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El p e n s a m ie n t o a n t ig u o

Y SU SOMBRA

Armando R. Poratti

eudeba
Eudeba

Universidad de Buenos Aires

Ia edición: mayo de 2000

© 2000
Editorial Universitaria de Buenos Aires
Sociedad de Economía Mixta
Av. Rivadavia 1571/73 (1 033)
Tel: 4383-8025 / Fax: 4383-2202
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Diseño de tapa: Juan Cruz Gonella


Corrección: Eudeba
Composición general: Alejandro A. Spina

ISBN 9 5 0 - 2 3 - 1 0 3 5 - 7
Impreso en Argentina.
Hecho el depósito que establece la ley 11.723'
I nd ic e

El pensamiento antiguo y su sombra.................................................................... 7

Grecia o la ausencia del mito...............................................................................11

Dííce y conflicto.......................................................................................................25

Sobre el lenguaje de H eráclito...........................................................................43

Atemporalidad y presencia en el Poema de Parménides.............................55

Nota sobre la “condición de mortal” y la discursividad


en el Poema de Parménides................................................................................. 65

De la sofística antigua a la aldea global........................................................... 75

Areté y virtud................................. .......................................................................101

Descartes y el platonismo.................................................................................. 125

La Antigüedad “clásica”: enfoques y desenfoques........... ........................... 137

La crisis de la naturaleza y el retomo de la physis...................................... 145

Elogio de Helena (de Hollywood).............. ................................................... 155


E l p e n s a m ie n to a n t ig u o y su so m br a

Desde siempre oimos ia afirmación escolar de la continuidad y la presen­


cia de Grecia en los momentos posteriores de Occidente. Vamos, para eso se
inventaron los clásicos. Sospechamos que está también, aunque de una mane­
ra no demasiado pública, en el nuestro. ¿Acaso no nos declararon ya hace tiem­
po platónicos en crisis? Pero igualmente sabemos que la cercanía de Grecia es
a la vez distancia. Los antiguos han sido y son un juego de identidad de doble
circulación, lugar ambiguo de identificación y extrañamiento, o mejor, movi­
miento permanente en que la obvia identidad tiende a salirse de foco pero, en
cuanto la imagen está por hacerse ininteligible, vuelve a enfocarse. Ha habido
épocas, desde el Renacimiento, que intentaron la tarea imposible de ser imita­
ción de los antiguos. Nadie puede ser otro, y ni siquiera imitar a otro: en el
espacio de respeto que deja la imitación está la condena a la originalidad. Pero
tampoco es fácil sacárselos de encima para siempre. Los griegos y su sombra en
nuestra calle: así como la admiración renacentista se hizo -quiso hacerse- som­
bra ella misma, nosotros estaríamos dispuestos a admitir sobre nosotros la sombra
de los antiguos con muchas mediaciones, a la vez que usamos sin pudor sus
siluetas trágicas para nuestras propias sombras chinescas.
Estos trabajos están dirigidos temáticamente, en su mayoría, a aspectos
de la filosofía y el pensamiento antiguos, que son su tema explícito y que
tratan buenamente de desarrollar. No son artículos de divulgación, aunque
se ha tratado de acudir al aparato técnico solamente cuando no se lo podía
obviar. Pero en casi todos ellos se nos cuela, con mayor o menor presencia o
profundidad, la preocupación por las condiciones de esta extraña década no
prevista, en la que la historia parece mutar, posiblemente porque en ella
afloran mutaciones ya ocurridas en lo oculto, y que nos vuelve tan difíciles
las previsiones. ¿Por qué esa posibilidad de la Antigüedad de presentarse, si
no como clave hermenéutica, por lo menos como indicio o señalamiento de
lo que nos pasa y casi no entendemos? Retrotraernos a la Modernidad, de la
que derivamos por vía directa, no sería sino normal. También las claves cris'
tianas de esa Modernidad tienen una capacidad explicativa mediata pero
reconocible. ¿Pero los antiguos? En nuestra posición en el mundo el huma­
nismo es apenas un recuerdo, si es que alcanza a serlo: hace mucho que la
Antigüedad dejó de ser un paradigma reconocido. La actitud del fin de siglo
no tiene nada que ver tampoco con la de su primera mitad, cuya angustia se
buscó a sí misma en el lado trágico de los griegos. La misma labor
historiográfica, periódicamente recomenzada, a veces consigue perforar las
interpretaciones que se han vuelto obvias y logra renovar la comprensión de
algunos fenómenos; pero las nuevas imágenes no se integran en la cultura
habitual, y el acceso a la Antigüedad está cada vez más defendido por el
blindaje erudito.
Pero esta combinación de familiaridad y extrañamiento con que nos re­
lacionamos con los antiguos es una de sus ventajas, que los hace útiles para
nuestra autocomprensión. Nuestros griegos y sus modernos, tituló Barbara
Cassin un coloquio regido por las nociones de artefacto y de estrategias de
apropiación (de mutua apropiación entre los dos términos en juego). Somos
y no somos los griegos en un sentido diferente de aquél en que sin duda so-
mos y en cierta forma no somos modernos. En su cercanía se abre un espacio
donde el sujeto cultural de la reflexión puede en principio pensarse a sí mis­
mo y a la vez evitar los peligros inmediatos del autoanálisis. La Antigüedad
es un gran arco histórico de por lo menos un milenio y medio que tenemos
completo ante la vista, y en su transcurso se ensayaron casi todas las posibi­
lidades. La continuidad genética hace que aun las que nos resultan más ex-
trañas no nos resulten ininteligibles. Más abajo anotamos que no sólo pode-
mos reconocer allí algunas de nuestras experiencias, sino encontrar otras
que todavía están por sucedemos. Pero ubicar allí nuestro lugar por homología
es un ejercicio que deja de ser apasionante cuando nos conformamos con las
generalizaciones.
Y más acá de las mediaciones históricas, esa molesta sensación de qu
hay otra cosa más inmediata que nos pasa con los antiguos, y tal vez no con
épocas más recientes. En las grandes declaraciones de la cultura, la Antigüe-
dad solía aparecer como territorio solemne de origen y de destino, pero en lo
cotidiano, y más de lo que nos damos cuenta, no ha dejado de ser lugar de
tránsito y de tráfico constantes, donde tenemos que pagarles con nuestra
propia consciencia (y a veces hasta con nuestra corporalidad) los productos
considerados nobles que íbamos a buscar y muchas otras cosas que la méñs
de los griegos logra que les compremos casi sin enteramos.
Los ensayos aquí reunidos, aunque son independientes, van en una di-
rección. De acuerdo a lo que venimos diciendo, tratan sobre los griegos y a la
vez sobre lo que nos pasa con los griegos, aspectos que no pueden separarse,
ni en el fondo ni empíricamente. Forman aproximadamente dos bloques, se­
gún que predomine una u otra perspectiva. El primer bloque apunta a la
emergencia de ese ambiguo logos que luego es entendido y usado de tantas
formas. El origen podría ser lo que parecería el horizonte del pensamiento
griego, como hontanar y como lo negado: el mito; o podría ser lo que para un
esquema historiográfico usual es la supuesta priméra palabra de la filosofía o
de la ciencia, physis. Pero nuestra lectura encuentra al mito y a la physis me­
nos en Grecia que en nuestro propio horizonte apocalíptico. Más vale -com ­
probación nada original a esta altura- la razón griega nace como razón polí­
tica. El surgimiento de la Ciudad, sin embargo, está lejos de ser la instaura­
ción automática de la justicia, y ya no podemos mantener la imagen, conver­
tida en prejuicio, del mundo griego como un mundo armonioso. La Ciudad
engendró a la razón con la violencia. Hasta podríamos correr el riesgo inver­
so, de ver allí sólo las convulsiones del poder. Hacemos ensayos parciales de
leerlo desde la tragedia encarnada en la política: desde su preparación en
Hesíodo, su emergencia con Solón, y dando un salto, su madurez con la
sofística. En la violencia no caótica de la que crece la Ciudad llega a mos­
trarse el logos. En Heráclito obviamente, pero también en Parménides, don­
de podemos sentir la concentración de la vida bajo el hielo de la superficie.
La quiebra de este logos, que dice la quiebra del mundo griego, tiene el
nombre de Platón, y (simplificando bastante) se cumple como la substitu­
ción de la dinámica conflictiva y polivalente del pensamiento arcaico por
una ontología de la identidad. El pensamiento arcaico (por el que princi­
palmente transitamos aquí) correspondió a la política de la Ciudad arcai­
ca desarrollando una ontología del conflicto. El acceso a la serenidad de lo
“eterno”, con Platón, muestra en su origen las señas de ia crispación. Ten<
drá que pasar el tiempo y cambiar el mundo para que se olvide esa crispa­
ción y la instauración de lo clásico termine de sancionar este espejismo.
El segundo bloque tiene que ver con diferencias: aunque se diga que es hijo
del platonismo, el hombre cristiano no es el hombre griego. También el
racionalismo moderno, con Descartes, tiene un fondo paradójico de
voluntarismo que es inasimilable a la tradición platónica. La diferencia es
reconocida al constituirse la noción misma de lo clásico, que instala la
paradigmaticidad y junto con ella la distancia. Las etapas de ese extraña­
miento han sido esas construcciones o sobreconstrucciones que se fueron
espesando ya desde el helenismo, y que hoy la liquidación finisecular de la
cultura parece haber licuado. Y así vuelve la pregunta de si, ya sin clasicismos
y sin tener que cumplir función de paradigmas, quedan posibilidades de que
los antiguos irrumpan en nuestro mundo, y si no adquieren una peligrosidad
tangencial que tenían en reserva. Podemos jugar con sus derivados o sus de-
sechos, su descomposición y recomposición en el brillo del medio electróni-
co. Ya apuntamos que las palabras tenidas por originarias, rrvythos, physis, caen
más bien de nuestro lado. Abrimos el libro con la ausencia del mito en Gre­
cia, y lo cerramos con la engañosamente ligera mitopoiesis mediática. Eí mito
que se nos escapa en Grecia nos espera en el televisor. Por supuesto, las
neomitologias mediáticas pueden parecemos poco serias, y además reductibles a
la lógica de la comunicación masiva, desde la cual se las puede analizar y
comprender. No estoy tan seguro. A la inversa, los ecos de Grecia pueden
presentarse sorpresivamente, en el seno de la racionalidad científico-tecno­
lógica, en el frente de tormenta que se abre con la amenaza ecológica, y aque­
llo que tradicionalmente aparecía como la primera palabra del logos -~ph$$i$-
es más bien el signo bajo el que nos sale al paso hoy lo demónico.

Las traducciones de textos griegos son propias, salvo que se indique lo


contrario. Las abreviaturas son las usuales. Las frases o palabras griegas
(transliteradas) se traducen inmediatamente o en el contexto cercano.
G r e c ia o la a u s e n c ia d e l mito

Pocos temas debe de haber tan remanidos como el que se pone bajo
la simplificación “tránsito del mito al logos”. Desde Aristóteles a Burnet
o Vernant suele resolverse de distintos modos y por distintos caminos,
que en general nos dejan con la impresión de que el problema es el pasa-
je, porque ya sabríamos aproximadamente qué era el mito y sin duda sa­
bemos de qué logos se trata. Esto tiene que ver con el hecho de que no es
un tema puramente académico. La ilustre aurora griega era, y en parte
sigue siendo, demasiado prestigiosa como para que las filosofías y las cien­
cias, cuando no las ideologías y las políticas, la desaprovecharan como
lugar de emergencia de ellas mismas o de sus raíces. Grecia ilustra y legi­
tima. El pasaje --si pasaje h ay- está oscurecido, si no contaminado, de
muchas maneras. En último térm ino, allí, en el origen, se decide
retroactivamente la índole del logos, esto es, de la racionalidad bajo la
cual -com o razón política, científica o técnica- hoy vivimos. Lo oscuro
no es el mito, entre tanto largamente estudiado por la antropología y la
historia de las religiones, sino la índole de la razón, de la que todavía
sabemos tan poco.
No por ello deja de tener su urgencia la aclaración, así sea provisoria,
del ambiguo concepto de mito, que fluctúa como una medusa entre varias
disciplinas y se ha teñido con desvalorizaciones y revalorizaciones. Presen­
tado como aquello sobre eí fondo de lo cual y a diferencia de lo cual
emergería el logos, es también aquello a lo que, teniendo en cuenta el des­
tino actual de este logos, a veces se nos propone volver. Dando por supues­
to que la simplificación vale, habrá que preguntarse no sólo por el mito y
el logos y el presunto tránsito de uno al otro, que se descuenta aconteció
en Grecia, sino también -y es a lo que quisiera ir- en qué sentido se puede
hablar de mito en la Grecia arcaica.1
La noción de “hombre mítico”, “pensamiento mítico”, se reserva espe-
cialmente para las llamadas sociedades “antropológicas”, “primitivas”, jun­
to a las cuales se incluyen las grandes culturas orientales o americanas, aun
sabiendo que son un fenómeno distinto, que habría que ver por separado. Es
que la contraposición pensamiento mítico/pensamiento “racional” o “lógi­
co” en realidad contrapone lo occidental a lo que no lo es. No sólo se igno­
ran los aspectos “míticos” en las sociedades occidentales; en el límite, se
supondría que el mito es un estadio globalmente superable.
M^íhos y lógos, cuasi sinónimos ~en orincipio, “palabra” y “palabra”- se
convirtieron, pues, finalmente, en los miembros de una contraposición. El ori­
gen de ésta viene desde atrás: ya en la Antigüedad hay consciencia de una
actitud mental de algún modo nueva. Aristóteles es quien lleva esta conscien­
cia a su plenitud, y el que, en cierta forma, construye argumentativamente la
oposición.2 Pero la carga peyorativa está en la previa depreciación de mythos
en su sentido aparentemente inocente de “narración”, que acompañó la pro­
gresiva pérdida de vida de la religión clásica, hasta resultar en mythos como
“mito” en el sentido de “leyenda” o “fábula”.
Ya en la dura luz intelectual de Tucídides, y en el pasaje en que expone su
desconfiada metodología, el adjetivo mythódes, que en 1.22.4 designa lo maravi­
lloso propio de la narración, unas líneas antes, 1.21.1, significa sin más lo “míti­
co”, el ámbito de lo que una memoria trabajada por el tiempo relega a esa forma
de olvido y de no verdad que es la distorsión, a la que se opone lo claro y seguro,
tó saphés. También en Píndaro se da, hasta como oposición, el contraste de lógos
y mito (mythoi, plural), como verdad de lo acontecido frente a las ficciones.3

1. Si es que, como corresponde a los tiempos, no se ha procedido ya a su disoiución, en el


caso en una mitología sin mito: Marcel Detienne, L’invention de la mythologie, Galíimard, París
1981 (tr. c. La invención de ia mitología, Península, Barcelona 1985), esp. cap. VII, "El mito
inhallable”. Cf. Luc Brísson, Platón. Les mots et les mythes, Éditíons La Découverte, Paris
19942, esp. "Conclusión". El mito, buscado como lo otro de la ‘'razón”, quedó directa o indirec­
tamente en ia estela del positivismo (en la que Cornford cabe cómodamente). Podría citarse
-para ponerla al margen- la especulación, en otra estela, schopenhaueriana y nietzscheana,
de Giorgio Colli; la densidad trágica de sus nociones de mito y logos (de logos operando
destructivamente en el mito) hacen esa especulación heterogénea a las representaciones que
estamos mentando. Cf. esp. Dopo Nietzsche; La nascita deila filosofía: La sapienza greca I-
III, Adelphi, Milano 1974,1975,1977-80 resp.; Narcís A ragay T usell, Origen y decadencia del
iogos. Giorgio Colli y la afirmación del pensamiento trágico. Ánthropos, Barcelona 1993.
2. Met, 12 982b17-21,3 983b27-984a2,4 984b23-31, II4 1000a9-19,XII 8 1074b1-14. XIV 4
1091b4-12.
3. Olímpicas I 28b-29, NemeasVW 23.
E l PENSAMIENTO ANTIGUO Y SU SOMBRA

Pero es en Platón, como era de esperar, donde la semántica separa las aguas en
forma decisiva. Las dos palabras tienen en él toda la amplia gama de sentidos
que el uso corriente les confiere, pero nunca en forma inocente.4 My (hos puede
ser “cuento” sin más, pero entonces es un decir no importante: Gorgias 505d, no
hay que dejar los cuentos sin terminar, y menos, por supuesto, el diálogo serio
que Calicles está abandonando violentamente. Así mythos es cuento de viejas
(mythos graos, Gorg. 527a4), y estos cuentos deben ser rigurosamente depurados
para que no resulten paidéticamente perjudiciales (Rep. 376e ss.). Pero así tam­
bién los más empinados discursos sobre el ente pueden aparecer en esta luz iróni­
ca de la puerilidad, como los “mitos” que nos cuentan, como a niños, los pensa­
dores aludidos en Sofista 242c-d.
Con Platón, y creo que por primera vez, aparece la oposición en el senti­
do que hoy es usual. En algún caso la distinción no es todavía oposición y se
refiere meramente a la forma: en Protágoras 320c, el sofista ofrece una misma
doctrina, presupuesta como verdadera, en forma de mito -como un hombre
mayor hablaría a los más jóvenes- o, a elección de la audiencia, de lógos, que
aparecen así como modos de exposición alternativos y casi intercambiables.
El contraste está un poco más acusado en Fedón 6 Ib, donde el contexto orien­
ta al mito hacia el lenguaje de la poesía, y al lógos hacia el de la música
filosófica.5 Pero aquí tampoco la verdad está todavía en juego.
El conflicto entre mito y verdad se anuncia en cuanto aparece la piedra de
toque de los “mitos” propiamente dichos, es decir, de los relatos sobre el mundo de
los dioses. Pero este conflicto en tiempos de Platón ya era asunto viejo. En Fedro
229c y ss. tenemos la discusión sobre la verdad de un mito (mythológema c5, que
unas líneas más abajo, d2, será llamado lógos); esta discusión deriva hacia la men­
ción irónica de la desmitologización racionalizante de los sophoí, a ia que Sócrates
pone a un lado sin comprometerse con su pretensión de desnudar al mito como
falso. Por supuesto, esta neutralidad también es irónica. Del desencantamiento no
hay retomo, y sabemos que nadie que haya atravesado esa situación espiritual

4. Para m y th o s en Platón ver ahora Luc B r is s o n , o. c., con excelentes anexos que facilitan eí
mapa de! uso platónico de !a noción, y de cuyos análisis, que recorren este uso en detalle,
nos resultan aquí especialmente relevantes las oposiciones del mito con e! discurso verifi-
cable y con el discurso argumentativo.
5. Digo el contexto, porque el texto no es obvio: los mythoi de Esopo versificados por
Sócrates (que a todo esto en 60d1 han sido llamados lógoi) parecen ser llamados así sim­
plemente por su carácter narrativo, de! que carecería eí himno a Apolo que Sócrates compu­
so primero; pero obviamente este himno (prooímion, 60d2) no es un lógos. Sólo la referencia
precedente a la filosofía como música (60e-61a) colorea la contraposición (o distingo) “mitos
pero no logos” (mythous aü'ou lógous) de 61 b4 con los tonos familiares para nosotros de (o
“poético" distinto de lo “racional’’.
podría volver a creer ingenuamente las historias. Platón mismo usará el proce­
dimiento de racionalizar los mitos, por ejemplo con el de Faetón en Timeo 22c-d.
Pero mythos se convierte propiamente en el contrario de lógos sólo cuan­
do llegamos al centro mismo del problema de la verdad, a la oposición ver-
dadero-falso explicitada: los cuentos infantiles, vistos en el marco serio de
su función en la paideia, Rep. 377a5-6, cf. 522a7-8; Gorgias 523al-2, en don­
de el mito escatológico es llamado lógos justamente por ser verdadero; Cratilo
408c-d: Pan, hijo de Hermes, es hermano del lógos o el lógos mismo, que pue­
de ser verdadero o falso, y que cuando presenta su aspecto “trágico” se vuel­
ve mitos y mentiras; Filebo 14a: un lógos contradictorio, cuya productividad
dialéctica falla, se degrada a myhtos. 6
De este abismo de ía falsedad el mito es rescatado como lo que llamamos
“mito platónico”. Así Gorg. 523a, que acabamos de mencionar. El mismo alcance
tiene la última frase de Rep., que exhorta a confiar en el mito (mythos, 621b8)
escatológico en tanto mito de este tipo peculiar, verdadero en un sentido decisivo,
porque va a desembocar en una opción existencial con las más graves consecuen­
cias. Hasta podría decirse que Platón recurre a sus mitos para comunicar su verdad
más alta, que por serlo debe ser mostrada, no demostrada. En estos momentos más
altos el mito platónico se vuelve casi lenguaje religioso; lo que Platón tiene que
vehiculizar con él es en realidad una creencia, no racional y transdiscursiva: esto
es, su escatología, incluida su doctrina del alma (pese a textos como los “argumen­
tos” o “pruebas” de la inmortalidad en el Fedón). Y sin embargo, esta imposibilidad
de demostración aun después del estricto lenguaje demostrativo resulta, a sabiendas
o no, se lo diga o no, una carencia: la mitopoiesis auténtica ya no es posible, y el
mito platónico no es sino un Ersatz del verdadero mito religioso. Peor todavía si el
mito tiene una función didáctica, esto es, subordinada. (“Recurrir un poco al mito”
para explicar mejor la cuestión: Leyes IV 713a, al introducir el mito de la edad de
Cronos). En estos casos su inferioridad es explícita.7 Por todo ello este mito, aun en

6. Pero no entran en la oposición ios casos en que mythos/lógos funcionan ambos como
“palabra" o "teoría" frente a “hechos", Rep. 376d 9-10: “como si contáramos un cuento
(hósper en mytho(í) mythoiogoüntes) y tomándonos nuestro tiempo, eduquemos a estos
hombres de palabra (lógo(i)); ib. 501e4-5: (sin eí gobierno de los filósofos, no habría remedio
para la ciudad ni Sos ciudadanos), "ni la politefa que narramos con la palabra llegará a
realizarse de hecho" (oudé he politefa hén mythologoúmen lógo(i) érgo(i) télos lépsetai).
Paul F rieolánder, Plato I, tr. ingL, Princeton 19692, p. 172 n. 2, inexplicablemente se basa en
esta frase para afirmar que la exposición íntegra de Rep. sería a la vez "mítica" y "lógica".
7. Salvo que se ios vea directamente como modelos de persuasión destinada a las masas
con fines políticos, donde los premios y castigos corporales (modelo u origen del infierno
cristiano) contrastan con la pura creencia filosófica en la inmortalidad del alma. Hanna A rendt,
Entre el pasado y eí futuro, tr. c. Península, Barcerlona 1996, pp. 141 s.
su función más noble, es desde un punto de vista inferior al “mito verosímil” de
Timeo, una cosmología que no es un mito sino una forma del discurso “lógico”.8
Aquí la mera verosimilitud del discurso pende de la índole del objeto, que es el
mundo sensible (29b3-c3), pero no de la pretensión teórica del discurso mismo,
que sigue siendo máxima.
Mientras, los viejos cuentos han perdido interés. Nuevamente Platón,
C r id a s 110a: esta m ythología (R ivaud, ed. Budé, traduce “récits
légendaires”), motivada por el interés en el recuerdo de los antiguos hé­
roes y la investigación de las cosas ligadas a ellos, no aparece en las póíeis
sino cuando se ha reunido lo necesario para la vida. No se dice si los
sobrevivientes de las catástrofes periódicas de que se viene hablando
contaban algo sobre sus dioses, si los tenían. Pareciera que el mito no es
una necesidad primaria ni sirve para vivir, y que las viejas historias inte­
resan cuando el mínimo de ocio permite una mirada de anticuario. El
mito (como en Tucídides) tiene función de oscura memoria -de memoria
en contexto de catástrofes- y de conocimiento fallido, no de constitu-
ción de sentido.9 Con Aristóteles, el proceso está consumado. Ya indica­
mos (n. 2) los textos en donde establece formalmente la proximidad y a
la vez la radical heterogeneidad de mito y filosofía, nombre privilegiado
del logos a partir de entonces.
Cuando los auténticos mitos, los de la creencia y el culto, se desvalorizan y
desecan, su conjunto se recorta del flujo del lenguaje como lo que modernamente
se llama “mitología”. Aunque el sentido propio de los mitos se vuelva ininteligi­
ble, su prestigio, el respeto o el tributo al vulgo creyente, o quizás una vaga
consciencia de su fundamentalidad, impide que se los deseche. Pero enton­
ces hay que recuperarlos para el nuevo lenguaje, y así se les superpone una
interpretación alegórica, es decir “lógica” (según una noticia) ya desde el

8. En el Timeo, “mito verosímil" y “lógos verosímil" son intercambiables [tón eikóta mython
29d2, etc., pero también katá lógon tón eikóta 30b7, etc.). Pero también allí aparece la
oposición mito /logos verdadero, 26e4-5, cf. 26c7-d3: se trata de la narración de Critias
sobre ia antigua Atenas y la Atlántida, que pretende ser verdadera. En cuanto a la
exposición cosmológica de Timeo, es un discurso probable o verosímil, mythos (29d2,
59c6, 68d2,6 9 b 1 ) o lógos (30b7,48d2, 53d5-6,55d5,56a1, 57d6, 90e8). B risson , p. 163,
sugiere eikós lógos para el discurso (verificable) sobre ei estado actual (perceptible) de
las cosas sensibles, eikós mythos (imeriücable) para los estadios de su constitución. Pero
los distintos lugares del texto no cumplen con esta equivalencia.
9. En Leyes III 680d, y en un contexto semejante, la descripción homérica de ¡a vida de los
cíclopes es una muestra de la mythología del poeta. En Rep. 382c10-d3, donde el plural tiene
el sentido, normal en Platón, de “los mitos que se cuentan” ( B r is so n pp. 188-90), la ignorancia
del pasado da lugar, más turbiamente, a manipulaciones de conveniencia.
siglo VI, con la lectura homérica de Teágenes de Regio. Vimos cómo Platón
sigue este camino (Faetón en Tim.), y también Aristóteles (Met. 1074b1-
14). Pero la alegorización de los mitos florece especialmente en época
helenística e imperial, con los estoicos, los neoplatónicos... Ese respeto fue
fatídico; mejor hubiera sido para el mito que se lo dejara lisa y llanamente de
lado. El logos, en esa falsa operación de rescate, no sólo se lo subordinó y
apropió; peor, lo sometió a un proceso de vampirización y le chupó la subs­
tancia. Al cabo del proceso, la verdad “lógica”, cosmológica o metafísica,
queda perfectamente separada, y la cáscara vacía del mito puede tirárselo
reservarse para los usos de lo inútil: la decoración. Así lo emplea la literatu­
ra elegante y erudita, en Alejandría y en Roma,
Y peor si el mito, manteniéndose en el terreno de la religión, pretend
todavía algún tipo de aceptación seria. Las élites paganas lo usan
displicentemente como adorno, pero el pueblo siempre tiene creencias. Cuan-
do en los tramos finales de la Antigüedad se abre el mercado espiritual y
llegan tiempos de competencia feroz, la vieja crítica ilustrada va a ser usada
por los concurrentes orientales. Las notas de falso y absurdo son reforzadas
(con el agregado seguro de inmoral) por la polémica cristiana contra las dis­
tintas formas del paganismo tardío. Y así, en adelante, por siglos. Aun consi'
derando el mejor momento de su destino moderno -cuando se convierte en
el código del Renacimiento y el Barroco- el mito quedará varado en los
sargazos de la alegoría, el gusto divertido y el rechazo escandalizado. Estos
elementos disímiles juegan y se acomodan todavía a la luz del “gusto” del
siglo XVIII, que ha abandonado la reverencia de lo antiguo.10

10. Y que tiene que rescatar el mito de algún modo para que ¡a literatura no se le desvanez­
ca. El hoy olvidado pero recordable traductor de Homero en verso castellano, don José
Gómez y Hermosiíla, discurre en el “Discurso preliminar" a la litada acerca “Del sentido en
que debe entenderse ia parte mitológica de las poesías de Homero": “Para leer con gusto la
llía da yla Odisea (y lo mismo debe decirse de la Eneida y otros poemas griegos y latinos),
para hallar algún sentido en la parte mitológica y para que sean verdaderas epopeyas, es
necesario no acordarse siquiera del absurdo sistema de las alegorías, entender las pala­
bras en sentido literal y considerar como hechos históricos las ficciones que contienen, por
más imposibles que sean y por más ridiculas que a nosotros nos parezcan". Y, tras ver “qué
idea se formaban ios griegos de las deidades machos y hembras que adoraban en su ciega
credulidad” , debe quedar “...establecido que si queremos bailar sentido racional en las
poesías de Homero, sacar fruto de su lectura y recrearnos con ellas, debemos entender
literalmente lo que nos cuenta de las divinidades fabulosas de los gentiles, trasladarnos al
siglo a que se refieren los dos poemas, hacernos hipotéticamente uno de los ignorantes,
crédulos y supersticiosos lectores para los cuales fueron escritos, y por entonces tragarnos
como verdades las absurdas ficciones que contienen”. (H omero , La Ufada, trad. en verso
castellano por don José Gómez Hermosiíla. Ed. Garnier, Parts s/d, l i pp. XHI s., XVi, XXI).
El PENSAMIENTO ANTIGUO Y SU SOMBRA

Queda al margen la intuición de Vico, que descubre el mundo de la “sabi­


duría poética” y que, más allá de postular la verdad histórica tras la fábula, ve
la heterogeneidad e inconmensurabilidad del mito -y por lo tanto la dificul­
tad para entenderlo- en el carácter totalmente sensible y concreto del pensa­
miento poético, “hundido en el cuerpo”.11 La revalorización pública y notoria
del mito tendrá que esperar al siglo XIX, con el Romanticismo (que busca una
nueva mitología)12 y ei Idealismo alemán. El nombre decisivo aquí es Scheüing
y su Filosofía de la mitología, que por primera vez pide que no cercenemos el
mito, sino que, al contrario, ampliemos nosotros nuestro pensamiento para
comprenderlo. El mito no es voz vicaria que dice otra cosa, alegoría, sino que
se dice a sí mismo, es tautagórico, y lo es radical e irrebasablemente.
Pero entretanto habían hecho su entrada ios salvajes. La expansión eu­
ropea se encuentra en todas partes, en todas las culturas, con narraciones
sobre realidades sagradas. Las primeras interpretaciones responden a dos es­
quemas simétricos y opuestos: el cristiano de la degeneración, y el ilustrado
del infantilismo. Marcel Detienne recuerda en la apertura de L’intención de
la mythologie 13 dos libros aparecidos el mismo año de 1724. En uno de ellos,
Moeurs des sauvages amériquains comparées aux moeurs des premiers temps, el
padre Joseph-Fran^ois Lafitau, jesuíta en Norteamérica, a pesar de o por una
cierta asimilación admirativa de los americanos a los antiguos, reprocha a
aquéllos las “ideas camales” de sus fábulas. En el transfondo, juega el para­
digma de la Revelación originaria mancillada y deformada, degradada por el
doble alejamiento -temporal y pecaminoso- de lo inicial. A la inversa,
Fontenelle, en De Vorigine des fables, ve los mitos como productos de una
ignorancia infantil, que evolucionarán hacia las religiones; pero como a la
vez son efecto de un querer saber, podrían evolucionar también hacia la ra­
zón, como lo hicieron los griegos a partir de los mismos inicios.
El mito griego funciona aquí todavía como modelo y punto de compara­
ción, y en último término como lo que permite la traducción de lo extraño a lo

11. Nuestra mente, tejida de abstracciones, no puede ya penetrar en las mentes heroicas,
"enteramente inmersas en los sentidos, rendidas a las pasiones, enterradas en los cuerpos"
(Scienza Nuova, 1744, § 378). Sobre el carácter sensible del mito, cf. por ej. §§ 700, 703.
Pero por detrás está la verdad histórica, passim y por ej. §§ 149-50.
12. Cf. Gode von A esch , Natural Science in Germán Romantícism (tr. c. El Romanticismo
alemán y las ciencias naturales, Espasa-Calpe Argentina, Bs. As.-México 1947), cap. XIII.
13. Marcel D etienne, L’invention de la mythologie cit., tr. c. pp. 5-7,14-17. Sobre esta temáti­
ca cf. también las primeras páginas de "Lo crudo, el niño griego y lo cocido" en Pierre V ioal-
N aquet , Le chasseur noir. Formes de pensée et formes de societé dans le monde grec,
Frangois M aspero, París 1981; tr. c. Formas de pensamiento y formas de sociedad en el
mundo griego. El cazador negro, Ediciones Península, Barcelona 1983, pp. 158 ss.
familiar. El siglo XIX, al hilo de la antropología de base etnográfica y la ciencia
de las religiones, consumará el extrañamiento. Esas disciplinas se apropian del
fenómeno, cuya universalidad hará que la noción de mito se amplíe hacia las
expresiones generales “pensamiento mítico”, “hombre mítico", que en prind-
pió equivalen a lo no occidental y/o lo primitivo. Por supuesto, la antropolo­
gía decimonónica es el modo en que Europa se hace cargo de los datos cultura­
les de sociedades colonizadas. La ideología colonialista no está presente en
ninguna ciencia social tan evidentemente como en ella, construida de raíz des­
de el más desembozado eurocentrismo y “modemocentrismo”. La inferioridad
de estas sociedades es equiparada a la niñez (un niño al que contemporánea-:
mente la pedagogía o la psicología no reconocen especificidad, adulto en mi­
niatura). Es la célebre mentalidad “prelógica”, primer escalón hacia el pensa­
miento “lógico” y adulto. Pero se trata de un crecimiento que podría darse o
muy posiblemente no darse, por incapacidad constitutiva.
A pesar de este carácter groseramente ideológico, y sin quererlo, la an­
tropología consumará una herida en el narcisismo de Occidente no siempre
reconocida, y que el divorcio entre helenistas y antropólogos, aún a fines del
siglo XX, prolonga atenuada. Si el mito es un fenómeno universal, y si la
noción misma de cultura se vuelve plural y en principio puede ser fáctico-
descriptiva a pesar de las valoraciones sobreañadidas, la herencia de la An­
tigüedad tenderá a quedar nivelada dentro de esa multiplicidad en la que los
títulos especiales que exhibe pueden no ser tomados en cuenta. El historicismo
y el positivismo ponen en crisis la noción misma de lo clásico como modelo,
que ubicaba en un plano superior a Grecia y Roma (y a Europa como su
hija). De haber sido la pauta con la que se empezaron a leer las diversas
mitologías, Grecia pasó a ser leída desde los “primitivos”, y corrió el riesgo
de que la imbecilidad de éstos se le proyectara.
El tardío siglo XX, a la zaga de la descolonización y coincidiendo en parte,
hacia los años sesenta, con un no duradero auge político de los países del Tercer
Mundo, produjo -en especial con la difusión del estructuralismo- la revaloriza-
ción y el reconocimiento de la especificidad del pensamiento mítico, al que se le
concede la autonomía con respecto al “lógico”. En principio, se deja de lado el
prejuicio de la inferioridad, Pero el mito griego no había esperado los beneficios
de esta amnistía general, y ya había recuperado su posición de privilegio mucho
antes. El siglo XX, convulsionado como pocos (y el clima espiritual se adelantó a
las grandes catástrofes que lo signaron), buscó su Grecia por encima de lo
secularmente consagrado y gastado como clásico y asumió como propios los
mitos griegos en una dimensión mucho más profunda que la decorativa o erudi­
ta. Podríamos mencionar a Freud o Joyce sólo como un par de testigos en una
lista de nombres seguramente larga: piénsese en la poesía, el teatro y el cine.
Tal vez esto nos dé una pista para que podamos recuperar una especifici­
dad de lo griego desde otro lugar que el del modelo clásico. Para ello habría
que volver a preguntarse -sin valoraciones, y más vale con cierta inquietud-
por la ambigua relación de Occidente con el mito; y en primer lugar y preci-
sámente, con el mito de la antropología.
M^thos-iógos, “palabra” y “palabra”: modos de la manifestación del mundo
por la palabra. De la manifestación del mundo, porque ambos son originaria-
mente, y pretenden ser, una mención de lo “esencial”, de la “verdad”, de la
“realidad”, el mito (cf. Mircea Eliade) tanto como el logos, y tal vez más que
el logos. Podríamos quizás esquivar la cruel oposición “racional”-* irracio-
nal” con la menos comprometida entre “narración” y “discursividad”, o en­
tre lenguaje mostrativo y demostrativo. Se trata de dos modos de discurso
con legalidad propia. De aquí algunos rasgos exteriores obvios: mythos es
palabra que se oye de quien la dice. El mito vive en la comunicación oral y
en la participación emocional ligada a la oralidad y al manejo directo de lo
concreto. No hay conceptos, pero tampoco individuos o personas, sino per­
sonajes de una acción y sus res gestae. El logos, lenguaje de la descripción y la
demostración, que recurre a la generalización y a la abstracción conceptual
y formal, es una toma de distancia: del hombre con el mundo y luego consigo
mismo, y también del hombre con la palabra. Recordamos estos lugares co­
munes porque la “falsedad” del mito aparece cuando lo queremos asimilar a
nuestro modo de dar cuenta del mundo y lo tomamos como una explicación.
Así necesariamente resulta o falsedad o alegoría. Pero sería esencial enten­
der que el mito no es respuesta a nada pues no habría pregunta previa. No es
la explicación que se forja un hombre ante un mundo en el cual se encuentra
sin entenderlo (una suerte de Adán provisto de su curiosidad y su tabula
rasa), sino la instalación misma -y siempre previa- en el mundo. Pensarlo
como explicación responde a una proyección de la mentalidad lógica que
tampoco puede saltar tan fácilmente por encima de ella misma, si es que
puede; Aristóteles, que lo ve como respuesta al asombro y como filosofía
larvada, entiende ya tan poco al mito como el positivista que lo ve como
ciencia primitiva.
Pero el mito en todo caso es palabra que revela el mundo e instaura la
verdad, y además es palabra eficaz, poderosa. El mito siempre estuvo en las
cercanías o compartió el territorio del rito. Desde el punto de vista de la
cultura europea, así como el mito fue visto como explicación, “ciencia”, el
rito resultó magia, “técnica primitiva” para influir en el acontecer natural.
Pero lo que está en juego -y sin entrar en el terreno de la largamente discu­
tida relación entre mito y rito- es la “revelación” y “(re)creación” del mun­
do, los momentos de la instalación efectiva en el mundo. Y esta instalación
no tiene fisuras. El lenguaje mítico es un lenguaje semánticamente
sobresaturado.
Sí volvemos a recordar el tan mentado tránsito, tengamos en cuenta,
por de pronto, que “mito” no es lo mismo que “religión”: el abandono del
mito no es una laicización. Ni el supuesto tránsito supone la desaparición de
actitudes o zonas míticas (en las que que el Occidente contemporáneo tam­
bién abunda). Ahora bien, en el sentido del “pensamiento mítico” de la an­
tropología, del “ser” mítico, en Grecia no hay mito, “Grecia” como aconteci­
miento espiritual es la ruptura del mito. Y esto, obviamente, no significa que
en Grecia no haya habido cultos y mitos en sentido estricto, y actitudes
“irracionales”, etc. Lo que queremos decir es otra cosa.
El Logos (Grecia-Occidente), sólo puede aparecer en una fisura de la rea­
lidad que instaura la pregunta sin respuesta, y así instaura la búsqueda de res­
puestas. Entonces la revelación del mundo se vuelve explicación, dicha en len­
guaje demostrativo. La palabra ya no es inmediatamente efectiva: se vuelve
teoría. (Su efectividad será mediata, cuando el conocimiento teórico que se
logre dé la base para una tékhne -de la persuasión en la Ciudad- o una técnica
-del dominio sobre ia Naturaleza-).
¿Dónde ubicar, en Grecia, un momento propiamente “mítico”? Ese esta­
dio habría que perseguirlo hasta la Hélade pre-griega, y aun así, se escapa.
Tras el antecedente del rey-sacerdote minoico de Evans, j.-P. Vemant pro­
yectó sobre la figura del rey micénico la del rey babilónico como Rey divino,
Centro del rito -del Mundo- en el ritual del Año Nuevo previamente divul­
gado por Comford. Pero actualmente el rey divino micénico está perdiendo
predicamento, como Vemant mismo lo reconoce en el prólogo a la 2~ edi­
ción de Los orígenes del pensamiento griego.14 Y sin embargo, el Palacio nos
invita a pensarlo como Centro, simbólico no menos que administrativo o
económico. ¿Y qué dimensiones podemos entrever en ei culto, con las mani­
festaciones de los femenino y ctónico junto a los dioses que se continuarán
en los Olímpicos? Así sucede en la continuidad, comprobada
arqueológicamente, en Eleusis y otros puntos. En cultos agrarios o extáticos,

14. Jean-Pierre V ernant, Les origines de la pensée grecque (1962), tr. c. Los orígenes del
pensamiento griego, Eudeba, Bs. As. 1965; id. con "Prólogo ala nueva edición’' [1987], Paidós,
Barcelona-Bs. As.-México 1992. En este prólogo (p. 14) se renuncia a la concepción del
wánaxmicénico como el “rey divino, mágico, señor del tiempo, dispensador de la fertilidad”
(p. 41), que Vernant confiesa haber tomado de Frazer vía Gernet, y que se cruza con la
aproximación de Comford entre Hesíodo y el mito babilonio (F. M. C ornford, Principium
Sapientiae, ed. W. K. C. Guthrie, Cambridge 1952, ll; cf. J.-P. V ernant, Mythe et pensée
chez les Grecs, Maspero, Paris 1965, VII, “Du myhte á la raison", tr. c. Mito y pensamiento
en la Grecia antigua, Ariel, Barcelona 1973, pp. 334-364).
vida y muerte, como hombres y dioses, constituyen un continuo o ai menos
no suponen ámbitos separados, como todavía en época histórica se da en los
misterios o en los ecos del dionisismo.
Puede discutirse la memoria de Micenas que se mantiene en Homero. 15
Pero la ruptura se traduce en un gran olvido de las dos cosas fundamentales:
el Palacio, lugar del poder que deja un hueco que nunca vuelve a colmarse.16
Y la Tierra, como si aquellos migrantes hubieran sancionado el desarraigo.
Los lugares del culto y las tumbas quedan atrás. Desaparece, en Homero, el
hemisferio nocturno o subterráneo de lo divino.17 De acuerdo al socorrido
lugar común del antropomorfismo de la religión homérica, los dioses mismos
se humanizan, son hombres y mujeres tal vez más hermosos y fuertes, pero
sujetos a las mismas pasiones y debilidades que nosotros, y que a veces hasta
pueden ser rechazados y heridos en el campo de batalla.
Y sin embargo, hay una diferencia: por semejantes que sean dioses y hombres,
los dioses, que han nacido, no mueren. Los hombres en cambio son “los mortales”.
Una nueva concepción de la muerte produce un corte en lo que era el continuo
vida-muerte, y en consecuencia produce el discrimen entre hombres y dioses.
Por cierto, Homero tiene un destino para la psykhé, ese último aliento que,
convertido en mínima imagen del difunto, nos frecuenta en sueños hasta que
la cremación le permite el ingreso al Hades (II. 23.69 ss.). Con la cremación
queda abolida la presencia activa y poderosa del muerto en su tumba. Los
vínculos entre este mundo y el otro se cortan, o se debilitan hasta volverse

15. Sobre los recuerdos micénicosen Homero, véase la observación de Finley acerca de la
rápida deflación entre Helen Lorimer, Homer and the Monuments (1950) y G. S. Kirk, The
Songs of Homer {1962), en M. I. F in l e y , The World of Odysseus (1954\ 19772),tr.c. El mundo
deOdiseo, FCE, México (1961\ 19782), p. 214, y Ap. I.
16. Ni siquiera hay en Homero una palabra que signifique '‘Palacio": Mary O. Knox. " “House"
and "Palace” in Homer", JHSX C, 1970,117-20.
17. Cf. Conrado Eggers L an , Introducción histórica al estudio de Platón, Eudeba, Bs. As. 1974, p.
19: “¿Qué podía importarles a estos señores libres y desarraigados, que se habían marchado
de Grecia...’ aquella diosa-tierra, región-madre, que hemos calificado como 'el secreto de! arrai­
go’ de sus antepasados? Si algo les importaba, habría de ser sólo para dolerles y todo Indica
que, muy freudianamente, optaron por suprimirla o relegarla hacia un oscuro lugar secundario. Y
lo mismo aconteció, por lógica consecuencia, con todo aquel siniestro mundo clónico’’. (La
primera cita corresponde a Bruno Snell, Die Entdeckung des Geistes, 19553, p. 57, adonde se
remite. [Ctassen Verlag, Hamburg, 1963; tr. c. Las fuentes del pensamiento europeo. Razón y
Fe, Madrid 1965, p. 59.] Cf. también Walter F. Orro, Die Gótter Griehchenlands, G. Schulte-
Bulmke, Frankfurt a. M. 1961,19706, IV 10.) Esto no significa que, a espaldas de Homero, ¡os
mitos sombríos y las prácticas mágicas no continuaran existiendo, y reaparecerán ya en la
Odisea (E. R. D odos, The Greeks and the Irrational, Univ. of California Press, Berkeley-Los Ange-
les-London 1951 [19732], p. 43; M .!. F inley, El mundo de Odíseocit, pp. 171 s.).
insignificantes. La existencia allí abajo, si bien no es algo semejante a un in-
fiemo, es por lo menos inane y sin consciencia, es como no ser: recordemos una
vez más el célebre episodio de la sombra de Aquiles, que prefiere servir a un
campesino pobre a señorear sobre los muertos (Od. 11.488-91). La muerte
aparece por primera vez, pues, como límite de la vida.18
Y además, como lo incomprensible e inmanejable. Para el hombre por cier-
to, que no puede en general preverla y nunca puede evitarla. Pero aun Zeus, el
padre poderoso de los dioses, debe aceptar la parte que les toca a aquellos
mortales, a veces sus hijos, que quiere salvar. “Parte”, morra, usualmente tradu-
cido, equívocamente, con mayúscula, no es una diosa. Pero tampoco -como
pudo decirse- algo que se aproxime a una legalidad o la prepare: es algo nece­
sario, como aquello que luego se pensará como legalidad, pero carece de la
racionalidad de lo legal; la motra es incomprensible, es “porque sí”.19
Pero esto, que no es ni “racional” ni inteligible, tal vez nos ponga en la
pista del llamado “racionalismo” homérico. Como se ha dicho innumerables
veces, su concepción de la muerte no lleva a Homero a ninguna desespera-
ción o visión sombría, sino a una exaltación de la vida, en la que aparente­
mente queda borrada la dimensión del misterio. El acontecer unitario
cósmico-sagrado se retira al fondo y casi se esfuma; en cambio aparece, en
múltiples perspectivas, el límite. Y el horizonte del límite es la muerte, una

18. El de Aquiíes y los demás pasajes homéricos condenados por Platón en Rep. 386c~387a
no presentan al Hades como un lugar de castigos sino como la vacuidad de una casi no
existencia. Cf. W. F. Orro, o. c., ibid. y Martin P. N ilsson , A History o f Greek Religión (1925),
tr. c. Historia de la religión griega, Eudeba, Bs. As. 19682, cap. V, “Antropomorfismo y
racionalismo homéricos1', esp. pp. 174 ss., que matizaría esta presentación esquemática,
confirmando la idea de muerte como fin. C. E gqers Lan, o . c. pp. 20 s „ 35 ss., niega la
distinción vivos-muertos y hombres-dioses en un primer estrato homérico -el que suprime io
ctónico, y con elfo uno de los términos de ia oposición- pero ¡a encuentra en el Homero
orientado hacia los nuevos tiempos, con la experiencia de la muerte como límite.
19. Cf. W. F. O tto , o. c., Vil. Zeller había encontrado en la Moira una prefiguración de ia
legalidad natural. Como vio C ornford, From Religión to Philosophy (1912) I § 4 (Harper and
Row, New York 1957, pp. 12 s.), Motra es límite de los dioses-, también los inmortales se ven
excedidos en su poder y su comprensión por la muerte: así en Od. 3.236-8; II. 16.433 ss. y
22.168 ss., usualmente citados en ei mismo sentido, no niegan a Zeus la posibilidad de
saivar a sus preteridos; es la desaprobación de los otros dioses, expresada respectivamen­
te por Hera y Atenea con la misma fórmuia (16.443,22.181) lo que se lo impide: no un must,
sino un ought(A. W H. Adkins, "Homeric Gods and the Valúes of Homeric Society", JHSXCU,
1972, p. 16). Sin embargo esta imposibilidad “morar1-desproporcionada a ia usual potencia
dei dios- no resulta menos compulsiva. La observación al pasar de H. F ránkel, que nunca
se nombra el "todo” de esta “parte", señala también hacia la profunda ininteligibilidad de la
moira {Dichtung undPhilosophie des frühen Griechentums, 1950,1962,1969; tr. c. Poesía y
Filosofía de ia Grecia Arcaica, Visor, Madrid 1993, p. 67).
potencia limitante que ni hombres ni dioses pueden dominar, y ni siquiera
comprender. Pero si esto es así, el universo del mito, mundo cerrado sobre sí,
previo a la explicación porque es previo a la pregunta, se resquebraja. La
sobresaturación semántica del mito sufre la aparición de una zona en blanco,
de una carencia o falta. La muerte como agujero y límite es tal vez la condi­
ción de la ruptura de su círculo. El mito no era una respuesta porque no
había pregunta. Tal vez allí, en ese hiato que abre la muerte, puede alojarse
por primera vez una verdadera pregunta, esto es, una pregunta sin respuesta,
al menos sin respuesta inmediata. Después podrán hacerse preguntas explí­
citas que recibirán respuestas discursivas, esto es, habrá logos.
De hecho, la situación ya está dada en la índole del lenguaje de Homero,
que no es mythos sino épos, épica. Ni siquiera es el lenguaje espontáneo de un
pueblo o una comunidad: esta épica común a varios grupos, y luego a todo el
mundo helénico, se dice en un lenguaje artificial, “literario” antes de la escri­
tura. La epopeya no es “mítica”; de ningún modo es un decir sagrado. Homero
no revela nada: los dioses no dan cuenta de la totalidad ni la encaman. Están
en el épos como uno de sus elementos; no son clave de una historia primordial.
Por último, otro aspecto inédito de esta situación es el de la “individuali­
dad” ligada al poder. En las sociedades orientales nos encontramos con una
consubstanciación de la “ley” o la “justicia” con la voluntad divina del gober­
nante.20 Voluntad no arbitraria, si es que es voluntad: el rey sacro no hace “lo que
quiere”, está ligado al orden del mundo, no sólo porque cumple lo ritualmente
pautado y sus actos u órdenes responden al orden, sino porque, en el límite, él
mismo “es” ese orden. Sus mismos actos, en principio, producen el orden, y así
resulta que no puede infringirlo. Pero en una situación en la cual el que manda
puede apartarse arbitrariamente del orden, el ejercicio del mando da pie a una
suerte de “individualización”, en el sentido deque el jefe se recorta de la totali­
dad: de la comunidad (tribal) y del mundo (sacro). El rey sacro no puede ser
arbitrario. Cuando la arbitrariedad, ejercida y sufrida como tal, se vuelve posi­
ble, encontramos nuevamente una fisura en el orden mítico del mundo.
Comford, remitiéndose a Durkheim, veía en el jefe al primer individuo,
que encama y personaliza la autoridad colectiva de la tribu.21 Pero el caso en
Homero es distinto. Aquí el mandar (anássein, que es también “poseer”)22 se­
para a un hombre del conjunto y lo contrasta con los otros. Si el que manda se
distingue en tanto manda, su “voluntad” se recorta de la totalidad del acontecer

20. Infra, p. 26.


21. F. M. C o rn fo rd , o . c ., ¡II § 64, p. 108.
22. C. E ggers L an , o . c.t cap. III, donde se ubica en Homero ei “despertar de la individuali­
dad1’, sobre otras bases.
mítico. Por cierto, esta emergencia del ánax no sería la del individuo de nin­
gún individualismo ni la de una “personalidad” -y en este sentido es muy
distinta del “despertar de la personalidad” señalado en general en la lírica
arcaica- sino otro momento de la ruptura del mundo mítico cerrado sobre
sí. Y cumple -com o motra en otro aspecto- una función paradójica, la de
abrir el lugar para la ulterior emergencia de la ley impersonal de la pólis: en
la doble prepotencia ilógica de la muerte y del jefe aflora un vacío de sen­
tido. Este vacío constituyó el momento crítico fundante. Para llenarlo
-para intentar llenarlo- Grecia se fabricó la herramienta (o el arma) in­
édita del lógos, y la aplicó a esas tareas que se llamaron, y que seguimos
llamando, filosofía y política.
El tema de ia justicia se vuelve mareante en la estricta contemporanei­
dad, donde los parámetros y valores parecen fundirse en el vistoso magma
postmoderno, y donde las exigencias más elementales de la supervivencia
individual y colectiva están atrapadas en la danza macabra de los poderes
globales. El carácter inédito de los fenómenos ~y en primer lugar, su dimen­
sión planetaria™ nos encuentra en un estado de indefensión teórica y prácti­
ca. Las concepciones de la justicia hasta ayer admitidas y aun consagradas se
reflejan en el espejo irónico de una consciencia epocal que prefiere decla­
rarse impotente a admitir su azoramiento y su asombro ante lo que no pre­
vio. Sobre este fondo, donde las convicciones de hace una década suenan
ininteligibles, parece no tener sentido volver a convocar a aquellos griegos
que Occidente eligió y erigió, hace miicho, como sus clásicos. Y tal vez sea
mejor así, porque habría motivos para una razonable desconfianza: el mons­
truo aquí presente se viene gestando desde hace mucho, y sus raíces mediatas
seguramente se nutrieron de las diversas teologías, renacimientos y huma­
nismos cuyos complejos frutos eran diferentes de lo anunciado. Sin embargo,
alguna vez habrá que revisar con cuidado el proceso por el cual, a través de
esas herencias e instauraciones, se convirtieron en nuestros clásicos políti­
cos justamente dos filósofos -Platón y Aristóteles- que velaban -con deses­
peración uno, tranquilo y curioso el otro- el lecho de muerte de la pólis.
En ese papel es posible que tengan algo, y hasta algo nuevo, que decimos.
Pero no vamos a acudir a ellos en este intento de aproximar una reflexión sobre
la justicia al ámbito griego. Más vale nos vamos a dirigir a los comienzos, y al
comienzo del comienzo, donde puede atisbarse la emergencia misma del pensa­
miento. En efecto, una de las matrices del pensamiento arcaico está en la noción
de Díke, cuya evolución contribuirá a la fundación misma del ámbito de lo
mítico. Por cierto, esta emergencia del ánax no sería ia del individuo de nin­
gún individualismo ni la de una “personalidad” -y en este sentido es muy
distinta del “despertar de la personalidad” señalado en general en ia lírica
arcaica- sino otro momento de la ruptura del mundo mítico cerrado sobre
sí. Y cumple -com o mofra en otro aspecto- una función paradójica, la de
abrir el lugar para la ulterior emergencia de la ley impersonal de la pólis: en
la doble prepotencia ilógica de la muerte y del jefe aflora un vacío de sen­
tido. Este vacío constituyó el momento crítico fundante. Para llenarlo
-para intentar llenarlo™ Grecia se fabricó la herramienta (o el arma) in­
édita del lógos, y la aplicó a esas tareas que se llamaron, y que seguimos
llamando, filosofía y política.
El tema de la justicia se vuelve mareante en la estricta contemporanei­
dad, donde los parámetros y valores parecen fundirse en el vistoso magma
postmoderno, y donde las exigencias más elementales de la supervivencia
individual y colectiva están atrapadas en la danza macabra de los poderes
globales. El carácter inédito de los fenómenos -y en primer lugar, su dimen­
sión planetaria- nos encuentra en un estado de indefensión teórica y prácti­
ca. Las concepciones de la justicia hasta ayer admitidas y aun consagradas se
reflejan en eí espejo irónico de una consciencia epocal que prefiere decla­
rarse impotente a admitir su azoramiento y su asombro ante lo que no pre-
vió. Sobre este fondo, donde las convicciones de hace una década suenan
ininteligibles, parece no tener sentido volver a convocar a aquellos griegos
que Occidente eligió y erigió, hace mycho, como sus clásicos. Y tal vez sea
mejor así, porque habría motivos para una razonable desconfianza: el mons­
truo aquí presente se viene gestando desde hace mucho, y sus raíces mediatas
seguramente se nutrieron de las diversas teologías, renacimientos y huma­
nismos cuyos complejos frutos eran diferentes de lo anunciado. Sin embargo,
alguna vez habrá que revisar con cuidado el proceso por el cual, a través de
esas herencias e instauraciones, se convirtieron en nuestros clásicos políti­
cos justamente dos filósofos -Platón y Aristóteles- que velaban -con deses­
peración uno, tranquilo y curioso el otro- el lecho de muerte de la pólis.
En ese papel es posible que tengan algo, y hasta algo nuevo, que decimos.
Pero no vamos a acudir a ellos en este intento de aproximar una reflexión sobre
la justicia al ámbito griego. Más vale nos vamos a dirigir a los comienzos, y al
comienzo del comienzo, donde puede atisbarse la emergencia misma del pensa­
miento. En efecto, una de las matrices del pensamiento arcaico está en la noción
de Díke, cuya evolución contribuirá a la fundación misma del ámbito de lo
político. En esta evolución, el problema de la justicia, que signa los pasos inicia­
les de la constitución de la pólis, pone en obra un proceder racional que no tarda
en convertirse en pensamiento explícito. Lo mentado en díke, palabra cuyo sen­
tido originario parece relativamente restringido, a poco andar transpasará todos
los planos (el teológico-cosmológico tanto como el ético-político), y terminará
aportando al pensamiento arcaico algunos de los esquemas conceptuales (en
cierto modo ya una lógica y una ontología) que le permitirán hacerse cargo de la
“realidad” como tal. También los hombres de ese tiempo se las vieron con pro­
blemas no conocidos. La hazaña de dominar íáctica y conceptualmente las gra­
ves alteraciones económicas y sociales de comienzos de la edad arcaica desarro­
lló las fuerzas de la reflexión como para que estuviera inmediatamente en condi­
ciones de proponerse lo que luego habría de llamarse filosofía. La reflexión -que
por cierto no nace como saber contemplativo- se establece sobre el suelo del
conflicto, del cual hace su contenido y su “tema” concreto. A partir de allí, el
pensamiento griego instaura lo que podríamos llamar una ontología del conflic­
to, que con algunas grandes alternativas (los Sabios políticos, los presocráticos,
los trágicos, los sofistas) llega hasta Platón. No sé cómo resonaría un pensamien­
to así si emergiera en el no muy culposo minimalismo con que nos protegemos
de la enormidad epocal. Pero aquel lejano origen es por lo menos un ejemplo de
qué hacer con lo imprevisto, como lo eran los fenómenos violentos que arranca­
ron a esa sociedad de su recaída en la prehistoria.

En las antiguas culturas orientales la “justicia” tiene una base teológica


y teocrática que le confiere alcance ontológico. En Egipto, el querer del rey-
dios es la causa inmediata de los acontecimientos que realizan el orden del
mundo (natural y humano), orden que por ello “es”, y es necesariamente
“justo”. En Mesopotamia, en cambio, el rey es enviado y lugarteniente del
dios, y como tal declara ia justicia en forma privilegiada. Con estas formas
de teocracia contrastan los imperios indoeuropeos (el hitita, y luego el per­
sa), en donde el rey es jefe de una aristocracia conquistadora y sólo puede
pretender a alguna suerte de cercanía especial con los dioses (aunque inten­
te, con mayor o menor éxito, aproximarse al modelo teocrático).1 En el sub­
suelo histórico y cultural helénico, podríamos en pq.ncipÍo pensar al rey
micénico sobre estos modelos orientales, como clave de la dinámica mítica
en tanto Centro del Mundo, centro de poder y centro simbólico cuya organi­
zación material y espiritual es proporcionada por la unidad sobresaturada

1. Cf. Mario A. L evi, La lucha política en el mundo antiguo, tr. c. Rev. de Occidente, Madrid
1967, cap. i, “Ley estatal y ley sagrada’’.
del Palacio. La escuela historiográfica francesa tiende a resaltar la continui­
dad entre el mundo micénico y el griego. Así J.-P. Vemant, en un libro de
amplia difusión,2 pone la sombra del Palacio como telón de fondo del esque­
ma conceptual y espiritual del muy posterior mundo político. Es significati­
va la doble línea que, sin aparente consciencia de contradicción, aparece en
esta obra. Por una parte se anuncia que el viraje del siglo VIII al VII, en que
se funda la pólis, ha de rastrearse sobre el fondo del pasado micénico.3 El
problema conceptual se retrotrae así hasta el colapso del wánax: éste unifi­
caba y ordenaba las clases y funciones desde un poder más que humano, y su
desaparición instaura el problema del orden a partir del conflicto entre gru­
pos funcionales distintos y rivales “ ~o para adoptar la fórmula misma de los
órficos-, ¿cómo, en el plano social, puede surgir ío uno de lo múltiple y lo
múltiple de lo uno?” La lectura (a la sombra de G. Dumézil) de la historia
institucional y de los mitos reales áticos mostraría el “estallido de la sobera­
nía”, esto es, la separación de la basileía (el ámbito de la realeza religiosa) y
de la arkhé (el mando político), que define así el terreno de lo político-pro-
fano, separación que es reinterpretada como contraposición de clases fun­
cionales. Pero esta contraposición termina resolviéndose, no entre diferen­
cias funcionales sino entre g¿ne, familias o clanes nobles, en el agón o compe­
tencia noble entre iguales, que supone la unidad previa de la philúx y que se
transpondría en la organización política, y en último término derivaría en la
igual distribución del poder, la isononúa democrática.4 Una página antes, sin
embargo, Vemant ha esbozado un conflicto y un curso distintos; la caída del
Palacio habría dejado en libertad y enfrentadas a una aristocracia guerrera y
a las comunidades aldeanas; aunque, con una disyunción cronológica impor­
tante, indica la “sabiduría” de los Sabios del s. VII como el lugar donde este
conflicto buscaría un equilibrio.5
Una aproximación distinta surge de la historiografía inglesa. M. I. Finley
en especial (a partir de la investigación sobre la posesión de la tierra) sostuvo
la tesis de un corte institucional entre el mundo micénico y la Edad Oscura.6

2. J.-P. V ern ant, L o s orígenes del pensamiento griego (cit. p. 20 n. 14), donde recordamos
cómo el mismo Vernant abandona luego el carácter divino del wánax.
3. Introd. p. 25, Pról. p. 12 (citamos latr. c., 1992).
4. Cap. Ill, cf. esp. pp. 57-60 (cita, pp. 57 s.); cap. V.
5. Pp. 52 s.
6. Cf. esp. “Homer and Mycenae: Property andTenure", HistoriaM12,1957, pp. 133-159(con
la oposición de Vernant, o. c. p. 52); El mundo de Odiseo (cit. p. 20 n. 15); también la
síntesis en Earíy Greece: the Bronze and Archaic Ages, London 1970, caps. Vi-Vil (tr. c.
Grecia primitiva: la Edad de Bronce y la Era Arcaica, Eudeba, Bs. As. 1974).
La caída de los palacios y el momento de desorganización y empobrecimiento
concomitante (que no puede hoy ya describirse simplemente como la “inva­
sión de los dorios”, “creación de la historiografía del siglo XIX”),7 va junto a
una continuidad de los aspectos básicos de la cultura, atestiguada por la alfa­
rería. Más todavía, como mostró la obra de M. P. Nilsson, las raíces de la reli­
gión griega clásica hay que buscarlas en el período micénico. Pero esto no
aminora el hiato en la economía y en la organización social y política. Los
“reyes” homéricos son el producto de una mutación en la noción misma de
monarquía: en ningún caso se reconstituirá un poder supremo y unificador
como el del wánax micénico, y la designación de basileús (que en las tablillas
micénicas parece designar a ciertos jefes o funcionarios subordinados) tiende
a significar menos la cúspide única cuanto el primus ínter pares (como entre los
feacios de la Odisea) y aun la clase misma de los jefes en cuanto clase (así los
basilets beocios de Hesíodo, y cf. Od. 1.394-5). A las puertas de la polis, la
institución monárquica ha desaparecido y el poder es detentado más vale por
la aristocracia (como los eupátridas atenienses), y aun por familias determina­
das (Baquíades de Corinto, Pentflides de Mitilene, o en el norte los Aléuadas
de Larissa). Estas aristocracias han logrado un equilibrio y una cultura pecu­
liares cuando, hacia el s. VIH, el equilibrio se rompe, los tiempos se aceleran y
fenómenos de amplio alcance se constituyen en los datos del problema para
cuya solución habrá de inventarse la política.
¿Pero cuál ha sido exactamente el problema que la pólis, y el pensa­
miento ligado a ella, intentan resolver? La cuestión tiene importancia histó­
rica y además filosófica, porque la búsqueda de solución para dificultades
apremiantes y aparentemente incomprensibles llegó a incidir en forma pro­
funda y a la vez explícita en la matriz conceptual helénica. Categorías tan
decisivas como unidad y multiplicidad, igualdad, desigualdad y equilibrio,
límite e ilimitado, se fraguaron en la came misma de estos procesos.
El esquema de Vemant es seductor: la caída del Palacio deja abierto el lugar
(el Centro) para la concurrencia de muchos en el poder; pero al fin será este
juego mismo el que ocupe ese espacio, y la igualdad fundamental de sus partici­
pantes fundará una igualdad institucional que se transpondrá a la pólis demo­
crática. Pero retrotraer la cuestión hasta la desaparición del wánax implica una
proximidad ilusoria entre el mundo micénico y el mundo político. El conflicto,
cuando se presente, no se presentará como la consecuencia de una pérdida, sino
como el terreno originario, y la unidad será descubierto en el conficto mismo. Y
habría que ver también en qué medida es el agón aristocrático lo que desemboca,

7. Martín S. RuiPÉREz-Antonio T ovar, Historia de Grecia, Montaner y Simón, Barcelona


19793, p. 60.
El PENSAMIENTO ANTIGUO Y SU SOMBRA

como sugiere Vemant, en la unidad dinámica de la pólis. Porque ésta no será una
unidad entre iguales, sino entre elementos distintos. Las aristocracias, unidas
por lazos personales por encima de las sociedades que presidían, tendieron más
bien a reconocerse en una laxa comunidad “internacional" suprapolítica. Las
bases del conflicto político las proporcionan menos las luchas de los señores
entre sí, cuanto la creciente tensión entre estos señores y la comunidad campesi­
na y eventualmente artesana, cuya enunciación, en principio, leemos en Hesíodo.
Si -según una sugerencia de Clémence Ramnoux-8 una tradición heroica, pro­
pia de la casta feudal y expresada en la epopeya, corre junto a una tradición
jurídica, de los campesinos y artesanos, expresada en la sabiduría de los Trabajos,
es posible que, aun guardando aspectos de la dinámica del agón, el pensamiento
haya pensado el conflicto, fundamentalmente, a partir de esta última tradición,
que instaura el concepto mismo de Díke.

Las condiciones de la llamada Edad Oscura habrían ido mejorando gra­


dualmente, junto a un aumento de la población, hasta conformar una socie­
dad agrícola relativamente próspera y estable. Hacia fines del s. IX o co­
mienzos del VIII los griegos reabren el Mediterráneo para su actividad marí­
tima, en manos de los fenicios desde el colapso micénico. La colonización
puede leerse como un síntoma de inquietud, pero también de desarrollo eco­
nómico, con una producción estimulada y que deja excedentes.9 Esto supone
el surgimiento de una clase de campesinos medianamente ricos y una inci­
piente clase media industrial y mercantil. Encontramos a Hesíodo en esta
primera encrucijada de las transformaciones. Campesino relativamente prós­
pero,10 su consciencia choca oscuramente con el orden aristocrático tradi­
cional, cuyas insuficiencias, sentidas como arbitrariedades, sufre sin dejar de
respetarlo en principio. Pero al comprobar esa inadecuación y al aportar el

8. Clémence R amnoux , HéracHte ou l'homme entre les choses et les mots, Belles Lettres,
Paris 19682, p. 107. Cf. Francisco R odríguez A drados, La democracia ateniense, Alianza,
Madrid 1975, Primera parte.
9. Éste y la necesidad de resolver el exceso de población son ¡os dos aspectos de ia interpre­
tación tradicional de la colonización. La arqueología, que la adelantó al temprano s. VIH,
descubrió actividad comercial importante en la primera colonia occidental, Pithecusaen ischia,
y también el establecimiento comercial de Al-Mina en Siria. Para el desarrollo económico, cf.
M. A ustin -P. V íoal N aquet, Économies etsocietés en Gréce ancienne (1972), tr. c. Economía y
sociedad en la antigua Grecia, Paidós, Barcelona-Bs. As.-Méx. 1986, pp. 68 s.
10. Hesíodo, representante de los campesinos en ascenso: E rnest W¡ll , “Hésiode: crise
agraire? ou recul de I’ aristocratie?” , REG 78, 1965, 542-556, contra É oouard W ill , “ A ux
origines du régime foncier grec” , REA 59, 1957, 12-24, que retrotrae a Hesíodo la
concentración de la tierra y demás condiciones del Ática de Solón.
tema y una primera dimensión del problema de la justicia, el poeta beoció
apunta hacia un lugar de ruptura.
Se ha visto el papel de Hesíodo como precursor de la filosofía en el ám­
bito de la Teogonia y en las preguntas por el origen y el orden. Estas pregun­
tas, sin embargo, son comunes a todas las cosmogonías, que las responden
con las genealogías de dioses y sus peripecias en el poder (los “mitos de sobe­
ranía”).11 En la Teogonia, como en sus modelos o paralelos orientales, la dis­
tancia entre el origen y el orden está colmada por las dramáticas alternativas
de la violencia y la venganza. La estabilización del poder se logra sólo con
Zeus, pero lo notable en Hesíodo es que el “mito de soberanía” pasará a de­
pender de una suerte de justificación. No una justificación moral, por cierto
(la “moral” todavía no existe): la garantía del orden es el reparto de benefi­
cios a que ha procedido Zeus (7 3 -4 , 8 8 1 -5 ), anunciado en términos
proselitistas (390-403), y que le asegura aliados imprescindibles (sus herma­
nos, 492-6; los Cíclopes, 501-6; los Hecatónquiros, 655-63, cf. 624-8). Ya no
se trata de quién manda, sin más, sino de quién merece mandar por su capa­
cidad de fundar un orden aceptable y por ello sustentable; calculado, por lo
demás, en vistas a la obtención y el aseguramiento del poder. Pero (886 ss.)
Metis (= “Astucia”, inteligencia astuta), esposa de Zeus, va a gestar nueva­
mente al hijo más poderoso que el padre, destinado a destronarlo. Zeus impi­
de astutamente el nacimiento devorando e incorporándose a la Astucia mis­
ma, su esposa, y apropiándose de su peligroso saber a la vez que suprime la
descendencia peligrosa.12 La estabilidad definitiva se logrará así, de un modo
casi artificial, esquivando la cadena generacional de culpa y castigo, sintaxis
de un conflicto que en principio debía proseguir indefinidamente. La siguiente
esposa de Zeus será Themis, en la que primero engendrará las Horas: Paz,
Eunomía y Díke, ya dispuestas a convertirse en diosas políticas, y luego las
Moiras, que se hacen cargo del destino individual (901-6).
En Hesíodo, el orden de Zeus queda firmemente establecido en los ám­
bitos divino y cósmico (Teog. 73-74, 392-403, 885), pero una falencia cons­
titutiva hace que en el plano humano ese orden esté constantemente puesto

11. Hesíodo como precursor de ia filosofía está ya por detrás de los "teólogos" de Aristóteles,
Met. 1983b27 ss., XI¡I 1000a9 ss., etc.; la crítica lo mantuvo allí. Olof G igon, Der Ursprung der
Griechischen Philosophie, 1945, lo pone directamente como iniciador de la filosofía, La relación
de Teog. con mitos orientales quedó establecida desde los trabajos de Franz Dornseiff en la
década del 30, pero esp. desde Comford, Principium Sapientiae (cit. p. 20 n. 14); cf. B. W a lc o t,
Hesiod and the NearEast, Cardiff 1966. Mitos de soberanía: J.-P. Vernant, o.c., cap. V il.
12. Cf. Marcel D e tie n n e - J.-P. V e r n a n t , Les ruses de Tintelligence(1974), tr. c. Las artimañas
de la inteligencia, Taurus, Madrid 1988,!! “La conquista del poder” y passim.
El PENSAMIENTO ANTIGUO Y SU SOMBRA

en cuestión. Allí, y en el segundo poema, Los trabajos y ios días, encontramos


la problemática de la “justicia”, díke. La evolución posterior del concepto
operará retroactivamente sobre el discurso hesiódico ampliando su alcance
aparente; sin embargo, su concepción de la justicia surge desde las circuns-
tancias concretas y aun anecdóticas del pleito con su hermano Perses. Habrá
qué ver cuál es su generalidad (tengamos en cuenta que su elaboración ape­
nas comienza: Hesíodo pone y construye -por lo menos literariamente- la
cuestión y la noción de díke, prácticamente ausente en Homero). La deter­
minación del ámbito y significado originales de la díke hesiódica es tarea
delicada. Sobre todo, esta noción no es “moral”, sino “jurídica”, en el senti­
do que esto pueda tener en un momento prepolítico en que no existe el esta­
do de derecho. Es importante tener esto a la vista para no incurrir en
absolutizaciones anacrónicas y a veces noblemente ingenuas.13
El eje semántico de la problemática está establecido por la oposición
“torcido/ derecho”, aplicada en especial a las díkai, plural que tiene prácti­
camente siempre el sentido de “decisiones judiciales” de los basileis, los “re­
yes”. Estos son señores que deciden las querellas según normas no escritas
que conocen en exclusiva; al parecer, hay que hacerles algún regalo por ello
(de allí el epíteto de “comedores de regalos”, que no necesariamente signifi­
ca que sean corruptos). Su autoridad es tradicional y prepolítica, no estatal,
y no sabemos qué grado de compulsividad tendrían sus fallos. Ahora bien,
como tal decisión, es decir como un factum, una díke puede ser (valorada
como) “torcida” o “recta”. La decisión procedente de una autoridad y su
“rectitud” (lo que nosotros llamaríamos de algún modo “justicia”) quedan
distinguidas, y pueden coincidir o no.
Pero no vamos a encontrar una noción de “justicia” que permita discrimi­
nar entre lo recto y lo que no lo es, y dé un contenido a esa rectitud. En cambio,
el tema explícito es la obtención de la subsistencia, y aun del bienestar (31-4);
los modos de esa adquisición, uno “malo”, que puede recurrir a la violencia o
al fraude, y el otro “bueno”, el trabajo; por último, la recomendación y ense­
ñanza de este último al hermano que ha optado por el modo malo en perjuicio
directo del poeta. Hesíodo duplica a la diosa Éris ( - Disputa) en una mala y
otra buena (11-24); la primera, que pudo ser la violencia guerrera, aparece
más bien (28 ss,) en el terreno judicial: es la mala Éris la que lleva a Perses al
ágora a escuchar los procesos y a prepararse -¿adulando a los reyes?- para

13. Por ejemplo Friedrich S olmsen , Hesiodand Aeschylus, ithaca 1949, pp. 87-96; Werner
Paideia (1933) i ¡V; tr. c. J. Xirau-W. Roces, F.C.E., México, ed. 1962, esp. pp.
J aeger ,
71-3, 76-8.
otro. La “buena" Éris es la competencia en el trabajo, envidiosa de la prosperi­
dad del vecino. Inmediatamente, Hesíodo inserta dos mitos que “explicarán”
en profundidad esta exigencia, al dar cuenta de la situación antropológica
fundamental.
El mito de Prometeo-Pandora dibuja, sobre el fondo de la vita beata, la
constelación, o la secuencia, antropogenética: fuego (técnicas) -culpa, “caí-
da”~mujer~trabajo (castigo secundario, consecuencia de la mujer). La con­
dición humana queda, con la mujer, origen de los males, atravesada por la
dualidad y signada por la ambigüedad del trabajosa la vez virtud y castigo.
En una peculiar cercanía a temas bíblicos, y en sentido inverso al de las ver­
siones ilustradas del mito, nos encontramos aquí con una situación humana
cadente. El orden de Zeus para el hombre regla esta caída sin repararla: el
trabajo es un constante tener que reponerse en la existencia, sin esperanza
de restaurar la plenitud perdida. El hombre como tal es miserable.14
El tema de la vita beata hace de nexo entre este mito y el de las Razas,
que introduce la temática de la hybris como agresión, en la raza de Plata
(134-5) y especialmente en Bronce, signada por la violencia indiscriminada
(146). Esta hybris pareciera continuarse en la raza de Hierro (189?, 192).
Pero Hierro es declaradamente la transposición mítica del presente. Las
edades de la guerra han quedado atrás, y la hjbris consiste ahora más bien
(194) en palabras torcidas y juramentos falsos, es decir, en la peculiar vio­
lencia de los abusos jurídicos. Por ello la mala fe y la mala administración
de justicia son el tema principal de la exhortación a Perses y los reyes de
202 ss., que introduce explícitamente la oposición díke-hybris (213 ss.). La
segunda vez que el poeta se dirige a su hermano (274-85), ésta es substitui­
da por díke-bíe. Bíe es en principio la violencia física: la mención precede
inmediatamente a la de díke como rasgo humano frente al entredevorarse
ferino (con lo cual díke es presentada explícitamente como una condición
antropológica esencial). Pero inmediatamente bíe, como antes hybris, se
desliza desde la mera violencia a la peculiar violencia de la palabra y el
fraude judicial, cuya manifestación privilegiada en el juramento falso la
conecta al aspecto sacro del procedimiento.
El singular díke aparece diferenciado de y aun opuesto al plural díkai,
como la rectitud que las decisiones deberían exhibir pero que de hecho no
tienen. En un poderoso movimiento ascendente, díke se va singularizando:
ella prevalecerá, aunque se encuentre expulsada y quejosa de las “justicias”

14. La noción de trabajo aparece por primera vez; y esto es literal, porque ei trabajo ‘'mítico’’
es ritual y no deja lugar para ia percepción de su dureza.
de los comedores de regalos. El modo en que estos reyes la ejercen determina
la prosperidad o desgracia de las ciudades (reflejadas también en la natura­
leza): Zeus les señala la díke, cuando no la cumplen, mediante calamidades.
Aun en la consideración del estado general de la ciudad, díke sólo juega en el
conjunto de las decisiones judiciales.15 A los reyes se les recomienda la con-
sideración de “esta díke" -la rectitud de las decisiones- controlada por los
vigías de Zeus. Así alcanzamos en 256 la célebre “personificación" de Díke
como hija de Zeus;16 pero su contenido se agota en la oposición al ámbito de
lo “torcido”, referido como siempre a las decisiones judiciales y a las pala-
bras en función de ellas (260-4).
Ahora bien, la exhortación a ¡áiíce, de carácter negativo (abstenerse de
hybris y bíe) se continúa naturalmente con la exhortación positiva al tra­
bajo (286 ss.). Y el trabajo introduce explícitamente la cuestión de los
bienes y la riqueza. Las faltas contra díke se llevan a cabo para apropiarse
del bien ajeno esquivando el trabajo. Díke juega concretamente en el ám­
bito económico. No tomar demás y no apropiarse por violencia ni trampa
de lo ajeno, que debe ganarse mediante el trabajo: ésta es la lección que
Hesíodo da a su hermano, fundándola en la “naturaleza humana" y en la
autoridad de Zeus, y éste es el contenido concreto de díke. El trabajo en
principio es puesto en el lugar que en Homero ocupaba la aptitud heroica,
la arete, en los versos, célebres en toda la Antigüedad, que presentan las
vías opuestas de la “ruindad” (kakótes) y la areté, delante de la cual los
dioses pusieron el sudor, 286-292. Pero esta misma areté, y la gloria y fama
heroicas (kydos), reaparecerán en 310-5 como una consecuencia, no del
trabajo, sino de aquello que excita la envidia: la riqueza. El trabajo no es

15. No se dice que con sus castigos Zeus ejerza ia díke, es decir, una "justicia” transcendente.
Díke no sale de! ámbito judicial, y la decisión de los casos es tarea apropiada sólo para el
gobernante humano. Cf. Michael G agarín , "Díke in the Works andDays", CPLXVIII2,1973,
81-94, que insiste saludablemente en este carácter puramente judicial de díke, de un modo
sólo en apariencia unilateral o íimítado. Pero el artículo tiende a presentarel reclamo hesiódico
como la exigencia de un sistema legal efectivo que substituya a la violencia. El poema, sin
embargo, no indica una época que sufre una anomia en ía que predomina la acción directa,
aunque no falten insinuaciones de que ésta es posible, sino más bien un orden establecido
y en funcionamiento, que empieza a ser visto como insuficiente y estrecho, “injusto". Lo que
se pide es más bien un modo de ejercer la díke que evite lo ‘'torcido" en las sentencias.
16. Personificación para nosotros, que vemos en ella una abstracción. En el horizonte arcai­
co del poeta es la diosa mencionada en Teogonia, con plena realidad y densidad teológica.
Sobre el carácter de estas supuestas abstracciones, cf. Bruno S nell , “Dte Welt des Góter
bei Hesiod” (1952), ahora en Díe Entdeckung des Geistes (cit. p. 21 n. 17).
degradante, pero esto tiene que ser explícitamente dicho (3 l l ) .17 Bs más, no
es algo valorado en sí mismo. Vale como precondición de la riqueza (381-2
“Si el deseo en el pecho anhela la riqueza (píoíitos), obra así [como te aconse-
jo] y acumula trabajo sobre trabajo”). Esas riquezas (khrémata) son la vida
misma (psykhé) de los mortales, que por ellas la arriesgan en el mar (686-7).
La riqueza puede ser arrebatada con violencia de las manos o de la lengua
(321-2): la violencia en la apropiación (no la guerra), opuesta a díke como jui­
cio, y el fraude y la adulación, opuestos a díke como "rectitud” del juicio. Esta
riqueza obtenida violentamente, y por lo tanto opuesta a la dada por los dioses
(320), no es duradera, y los dioses se ocupan de arruinar al culpable. Este arreba­
to es equiparado (327 ss.) a los más grandes crímenes. Zeus mismo da a estos
actos (calificados en conjunto como “injustos”, érga ádika) su merecida retribu­
ción. Hybris aplasta al pobre y también al rico y díke se impone a su hora, con
ayuda del juramento semipersonificado (214-9). Zeus se encarga de hacer flore­
cientes o infelices las ciudades según sus gobernantes, pagando a veces todos por
uno. Se entera de todo, con la ayuda además de daímones vigías, de su hija Díke
y del “ojo de Zeus” (el sol, 252-267). El mal se vuelve contra el malvado (265-
6). El arcaico principio de que la culpa tiene a la larga consecuencias en la des­
cendencia (284-5) salva en cierto modo el cumplimiento de la retribución. Y sin
embargo, Hesíodo no ve este cumplimiento como inexorable: Zeus, cuyo ojo
todo lo ve, mira la justicia de una ciudad, “si quiere” (267-8). El poeta llega casí
a renegar de la “justicia” y duda de ser “justo”, él y su hijo, porque el “más injus­
to” (adikóteros) obtiene más díke, aunque se admite, con reticencia, que esto no
sería ratificado por Zeus (270-4, cf. 333-4).
Aun, pues, si hay elementos que apuntan hacia un cumplimiento nece­
sario de la “justicia", díke no alcanza a ser un orden inviolable. Esto se rela­
ciona con el hecho de que díke no se desprende nunca de su significado con­
creto y particularizado de “fallo”: en último término, la legalidad (y la justi­
cia) es algo sujeto en cada caso a la decisión de una persona, y por ello puede
ser, en principio, arbitraria. El cumplimiento de este orden sigue dependien­
do de la vigilancia de Zeus como de una voluntad particular, y no logra con­
vertirse en un orden objetivo y válido por sí. Esto indica que todavía no ha
emergido la pólis, pero que estamos a sus puertas; la situación, sin embargo,
incidirá en el pesimismo hesiódico.

Pero en el mundo todavía relativamente estable de una sociedad agraria no


había motivos para que se impusiera la noción de un orden impersonal y

17. Cf. G. N usssaum, "Labour and Status in the Works and Days", CQ NS X 2 ,1 9 6 0 , p. 2 7 1 .
necesario. Para que una idea así se convierta en una necesidad del pensa­
miento, será necesario que esa estabilidad, que permite una prosperidad
moderada, sea conmovida por fenómenos que parecen destruir todo orden.
La lenta evolución de los siglos oscuros explota en la “Edad de la revolu­
ción”18 de los siglos VIH al Vil, en que una economía comercial e industrial
(cerámica, vino, aceite) reabre los mares y el alfabeto reincorpora a la histo­
ria lo que va a ser ya plenamente el mundo griego, el mundo de la pólis.
En este panorama se da algo absolutamente nuevo: la moneda. Su apari­
ción se sitúa hacia el s. VII, en Lidia según Heródoto (I 94), aunque los
arqueólogos suelen también acreditar el invento a los griegos jónicos. Su
difusión es rápida: según una tradición, el tirano Fidón de Argos (personaje
tan interesante como de fluctuante cronología) acuñó en Egina monedas de
plata de menor valor, lo que facilitaría su circulación. Siguen posiblemente
Corinto y Calcis, a la cabeza del desarrollo colonizador y comercial arcaico.
El contexto general es al parecer conflictivo y su desarrollo normal es un
reemplazo de las oligarquías por tiranos, que se hacen cargo de las nuevas
exigencias y aparecen relacionados con la introducción de la moneda (así en
Corinto). No tenemos testimonios de su efecto inmediato en estas ciudades,
pero sí tenemos los ecos drámaticos de la irrupción de la moneda en el Atica,
donde habría entrado desde Egina en fecha algo posterior (Atenas tuvo mo­
neda propia sólo hacia fines del VII o VI, y se tiende a bajarla hasta media­
dos del VI). El fenómeno ático es algo tardío y relativamente atípico en el
conjunto, pues se trataba de una economía todavía predominantemente agra­
ria (aunque la cerámica tenía importancia) y con fuerte presión demográfica
irresuelta. En ese marco la moneda, a través del préstamo, parece haber funciona­
do como instrumento de endeudamiento y expropiación de los pequeños propie­
tarios, que hipotecan y pierden sus tierras o su libertad.
Y en ello hay algo inédito y decisivo: la moneda crea las condiciones de
posibilidad de la acumulación ilimitada. El texto hesiódico sugería la posibili­
dad de prosperar: podría llegar a adquirirse el kléros (la tierra patrimonial) de otro
(Trabajos 341). Pero esto marca los límites de las posibilidades de apropiación. La
cuestión del límite (la mitad vale más que el todo, 40) aparece referida a la
partición entre hermanos de un modesto patrimonio agrario. Con la mone­
da, los grandes terratenientes podrán no sólo acaparar la tierra, sino acumu­
lar por encima del límite “natural” de la riqueza agraria (aunque esto no
suponga más que la tesaurizacíón normal en la economía antigua). En este
terreno encontramos el lugar inmediato del problema de la díke, por el nos

18. Cf. C. G. S tarr, The Origins o f Greek Civílization 1100-650 B.C. (1961), Part III.
preguntábamos al principio, y que va mucho más allá de la presentación
hesiódica. El fundamental concepto de límite aparece cuando las bases tradi-
dónales de la vida misma se ven desencajadas por un nuevo poder que pare­
ce poder ejercerse sin trabas y que produce los más fuertes desequilibrios.
Hay que comparar a Hesíodo con Solón, para ver cuánto menos graves eran
las condiciones que llevaron al primero a divorciar a díke de los hombres que
las que determinaron al segundo a restituirla a la comunidad. Es mérito del
pensamiento arcaico haber logrado domeñar esas tensiones, no sólo en ia
práctica, sino también conceptuaímente.

Atenas tuvo en ia emergencia, con Solón, no sólo un legislador sino un pen­


sador de la crisis, que elabora su experiencia y ia comunica, como es normal en la
época arcaica, en verso. Podemos sobrevolar los restos de estos poemas. En el
írag. 13 West (1 Diehl), cuya temática es de muy cercana fuente hesiódica, el
poeta pide a las musas obtener los valores tradicionales y aristocráticos de felici­
dad material (óíbos) y honra (dóxa agaché), aunque alterados por la nueva pro­
blemática de la riqueza (khrémata), que pasa a primerísimo plano. La distinción
entre la riqueza dada por los dioses y la obtenida injustamente (7, 11), así como
la idea del castigo de Zeus (8, 13, 25), son de raíz hesiódica (Solón sigue de cerca
Trabajos 320 ss.). Pero, como indica el editor y traductor Rodríguez Adrados,
“aquí se trasluce un pensamiento de tipo racional y jónico, y una situación nue­
va: la injusticia que castiga Zeus es ante todo el ansia de riquezas. Hay, por decir­
lo así, una lógica interna de las cosas según la cual kóros “hartazgo” provoca
infaliblemente hybris “desmesura” y ésta áte “castigo”.19 El castigo de Zeus siem­
pre llega (25-32), pero no castigando una por una las acciones injustas sino a
veces en el largo plazo, en que íes toca a los hijos pagar por los padres. La idea de
la responsabilidad hereditaria, de la que ya comienza a ponerse en cuestión no su
cumplimiento, como en Hesíodo, sino su legitimidad moral (31, los descendien­
tes son castigados “sin responsabilidad" o “sin culpa”) es retomada sin embargo
como garantía de un orden de la totalidad.
Según el poema, los acontecimientos humanos, y entre ellos el resultado
de los modos “plebeyos” de ganarse la vida, tienen un curso imprevisible y
en parte al menos irracional. En contraste con esto, la gran riqueza (píoütos),
obedece a una singular lógica (71-76): no tiene límite (térma) fijado, y por
ello tiende a acrecerse en forma indefinida; quienes más tienen redoblan su
búsqueda, y no podrían ser saciados. Y precisamente en este juego díke logra

19. Francisco R odríguez A drados , Uricos griegos t, Consejo Sup. de Inv. Científicas, Madrid
19812, p. 175.
constituirse como un orden objetivo e inmanente: el texto indica que los
medios de enriquecerse pueden contener en ellos el castigo de Zeus, que cae
sobre las cabezas que menos lo esperan. El movimiento mismo de la riqueza
tiende a restablecer el orden. Así la dinámica de la moneda, que irrumpe en
una economía agrícola como irracionalidad salvaje, es detectada y pensada
como legalidad, en la que la lógica de lo indefinido y el límite recibe una
primera expresión.
Pero esto adquiere pleno sentido en conjunción con la lógica del todo y
las partes, que el sabio político plantea (y maneja) en la ciudad. En el frg. 4 W
(3 D), la expresión inicial “nuestra ciudad" nombra por primera vez a la polis
como el ámbito común y comunitario -n o físico- que contiene a los ciudada­
nos. Se enfatiza su índole sacra como nuevo lugar de juntura de dioses y morta­
les: la protección de Palas ía asegura. Pero son los ciudadanos mismos quienes,
con su ansia de riquezas, la ponen en peligro. La insolencia de los “jefes del
pueblo”, es decir, los principales de la ciudad, que no se pone freno, lleva la
injusta obtención de riqueza hasta el despojo de templos y ciudad. “Nuestra
ciudad”, la comunidad en tanto unidad previa de lo común, es aquello que las
partes -que no son los particulares sino los partidos, los grupos sociales y polí­
ticos unidos por sus intereses- tienden a romper, en el movimiento en el que
una parte como tal intenta substituirse a la totalidad, literalmente “quedándo­
se con todo”. Pero el proceder de quienes “no custodian los venerables ci­
mientos de la justicia” encuentra ahora un castigo inmanente dentro de un
despliegue temporal, en esta Díke “que, callada, conoce lo que sucede y lo que
fue, y con el tiempo llega sin falta como vengadora” (14-16).
Díke ya no tiene el mero y modesto sentido de fallo judicial: su presencia
solemne y silenciosa es la verdad de la dinámica que los hombres cumplen
ciegamente. Y su ámbito tampoco es el económico (esto es, las contingencias
de la fortuna del oikos) sino por de pronto plenamente social y político. La
injusticia de los grupos, que es en sí un atentado a la unidad y la posibilidad de
su destrucción, acarrea la guerra civil, en la que la parte triunfante esclaviza a
los vencidos y de todos modos pone en peligro la ciudad misma. Y la pertenen­
cia común a un mismo espacio político determina la imposibilidad de escapar
al infortunio público, convirtiendo en una condición inmanente la responsa­
bilidad colectiva ante Zeus. Pero los excesos de los aristócratas llevarán al
surgimiento, de entre sus propias filas, de un tirano que, apoyado por los perju­
dicados, los despojará a su vez en beneficio de éstos, en una suerte de movi­
miento equivalente y opuesto, como lo anuncian los varios fragmentos al pa­
recer referidos al inminente y luego efectivo encumbramiento de Pisístrato
(frgs. 9-11 W [8-10 DI). Así, la parte que se substituye al todo encuentra en
ella misma y en su mismo exceso el principio de la represión.
Sin embargo, este movimiento destructivo puede evitarse. En el corazón
del poema está Eunomíe (“buena administración” o “reparto”, opuesta a
Disnomia)20, cuyo contenido -que van a ser las mismas leyes solónicas- cons­
tituye un orden para la totalidad política que pivotea sobre el problema del
límite. El pueblo esperaba que Solón se le pusiera al frente y aplastara a los
aristócratas; éstos, que mantuviera o exacerbara su dominación (frg. 36 W
124 D}.23-25; cf. frg. 4c W [4.5-8 D]). Pero Solón frustra a ambos bandos. En
los yambos del frg. 36 W (24 D), que recuerdan la abolición de la esclavitud
por deudas, el estadista dice haber redactado “leyes (thesmoús) tanto para el
hombre del pueblo como para el rico, reglamentando para ambos una justi­
cia (díke) recta” (18-20), según una proporción geométrica que caracteriza­
rá luego al concepto aristocrático de eunomía, opuesto a la igualdad aritmé­
tica de la isonomía democrática. La misión de Solón es poner límites (frgs.
32-34 y 36 W [23-24 D]), constituirse él mismo en límite (frg. 37 W [25 D]).
Esta puesta de límites no es una armonización de las oposiciones, ni la
tensión de los contrarios se resuelve de un modo que pudiéramos llamar en
algún sentido “dialéctico”. Las contrariedades, dejadas sueltas, se llevarían
de su impulso hasta las últimas consecuencias. La superación de las contra­
riedades es posible sólo como equilibrio de tensiones. Por debajo de esto,
está el saber que estas tensiones son raigales, constitutivas de la ciudad mis­
ma, y por eso insuprimibles.
Por eso la ley no es un arbitrio del legislador. Es la respuesta a un juego
más alto, advertido y enunciado por el sabio. Díke es el juego de las partes en
el todo, la lógica que subyace en la discordia. En la unidad previa que es la
comunidad, “nuestra ciudad”, las partes (los partidos), contrarios entre sí,
tienden a substituirse a ella: la h^bris es, justamente, la parte que se toma
como todo. Si se deja esto en su libre juego, el momento de triunfo de una
parte coincide con la reacción de la contraria. La di1<e que castiga un exceso
no repara un orden estático sino que ella misma, como justicia, consiste en la
dinámica de la injusticia. El conflicto es esencial e irrebasable porque es el
orden mismo, un orden unitario y mediato que rige y da sentido a las tensio­
nes inmediatas. ¿El hombre ha de abandonarse sin más a este juego? La sabi­
duría del sabio político consiste en ver el conflicto y en verlo como esencial
e irrebasable, y a la vez en saberlo aprovechar para en cierto modo manejarlo
y aplacarlo: haciendo -con la ley- que los contrarios se equilibren. El legislador

20. Eunomía, como recordamos, es una de ías Horas, con Eiréne y Díke, en Teog. 902,
Nómos, en eunomíe, no significa "ley" (sentido posterior) sino “buena administración o re­
parto”, eu némesíhai, "buen orden”: Jacqueline de R omilly, La loidans la pensée grecque,
Les Belles Lettres, Paris 1971, p. 15 y n. 8.
tiene que utilizar esta misma tensión para neutralizarla, en cierto modo como
Zeus, en la Teogonia hesiódica, lograba estabilizar el orden esquivando astu­
tamente la férrea cadena de culpa y venganza. La problemática del orden
consiste en traer a luz la unidad subyacente, sabiendo que las desmesuras no
pueden ser anuladas y que cada una de las partes está constantemente pre­
sionando para romper el equilibrio en su favor. Tal vez nada asegure que el
equilibrio sea estable.
No es necesario recordar que ya estamos con esto en el movimiento de las
líneas adjudicadas a Anaximandro.2i Transgresión y reparación surgen como el
mismo movimiento desde una misma raíz. En esta dinámica, las tensiones no se'
suprimen sino que se desarrollan hasta el extremo, para así generar paradójica­
mente el orden que las mantiene en sus límites; díke no asegura la estabilidad de
un no-acontecer sino que, como fuerza limitante, es a la vez y por lo mismo el
motor de los excesos; y en el cambio que ella misma determina, su ley es lo
permanente, “eterno” y “divino”.
Se ha dicho (jaeger, Mondolfo entre otros) que en Anaximandro hay una
proyección de categorías y expresiones políticas en el ámbito cósmico. Puede ser
así para nuestra comprensión que pone una diferencia esencial entre los ámbitos
de lo humano y lo natural. Pero lo que se da en el pensamiento arcaico es más bien
una comprensión del ritmo de la totalidad de lo que es, cuyas manifestaciones se
aprehenden en distintos planos. La pólis es el lugar privilegiado de emergencia de
ese orden para el hombre. La reflexión jónica piensa con la lógica política de los
opuestos, pero ahora convertida deliberada y conscientemente en ontología y tal
vez cosmología, y en los mismos términos que habían planteado los sabios políti­
cos: la legalidad del conflicto. En la polis, el libre juego de esta dinámica la
llevaría a la destrucción; pero esta ley puede jugar libremente en la totalidad de
lo que es, en lo “divino”.
El otro momento culminante de la ontología de los contrarios, que se da
obviamente en Heráclito, resume en un fragmento todo el camino que hemos
recorrido: “Es preciso saber que la guerra es común y la justicia discordia, y todo
sucede por discordia y necesidad” (DK 22B80). La guerra, potemos, común como
el íógos (B2), y que en B53 recibía atributos de Zeus -padre y rey-, está en la línea
de las representaciones aristocráticas, con resonancias homéricas,22 aunque por
detrás del fragmento hay (como informa el testimonio A22) una polémica contra

21. Et texto generalmente admitido del llamado fragmento de Anaximandro (DK 12 B1) reza:
"...según ia necesidad. Pues se pagan ia culpa entre sí y la retribución de la injusticia,
según el orden del tiempo". No podemos entrar aquí en tos complejísimos problemas que
presentan estas líneas, sobre las que hay un bosque bibliográfico.
22. //. XVIIt 419, “Ares común”, cf. Arquíloco 110 W (38 D),
Homero, el cantor de la guerra que había pedido que la guerra cesara. Pero la
justicia es discordia, díke es éris. Es casi obvia la referencia a Anaximandro, a
quien Heráclito corregiría el haber considerado a la contienda como injusti­
cia, adikía (cf. B102: para el dios todas las cosas son justas).23 Hesíodo está
también aludido en la substitución de Eros por Éris en el lugar del principio
generador.24 Y esto es lo que “hay que saber”. Los hombres tienen el privile­
gio de conocer el juego terrible del mundo y de la justicia y, en base a ello,
intentan, mediante sus leyes, vivir en el seno de la Ley trágica sin que ésta los
devore. La conexión entre la ley política y el lógos según el cual todo sucede
se hace explícita en B114: “Es menester que los que hablan con inteligencia
se fortalezcan con lo común a todas las cosas, como una ciudad con la ley
(nómo(i)), y mucho más fuertemente: pues todas las leyes humanas se ali­
mentan de una, la divina; pues (ésta) domina cuanto quiere y basta a todas
las cosas y aun sobra.” El Lógos, lo Común, es la tensión que genera la reali­
dad en el juego de las oposiciones, y la ley de la ciudad surge de esta misma
dinámica de los contrarios: no sólo pueden ser comparados, sino que efecti­
vamente las leyes humanas derivan de esa ley divina. El gran conflicto del
Mundo se abre espacios y se hace presente a los hombres en cada una de las
-tensamente equilibradas- leyes humanas, que continúan su juego.

Con los problemas del límite y de los contrarios, que son los suyos
propios, la polis aportó ai pensamiento emergente algo más que el marco:
le aportó su propia vida. Durante los dos o tres no largos siglos que duró
la salud de la Ciudad, el pensamiento desplegó en variados registros una
metafísica trágica de las oposiciones y del conflicto rítmico. En el siglo V,
con la conversión de Esparta y sobre todo de Atenas en superpotencias,
vuelve a aparecer, en un plano más amplio, un elemento de /rjbris Y de
hipertrofia. Esta vez, la guerra agotó al mundo griego. Platón es un nom­
bre (privilegiado) para su quiebra final -para la consciencia de esa quie­
bra, que el filósofo elabora en el mito de Sócrates-. Por ello su actitud es
de una agobiante responsabilidad (no tiene meramente que hacer una
carrera política, sino que tiene que salvar a la Ciudad). La solución -des­
esperada- que encontró para la imposible tarea de preservar lo que se
destruía, fue tratar de detener el conflicto. Así instauró la metafísica de

23. En “necesidad" (khreón) encontramos además la propia palabra de Anaximandro.


24. Todo esto ha sido aclarado por la crítica hace ya tiempo. Pueden verse ¡as referencias en
el clásico libro de Rodolfo M ondolfo Heráclito. Textos y problemas de su interpretación,
Siglo XXI 1966 y reeds., II11 c, pp. 169 ss.
la Identidad. No salvó a una Ciudad cuyo mal era terminal, pero (cal vez
sin proponérselo), fundó Occidente.
Hemos recordado cómo varios siglos antes de Platón, en los comienzos
de la Era Arcaica, una sociedad cuasi prehistórica tuvo que vérselas con la
irrupción de fenómenos estrictamente inéditos, de los que no había expe­
riencia previa y que parecían inmanejables. La última etapa de la Identidad,
esto es, nuestra cómoda estagnación en diversos finales de la historia, podría
ocultamos que el mundo tal como lo hemos conocido puede pasar (ya pasó)
a la prehistoria. Posiblemente las enormes fuerzas de los poderes ahora pre­
sentes juegan otros juegos, ya no pautados por lo Ilimitado y el Límite. O
quizás no juegan ningún juego. Quizás vienen a remachar la Identidad en su
forma más indiscriminada. Su actividad no parece de todos modos preocu­
parse mucho por aquella justicia que identificaba a cada uno dándole su
merecido, esto es, dándole lo que se merecía. Pero la diosa Díke puede mutar,
pero no morir. Díke actúa ignorada en el delirio de los hombres. ¿Qué nos
dará a cada uno, en el tiempo que se abre, la justicia, que da a cada uno lo suyo?
S o b r e e l len g u aje de H eráclito

En una consideración del lenguaje de Heráclito, parece casi inevitable par­


tir del término ídgos, clave del pensamiento del efesio y uno de cuyos sentidos es
“lenguaje”. En Heráclito, ídgos mienta en compleja unidad el fundamento de .la
realidad, la posibilidad humana de captarlo y el lenguaje que expresa esa com­
prensión. Esa unidad, basada en la presencia en los tres planos de una misma
estructura inteligible, no tardará en romperse: ya con Parménides ser, pensar y
decir, aunque remitiéndose uno al otro, se distinguen (DK 28B6.1, “es necesario
el decir y pensar que (lo) ente es”, y B2.6-7, B8.7-9, 17, 34-6, cf. B3, B4.1), y
desde la sofística (pensemos en las “tres tesis” del Sobre el no ser de Gorgias: nada
es, si algo Hiera no podría ser pensado, si algo fuera y fuera pensado no podría ser
comunicado) pasan a primer plano los problemas de su escisión.
Esto pudo interpretarse como unidad indiferenciada: Guido Calogero
encontraba en Heráclito una “indistinción entre las esferas ontológica, lógi­
ca y lingüística, en la que puede señalarse la característica constitutiva de la
mentalidad arcaica”.' Si así fuera, y si la unidad del ídgos representara, como
afirmaba este autor, los restos de una concepción primitiva y cuasi mágica,
se haría difícil explicar algo que Calogero mismo, como todos los intérpre­
tes, advertía: la discusión heraclítea de los “nombres” (onómata), que apunta
a una crítica del lenguaje. La equiparación del Lógos como estructura inteli­
gible de la realidad con el légein como lenguaje no puede ser inmediata, y en
lo que sigue tendremos que preguntamos por su relación.

1. G. C alogero , “E radlo", Giornale critico della filosofía italiana 1936 p. 196, cit. en R.
M onoolfo , Heráclito (cit.
p. 40 n. 24), p. 323.
Un fragmento, DK 2 2 B 9 3 , la más explícita de las muchas referencias
heraclíteas a Apolo, enumera tres posibilidades del discurso: “ El señor, cuyo
oráculo está en Delfos, ni habla (claramente) (íegei) ni oculta (kryptei) sino que
ofrece signos (semaínei).” junto a las modalidades del légein (aquí, hablar con
claridad unívoca) y el semaínein (hacer señas), se menciona krypteín, al pare­
cer como el esconder callando opuesto al decir; así kryptein queda referido,
como posibilidad negativa, al ámbito de la comunicación discursiva. El acto
de esconderse ~kryptesthai~ es atribuido por B 1 2 3 a la physis ( “Physis ama
ocultarse”). Por otra parte ésta aparece en B1 ligada al núcleo del decir
heraclíteo, que se presenta como aquél que distingue cada cosa según physis
y muestra cómo está o es (“[...los hombres no entienden] palabras y obras
como las que yo expongo, distinguiendo cada cosa según physis [...]”).
En B1 physis responde al sentido de constitución o modo de ser de una
cosa, y por ello modo de comportarse. Physis igualmente significa el acto de
phynai, surgir y desarrollarse, y se aproxima a génesis (Platón Leyes 892c las
identifica). La distinción y a la vez la conexión de los dos sentidos es indica­
da por Aristóteles Física II I 193b 12, “la pkjsis como génesis o desarrollo es
el pasaje hacia la physis (como estructura resultante)” (he physis he legoméne
hos génesis hodós estin eis physin).
Recordamos estos hechos conocidos porque también Herácltto enten­
derá a la realidad en términos de un proceso que a la vez es ley o estructura,
y ph$sis -palabra que, como Jógos, él introduce en el lenguaje filosófico-
aparece en B123 usada por primera vez absolutamente, con un alcance que
bien puede equivaler a la totalidad de la realidad.1 Si es así, justamente en
esa línea en que se nombra esa totalidad de lo que es como origen, proceso y

2. En este sentido physis se atribuye a ios milesios, de lo cual no tenemos pruebas. G. S.


K irk (Heraclitus. The Cosmic Fragments, Cambridge 1954, pp. 228-31) deja de lado el sen­
tido de "origen'1e interpreta en B123 '‘the real constitution of a thing, or of things severally";
y aunque niega que se trate de ia suma de las cosas, o de una Naturaleza transcendente, le
atribuye un alcance coextensivo a ia totalidad al suponer esperable un genitivo como pánton,
hekásiouo pragmáton. W. K. C. G uthrie, A History of Greek Philosophy\, Cambridge 1962,
p. 83 n. 1 supone un uso, previo ai absoluto de B123, con genitivos como toü hólou o tón
ónton, que W. J aeger daba como un hecho en The Theoiogy of the Early Greek Philosophers
(1947), cap. II, (tr. c. La teología de los primeros filósofos griegos, FCE, México 1952, p. 26).
Con todo esto, estamos dando por sentado (como se io hace casi universalmente) el origen
heraclíteo de 8123, tomado de fuentes tardías. Una nota de! filonista Juan Rabio M artin
(“Sobre Heráclito y la naturaleza que ama ocultarse", MéthexisVII, 1994,107-11), sin embar­
go, señala a Filón como fuente intermedia e introduce la fuerte sospecha de que la frase sea
una paráfrasis de su cuño; de ser as!, habría que proceder a una revisión importante de la
interpretación de Heráclito y de la noción misma de physis.
configuración, se dice que este movimiento incluye constitutivamente una
tendencia a esconderse. Con ello se niega, al menos de modo inmediato, a la
comprensión y el lenguaje.
La triple posibilidad de B93 es una indicación sobre cómo hablar acerca
de lo que se esconde. Apolo, en su oráculo, revela lo escondido a los horrv
bres. El dios no oculta, pero tampoco habla abiertamente, sino que semaínei,
da signos o indicios.
Semamein es propiamente indicar mediante un sema, una marca o señal. A
diferencia de phaíno, sacar a luz, revelar, mostrar la cosa misma, semaxnein es la
indicación de una cosa por medio de otra, que ha de ser interpretada y que fun­
ciona como puente hacia aquella. El hecho significante puede consistir en la
exhibición de algo o en el gesto de indicar o hacer un signo (mostrar el camino,
ordenar el ataque). Los sémata son normalmente de carácter no lingüístico. Por
ej. II. 12.244 menciona el relámpago que Zeus “muestra como sema a los morta­
les”. Aun si el sema es un discurso, éste resulta objetivado para que pueda fun­
cionar como signo, como en el pasaje de Od. 20.100-121, donde (además del
trueno) la plegaria de una esclava, no dirigida a Odiseo sino oida casualmente
por él, se convierte, dentro del marco de su pedido de señales a Zeus, en “una
palabra, sima para el señor” (111). Constituido estructuralmente como una re­
ferencia, el signo se agota en su apuntar a la cosa que significa, y al ser interpre­
tado, se anula en el cumplimiento mismo de su función de señalar. La dualidad
de signo y cosa se reduce por la interpretación a una unidad de sentido.
Los sémata son en especial las señales divinas, y por ello semaínein es el
verbo regular para el oráculo délfico y otros fenómenos mánticos (LSJ sv I 3).
Pero la situación oracular es peculiar. Apolo, dios del discurso, no da indi­
cios como truenos, etc., ni se vale de una encina como Zeus en Dodona sino
que, a través de la Sibila (cf. B92), habla. Pero con la discursividad no se
gana en claridad, al contrario. Como es notorio, el lenguaje del oráculo es
normalmente un acertijo.
Ahora bien, si su lenguaje no es un légein, que en B93 equivale al discur­
so de una sola dimensión semántica, es justamente porque su función no es
revelar lo meramente oculto, sino aquello que es inevitable, que ha sido ocul­
tado al hombre y que tal vez éste no debería saber. Por eso no es directo. Al
revelar lo ocultado, el dios conserva ese disimulo a ia vez que lo levanta.
Porque ese disimulo que puede perdemos también es querido por él: Apolo
es terrible, y más que piedad al disimular lo inevitable muestra crueldad al
ayudar a que suceda. Apolo, que ni kryptei ni légei, sin embargo combina
declaración y ocultamiento en un lenguaje críptico. El hombre tendrá que
interpretar el oráculo en contra del oráculo mismo, haciéndole violencia a
1a violencia oracular.
En consecuencia el oráculo, antes que sema de una cosa, situación o
acontencimiento, en primer lugar es sema de sí mismo, del sentido oculto
disimulado en ios pliegues del sentido manifiesto, siempre equívoco.3
La estructura semántica del hablar dei dios es la misma que B50 indica para
ei hablar de Heráclito:4 hay que escuchar al lógos y no a mí, pero para ello no hay
dos lenguajes sino uno solo, el de Heráclito, en el cual de algún modo (cf. Bl) se
da el lógos. El hombre Heráclito habla a los hombres, al parecer directamente. Y
sin embargo -como sucede con el mensaje del dios- cuando se lo escucha direc-
tamente no se lo entiende, y menos todavía cuando se cree entenderlo. También
el légein de Heráclito remite a algo en él y por detrás de él, de lo cual es signo. En
el discurso heraclíteo pueden identificarse varios sémata privilegiados. Pero, se­
gún B50,5 aquello que es sema, es el lenguaje mismo de Heráclito en su totalidad,
que como tal alude a otra cosa: al ídgos. En el lenguaje humano en que el hombre
Heráclito dice sus palabras (légein lógous), habla también el Lógos (ho lógos légei),
instalando un circuito en el cual se apodera de este decir para “decir” esas mis­
mas palabras humanas como sémata de su verdad. Ai transformarlas así en indi­
cios, el decir deja de ser un hablar claro y pleno (légein) y curiosamente el lógos
no légei, sino que -como Apolo- hace signos, semaínei.
El lenguaje que procede por sémata es el que revela lo que ha sido ocultado.
Kryptein, kryptesthai -que no es lanthánein, el pasar desapercibido, sino un ocul-
tamiento arisco o astuto- es lo que hace la physis. Pero la f>/rysis, que ama escon­
derse, también da que decir a un decir. Los sémata dicen, en su modo propio, el
lógos... de la physis, el no evidente proceso y ley de su desarrollo (phynai). Y esto
se dice en un lenguaje que, como ei del dios, sabe seguir y perseguir en su escon­
dite a lo que se oculta, pero al sacarlo a luz preserva su esencial movimiento de
esconderse. Por eso no puede declararse en un hablar abierto que lo traicionaría,
y por eso no puede ser oido inmediatamente por los hombres. Por de pronto, la
doble dirección de este légein que es también semaínein fúnda una doble posibi­
lidad de la escucha. En un solo discurso, el de Heráclito, pueden oírse dos cosas,
según se escuche a uno u otro hablante, “a mí” o “al Lógos”.

3. Sería un ejemplo paradigmático de So que Paul Ricoeur denomina lenguaje simbólico,


alrededor dei cual nace la hermenéutica como tékhne hermeneutiké, aunque e! filósofo fran­
cés, más atento al papel de ia exégesls bíblica o del psicoanálisis, la mencione sóio de
paso. Cf. (entre otros textos) “Existence et hermeneutique” en Le conftitdes interprétations,
Editions du Seuil, París 1969.
4. Cf. Uvo H ülscher , "Der Logos bei Herakieitos". Festschrift Reinhardt, Münster/Cologne
1952, pp. 69-81 y “Paradox, Simile, and Gnomic Utterance in Heraclitus'' (= Anfangliches
Fragen: Studien zur frühen greichischen Philosophie, Gottingen 1968, pp. 136-41,144-9)
en A. P. D. Mourelatos ed., The Pre-Socratics, Anchor Books, New York 1974, pp. 229-38.
5. "Si escucháis no a mí sino al lógos, es sabio concordar en (homo-logeín) que todo es uno.”
¿Qué dice entonces el lógos, cuál es el “contenido” de su decir? B50 lo
declara: uno-todo (hén pánta). El lógos, que dice la unidad de todo, también
la funda. Por ello (B l, B2, B 113, B 114, cf. B80, B89) es lo común, y la
inteligencia que lo aprehende sigue a lo común, en contraste con los mundos
privados de los dormidos, que viven como si tuvieran una comprensión
particular. Así es como los hombres suponen y escuchan en el decir de Heráclito
la comprensión y el decir de un particular y no lo entienden. Esta privacidad
se corresponde con o consiste en ia aprehensión de lo particular en las cosas.
La posibilidad inversa de escuchar al lógos lleva en cambio a homoAogeín con
él en eso que dice, “uno-todas las cosas”.
La fórmula que cierra BSO es sin duda enigmática; una enigmaticidad mayor
aparece en otro fragmento que al parecer la despliega, B10, y también en B67,
que da cuenta de esta unidad de otro modo, bajo el sema “el dios”, ho theós.
Estamos ante aquello que hizo que toda la Antigüedad llamara a Heráclito “el
oscuro”. Esta oscuridad no es meramente estilística, aunque así pudo creerse.
Nos interesa ver dónde y cómo fue vista, porque allí puede haber una clave.
Diógenes Laercio IX 6 (DK 22A1) da argumentos triviales acerca del
propósito de ocultar la obra al vulgo o -citando a Teofrasto- de un descuido
al escribir atribuido a la idiosincracia de Heráclito. Sin embargo el párrafo
siguiente (IX 7) agrega -tomándolo sin duda de otra fuente- este elogio,
quizás único: “Algunas veces en su escrito se expresa en forma brillante y
clara, de modo que hasta el más lerdo puede comprender fácilmente y es
presa de una elevación del alma; la brevedad y la fuerza de la expresión son
incomparables.”0 Así pues, no todas las sentencias suenan oscuras. ¿Dónde
ubicar entonces con mayor precisión la oscuridad de Heráclito?
La oscuridad podría ser vísta en la semántica, justamente en el carácter de
sémata de las palabras heraclíteas privilegiadas. Pero los dos o tres testimonios
que DK recogen bajo el subtítulo Schrift (A4), todos consagrados a la dificultad
del escrito, y casi todos provenientes de la tradición peripatética, apuntan en
otra dirección. Ya mencionamos la cita de Teofrasto en DL IX 6, que textual­
mente reza: “Teofrasto dice que, por melancolía, escribió algunas cosas dejándo­
las a medio terminar, mientras que otras una veces las escribió de una manera y
otras de otra”. MelankhoUa aquí no significa lo que la baja Antigüedad y noso­
tros entendemos con esta palabra, sino “impulsividad”,7 a la cual atribuye

6. Aquí y líneas más abajo citamos las traducciones de Conrado E ggers Lan y Victoria E.
J u liáen Los Filósofos Presocráticos I, Gredos, Madrid 1978, pp. 323 s.
7. Como observa Kirk, en base a Aristóteles ENH8 1150b25 y siguiendo a K. Deicbgráber,
CFp. 8; G. S. Kirk-J. E. R aven , The Presocratic Philosophers, Cambridge 1957, repr.
1979, p. 184.
Teofrasto lo que percibe como trunco en el discurso heraclíteo. Aristóteles (Re-
tórica III 5, 1407b) sintió la dificultad de puntuar. Otro testimonio, también de
un peripatético, Demetrio de Faleros (De ehc. 192) nos acerca más tal vez al
núcleo del problema: “La claridad depende de varias cosas: primero, en la pro-
piedad de la expresión; después, en el modo de unir. La expresión sin partículas
unitivas [tó asyrukton} y deshilvanada es siempre enteramente oscura. En efecto,
el comienzo de cada claúsula no queda claro a causa de la falta de conexión,
como en la obra de Heráclito; a ésta, en efecto, la hace oscura, en la mayoría de
los casos, la falta de conexión [he l^sis]”.8
Como vemos, de un modo u otro la dificultad gira en tomo a la construcción
del discurso. La extrañeza que provoca una sintaxis inesperada no es comparable a
la mera oscuridad semántica. Y no es casual que este malestar provenga del
aristotelismo. Porque todo lenguaje establece una ontología; pero ello no ocu­
rre sólo ni principalmente en la semántica, sino también y sobre todo en la
sintaxis. Aristóteles, pensador de la ontología de más largo alcance histórico
que haya conocido Occidente, define desde ella, a través de la lógica, a la
sintaxis. Nuestra sintaxis, al menos la del lenguaje cotidiano, sigue siendo
aristotélica, y así nuestra cotidianidad misma lo es. Por eso tomar a Aristóteles
como término de comparación no es una elección arbitraria.
Nos limitaremos a un par de observaciones a partir de los capítulos inicia­
les (1-4) del tratado De Interpretatione. En ese texto (por encima de la irresolu­
ción de la cuestión que hay todavía en el Cratíb platónico), Aristóteles asume
al lógos como mero lenguaje humano, residuo de la quiebra, operada por la
sofística, de cualquier otra dimensión que -como el Logos heraclíteo- pudiera
presentarse en él y descentrarlo, y coherentemente con ello asume la concepción
instrumental y convencional del lenguaje. Al lenguaje se lo encuentra com o
phoné, como una cierta cosa -el sonido articulado de la voz humana- que tie­
ne la propiedad de ser semantiké, de tener un sentido, esto es, de funcionar
como signo. Ese sentido es distinto del soporte físico y le es atribuido a éste por
convención para expresar, en principio unívocamente, las afecciones de la
mente -idénticas en los distintos sujetos- referidas a la cosa.
Ahora bien, nombre y verbo, (ónoma y rhema), son partes significativas de
por sí como mera enunciación; pero la palabra aislada no es todavía íógos, dis­
curso. Este es una cierta síntesis entre las palabras que puede efectuarse de
distintos modos, entre los cuales hay uno privilegiado. “Todo discurso”, dice
en efecto el cap. 4, “es significativo”, pero “no todo discurso es proposicional

8. Con una enmienda del texto de Rhet propuesta por Diels, también Aristóteles se quejaría
de la escasez de conjunciones o partículas de unión.
(apophantikós) sino aquél en el que están lo verdadero y lo falso: pues no están
en todo discurso, como [es el caso de] la plegaria, que es discurso, pero ni ver-
dadero ni falso” (16b33-17a4). Dejando de lado los modos deI discurso que
suponen el uso retórico y poético del lenguaje (de algún modo, sus usos direc­
tivo y expresivo), el núcleo del íógos es hallado en la apófansis. Ella cumple
una función sintética en cuyo fondo está el verbo ser como atribución. La có­
pula une algo a algo o separa algo de algo, afirma o niega un atributo de un
sujeto, dice algo de algo, predica; y sólo en ello cabe la verdad o falsedad (ver­
dad situada entre la mente y el lenguaje; el juicio es acto mental que se hace
verbal). La apófansis establece el esquema “S es P” -núcleo de nuestra sin­
taxis- que no hace sino traducir al nivel lógico y lingüístico la comprensión de
la cosa como soporte de propiedades o sujeto de atributos. En el acto judicativo,
el intelecto se pliega a la estructura de la realidad, y en la predicación el len­
guaje la declara; y la declaración de esa estructura es la sintaxis misma. Por
ello la predicación aparece como el modo propio y privilegiado de interpreta­
ción de la realidad: lo que este modo privilegiado del lógos “dice”, es lo que la
cosa “es”; por eso también es el único que dice algo verdadero o falso.
Si es en la sintaxis donde un lenguaje es solidario de una ontología, es de
esperar que una clave de Heráclito esté en esa otra sintaxis que Aristóteles y
los peripatéticos perciben con molestia. Citamos tres fragmentos como otras
tantas formulaciones de aquello que, según B50, dice el Lógos: el mismo B50,
B10 y B67. Lo primero que salta a la vista es que este núcleo del pensamiento
heraclíteo está en todos los casos expresado paralácticamente. La clave puede
estar no sólo en aquello que dice el Lógos (hén pánta, uno-todo) sino en el
peculiar modo en que lo dice.
Tomamos como base para el análisis B67: “El dios: día noche, invierno
verano, guerra paz, saciedad hambre. Se transforma como el fuego, (que)
cuando se mezcla con perfumes, es denominado (onomázetai) según el aroma
de cada uno de ellos”.9

9. Trad. según el texto de DK, con la conjetura “el fuego” para !a laguna donde debería estar el
sujeto de “se transforma". El texto de la segunda parte del frg. presentavarios puntos sujetos a
discusión filológica, de los cuales tendría importancia para el tema la autenticidad de alloioütai
(“se transforma” o "cambia"), sospechado, al menos desde W. A. H eidel ("Qualitative Change in
Pre-Socratic Philosophy’', Arch. f. Gesch. d. Phil. 19,1906, p. 333 n. 1) de ser una reformulación
posterior en lenguaje no heraclíteo. Han quedado fuera de la discusión la conjetura ózetai por
onomázetai (Lortzing) y la opción de relacionar hekástou no a ios perfumes sino a quienes los
respiran, elegida por Oielsen sus primeras ediciones; esto daba a hedonén hekástouei sentido
de “el placer (= arbitrio) de cada cual” (1aed.) o "la impresión de cada cual” (2aed.), de lo que
resultaba una concepción del lenguaje subjetiva y en ei primer caso puramente arbitraria.
agote la realidad para “ex-plicar” al dios. Si se “oye” esto, una sola mención
-día/noche por ej.- bastaría para “nombrarlo” o “explicarlo”. No hay un panteísmo
indiferenciado en el cual cada cosa y cada aspecto de la realidad serían inmedia­
tamente Dios; pero el dios puede ser encontrado y nombrado como “día-noche”,
etc., si se sabe ver aquello muy determinado que es lo divino en ellos. Dios “es”
todo, pero cada una de las contraposiciones particulares y cada una de las cosas
contrapuestas en ellas es un “nombre” que se le da, en el cual cabe reconocerlo o
no, así como cabe reconocerlo en la totalidad de las oposiciones.
Con esto retomamos a la cuestión del lenguaje. A esta altura, no hace
falta indicar ia distancia que separa ia frase heraclítea del esquema aristotélico
de la proposición. Cada uno de los términos opuestos “es” en su no ser el
otro, y esto como es obvio no puede expresarse apofánticamente, mediante
un “es” copulativo. No hay aquí atribución alguna de algo a algo que pueda
ser verdadera o falsa: 1a “verdad” de los términos que se oponen es la oposi­
ción misma, previa a ellos, y esta verdad no está ni puede decirse en un jui­
cio. El dios está “dicho” en la estructura de las peculiares proposiciones que
lo declaran: en la parataxis. La verdad se dice en la parataxis misma como
posición de los términos en la contraposición, que es antes que nada posi­
ción de la contraposición misma.
Al hablar, ponemos al día y la noche en el movimiento del lenguaje, pero la
comprensión más bien los fija en la ilusión de una realidad autónoma y estática.
El lenguaje todo lo relaciona, pero pareciera que puede relacionar porque más
previamente ha aislado y coagulado a los contrarios como cosas subsistentes por
sí. Para destruir esta ilusión y “decir” al lógos, para mostrarlo por ejemplo en esta
manifestación suya que es el círculo de día y noche, hay que arrancar las palabras
al discurrir del discurso. Arrancadas al discurso y arrojadas una contra otra, las
palabras quedan adjudicadas a la dinámica del fógos.
Pero con ello, la diferencia con concepciones posteriores cala más hondo
todavía. Al lenguaje se lo va a encontrar luego en primer lugar como phoné,
voz articulada en función significativa, signo fonético. Ahora bien, si la
parataxis “dice” al lógos como tensión originaria, lo “dice” justamente en la
contraposición inmediata de los términos, en la ausencia de nexos de cual­
quier cíase entre ellos, es decir, en lo que no es fonación. La verdad está en lo
no hablado, y dios y el lógos circulan por el silencio fonético.
Con ello se explica la doble posibilidad de oir, en un mismo discurso, “a mí”
o “al lógos”: la posibilidad de oir al lógos pasa por “oir” lo que no se dice, aquello
en el lenguaje que no es fonético. Mientras que el estar “despiertos” propio de
los dormidos quiere entender escuchando atentamente lo que se dice.
En este sentido, decir al lógos es semaínein, no sólo ofrecer sémata privi­
legiados sino proponer al lenguaje mismo como sema, como algo que tiene
que ser transcendido desde su sentido inmediato hacia su verdadero signifi­
cado; mientras que nombrar a las cosas como si “fueran” en su aislamiento y
en sí mismas es onomázdn, poner nombres.
De lo que venimos diciendo podría desprenderse una lectura del final
de B67 que fue apuntada por B. Snell en un importante artículo, donde
interpretaba el “denominar” como esencialmente falseador: “Cuando con
el lenguaje ponemos nombre a una cosa, la extraemos del contexto general
y la aislamos. Si llamamos día al día, lo separamos de la conexión estructu­
ral con la noche, sólo en la cual nos el dado el día y por medio de la cual
vivimos el día como día. Ahora bien, el nombre extrae aparte sólo un fenó­
meno, y con ello destruye lo esencial, y por eso se puede captar al Dios en
un nombre tan poco como al fuego cuando se lo llama mirra o incienso”.15
Un año antes E. Hoffmann16 consideraba, por el contrario, que las mismas
palabras particulares como tales, “llevan el signo de la oposición y con ello
de la naturaleza en sí” (de allí la diferencia con Parménides, para quien,
por ello mismo, son meros nombres) mientras que el discurso como propo­
sición soporta la síntesis de los opuestos.
Estas dos posiciones típicas son ambas válidas, pero si las referimos
primariamente no al decir sino a la escucha (y el que no sabe oír no sabe
hablar, B19, cf. B34): la palabra “día”, oída inmediatamente, aísla al día,
pero cuando se la oye entendiendo al lógos, resuena en ella la oposición a
la noche, sin la cual ni siquiera podría nombrarse al día. Por ello el status
de los nombres (onómata; onomázetai en B67) es ambiguo: el decir tiende a
ocultar al Logos. Pero, en primer lugar, para “decir” al Logos también hay
que hablar y hay que mencionar al día y la noche, así sea sobre el fondo
violento de la parataxis: la imposibilidad de hablar en que cayó Cratilo es
imposibilidad de comprender al Logos, o es directamente la negación del
Logos. El despliegue del lenguaje se corresponde con el despliegue del dios
en la multiplicidad de las oposiciones, porque “dios” mismo, si se lo nom­
bra aislado, (si se nombra hén sin pánta y su despliegue) es también un
mero nombre, un nombre vacío. Y “uno, lo único sabio, quiere y no quiere
ser llamado con el nombre (ónoma) “Zeus” (B32). En segundo lugar, cuan­
do la escucha logra concordar con el Logos (el homo'logein de B50), el len­
guaje paradójico del Logos no sólo se vueive un légein más claro que el
corriente, sino que al comprenderlo podemos oírlo también en éste. En el
límite, podría decirse que para Heráclito todo lenguaje es adecuado, pues

15. Bruno S nell, “Die Sprache Heraklits", Mermes61 1926, pp. 353-81; cita en p. 368.
16. E. H o f b m n , Die Sprache und die archaische Logik, Tübingen 1925, cit. en Mondolfo,
Heráclito, pp. 323 s.
la ambigüedad misma del decir vulgar está respondiendo al esencial esconder-
se de la physis y a la vez a la posibilidad de develarla en cada cosa y por eso en
cada nombre. El pesimismo heraclíteo con respecto a la comprensión humana
no se translada al lenguaje como tal, que en último término siempre, aunque
no siempre inmediatamente, expresa al (proviene del) Logos.
A te m p o r a lid a d y pr e s e n c ia
en el P o e m a de P a r m é n id e s

Podemos encuadrar el tema de la temporalidad de lo ente parmenídeo -que


suele ser caracterizada, en forma correcta pero vaga, como eternidad- acudien­
do a un clásico de la crítica, Rodolfo Mondolfo, cuya breve exposición de los
eléatas en El infinito en el pensamiento de la Antigüedad clásica nos permitirá hacer
pie para plantearlo. En la sección sobre los conceptos de infinitud temporal,
Mondolfo ha asumido una enumeración de las formas en que aparece la noción
de eternidad: “1) como aquello que se extiende infinitamente en el tiempo, 2)
como aquello que queda absolutamente fuera de él, 3) como aquello que lo
incluye, trascendiéndolo”. En el capítulo correspondiente, el autor ubica la eter­
nidad de lo ente parmenídeo dentro de la extratemporalidad. Pero esta noción,
precisada como “eterno inmutable presente” (28B8.5-6, 19, 21) y como “un per­
manecer (ménein) idéntico en lo idéntico” (B8.29-30), terminaría admitiendo
el “antes” y el “después” (B8.9-10) en esa misma permanencia, y así, “(...) de la:
afirmación de la extratemporalidad (...) se abría el tránsito a la afirmación de la
infinita duración o permanencia en la infinitud temporal”. Este pasaje es llevado
a cabo por Meliso quien, sin embargo, sólo haría explícito algo ya contenido en
la doctrina de Parménides.1

1. R. M ondolfo , 0 infinito en el pensamiento de la Antigüedad clásica, tr. c. Imán, Bs. As.


1952, II, VII, esp. pp. 97-100 (las citas en pp. 98 y 100). La enumeración de ¡as formas
de eternidad, en p. 68, remite a J. S. M ackenzie , “Eternity", en H astings, Encyclopaedia of
Religión and Ethics, vol V, p. 405. La interpretación de Mondolfo está anticipada en G.
C alogero , Studi sull’eleatísmo, Roma 1931 (19772}, p. 99 n. 9. Sobre la atemporalidad en
Parménides, Leonardo T arán , Parmenides. A Textwith Translation, Commentary andCrltical
Essays, Princeton Univ. Press, Princeton 1965, cap. 1 {cf. las referencias, p. 175 n. 1). Tarán
niega que Parménides haya afirmado la atemporalidad para !o ente, aunque supone que no
ha llegado a distinguir entre ésta y la eternidad, y que la atemporalidad sería la consecuen­
cia lógica de la negación de todo proceso y diferencia (p. 181 y passim).
Hasta aquí Mondolfo. A partir de aquí, podríamos seguir preguntando
por la temporalidad de lo eón. Si es extra temporal, ¿tiene contacto de alguna
clase con la sucesión? ¿Y hay en realidad un pasaje sin fisuras entre la con­
cepción de Parménides y la de Meliso?
Aceptamos como punto de partida (por supuesto, cortando el nudo de
una cuestión cualquier cosa menos pacífica) la extratemporalidad de lo eón
parmenídeo, a partir de 8.5:

onde pot’ en oud’ éstai, epel nyn éstin homoü pán,


hén, synekhés
ni era en algún momento ni será, pues es ahora, todo a la vez / uno, unido.

El “tiempo” de lo eón es el nyn, el ahora. Queda de antemano descartada


una interpretación de ese ahora como un punto temporal único en el cual
emergería lo que es para desaparecer instantáneamente. También queda obvia­
mente excluida, desde esta lectura, la interpretación del ahora como el momen­
to presente dentro de una sucesión de instantes: de la negación del “era” y el
“será” se sigue la exclusión del tiempo como fluir desde una de esas dimensiones
a la otra a través del presente. Este “ahora” está, pues, fuera del tiempo. “Ahora”
no indica el “presente”, sino la “presencia” -la presencia plena de lo que es-
cuya misma plenitud excluye el no ser y excluye, como una de sus formas, a ía
sucesión: lo que es, es y se da homoü pdn, “todo a la ve2” (cf. 8.1 1, pompan peJénai),
El sentido de la presencia de lo que es parece suponer una respuesta a la
pregunta ¿qué es lo que es?, ¿cuál es el sujeto del éstin? La índole del n/yn sólo
podría comprenderse en vistas de qué sea aquello que es en este ahora. Por de
pronto, y aunque pueda ser innecesario, despejemos el equívoco usual que se
produce cuando se menciona “el Ser de Parménides”. En ningún lugar del Poema
aparece el infinitivo sustantivado, tó etnai. Sí tó eón, construcción que podría­
mos traducir “lo ente”, anotando por ahora sólo el prioritario valor verbal del
participio, aun con el artículo. Y es importante despejar este equívoco, porque
“el Ser” suscita una representación inmediata e indeterminada, pero de algún
modo cósica. Pero esta aclaración previa no es suficiente. Hay que notar además
que ya en el mismo modo de plantear la pregunta como ¿qué es lo que es, qué es
lo ente? se decide de antemano una perspectiva para la respuesta: se está pre­
guntando por “algo”, que puede ser determinado en una dirección.
Sin entrar en la difícil discusión de este punto clave, asumimos la visi­
ble carencia de sujeto de ésti y etnai en B2.3 y 5; el intento de suplirlo parte
de una interpretación que desvía la mirada de lo que el texto señala y que,
ya en el punto de partida, ha liquidado y dejado atrás el problem a de
Parménides. La pregunta ¿qué es lo que es? emplaza a Parménides desde un
terreno para nosotros familiar y no pensado, pero tal vtz no esté bien plan­
teado querer hacerle responder desde allí.2 Las formas verbales de B2.3, 5 y
B8.2, 3, 9, 16 podrían ser consideradas impersonales.3 Puede objetarse que ellas
equivalen a td eón, que aparece en el desarrollo de las argumentaciones (B4,
B6, B8). Sin embargo, td eón va a funcionar como sujeto analítico y en cierto
sentido tautológico, y por ello mismo su función será la de subrayar la densi­
dad del ésti. Si es que hay que usar el término “sujeto”, diríamos que el ésti no
tiene sujeto porque, en todo caso, él mismo, como forma verbal, es el “sujeto”.
Esto es: Parménides no se pregunta qué es lo que es, qué es la realidad, o qué es
verdaderamente la realidad, sub-poniendo algo de lo cual hay que declarar la
índole y los atributos; con ello, lo que se estaría dando antes que nada por
supuesto, es que eso, sea lo que fuere, es. Parménides está situado un paso atrás
de estas preguntas, en un horizonte donde se constata algo previo: que “es”,
“existe”, “hay”, y desde el cual su decir señala hacia esa plenitud dada.

2. Entre las posiciones más o menos típicas de la crítica puede ponerse en primer lugar la que
considera que en el ésti se entraña una tautología lógica: "lo que es, es" (ya H. D iels, Parmenides
Lehrgedicht, Berlín 189?, y F. M. C ornforo, Plato and Parmenides, Routledge and Kegan Paul,
London 1939 rprs., p. 30 y n. 2). En segundo lugar, están quienes asignan ai presunto sujeto
un contenido y una determinación; así el “cuerpo" de Burnet (J. B urnct, Early Greek Philosophy,
Adam & Charles Black, London 19304, repr., p. 178; cf. infra, p. 66 n. 1). Verdenius sugiere
“todo lo que existe, ia totalidad de las cosas” y posteriormente alétheia, en el sentido de "la
verdadera naturaleza de (as cosas”. (W, J. V eroenius, Parmenides. Some Comments on his
Poem, A. M. Kakkert, Amsterdam, 19642[Groningen 1942'], p. 32 n. 3; la segunda posición en
“Parmenides B2,3”, Mnemosyne (V15,1962, p. 237.) Al margen, tendríamos derecho, creo, a
preguntar por una significación filosóficamente más precisa para fórmulas tan amplias.) En
tercer lugar, aquellos, como Raven (en K irk-R aven [cit. supra, p. 47 n. 7], p. 269) y Fránkei
(reseñando críticamente a Verdenius, CPXL11946, p. 169), para quienes no hay un sujeto
definido y eí ésti funciona como verbo impersonal. G. E. L O wens pide para el “es" -identifica­
do con “what can be talked or thought about", “aquello acerca de lo cua! es posible pensar y
decir algo”- un sujeto iógico cualquiera (“Eieatic Questions", CQ10,1960,84-102; y en Furuey-
A llen , Studies ín Presocratic Philosophy II, Routledge & Kegan Pau!, London 1975, pp.60s.;
AlexanderP, D. M ourelatos, The RouteofParmenides, YaieUniv. Press, NewHaven 1970, p. xiv,
equipara esta sobreinterpretación analítica a ia hermenéutica heideggeriana; pero la contrarré­
plica adhominem de Owens ¡en Furley-A ilen ti, p. 73 n. 49] es justa.) Puede agregarse en
cuarto término la posición de la hodós, del camino mismo como sujeto, Guido C alogero, Studi
sull’eleatismo cit. en n. ant., pp. 17-19, Mario U nterstbner, Parmeníde. Testimoníame e frammenti,
La Nuova Itafia, Firenze 1958, LXXXV ss. Revisiones de la cuestión, entre otras, en J. M ansfeld,
Die Offenbarung des Parmenides und die menschliche Welt, Assen 1964, pp. 51-55, G. R eale
en Z eller-M ondoleo-R eale, La filosofía dei Grecinel suo sviluppo storico 13, Firenze 1967, pp.
190 ss., T arán pp, 33-36 y la clasificación lógica de M ourelatos, pp. 270 s.
3.Cf. M ourelatos, p. 47. Puede verse la posición matizada de Néstor Luis C ordero (Les deux
chemtns de Parménide, Vrin, Paris-Ousia, Bruxelles 1984; § 1 del cap. II, pp. 71 -79, esp. la
conclusión; cf. pp. 9 8 s.). En io que sigue somos en parte deudores de algunas formulaciones
de este autor, anteriores ai libro mencionado, expresadas en sus ciases.
Es en este sentido que el ésti puede ser visto como impersonal, y en este
sentido también las fórmulas tó eón esti o ésti eínai* pueden ser consideradas
tautológicas; esto es, en tanto el “sujeto” está extraído del ésti mismo, y no dice
otra cosa que el ésti. Pero no hay, en cambio, una confusión entre el sentido
existencial y el predicativo de eimí.s En todo caso, esa confusión está alojada en
nuestra pregunta “¿qué es lo que es?”. El vaciamiento semántico que conduce al
uso puramente copulativo de eimí no termina de darse sino en Aristóteles,6 y
en pensadores arcaicos el verbo ser conserva plena densidad semántica.
¿”Qué” es entonces lo que mienta el “es” parmenídeo, “qué” es tó eón? No
es cosa alguna, ni una determinación de las cosas (por ej., el ser corpóreas), ni
la totalidad de las cosas. Y sin embargo alude a las cosas. Pero con este “es" no
se pregunta por las cosas, ni se las afirma, ni se las hace tema sino sólo en
cuanto son. En principio, tampoco se las niega. Se las considera sólo respecto a
“...que es”, al -digamos- “hecho-de-ser”, al datum primario de su estar y existir.
Si esto es así, el participio sustantivado tó eón, presunto sujeto tautológico de
ésti, aparece más bien en la línea que, por lo que sabemos o entrevemos, inau-
gura Anaximandro cuando, con gran violencia del lenguaje usual, pone el ar­
tículo delante del adjetivo neutro para mencionar -como tó ápeiron y tó théion-
el ámbito y el fondo de la emergencia de las cosas. “Lo ente” parmenídeo se
hace cargo explícitamente de la intención ontológica del procedimiento; pero
por ello mismo no es un término vacío o sólo un sujeto extraído analíticamen­
te, sino una mención de la presente plenitud de lo que es. Parménides descubre
la entitatividad como tal, pero esto, lejos de ser el resultado de un proceso de
abstracción, es la percepción de algo que se impone, y que se impone -como
ya señalaba Jaeger- con la fuerza de una conmoción de tipo religioso.7

4. Por ejemplo, y en especial 6.1, khré tó légein te noetn t “ eón émmenai éstigár einai.
5. Contra lo que afirma R aven, (en K irk-R aven, p. 270). Eí esquema tradicional de los usos
existencial y copulativo de eim í ha sido cuestionado especialmente por Charles K a h n , The
verb “be” in ancient Greek, Dordrecht-Boston 1973, quien lee (sobre todo en contextos
filosóficos) un uso "veritativo” dei verbo construido sin predicados.
6. Y esto, en contextos lógicos; el ón de la metafísica aristotélica está iejos de ser un
concepto vacio. Cf. Joseph Owens, The Doctrine ofBeing in the Aristotelian Metaphysics,
Pontif. Instit. oí Mediaeval Studies, Toronto 19783, pp. 3-4 y passim. Cf. infra, p. 67 n. 4.
7. W. J aeger , La teología de los primeros filósofos griegos, (cit. supra p. 44 n. 2), pp. 94 s. y
cap. VI passim. Cf. B. S nell, "Saber humano y saber divino” en Die Entdeckung des Geistes,
(cit. p. 33 n. 16), tr. c. p. 209 (con la suposición de un clima órfico, ib. y 212), C. E ggers L a n ,
Los filósofos presocráticos i (cit. p. 47 n. 6), pp. 422 s., n. 12. Esa conmoción, por cierto, no
está indicada en ninguna afirmación, sino en eí '‘tono" del Poema, del cual las representacio­
nes propiamente religiosas están ausentes: no pueden tomarse como tales las menciones
míticas o la letra de la alegoría del Proemio, con su Diosa anónima, y en este sentido es
correcta la crítica de M ourelatos, p. 44, a Jaeger.
Desde siempre se han subrayado los elementos demostrativos y la estructu­
ra lógica de las argumentaciones y las pruebas en el Poema. Es posible sin embar­
go que todo el complejo lenguaje lógico-ontológico, desde el inicio de la Vía de
la Verdad, sea primariamente “mostrativo”, esto es, '‘demuestra” a fin de llevar-
nos hasta el punto de mira desde el cual puede avizorarse “...que es”. Y así, B8
-que por cierto no describe “propiedades del ser”- ofrece ciertas pruebas de
“...que es” que más bien son, como lo dice el v.2, sémata, es decir signos, señales
del camino, indicaciones que apuntan hacia aquello que hemos de aprehender.8
Uno de estos sématat de estos indicios de “...que es”, lo constituye, justamente, la
peculiar temporalidad de lo que es. La atemporalidad no tiene sentido si se la
adjudicamos a alguna cosa o a la totalidad de las cosas; referido a ellas, el “aho­
ra” de 8.5 sólo puede significar la instantaneidad, lo que, como dijimos, es obvia­
mente un absurdo. Si se trata, en cambio, de “...que es”, del “hecho-de-ser” como
tal, la cuestión de la atemporalidad adquiere otra inteligibilidad. “...Que es” no
puede sino darse “todo a la vez”; su plenitud no admite dividirse y repartirse en
antes y después, y reclama ser pensada en este ahora supratemporal.
En esto está ya insinuado y supuesto que no podemos considerar a lo ente de
Parménides como “algo" fuera de “este” mundo, “otra cosa” distinta de las habi­
tuales, sino como otro plano de esta misma realidad u otro modo de verla; como
estas mismas cosas, pero consideradas sólo con respecto a su ser. Naturalmente,
esta afirmación sólo podría precisarse más a partir de una decisión hermenéutica
acerca del status ontológico de las “opiniones de los mortales” y del alcance del
discurso acerca de ellas. La interpretación que llega más lejos, ya esbozada por
Wilamowitz y que Reinhardt enunció con todas sus consecuencias, propone la
necesidad de que lo ente se manifieste ante los ojos y los oídos de los mortales
como lo hace, y la coherencia interna de esa manifestación.9 Las cosas, recogidas

8. Cf. C. Eggers U n , “Parménides", en Los filós. pres.!, pp. 427 s. Para la correspondencia
entre el camino (hodós) de 8.1 y la hodós po/yphemos (--"camino abundante en signos”) de!
Proemio, 1.2, ibid. p. 420 n. 9; Id. "Die hodós polyphemos der parmenideischen Warheit",
Hermes 88,1960,376-9. ContraTaránp, 10 {phéme no equivaldría a séma).
9. U. v o n "Lesefrüchte, XXiV", Hermes XXXI1
W il a m o w it z - M o e il e n d o f if , V, 1899, p. 203-6. Karl
Parmenides und die Geschichte der gríechischen Phiíosophie, Bonn 1916',
R e in h a r d t ,
Vittorio Klostermann, Frankíurt a. M. 19592, pp. 9 (khrén), 24 ss. La interpretación de
Reinhardt fue sobriamente elogiada por el Heidegger de Sesn und Z eit{§ 44 b, p. 223 n.
1, tr. c. FCE, México-Bs. As. 19511p. 255,19622p. 243) y por su discípulo Jean Beaufret,
Le Poéme de Parménide, PUF, París 1955, pp. 25-28. Pero encontró oposición en la
crítica histórica especialmente en la medida en que depende de ia postulación de una
tercera vía de conocimiento, adjudicada a ios mortales. Esta y cualquier otra interpreta­
ción del problema tienen que resolver los pasajes claves para el estatuto de las opinio­
nes: los versos finales de B1, 31-32 (de tos que Diels había intentado una reconstrucción
divergente de los mss.), y B6, ambos filológicamente problemáticos.
por la ignorancia de lo que “es necesario decir y pensar” (B6.1), tienden a afir­
marse en un lenguaje que les pone nombres (B8.38, 53) y así las recorta contra el
olvido de “...que es”. Y sin embargo esto es necesario, como la actividad de los
dormidos de Heráclito, que también -según una paráfrasis- cooperan con el
acontecer del kósmos (cf. 22B75). Si esto es así, el Poema no niega a las cosas que
son y no son, en el sentido de declararlas inexistentes, o puramente ilusorias. Y si
no se las niega, sino que se Ies reconoce una cierta necesidad y coherencia, así
sea engañosa, pero verosímil (B8.52, 60), también habría que reconocérsela, y
en la misma medida, al tiempo en el cual nacen y perecen.
Lo cual nos remite a la segunda pregunta: si la extratemporalidad de lo
que es tiene algún contacto con la sucesión. El tiempo sólo surgiría con el ser y
no ser de las cosas, y tendría que ver con el “es” atempora! sólo como su rever­
so fenoménico, como su aparecer o su apariencia, pero no afectaría a esa
atemporalidad en sí misma. Esto puede plantearse con respecto al sima que en
el texto aparece mencionado en primer lugar (B8.3), y que se desarrolla en
B8.6-21 (y cf. 26-28): el ser agéneton kai anólethron, “inengendrado e impere­
cedero”, y que parecería conectarse inmediatamente con la cuestión de la tem­
poralidad. Ahora bien, cuando B8 habla del nacer y morir con respecto a lo
que es -con más abundancia de argumentos que para otros sémata- no es la
temporalidad de lo ente lo que está en cuestión en primer lugar en estos argu­
mentos, sino su provenir o no desde lo no ente y/o el disolverse en ello. Son las
cosas, en todo caso, las que nacen y perecen, y para poder hacer la suposición
~a fin de negarla- de que el “hecho-de-ser” podría tener origen y fin tenemos,
diría Parménides, que pensarlo como una cosa, lo cual es absurdo. Pero es jus­
tamente esa actitud provisoria de pensarlo como una cosa lo que lo proyecta
en el tiempo, en el ámbito del antes y el después que, propiamente, no le co­
rresponde (B8.9-10, 19-20). Para decirlo una vez más, el ahora no es el lugar
del momento presente, sino de la presencia de lo que es.10

10. Por ello no lo alcanza una de las aporías deí Parménides platónico (141e-142a) que
Mondolfo recuerda en contra de io que estamos sosteniendo: “...la extratemporalidad del
ésti: "es" se debería reconocer como imposible por sí misma. El ésti es, en sí mismo “parti­
cipación en el tiempo presente ahora” {méthexis toú khrónou nyn paróntos). Lo cual significa
que ei presente puede afirmarse, como tal, sólo en calidad de negación del pasado y del
futuro, y los implica en sí mismo para negarlos, es decir que implica la sucesión temporal"
(o. c., p. 99 n. 9). Pero el ahora de Parménides no es propiamente temporal, y podría ser
traducido más vale con un "he aquí” . Más interesante, en todo caso, puede ser la conexión
con el eterno retorno nietzscheano que propone Giorgio C olli: “Retrocedendo verso
i'irrapresentabile si puó dire soitanto che rimmedíato fuori dei tempo-il “presente" di Parmenide
e l"‘aión’’ di Eracíito- é intrecciato ne¡ tessuto del tempo, cossiché in ció che appare prima e
dopo realmente ogní prima é un dopo e ogni dopo un prima, e ogni istante é un inizio”.
(Scritti su Nietzsche, Adelphi, Milano 1980, pp. 115 s.)
Desde esta comprensión dei “es” como lo presente y su presencia se ilu-
minan, de paso, las dos indicaciones que agrega el comienzo de B8.6, cerran­
do la enumeración: “...es ahora, todo a la vez,/ uno, unido” (B8.5-6). La uni­
dad (hén) aparece mencionada sólo en este verso; el otro aspecto (synekhés,
“unido” - continuo, homogéneo, sin interrupción, “espeso") está desarrolla­
do en los vv. 22-25 y 42-50, aproximadamente, y en parte relacionado con la
cuestión del límite (cf vv. 29-33). Este carácter de homogéneo supone que
no hay discontinuidad en lo ente; pero esto no tiene un sentido espacial, sino
-digamos™ conceptual, como podría leerse en B4- El hecho-de-ser se da ple­
no, total e indiviso en las cosas que son (así esto fuera sólo un átomo o mil
universos); no puede haber más o menos hecho-de-ser, o más aquí y menos
allí (aunque sí puede haber más o menos cosas). En cuanto a la unidad, si de
lo que se trata es del hecho-de-ser, no tiene sentido discutir o siquiera postu­
lar una pluralidad, pues no es cosa alguna que pueda multiplicarse. En el
Poema no se menciona a “lo uno”, que la Antigüedad -vía Meliso- (30B5-9)
atribuyó muy pronto a Parménides, y esta única alusión a la unicidad del ésti
es de un alcance muy distinto. Para hablar de “lo uno” habría que dar un
salto e hipostasiar el “es”, cosa que Parménides no hace.
Esto nos lleva a la última pregunta que hacíamos a partir de Mondolfo: si en
Parménides mismo había la posibilidad de un pasaje desde la atemporalidad
hasta la infinitud temporal afirmada en Meliso. Podemos ser consecuentes y dar
una respuesta negativa. Si el “es” no dura, tampoco perdura. Su atemporalidad,
que se deriva de su carácter no cósico, no admite la duración ni siquiera
como la permanencia en lo mismo (B8.29) en la cual Mondolfo encontraba
implícito ese tránsito: la permanencia allí mentada no es temporal, sino que
tiene que ver con la identidad de lo ente consigo mismo y con la problemá­
tica del límite como perfección.” Guthrie12 encuentra en Parménides la dis­
tinción entre lo eterno (etemal) como atemporal y lo que dura siempre en el

11. Las menciones, en B8, dei “límite" {perras, vv. 26, 31, 42, 49), en conexión con las
"cadenas" (vv. 14, 26, 31) que tienen a io ente "inmóvil'’ (vv. 26, 38), se han conectado a
veces con otro pseudoprobiema que ahora sólo mencionamos: el de la limitación espa­
cial, y aun esfericidad -en base a 42 ss - de ío ente. Desde ya, ser "como” una esfera
-es decir, como un cuerpo perfecto- no es lo mismo que ser una esfera (cf, B1.29). Aquí
"limitado" equivale a “perfecto’’ (telestón, ouk ateieúteton, teteleménon, B8.4, 32, 42
resp., cf. T arán pp. 151 ss.). La cuestión de I límite roza también las de !a negación del
nacimiento y la destrucción (vv. 26-28) y la de la homogeneidad (vv. 42-49; con la
homogeneidad tiene que ver también ia indivisibilidad dei v. 22). Pero la cuestión de la
espacialidad no tiene sentido: asi como el hecho-de-ser no es temporal, menos aún podría­
mos decir que es espacial, aunque sí puedan serlo ¡as cosas a las que los mortales ponen
nombres: v. 41.
12. HGP II pp. 29 s., 25 s.
tiempo (everlasting), y la equipara en importancia a la distinción entre lo
sensible y lo inteligible, que le ha adjudicado previamente. Pero la eternidad
como extratemporalidad no está distinguida por Parménides de la eternidad
como duración temporal infinita, o de lo eterno como lo sempiterno, simple­
mente porque esta última noción no aparece en el Poema.13 La infinitud tem­
poral, que aparece con Me liso (30B1-4; para Heráclito 22B30, infra n. 18),
no es comparada con la de atemporalidad hasta Platón (Tim', 37c-38a, 38c).H
¿De dónde, pues, llega Meliso a su noción de infinitud, esto es, a postular
a lo ente como eterno, y además infinito en cuanto a magnitud? ¿Cómo se
hizo posible ese vuelco? Aquí debemos tener cuidado, porque la usual deno­
minación de “escuela de Elea”, que nos hace imaginar a varios pensadores
conectados entre sí y que elaboran una misma doctrina, nos confunde. Tal
“escuela”, con su presunto iniciador Jenófanes, fue insinuada, no seriamente,
por Platón, Sofista 242c-d, y tomada en serio por Aristóteles, Met. A 5 986b,
de donde pasa a Teoírasto y a la doxografía;15 son también de Platón los pri­
meros textos que aproximan Meliso a Parménides (Teeteto 180e). Sea como
fuere, Meliso, que seguramente no estuvo nunca en contacto personal con
Parménides, retoma de un modo propio y original sus planteos, y por otra
parte -com o dice su traductor y comentador en castellano, F. J. Olivieri-
“...la reelaboración que hace Meliso del eleatismo llegó a adquirir en la An­
tigüedad misma el carácter de una formulación global, canónica y paradig­
mática. La sistematización melisiana constituyó la clave a través de la cual
fue durante mucho tiempo leído y explicado Parménides”.16 Un buen ejemplo

13. Tampoco en 8.27, éstin ánarkhon ápauston, cuya traducción “existe sin comienzo ni fin"
daría, a primera vista, esa idea: como se ve en ia segunda mitad del v. y en el siguiente, es
una vez más la negación de ia génesis y la destrucción; cf. vv. 13-14. Parménides no contras­
ta lo atempora! con io sempiterno, pero si -muy claramente en B19 1-2- con lo temporal,
propio de las cosas. (Aeíen B15 = continuamente: la luna mira continuamente al sol).
14. A quien se hace deudor de Parménides: G uthrje, HGP íí pp. 29 s.; G. E. L. O wen , (“Plato
and Parmenides on the Timetess Present”, The Monist 50, 1966, 317-40; repr. en A. P. D.
M ourelatos ed., The Pre-Socratics [cit. p.46n.4], pp. 271-92), para quien en ambos juega
ei equívoco de atribuir a las cosas ta característica de las proposiciones (lógicamente)
atemporales (tenseless).
15. Cf. W. J aeger , La teología..., pp. 58 y 217 s.; G uthrie HGPU p. 2 cree plausible Sarelación
con Jenófanes, contra Raven en K irk- R aven, p. 265 (opinión modificada en K .-R .-S chofield =
19832, tr. c. Los filósofos presocráticos, Gredos, Madrid 1987, p. 348). Los textos que hacen
a la cuestión están traducidos en C. E ggers U n , Los fiiós. pres. I, pp. 414 s.; F. J. O livierí,
ibid. ¡I, Madrid 1979, pp. 79 ss.
16. Los filós. pres. II, p. 71. Cf. G. Rea l e , Stoha della Filosofía Antica 1,3a ed. accresciuta,
Vita e Pensiero, Milano 1979, pp. XXI y 142 s., con la remisión a sus anteriores trabajos
sobre Meiiso.
de esto último es ei Parménides de Platón, donde no es Parménides quien está
detrás de la gran tesis puesta en discusión “ lo U no- sino Meliso.
¿En qué reside, entonces, la diferencia entre Parménides y Meliso? En un
cambio al parecer ligero pero de consecuencias enormes. Meliso entiende hablar
de lo mismo que Parménides, de lo ente. Pero hay un deslizamiento en la perspec-
tiva, por el cual lo ente se muestra al pensamiento de otro modo, y el pensamiento
mismo cambia de nivel. Con Meliso, hay un corrimiento desde el plano de lo
ontológico, en el que está Parménides, a otro plano en el cual el pensamiento deja
de preguntarse por el hecho-de-ser y se detiene primariamente en las cosas que son
~ta onüa, 30B8, 3 - en su totalidad. Y cuando se aplica a la totalidad óntica la
peculiar lógica que Parménides ha encontrado en el hecho de “...que es”, se siguen
todas las consecuencias -unidad, homogeneidad, infinitud espacial y temporal-
que producen ía violenta contradicción con la experiencia y que terminaron
siendo adjudicadas al eléata.17 Cuando se haya operado este cambio de pía-
no, los pensadores, preguntándose acerca de esta totalidad de lo que es, qué
es, cómo y por qué es, satisfarán estas preguntas dando cuenta del modo en
que ese todo está ordenado en sus partes y en su devenir. Del hecho-de-ser,
de lo ente, hemos pasado a la pregunta por el orden de todo lo que es, por el
kosmos. Es, pues, el plano de una “cosmología”, no por cierto en el sentido de
una ciencia del universo físico, sino de esta pregunta dirigida ante que nada
al orden presente en la totalidad entitativa.18

17. Con muchas mediaciones, podría leerse el deslizamiento en ei pasaje de Aristóteles,


Met. A 5 ,986b 18-20: "Parménides parece haber percibido a lo uno según la forma (katá tón
lógon)\ Meliso, según ia materia (por eso el primero dice que es limitado y ei otro que es
infinito)". Contra, T arán 287 ss. Pero aquí Aristóteles no busca establecer el contraste po­
niendo a lo ente melisiano como corpóreo, como sugeriría una lectura anacrónica de la
terminología aristotélica. Sin embargo lo ente de Meliso caería, si le aplicamos los términos
de una distinción posterior, sin duda dentro de lo material. No obsta 3089, que lo declara
asómaton , “incorpóreo”. Es posible que asómaton, en Meliso, apunte a la carencia de
determinaciones de lo ente como tal; cf. F. J. O uvíeri, Los filós. pres. II, pp. 71 y 113-6, con
las citas y remisiones. Los argumentos en contrario, esp. en G. V lastos, "Raven’s Pythagoreans
and B eática, Gnomon 25 (1953), repr. en Furley-Allen II, pp. 172-3 y 174-6, y Studies in
Greek Philosophy\, ed. D. W. Graham, Princeton Univ. Press, Princeton 1993, pp. 186-88.
18. Sólo más tarde, y en forma secundaria, kósmos pasará a significar algo así como "mundo"
o “universo”. Por cierto que no tiene este sentido en Heráclito, y en 22B30 kósmos es el orden
o el ritmo a partir del cual Jlegan a ser las cosas, su “ser": el pensamiento de Heráclito se
mueve en el mismo nivel ontológico en que está el “es" parmenídeo, y hacia allí apuntan ésta
y sus otras palabras claves. Por eso, además, el “siempre fue, es y será" del fragmento,
aunque despliega este ritmo en el tiempo, no afirma la duración eterna de una cosa, o de ia
totalidad de las cosas, sino de aquella ley u orden.
En este plano se moverán los pensadores en camino a la segunda mitad
del siglo V: Empédocles, Anaxágoras, los atomistas, es decir, aquellos
escolarmente llamados “pluralistas”, en la suposición de que su punto de
partida sería la aceptación de las tesis eleáticas junto con la negación polé­
mica de lo uno.19 Si esto puede ser aproximadamente así, aquél con quien
discuten, en todo caso, no es Parménides sino Meliso, no sólo porque es él y
no Parménides quien habla de la unidad, sino por el motivo decisivo de que
es Meliso quien abre el terreno en que es posible esa polémica, al proponer
su ente-uno como una traducción del hecho-de-ser de Parménides en térmi­
nos de la totalidad entitativa {por lo cual puede además hablar de lo uno
legítimamente y sin incurrir en una hipóstasis). Y con ello -y acá volvemos a
nuestra cuestión- se hace posible y necesaria la aparición del tiempo, y tam­
bién de la magnitud, como infinitos.
Sin embargo, la trayectoria de la noción de lo eterno como atemporal, que se
ilumina en Parménides, apenas comenzaba. Su destino la ligará, luego, a la plena
distinción entre lo sensible-somático y lo inteligible, que se cumple en Platón. Y
para citar aún otro momento, todavía a fines de la Antigüedad, decisivo para la
concepción occidental del tiempo, basta recordar cómo la atemporalidad divina
permite a Agustín20resolver el grave problema de la relación del Creador con el
tiempo de lo creado. Pero en estos casos el juego se da entre un plano atemporal
y otro temporal, de jerarquía ontológica distinta y ocupados por diferentes tipos
de entidades. En Parménides, en cambio, no hay un doble plano ontológico;
tampoco la atemporalidad es propia de una entidad, ni siquiera de tó eón como un
todo, sino la consecuencia de la plenitud de su presencia en el instante.

19. La afirmación de la unidad como tesis originalmente parmenídea y por ello eleática en
general tiene sus raíces en el pasaje de Soph. ya citado (cf. esp. 242d-e), aparte, obviamen­
te, del Parménides.
20. Confesiones Xl-X111; Ciudad de Dios XI, Xil.
N ota s o b r e la “ c o n d ic ió n de mortal ” y la d is c u r s iv id ad
en el P o e m a d e P a r m é n id e s

Las lecturas antiguas de Parménides dieron la base para la que llegó a ser su
presentación tradicional, que lo muestra como la inversa de Heráclito y le adjudica
dos “mundos” en sentido platónico (esto es, en el sentido de un Platón escolar y
esquematizado, y en buena medida también falso): un mundo “ideal”, llamado “el
Ser”, verdadero, inmutable, racional en tanto inteligible y accesible sólo a una suerte
de Razón, y otro ilusorio, mudable, apariencial y no verdadero, que sería el que nos
muestran los sentidos y el pensamiento ordinario; a esto se agregaría un hiato metafí-
sico insalvable entre un mundo y otro. Esta dicotomía tiene un sentido platónico, ya
que las dualidades metafísicas sensible-inteligible, corpóreo-incorpóreo y otras co­
rrespondientes son planteadas originariamente por Platón, quien además hace entre
ellas una opción decisiva. Pero hasta en estos esquemas se supone que Platón concede
a las cosas sensibles un cierto estatuto ontológico y una racionalidad participada, que
Parménides, en cambio, negaría a las apariencias. De este modo, Parménides afirmaría
un mundo aparencial en realidad inexistente, y un mundo inteligible necesariamente
vacío: como sabemos desde el paso inicial del gran despliegue lógico hegeliano, el
puro ser es inmediatamente la nada. Por lo demás, esta interpretación, que se valida
desde siempre haciendo del eléata el modelo hiperbólico de la consecuencia lógica,
convierte a su pensamiento, en realidad, en un modelo de inconsecuencia: aunque las
neguemos como irreales, las apariencias no dejan de constituir la diferencia.
Adjudicar dualismos de esta índole a un presocrático es una extrapolación,
y Parménides - a quien se supo atribuir la paternidad de ellos™ no hace excep­
ción. Hemos tratado de indicar cómo no hay dos mundos en Parménides (ni en
todo el Poema aparece jamás mentada la hipóstasis “el Ser”)-1 Su pensamiento

1. Supra, p 56 . Una interpretación “platónica” , basada en la comparación de textos, puede


verse en W. J. V erdenius, Some comments... {cit. p. 57 n. 2), pp. 5 8 -60, que admite una
no se refiere sino a un único mundo, a éste que nos está presente. En un sentí'
do, tampoco pretende negar las “cosas” de la opinión, su multiplicidad y su
cambio; sólo que -para decirlo con una palabra moderna que dado el texto del
Poema resulta obvia- Parménides hace una ontología en sentido estricto: ha­
bla de este mundo» de estas cosas, pero no para decimos qué son ni cómo son,
ni qué ley las rige, sino que se atiene, en una suerte de paso atrás, al factura del
ser de ellas, de que son, y sólo a ello.2 Más allá o más acá de la pluralidad
cambiante de las cosas puede y debe decirse de ellas: “es”, ésti (que en castella­
no podría traducirse aproximadamente por “hay”)* y en este sentido puede
decirse que la multiplicidad es una (aunque no será Parménides, sino Meliso,
quien subrayará la unicidad de lo ente) y que, en esa plenitud de la presencia,
el cambio, el nacer y el perecer no existen: si consideramos a la multiplicidad
cambiante sólo en tanto “es”, tal hecho-de-ser resulta, en cada instante
atemporal, inconmovible y perfecto, total, uno, homogéneo y continuo, sin
génesis ni destrucción, sin aumento ni disminución: el “es” es el mismo, no
importa cuántos ni cuáles sean los entes. Ya que en el Poema se trata de un solo
y único mundo, tanto las opiniones de los mortales como la revelación de la
diosa tienen el mismo referente. Esto supone dos modos distintos de estar en y
ante el Mundo, modos que se traducen en .la doble posibilidad para el hombre
de acceder a la Verdad del mundo y la de no acceder a ella, ambas esenciales.3

realidad inferior para té dokoünta. Más generalmente se da e! señalado “hiperpíatonísmo" {cf.


J. B e a u f r e t , Le Poéme de Parm. [cit. supra p. 59 n. 9], pp. 29 ss.). Pero tan anacrónico como
hacer de Parménides el padre de un cierto idealismo, y por las mismas razones, sería transfor­
marlo en una suerte de materialista, como hizo en forma memorable Burnet, quien declaraba
que "(...) no es del todo obvio a primera vista qué es exactamente !o que es (...), No puede
caber realmente duda de que es lo que llamamos cuerpo (...). La afirmación de que es equiva­
le a ¡o siguiente: el universo es un p le n u m (J. Buanet, Eariy Greek Phüosophy{cit. p. 57 n. 2],
p. 178.) La frase es citada, más o menos en el mismo sentido en que lo hacemos aquí, por
Raven (Kirk-Raven, p. 269), quien añade (y tras él G uthrie, HGPll, p. 14) que la conclusión de
Burnet “es, por lo menos, prematura". Ya Aristóteles (De cael, 298517-24) atribuye a "ios
seguidores de Meliso y Parménides” haber transpuesto lo propio de una investigación de fa
substancia inmóvil a ía sensible, única que conocían. A su vez, las lecturas idealistas moder­
nas tienen por detrás al neoplatonismo, que leyó en Parménides, a partir de B3, una identifica­
ción de pensar y ser (Plotino Enn. 5.1.8, cf. Clemente Sírom. 6.2.23.3).
2. C. Eggers L a n , "Parménides” en Los filósofos presocráticos l (cit. p. 47 n. 6), n. 15, pp. 426
ss. C f. N. L. C ordero , Les deux chemins deParménide(cit. supra p. 57 n. 3), pp. 209-13 (la
verdad y las opiniones tendrían el mismo “objeto", visto desde dos puntos de vista contra­
dictorios, uno de ellos falso). La formulación más próxima la encuentro en W. R. C halmers,
“Parmenides and the Beliefs of Mortals”, Phron. 5,1,1960, pp. 5-22, esp. p. 20.
3. Lo cual no está lejos de la dualidad heraciítea de dormidos y despiertos en el seno de lo Común
(22B1,82, etc.), dei lógos con el que permanentemente estamos en trato y con e! que sin embargo
diferimos (B72, cf. B17, B34, etc.) y que puede ser oído o no (B50).,. A diferencia de la meta-física
Puede así ensayarse una relectura que disuelve algunas de las dificultades
(para el sentido común, absurdos) de los sémata - “indicios” y no “pruebas”-
del factum de “que es” en B8 y hace aparecer en cambio otros problemas. Uno
de estos problemas, podemos plantearlo aquí como una tesis, tomada en cierta
fonna de la letra misma del Poema: que la condición esencial de aquellos que
no acceden a la verdad es la de ser mortales. Esto, que en sí mismo no es obvio,
lo es todavía menos si se lo piensa desde la situación opuesta, esto es, si nos
preguntamos qué pasa con el Joven que recibe la revelación y que, casi por
definición, hay que contraponer a “los mortales” (como en Heráclito el des-
pierto se contrapone a los dormidos). Sentamos que la palabra “mortal” tiene
en Parménides un sentido fuerte y literal, del cual se desprende, contrario sensu,
que el mortal que accede a escuchar a la diosa y que llega al pensar de la
verdad, se deconstituye como mortal. Lo cual, para empezar, no significa que
de hombre se transforme en inmortal, en dios; obviamente, el sentido es otro.
Con el ésti parmenídeo estaríamos ante un “es” pura y plenamente exis­
tencia!, si esta categoría vale para un uso del verbo cuya máxima densidad se­
mántica la excede. No tiene sujeto aun cuando se lo mencione como tó eón,
fórmula en la que el artículo, más que sustantivar, subraya el fuerte sentido ver­
bal del participio griego, presente también donde aparece (sin artículo) el
infinitivo. Ahora bien, ya la etimología del verbo ser -la raíz “os-”~ lo conecta
con la noción de vida, y en su uso corriente, desde Homero hasta momentos
tardíos, “ser” equivale a “vivir”, a estar viva una persona.4 Si es así, acceder a la
revelación de la diosa es, por decirlo de algún modo, sumergirse y perderse en
ese hecho-de-estar-siendo en el que se disuelve la multiplicidad y la particulari­
dad de las cosas que son y, desde esta perspectiva, es perderse en el mar de la
“vida” única dentro del cual nace y se sustenta y muere todo ente, todo “vivien­
te”.5 Así pudo Jaeger equiparar el estremecimiento que recorre el Poema a la
vivencia de una experiencia religiosa, aunque no esté en cuestión ninguna

platónica, estos “ortólogos" presocráticos encuentran ia verdad no en otra región (superior) del
ente sino en una reversión de aquello mismo que ya está dado.
4. Cf. LSJ sv e¡mít A i; C. Eggers tan, Las nociones de tiempo y eternidad de Homero a
Platón, U.N.A.M., México 1984, p. 127. La discusión puede verse en N. L. Cordero, Deux
Chemins, "Appendice 1” , pp. 215 ss., passim y esp. 224-6, que acepta el sentido de
"vivir" con restricciones, haciéndolo derivar del de "presencia”, que es el subrayado.
5. Podría pensarse, aunque los contextos son incomparables, en la dialéctica hegeliana
de la Vida en la Fenomenología del Espíritu, (B) IV, II. En otro sentido, cf. (esp. § III) el
clásico artículo de Hermann F ránkel , "Parmenidesstudien", Nachrichten der Gótting.
Gesellsch. der Wissenschaften, 1930, 153-92; rev. en Wege und Formen frühgriechischen
Denkens, C. H. Beck, 1955; tr. ing., "Studies in Parmenides” , en Furley-A llen II pp. 1-47.
noción de esa índole.6 Ahora bien, esta “vida” -el factum de ser- es lo eterno en
el sentido de lo atemporal. Las cosas, los existentes o “vivientes”, en cambio —y
como condición de su individuación, en la que pueden ser identificados con un
nombre- transcurren en el tiempo, se generan y mueren (cf. B19). En este senti-
do decimos que el hombre que accede a la Verdad entra en un ámbito donde se
ha “transcendido” la muerte y por ello se deconstituye como mortal. En rigor, en
ese ámbito, así como las “cosas” se pierden de vista, también se pierden los hom­
bres (los individuos, la persona llamada con el nombre Parménides).7 Habría
que decir que, en cierto modo, no quedan “hombres” en la Verdad (cf. B1.27: el
Camino nos aleja del sendero humano). En todo caso, es posibilidad de los hom­
bres ingresar y tal vez estar, permanecer (¿cuánto y cómo?) en la Verdad. Pero así
el hombre ingresa en el ámbito en que, según se le muestra, cesan nacer y perecer
(B8), entra en la presencia intemporal del “es” y deja tras sí el estado de aquél
para quien son las apariencias y sólo ellas. En ese momento, hallarse en la patencia
de lo ente lo hace transcender su mortalidad. Pero si ambas posibilidades
-opinar y saber- constituyen al hombre, este acceso a la Verdad, aunque de
excepcional realización, es quizás su posibilidad más esencial. (Y si es así, queda
liquidado de antemano cualquier posible “humanismo”).
En la Verdad de lo Ente, “hay” lo Ente manifiesto, ante lo cual y en lo
cual al Joven le es dado el pleno pensar y decir “es”. Por su parte, la diosa
anónima en cuya boca se pone la revelación es una “personificación” ade­
cuada para la Verdad de lo ente: en último término, así como no hay un
sujeto del “es”, tampoco en la revelación de su verdad habría un verdadero
“sujeto” individual profiriente, sino que esta diosa que revela la verdad es
ella misma la Verdad, el revelarse de lo Ente (que como revelación implica

6. Supra, p. 58 n. 7. Si atendemos a los aspectos "iniciáticos" que se han visto en el


Proemio, la expresión “joven” o ‘'muchacho'1, ó koüre, con que la diosa saluda al viajero no
se referiría a la edad de Parménides (sentido en el que ha sido usada para conjeturar el
momento de redacción del Poema) sino a la peculiar condición, en cierto modo supramorta!,
que adquiere -o mejor dicho, que descubre en sí- quien recibe la revelación. Cf. C. E ggers
La n , o. y loe. c. en n. 4. Para W. K. C. G uthrie (HGP li, p. 2 y n. 2) ia fórmula indica meramen­
te, y sin referencia a ia edad, una relación de discipulado o de receptor de un oráculo.
Sugerencias de una aproximación a la mística en G. V lastos, “Parmenides' Theory of
Knowledge”, TAPA 77,1946,66-77 (en Studies in Greek Philosophy I [cit. p. 63 n. 17], pp.
161 s., que a su vez cita el belfo artículo de C. M. B owra, “The Proemof Parmenides” , CP32,
1937, 97-112 (donde cf. esp. pp. 105 s., 109 s., 112); L o n g c U. en n. sig.
7. A. A . L ong , "The Principies of Parmenides’ Cosmogony”, Phron. 8,1963,90-107 (en F uriey-
A llen II, p. 97) apunta el problema, pero lo entiende como una desaparición óntica en la
completa falsedad del mundo sensible, Cf. W. R, C haim ers , “Parmenides and the Beliefs of
Moríais”, (cit. supra en n. 2), pp. 12 s.
ese pensar y decir “es”) por sí mismo y desde sí (es la diosa la que interpela al
joven).8 A lo Ente (lo que es en su verdad) conviene esta “personificación”
en una deidad anónima, ya que no es “dios” o en general “algo" nombrable
sino -aunque el Poema evita cuidadosamente la calificación- aquello que eí
pensamiento arcaico señala como “lo divino”. A su vez, el Joven es convertí
do por la revelación -más allá de posibles conexiones históricas con ideas o
prácticas religiosas- en un “iniciado”, y así como el mistes se pierde en su
dios o en lo divino que se le revela, también ante la manifestación de lo Ente
no habría un sujeto “humano” (=individuo) que piensa y dice “es”, sino la
actualización de esa posibilidad más esencial del hombre -y que por ello va
más allá de él- de sostenerse en la Verdad.
Esta pérdida o abandono de la individualidad pareciera que tiene que
ser también una pérdida de la palabra. La deconstitución como mortal en el
mar de lo que es, esta experiencia cuasi-religiosa, consiste en una revelación
de lo atemporal, y esto, por parte del hombre, sólo puede ser recibido como
una intuición inmediata9 de eso pleno y atemporal. Estamos en un punto
peligrosamente cercano a aquél -si no en el mismo- en que el místico, como
lo dice la palabra, cierra su boca y sólo declara, en todo caso, lo inefable
como inefable. Pero en Parménides el revelarse de lo Ente se da a una y como
lo mismo que ei pensar y decir “es”, decir en que consiste la plenitud y la
verdad del lenguaje, que es así rescatado. Mucho más todavía: muy al con-
trario de cualquier silencio o metáfora de lo indecible, el Poema entero está
transpasado de discursividad. La diosa revela, pero en esta revelación ense­
ña, persuade, demuestra, refuta. El Poema, como apunta Jaeger,50 es una

8. E! final dei Proemio (B1.29, aceptando !a vulgata; contra A. P. D. M ourelatos, The Route oí
Parmenides (cit. supra p. 57 n. 2), pp. 154 s„ con las remisiones) habla del "corazón bien
redondeado de la verdad imperturbable" y B8.44 compara a lo Ente con una “esfera bien
redondeada”: bastaría con esta obvia relación interna al Poema para indentificar Ente y Verdad
-ésta, como su manifestación- aun sin recurrir, por ejemplo, a la especulación heideggeriana
a partir de la etimología de alétheia como des-ocuitamíenío (del ente en su ser) y a la vez como
reserva (en cuya esteia Beaufret, p. 9, identifica a la diosa con la Verdad).
9. Noésai B2.2, noeín B3, B6.1 (y .6), B8.8, .34, .36, nóema B7.2, 88.50, B16.5, B8.17
anóeton. Sobre e! significado de noüs como intuición, percepción inmediata de un estado
de cosas, cf. los trabajos clásicos de Kurt von Fritz, en esp. "Nous, Noein, and Their Derivatives
in Presocratic Philosohpy (Excludíng Anaxagoras)", CP40 (1945) 223-42; 41 (1946) 12-34.
Reimpr. en A. P. D. Mourelatos, ed.( The Pre-Socratics (cit. p. 46 n. 4), esp. pp. 43-52.
(Contra, L T arán , Anales de Filología Clásica Vü 1, 1959, p. 135 y passim.). Parménides
introduce la discursividad en noein, nóos, pero sostenida desde el principio por la intuición
o aprehensión inmediata, que sigue siendo eí momento principial del complejo semántico,
(v. Fritz cit., en M ourelatos pp. 51-52).
10. La teología de los primeros filósofos griegos (cit. p. 44 n. 2), p. 95.
pieza épico-didáctica. La diosa enseña: su revelación es un verdadero máthema,
una doctrina; este máúxema es llamado épos (B1.23), mythos (B2.1), lógos y nderruz
(B8.50), élegkhos (B7.5). Es decir que no sólo se enuncia algo, y algo en princi-
pió asequible a la comprensión, sino que se lo demuestra y defiende, y para
ello se dan “pruebas” (esto es, “indicios” demostrativos, los sémata de B8).
Además, con todo este aparato argumentativo y refutativo, la diosa está pi-
diendo (en forma más o menos implícita, cf. B6.2) que su enseñanza sea a su
vez enseñada, que la verdad sea dicha a los otros, que sea -digamos así- predi-
cada y defendida. Para ello arma al Joven con argumentos que se refieren tanto
a lo verdadero como a lo verosímil (cf. B8.60 s.), a fin de que pueda cumplir
con su misión de profeta11 de la verdad, y de profeta que no sólo ha de anun­
ciarla, sino que tendrá que pelear por ella, en diálogo y en disputa.
¿Por qué este camino discursivo y aun polémico, y no el místico? ¿Y por
qué la polémica se extrema hasta la competitiva enunciación de la que pare­
ce ser la mejor y más verosímil entre las descripciones de lo aparencial? Esto
nos indica que el “tema” del Poema no es sólo y meramente lo Ente, sino lo
Ente y su manifestación, lo Ente en su manifestación, es decir, en su conexión
esencial con el hombre (a la que co-rresponden las dos actitudes del hombre
ante ello). Por eso pensar y decir están coimplicados también esencialmente
en la cuestión de lo Ente.
Esta coimplicación aparece, en forma negativa, en B2,12 (y B8.7-10, B8.17)
respecto a la imposibilidad de conocer y mencionar lo que no es. Su enuncia­
ción positiva y neta está en B6.1 y, en otro sentido, en el problemático B3, así
como en los nó menos problemáticos versos de B8.34-6. Por primera vez en la
historia del pensamiento parecieran diferenciarse los tres píanos: ser, pensar,
decir, aunque al mismo tiempo (de un modo que constituye justamente el pro­
blema) remiten el uno al otro hasta casi -o sin casi: B 3- ser “lo mismo”.
Pero cuando estamos entre las apariencias, y no pensamos ni decimos ni
dejamos que se nos manifieste ni manifestamos “...que es”, no por ello dejamos de
“pensar” y “hablar”: lo hacemos como mortales, justamente, y como morta­
les -com o indica B8.3 8 -3 9 - establecemos nombres, onómata. Ese “estable­
cer” (/catatíthestai) apunta hacia una concepción convencionalista del len­
guaje, que recorta (¿arbitrariamente?) dentro del flujo sensible, pero ello no
es obstáculo a la creencia mortal de que los nombres son verdaderos (B8.38-

11. F. M. C ornford , Plato and Parmenides (cit. p. 57 n. 2), p. 29; G uthrie, HGPII pp. 6 s.
12. El verbo phrázo en B2.8 y 6.2 es más bien “mostrar'’, “declarar” (LSJ s.v. I, 1 y 2),
“manifestar en el lenguaje1'. Cf. M ourelatos p. 20 n. 28, C. E ggers L a n , “La hodós
polyphemos..." (cit. p. 59 n.8).
39, 8.53, 9.1). El noeín se hace dokeín y la verdad, dóxa, a la que “le parecen”
ta dokoünta. La unidad homogénea y atemporal del “...que es” se resuelve en
las dualidades y movimientos temporales de “nacer y morir, ser y no ser, cam­
biar de lugar y mudar de color brillante” (B8,40-41)-
Decir, pensar y ser se dan, en los mortales, separados, pero articulados a su
modo, en orden inverso a aquél en que aparecen en la manifestación de la ver­
dad: si el “es” funda el percibir (conocer) y decir verdaderos, las apariencias
( ” “cosas”) en cambio aparecen desde el nombrar que recorta. Se presentan
ante el percibir sensible, el cual es también un modo del noein que capta y se
expresa a su modo (B7), y que podría ser discriminado por el lógos (B7.5); pero
sin este discrimen, el percibir sensible y su expresión se anulan a sí mismos (B6.6-
7).13 El trayecto de la comprensión mortal va desde el decir que no muestra lo
patente sino que establece nombres, al percibir sensible que se deja guiar por
esos nombres, y de allí al “ser” como ser-aparentemente. En éste los
onómata recortan, particularizan “cosas”. H Podemos sentar que del mismo
modo -recortándose dentro de la vida mediante un ónoma- también el hombre
se individualiza, y en consecuencia nace y vive y muere, es un “mortal". Y un
mortal que “habla” como tal, es decir, nombra y se nombra, “piensa” y yerra:
yerra por la verdad del mundo sin reconocerla, así como en Heráclito (22B75)
los dormidos operan en el kdsmos y cooperan con sus acontecimientos sin saber­
lo. Pero esencialmente pende sobre él la posibilidad de descubrirse en la pleni­
tud de lo Ente, y con ello, fuera de todo nacimiento y muerte (B8.21, 27-28).
Los onómata de B8.40 s., “nacer y morir, ser y no ser, cambiar de lugar y
mudar de color brillante”, no designan “cosas” sino los procesos que sufren
las cosas y que tejen la trama del lenguaje mortal: explicitan los modos fun­
damentales del nombrar y por lo tanto de las cosas. Pero ellos, a su vez, son la
consecuencia de un meollo aún más profundo, de cuyo operar dependen o
proceden el lenguaje y el mundo de los mortales (B8.53): el que establece y
separa el “fuego” (B8.55) o “luz” (B9.1, 3) y la “noche” (B8.59, 9.3). La Vía

13. En el pensamiento del lenguaje, Heráclito y Parménides se tocan. Respecto al nombrar


que abstrae y recorta, cf. Heráclito 22B23 (tal vez), 832 y sobre todo B67. Sobre este último
texto, B. S nell, “Die Sprache Heraklits" (cit. p. 53 n. 15), p. 368. En el contexto parmentdeo,
los onómata, al recortar las cosas, ocluyen ¡a percepción de lo ente como ente. En Heráclito,
22B55, Bl01a, B107 son textos paralelos en cuanto a la doble posibilidad del percibir
sensible en relación con el discrimen del lógos.
14. Cf. en B4 el juego de los plurales neutros del v. 1 frente al singular tó eón del v, 2. En ios
dos versos restantes, la dispersión o la reunión de las cosas según un orden puede estar
anunciando ya la mostración de todas las cosas probables como un ordenamiento cósmico
total en B8.60, ordenamiento cuyos indicios rescatamos en B10 a B18 y cuya íntima depen­
dencia del “poner nombres" enfatiza B19.
pieza épico-didáctica. La diosa enseña: su revelación es un verdadero máthema,
una doctrina; este máthema es llamado épos (B1.23), mythos (B2.1), lógos y nóema
(B8.50), élegkhos (B7.5), Es decir que no sólo se enuncia algo, y algo en princi­
pio asequible a la comprensión, sino que se lo demuestra y defiende, y para
ello se dan “pruebas” (esto es, “indicios” demostrativos, los sémata de B8).
Además, con todo este aparato argumentativo y refutativo, la diosa está pi­
diendo (en forma más o menos implícita, cf. B6.2) que su enseñanza sea a su
vez enseñada, que la verdad sea dicha a los otros, que sea -digamos así- predi­
cada y defendida. Para ello arma al Joven con argumentos que se refieren tanto
a lo verdadero como a lo verosímil (cf. B8.60 s.), a fin de que pueda cumplir
con su misión de profeta11 de la verdad, y de profeta que no sólo ha de anun­
ciarla, sino que tendrá que pelear por ella, en diálogo y en disputa.
¿'Por qué este camino discursivo y aun polémico, y no el místico? ¿Y por
qué la polémica se extrema hasta la competitiva enunciación de la que pare­
ce ser la mejor y más verosímil entre las descripciones de lo aparencial? Esto
nos indica que el “tema” del Poema no es sólo y meramente lo Ente, sino lo
Ente y su manifestación, lo Ente en su manifestación, es decir, en su conexión
esencial con el hombre (a la que co-rresponden las dos actitudes del hombre
ante ello). Por eso pensar y decir están coimplicados también esencialmente
en la cuestión de lo Ente.
Esta coimplicación aparece, en forma negativa, en B2,12 (y B8.7-10, B8.17)
respecto a la imposibilidad de conocer y mencionar lo que no es. Su enuncia­
ción positiva y neta está en B6.1 y, en otro sentido, en el problemático B3, así
como en los no menos problemáticos versos de B8.34-6. Por primera vez en la
historia del pensamiento parecieran diferenciarse los tres planos: ser, pensar,
decir, aunque al mismo tiempo (de un modo que constituye justamente el pro­
blema) remiten el uno al otro hasta casi -o sin casi: B 3- ser “lo mismo”.
Pero cuando estamos entre las apariencias, y no pensamos ni decimos ni
dejamos que se nos manifieste ni manifestamos “...que es”, no por ello dejamos de
“pensar” y “hablar”: lo hacemos como mortales, justamente, y como morta­
les -como indica B 8.38-39- establecemos nombres, onómata. Ese “estable­
cer” (katatíthestai) apunta hacia una concepción convencionalista del len­
guaje, que recorta (¿arbitrariamente?) dentro del flujo sensible, pero ello no
es obstáculo a la creencia mortal de que los nombres son verdaderos (B8.38-

11. F. M. C ornford , Plato and Parmenides (cit. p. 57 n. 2), p. 29; G uthrie, HGPI! pp. 6 s.
12. El verbo phrázo en B2.8 y 6.2 es más bien "mostrar", “declarar’’ (LSJ s.v. I, 1 y 2),
“manifestar en el lenguaje". Cf. M ourelatos p. 20 n. 28, C. E ggers L a n , “La hodós
polyphemos..." (cit. p. 59 n.8).
39, 8.53, 9.1). El noeín se hace dokeín y la verdad, dóxa, a la que “le parecen”
tó dokoünta. La unidad homogénea y atemporal del “...que es" se resuelve en
las dualidades y movimientos temporales de “nacer y morir, ser y no ser, cam-
biar de lugar y mudar de color brillante” (B8.40-41).
Decir, pensar y ser se dan, en los mortales, separados, pero articulados a su
modo, en orden inverso a aquél en que aparecen en la manifestación de la ver-
dad: si el “es” funda el percibir (conocer) y decir verdaderos, las apariencias
(= “cosas”) en cambio aparecen desde el nombrar que recorta. Se presentan
ante el percibir sensible, el cual es también un modo del noeín que capta y se
expresa a su modo (B7), y que podría ser discriminado por el lógos (B7.5); pero
sin este discrimen, el percibir sensible y su expresión se anulan a sí mismos (B6.6-
7).13 El trayecto de la comprensión mortal va desde el decir que no muestra lo
patente sino que establece nombres, al percibir sensible que se deja guiar por
esos nombres, y de allí al “ser” como ser-aparentemente. En éste los
onómata recortan, particularizan “cosas”.14 Podemos sentar que del mismo
modo -recortándose dentro de la vida mediante un ónoma- también el hombre
se individualiza, y en consecuencia nace y vive y muere, es un “mortal”. Y un
mortal que “habla” como tal, es decir, nombra y se nombra, “piensa” y yerra:
yerra por la verdad del mundo sin reconocerla, así como en Heráclito (22B75)
los dormidos operan en el íoosmos y cooperan con sus acontecimientos sin saber­
lo. Pero esencialmente pende sobre él la posibilidad de descubrirse en ia pleni­
tud de lo Ente, y con ello, fuera de todo nacimiento y muerte (B8.21, 27-28).
Los onómata de B8.40 $., “nacer y morir, ser y no ser, cambiar de lugar y
mudar de color brillante”, no designan “cosas” sino los procesos que sufren
las cosas y que tejen la trama del lenguaje mortal: explicitan los modos fun­
damentales del nombrar y por lo tanto de las cosas. Pero ellos, a su vez, son la
consecuencia de un meollo aún más profundo, de cuyo operar dependen o
proceden el lenguaje y el mundo de los mortales (B8.53): el que establece y
separa el “fuego” (B8.55) o “luz” (B9.1, 3) y la “noche” (B8.59, 9.3). La Vía

13. En el pensamiento del lenguaje, Heráclito y Parménides se tocan. Respecto al nombrar


que abstrae y recorta, cf. Heráclito 22B23 (tal vez), 832 y sobre todo B67. Sobre este último
texto, B. S nell , "Die Sprache Heraklits’’ (cit. p. 53 n. 15), p. 368. En el contexto parmenídeo,
ios onómata, al recortar ias cosas, ocluyen !a percepción de !o ente como ente. En Heráclito,
22B55, B101a, B107 son textos paralelos en cuanto a la doble posibilidad'del percibir
sensible en relación con el discrimen del lógos.
14. Cf. en B4 el juego de los plurales neutros del v. 1 frente al singular tó eón del v. 2. En los
dos versos restantes, la dispersión o la reunión de las cosas según un orden puede estar
anunciando ya la mostración de todas ias cosas probables como un ordenamiento cósmico
total en B8.60, ordenamiento cuyos indicios rescatamos en B10 a B18 y cuya íntima depen­
dencia de! “poner nombres" enfatiza B19.
de la Opinión, como discurso de la diosa, es reveladora a su manera y “supe­
rior” porque contiene e indica este meollo y su operación. “Luz” y “noche”
no están en el mismo nivel que los onómata que designan cosas, ni en el de los
que designan los procesos en los que están las cosas, sino que constituyen
principios fundamentales de división y oposición a la vez que de mismidad, y
operan de un cierto modo -si podemos usar aquí esta palabra- transcendental
en la comprensión mortal y la articulan. Pero por detrás de esta dualidad
fundamental sigue estando el “es” unívoco, eí factum de ser, como posibilitante
de todo lenguaje.
Esto último no es fácil de mostrar, pero al menos es cíaro que la diosa cum­
ple lo prometido en B1.28 ss.: dar cuenta de la verdad y de las opiniones, esto es,
de las opiniones desde aquello que las funda y posibilita. Sobre la cuestión esbo­
zada, de gran dificultad, sólo podemos hacer aquí una observación desde muy
cerca del texto. Podemos partir de la identificación aristotélica de “luz” con
“ser” y “noche” con “no ser”. Esta identificación en un sentido es posible y en
otro no, o si se quiere los términos son análogos pero no homólogos.15
En efecto. En B8.29 lo eón está caracterizado como “lo mismo, permane­
ciendo en lo mismo yace en sí mismo” (tautón t‘ en tautó(i) te ménon katti
heautó te keitai), esto es, como pura identidad consigo, que no tiene la diferen­
cia en su horizonte (ya que “no ser” no es, en el sentido más radical). En cam­
bio, el mundo de los mortales está signado por la oposición: los ónomata de
B8.38-41 son oposiciones, y en 8.55 se descubre la oposición fundamental de
la que dependen, luz-noche. “Luz” puede y no puede ser identificada con “ser”
porque es por un lado identidad consigo misma, pero también diferencia, des­
emejanza con lo otro; la identidad consigo es diferencia con lo otro, esto es,
tiene la diferencia en sí (“consigo mismo por todas partes el mismo, con lo otro

15. Met. A 5 986b27-987a2, De gen. et corr. 318b6-7. Lu2 y Noche en Dóxa interjuegan igual­
mente con sus correspondencias en el Proemio. Fránkei, “Parmenidesstüdien" (cit. n. 5), tien­
de a aceptar sin más la identificación luz=ser, que, por lo que decimos enseguida, no puede
hacerse totalmente. (También Olof G igon, Der Ursprung dergriechischen Philosophie, Schwabe,
Base! 19682, pp. 271 s.; tr. c. Los orígenes de la filosofía griega, Gredos, Madrid 1980, pp. 304
s.) En todo caso, "ser” y "no ser” de B8.40, onómata dei decir mortal, están en otro nivel que
su correspondientes formas en B2. Cf. M ourelatos p. 222 y remisiones, y el cuadro de pp. 242
s., que permite captar de un golpe de vista ios pro y los contra textuales de la asimilación. G.
V iastos , “Parmenides' Theory of Knowledge", TAPA 7 1 ,1946, pp. 72-3; repr. Studies in Greek
Phil. I (cit. supra p. 63 n. 17), p. 160; Guthrie, HGPW, pp. 56 s. (p. 56 n. 2: analogía y no
identidad). Contra, Tarán (cit. p. 55 n. 1), p. 218; C ordero, Deux chemins pp. 195 s. y “El
significado de las 'opiniones' en Parménides", Cuadernos de Filosofía 19,1973, pp. 42 s. A.
A. I ong , “The Principies of Parmenides’ Cosmogony", cit. en n. 7 (en Furley-A llen II pp. 90-5):
las dos morphaf son ser y no ser, pero no los opuestos Fuego y Noche. Para la traducción
aristotélica en términos de cálido y frío, y “noche" = “tierra” , T arán pp. 289 s.
no el mismo”, eoytd(i) pántose toytón j tó(i) d ’ etéro(i) me toytón, B8.57-58).
“Noche”, a su vez, es definida solamente como lo otro (“pero aquello también
en sí mismo/ las-cosas-opuestas [lo opuesto], noche oscura”, atar kaketno kat’
auto tantía nykt’ adaé, B8.58-59): su identidad (Uákeíno kat* autó) consiste en
ser tántía, pura contrariedad; ella “es” diferencia y sólo diferencia.16 El lengua­
je y la comprensión mortales le atribuyen ser. Pero “no ser”, aun en el campo
de la apariencia, no “es”, y sigue cayendo esencialmente dentro de lo
innombrable e inmostrable: sólo se lo puede “nombrar” como no-luz, así como
lo no-ente no puede ser mentado sino como negación de lo ente; pero esto es
aún alguna forma de mención, y la comprensión mortal puede tomarla como
positiva.17 Desde aquí podría considerarse ía ambigüedad de B6.8-9: que para
los mortales, ser y no ser sean “lo mismo’y no lo mismo”.
El discurso de la diosa sobre las apariencias constituye un kósmos engaño­
so porque tiene que referirse al establecer nombres de los mortales. Pero tiene
una legalidad que hace de eso engañoso algo, si no verdadero, verosímil. En
todo caso, sería una legalidad refleja, quizás el reflejo de la necesidad ínsita en
la verdad de lo ente; sería, podríamos decir, aquella misma legalidad de lo que
es, tal como se refleja en el punto de vista de los mortales. En este sentido, el
todo (pánta) de B1.32 reaparece explicitado en B9.1 como el modo en que “lo
que es”, el factum de ser, se manifiesta a ellos: como totalidad plena y en sí
diferenciada en “luz” y “noche”.18 La necesidad y coherencia de las opiniones
habría que buscarla en la dirección de lo que hemos llamado el juego
“transcendental” de estos principios.
Quedaría la cuestión de la discursividad con que la diosa expone en forma
conceptual y aun polémica su revelación, que habría que ver desde la relación
del Proemio con la totalidad del Poema. Si, como parece a primera vista, hay
una “camino de ida” hacia la verdad, ¿esto significa que la intuición de la ver­
dad requiere una preparación de alguna índole? ¿O ya en el camino empieza la
revelación, o mejor dicho, el camino es la revelación? (compárese la hodós
polyphemos de B1.2, donde phéme = signo, y los sémata del camino en B8.1-3).19

16. C f. A. H. C oxon, The Fragmente ofParmenides, Van Gorcum, Assen/Maastricht-Wolfeboro


1986, p. 222. Cada una idéntica consigo misma y no idéntica con la otra, T arán , p. 223 n.
17. H. Fránkel, “Parmenidesstudien" (en Furley-A llen II p. 22), la ausencia de Luz es un modo
deficiente, un mé ón que resulta un quasi-dnen el mundo sensible. G. V lastos, “Parmenides”
Theory of Knowiedge" (Studies in Greek Phil. I [cit. p. 63 n. 17]) atribuye absoluta
autoidentidad, como la de lo Ente, a cada uno de los opuestos "físicos", p. 158; pero Noche
sólo puede ser nombrada negativamente, p. 160.
18. Cf. C. Eggers Lan, Los filós. pres. li, pp. 447 s., n. 28, Sobre la legalidad del mundo
apariencia!, ibid. pp, 451 s., n. 30.
19. Cf. supra p. 59 n. 8.
¿La revelación de lo Ente atemporal es (necesariamente) instantánea y por lo
tanto no se puede permanecer (temporalmente) en ella, sino en todo caso sólo
llevarla consigo, “recordándola” como una suerte de doctrina discursiva que
eventualmente puede ayudarnos a recuperar la plenitud intuitiva? Si para el
hombre no es posible permanecer, durar, en la Verdad atemporal, la condición
de mortal resultaría ser, como posibilidad del ser-hombre, menos esencial o
propia, pero en definitiva irrebasable y permanente, algo así como el modo
dado de ser el hombre desde el cual hay que partir y al cual hay que, de un
modo u otro, volver. Y si es así, ¿entonces el discurso argumental y probativo
de la diosa es un “camino de vuelta”, la preparación para ese recuerdo y para
una posterior enseñanza discursiva que se convertirá en “camino de ida” para
otros?20 En el extremo, podría verse una suerte de platónico reenvío a la caver­
na, para el cual el discurso sobre las opiniones -explicación desde sus funda­
mentos del mundo “cavernario”- podría servir de preparación.
Por último: ¿sería posible considerar al Poema como una suerte de “dis­
curso sin sujeto”? Desde ya, es problemático introducir en Parménides una
palabra y una noción inseparables de su sentido y connotaciones modernas.
Pero podemos considerar la posibilidad de un lenguaje autónomo, que se
diga meramente a sí mismo. En el momento de la revelación/intuición la
diosa se pierde como sujeto, pero en tanto ella es manifestación de la verdad
de lo ente, lo ente en su manifestación, y el lenguaje es decir de to ente
(genitivo objetivo y subjetivo). Y es una manifestación a alguien. Su oyente
-el Joven deconstituido como mortal- quizá no sea el individuo Parménides
como tal, pero sí es, en él, ese (oscuro) momento privilegiado de lo
esencial-humano, capaz de abrirse para la recepción de esta Verdad. Por cier­
to, no hay “humanismo”, dijimos, en tanto esto transciende al hombre como
“sujeto” individual o colectivo (ya que queda abierta la posibilidad de que
esa “revelación” se dé a una comunidad). Ahora bien, cuando la intuición de
lo ente es puesta en el terreiio del discurso, la misma discursividad -orienta­
da hacia los mortales- requerirá un sujeto gramatical personificado -la dio­
sa-. A su vez, en la transmisión discursiva a otros de tal “conocimiento”, el
Joven estará sostenido por la persona empírica Parménides.

20. La interpretación del Proemio como camino de vuelta es propuesta por J. M ansfelo, Die
Offenbarung des Parmenides (cit. p. 57 n. 2), derivándola del perfecto eidós de B1.3. Es
curioso que Guthrie, que critica esta idea de Mansfeld como highly speculative, vea a su
vez iteración en el phérousióe 1.1 y lo conecte con las interpretaciones que relacionan el
Proemio con experiencias de tipo shamánico, a las que revisa y en lo substancial aprueba
(HG PII, pp. 7, 10 ss.).
D e la s o fís t ic a a n t ig u a a la a ld e a g lo bal

Un posible título -uno de los más posibles- para lo que habría sido uno
de los escritos decisivos del sofista Protágoras, es “La Verdad”. Consignamos
de entrada esta señal fuerte con que se marca a sí misma esa sofística que
estamos acostumbrados a ver adjudicada a la mentira. En su obra ya clásica
sobre los sofistas, Mario Untersteiner hace, acerca de este título, la acota-
ción de que la misma palabra “verdad”, alétheia, sonaba en la época como un
manifiesto, era una suerte de bandera. Desde las retorcidas remisiones de los
oráculos (y de la sabiduría délfica del “conócete a ti mismo”), pasando por
los eleátas hasta los escépticos, todo el mundo helénico fue una apasionada
búsqueda de la verdad, que se confundía en el plano práctico con el no me­
nos tormentoso seguimiento de díke, de la justicia.1 En el otro extremo, vi­
mos cómo el crepuscular Nietzsche descubre y distingue la voluntad de ver­
dad y la voluntad de poder, a la vez que muestra a aquélla oblicuamente
subordinada a ésta. Lo que hicieron los griegos con la verdad, sabemos, tiene
consecuencias que hasta hoy nos alcanzan. En primer lugar (pero no desde
siempre), adjudicarla al lógos, que en algún momento se traduciría como

1. Cf. M. U nteasteiner, I Sofisti l/ll, Lampugnani Nigri, Milano (19491) 19672,1 pp. 35-7. Diógenes
Laercio iX 55 (DK 80A1) trae una iista de obras donde La Verdad no figura. Untersteiner (I
pp. 30-37) supone que ios títulos de DL serían partes de una de las dos grandes obras
atribuibies al sofista, Las Antilogías; la otra sería La Verdad, o Los (razonamientos)
derribadores, título más tardío que aparece en Sexto Empírico Adv. math. V!l 60 (DK 8081).
La Verdad como título sería atribuibie a Platón (“si la Verdad de Protágoras es verdadera",
Teet. 162a, cf. 161c, 166 d “Pues yo afirmo que la verdad es tai como la he escrito"), pero
-como era usual- la palabra está tomada de la primera línea del escrito.
discurso y lenguaje. La verdad quedó así puesta en un topos de racionalidad,
y de racionalidad discursiva, en donde, por siglos, el poder no entraba, o
entraba sólo para producir distorsiones. Cuando el siglo XX lo descubre como
constituyente de algún modo de la verdad, quedamos bajo la constelación
lenguaje-verdad-poder, en sesgada y multívoca referencia a lo que ambigua-
mente seguimos llamando la realidad.
La situación de fin de siglo... (Al margen: ¿qué fin de siglo, de qué siglo?
No es fácil la tarea de ubicarnos en este fin de siglo; sospecho que el siglo XX
no existe, no existió nunca: el XIX dura hasta 1950, y en esa fecha ya despun­
ta el siglo XXI. Puede despistar la atrayente y confusa década del 60, y lo que
nos parece su especificidad tal vez ha sido sólo la espuma de la ola que rom­
pe y en su reñujo mezcla sus aguas con las de la ola siguiente.) Pero ya damos
algo por supuesto: el fin de siglo consiste en la disolución de la realidad.
Algo de eso se llamó postmodernidad.
La temática y el rótulo mismo de lo postmoderno no dejaron (muy
postmodemamente) de pasar de moda con relativa rapidez. De ello nos que­
dan en herencia asumida, sin embargo, rótulos como la fragmentación, la
diferencia, el simulacro, la hiperrealidad, el postdeber, que entraron a for­
mar parte de nuestros presupuestos y habitualidades. Pero la noción de
postmodemidad es útil para plantear la diferencia entre la Modernidad y un
concepto distinto, lo Moderno. No hay que confundirlos. No la Moderni­
dad, sino lo Moderno (que va aproximadamente desde 1860 o algo antes
hasta más o menos 1960) es aquello previo de lo que la postmodernidad es
post-. Ambos, lo Moderno y lo Postmodemo juntos, integran la Modernidad
en la etapa de su consumación (consumación: plenitud, no crisis). Lo Mo­
derno era, en uno de sus aspectos más importantes (a veces, pero no siempre,
llamado Revolución) el cambio de la realidad que -partos de la Historia
mediante- equivalía a su realización verdadera. La postmodernidad, se su­
pone, consiste en la evaporación de la realidad un minuto antes de que ésta
logre su perfección. Esto se ha llamado fin de la historia (especialmente de la
Historia Universal), fin de las ideologías, de la política, del arte, etc. y, en e l'
mundo estrictamente contemporáneo, fin de la Guerra. No sólo la Realidad
sino también el Poder con mayúscula que operaba en ella parece abolido, y
el Discurso de la realidad y del Poder quedaría vacante para convertirse en
múltiples discursos (que a lo sumo, para reiterar gastados juegos de palabras
franceses, exhibirían el poder del discurso con minúscula, de los discursos).
Pero, fin de siglo: escamoteo de la realidad vs. megarrealidad en bruto.
Escamoteo: porque las descripciones más o menos postmodernas que
acabamos de evocar pierden credibilidad día a día. La realidad y el poder no
se diluyen en las diferencias. Lo Moderno presentaba una doble vertiente:
las vanguardias políticas, que producían escatologías inminentes y proyectaban
aspectos del mundo moderno como una consumación futura total, y las van-
guardias estéticas, que tácitamente, a sabiendas o no, suponían la consumación
como ya acontecida de algún modo, y sacaban, cada una, sus consecuencias uni­
laterales (que, yuxtapuestas, daban la impresión de una diversidad).
La Postmodernidad muestra a la vez que la consumación de la historia
no se va a producir y que ya se produjo. La post, o sobremodemidad, es un
Mundo posthegeliano. El Hegel kojeviano esquemático y trivializado al que
acudía hace unos años Eukuyama corre el riesgo de indicar la verdad, no
como interpretación sino como síntoma. Se puede hablar tranquila y super­
ficialmente (esto es, a nivel de las ideologías, cuya era abre y cierra el libera-
lismo) del fin de la historia porque éste, que es un acontecimiento, y por lo
tanto no un suceso cronológico, efectivamente ya sucedió en silencio. ¿Cuán­
do? A diferencia del suceso adherido a su cronología puntual, el aconteci­
miento no tiene fecha, el acontecimiento siempre “ya sucedió”. Nosotros
somos los sobrevivientes.
El acontecimiento es la consumación de la Modernidad: su consuma­
ción plena, no su superación. Lo Moderno fue su primer síntoma, lo
Postmoderno -crisis de lo Moderno- el último. El acontecimiento nos deja
entre la realidad abolida y la realidad en bruto, entre el poder fragmentado y
diluido y el poder en bruto, dos caras, obviamente, de la misma moneda.
Sobre esto, a volver.

Corte y cambio: Grecia, s. V a.C. El mundo griego se compone de innu­


merables ciudades-estados o póleis, siempre sumidas en conflictos internos:
se llama “libertad” al derecho de llevarlos adelante sin ingerencias externas.
Pero la polis arcaica, nacida del conflicto, había desarrollado una peculiar
sabiduría deí conflicto. Los primeros sabios de Grecia, los 7 Sabios, serán los
que aprendan a manejarlo con leyes e instituciones. El pensamiento del con­
flicto irá desde ellos -desde uno de los más preclaros de ellos, Solón- pasan­
do por Anaximandro, hasta Heráclito.
La pólis arcaica se prueba, a comienzos del siglo V, en la hazaña de recha­
zar la invasión del enorme Imperio Persa; pero tras ella, aparece la política
imperialista: de ahí en más, algunas ciudades se transforman en potencias y
tienden a crear zonas de influencia; especialmente Atenas, que domina militar
y comercialmente el mar y somete a muchas ciudades so pretexto de alianza
preventiva. El tributo de éstas le permite un magnífico florecimiento cultural
y, en lo interno, el modernamente tan alabado desarrollo de la democracia
(que también exportará: en las ciudades de su órbita, círculos pro-atenienses
se encargan de llevar adelante regímenes democráticos, esto es, pro-atenienses).
Frente a ella está Esparta, potencia militar terrestre sin gran expansión
económica,
jamás existió aquella armónica vida política y espiritual griega inventada
por la Grákomanie nostalgiosa del romanticismo alemán; esa historia siempre
fue conflictiva, cruel, y muchas veces estúpida. Pero en la pólis arcaica, la ley que
regula la conflictividad del mundo y por lo tanto de la ciudad, se llamaba justi-
cia, díke, y el saber de esa ley estaba transpasado de tonos morales y religiosos. El
mundo del siglo V, en cambio, signado por la concentración y la expansión del
poder, es además el mundo del mero poder. Los conflictos internos de la polis
arcaica podían ser vistos como “naturales” (phjsei) y como la manifestación, en
un ámbito de emergencia determinado, de las pulsaciones de la totalidad. Pero
la concentración y expansión del poder en gran escala de la época siguiente
supone una ingeniería del poder, una tékhne adecuada para esta construcción,
cuya artificialidad es manifiesta; en todo caso, lo physei, lo natural, es allí la ten­
dencia misma a la dominación que se da esos instrumentos.
Más todavía: lo que en el siglo V llega a luz es algo raro entonces y aun
ahora: la lucha consciente y declarada del poder por el poder mismo, en sus
formas más elementales y sin ningún taparrabos ideológico.
Tucídides, historiador de la guerra y primer gran pensador del poder,
había iluminado los acontecimientos en mitad de su curso y revelado sus
causas y su lógica con la luz fría y seca de un pensamiento desencantado al
que luego sólo se aproximaría su traductor Hobbes. Su Historia exhibe la
lógica de la acumulación indefinida de poder, por la cual Atenas adquiere la
descamada consciencia de que su imperio, injusto y odiado, no puede volver
atrás y debe profundizar la injusticia so pena de perecer. Son conocidas algu­
nas situaciones paradigmáticas, como la Asamblea bajo el demagogo Cleón
decidiendo la vida y la muerte de poblaciones enteras, no por piedad ni odio,
sino según la más estricta conveniencia del imperio (III 36 ss.). En el célebre
diálogo con los melios (V 84 ss.), que invocaban la justicia de los dioses, los
atenienses responden (V 105): “Acerca de los dioses creemos, y acerca de
los hombres sabemos claramente que, bajo la más natural de las compulsio­
nes, dominan a cuantos pueden dominar. No hemos establecido esta ley ni
fuimos los primeros en seguirla cuando se estableció; sino que la encontra­
mos, la seguimos y la dejaremos después de nosotros, como algo que ya exis­
tía y que va a existir siempre. Sabemos, también, que. vosotros y muchos
otros, si lograran este mismo poder, harían exactamente lo mismo.”
Escribe David Grene, en un libro ya viejo y lúcido: “Atenas se ha vuelto,
dice Pericles en el Discurso Fúnebre, [Tucídides II 41.1] “la escuela de Grecia”.
(...) Pero las lecciones que sus alumnos aprendieron de ella no era principal­
mente una admiración por sus particulares instituciones políticas, de las que
Pericles había estado hablando (...). Lo que ella enseñó al resto de los griegos
en primer lugar es a ser conscientes de la creación de poder en nombre de nada
más que de él mismo y a considerar el factor de la creación de poder abierta y
racionalmente. En esos dos aspectos -que van estrechamente unidos- Atenas
fue única desde el punto de vista de la historia pasada y, podría sostenerse, de
la historia posterior hasta nuestros propios días. (...) [A diferencia de las mo­
narquías orientales de base religiosa, o de imperios como -entre otros- Roma
o Gran Bretaña, que se justifican con las ideologías de la “Romanidad” o la
superioridad racial y cultural], la extraordinaria característica del imperio
ateniense es que los atenienses lo construyeron sin nada interpuesto entre ellos
mismos y el sufrimiento e injusticia que causaban; que lo enfrentaron todos y
cada uno, permanentemente, con responsabilidad moral individual; y que lo
que intentaron construir como explicación de sus acciones no fue una ficción
nacionalista o semirreligiosa sino lo que consideraron una explicación racio­
nal del modo en que todos ios hombres han actuado en todas partes”.2
La construcción consciente y calculada del poder es un camino sin retor­
no, y su dinámica necesariamente desemboca en la confrontación. La guerra
fría, en este caso, se recalentó pronto. El último cuarto del siglo es ocupado
por una serie de acciones bélicas más o menos independientes que el genio de
Tucídides leyó como un fenómeno único, el enfrentamiento de Atenas y Esparta
en la Guerra del Peloponeso. Atenas es finalmente derrotada, peró Esparta no
gana: en realidad era el mundo griego el que se había destrozado internamen­
te, y no se recuperaría más. Atenas logra luego rehacerse, pero la democracia
restaurada sin su base imperialista es sólo expresión de una crisis.
No la polis tradicional, todavía impregnada de la ética y la religiosidad
arcaicas, sino este mundo del puro poder ~es decir, las ruinas de este mundo-
es lo que Platón tendrá ante la vista. Platón no piensa ni expresa una culmi­
nación sino un colapso, que todavía cree posible revertir. Sabemos que ese
intento ingenuo y desesperado fracasa, aunque tendrá un éxito a larguísimo
plazo y tal vez no esperado, pues logrará promover el más profundo cambio
en el subsuelo metafísico. Pero ya Tucídides había sido consciencia vigilante
de la quiebra de ese mundo, y por ello ya en cierto modo exterior a ella.
¿Pero cuál era la consciencia de sí, en sentido propio, de ese mundo?
Es posible que haya que buscarla en el campo que recibe el nombre de
sofística. Al mencionar la sofística junto a Tucídides, ponemos juntos el saber

2. David G rene, Greek Political Theory. The Image of Man in Thucydides and Plato. (Original­
mente Man in his Pride. A Studyin the PoliticalPhilosophyofThucydides and Plato). The University
of Chicago Press, Chicago & London, 1950; Phoenix Books Ed. 1965, Introd., pp. 4-6.
descamado de la dureza de la realidad y lo que sólo en apariencia es heterogé­
neo, la maleabilidad de la realidad bajo la presión de la palabra. Nos tentaría
trazar paralelos contemporáneos; pero vamos despacio. Por de pronto, con la
sofística están también obviamente en juego, y jugados conscientemente, los
tres elementos bajo cuya constelación nos pusimos: poder, verdad, lenguaje. El
arte y la técnica de persuadir mediante la palabra sabiamente convincente era
el producto que los sofistas vendían a la clase dirigente. Esto fue incorporado
a la tradicional imagen peyorativa que ya Hegel se ocupó de destruir y con la
que no voy a ofender a un lector culto, ni siquiera para discutirla. Más intere­
sante es ver qué hay detrás de ella. Las dos grandes figuras de la sofística del
siglo V, Protágoras y Gorgias, pueden ser nombres bajo los cuales podríamos
poner y encontrar algunas de nuestras discusiones, cuestiones como diferen­
cia, democracia y consenso, palabra, poder y realidad. Si es así, por qué es así y
en dónde terminan las semejanzas, es un ejercicio abierto.

Protágoras nace alrededor del 490 a.C.3 en Abdera, colonia jonia en


Tracia, compleja encrucijada de pueblos y credos,4 en la que va a germinar
el atomismo (y las fuentes ponen al sofista en insistente conexión con
Demócrito, ya como discípulo, ya como maestro). Hace muchos viajes por
las ciudades, según el uso de los sofistas. Tiene varías estadías exitosas en
Atenas. Conoce de cerca la gran política y su manejo: forma parte del cír­
culo íntimo de Pericles, quien le encarga preparar la legislación para uno
de sus grandes experimentos, la colonia panhelénica de Turios, fundada el
444. Según el testimonio de Diógenes Laercio, a causa de sus opiniones
sobre los dioses, los atenienses lo habrían expulsado de la ciudad y habrían
secuestrado y quemado en la plaza sus libros. Los antiguos conectaron al
proceso una fuga que concluiría en naufragio. Esto suele ponerse en duda
en base a Platón, que le hace decir (Prot. 317b), ya cargado de años, que no
ha sufrido ningún mal por ser y proclamarse sofista; pero la escena del
Protágoras corresponde a la segunda y penúltima estadía del sofista en Ate­
nas. ¿No podría, en principio, tratarse de una ironía dura en un escritor que

3. La cronología de Protágoras, como la de casi todos Sos personajes anteriores a! s. IV, no


es segura. Las fuentes de DL lo hacen vivir ya 90 años (con !o que su nacimiento se adelan­
taría al 500), ya 70 (también Platón, Menón cit. infra). Los datos de las vidas de los sofistas
deben verse en U ntersteiner, para Protágoras I Sof. I, pp. 15-25. Un resumen claro en A. J.
C appeuftti , Protágoras: naturaleza y cultura, Biblioteca de la Acad. Nac. de la Historia, Cara­
cas 1987, pp. 45-57.
4. Cf. M. U ntersteiner, i Sof. I, p. 15 con las remisiones.
las practica con frecuencia? Lo más probable, sin embargo, es que el juicio
de Protágoras sea una leyenda.5 De cualquier modo, que esa leyenda haya
sido posible (como otros procesos también legendarios o verdaderos), apun­
ta a otra leyenda, moderna: Atenas no era tan libre intelectualmente como
la pintan.
Protágoras muere hacia el fin del siglo. De una cantidad de títulos que
presentan los catálogos antiguos, se suponen6 dos como obras independien-
tes: su obra mayor debió de ser Sobre la verdad que, como dijimos, probable­
mente tenía como subtítulo Razonamientos demoledores. Junto a ella, debían
de ocupar un puesto preeminente las Antilogías, esto es, los “razonamientos
enfrentados”, quizás un método de discusión y sin duda más que eso. En estos
títulos, muy sintomáticos, el lógos, o mejor los lógoi, en plural, parecen sufrir
procesos n o claros de afirmación, de competencia y enfrentamiento.
La doctrina por la que nos resulta familiar suele ser mencionada con el rótulo
latino de homo mensura, y entre sus varias fuentes7 la principal es el platónico
Teeteto, un complejo diálogo que pone en cuestión el conocimiento de inmedia­
ta o mediata base sensible. Su expresión, considerada textual, sería pántxm khremáton
métron ántrhopon einai, tón mén dnton hos ésti, tdn dé me ónton hos ouk éstin
(152a2-4): la traducción usual (discutible, pero cuya discusión no podemos
emprender aquí) reza: “el hombre es medida de todas las cosas, de las que son
en tanto son, de las que no son en tanto no son”. Esta formulación es explica­
da inmediatamente: “Como me aparecen cada una de las cosas, así son para
mí; como te aparecen, así son para ti.” (Cratilo 386a reitera literalmente esta
explicación). El texto de Teet. aclara: “Hombre, lo eres tú y lo soy yo.” Se
trata -e n principio- del hombre individual, y en esto coinciden las fuentes
-Platón, Aristóteles, Sexto Empírico- contra la interpretación neokantiana

5. DLIX 52 (juicio), 55 (naufragio) = DK 80A1. Otra fuente, Sexto Empírico, Adv. math. IX 56
= DK 80A12 (que cita además versos de Timón de Fliunte), supone !a condena a muerte y el
naufragio como consecuencia de la fuga. E! carácter legendario de la cuestión ha sido
sostenido especialmente por O. G ígon , “Studien zu Platons Protagoras", en Phylobotlia fürP.
von der Müht, Base! 1946, reimp. Studien zur antiken PhUosophie, Berlin 1972, pp. 98-154.
El argumento contra su historicidad basado en el Prot, que nos parece débil, procede de
Gigon, y es retomado por Untersteiner (I pp. 19 s.; cf. Cappelletti o. c. p. 56, que acepta la
veracidad de las noticias). Más fuerte es otro pasaje platónico {Menón 91 e = DK 80A8), que
lo hace morir a los setenta años, con cuarenta de ejercicio de la profesión de sofista, tranqui­
lo y prestigiado hasta el último día.
6. Me atengo a M. U ntersteiner, supra n. 1.
7. Platón Teet. 151e-152c (DK 80B1), Cra. 385e-386a (80A13); Aristóteles Met. K 6 1062b12
(80A19), 11 1053a3(= 13a,ben M . U ntersteiner, Sofisti. Testimoníame e frammenti I, Firenze
19612); Sexto Empírico Adv math. VII60 (80A15,81), Pyrrh. h. 1216 (80A14); DL IX 51 (80A1).
de Gomperz, que leía al hombre como especie.8 Y el viento que es frío para
uno, para el otro no lo es; ligero para uno, es violento para otro.
Platón diferencia expresamente esta doctrina de la suposición de un
“viento en sí” por detrás de su doble fenomenización: “¿Cuál de las dos cosas,
diremos que -en ese momento- es el viento mismo en sí mismo (auto eph'
heautoü), frío o no frío? ¿O bien nos dejaremos convencer por Protágoras de
que para eí que tirita es frío, para el que no, no?” Lo que "es” el viento, está
en su aparición a la percepción puntual (“en ese momento”) de cada hom­
bre, que puede ser distinta y contraria a la del otro (y eso es lo que cada uno
dirá que es el viento). Percibir y aparecer son “lo mismo”. El aparecer
(phaínesthai, phantasia) tiene su lugar en el “percibir” (aisthánesthai, aísthesis).
Lo que parece (aparece) a cada uno (y que por el momento viene a ser “el
calor y todas las cosas así”), “es” para él; la sensación pertenece siempre al
ser (aísthesis toü óntos aeí estin) y por lo tanto es no-mentirosa, {apseudés),
infalible; ya que, concluye el interrogador de Teeteto, es epistéme.
Hay aquí una doble posibilidad de confusión, en la que Platón, en ambos
casos, nos introduce y nos fuerza amablemente a entrar:
f 1) Teet. 152c ss. (y Aristóteles acerca del principio de no contradicción,
en Met. IV 5-6): se trataría de un “heraclitismo”, en el sentido de la doctrina
del flujo perpetuo, del “todo fluye” (pánta reí), fórmula de Platón para su
comprensión de Heráclito, que en realidad corresponde a un heraclíteo de
extrema izquierda, Cratilo, cuya doctrina disuelve la experiencia en un flu­
jo.9 Pero los ejemplos del texto y otros testimonios, así como los títulos,
muestran que Protágoras no piensa en un flujo amorfo, sino en la experiencia
articulada entre contrarios; está, pues, muy cerca del verdadero Heráclito,
cuyo Logos articula las oposiciones.
2^ La verdad, parece, ha descendido al plano humano - al hombre indi­
vidual - al plano de la percepción sensible - de la percepción sensible actual
e inmediata. La cual varía de hombre a hombre, y aun en sucesivos momen­
tos. Y esto sería un relativismo, y como tal ha sido tradicional mente leído.50
Lo que es, es lo que me aparece, y aun lo que me parece. En cierto modo, el

8. T. G omperz , Griechische Denker 11!, VI, V, tr. c. Pensadores griegos i, Guarania, Asunción
1951, pp. 502 ss.
9. “Todo fluye" (como pánta khoret) “y nada permanece" aparece en Cra. 402a. El inventario
razonado de fos testimonios platónicos (donde predomina la lectura del flujo) y aristotélicos
sobre Heráclito en G. S. K irk, Heracütus. The Cosmic Fragments (cit. supra p. 44 n. 2), pp.
13 ss., permite visualizar ta fuente de una mal interpretación de larguísmo alcance.
10. Más o menos supuesto en las lecturas platónica y aristotélica, que acentúan más bien el
moviiismo y la indiferenciación, el relativismo es explícitamente concluido por muestra fuen­
te escéptica Sexto, Pyrrh. h. 1216 in fine (DK 80A14),
ser se subsume en la opinión (ser = aparecer = parecer), y la verdad se liqui­
daría (cf. Teet. 161d'162a).
Pero habíamos partido, muy al principio, del título “La Verdad” para el
escrito que contenía la doctrina. No “el parecer”, sino “la verdad" - alétheia-
lo que se hace presente desde el ocultamiento y se da en el “percibir”. El “per-
cibir” es el lugar de la presencia, el espacio de aparición de lo que se hace
presente en el presente y se “da”. Pero lo que, en el percibir, se da al hombre, al
dársele se le impone. El percibir no es un “parecerme” sino un aparecerme que
no puedo evitar ni modificar, y que me obliga a vivir en la verdad. El hombre,
encontrado primariamente como sede de la verdad, está transpasado por su
prepotencia. Y si no podemos menos que estar en la verdad, la primera conse­
cuencia es que el “error" no existe, no es posible (no hay “percepción” de lo
que no es; cf. las conclusiones de lóOc-e y 167d, “[...] nadie tiene opiniones
falsas, y tú, quieras o no, tienes que soportar el ser medida”).
Y esto es lo que el lenguaje que pretende ser verdadero declara, lo que
“dice” que “es” (Teet. 152b: “¿qué diremos del viento?"). De aquí salen conse­
cuencias para el uso del lenguaje. Si lo que “es" es lo que “me parece” (“se
me aparece”) y si el error no existe, entonces sobre cada cosa se pueden
enunciar lógoi contradictorios, legítimamente. Éste es el fundamento de las
antilogías: “Fue el primero que dijo que sobre todas las cosas hay dos discur­
sos que se contradicen entre sí” (DL IX 51, DK 80B6a).
Vayamos por partes. En primer lugar, la antilogía responde a una dinámica
de la realidad. La realidad no es amorfa, sino un riguroso juego de opuestos. En
su movimiento espejean los opuestos, que a veces llegan al antagonismo y el
conflicto. Por ello las antilogías no son un recurso erístico, sino expresión y
consecuencia del hecho de que la realidad misma es antitética. M. Untersteiner
busca la larga raigambre de esta intuición en las experiencias personales que
traduce la lírica, el relativismo etnográfico de los logógrafos e historiadores, el
doble origen -mediterráneo e indoeuropeo- del mito, la concepción de díke y
la vida jurídica... Pero es sobre todo en el seno de lo divino, aun en el mismo
Zeus, que aparece como la figura unificante, donde se daría este juego. Se lo
puede encontrar, muy especialmente, en Esquilo. Untersteiner empareja la
antilogía protagórea y la tragedia esquí liana, que presenta acciones a la vez
obligatorias y prohibidas (la cita típica es la exclamación de Orestes, Coéf.
461: Ares luchará contra Ares, Dike contra Díke.11 La misma teología esquiliana

11. M. U ntersteiner, I Sof. I p. 51, cf. pp. 48 ss. La Antígona de Sófocies puede parecer otro
ejemplo más o menos obvio. Pero la interpretación tradicional (y hegeüana) que opone ley divina
y ley cívica opera con un esquema discutible: cf. Cornelias C a s to ria d is , “La pólis griega y la
creación de ia democracia" en Domaines de ¡’homme. Les carrefours du labyrínthe II, 1986, tr. c.
Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto [II], Gedisa, Barcelona 1988, p. 127.
de Zeus téleios, de Zeus como fin y unificación, juega muy fuerte pero no suelda
las fracturas de la realidad.
Por ello es fundamentalmente incorrecta la homologación platónica de la
doctrina de Protágoras con el ñujo universal, a la zaga de la cual Aristóteles
supone la tentativa de abolir el principio de no contradicción y por lo tanto que
una cosa pueda ser cualquier cosa. Pero contra toda mescolanza indiferenciada,
está claro que en cada caso se trata de dos contrarios en juego. Esto procede de la
dinámica de opuestos con que piensa esa sabiduría arcaica que podríamos ras­
trear hasta Solón y que, a través de Anaximandro, culmina en Heráclito-
Ahora bien, toda la sofística y su época -signada por el eclipse de la Ley
como estructura ontológica en favor de la artificialidad de la construcción del
poder- pueden ser pensadas como la época de la oclusión del Logos -en tanto
Ley de lo real, “divino”, aquél que quiere hablar a través de mí para decirse
como la clave de lo real-. Heráclito sabe de una unidad de los contrarios en el
Logos que los articula en el todo-uno. El sofista de Abdera, cuyo pensamiento
de la oposición está en la huella de Heráclito en un sentido más legítimo que
el que le impusieron Platón y Aristóteles, habría percibido algo, no sé si más
radical, pero que hasta podría parecer más trágico: ya no día-noche, hambre-
saciedad sostenidos por la tensión unificante del dios-lógos, sino -ocluido el
Logos- la contrariedad de lo real como emergencia inesperada de los contra­
rios. Con el “dios” de Heráclito (DK 22B67) debilitado o ausente, sin esa di­
mensión no inmediatamente evidente del Logos que los organiza en unidad
paradójica, los antagonismos parecieran flotar sin articularse (por supuesto,
menos todavía constituyen un “sistema”). Y nosotros, sin el Logos, pero some­
tidos a la patencia constante de la verdad en el “percibir”, pareciera que ten­
dríamos que ser arrasados por las fluctuaciones de la verdad, que nos lleva en
un hilo incongruente de manifestaciones -casi, de nuevo, el flujo cratiliano.
Pero no es así, ni estamos sometidos, indefensos, al juego de la verdad, a
las manifestaciones variables de lo que aparece. Si ya el Logos no articula
como “dios” y queda reducido al discurso humano (“si me escucháis a mí”, cf.
22B50), sin embargo este discurso no ha perdido con ello toda la potencia.
El lógos (humano) puede operar en el seno de la verdad. Puede (de)mostrar
uno u otro de los contrarios y así hacerlo prevalecer en la manifestación.
Ésto introduce otra doctrina capital: “hacer del íógos más débil el más fuer­
te” (tdn hétto lógon kreítto pokin, Arist. Rhet. B 24 1402a24, DK 80A21, B6b).
Enseguida volvemos sobre esto. Ahora sólo notamos que, si los tógoi opuestos
son ambos verdaderos, el “débil” no significa “falso” ni en consecuencia es base
para una mentira “injusta”. La interpretación peyorativa viene por lo menos de
Aristófanes, Nubes, que reformula la frase como “lógos justo e injusto” (882-5 y
la escena hasta 1113). La frase, en la Apobgía platónica, integra las “acusaciones
antiguas” con que una suerte de opinión pública incrimina a Sócrates (18b-c,
19b-c, con remisiones explícitas a la comedia, 18d, 19c). Pero esta traducción
malintencionada está posibilitada por la creencia tácita (explicitada luego por
Aristóteles para Heráclito, Met. G 1005b23'25, K 1062a31) de que quien sos-
tiene la antilogía no habla en serio: necesariamente, uno de los íógot tiene que ser
tenido por verdadero y el otro por falso; pero un sofista seguramente se lo calla y
disimula para hacer prevalecer el “falso”, que así se vuelve el “injusto". De don­
de se deduce fácilmente una actitud “inmoral”.
La cosa “es” los contrarios, como la posibilidad de manifestarse como uno
cualquiera de ellos: como viento frío para mí, tibio para ti. Pero su manifesta-
ción, o mejor, manifestaciones, están de algún modo inacabadas sin el lógos
que las dice (en el texto de Teet. se trata de las afirmaciones de que el viento es
frío y el mismo viento es tibio). Pero aun así, la indecisión (o saturación) per­
siste. Es un segundo momento del idgos el que, mediante lógoi, “razones”,
(de)muestra, “hace ver” ya uno ya otro de los contrarios en 1a cosa.
“Sobre todo hay dos discursos mutuamente contradictorios”, (dos, y no
una pluralidad). La diferencia con Heráclito se denuncia en la estructura de
la enunciación: la parataxis heraclítea pone en la unidad paradójica del Logos
la contradicción no atemperada de la realidad,12 que en tal lenguaje es toda­
vía una plenitud que puede decirse como tal; la anti-logia de Protágoras cor­
ta retóricamente la contradicción en dos discursos, que hacen espejear alter­
nativamente uno u otro de los contrarios, sin afirmar alguno definitivamen­
te ni suprimirlos. No prevemos, en principio, cómo se nos va a aparecer una
cosa o situación dada, pues cada cosa en el mismo momento es los contra­
rios, y la prevalencia de uno u otro no responde ya al Logos sino a una surgente
inesperada que bien podría ser a-lógica. Lo que en Heráclito era la posibili­
dad de captar (de oir) y de enunciar la plenitud de una tensión extrema, en
Protágoras va a ser la tarea (que en el fondo, corre el riesgo de ser una tarea
verbal) de vivir y convivir en el seno de una estructura de contrariedad des­
organizada y tal vez imprevisible. El protagonista del Protágoras platónico
(334b) califica al bien (tó agathón) como “abigarrado” (poikílon, palabra cla­
ve), y '‘múltiple” (pantodapón). A esto sólo puede co-rresponder una capta­
ción de la situación, una kairología, que respete todos los derechos de la
multiplicidad (del conjunto de oposiciones) de lo real; derechos que la me­
tafísica platónica de la identidad desconocerá. La racionalidad débil, que
podremos encontrar en este juego, estará dada por el lenguaje humano.

12. DK 22B8, B10, B67; esa unidad paradójica fue captada sólo (¿paradójicamente?) por
Platón, Sof. 242d a conectar con 22851; cf. W. K. C. G uthrie HGP t, p. 437.
Pero con estas últimas afirmaciones hemos cambiado de terreno. La retórica
no puede operar sobre la sensación inmediata (no tiene sentido tratar de coiv
vencerme de que no tengo frío, si tengo frío). El recorte al que procede el texto
del Teeteto en la primera aparición de la doctrina del homo mensura le da -dada
la problemática del diálogo- un alcance gnoseológico. Por ello se enfoca la sen­
sación, que sería primera y única fuente del conocimiento. Por supuesto, en este
marco se llega además al relativismo tradicionalmente aducido, como lo vio
antes que nadie su expositor formalmente simpatético Platón, que saca en pri-
mer lugar la conclusión de que así todos los hombres, con sus opiniones, se equt-
valen (y aun los animales), y el mismo Protágoras con toda su sabiduría no sería
superior “no digo a otro hombre, sino ni siquiera a un renacuajo” (161c-d).
Pero el homo mensura no se circunscribe en los estrechos límites de la'teoría
del conocimiento; es de esperar que sea, también y sobre todo, una doctrina que
tiene en vistas 'ja política. Según el Protágoras (3186-319a, DK 80A5), todos los
recursos de que nos pueda proveer la enseñanza sofística están en función de la
euboulúx, “prudencia”, capacidad de decidir en los asuntos de la casa y de la ciu­
dad, con actos y palabras. (Una paráfrasis como “asuntos privados y públicos”
marcaría la distancia entre estas palabras de nuestro vocabulario y la concep­
ción del párrafo, donde la administración de la casa, del o¡icos, es vísta como
esencialmente afín a la de la ciudad.) Así el alumno se volverá un “buen ciuda­
dano” con la adquisición de esa peculiar destreza que es la tékhne poUtiké.
Esto es una respuesta al problema de la época, compartido entre otros
por Sócrates, la cuestión de la areté ¡politiké. No es necesario advertir que no
hay que engañarse con la palabra areté, que significa el conjunto de capaci­
dades socialmente estimadas. No se trata de la “virtud” sino de la capacidad
para mandar, cuya posesión reconocida otorga legitimidad. Lo que se discu­
te apasionadamente a lo largo de este siglo V y alrededor de esta palabra, es
la cuestión del poder político y de quién ha de detentarlo.53
Si aproximamos el discurso antilógico a la política, lo primero que pen­
saríamos es ubicarlo en el marco de la democracia ateniense, en cuyo

13. Si las posiciones aristocráticas (usualmente ejemplificadas con Píndaro) suponen que la
areté &s innata, los sofistas la considerarán enseñable. También Sócrates-Pfatón, pero por un
motivo totalmente diferente: la realidad está sostenida por una estructura inteligible -por io
tanto aprehensible- cuyo conocimiento está a la base de ía verdadera actividad política. En
un sentido, areté está cercana a la virtúóe Maquiavelo. Como capacidad, podría ser conside­
rada ''natural1'en un aspecto que ia sofística tiene tácitamente en cuenta: su enraizamiento en
la ‘'astucia", la méti${que han trabajado M. D etíenne y J.-P. V ernant, Les ruses de l'ntelligence,
1974, cit. p. 30 n. 12), que no es necesariamente enseñable. Pero la métis jamás aparece en
ia definición de un concepto que equivale a la suma de lo noble.
contexto sobre cualquier opinión siempre pende, en principio, la posibili­
dad y la legitimidad de la opinión contraria. Pero esto bien podría ser el
juego de una disputa amorfa. La situación, de hecho, resultó mucho peor: en
muchas partes, y en la misma Atenas, las disensiones internas de esta época
se convirtieron en enfrentamientos caníbales. El juego de las oposiciones se
da así fuera de todo control. Protágoras, en cambio, propone un intento de
vida razonable en el seno mismo de ese juego trágico de los contrarios.
Es eí mismo texto del Teeteto, el que, en su desarrollo, reubica la doctri­
na del hombre-medida en su verdadero nivel. En la llamada “apología de
Protágoras” (ló6d-167d), Sócrates, llevado por las necesidades de la discu­
sión, la defiende poniéndose en el lugar del sofista.
El pasaje (que podemos parafrasear) subraya la primera consecuencia de la
doctrina del homo mensura: '‘La Verdad es como la escribí: cada uno de nosotros
es medida de las cosas que son y de las que no, pero cada uno difiere enormemen­
te de otro en que para uno son y aparecen unas cosas, para otro otras”. En esta
emergencia de las diferencias, que podría ser anárquica, la viabilidad práctica
(que será política) necesita en principio un criterio. El homo mensura, que como
doctrina gnoseológica anularía todo criterio, revela sus alcances prácticos cuando
apunta justamente hacia un criterio de “objetividad”.
La doctrina no niega la existencia del sabio, antes bien se la afirma. (Ya
recordamos que si la equivalencia de las percepciones fuera la última pala­
bra de Protágoras, él mismo no se podría presentar como maestro de una
tékhne). Y cuando accedemos al plano de la sabiduría, superamos el nivel de
la mera “verdad”, que es el de la percepción inmediata. Podemos superar la
prepotencia de la verdad porque no estamos, como los animales, encerrados
en el círculo de las sensaciones. El hombre tiene la capacidad de sobrevolar
las sensaciones y de captar las situaciones en que está activamente compro­
metido (prágmata}. Sabio sería aquel que es capaz de dar vuelta las cosas que
nos parecen (y consecuentemente son) malas, para hacerlas parecer (y ser)
buenas, ¿Con qué criterio? Al enfermo, el alimento le parece amargo, al sano
lo contrario. No se puede hacer más sabio a ninguno de los dos; ni acusar al
enfermo de ignorante por su opinión y declarar sabio al sano: la percepción
es siempre verdadera. Pero hay que producir una inversión de las disposicio­
nes, porque una de ellas es mejor. El sabio, observemos, se mueve en el ámbi­
to de la acción -es alguien capaz de cambiar las condiciones dadas- y su
capacidad no tiene que ver con la verdad sino con lo “útil”. Todo hombre es
medida de la verdad, pero sólo la sabiduría lo es de la “utilidad”.
La educación (paideía) consiste en una inversión de este tipo. El médico
realiza esa inversión con los remedios, el sofista con los discursos, No se pasa
de una opinión falsa a otra verdadera, porque no se puede opinar lo que no
es, ni se puede opinar otra cosa que la impresión (actual), que es siempre
verdadera. Pero una disposición perniciosa de la psykhé la hace opinar opi­
niones del mismo tipo, y sucede a la inversa con la disposición y las opinio­
nes benéficas, que por inexperiencia algunos llaman verdaderas. Simplemente,
algunas son mejores que otras, pero más verdaderas, ninguna (167a-b).
Desde ya, no se trata solamente de “lo verdadero”, sino también de “lo justo”.
En el ámbito político, la medida de lo justo es ío que a la polis parece justo y
noble, y que efectivamente lo es para ella si se lo da como ley; pero -como el
médico al enfermo- hay que persuadirla para que se le muestre como justo lo
que es útil, y de ello se encargará el sabio. Los sabios del cuerpo son los
médicos; de las plantas, los agricultores, capaces de hacer pasar de las sensa­
ciones perniciosas de la enfermedad, a otras benéficas y sanas. Los oradores
sabios y buenos hacen que a las ciudades tes parezcan justas las cosas buenas
y útiles más que las que pueden ser perniciosas (167b-c).
El modo de ejercicio de la sabiduría está dentro del triángulo trazado
por el médico, el político y el educador. La actividad del médico proporcio­
na el primer modelo; el agricultor y el orador se le asimilan. Lo que hace el
médico con el cuerpo, el orador lo hace con la ciudad. Ahora bien, esto mis­
mo es lo que hace el sofista con sus alumnos, y por lo tanto “es sabio y digno
de recibir mucho dinero" (167d) por ello. En el fondo, es su capacidad de
persuasión la que resulta el verdadero modelo de ia operación del sabio. La
sabiduría transita, explícita o implícitamente, por un nivel discursivo: tam-
*bién el médico debe convencer al paciente de que se someta al tratamiento,
y el agricultor deberá deliberar y convencerse a sí mismo de las acciones
apropiadas. (Y en un sentido que sería sólo a medias metafórico, inclusive
“persuaden” a los organismos a “opinar” distinto). La superación de la per­
cepción inmediata y su correspondiente opinión, la captación de la situa­
ción y la operación que la modifica se dan en el elemento del lógos.
En este contexto hay que ubicar y entender el “hacer más fuerte al lógos
más débil”. La cuestión es cómo es posible vivir en el seno de las contrarieda­
des que, como lo muestra la vida política, no son diferencias indiferentes, sino
centros de conflicto.14 Y la emergencia de una contrariedad y de uno u otro de
los contrarios no es regular ni regulable. La misma cosa en todo momento es
los contrarios y parece contraria a la diversidad inabarcable de las opiniones.
Pero, como apuntamos, hay que distinguir entre opinión y situación. Dijimos

14. E urípides Fenicias499-502: “Si una misma cosa fuera para todos hermosa y acertada en
un momento dado, no habría discordias por disputas entre los hombres, pero nada hay que
sea idéntico ni igua! para los mortales fuera de los nombres, mas la realidad es otra." (Tr. C.
H. B almori, Univ. Nac. de Tucumán, F. Fil. y Letras, 1946, p. 202.)
(en referencia a un pasaje del Prot., cf. 334a-c, 80A22) que se esbozaba una
kairología capaz de hacerse cargo de la situación. La consciencia de la sitúa-
ción, que supera las sensaciones, también supera y evalúa las opiniones que
brotan inmediata o mediatamente de aquéllas. Se trata, mediante la sabiduría,
de encontrar en cada caso “lo conveniente". Así, lo útil sólo aparece dentro dé
una situación en que se determina concretamente para quién, para qué, cómo
lo es. Una primerísima aproximación entendería que fortalecer un lógos supo-
ne presentar la situación del modo más favorable para un sujeto determinado.
El problema se translada al plano en el cual buscar este sujeto.
Si las diferencias pudieran entenderse en términos de intereses, la determi­
nación de lo útil y conveniente supondría un conflicto de intereses que pondría
en juego el poder y los poderes de cada uno, al servicio de su provecho. Por este
lado Protágoras se nos escaparía hacia un horizonte que es casi el del individua-
lismo moderno, en el cual los conflictos podrían dirimirse mediante los distintos
modos del saber, del poder y también de la fuerza, pero según un cálculo racional
de conveniencias. Pero el universo de la polis no es el de las mezquinas diferen­
cias de la sociedad civil; sus diferencias no son intereses, sino afirmaciones de sí
(de los hombres, de los partidos, de las ciudades enfrentadas). Por ello son tanto
más graves, y se resuelven, no mediante el cálculo racional, sino, generalmente,
con sangre. La posibilidad de la empresa de convivencia debe ser (de)mostrada.
La grandeza de lo útil protagóreo no tiene que ser medida en nuestros términos
burgueses, sino en referencia a aquello a que responde. La sabiduría eminente
será hacer ver, no al individuo, sino a la ciudad como bueno y noble lo útil para
ella. Lo “útil” se vuelve en estos términos lo “justo”, y el sofista, educador de
legisladores y políticos, sería el que sabe detectarlo.
Responde a ello el célebre ‘‘mito de Protágoras” de Prot. 320c ss., consi­
derado por la mayoría de los críticos de proveniencia protagórea, en su con­
tenido y aun en los rasgos estilísticos, y que se inscribe en la especulación
“racionalista” de la época sobre la naturaleza humana y el origen de la cultu­
ra.55 Según el mito, en el nacimiento de las razas mortales, Prometeo y
Epimeteo son encargados de distribuirles las aptitudes y capacidades.
Epimeteo solicita la tarea, sujetándola a la inspección final de su hermano.
Distribuye fuerza, velocidad, armas, tamaño, protecciones, alimentos y fe­
cundidad para regular la destrucción recíproca de las especies y adaptarlas

15. Cf. M. U ntersteiner, I Sof. I, pp. 118 s. n. 24. En esa línea están las especulaciones
cosmogónico-históricas en Diodoro i 7,1 ss. (esp. 8,1-7), atribuidas a Demócrito entre los
textos de DK 68B5, aunque hoy se tiende a considerarlas un producto ecléctico de! helenis­
mo, que conserva algunos elementos arcaicos (M. L. W est, “Ab Ovo. Orpheus, Sanachuniaton,
and the Origins of the ionian World Model", C Q 44/2,1994, p. 300 y n. 41 con las remisiones).
es, ni se puede opinar otra cosa que la impresión (actual), que es siempre
verdadera. Pero una disposición perniciosa de la psykhé la hace opinar opi-
niones del mismo tipo, y sucede a la inversa con la disposición y las opinio-
nes benéficas, que por inexperiencia algunos llaman verdaderas. Simplemente,
algunas son mejores que otras, pero más verdaderas, ninguna (167a-b).
Desde ya, no se trata solamente de “lo verdadero”, sino también de “lo justo”.
En el ámbito político, la medida de lo justo es lo que a la polis parece justo y
noble, y que efectivamente lo es para ella si se lo da como ley; pero -como el
médico al enfermo- hay que persuadirla para que se le muestre como justo lo
que es útil, y de ello se encargará el sabio. Los sabios del cuerpo son los
médicos; de las plantas, los agricultores, capaces de hacer pasar de las sensa­
ciones perniciosas de la enfermedad, a otras benéficas y sanas. Los oradores
sabios y buenos hacen que a las ciudades les parezcan justas las cosas buenas
y útiles más que las que pueden ser perniciosas (I67b-c).
El modo de ejercicio de la sabiduría está dentro del triángulo trazado
por el médico, el político y el educador. La actividad del médico proporcio-
na el primer modelo; el agricultor y el orador se le asimilan. Lo que hace el
médico con el cuerpo, el orador lo hace con la ciudad. Ahora bien, esto mis­
mo es lo que hace el sofista con sus alumnos, y por lo tanto “es sabio y digno
de recibir mucho dinero” (167d) por ello. En el fondo, es su capacidad de
persuasión la que resulta el verdadero modelo de la operación del sabio. La
sabiduría transita, explícita o implícitamente, por un nivel discursivo; tam-
'bién el médico debe convencer al paciente de que se someta al tratamiento,
y el agricultor deberá deliberar y convencerse a sí mismo de las acciones
apropiadas. (Y en un sentido que sería sólo a medias metafórico, inclusive
“persuaden” a los organismos a “opinar” distinto). La superación de la per-!
cepción inmediata y su correspondiente opinión, la captación de la situa­
ción y la operación que la modifica se dan en el elemento del lógos.
En este contexto hay que ubicar y entender el “hacer más fuerte al lógos
más débil”. La cuestión es cómo es posible vivir en el seno de las contrarieda­
des que, como lo muestra la vida política, no son diferencias indiferentes, sino
centros de conflicto.14 Y la emergencia de una contrariedad y de uno u otro de
los contrarios no es regular ni regulable. La misma cosa en todo momento es
los contrarios y parece contraria a la diversidad inabarcable de las opiniones.
Pero, como apuntamos, hay que distinguir entre opinión y situación. Dijimos

14. E u r íp id e s Fenicias 499-502: “Si una misma cosa fuera para todos hermosa y acertada en
un momento dado, no habría discordias por disputas entre los hombres, pero nada hay que
sea idéntico ni igual para ios mortales fuera de ios nombres, mas !a realidad es otra.” (Tr. C.
H. B almori, Univ. Nac. de Tucumán, F. Fil. y Letras, 1946, p. 202.)
(en referencia a un pasaje del Prot., cf. 334a-c, 80A22) que se esbozaba una
kairología capaz de hacerse cargo de la situación. La consciencia de la situa­
ción, que supera las sensaciones, también supera y evalúa las opiniones que
brotan inmediata o mediatamente de aquéllas. Se trata, mediante la sabiduría,
de encontrar en cada caso “lo conveniente". Así, lo útil sólo aparece dentro de
una situación en que se determina concretamente para quién, para qué, cómo
lo es. Una primerísima aproximación entendería que fortalecer un lógos supo­
ne presentar la situación del modo más favorable para un sujeto determinado.
El problema se translada al plano en el cual buscar este sujeto.
Si las diferencias pudieran entenderse en términos de intereses, la determi­
nación de lo útil y conveniente supondría un conflicto de intereses que pondría
en juego el poder y los poderes de cada uno, al servicio de su provecho. Por este
lado Protágoras se nos escaparía hacia un horizonte que es casi el del individua­
lismo moderno, en el cual los conflictos podrían dirimirse mediante los distintos
modos del saber, del poder y también de la fuerza, pero según un cálculo racional
de conveniencias. Pero el universo de la polis no es el de las mezquinas diferen­
cias de la sociedad civil; sus diferencias no son intereses, sino afirmaciones de sí
(de los hombres, de los partidos, de las ciudades enfrentadas). Por ello son tanto
más graves, y se resuelven, no mediante el cálculo racional, sino, generalmente,
con sangre. La posibilidad de la empresa de convivencia debe ser (de)mostrada.
La grandeza de lo útil protagóreo no tiene que ser medida en nuestros términos
burgueses, sino en referencia a aquello a que responde. La sabiduría eminente
será hacer ver, no al individuo, sino a la ciudad como bueno y noble lo útil para
ella. Lo “útil” se vuelve en estos términos lo “justo”, y el sofista, educador de
legisladores y políticos, sería el que sabe detectarlo.
Responde a ello el célebre “mito de Protágoras” de Prot. 320c ss., consi­
derado por la mayoría de los críticos de proveniencia protagórea, en su con­
tenido y aun en los rasgos estilísticos, y que se inscribe en la especulación
“racionalista” de la época sobre la naturaleza humana y el origen de la cultu­
ra.15 Según el mito, en el nacimiento de las razas mortales, Prometeo y
Epimeteo son encargados de distribuirles las aptitudes y capacidades.
Epimeteo solicita la tarea, sujetándola a la inspección final de su hermano.
Distribuye fuerza, velocidad, armas, tamaño, protecciones, alimentos y fe­
cundidad para regular la destrucción recíproca de las especies y adaptarlas

15. Cf. M. U ntersteiner, I Sof. I, pp. 118 s. n. 24. En esa línea están las especulaciones
cosmogónico-históricas en Diodoro i 7,1 ss. (esp. 8,1-7), atribuidas a Demócrito entre los
textos de DK 68B5, aunque hoy se tiende a considerarlas un producto ecléctico del helenis­
mo, que consen/a algunos elementos arcaicos (M. L. W est, “Ab Ovo. Orpheus, Sanachuniaton,
and theOrigins ofthe lontan World Modei”, CQ44/2,1994, p. 300 y n. 41 con las remisiones).
al ambiente, y logra un buen equilibrio que posibilita su supervivencia. Pero
Epimeteo, pese a su ciencia de ecologista, no se salva de su destino de tonto del
cuento: “no del todo sabio”, gastó todo en los animales; pero faltaba el hombre.
Cuando Prometeo llega a hacer su inspección, encuentra al hombre desnudo, sin
calzado, sin armas. Y ya “estaba presente el día destinado para que saliera de la
tierra a la luz” (321c). Entonces Prometeo procede al robo, no del mero fuego,
sino de la éntekhnos sophía de Hefesto y Atenea, la capacidad técnica, de la que
el fuego es instrumento necesario.16 Prometeo roba del taller de los dioses artesa­
nos una “sabiduría”, peri ton bfon sophían, la ciencia de los recursos para la super­
vivencia (32Id). Así la antropogénesis técnica, que pone desde el comienzo al
hombre fuera de la naturaleza, lo hace partícipe de la porción divina (theía moíra,
322a); por ello reconoce y honra a los dioses, y es capaz de construirles altares e
imágenes. Puede emitir sonidos y palabras articuladas (¿no es acaso el lenguaje,
en el mundo de los sofistas, el artefacto por excelencia, objeto de una tékhne
preciosa?)) construirse habitaciones, vestidos, calzado, cubiertas, obtener ali­
mentos. Pero la operación prometeica fracasa, y ía supervivencia no se logra.
Prometeo no podía acceder al bien vigilado espacio de Zeus, que guarda junto a
sí otra sophía superior a ía técnica, la sophía politiké. Careciendo de ella, los hom­
bres andan dispersos, sin ciudades. Son destruidps por los animales, más fuertes
que ellos, y de los que no pueden defenderse: la tékhne pokmiké es una parte del
arte político. Y cuando intentan reunirse y fundar ciudades, caen en mutua in­
justicia, y nuevamente se dispersan y perecen (322b).
Zeus, que nos ve desaparecer, envía a Hermes con aidós y díke, (recono­
cimiento-respeto y justicia) para que haya en las ciudades kósmos, el orden
armonioso, primariamente de la reunión y convivencia humanas, y los lazos
amistosos que posibiliten esa reunión (desmoi philías synagogoí, 322c).i7 Las

16. Hefesto y Atenea están unidos desde antiguo como dioses artesanos y patronos de la
técnica: Od. 6.232-4 (un orfebre a quien han dado "toda ciase de tékhne", cf. M. i. Finley, Eí
mundo de Odiseo [cit. en p. 20 n. 15], pp. 85-7). Eí himno homérico a Hefesto ios presenta
como introductores de ias técnicas hominízadoras, con e! pasaje de cavernas a casas. En
Atenas su asociación cultual (a la que no era ajeno Prometeo) como representantes de la
función técnica ligada al fuego y la clase de los artesanos tuvo especial importancia (J.-P.
V ernant , Mito y pensamiento en la Grecia antigua [cit. en p. 20 n. 14], pp. 242 s.). Tienen un
santuario común, el Hefaisteion, en e¡ Cerámico, ef barrio de los artesanos cerca dei merca­
do. E! Critias platónico (109c-d) ios pone conjuntamente en la Acrópolis como patronos de ia
Atenas mítica (cf. A. R ivauo, Timée-Critias, ed. Budé, "Notice" p. 240, y en general L. S éckan ,
El mito de Prometeo, tr. c. Eudeba, Buenos Aires 1960, pp. 8,12 y remisiones).
17. En esta versión "ilustrada” de! mito, el papel de Zeus se invierte con respecto a las
versiones de los dos poemas hesíódicos {Teogonia 535-616, Erga42-105), en las cuales hay
una falta original de Prometeo, ei engaño en la instauración de ios sacrificios; aquí no hay falta
ninguna, y el culto (con altares para los sacrificios) es consecuencia bendita dei uso dei
fuego. Ei relato de Erga (prolongado en el mito de Pandora) se abre con el ocultamiento a los
artes fueron repartidas por Prometeo según el principio de la especializa-
ción: un médico basta a muchos, etc. Zeus decide que, en cambio, Respeto y
Justicia sean repartidos entre todos y cada uno, como condición necesaria
de la subsistencia de las ciudades. En nombre de Zeus, se establece como ley
que “quien sea incapaz de participar de ellos sea ejecutado como enferme­
dad de la ciudad” (pues sería una teratológica animalidad con forma huma­
na; como dirá bastante después Aristóteles, por encima o por debajo de la
vida política se es dios o bestia, no hombre).
Así pues, y a diferencia de la habilidad técnica, todos participan de la capa-
cidad política y la justicia. Pero con todo la justicia no es un don gratuito de la
naturaleza (no es physei, como querían para sí los oligarcas) ni del azar, sino que
quienes la poseen se lo deben a un cuidado (epiméleia) y una educación (323b).
Los defectos que vienen de la naturaleza o el azar, provocan sólo piedad. Pero si
las cualidades son adquiribles por educación, ejercicio y enseñanza (epiméleia
áskesis didaíihé, 323d), las faltas correspondientes dan legítimamente lugar a la
cólera, al castigo y a las exhortaciones; y de esta clase son la injusticia, la impie­
dad, todos los contrarios de la arete poütiké. La pena misma, destinada no a la
venganza sino a la prevención, supone la enseñabilidad de la “virtud”. Ahora
bien, esta educación se produce en la vida comunitaria misma, desde la prodi­
giosa apertura del lenguaje hacia el sentido del mundo compartido con los más
próximos, y a través de toda la paideía, hasta la conformidad con las leyes. Es ia
comunidad ía que se pone a sí misma en la educación (y esto Platón, desgarrado
por la crisis de la ciudad, lo va a recordar, desde el inicial Critón, donde las leyes
del matrimonio, la crianza y la educación producen la apertura mundana para el
hombre, hasta las minuciosas prescripciones de las Leyes).
El mito del Protágoras da la exacta identificación del Homo mensura: no
es el hombre genérico, pero tampoco el individuo, sino el hombre político.
La antropogénesis se cumple en un doble nivel, técnico y político. El hombre
se queda sin los dones de Epimeteo, es decir, carece de las condiciones para
la supervivencia de las especies animales. El hombre es esencial y radical­
mente no “natural” sino -valga el anacronismo- “cultural” (ni las técnicas,
ni la “virtud” son innatas). Los dones de Prometeo, con los que se produce la

hombres de la supervivencia, la "vida" (bíos) por parte de los dioses (42) o más precisamente
de Zeus (47) como represalia por el engaño de Prometeo, En Protágoras-Platón es un don
gratuito del titán, sin ningún castigo como antecedente ni contrapartida. Sobre todo, Zeus
benévolamente se preocupa de nuestra supervivencia y envía en forma espontánea a aidósy
díke. En Hesíodo, Erga 276-80, díke como don de Zeus separa a ia condición humana del
entredevorarse ferino. Esta díke-cuyo alcance no es fácil de determinar, aunque obviamente
no es política- tiene como precondición ei trabajo, que es consecuencia de un castigo.
antropogénesis como surgimiento del homo technicus, tendrían que permitir
en principio la supervivencia de la especie y del individuo, pero este homo
technicus, que llega hasta la religión y el lenguaje, fracasa, porque no llega a
la Ciudad. El hombre asocial, que puede alimentarse pero no defenderse,
llega a existir pero no a subsistir.
El individuo es un hombre incompleto, destinado a perecer, o casi no es
hombre; su completitud es el hombre político. No hay pues acá individualis­
mo, ni atomismo social; esta suerte de estado de naturaleza es más bien un
estado de imperfección de la “naturaleza” humana, en último término
implosivo y autodestructivo. Más todavía, ia sociedad no es el resultado de
un pacto aceptado por cálculo egoísta, sino don de Zeus, salto cualitativo,
emergencia del nivel propiamente antropogenético. También para el sofista
lo prioritario es lo común, que se revela como lo humano sin más.
Pero si el hombre medida es algo más que el individuo pero no es el hom­
bre en general, tampoco lo es el “hombre social” en general, que es también
absolutamente abstracto, sino el hombre concreto de una polis concreta, para
la cual esto y aquello “es" justo. Por ello no podría buscarse una “esencia del
hombre” por encima de esta facticidad. Por encima de la facticidad sólo puede
estar el (pretendido) hombre de la raison ilustrada, que postula una misma
“justicia” en cualquier época y lugar, propia de la “naturaleza humana”: y esto
es profundamente distinto de una doctrina según la cual las distintas opinio­
nes son igualmente verdaderas y así reconoce la facticidad en que se fundan.
Lo único que puede decirse siempre de esa “naturaleza humana” es que en ella
hay la posibilidad necesaria y necesariamente actualizada de convivencia, y
que por lo tanto necesariamente ha de darse una organización política. Pero la
justicia es lo que a la ciudad le parece, o mejor dicho, lo que al hombre-en-la-
ciudad, de la ciudad, le parece tal. La justicia será concreta y particular, lo que
en cada caso “parezca” justo. Y para cada concreta y particular organización
habrá sabios que sepan qué es lo útil. (En este sentido, la capacidad “artificial”
de hacer leyes convencionales está basada en la “naturaleza” del hombre.)
El mito, que proclama la tendencia de los más a lo mejor, es visto por lo
general como una fundamentación de la democracia periclea. Esto se ha discu­
tido, en especial en base a que las disposiciones a la areté politiké no son auto­
máticamente eficaces, sino que deben ser estimuladas.18 Pero, aun prescindiendo

18. Cf. M. U ntersteiner, ISof. I, pp. 18 s. Protágoras podría haber enunciado una teoría del
Estado ideal fundada en ia primacía de los sabios (S. Z eppi, Protagora e la filosofía delsuo
tempo, Firenze 1961 pp. 20 s., cit. en G. R eale, Storía della Filos. Antica I [cit. supra p. 62 n.
16], p. 239 n. 16), lo que podría explicar las noticias en DL(li¡ 37 y 57 = DK 90B5) de que ¡a
República de Platón constituye un plagio de su obra.
de las circunstancias biográficas del sofista, bastaría para aceptar el carácter
“democrático” de la propuesta protagórea una o dos consecuencias que se des­
prenden cuasi analíticamente de ella: a) en principio, toda dóxa es verdadera;
b) en cualquier momento una dóxa dada podría revelarse como lo “útil”, y
nunca puede ser definitivamente descartada.
Además c), el sabio, en principio, no usa la fuerza sino la persuasión, y se
dirige al pre-conocimiento de lo justo-y-útil en el hombre. Porque la valiosa
multiplicidad no es el imperio de la futilidad y lo arbitrario. El arte del ora­
dor es “hacer más fuerte al íógos más débil”. La racionalidad del lógos “me­
jor", descubierto por el sabio, se acrece con la convicción que su palabra
genera y con la aceptación que así va haciéndole ganar. El homo politicus es
político en sentido estricto, es el pólices griego, encomendado al lógos como
discurso y razón. De modo que por último el lógos “mejor” se haría ley de la
ciudad, no en forma caprichosa, ni por mera demagogia, sino por persuasión
razonada de lo útil, que el sabio sabe mostrar. Pareciera que estamos a un
paso de la verdad como consenso. No es así.
El consenso protagóreo se basa en la racionalidad precaria de la ocasión,
que alerta y alienta un curso de acción conveniente para el momento, y por
lo. demás reconoce como un elemento esencial para su conformación la tékhne
persuasiva. Pero sabemos que este ídgos que ahora promovemos es tan verda­
dero como su opuesto. El consenso no funda la verdad. La verdad, con su
densidad inabarcable, queda siempre por detrás del consenso y por debajo de
la racionalidad o razonabilidad del sabio; la verdad es la realidad rica y trá­
gicamente escindida en opuestos válidos, que pueden hacerse valer espera­
da o inesperadamente. Estamos en el polo opuesto de la verdad fundada en
un consenso que no tiene nada por detrás: acá por detrás del consenso está
todo, literalmente, amenazando con desconstituirlo.
Con ello se hace lugar a todas las posibilidades. Lo que el Protágoras
(334b) dice del bien, la República lo dice de la democracia: que es poikílon
(entre otros loci, Rep. VIII 557c, hósper himátion poikílon, “como un manto
abigarrado”). El homo mensura se presenta con sus “enormes diferencias” de
opinión (Teet. 166d), que no podrían ser organizadas en sistema.
Pero si es así, el reconocimiento de los opuestos parece ponemos en las
proximidades de nuestro mundo finisecular de las diferencias. Otro error.
En nuestro mundo, o mejor, en nuestro fin del mundo sin juicio final,
donde se dice que se salvan todos, el fin de la historia nos liberaría para el
minimalismo de la historia municipal, para las microorganizaciones y los pro­
yectos sectoriales, para los estilos de vida, lugares todos donde podemos cul­
tivar la diferencia, la diferencia y la diferencia, municipal e individual, la
diferencia en todos los tonos y niveles. La trivialización de la diferencia
parece ser el mejor pie para la democracia y las prácticas democráticas, en
un contexto donde el fin de los grandes relatos y el eclipse de las totalidades
metafísicas quitaría sustentación a cualquier forma de autoritarismo.
Pero no es ésta la situación de la democracia protagórea, que supone no
meras diferencias indiferentes e indiferentemente yuxtapuestas, sino centros de
conflicto y oposición. Allí donde la posibilidad contraria puede emerger en cual-
quier momento en el imprevisto kairológico -donde estamos sujetos a la fluc­
tuación del lógos, donde nunca sabremos qué será en el próximo instante “lo
conveniente”- estamos sin embargo desde ya abiertos a que esto acontezca, con
todo lo que ello implica en el agón de la vida política, en donde lo contrario
puede literalmente destruimos. (En el mito, la carencia primera del hombre me­
ramente técnico es la falta de una tékhne polemiké, así sea contra las fieras. Pero
de este modo el arte de la guerra resulta puesto como parte esencial del arte
político, 322b).19 Nada más lejos del mundo donde todo es posible porque nada
es demasiado importante. En nuestro mundo, el poder permite y fomenta las
diferencias indiferentes; en el mundo protagóreo, la diferencia misma tiene poder.
El lógos contrario (y válido) siempre inminente y siempre poderoso -por­
que podría llegar a decir “lo conveniente” que hay que realizar aun a costa de
otro (de nuestro) proyecto- sabido como tal; la diversidad contradictoria de
lo real reconocida, se reconoce así la verdadera diferencia. Verdadera porque
trágica, expresión de la verdad de los opuestos. Verdadera porque irreductible
a la indiferencia: no puedo ser indiferente a lo que se me opone o se me puede
oponer, amenazando a mi proyecto y aun a mi vida. La diferencia es siempre
dura y pudiera ser que intolerable, y a pesar de ello es reconocida.
La diferencia instaura un desgarramiento -o no es. Por eso la convivencia
en la democracia protagórea está en las antípodas de la tolerancia, que se ejerce
cuando no hay verdaderas diferencias. Más vale, la tolerancia instaura la apo­
teosis de la identidad masiva. En eso estamos; es más, todavía hay que pre­
guntarse si la consumación de la Modernidad no es justamente la consumación

19. La guerra forma parte de esa tékhne poütiké que es objeto de la enseñanza del sofista, Prot.
319a, y que el mito identifica con la areté poütiké, 322b y e. En el mito es mencionada a propó­
sito de la caza que, como observa P V idal- N aquet (“Caza y sacrificio en la Orestiada de Esqui­
lo", en J.-P. Vernant-P. V.-N., Mythe et Tragédie en Gréce ancienne {1972), tr. c. Mito y tragedia en
la Grecia antigua I, Taurus, Madrid 1987, pp. 139,141) aparece así en el paso de !a naturaleza a
la cultura y por ello coincide con la guerra. Junto al texto de! mito, Vidal-Naquel remite en nota al
más inquietante de Aristóteles Pol. i 1256b23: la guerra como medio natural de adquisición (la
caza forma parte de eíla), contra animales salvajes y esclavos naturales que se rehúsan a
obedecer, lo cual la hace justa por naturaleza. La guerra socialmente organizada y dirigida al
exterior puede ser vista como superación de la conflictividad prepolítica, pero esto no puede
ocultar la realidad, más que evidente en ei mundo griego, de la discordia intestina, la stásis.
de la identidad masiva. Pero no nos adelantemos. Sea como sea, en el mundo de
fin de siglo, la verdadera diferencia está tan condenada como siempre.
La convivencia en el mundo de ios opuestos es una tarea que no tiene nada
que ver pues con la tolerancia. Es la tarea del sabio: la tékhne politiké en la que el
lógos fiuctuante es fiel a la imprevisible emergencia de las diferencias, en un
juego donde la racionalidad precaria de lo razonable se adapta (o no) a los abis-
mos de la verdad, tratando de plegar a su juego sinuoso los juegos de poder que
pueden engullimos en su oleaje. Pero la tarea del sabio sería imposible si a la vez
no existiera la predisposición política a la convivencia razonable, que nos capa­
cita para discernir el mejor ídgos y nos permite hacerlo prevalecer y llevar a cabo
las acciones que producen a la vez que suponen la vida humana, esto es política.
Porque así -entre verdaderas diferencias- vale la pena intentar la tarea
de la convivencia.

Con Protágoras estamos hablando del poder, la diferencia y el lenguaje


que les corresponde, que corresponde en definitiva a los juegos y las alternati­
vas de la realidad, y una realidad que termina mostrándose muy densa. ¿Pero
no se nos ha dicho tantas veces que nosotros estamos en el mundo de la disolu­
ción, las evaporaciones y las levedades? ¿No es discutible justamente la per­
manencia de la realidad en este mundo de lo volátil donde, más que discutir el
sentido de la realidad, podría discutirse si tiene sentido hablar de realidad?
Esto nos remite directamente al otro gran nombre de la antigua sofística.
El sofista Gorgias nació en Leontinos, Sicilia, entre 485 y 480 y murió, se
dice, más que centenario.20 Fue un personaje importantísimo, embajador de
su ciudad ante la poderosa Atenas, y recorrió toda Grecia recogiendo respe­
to, admiración y riqueza. ¿Y qué ofrecía este maestro para que se lo disputa-
ran así? Gorgias habría, si no inventado, llevado a su perfección ni más ni
menos que el arte de substituir la realidad por la apariencia, la verdad por lo
verosímil: la retórica, el arte y la técnica de persuadir mediante la palabra
sabiamente convincente. Este producto era vendido a la clase dirigente, en
primer lugar a los aspirantes a políticos. El gran talento de Gorgias adornaría
pues a un profesional de la persuasión, a un “creativo” publicitario que pone
en el mercado un bien instrumental.
Pero él mismo no lo consideraba así. En la que debe haber sido su obra
filosóficamente más importante (de la que nos quedan resúmenes)21 llamada

20. Cf. M. U ntersteiner, I Sof. I, pp. 153 ss.


21. Sexto Empírico Adv. math. 65-87 = DK 82B3, y el pseudoaristotéiico De Melísso Xenophane
Gorgia5-& (979a11-980b21), no recogido en DK (en M. U ntersteiner, Sofisti-Testimonianze e
frammentiII, Firenze (2)1967, como B3 bis).
Acerca del no ser, defendía tres tesis: 1) nada existe; 2) si algo existiera, no podría
ser pensado; 3) si algo existiera y pudiera ser pensado, no podría ser comunica-
do. Estas tesis suenan tan paradojales que se ha supuesto que eran un ejercicio no
serio, una demostración de pirotecnia argumentativa. Pero ya hemos visto que
el terreno en que se mueven los sofistas, con su discurso que entabla complejos
juegos con la verdad, es el suelo minado de las cercanías del poder (y del poder
concreto, no de las especulaciones acerca de él), y en ese terreno los juegos de
lenguaje son serios y peligrosos. Y eso los sofistas lo sabían. Estas tesis de Gorgias
son menos paradojales de lo que parecen. Están desarrolladas en el plano de
pensamiento de los eléatas y en abierta polémica con ellos.22 En el fondo, no se
niega la existencia de las cosas que nos rodean, etc., sino que se niega el sentido
fuerte del verbo ser: algo permanente, idéntico a sí mismo en esta permanencia y
por ello cognoscible; se está negando -para decirlo en el lenguaje no de
Parménides sino de Heráclito- una realidad que posea un lógos como su estruc­
tura y su verdad y que por ello pueda ser pensada y comunicada. No se dice que
no haya “algo” en absoluto, sino que no hay racionalidad en la realidad, y menos
en la realidad humana y política. Por lo tanto, no hay verdad. No se trata de
substituir en forma inmoral la mentira a la verdad, porque no hay verdad; no hay
ni siquiera -como en Protágoras- una opinión preferible a otra.23
Ni siquiera ia cuestión de la areté (de la capacidad o capacidades valo­
radas y legitimantes) tiene un sentido especial. Los testimonios platónicos
(Gorgias, Menón en especial) nos dejan entrever en Gorgias una suerte de
ética de la situación, de fenomenología moral en donde se aceptan sin más y-
se presuponen los valores socialmente admitidos, empíricamente recogidos
no en una definición de la areté sino (Menón 71e = DK 82B19) en una enu­
meración de aretaí: del hombre y la mujer, el niño, el viejo y hasta del escla­
vo... Gorgias (Menón 95c = DK 82A21) no enseña la virtud -da por supuesto
el conjunto contingente de capacidades socialmente estimadas- sino que
sólo forma rétores, oradores.
Nada hay -en sentido fuerte: nada hay con “sentido”, diríamos moder­
namente-, por lo tanto nada es pensable, por lo tanto no tiene sentido que­
rer expresar y comunicar el ser o la verdad (el “sentido”) de algo. ¿Qué que­
da, entonces? ¿Se puede seguir hablando en esta situación?
Sí, justamente. Sólo nos queda el decir, ahora independiente de la reali­
dad. Queda la autonomía de la palabra.

22. Las tesis son respuesta deliberada a la distinción explícita, a la vez que mutua remisión,
de ser-pensar-decir en Parménides (DK 28B2.6-8, B3, B6.1, B8.7-9}.
23. Cf. en ios textos de Gorgias a que nos referimos enseguida, Elogio de Helena §11,
Defensa de Palamedes § 24.
El Logos del efesio ha terminado de naufragar: el “mundo” (realidad) y
el fógos se han separado; mejor dicho, la realidad se ha abismado en lo ininte-
ligible y en el espacio de su desaparición queda flotando, desligada de refe-
rencias reales, la palabra humana, esto es, la palabra del que sabe hablar. La
Retórica supone esta autonomía de la palabra persuasiva, cuya verosimili­
tud ocupa el lugar de la verdad eclipsada.
Autonomía plena de la palabra, independizada de cualquier tipo de re­
ferencia o responsabilidad con lo que es o lo que se piensa, de modo que lo
que se dice ya no tiene la obligación de ser de algún modo manifestación de
un orden objetivo, verdadero y fundamentante, ni tampoco (la diferencia no
existe en griego) “subjetivo”, convicción verdadera del fundamento. La pa­
labra queda en un plano propio, sin conexión con lo otro que ella. La verosi­
militud ocupa legítimamente el lugar vacío de la verdad.
Y la palabra verosímil es, por serlo, persuasiva. Y la persuasión es poder.
La palabra como tal se vuelve poderosa. La imposibilidad de decir se con­
vierte en plenipotencia de la palabra.
Esta potencia se demuestra en la (re)construcción del mundo por la pa­
labra. Los ámbitos “cósmico” y “divino” están ocluidos, pero ella puede si
quiere mostramos como quiere lo que hay en el cielo y bajo tierra,24 aunque
su función más propia será la construcción del mundo político.
De Gorgias nos quedan dos textos originales completos, dos discursos
epidícticos, esto es, los discursos de aparato (de “propaganda”) con los que
el sofista mostraba su virtuosismo a un nuevo público. Los temas son artifi­
ciales y de una dificultad que los vuelve paradójicos. Así la Defensa de
Palamedes, personaje acusado de traición por Ulises. El Elogio de Helena, a su
vez, se propone invertir la mala fama de esta mujer descocada y justificarla.
Para explicar por qué hizo lo que hizo, se recuerdan todas las formas de com­
pulsión: los dioses, la necesidad, la violencia, el amor... pero todo esto junto,
y más que todo esto, es lo que puede realizar el lógos, la palabra, que no sólo
tiene la fuerza de la necesidad y la violencia, sino la fuerza artera de los
fármacos, de los medicamentos y venenos que pueden curar, drogar y matar:
(8) “(...) La palabra es un gran soberano que con un cuerpo pequeñísimo
y totalmente invisible realiza acciones divinas. Puede, en efecto, hacer cesar
el miedo, eliminar el dolor, provocar el gozo, aumentar la compasión. (...)
(10) Los hechizos inspirados por medio de las palabras se convierten en crea­
dores de placer, eliminadores de tristeza. Pues, mezclada con la opinión, la
fuerza del encantamiento del alma la hechiza, persuade y transporta por su

24. El. Hel. § 13.


seducción. (...) (12) ¿Qué motivo impide, pues, creer que Helena fue impela
da por las palabras, pero no por la propia voluntad, como si fuese arrebatada
por la violencia? Así se puede ver ia fuerza de la persuasión: no tiene forma
de inexorabilidad, pero tiene su potencia. La palabra, pues, que ha persuadí'
do a un alma, coacciona al alma que ha persuadido a cumplir ios dictados y a
consentir en los hechos.(13) (...) La persuasión, cuando se añade a ia pala­
bra, sella el alma como quiete... (...) (14) Hay la misma relación entre la
potencia del discurso y la regulación del alma, y entre la regulación de las
medicinas y la naturaleza del cuerpo. Pues, así como unas medicinas elimi­
nan de los cuerpos ciertos humores y otras no, y unas pueden hacer cesar el
dolor, pero otras la vida, asimismo unos discursos pueden provocar pena,
otros deleite, otros terror, otros disponer a ios oyentes a la valentía, otros,
con una cierta persuasión nefasta, drogar y seducir el alma”.25
La palabra, vuelta inmediatamente poder, instaura lo verosímil y lo de­
seable, y así mueve a los demás. Un puro poder, sin referencia a la verdad o a
la rectitud (que no existen), sólo se fundamenta a sí mismo en el éxito. Si
logro persuadirte, aquello que ahora crees se instala para ti en la realidad y
actúas en consecuencia. Si logro hacerte desear lo que quiero que desees, tu
deseo se convierte en fuerza operante. Y podré contar con estas fuerzas. La
persuasión logra efectos de lenguaje que se traducen inmediatamente en o
son desde ya efectos de poder. De este modo se genera la “realidad”.
Partimos de las tres tesis (nada es, si algo es no puede pensarse, si algo es
y puede pensarse no puede comunicarse) y llegamos a la (re)creación de la
realidad por la palabra verosímil, persuasiva y poderosa. Y ya estamos de
vuelta aquí: es hasta demasiado fácil mostrar que eí mundo de las sociedades
mediáticas es gorgiano, que la “realidad” tiende a no tener existencia, ni
lógica ni comunicabilidad fuera del sistema de los medios. Basta reemplazar
la palabra retórica por la imagen, la función es la misma. Lo que no es mos­
trado por TV no existe, y lo que existe, existe como es mostrado. La opera­
ción mediática no es del orden del lógos pero tampoco de la sensibilidad,
sino de la producción de efectos-de-realidad, en escala cada vez más global.
(La construcción de imágenes no produce resultados en el campo del sentid
do, sino un poco más acá de él, y esto vuelve resbaladizo ei terreno en que se
plantea el viejo problema de la verdad). Según el teorema de W. I. Thomas,
“si algo es percibido como real, aunque no lo sea, tiene las mismas conse­
cuencias que la realidad". ¿Pero, en la sociedad mediática, cómo podemos ir
por detrás de los medios para decidir -así sea en una segunda instancia-
dónde estaba el límite de la realidad y la ficción? Gorgias corre el riesgo de

25. Tr. A. P iqué A ngordans (Sofistas. Testimonios y fragmentos, Bruguera, Barcelona 1985),
ligeramente modificada.
adelantarse a Baudrillard: no hay realidad sino hiperrealidad, precesión de
los simulacros. Esto puede causarnos santo horror, pero también fascinarnos.
Pero la enorme superioridad de los sofistas (y también de su enemigo
Sócrates) sobre los postmodemos es que tienen perfectamente en claro que
los abigarrados e impredecibles rostros de la hiperrealidad se constituyen
dentro de una red de poder perfectamente detectable. La reflexión y la ense-
ñanza sofísticas no son “disolventes” ni son causa determinante de nada en la
vida de la polis. Más vale ~en sentido inverso-, van de la política dada a sus
condiciones de posibilidad. Los sofistas mismos, como luego otros intelec-
tuales teóricamente radicales, en la práctica están al servicio de los poderes
establecidos y son una pieza importante de ese mecanismo; pero no se enga-
ñan al respecto, tienen al sistema y a su lugar en él perfectamente identifica-
dos, saben lo que hacen y para quién lo hacen.

La época de las grandes arquitecturas de poder que fue la de la sofística


llevó al mundo griego a una polarización y a ia guerra que resultó en realidad el
final de ese mundo. Acontecido ese final, el cadáver siguió todavía caminando,
y se intentó sostenerlo. La crisis había sido el fracaso de un largo camino político
-y metafísico- que transitó el horizonte de la multifocalidad del poder y la plu­
ralidad irreductible de la realidad. Pero si esto había llevado al fracaso, mejor
suprimir aquel variado mundo e instaurar lo Uno y lo Idéntico. No sé si Platón
merece ser llamado totalitario, por lo menos en el sentido de la elemental lectu­
ra popperiana, pero en todo caso los fuertes elementos autoritarios que apare­
cen en su pensamiento político son producto de la debilidad, de la necesidad de
apuntalar una estructura que ya no funciona. Como propuesta política no tenía
posibilidades (el mundo griego estaba interiormente muerto) pero en cambio
significó ni más ni menos que el pasaje de la metafísica trágica de la pluralidad y
la oposición (la de los presocráticos, los trágicos y los sofistas) a la metafísica de
la identidad, en que Occidente ha permanecido hasta ahora.
Desde entonces, también la construcción de poder pasó a hacerse y a justifi­
carse en tomo a la (supuesta) solidez de la identidad. La. Modernidad, constructo­
ra de la Historia Universal con final escatológico, evidentemente no es excepción.
Ese final escatológico, que se fue anunciado de ideología en ideología y
postergando de guerra en guerra por un par de siglos, culminó recientemente
en ia preparación de un gran conflicto, donde se enfrentaron dos poderes
masivos y dos grandes construcciones ideológicas. Pero no fue así. A diferen­
cia de Grecia, para nosotros la Guerra Final no ha tenido lugar. Tras este no
acontecimiento, el poder mundial supera la dualidad y se unifica a la vez que
parece disolverse en múltiples centros o en el éter de las finanzas, que sin
embargo suponen un sistema unificado. Todas sus manifestaciones (econó­
micas, militares, informáticas) son siempre de alcance planetario.
Por supuesto, la pluralidad de las instancias de poder -la municipalización
del poder, como la municipalización de la historia- es una estafa. La identidad
platónica anida también en las redes planetarias, y todas las diferencias están
asumidas en el sistema. De hecho, la municipalización existe, pero porque la
capacidad de verdaderas decisiones democráticas, con un alcance algo más que
barrial, está expropiada. En el fin de la historia, los fantasmones de la Moderni­
dad, en especial la Historia Universal, pese a lo que se dice, siguen más vivos que
nunca. En los momentos de máxima universalización fáctica del poder, la Histo­
ria Universal se sienta en su trono planetario. Por ahora se llama Nuevo Orden
Mundial; mañana puede cambiar de nombre pero no de esencia.
La otra paradoja es que, a la vez que se volatiliza y fluidifica, el sistema
de poder se hace opaco; la realidad pensada a través de las ideologías des­
apareció sin dejar lugar a un pensamiento que se haga cargo del enorme fe­
nómeno resultante.
La realidad se polariza entre su dilución y abolición y una megarrealidad
en bruto, no pensada. De la realidad abolida, dan cuenta las variantes del pen­
samiento postmodemo. El liberalismo puede parecer un superviviente del co­
lapso de las ideologías, pero esto es así porque casi ha perdido el carácter tota­
lizador del discurso ideológico y meramente hace funcionar al mercado como
un artilugio racionalizador erigido en fetiche, que por lo demás está desgas­
tando rápidamente su capacidad de persuasión (ya que no de explicación): la
racionalidad del mercado empieza a resultar lastimosa. La realidad en bruto
del sistema planetario de poder no ha encontrado, que yo sepa, un pensamien­
to a su altura. No vemos dónde se está pensando en serio la lógica de la distri­
bución, dispersión y reunión que rige sus imponentes concentraciones.
Para terminar, vuelvo a los sofistas, que vivieron en un mundo donde
también tenían que pensar fenómenos enormes e inéditos. Desde ya, no fueron
reaccionarios; pero tampoco fueron revolucionarios; ni siquiera fueron “progre­
sistas”: eran demasiado inteligentes para no saber que estaban dentro de la cosa,
y demasiado -s í- honestos para simular estar fuera y proponer condenas, alter­
nativas que no existen y morales inútiles. Pero si no fueron disolventes, como
dicen los viejos cargos policiales contra ellos, tampoco eran acomodatacios que
lucran con las condiciones dadas. Simplemente, estuvieron a la altura de su difí­
cil tiempo, fueron de la política fáctica a sus condiciones, y de allí al basamento
ontológico del proceso. Además, otro detalle: ninguno era ateniense. Mientra
fue potencia, Atenas no se pudo pensar a sí misma: sólo lo logró en su crisis. Es
decir que los sofistas eran, en un sentido bastante inmediato, marginales, aunque
actuaban en el centro, y esto quizás les daba la distancia imprescindible para la
lucidez. ¿Nuestra condición de arrabaleros del Primer Mundo nos permitiría tal
vez -quizás paradojalmente- la perspectiva necesaria? ¿Y podríamos aprove­
charla, sumergidos como estamos (igual que todos) en la resignación?
A reté y v ir t u d

Podemos presuponer que los orígenes dei pensamiento occidental tuvieron


una dimensión ética. Por “ética”, en un sentido general, entendemos el pensa­
miento aplicado a la actividad práctica del hombre, individual o colectiva, que
st. hace cargo, de algún modo, de un elemento de normatívidad. Pero una re­
flexión de raíz o alcance ético no es lo mismo que una ética propiamente dicha.
Esta tendría que proponerse ese campo como problema específico y dar cuenta
explícita de él. Además, una ética puede encontrar sus problemas peculiares
dentro de un campo más vasto (en el cual sus conceptos estarán fundamentados
en último término) o bien puede descubrir esos fenómenos (y por lo tanto los
conceptos para ellos) como irreductibles a otro ámbito.
La versión usual del origen de la filosofía, que ía hace comenzar con los tres
milesios: Tales, Anaximandro y Anaxímenes, y ia reflexión racional sobre la
naturaleza que ellos habrían inaugurado -y que no es sino una decantación, tras
algunas modificaciones, de la impostación aristotélica de ese origen-, pone una
perspectiva en la cual lo ético tendría un lugar, sí alguno, marginal. Al aceptar,
como objeto del pensamiento arcaico, ia physis que Aristóteles le adjudica, hace
de ese pensamiento un naturalismo y a veces, ingenuamente, un cientificismo y
un “materialismo”. Otra interpretación -hoy también con una tradición por de­
trás- supone la emergencia del pensamiento racional a partir del concepto de ley.
Esto puede entenderse desde varios ángulos. Desde ya, no tardó en reconocerse el
origen social de ese concepto, en vez de suponerlo -según en su momento propu­
so Zeller- extraído de la observación de las regularidades naturales. Así Bumet,
invirtiendo a Zeller, afirmaba que “el hombre vivía en eí círculo encantado de la
ley y la costumbre, pero el mundo a su alrededor parecía al comienzo carente de
ley”, y su conocimiento tuvo que empezar echando mano de categorías jurídicas.
Pero, como señaló a su vez Hans Kelsen, tal distinción entre lo social y lo natural
es inconcebible en el pensamiento arcaico; habría una unidad originaria de am­
bos campos en un solo ámbito gobernado por representaciones jurídico'míticas.1
La aparición del lógos es concebida por el filósofo del derecho como la progresiva
separación de sociedad y naturaleza y como el descubrimiento, en ésta, de una
legalidad propiamente causal e independiente de la idea de retribución. Ahora
bien, el primer supuesto de esta posición es básicamente el mismo que el de la
interpretación tradicional: la identificación de la razón con algún modo “objeti­
vo” de conocim iento del universo físico. Así en Kelsen el dualismo
Naturaleza-Sociedad, fundado en una dualidad de legalidades heterogéneas, ter­
mina superado también por la abolición de la legalidad propia de la sociedad,
denunciada como ideológica, y la sociedad misma -encomendada a la sociolo­
gía- pasa a ser un trozo de la naturaleza. Se recoge también el supuesto de la
emergencia de lo racional desde modos “míticos” de pensamiento considerados,
de acuerdo a los esquemas de la antropología en curso a principios de siglo, como
primitivos y en todo caso pre-racionales o pre-lógicos, sólo que esto sucedería en
forma gradual y no gracias al “milagro griego” decimonónico. Otros autores, en
cambio, reivindicaron el valor de la etapa social de este proceso. Así Werner
Jaeger, y en forma más acentuada aún Rodolfo Mondolfo, subrayaban en sentido
positivo el origen social de las categorías racionales, aplicadas luego al cosmos.2
En otro artículo,3 poniéndonos cerca de esta tradición, ubicamos el pensa­
miento griego reflexivo al hilo del problema de la díke, surgiendo en íntima vincu­
lación con la institución de la pólis y comenzando a madurar cuando tiene que
hacerse cargo de las primeras crisis de ésta. Pero este pensamiento pone a sus
cuestiones iniciales, de raíz práctico-política, sobre una base y en un marco que
sin embargo podríamos llamar ontológico; porque díke es la “ley” de lo que es,
manifestada en los ámbitos de lo divino, lo natural y lo político (división ésta
hecha, por cierto, desde la óptica moderna). La cuestión de los alcances éticos del
pensamiento griego en sus orígenes va a parar a la constatación paradójica de que,

1. John B urnet , Early Greek Philosophy, 1892\ Adam & Charles Black, London 1930“ y
reimp., p. 9. Hans K e l s e n , "Die Entsíehung des K ausalgeseízes aus dem
Vergeltungsprinzip” , The Journal of Unified Sciencie (Erkenntnis) 8, 1939. Tr. c. en La
idea del derecho natural y otros ensayos, Losada, Bs. As. 1946. Más recientemente C.
H. K a h n , Anaximander and the Orígins o f Greek Cosmology, Columbia Univ. Press, New
York 1960, p. 192.
2. Para citar un par de lugares en obras muy vastas, W. J aeger, Paideia i, IX, “El pensamien­
to filosófico y el descubrimiento del cosmos" {esp. la interpretación de Anaximandro) (tr. c.,
cit. p. 31 n. 13, pp. 150-180); R. M ondolfo , "Naturaleza y cultura en los orígenes de la
filosofía", en En los orígenes de ¡a filosofía de la cultura, Imán, Bs. As. 1942, pp. 9-103.
3. “Díke y conflicto", supra pp.25 ss.
aunque este pensamiento se gestó al hilo de la reflexión sobre la práctica, sólo
puede hablarse en él de una proyección ética en el contexto de una ontologia:
porque lo humano no es una provincia autónoma, sino que reposa en la tensión
que es la ley del todo. El orden ontológico es de por sí respaldo ético (la ley es ley
de lo que es, y lo que sucede, sucede según lo que “debe” ser), y el problema ético
no se plantea como tal Y esto es así aun si, como sucede en Heráclito, se hace de la
acción del hombre -n o sólo la acción política, sino en él también la individual-
un tema privilegiado.
Para que aparezca el problema ético, tendrá que ser delimitado previamen­
te su campo. Esto ocurre con la sofística, no tanto porque la haya guiado una
especial vocación antropológica cuanto porque, en ella, los horizontes
ontológicos se cierran y se declara la inaccesibilidad del fundamento. Con ello
lo “divino” -que incluye a lo “natural”- cae fuera de nuestro alcance, y lo
humano queda recortado sobre el fondo de esta obliteración. Por cierto, tampo­
co en el campo de lo humano hay acceso a la verdad, sino que sólo queda lo
verosímil, con un último referente sensible -Protágoras- o como lenguaje per­
suasivo ~~Gorgias-~. Y por ello la sofística sólo suscita el problema ético. Su
planteo explícito y sus primeras soluciones corresponden a Sócrates y la línea
socrática, Platón y los llamados “socráticos menores” y luego Aristóteles. Pero
Platón y Aristóteles (aunque no todos los socráticos) llevan a cabo una restau­
ración de la ontología, y la ética seguirá dependiendo de ella y podrá, inmedia­
ta o mediatamente, ser reducida a ella; por eso el “intelectualismo”. La acción
en vistas de la plenitud y la felicidad se ilumina desde el “ser" del hombre
referido a o en consonancia con el “ser" de lo que es. Es un lugar común la
primacía de la ética propia del helenismo. Pero también en los grandes sistemas
helenísticos de Epicuro y los estoicos, la ética recibe una ontología (como
lógica y física) como fundamento sistemático (y también -por la negativa- en
los escépticos).
Una ética independiente de la ontología podría constituirse sólo tras el
descubrimiento de un campo de la experiencia independiente del “ser” de lo
que es, y tanto o quizá más originario. Y algo así tiene que ser buscado en una
experiencia del mundo que no sea la griega; concretamente, en la raíz bíblica
del pensamiento occidental. Los fundamentos remotos de una “moral” podrían
encontrarse en especial (pero no sin ambigüedades) en la noción bíblica de la
Caída, esto es, de una "naturaleza humana” puesta en contradicción inmediata
con su “ser”; lo cual, vaciado de contenido religioso, habría permitido por
último -y ya en la Modernidad- la emergencia como autónomo y valioso del
plano del “deber ser” frente al del “ser”. Estas notas intentan un primer desarro­
llo de esta idea. Por cierto, los problemas que aparecen en este desarrollo reque­
rirían mayor trabajo.
1. Agathós, areté como términos ontológicos.

“La teoría de Lis Ideas podría verse encerrada en germen en una palabra griega:
areté,” (]. Stenzel) .4

Partimos de la constatación usual de que algunas palabras esenciales de la


valoración moral -las más importantes, comenzando por “bueno”- no han teni­
do, en su uso griego primero, un alcance ético, sino que han sido más bien
palabras propias de lo que entenderíamos como valoración social. Ellas se
nuclean alrededor del concepto central de la ética griega clásica, areté. Ahora
bien, que ya allí estaba implícita una ontología, lo muestra su evolución ulte­
rior -co n un momento decisivo en Platón- en la cual llegan a ser términos
propiamente ontológicos, cuyo alcance fue determinante para la posterior com­
prensión occidental.
Podemos tomar para hacer pie un pasaje platónico, que encontramos en un.
diálogo juvenil, el Critón (44b5-46a8).5 Estamos en el comienzo del diálogo, y
Critón exhorta a su amigo Sócrates a salvarse mediante la fuga. La decisión a
tomar es la más grave, porque de ella depende no sólo la vida de Sócrates sino,
sobre todo, si él es y se muestra como lo que siempre ha pretendido ser. Contra la
lectura usual de esta página, que ve en Critón sólo el afecto ciego, hay que notar
que no le está proponiendo a Sócrates la mera supervivencia; por el contrario, lo
exhorta recordándole su preocupación por la areté. Hay que notar que el persona­
je Critón es el hombre que sufre la crisis de una época sin apercibirse bien de ello.
Por eso su papel en el diálogo es índice de un momento de inflexión, ya que
articula, muy ingenuamente, las viejas nociones que le vienen en último término
de la educación homérica y que constituyen la consciencia y la autoconsciencia
del ciudadano medio, en un texto y un contexto cuya problemática ya ha caído
bajo las sombras sucesivas de los sofistas y de Sócrates. Tras sus palabras corre la
concepción tradicional de la justicia como beneficiar a los amigos y dañar a los
enemigos. Dejándose matar, Sócrates dañaría a sus amigos e hijos y sobre todo a sí
mismo, y sería injusto hasta el absurdo, ya que se haría él mismo el mal que sus
enemigos quieren hacerle. Sobre todo, al negarse a la fuga Sócrates se mostraría
cobarde, y esto es el mal mayor, para él y para sus amigos.

4. Studien zur Entwicklung der platonischen Dialektik von Sokrates zu Aristóteles, Wiss.
Buchgeselíschaft, Darmstadt 19613, reimp. de 19312, p. 8. Nuestro desarrollo de la cuestión
es distinto.
5. Tratamos el pasaje, dentro de la totalidad del diálogo, en nuestro libro Diálogo, Comu­
nidad y Fundamento - Política y metafísica en el punto de partida de Platón, Bibíos, Bs.
As. 1993.
En el momento culminante de su exhortación, Platón hace decir a su perso­
naje: “Pero lo que elegiría un varón noble [o “bueno”] y valiente, (anér agathds kai
andretos) eso hay que elegir, al menos cuando alguien afirma que durante toda la
vida se ha preocupado por la ateté." La frase -que cita una concepción “socrática”
(preocuparse por la arete) entendiéndola desde la comprensión corriente- propo­
ne un modelo de hombre según el cual reglar la elección y la acción. Tal modelo
no es arbitrario ni vacío. Lo que se mienta es la paradigmaticidad que conservó
siempre para el griego la figura del varón homérico. Ello queda fijado en el
idioma mismo: aquí, el lenguaje corriente reúne algunas palabras claves en co­
nexión iluminadora,
Anér agathds kat añoraos: la expresión es casi pleonástica; la palabra que
mienta al sujeto de esas cualidades ya las implica. En efecto, sí recurrimos a LS]
para esquematizar las acepciones de anér, resalta que su sentido -comparado con
el genérico ánthropos, que indica cualquier hombre o mujer y opone la humani­
dad en general a los animales- es restringido, y se delimita desde un manojo de
oposiciones, unificadas por un núcleo de sentido: la capacidad guerrera. Anér es
varón, a diferencia de mujer (y así, marido); el hombre hecho -el hombre joven
y en lo mejor de su vigor, el guerrero- frente al jovencito y también al anciano,
presbytes. En Homero se aplica a los jefes y nobles, o al menos a los hombres libres.
Por todo ello -y así también en la frase que hemos citado- anér es “un hombre de
veras”, “todo un hombre”, un hombre en la plenitud de aquello que lo hace tal.
El adjetivo andretos, “valeroso”, deriva directamente de anér. Y el anér es
“bueno”, agathós, por ser andretos, por tener y ejercer la capacidad guerrera, por ser
como “debe ser” un hombre, como paradigmáticamente (pero de hecho) es por
ejemplo Aquiles. Aquiles mismo, por esta paradigmaticidad, es considerado dristos
(áristos Akhaión, 111 244, 412, etc.), “el mejor” = el más fuerte y valiente en el
conjunto de “los mejores”, sus pares los jefes. Agathds como valiente significa
“noble”, porque el coraje es lo propio del noblé. Pero la valentía no existe sin la
fuerza corporal que permite las hazañas guerreras, y sin estas hazañas mismas. Agathds
es un predicado más fáctico y descriptivo que valorativo. El noble guerrero es
“bueno” en el sentido de que es “bueno-para...”: es capaz para la guerra, y ejerce,
“bien” esta capacidad privilegiada.
De acuerdo a esto, otras palabras, que no aparecen en la frase de que par­
timos, están en conexión esencial con este núcleo de sentido. Esthlós es prácti­
camente sinónimo de agathós (por ej. II. II 362-8, donde “cobarde” = kakós,
valiente = esthíds). Khrestós, cuyo ámbito primario es el de las cosas (“útil”;
de khráomai, necesitar, utilizar), se aplica a las personas en primer lugar como
agathós ~ “valiente”, hasta la identificación hoi khrestoí - hoi agathoí (en cambio
khrésimos queda ligado a la idea de utilidad estricta). Ahora bien, si agathós
es una determinación del ser del hombre como “ser apto para..." = “útil”, no
hay en ello un “utilitarismo” ni, en general, una concepción “instrumental”
del hombre (y eventualmente de las cosas), en la cual su ser se agotaría en ser
medio para un fin exterior. En este sentido, las posteriores nociones de télos,
entelékheia y de práxis de la ontología y la ética aristotélicas sólo harán explíci­
ta una tendencia fundamental deí pensamiento y el lenguaje griegos- El “para
qué” del “ser apto para” no tiene por qué ser un beneficio en el sentido de una
cosa o un resultado externos sino más bien el ejercicio y acrecimiento de eso
que se es. El héroe no es apto para la guerra con el fin de vencer para, digamos,
enriquecerse con el botín, etc., sino, en primer lugar (y justamente al adquirir
el botín), para mostrarse en ella como héroe y obtener fama de tal.6
Es obvio también que el acople y contracción de términos en la expresión
de la más alta valoración social, ¡<alós kai agathós, halokagathós, resulta de una
afinidad muy estrecha entre ellos. Kalós se refiere en primer lugar a la belleza
del cuerpo humano, y en Homero es usual que esté unido a la grandeza corpo­
ral (kalós te mégas te, 11. 21.108, etc.): en la belleza se trasunta la fuerza que
hace a la capacidad guerrera y a su ejercicio. El sentido de la conexión de
fuerza y belleza puede verse en 11 III 38 ss., esp. 44-45, donde Héctor injuria a
Páris porque, siendo hermoso, es cobarde; es decir, se subraya como notable la
disociación de belleza = fuerza y valor y su ejercicio adecuado. Kalokagathós
recogerá luego la valoración de la excelencia gimnástica.7 Kalós incluye tam­
bién el matiz de “útil” (especialmente aplicado a cosas). En último término, la
palabra no tiene un sentido “estético”. No ya sólo en Homero, sino en todo el
desarrollo del griego, sería difícil encontrar un ejemplo en el que kalós tenga
plenamente, y tenga solamente, el sentido de nuestros adjetivos “bello” o “her­
moso”; en el uso corriente, kalós designa las ideas de “nobleza” y “excelencia”,
fundamentalmente en su matiz social y luego moral.
La versión más aproximada de kalós, antes que “bello” sería “bueno” (más
aún que para agathós), o “noble". Es notable que kalós no tenga un opuesto

6. Esto no niega, naturalmente, ¡a presencia de ias obvias nociones de utilidad y funcionalidad


en el pensamiento y ia lengua griegos. Como diremos enseguida, areté, cuando es vista, en
plural, como una multiplicidad de capacidades específicas, se aproxima mucho a tékhne.
En la reflexión filosófica, la conexión profunda entre lo bello y lo bueno, desde el sentido
primario de eficaz, con lo útil y provechoso, será desarrollada por ios '‘hedonismos” o
“utilitarismos” de la sofística y la socrática.
7. A este pasaje puede agregarse V 787. Cf. Conrado E ggers Lan, El concepto del alma en
Homero, Fac. de Rios. y Letras, U.B.A., Bs. As. 1967, p. 33, que comenta el pasaje homérico:
"el hombre feo suele ser cobarde, como Tersites; difícilmente feo y valiente, aunque sí
puede ser feo y saga2, ya que para la sagacidad no se requiere un buen físico”. La idea se
volverá tópica: Platón Menex. 246e. La belleza gimnástica -sin excluir el aura erótica- esta­
ría en e¡ origen del."ideal" del kalós kal agathós(HA. M a r r o u , Historia de la educación en la
Antigüedad, tr.c., Eudeba, Bs. As. 1965, pp. 52 s.).
propio (“feo”). Su contrario es aiskhrós, “vergonzoso”, o kakós, “malo” (en
realidad kakós se opone prácticamente a todas estas nociones, cf. LSj sv I).
Algo más adelante, el texto de Cr. que citábamos ubicará la fuga en el ámbi-
to de las decisiones “acerca de las (cosas) justas e injustas y vergozosas y
nobles (aiskhrdn kai kaidn) y buenas y malas” (47c9-10). Dentro de esta casi
sinonimia, kalós subrayará un aspecto que se deriva de la manifestación ne­
cesaria a lo “bueno”.8
En Platón -como era de esperar- la equivalencia de agathón y kdón es cons­
tante. En algunos pasajes se la explícita: Tim. 87c, “todo lo bueno es bello” (p¿m
de tó agathbn kaíón). En Ripias mayor (si es platónico, como creemos), la buscada
definición de lo “bello” no puede separarse de la de lo “bueno”, pasándose por
los momentos del placer y la utilidad. La equivalencia culmina en la compara­
ción de los dos únicos diálogos en que una Idea aparece como suprema, Banque­
te y República.9 Lo “bello” y lo “estético" no existen ni para la Antigüedad ni para
los siglos posteriores, hasta la tardía Modernidad, en que surgen ~en un ámbito
próximo al de los igualmente-núevos fenómenos del “artista” y la “obra de arte’-
con la construcción de la imagen bella del mundo (en la cual, para citar un
fenómeno típico, la naturaleza puede ser vista como “paisaje”).
El ser y mostrarse agathós, bueno y muy bueno para..., el sobresalir en la
capacidad para la guerra y en el ejercicio de esta capacidad constituyen, en el
hombre homérico, su arete, su excelencia y perfección. El adjetivo agaíhos corres­
ponde al sustantivo areté y etimológicamente se conectan a través del superlativo
aristas. La areté consiste en ser como se “debe ser”, como son los ári$toiyesto es, en
llegar a ser en plenitud lo que ya se es. Hace mucho que la no equivalencia de
areté y “virtud” en su sentido usual se ha vuelto patente y obvia, y con las simples
constataciones que estamos haciendo quisiéramos subrayar más específica­
mente que lo que está ausente de agathós, areté, es la connotación, propia de
una muy determinada “moral”, que entiende el “ser bueno” según un deber

8. "La aplicación a !a conducta de los términos kalóny aiskhrón parece... ser típica de una
de una cultura de la vergüenza (shame-culture). Esas palabras indican, no que el acto es
beneficioso o dañino para el agente, o que es correcto o censurable a los ojos de una
deidad, sino que parece ‘'beiio” o “feo" a ios ojos de la opinión pública". (E.R. Dodds, The
Greeks and the Irrational. [cit. en p. 21 n.17] p. 26 n. 109).]
9. “Que esta realidad suprema sea lo Beiio en un diálogo y io Bueno en otro no es sorpren­
dente. Los dos conceptos estuvieron siempre estrechamente relacionados en la mente de
Platón, y en esto sóio estaba expresando e! punto de vista del ateniense común". (G .M .A .
G ru b e, Plaio’s Thoughi, Methuen, London 1935, p. 21). La equivalencia se da también en
Aristóteles (con una única aparente excepción que se deriva de las líneas generales de su
pensamiento: e) “bien" y lo “bello” se da en ía acción, pero los entes inmóviles = matemáti­
cos sólo son “bellos” . Met. 1078a31, fíhet. 1366a33, £ £ 248b 18, MM 1207b29).
ser, pero un deber ser algo que no somos. El guerrero -el “bueno”, el hombre
“de verdad”- en cambio, “debe” ser -de modo excelente- lo que es (el anér
ha de ser andretos), debe afirmarse en eso mismo que es, desplegándolo y
llevándolo a su plenitud. Si en la epopeya es agathós y áristos quien logra la
areté guerrera, es porque ésta es lo más propio del ser-hombre. (Es lo que
cabalmente llegará a expresar luego Píndaro como fórmula de la ética atléti­
ca aristocrática, génoi’ hotos essí, Pít, 2.72). Por esto es que, cuando una crisis
pone en cuestión el concreto modelo vigente de areté, sus defensores aristo­
cráticos sostendrán que ella no se adquiere desde afuera, por enseñanza, sino
que es “natural”. (Ya desde Teognis, cf. 429 ss.; sólo se la desarrolla por el
comercio con los agathoí, 27 ss,; pero especialmente en el gran debate del
siglo V. Las formulaciones clásicas, pero ya matizadas, se encuentran en Píndaro
como vocero de una aristocracia que ha aceptado en su seno poderosos advenedi­
zos). Todo esto hace que agathós, areté, no sean determinaciones “éticas” sino
“ontológicas”. No hacen primariamente referencia a “deberes” ni “normas” sino,
propiamente y a veces solamente, al modo más o menos pleno con que alguien es
aquello mismo que es.
Y no podría haber un “deber” en tanto la adquisición de la areté no es el
resultado de alguna clase de esfuerzo o trabajo que pudiera ser impuesto o
autoimpuesto. En este sentido, la concepción aristocrática polémica tiene raíces
homéricas: el valor de Aquiles, por ej., se origina en una suerte de don divino (cf.
II. 1 178, 280, 290 s. etc.); también la manifestación plena de la areté, en especial
en la aristeía de un héroe, es normalmente en Homero la consecuencia de la
ayuda de un dios. No obsta a esto que el héroe por su parte deba esforzarse, o la
posterior admisión pindárica del entrenamiento junto a las dotes.50
Sólo en este sentido de realización, lo más plena posible, de la propia
índole, podría la areté funcionar como normatividad: el áristos puede ser ejem­
plo para los agathoí, quienes esforzándose por alcanzar el modelo no harían
sino mostrarse como tales agathoí. Pero el modelo no es un “ideal”, al menos
no en el sentido de una perfección límite, fácticamente inalcanzable y por eso

10. Puede objetarse la moral hesiódica del trabajo (los dioses pusieron eí sudor delante de
la areté, Erga 289) y para levantar la objeción no basta con indicar de paso que el poeta
expresa el mundo dei campesino. Hesíodo, pese a las apariencias, confirma la concepción
ontológico-aristocrática de ía areté. Su mundo campesino carece dei modeio noble de areté
(no podrían serlo obviamente los basileís devoradores de regalos), y la arelé lograda con el
trabajo, impuesto por Zeus como un castigo, es también la realización de lo que se "es".
Pero, como resulta de los mitos que introducen Erga, el “ser" del hombre no es ia plenitud
de una expansión sino ía penosa supervivencia, el duro mantenerse en un mínimo de "ser".
Entre los rasgos anómalos de Hesíodo no es el menor esta concepción de una naturaleza
humana en cierto modo caída, y su afinidad con éste y otros temas judeo-cristianos.
meramente normativa. Y esto sigue siendo así en las épocas posteriores, cuando
el hombre homérico obviamente queda atrás, pero la estructura de las ideas
que arranca de los antiguos modelos heroicos (y no necesariamente su con­
tenido material) sigue orientando la concreta plasmación del tipo de hom-
bre valorado en cada momento.11 La areté homérica da paso a la areté políti­
ca, y dentro de ella se desplegarán otros modelos, complejamente matizados
por las situaciones y los regímenes. Aunque en su contenido muy próxima a
la homérica, la andreía del guerrero tirteico tiene un fuerte sentido político
(que Homero prefigura en Héctor: í¿. XII 230 ss., XV 494 ss.), como lo tiene
también la excelencia gft^nástica de Píndaro. Pero el “ideal” se moldea so­
bre los hombres excelentes de carne y hueso (como en Atenas pudo serlo la
generación de Maratón para las posteriores, individuos como Arístides o
Temístocles, y luego hasta Aícibíades), reúne las determinaciones que los
ciudadanos destacados han realizado o realizan de hecho, y sólo por esa
íacticidad pueden servir de modelo. Si no, se estaría proponiendo una per­
fección propia de los dioses, esto es, extraña al ser del hombre e inalcanzable;

11. Algo previo a la exposición de los elementos y ios cambios que han ¡do conformando lo
que suele llamarse e! idea! del hombre clásico, sería ver justamente que lo que está en juego
allí no es un ideal, aunque parezca tal a nuestra consideración moderna. Esto es sin duda así
hasta ese momento espiritual que pondríamos bajo el nombre de Sócrates, momento en que
se hacen problemáticos, no tanto los contenidos de la areté cuanto el modo de su presencia
y del acceso a ella. La areté (y la areté en primer lugar) queda en suspenso en el horizonte que
abre la pregunta “¿qué es...?" Por elio Sócrates está en el origen esencial de la paideía, la cual
sólo puede aparecer en ese horizonte de lo que se busca porque ya ha sido encontrado “más
allá”. Este horizonte hará posible ios "ideales”, pero mucho después; porque tampoco en la
búsqueda socrática, ni en su traducción “metafísica", la Idéa platónica, se trata de “ideales”.
La Idéa no es un ideal, sino la ambigüedad de la presencia de lo pleno.
La Paideia de W. Jaeger -uno de ios monumentos más nobles de la filología del siglo XX- ha
influido y suele estar presente, aun en forma tácita, en la consideración de estos temas. (Para
ios que específicamente venimos tratando, cf. en esp. I, 1). Todo trato con Jaeger -y toda
utilización de su obra- debe tener en cuenta el fondo cultural sobre el que se movió su visión
de la Antigüedad. Obligado a replantear, tras el historicismo, el sentido de lo clásico, Jaeger
propone la revalorización de Grecia no como modelo absoluto sino como lugar de! paradigmá­
tico descubrimiento de los ideales de la formación humana, y esto en función de la problemá­
tica que le imponía su propio presente {cf. Paid., Introd., “Los griegos en la historia de la
educación”. La situación de la filología que dio origen a respuestas como ésta fue descripta
por el joven profesor Nietzsche en los primeros párrafos de su conferencia sobre Homero y la
filología clásica). El “neohumanismo paídético” de Jaeger determina obviamente su concep­
ción de la paideía antigua, en la cual los principales momentos en el desarrollo del espíritu
griego, desde Homero, son vistos como otras tantas postulaciones de ideales formativos (cf.
por ej. Paid. p. 19). Pero por lo dicho antes nos parece dudoso que la paideía en este sentido
pueda servir como pauta interpretativa de los griegos anterior al socratismo, y en cualquier
caso no podemos pensar que haya consistido en la postulación de tipos ideales.
aunque también a la perfección divina habría que considerarla, en cierto sen­
tido, como una facticidad. El ideal, y más todavía la exigencia de santidad sólo
podrían ser concebidos por ía mente griega como hybris. La facticidad dei mo­
delo puede quedar desenfocada en una situación de cambio social: ya en el
corpus de Teognis, agathós tiende a significar “bien nacido”, aunque se haya
perdido el poder y la riqueza. La gran crisis del siglo V presentará situaciones
de gran complejidad y entre otras cosas obligará a pensar temática y explícita­
mente todos estos problemas; pero aquí podemos apuntar que las concepcio­
nes sofísticas subrayan la funcionalidad de la areté, y el éxito como criterio de
ella reafirma casi como exigencia la facticidad de los nuevos modelos.
Ahora bien, la “normatividad” que emana del concreto modelo no vale,
como es obvio, para todos. El anér es la plenitud del ánthropos, pero hay un corte.
En tanto se privilegia una capacidad como la más propia o la única verdadera­
mente propia del hombre -aquella que constituye como tal al anér- quienes no la
poseen son no cabales, deficientes; casi podría decirse que no “son”, que “son”
sólo quienes la poseen (en mayor o menor medida: í¿. X II269-271). “El hombre
ordinario, en cambio [a diferencia de los guerreros, dioses y caballos nobles] no
tiene arete” ( W. Jaeger, Paid., p. 21). El común de los hombres padece una defi­
ciencia en su ser que los descalifica como hombres, es decir, ándres, aun si son,
obviamente, ánthropoí, y no necesariamente “malos” en ningún sentido moral. La
valoración negativa de los fcaítoí desde la óptica heroica está recogida en la pala­
bra deiloí, de déos, “miedo”. Pero la deficiencia óntica de los kakoí no los hace
“malos” ni moralmente reprochables, porque no puede ser subsanada por una
determinación de la voluntad (si es que esta noción tiene cabida aquí). En otro
sentido, si se trata de una deficiencia en tanto guerreros, esto no impide que sean
aptos para otra cosa, por ejemplo la agricultura. El lenguaje posthomérico, par-
tiendo de la primaria nota funcional, de “aptitud para” de arete, ampliará la
diversificación de las aretaí particulares, en germen en Homero, hasta que podrá
hablarse aun de la arete del esclavo (Platón Meno 7 le, enumeración de aretaí que
tal vez proceda de Gorgias). Pero para quienes poseen aptitudes distintas de aque­
lla que es valorada, los áristoi no pueden representar un “deber ser”, pues de hecho
tal modelo les resulta no inalcanzable sino ajeno.
En Homero la areté no aparece diversificada según el sexo o la condición,
aunque de una manera excepcional estaría adelantando la noción extrema de la
arete del esclavo. Los versos de Od. XVÍl 322 s., “el resonante Zeus quita a un
varón la mitad de su arete, el día en que cae en esclavitud” son frecuentemente
citados y mal interpretados (por ej. Jaeger Paid. p. 21 n. 3). Puestos en boca de
Eumeo, esclavo de alto origen, parecieran referirse a la areté de los nobles. ¿Pero
qué uso podría hacer aun de la mitad de la areté noble un esclavo? Una mirada al
contexto basta para ver que la reflexión está inspirada por las sirvientas que no
le dan de comer al perro; la poca areté del esclavo en tanto esclavo se ve, como lo
expresan los dos vv. inmediatamente anteriores, en su holgazanería cuando el
amo está ausente. Aparte de esto, la areté homérica tiene siempre referentes no­
bles (humanos, divinos o animales): así tenemos la areté de un dios, que consiste
en su fuerza y poder (superiores a los de un guerrero, íi. IX 498). La funcionalidad
del concepto aparece en la areté de los caballos, que es la velocidad (11. XXIII
276 -los caballos de Aquiles, inmortales™, 374) o en “la areté de los pies”: Ií. XV
641-3, el hijo era mejor que su padre en “toda clase de aretaí (pantoías aretás)n,
de los pies, al combatir y en la “prudencia” o “buen juicio”, nóos. Esto último
introduciría una ampliación del sentido de areté, según jaeger más allá de la
capacidad guerrera (Paid. p. 22 n. 5); pero es quizás'sólo aparente, ya que nows
significa “darse cuenta de una situación”,*2 por ejemplo en la batalla o situacio­
nes de peligro. La areté como habilidad en una actividad particular pasa por la
especialización deportiva en Píndaro (Oí. 10) hasta los oficios: Platón Prot.
322d-323a, la “areté carpinteril o de cualquier otro oficio”. La areté política no
ef allí una “especialidad” en sentido estrecho,13 sino la capacidad valorada al
máximo, y ocupa el lugar de la capacidad guerrera de la épica. Por último el
pasaje aludido del Menón atestigua la atomización de la areté en la teoría y segu­
ramente en buena medida también en la comprensión usual. Por supuesto esta
atomización, que resulta de subrayar el aspecto funcional de la areté, no es una
“democratización”, y las aretaí múltiples se ordenan en una jerarquía.
La areté es la aptitud que no existe sino haciéndose efectiva, pero efectiva
de modo manifiesto y reconocido. Este es otro aspecto de la noción como fenó­
meno social que incidirá en su destino como término propiamente ontológico:
el del reconocimiento que le es debido e inherente. La areté se traduce en “glo­
ria” y “fama” (en Hom. kydos, ¡déos, timé, phátis; luego phéme, dóxa), en un presti­
gio al que el áristos aspira y que reclama. Y lo reclama porque él “es” su areté,
pero ésta es vana si no es reconocida; y así, el héroe “es” su fama.
En realidad, no cabe considerar aquí una separación entre areté y kydos,
phéme, dóxa, como si el reconocimiento fuera un producto o consecuencia
de la areté y casi un añadido a ella, que podría faltarle; antes bien, es un
constituyente suyo originario. Para nosotros nuestro ser, aparecer y parecer
se escinden en un juego de segmentos desconectados. Alguien - posee una
determinada aptitud - la pone en ejercicio ~ ante otros - que reconocen la
excelencia con que la ejerce - y lo manifiestan en el elogio: nos parece ob­
vio que cada uno de estos momentos se agrega a los anteriores, que podrían

12. Cf. Kurt v o n F r it z , “A/oüsand Noein in the Homeric Poems", CPXXXVIII, 1943, 79-93.
13. Como dice W. K. C. G uthrie , HGP ill, Cambridge 1969, p. 252.
subsistir sin tal añadido. Pero en la situación que describimos el hombre no
“tiene” una aptitud, sino que “es” esa aptitud; por eso, ésta no consiste sino
en su ejercicio, pero en su ejercicio manifiesto, en su activa mostración ante
los otros, la cual a su vez no es nada si no es también manifiesta y dicha por
éstos como elogio, del cual, en cierto sentido, está pendiente todo.
Entre nosotros y esta comprensión se interponen las diferenciaciones en­
tre un sí mismo y su manifestación (lo que somos y cómo nos mostramos, y aun
lo que aparentamos) y entre esta manifestación y el modo en que es percibida
por los otros y en que éstos manifiestan a su vez lo que perciben. Todo esto
supone un sí mismo como interioridad, separado de los otros y comunicado a
ellos en una esfera transcendente mediante ciertos indicios (que pueden ser
más o menos explícitos, y también inesenciales e inadecuados). En la corrí'
prensión griega arcaica estas diferencias no existen, porque no existen las ins­
tancias de una consciencia interior o de un Dios omnisciente ante las cuales se
determinaría qué o quién soy, independientemente de mi manifestación. Lo
que soy es lo que inmediatamente se manifiesta a la opinión “pública” y ésta
dice de mí. En realidad, es incorrecto hablar de la exterioridad (o, como jaeger,
Paid p. 25, de la publicidad) de la consciencia de sí del hombre arcaico, por­
que no hay una interioridad o privacidad que se distinga de lo “público” como
otro ámbito. (Y en rigor, tampoco hay lo “público”, que sería el correlato de
esa privacidad). Entre el “yo” y “los otros” no hay distancia. Por eso tampoco
la hay entre mi ser y mi aparecer. Lo cual no implica que no sean posibles el
aparentar y la apariencia, el error o el fraude (feudos); basta recordar al héroe
de la Odisea. Pero también el engaño es una capacidad que se ejercita y es
elogiosamente reconocida. Lo que no hay es una excelencia interior que no se
manifiesta, o se manifiesta en un ámbito puramente interior o totalmente
transcendente. Lo que el hombre es se agota en su manifestarse ante una ins­
tancia que consiste en hacerse cargo de esta manifestación, manifestándola a
su vez como dóxa y phémé. Un hombre es (y más cuanto más es, cuanta mayor
areté posee) su manifestación recogida y expresada, dóxa. Más aún, si atende­
mos a la etimología de dokéo como iterativo de dékomai, dékhomai, “recibir”, la
dóxa, el modo en que soy recibido, tiene que ver con lo que se espera de mí, es
el ámbito de recepción preparado para mi manifestación. La areté es ella mis­
ma un impulso originario a la manifestación, consiste en ella.

La comprensión que hemos tratado de indicar en sus grandes líneas en­


tra en crisis en el siglo V. La areté deja de ser un dato y se vuelve un proble­
ma, el gran problema de la Edad de la Sofística. Pero la sofística no desarrolla
una “ética” sino una “política”, y en la forma de la politiké tékhne. Sus grandes
discusiones tienen lugar en el seno de un imperio cuyo destino no parece
puesto en cuestión ni aun por la guerra a muerte en que llega a empeñarse
(que, al contrario, es sentida como una afirmación). La crisis de fundamen-
tos se hace crisis explícita y fáctica sólo con la derrota final de Atenas. El
nombre de esta crisis es “Sócrates”, es decir, Platón. (Tendemos a pensar que
el Sócrates histórico, en la medida en que puede ser entrevisto, pertenece
mucho más al clima de su época que la figura bajo la cual Platón -también el
¿oven Platón- puso su propio problema).14
El uso retórico del lenguaje por la sofística supone la identificación del
hombre y las cosas humanas con la dóxa oública y a la vez la comprensión..de.esta
manifestación como apariencia; manejable, pues, con el uso hábil del lenguaje.
Pero esto -que señala el nacimiento de algo así como la “opinión pública”- es la
quiebra de la comprensión del hombre por su dóxa, y posibilita el destino del “sí
mismo” en Platón, que es justamente la emergencia de un sí mismo dicho por un
lenguaje distinto del de una dóxa que aparece ahora degradada y “falsa”.15 Esto
está ya presente en el pasaje de Cr. del que extrajimos la cita inicial. El ingenuo
Critón es un post-sofístico que se ignora como tal, y por eso su consciencia
pre'sofística y pre-socrática está llena de contradicciones: la principal es que, para
él, la dóxa pública es la instancia cuya opinión sobre Sócrates es válida, aun
sabiendo que no es verdadera. Pero esa dóxa es rebajada por Sócrates a dóxa tón
pollón, la “opinión de los más” que la Apología mostrará como una “opinión públi­
ca” manejada por la publicidad y las usinas de rumores; en cambio, la cuestión del
sí mismo, como problema, quedará planteada ya en Cr. y Ap. y en otros diálogos y
recibirá el nombre de psykhé.
Sócrates, o Sócrates en Platón, suele no dar respuestas a las cuestiones que se
suscitan en tomo de la areté, pero hace algo infinitamente más decisivo, que es
inaugurar, al hilo de esa cuestión, un modo de preguntar -la pregunta “qué es...”,
que pregunta por la “cosa misma”- de alcances incalculables. Aquí podemos
anotar solamente que ese modo de preguntar no está sobreimpuesto al material
que elabora, sino que, en esa determinada circunstancia histórica y esencial, pudo
crecer muy naturalmente desde el transfondo que se cifra en la vieja noción de

14. Y en este sentido, e! tratamiento de Sócrates que hace Guthrie en el vol. lil de su History
ofGreek Phiiosophy, al contextualizario en su siglo, resulta luminoso.
15. Pero Platón y su Sócrates no son cristianos sino griegos y, así sea en un plano secunda­
rio, no olvidarán eí valor de la dóxa, recordado en pasajes que van desde Ap. 34e hasta el
viejo Platón de Leyes646e ss., 950b ss. La disociación completa entre una ‘Virtud" como la
justicia por un lado y por otro la buena fama y demás beneficios que pudiera reportar
aparece en Rep. II sólo como el tour de forcé necesario para plantear el problema de!
diálogo en todo su rigor (361 b, 367b-d).
areté. Una consecuencia es que con la pregunta socrática puede darse por
nacida la ética filosófica, pero también que este nacimiento sucede en el
seno de una onto logia. La primera respuesta a esa pregunta es la idéa platónica.
El aspecto más inmediato de esta cuestión es el remanido intelectualismo
moral que se adjudica a Sócrates. Se ha notado que las paradojas que de él se
desprenden (la virtud es conocimiento, se obra mal sólo por ignorancia) son
mucho menos paradójicas en griego que en los idiomas modernos, sea porque el
griego, desde sus orígenes, usa en general un lenguaje “intelectual” para el ámbito
de los sentimientos y la .conducta,15 sea porque tal “doctrina” y las ideas
conexas enraizan en el primario sentido funcional de areté.'7 Ese sentido de
“aptitud para...” puede desplegarse en una tékhne, en un saber “técnico” (y
las comparaciones socráticas se refieren constantemente al mundo de los
artesanos). Todo el núcleo semántico que hemos revisado está puesto en juego
en la discusión sofística, y en la intervención que en ella hace Sócrates, o
Sócrates-Platón, sobre la enseñabilidad de la areté, su unidad o pluralidad, la
índole de cada una de las aretai. Esa semántica está a la base del utilitarismo
moral de Sócrates, y produce el espejismo de una confusión o contamina­
ción de sentido entre los conceptos claves agathón, halón, khrestón, ophélimon.
Podemos tomar un pasaje significativo del primer libro de la República,
que es aparentemente un diálogo juvenil (los eruditos alemanes lo llamaban
“el Trasímaco”) usado luego por Platón para abrir su gran obra de madurez. En
la página que va desde 352d hasta casi el final del libro podemos ver in nuce el
entrecruzamiento o identificación de las problemáticas “ética” y “ontológica”.
En la discusión con Trasímaco se ha tratado de establecer que ser justo es me­
jor y -típicamente- más ventajoso que ser injusto. Para rematarla, Sócrates
acude a una línea de argumentación que abre con el ejemplo del caballo: éste,
como otros animales, tiene una función (érgon: función, tarea, que según el
contexto puede ser también producto) que le es propia y que realizamos con
los caballos mejor que con cualquier otra cosa. La ejemplificación añade los
órganos de los sentidos (ojos y oídos) y las podaderas para las vides. Pero todo
lo que tiene un érgon propio tiene, por eso mismo, una areté propia, y esto vale
en general para todas las cosas. Si la areté propia de la cosa falta y en su lugar
está la kakía opuesta a ella, la cosa no puede cumplir o no puede cumplir bien
su función. Lo mismo con la psykhé, cuyos érga propios son el vigilar cuidando,
el mandar, el deliberar, etc. y en resumen, y de acuerdo a la semántica básica, el
vivir; tendrá pues una areté propia, sin la cual no podría cumplir sus funciones,

16. E. R. D odds , The Greeks andthe Irrational, pp. 16 s.


17. W. K. C. G uthrie, HGP Mí, passim y esp. W, X!V 7 y 8.
y esta areté, se convino antes, es la justicia (dikcúosyne), de la cual depende por
lo tanto la perfección de la vida como el vivir bien y felizmente.18
Del pasaje y su contexto podemos extraer, primero, que una cuestión
ético-política, por ejemplo qué es la justicia, que habría sido preguntada en el
Trasímaco original, es “respondida” en República con una "definición” que indica
hacia o exhibe la idéa correspondiente y que da a la pregunta lo que ella pide: el
“ser” de la justicia, Pero además, este camino pasa esencialmente por la pregunta
por el hombre, cuyo “ser” será establecido, en principio, como psykhé. Sin entrar
en las complejidades del tema en Platón, indiquemos que la ética se basa en, y se
desprende de, una antropología metafísica. Y por grandes que sean las diferencias
en cada caso, esto seguirá siendo así en Aristóteles y en el helenismo. El planteo
del problema y las distintas respuestas que se le den no saldrán del marco abierto
por los viejos conceptos, que así se mostrarán más bien como un horizonte origi­
nario de pensamiento.
El pasaje de Re]). I puede indicarnos todavía algo más. Los ejemplos hablan
de la arete del caballo (como en Homero; en 335b, de perros o caballos; pero cf.
Af>. 20a-b, potrillos y también temeros, es decir anímales no nobles), de órganos
del cuerpo (como en Homero la “areté de los pies") y también de cuchillos o
podaderas, y en fin (353bl2) de “todo lo otro” o “las otras cosas”. El uso de areté
referido a cosas parece ocurrir sólo (o sólo plenamente, cf. LSj si' I2b) con las
necesidades del lenguaje de la especulación platónica.19Y este uso podría sugerir­
nos que el núcleo semántico que cristaliza en areté y las palabras conexas tiene
que ver (en y más allá de los desarrollos éticos) con la peculiar respuesta “metafí­
sica” u “ontológica” que el Platón maduro expone en la así llamada “teoría” de las
Ideas, y que culmina en el Bien y lo Bello de República y Banquete (únicos
diálogos en los que una idéa parece establecerse por encima de las demás).
Retomemos el significado que determinaba al aner agathós como “bueno
para...”, “capaz de...”, y que conectaba a agathós con “útil”, khrestós, sin circuns­
cribirlo al ámbito limitado de lo utilitario. El para qué o la finalidad de lo agathán,
la “utilidad" que reporta, es en último término el acrecentamiento de aquello
que constituye a eso agathán en lo que es. Sobre todo, no está implícito que el ser

18. En los diálogos tempranos, y de acuerdo a las raíces políticas de su ética y su metafísi­
ca, Platón tiende a ver a la justicia como la areté fundamental y omn¡comprensiva (o a la
justicia y el saber, dualidad aparente dada la equivalencia profunda de política y filosofía).
Eí hilo de la cuestión podría seguirse a través de Critón, Protágoras, Menón, Gorgias hasta
República por lo menos.
19. LSJ trae un par de lo c ipreplatónicos, de Heródoto (4.198, 7.5) y Tucídides (1.2.4), en
que areté significa la fertilidad de la tierra. G u t h r ie HGP ill p. 252 sólo encuentra para
agregar (aparte de ejemplos platónicos) otro de Heród. 3.106.2, referido al algodón.
de alguien o algo se agote en ser medio para un fin distinto de él. Sin duda,
ciertos entes se muestran como un “ser para...” en tanto medio o instrumento
para un fin exterior a ellos; pero ese carácter de medio es justamente su ser pro-
pió, el constituyente ontológico que despliegan en su ser lo que son. La utilidad
como medio para un fin extrínseco sólo puede recortarse sobre el fondo de la
aptitud para la automanifestación. “Ser como se es” es un “ser para lo que se es”,
pero el “para” es primordialmente la manifestación de lo que se es.20
Agathós subraya en la idea de “apto para” (ya desde el primer significado
del adjetivo, “noble, aristócrata”) la de la excelencia de esa aptitud, el ser
“muy apto”. El ente determinado como agathón no recibe con ello una deter-
minación nueva sino una intensificación:21 un (buen) guerrero, como una
(buena) casa, es aquél o aquello (muy) apto para la función que lo constitu­
ye en su ser-eso. Lo agatkón de algo es su “ser excelentemente lo que es”, el
aproximarse mucho, en el concreto estar siendo lo que se es, a ía plenitud de
eso mismo que se es. To agathón es areté. En la medida en que una cosa “es”
algo, es porque “tiene” el “bien” propio de ello, así sea mínimamente; la cosa
absolutamente “mala” no puede existir, es “nada”.22 Y todas las cosas y cada
cosa tienen un bien peculiar, sin el cual no serían eso que son; y sin algún
ser-eso determinado una cosa no sería nada. Aun una “mala” mesa, una mesa
defectuosa, algo tiene de “buena” mesa, en la medida en que es, y es mesa.
Pero lo que es, es manifiesto. Y el mostrarse es propio de la areté, (Podría
invertirse el planteo y ver que no se trata sólo de la transposición “ontológica” de
una categoría “social”, sino que también la comprensión de la areté humana como
lo que se muestra-reconocido está enraizada en ía comprensión de lo real como lo
desde sí manifiesto, que es previa a la postulación, para el hombre como para las

20. Lo cual recibirá una formulación ejemplar en la doctrina aristotélica de ia causalidad. En


los ejemplos platónicos la areféde animales y cosas está referida a su uso por el hombre.
Pero quizás la categoría del "ser-para (otro)", en un sentido fuerte, provenga del cristianis­
mo, con la escisión ontológica y la subordinación teleológica de los ámbitos de lo natural, lo
humano y lo divino. La relación técnica moderna con la naturaleza sófo es posible sobre la
base de una previa relación con ella como dada providencialmente por Dios para nuestra
subsistencia y goce.
21. Lo que estaría de acuerdo con la etimología de agathós (LSJ), tal vez relacionado con
ágamai(= "wonder"; cf. de paso por lo que valga la etimología platónica de agathón como
agastón, “admirable", Cra. 412b-c); ágamaia. su vez se relacionaría con el prefijo intensivo
aga-, probablemente por mga, forma reducida de méga\ cf. á g a r¡(- “mucho", ''muy1').
22. Inútil recordar el desarrollo -sobre base platónica- del bien como ser y el mal como
deficiencia en ia ontología antigua y cristiana, hasta la doctrina de los transcendentales.
Cf. en Platón Phaed. 97b ss. (crítica a Anaxágoras), donde “lo mejor” juega como
principio de interpretación -porque ¡o es de constitución- óntico-ontológico.
cosas, de un “en sí” o “mismidad” no manifiestos, o no manifiestos inmediatamen­
te). Cuando una cosa se muestra como “muy” apta, “buena” y “muy buena”, si
exhibe plenamente su “bien”—aquello que la hace ser lo que es-, esta abundancia
-que despierta admiración y asombra- se manifiesta como lo /cotón. (Por ser ¿zgathós,
el noble es kalós, kalokagathós). En lo kalón, aquello que constituye a esa cosa
como lo que es, el “bien” de esa cosa “buena”, se muestra como tal (en el “buen
caballo” brilla el “ser caballo” como belleza).23
El ser-eso de un ente, “lo que” ese ente es (lo que así puede brillar en la
excelencia) es el modoen que aparece y se muestra (y por ello, se nos mués-
tra). En cuanto aparecer de un modo propio y peculiar (aparecer siendo-así,
siendo-eso), es el aspecto con que se muestra y se nos muestra y en el cual lo
vemos como lo que es: eídos, idéa.
En el mostrarse excelente del ente agachón y kalón llega pues a mostrarse y a
resaltar aquello que lo constituye como eso que es, cuyo nombre es idéa. En la
manifestación de la ateté de la cosa la idéa insinúa una manifestación de ella misma
como constituyente de lo que la cosa es. Pero así, esa “luz” que muestra a la cosa y
en la cual ésta se muestra, “oscurece” a la cosa. Aunque lo constituyente se mues­
tra en lo constituido (en la cosa), su claridad constituyente aparece como aquello
que lo domina y excede. Justamente por este “exceso” la idéa puede ser “respaldo”
(ousía, Phaed. 65d ss., etc.) de las cosas.24La idéa “es” (= “hace ser a”) la cosa, en la
cosa. Pero en la sobreabundancia de la idéa, la cosa -cada una de las cosas que son
por ella- aparece “contingente” respecto a ella. La idéa sobreabundante pareciera
no “necesitar” de las cosas, o al menos de cada una de estas cosas, aunque sí
necesita en general de lo constituido para su constituirlo. Pero esta necesidad que
la idéa tiene de las cosas es la sombra de su luz, y en esa luz son más bien las cosas
las que aparecen como menesterosas. La Igualdad misma, la idéa de lo igual
es siempre “más” que todas y cada una de las cosas iguales; ninguna la exhibe
en plenitud ni la “realiza”; pero aunque no pueden, lo quieren y desean
(boúletai, orégetai, Phaed. 74d ss.).
Pese a que lo constituyente se muestra en lo constituido, por su misma
claridad aparece como tendiendo a “separarse” de aquello a lo que constitu­
ye, es decir, a sobrepasarlo y por ultimo a mostrarse independiente y separa­
do de ello, “en sí”. En la comprensión platónica de la realidad hay, sin duda,

23. La determinación de !o que es como "bello'’ paralelamente a "bueno" reaparecerá luego


con fa inclusión a veces de pulcrum entre los transcendentales junto a unum verum bonum.
Puede recordarse la definición escolástica de la belleza como splendorformae.
24. Et primer sentido de ousía es ''fortuna” , "bienes", sólidos y bien habidos. Sobre la rela­
ción cosas-universal-ldéa/ousía cf. C. E ggers Lan, El "Fedón" de Platón, Eudeba, Bs. As.
1971, Introd. II, esp. pp.37-41.
un hiato, al que suele aludirse escolarmente como la “separación” de las idéai
y las cosas. ¿Platón pensó a las Ideas como separadas, o pensó esta mostra­
ción clara de la Idea, en cuyo claro aparecer se da la apariencia de la separa-
ción? Sombra de esta claridad: la clara manifestación de la Idea oscurece al
constituido; oscurece también la necesidad de la Idea, en tanto constituyen'
te, de constituirlo; oscurece, pues, la propia índole constituyente de la Idea.
Por eso la idéa, % que es” (Rep. 507b), en su relación con las cosas sería “aque­
llo por b que (algo) es” (cf. ya Euthiph. 6d), “causa” (aitía). La idéa “hace ser" a la
cosa en tanto es su “bien”; es del Bien como tal de lo que se dice que es cútía (Rep.
517c). En tanto “qué” y “para qué”, es “por qué”; esto se precisará -escindiéndose,
en cierto modo- en la concepción aristotélica de la causalidad. Pero no hay aquí,
como es claro, una instancia “causal” en el sentido de causa eficiente, es decir,
originante y generadora de la cosa y separada de ella. Si Platón llega a considerar
algo que se aproxima a la causa eficiente, ello resulta inesencial o secundario (no
es causa, Phaed 98b-c ss., o son “causas segundas", Ttm. 46d ss.).25
La idéa es el aspecto en que se muestra la cosa (el aspecto que muestra a
la cosa) y que llega a mostrarse ella misma en la cosa excelente como exce­
lencia de su “función” (“ser-caballo”, “ser-hombre”); es, pues, el “bien” pe­
culiar a la cosa. Al mostrarse así, muestra también su propia “función”:
“hacer-ser caballo”, “hacer-ser hombre”, el “hacer-ser” (esto o aquello) que
es el “bien” propio de las idéai. El Bien de las Ideas, la Idea de las Ideas: “lo”
que hace ser lo que es, Idea del Bien, que cuando se deja entrever como tal se
muestra como lo Bello mismo.
Como la idéa con respecto a las cosas, la Idea de las Ideas, que por un
lado se muestra en las idéai (que son modal izaciones de su “fuerza"), por otro
lado exhibe un “exceso”. Como la Idea de caballo és siempre más que cual­
quier caballo, así la Idea de las Ideas, el “hacer-ser" como tal, es “más” que
las Ideas que hacen-ser esto o lo otro, y pareciera que no se agota en ellas.
Por eso, si las Ideas son otisía de las cosas, el Bien (sobreabundancia de la
sobreabundancia) está "más allá de la ousta” (Rep. 509b).
El teleologismo del siglo V (Anaxágoras, y también Diógenes de Apolonia)
piensa desde una cierta finalidad, pero como efectivamente realizada en el

25. Aun en Aristóteies e¡ "principio dei movimiento'', que puede caer “fuera” de ia cosa, es
causa en tanto se identifica con la forma, verdadero meollo de ia causalidad. Tai vez haya
sido necesaria ia intervención dei Dios bíblico creador para que, sobre la base de la ontoio-
gía griega, iiegara a delinearse la causa efficiens y a obtener luego, modernamente, el
predominio en la comprensión de ia causalidad. Ello no pudo suceder, sin embargo, sino
sobre el fondo de ia (oscurísima) escisión de essentia y existentia, que quizás haya que
atribuir a ese mismo origen esencial.
mundo. El libro de Anaxágoras decepcionó ai personaje Sócrates de Phaed. 97b
ss. porque es posible que en él “lo mejor para cada cosa y el bien común a todas”
(98b) estuviera efectivamente explicado y se diera cuenta de una plenitud de la
physis que no es aspiración y que podía ser dicha en el lenguaje “mecanicista"
que Sócrates le reprocha; para Anaxágoras esto no sería una contradicción, sino
al contrario. La contradicción puede verse únicamente después de la distinción
entre el modo de explicar “pre-socrático” que da cuenta de la plenitud de la
physis y un nuevo teleologismo - “socrático”- que postula finalidades porque no
las posee. Este nuevo pensamiento no es de raíz “física" sino política --enraiza en
una profunda crisis- aunque la posterior degradación de lo político hizo que la
figura platónica de Sócrates fuera reducida a .la ética. La insuficiencia de la cosa
aparece con la apertura de la pregunta socrático-platónica, que pone el hiato
entre la cosa y su Idea y así moviliza a la realidad, “desde” una “hacia” la otra. Las
cosas aspiran a la Idea, y la Idea las aspira. No es necesario postular una
aánscendencia: la Idea, aun como, o justamente como “en sí”, es un polo de esa
tensión. Pero si la Idea es lo más propio de la cosa, y el Bien lo más propio de la
idea, ¿el Bien no será esa tensión misma?
De esta tensión resulta que cada cosa es propiamente (es decir, en la
Idea que la constituye en lo que es) “mejor” de lo que es fácticamente. En sí
mismo, todo tiene que sobrepasarse... hacia sí mismo. Y no se trata de valor
alguno que se agregue a lo que la cosa es, sino del ser mismo de la cosa.

2. Areté y virtud

Parece obvio que la vía por la que se llegó a nuestra comprensión “moral”
de la traducción de la palabra areté, “virtud”, ha sido el cristianismo. Pero lo
obvio es complejo. El concepto fue primero recogido en la voz latina wirtus.
Esta palabra tiene un fondo semántico semejante, aunque no equivalente» al
de areté, con su referencia (etimológica inclusive: uis, uir) a la capacidad gue­
rrera y, en general, a condiciones nobles. Al margen de la peculiaridad que, en
su prístino sentido, tiene la uirtus romana, la palabra, cuando traduce areté,
traduce también toda la elaboración que está por detrás del término griego
(así en su uso en Cicerón); por de pronto, traduce la armazón de sentido que
sostiene y unifica los distintos significados de areté: capacidad y excelencia
para ser y actuar como se es, para cumplir con el modo mejor de ser hombre.
La noción concreta de aquello que constituye esa excelencia experimentó
profundas modificaciones en los distintos momentos del mundo antiguo, pero
por cierto con el cristianismo sufre un cambio de contenido total, no homologable
al que experimenta por ejemplo entre el mundo homérico y el de la polis. No se
trata de qué es el hombre sino de quién es. Lo que aparece es una concepción del
hombre (y de Dios y el mundo) radicalmente distinta de la griega o greco-latina.
Pero el mundo helénico no podía incorporar una experiencia de la realidad que
le era extraña sino traduciéndola a la propia. Podríamos decir que formalmente
no hubo discontinuidad en el uso y la comprensión de las palabras: areté, uirtus
siguen significando la realización del ser hombre como el hombre (plena y pro-
píamente) es, lo cual se logra, por cierto, en el ejercicio de las uirtutes cristianas.
Esto es fundamental, porque al ponerse en términos griegos una experiencia aje­
na, los conceptos quedan gravados con una tensión interna que dará lugar a la
larga al surgimiento de la moral en sentido moderno.
“Formalmente”, la virtud sigue siendo la realización del ser del hombre, pero
la natura hominis del cristianismo procede de una “ontología” (si puede usarse
esta palabra en el ámbito de la concepción bíblica) en la cual el mundo y las
cosas, pero especialmente el hombre, no tienen su centro en sí mismos. Lo pro­
pio del hombre consiste en ser imagen y semejanza de Dios (Gen. 1.26-27; o sólo
“semejanza”, 5.1). Esto constituye su dignidad única y su heterogeneidad con
respecto a las demás criaturas. El pensamiento griego tiende a ver la hondura y
fundamentalidad de lo que es como lo divino, y entonces a ver todo lo que es en
lo divino, aun después que en el seno de este ámbito unitario se haya abierto el
hiato meta-físico que pone “más allá” el fundamento de lo inmediatamente dado.
Por ello lo theton griego podía ser constitutivo —y tal vez lo más propio- del
hombre, pero no como “imagen” de otra cosa, sino que el hombre es uno de los
campos de emergencia de lo divino. Con el cristianismo, la realidad experimen­
tará la radical distinción ontológica entre lo divino, ahora Dios personal y crea­
dor, y lo que pasa a ser la creatura. Y en el seno de ésta a su vez -y justamente por
la condición de imago Dei del hombre- se da una nueva distinción esencial entre
el hombre y la naturaleza. Pero aquello de lo que el hombre es imagen es lo
infinitamente superior y Otro (Dios está “separado", es qaíbsch, sanetus). Tal
otredad y superioridad absolutas se manifiestan en la normatívidíid de esa instan­
cia: Dios le da al hombre una norma que es una orden -cuyo valor como norma
reside en ser una orden- 26“no comeréis” (Gen. 2.17).
Que haya normas y órdenes que afectan al hombre en un plano en el que
está en juego n o su conducta exterior sino su “ser” mismo, es algo inteligible sólo
sobre la base de otro elemento no griego: la libertad. La Caída consiste en una
desobediencia; y el hombre desobedece por algo que quiere “ser”: “seréis como
dioses” (Gen 3.55). En último término, quiere salvar la distancia infinita que lo
separa de su Modelo. Pareciera pues que, como el héroe griego, busca afirmarse
y expandirse en su ser; pero este “ser” es ser imagen y semejanza, y además
-paradojalmente- imagen y semejanza de lo infinitamente Otro: la pretensión
de una plenitud es autocontradictoria.

26. Cf. A gustín , Ciudad de D io s m 20; XIV12.


En la lógica griega, la contradicción significa la nada, y si es algo que sobre­
viene ónticamente, la aniquilación. Pero el hombre bíblico no es una substancia
sino libre posibilidad de disponerse con respecto a Dios. Y en este respecto pue­
de disponer de su ser de una manera incomparable, aunque por otra parte este
ser le es radicalmente dado. Por eso con el pecado no se aniquila ni pierde su
peculiar “naturaleza”. Como consecuencia del pecado la “naturaleza” del hom­
bre, tal como se presenta inmediatamente, es una naturaleza caída. Esta caída no
puede asimilarse a la depreciación ontológica de los ¡<akoí, de los phaúloi que, o
bien no participan en absoluto de la perfección propia del modelo (como el
esclavo agricultor con respecto al guerrero) o bien (como sería el caso del gue­
rrero mediocre, o relativamente valiente) padecen una deficiencia óntica que
hace imposible la plena expansión de la propia índole en que consiste la exce­
lencia. La Caída es más bien una vuelta contra sí misma de esa naturaleza, en la
cual sufre una quiebra interna. Con la Caída, la naturaleza humana se pone en
contradicción inmediato consigo misma: el hombre es imagen de Dios; pero al
querer ser (plenamente) así, tal ser-así se contradice, se quiebra y oscurecerse
pone en contra de sí mismo.27El hombre, en efecto, a quien el ser le es ónticamente
dado, no tiene tampoco su base ontológica en sí mismo, es imago, y lo es de una
instancia infinitamente superior, por lo que, en su mayor expansión, puede ser
sólo strmiitucio. La tendencia inmediata al acrecentamiento de lo que es como
imago tiene que quebrarse en el ser similitudo, y lo que obtiene es justamente
perder esta semejanza. La “imagen” caída es contradictoria porque no es “seme­
jante” al Modelo.28

27. A gustín , Ciudad de Dios X¡V 15. Subrayamos “querer" porque e¡ radica! problema de la
libertad, originariamente cristiano, diferencia la interpretación de la Caída bíblica -tal como
la hace, en primer lugar, un Agustín- de toda concepción helénica, y también diferencia la
“dialéctica" cristiana de la necesidad de ia dialéctica hegeliana, que sin embargo tiene
raíces cristianas. La diferencia entre el hamártema griego, especialmente el error trágico, y
el pecado es un lugar común. No puede negarse la progresiva constitución de ia noción de
responsabilidad en los griegos, pero la mera responsabilidad no recubre la hondura del
pecado (no recubre su hondura existencial y ni siquiera su conceptualización como deficien­
cia y voluntad de nihilidad).
28. Cf. ¡a doctrina escolástica según ¡a cual el pecado no borra la imagen sino la semejanza.
Sto. T omás , Summa Theofogica 1 q.93 a.9 (y De Malo 8.12): ¡a semejanza por un lado cons­
tituye a la imagen, pero por otro es una perfección de ésta, de ia que puede carecer. “La
esencia dei alma pertenece a la imagen, en la medida en que representa la esencia divina
según lo que es propio de la naturaleza intelectual (...)", mientras que la semejanza tiene
que ver con las virtudes. Con el pecado, las potencias quedan deterioradas en ía búsqueda
de su objeto propio. Luego para Lutero no habrá mero deterioro sino una herida esencial.
Puede anotarse que en otros contextos bíblicos tselem y demuth, “imagen" y “semejanza”,
tienen sentido peyorativo: tselem son los ídolos cuya confección y adoración constituye el
máximo pecado; demuth es la semejanza con Dios que se pretende de ellos, o que preten­
den quienes no podrían asemejársele.
Al ser por otro, según otro y para otro que es un Otro infinito, el hombre
es impotente para restaurar su naturaleza. Ante su quiebra, la instancia divina
se erige nuevamente en normativa, instituyendo una Ley que no restaura esa
naturaleza sino que en todo caso la contiene dentro de limites. En efecto, las
órdenes que promulga son ahora propiamente normas que implican, en cuanto
a su cumplimiento por parte del hombre caído, que éste vaya en contra de su
naturaleza en tanto naturaleza caída: la contradicción interna de ésta hace
que el hombre deba refrenar la expansión “natural” de su ser-así caído y me­
diatizar la contradicción inmediata que él es mediante el cumplimiento de
normas que le son dadas desde esa instancia exterior a él,* pues en su “libre”
expansión -con el arbitrium Uberum~~ la naturaleza humana yerra y peca. Según
el dicho atribuido a san Agustín, las uirtutes ethnicorum -la areté del griego, del
hombre “natural”, es decir caído- son splendida uitiaP La instancia divina, como
exterior, normativa y fuente de premios y castigos, abre con sus órdenes los
ámbitos de lo bueno y de lo malo; la Ley instituye, al indicarlo, lo que debe y no
debe ser (Rom. 6 y esp. 7) y en su cumplimiento consiste la primera mediación
del hombre consigo mismo. La segunda y decisiva mediación en la regenera­
ción de la natura hominis es la mediación infinita de la instancia divina misma.
El héroe pagano logra realizar la areté, tal vez con la ayuda de un dios, pero por
su propia potencia. El santo realiza la areté cristiana con sus virtudes, p’ero para
ello ha sido necesaria la ayuda infinita de la Redención y de la Gracia.30

Por último, que la recepción por el pensamiento europeo moderno de la


problemática agustiniana de la gracia y la libertad se haya producido en buena
medida a través del luteranismo no fue, obviamente, sin consecuencias. La no
autosustentación ontológica y la quiebra de la naturaleza humana se tensan has­
ta un punto crítico en el cual el cumplimiento de las virtudes ordenadas para el
refrenamiento y regeneración de esa naturaleza no sólo resulta insuficiente para
tal fin sino que aun ese mismo cumplimiento está más allá de la capacidad huma­
na. El hombre, en lo que es como caído, no es “apto para...”, no es “capa2 de...”. El
ser del hombre resulta pura indigencia. Por cierto, toda criatura es

29. La frase no es de Agustín, pero cf. CDX1V 4 y 13. La apologética usó la comparación deí
héroe y el santo, y del mártir de la filosofía y el mártir de Cristo. Pero la semejanza es
superficial: el héroe o el sabio estoico, con su muerte, se afirman a sí mismos; el mártir
cristiano afirma a Cristo. (Cf. J. S. L asso de la Vega, "Héroe griego y santo cristiano" en
Ideales de la form ación g rie g a , Rialp, Madrid 1966, pp. 181-272).
30. El griego, y especialmente Homero, conocía la intervención divina que activa la areté
en que ei héroe consiste: II. XX 242 s., "Zeus aumenta y disminuye la a re té de los
hombres, del modo que quiere". La peculiaridad de la problemática de la gracia se
deriva de las paradojas de ia infinitud.
El PENSAMIENTO ANTIGUO V SU SOMBRA

constitutivamente indigente; pero en el hombre la libertad abre el complejo


juego entre la indigencia y la exigencia. Su ser parece consistir en un deber ser
que, en tanto falta la capacidad de realización, queda como puro deber.
Resumiendo, tenemos ahora que las uirtutes consisten en el cumplimiento
de normas que a la vez son órdenes -y nunca podrían ser reglas de una tékhne-
puesto que: a) proceden de una instancia ajena y superior y b) no tratan de
desplegar y acrecentar lo que el hombre es sino más bien de refrenar y contra-
decir su naturaleza, tal como está dada inmediatamente. Y ello, a fin de alean-
zar la virtud (~ excelencia, plenitud) del “hombre nuevo” que el hombre (ver­
daderamente) es y debe ser; pero que, por la deficiencia ínsita en lo que él es
ahora, resulta mero deber; a menos que se la obtenga como don inexplicable,
gratuito y libre de la misma instancia absoluta de la que procede la norma.
Luego esto podrá ser vaciado todo lo que se quiera de contenido específi­
camente religioso. Y entonces podría llegar a parecer que en la tensión entre
ser y deber ser nos reencontramos con la distancia platónica entre la cosa y la
idéa. Por cierto, no puede perderse de vista que allí se presenta una de las con­
figuraciones históricas del hiato meta-físico en el seno de lo que es, hiato que
podría ponerse en principio bajo el nombre de Platón y en donde, desde tem­
prano, se injertó la originalidad de la fe judeo-cristiana. Pero también es evi­
dente que el esquema ontológico que resulta de ese injerto es ambiguo y no
puede reducirse sin más al griego. La exterioridad de la instancia normativa
(íntimamente exigida por la contradicción interna de la naturaleza humana)
dibuja un orden de la normatividad independiente y distinto de lo que el hom­
bre es, y no ya su expansión. En la contraposición entre ser y deber ser no hay
sólo distancia sino escisión. La exigencia propia del deber ser, que se presenta
ahora como el “verdadero” ser, pero distinto de lo que es, descalifica a lo que
es mucho más radicalmente que el hiato platónico entre cosa e idéa, que están
al fin y al cabo presentes una en la otra.
Sobre esta base, y sólo sobre ella, puede proyectarse una “moral", es de­
cir, la postulación de un plano del deber ser que, con respecto a lo que es, es
no sólo independientemente válido sino valioso, y por eso normativo. El vín­
culo entre el plano del ser y el del deber ser aparecerá como voluntad en el
seno de la libertad. Y ambas nociones, ajenas al ámbito del ser, tampoco son
griegas. En la concepción cristiana se trata primariamente de la libertad y la
voluntad divinas. En las metafísicas modernas, relativa o totalmente secula­
res, las potencias humanas tendrán un papel propio.
El esquema ontológico dentro del cual aparece una “moral” es de alcances
más vastos que ésta, aunque de ninguna manera es casual que haya emergido eri
el terreno de la acción humana. La escisión entre ser y deber ser se proyectará
sobre la totalidad del ente, que debe entonces ser elevado a una verdad que sin
embargo le es heterogénea. Ya en el cristianismo la peculiar índole del hombre, a
la vez natural y sobrenatural, hace que la creatura entera (es decir, también la
naturaleza) “caiga” con él y pueda ser, con él, regenerada. La Subjetividad mo­
derna, que se descubre en el cogito cartesiano, en la moral kantiana se pone en
claro el haber asumido sobre sí (entendiéndose por última vez como finita) aquella
tarea infinita. Cuando llega a encontrar en sí misma la infinitud del Dios cristia-
no, descubre que en la tarea infinita de esa elevación a la verdad que ella misma
es, no sólo de sí sino del ente todo, se ha realizado como Espíritu. El Espíritu, que
se supone infinito, pone como superada la contradicción entre ser y deber ser. El
destino de este resultado pertenece a la historia del mundo contemporáneo.
D e s c a r te s y el platonism o

Descartes, sabemos, pretende para su pensamiento un comienzo ejemplar­


mente ílntihistórico. A más de los conocidos pasajes del Discurso, llega a'decir
“...que quien menos ha aprendido de lo que hasta la fecha se ha denominado
filosofía, es el más apropiado para aprender la verdadera filosofía”.1 Por supuesto,
después de estudios como el clásico de Gilson sobre sus raíces escolásticas, es un
lugar común relativizar su punto de partida absoluto mostrando el
condicionamiento que ejerce sobre él una tradición. Pero este pensamiento que,
estando como está en el centro del racionalismo del XVII, encuentra sus esquemas
ontológicos en la “naturaleza” galileana, como conjunto de leyes matemáticas
intemporales, tal vez está sustentado por una historia aún más lejana. El otro lugar
todavía más común -llamar a Descartes “padre de la Modernidad”- no siendo
casual, como no lo es, nos lo pone pesadamente sobre nuestros hombros y nos
compromete en su destino, que bien puede ser nuestra historia.
En lo que sigue quisiera buscar a Descartes en la perspectiva de un largo
camino metafísico, en el cual, de pie en la encrucijada de ser y pensar, de mente y
mundo, se vuelve un nudo decisivo. Y quisiera apuntar al final -no sé si con total
coherencia- algunas de las aporías o de las perplejidades que intuyo que nos deja.

Descartes es un nudo en el camino de la verdad. Y ese camino remite -como


casi todo en Occidente- a Platón, Y Platón empieza en Sócrates, esto es, en el
primero que formula la pregunta, para nosotros máximamente usual, “qué es”.
Esta pregunta no es anterior a Sócrates, y esto es literal: ningún pensador pre-
socrático se ha manejado con ella, y no aparece sino en los textos de la tradición

1. APicot, ATIX, II, 9.


socrática. La pregunta “qué es” da a entender que lo presente - physis, pólis- ha
perdido su plenitud y su densidad ontológícas, y ya no da cuenta de sí ni de su
presencia. Idea es la primera respuesta a esa pregunta, y la primera respuesta meta-
física, es decir, aquella que declara lo que es poniendo un fundamento mediato
para la physis inmediata. Así es como las Ideas son “lo divino”, que en el pensa-
miento arcaico se manifestaba en el conflicto, pero ahora (Fedón 79d-80a) se
caracteriza por las notas de puro, siempre existente, inmortal, inteligible, de un
solo aspecto, indisoluble, que siempre se comporta del mismo modo. Pese a todo,
estos eternos y perfectos inteligibles parecen no tener otro lugar de intelección
que la psykhé humana; “lo pensable” sólo es pensado fugazmente en esta psykhé,
que por cierto es afín a lo inteligible, que tal vez es inmortal y eterna -y tenemos
que postularlo por su misma afinidad con lo eterno™ pero aun así, es
desproporcionada a la majestad del modelo.
Alma e Ideas contrastan en conjunto con el plano de lo sensible y somático,
pero se mantienen entre ellas estrictamente separadas. Las Ideas son lo pensable y
son pensadas, pero no piensan. El alma piensa, pero no es una Idea; sólo es
problemáticamente afín a ellas.
Así en las formulaciones canónicas de la doctrina. En dos lugares -y en el
interior de sendas discusiones difíciles, en donde no se resuelven problemas sino
que se los propone- Platón anticipa tramos del largo recorrido del problema de
ser y pensar, o para decirlo en lenguaje moderno, esto es, anacrónico, el largo
periplo del sujeto, en el que encontraremos a Descartes.
En primer lugar: puesto que la Idea es lo pensable y pensado, ¿no será ella
misma un pensamiento, es decir, un mero pensamiento? La idea como mero pensa­
miento habría sido postulada por el compañero socrático y rival de Platón,
Antístenes, quien habría dicho2“Veo el caballo, pero no veo la caballeidad”, con
la réplica de Platón: “No, porque tienes el ojo con el que se ve un caballo, pero
todavía no has adquirido el ojo para ver la caballeidad”. La formulación de su
doctrina diría: “Las clases o ideas existen sólo en nuestros pensamientos” (enpsikus
epirtoíaís)3; Grote lo llamó “primer nominalista”.
El venerable Parménides, puesto a académico crítico en el diálogo plato-
nico que lleva su nombre, se hace cargo de esta misma suposición, aportada
(Parm. 132b-c) por el Sócrates adolescente, mientras se encuentran sumergí'
dos en el problema de que la Idea una se reparta en una multiplicidad: esto no
ocurriría si la Idea es, no algo con existencia independiente, sino un pensa­
miento en una mente.

2. Simpl. Caí. 208, 28.


3. Antisth. frg. 50 A y C, en Ammonio, In Porph. Isag. 40, 6.
La réplica pone en juego argumentos ya familiares en los diálogos: el pensa­
miento, si lo es, es pensamiento de algo, y de algo existente (cf. Rep. 476e), que
sería el carácter (idéa) único de toda una clase de cosas. En tanto único, es igual al
eidos, y entonces, el objeto del pensamiento es el eídos, y no el acto de pensar. (Y sin
embargo, en los pliegues de estas líneas se esconden anuncios muy graves, desde la
cuestión de los universales hasta la Crítica de la Razón Pura).
Pero Parménides, jugando con el griego nóema, de sentido activo y forma
pasiva, hace una segunda objeción (132c): si, como se viene sosteniendo, “las
otras cosas” participan de la Idea, las cosas sensibles estarán compuestas de
pensamientos y, o bien todo piensa, o bien hay actos de pensar que no piensan.
El argumento es difícil y quizás no del todo honesto en su formulación. Pero su
sentido tal vez esté apuntado en el comentario del neoplatónico Proclo, que a
primera vista es la inversa del futuro planteo cartesiano: “No hay que comen­
zar a partir de las cosas que piensan, sino a partir de las cosas que son pensadas,
para [obtener] la causa de todas las cosas, tanto de las que piensan como de las
que no piensan. Porque el ser es común a todas; pero el pensamiento no está
presente en todas”.4
El argumento del Parménides depende de la dialéctica del pasaje, que puede
explicarlo. Más enigmático es Sofista 249a ss.: “¿Y qué, por Zeus? -se pregunta el
Huésped de Elea- ¿Nos persuadiremos fácilmente de que el movimiento y la vida
y el alma y el conocimiento no están presentes en el ser perfecto, y que ni vive ni
conoce, sino que, solemne y santo, carente de intelecto, está firmemente inmó­
vil?” Este pasaje, en el que el ser perfecto o acabado (tó pantelos ón) recibe intelec­
to, vida y movimiento, aparece en el contexto de la compleja discusión en que se
dirime el conflicto entre los materialistas hijos de la tierra y los amigos de las
Ideas, que postulan justamente eso tan parecido a lo que Platón mismo había
presentado en la formulación “canónica” de la doctrina de las Ideas: el conjunto
“solemne y santo” de lo pensable inmóvil.
Pero esto no vuelve a aparecer en Platón. Esta posibilidad -que la Idea sea no
sólo pensable sino pensante, mente ella misma- es la que va a desarrollar en la
tardía Antigüedad la gran sinfonía filosófica del neoplatonismo. Para Plotino,
por cierto, el principio último de la realidad está más allá del ser y del intelecto:
el Uno o Bien los transciende. Sólo la primera hipóstasis, el Noús, es a la vez Ser
y Espíritu. Ser y Espíritu implican multiplicidad: dualidad de pensante y pensado
y multiplicidad de Ideas. El Espíritu es “cosmos inteligible”, y en él la Idea se
transforma de mero inteligible en inteligencia, o algo que es ambas cosas, “subs­
tancia pensante” (noerá ousía) en que coinciden pensante y pensado. Las Ideas se

4. In Parm. V, 154=902.35-39 Cousin, rpr. Hildesheim 1961.


vuelven “fuerzas” o “potencias inteligentes” (noeraí dynámeis), por lo tanto
vivas, “Espíritus” o “Intelectos”. Las Ideas, que son la multiplicidad de los
inteligibles en que se determina el Ser en el interior del Ser mismo, son por
lo mismo multiplicidad de Espíritus (de Intelectos) en que se determina el
Espíritu en el seno de sí mismo.
Aquí la relación de las Ideas entre sí y con la totalidad se modifica: en los
diálogos tardíos de Platón era una trama de relaciones (positivas y negativas). En
Plotino, cada Idea es en cierto sentido todas las otras. Como espíritu e inteligen-
cia, cada Idea conoce a todas y coincide con ellas. El cosmos inteligible es así en
cada una de sus partes y en su totalidad un uno-muchos, unidad múltiple y
multiplicidad una. Este camino apuntado -la Idea que es ella misma pensamien-
to, y unidad múltiple y dinámica- llegará, mucho más adelante, hasta el último,
grandioso uso de la palabra y la noción de Idea por quien no casualmente veía en
el neoplatonismo la culminación del pensamiento antiguo, Hegel.
Pero poner la Mente en la Idea, en las Ideas, no es el único camino. El otro es
poner las Ideas en la Mente, no en la mente humana, sino en una Mente que fuera
digno lugar de su majestad ontológica. Platón no va a dar este paso (vimos que ya
en Parm. había negado que las Ideas fueran pensamientos), pero va a poner los
datos del problema, en un texto que, justamente por su complejidad y su ambi­
güedad, está entre los más decisivos de Occidente, el Timeo.
En Timeo, la totalidad orgánica de las Ideas es llamada el Viviente eterno:
retiene, pues, la vida que se les adjudicaba en Sofista. Pero el momento “psíquico”
o noético aparece en dos entidades, el Demiurgo modelador para el cual el Vi­
viente eterno es Modelo, y su primer producto, el Alma del Mundo (un alma
cósmica que va a reaparecer en Leyes con algunos aspectos inquietantes). Desde
Aristóteles acá, nadie ha sabido a ciencia cierta cómo interpretar esto (¿es o no un
mito?) ni qué hacer con las complejas relaciones del Modelo, el Demiurgo y el
Mundo en cuerpo y alma.
Así como la mente humana conoce las Ideas, el Alma del mundo podría
conocer el Modelo. ¿Pero qué hacer con el Demiurgo? ¿Se diferencia del mo­
delo, o hay que identificarlo con él?5 ¿Y qué significaría esto? La idea de crea-
ción repugna en general a la mente griega, y en Platón prevalece (desde Crat.
389a-390a) la metáfora del artesano, para el cual la Idea es paradigma, mode­
lo independiente y objetivo. Por ello es tan huidizo el lugar de “Dios” en Platón,
ya no como proyección judeocristiana sino como unidad originaria de Ideas y
psykhé -si vamos a decirlo en lenguaje moderno- de lo objetivo y lo subjetivo.

5. Como interpreta Mile. D e V ogel , cit. en G uthrie H G P V , Cambridge 1978, p. 2 5 9: “He is,
so to speak, the inteliigible order turned towards creation and personified into a creating
God and Father".
Esa unidad, tal vez, falta en Platón. Podría suponerse que ese lugar es el
que va a ocupar el Dios de Aristóteles. Pero si las formas están hundidas en la
materia, el “lugar de las formas” será nuevamente el intelecto humano en cuanto
las abstrae y piensa y no el divino, ese “egoísta lógico” (Hartmann) que sólo se
piensa a sí mismo. (Es el problema de decidir qué piensa este Dios: ¿las formas
de todo, y entonces, aunque no como individuos en un mundo individual, piensa
todo? ¿O “sólo” se piensa a sí mismo, y es un pensamiento vacío?).
Pero, ¿y si reunimos esos lugares de culminación del ser que son por un
lado las Ideas platónicas, y por otro el ente supremo aristotélico, la mente
divina? La Antigüedad tardía, que tendía a aproximar a Platón y Aristóteles,
dio ese paso. Se discute quién. El pensamiento estoico o estoicizante (Posidonio,
o Antíoco de Ascalona, en el s. I a. C., a quienes a veces se indica en base a
testimonios muy deficientes) tiene supuestos extraños a la línea platónica. La
resolución del problema, en esta línea y por medio de categorías puramente
helénicas, se encuentra en el platonismo medio, en Albino (s. II d. C.) y otros
pensadores de su círculo, como Ático. Al repensar la teoría de las Ideas e inte­
grar Platón y Aristóteles, aparecen perspectivas inéditas: las Ideas tienen un
aspecto transcendente, como pensamientos de Dios (mundo de lo inteligible
identificado con la actividad y el contenido de la inteligencia suprema,
Inteligibles primeros), y -vía la actividad demiúrgica- un aspecto inmanente
como “formas” de las cosas (inteligibles segundos).
Para encontrar el paso siguiente de una reconstrucción conceptual hay que
retroceder cronológicamente. Filón de Alejandría (s. I d. C.), platónico y judío,
incorpora el creacionismo ausente del pensamiento helénico, aunque a través
de la ilustre noción griega de lágos. Dios tiene un tógos, que es el reflejo de Dios.
Matriz metafórica es el Rey que dice (légei) (dice, y ordena) y así crea. De acuer­
do á la concepción oriental y semítica, la “palabra” (hebreo dabhar), especial­
mente la palabra de Dios, no es primariamente expresión de pensamiento sino
una fuerza poderosa y dinámica, a veces hasta un poder físico-cósmico. La pala­
bra no vale por su contenido sino por su poder. Pero a este sentido se superpone
el griego de lógos, estructura inteligible de la realidad. Y así en Filón el Logos es
el receptáculo de todas las Ideas. En el Logos se constituye el cosmos inteligible
(/cosmos noetós; Platón, sabemos, nunca habla de kósmoi). Los dos mundos, sensi­
ble e inteligible (de los que “cielo” y “tierra” son metáforas) han sido creados.
Las Ideas, que constituyen el mundo inteligible y son el contenido del Logos
divino, uno y múltiple a la vez, han sido hechas.
El Logos divino es la actividad o potencia de Dios que crea las realidades
inteligibles con función de modelos y paradigmas ideales. El cosmos inteligible
es modelo del cosmos sensible y es el Logos en su actividad de formar el mundo.
Y si el Mundo sensible está construido según este modelo y mediante el instru­
mento del Logos, entonces el Logos es también inmanente al mundo sensible,
como formas concretas de las cosas, formas creadas por Dios justamente para
producir un mundo físico perfectamente organizado.
Las Ideas dejan de ser inengendradas y últimas y se vuelven pensamien­
tos de Dios, en el sentido de que Dios las crea pensándolas; pero no se agotan
en la mera actividad del pensar y son además entes, es decir, realidades subsis­
tentes. Ahora bien, al ser creadas ya no son paradigmas absolutos y se vuelven
“imágenes", que a su vez son paradigmas. El modelo absoluto es Dios. (Y si esto
puede pensarse en términos modernos, el fundamento pasaría a ser una suerte
de subjetividad absoluta).
Pero las Ideas en la mente de Dios, y como claves operatorias de Dios,
están fuera del ámbito humano. Era necesario ponerlas mediatamente en la
mente humana, trámite la divina. A la creación del mundo a imagen de las
Ideas divinas responde la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios,
y por lo tanto con las Ideas impresas en el alma: el alma posee entonces a su
vez el íógos, y puede disponer de él como clave ontológica.
Este paso será tarea de un platónico cristiano, Agustín, primer grán pensa­
dor de la interioridad. El camino hacia Dios en tanto Verdad se abre desde la
interioridad, desde el alma; es la llamada “prueba” noológica: al encontrar en
el alma conocimientos sobre objetos que no cambian, y formular así juicios
matemáticos, éticos y estéticos, encuentro que judico sobre entidades
inteligibles y necesarias, inmutables: verdadero ser. Es decir, que cuando el
juicio se encuentra con la verdad, no está procediendo a una constatación de
hechos, sino que da con una regla del pensamiento. Y esto no me lo enseñan los
entes sensibles. ¿Seré yo la fuente de estos conocimientos? Pero yo soy tam­
bién mutable y contingente: la necesidad de la verdad es índice de su
transcendencia respecto de la razón. La Verdad, es Dios (y justamente porque
Dios es la verdad el argumento no puede ser una “prueba” en sentido estricto).
A su vez, el entendimiento humano recibe la iluminación del Verbo (=¡ógos)
divino. (Y aquí aparece otra función de la ilustre metáfora de la luz, que venía de
República y llegaba a Plotino), No hay una reminiscencia de la Ideas, sino una
irradiación divina de lo inteligible. Lo inteligible es lo “iluminado” por la luz
divina, que a la vez “ilumina” al alma para hacerla capaz de verlo en ella misma.
Es de sobra sabido que Agustín anticipa el cogito -que en él no aparece
como “pienso” sino como “vivo”- como resultado de la duda.6 La autopercepción

6. En algunos textos, como De Trinitate 15.12.21, (os detalles “cartesianos1' hasta sugie­
ren una reminiscencia en el francés. Pero Descartes se entera de los textos agustinianos,
que tiene que buscar ya que no dispone de ellos, por indicación de sus amigos; en
especial Ciu. Del Xi 26, si enim fallor, sum. Entre otras cartas, nov. 1640, AT III 247; a
Mersenne, 5-11-1638, AT II 435.
El PENSAMIENTO ANTIGUO Y SU SOMBRA

del alma, como en Descartes, supone la inmediatez y la identidad de sujeto y


objeto: cf. de Trinitate 10.9.12, “Pero cuando se le dice al alma (mentí) ‘Conócete
a ti misma’, con el mismo acto con que comprende lo que se dice, ‘tú misma’, se
conoce a sí misma, no por otra cosa sino porque está presente a sí misma”. El
alma es el lugar inmediato en el cual el conocimiento de lo otro se mediatiza:
“¿Pues qué es conocido tan íntimamente, y qué percibe que él mismo existe, sino
aquello con que percibimos también las demás cosas, es decir, el alma (arúmus)
misma?” (de Tr. 8.6.9). Y por ello es el punto de partida para llegar a la verdad.
Y es por este lado de la verdad como llegamos al fin a Descartes.
El método supone el pasaje de la verdad como adecuación a la verdad
como evidencia. La verdad como adecuación es aceptada como obvia por
Descartes.7 ¿Cuándo estamos ciertos de la adecuación? En la evidencia. Pero el
pensamiento no puede salir de sí mismo para comprobar si efectivamente su
correlato está bien establecido: el examen del objeto es a su vez un nuevo
pensamiento. Parecería un círculo vicioso.
Es que justamente, la evidencia está anclada en la subjetividad: no es la
adecuación del pensamiento a la cosa sino la adecuación del pensamiento con­
sigo mismo. Y esto es el resultado de toda esta “historia” de la verdad, en la cual
la primaria y primera realidad de las cosas es ser pensadas (por Dios) y sólo en
segundo y no esencial lugar (porque depende de una creación libre, y por eso en
último término contingente), tener existencia y realidad empírica. En la larga
tradición que hemos apuntado, ya está incoada la subjetivización del mundo,
que dará lugar a las formas modernas del idealismo: el pensar prima sobre el ser.
El ser es ante todo ser pensado, y el pensamiento (como pensamiento del Crea­
dor), ¡ógos, ratio, subyace a la realidad y la funda. Si además Dios asegura o al
menos posibilita a la subjetividad humana la participación en Su mente, la men­
te humana contendrá también las claves esenciales de la realidad.

7. En una carta a Mersenne (16-10-1639) acerca del De Vertíate del fundador del deísmo,
Herbert of Cherbury, dice de la obra: "En general, el libro lleva un camino muy distinto dei
que he seguido yo. Examina qué es la verdad; pero yo no he dudado jamás de ello,
pareciéndome que es una noción tan transcendentalmente clara, que es imposible
ignorarla: en efecto, hay muchos medios de examinar una balanza antes de usarla, pero
no habría ninguno para conocer lo que es la verdad, si no se ia conociera por naturaleza.
¿Pues qué razón tendríamos para asentir a lo que nos enseñaran, si no supiéramos que
es verdadero, es decir, si no conociéramos ia verdad? Así, se puede sin duda explicar
quid nominis a quienes no entienden ia lengua, y decirles que esta palabra verdad, en
su significación propia, denota la conformidad del pensamiento con el objeto, pero que,
cuando se la atribuye a las cosas que están fuera del pensamiento, significa solamente
que esas cosas pueden servir de objetos a pensamientos verdaderos, sea a los nues­
tros, sea a los de Dios; pero no se puede dar ninguna definición de Lógica que ayude a
conocer su naturaleza". (AT II 596 s.).
En el célebre § 44 de Ser 7 Tiempo sobre la verdad, Heidegger hace remontar
la definición adaequatio intellectus et rei desde santo Tomás a Avicena y de éste a
Isaac de Israel, en el s. X. Supongo que la referencia es correcta; lo que me inte­
resa es cómo reúne, alrededor de esta concepción, a árabes, judíos, cristianos: los
diversos cauces del retome de la filosofía griega para la elaboración de teologías
metafísicas. Y es en este contexto que aparece la verdad como adecuación. La
adecuación del pensamiento y la cosa, es decir, adecuación del pensamiento
humano al pensamiento divino, que es lo más propio de la cosa: adecuación del
pensamiento al pensamiento. Y si la mente humana participa de la divina, esto
(bajo ciertas condiciones) será una adecuación del pensamiento humano consi­
go mismo. Y con esto estamos ya en el racionalismo moderno: cogito-razón, cuya
estructura se corresponde con la estructura de lo real.
La evidencia intuitiva es siempre presencia del cogito ante sí mismo, y el
conocimiento de lo otro no sería posible ni legítimo si el cogito no encontrara en
sí las claves ontológicas, que de algún modo corresponderían a las Ideas innatas.
Así, en el Discurso dice Descartes que, tras las demostraciones fundamentales de
Dios y el alma, la claridad y certeza le permitieron satisfacerse “en poco tiempo,
acerca de todas las dificultades principales que se acostumbra tratar en Filosofía”;
pero además, “...he notado ciertas leyes que Dios ha establecido de tal modo en la
naturaleza, y de las que ha impreso tales nociones en nuestras almas, que luego de
haber reflexionado suficientemente sobre ellas no podríamos dudar de que no
sean observadas exactamente en todo lo que existe o sucede en el mundo”.8
La verdad como adecuación puede ser así la verdad como evidencia: la
adecuación de la razón consigo misma, una vez que mediante el método ha reco­
nocido los bordes de su finitud y las condiciones de neutralización de esta finitud.
La adecuación no es nunca adecuación a un “estado de cosas” exterior sino una
adecuación del pensamiento consigo mismo. Sean las Ideas en la mente divina,
en la mente humana, o como estructura inteligible de las cosas, siempre circula­
mos en un ámbito noológico. La verdad está en la subjetividad que se aprehende
a sí misma, inmediatamente, en su estructura esencial.
Esta estructura esencial de la razón es el lugar que ha encontrado la Idea al
cabo de esa larga historia. Descartes sabe, por supuesto, que “idea” significa pen­
samientos de Dios. En las Objeciones, contra Hobbes, que entiende “idea” como
idea sensible o corpórea, aclara que “...me he servido de esta palabra porque ya
estaba recibida comúnmente por los filósofos para significar las formas de las
concepciones del entendimiento divino, aunque no reconozcamos en Dios nin­
guna fantasía o imaginación corporal, y no conocía ninguna más adecuada”.9

8. DM V, AT VI p. 41.
9. AT IX 141.
Por cierto, está el tema agustiniano de la imagen y semejanza, que al
final de la Meditación III aparece como la impronta de la idea de Dios, en la
que consisto: por el mismo acto en que me conozco, conozco el carácter de
imagen y semejanza y conozco a Dios. Y esto tiene un papel sistemático no
siempre reconocido, porque contribuye a legitimar la extensión a otras ideas
de la evidencia inmediata del cogito.
Ahora bien, aunque podamos encontrar en Agustín todos los temas
cartesiano?, el sentido moderno de estos temas es radicalmente otro. Por supuesto,
Descartes lo sabe. Amauld, entre otros, le señala que el cogito ergo sum aparece ya
en san Agustín: “Si bien todas esas verdades que yo reconozco por mis principios,
siempre -y por cierto en forma general- han sido conocidas, por lo que yo sé no
las ha considerado nadie hasta el momento como los principios de la filosofía, es
decir, nadie ha reconocido que de ellos se puede derivar el conocimiento de
todas las restantes cosas que hay en el mundo”.10
La Ideas no serán ya primariamente pensamientos de Dios, sino del cogito, y
lo seguirán en su camino y en su destino. Por de pronto, el momento de suspensión
que significa quedarse colgado del cogito en el seno de la duda universal aporta
una modificación de largo alcance a la noción misma de Idea. En ese momento no
sé nada de otra verdad que no sea la única verdad del cogito. Y un cogito sólo
dispone de (consiste en) sus cogitata. La meditación cartesiana tiene que recorrer
los cogitata para encontrar en alguno de ellos -en tanto cogitatum- la posibilidad
de salir del cogito.
Y es así como todos los cogitata se aplanan. Puesto que en principio los llama­
mos ideas, también las ideas se aplanan, y antes de restablecerse su jerarquía
noológica, pasan por un momento en que todas significan meramente “conteni­
dos de consciencia”.
Luego, la demostración de la existencia de Dios y la veracidad divina, que
levanta al genio maligno con su garantía condicionada al método, restablecerán
la jerarquía del conocimiento de la estructura racional-matemática del mundo.
Pero los dos momentos se mantendrán en la noción de idea como dualidad de
significados. “Ideas” serán tanto las verdades racionales como todo contenido
mental: “Varias veces he dicho que llamaba con el nombre de idea aquello que la
razón nos hace conocer, como también todas las otras cosas que concebimos, de
cualquier modo que las concibamos”.11
Un paso más, y los empiristas ingleses, anticartesianos, pero sobre todo
antiplatónicos -enemigos de los platónicos de Cambridge- llamarán idea a toda

10. APicot. A I IX, II, p. 9.


11. Troisiémes objections, AT IX 144.
representación mental (como en este uso cartesiano), pero sólo a las representa­
ciones mentales. De allí el sentido corriente, psicológico, del término, sin ningu­
na referencia a la esencialídad de ía idea (y que hace que en inglés la idéa platónica
tenga que ser traducida por Forma).
Pero esto no es terminológico. A partir de allí comienza el via crucis moder­
no de la verdad, del que por cierto no ha salido. Allí están las raíces del proble­
ma gnoseológico y epistemológico: de Hume a Kant y en adelante. Al faltar el
acuerdo de la razón, esto es, del sujeto consigo mismo en la evidencia, se pierde
la adecuación. Verdad como convención, como coherencia, operacionalismo,
por último la verdad como consenso, son substitutos, faute de mieux>de una ade­
cuación imposible.
Para terminar, una reflexión no clara. No clara, porque el clarísimo cogito
cartesiano es algo oscuro de lo apenas sabemos. Momentos de esta oscuridad
atraviesan la potencia y la impotencia de la Modernidad,
El sujeto cartesiano no configura la realidad objetiva, no la constituye, como
el kantiano. Pero yo, como evidencia primera, soporto a Dios. Progresando la
época, esto se transformará en el carácter fundante y la autofundación del sujeto
europeo moderno, cuya dinámica lleva a Hegel (inclusive el vocabulario que
usamos, “substancia”, “sujeto”, es el hegeliano).
El “sujeto cartesiano” está a medio camino: es sujeto y substancia (res); y
como substancia, soporte de atributos. Res cogitans, su atributo esencial es el pen­
samiento, y sostiene a los cogitata. Y ya que el camino de la duda mostró que
podría existir sin el mundo, resulta que el mundo ha quedado reducido a los
cogitata. Uno de los dramas importantes del sujeto moderno fue ía recuperación
del mundo, que perdió en la I meditación cartesiana y no recuperó en la Vi. El
cogito recuperó el sentido (esto es, la estructura geométrica dei mundo), pero no
su existencia, que no podrá sino ser objeto de creencia. La veracidad divina, esti­
rada hasta el límite, sólo rescata el mundo exterior a los efectos prácticos de mi
supervivencia. La condicionada recuperación del mundo sensible no será para
conocerlo sino para informamos de lo que es provechoso o perjudicial.
Esta impotencia se va a convertir en prepotencia. Si las cosas no son como
la subjetividad las quiere, la voluntad se ocupa de ello; en primer lugar, en el
proyecto técnico (enunciado en todo su alcance en Descartes mismo).No ol­
videmos que el racionalismo cartesiano -y aquí hay una quiebra esencial con
la tradición platónica y agustiniana- va a parar a un voluntarismo en último
término irracional. Dios es creador de las esencias (al igual que de las existen­
cias) como causa eficiente.12 Con esto también la esencia queda reducida a

12. A Mersenne, mayo de 1630: “Me preguntáis in quo genere causae Deus disposuit aeternas
verítates [en qué género de causa dispuso Dios tas verdades eternas). Os respondo que es
contingencia: el ateo no puede ser geómetra. Y por esta vía el racionalismo
moderno corre el riesgo (absolutamente serio) de desembocar en un
irracionalismo de la voluntad y del hacer.
La otra cara de la moneda es que el sujeto cartesiano* que se constitu­
ye perdiendo la cosa en la duda, la recupera, con la limitada garantía divi'
na, como significación, y queda condenado a recorrer significaciones. La
cosa misma, que, decíamos, en la Meditación VI resulta objeto de creen'
cia, es un límite, un borde no alcanzable. A partir de allí, el lenguaje no
deja de apuntar a la cosa como pérdida y como perdida. Esto tiene algunos
momentos ejemplares, del psicoanálisis al estructuralismo y a todo lo que
se denomina giro lingüístico. De acuerdo a las originarias escisiones
cartesianas, este rostro del cogito, riquísimo, complejísimo e impotente,
complementa al otro, al efectivo rostro planetario del poder en bruto.

in eodem genere causae [en el mismo género de causa] con que ha creado todas las cosas,
es decir, ut efficiens et totaiis causa [como causa eficiente y total]. Pues es seguro que es
el Autor tanto de la esencia como de la existencia de las criaturas; ahora bien, esta esencia
no es sino esas verdades eternas, a tas cuales no concibo emanando de Dios, como los
rayos del sol; pero sé que Dios es Autor de todo, y que esas verdades son algo, y por
consiguiente que él es Autor de ellas" (AT i 151).
La A n tig ü e d a d “ c lá s ic a ” : e n fo q u e s y d e s e n fo q u e s

Suele suceder que una etimología límpida revele un concepto claro. No es


el caso de los grandes conceptos que, originados o consagrados en el terreno de
la literatura o las bellas artes, pasaron a designar las actitudes generales de la
cultura. “Romántico" parece encerrar una inexplicada alusión a Roma, evocadora
de la cultura académica y neoclásica de la que el movimiento quería separse.
(En realidad, provenía del género más exitoso en lengua vulgar, la “novela”,
román, y se aplicaba desde el s. XVÍI a todo lo novelesco, y luego también a
sentimientos, escenarios y paisajes).1 Más enigmático es el origen del más re­
ciente de esos conceptos, “barroco”. Pero el de “clásico” es bastante inteligible:
el adjetivo y sustantivo latino designaba a los ciudadanos de la primera clase,
esto es, de mayor fortuna, y por lo tanto calificaba a todo lo distinguido, “de
primera”. La misma Antigüedad lo proyecta a las letras: ya el gramático del siglo
II d.C. Aulo Gelio utiliza classicus scriptor. Hemos olvidado esta etimología un
tanto pedestre, y con ello el sentido positivo de la palabra se afina y purifica. De
cualquier modo que se la use, lo “clásico” nos suena a “excelente”.
Esta inteligibilidad inmediata es justamente la dificultad, que abre la vieja
pregunta por aquello en lo que consistiría el clasicismo, por esa paradigmaticidad
que hace clásica a una época o una obra. Sea como fuere, la noción misma de lo
clásico, que luego pudo usarse en los más diversos contextos, tiene una obvia
referencia originaria a la antigüedad greco-romana, y es la función que la Anti­
güedad, como lo clásico por excelencia, ha ido teniendo en la cultura occidental
la que decide de aquella noción. Porque lo clásico se ha constituido y
deconstituido más de una vez, y nunca con la misma valencia.

1. Hans Robert J auss, "Tradición literaria y conciencia actual de la modernidad", en La


literatura como provocación, ir. c., Península, Barcelona, 1983, pp. 54-61.
La actualidad ( “inmortalidad”) y la presencia (significatividad constan­
te) aparecen en primer plano en la representación habitual de lo clásico, pero
la precondición para su instauración es la consciencia de una distancia. Lo clá­
sico como un momento hallado en el pasado de la propia cultura es instituido
por primera vez, con sus caracteres de culminación y de modelo para el estu­
dio y la imitación, y por lo tanto de patrimonio a conservar, por la filología
alejandrina. Por el contrario la cultura de la Edad Media no tuvo consciencia
de provenir de una ruptura, y en su trato directo o indirecto con los antiguos
los encontraba dentro de su mismo horizonte, que el deslinde entre las provin­
cias de la gentilidad y el cristianismo no alcanzaba a cortar, y en donde era
posible cruzarse con Alejandro vistiendo la armadura del caballero.
Actualidad y presencia, pero también distancia: el Renacimiento vuelve
a instituir lo clásico, justamente porque adquiere consciencia de la Edad Me­
dia. Con ello, lo clásico es reconocido como lo “antiguo”, y estos conceptos no
son, como es obvio, meramente cronológicos. La denominación “Edad Media”
aparece tardíamente, en el ámbito protestante y en el marco de la polémica
religiosa (la periodización en tres épocas es inaugurada por los títulos de los
manuales del historiador Christoph Cellarius, a fines del XVII), pero el con­
cepto y la idea existían desde hacía mucho. Tal vez la expresión más notable
sea la que le dio Giorgio Vasari con la distinción -cuyo eje es la época de
C onstantino- entre lo “antiguo” y lo meramente “viejo”. Junto con la
paradigmaticidad se establece pues la distancia, que sólo puede superarse por
una decisión de acercamiento y de imitación que salte por encima de los “si­
glos góticos”; aunque la imitación, en último término, al poner a lo antiguo
como insuperable, corre el riesgo de hacerlo inalcanzable.
Avanzada la época, ya desde Bacon y la consciencia de que “los antiguos
somos nosotros”, pasando por la Querelle des anciens et des modemes hasta la Ilus­
tración, emergerá la Modernidad afirmada en su originalidad, desde la cual se
volverá a su vez contra el Renacimiento y su espíritu de imitación. Al salir de la
barbarie -escribe D’Alembert en el Discurso preliminar de la Enciclopedia- no se
comenzó (como haría el hombre virgen) directamente por la naturaleza sino por
la lectura de lo que se disponía; a los antiguos “se los tradujo, se los comentó y,
por una especie de gratitud, se los adoró sin conocer a ciencia cierta lo que
valían”. Sin embargo, las producciones de las nuevas letras nacionales se erigen
nuevamente en clásicos, imitables y nuevamente insuperables, pero ya no por
motivos históricos sino porque “la imitación de la bella naturaleza parece reducir­
se a ciertos límites que una generación, o dos, cuanto más, no tardan en alcanzar”.2

2. Jean Le R ond D ’A lembert, Discurso Preliminar de la “Enciclopedia", tr. c. E. Warschaver


y G. Wetnberg, Lautaro, Bs. As. 1947, pp. 67 y 93.
El pensamiento moderno constituyó su fundamento ontológico a partir
de (y en vistas a) una determinada región del ente, la Naturaleza, que había
sido puesta por la física galileana en una nueva determinación primordial.
La intemporalidad de la naturaleza se corresponde con la ahistoricidad de la
ratio que la comprende. Por ello la Modernidad es una ruptura consciente, y
así la encontramos argumentada en el Discours de la Méthode y ejercida
paradigm áticam ente en la duda cartesiana. El Renacim iento había
reformulado ~o mejor, instituido- la tradición filosófica al movilizar a Piatón
y al Aristóteles purificado contra el Aristóteles de la Escolástica. La filosofía
moderna quiere dejar atrás su tradición y si es posible partir de cero: “Nunca ...
llegaríamos a ser matemáticos, aunque supiésemos de memoria todas las de­
mostraciones de otros, si no tuviéramos además capacidad para resolver cual­
quier problema; ni filósofos, si hubiésemos leido todos los argumentos de
Platón y Aristóteles, pero no pudiéramos aportar ningún juicio sólido sobre
la cuestión propuesta*, así, parecería que hemos aprendido, no ciencias, sino
historias". (Descartes, Regulae ad direcdonem ingenii III).3
La Modernidad madura es no tanto el momento más bajo en ía aprecia­
ción de los clásicos cuanto su deconstitución como clásicos. Desde Alejandría
al XVII habían sido modelo de validez universal, pero esa validez termina de
ser liquidada con la proclamación ilustrada ratio uicit uetustas cessit y con el
predominio de la ciencia natural sobre el humanismo literario. La razón “natu­
ral” borra toda paradigmaticidad y hace aparecer a la Antigüedad como his­
tórica. No sabemos si los modernos mismos tenían consciencia de convertirse
ellos a su vez en clásicos, pero paradójicamente, esta nivelación del naturalismo
ilustrado es una precondición y preparación mediata del historicismo.
Pero con ello mismo se le asegura a la Antigüedad un nuevo destino:
junto con las prolongaciones del humanismo cae su imagen ya académica y a
la vez termina la primacía de lo romano, que desde el fin de la cultura anti­
gua prevalecía en esta imagen. La vuelta a Grecia redescubierta tiene el nom­
bre propio de Winckelmann, y esto en cierto modo condiciona ese destino
ulterior. Más allá de las efímeras idealizaciones ideológicas de la Antigüe­
dad que iba a producir la Revolución Francesa, su nuevo “lugar" se va a
constituir en Alemania, como un neohumanismo germano con manifesta­
ciones múltiples y no siempre congruentes.
Por de pronto, la impronta de Winckelmann fue pesada: la Grecia redes-
cubierta no está “...exenta de algún convencionalismo, fundamentalmente
el de ver en ella, con exclusividad, la imagen ideal de una Humanidad scfróne
und erhabene [hermosa y elevada] y una stille Einfalt [tranquilo candor] por
doquiera, apolínea simplicidad y serenidad que son sólo un aspecto parcial
del alma helénica”.4 El juicio que acabamos de citar es muy suave. El nuevo
modelo armónico, calmo, sin pasiones, “apolíneo”, gravará la comprensión
de Grecia por muchísimo tiempo, a pesar de la temprana reacción de Lessing,
desde el comienzo polémico de su Laocoonte.5 Pasará en cierto modo, así sea
como transfondo, al helenismo de Goethe y Holderlin y estará a la base de la
“bella eticidad” hegeliana. En último término, el Apolo que presupone el
Dionisos nietzscheano sigue siendo el Apolo de Winckelmann.
El neohumanismo que inaugura Winckelmann y continúa la generación
de Goethe y Schiller y luego F. Schlegel y W. Humboldt, será germano no sólo
por el tópos nacional de su desarrollo. La Alemania en busca de su identidad
política y de su destino ligará éste al ideal de la Hélade, a la cual la uniría una
afinidad originaria y esencial. En Holderlin, frente a la patria chica, Heimat,
Mutterland, se delinea Germania, Vaterland, esencialmente compleja y
tensionada por la Hélade, menos una realidad política que la Germania ideal
eternizada y redimida por la herencia griega. Para su amigo Hegel podemos
recordar uno entre varios textos citables, y uno de la madurez, la “Introduc­
ción a la filosofía griega” del curso de Historia de la Fibsofía, donde el mundo
como patria aparece como privilegio de Alemania y Grecia. Todavía el joven
profesor Nietzsche, en sus conferencias sobre El porvenir de nuestros institutos
de enseñanza, apelará al “lazo secreto que une el genuino carácter alemán al
genio de los griegos” para la depuración del espíritu alemán que lo salve de la
barbarie (cf. el final de la 2a conferencia). No siempre se tiene en cuenta hasta
qué punto Alemania, a lo largo de más de dos siglos, discutió sus problemas y
se discutió a sí misma mediándose en el doble registro de la remisión a Grecia
y de la teología luterana (Dionisos y el Crucificado, en su raíz y en una de sus
dimensiones primarias, son problemas no menos alemanes que el Estado
prusiano). Y no siempre tenemos en cuenta hasta qué punto la Grecia que nos
ofrece nuestra cultura general corre el riesgo de ser un espejismo germánico.

4. J. S. Lasso de la V ega, "Grecia y nosotros" en Ideales de la formación griega, Rialp, Madrid


1966, p. 32 y contexto.
5. Hasta el punto de que aún en la década de 1940 puede escribirse un iibro como El genio
helénico y los caracteres de sus creaciones espirituales de R. M ondolfo (tr. c., Univ. Nac. de
Tucumán, Fac. de Fil. y Letras, 1943) para refutar las consecuencias mediatas de esta
"idealización clasicista”. Pero la edle Einfalt und stilie Grósse [noble serenidad y serena
grandeza] de la fórmula wtnckelmanniana estuvo preñada también de un sentido y un pro­
yecto político inmediato, ínsito en el mismo núcleo estético, que se manifestó en la época
revolucionaria y postrevolucionaria. Cf. R. A ssumto, L’antichitá come futuro. Studio sull'estetica
del neoclasicismo europeo. V. Mursia & C., Milano 1973 (hay tr. c., Visor, Madrid 1990).
Pero el trato de los alemanes con la Antigüedad corrió por un segundo
cauce. Si bien, como recuerda jaeger,6 en el neohumanismo de la época de
Goethe la concepción de lo griego como la verdadera naturaleza humana, que
brilla en un período de la historia, está más cerca de la Aufklarung que de la
naciente consciencia histórica, ya Winckelmann esboza la serie arcaísmo-clasi­
cismo-helenismo y con ello lo historiza, aun dejándolo como modelo absoluto.
(Por eso es que, reconociendo esto, Goethe puede valorizar la Edad Media). La
consciencia histórica va a culminar en la temporalización hegeliana de lo Ab­
soluto, y junto a este formidable despliegue, y luego sobre sus ruinas, florecerán,
a lo largo del XIX, los distintos modos del historicismo. Sobre el descubrimien­
to de la historia se injertará la filología clásicá, cuyas bases sienta Scheleiermacher,
y con ello estarán dadas las condiciones para la mirada que fijará a lo antiguo
como antiguo, en una distancia temporal que lo objetiva, y justamente como
objeto de estudio científico: con lo que nace la “ciencia” de la Antigüedad
clásica, la Aítertumswissenscha/t, la filología que antes de ser europea comienza
siendo alemana.
La filología es por esencia, y muy a pesar suyo, historicista. Aunque presu­
ponga la especial dignidad de lo griego y romano y se tiña con todos los tonos
del humanismo, tiende irremediablemente a disolver lo clásico en lo histórico,
el paradigma y el valor en el hecho: el historicismo consecuente termina por
negar la noción misma de lo clásico, y en el límite, la antigüedad “clásica”
quedará nivelada con cualquier otra época e idioma. El “príncipe de los
filólogos”, Wilamowitz, pudo aun conjugar el método filológico de raíz positi­
vista e historicista, que llevó a su perfección, con la valoración humanista de la
cultura clásica y la consciencia del papel decisivo de Alemania en su perdura­
ción y actualización. Pero ya su sucesor W. Jaeger, para no sacrificar la jerarquía
de la herencia griega, tiene que replantearla no como paradigma sin más sino
como descubrimiento y desarrollo del impulso paidético basado en ideales de
formación. El llamado “tercer humanismo” de Jaeger, J. Stenzel y su círculo se
desarrolla desde la segunda década de este siglo, alrededor de la revista Die
Antike. Su obra magna fue la gran síntesis que es la Paideia de Jaeger; de hecho,
es el último movimiento que logra una síntesis de la Antigüedad, y también el
último intento de pensar a través de ella la crisis de la nacionalidad alemana, en
el momento en que oscila entre su disolución o su caída en el nazismo. Esa
búsqueda de una identidad nacional no comprometida con el nazismo le hace
invocar por última vez la vinculación de Alemania con la Hélade y por ello
mismo el “Tercer humanismo” fue el último aliento de una ligazón viva con

6. W. J aeger, Paideia, (cit. supra p. 31xxxx n. 13) “introducción", p. 13.


la Antigüedad.7 Desde entonces a ahora -es decir, desde la finalización de
la Segunda Guerra Mundial- la filología dejó en buena medida de ser ale­
mana, inglesa, etc. para volverse francamente internacional, y lo “clásico”
que se supuso debía preservar corre el riesgo cierto de perderse en los de-
siertos de la cultura del paper.
Con esto hemos llegado al presente. Una mirada retrospectiva nos per-
mitirá ubicamos, en especial en lo referente a los “clásicos” filosóficos. Estos
han sido, por siglos, Platón y Aristóteles. La imagen canónica de la filosofía
antigua los tiene como una culminación para lo cual lo precedente es prepa­
ración y lo siguiente continuación si no decadencia. La Antigüedad misma
no los tuvo de ninguna manera en esa situación de privilegio exclusivo, pero
ésta se mantuvo desde el Medioevo a la Modernidad. Sólo la gran crisis que
signó los siglos XIX y XX llevó a redescubrir, o descubrir, las voces iniciales
del pensamiento occidental, entre ellas los significativamente llamados
“presocráticos” que lograron eludir esa condición preparatoria y ponerse afue­
ra y aun por encima de la tradición socrática.
La Grecia arcaica y la “filosofía de la época trágica” fueron privilegiadas
durante la primera mitad del siglo XX (el período “moderno” o “modernista”).
¿Qué pasa con los clásicos y su filosofía en esta aparente liquidación postmodema,
que parece haber liquidado hasta la misma crisis? ¿Con cuánta más razón no se
disolverán las presuntas marcas del origen en la disolución y el nivelamiento
universales? ¿Nos encontraremos todavía con que Jon Bonjovi cita a Safo o que
se construyen partenones de plástico rosa?
Definíamos en cierta forma a lo clásico como presencia y distancia, como
origen y continuidad. Y esto supone una historia. El pensamiento de la Antigüe­
dad puede cumplir todavía una función insustituible en nuestro presunto o real
fin de la historia, que es el de mostrarnos cómo se hicieron cargo ellos del suyo.
Que fue un largo final, o fueron varios finales para varias historias: la simplifica­
ción de las periodizaciones no debe engañarnos. La Antigüedad es una suerte de
enorme arco que podemos abarcar íntegro, y en esa gran experiencia concluida
podemos encontrar en otra clave las experiencias nuestras u otras que no sospe­
chamos y que todavía están por pasamos.
Si es así, reencontraremos a los clásicos no como clásicos, o bien como
paradojales “clásicos” de la crisis o la post-crisis. Comenzando con Platón y
Aristóteles, justamente los clásicos por antonomasia que hoy podrían presentar­
nos su rostro de pensadores de tiempos límites. Acostumbrados, a considerarlos

7. Hay ecos críticos todavía en B. Snell, “El descubrimiento de io humano y nuestra postura
ante los griegos", Die Entdeckung des Geistes, cit. en p. 21 n. 17, tr. c. pp. 355-75, passim.
nuestros clásicos filosóficos y políticos, proyectados contra la “eternidad”, olvi­
damos que Platón escribe (y actúa, aunque no sirva para ello) angustiado por la
urgencia de la batalla en que se ha empeñado y que está perdida de antemano,
y no entendemos tampoco el sereno pesimismo de Aristóteles. Pero esto sería
anecdótico si no fuera porque la situación de crisis los obligó a tomar algunas
decisiones importantes, y la estructura metafísica que Occidente heredará por
siglos no es la menor de ellas.
Sobre todo en el helenismo, que empieza a ser revalorizado por la crítica
erudita, aparecen múltiples rasgos “postmodemos”: la atomización, la apoliticidad
y la búsqueda de salidas individuales, el hedonismo, el cultivo de las diferencias.
Pero, a diferencia de los fenómenos contemporáneos, propios más bien de las
sociedades de la abundancia, todo ello está condicionado por la dureza de los
tiempos, o resulta de ella.8Con el Imperio, la historia queda estabilizada (lo que
no excluye sucesos también muy duros). El cosmopolitismo negativo (“no perte­
nezco a ninguna ciudad”, “no tengo patria”) se hace positivo (“soy ciudadano del
mundo”). El estoicismo principalmente, a lo largo de sus etapas, fue aprendiendo
cómo pensar bajo el imperio, qué hacer -por lo menos en la idea- ante una
realidad que se impone no sólo como fuerza sino como razonabilidad y racionali­
dad sin resquicios, el Logos que es Zeus, la ecumene que es el universo. El legado
de Zenón, sabemos, sirvió (pero era Roma) para comprenderla o justificarla y para
encontrar un lugar en ella, o conformarse con el que tocaba. No sin dificultades y
amarguras. Estos clásicos desencantados pueden también ofrecer enseñanzas, al
menos para nosotros, habitantes de Paflagonia.

8. Las características en común entre la Antigüedad tardía y nuestra época, subrayadas


muchas veces, no deberían ocultar las igualmente significativas diferencias. E! helenismo
comienza siendo un mundo cruel y difícil, donde la preocupación eudamónica se volvía
inevitablemente prioritaria. Y la eudaimonía no tenía un sentido de plenitud positiva (que
tenía en Aristóteles, quien conserva todavía los viejos contenidos políticos ya para enton­
ces anacrónicos e inaugura otro tipo de felicidad, especulativa); más bien pasaba a signi­
ficar el arte de hacer llevadera la vida en condiciones frustrantes. Hoy, en cambio, en e!
reino de la abundancia y en su espejismo, la eudaimonía es objeto de consumo; en rigor,
es el objeto propuesto al consumo en todos y cada uno de ios productos que se nos
ofrecen. Por eso el discurso filosófico contemporáneo, en el cual, como en el helenístico,
predomina la ética, tiende más bien, a la inversa de aquél, a la metaética, y se desentien­
de explícitamente de cualquier respuesta a la cuestión de la eudaimonía. Esto es coheren­
te con la época, que no precisa ni pide ninguna respuesta a esa cuestión, porque hoy a la
eudamonía se la encuentra en el mercado. Por lo demás, las similitudes aparentes se
revelan muy complejas, porque ¿cuá! sería el paralelo más adecuado para nosotros: el
helenismo, el Imperio, los finales del Imperio?
La c r i s i s d e l a n a t u r a l e z a y e l r e t o r n o d e l a p h y s is

La antropología y en general las ciencias humanas y sociales usan ino­


centemente la relación del “hombre” con la “naturaleza” como una catego­
ría básica para interpretar la cultura (cualquier cultura). Pero pensemos un
momento, ¿qué sentido tiene hablar de una “relación” con la “naturaleza" en
las comunidades llamadas primitivas, si es que pretendemos comprender su
mundo, y no proyectar el nuestro? Aquello con lo que se “relaciona” -si de
relación puede hablarse- el hombre mítico, es algo para nosotros en últi­
mo término impensable. Y algo similar valdría para las grandes culturas no
occidentales.
También la equivalencia p/i^sis /natura /naturaleza nos suena obvia. Esto no
quiere decir (inútil puntualizarlo a lectores con versación filológica) que la con­
sideremos sin más correcta o adecuada. Pero lo propio de lo obvio es que se nos
desliza aun a pesar de nuestras opiniones conscientes. Sabemos de la complejidad
semántica de esos términos y de sus intrincadas relaciones, pero esa consciencia
emerge sobre una tendencia habitual e irreflexiva a transponerlos o
intercambiarlos. Ahora bien, ni la physis, ni la natura cristiana son la naturaleza en
sentido moderno. En lo que sigue trataremos de esbozar algunas de las
implicaciones de esta aparente obviedad, con la sospecha de que su carácter
trivial enmascara algunas situaciones históricamente graves:, lo obvio es siempre
lo más problemático. Algunos problemas modernos pueden indicamos el puente
que hemos recorrido históricamente para encontramos del otro lado con la peli­
grosa proximidad de la physis antigua en el mundo contemporáneo, que intenta­
remos sugerir al final.
La historiografía de la filosofía antigua, desde Zeller, leyó los testimonios en
el sentido de adjudicar a la primera especulación griega el ámbito de la naturale­
za, en oposición a y con exclusión del ámbito antropológico. Pero tampoco los
griegos tuvieron “naturaleza”. Physis, que así suele traducirse, significa el
modo de ser y comportarse o la constitución de una cosa, sentido interna-
mente conectado con el de surgimiento y desarrollo.1 Cuando la palabra -por
primera vez con Heráclito- es recogida en el vocabulario del pensamiento y
también, al parecer, por primera vez usada (22B123) absolutamente, adquiere
un alcance que puede equivaler a la totalidad de la realidad, pensada a la vez
como vida “divina” que desde sí misma se genera y genera las cosas, y a la vez
como ley y estructura de este proceso.2 Pero no equivale al universo físico.
Obviamente, no es lo “natural” como opuesto a lo “humano”. Si el hombre ha
de situarse y diferenciarse en referencia a algo, no será a la naturaleza, sino,
como “mortal” (brotós, thnetós), a los “inmortales”. Tampoco el hombre que,
como todo lo demás, y también los dioses, pertenece a la physis, es el centro de
ésta; más vale está sometido a su juego trágico al que, por ser divino, no puede
dominar, aunque tal vez tenga el oscuro privilegio de llegar a entenderlo.
Con Platón, el ámbito de la generación y la destrucción se recorta en con-
traste con el de lo suprasensible, que emerge en su pensamiento. La caracterís­
tica primera de esto suprasensible será la inmutabilidad, la invariable y eterna
identidad consigo mismo (Fedón 79d, 80b), notas que contradicen la estructu­
ra ontológica que podría ponerse bajo la palabra phjsis, etimológicamente li­
gada al cambio. El platonismo funda la distinción entre dos planos de la reali­
dad, sensible/inteligible, material/inmaterial, de tan compleja relación, y man­
tiene al plano de lo sensible en un estatuto ontológico y epistemológico de
radical ambigüedad. En Aristóteles esto se vuelve una clara delimitación de
dos géneros o regiones del ente, de dos tipos de substancias definidos por el
movimiento o la inmovilidad (Met. E 1). De este modo se cristaliza ónticamente

1. Es io que sintetiza el locus clásico de Aristóteles, Phys. ¡i 1 193b12, "la physis como
génesis (= desarrollo) es el pasaje hacia ¡a physis (como estructura resultante)". Desde
principios del siglo ha sido objeto de discusión cuál de ios sentidos es ei predominante en
el pensamiento arcaico, con Burnet, que entendía phfoiscomo stuff, "materia1’, y a partir de
ailí como carácter genera! o constitución de algo, y Heidel, que acentuaba el sentido de
origen y proceso. El desarrollo posterior de la cuestión (que no podemos resumir acá) se ha
movido entre estas posiciones, aunque el sentido de “materia" o “fondo material'1, demasia­
do gravado con proyecciones aristotélicas, ha quedado explícita o implícitamente relegado.
2. Se ha supuesto un genitivo que indicaría esta idea de totalidad. Cf. (supra p. 44 n. 2). Que
sepamos, el uso totalizador explicítado por un complemento no aparece antes de Platón, en
frases como Tim. 27a (Timeo se ha esforzado en periphy’seos toú pantós eidénaí), que está
cercano a periphy'seos historia (Fed. 96a). Cf. también en el mismo lugar supra la remisión
a la nota de J. P. M artín y el veio de sospecha sobre la literalidad del célebre B123, Habría
que investigar si la noción totalizante de physis no aparece, o al menos no es explicitada,
solamente cuando, con Platón y Aristóteles, se ia restringe al todo del ente en movimiento y
se la contrapone a otra región dei ente -inmutable-, como decimos de inmediato.
la tensión oncológica entre la cosa y la Idea de Platón y cristaliza la nueva
concepción de la realidad, de larguísimo alcance. En esta concepción cambia
el sentido de physis, en tanto ésta es entendida ahora claramente como una
parte de la realidad, que recorta la región del ente que sufre cambios, por lo
tanto cargado de materialidad y potencialidad, y es contrapuesta a las Inteli­
gencias inmateriales (pero no al hombre). Aristóteles adjudicó a los pensado­
res más arcaicos haberse ocupado de la physis en este sentido, lo que dio lugar
al equívoco positivista de unos presocráticos materialistas y racionalistas que
anticipaban la ciencia moderna de la naturaleza.3 La physis aristotélica (a la
sombra inmediata de Platón) no da en último término cuenta de sí y culmina
necesariamente en una meta-física: esta physis conserva la espontaneidad -es
lo que tiene en sí mismo el origen del movimiento-, pero en último término
este movimiento pende de las entidades no corpóreas.
Pero esta reubicación de la physis no basta para convertirla en la “natu­
raleza”. Esta, como aún y decisivamente la entendemos, aparece como un
sector de la realidad distinguido en principio del hombre de manera mucho
más radical que todo lo que pudo haberlo hecho la tradición griega. Para
ello, el hombre mismo tiene que recortarse de otro modo. Ello sucede sobre
el fondo de la concepción bíblica que -a diferencia de la inmanencia de lo
divino griego- pone un Dios personal transcendente al mundo y entiende a
éste como creatura. Junto a esta escisión ontológica mayor se produce, den­
tro de la creatura, la no menos honda distinción de naturaleza y hombre. La
estructuración de la realidad en las tres grandes regiones (la transcendencia,
la naturaleza, la cultura) con las que aún hoy contamos para entenderla y
esquematizarla (aunque no necesariamente las afirmemos a todas como exis­
tentes) tiene en último término este origen teológico. Aquí el hombre, aun­
que enraizado con su cuerpo en la naturaleza, la transciende infinitamente,
ya que su índole y destino más propios son sobre-naturales: está destinado a
Dios, para lo cual la naturaleza -de la que él es el fin- le es ofrecida como un
medio. Y así las escisiones son reunidas nuevamente por lazos teleológicos.

3. Casi todos los presocráticos, que ignoran las entidades suprasensibles, serían ''físicos"
que, mientras creen estar tratando del ente en general, se ocupan sólo de la “naturaleza^Met.
A 8 ,988b25,989b21 s.; G 3 1005a29-b2,1010a25-34). El título p er!ptyseos("acerca de ía
naturaleza") fue aplicado posteriormente, sobre el transfondo de la conceptuaiización
peripatética, a todas las obras de los presocráticos. La atribución de un carácter exclusiva­
mente cosmológico al pensamiento inicial viene de una tradición posiblemente originada en
Cicerón (Acad. Quaest. 14,15, Tuse. V 4,10). E! retorno helenístico a la concepción de una
phtfsis omniabarcante, especialmente en la Stoa, es una negación deliberada del ámbito
suprasensible, que por ello mismo lo tiene presente y lo supone.
En la concepción cristiana, pues, la naturaleza se empequeñece con res­
pecto al hombre: muy lejos de la physis omniabarcante, el hombre contiene a
la naturaleza y la sobrepasa. Pero esta relación padece múltiples ambigüeda­
des. El hombre (la “naturaleza” del hombre, en una de las acepciones en que
natura traduce physisi m odo propio de ser, forma o esencia) no sólo es paradó­
jicamente a la vez natural y sobrenatural; además esa “naturaleza” humana que
está definida por su destino sobre-natural resulta ser una naturaleza caída. Con
la caída, la naturaleza humana se vuelve contra sí misma o se contradice, lo
que supone que el elemento “sobrenatural” se subordina al “natural”. Y con
ello ese elemento natural, en sí inocente, se vuelve ocasión de pecado y en
último término es la naturaleza misma la que “cae" junto con el hombre y
tendrá que ser redimida y rescatada junto con é l
Si en la inocencia la naturaleza es dada al hombre para su goce, en la caída
ese don, aunque no es revocado, se vuelve ambiguo. La naturaleza sigue dada, ya
no al goce sino a la satisfacción de las necesidades elementales, con la interposi­
ción del trabajo: una satisfacción penosa, y que no superará la penuria. Así la
distinción hombre-naturaleza comienza a ser oposición, y la naturaleza se vuelve
objeto de un deseo que en principio no es saciable.
La concepción cristiana presenta una naturaleza que el Sujeto divino se ante­
pone y que por ello no es fuente de sí ni es divina; que está destinada
providencialmente al hombre y subordinada a él, pero a cuyo disfrute éste puede
acceder sólo mediante el trabajo: en cierto modo, esta concepción contiene ya
todos los elementos de una relación objetivante y técnica con la naturaleza. Cuan­
do en el tránsito a la Modernidad se produzca una progresiva pérdida de presencia
del Dios religioso que operaba la vinculación teleológica, se hará manifiesto el
hiato y el enfrentamiento entre hombre y naturaleza, que ahora éste debe conquis­
tar como algo ajeno. Si el trabajo-condena, consecuencia de la caída, sólo puede
satisfacer penosamente las necesidades, entonces el proyecto de superar el trabajo
(a través del trabajo mismo) es el de superar la caída, la autorredención del hom­
bre por la (re)adquisición de lo que le fue quitado con la expulsión del paraíso: el
dominio y el goce de la naturaleza. La redención de la naturaleza no va a producir­
se sino a través de su apropiación total por el hombre. Es lo que expresa un verda­
dero profeta, lord Bacon, (profeta porque anticipa la época y porque pone en esa
anticipación una densidad religiosa) que sabe que sobre el hiato entre hombre y
naturaleza ha de tenderse el puente de la ciencia antes de que pueda ser abolido
por la técnica, y por lo tanto puede expresar en términos de “saber es poder” la
relación de la nueva sociedad con la naturaleza.4

4. Cf. el final del Novum Organum(II52 ín fine): “El hombre, en efecto, por la caída, decayó
tanto del estado de inocencia como de la soberanía sobre ¡as creaturas. Pero ambas cosas
Por eso no sólo como proyecto técnico, sino también en sus bases teóri­
cas, la nueva ciencia expresa el giro en los fundamentos del mundo históri­
co. La ciencia moderna, que se concibe como “filosofía natural”, como “físi­
ca”, renuncia a ser un saber de la totalidad; sin embargo también en la onto-
logia de la naturaleza que supone (más que en su cosmología) se recortan en
negativo sendas concepciones del hombre y de Dios, y en estas concepcio­
nes, Dios y el hombre son sometidos a diversas escisiones. Vale la pena aten­
der a la doctrina de la doble revelación, aducida por Galileo ya desde antes
de sus procesos, la cual resuelve la contradicción entre Ciencia y Escritura
adjudicando a una el conocimiento de la naturaleza y a la otra -con total
independencia- la revelación de lo sobrenatural. Esto no es anecdótico, sino
que anuncia cómo el sentido y los fines de la vida humana se separan de la
naturaleza. Esta ruptura hace aparecer aquellas escisiones internas: un Dios
religioso queda sólo nominalmente coordinado a un Dios metafísico, a la vez
que una parte del hombre -sentidos e intelecto- está vuelta a la naturaleza y
otra a lo sobrenatural.
La noción galileana de naturaleza contrasta con las nociones griega arcai­
ca o aristotélica de physis (pues no será ni viva ni divina, y por definición lo
natural no se moverá por sí mismo); contrasta con la naturaleza cristiana (pues
toda finalidad se barrerá de ella) y con la naturaleza del Renacimiento (a más
de liquidarse cualquier organicismo, el hombre no se espejará en ella como
microcosmos del macrocosmos, sino que se pondrá fuera). Por de pronto, la
naturaleza consiste ahora en materia que de por sí es inerte: hace falta una
fuerza exterior para impulsarla. El modelo de esta concepción es la máquina (y
el mecanicismo será por largo tiempo el único modo de concebir los fenóme­
nos). Con ello la nueva física necesita la noción de Dios como creador de la
materia y de las leyes matemáticas muy simples que rigen el movimiento de los
cuerpos, y también como primer impulsor del movimiento (aspectos todos en
los que Dios es causa eficiente primera, y no fin).
El hombre puede conocer la naturaleza con los sentidos y el intelecto
que Dios le dio: Dios también está funcionando como garantía epistemológica.
La posibilidad de que la mente humana conozca el ámbito heterogéneo de
los cuerpos -y que los conozca con apodicticidad matemática- necesita (como

pueden ser reparadas, aun en esta vida, en buena medida; la primera por la religión y la fe,
la segunda por las aríes y las ciencias. Pues con la maldición, la creación no se volvió
rebelde del todo y hasta el fin, sino que en virtud de aquei documento, ‘comerás ei pan con
el sudor de tu frente’, está al cabo sometida en parte, mediante diversos trabajos (no por
cierto mediante disputas, o ceremonias mágicas inútiles) a suministrarle pan al hombre,
esto es, a ios usos de ia vida humana".
en todo el racionalismo del XVII) de la garantía divina. Se trata de una hipó­
tesis teórica imprescindible para un conocimiento que prevé y calcula. El
dios de los filósofos (y de los banqueros) garantiza el sometimiento de la
naturaleza al cálculo operativo del sujeto humano.
Esta materia tiene únicamente determinaciones cuantificables, es el rei­
no de la pura cantidad. Junto a las cualidades primarias, únicas verdaderas y
propias de los cuerpos, las cualidades secundarias se producen por la
interacción de los cuerpos con el organismo sensible. Ellas constituyen el
mundo de nuestra experiencia sensible; pero ía pretensión de referirlas a los
cuerpos es ilusoria. De este modo la parte sensible del sujeto queda desvalo­
rizada, y el mundo que el hombre percibe y en el que vive es barrido igual­
mente como ilusorio (o en todo caso es un efecto entre otros de los movi­
mientos mecánicos de la materia). El mundo ‘'real” es una abstracción inha­
bitable para los organismos.
Por otra parte, el hombre como fines, sentido y voluntad queda, en el límite
-con la separación Ciencia-Escrituras-, puesto con todo respeto en manos de la
religión. Pero no sólo la finalidad transcendente, sino también la inmanente
resulta separada del mundo = naturaleza. El todo de los fines se separa del todo
cerrado sobre sí de las causas eficientes. Se inaugura así ía oposición moderna
naturaleza-libertad; pero al cabo del proceso, va a resultar que, puestos fuera del
mundo “real” de los cuerpos en movimiento, los fines valiosos de la vida humana
terminarán cortando amarras con la realidad y volviéndose meros “ideales”.5
Dada esta fragmentación del hombre, los elementos de la “naturaleza
humana” se reubican a partir de la nueva concepción de la naturaleza y de su
relación con ella. El cuerpo se integra en el mundo mecánico (allí lo encon­
trará luego la medicina). La sensibilidad, que en principio está adjudicada al
cuerpo, reaparecerá en el cogito como límite oscuro del intelecto. Es así un
puente roto entre mente y cuerpo, a la vez efecto físico e ideas (sensibles).
Lo “sobre-natural” de esta “naturaleza” se divorcia del mundo. Pero aparta­
do lo sobrenatural y humillado lo natural, el hombre queda afirmado como
sujeto racional, esto es, sujeto del cálculo racional matemático, del conoci­
miento científico-técnico del mundo. La conexión verdadera entre el hom­
bre y la naturaleza (= “realidad”) es su parte racional. La razón será el puen­
te, con garantía divina, cuyo funcionamiento coincida con la estructura de
la naturaleza. Racionalidad matemática por el lado del sujeto, mecanismo

5. Cf. Herbert M arcuse, One-Dimensionat Man (cuya perspectiva crítica de la racionalidad


tecnológica conserva validez en un horizonte histórico mutado desde la época de su publi­
cación, 1964), esp. cap. 6 at comienzo (tr. c.,E¡hom bre unidimensional, Seix Barra!, Barce­
lona 19716, pp. 173-5).
matemático por el del objeto: esto será lo verdadero. Y todo esto será funda­
mentado metafísicamente por Descartes, pero ya está plenamente, así sea en
negativo, en la concepción galileana de la naturaleza.
Galileo asegura en qué condiciones se puede conocer la naturaleza: no
como organismo sino como máquina; no viendo en ella fines y propósitos
sino sólo causas eficientes: choques, atracción y repulsión de partículas ma­
teriales. Pero así se configura una noción de naturaleza que es la más apta
para su apropiación y explotación por el hombre: una naturaleza por un lado
desacralizada, muerta y ajena a los valores y por otro sujeta, como maquina­
ria perfecta, a una legalidad rigurosa, mensurable y calculable, predecible,
por lo tanto manejable y utilizable.
Podría decirse que esto es el punto de partida para que la naturaleza sea
puesta al servicio del hombre... Pero aquí el “hombre”, el hombre concreto, ha
desaparecido, disuelto en sus componentes, lo anímale y lo raciónale, que se
enfrentan. El cuerpo, y en cierto modo la sensibilidad, son lo animale separado
de lo raciónale, y así lo “natural”. Con la acentuación de este elemento se pro­
ducirá la luego creciente animalización del hombre que, al convertirlo en ob­
jeto natural, permitirá conocerlo científicamente e incluirlo en el cálculo do­
minador de la naturaleza. Y cuando lo sobrenatural por un lado pierda consis­
tencia y lo sensible por otro se asimile a la naturaleza, el residuo des-natural izado
del hombre, la ratio, se substituirá como sujeto al hombre concreto.
Con la transformación de la economía y la política en sistemas autóno­
mos tras la disolución del entramado medioeval de jerarquías y mediacio­
nes, la racionalidad calculante europeo-moderna va a ir saliendo a luz como
la fuerza última y abstracta que opera en lo concreto. A lo largo de ios proce­
sos históricos es esa racionalidad la que se irá mostrando como el verdadero
sujeto y no el hombre concreto, que paralela y progresivamente irá siendo
transpasado del lado del objeto. Esta inclusión metafísica del hombre en la
naturaleza se traduce en la ubicación hístórico-práctica de los proletariados
en el interior de la sociedad europea, y sobre todo en la ubicación de los
pueblos que caen fuera del sujeto europeo, “naturales” en todos los buenos y
malos sentidos de la palabra. La Europa moderna, a la vez que ponía a la
naturaleza como material explotable, puso a los otros como naturaleza.
El resultado actual de este proceso es que la apropiación de la naturaleza se ha
consumado a nivel planetario y se ha anulado, o casi, la instalación orgánica
del hombre en ella. A la vez, el desastre ecológico ha pasado a formar parte de
nuestro horizonte cotidiano. Y lo que nos advierte de este desastre y nos pro­
pone soluciones o paliativos es, sobre todo, un ecologismo ambiguo. Ambi­
guo, en primer lugar, porque se tiende a presentar la cuestión en términos de la
relación hombre-naturaleza, oscureciéndose que esa relación está mediada por
las relaciones (injustas) entre los hombres. Otra ambigüedad, ya no de índole
ético-política sino que hace al estatuto de lo que consideramos naturaleza,
estriba en que justamente cuando se preserva a la naturaleza es que se opera su
sometimiento total. La ecología resulta así la técnica de precaverse contra
ciertas manifestaciones exteriores del carácter terrible de la técnica. Las ope­
raciones de preservación, necesarias tal vez para la supervivencia del plane­
ta, consuman absolutamente la relación de sometimiento de la naturaleza: ésta
existe porque se le permite existir y se la defiende (planificada y técnicamen­
te). Dejamos intacto el gran bosque virgen, lo preservamos: no hemos tocado
ni una rama, pero al decidirlo así ya lo hemos sometido más que con su tala. Y
el proteccionismo o conservacionismo cultural, la preservación de las cultu­
ras o de rasgos culturales determinados responde a la misma situación. La rea­
lidad de la naturaleza (y de las culturas) queda transpasada a la hiperrealidad.6
Al parecer, la naturaleza queda así remachada como lo conocido y apro­
piado, lo pasivo y totalmente sometido. Y de lo dominado no podría emerger
lo terrible, que en cierto modo aparecía en la naturaleza de los románticos.
Como en el célebre coro de Antígona, lo deinón, lo terrible, parece estar en la
técnica que lleva a cabo la agresión.
Pero la naturaleza, en este momento extremo, deja entrever un nuevo rostro,
que en cierto sentido es muy antiguo. Por encima del sometimiento total y de la
destrucción, el arcaico sentido de physis puede estar más cerca de lo que pensa­
mos: cuando parece que matamos a la naturaleza, estamos sin quererlo convocan­
do a la physis. La physis fue vida divina omniabarcante, más allá de cualquier
relación con el hombre. Hoy, la agresión total a la naturaleza puede esperar
de ella una respuesta también total, que en el límite es una amenaza para la
misma supervivencia de la especie humana. Lejos de estar dominada, la na­
turaleza responde, y en la consumación del mundo técnico, el desastre y el
peligro ecológicos vuelven a mostrarla como lo divino, esto es, lo indomina-
ble que nos supera. Ya no podemos pensamos por afuera y por encima de
ella, sino necesariamente dentro de su juego. Pero lo divino retoma como lo
demoníaco: vuelve en contra de nosotros la mancilla a que lo sometemos y
amenaza con convertir nuestro ataque en la causa de nuestro perjuicio o
nuestro fin, sin sucumbir él mismo.7

6. Cf. J. B audrillard, Cultura y simulacro, tr. c. Barceiona 19783, "La precesión de los simulacros”.
7. Algunas perspectivas científicas hacen explícito este total descentramíento def hombre en la
naturaleza. Podemos recordar la hipótesis de Gaia (James E. Lovelock, Lynn Margulis), que
considera a la totalidad de la vida en la tierra (la biota) como reguladora de las condiciones
planetarias; en cierto modo, como un gran organismo único que regula su propio medio. En la
perspectiva geana, la especie (y la mente) humanas quedan absolutamente minimizadas. De
Este nuevo rostro siniestro de la antigua physis vuelve a recordamos el
olvidado trato con lo divino, nuestro ineludible estar expuestos a ello y la
(peligrosa) instalación en ello. ¿Y adonde podemos acudir en la emergencia?
La sabiduría más temprana -la de un Heráclito o un Anaximandro- es la que
sabe de esto. Ese saber arcaico ya había sido requerido a lo largo de la suce­
sión de crisis en que ha consistido este siglo. Pero muy especialmente, en
este horizonte de crisis planetaria que lo cierra, pareciera que en ese más
temprano origen espera una de nuestras pocas posibilidades de orientación.

paso queda minimizada también la problemática de la contaminación y la destrucción ecológicas,


que resultan incorporadas a ¡os procesos de retroaiimentación de la naturaleza. La peor catás­
trofe que pudiéramos imaginar no afectaría a ios microbios, verdaderos responsables de la vida
geana, ¡a cual no quedaría verdaderamente afectada. Cf. por ej. D. Sagan y L. M arguus, "La
hipótesis de Gea y la filosofía” , en L. S. R ourner comp., Sobre la naturaleza (On Nature, Notre
Dame 1984, tr.c. FCE, México 1989, pp. 69-82). El nombre de la antigua diosa, por supuesto, fue
elegido con pleno conocimiento de las implicaciones y los textos clásicos.
E lo g io de H ele n a ( de Ho llyw o o d )

Todas las épocas han tenido de un modo u otro que vérselas con la Antigüe-
dad y han elaborado horizontes de aproximación, dentro de los cuales no es
difícil distinguir en cada caso el trato “culto” con ella, que suele ser una toma de
posición activa, en general cargada de elementos conceptuales -en el centro de
esta actividad, la filosofía se hace y se rehace- y que muchas veces comporta una
discusión; en el nivel “popular”, se da más vale una asimilación imaginativa que
termina siendo (re)creativa. Naturalmente, no hay una línea divisoria neta en­
tre estos niveles. En ciertos casos (el Medioevo, o el paradigmático Renacimien­
to) la imagen poética “culta” se resuelve o disuelve en la fantasía popular. Como
veremos, este no es el caso del siglo XX.
La Antigüedad, que había mantenido una poderosa presencia plástica y poé­
tica durante el Barroco, pero que, con la afirmación de sí de la Modernidad, es
cuestionada ya desde el siglo XVII y luego, a través de la Querella de antiguos y
modernos, hasta la Ilustración, pasa en el XVIII a ser decorativa. Sólo en Alema­
nia, desde Winckelmann, el redescubrimiento de Grecia significará un ideal esté­
tico, filosófico y político en el que los alemanes se proyectarán largamente. Pero
en el siglo XIX, el Romanticismo por un lado y por otro el despliegue de la
revolución industrial, el triunfo político de la burguesía, el mito del progreso, el
positivismo, el realismo, disuelven la presencia de lo antiguo, que apenas da
materia para la alegoría o para la parodia offenbachiana. Las épocas que no
generan su propia imagen de la Antigüedad reciben los sedimentos de las anterio­
res: a fines del XIX, la poesía sólo puede echar mano de los harapos, gastados por
siglo y medio de uso, de los tapices rococó.1

1. Orfeo en los infiernos, de Oífenbach y Halévy, provocó la reacción de Jules Janin y otros
acólitos dei Parnaso, que intentaron prohibirla en nombre de la “sagrada Antigüedad". El ridículo
El siglo XX comienza quebrando, con la Gran Guerra, la estabilidad de la
primera globalización a que habían tendido los dos siglos anteriores, y se cierra
con esta nueva globalización, económica y cultural, que tendremos que volver a
ver antes de despedimos. Entremedio, es tiempo de crisis constante. Con las
crisis fácticas entra en crisis la autocomprensión occidental, y por ello la necesi­
dad de recuperar a los antiguos -pero ya no los “clásicos” sino los “trágicos”-
hasta volverlos prácticamente una de las voces de los conflictos contemporá-
neos. Para quedarnos en algunas menciones: la filosofía que, de Nietzsche a
Heidegger, desequilibra en favor de los presocráticos la perspectiva que había
puesto a Platón, Aristóteles y la Modernidad como sus cumbres; o la densa alu­
sión a los mitos trágicos en la mítica psicoanalítica. La indicación, aun somera,
de la presencia entrañable de lo antiguo en la literatura contemporánea sería
imposible. De un modo tan profundo como en el Renacimiento, pero muy dis­
tinto, los griegos volvieron a formar parte de nuestro horizonte.
El cine, a través del cine de autor, ha participado en esta elaboración “culta” que,
como la literatura, aspira a traer la Antigüedad a nosotros o a descubrirla en nosotros,
aludiéndola desde nuestros dilemas. Valgan como ejemplo las incursiones en el terri­
torio de la tragedia, que puede traducirse a una historia contemporánea (Vaghe
stelle delPOrsa de Visconti, estúpidamente titulada aquí Atavismo impúdico,
encama a Electra en el seno de una familia judía burguesa) o simplemente ser
transpuesta (Fedra de ]. Dassin; como se transpone el mito en Orfeo Negro de
M. Camus); pero también si se mantiene, de algún modo, el decorado antiguo
(relativamente, Medea de Passolini), lo que se tiene en vista es su actualidad
estética o problemática. En otros casos, la transposición argumental de una obra
antigua sirve para generar una narración no sólo eficaz sino estética y humana­
mente densa. Los guerreros (The Warriors), de Walter Bill, donde una pandi­
lla neoyorquina tiene que retirarse de un barrio hostil, está contando la Anábasis
de Jenofonte. En el más alto nivel, una obra maestra absoluta como Rumble fish
(La ley de la calle) de Francis Ford Coppoia, puede presentar la post-apocalip-
sis con la estructura del fin de Troya y el mito de Eneas.2

que les cupo en suerte es sintomático. La supervivencia miserable de la imagen dieciochesca


puede comprobarse, por ej., en Veriaine, '‘Ailégorie" (Paraílélement), donde lo antiguo se hace
presente en "un trés vieux temple antique s’écrouiant”, “une na'íade agée” y su fauno, que
conforman un “sujet naífetfade", "tapisserieuséeetsurannée, banalecommeun décor d'opéra...”.
Pero la fresca ingenuidad americana del Rubén de Prosas profanas ("Divagación”) todavía en­
cuentra como objeto de amor “más que la Grecia de ios griegos/ la Grecia de la Francia...”.
2. Debo la clave a un articulo de Ángel Faretta contemporáneo del estreno (“La guerra de
Troya ya no sucederá’’, revista FierroH- 20,1983, pp. 42-3), con elementos interpretativos
valiosos. Posteriormente encuentro que el libro de Susan E. Hinton en que se basa el film
hace explícitamente la conexión con ei mito.
El cine de masas no entra en estos esquemas. Su propósito, en realidad, es el
inverso del cine culto: no trata de encontrar en la Antigüedad resonancias con­
temporáneas, sino que su objetivo declarado es transportamos a ella. Se propo­
ne como una presentación directa de la Antigüedad, y espera de nuestra inge­
nuidad que lo tomemos como su recreación fílmica. Naturalmente, esta preten­
dida recreación está condenada a ser una creación. Ha sido casi exclusivamente
este cine -y lo enfatizo- el que ha forjado la imagen epocal de la Antigüedad, la
que el siglo ha reconocido como suya. Ya esto bastaría para tomarlo en conside­
ración. Y no es pequeña hazaña el haberla creado. Hacía casi dos siglos que no se
producía una imagen (no sólo un concepto) original de la Antigüedad. La litera­
tura o el cine “culto” la han conceptualizado como podría hacerlo la filosofía.
Pero una imagen es una representación coherente y plástica, asimilable y asimi­
lada por la cultura, tanto popular como de élite, donde queda disponible como
un dato cultural obvio. Decíamos que la última imagen de la Antigüedad había
sido la dieciochesca, decorativa y rococó, degradada durante una larga sobrevida
que llegó hasta no hace tanto en los adornos kitsch. El siglo XX, en cambio, logra
hacerse una imagen propia y original. Primera observación: por primera vez se
da un hiato entre la aproximación “culta” a la Antigüedad que, decíamos, tiende
a ser conceptual y no se plasma como imagen, y esta imagen que se da en el nivel
“popular”. Segunda observación: el hiato se debe a que esta imagen no es pro­
piamente popular sino que corresponde a un emergente del siglo, la cultura de
masas. Representación, imagen: nada mejor para generarla que un medio consti­
tuido en y por la imagen. El cine se hará cargo de 1a tarea. Es fácil desvalorizar al
cine de masas como producto artístico y descalificarlo en sus pretensiones histó­
ricas. No es tan fácil ver la legitimidad y la validez -y no sólo estéticas- de la
imagen sui generis que genera, y en qué sentido establece con la Antigüedad una
conexión viva.
Anotemos de entrada algunos rasgos muy básicos de esta construcción. En
primer lugar, Roma, más que Grecia, define el campo; y una Roma que se pro­
longa hacia escenarios evangélicos, por detrás de los cuales la antigüedad bí­
blica completa el horizonte. Esta mezcla de la Biblia y Roma es esencial a la
imagen construida por el cine, pero no son sus únicas dimensiones, y además la
doble condición, pagana y cristiana, de la Antigüedad cinematográfica se tra­
ducirá en efectos incurablemente ambiguos. Por de pronto, en una fecha tan
temprana como 1897, a poco más de un año de su nacimiento oficial, el papa
León XIII bendijo desde su coche el objetivo de la cámara.3 La bendición del

3. La densidad de ese pequeño gesto es incalculable; no sólo estaba bautizando al cine,


sino que generaba la dimensión de lo virtual. En efecto, el gesto del papa no es el de un
actor, pero tampoco se trata de! registro de un acontecimiento por la cámara: la bendición
papa -que pedía “temas cristianos tratados con dignidad”- fructificaría even­
tualmente en una interminable serie de Pasiones que a la larga darían el her­
moso Evangelio de Passolini, la refinadísima y vacua vida de Cristo de Zeffirelli
y por la mano izquierda el Jesús Christ Superstar de Norman Jewison.4
Pero el cine evangélico, aunque se inscribe plenamente en el género, no es
central en nuestro tema. Pensamos más vale en los temas clásicos o en el híbrido
clásico'bíblico, que asociamos a Hollywood. Ahora bien, lo que identificamos
como el estilo hollywoodiense aplicado a la Antigüedad nació cuando Hollywood
todavía no existía, y nació en tierras clásicas: Italia. El cine había empezado
como curiosidad y entretenimiento de feria y sólo el film d’art francés intentaba
sacarlo de este destino mediante un teatro filmado con pretensiones intelectua­
les. Desde 1905, y de lleno hacia 1907, el cine italiano, de un solo golpe, se
constituye en industria, rompe las limitaciones del medio y crea el cine de masas
con obras que pueden aspiran a la vez al rigor y al nivel artístico. En pocos años,
que van a transformar al cine, hasta allí experimental, documental, "artístico"
pero siempre en pequeño formato, compiten empresas y directores. La industria
italiana, que realiza centenares de películas, aborda la Antigüedad con evidente
predilección, y lo hace consciente de su herencia cultural y con una voluntad de
contacto directo con ella. La película de una o dos bobinas, filmada en pequeños
escenarios artificiales, estalla. Bastaba abrir la puerta para que se desplegara ante
la cámara el paisaje clásico, escenario auténtico de las grandes historias del mundo
antiguo (en el mismo momento y del mismo modo, en EEUU se crea la otra gran
épica, el western). Pero esas historias y ese mundo son realmente grandes, y para
recrearlos se requirió la monumentalidad, la gran escenografía, las masas... Cuando
el género quede constituido, se lo conocerá como el kolossal (con Je). En poco
más de un lustro, inmediatamente antes de la Gran Guerra, los italianos lograron
una “invención” de lo antiguo que quedaría definitiva hasta en los detalles, y
que lo haría presente entre nosotros por primera vez desde el Barroco.

se dirige, deliberada y conscientemente, a destinatarios virtuales (entre los que podemos


contarnos, si vemos eí trozo de película). La vista dei papa fue un éxito en los EEUU y llamó
la atención sobre las posibilidades comerciales de ios temas piadosos.
4. La tempranísima y perdurable proliferación de Pasiones, que han sido comparadas a
los misterios medioevales, y el cine religioso en general, tiene otros motivos además de
los piadosos y los comerciales. El cine incipiente no había aprendido a contar historias, y
hubo que esperar al film d ’art -cine teatral y textual, obviamente no dirigido a ias clases
bajas- para que aparezca eí rótulo. Pero el cine mudo podía aglutinar a un público que,
como las masas de inmigrantes que llegaban a América, no sólo era analfabeto sino que
ni siquiera tenía un idioma en común. La única posibilidad de narración era la historia
sabida de antemano. Y ¡as únicas historias compartidas por esas masas heterogéneas
eran ¡as bíblicas, y en especial los momentos culminantes del Evangelio.
La Antigüedad -el tipo de películas que suscita- es la responsable directa
de la madurez del cine como industria y negocio. El luego llamado cine épico
italiano va a transformar el espectáculo en Francia y en los mismos EEUU: estas
películas irrumpen en el mundo para ser exhibidas masivamente, durante largas
temporadas, en salas enormes y a precios muy altos, con respaldo de música
sinfónica y masas corales. Junto a varias versiones de Los títómos días de Pompeya
y de la caída de Roma, este cine hace circular a Nerón y Agripina, Espartaco,
César, Antonio y Cleopatra, Con La caduta di Troia, de Giovanni Pastrone
(1910), la más espectacular hasta entonces, Homero hace su debut cinemato­
gráfico. No podemos mencionar sin emoción el prototipo de todos los caballos
de madera y los primeros 800 extras que combatieron en la llanura ilustre de
celuloide. Muy cerca (1911), Giuseppe Dé Liguoro filma La Odisea, con exce­
lentes efectos especiales para los monstruos; este aristocrático director, que ha­
bía incursionado en Shakespeare, filmó también L’inferno que, con su Virgilio,
sus monstruos clásicos y los cuerpos desnudos de los condenados (interpretados
por sus amigos mundanos, para placer de los chismosos), habría que incluir de
algún modo. El género cristaliza con el Quo VadisT (1912) de Enrico Guazzoni,
que plasma definitivamente lo kolossal -miles de extras, lujosos decorados, el
incendio de Roma, los leones devorando cristianos-, un éxito mundial que ini­
cia el hábito de multiplicar la inversión muchas veces. Pero además, la construc­
ción del espacio ciematográfico de exteriores que realiza la cámara de Guazzoni,
pudo ser comparada por el crítico Roberto Paolella, en su Historia del cine mudo,
con el desarrollo de la perspectiva de Paolo Ucello o Piero delía Francesca. Este
cine, al substituir el decorado plano del teatro por el decorado tridimensional,
inaugura la arquitectura del espacio.
Pero la obra maestra de este período, y una de las películas fundamentales
de cualquier época, es Cabina de Giovanni Pastrone, del año de la guerra. El
guión del director, sin base literaria, fue firmado, publicitatis causa y sin mayores
escrúpulos, por D’Annunzio, que parece haberse limitado a hacer los rótulos (o
ni siquiera). Fue una producción de casi millón y medio de liras, y de los 20.000
metros filmados el montaje conservó 4.500, lo que daba más de 4 horas de pro­
yección. Cabiria es una compleja historia de amor y aventuras en la Segunda
Guerra Púnica, con Cartago, Catania y Síracusa como telón de fondo. Hay que
ver al menos los fotogramas para darse cuenta de la arquitectura y la composi­
ción de estilos de los decorados. Y piénsese en 'secuencias como el paso de los
Alpes, el sitio de Siracusa con los artilugios de Arquímedes, la caída de Cartago...
En su filmación, un camarógrafo aragonés, Segundo de Chomón, descubre el
travelling. Algunas futuras constantes del género -la guerra como espectáculo
(ya perfecto), y también las torturas, matanzas y otros rasgos sádicos- se definen
aquí en forma todavía equilibrada. Al parecer, D’Annunzio hizo otro aporte: el
)ersonaje Maciste, esclavo del protagonista, que fue interpretado por Bartoíomeo
?agano, un descomunal estibador analfabeto, posiblemente la bestia más enor­
me que haya llenado jamás una pantalla. El personaje, rompedor de cadenas,
candoroso y limitado, se desconectó de la historia e inició su propio periplo de
aventuras que, a lo largo de unas 25 películas, lo llevó desde los Alpes al infierno
y llegó hasta 1926. Lo volveremos a encontrar hacia 1960, como figura funda­
mental de un género y una mitología sobre los que habrá que decir algo.
Algunos temas de este cine -Quo vadis?, Los últimos días de Pompeya-
nos recuerdan que la bendición papal siguió pesando (aunque Pío X condena
el tratamiento frívolo de los temas sacros), y el Vaticano, que estaba detrás de
alguna productora, quizás influyó en la elección de estas novelas (ya usadas en
Francia e Inglaterra), que acumularon una versión tras otra y cuya eficacia de
todos modos se probaría al funcionar como base del género por décadas. Pero
el importante sesgo cristiano inicial gravará a la Antigüedad cinematográfica
con una herencia difícil de liquidar: la que la presenta como un mundo deca­
dente frente a la emergencia de la nueva fe, rasgo que se acentuará en el híbri­
do clasico-bíblico de la vertiente protestante, norteamericana, que aunque
muy temprana (las Passions arrancan de 1897), no es ni originaria ni original,
sino una consecuencia del cine italiano. Aunque ya en 1899 un teatro neoyor­
quino presentaba un Ben Hur con caballos de verdad sobre el suelo en movi­
miento, un tímido primer Ben-Hur de 1907 no está a la altura de este prece­
dente no cinematográfico. Después de los italianos, el absoluto David W. Griffith
incluye en su épica, que culmina en El nacimiento de una nación de 1915, a
Judith de Betulia (1913) y, en la vasta Intolerancia (1916), otro de los prime­
ros paradigmas del kolossal, los episodios de la Crucifixión y especialmente la
caída de Babilonia, con el decorado más monumental tal vez que se haya rea­
lizado, y que lleva a su culminación la fresca influencia de Cabiria, que Griffith
había estudiado exhaustivamente. Podemos todavía saludar de paso una
Cleopatra de 1917 con Theda Bara, antes de la mención obligatoria del Ben
Hur de Fred Niblo, de 1925, con Ramón Novarro y la primera secuencia de la
carrera de cuadrigas (y que es el verdadero original por detrás de la versión
posterior, que es la que se convirtió en antológica).
Pero la función de la predicación evangelista, que correspondió en los EEUU
al augusto bautismo católico, sólo se llenó con uno de los nombres fundamenta­
les, pilar en la construcción de la estética del cine de masas: Cecil Blount De
Mille. Su infancia pasó en el clima de la moral evangélica que su padre, suma­
mente piadoso, ayudaba a traducir al teatro; la piedad del padre, que murió cuando
el niño tenía 12 años, y que tapizaba el cuarto del hijo con estampas bíblicas,
está en las raíces de la monumentalidad de sus decorados y de la ambigüedad del
discurso moralizador sobre el fondo de una deleitable decadencia. Pero en los
finales de la década del 10 De Mille todavía era autor de un sutilísimo cine de
cámara, cuya temática y refinamiento están lejos de su obra posterior, aunque a
veces un flash-back introduce una secuencia “antigua” (como en Male and female,
1918, o B1 homicida (Manslaughter), 1922, donde maravillosas flappers prota­
gonizan una orgía romana que culmina en la desnudez de Venus). Un cambio
revolucionario en los sistemas de producción le permitirá obras como Los diez
mandamientos (1923), historia contemporánea con prólogo bíblico, o Rey de
reyes (1927). La pauta del clima De Mille nos la puede dar un momento de esta
vida de Cristo, por una vez no una imagen sino una frase: María Magdalena,
disponiéndose a ir a ver a jesús, ordena, entre esclavas semidesnudas, abanicos
de plumas y fieras domesticadas: “Enjaezad mis cebras, regalo del rey de Numidia”.
Reencontraremos a De Mille en el sonoro con El signo de la cruz, 1932, una
Cleopatra de 1934 y sobre todo, cumbres’en la era de las superproducciones,
con Sansón y Dalila de 1949 y Los diez mandamientos de 1956. La crítica
posterior no fue indulgente con estos colosos de cartón, cuya fórmula alguna vez
fuera definida como “sangre, sexo y Biblia”.
Tal vez habría algo que rever en ese juicio, pero como nos hemos adelanta­
do, anotemos que el género prácticamente desaparece con la llegada del cine
sonoro. Pero hay que mencionar -aparte la Cleopatra de De Mille- el film fas­
cista Escipión el Africano (1937), de Carmine Gallone, de estética triunfalista
previsible y con una no desdeñable construcción estatuaria de los personajes. Su
resurrección se produce en la postguerra, en condiciones precisas: la televisión
obligaba al cine a redefinir su estrategia, y éste lo hace proponiendo una estética
opuesta. Se trata no sólo de oponer la pantalla grande -cinemascope, cinerama-
a la pantalla chica, sino de presentar imágenes e historias a esa medida; las super­
producciones tenían necesariamente que volver a la Antigüedad. Las circuns­
tancias económicas, además, inauguran la era de las coproducciones y enlazan
las dos cinematografías decisivas: los presupuestos en liras resultaban más bara­
tos, y la industria cinematográfica italiana, expandida durante el fascismo, dis­
ponía de grandes estudios cerca de Roma que Hollywood podía aprovechar. A
su vez, esta industria se ve provocada por la actividad de Hollywood en su pro­
pio suelo. La Antigüedad vuelve a fluir desde Cinecittá.
Y ahora quiero hacer el elogio de la superproducción. La ingenuidad
argumental, el anacronismo, la simplificación psicológica, el predominio del es­
pectáculo, hacen de este cine un objeto previsible del menosprecio intelectual.
Mayor pecado es la más o menos transparente metaforización de la Guerra Fría
(que comparte con otros géneros, en primer lugar la ciencia-ficción; de hecho, el
cine histórico es el vehículo ideal para los mensajes ideológicos, a los que respal­
da con la doble referencia a la “verdad histórica” y a la “cultura”). Pero se puede
plantear la defensa de este cine justamente desde su pretensión, que podría pa­
recer infantil, de presentamos la Antigüedad clásica “misma”. Y no necesito ha­
cer argumentaciones originales: ya que no puedo citarlo in extenso (las páginas
pertinentes son muchas) remito a un texto, contemporáneo de estas produccio-
nes, donde esta tarea está ya hecha, no sé si voluntariamente. El protagonista
-con muchos rasgos autobiográficos- de la novela de Alberto Moravia El des­
precio, guionista por obligación, está atrapado entre un productor interesado y un
director germano de trayectoria supuestamente intelectual, y tiene que despachar
la Odisea entre la espada y la pared en que lo pone esta dupla: el film espectacular
de un lado y del otro el film psicológico, o mejor psicoanalítico, en que el espacio
mediterráneo se convierte en el interior neblinoso del inconsciente. El hombre
moderno -sostiene el director- ve los complejos a través del mito y no debe dejar­
se amedrentar por las obras maestras antiguas: tiene que despanzurrarlas para en­
contrar el significado para nosotros, modernos, de esos mitos viejos y oscuros, con
independencia de lo que los griegos hicieron con ellos. Pero el productor -cuyos
gustos y filiación profesional son conectados por la novela con el cine yanqui con­
temporáneo tanto como con el primitivo cine italiano de la época de D’Annunzio™
quiere la Odisea de Homero, y esto es, para él, una historia de aventuras espectacu­
lar, con gigantes, prodigios, tempestades, magas, monstruos. Para hacer lo otro, no
necesita molestar a Homero. (Unos años después -para poner un ejemplo casi
límite- el Edipo rey de Passolini concretaba la película del alemán casi hasta la
caricatura: Sófocles queda convertido en un manual de Freud para la escuela pri­
maria.) El personaje de Moravia cree tener una comprensión de Homero superior
a las que se le plantean, pero subraya que, si tiene que optar entre ellas, elegiría la
visión del productor. Entiende que para el mundo clásico existe la peculiar densi­
dad sin transfondo de la realidad que se presenta y se acepta como es, sin significa­
dos ocultos. Y esto, creo, da una clave. Con todas sus limitaciones, y quizás por
ellas, el cine de masas consigue ubicarse en una perspectiva cuya misma elementa-
lidad la hace pre-modema y sin duda más cercana a lo antiguo que muchas de sus
interpretaciones “cultas”.
Volvamos al cine desde la novela con una observación de uno de los
personajes de ésta: los mediterráneos tienen a Homero, los anglosajones la
Biblia, En efecto, la Biblia queda casi exclusivamente en manos protestan­
tes, aunque el cine norteamericano -pero sobre todo el cine norteamerica­
no hecho en Europa- incursionará también largamente por la historia ro­
mana y aun griega, y por un Homero que traduce la belleza de Helena en el
rostro y el cuerpo de Rossana Podestá, que junto a los de Robert Taylor,
Marión Brando, James Masón, Charlton Heston, Gina Lollobrigida, Yul
Brinner, Pier Angelí, dan carnadura a héroes y mitos.5

5. En el ámbito bíblico podemos recordar, además de los films de De Milie: QuoVadis?, Mervyn
Le Roy, 1951; David and Bathsheba, Henry King; El manto sagrado, Henry Koster, 1953 (que
inaugura e! cinesmacope); Salomón y ia reina de Saba, King Vidor, 1959; ia remake de Ben
Hur, Wiiliam Wyler, que acumuló cerca de 10 Oscars; Esther y el rey, Raoul Waish, 1960;
El PENSAMIENTO ANTIGUO Y SU SOMBRA

El cine italiano prefiere ahora eludir compromisos, para bien o para mal,
con el Vaticano (aunque uno de los films que abre el fuego en 1949 es la Fabiola
de Alessandro Blasetti, sobre la novela del cardenal Wiseman). Su temática
recorre la historia de Roma desde los orígenes hasta el final, toca Grecia y
Egipto y apenas roza la Biblia, Si el cine norteamericano peca de ingenuidad
en la fórmula cecilbedemilleana que conjuga erotismo y moral -y en general
sus superproducciones son kitsch destinado a una cultura de clase media-, el
cine italiano, que busca una cuidada exacerbación de los rasgos eróticos, sádi­
cos y violentos y una dimensión de personajes que sólo a una mirada despreve­
nida puede parecer simplista, ensaya con éxito una fórmula distinta, la con­
junción de erotismo y violencia con ironía. La ironía, más o menos explícita
pero siempre presente (como lo estará luego en el spaghettí western y en otros
géneros de aventura), trabaja las historias desde adentro sin llegar a convertir­
las en parodias -lo que hubiera sido demasiado fácil-. Este cine, como sus
mejores cultores (con nombres como Riccardo Freda y Vittorio Cottafavi), es
mucho más complejo y más culto de lo que puede parecer a primera vista.6

Sodoma y Gomorra, Robert Aldrich y Sergio Leone, 1961; La Biblia (en realidad el Génesis),
John Huston para D, De Laurentiis, 1965. Pero junto a esto, también Julio César (sobre
Shakespeare), Joseph L. Manktewicz, 1953; Helena de Troya, Robert Wise (y Raoui Walsh),
1955; Alejandro Magno, Robert Rossen, 1956; una de las obras más maduras, Espartaco,
Stanley Kubrick, 1960; Cleopatra, J. L. Mankiewicz, 1963; Antonio y Cleopatra, Chariton Heston,
1971, y al menos un film con temática griega clásica, El león de Esparta (The 300 spartans),
Rudoph Maté, 1961, coproducción Greda-EEUU., con Leónidas (Richard Egan) como personaje
central. Egipto figura con Sinuhéei egipcio (The Egyptian, Michael Curtiz, 1954), y Tierra de
faraones (Landof the Pharaohs, Howard Hawks, 1955, con libro de Wil!iam Faulkner). Poste­
riormente tendríamos e! Faraón (Pharaoh) de Jerzy Kawalerowicz, 1965.
Casi toda esta producción (de la que los títulos citados son sólo un ejemplo) es filmada en
Italia, de lo que dan testimonio no sólo los exteriores sino el reparto. El productor Samuel
Bronston convierte a España, en ia primera mitad de los 60, en su feudo cinematográfico, de
donde proceden, con esta temática, La caída del imperio romano, de Anthony Mann (que
también firma El Cid) y Rey de reyes, de Nicholas Ray. Tras el colapso del imperio Bronston,
sus desechos fueron aprovechados. No se puede no mencionar que Algo gracioso pasó
camino al foro (A FunnyThing Happened on the Way to the Forum, 1966) de Richard
Lester, fue filmada en los decorados de La caída del imperio romano. Suele indicarse la
rapidez televisiva dei lenguaje de Lester; pero los críticos no perciben la marca inmediata,
en esta obra, de la comedia latina.
6. Carmine Gallone, que ya filmaba en la década dei 10 y fue un director cuasi oficia!
durante el fascismo, reabre el juego: Messalina, 1951, con el rostro de María Félix; Cartago
in fiamme, 1959, y muchas otras. Homero no es olvidado: Ulises, Mario Camerini, 1954,
con Kirk Dougias; La guerra de Troya, Giorgio Ferroni, 1961, cuyo presonaje principal es
Eneas (Steve Reeves). La temática toca Grecia: La batalla de Corinto, Mario Costa; Egipto:
El valle de los faraones, Cerchio, y roza ia Biblia: Judith y Holofernes, Cerchio, La reina
de Saba, Pietro Francisci. La historia de Roma va desde ios orígenes: Rómuio y Remo,
Los títulos muestran cómo este cine, desde el género histórico o
pseudohistórico, se prolonga hacia la mitología, o mejor dicho, una
neomitología que, a partir de núcleos como la leyenda argonáutica, se desa­
rrolla modificando, incorporando y creando episodios y personajes. Junto a
las grandes producciones, Italia retoma otro género o subgénero, el film de
aventuras de clase B, con ambientación somera y un héroe, contrapartida
antigua de Tarzán, definido por su musculatura y su desnudez, justificadas no
por la selva sino por la época. Este subgénero -el peplum- renace a fines de
los 50 y florece y muere en pocos años. El peplum tiene dos héroes por anto-
nomasia: naturalmente, Hércules, desde Le fatiche di Ercole (1958) de Pietro
Francisci, con el ex-mister Universo Steve Reeves, que redefine eí género. El
otro es Maciste, el personaje inventado por D’Annunzio en Cabiria mucho
antes de Tarzán y que, con su encamación original en un gigante analfabeto
y sucesivamente en otros cuerpos, corrió aventuras en la década del 20. Re­
sucitado en 1960, se incorporó de pleno derecho a la neomitología.7
Fellini, preparando su Satyricon de 1969 (uno de los films “cultos” que
no podríamos dejar de mencionar), dijo encararlo como un ejercicio imposi­
ble de recuperación de lo antiguo: su familiaridad, para un italiano que con­
vive cotidianamente con sus ruinas y sus obras, encubre la barrera metafísica

Sergio Corbuccí, 1961; El rapto de las sabinas, Richard Pottier; La espada del vencedor
(Orazi e Curiazi), Terence Young y Ferdinando Baidi; Héroe sin patria (Coriolano, eroe
senza patria), Giorgio Ferroni, 1963, hasta el final: Constantino el Grande, Lionello de
Felice, 1960; Attila, Pietro Francisci, que también da en 1959 La batalla deSiracusa, con
Rossano Brazzi como Arquímedes.
Pueden citarse, entre otras, de Riccardo Freda: Espartaco (Spartaco, ii gladiatore detla
Tracía), 1952; Teodora, imperatrice di Bizancio; Bajo el signo de Roma, 1958, con Anita
Ekberg; Los gigantes de laTesalia, 1960, a partir dei mito del vellocinio de oro. De Vittorio
Cottafavi: La rebelión de los gladiadores, 1958; Las legiones de Cleopatra, 1959; La
venganza de Hércules, 1960; Ercole alia conquista delta Atlantida, 1961; Las vírgenes
de Roma. Dice Freda: "El hombre vulgar, eí hombre cotidiano, no me interesa del todo. Lo
que me interesa es el héroe, el hombre que vive en ias grandes épocas, en las guerras.
En ia historia existen innumerables posibilidades para hacer guiones apasionantes. Es
cuestión de saber encontrar Sos momentos críticos'’.
7. Muchos títulos de ios directores mencionados al finaf de la nota anterior entran de fleno
en el género de la neomitología de aventuras, que cuenta con obras maestras como Los
titanes, Duccio Tessari, 1961, con Giuliano Gemma, que desarrolla los mitos con imagina­
ción y humor. La filmografía de Hércules y Maciste es larguísima, y sus títulos dibujan un
mapa babilónico de mitos, tierras, épocas y adversarios. El mito de Hércules tiene su con­
tinuación postmoderna en las películas de Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger y
Jean-C laude van Damme.
del cristianismo. En realidad -decía Fellini- no sabemos nada de Roma... Tal
vez una parte de la respuesta está en estos pepíums, que muestran, creo, un
fondo de paganismo esencial al producir el último desarrollo vivo de los vie­
jos mitos (no lo había habido en al menos 1500 años o más). Si nos ofende su
modesto nivel, tendríamos que recordar que mythos significa cuento, relato,
historia maravillosa, y que el niño griego que escuchaba la historia de los
doce trabajos no se los representaría muy distinto del que hace 30 años veía
nuevos trabajos de Hércules y Maciste en un cine de barrio.
Hacia 1970 la Antigüedad desaparece prácticamente del cine, y los géneros
se extinguen. ¿Cómo podía sobrevivir al fin de los grandes relatos el kolossal, que
se constituye como gran relato en el sentido más literal posible? Sólo faltaba,
como final, coronar-pero en el ámbito culto- uno de los mejores logros: en 1977
el griego Michael Cacoyannis cierra con Ifigenia la trilogía que incluye a
Electra (1962) y Las Troyanas (1970). Estos films, donde la tragedia se dice
con su propio texto, consiguen tal vez el acercamiento más auténtico (no
sólo textual) a la Antigüedad. En 1979 hay una emergencia aislada pero pre-
visible en el softcore, con el Calígula de Tinto Brass. Y nada más, que yo sepa.
¿Y fuera del cine? Si pudiera hacerse una investigación rotulada “la Antigüe-
dad en la TV”, me temo que los resultados serían muy pobres. Pero sí podemos
revisar un lugar clave de la cultura contemporánea-los videojuegos- donde ya se
está generando una (otra) aísthesis y otra kinética. En la medida en que lo conoz­
co, el mundo de los videojuegos, estructuralmente volcado a los estereotipos
bélicos y heroicos, ignora a los héroes antiguos y a la Antigüedad en general.
Mundo absolutamente sincrético, en él, junto con alguna herencia de las historie­
tas y bastante de la ciencia ficción, se hibridan todas las culturas y épocas, con
algún desequilibrio obvio a favor de la cultura norteamericana y fuertes elemen­
tos del Extremo Oriente. Pero la Antigüedad clásica no aparece. Nuestros chicos,
sumergidos en un mundo desaforadamente mítico, no tienen ya quién les cuente
los mitos clásicos.
En el Encomio de Helena, el sofista Gorgias mostraba la potencia de la palabra
persuasiva, capaz de actuar como las drogas y generar una realidad verosímil,
peligrosa en el juego del poder como retórica, pero, como palabra poética, tam­
bién bella. La retórica del siglo que ya pasó es la imagen, que generó en pri­
mer lugar la realidad del cine, y en ella nos entregó la presencia para noso­
tros de la Antigüedad. Hoy nos toca mirar con nostalgia esas mujeres cuya
maravillosa belleza es absolutamente fechable en 1920 ó 1950, esos frisos de
músculos que los productos de los gimnasios de esta era de la cáscara nos
hacen ver quizás como un poco gordos. En el mundo estrictamente contem­
poráneo, que es completamente gorgiano, la plenipotencia de la imagen li­
bera toxinas mucho más inquietantes que las de la pantalla de cinerama. La
nueva época genera una temporalidad, que por ahora percibimos como ace­
leración y achatamiento, y que no sólo está “haciendo historia” sino que
tal vez, justamente, no la está haciendo, al menos como la entendemos,
sino que está redefiniendo la historicidad y sus espesores. Quizás la época
en que ya estamos no sólo no va a crear una imagen de la Antigüedad sino
que va a carecer completamente de ella. Esto sería una situación cultural
prácticamente inédita en Occidente. No sabemos qué destino le espera a
la Antigüedad en la alquimia de las mutaciones culturales en marcha. Las
que ya ha pasado nos hacen suponer que no va a ser fácil obliterarla y olvi­
darla. Pero así como por mucho tiempo respondió a su evocación inmedia­
ta en la fantasía con los contornos de algunas estatuas helenísticas o
neoclásicas (¿la Venus de Milo?), es posible que, hacia adelante, el icono
que la Antigüedad lleve de mascarón de proa en su navegación por esos
espacios imprevisibles tenga ios ojos color violeta de Elizabeth Taylor.

Carlos Losilla, “El kolossal de Hollywood”; Quim Casas, “El koíossaí. Ameri­
canos en Europa”, Dirigidos, Madrid.
Historia universal del cine, Planeta, Madrid 1982.
Román Gubem, Historia del cine, Bader, Barcelona 1992.
Y la colaboración de Jorge Medina y Clara Kriger, que ha ido más allá de la
información.

Addendum. Una primera versión de este texto, leída en un simposio a


fines de 1996, vio rápidamente desmentida su afirmación de la ausencia de
la Antigüedad en el fin de siglo y de que no se vuelven a contar los mitos. Ese
mismo año vimos Poderosa Afrodita de Woody Alien, pero esto es todavía
cine culto. Enseguida llegó la reviviscencia explícita del mito mediático por
excelencia, Hércules: la película de los estudios Disney y la serie de TV Hér­
cules/ Xena. La película, en la línea de las últimas de Disney -Aladdmfo], El
jorobado de Ndtre Dame- incorpora la ironía y el distanciamiento epocales,
lo cual las hace más difíciles de soportar que el ingenuo y sano sadismo del
Disney clásico. Estilos, vestidos y alusiones producen un pastiche “antiguo"
que funde elementos griegos y romanos (y contemporáneos, por supuesto).
El otro Hércules es plenamente televisivo; los largometrajes del director B.
Norton -co n el aporte de Anthony Quinn como un Zeus completamente
dominado por su mujer- no difieren mayormente de los episodios en serie y
se ven por cable (y no creo que se les haya previsto demasiada difusión
en cine). El actor Kevin Sorbo tiene poco que ver con el tipo Hércules
(de la plástica clásica o del cine), y la serie es sin duda alguna postmoderna,
cualquier cosa que esto quiera decir. Los mitos y sus soportes, dioses y
héroes, se transforman y deforman, argumental, personal, moral y física-
mente; la contaminación es completa, no sólo con invenciones ad hoc o
con el Antiguo Testamento igualmente alterado, sino con los mismos mitos
televisivos, como Viaje a las estrellas. El peplum italiano de los 60 pro­
ducía un desarrollo orgánico de la mitología. Aquí se reencuentra más
vale el collage y el sincretismo de algunos videojuegos (en primer lugar,
el paradigmático y admirable Mortal Kom bat), y en parte su sintaxis. Los
resultados pueden ser muy buenos.
La hipótesis de una época sin Antigüedad, esbozada al final del texto,
fue aventada, pues, con la celeridad propia de los tiempos..Tampoco se
puede acusar de insensibilidad al tardocapitalismo. The Economist (mayo
de 1997, p. 93) dedica un artículo al auge de los clásicos, en los mass-media
tanto como en la alta divulgación, con nuevas traducciones de nivel de las
que se venden grandes ediciones y con un aumento significativo de los
estudiantes de latín en EEUU. En el ámbito de los medios, una explicación
parece ser el desgaste de las historias clonadas en los cientos de canales, y
el consiguiente recurso a cuentos que se han probado eficaces a lo largo de
siglos. El próximo en TV es la Odisea (NBC/ Francis Ford Coppola prod.).
Y si algún escrupuloso sospecha deformaciones tras los argumentos de las
series ( “...Zeus would have a hard Job recognising the Hercules who so
beguiles Americans at the moment”), el remedio está a mano, en un sitio
de la web que contesta “quién le hizo qué a quién”.
Algunos artículos, que aparecieron anteriormente en revistas, han sido revisados
y en general modificados. Los lugares originales son:

; “Dííce y conflicto”, Revista de Filosofía Latinoamericana y Ciencias Sociales, XI 21, 1996,


pp. 1 0 1 -U 7 .

“Sobre el lenguaje de Heráclito”, Revista de Filosofía VI 1/2 1991, pp. 23-35.


“X tem p oralidad y p resen cia en el Poem a de P arm énides” = “A sp ectos de la
atemporalidad en el Poema de Parménides”, Argos IX-X, 1985-6, pp. 39-50.
‘'Nota sobre ía “condición de mortal” y la discursividad en el Poema de Parménides”,
Argos XV -XVI, 1991-2, pp. 131-138.
“Areté y Virtud”, Signos Universitarios XI 21, 1992, pp.79-100.
“La Antigüedad “clásica”: enfoques y desenfoques”, Tragaluz 3, Esc. de Filosofía, Fac.
de Humanidades y Arces, U . N. de Rosario, 1992, pp. 22-31.
“La crisis de la naturaleza y el retomo de la physis”, M éthexis IX, 1996, pp. 153-159.

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