verdadero modelo de la operación del sabio. La
sabiduría transita, explícita o implícitamente, por un nivel discursivo; tam-
'bién el médico debe convencer al paciente de que se someta al tratamiento,
y el agricultor deberá deliberar y convencerse a sí mismo de las acciones
apropiadas. (Y en un sentido que sería sólo a medias metafórico, inclusive
“persuaden” a los organismos a “opinar” distinto). La superación de la per-!
cepción inmediata y su correspondiente opinión, la captación de la situa
ción y la operación que la modifica se dan en el elemento del lógos.
En este contexto hay que ubicar y entender el “hacer más fuerte al lógos
más débil”. La cuestión es cómo es posible vivir en el seno de las contrarieda
des que, como lo muestra la vida política, no son diferencias indiferentes, sino
centros de conflicto.14 Y la emergencia de una contrariedad y de uno u otro de
los contrarios no es regular ni regulable. La misma cosa en todo momento es
los contrarios y parece contraria a la diversidad inabarcable de las opiniones.
Pero, como apuntamos, hay que distinguir entre opinión y situación. Dijimos
14. E u r íp id e s Fenicias 499-502: “Si una misma cosa fuera para todos hermosa y acertada en
un momento dado, no habría discordias por disputas entre los hombres, pero nada hay que
sea idéntico ni igual para ios mortales fuera de ios nombres, mas !a realidad es otra.” (Tr. C.
H. B almori, Univ. Nac. de Tucumán, F. Fil. y Letras, 1946, p. 202.)
(en referencia a un pasaje del Prot., cf. 334a-c, 80A22) que se esbozaba una
kairología capaz de hacerse cargo de la situación. La consciencia de la situa
ción, que supera las sensaciones, también supera y evalúa las opiniones que
brotan inmediata o mediatamente de aquéllas. Se trata, mediante la sabiduría,
de encontrar en cada caso “lo conveniente". Así, lo útil sólo aparece dentro de
una situación en que se determina concretamente para quién, para qué, cómo
lo es. Una primerísima aproximación entendería que fortalecer un lógos supo
ne presentar la situación del modo más favorable para un sujeto determinado.
El problema se translada al plano en el cual buscar este sujeto.
Si las diferencias pudieran entenderse en términos de intereses, la determi
nación de lo útil y conveniente supondría un conflicto de intereses que pondría
en juego el poder y los poderes de cada uno, al servicio de su provecho. Por este
lado Protágoras se nos escaparía hacia un horizonte que es casi el del individua
lismo moderno, en el cual los conflictos podrían dirimirse mediante los distintos
modos del saber, del poder y también de la fuerza, pero según un cálculo racional
de conveniencias. Pero el universo de la polis no es el de las mezquinas diferen
cias de la sociedad civil; sus diferencias no son intereses, sino afirmaciones de sí
(de los hombres, de los partidos, de las ciudades enfrentadas). Por ello son tanto
más graves, y se resuelven, no mediante el cálculo racional, sino, generalmente,
con sangre. La posibilidad de la empresa de convivencia debe ser (de)mostrada.
La grandeza de lo útil protagóreo no tiene que ser medida en nuestros términos
burgueses, sino en referencia a aquello a que responde. La sabiduría eminente
será hacer ver, no al individuo, sino a la ciudad como bueno y noble lo útil para
ella. Lo “útil” se vuelve en estos términos lo “justo”, y el sofista, educador de
legisladores y políticos, sería el que sabe detectarlo.
Responde a ello el célebre “mito de Protágoras” de Prot. 320c ss., consi
derado por la mayoría de los críticos de proveniencia protagórea, en su con
tenido y aun en los rasgos estilísticos, y que se inscribe en la especulación
“racionalista” de la época sobre la naturaleza humana y el origen de la cultu
ra.15 Según el mito, en el nacimiento de las razas mortales, Prometeo y
Epimeteo son encargados de distribuirles las aptitudes y capacidades.
Epimeteo solicita la tarea, sujetándola a la inspección final de su hermano.
Distribuye fuerza, velocidad, armas, tamaño, protecciones, alimentos y fe
cundidad para regular la destrucción recíproca de las especies y adaptarlas
15. Cf. M. U ntersteiner, I Sof. I, pp. 118 s. n. 24. En esa línea están las especulaciones
cosmogónico-históricas en Diodoro i 7,1 ss. (esp. 8,1-7), atribuidas a Demócrito entre los
textos de DK 68B5, aunque hoy se tiende a considerarlas un producto ecléctico del helenis
mo, que consen/a algunos elementos arcaicos (M. L. W est, “Ab Ovo. Orpheus, Sanachuniaton,
and theOrigins ofthe lontan World Modei”, CQ44/2,1994, p. 300 y n. 41 con las remisiones).
al ambiente, y logra un buen equilibrio que posibilita su supervivencia. Pero
Epimeteo, pese a su ciencia de ecologista, no se salva de su destino de tonto del
cuento: “no del todo sabio”, gastó todo en los animales; pero faltaba el hombre.
Cuando Prometeo llega a hacer su inspección, encuentra al hombre desnudo, sin
calzado, sin armas. Y ya “estaba presente el día destinado para que saliera de la
tierra a la luz” (321c). Entonces Prometeo procede al robo, no del mero fuego,
sino de la éntekhnos sophía de Hefesto y Atenea, la capacidad técnica, de la que
el fuego es instrumento necesario.16 Prometeo roba del taller de los dioses artesa
nos una “sabiduría”, peri ton bfon sophían, la ciencia de los recursos para la super
vivencia (32Id). Así la antropogénesis técnica, que pone desde el comienzo al
hombre fuera de la naturaleza, lo hace partícipe de la porción divina (theía moíra,
322a); por ello reconoce y honra a los dioses, y es capaz de construirles altares e
imágenes. Puede emitir sonidos y palabras articuladas (¿no es acaso el lenguaje,
en el mundo de los sofistas, el artefacto por excelencia, objeto de una tékhne
preciosa?)) construirse habitaciones, vestidos, calzado, cubiertas, obtener ali
mentos. Pero la operación prometeica fracasa, y ía supervivencia no se logra.
Prometeo no podía acceder al bien vigilado espacio de Zeus, que guarda junto a
sí otra sophía superior a ía técnica, la sophía politiké. Careciendo de ella, los hom
bres andan dispersos, sin ciudades. Son destruidps por los animales, más fuertes
que ellos, y de los que no pueden defenderse: la tékhne pokmiké es una parte del
arte político. Y cuando intentan reunirse y fundar ciudades, caen en mutua in
justicia, y nuevamente se dispersan y perecen (322b).
Zeus, que nos ve desaparecer, envía a Hermes con aidós y díke, (recono
cimiento-respeto y justicia) para que haya en las ciudades kósmos, el orden
armonioso, primariamente de la reunión y convivencia humanas, y los lazos
amistosos que posibiliten esa reunión (desmoi philías synagogoí, 322c).i7 Las
16. Hefesto y Atenea están unidos desde antiguo como dioses artesanos y patronos de la
técnica: Od. 6.232-4 (un orfebre a quien han dado "toda ciase de tékhne", cf. M. i. Finley, Eí
mundo de Odiseo [cit. en p. 20 n. 15], pp. 85-7). Eí himno homérico a Hefesto ios presenta
como introductores de ias técnicas hominízadoras, con e! pasaje de cavernas a casas. En
Atenas su asociación cultual (a la que no era ajeno Prometeo) como representantes de la
función técnica ligada al fuego y la clase de los artesanos tuvo especial importancia (J.-P.
V ernant , Mito y pensamiento en la Grecia antigua [cit. en p. 20 n. 14], pp. 242 s.). Tienen un
santuario común, el Hefaisteion, en e¡ Cerámico, ef barrio de los artesanos cerca dei merca
do. E! Critias platónico (109c-d) ios pone conjuntamente en la Acrópolis como patronos de ia
Atenas mítica (cf. A. R ivauo, Timée-Critias, ed. Budé, "Notice" p. 240, y en general L. S éckan ,
El mito de Prometeo, tr. c. Eudeba, Buenos Aires 1960, pp. 8,12 y remisiones).
17. En esta versión "ilustrada” de! mito, el papel de Zeus se invierte con respecto a las
versiones de los dos poemas hesíódicos {Teogonia 535-616, Erga42-105), en las cuales hay
una falta original de Prometeo, ei engaño en la instauración de ios sacrificios; aquí no hay falta
ninguna, y el culto (con altares para los sacrificios) es consecuencia bendita dei uso dei
fuego. Ei relato de Erga (prolongado en el mito de Pandora) se abre con el ocultamiento a los
artes fueron repartidas por Prometeo según el principio de la especializa-
ción: un médico basta a muchos, etc. Zeus decide que, en cambio, Respeto y
Justicia sean repartidos entre todos y cada uno, como condición necesaria
de la subsistencia de las ciudades. En nombre de Zeus, se establece como ley
que “quien sea incapaz de participar de ellos sea ejecutado como enferme
dad de la ciudad” (pues sería una teratológica animalidad con forma huma
na; como dirá bastante después Aristóteles, por encima o por debajo de la
vida política se es dios o bestia, no hombre).
Así pues, y a diferencia de la habilidad técnica, todos participan de la capa-
cidad política y la justicia. Pero con todo la justicia no es un don gratuito de la
naturaleza (no es physei, como querían para sí los oligarcas) ni del azar, sino que
quienes la poseen se lo deben a un cuidado (epiméleia) y una educación (323b).
Los defectos que vienen de la naturaleza o el azar, provocan sólo piedad. Pero si
las cualidades son adquiribles por educación, ejercicio y enseñanza (epiméleia
áskesis didaíihé, 323d), las faltas correspondientes dan legítimamente lugar a la
cólera, al castigo y a las exhortaciones; y de esta clase son la injusticia, la impie
dad, todos los contrarios de la arete poütiké. La pena misma, destinada no a la
venganza sino a la prevención, supone la enseñabilidad de la “virtud”. Ahora
bien, esta educación se produce en la vida comunitaria misma, desde la prodi
giosa apertura del lenguaje hacia el sentido del mundo compartido con los más
próximos, y a través de toda la paideía, hasta la conformidad con las leyes. Es ia
comunidad ía que se pone a sí misma en la educación (y esto Platón, desgarrado
por la crisis de la ciudad, lo va a recordar, desde el inicial Critón, donde las leyes
del matrimonio, la crianza y la educación producen la apertura mundana para el
hombre, hasta las minuciosas prescripciones de las Leyes).
El mito del Protágoras da la exacta identificación del Homo mensura: no
es el hombre genérico, pero tampoco el individuo, sino el hombre político.
La antropogénesis se cumple en un doble nivel, técnico y político. El hombre
se queda sin los dones de Epimeteo, es decir, carece de las condiciones para
la supervivencia de las especies animales. El hombre es esencial y radical
mente no “natural” sino -valga el anacronismo- “cultural” (ni las técnicas,
ni la “virtud” son innatas). Los dones de Prometeo, con los que se produce la
hombres de la supervivencia, la "vida" (bíos) por parte de los dioses (42) o más precisamente
de Zeus (47) como represalia por el engaño de Prometeo, En Protágoras-Platón es un don
gratuito del titán, sin ningún castigo como antecedente ni contrapartida. Sobre todo, Zeus
benévolamente se preocupa de nuestra supervivencia y envía en forma espontánea a aidósy
díke. En Hesíodo, Erga 276-80, díke como don de Zeus separa a ia condición humana del
entredevorarse ferino. Esta díke-cuyo alcance no es fácil de determinar, aunque obviamente
no es política- tiene como precondición ei trabajo, que es consecuencia de un castigo.
antropogénesis como surgimiento del homo technicus, tendrían que permitir
en principio la supervivencia de la especie y del individuo, pero este homo
technicus, que llega hasta la religión y el lenguaje, fracasa, porque no llega a
la Ciudad. El hombre asocial, que puede alimentarse pero no defenderse,
llega a existir pero no a subsistir.
El individuo es un hombre incompleto, destinado a perecer, o casi no es
hombre; su completitud es el hombre político. No hay pues acá individualis
mo, ni atomismo social; esta suerte de estado de naturaleza es más bien un
estado de imperfección de la “naturaleza” humana, en último término
implosivo y autodestructivo. Más todavía, ia sociedad no es el resultado de
un pacto aceptado por cálculo egoísta, sino don de Zeus, salto cualitativo,
emergencia del nivel propiamente antropogenético. También para el sofista
lo prioritario es lo común, que se revela como lo humano sin más.
Pero si el hombre medida es algo más que el individuo pero no es el hom
bre en general, tampoco lo es el “hombre social” en general, que es también
absolutamente abstracto, sino el hombre concreto de una polis concreta, para
la cual esto y aquello “es" justo. Por ello no podría buscarse una “esencia del
hombre” por encima de esta facticidad. Por encima de la facticidad sólo puede
estar el (pretendido) hombre de la raison ilustrada, que postula una misma
“justicia” en cualquier época y lugar, propia de la “naturaleza humana”: y esto
es profundamente distinto de una doctrina según la cual las distintas opinio
nes son igualmente verdaderas y así reconoce la facticidad en que se fundan.
Lo único que puede decirse siempre de esa “naturaleza humana” es que en ella
hay la posibilidad necesaria y necesariamente actualizada de convivencia, y
que por lo tanto necesariamente ha de darse una organización política. Pero la
justicia es lo que a la ciudad le parece, o mejor dicho, lo que al hombre-en-la-
ciudad, de la ciudad, le parece tal. La justicia será concreta y particular, lo que
en cada caso “parezca” justo. Y para cada concreta y particular organización
habrá sabios que sepan qué es lo útil. (En este sentido, la capacidad “artificial”
de hacer leyes convencionales está basada en la “naturaleza” del hombre.)
El mito, que proclama la tendencia de los más a lo mejor, es visto por lo
general como una fundamentación de la democracia periclea. Esto se ha discu
tido, en especial en base a que las disposiciones a la areté politiké no son auto
máticamente eficaces, sino que deben ser estimuladas.18 Pero, aun prescindiendo
18. Cf. M. U ntersteiner, ISof. I, pp. 18 s. Protágoras podría haber enunciado una teoría del
Estado ideal fundada en ia primacía de los sabios (S. Z eppi, Protagora e la filosofía delsuo
tempo, Firenze 1961 pp. 20 s., cit. en G. R eale, Storía della Filos. Antica I [cit. supra p. 62 n.
16], p. 239 n. 16), lo que podría explicar las noticias en DL(li¡ 37 y 57 = DK 90B5) de que ¡a
República de Platón constituye un plagio de su obra.
de las circunstancias biográficas del sofista, bastaría para aceptar el carácter
“democrático” de la propuesta protagórea una o dos consecuencias que se des
prenden cuasi analíticamente de ella: a) en principio, toda dóxa es verdadera;
b) en cualquier momento una dóxa dada podría revelarse como lo “útil”, y
nunca puede ser definitivamente descartada.
Además c), el sabio, en principio, no usa la fuerza sino la persuasión, y se
dirige al pre-conocimiento de lo justo-y-útil en el hombre. Porque la valiosa
multiplicidad no es el imperio de la futilidad y lo arbitrario. El arte del ora
dor es “hacer más fuerte al íógos más débil”. La racionalidad del lógos “me
jor", descubierto por el sabio, se acrece con la convicción que su palabra
genera y con la aceptación que así va haciéndole ganar. El homo politicus es
político en sentido estricto, es el pólices griego, encomendado al lógos como
discurso y razón. De modo que por último el lógos “mejor” se haría ley de la
ciudad, no en forma caprichosa, ni por mera demagogia, sino por persuasión
razonada de lo útil, que el sabio sabe mostrar. Pareciera que estamos a un
paso de la verdad como consenso. No es así.
El consenso protagóreo se basa en la racionalidad precaria de la ocasión,
que alerta y alienta un curso de acción conveniente para el momento, y por
lo. demás reconoce como un elemento esencial para su conformación la tékhne
persuasiva. Pero sabemos que este ídgos que ahora promovemos es tan verda
dero como su opuesto. El consenso no funda la verdad. La verdad, con su
densidad inabarcable, queda siempre por detrás del consenso y por debajo de
la racionalidad o razonabilidad del sabio; la verdad es la realidad rica y trá
gicamente escindida en opuestos válidos, que pueden hacerse valer espera
da o inesperadamente. Estamos en el polo opuesto de la verdad fundada en
un consenso que no tiene nada por detrás: acá por detrás del consenso está
todo, literalmente, amenazando con desconstituirlo.
Con ello se hace lugar a todas las posibilidades. Lo que el Protágoras
(334b) dice del bien, la República lo dice de la democracia: que es poikílon
(entre otros loci, Rep. VIII 557c, hósper himátion poikílon, “como un manto
abigarrado”). El homo mensura se presenta con sus “enormes diferencias” de
opinión (Teet. 166d), que no podrían ser organizadas en sistema.
Pero si es así, el reconocimiento de los opuestos parece ponemos en las
proximidades de nuestro mundo finisecular de las diferencias. Otro error.
En nuestro mundo, o mejor, en nuestro fin del mundo sin juicio final,
donde se dice que se salvan todos, el fin de la historia nos liberaría para el
minimalismo de la historia municipal, para las microorganizaciones y los pro
yectos sectoriales, para los estilos de vida, lugares todos donde podemos cul
tivar la diferencia, la diferencia y la diferencia, municipal e individual, la
diferencia en todos los tonos y niveles. La trivialización de la diferencia
parece ser el mejor pie para la democracia y las prácticas democráticas, en
un contexto donde el fin de los grandes relatos y el eclipse de las totalidades
metafísicas quitaría sustentación a cualquier forma de autoritarismo.
Pero no es ésta la situación de la democracia protagórea, que supone no
meras diferencias indiferentes e indiferentemente yuxtapuestas, sino centros de
conflicto y oposición. Allí donde la posibilidad contraria puede emerger en cual-
quier momento en el imprevisto kairológico -donde estamos sujetos a la fluc
tuación del lógos, donde nunca sabremos qué será en el próximo instante “lo
conveniente”- estamos sin embargo desde ya abiertos a que esto acontezca, con
todo lo que ello implica en el agón de la vida política, en donde lo contrario
puede literalmente destruimos. (En el mito, la carencia primera del hombre me
ramente técnico es la falta de una tékhne polemiké, así sea contra las fieras. Pero
de este modo el arte de la guerra resulta puesto como parte esencial del arte
político, 322b).19 Nada más lejos del mundo donde todo es posible porque nada
es demasiado importante. En nuestro mundo, el poder permite y fomenta las
diferencias indiferentes; en el mundo protagóreo, la diferencia misma tiene poder.
El lógos contrario (y válido) siempre inminente y siempre poderoso -por
que podría llegar a decir “lo conveniente” que hay que realizar aun a costa de
otro (de nuestro) proyecto- sabido como tal; la diversidad contradictoria de
lo real reconocida, se reconoce así la verdadera diferencia. Verdadera porque
trágica, expresión de la verdad de los opuestos. Verdadera porque irreductible
a la indiferencia: no puedo ser indiferente a lo que se me opone o se me puede
oponer, amenazando a mi proyecto y aun a mi vida. La diferencia es siempre
dura y pudiera ser que intolerable, y a pesar de ello es reconocida.
La diferencia instaura un desgarramiento -o no es. Por eso la convivencia
en la democracia protagórea está en las antípodas de la tolerancia, que se ejerce
cuando no hay verdaderas diferencias. Más vale, la tolerancia instaura la apo
teosis de la identidad masiva. En eso estamos; es más, todavía hay que pre
guntarse si la consumación de la Modernidad no es justamente la consumación
19. La guerra forma parte de esa tékhne poütiké que es objeto de la enseñanza del sofista, Prot.
319a, y que el mito identifica con la areté poütiké, 322b y e. En el mito es mencionada a propó
sito de la caza que, como observa P V idal- N aquet (“Caza y sacrificio en la Orestiada de Esqui
lo", en J.-P. Vernant-P. V.-N., Mythe et Tragédie en Gréce ancienne {1972), tr. c. Mito y tragedia en
la Grecia antigua I, Taurus, Madrid 1987, pp. 139,141) aparece así en el paso de !a naturaleza a
la cultura y por ello coincide con la guerra. Junto al texto de! mito, Vidal-Naquel remite en nota al
más inquietante de Aristóteles Pol. i 1256b23: la guerra como medio natural de adquisición (la
caza forma parte de eíla), contra animales salvajes y esclavos naturales que se rehúsan a
obedecer, lo cual la hace justa por naturaleza. La guerra socialmente organizada y dirigida al
exterior puede ser vista como superación de la conflictividad prepolítica, pero esto no puede
ocultar la realidad, más que evidente en ei mundo griego, de la discordia intestina, la stásis.
de la identidad masiva. Pero no nos adelantemos. Sea como sea, en el mundo de
fin de siglo, la verdadera diferencia está tan condenada como siempre.
La convivencia en el mundo de ios opuestos es una tarea que no tiene nada
que ver pues con la tolerancia. Es la tarea del sabio: la tékhne politiké en la que el
lógos fiuctuante es fiel a la imprevisible emergencia de las diferencias, en un
juego donde la racionalidad precaria de lo razonable se adapta (o no) a los abis-
mos de la verdad, tratando de plegar a su juego sinuoso los juegos de poder que
pueden engullimos en su oleaje. Pero la tarea del sabio sería imposible si a la vez
no existiera la predisposición política a la convivencia razonable, que nos capa
cita para discernir el mejor ídgos y nos permite hacerlo prevalecer y llevar a cabo
las acciones que producen a la vez que suponen la vida humana, esto es política.
Porque así -entre verdaderas diferencias- vale la pena intentar la tarea
de la convivencia.
22. Las tesis son respuesta deliberada a la distinción explícita, a la vez que mutua remisión,
de ser-pensar-decir en Parménides (DK 28B2.6-8, B3, B6.1, B8.7-9}.
23. Cf. en ios textos de Gorgias a que nos referimos enseguida, Elogio de Helena §11,
Defensa de Palamedes § 24.
El Logos del efesio ha terminado de naufragar: el “mundo” (realidad) y
el fógos se han separado; mejor dicho, la realidad se ha abismado en lo ininte-
ligible y en el espacio de su desaparición queda flotando, desligada de refe-
rencias reales, la palabra humana, esto es, la palabra del que sabe hablar. La
Retórica supone esta autonomía de la palabra persuasiva, cuya verosimili
tud ocupa el lugar de la verdad eclipsada.
Autonomía plena de la palabra, independizada de cualquier tipo de re
ferencia o responsabilidad con lo que es o lo que se piensa, de modo que lo
que se dice ya no tiene la obligación de ser de algún modo manifestación de
un orden objetivo, verdadero y fundamentante, ni tampoco (la diferencia no
existe en griego) “subjetivo”, convicción verdadera del fundamento. La pa
labra queda en un plano propio, sin conexión con lo otro que ella. La verosi
militud ocupa legítimamente el lugar vacío de la verdad.
Y la palabra verosímil es, por serlo, persuasiva. Y la persuasión es poder.
La palabra como tal se vuelve poderosa. La imposibilidad de decir se con
vierte en plenipotencia de la palabra.
Esta potencia se demuestra en la (re)construcción del mundo por la pa
labra. Los ámbitos “cósmico” y “divino” están ocluidos, pero ella puede si
quiere mostramos como quiere lo que hay en el cielo y bajo tierra,24 aunque
su función más propia será la construcción del mundo político.
De Gorgias nos quedan dos textos originales completos, dos discursos
epidícticos, esto es, los discursos de aparato (de “propaganda”) con los que
el sofista mostraba su virtuosismo a un nuevo público. Los temas son artifi
ciales y de una dificultad que los vuelve paradójicos. Así la Defensa de
Palamedes, personaje acusado de traición por Ulises. El Elogio de Helena, a su
vez, se propone invertir la mala fama de esta mujer descocada y justificarla.
Para explicar por qué hizo lo que hizo, se recuerdan todas las formas de com
pulsión: los dioses, la necesidad, la violencia, el amor... pero todo esto junto,
y más que todo esto, es lo que puede realizar el lógos, la palabra, que no sólo
tiene la fuerza de la necesidad y la violencia, sino la fuerza artera de los
fármacos, de los medicamentos y venenos que pueden curar, drogar y matar:
(8) “(...) La palabra es un gran soberano que con un cuerpo pequeñísimo
y totalmente invisible realiza acciones divinas. Puede, en efecto, hacer cesar
el miedo, eliminar el dolor, provocar el gozo, aumentar la compasión. (...)
(10) Los hechizos inspirados por medio de las palabras se convierten en crea
dores de placer, eliminadores de tristeza. Pues, mezclada con la opinión, la
fuerza del encantamiento del alma la hechiza, persuade y transporta por su
25. Tr. A. P iqué A ngordans (Sofistas. Testimonios y fragmentos, Bruguera, Barcelona 1985),
ligeramente modificada.
adelantarse a Baudrillard: no hay realidad sino hiperrealidad, precesión de
los simulacros. Esto puede causarnos santo horror, pero también fascinarnos.
Pero la enorme superioridad de los sofistas (y también de su enemigo
Sócrates) sobre los postmodemos es que tienen perfectamente en claro que
los abigarrados e impredecibles rostros de la hiperrealidad se constituyen
dentro de una red de poder perfectamente detectable. La reflexión y la ense-
ñanza sofísticas no son “disolventes” ni son causa determinante de nada en la
vida de la polis. Más vale ~en sentido inverso-, van de la política dada a sus
condiciones de posibilidad. Los sofistas mismos, como luego otros intelec-
tuales teóricamente radicales, en la práctica están al servicio de los poderes
establecidos y son una pieza importante de ese mecanismo; pero no se enga-
ñan al respecto, tienen al sistema y a su lugar en él perfectamente identifica-
dos, saben lo que hacen y para quién lo hacen.
1. John B urnet , Early Greek Philosophy, 1892\ Adam & Charles Black, London 1930“ y
reimp., p. 9. Hans K e l s e n , "Die Entsíehung des K ausalgeseízes aus dem
Vergeltungsprinzip” , The Journal of Unified Sciencie (Erkenntnis) 8, 1939. Tr. c. en La
idea del derecho natural y otros ensayos, Losada, Bs. As. 1946. Más recientemente C.
H. K a h n , Anaximander and the Orígins o f Greek Cosmology, Columbia Univ. Press, New
York 1960, p. 192.
2. Para citar un par de lugares en obras muy vastas, W. J aeger, Paideia i, IX, “El pensamien
to filosófico y el descubrimiento del cosmos" {esp. la interpretación de Anaximandro) (tr. c.,
cit. p. 31 n. 13, pp. 150-180); R. M ondolfo , "Naturaleza y cultura en los orígenes de la
filosofía", en En los orígenes de ¡a filosofía de la cultura, Imán, Bs. As. 1942, pp. 9-103.
3. “Díke y conflicto", supra pp.25 ss.
aunque este pensamiento se gestó al hilo de la reflexión sobre la práctica, sólo
puede hablarse en él de una proyección ética en el contexto de una ontologia:
porque lo humano no es una provincia autónoma, sino que reposa en la tensión
que es la ley del todo. El orden ontológico es de por sí respaldo ético (la ley es ley
de lo que es, y lo que sucede, sucede según lo que “debe” ser), y el problema ético
no se plantea como tal Y esto es así aun si, como sucede en Heráclito, se hace de la
acción del hombre -n o sólo la acción política, sino en él también la individual-
un tema privilegiado.
Para que aparezca el problema ético, tendrá que ser delimitado previamen
te su campo. Esto ocurre con la sofística, no tanto porque la haya guiado una
especial vocación antropológica cuanto porque, en ella, los horizontes
ontológicos se cierran y se declara la inaccesibilidad del fundamento. Con ello
lo “divino” -que incluye a lo “natural”- cae fuera de nuestro alcance, y lo
humano queda recortado sobre el fondo de esta obliteración. Por cierto, tampo
co en el campo de lo humano hay acceso a la verdad, sino que sólo queda lo
verosímil, con un último referente sensible -Protágoras- o como lenguaje per
suasivo ~~Gorgias-~. Y por ello la sofística sólo suscita el problema ético. Su
planteo explícito y sus primeras soluciones corresponden a Sócrates y la línea
socrática, Platón y los llamados “socráticos menores” y luego Aristóteles. Pero
Platón y Aristóteles (aunque no todos los socráticos) llevan a cabo una restau
ración de la ontología, y la ética seguirá dependiendo de ella y podrá, inmedia
ta o mediatamente, ser reducida a ella; por eso el “intelectualismo”. La acción
en vistas de la plenitud y la felicidad se ilumina desde el “ser" del hombre
referido a o en consonancia con el “ser" de lo que es. Es un lugar común la
primacía de la ética propia del helenismo. Pero también en los grandes sistemas
helenísticos de Epicuro y los estoicos, la ética recibe una ontología (como
lógica y física) como fundamento sistemático (y también -por la negativa- en
los escépticos).
Una ética independiente de la ontología podría constituirse sólo tras el
descubrimiento de un campo de la experiencia independiente del “ser” de lo
que es, y tanto o quizá más originario. Y algo así tiene que ser buscado en una
experiencia del mundo que no sea la griega; concretamente, en la raíz bíblica
del pensamiento occidental. Los fundamentos remotos de una “moral” podrían
encontrarse en especial (pero no sin ambigüedades) en la noción bíblica de la
Caída, esto es, de una "naturaleza humana” puesta en contradicción inmediata
con su “ser”; lo cual, vaciado de contenido religioso, habría permitido por
último -y ya en la Modernidad- la emergencia como autónomo y valioso del
plano del “deber ser” frente al del “ser”. Estas notas intentan un primer desarro
llo de esta idea. Por cierto, los problemas que aparecen en este desarrollo reque
rirían mayor trabajo.
1. Agathós, areté como términos ontológicos.
“La teoría de Lis Ideas podría verse encerrada en germen en una palabra griega:
areté,” (]. Stenzel) .4
4. Studien zur Entwicklung der platonischen Dialektik von Sokrates zu Aristóteles, Wiss.
Buchgeselíschaft, Darmstadt 19613, reimp. de 19312, p. 8. Nuestro desarrollo de la cuestión
es distinto.
5. Tratamos el pasaje, dentro de la totalidad del diálogo, en nuestro libro Diálogo, Comu
nidad y Fundamento - Política y metafísica en el punto de partida de Platón, Bibíos, Bs.
As. 1993.
En el momento culminante de su exhortación, Platón hace decir a su perso
naje: “Pero lo que elegiría un varón noble [o “bueno”] y valiente, (anér agathds kai
andretos) eso hay que elegir, al menos cuando alguien afirma que durante toda la
vida se ha preocupado por la ateté." La frase -que cita una concepción “socrática”
(preocuparse por la arete) entendiéndola desde la comprensión corriente- propo
ne un modelo de hombre según el cual reglar la elección y la acción. Tal modelo
no es arbitrario ni vacío. Lo que se mienta es la paradigmaticidad que conservó
siempre para el griego la figura del varón homérico. Ello queda fijado en el
idioma mismo: aquí, el lenguaje corriente reúne algunas palabras claves en co
nexión iluminadora,
Anér agathds kat añoraos: la expresión es casi pleonástica; la palabra que
mienta al sujeto de esas cualidades ya las implica. En efecto, sí recurrimos a LS]
para esquematizar las acepciones de anér, resalta que su sentido -comparado con
el genérico ánthropos, que indica cualquier hombre o mujer y opone la humani
dad en general a los animales- es restringido, y se delimita desde un manojo de
oposiciones, unificadas por un núcleo de sentido: la capacidad guerrera. Anér es
varón, a diferencia de mujer (y así, marido); el hombre hecho -el hombre joven
y en lo mejor de su vigor, el guerrero- frente al jovencito y también al anciano,
presbytes. En Homero se aplica a los jefes y nobles, o al menos a los hombres libres.
Por todo ello -y así también en la frase que hemos citado- anér es “un hombre de
veras”, “todo un hombre”, un hombre en la plenitud de aquello que lo hace tal.
El adjetivo andretos, “valeroso”, deriva directamente de anér. Y el anér es
“bueno”, agathós, por ser andretos, por tener y ejercer la capacidad guerrera, por ser
como “debe ser” un hombre, como paradigmáticamente (pero de hecho) es por
ejemplo Aquiles. Aquiles mismo, por esta paradigmaticidad, es considerado dristos
(áristos Akhaión, 111 244, 412, etc.), “el mejor” = el más fuerte y valiente en el
conjunto de “los mejores”, sus pares los jefes. Agathds como valiente significa
“noble”, porque el coraje es lo propio del noblé. Pero la valentía no existe sin la
fuerza corporal que permite las hazañas guerreras, y sin estas hazañas mismas. Agathds
es un predicado más fáctico y descriptivo que valorativo. El noble guerrero es
“bueno” en el sentido de que es “bueno-para...”: es capaz para la guerra, y ejerce,
“bien” esta capacidad privilegiada.
De acuerdo a esto, otras palabras, que no aparecen en la frase de que par
timos, están en conexión esencial con este núcleo de sentido. Esthlós es prácti
camente sinónimo de agathós (por ej. II. II 362-8, donde “cobarde” = kakós,
valiente = esthíds). Khrestós, cuyo ámbito primario es el de las cosas (“útil”;
de khráomai, necesitar, utilizar), se aplica a las personas en primer lugar como
agathós ~ “valiente”, hasta la identificación hoi khrestoí - hoi agathoí (en cambio
khrésimos queda ligado a la idea de utilidad estricta). Ahora bien, si agathós
es una determinación del ser del hombre como “ser apto para..." = “útil”, no
hay en ello un “utilitarismo” ni, en general, una concepción “instrumental”
del hombre (y eventualmente de las cosas), en la cual su ser se agotaría en ser
medio para un fin exterior. En este sentido, las posteriores nociones de télos,
entelékheia y de práxis de la ontología y la ética aristotélicas sólo harán explíci
ta una tendencia fundamental deí pensamiento y el lenguaje griegos- El “para
qué” del “ser apto para” no tiene por qué ser un beneficio en el sentido de una
cosa o un resultado externos sino más bien el ejercicio y acrecimiento de eso
que se es. El héroe no es apto para la guerra con el fin de vencer para, digamos,
enriquecerse con el botín, etc., sino, en primer lugar (y justamente al adquirir
el botín), para mostrarse en ella como héroe y obtener fama de tal.6
Es obvio también que el acople y contracción de términos en la expresión
de la más alta valoración social, ¡<alós kai agathós, halokagathós, resulta de una
afinidad muy estrecha entre ellos. Kalós se refiere en primer lugar a la belleza
del cuerpo humano, y en Homero es usual que esté unido a la grandeza corpo
ral (kalós te mégas te, 11. 21.108, etc.): en la belleza se trasunta la fuerza que
hace a la capacidad guerrera y a su ejercicio. El sentido de la conexión de
fuerza y belleza puede verse en 11 III 38 ss., esp. 44-45, donde Héctor injuria a
Páris porque, siendo hermoso, es cobarde; es decir, se subraya como notable la
disociación de belleza = fuerza y valor y su ejercicio adecuado. Kalokagathós
recogerá luego la valoración de la excelencia gimnástica.7 Kalós incluye tam
bién el matiz de “útil” (especialmente aplicado a cosas). En último término, la
palabra no tiene un sentido “estético”. No ya sólo en Homero, sino en todo el
desarrollo del griego, sería difícil encontrar un ejemplo en el que kalós tenga
plenamente, y tenga solamente, el sentido de nuestros adjetivos “bello” o “her
moso”; en el uso corriente, kalós designa las ideas de “nobleza” y “excelencia”,
fundamentalmente en su matiz social y luego moral.
La versión más aproximada de kalós, antes que “bello” sería “bueno” (más
aún que para agathós), o “noble". Es notable que kalós no tenga un opuesto
8. "La aplicación a !a conducta de los términos kalóny aiskhrón parece... ser típica de una
de una cultura de la vergüenza (shame-culture). Esas palabras indican, no que el acto es
beneficioso o dañino para el agente, o que es correcto o censurable a los ojos de una
deidad, sino que parece ‘'beiio” o “feo" a ios ojos de la opinión pública". (E.R. Dodds, The
Greeks and the Irrational. [cit. en p. 21 n.17] p. 26 n. 109).]
9. “Que esta realidad suprema sea lo Beiio en un diálogo y io Bueno en otro no es sorpren
dente. Los dos conceptos estuvieron siempre estrechamente relacionados en la mente de
Platón, y en esto sóio estaba expresando e! punto de vista del ateniense común". (G .M .A .
G ru b e, Plaio’s Thoughi, Methuen, London 1935, p. 21). La equivalencia se da también en
Aristóteles (con una única aparente excepción que se deriva de las líneas generales de su
pensamiento: e) “bien" y lo “bello” se da en ía acción, pero los entes inmóviles = matemáti
cos sólo son “bellos” . Met. 1078a31, fíhet. 1366a33, £ £ 248b 18, MM 1207b29).
ser, pero un deber ser algo que no somos. El guerrero -el “bueno”, el hombre
“de verdad”- en cambio, “debe” ser -de modo excelente- lo que es (el anér
ha de ser andretos), debe afirmarse en eso mismo que es, desplegándolo y
llevándolo a su plenitud. Si en la epopeya es agathós y áristos quien logra la
areté guerrera, es porque ésta es lo más propio del ser-hombre. (Es lo que
cabalmente llegará a expresar luego Píndaro como fórmula de la ética atléti
ca aristocrática, génoi’ hotos essí, Pít, 2.72). Por esto es que, cuando una crisis
pone en cuestión el concreto modelo vigente de areté, sus defensores aristo
cráticos sostendrán que ella no se adquiere desde afuera, por enseñanza, sino
que es “natural”. (Ya desde Teognis, cf. 429 ss.; sólo se la desarrolla por el
comercio con los agathoí, 27 ss,; pero especialmente en el gran debate del
siglo V. Las formulaciones clásicas, pero ya matizadas, se encuentran en Píndaro
como vocero de una aristocracia que ha aceptado en su seno poderosos advenedi
zos). Todo esto hace que agathós, areté, no sean determinaciones “éticas” sino
“ontológicas”. No hacen primariamente referencia a “deberes” ni “normas” sino,
propiamente y a veces solamente, al modo más o menos pleno con que alguien es
aquello mismo que es.
Y no podría haber un “deber” en tanto la adquisición de la areté no es el
resultado de alguna clase de esfuerzo o trabajo que pudiera ser impuesto o
autoimpuesto. En este sentido, la concepción aristocrática polémica tiene raíces
homéricas: el valor de Aquiles, por ej., se origina en una suerte de don divino (cf.
II. 1 178, 280, 290 s. etc.); también la manifestación plena de la areté, en especial
en la aristeía de un héroe, es normalmente en Homero la consecuencia de la
ayuda de un dios. No obsta a esto que el héroe por su parte deba esforzarse, o la
posterior admisión pindárica del entrenamiento junto a las dotes.50
Sólo en este sentido de realización, lo más plena posible, de la propia
índole, podría la areté funcionar como normatividad: el áristos puede ser ejem
plo para los agathoí, quienes esforzándose por alcanzar el modelo no harían
sino mostrarse como tales agathoí. Pero el modelo no es un “ideal”, al menos
no en el sentido de una perfección límite, fácticamente inalcanzable y por eso
10. Puede objetarse la moral hesiódica del trabajo (los dioses pusieron eí sudor delante de
la areté, Erga 289) y para levantar la objeción no basta con indicar de paso que el poeta
expresa el mundo dei campesino. Hesíodo, pese a las apariencias, confirma la concepción
ontológico-aristocrática de ía areté. Su mundo campesino carece dei modeio noble de areté
(no podrían serlo obviamente los basileís devoradores de regalos), y la arelé lograda con el
trabajo, impuesto por Zeus como un castigo, es también la realización de lo que se "es".
Pero, como resulta de los mitos que introducen Erga, el “ser" del hombre no es ia plenitud
de una expansión sino ía penosa supervivencia, el duro mantenerse en un mínimo de "ser".
Entre los rasgos anómalos de Hesíodo no es el menor esta concepción de una naturaleza
humana en cierto modo caída, y su afinidad con éste y otros temas judeo-cristianos.
meramente normativa. Y esto sigue siendo así en las épocas posteriores, cuando
el hombre homérico obviamente queda atrás, pero la estructura de las ideas
que arranca de los antiguos modelos heroicos (y no necesariamente su con
tenido material) sigue orientando la concreta plasmación del tipo de hom-
bre valorado en cada momento.11 La areté homérica da paso a la areté políti
ca, y dentro de ella se desplegarán otros modelos, complejamente matizados
por las situaciones y los regímenes. Aunque en su contenido muy próxima a
la homérica, la andreía del guerrero tirteico tiene un fuerte sentido político
(que Homero prefigura en Héctor: í¿. XII 230 ss., XV 494 ss.), como lo tiene
también la excelencia gft^nástica de Píndaro. Pero el “ideal” se moldea so
bre los hombres excelentes de carne y hueso (como en Atenas pudo serlo la
generación de Maratón para las posteriores, individuos como Arístides o
Temístocles, y luego hasta Aícibíades), reúne las determinaciones que los
ciudadanos destacados han realizado o realizan de hecho, y sólo por esa
íacticidad pueden servir de modelo. Si no, se estaría proponiendo una per
fección propia de los dioses, esto es, extraña al ser del hombre e inalcanzable;
11. Algo previo a la exposición de los elementos y ios cambios que han ¡do conformando lo
que suele llamarse e! idea! del hombre clásico, sería ver justamente que lo que está en juego
allí no es un ideal, aunque parezca tal a nuestra consideración moderna. Esto es sin duda así
hasta ese momento espiritual que pondríamos bajo el nombre de Sócrates, momento en que
se hacen problemáticos, no tanto los contenidos de la areté cuanto el modo de su presencia
y del acceso a ella. La areté (y la areté en primer lugar) queda en suspenso en el horizonte que
abre la pregunta “¿qué es...?" Por elio Sócrates está en el origen esencial de la paideía, la cual
sólo puede aparecer en ese horizonte de lo que se busca porque ya ha sido encontrado “más
allá”. Este horizonte hará posible ios "ideales”, pero mucho después; porque tampoco en la
búsqueda socrática, ni en su traducción “metafísica", la Idéa platónica, se trata de “ideales”.
La Idéa no es un ideal, sino la ambigüedad de la presencia de lo pleno.
La Paideia de W. Jaeger -uno de ios monumentos más nobles de la filología del siglo XX- ha
influido y suele estar presente, aun en forma tácita, en la consideración de estos temas. (Para
ios que específicamente venimos tratando, cf. en esp. I, 1). Todo trato con Jaeger -y toda
utilización de su obra- debe tener en cuenta el fondo cultural sobre el que se movió su visión
de la Antigüedad. Obligado a replantear, tras el historicismo, el sentido de lo clásico, Jaeger
propone la revalorización de Grecia no como modelo absoluto sino como lugar de! paradigmá
tico descubrimiento de los ideales de la formación humana, y esto en función de la problemá
tica que le imponía su propio presente {cf. Paid., Introd., “Los griegos en la historia de la
educación”. La situación de la filología que dio origen a respuestas como ésta fue descripta
por el joven profesor Nietzsche en los primeros párrafos de su conferencia sobre Homero y la
filología clásica). El “neohumanismo paídético” de Jaeger determina obviamente su concep
ción de la paideía antigua, en la cual los principales momentos en el desarrollo del espíritu
griego, desde Homero, son vistos como otras tantas postulaciones de ideales formativos (cf.
por ej. Paid. p. 19). Pero por lo dicho antes nos parece dudoso que la paideía en este sentido
pueda servir como pauta interpretativa de los griegos anterior al socratismo, y en cualquier
caso no podemos pensar que haya consistido en la postulación de tipos ideales.
aunque también a la perfección divina habría que considerarla, en cierto sen
tido, como una facticidad. El ideal, y más todavía la exigencia de santidad sólo
podrían ser concebidos por ía mente griega como hybris. La facticidad dei mo
delo puede quedar desenfocada en una situación de cambio social: ya en el
corpus de Teognis, agathós tiende a significar “bien nacido”, aunque se haya
perdido el poder y la riqueza. La gran crisis del siglo V presentará situaciones
de gran complejidad y entre otras cosas obligará a pensar temática y explícita
mente todos estos problemas; pero aquí podemos apuntar que las concepcio
nes sofísticas subrayan la funcionalidad de la areté, y el éxito como criterio de
ella reafirma casi como exigencia la facticidad de los nuevos modelos.
Ahora bien, la “normatividad” que emana del concreto modelo no vale,
como es obvio, para todos. El anér es la plenitud del ánthropos, pero hay un corte.
En tanto se privilegia una capacidad como la más propia o la única verdadera
mente propia del hombre -aquella que constituye como tal al anér- quienes no la
poseen son no cabales, deficientes; casi podría decirse que no “son”, que “son”
sólo quienes la poseen (en mayor o menor medida: í¿. X II269-271). “El hombre
ordinario, en cambio [a diferencia de los guerreros, dioses y caballos nobles] no
tiene arete” ( W. Jaeger, Paid., p. 21). El común de los hombres padece una defi
ciencia en su ser que los descalifica como hombres, es decir, ándres, aun si son,
obviamente, ánthropoí, y no necesariamente “malos” en ningún sentido moral. La
valoración negativa de los fcaítoí desde la óptica heroica está recogida en la pala
bra deiloí, de déos, “miedo”. Pero la deficiencia óntica de los kakoí no los hace
“malos” ni moralmente reprochables, porque no puede ser subsanada por una
determinación de la voluntad (si es que esta noción tiene cabida aquí). En otro
sentido, si se trata de una deficiencia en tanto guerreros, esto no impide que sean
aptos para otra cosa, por ejemplo la agricultura. El lenguaje posthomérico, par-
tiendo de la primaria nota funcional, de “aptitud para” de arete, ampliará la
diversificación de las aretaí particulares, en germen en Homero, hasta que podrá
hablarse aun de la arete del esclavo (Platón Meno 7 le, enumeración de aretaí que
tal vez proceda de Gorgias). Pero para quienes poseen aptitudes distintas de aque
lla que es valorada, los áristoi no pueden representar un “deber ser”, pues de hecho
tal modelo les resulta no inalcanzable sino ajeno.
En Homero la areté no aparece diversificada según el sexo o la condición,
aunque de una manera excepcional estaría adelantando la noción extrema de la
arete del esclavo. Los versos de Od. XVÍl 322 s., “el resonante Zeus quita a un
varón la mitad de su arete, el día en que cae en esclavitud” son frecuentemente
citados y mal interpretados (por ej. Jaeger Paid. p. 21 n. 3). Puestos en boca de
Eumeo, esclavo de alto origen, parecieran referirse a la areté de los nobles. ¿Pero
qué uso podría hacer aun de la mitad de la areté noble un esclavo? Una mirada al
contexto basta para ver que la reflexión está inspirada por las sirvientas que no
le dan de comer al perro; la poca areté del esclavo en tanto esclavo se ve, como lo
expresan los dos vv. inmediatamente anteriores, en su holgazanería cuando el
amo está ausente. Aparte de esto, la areté homérica tiene siempre referentes no
bles (humanos, divinos o animales): así tenemos la areté de un dios, que consiste
en su fuerza y poder (superiores a los de un guerrero, íi. IX 498). La funcionalidad
del concepto aparece en la areté de los caballos, que es la velocidad (11. XXIII
276 -los caballos de Aquiles, inmortales™, 374) o en “la areté de los pies”: Ií. XV
641-3, el hijo era mejor que su padre en “toda clase de aretaí (pantoías aretás)n,
de los pies, al combatir y en la “prudencia” o “buen juicio”, nóos. Esto último
introduciría una ampliación del sentido de areté, según jaeger más allá de la
capacidad guerrera (Paid. p. 22 n. 5); pero es quizás'sólo aparente, ya que nows
significa “darse cuenta de una situación”,*2 por ejemplo en la batalla o situacio
nes de peligro. La areté como habilidad en una actividad particular pasa por la
especialización deportiva en Píndaro (Oí. 10) hasta los oficios: Platón Prot.
322d-323a, la “areté carpinteril o de cualquier otro oficio”. La areté política no
ef allí una “especialidad” en sentido estrecho,13 sino la capacidad valorada al
máximo, y ocupa el lugar de la capacidad guerrera de la épica. Por último el
pasaje aludido del Menón atestigua la atomización de la areté en la teoría y segu
ramente en buena medida también en la comprensión usual. Por supuesto esta
atomización, que resulta de subrayar el aspecto funcional de la areté, no es una
“democratización”, y las aretaí múltiples se ordenan en una jerarquía.
La areté es la aptitud que no existe sino haciéndose efectiva, pero efectiva
de modo manifiesto y reconocido. Este es otro aspecto de la noción como fenó
meno social que incidirá en su destino como término propiamente ontológico:
el del reconocimiento que le es debido e inherente. La areté se traduce en “glo
ria” y “fama” (en Hom. kydos, ¡déos, timé, phátis; luego phéme, dóxa), en un presti
gio al que el áristos aspira y que reclama. Y lo reclama porque él “es” su areté,
pero ésta es vana si no es reconocida; y así, el héroe “es” su fama.
En realidad, no cabe considerar aquí una separación entre areté y kydos,
phéme, dóxa, como si el reconocimiento fuera un producto o consecuencia
de la areté y casi un añadido a ella, que podría faltarle; antes bien, es un
constituyente suyo originario. Para nosotros nuestro ser, aparecer y parecer
se escinden en un juego de segmentos desconectados. Alguien - posee una
determinada aptitud - la pone en ejercicio ~ ante otros - que reconocen la
excelencia con que la ejerce - y lo manifiestan en el elogio: nos parece ob
vio que cada uno de estos momentos se agrega a los anteriores, que podrían
12. Cf. Kurt v o n F r it z , “A/oüsand Noein in the Homeric Poems", CPXXXVIII, 1943, 79-93.
13. Como dice W. K. C. G uthrie , HGP ill, Cambridge 1969, p. 252.
subsistir sin tal añadido. Pero en la situación que describimos el hombre no
“tiene” una aptitud, sino que “es” esa aptitud; por eso, ésta no consiste sino
en su ejercicio, pero en su ejercicio manifiesto, en su activa mostración ante
los otros, la cual a su vez no es nada si no es también manifiesta y dicha por
éstos como elogio, del cual, en cierto sentido, está pendiente todo.
Entre nosotros y esta comprensión se interponen las diferenciaciones en
tre un sí mismo y su manifestación (lo que somos y cómo nos mostramos, y aun
lo que aparentamos) y entre esta manifestación y el modo en que es percibida
por los otros y en que éstos manifiestan a su vez lo que perciben. Todo esto
supone un sí mismo como interioridad, separado de los otros y comunicado a
ellos en una esfera transcendente mediante ciertos indicios (que pueden ser
más o menos explícitos, y también inesenciales e inadecuados). En la corrí'
prensión griega arcaica estas diferencias no existen, porque no existen las ins
tancias de una consciencia interior o de un Dios omnisciente ante las cuales se
determinaría qué o quién soy, independientemente de mi manifestación. Lo
que soy es lo que inmediatamente se manifiesta a la opinión “pública” y ésta
dice de mí. En realidad, es incorrecto hablar de la exterioridad (o, como jaeger,
Paid p. 25, de la publicidad) de la consciencia de sí del hombre arcaico, por
que no hay una interioridad o privacidad que se distinga de lo “público” como
otro ámbito. (Y en rigor, tampoco hay lo “público”, que sería el correlato de
esa privacidad). Entre el “yo” y “los otros” no hay distancia. Por eso tampoco
la hay entre mi ser y mi aparecer. Lo cual no implica que no sean posibles el
aparentar y la apariencia, el error o el fraude (feudos); basta recordar al héroe
de la Odisea. Pero también el engaño es una capacidad que se ejercita y es
elogiosamente reconocida. Lo que no hay es una excelencia interior que no se
manifiesta, o se manifiesta en un ámbito puramente interior o totalmente
transcendente. Lo que el hombre es se agota en su manifestarse ante una ins
tancia que consiste en hacerse cargo de esta manifestación, manifestándola a
su vez como dóxa y phémé. Un hombre es (y más cuanto más es, cuanta mayor
areté posee) su manifestación recogida y expresada, dóxa. Más aún, si atende
mos a la etimología de dokéo como iterativo de dékomai, dékhomai, “recibir”, la
dóxa, el modo en que soy recibido, tiene que ver con lo que se espera de mí, es
el ámbito de recepción preparado para mi manifestación. La areté es ella mis
ma un impulso originario a la manifestación, consiste en ella.
14. Y en este sentido, e! tratamiento de Sócrates que hace Guthrie en el vol. lil de su History
ofGreek Phiiosophy, al contextualizario en su siglo, resulta luminoso.
15. Pero Platón y su Sócrates no son cristianos sino griegos y, así sea en un plano secunda
rio, no olvidarán eí valor de la dóxa, recordado en pasajes que van desde Ap. 34e hasta el
viejo Platón de Leyes646e ss., 950b ss. La disociación completa entre una ‘Virtud" como la
justicia por un lado y por otro la buena fama y demás beneficios que pudiera reportar
aparece en Rep. II sólo como el tour de forcé necesario para plantear el problema de!
diálogo en todo su rigor (361 b, 367b-d).
areté. Una consecuencia es que con la pregunta socrática puede darse por
nacida la ética filosófica, pero también que este nacimiento sucede en el
seno de una onto logia. La primera respuesta a esa pregunta es la idéa platónica.
El aspecto más inmediato de esta cuestión es el remanido intelectualismo
moral que se adjudica a Sócrates. Se ha notado que las paradojas que de él se
desprenden (la virtud es conocimiento, se obra mal sólo por ignorancia) son
mucho menos paradójicas en griego que en los idiomas modernos, sea porque el
griego, desde sus orígenes, usa en general un lenguaje “intelectual” para el ámbito
de los sentimientos y la .conducta,15 sea porque tal “doctrina” y las ideas
conexas enraizan en el primario sentido funcional de areté.'7 Ese sentido de
“aptitud para...” puede desplegarse en una tékhne, en un saber “técnico” (y
las comparaciones socráticas se refieren constantemente al mundo de los
artesanos). Todo el núcleo semántico que hemos revisado está puesto en juego
en la discusión sofística, y en la intervención que en ella hace Sócrates, o
Sócrates-Platón, sobre la enseñabilidad de la areté, su unidad o pluralidad, la
índole de cada una de las aretai. Esa semántica está a la base del utilitarismo
moral de Sócrates, y produce el espejismo de una confusión o contamina
ción de sentido entre los conceptos claves agathón, halón, khrestón, ophélimon.
Podemos tomar un pasaje significativo del primer libro de la República,
que es aparentemente un diálogo juvenil (los eruditos alemanes lo llamaban
“el Trasímaco”) usado luego por Platón para abrir su gran obra de madurez. En
la página que va desde 352d hasta casi el final del libro podemos ver in nuce el
entrecruzamiento o identificación de las problemáticas “ética” y “ontológica”.
En la discusión con Trasímaco se ha tratado de establecer que ser justo es me
jor y -típicamente- más ventajoso que ser injusto. Para rematarla, Sócrates
acude a una línea de argumentación que abre con el ejemplo del caballo: éste,
como otros animales, tiene una función (érgon: función, tarea, que según el
contexto puede ser también producto) que le es propia y que realizamos con
los caballos mejor que con cualquier otra cosa. La ejemplificación añade los
órganos de los sentidos (ojos y oídos) y las podaderas para las vides. Pero todo
lo que tiene un érgon propio tiene, por eso mismo, una areté propia, y esto vale
en general para todas las cosas. Si la areté propia de la cosa falta y en su lugar
está la kakía opuesta a ella, la cosa no puede cumplir o no puede cumplir bien
su función. Lo mismo con la psykhé, cuyos érga propios son el vigilar cuidando,
el mandar, el deliberar, etc. y en resumen, y de acuerdo a la semántica básica, el
vivir; tendrá pues una areté propia, sin la cual no podría cumplir sus funciones,
18. En los diálogos tempranos, y de acuerdo a las raíces políticas de su ética y su metafísi
ca, Platón tiende a ver a la justicia como la areté fundamental y omn¡comprensiva (o a la
justicia y el saber, dualidad aparente dada la equivalencia profunda de política y filosofía).
Eí hilo de la cuestión podría seguirse a través de Critón, Protágoras, Menón, Gorgias hasta
República por lo menos.
19. LSJ trae un par de lo c ipreplatónicos, de Heródoto (4.198, 7.5) y Tucídides (1.2.4), en
que areté significa la fertilidad de la tierra. G u t h r ie HGP ill p. 252 sólo encuentra para
agregar (aparte de ejemplos platónicos) otro de Heród. 3.106.2, referido al algodón.
de alguien o algo se agote en ser medio para un fin distinto de él. Sin duda,
ciertos entes se muestran como un “ser para...” en tanto medio o instrumento
para un fin exterior a ellos; pero ese carácter de medio es justamente su ser pro-
pió, el constituyente ontológico que despliegan en su ser lo que son. La utilidad
como medio para un fin extrínseco sólo puede recortarse sobre el fondo de la
aptitud para la automanifestación. “Ser como se es” es un “ser para lo que se es”,
pero el “para” es primordialmente la manifestación de lo que se es.20
Agathós subraya en la idea de “apto para” (ya desde el primer significado
del adjetivo, “noble, aristócrata”) la de la excelencia de esa aptitud, el ser
“muy apto”. El ente determinado como agathón no recibe con ello una deter-
minación nueva sino una intensificación:21 un (buen) guerrero, como una
(buena) casa, es aquél o aquello (muy) apto para la función que lo constitu
ye en su ser-eso. Lo agatkón de algo es su “ser excelentemente lo que es”, el
aproximarse mucho, en el concreto estar siendo lo que se es, a ía plenitud de
eso mismo que se es. To agathón es areté. En la medida en que una cosa “es”
algo, es porque “tiene” el “bien” propio de ello, así sea mínimamente; la cosa
absolutamente “mala” no puede existir, es “nada”.22 Y todas las cosas y cada
cosa tienen un bien peculiar, sin el cual no serían eso que son; y sin algún
ser-eso determinado una cosa no sería nada. Aun una “mala” mesa, una mesa
defectuosa, algo tiene de “buena” mesa, en la medida en que es, y es mesa.
Pero lo que es, es manifiesto. Y el mostrarse es propio de la areté, (Podría
invertirse el planteo y ver que no se trata sólo de la transposición “ontológica” de
una categoría “social”, sino que también la comprensión de la areté humana como
lo que se muestra-reconocido está enraizada en ía comprensión de lo real como lo
desde sí manifiesto, que es previa a la postulación, para el hombre como para las
25. Aun en Aristóteies e¡ "principio dei movimiento'', que puede caer “fuera” de ia cosa, es
causa en tanto se identifica con la forma, verdadero meollo de ia causalidad. Tai vez haya
sido necesaria ia intervención dei Dios bíblico creador para que, sobre la base de la ontoio-
gía griega, iiegara a delinearse la causa efficiens y a obtener luego, modernamente, el
predominio en la comprensión de ia causalidad. Ello no pudo suceder, sin embargo, sino
sobre el fondo de ia (oscurísima) escisión de essentia y existentia, que quizás haya que
atribuir a ese mismo origen esencial.
mundo. El libro de Anaxágoras decepcionó ai personaje Sócrates de Phaed. 97b
ss. porque es posible que en él “lo mejor para cada cosa y el bien común a todas”
(98b) estuviera efectivamente explicado y se diera cuenta de una plenitud de la
physis que no es aspiración y que podía ser dicha en el lenguaje “mecanicista"
que Sócrates le reprocha; para Anaxágoras esto no sería una contradicción, sino
al contrario. La contradicción puede verse únicamente después de la distinción
entre el modo de explicar “pre-socrático” que da cuenta de la plenitud de la
physis y un nuevo teleologismo - “socrático”- que postula finalidades porque no
las posee. Este nuevo pensamiento no es de raíz “física" sino política --enraiza en
una profunda crisis- aunque la posterior degradación de lo político hizo que la
figura platónica de Sócrates fuera reducida a .la ética. La insuficiencia de la cosa
aparece con la apertura de la pregunta socrático-platónica, que pone el hiato
entre la cosa y su Idea y así moviliza a la realidad, “desde” una “hacia” la otra. Las
cosas aspiran a la Idea, y la Idea las aspira. No es necesario postular una
aánscendencia: la Idea, aun como, o justamente como “en sí”, es un polo de esa
tensión. Pero si la Idea es lo más propio de la cosa, y el Bien lo más propio de la
idea, ¿el Bien no será esa tensión misma?
De esta tensión resulta que cada cosa es propiamente (es decir, en la
Idea que la constituye en lo que es) “mejor” de lo que es fácticamente. En sí
mismo, todo tiene que sobrepasarse... hacia sí mismo. Y no se trata de valor
alguno que se agregue a lo que la cosa es, sino del ser mismo de la cosa.
2. Areté y virtud
Parece obvio que la vía por la que se llegó a nuestra comprensión “moral”
de la traducción de la palabra areté, “virtud”, ha sido el cristianismo. Pero lo
obvio es complejo. El concepto fue primero recogido en la voz latina wirtus.
Esta palabra tiene un fondo semántico semejante, aunque no equivalente» al
de areté, con su referencia (etimológica inclusive: uis, uir) a la capacidad gue
rrera y, en general, a condiciones nobles. Al margen de la peculiaridad que, en
su prístino sentido, tiene la uirtus romana, la palabra, cuando traduce areté,
traduce también toda la elaboración que está por detrás del término griego
(así en su uso en Cicerón); por de pronto, traduce la armazón de sentido que
sostiene y unifica los distintos significados de areté: capacidad y excelencia
para ser y actuar como se es, para cumplir con el modo mejor de ser hombre.
La noción concreta de aquello que constituye esa excelencia experimentó
profundas modificaciones en los distintos momentos del mundo antiguo, pero
por cierto con el cristianismo sufre un cambio de contenido total, no homologable
al que experimenta por ejemplo entre el mundo homérico y el de la polis. No se
trata de qué es el hombre sino de quién es. Lo que aparece es una concepción del
hombre (y de Dios y el mundo) radicalmente distinta de la griega o greco-latina.
Pero el mundo helénico no podía incorporar una experiencia de la realidad que
le era extraña sino traduciéndola a la propia. Podríamos decir que formalmente
no hubo discontinuidad en el uso y la comprensión de las palabras: areté, uirtus
siguen significando la realización del ser hombre como el hombre (plena y pro-
píamente) es, lo cual se logra, por cierto, en el ejercicio de las uirtutes cristianas.
Esto es fundamental, porque al ponerse en términos griegos una experiencia aje
na, los conceptos quedan gravados con una tensión interna que dará lugar a la
larga al surgimiento de la moral en sentido moderno.
“Formalmente”, la virtud sigue siendo la realización del ser del hombre, pero
la natura hominis del cristianismo procede de una “ontología” (si puede usarse
esta palabra en el ámbito de la concepción bíblica) en la cual el mundo y las
cosas, pero especialmente el hombre, no tienen su centro en sí mismos. Lo pro
pio del hombre consiste en ser imagen y semejanza de Dios (Gen. 1.26-27; o sólo
“semejanza”, 5.1). Esto constituye su dignidad única y su heterogeneidad con
respecto a las demás criaturas. El pensamiento griego tiende a ver la hondura y
fundamentalidad de lo que es como lo divino, y entonces a ver todo lo que es en
lo divino, aun después que en el seno de este ámbito unitario se haya abierto el
hiato meta-físico que pone “más allá” el fundamento de lo inmediatamente dado.
Por ello lo theton griego podía ser constitutivo —y tal vez lo más propio- del
hombre, pero no como “imagen” de otra cosa, sino que el hombre es uno de los
campos de emergencia de lo divino. Con el cristianismo, la realidad experimen
tará la radical distinción ontológica entre lo divino, ahora Dios personal y crea
dor, y lo que pasa a ser la creatura. Y en el seno de ésta a su vez -y justamente por
la condición de imago Dei del hombre- se da una nueva distinción esencial entre
el hombre y la naturaleza. Pero aquello de lo que el hombre es imagen es lo
infinitamente superior y Otro (Dios está “separado", es qaíbsch, sanetus). Tal
otredad y superioridad absolutas se manifiestan en la normatívidíid de esa instan
cia: Dios le da al hombre una norma que es una orden -cuyo valor como norma
reside en ser una orden- 26“no comeréis” (Gen. 2.17).
Que haya normas y órdenes que afectan al hombre en un plano en el que
está en juego n o su conducta exterior sino su “ser” mismo, es algo inteligible sólo
sobre la base de otro elemento no griego: la libertad. La Caída consiste en una
desobediencia; y el hombre desobedece por algo que quiere “ser”: “seréis como
dioses” (Gen 3.55). En último término, quiere salvar la distancia infinita que lo
separa de su Modelo. Pareciera pues que, como el héroe griego, busca afirmarse
y expandirse en su ser; pero este “ser” es ser imagen y semejanza, y además
-paradojalmente- imagen y semejanza de lo infinitamente Otro: la pretensión
de una plenitud es autocontradictoria.
27. A gustín , Ciudad de Dios X¡V 15. Subrayamos “querer" porque e¡ radica! problema de la
libertad, originariamente cristiano, diferencia la interpretación de la Caída bíblica -tal como
la hace, en primer lugar, un Agustín- de toda concepción helénica, y también diferencia la
“dialéctica" cristiana de la necesidad de ia dialéctica hegeliana, que sin embargo tiene
raíces cristianas. La diferencia entre el hamártema griego, especialmente el error trágico, y
el pecado es un lugar común. No puede negarse la progresiva constitución de ia noción de
responsabilidad en los griegos, pero la mera responsabilidad no recubre la hondura del
pecado (no recubre su hondura existencial y ni siquiera su conceptualización como deficien
cia y voluntad de nihilidad).
28. Cf. ¡a doctrina escolástica según ¡a cual el pecado no borra la imagen sino la semejanza.
Sto. T omás , Summa Theofogica 1 q.93 a.9 (y De Malo 8.12): ¡a semejanza por un lado cons
tituye a la imagen, pero por otro es una perfección de ésta, de ia que puede carecer. “La
esencia dei alma pertenece a la imagen, en la medida en que representa la esencia divina
según lo que es propio de la naturaleza intelectual (...)", mientras que la semejanza tiene
que ver con las virtudes. Con el pecado, las potencias quedan deterioradas en ía búsqueda
de su objeto propio. Luego para Lutero no habrá mero deterioro sino una herida esencial.
Puede anotarse que en otros contextos bíblicos tselem y demuth, “imagen" y “semejanza”,
tienen sentido peyorativo: tselem son los ídolos cuya confección y adoración constituye el
máximo pecado; demuth es la semejanza con Dios que se pretende de ellos, o que preten
den quienes no podrían asemejársele.
Al ser por otro, según otro y para otro que es un Otro infinito, el hombre
es impotente para restaurar su naturaleza. Ante su quiebra, la instancia divina
se erige nuevamente en normativa, instituyendo una Ley que no restaura esa
naturaleza sino que en todo caso la contiene dentro de limites. En efecto, las
órdenes que promulga son ahora propiamente normas que implican, en cuanto
a su cumplimiento por parte del hombre caído, que éste vaya en contra de su
naturaleza en tanto naturaleza caída: la contradicción interna de ésta hace
que el hombre deba refrenar la expansión “natural” de su ser-así caído y me
diatizar la contradicción inmediata que él es mediante el cumplimiento de
normas que le son dadas desde esa instancia exterior a él,* pues en su “libre”
expansión -con el arbitrium Uberum~~ la naturaleza humana yerra y peca. Según
el dicho atribuido a san Agustín, las uirtutes ethnicorum -la areté del griego, del
hombre “natural”, es decir caído- son splendida uitiaP La instancia divina, como
exterior, normativa y fuente de premios y castigos, abre con sus órdenes los
ámbitos de lo bueno y de lo malo; la Ley instituye, al indicarlo, lo que debe y no
debe ser (Rom. 6 y esp. 7) y en su cumplimiento consiste la primera mediación
del hombre consigo mismo. La segunda y decisiva mediación en la regenera
ción de la natura hominis es la mediación infinita de la instancia divina misma.
El héroe pagano logra realizar la areté, tal vez con la ayuda de un dios, pero por
su propia potencia. El santo realiza la areté cristiana con sus virtudes, p’ero para
ello ha sido necesaria la ayuda infinita de la Redención y de la Gracia.30
29. La frase no es de Agustín, pero cf. CDX1V 4 y 13. La apologética usó la comparación deí
héroe y el santo, y del mártir de la filosofía y el mártir de Cristo. Pero la semejanza es
superficial: el héroe o el sabio estoico, con su muerte, se afirman a sí mismos; el mártir
cristiano afirma a Cristo. (Cf. J. S. L asso de la Vega, "Héroe griego y santo cristiano" en
Ideales de la form ación g rie g a , Rialp, Madrid 1966, pp. 181-272).
30. El griego, y especialmente Homero, conocía la intervención divina que activa la areté
en que ei héroe consiste: II. XX 242 s., "Zeus aumenta y disminuye la a re té de los
hombres, del modo que quiere". La peculiaridad de la problemática de la gracia se
deriva de las paradojas de ia infinitud.
El PENSAMIENTO ANTIGUO V SU SOMBRA
5. Como interpreta Mile. D e V ogel , cit. en G uthrie H G P V , Cambridge 1978, p. 2 5 9: “He is,
so to speak, the inteliigible order turned towards creation and personified into a creating
God and Father".
Esa unidad, tal vez, falta en Platón. Podría suponerse que ese lugar es el
que va a ocupar el Dios de Aristóteles. Pero si las formas están hundidas en la
materia, el “lugar de las formas” será nuevamente el intelecto humano en cuanto
las abstrae y piensa y no el divino, ese “egoísta lógico” (Hartmann) que sólo se
piensa a sí mismo. (Es el problema de decidir qué piensa este Dios: ¿las formas
de todo, y entonces, aunque no como individuos en un mundo individual, piensa
todo? ¿O “sólo” se piensa a sí mismo, y es un pensamiento vacío?).
Pero, ¿y si reunimos esos lugares de culminación del ser que son por un
lado las Ideas platónicas, y por otro el ente supremo aristotélico, la mente
divina? La Antigüedad tardía, que tendía a aproximar a Platón y Aristóteles,
dio ese paso. Se discute quién. El pensamiento estoico o estoicizante (Posidonio,
o Antíoco de Ascalona, en el s. I a. C., a quienes a veces se indica en base a
testimonios muy deficientes) tiene supuestos extraños a la línea platónica. La
resolución del problema, en esta línea y por medio de categorías puramente
helénicas, se encuentra en el platonismo medio, en Albino (s. II d. C.) y otros
pensadores de su círculo, como Ático. Al repensar la teoría de las Ideas e inte
grar Platón y Aristóteles, aparecen perspectivas inéditas: las Ideas tienen un
aspecto transcendente, como pensamientos de Dios (mundo de lo inteligible
identificado con la actividad y el contenido de la inteligencia suprema,
Inteligibles primeros), y -vía la actividad demiúrgica- un aspecto inmanente
como “formas” de las cosas (inteligibles segundos).
Para encontrar el paso siguiente de una reconstrucción conceptual hay que
retroceder cronológicamente. Filón de Alejandría (s. I d. C.), platónico y judío,
incorpora el creacionismo ausente del pensamiento helénico, aunque a través
de la ilustre noción griega de lágos. Dios tiene un tógos, que es el reflejo de Dios.
Matriz metafórica es el Rey que dice (légei) (dice, y ordena) y así crea. De acuer
do á la concepción oriental y semítica, la “palabra” (hebreo dabhar), especial
mente la palabra de Dios, no es primariamente expresión de pensamiento sino
una fuerza poderosa y dinámica, a veces hasta un poder físico-cósmico. La pala
bra no vale por su contenido sino por su poder. Pero a este sentido se superpone
el griego de lógos, estructura inteligible de la realidad. Y así en Filón el Logos es
el receptáculo de todas las Ideas. En el Logos se constituye el cosmos inteligible
(/cosmos noetós; Platón, sabemos, nunca habla de kósmoi). Los dos mundos, sensi
ble e inteligible (de los que “cielo” y “tierra” son metáforas) han sido creados.
Las Ideas, que constituyen el mundo inteligible y son el contenido del Logos
divino, uno y múltiple a la vez, han sido hechas.
El Logos divino es la actividad o potencia de Dios que crea las realidades
inteligibles con función de modelos y paradigmas ideales. El cosmos inteligible
es modelo del cosmos sensible y es el Logos en su actividad de formar el mundo.
Y si el Mundo sensible está construido según este modelo y mediante el instru
mento del Logos, entonces el Logos es también inmanente al mundo sensible,
como formas concretas de las cosas, formas creadas por Dios justamente para
producir un mundo físico perfectamente organizado.
Las Ideas dejan de ser inengendradas y últimas y se vuelven pensamien
tos de Dios, en el sentido de que Dios las crea pensándolas; pero no se agotan
en la mera actividad del pensar y son además entes, es decir, realidades subsis
tentes. Ahora bien, al ser creadas ya no son paradigmas absolutos y se vuelven
“imágenes", que a su vez son paradigmas. El modelo absoluto es Dios. (Y si esto
puede pensarse en términos modernos, el fundamento pasaría a ser una suerte
de subjetividad absoluta).
Pero las Ideas en la mente de Dios, y como claves operatorias de Dios,
están fuera del ámbito humano. Era necesario ponerlas mediatamente en la
mente humana, trámite la divina. A la creación del mundo a imagen de las
Ideas divinas responde la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios,
y por lo tanto con las Ideas impresas en el alma: el alma posee entonces a su
vez el íógos, y puede disponer de él como clave ontológica.
Este paso será tarea de un platónico cristiano, Agustín, primer grán pensa
dor de la interioridad. El camino hacia Dios en tanto Verdad se abre desde la
interioridad, desde el alma; es la llamada “prueba” noológica: al encontrar en
el alma conocimientos sobre objetos que no cambian, y formular así juicios
matemáticos, éticos y estéticos, encuentro que judico sobre entidades
inteligibles y necesarias, inmutables: verdadero ser. Es decir, que cuando el
juicio se encuentra con la verdad, no está procediendo a una constatación de
hechos, sino que da con una regla del pensamiento. Y esto no me lo enseñan los
entes sensibles. ¿Seré yo la fuente de estos conocimientos? Pero yo soy tam
bién mutable y contingente: la necesidad de la verdad es índice de su
transcendencia respecto de la razón. La Verdad, es Dios (y justamente porque
Dios es la verdad el argumento no puede ser una “prueba” en sentido estricto).
A su vez, el entendimiento humano recibe la iluminación del Verbo (=¡ógos)
divino. (Y aquí aparece otra función de la ilustre metáfora de la luz, que venía de
República y llegaba a Plotino), No hay una reminiscencia de la Ideas, sino una
irradiación divina de lo inteligible. Lo inteligible es lo “iluminado” por la luz
divina, que a la vez “ilumina” al alma para hacerla capaz de verlo en ella misma.
Es de sobra sabido que Agustín anticipa el cogito -que en él no aparece
como “pienso” sino como “vivo”- como resultado de la duda.6 La autopercepción
6. En algunos textos, como De Trinitate 15.12.21, (os detalles “cartesianos1' hasta sugie
ren una reminiscencia en el francés. Pero Descartes se entera de los textos agustinianos,
que tiene que buscar ya que no dispone de ellos, por indicación de sus amigos; en
especial Ciu. Del Xi 26, si enim fallor, sum. Entre otras cartas, nov. 1640, AT III 247; a
Mersenne, 5-11-1638, AT II 435.
El PENSAMIENTO ANTIGUO Y SU SOMBRA
7. En una carta a Mersenne (16-10-1639) acerca del De Vertíate del fundador del deísmo,
Herbert of Cherbury, dice de la obra: "En general, el libro lleva un camino muy distinto dei
que he seguido yo. Examina qué es la verdad; pero yo no he dudado jamás de ello,
pareciéndome que es una noción tan transcendentalmente clara, que es imposible
ignorarla: en efecto, hay muchos medios de examinar una balanza antes de usarla, pero
no habría ninguno para conocer lo que es la verdad, si no se ia conociera por naturaleza.
¿Pues qué razón tendríamos para asentir a lo que nos enseñaran, si no supiéramos que
es verdadero, es decir, si no conociéramos ia verdad? Así, se puede sin duda explicar
quid nominis a quienes no entienden ia lengua, y decirles que esta palabra verdad, en
su significación propia, denota la conformidad del pensamiento con el objeto, pero que,
cuando se la atribuye a las cosas que están fuera del pensamiento, significa solamente
que esas cosas pueden servir de objetos a pensamientos verdaderos, sea a los nues
tros, sea a los de Dios; pero no se puede dar ninguna definición de Lógica que ayude a
conocer su naturaleza". (AT II 596 s.).
En el célebre § 44 de Ser 7 Tiempo sobre la verdad, Heidegger hace remontar
la definición adaequatio intellectus et rei desde santo Tomás a Avicena y de éste a
Isaac de Israel, en el s. X. Supongo que la referencia es correcta; lo que me inte
resa es cómo reúne, alrededor de esta concepción, a árabes, judíos, cristianos: los
diversos cauces del retome de la filosofía griega para la elaboración de teologías
metafísicas. Y es en este contexto que aparece la verdad como adecuación. La
adecuación del pensamiento y la cosa, es decir, adecuación del pensamiento
humano al pensamiento divino, que es lo más propio de la cosa: adecuación del
pensamiento al pensamiento. Y si la mente humana participa de la divina, esto
(bajo ciertas condiciones) será una adecuación del pensamiento humano consi
go mismo. Y con esto estamos ya en el racionalismo moderno: cogito-razón, cuya
estructura se corresponde con la estructura de lo real.
La evidencia intuitiva es siempre presencia del cogito ante sí mismo, y el
conocimiento de lo otro no sería posible ni legítimo si el cogito no encontrara en
sí las claves ontológicas, que de algún modo corresponderían a las Ideas innatas.
Así, en el Discurso dice Descartes que, tras las demostraciones fundamentales de
Dios y el alma, la claridad y certeza le permitieron satisfacerse “en poco tiempo,
acerca de todas las dificultades principales que se acostumbra tratar en Filosofía”;
pero además, “...he notado ciertas leyes que Dios ha establecido de tal modo en la
naturaleza, y de las que ha impreso tales nociones en nuestras almas, que luego de
haber reflexionado suficientemente sobre ellas no podríamos dudar de que no
sean observadas exactamente en todo lo que existe o sucede en el mundo”.8
La verdad como adecuación puede ser así la verdad como evidencia: la
adecuación de la razón consigo misma, una vez que mediante el método ha reco
nocido los bordes de su finitud y las condiciones de neutralización de esta finitud.
La adecuación no es nunca adecuación a un “estado de cosas” exterior sino una
adecuación del pensamiento consigo mismo. Sean las Ideas en la mente divina,
en la mente humana, o como estructura inteligible de las cosas, siempre circula
mos en un ámbito noológico. La verdad está en la subjetividad que se aprehende
a sí misma, inmediatamente, en su estructura esencial.
Esta estructura esencial de la razón es el lugar que ha encontrado la Idea al
cabo de esa larga historia. Descartes sabe, por supuesto, que “idea” significa pen
samientos de Dios. En las Objeciones, contra Hobbes, que entiende “idea” como
idea sensible o corpórea, aclara que “...me he servido de esta palabra porque ya
estaba recibida comúnmente por los filósofos para significar las formas de las
concepciones del entendimiento divino, aunque no reconozcamos en Dios nin
guna fantasía o imaginación corporal, y no conocía ninguna más adecuada”.9
8. DM V, AT VI p. 41.
9. AT IX 141.
Por cierto, está el tema agustiniano de la imagen y semejanza, que al
final de la Meditación III aparece como la impronta de la idea de Dios, en la
que consisto: por el mismo acto en que me conozco, conozco el carácter de
imagen y semejanza y conozco a Dios. Y esto tiene un papel sistemático no
siempre reconocido, porque contribuye a legitimar la extensión a otras ideas
de la evidencia inmediata del cogito.
Ahora bien, aunque podamos encontrar en Agustín todos los temas
cartesiano?, el sentido moderno de estos temas es radicalmente otro. Por supuesto,
Descartes lo sabe. Amauld, entre otros, le señala que el cogito ergo sum aparece ya
en san Agustín: “Si bien todas esas verdades que yo reconozco por mis principios,
siempre -y por cierto en forma general- han sido conocidas, por lo que yo sé no
las ha considerado nadie hasta el momento como los principios de la filosofía, es
decir, nadie ha reconocido que de ellos se puede derivar el conocimiento de
todas las restantes cosas que hay en el mundo”.10
La Ideas no serán ya primariamente pensamientos de Dios, sino del cogito, y
lo seguirán en su camino y en su destino. Por de pronto, el momento de suspensión
que significa quedarse colgado del cogito en el seno de la duda universal aporta
una modificación de largo alcance a la noción misma de Idea. En ese momento no
sé nada de otra verdad que no sea la única verdad del cogito. Y un cogito sólo
dispone de (consiste en) sus cogitata. La meditación cartesiana tiene que recorrer
los cogitata para encontrar en alguno de ellos -en tanto cogitatum- la posibilidad
de salir del cogito.
Y es así como todos los cogitata se aplanan. Puesto que en principio los llama
mos ideas, también las ideas se aplanan, y antes de restablecerse su jerarquía
noológica, pasan por un momento en que todas significan meramente “conteni
dos de consciencia”.
Luego, la demostración de la existencia de Dios y la veracidad divina, que
levanta al genio maligno con su garantía condicionada al método, restablecerán
la jerarquía del conocimiento de la estructura racional-matemática del mundo.
Pero los dos momentos se mantendrán en la noción de idea como dualidad de
significados. “Ideas” serán tanto las verdades racionales como todo contenido
mental: “Varias veces he dicho que llamaba con el nombre de idea aquello que la
razón nos hace conocer, como también todas las otras cosas que concebimos, de
cualquier modo que las concibamos”.11
Un paso más, y los empiristas ingleses, anticartesianos, pero sobre todo
antiplatónicos -enemigos de los platónicos de Cambridge- llamarán idea a toda
12. A Mersenne, mayo de 1630: “Me preguntáis in quo genere causae Deus disposuit aeternas
verítates [en qué género de causa dispuso Dios tas verdades eternas). Os respondo que es
contingencia: el ateo no puede ser geómetra. Y por esta vía el racionalismo
moderno corre el riesgo (absolutamente serio) de desembocar en un
irracionalismo de la voluntad y del hacer.
La otra cara de la moneda es que el sujeto cartesiano* que se constitu
ye perdiendo la cosa en la duda, la recupera, con la limitada garantía divi'
na, como significación, y queda condenado a recorrer significaciones. La
cosa misma, que, decíamos, en la Meditación VI resulta objeto de creen'
cia, es un límite, un borde no alcanzable. A partir de allí, el lenguaje no
deja de apuntar a la cosa como pérdida y como perdida. Esto tiene algunos
momentos ejemplares, del psicoanálisis al estructuralismo y a todo lo que
se denomina giro lingüístico. De acuerdo a las originarias escisiones
cartesianas, este rostro del cogito, riquísimo, complejísimo e impotente,
complementa al otro, al efectivo rostro planetario del poder en bruto.
in eodem genere causae [en el mismo género de causa] con que ha creado todas las cosas,
es decir, ut efficiens et totaiis causa [como causa eficiente y total]. Pues es seguro que es
el Autor tanto de la esencia como de la existencia de las criaturas; ahora bien, esta esencia
no es sino esas verdades eternas, a tas cuales no concibo emanando de Dios, como los
rayos del sol; pero sé que Dios es Autor de todo, y que esas verdades son algo, y por
consiguiente que él es Autor de ellas" (AT i 151).
La A n tig ü e d a d “ c lá s ic a ” : e n fo q u e s y d e s e n fo q u e s
7. Hay ecos críticos todavía en B. Snell, “El descubrimiento de io humano y nuestra postura
ante los griegos", Die Entdeckung des Geistes, cit. en p. 21 n. 17, tr. c. pp. 355-75, passim.
nuestros clásicos filosóficos y políticos, proyectados contra la “eternidad”, olvi
damos que Platón escribe (y actúa, aunque no sirva para ello) angustiado por la
urgencia de la batalla en que se ha empeñado y que está perdida de antemano,
y no entendemos tampoco el sereno pesimismo de Aristóteles. Pero esto sería
anecdótico si no fuera porque la situación de crisis los obligó a tomar algunas
decisiones importantes, y la estructura metafísica que Occidente heredará por
siglos no es la menor de ellas.
Sobre todo en el helenismo, que empieza a ser revalorizado por la crítica
erudita, aparecen múltiples rasgos “postmodemos”: la atomización, la apoliticidad
y la búsqueda de salidas individuales, el hedonismo, el cultivo de las diferencias.
Pero, a diferencia de los fenómenos contemporáneos, propios más bien de las
sociedades de la abundancia, todo ello está condicionado por la dureza de los
tiempos, o resulta de ella.8Con el Imperio, la historia queda estabilizada (lo que
no excluye sucesos también muy duros). El cosmopolitismo negativo (“no perte
nezco a ninguna ciudad”, “no tengo patria”) se hace positivo (“soy ciudadano del
mundo”). El estoicismo principalmente, a lo largo de sus etapas, fue aprendiendo
cómo pensar bajo el imperio, qué hacer -por lo menos en la idea- ante una
realidad que se impone no sólo como fuerza sino como razonabilidad y racionali
dad sin resquicios, el Logos que es Zeus, la ecumene que es el universo. El legado
de Zenón, sabemos, sirvió (pero era Roma) para comprenderla o justificarla y para
encontrar un lugar en ella, o conformarse con el que tocaba. No sin dificultades y
amarguras. Estos clásicos desencantados pueden también ofrecer enseñanzas, al
menos para nosotros, habitantes de Paflagonia.
1. Es io que sintetiza el locus clásico de Aristóteles, Phys. ¡i 1 193b12, "la physis como
génesis (= desarrollo) es el pasaje hacia ¡a physis (como estructura resultante)". Desde
principios del siglo ha sido objeto de discusión cuál de ios sentidos es ei predominante en
el pensamiento arcaico, con Burnet, que entendía phfoiscomo stuff, "materia1’, y a partir de
ailí como carácter genera! o constitución de algo, y Heidel, que acentuaba el sentido de
origen y proceso. El desarrollo posterior de la cuestión (que no podemos resumir acá) se ha
movido entre estas posiciones, aunque el sentido de “materia" o “fondo material'1, demasia
do gravado con proyecciones aristotélicas, ha quedado explícita o implícitamente relegado.
2. Se ha supuesto un genitivo que indicaría esta idea de totalidad. Cf. (supra p. 44 n. 2). Que
sepamos, el uso totalizador explicítado por un complemento no aparece antes de Platón, en
frases como Tim. 27a (Timeo se ha esforzado en periphy’seos toú pantós eidénaí), que está
cercano a periphy'seos historia (Fed. 96a). Cf. también en el mismo lugar supra la remisión
a la nota de J. P. M artín y el veio de sospecha sobre la literalidad del célebre B123, Habría
que investigar si la noción totalizante de physis no aparece, o al menos no es explicitada,
solamente cuando, con Platón y Aristóteles, se ia restringe al todo del ente en movimiento y
se la contrapone a otra región dei ente -inmutable-, como decimos de inmediato.
la tensión oncológica entre la cosa y la Idea de Platón y cristaliza la nueva
concepción de la realidad, de larguísimo alcance. En esta concepción cambia
el sentido de physis, en tanto ésta es entendida ahora claramente como una
parte de la realidad, que recorta la región del ente que sufre cambios, por lo
tanto cargado de materialidad y potencialidad, y es contrapuesta a las Inteli
gencias inmateriales (pero no al hombre). Aristóteles adjudicó a los pensado
res más arcaicos haberse ocupado de la physis en este sentido, lo que dio lugar
al equívoco positivista de unos presocráticos materialistas y racionalistas que
anticipaban la ciencia moderna de la naturaleza.3 La physis aristotélica (a la
sombra inmediata de Platón) no da en último término cuenta de sí y culmina
necesariamente en una meta-física: esta physis conserva la espontaneidad -es
lo que tiene en sí mismo el origen del movimiento-, pero en último término
este movimiento pende de las entidades no corpóreas.
Pero esta reubicación de la physis no basta para convertirla en la “natu
raleza”. Esta, como aún y decisivamente la entendemos, aparece como un
sector de la realidad distinguido en principio del hombre de manera mucho
más radical que todo lo que pudo haberlo hecho la tradición griega. Para
ello, el hombre mismo tiene que recortarse de otro modo. Ello sucede sobre
el fondo de la concepción bíblica que -a diferencia de la inmanencia de lo
divino griego- pone un Dios personal transcendente al mundo y entiende a
éste como creatura. Junto a esta escisión ontológica mayor se produce, den
tro de la creatura, la no menos honda distinción de naturaleza y hombre. La
estructuración de la realidad en las tres grandes regiones (la transcendencia,
la naturaleza, la cultura) con las que aún hoy contamos para entenderla y
esquematizarla (aunque no necesariamente las afirmemos a todas como exis
tentes) tiene en último término este origen teológico. Aquí el hombre, aun
que enraizado con su cuerpo en la naturaleza, la transciende infinitamente,
ya que su índole y destino más propios son sobre-naturales: está destinado a
Dios, para lo cual la naturaleza -de la que él es el fin- le es ofrecida como un
medio. Y así las escisiones son reunidas nuevamente por lazos teleológicos.
3. Casi todos los presocráticos, que ignoran las entidades suprasensibles, serían ''físicos"
que, mientras creen estar tratando del ente en general, se ocupan sólo de la “naturaleza^Met.
A 8 ,988b25,989b21 s.; G 3 1005a29-b2,1010a25-34). El título p er!ptyseos("acerca de ía
naturaleza") fue aplicado posteriormente, sobre el transfondo de la conceptuaiización
peripatética, a todas las obras de los presocráticos. La atribución de un carácter exclusiva
mente cosmológico al pensamiento inicial viene de una tradición posiblemente originada en
Cicerón (Acad. Quaest. 14,15, Tuse. V 4,10). E! retorno helenístico a la concepción de una
phtfsis omniabarcante, especialmente en la Stoa, es una negación deliberada del ámbito
suprasensible, que por ello mismo lo tiene presente y lo supone.
En la concepción cristiana, pues, la naturaleza se empequeñece con res
pecto al hombre: muy lejos de la physis omniabarcante, el hombre contiene a
la naturaleza y la sobrepasa. Pero esta relación padece múltiples ambigüeda
des. El hombre (la “naturaleza” del hombre, en una de las acepciones en que
natura traduce physisi m odo propio de ser, forma o esencia) no sólo es paradó
jicamente a la vez natural y sobrenatural; además esa “naturaleza” humana que
está definida por su destino sobre-natural resulta ser una naturaleza caída. Con
la caída, la naturaleza humana se vuelve contra sí misma o se contradice, lo
que supone que el elemento “sobrenatural” se subordina al “natural”. Y con
ello ese elemento natural, en sí inocente, se vuelve ocasión de pecado y en
último término es la naturaleza misma la que “cae" junto con el hombre y
tendrá que ser redimida y rescatada junto con é l
Si en la inocencia la naturaleza es dada al hombre para su goce, en la caída
ese don, aunque no es revocado, se vuelve ambiguo. La naturaleza sigue dada, ya
no al goce sino a la satisfacción de las necesidades elementales, con la interposi
ción del trabajo: una satisfacción penosa, y que no superará la penuria. Así la
distinción hombre-naturaleza comienza a ser oposición, y la naturaleza se vuelve
objeto de un deseo que en principio no es saciable.
La concepción cristiana presenta una naturaleza que el Sujeto divino se ante
pone y que por ello no es fuente de sí ni es divina; que está destinada
providencialmente al hombre y subordinada a él, pero a cuyo disfrute éste puede
acceder sólo mediante el trabajo: en cierto modo, esta concepción contiene ya
todos los elementos de una relación objetivante y técnica con la naturaleza. Cuan
do en el tránsito a la Modernidad se produzca una progresiva pérdida de presencia
del Dios religioso que operaba la vinculación teleológica, se hará manifiesto el
hiato y el enfrentamiento entre hombre y naturaleza, que ahora éste debe conquis
tar como algo ajeno. Si el trabajo-condena, consecuencia de la caída, sólo puede
satisfacer penosamente las necesidades, entonces el proyecto de superar el trabajo
(a través del trabajo mismo) es el de superar la caída, la autorredención del hom
bre por la (re)adquisición de lo que le fue quitado con la expulsión del paraíso: el
dominio y el goce de la naturaleza. La redención de la naturaleza no va a producir
se sino a través de su apropiación total por el hombre. Es lo que expresa un verda
dero profeta, lord Bacon, (profeta porque anticipa la época y porque pone en esa
anticipación una densidad religiosa) que sabe que sobre el hiato entre hombre y
naturaleza ha de tenderse el puente de la ciencia antes de que pueda ser abolido
por la técnica, y por lo tanto puede expresar en términos de “saber es poder” la
relación de la nueva sociedad con la naturaleza.4
4. Cf. el final del Novum Organum(II52 ín fine): “El hombre, en efecto, por la caída, decayó
tanto del estado de inocencia como de la soberanía sobre ¡as creaturas. Pero ambas cosas
Por eso no sólo como proyecto técnico, sino también en sus bases teóri
cas, la nueva ciencia expresa el giro en los fundamentos del mundo históri
co. La ciencia moderna, que se concibe como “filosofía natural”, como “físi
ca”, renuncia a ser un saber de la totalidad; sin embargo también en la onto-
logia de la naturaleza que supone (más que en su cosmología) se recortan en
negativo sendas concepciones del hombre y de Dios, y en estas concepcio
nes, Dios y el hombre son sometidos a diversas escisiones. Vale la pena aten
der a la doctrina de la doble revelación, aducida por Galileo ya desde antes
de sus procesos, la cual resuelve la contradicción entre Ciencia y Escritura
adjudicando a una el conocimiento de la naturaleza y a la otra -con total
independencia- la revelación de lo sobrenatural. Esto no es anecdótico, sino
que anuncia cómo el sentido y los fines de la vida humana se separan de la
naturaleza. Esta ruptura hace aparecer aquellas escisiones internas: un Dios
religioso queda sólo nominalmente coordinado a un Dios metafísico, a la vez
que una parte del hombre -sentidos e intelecto- está vuelta a la naturaleza y
otra a lo sobrenatural.
La noción galileana de naturaleza contrasta con las nociones griega arcai
ca o aristotélica de physis (pues no será ni viva ni divina, y por definición lo
natural no se moverá por sí mismo); contrasta con la naturaleza cristiana (pues
toda finalidad se barrerá de ella) y con la naturaleza del Renacimiento (a más
de liquidarse cualquier organicismo, el hombre no se espejará en ella como
microcosmos del macrocosmos, sino que se pondrá fuera). Por de pronto, la
naturaleza consiste ahora en materia que de por sí es inerte: hace falta una
fuerza exterior para impulsarla. El modelo de esta concepción es la máquina (y
el mecanicismo será por largo tiempo el único modo de concebir los fenóme
nos). Con ello la nueva física necesita la noción de Dios como creador de la
materia y de las leyes matemáticas muy simples que rigen el movimiento de los
cuerpos, y también como primer impulsor del movimiento (aspectos todos en
los que Dios es causa eficiente primera, y no fin).
El hombre puede conocer la naturaleza con los sentidos y el intelecto
que Dios le dio: Dios también está funcionando como garantía epistemológica.
La posibilidad de que la mente humana conozca el ámbito heterogéneo de
los cuerpos -y que los conozca con apodicticidad matemática- necesita (como
pueden ser reparadas, aun en esta vida, en buena medida; la primera por la religión y la fe,
la segunda por las aríes y las ciencias. Pues con la maldición, la creación no se volvió
rebelde del todo y hasta el fin, sino que en virtud de aquei documento, ‘comerás ei pan con
el sudor de tu frente’, está al cabo sometida en parte, mediante diversos trabajos (no por
cierto mediante disputas, o ceremonias mágicas inútiles) a suministrarle pan al hombre,
esto es, a ios usos de ia vida humana".
en todo el racionalismo del XVII) de la garantía divina. Se trata de una hipó
tesis teórica imprescindible para un conocimiento que prevé y calcula. El
dios de los filósofos (y de los banqueros) garantiza el sometimiento de la
naturaleza al cálculo operativo del sujeto humano.
Esta materia tiene únicamente determinaciones cuantificables, es el rei
no de la pura cantidad. Junto a las cualidades primarias, únicas verdaderas y
propias de los cuerpos, las cualidades secundarias se producen por la
interacción de los cuerpos con el organismo sensible. Ellas constituyen el
mundo de nuestra experiencia sensible; pero ía pretensión de referirlas a los
cuerpos es ilusoria. De este modo la parte sensible del sujeto queda desvalo
rizada, y el mundo que el hombre percibe y en el que vive es barrido igual
mente como ilusorio (o en todo caso es un efecto entre otros de los movi
mientos mecánicos de la materia). El mundo ‘'real” es una abstracción inha
bitable para los organismos.
Por otra parte, el hombre como fines, sentido y voluntad queda, en el límite
-con la separación Ciencia-Escrituras-, puesto con todo respeto en manos de la
religión. Pero no sólo la finalidad transcendente, sino también la inmanente
resulta separada del mundo = naturaleza. El todo de los fines se separa del todo
cerrado sobre sí de las causas eficientes. Se inaugura así ía oposición moderna
naturaleza-libertad; pero al cabo del proceso, va a resultar que, puestos fuera del
mundo “real” de los cuerpos en movimiento, los fines valiosos de la vida humana
terminarán cortando amarras con la realidad y volviéndose meros “ideales”.5
Dada esta fragmentación del hombre, los elementos de la “naturaleza
humana” se reubican a partir de la nueva concepción de la naturaleza y de su
relación con ella. El cuerpo se integra en el mundo mecánico (allí lo encon
trará luego la medicina). La sensibilidad, que en principio está adjudicada al
cuerpo, reaparecerá en el cogito como límite oscuro del intelecto. Es así un
puente roto entre mente y cuerpo, a la vez efecto físico e ideas (sensibles).
Lo “sobre-natural” de esta “naturaleza” se divorcia del mundo. Pero aparta
do lo sobrenatural y humillado lo natural, el hombre queda afirmado como
sujeto racional, esto es, sujeto del cálculo racional matemático, del conoci
miento científico-técnico del mundo. La conexión verdadera entre el hom
bre y la naturaleza (= “realidad”) es su parte racional. La razón será el puen
te, con garantía divina, cuyo funcionamiento coincida con la estructura de
la naturaleza. Racionalidad matemática por el lado del sujeto, mecanismo
6. Cf. J. B audrillard, Cultura y simulacro, tr. c. Barceiona 19783, "La precesión de los simulacros”.
7. Algunas perspectivas científicas hacen explícito este total descentramíento def hombre en la
naturaleza. Podemos recordar la hipótesis de Gaia (James E. Lovelock, Lynn Margulis), que
considera a la totalidad de la vida en la tierra (la biota) como reguladora de las condiciones
planetarias; en cierto modo, como un gran organismo único que regula su propio medio. En la
perspectiva geana, la especie (y la mente) humanas quedan absolutamente minimizadas. De
Este nuevo rostro siniestro de la antigua physis vuelve a recordamos el
olvidado trato con lo divino, nuestro ineludible estar expuestos a ello y la
(peligrosa) instalación en ello. ¿Y adonde podemos acudir en la emergencia?
La sabiduría más temprana -la de un Heráclito o un Anaximandro- es la que
sabe de esto. Ese saber arcaico ya había sido requerido a lo largo de la suce
sión de crisis en que ha consistido este siglo. Pero muy especialmente, en
este horizonte de crisis planetaria que lo cierra, pareciera que en ese más
temprano origen espera una de nuestras pocas posibilidades de orientación.
Todas las épocas han tenido de un modo u otro que vérselas con la Antigüe-
dad y han elaborado horizontes de aproximación, dentro de los cuales no es
difícil distinguir en cada caso el trato “culto” con ella, que suele ser una toma de
posición activa, en general cargada de elementos conceptuales -en el centro de
esta actividad, la filosofía se hace y se rehace- y que muchas veces comporta una
discusión; en el nivel “popular”, se da más vale una asimilación imaginativa que
termina siendo (re)creativa. Naturalmente, no hay una línea divisoria neta en
tre estos niveles. En ciertos casos (el Medioevo, o el paradigmático Renacimien
to) la imagen poética “culta” se resuelve o disuelve en la fantasía popular. Como
veremos, este no es el caso del siglo XX.
La Antigüedad, que había mantenido una poderosa presencia plástica y poé
tica durante el Barroco, pero que, con la afirmación de sí de la Modernidad, es
cuestionada ya desde el siglo XVII y luego, a través de la Querella de antiguos y
modernos, hasta la Ilustración, pasa en el XVIII a ser decorativa. Sólo en Alema
nia, desde Winckelmann, el redescubrimiento de Grecia significará un ideal esté
tico, filosófico y político en el que los alemanes se proyectarán largamente. Pero
en el siglo XIX, el Romanticismo por un lado y por otro el despliegue de la
revolución industrial, el triunfo político de la burguesía, el mito del progreso, el
positivismo, el realismo, disuelven la presencia de lo antiguo, que apenas da
materia para la alegoría o para la parodia offenbachiana. Las épocas que no
generan su propia imagen de la Antigüedad reciben los sedimentos de las anterio
res: a fines del XIX, la poesía sólo puede echar mano de los harapos, gastados por
siglo y medio de uso, de los tapices rococó.1
1. Orfeo en los infiernos, de Oífenbach y Halévy, provocó la reacción de Jules Janin y otros
acólitos dei Parnaso, que intentaron prohibirla en nombre de la “sagrada Antigüedad". El ridículo
El siglo XX comienza quebrando, con la Gran Guerra, la estabilidad de la
primera globalización a que habían tendido los dos siglos anteriores, y se cierra
con esta nueva globalización, económica y cultural, que tendremos que volver a
ver antes de despedimos. Entremedio, es tiempo de crisis constante. Con las
crisis fácticas entra en crisis la autocomprensión occidental, y por ello la necesi
dad de recuperar a los antiguos -pero ya no los “clásicos” sino los “trágicos”-
hasta volverlos prácticamente una de las voces de los conflictos contemporá-
neos. Para quedarnos en algunas menciones: la filosofía que, de Nietzsche a
Heidegger, desequilibra en favor de los presocráticos la perspectiva que había
puesto a Platón, Aristóteles y la Modernidad como sus cumbres; o la densa alu
sión a los mitos trágicos en la mítica psicoanalítica. La indicación, aun somera,
de la presencia entrañable de lo antiguo en la literatura contemporánea sería
imposible. De un modo tan profundo como en el Renacimiento, pero muy dis
tinto, los griegos volvieron a formar parte de nuestro horizonte.
El cine, a través del cine de autor, ha participado en esta elaboración “culta” que,
como la literatura, aspira a traer la Antigüedad a nosotros o a descubrirla en nosotros,
aludiéndola desde nuestros dilemas. Valgan como ejemplo las incursiones en el terri
torio de la tragedia, que puede traducirse a una historia contemporánea (Vaghe
stelle delPOrsa de Visconti, estúpidamente titulada aquí Atavismo impúdico,
encama a Electra en el seno de una familia judía burguesa) o simplemente ser
transpuesta (Fedra de ]. Dassin; como se transpone el mito en Orfeo Negro de
M. Camus); pero también si se mantiene, de algún modo, el decorado antiguo
(relativamente, Medea de Passolini), lo que se tiene en vista es su actualidad
estética o problemática. En otros casos, la transposición argumental de una obra
antigua sirve para generar una narración no sólo eficaz sino estética y humana
mente densa. Los guerreros (The Warriors), de Walter Bill, donde una pandi
lla neoyorquina tiene que retirarse de un barrio hostil, está contando la Anábasis
de Jenofonte. En el más alto nivel, una obra maestra absoluta como Rumble fish
(La ley de la calle) de Francis Ford Coppoia, puede presentar la post-apocalip-
sis con la estructura del fin de Troya y el mito de Eneas.2
5. En el ámbito bíblico podemos recordar, además de los films de De Milie: QuoVadis?, Mervyn
Le Roy, 1951; David and Bathsheba, Henry King; El manto sagrado, Henry Koster, 1953 (que
inaugura e! cinesmacope); Salomón y ia reina de Saba, King Vidor, 1959; ia remake de Ben
Hur, Wiiliam Wyler, que acumuló cerca de 10 Oscars; Esther y el rey, Raoul Waish, 1960;
El PENSAMIENTO ANTIGUO Y SU SOMBRA
El cine italiano prefiere ahora eludir compromisos, para bien o para mal,
con el Vaticano (aunque uno de los films que abre el fuego en 1949 es la Fabiola
de Alessandro Blasetti, sobre la novela del cardenal Wiseman). Su temática
recorre la historia de Roma desde los orígenes hasta el final, toca Grecia y
Egipto y apenas roza la Biblia, Si el cine norteamericano peca de ingenuidad
en la fórmula cecilbedemilleana que conjuga erotismo y moral -y en general
sus superproducciones son kitsch destinado a una cultura de clase media-, el
cine italiano, que busca una cuidada exacerbación de los rasgos eróticos, sádi
cos y violentos y una dimensión de personajes que sólo a una mirada despreve
nida puede parecer simplista, ensaya con éxito una fórmula distinta, la con
junción de erotismo y violencia con ironía. La ironía, más o menos explícita
pero siempre presente (como lo estará luego en el spaghettí western y en otros
géneros de aventura), trabaja las historias desde adentro sin llegar a convertir
las en parodias -lo que hubiera sido demasiado fácil-. Este cine, como sus
mejores cultores (con nombres como Riccardo Freda y Vittorio Cottafavi), es
mucho más complejo y más culto de lo que puede parecer a primera vista.6
Sodoma y Gomorra, Robert Aldrich y Sergio Leone, 1961; La Biblia (en realidad el Génesis),
John Huston para D, De Laurentiis, 1965. Pero junto a esto, también Julio César (sobre
Shakespeare), Joseph L. Manktewicz, 1953; Helena de Troya, Robert Wise (y Raoui Walsh),
1955; Alejandro Magno, Robert Rossen, 1956; una de las obras más maduras, Espartaco,
Stanley Kubrick, 1960; Cleopatra, J. L. Mankiewicz, 1963; Antonio y Cleopatra, Chariton Heston,
1971, y al menos un film con temática griega clásica, El león de Esparta (The 300 spartans),
Rudoph Maté, 1961, coproducción Greda-EEUU., con Leónidas (Richard Egan) como personaje
central. Egipto figura con Sinuhéei egipcio (The Egyptian, Michael Curtiz, 1954), y Tierra de
faraones (Landof the Pharaohs, Howard Hawks, 1955, con libro de Wil!iam Faulkner). Poste
riormente tendríamos e! Faraón (Pharaoh) de Jerzy Kawalerowicz, 1965.
Casi toda esta producción (de la que los títulos citados son sólo un ejemplo) es filmada en
Italia, de lo que dan testimonio no sólo los exteriores sino el reparto. El productor Samuel
Bronston convierte a España, en ia primera mitad de los 60, en su feudo cinematográfico, de
donde proceden, con esta temática, La caída del imperio romano, de Anthony Mann (que
también firma El Cid) y Rey de reyes, de Nicholas Ray. Tras el colapso del imperio Bronston,
sus desechos fueron aprovechados. No se puede no mencionar que Algo gracioso pasó
camino al foro (A FunnyThing Happened on the Way to the Forum, 1966) de Richard
Lester, fue filmada en los decorados de La caída del imperio romano. Suele indicarse la
rapidez televisiva dei lenguaje de Lester; pero los críticos no perciben la marca inmediata,
en esta obra, de la comedia latina.
6. Carmine Gallone, que ya filmaba en la década dei 10 y fue un director cuasi oficia!
durante el fascismo, reabre el juego: Messalina, 1951, con el rostro de María Félix; Cartago
in fiamme, 1959, y muchas otras. Homero no es olvidado: Ulises, Mario Camerini, 1954,
con Kirk Dougias; La guerra de Troya, Giorgio Ferroni, 1961, cuyo presonaje principal es
Eneas (Steve Reeves). La temática toca Grecia: La batalla de Corinto, Mario Costa; Egipto:
El valle de los faraones, Cerchio, y roza ia Biblia: Judith y Holofernes, Cerchio, La reina
de Saba, Pietro Francisci. La historia de Roma va desde ios orígenes: Rómuio y Remo,
Los títulos muestran cómo este cine, desde el género histórico o
pseudohistórico, se prolonga hacia la mitología, o mejor dicho, una
neomitología que, a partir de núcleos como la leyenda argonáutica, se desa
rrolla modificando, incorporando y creando episodios y personajes. Junto a
las grandes producciones, Italia retoma otro género o subgénero, el film de
aventuras de clase B, con ambientación somera y un héroe, contrapartida
antigua de Tarzán, definido por su musculatura y su desnudez, justificadas no
por la selva sino por la época. Este subgénero -el peplum- renace a fines de
los 50 y florece y muere en pocos años. El peplum tiene dos héroes por anto-
nomasia: naturalmente, Hércules, desde Le fatiche di Ercole (1958) de Pietro
Francisci, con el ex-mister Universo Steve Reeves, que redefine eí género. El
otro es Maciste, el personaje inventado por D’Annunzio en Cabiria mucho
antes de Tarzán y que, con su encamación original en un gigante analfabeto
y sucesivamente en otros cuerpos, corrió aventuras en la década del 20. Re
sucitado en 1960, se incorporó de pleno derecho a la neomitología.7
Fellini, preparando su Satyricon de 1969 (uno de los films “cultos” que
no podríamos dejar de mencionar), dijo encararlo como un ejercicio imposi
ble de recuperación de lo antiguo: su familiaridad, para un italiano que con
vive cotidianamente con sus ruinas y sus obras, encubre la barrera metafísica
Sergio Corbuccí, 1961; El rapto de las sabinas, Richard Pottier; La espada del vencedor
(Orazi e Curiazi), Terence Young y Ferdinando Baidi; Héroe sin patria (Coriolano, eroe
senza patria), Giorgio Ferroni, 1963, hasta el final: Constantino el Grande, Lionello de
Felice, 1960; Attila, Pietro Francisci, que también da en 1959 La batalla deSiracusa, con
Rossano Brazzi como Arquímedes.
Pueden citarse, entre otras, de Riccardo Freda: Espartaco (Spartaco, ii gladiatore detla
Tracía), 1952; Teodora, imperatrice di Bizancio; Bajo el signo de Roma, 1958, con Anita
Ekberg; Los gigantes de laTesalia, 1960, a partir dei mito del vellocinio de oro. De Vittorio
Cottafavi: La rebelión de los gladiadores, 1958; Las legiones de Cleopatra, 1959; La
venganza de Hércules, 1960; Ercole alia conquista delta Atlantida, 1961; Las vírgenes
de Roma. Dice Freda: "El hombre vulgar, eí hombre cotidiano, no me interesa del todo. Lo
que me interesa es el héroe, el hombre que vive en ias grandes épocas, en las guerras.
En ia historia existen innumerables posibilidades para hacer guiones apasionantes. Es
cuestión de saber encontrar Sos momentos críticos'’.
7. Muchos títulos de ios directores mencionados al finaf de la nota anterior entran de fleno
en el género de la neomitología de aventuras, que cuenta con obras maestras como Los
titanes, Duccio Tessari, 1961, con Giuliano Gemma, que desarrolla los mitos con imagina
ción y humor. La filmografía de Hércules y Maciste es larguísima, y sus títulos dibujan un
mapa babilónico de mitos, tierras, épocas y adversarios. El mito de Hércules tiene su con
tinuación postmoderna en las películas de Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger y
Jean-C laude van Damme.
del cristianismo. En realidad -decía Fellini- no sabemos nada de Roma... Tal
vez una parte de la respuesta está en estos pepíums, que muestran, creo, un
fondo de paganismo esencial al producir el último desarrollo vivo de los vie
jos mitos (no lo había habido en al menos 1500 años o más). Si nos ofende su
modesto nivel, tendríamos que recordar que mythos significa cuento, relato,
historia maravillosa, y que el niño griego que escuchaba la historia de los
doce trabajos no se los representaría muy distinto del que hace 30 años veía
nuevos trabajos de Hércules y Maciste en un cine de barrio.
Hacia 1970 la Antigüedad desaparece prácticamente del cine, y los géneros
se extinguen. ¿Cómo podía sobrevivir al fin de los grandes relatos el kolossal, que
se constituye como gran relato en el sentido más literal posible? Sólo faltaba,
como final, coronar-pero en el ámbito culto- uno de los mejores logros: en 1977
el griego Michael Cacoyannis cierra con Ifigenia la trilogía que incluye a
Electra (1962) y Las Troyanas (1970). Estos films, donde la tragedia se dice
con su propio texto, consiguen tal vez el acercamiento más auténtico (no
sólo textual) a la Antigüedad. En 1979 hay una emergencia aislada pero pre-
visible en el softcore, con el Calígula de Tinto Brass. Y nada más, que yo sepa.
¿Y fuera del cine? Si pudiera hacerse una investigación rotulada “la Antigüe-
dad en la TV”, me temo que los resultados serían muy pobres. Pero sí podemos
revisar un lugar clave de la cultura contemporánea-los videojuegos- donde ya se
está generando una (otra) aísthesis y otra kinética. En la medida en que lo conoz
co, el mundo de los videojuegos, estructuralmente volcado a los estereotipos
bélicos y heroicos, ignora a los héroes antiguos y a la Antigüedad en general.
Mundo absolutamente sincrético, en él, junto con alguna herencia de las historie
tas y bastante de la ciencia ficción, se hibridan todas las culturas y épocas, con
algún desequilibrio obvio a favor de la cultura norteamericana y fuertes elemen
tos del Extremo Oriente. Pero la Antigüedad clásica no aparece. Nuestros chicos,
sumergidos en un mundo desaforadamente mítico, no tienen ya quién les cuente
los mitos clásicos.
En el Encomio de Helena, el sofista Gorgias mostraba la potencia de la palabra
persuasiva, capaz de actuar como las drogas y generar una realidad verosímil,
peligrosa en el juego del poder como retórica, pero, como palabra poética, tam
bién bella. La retórica del siglo que ya pasó es la imagen, que generó en pri
mer lugar la realidad del cine, y en ella nos entregó la presencia para noso
tros de la Antigüedad. Hoy nos toca mirar con nostalgia esas mujeres cuya
maravillosa belleza es absolutamente fechable en 1920 ó 1950, esos frisos de
músculos que los productos de los gimnasios de esta era de la cáscara nos
hacen ver quizás como un poco gordos. En el mundo estrictamente contem
poráneo, que es completamente gorgiano, la plenipotencia de la imagen li
bera toxinas mucho más inquietantes que las de la pantalla de cinerama. La
nueva época genera una temporalidad, que por ahora percibimos como ace
leración y achatamiento, y que no sólo está “haciendo historia” sino que
tal vez, justamente, no la está haciendo, al menos como la entendemos,
sino que está redefiniendo la historicidad y sus espesores. Quizás la época
en que ya estamos no sólo no va a crear una imagen de la Antigüedad sino
que va a carecer completamente de ella. Esto sería una situación cultural
prácticamente inédita en Occidente. No sabemos qué destino le espera a
la Antigüedad en la alquimia de las mutaciones culturales en marcha. Las
que ya ha pasado nos hacen suponer que no va a ser fácil obliterarla y olvi
darla. Pero así como por mucho tiempo respondió a su evocación inmedia
ta en la fantasía con los contornos de algunas estatuas helenísticas o
neoclásicas (¿la Venus de Milo?), es posible que, hacia adelante, el icono
que la Antigüedad lleve de mascarón de proa en su navegación por esos
espacios imprevisibles tenga ios ojos color violeta de Elizabeth Taylor.
Carlos Losilla, “El kolossal de Hollywood”; Quim Casas, “El koíossaí. Ameri
canos en Europa”, Dirigidos, Madrid.
Historia universal del cine, Planeta, Madrid 1982.
Román Gubem, Historia del cine, Bader, Barcelona 1992.
Y la colaboración de Jorge Medina y Clara Kriger, que ha ido más allá de la
información.