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Joachim de Posada y Ellen Singer

No te comas el malvavisco todavía


El secreto para conquistar las recompensas más dulces en la vida y el trabajo
Traducción de Mar García Puig

Sumario

Agradecimientos Análisis preparábola Parábola


1. Comer malvaviscos es autodestructivo
2. Los triunfadores cumplen sus promesas
3. Practicar la resistencia al malvavisco
4. Lo que los triunfadores están dispuestos a hacer
5. Multiplicar los malvaviscos
6. La mentalidad malvavisco
7. Malvaviscos maduros
8. Esos dulces malvaviscos.

Análisis posparábola
Nota del autor
Joachim

A mi hija, Caroline, que ha aplicado el principio de los malvaviscos con entusiasmo, perseverancia y valor
desde el día que se lo enseñé. Es la mejor hija del mundo y me siento muy orgulloso de ser su padre

Ellen

A las mujeres más extraordinarias que conozco, cuyo ánimo y sabiduría me inspiran en todos los grandes
proyectos..., mis hijas

Agradecimientos

Joachim

Este libro está inspirado en la obra de Daniel Goleman, Inteligencia emocional, que desafió la noción de los
test de inteligencia estándar como indicadores de éxito. La teoría de Goleman me dio nuevos elementos para
comprender y apreciar el «estudio de los malvaviscos» del doctor Walter Mischel, llevado a cabo durante la
década de 1960 en la Universidad de Stanford. Estas obras mejoraron espectacularmente mi vida, como
espero que este libro cambie la tuya. Quiero dar las gracias a estos dos pensadores vanguardistas y a las
personas siguientes, todas muy importantes:
A Ellen Singer, que se entusiasmó tanto con el proyecto que lo presentó a sus (ahora nuestras) agentes
literarias: Jane Dystel y Miriam Goderich.
A nuestra editorial, The Berkley Publishing Group, una división de Penguin Group (Estados Unidos), Inc., por
su fe en este proyecto. Denise Silvestre es una editora excelente y su asistente, Katie Day, extremadamente
servicial. Ha sido un placer trabajar con las dos.
A la Universidad de Puerto Rico, por admitirme, cuando muchos de mis amigos fueron rechazados.
A la Universidad de Miami, donde doy clases desde 1985. Quiero agradecer a esa estupenda institución las
oportunidades que me ha dado y su constante fe en mí.
Al difunto doctor Ronald Bauer, un educador excelente y un visionario que, en nuestra última comida antes
de su muerte, me animó a escribir este libro.
A Michael LeBoeuf, autor de excelentes libros sobre negocios, por su amistad y por todo lo que me ha ense-
ñado.
Al difunto Sam Walton, que empezó con un pequeño negocio y en pocos años lo convirtió en una empresa
gigante, Wal-Mart, la empresa con más empleados del mundo. Es un claro ejemplo de la sabiduría de resistirse
a los malvaviscos.
A mis clientes en todo el mundo, por permitirme enseñar el principio de los malvaviscos y animarme a
convertir mis enseñanzas en un libro.
También me gustaría dar las gracias a todas aquellas personas que me han inspirado y han compartido
ideas conmigo que he adoptado y he intentado inculcar a los demás. Mis disculpas a todo aquel que no he
nombrado individualmente. Me gustaría daros el reconocimiento que os merecéis en mi página web,
www.askjoachim.com, y os invito a que me escribáis un correo electrónico a esta dirección.

Ellen

Quiero dar infinitas gracias a mi coautor, Joachim, no sólo por compartir este gran proyecto editorial conmigo,
sino por introducirme al estilo de vida «de resistencia a los malvaviscos»; a mi agente literaria, Jane Dystel,
por la fe que ha tenido en mí desde hace mucho tiempo, su apoyo constante y su persistente confianza en mí;
a mi abogado, Scout Schwimer, cuya inteligencia y talento sólo han sido superados por su ingenio y
compasión; y a mi editora, Denise Silvestre, por hacer mejoras muy útiles —y poco dolorosas— al manuscrito.
ANÁLISIS PREPARÁBOLA

Nacido en la riqueza, pero sumido en la pobreza cuando era sólo un adolescente, crecí sabiendo más acerca
de los peligros de perder el éxito que acerca de cómo conseguirlo. Aunque mis padres en su madurez se recu-
peraron después de haberlo perdido todo, jamás recobraron una mentalidad emprendedora. Yo asimilé mejor
sus miedos que sus logros. Esos temores estimularon mi deseo de triunfar económicamente y fueron los
responsables, en parte, de que me dedique a enseñar a la gente cómo conseguir sus objetivos. Me convertí en
conferenciante sobre temas de motivación personal, que ha inspirado a miles de ejecutivos y atletas
profesionales a alcanzar sus metas mediante el uso de unos principios eficaces del éxito. Pero en ese tiempo
no me di cuenta de que estaba dejando a un lado una parte muy importante de la fórmula.
Entonces leí acerca de la teoría de los malvaviscos y mi vida cambió de la misma forma que va a cambiar la
tuya.
Después de que mi familia lo perdiera todo, las cosas nunca volvieron a ser iguales. Mis padres ya nunca
fueron los mismos, y yo tampoco. Creo que mi padre temía perderlo todo otra vez, así que se sobreprotegía.
Después de recuperar su riqueza, seguía conduciendo un viejo Chevy. No se compró un Cadillac hasta que
cumplió los ochenta y uno (y murió en ese mismo Cadillac dos años después). Inconscientemente,yo sentía el
mismo miedo, pero reaccioné de forma opuesta y me gastaba todo lo que ganaba. Vivía de forma lujosa:
derrochaba el dinero en viajes, mujeres, regalos, coches último modelo y joyas caras. Nunca ahorraba ni un
céntimo y gastaba más de lo que ganaba. Me comía todos los malvaviscos tan pronto como llegaban a mis
manos.

* Dulce esponjoso elaborado a partir de la raíz del malvavisco, muy popular en Estados Unidos y que se asemeja a una «nube».
(N. de la t.)
Ahora mismo debes estar preguntándote por qué mi padre no me paró, por qué no intentó inculcarme los
mismos valores económicos que él había aprendido. Mi padre nunca me enseñó el secreto del éxito porque ni
siquiera él lo entendía. No fue su conocimiento teórico lo que le permitió poner en práctica ese secreto, sino su
miedo a perderlo todo otra vez. Cuando eres muy rico y, de repente, te despiertas sin nada, aprendes
lecciones muy importantes de la vida. Pero no siempre tienes tiempo para pensar en ellas, y mucho menos
para enseñárselas a otros. En consecuencia, el secreto para conseguir la riqueza fue siempre un misterio para
mí, un misterio que después me propuse resolver. Quería entenderlo y ser capaz de explicarlo
coherentemente:
• Por qué determinadas personas lo consiguen y otras no.
• Por qué determinadas personas triunfan y otras fracasan.
• Por qué un 90 por ciento de las personas que llegan a los sesenta y cinco años no tiene suficiente dinero y
debe seguir trabajando, dependiendo de la Seguridad Social o rezando para que su hijo se convierta en
médico o abogado y lo pueda ayudar durante los últimos años de su vida.

He disertado sobre temas de motivación durante más de treinta años. He impartido conferencias para
algunas de las mejores empresas del mundo en más de treinta países y he conseguido una extensa cartera de
clientes. También he trabajado en deportes, motivando a deportistas en la Asociación Nacional de Baloncesto
y en las Olimpiadas. Me he dado cuenta de que en el deporte también se puede aplicar la misma pregunta:
¿Por qué algunos atletas lo consiguen y otros no? Está claro que no sólo cuentan el talento o las capacidades.
El mundo está lleno de atletas con talento que jamás triunfan y lleno de atletas con menos talento que, sin
embargo, sí que han triunfado.
Mi empeño por encontrar el verdadero secreto del éxito me llevó a investigar más. Durante ese proceso,
encontré un estudio psicológico realizado por un psicólogo estadounidense muy prestigioso, el doctor Wal-ter
Mischel.
No entraré en detalles aquí, ya que leeréis sobre el estudio en el resto del libro, pero dejadme que os diga
una cosa: descubrí el secreto de por qué algunos triunfan y otros fracasan. Pensé que la lección era tan impor-
tante que decidí escribir un libro con la ayuda de Ellen Singer, la brillante coautora de este libro.
Ahora escuchad esto: este principio debe enseñarse a todo el mundo. Lo que estoy a punto de contar es la
diferencia entre ser rico y ser pobre. Es un secreto que debe revelarse a todos los niños del mundo. Yo se lo
enseñé a mi hija. Ahora te lo quiero enseñar a ti para que puedas transmitírselo a tus hijos.
Este libro es para emprendedores, empleados de empresas y gente que trabaja por su cuenta. Es para
atletas y para todo aquel que quiera tener éxito en la vida. También está dirigido a los maestros, profesionales
que tienen una responsabilidad muy importante en la educación de los jóvenes. Y sí, también es para aquellos
adolescentes que quieren cambiar su comportamiento y triunfar en la vida.
Pero antes de que empieces a leer la parábola de los malvaviscos te haré una pregunta.
Hay tres ranas que van flotando sobre una hoja río abajo. Una de ellas decide saltar al río. ¿Cuántas ranas
quedan en la hoja?
La mayor parte de la gente contestará que quedan dos.
Respuesta incorrecta.
Quedan tres ranas sobre la hoja.
¿Por qué?
Porque decidir saltar y saltar son dos cosas diferentes.
¿Cuántas veces has decidido perder peso y, después de tres meses, los números en la báscula siguen
siendo los mismos? ¿Cuántas veces has decidido dejar de fumar y has fumado un cigarrillo la primera noche
que has salido? ¿Cuántas veces has decidido poner orden en el trastero el fin de semana y el lunes te das
cuenta de que está peor todavía?
Si esto te suena, espero que decidas leer este libro, apliques lo que aprendas a tu vida y saltes (¡adelante!)
hacia el éxito.
Sir Francis Bacon dijo: «El conocimiento es poder.» Tenía razón, pero se olvidó de una palabra que haría su
frase perfecta: «El conocimiento aplicado es poder.» Si sabes pero no actúas, no sabes. Es así de simple.
Lee el libro y aplica todo lo que aprendas. Tu vida nunca volverá a ser igual. Te lo prometo.
Yo aprendí el secreto. Dejé de comer todos los malvaviscos. Cuando acabes el libro tú también lo harás.
JOACHIM DE POSADA
Comer malvaviscos es autodestructivo | 4

PARABOLA

1. Comer malvaviscos es autodestructivo

Jonathan Patient, normalmente tranquilo y seguro de sí mismo, se sentía un poco decaído después de una
tensa reunión de trabajo. Cuando llegó a la limusina, encontró a su chófer devorando el último trozo de
hamburguesa cubierta de ketchup que le quedaba.
—¡Arthur, estás comiendo malvaviscos otra vez! —le regañó.
—¿Malvaviscos? —Arthur estaba tan sorprendido por el tono de enfado de su jefe como por las palabras del
magnate (Jonathan Patient era famoso por su lenguaje críptico)—. Era un Big Mac, de verdad. No recuerdo la
última vez que me comí un malvavisco. Este año ni siquiera tuve gominolas en mi cesta de Pascua, y creo que
no me he comido un malvavisco desde...
—Cálmate, Arthur. Sé que no te estabas comiendo un malvavisco de verdad. Me he pasado la mañana ro-
deado de devoradores de malvaviscos y me he sentido frustrado al ver que tú hacías lo mismo.
—Creo que me va a explicar una historia, señor Patient. ¿Quiere que conduzca mientras la va contando?
—Por favor, Arthur. Esperanza está cocinando su mundialmente famosa paella, tu plato favorito, si no
recuerdo mal. Le pedí que empezara a servirla en veinte minutos, a la una en punto, lo que enlaza con mi his-
toria, ya verás.
—¿Qué tienen que ver los malvaviscos con todo esto, señor Patient?
—Paciencia, Arthur. Pronto lo descubrirás.
Mientras guardaba el crucigrama del New York Times ya casi resuelto en la visera del asiento contiguo,
Arthur puso el coche en marcha, un Lincoln Town Car, y se mezcló con el tráfico del centro de la ciudad. Jona-
than Patient se acomodó en el asiento de piel y empezó a contar su historia.
—Cuando tenía cuatro años participé en un experimento que luego se haría famoso. Tenía la edad ade-
cuada en el momento adecuado. Mi padre estudiaba en Stanford, se estaba sacando un máster, y uno de sus
profesores buscaba niños en edad preescolar para un experimento de investigación acerca de los efectos de
posponer la gratificación en los niños.
»Básicamente, ponían a niños como yo en una habitación, de uno en uno. Entraba un adulto y dejaba un
malvavisco delante del niño. Entonces te decía que tenía que irse de la habitación durante quince minutos y
que si no te comías el malvavisco en su ausencia te recompensaría con dos cuando volviera.
—Un trato de uno a cambio de dos. ¡Un rendimiento del ciento por ciento de tu inversión! Eso resultaría
fascinante incluso para un niño de cuatro años —reflexionó Arthur.
—Desde luego. Pero cuando tienes cuatro años, quince minutos es mucho tiempo. Y, sin nadie alrededor
que te dijera «no», era increíblemente difícil resistirse al malvavisco —dijo Jonathan.
—¿Y se comió el malvavisco?
—No, pero estuve a punto una docena de veces. Incluso lo chupé un momento. Era horrible no poder
comérmelo. Intenté cantar, bailar, hacer cualquier cosa que se me ocurrió para distraerme. Finalmente,
después de un tiempo que me parecieron horas, la mujer volvió.
—¿Y... te dio un segundo malvavisco?
—Por supuesto. Y fueron los mejores malvaviscos que he comido en mi vida.
—Pero, ¿cuál era el objetivo del experimento? ¿Se lo dijeron?
—No en ese momento. No lo supe hasta años después. Los mismos investigadores reunieron a todos los
«niños malvavisco» que pudieron localizar; creo que éramos unos seiscientos en el primer estudio, y pidieron a
los padres que los puntuaran en una serie de habilidades y rasgos.
—¿Y que dijeron tus padres sobre ti?
—Nada. Nunca les llegó el cuestionario. Yo tenía catorce años y nos habíamos mudado varias veces. Pero
los investigadores encontraron casi a cien familias y los resultados fueron sorprendentes.
»Los niños que no se comieron el malvavisco, e incluso aquellos que aguantaron más tiempo, eran mejores
en la escuela, se llevaban mejor con los otros niños y controlaban mejor el estrés que los niños que se
comieron el malvavisco poco después de que el adulto dejara la habitación. Los resistentes al malvavisco
tenían mucho más éxito que los devorado-res de malvaviscos.
—Eso lo describe a la perfección —dijo Arthur—, pero no lo capto. ¿Cómo puede ser que no comerte un
malvavisco a los cuatro años te convierta en un editor web multimillonario a los cuarenta?
—No lo logra de forma directa, claro. Pero la habilidad para posponer la gratificación por voluntad propia es
un buen indicador del éxito futuro.
—Pero, ¿por qué?
—Volvamos a la observación que he hecho cuando he visto comerte el Big Mac. ¿No fuiste tú quien me dijo
esta mañana que Esperanza te había prometido guardarte un buen plato de paella para comer?
—Es cierto, me prometió el mejor plato, el que tuviera más langosta, pero se supone que usted no podía
enterarse.
—¿Y qué estabas haciendo treinta minutos antes de que Esperanza te sirviera la mejor paella de la ciudad?
—Comerme un Big Mac, ¡comer el malvavisco! Lo capto. No podía esperar y perdí el apetito con algo que
puedo tener en cualquier momento.
—Correcto. Buscaste la gratificación instantánea en vez de tener paciencia para algo que realmente que-
rías.
—¡Vaya! Tiene razón. Pero continúo sin entender la idea general. ¿Tiene algo que ver comer o no comer
malvaviscos con el hecho de que usted esté sentado en el asiento trasero, relajado, mientras yo estoy con-
duciendo aquí delante?
—Claro, Arthur. Tiene mucho que ver. Pero te explicaré más mañana, cuando me lleves de nuevo a la ciu-
dad, a las nueve. Hemos llegado a casa y voy a disfrutar de una espléndida comida. ¿Tú qué planes tienes?
—Evitar a Esperanza hasta que vuelva a tener hambre.
Arthur dejó a Jonathan Patient. Abrió la puerta del coche y la de la casa al hombre que durante cinco años le
había dado un sueldo y, cuando se prestaba a escuchar, valiosas lecciones. Todavía no sabía por qué, pero
sospechaba que la lección de los malvaviscos se convertiría en la más importante de todas. Sin pensar más en
ello, Arthur salió de la finca, condujo hasta una tienda cercana y compró una bolsa de malvaviscos.
2. Los triunfadores cumplen sus promesas

—Buenos días, señor P. Espero que cumpla su promesa y me explique la historia de los malvaviscos. No dejo
de darle vueltas.
—Te explicaré todo lo que pueda hasta que lleguemos a la ciudad. Seguiré contándote todo lo que quieras
saber en cada viaje que hagamos. Los triunfadores no rompen sus promesas.
Jonathan se escurrió en el asiento trasero mientras Arthur sujetaba la puerta.
—¿En serio, señor P? En los negocios siempre se oye hablar de gente que miente y que incumple pactos.
—Es cierto, Arthur. Y algunas personas consiguen hacer mucho dinero sin mantenerse fieles a su palabra.
Sin embargo, más tarde o más temprano, les llega su hora. Es más probable que la gente dé los resultados
que esperas si confían en ti. Pero ésa es otra historia. Y, Arthur...
—¿Sí, señor P? —preguntó Arthur, que aún seguía de pie sujetando la puerta trasera.
—Cuanto antes subas al coche, antes podré seguir con la historia de los malvaviscos.
—¡Oh! ¡Claro! De acuerdo, señor P. —Arthur se puso la gorra, se metió a toda prisa en el coche y puso el
motor en marcha.
—Bien, Arthur, si no recuerdo mal, querías que te explicara la teoría de los malvaviscos. Querías saber por
qué los resistentes a los malvaviscos tienen más éxito que los devoradores de malvaviscos.
—Sí, quiero saber si éste es el secreto por el que usted ha triunfado y yo me siento realizado de forma
limitada.
—«Realizado de forma limitada.» Es una expresión inteligente. Ahora entiendo por qué se te dan tan bien
los crucigramas que haces mientras me esperas.
—Gracias, señor P. Siempre he sido bueno con las palabras. Aunque no tengo muchas oportunidades de
usarlas.
—Eso puede cambiarse, Arthur, y yo te enseñaré la manera. Pero, primero, volvamos a tus primeros
tiempos de devorador de malvaviscos. Empezaremos en el instituto. ¿Qué coche conducías?
—¡Oh, señor P, tenía el mejor coche! Un Corvette descapotable de color rojo, un imán infalible para las
chicas. Incluso conseguí que la reina del baile de fin de curso se diera un paseo conmigo.
—¿Y fue ésa la razón que te llevó a comprarlo? —contestó.
—¿Conseguir chicas bonitas? Por supuesto. Y funcionaba. Mi agenda estaba llena, desde Angélica hasta
Zoé.
—Me lo creo. ¿Cómo pagaste el coche, Arthur? ¿Te lo regalaron?
—No, utilicé el dinero que me dieron cuando cumplí dieciséis años para pagar la entrada. Entonces tuve que
buscarme un trabajo para pagar las mensualidades y el seguro, y luego necesité un segundo trabajo para
gastar dinero con las chicas que querían quedar conmigo. Y si el coche se estropeaba tenía un buen problema;
suplicaba a mis jefes que me dejaran hacer horas extras para poder arreglar el coche antes del fin de semana.
Casi siempre estaba sin blanca.
—Ese Corvette era un gran malvavisco, ¿no?
—Eh... ¿Qué? ¡Ah! Era la gratificación instantánea esa, ¿no? Tenía que tener el mejor coche y las chicas más
guapas inmediatamente; ahora no me queda nada de eso. Ni siquiera tengo coche, conduzco el suyo, y las chi-
cas con clase no se interesan por un tipo que lleva gorra de chófer. Es deprimente, señor P. Pero no va a
negarme que eso es lo que quiere cualquier chico en el instituto: un buen coche y chicas guapas. ¿No era su
caso?
—Claro, a mí también me pasaba, Arthur. En el instituto envidiaba a menudo a los chicos como tú. ¿Sabes
qué tipo de coche llevaba yo? Un Morris Oxford que tenía diez años. Fue el medio de transporte más barato
que pude encontrar. De hecho, me costó trescientos cincuenta dólares, pero me servía para ir del trabajo a la
escuela e incluso llevaba a las chicas que, de vez en cuando, querían quedar conmigo. Ni el coche ni yo
éramos imanes para las chicas, como tú lo liamas, pero decidí ahorrar para la universidad. Creía que la
educación era la clave para conseguir todas las cosas buenas que quería en la vida. No me comí el malvavisco
y mira lo que tengo a cambio.
—Infinitos malvaviscos, señor P. Y cuando era soltero, seguro que tenía algunos sabrosos malvaviscos del
género femenino, suaves y esponjosos allí donde nos gusta.
—Sí, Arthur, tienes razón —dijo lonathan con una media sonrisa—, aunque no era éste el ejemplo que tenía
en mente. A ver éste; si te ofrezco un millón de dólares hoy o la suma de un dólar multiplicado por dos cada
día en los próximos treinta días, ¿con qué te quedarías?
—Señor P, no soy tonto. Escogería el millón de dólares. ¡No me diga que usted escogería un triste dólar
multiplicado por dos durante treinta días!
—Te has comido el malvavisco otra vez, Arthur. Vas a lo evidente en lugar de pensar a largo plazo. Deberías
haber elegido el dólar. Así tendrías más de quinientos millones de dólares, pero te has conformado con sólo un
millón.
—No puedo creérmelo, señor P. Pero sé que usted nunca me miente, así que será verdad.
—Sí, Arthur, es el poder impresionante de resistirse a un malvavisco. Quinientos millones de dólares en un
mes es mucho mejor que un millón en un día.
—De acuerdo, señor P, creo que está empezando a convencerme. Pero ¿qué hago con la teoría?, ¿cómo la
aplico en mi vida? Y ¿cómo la aplica usted en la suya?
—Casi hemos llegado a la oficina, Arthur, así que no puedo contestarte a las preguntas. Deja que te ponga
un breve ejemplo. ¿Te acuerdas de ayer, cuando me quejé de que la gente de la reunión eran unos de-
voradores de malvaviscos y empezamos esta conversación?
—Claro, creo que es la primera vez que le he visto la corbata fuera de lugar.
—Negociábamos un trato para vender nuestros cursos virtuales de formación en ventas a una empresa muy
importante de Latinoamérica. Querían comprar un curso que, debido al tamaño de la empresa, habría
supuesto un trato de un millón de dólares. Yo estaba presionando, como hago siempre, para vender un
paquete con más servicios, cursos y seminarios, lo que habría significado establecer una relación con la
empresa a largo plazo: diez millones de dólares para empezar y un contacto importante en el mercado latinoa-
mericano.
—¿Y qué pasó?
—El presidente de la empresa se encontraba fuera de la ciudad y recibimos una llamada del vicepresidente.
Quería reunirse con nosotros. Nuestro vicepresidente de ventas quiso cerrar la venta cuando el otro
vicepresidente le dijo exactamente lo que quería: el paquete de un millón de dólares. Debería haber rechazado
la solución fácil e investigar qué necesidades tenían. Fue a por el malvavisco, Arthur, en vez de desarrollar una
propuesta lo suficientemente persuasiva como para conseguir el trato de diez millones de dólares. Esto pasa
muy a menudo, Arthur, en muchas empresas de todo el mundo.
—Pero consiguieron un trato de un millón de dólares. No es lo que quería, pero no está nada mal, ¿no?
—Todavía no hemos firmado nada. Y la cosa va a peor. Ayer el presidente de la empresa me llamó y me
preguntó por qué nos habíamos echado atrás en lo de la relación a largo plazo. Pensó que había incumplido mi
palabra. Se sentía ofendido, pensaba que habíamos perdido nuestra confianza en él. Se negó a firmar un
acuerdo con una empresa que sólo pensaba en los beneficios inmediatos y que era incapaz de encontrar una
solución que se ajustara perfectamente a sus necesidades.
—¡No quiso hacer tratos con devoradores de malvaviscos!
—Exacto. Por comer el malvavisco, podemos perder el contrato de un millón de dólares y el de diez millones
de dólares.
—¿Lo puede arreglar?
—Estoy a punto de descubrirlo, Arthur. En cualquier caso, será un día muy largo, y quizá dure hasta tarde.
Puedes irte a casa, te llamaré si necesito que vengas a buscarme.
—Buena suerte, señor P. ¡Lo estaré apoyando!
—Gracias, Arthur.
Arthur regresó a la finca del señor Patient, aparcó en el garaje de seis plazas y caminó hasta su casa, la
antigua cochera de la finca donde vivía, sin pagar alquiler, como parte de su salario. Su vida era bastante
cómoda: un trabajo poco estresante y sin gastos importantes. Sin embargo, después de cinco años, ¿qué
había logrado? Nada en el banco y unos sesenta dólares en el bolsillo. Y ningún plan más allá de la próxima
semana.
Arthur suspiró, entró en la casa modestamente amueblada y tomó la bolsa de malvaviscos que había
comprado el día anterior. La abrió e hizo un gesto como si fuera a llevarse uno a la boca. Entonces paró y lo
dejó en la mesilla de noche.
«Si sigue ahí mañana —se dijo— tendré dos.»

3- Practicar la resistencia al malvavisco

El valor de la confianza y el poder de la influencia


A la mañana siguiente, cuando Arthur se levantó, sacó otro malvavisco de la bolsa y pensó en comerse los
dos. Pero prefirió esperar. Podía comérselos cuando llegara a casa por la noche o comerse cuatro al día
siguiente por la mañana. En esos momentos lo que de verdad le apetecía era la información que le podía dar
Jonathan Patient, y debía conducir al menos una hora para conseguirla. Su jefe había pasado la noche en la
oficina y lo esperaba para que lo llevara a una cita que tenía en la otra punta de la ciudad.
—Tiene buen aspecto, señor P. ¿Mató a muchos devoradores de malvaviscos anoche?
—No, pero es probable que haya convertido a unos cuantos. Mantuve una larga conversación con el pre-
sidente de la empresa latinoamericana, e incluso le conté la historia de los malvaviscos. ¡Y dijo que
aceptaba el trato de diez millones de dólares si le prometía incluir la historia en los cursos!
—Es increíble, señor P, estoy impresionado. Partió de un trato de un millón de dólares, lo transformó en uno
de diez, después vio cómo se convertía otra vez en un trato de un millón, luego en uno de cero dólares, y de
nuevo en un trato de diez millones de dólares. ¡Eso sí que es multiplicar malvaviscos!
—Gracias, Arthur, estoy muy satisfecho. Si te apetece, tengo otra historia que contarte.
—Por supuesto, señor P. ¿Tiene algo que ver con la teoría de los malvaviscos.?
—Primero te cuento la historia y luego tú decides. Puedes hacer el análisis postanécdota.
—El análisis postanécdota, el AP. Me gusta. Adelante, señor P.
—Hace algunos años tuve el placer de conocer a Arun Gandhi, el nieto del gran Mahatma Gandhi.
—He ahí una persona que no se comía los malvaviscos. Para conseguir lo que quería, a menudo no comía
nada de nada.
—Correcto, Arthur. Mahatma Gandhi era muy modesto acerca de lo que consiguió pacíficamente. ¿Sabes lo
que dijo una vez sobre el secreto del éxito?
—No, pero usted me lo va a contar, ¿verdad, señor P?
—Si no recuerdo mal, la cita decía algo así: «No me considero más que un hombre normal con capacidades
por debajo de lo normal. No tengo la menor duda de que cualquier hombre o mujer puede conseguir lo que yo
he conseguido si le pone el mismo empeño y mantiene la misma esperanza y fe que yo.»
—Empeño y fe. ¿Usted cree en todo eso, señor P?
—Sí, claro. Son caminos más largos hacia el éxito, pero están llenos de ilusiones y recompensas mayores. •
—¡Megamalvaviscos! Pero ¿qué pasó cuando conoció al nieto?
—Respetaba mucho al Mahatma, por supuesto, y me contó que su padre lo envió a vivir con su abuelo de
los doce a los trece años y medio.
—Cuando tenía esa edad, a mi madre le hubiera encantado enviarme a algún sitio, a cualquier sitio.
—Sí, estoy seguro de que a mi padre también le habría gustado. Cuando entran en la adolescencia, los
niños son complicados. Arun me contó que aprendió mucho de Mahatma Gandhi acerca de la disciplina y el
uso inteligente del poder. Me explicó que Mahatma, que entendía el valor de su firma, conseguía dinero a
cambio de su autógrafo y se lo entregaba a los pobres. Pero me dijo que fue su padre quien, unos años
después, cuando tenía diecisiete años, le enseñó la lección más valiosa:
»Me dijo que su padre le pidió que lo llevara en coche a una reunión en un edificio de oficinas a unos quince
kilómetros de su casa. Cuando llegaron, le pidió que llevara el coche al mecánico, que esperara a que lo
arreglaran y que volviera a recogerlo a las cinco de la tarde, ni un segundo más tarde. Insistió mucho en la
hora. Había trabajado sin parar en los últimos días, estaba cansado y quería marcharse de la oficina a las cinco
en punto.
»Arun dijo que lo había entendido y llevó el coche al mecánico. Al mediodía, pensaba ir a comer algo y
volver, pero el mecánico le devolvió las llaves del coche y dijo que estaba listo.
—Uh... Un chico de diecisiete años, un coche y cinco horas libres no son una buena combinación —dijo
Arthur.
—Exacto. Arun empezó a dar vueltas con el coche. Vio un cine y entró a una sesión doble. Estaba disfru-
tando tanto de las películas que no pensó en mirar el reloj hasta que acabó la segunda, a las 18.05. Fue
corriendo hasta el coche y se apresuró a llegar al edificio donde lo esperaba su padre. Y allí estaba él, com-
pletamente solo, esperando a su hijo.
»Arun saltó del coche y se disculpó por el retraso.
»—Hijo, ¿qué te ha pasado? Estaba preocupado. ¿Qué ha pasado?
»—Han sido esos estúpidos mecánicos, padre. No averiguaban qué le pasaba al coche y han acabado justo
ahora. He venido tan pronto como han acabado.
»E1 padre de Arun se quedó en silencio. No le contó a su hijo que a las cinco y media había llamado al
mecánico porque estaba preocupado por él, y que sabía que el coche estaba listo desde el mediodía. Sabía
que su hijo mentía. ¿Qué crees que hizo él entonces?
—¿Darle un cachete?
—No, pero yo también pensé eso.
—¿Castigarlo durante una semana y no dejarle usar el coche nunca más?
—No.
—¿Prohibirle ver a su novia o hablar con ella por teléfono durante un mes? —No.
—Está bien, me rindo. ¿Qué hizo? —Le dio las llaves del coche y le dijo: «Hijo, ve a casa con el coche. Yo debo
ir andando.» —¿Qué? —dijo Arthur.
—Eso mismo le preguntó Arun a su padre. Estaban a quince kilómetros. Pero espera a oír la respuesta del
padre: «Hijo, si en diecisiete años no he conseguido que confíes en mí, debo de ser muy mal padre. Volveré
andando a casa y meditaré en qué he fallado. Te pido perdón por haber sido tan mal padre.»
—¡No me lo puedo creer! ¿De verdad hizo eso el padre? Quizá sólo intentaba hacer sentir culpable al chico.
—El padre empezó a andar. Arun se subió al coche y empezó a conducir despacito al lado de su padre,
suplicándole que se subiera. El padre se negó y continuó andando, diciendo: «No, hijo. Ve a casa, ve a casa.»
Arun siguió conduciendo a su lado durante todo el camino, mientras le pedía una y otra vez que se subiera al
coche. El padre le respondió siempre que no, y llegaron a casa casi cinco horas y media después, a las once y
media de la noche.
—Es increíble. ¿Qué pasó después?
—Nada. El padre entró en casa y se fue a la cama. Le pregunté a Arun qué había aprendido de esa expe-
riencia tan increíble y me contestó: «No he vuelto a mentir a nadie desde entonces.»
—Vaya, señor P, ¡es impresionante!
—Lo es. Aprendí lecciones muy importantes de esta historia.
—Cuéntemelas, señor P, por favor.
—Lo haré, pero primero dime qué has aprendido tú. ¿Tiene algo que ver con la teoría de los malvaviscos?
Arthur se quedó callado durante unos minutos, cosa rara en él. Casi habían llegado a su destino cuando con-
testó:
—La solución fácil al problema hubiera sido gritar, amenazar, pegar o castigar al chico. Si yo hubiera sido el
padre, eso me habría hecho sentir bien al momento. Habría sido una gratificación instantánea. Pero si se
trataba de enseñarle una lección al chico, habría sido como comerse el malvavisco. El padre desahogándose y
el hijo arrepintiéndose... Luego los dos olvidarían el incidente casi inmediatamente. La verdad es que el chico
podría haber hecho cosas mucho peores con el coche ese día. Si el padre le hubiera dado un bofetón por llegar
tarde y mentir, se hubiera sentido castigado. Quizá hubiese estado arrepentido, o resentido, o tal vez
asustado, pero el incidente habría sido una gamberrada más típica de adolescentes. Pero al posponer la
gratificación, y me cuesta entender cómo pudo tener tanto autocontrol, tuvo una influencia mayor en su hijo, y
para toda la vida. ¿Es eso, señor P?
—No sólo eso, Arthur, pero estoy de acuerdo. La historia muestra claramente que hace falta mucha fuerza
de voluntad para no comerse el malvavisco, pero también muestra el impacto que podemos conseguir si no
caemos en la tentación y nos concentramos en las recompensas a largo plazo.
—¿Qué más aprendió, señor P?
—Que no podemos controlar a las otras personas ni la mayoría de acontecimientos, pero en cambio sí
podemos controlar nuestro comportamiento. Y la forma en que nos comportamos puede tener un impacto
enorme en el comportamiento de los demás. Nuestra forma de reaccionar ante un acontecimiento es más
importante que el acontecimiento en sí mismo. Dar ejemplo nos da mucho poder de influencia: el poder de la
persuasión. Y ésta es el arma más poderosa para triunfar.
—¿Puede explicármelo un poco más, señor P?
—Claro, Arthur. Antes o después, cualquier triunfador se da cuenta de que para conseguir lo que quiere de
los demás, éstos deben querer ayudarte. Sólo hay seis caminos para conseguir que la gente haga cosas: la
ley, el dinero, la fuerza física, la presión emocional, la belleza o la persuasión. De todos ellos, la persuasión es
el más poderoso. Te lleva a otro nivel. El padre de
Arun Gandhi lo convenció para que fuera honesto durante el resto de su vida. Yo convencí al presidente de la
empresa latinoamericana para que firmara un contrato de diez millones de dólares y espero haber convencido
a mi vicepresidente de ventas para que pare de devorar malvaviscos.
—Muy bien, señor P. Estamos llegando a su próxima cita. Me hubiera gustado encontrar más tráfico y seguir
escuchando sus historias. He estado tomando notas, no mientras conducía, sino cuando llegaba a casa.
¿Podría resumirme en pocas palabras lo que me ha contado hoy?
—Claro, Arthur. Puedes escribir esto: «Los triunfadores están dispuestos a hacer cosas que la gente sin
éxito no está dispuesta a hacer.» Ésa es mi filosofía, y mañana prometo contarte al menos una historia para
ilustrarla.
Cuando Arthur volvió a casa miró los dos malvaviscos que había en la mesita de noche. Sonrió porque,
aunque tenía hambre, no sentía la tentación de comérselos; quería ver cuántos podía acumular. Sacó una
libreta y anotó las cosas que había aprendido, clasificándolas en diversas categorías:

• No te comas el malvavisco enseguida. Espera el momento adecuado y podrás comerte más.


• Los triunfadores cumplen sus promesas.
• Un dólar multiplicado por dos cada día durante treinta días equivale a más de quinientos
millones de dólares. Piensa a largo plazo.
• Para conseguir lo que quieres de los demás, éstos, deben querer ayudarte y confiar en ti.
• La mejor manera de conseguir que la gente haga lo que quieres es influyendo en ella.
• Los triunfadores están dispuestos a hacer cosas que la gente sin éxito no está dispuesta a
hacer.

4. Lo que los triunfadores están dispuestos a hacer

—Y bien, señor P —dijo Arthur sin preámbulos tan pronto como Jonathan se sentó en su lugar habitual en la
parte trasera del Lincoln—. ¿Puede darme algún ejemplo de lo que los triunfadores están dispuestos a hacer y
la gente sin éxito no?
—Buenos días, Arthur —contestó.
—Buenos días, señor P. No quería ser maleduca-do, pero tengo muchas ganas de saber más sobre lo que se
debe hacer para triunfar.
—Me gusta oír eso, Arthur, y no me has molestado. Intentaré darte dos ejemplos de camino a la ciudad.
—Gracias, señor P.
—¿Conoces a Larry Bird?
—¿El jugador de baloncesto de los Celtics de Boston? Claro.
—Al final de su carrera, después de haberse convertido en un jugador muy famoso, e incluso jugando en un
equipo mediocre, tenía la costumbre de llegar antes que los demás y seguir un laborioso ritual.
—¿Qué hacía?
—Botaba el balón poco a poco, por toda la pista, con la cabeza gacha todo el tiempo. ¿Por qué? Com-
probaba cada centímetro de la pista, todos y cada uno de sus rincones para saber dónde estaban las imper-
fecciones, de manera que, si su equipo iba ganando o perdiendo por un punto y él tenía la pelota, nunca per-
dería el control al botarla en un sitio de la cancha donde pudiera desviarse.
—¿En cada partido? Es increíble.
—¿A que sí? Ahí tenemos a un hombre que ganaba millones de dólares, completamente solo en la pista y
haciendo lo que nadie hacía. Triunfó porque estaba dispuesto a hacer lo que la gente sin éxito no está
dispuesta a hacer. Larry Bird no tenía ninguna habilidad destacable, a excepción de un tiro excelente. En la
liga, en una clasificación de los jugadores que logran saltar más alto, él hubiera sido el número 253, y si
hubiera sido de los que más corren, quizá hubiera alcanzado el puesto 146. No había nada especial en él que
lo hiciera destacar de los demás. Sin embargo, es uno de los cincuenta mejores jugadores en la historia del
baloncesto.
»Estaba dispuesto —continuó Jonathan— a trabajar más duro y de forma más inteligente que los demás, y
consiguió triunfar más que otros jugadores con más aptitudes. Incluso se decía que cada día se entrenaba
tirando trescientos tiros libres.
—¿Y dice que lo hacía incluso después de llegar a lo más alto, cuando podía haberse sentado cómodamente
a comer una bolsa entera de malvaviscos y seguir ganando un salario multimillonario? Es impresionante.
Podría haberse retirado tranquilamente, pero no lo hizo.
—Exacto. Se tomaba cada partido como si fuera el primero y cada oportunidad de entrenar con la misma
seriedad, incluso cuando la competencia no merecía tanto esfuerzo.
—Si quiere, creo que tenemos tiempo para otro ejemplo, señor P.
—Tengo otro ejemplo del mundo del deporte. He visto que a veces llevas una gorra de los Yankees de
Nueva York. ¿Eres aficionado?
—Voy a los partidos siempre que puedo.
—Entonces habrás oído hablar del receptor Jorge Posada.
Arthur asintió con la cabeza.
—Cuando Jorge Posada era más joven, su padre, Jorge Luis, le preguntó si quería llegar a las Grandes Ligas.
Jorge Luis es ojeador para los Rockies de Colorado y jugó en el equipo olímpico cubano. Conoce bien el béisbol
y los deportes.
»—Sí, papá. Quiero ser jugador de béisbol profesional y quiero jugar en las Grandes Ligas —dijo Jorge.
»—Está bien, hijo, a partir de mañana, vas a ser receptor.
»—Pero, papá, ¡yo soy segunda base, no receptor!
—protestó Jorge. Jorge discutió con su padre para que lo dejara ser segunda base, pero el padre se negó.
»—Si quieres llegar a ser un jugador de béisbol en las Grandes Ligas debes ser receptor. Sé lo que digo.
»Jorge aceptó y al día siguiente se convirtió en receptor. El entrenador del equipo donde jugaba no quería
un receptor y lo echó. Tuvo que buscar otro equipo. Finalmente, lo aceptaron como suplente. Un día, el
receptor titular se lesionó la rodilla y Jorge empezó a jugar como receptor. No era muy bueno, pero tenía
aptitudes y el entrenador estaba dispuesto a formarle.
»Otro día, Jorge Luis le preguntó a su hijo si todavía quería jugar en las Grandes Ligas. Jorge dijo que sí.
»—Bien, entonces mañana empezarás a batear con la izquierda.
»Una vez más, Jorge discutió con su padre.
»—Pero, papá, yo soy diestro.
»—Si quieres llegar a las Grandes Ligas, debes poder batear con ambos brazos.
»Jorge aceptó. Empezó a batear con la izquierda e hizo, según él, dieciséis strikes out seguidos, según su
padre, veintitrés, hasta que consiguió un hit.
En 1998, Jorge bateó diecinueve carreras completas y diecisiete fueron con la izquierda. En el 2000, bateó
con la izquierda y logró una carrera completa, e hizo otra con la derecha en el mismo partido. Bernie Williams
hizo lo mismo. Era la primera vez en la historia que dos jugadores del mismo equipo conseguían algo así. En el
2000 Jorge logró veintiocho carreras completas y, junto con Derek Jeter, Bernie Williams y Mariano Rivera,
llegó al All-Star Game. En el año 2001 logró veintidós carreras completas. En 2003 también llegó al All-Star
Game y firmó un contrato de cincuenta y un millones de dólares. Pero lo mejor de todo; bateó treinta carreras
completas e igualó el récord que tenía Yogi Berra. Se convirtió en uno de los dos receptores que han bateado
más carreras completas en la historia de los Yankees.
—Y yo sé por qué, señor P. Porque estaba dispuesto a hacer los que los jugadores sin éxito no están dis-
puestos a hacer.
—Exacto. Estuvo dispuesto a convertirse en receptor aunque pensaba que debía ser segunda base. Quiso
aprender a batear con la izquierda aunque era diestro. Para triunfar, tomó decisiones e hizo sacrificios que la
gente sin éxito rechaza.
—Le agradezco que me cuente esto, señor P. Pero todavía no acabo de comprender cómo aplicarlo a mi
vida. Y hay un asunto que me preocupa. En el estudio de los malvaviscos, usted y los otros niños tenían entre
cuatro y seis años. Según el estudio, el hecho de comerse o no el malvavisco habría determinado su éxito en
el futuro. Entonces, ¿qué pasa con los niños que como yo en el pasado hemos sido devoradores de malvavis-
cos, o lo somos en el presente? ¿También podemos triunfar, o estamos condenados a comernos todos los
malvaviscos que se nos pongan delante durante el resto de nuestras vidas?
—Si pensara eso, Arthur, no te contaría estas historias. Es verdad que si has sido capaz de aplazar las
gratificaciones toda tu vida, es más fácil resistirse a los malvaviscos cuando eres adulto. Pero también sería
más fácil ser un bateador ambidiestro, si hubieras nacido ambidiestro, y no diestro o zurdo. El éxito no
depende de tus circunstancias pasadas o actuales; depende de la voluntad que tengas para hacer todo aquello
que es necesario para triunfar. Y el día que apliques esa voluntad estarás dando el primer paso hacia el éxito.
La palabra importante es «ahora».
—Es bueno saberlo, señor P. Lo que determina tu futuro no es lo que hayas hecho en el pasado, sino lo que
estás dispuesto a hacer en el presente.
—Sí, Arthur. Ésa es la pregunta que debes hacerte: ¿Qué estoy dispuesto a hacer hoy para triunfar mañana?
—Me ha dado mucha información para reflexionar; ahora deberé hacerlo sin usted. ¿Se va finalmente a
Buenos Aires por la mañana?
—Sí, Arthur, estaré fuera cinco días. Tendremos mucho de que hablar cuando vuelva.

Por la noche, Arthur escribió en su libreta:

El éxito no depende de si en el pasado fuiste un devo-rador de malvaviscos o te resististe a los malvaviscos.


El éxito depende de lo que estés dispuesto a hacer hoy para triunfar mañana.

Arthur miró los cuatro malvaviscos que había en la mesilla. Al día siguiente, tendría ocho. Cuando el señor P
volviera, ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro, ciento veintiocho... ¡Ciento veintiocho! Probablemente
tendría que comprar dos bolsas más.
Arthur sacó la cartera y se sorprendió al ver que, el día antes de cobrar, todavía le quedaban unos dos-
cientos dólares. ¿Cómo podía ser? La mayoría de las semanas, cuando le hacían el ingreso en el banco sólo le
quedaban veinte dólares, y más de una vez había tenido que sobrevivir con las monedas que encontraba en
los asientos del coche o entre los almohadones del sofá. Normalmente no entendía en qué se gastaba el
dinero. En esos momentos, en cambio, se preguntaba en qué no se lo había gastado.
Por alguna razón, le pareció importante averiguarlo. Así que tomó su libreta y empezó a hacer una lista:

• Dinero ahorrado comiendo en casa: 70 dólares

Arthur no se había perdido ninguna comida de Esperanza. Estuvo más en casa —mucho más— y a la hora de
las comidas. Durante cinco años había sido muy afortunado. Tenía un trabajo con comidas exquisitas y alo-
jamiento incluido y, aun así, un par de veces al día pasaba por un establecimiento de comida rápida. Si
ahorraba 70 dólares cada semana en comida, al acabar el año tendría 3.640 dólares más. Desde antes de que
se gastara el dinero de su dieciséis cumpleaños en el Corvette, Arthur nunca había tenido tanto dinero
ahorrado.

• Dinero ahorrado en salir: 50 dólares

Arthur no bebía mucho, pero una o dos veces por semana se dejaba caer por algún local. Dos bebidas y la pro-
pina suponían unos veinte dólares. Y siempre invitaba a alguien, a un amigo o a una chica guapa. Esa semana
había estado tan absorto pensando en la historia de los malvaviscos y en cómo parar de devorarlos que, sin
proponérselo, logró su objetivo: ahorrar 50 dólares. Si lo hacía cada semana, tendría 2.600 dólares ahorrados
al final del año.

• Dinero ahorrado en la partida semanal de póquer: 50 dólares


El jueves por la noche, Arthur estaba tan enfrascado consultando Internet en el ordenador del señor P que se
olvidó de la partida. Era un buen jugador, nunca había perdido su paga, como otros compañeros, pero se
estaría engañando a sí mismo si creyera que siempre ganaba. Normalmente, se llevaba 100 dólares a la
partida. A veces volvía con 200, otras sin nada. Probablemente gastaba 50 dólares a la semana en el póquer.
En total, esa semana había ahorrado 70 dólares en comida, 50 en salidas y 50 en la partida de póquer. Eso
hacía un total de 170 dólares. No estaba mal. La semana anterior se habría alegrado de tener 30 dólares en el
bolsillo el día antes de cobrar. Increíble. Esa semana, su mayor gasto habían sido los casi dos dólares de los
malvaviscos.
¿Qué pasaría si ahorrara ese dinero cada semana? ¿Podría hacerlo? Poder sí podía, lo acababa de demos-
trar, pero ¿era realista?
Estaba seguro de que podía cumplir el plan de comer en casa. Aunque no estuviera a las horas de las comi-
das, la cocina siempre estaba abierta para él. En dos minutos podía hacerse unas costillas de primera, una
pechuga de pollo a la plancha o un rico sandwich. ¿Qué sentido tenía quedarse cinco o diez minutos holgaza-
neando en el coche en uno de esos establecimientos de comida rápida, cuando podía tener una comida exqui-
sita en cualquier momento?
Sí, podía ahorrar 70 dólares en comida y conseguir al cabo del año 3.640 dólares.
¿Y los 50 dólares que se gastaba en bares a la semana? Podría hacerlo. Saldría de vez en cuando, pero si
iba, dejaría que fueran sus amigos los que lo invitaran a él, para variar, y desistiría en sus intentos frustrados
por impresionar a las chicas, podría ahorrar fácilmente 30 dólares a la semana, lo que a final del año suponía
1.560 dólares.
¿Y las partidas de póquer? Le divertían. No quería dejarlas por completo. Pero ¿qué pasaría si iba sólo una vez
cada dos semanas? Ahorraría 1.300 dólares al año. Arthur hizo la suma:
• Dinero ahorrado en comida: 3.640 dólares al año
• Dinero ahorrado en salir: 1.560 dólares al año
• Dinero ahorrado en el póquer: 1.300 dólares al año
Total: 6.500 dólares al año

Antes de cerrar la libreta, Arthur hizo otro cálculo para divertirse. Contó los malvaviscos que había en la
bolsa que compró: 66. Si cada bolsa le costaba un dólar y setenta y siete céntimos, con el dinero que ahorraría
en un año podría comprarse 3.672 bolsas, ¡242.352 malvaviscos! O quizá algo más valioso...
Esa noche, cuando se fue a la cama, Arthur no podía dejar de darle vueltas a todo. En lo que más pensaba
era en lo que le había dicho el señor P: no estaba condenado a «sentirse realizado de forma limitada» de por
vida. ¿Cuáles fueron sus palabras?
El éxito no depende de tu pasado o de tu presente. El éxito empieza cuando estás dispuesto a hacer lo que
la gente sin éxito no está dispuesta a hacer.

Al día siguiente, Arthur disponía de tiempo libre antes de ir a recoger a Jonathan Patient al aeropuerto. Fue
a una tienda de material de oficina, compró una de esas pizarras con rotulador y la colgó en su habitación.
Escribió en letras grandes una lista con lo que había aprendido durante la semana anterior:
• No te comas el malvavisco enseguida. Espera el momento adecuado y podrás comerte más.
• Los triunfadores cumplen sus promesas.
• Un dólar multiplicado por dos cada día durante treinta días equivale a más de quinientos millones de
dólares. Piensa a largo plazo.
• Para conseguir lo que quieres de los demás, éstos deben querer ayudarte y confiar en ti.
• La mejor manera de conseguir que la gente haga lo que quieres es influyendo en ella.

Los triunfadores están dispuestos a hacer cosas que la gente sin éxito no está dispuesta a hacer. El éxito no
depende de tu pasado o de tu presente. El éxito empieza cuando estás dispuesto a hacer cosas que la gente
sin éxito no está dispuesta a hacer.
Debajo, escribió una pregunta: Qué estoy dispuesto a hacer hoy para triunfar mañana?

Y algunas respuestas:

Comer en casa.
Gastar menos dinero en salir.
Jugar al póquer dos veces al mes en vez de una por semana.
Pensar a largo plazo.

5. Multiplicar los malvaviscos

La regla de los treinta segundos


Arthur era el primero en la cola de limusinas cuando Jonathan Patient regresó de Buenos Aires. Saltó del
asiento para recoger el equipaje de su jefe.
—¡Bienvenido, señor P! ¿Ha tenido un buen viaje? ¿Tuvo la ocasión de bailar un tango?
—Hola, Arthur. Todo ha ido bien, gracias por preguntar. No tuve oportunidad de practicar el tango. Los
argentinos están pasando unos momentos muy duros. El principio de los malvaviscos se puede aplicar a paí-
ses y a personas.
—¿Qué quiere decir, señor P?
—Bueno, Argentina es uno de los países más ricos del mundo en recursos naturales, pero está
prácticamente en bancarrota. Hace muchos años era el octavo país con mayor poder económico del mundo.
Ahora está en baja forma. No tan mal como Cuba o Haití, pero se encuentra en muy baja forma. —¿Por qué,
señor P?
—Es una pregunta complicada. Podríamos decir que hay muchas razones. Una de ellas es la corrupción en
el gobierno, aunque acaban de elegir a un nuevo presidente que dice que lo va a arreglar todo. Otras causas
importantes son la falta de planificación y la poca motivación de los ciudadanos, incluidos aquellos que dicen
que sus líderes los han desmotivado. Pero lo más importante de todo, Arthur, es que han gastado más de lo
que han producido, un caso claro de comerse los malvaviscos demasiado pronto.
»Arthur, piensa en Japón, Singapur, Malasia o Corea del Sur. Su desarrollo económico ha sido muy superior
al de muchos países de América Latina.
—¿Por qué, señor P?
—Ellos no se comen todos los malvaviscos, Arthur. Guardan muchos. Como estadounidense de ascendencia
cubana, siento muchísimo lo que les está sucediendo a los latinoamericanos. En esa parte del mundo hay
gente muy buena y tienen recursos suficientes para prosperar. Aproximadamente un 35 por ciento de los
recursos mundiales son suyos, pero sólo un 9 por ciento de la producción de todo el mundo proviene de
Argentina. Tenemos que cambiarlo, Arthur. Y uno de mis objetivos en la vida es ayudarlos a desarrollarse y a
ser más prósperos. Para sacar a América Latina de este bache económico, Internet será de gran ayuda.
Excepto en Cuba, donde los ciudadanos no pueden acceder a Internet, salvo excepciones y de forma limitada,
en el resto de América Latina el uso de Internet está creciendo a un ritmo extraordinario.
—Señor P, es usted un genio —dijo Arthur.
—No, Arthur, no soy un genio. Es sentido común y muchas horas de lectura.
—Déjeme hacerle una pregunta, señor P: ¿Son más inteligentes los asiáticos que los latinoamericanos?
—No, Arthur. Hay gente muy lista en los dos sitios. Creo que tiene que ver más con la cultura.
—Sí, ya veo que comparamos devoradores de malvaviscos con resistentes a los malvaviscos.
—Eres listo, Arthur, aprendes rápido. —Gracias, señor P. Por cierto, ¿recuerda que hace tiempo me dijo que
podía usar su ordenador? —Sí, ¿por qué?
—Espero que no le importe, pero lo utilicé mientras estaba mera. No estaba seguro de si su oferta seguía en
pie después de tanto tiempo. Discúlpeme si no podía.
—Si no recuerdo mal, te dije que podías usarlo cuando estuviera libre y siempre y cuando hicieras un buen
uso. ¿Te parece bien?
—Sí, señor P.
—¿Lo utilizaste para mirar pornografía? —¡No, señor P! —¿Apostar? —¡No!
—¿Hacer compras por Internet que no puedes permitirte?
—No, señor P.
—Entonces imagino que harías un buen uso, Arthur. Si es así, lo puedes usar cuando quieras.
—Gracias, señor P. Ah... ¿No me va a preguntar para qué lo usé?
—No, Arthur, confío en que me lo contarás, si quieres, cuando estés preparado. Me alegro de que te inte-
reses por los ordenadores. Son una fuente de información muy valiosa.
—Lo estoy descubriendo, señor P, lo estoy descubriendo...
—¿Tienes alguna pregunta? Justo antes de mi viaje me preguntaste por tus capacidades para resistirte a los
malvaviscos. ¿Quieres preguntarme algo más al respecto?
—Necesitaría un poco de ayuda, algo de inspiración...
—En alguna ocasión te he contado que mi padre estudió en Stanford, y así es como me reclutaron para el
estudio de los malvaviscos. Sin embargo, nunca te he contado cómo llegó allí y lo que significó para él tener
un título. En Cuba, mi padre era un periodista de éxito, y autor de diecisiete libros. Conocía personalmente a
Fidel Castro, si bien se opuso a él públicamente.
»Cuando nos fuimos de Cuba, él no tenía ni un céntimo, se lo habían quitado todo, y mi madre estaba
esperando un hijo, a mí. Aceptaba cualquier trabajo que le ofrecían, pero siempre ahorraba algo de la paga,
por poco que fuera. Y cuando vio que en Estados Unidos no podía conseguir trabajo en un periódico, decidió
cambiar de carrera. Fue entonces cuando empezó a enviar solicitudes a diversas universidades. Al final
consiguió una beca para estudiar en Stanford, una de las mejores universidades de Estados Unidos. Tuvo que
seguir trabajando para pagarse los estudios, pero combinó las dos cosas.
»É1 me inculcó sus principios. Cuando encontré trabajo repartiendo periódicos, con trece años, insistió en
que abriera una cuenta de ahorros. También me animó a solicitar la admisión en las mejores universidades, y
así lo hice. Me saqué mi licenciatura y un MBA, un máster en Administración de Negocios, en Colum-bia. Fui
aceptado en esa universidad, en parte, porque les hablé del concepto de los malvaviscos, que había aprendido
de mi padre.
»Con un título de Columbia es bastante fácil conseguir trabajo. Y así fue en mi caso. Justo después de
acabar mis estudios, Xerox me contrató y empecé a ganar bastante dinero. Recordé entonces cómo mi padre
ahorraba parte de su paga, incluso cuando no tenía suficiente dinero para comida, y decidí ahorrar un 10 por
ciento de todo lo que ganaba. También participé en un plan 401 (k)* de la empresa; como en muchas
empresas, Xerox contribuía con la misma cantidad que yo. Fue divertido, conseguí ascensos y aumentos de
sueldo. Me sentía cómodo y mi carrera iba bastante bien.
»Entonces supe de una empresa de Internet que pasaba por un mal momento. Tenía que tomar una
decisión: quedarme en Xerox y continuar con una carrera ascendente dentro de una gran empresa, o
arriesgarme para triunfar más, o fracasar, y empezar una carrera por mi cuenta. Afortunadamente, tenía
algunos amigos en Xerox que decidieron venirse conmigo. Compramos Expert Publishing, Inc. y creamos una
empresa que podía satisfacer las necesidades del mercado en el campo del diseño de páginas web y el
marketing por Internet. Gracias a la experiencia que había obtenido en Xerox formando ejecutivos y comer-
ciales, nos expandimos y creamos cursos virtuales. Nos pusimos como objetivo conseguir un cliente grande.
Consideramos que era mejor que ir detrás de pequeños clientes, ya que un gran cliente supondría millones de
beneficios y dar a conocer nuestra empresa.
»Si te cuento esto, Arthur, es porque mucha gente podría haber hecho lo que nosotros hicimos con Expert
Publishing. Debe de haber cientos de miles de directores de formación en el mundo que podrían haber
adaptado sus aptitudes para la enseñanza a los requerimientos técnicos de Internet, y muchos de ellos con la
habilidad comercial suficiente para conocer el poder de no comerse el malvavisco, de no devorar pequeños
clientes y saber esperar a los más grandes e importantes.
—Pero nadie más lo hizo.
—Fuimos los primeros, pero muchos otros lo han intentado después, y muy pronto habrá muchos más
pisándonos los talones.
—¿Y cómo sigue siendo el mejor, señor P?
—Bien, Arthur, te voy a enseñar lo que mi padre me dio cuando era muy joven.
Jonathan abrió la cartera, sacó un pequeño papel y lo desdobló. Decía:

En África, cada mañana, una gacela se despierta. Sabe que debe correr más que el león más veloz, si
no quiere morir.
Cada mañana, un león se despierta. Sabe que debe correr más que la gacela más lenta o se morirá de
hambre.
No importa si eres una gacela o un león. CUANDO SALE EL SOL, YA DEBES ESTAR CORRIENDO.

—Vaya, señor P. Es una reflexión increíble.


—Sí, Arthur, por eso la he guardado en mi cartera durante veinte años.
»De manera que estamos preparados cada día para correr más rápido que nuestros competidores y estar a
la última en investigación y demandas de mercado.
—¿Que más hace que tenga éxito?
—Siempre tenemos que seguir la regla de los treinta segundos. La gente que domine esta regla tendrá más
éxito que la que no la domine, aunque éstos sean más inteligentes, tengan más talento o mejor aspecto.
—¿Qué regla es?
—No importa a lo que te dediques, primero estás en el negocio de conectar con la gente. Y esa gente deci-
dirá si conecta contigo durante los primeros treinta segundos que te ve.
—O sea, que das una buena impresión desde el principio o mejor que te olvides.
—Algo así. Si conectas con alguien, esa persona verá todo lo que esté relacionado contigo desde un prisma
positivo. ¿Te mueves mucho cuando estás nervioso? Alguien con quien conectes lo verá como un signo de
entusiasmo. Las personas con quienes no conectes pensarán que tus movimientos son un signo de estupidez.
Un entrevistador que conecte contigo interpretará tus buenas maneras como educación; si no, las tachará de
signo de debilidad. Si conectas con un director, interpretará la confianza en ti mismo como fuerza de carácter;
si no, la considerará arrogancia.
—¿Y todo eso se basa en la percepción?
—Sí, donde una persona ve a un genio, otra ve estupidez. Todo depende de qué imagen se formen de ti.
Captura su imaginación y habrás capturado su corazón. La regla de los treinta segundos es un principio en el
mundo de los negocios del que debes alegrarte, Arthur. Tú conectas espontáneamente con la gente. Siempre
te ayudará.
—Gracias, señor P. Eso significa mucho para mí, especialmente si viene de usted.
—Algunos expertos calculan que el éxito económico de una persona viene determinado en un 20 por ciento
por sus habilidades, sus conocimientos y su talento, mientras que el 80 por ciento está determinado por su
don de gentes, su habilidad para conectar con la gente y ganarse su respeto y confianza. Tanto si te están
entrevistando para un puesto de trabajo, como si quieres un aumento de sueldo, o estás vendiendo un
producto o un servicio, cuanta más capacidad tengas para conectar con la gente, más posibilidades tendrás de
conseguir lo que quieres.
—Eso tiene sentido, señor P. He conocido a mucha gente que decía ser inteligente, y puede que lo fueran,
pero como eran maleducados o antipáticos, no creía mucho en lo que decían. Y, en cambio, he conocido a otra
gente que, sin ni siquiera considerar sus conocimientos, he creído que tenían algo valioso que ofrecerme.
—¿Porque te caían bien?
—Sí, porque me caían bien. Y no importa lo que diga la gente acerca de no fiarte de las primeras impre-
siones o no juzgar un libro por la cubierta, creo que todos lo hacemos constantemente.
—Claro que lo hacemos, y eres inteligente al reconocerlo. Y, como te decía, creo que eres un experto en eso
de conectar con la gente. Antes de que lleguemos a casa me gustaría ponerte otro ejemplo de por qué creo
que cualquier persona, sin importar cómo fuera en el pasado o sus circunstancias, puede triunfar.
—Soy todo oídos, señor P.
—Había un hombre en Caracas que empezó a vender periódicos en las vías del tren. Vender periódicos en
Venezuela no es un trabajo ni muy glamuroso ni está bien pagado. Pues bien, esta persona, cuyo apellido
era De Armas, por si quieres buscarlo en Internet, vendió hace poco su imperio editorial a un conglomerado
español por cientos de millones de dólares. ¿Puedes imaginártelo, Arthur? Ser el más pobre entre los
pobres, y ahora un rico entre los ricos. Una vez más, Arthur, no se comió el malvavisco. Ahorraba un por-
centaje de todo lo que vendía. Cuando tuvo suficiente dinero, se compró el primer quiosco de periódicos, y
después otro, y otro, y otro...
—Le pedí un poco de inspiración, señor P, y puede estar seguro de que me ha dado mucha. Muchas gracias.
—De nada, es un placer, Arthur.
—Si no me necesita en las próximas horas, tengo algunos recados por hacer, señor P.
—No tengo ningún plan, Arthur. Vete, nos veremos mañana.
Arthur dejó a Jonathan Patient y se fue al banco. Abrió una cuenta de ahorros e ingresó 350 dólares, el
dinero que le había sobrado de sus dos últimas pagas. Todavía quedaban dos días para que cobrara, pero con
50 dólares en el bolsillo, Arthur estaba seguro, por una vez, que tendría dinero para el fin de semana. Luego se
fue a la biblioteca a buscar un libro que le habían reservado. Se llamaba Sobrevivir entre pirañas: cómo
conseguir lo que quiere con lo que tiene. Sí, Arthur había aprendido del señor P que siempre se deben leer
libros de motivación personal, y escuchar cintas y ver vídeos de ese tipo. Ese fin de semana estaba preparado
para lecturas de motivación. Como era viernes, pasaría un rato por el bar a tomarse una copa —sólo una,
aunque alguien quisiera invitarlo—. Después iría a ver si el ordenador del señor P estaba libre. Quería buscar
información sobre universidades y carreras.

Cuando Arthur se fue, Jonathan Patient estuvo pensando en el nuevo interés de su chófer por los orde-
nadores. Decidió que le daría uno de los portátiles que le sobraban. Toda la finca tenía conexión a Internet de
alta velocidad, así que Arthur podría usar el ordenador cuando quisiera y donde quisiera. Aunque estaba
cansado, todavía se encontraba un poco inquieto por el viaje. En lugar de decirle a uno de sus empleados que
llevara el portátil a Arthur, decidió hacerlo él mismo.
Un paseo le ayudaría a eliminar un poco el estrés que le quedaba de un viaje tan largo y podría dejar el
ordenador en casa de Arthur antes de que él llegara. Su chófer se llevaría una buena sorpresa.
Pero Jonathan fue el primero en sorprenderse cuando entró en casa de Arthur y descubrió cambios impor-
tantes: una pizarra llena de frases sacadas de las conversaciones que habían mantenido y doce pilas con diez
malvaviscos cada una y unos ocho más —los contó rápidamente— sueltos. Jonathan hizo los cálculos en un
momento. Según parecía, Arthur había estado multiplicando malvaviscos durante siete días. Si seguía así,
pensó Jonathan, muy pronto la casa estaría completamente inundada de malvaviscos.
Con una amplia sonrisa Jonathan se fue sin tocar nada y se llevó el portátil. No quería que Arthur se sintiera
incómodo si sabía lo que había visto. Uno de sus empleados podía volver más tarde o al día siguiente.

6. La mentalidad malvavisco

Las recompensas de posponer la gratificación


Una semana después, Arthur tenía nuevas tareas que hacer: devolver los malvaviscos a diversos super-
mercados de la zona. Su pequeño experimento casero de multiplicar los malvaviscos resultó ser poco
manejable y caro. Después de catorce días tenía casi 8.200 malvaviscos en su habitación. Afortunadamente,
había dejado de abrir las bolsas y podría devolver más de cien de las 125 que había comprado.
Aunque se sentía un poco estúpido yendo de una tienda a otra, donde los dependientes le dispensaban
miradas y comentarios extraños, también se sentía orgulloso de sí mismo:
• No había comido ningún malvavisco.
• Había llevado a cabo su experimento durante catorce días seguidos.
• Había gastado 225 dólares en malvaviscos pero, como no había abierto las bolsas y había guardado los reci-
bos, había recuperado más de doscientos dólares. Ingresó los 200 dólares directamente en su cuenta de
ahorros. Ése era el tercer ingreso en siete días.

Arthur continuó multiplicando malvaviscos durante los treinta días. Gracias al ordenador que le había
prestado el señor P, encontró una forma más práctica (y menos cara) de hacerlo. Con un dibujo de un mal-
vavisco en un documento y la herramienta cortar-pegar, podía visualizar el crecimiento en la pantalla del
ordenador. Para guardar los cálculos hizo también una tabla:

Dial 1 Día 16 32.768


Día 2 2 Día 17 - 65.536
Día3 4 Día 18 131.072
Día 4 8 Día 19 262.144
Día 5 16 Día 20 524.288
Día 6 32 Día 21 1.048.576
Día 7 64 Día 22 2.097.152
Día 8 128 Día 23 4.194.304
Día 9 256 Día 24 8.388.608
Día 10 512 Día 25 16.777.216
Día 11 1.024 Día 26 33.554.432
Día 12 2.048 Día 27 67.108.864
Día 13 4.096 Día 28 134.217.72
8
Día 14 8.192 Día 29 268.435.45
6
Día 15 16.348 Día 30 536.870.91
2

Arthur también empezó a clasificar a la gente que conocía en devoradores de malvaviscos y resistentes a
los malvaviscos. Esta clasificación resultó ser muy reveladora: Arthur se dio cuenta de que su admiración e
inclinación por los devoradores iba cambiando hacia los resistentes.
Por ejemplo, su amigo Porfirio era un reputado mujeriego. Cada semana llevaba un nuevo malvavisco del
brazo. Desde hacía mucho tiempo, Arthur envidiaba su lista de conquistas —nadie se llevaba más chicas a
casa que él—. Pero ahora, puestos a elegir, se dio cuenta de que prefería una novia estupenda que una docena
de fugaces compañeras de cama. Pero si no cambiaba su comportamiento con las chicas, ¿cómo iba a
encontrarla? Si veía a muchas mujeres a la vez, no podía invertir el tiempo necesario para desarrollar una
relación. No puedes ahorrar un malvavisco si te lo acabas de comer.
Pensó en otro amigo suyo, Nicholas. Las mujeres lo adoraban y siempre le pedían para salir. Pero él recha-
zaba a la mayoría, lo que Arthur siempre había considerado alguna forma de locura. Pero ¿qué pensaba ahora?
Nicholas era afortunado. Durante más de dos años, una chica inteligente, divertida y preciosa lo quería. El
propio Arthur se la había presentado. ¿Por qué Arthur le presentó a esa chica? Porque después de haber
quedado con ella un par de veces, no pudo resistirse al siguiente malvavisco que conoció.
Arthur también pensó en sus compañeros de partida de póquer. Incluso jugando a las cartas, era posible
resistirse y no devorar el malvavisco. Eric apostaba en cada mano aunque no hubiera prácticamente
posibilidades de ganarla, e intentaba que el resto se retirara antes de que pudiera ganar. Karim, en cambio, se
retiraba después de la primera apuesta muchas más veces de las que se arriesgaba. Sin embargo, cuando
tenía una gran mano, nunca iba a lo fácil. Animaba a todo el mundo a que siguiera jugando hasta que el bote
era inmenso, y entonces es cuando mostraba sus cartas. Karim no ganaba tan a menudo como el resto del
grupo, pero ganaba las mayores cantidades. Arthur pensaba que Karim era un jugador bastante aburrido,
pero, en realidad, no había nada aburrido en ganar. Quizá Arthur podía aprender mucho de Karim.
Karim esperaba hasta que podía llevarse el mejor premio, igual que el señor P tenía paciencia para conse-
guir clientes y ventas mayores. Si Arthur pudiera encontrar una manera de aplicar la teoría de la resistencia a
los malvaviscos a su vida profesional y privada, sería un buen golpe de malvavisco. ¿Podría hacerlo?
Hasta ahora, Arthur había ahorrado dinero —casi un tercio de su sueldo— comiendo en casa y gastando
menos en beber y en el juego. ¿Qué más podía hacer? ¿Qué más estaba dispuesto a hacer hoy para triunfar
mañana?
Mientras iba conduciendo hacia su casa, hizo una lista mental:

COSAS QUE ESTOY DISPUESTO A HACER PARA TRIUNFAR


• ¿Gastar menos? Sí. Reducir los gastos en ocio.
• ¿Ahorrar más? Sí. Ponerme un objetivo de 200 dólares a la semana.
• ¿Ganar más? Sí. Pero ¿cómo?

Arthur siguió dándole vueltas cuando llegó a casa. Su trabajo de chófer le dejaba mucho tiempo libre, pero
también debía estar disponible para el señor P las veinticuatro horas del día durante toda la semana. No podía
buscar un trabajo extra con un horario fijo, como repartidor de pizzas, por ejemplo. Si el señor P lo llamaba al
móvil, tendría que largarse corriendo con la pizza de pepperoni de un cliente. Debía de haber otra solución.
Tendría que investigar. Pero mientras, ¿existía otra forma de aumentar sus ahorros?
Arthur suspiró, se fue hasta el armario y sacó su colección de cromos de béisbol. ¡Adoraba esos cromos!
Durante casi diez años, los había coleccionado muy en serio. Algunos de ellos podían costar cientos de dóla-
res, a esas alturas, incluso miles de dólares. ¿Podía desprenderse de ellos? ¿Valía la pena? ¿Dudaba por moti-
vos económicos o emocionales? Ya tenía algo más en lo que pensar.
Hasta ahora, Arthur no estaba muy contento con su lista. Quizá necesitaba otro enfoque. A lo mejor, si
primero definía su objetivo encontraría la forma de conseguirlo. En las últimas semanas, ¿qué prioridad se
había marcado? ¿Qué había estado investigando en secreto en Internet y en la biblioteca?

Primer objetivo: ir a la universidad


Arthur sabía que debía ir a la universidad si quería triunfar en cualquiera de los campos que le interesaban. Así
pues, ¿qué estaba dispuesto a hacer para lograr ese objetivo? Gastar menos y ahorrar más. Sí. Y buscaría
otras formas de conseguir dinero: ganando más y vendiendo cosas que no necesitaba.
Pero para ir a la universidad no bastaba con el dinero. Primero tenían que admitirlo. Escribió otra pregunta:

¿Qué estoy dispuesto a hacer para que me admitan en la universidad?


• Estudiar para el examen de ingreso diez horas a la semana
Arthur había encontrado algunos exámenes de muestra por Internet y libros en la biblioteca. Sin duda, podía
marcarse un horario y dedicarle dos horas al día.

• Empezar a mandar solicitudes de admisión


Aunque no tenía ni idea, descubrió que muchas de estas cosas podían hacerse por Internet, incluidas las
redacciones que tenía que presentar con la solicitud. Podía sacarse eso de encima antes de hacer el
examen. Además, de esta forma se aseguraría de que no se le pasaba el plazo para presentar las
solicitudes.

Concertar entrevistas con las universidades que me interesan


¿Cómo era aquello que había dicho el señor P acerca de que gran parte del éxito depende de la propia
capacidad para conectar con la gente? Arthur podía asegurarse de que sus solicitudes no pasaran inadvertidas
si establecía contacto pronto con el comité de selección. No era más que un chófer de veintiocho años con un
historial académico poco brillante. Necesitaba hacer algo para tener alguna ventaja sobre esos estudiantes
recién salidos del instituto y con expedientes académicos impresionantes.

Pedirle al señor P una carta de recomendación


Después de escribir este último punto lo tachó. Todavía no quería pedírsela. A lo mejor más adelante, cuando
pudiera demostrarle a su jefe que era responsable y que había cumplido los compromisos que se había
impuesto.

• Sentirme más orgulloso de mí mismo por seguir con el desafío de los malvaviscos Quizá este punto era una
tontería, pero Arthur decidió no borrarlo. Después de todo, sólo hacía tres semanas que conocía el concepto
de los malvaviscos y ya había hecho algunos cambios espectaculares. Hacía sólo unos minutos, se había
reprochado que su lista de «cosas que estaba dispuesto a hacer» fuera tan corta. Se sentía mal por no
poder comprometerse a vender su colección de cromos de béisbol. Si mantenía una actitud positiva lograría
concentrarse en sus objetivos.

Al final escribió:

DENTRO DE TRES DÍAS, TENDRÉ UN MILLÓN DE MALVAVISCOS


7. Malvaviscos maduros
Objetivo - entusiasmo = tranquilidad
—Bueno, Arthur, ya hace algunos días que hablamos por primera vez del experimento de los malvaviscos. ¿Ha
influido en tu vida?
—Más de lo que usted cree, señor P —dijo Arthur mientras se disponía a llevar al señor P al sur de la ciudad
—. De hecho, puedo decirle exactamente cuántos días hace que comparó mi Big Mac con un malvavisco:
¡veintinueve!
—¿Por qué lo recuerdas con tanta exactitud, Arthur?
—Porque el día en que me habló de los malvaviscos también me contó aquello de multiplicar por dos un
dólar durante treinta días y cómo al final tendría más de quinientos millones. Pensé que sería divertido hacer
la multiplicación con los malvaviscos y mañana, el día número treinta, tendré 530.870.912 malvaviscos. Y si
los multiplicara por dos otra vez tendría más de mil millones de malvaviscos.
—Arthur, por favor, no me digas que tienes más de quinientos millones de malvaviscos en casa.
—No, señor P, no me cabrían. Hice el cálculo y para meter todos esos malvaviscos se necesitaría un espacio
de 12 x 12 x 6 metros. No se asuste, señor P. Hace dos semanas que dejé de utilizar malvaviscos de verdad,
eran demasiado caros. Ahora los multiplico en el ordenador que me prestó.
—Que te di, Arthur. Es tuyo.
—¡Gracias, señor P!
—De nada, Arthur, veo que regalarte el ordenador fue una buena inversión. Parece que has descubierto
funciones bastante imaginativas.
—Se sorprendería, señor P. La semana pasada cancelé una cita con una chica, porque estaba negociando
por Internet la venta de algunos de mis cromos de béisbol.
—¿Anulaste una cita para intercambiar cromos?
—Intercambiar no, vender, señor P. Convencí a un comprador de que se quedara cinco cromos en vez de
uno y gané más de tres mil dólares. Si los hubiera vendido directamente a un intermediario, me hubiera dado
menos de dos mil.
—¡No te comiste el malvavisco! Felicidades, Arthur. Debes de tener una buena colección.
—He calculado que si vendo los cromos por separado o en pequeños grupos, puedo sacarme como mínimo
diez mil dólares. Consulté en Internet y llevé los cromos a alguna tienda. Así hice los cálculos.
—Una vez más, te felicito. Pero ¿por qué quieres vender la colección? No tienes problemas económicos,
espero.
—No, al contrario. Estoy ahorrando, señor P. Pero preferiría no decirle todavía para qué.
—Muy bien, Arthur. Pero me gustaría advertirte una cosa.
—Dígame, señor P.
—Quiero que sepas que me alegro de tu ambición y motivación, y estoy seguro de que lograrás todo lo que
te propongas.
—Y ¿cuándo viene la parte mala?
—No hay parte mala, Arthur. Sólo quiero que sepas que todo el mundo —incluido yo— se come un
malvavisco de vez en cuando, y no quiero que seas muy duro contigo mismo si algún día tienes un desliz.
Quizá llegue un momento en el que te canses de vender los cromos de béisbol de uno en uno, y entonces te
desharás de toda la colección por unos cientos de dólares. O a lo mejor ganarás cinco mil en vez de los diez
mil dólares que has calculado. Sería fácil que te enfadaras contigo mismo al ver que has perdido cinco mil
dólares de beneficios. Es importante que valores tus logros. Si consigues cinco mil dólares, son tres mil dólares
más que si los hubieras vendido a un intermediario y cinco mil más que si los hubieras dejado en el armario.
—Gracias, señor P. Lo entiendo. Tengo que escribir una nota que diga «Valorarte más» para cuando me
desanime. Pero lo más curioso es que cuanto más me concentro en mi objetivo y me ilusiono, menos nervioso
me pongo por si llego a lograrlo. Cada vez que pospongo la gratificación y consigo algún objetivo, me siento
más seguro de mis capacidades para seguir intentándolo. ¿Tiene sentido?
—Claro, Arthur. Y ya que me has hablado de fórmulas matemáticas, tengo una que podría aplicarse a esto.
—¿Cuál, señor P?
—Objetivo + entusiasmo = tranquilidad —Me gusta, señor P. Cuando tienes un objetivo y te ilusionas —y haces
lo que debes para conseguirlo— se produce un efecto calmante. Hace unas semanas, estaba aturdido
pensando en si llegaría a triunfar algún día. ¿Recuerda que le pregunté si la capacidad para tener éxito estaba
ya determinada a los cuatro años, la edad que tenía usted cuando participó en el experimento de los
malvaviscos? Ahora que tengo un objetivo y estoy haciendo cosas para conseguirlo, ya no estoy preocupado
por el «y si...», sino por el «cómo» y «cuándo».
—Una buena reflexión, Arthur. Quizá podrías modificar la fórmula: Objetivo + entusiasmo + acción =
tranquilidad.
—Está claro que lo que marca la diferencia es la i palabra «acción». Creo que mientras se den pasos, aunque
sean pequeños, se tiene una sensación de tranquilidad. Empecé anotando la pregunta que me hizo: «¿Qué
estoy dispuesto a hacer hoy para triunfar mañana?» Cada vez que añadía una respuesta, me sentía un poco
mejor. Cada vez que ponía en práctica una respuesta, me sentía aún mejor. Cada vez que me resisto a un
malvavisco, como ayer, cuando pasé por dos McDonalds y no paré, y tengo paciencia y espero por algo mejor,
como un buen sandwich de carne, me siento como si me inyectaran endorfinas.
—No sabes lo contento que estoy de oír eso, Arthur. Lo que empezó hace un mes como un comentario fruto
de una frustración, ha conseguido que cambies muchas cosas. ¿Estás seguro de que todavía no estás
preparado para decirme cuál es ese gran malvavisco que guardas en secreto?, ¿qué planes tienes?
—Aún no, señor P. Pero le prometo que, después de mí, usted va a ser el primero en saberlo. Se lo diré tan
pronto como pueda.
8. Esos dulces malvaviscos...
Sentado en el Town Car enfrente del enorme edificio que albergaba Expert Publishing, Arthur intentaba sacar
fuerzas para atreverse a entrar. Su frente sudaba, las manos le temblaban y tenía la boca seca, como si un
higienista dental la estuviera aspirando.
Le había prometido al señor P que sería el primero en saber sus planes, y quería mantener su promesa. No
podía esperar más. Su plan empezaría en unas semanas. No podía creer que ya hubieran pasado ocho meses
desde que el señor P le explicara la historia de los malvaviscos, y eso cambiara su vida. Tampoco podía creer
el miedo que tenía a enfrentarse a su jefe.
No había estado tan nervioso desde que le pidió a Amy Thomson que lo acompañara al baile de graduación.
De todo lo que Arthur había puesto en su lista de «cosas que estaba dispuesto a hacer hoy para triunfar
mañana», ésta era, sin duda, la más difícil y la que había pospuesto durante más tiempo.
Decidido, salió del coche y lo cerró. Tomó el ascensor hasta el piso sesenta y ocho. Conocía un poco a los
empleados de Expert —a veces, el señor P le pedía que llevara expedientes de la oficina a su casa—, y se
sintió aliviado al ver que la recepcionista lo saludaba afectuosamente y lo hacía pasar a la oficina de Jonathan
Patient sin hacerle ninguna pregunta.
—Señor P, ¿tiene un minuto?
—Claro, Arthur. Adelante. ¿Pasa alguna cosa?
—Sí y no, señor P. Estoy aquí para entregarle mi gorra de chófer. Vengo a decirle oficialmente que dejo el
trabajo a finales de mes. Estoy dispuesto a formar a mi sustituto y a hacer lo que haga falta para que el cam-
bio sea más fácil y...
—¿No eres feliz trabajando para mí, Arthur? ¿No te he tratado con el debido respeto y dignidad?
—¡No, por Dios, señor P! Nada más lejos de la realidad. Precisamente porque me ha tratado tan bien y me
ha enseñado tanto, he tomado la decisión de... de ir a la universidad, señor P, me han aceptado en la Uni-
versidad Internacional de Florida.
—¡Es una universidad estupenda, Arthur! Estoy impresionado. Me alegro mucho por ti. ¿Podrás hacerlo? Me
refiero económicamente.
—No será fácil, señor P. Pero en los ocho meses que han pasado desde que me habló de posponer la grati-
ficación —no comerme todos los malvaviscos que me pasen por delante— he conseguido más de quince mil
dólares, ahorrando de la paga, con la venta de los cromos de béisbol y con un pequeño negocio que he
empezado.
—¿Un negocio, Arthur? ¿Qué tipo de negocio?
—Después de vender mi colección de cromos, empecé a darle vueltas. Esos cromos nunca me habían
importado mucho. Lo que me gustaba era coleccionarlos y conseguir buenos cambios. Empecé a buscar la
manera de deshacerme de los cromos sin perder lo que me gustaba de tenerlos. Y al final encontré una forma
de ganar un poco de dinero extra.
—¿Cómo, Arthur?
—Me convertí en un corredor de cromos de béisbol por Internet. Básicamente funciona así: alguien pone
precio a uno de sus cromos, si consigo una venta por un 85 por ciento de ese precio, me llevo una pequeña
comisión, pero si puedo venderlo por más, y así es como se consiguen beneficios de verdad, me quedo con el
dinero extra como gratificación. El cliente está satisfecho, ha conseguido el dinero que pedía, y yo me siento
muy bien cuando puedo negociar una gran venta. No me haré rico, señor P, pero me ayudará a pagarme los
libros y los Big Mac. ¡Sin Esperanza, creo que tendré que volver a esa comida!
Jonathan Patient se quedó en silencio un momento, luego se dirigió a su escritorio y sacó un sobre.
—Arthur, podrás venir a comer cuando quieras, y si avisas con tiempo, me aseguraré de que Esperanza
cocine su magnífica paella para ti y de que te toque una buena ración de langostas.
—Gracias, señor P, pero no es la cocina de Esperanza lo que más voy a echar de menos, sino a usted, señor.
—Arthur, no es necesario que me llames señor. Yo también te echaré mucho de menos. Pero me he estado
preparando para este día. Te he visto crecer y cambiar mucho. Sabía que triunfarías, que estás dispuesto a
hacer cosas que la gente sin éxito no está dispuesta a hacer. Así que, hace seis meses, guardé algo para ti.
Toma.
Arthur aceptó el sobre que le dio Jonathan Patient.
—¡Señor P, lleva mi nombre!
—Sí, Arthur, te he dicho que era para ti. Y ahora que estás a punto de convertirte en compañero en esto de
los negocios, creo que va siendo hora de que me llames Jonathan.
Arthur abrió el sobre y se quedó boquiabierto.
—Señor P..., Jonathan, es...
—Suficiente para pagarte tus cuatro años en la universidad. Sé que podrías conseguirlo sin mi ayuda. Si te
pido que lo aceptes, es precisamente porque he comprobado que puedes hacerlo por ti mismo. Has trabajado
muy duro durante mucho tiempo y te lo mereces. Ya va siendo hora de que disfrutes de un malvavisco o dos.
Sé que un día, cuando triunfes, darás este dinero a alguien que tenga potencial, pero que necesite un poco de
ayuda.
Arthur extendió sus brazos hacia Jonathan y los dos hombres se fundieron en un abrazo sin poder contener
las lágrimas.
ANÁLISIS POSPARÁBOLA
La resistencia al malvavisco más que una teoría es una forma de vida. No importa tu profesión, tu definición
personal de la felicidad o tu concepción de cómo debe ser una relación personal o profesional ideal, resistirte a
los malvaviscos te conducirá hasta el éxito. Y no importa cuántos malvaviscos —o minimal-vaviscos— tengas a
tu alcance. Cualquiera puede conseguir riqueza de malvaviscos si sigue los principios de este libro.
Y ¿cuál será la recompensa?
Tus hijos podrán ir a la universidad. ¡Tú podrás ir a la universidad! Establecerás relaciones de negocios más
duraderas y lucrativas. Y cuando te jubiles, podrás mantener tu nivel de vida. ¿Es justo haber trabajado
durante cincuenta años y después no tener nada? Si sigues el principio de los malvaviscos, nunca te encon-
trarás en esa situación.

Deliciosos malvaviscos hoy, pero ninguno mañana


Resistirse a los malvaviscos no es una tarea fácil ni popular. Nos hemos convertido en una sociedad de comida
rápida. Como sociedad, tanto a nivel individual como empresarial, buscamos la gratificación inmediata, la
recompensa inmediata y, por supuesto, los beneficios inmediatos. Lo que debemos hacer es volver a
configurar nuestras prioridades. En tu vida, tomarás millones de decisiones y todas ellas determinarán quién
eres, a qué te dedicas, en quién te conviertes y qué tienes. Hay mucha gente que empieza su vida en medio
del lujo y termina en la pobreza, y mucha gente que vive sus primeros años en los suburbios más pobres o en
una chabola y consigue hacerse millona-ria, incluso multimillonaria. No culpes a tu pasado (ni te apoyes en él).
Lo que cuenta es lo que haces con tus recursos actuales, cómo usas tu talento, educación, personalidad,
perseverancia, dinero y tu habilidad para resistirte a los malvaviscos.
¿Cómo puedes aplicar el principio de los malvaviscos a tu vida? Voy a poner algunos ejemplos reales que te
ayudarán a aplicar lo que Arthur aprendió en la parábola. Empezaré por mí porque, si yo hubiera formado
parte del experimento de los malvaviscos cuando tenía cuatro años, me hubiera comido el mío mucho antes
de que el adulto dejara la sala.

Mucho crédito = mayor débito


He ganado mucho dinero en la vida pero, durante años, me acostumbré a gastar mucho más. Siempre tenía
deudas, a menudo ni siquiera tenía dinero para pagar las facturas más pequeñas. Gracias a las enseñanzas
que recibí de mi madre y de mi padre, nunca consideré la opción de no pagar (o alegar que estaba arruinado).
Así que acabé pagando las deudas de una tarjeta de crédito con otra. Me comía los malvaviscos muchos
meses antes de que los hubiera ganado. Las entidades de préstamos me adoraban. Me daban la mejor
clasificación y un cuarto de millón de dólares de crédito inmediato. Pero odiaba pensar que esa fachada de
prosperidad escondía un verdadero fracaso. No quería acabar como un 90 por ciento de la población
estadounidense: dependiendo de la Seguridad Social, de sus hijos o trabajando hasta que mueren.
Entonces leí acerca del experimento de los malvaviscos. Cambió mi vida de tal forma que me sentí obligado
a compartir sus sencillas enseñanzas con el mayor número de gente posible. Mi cambio empezó poco a poco.
Tú puedes hacer lo mismo. Me acababan de nombrar vicepresidente de una multinacional y me dieron la
oportunidad de descontarme una parte de la nómina y destinarla a un plan de jubilación. Acepté. Aunque ya
no trabajo para la empresa, continúo ahorrando una parte de mis ganancias cada mes. Empecé a ahorrar
malvaviscos aproximadamente a los cuarenta años y, ¿saben qué?, me podría retirar ahora mismo y vivir
cómodamente el resto de mi vida.

La elección del malvavisco

Ahorrar y disfrutar, o gastar y necesitar


Mi pasión por ayudar a los demás es lo que me impulsa a trabajar. Pero si un día me canso, enfermo, me de-
silusiono o necesito un nuevo desafío, podría anular todos mis compromisos como conferenciante y tendría
dinero suficiente para mantenerme. ¿Saben lo liberador que es eso (y el alivio que supone para mi hija)? El
profesor W. Edward Deming, el gurú del movimiento de la calidad, se dio cuenta un día de que le gustaba
tanto su trabajo que quería morir dando clase. Y así fue: cuando tenía noventa y dos años, se encontraba en
un seminario y lo llevaron al hospital, donde murió poco después. En estos momentos, siento el mismo
entusiasmo que el profesor Deming por llegar así a la tumba. Pero si algún día quiero reducir mi ritmo de
trabajo, o dejarlo completamente, tengo suficientes malvaviscos ahorrados para hacerlo.
Te recomiendo que en lugar de gastar mucho, ahorres mucho. Si ahorras tus malvaviscos, conseguirás tus
objetivos. Si los comes, no. La falta de voluntad para ahorrar malvaviscos es lo que hace que la gente se
encuentre atrapada económicamente. Los niveles de producción de Estados Unidos son muy altos, pero la
filosofía del ahorro estadounidense es muy pobre. En agosto de 1999, el Dallas Morning News publicó que un
33 por ciento de las familias estaban arruinadas, lo que significa que un tercio de nuestra población no tiene
activos líquidos. La revista American Demographics reveló que en un estudio reciente realizado en 1.200
trabajadores estadounidenses, casi el 40 por ciento de la generación nacida durante el boom de la natalidad
tiene menos de diez mil dólares ahorrados. ¡Y hay gente que está mucho peor!
Imagínense a millones de personas de sesenta y cinco años sin dinero. ¿Quién los mantendrá? Incluso si el
sistema no quiebra, la Seguridad Social sólo podrá cubrir sus necesidades básicas. Si las personas que más
gastan hoy se convierten en los más necesitados mañana, esa generación y toda la economía estadounidense
tendrán serios problemas. Por esa razón es muy importante que nuestra cultura adopte los principios de los
malvaviscos.

¿Mercedes o malvavisco?
Michael LeBoeuf, un gran amigo mío y, en mi opinión, uno de los mejores escritores del mundo sobre temas de
negocios, nos ayuda mejor que nadie a calcular los costes del dinero perdido. LeBoeuf pregunta:
¿Sabes manejar tu independencia económica? ¿La llevas en la muñeca, en los dedos o alrededor del
cuello? ¿Te la comes en restaurantes de última moda, la fumas o la bebes? ¿Se la das a tu arrendador a
cambio del alquiler de un apartamento de lujo, cuando podrías invertirla en una casa que aumentaría su
valor y, además, deduciría en impuestos? El verdadero coste de algo no es sólo el dinero que cuesta. Es
también la riqueza que has perdido, si calculas cómo ese dinero podría multiplicarse con el tiempo.

De esta cita de Michael podemos sacar cinco razones para ahorrar malvaviscos. Imagina que, en vez de
gastar la siguiente suma, la invirtieras en un fondo que te diera un rendimiento de un 11 por ciento anual (por
debajo del rendimiento normal del S & P 500)*. Esto es lo que pasaría:
• Si cuando tienes veintisiete años ahorras 5.000 dólares, en vez de gastártelos en un reloj de pulsera; a los
sesenta y cinco tendrás 263.781 dólares.
• Si desde los dieciocho años ahorras 1 dólar al día, en vez de gastártelo en lotería; cuando te jubiles tendrás
579.945 dólares.
• Si desde la mayoría de edad hasta la jubilación evitas los intereses de las tarjetas de crédito, ahorrarás
1.606.404 dólares (si contamos como promedio un interés anual de 1.440 dólares en un crédito de 8.000
dólares).
• Si desde los veintiún años hasta los sesenta y cinco

* Standard 8c Poor's 500: índice elaborado a partir de las cotizaciones en Bolsa de diversas empresas seleccionadas. (N. de la t.)
ahorras 5 dólares en comida basura, tabaco o alcohol, tendrás 2.080.121 dólares. • Si compras una casa en
lugar de alquilarla, por un promedio de 1.000 dólares al mes, desde los veintiún años a los sesenta y cinco
habrás ahorrado 13.386.696 dólares.

No digas «sí»... todavía


Aparte de ahorrar, ¿a qué más podemos aplicar la teoría de los malvaviscos? Para la gente que se dedica a las
ventas (y la mayoría de nosotros tenemos que vendernos incluso aunque no trabajemos directamente en
ventas), significa aprender cuándo y cómo se debe decir «sí». Aquí tenemos un ejemplo.
Una vez di un seminario sobre gestión del tiempo, en San Juan, al que asistieron empleados de Telefónica
de Puerto Rico. Cuando acabó el seminario me pidieron que me reuniera con el director de gestión del
desarrollo, que me propuso dar una charla en su empresa sobre gestión del tiempo. Fue tentador acceder
inmediatamente, pero eso hubiera significado comerme el malvavisco. En lugar de aceptar, contesté: «Sí, por
supuesto que puedo dar una charla a sus empleados sobre gestión del tiempo, pero deje que le pregunte una
cosa: ¿Qué problemas tienen que cree que se pueden solucionar con una charla sobre gestión del tiempo?» La
respuesta a esa pregunta supuso un contrato de formación de 1,2 millones de dólares con Telefónica de
Puerto Rico. Recuerda esto: cuando un cliente te dice que quiere comprar tal producto o servicio, si abres la
maleta inmediatamente, sacas el formulario y lo rellenas, te has comido un malvavisco. En lugar de actuar así,
averigua qué más puede necesitar. De esta forma no te comerás ese malvavisco pero te estarás dando la
oportunidad de ganar más, mucho más.

La práctica del malvavisco

Wall Street y más lejos


Aunque No te comas el malvavisco todavía está escrito pensando en el éxito económico y en los negocios,
creo que se puede aplicar a cualquier profesión y objetivo que se tenga, y a cualquier persona, no importa su
edad. Probablemente habrás oído esa historia tan recurrente sobre personas que ganan la lotería y acaban
arruinadas (o peor). Muy posiblemente hayas pensado que es injusto que tanto dinero vaya a una persona que
no sabe cómo manejarlo. ¿No deberías haber tenido tú el boleto ganador? Seguro que lo habrías hecho mejor.
Pero el problema de tener y perder montones de malvaviscos no se limita sólo a la gente que se hace
millonaria con un boleto de lotería de 1 dólar. También le sucede a personas que se pasan la vida trabajando
duro para ganar dinero... Incluso a gente como tú o como yo.
Tanto si tu objetivo es ascender en tu empresa, un coche nuevo, llegar a ser millonario o conseguir el res-
peto de tus compañeros, el secreto del éxito está en la capacidad de disfrutar, pero no devorar, una prosperi-
dad temprana y actuar de manera compatible con tus objetivos. El principio de los malvaviscos no consiste en
negarse cosas a uno mismo constantemente. ¡Sólo debes morir con malvaviscos debajo del colchón, si eso te
hace dormir mejor! Se trata más bien de encontrar el equilibrio entre tus deseos actuales y los futuros.
Es más fácil gastar dinero que ganarlo, y sé que muchas veces tu apetito es mayor que tu cuenta ban-caria.
Pero incluso un historial lleno de éxitos puede romperse por una actitud económica pobre y decisiones poco
apropiadas. ¿Cuántas veces hemos visto cómo alguien famoso y rico, el director de una empresa o una figura
pública, lo perdía todo por tomar decisiones poco afortunadas? El poderoso deseo de gastar —y gastar sin
mesura— ha arruinado a gente que se consideraba económicamente invencible. No se dieron cuenta de que
en lugar de devorar todos los mini-malvaviscos que te encuentras por el camino, el verdadero secreto del
éxito basado en los malvaviscos, está en saber lo que quieres, tener siempre presente el objetivo final y hacer
lo que haga falta para conseguir el gran malvavisco de tus sueños.
Hay muchos caminos hacia el éxito, pero, tal y como espero haberte demostrado, el éxito verdadero y sos-
tenible sólo se consigue con paciencia, perseverancia y concentrándote en los objetivos a largo plazo. Me
gustaría poner un par de ejemplos para ilustrar lo que digo.
Los piratas y el paraíso
Johnny Depp, hijo de una madre soltera y luchadora, fue un chico rebelde que dejó los estudios en el instituto.
Ahora es considerado por sus colegas uno de los actores más intelectuales. Es un caso claro de alguien que no
tomó el camino fácil hacia el éxito, aunque se lo ofrecieron casi inmediatamente después de llegar a
Hollywood. A los veintiún años hizo su debut en la gran pantalla en la película de terror Pesadilla en Elm Street
(su primer papel en una película), y tres años después ganaba 45.000 dólares por capítulo en el papel
protagonista de 21 Jump Street. Este papel lo convirtió en un ídolo de adolescentes durante los tres años que
permaneció en la serie.
Para alguien de orígenes humildes como Depp habría sido fácil cruzarse de brazos y disfrutar del dinero y la
popularidad. Pero Johnny Depp dijo que no quería convertirse en un producto de Hollywood, dejó la serie a
medias y tomó la arriesgada decisión de aceptar el papel del ingenuo y deforme Eduardo Manosti-jeras. El
resultado fue una nominación a los Globos de
Oro y la oportunidad de conseguir papeles en películas tan aclamadas por la crítica como Benny y Joon o Ed
Wood.
A principios del nuevo milenio le ofrecieron diez millones de dólares por hacer del capitán Jack Sparrow en
Piratas del Caribe. Para Depp, esta película podría haber sido como un paseo por un parque de atracciones: un
sueldo de primera sin ser el protagonista. Hacer de pirata en una película basada en una atracción de Walt
Disney no podía ser muy difícil. Una vez más, Depp demostró que estaba hecho de una materia mucho más
consistente. Se arriesgó a que lo despidieran y se presentó en el plato con rastas y trenzas, dientes de oro y
un aura a Keith Richards, la leyenda de los Rolling Stones en la que se basó para interpretar el papel. Los
ejecutivos de Disney se alarmaron. Finalmente, aceptaron a regañadientes que el actor, aún no preparado
para comerse los malvaviscos, interpretara el papel a su manera. La intuición y el talento de Depp le valieron
una nominación al Osear, y lo llevó a conseguir otros premios, como el de la Asociación de Actores de Cine. No
hay ninguna señal de que Depp vaya a cobrar sus malvaviscos pronto. Huye de la publicidad fácil y dice que
prefiere emplear su tiempo jugando con «los niños» (sus hijos, una niña y un niño fruto de su relación con
Vanesa Paradis, modelo y actriz francesa), que haciendo relaciones sociales con la élite de Los Ángeles. Para
Depp, el éxito es algo más que ganar dinero.
«Mi desafío es hacer algo que conmocione a la gente y que el cine todavía no haya conseguido —dijo Depp
a la revista Time en marzo de 2004—. Si no, ¿por qué estoy en esto?»

El hombre de la cara de goma


Jim Carrey llegó a Hollywood con una historia familiar difícil, poca formación y un único talento demostrado:
hacer reír a la gente. Aunque Carrey aspiraba a ser algo más que un cómico, sabía que la manera de
conseguir papeles dramáticos era convirtiéndose primero en un actor cómico de éxito. Igual que mi primo,
Jorge Posada, que aprendió a ser receptor y batear con la izquierda cuando quería ser segunda base, fue su
confianza en que podía hacerlo mejor que nadie lo que hizo que fuera capaz de hacer reír a la gente cuando ni
siquiera él podía hacerlo. Aunque sufrió un desorden bipolar que acrecentó los bajones emocionales en sus
primeros tiempos en el cine, Carrey se motivaba a sí mismo con un truco que nadie más es capaz de hacer: se
extendió un cheque a sí mismo por un valor de diez millones de dólares, le puso fecha y lo llevaba siempre con
él. Cuando se desanimaba, sacaba el cheque y se imaginaba cobrándolo. Visualizaba también los papeles que
le ofrecerían y la vida que llevaría con diez millones de dólares en el banco.
La visión de Carrey y su habilidad para marcarse un objetivo y luchar por él tuvieron su recompensa. Pudo
cobrar ese cheque de diez millones de dólares —casi en la fecha que había escrito— y su carrera hizo un salto
del humor poco sutil de Ace Ventura a comedias más sofisticadas y oscuras como ¡Olvídate de mí!, que ganó
un Osear al mejor guión original.
No tienes que tener la cara de goma de Jim Carrey para moldear tu éxito. Determina cuál quieres que sea
tu malvavisco de recompensa y tenlo siempre en mente (o doblado en el bolsillo), y el dulce sabor del éxito
realmente duradero será tuyo.
Y ese éxito será lo que tú hayas definido. No debe ser la visión del éxito de nadie, debe ser la tuya. Pos-
poner la gratificación y capear con las decepciones que inevitablemente te encontrarás en la vida no es fácil.
La motivación que se necesita para lograr y mantener tus objetivos será más fuerte cuando estés absoluta-
mente convencido de cuáles son esos objetivos. ¿Crees que el cheque de diez millones de dólares que Carrey
llevaba en el bolsillo le habría ayudado si se hubiera conformado con ser un cómico de monólogos mal
pagado? Si no nos preocupamos por nuestro futuro, es fácil comernos el malvavisco —en forma de dinero,
trabajo o relaciones—. Pero cuando tienes los objetivos claros y los sientes como tuyos, la teoría de los
malvaviscos se convierte en una forma de vida.

Vivimos en un mundo de malvaviscos


Mi coautora, Ellen, y sus dos hijas han incorporado la teoría de los malvaviscos a su vida diaria. Ahora de-
sempeña un papel en todas las decisiones que toman, tanto las importantes como las más banales, ¡hasta
hablan el idioma de los malvaviscos! Pero hace menos de un año, cuando le planteé a Ellen por primera vez
escribir No te comas el malvavisco todavía, no veía cómo podía aplicar la teoría a su vida.
«Tenía sentido como teoría para los negocios, que es como me la explicaron primero —dice Ellen—, pero no
entendía cómo aplicar los principios de los malvaviscos fuera de la vida empresarial, y eso me daba rabia.
Hacía poco me había quedado con sólo 1,87 dólares después de que un novio al que dejé plantado me vaciara
la cuenta. Y mi reacción inmediata fue de queja: "Pero, ¿qué pasa si no tienes ningún malvavisco al que
resistirte? Tengo que comerme los malvaviscos, si no me moriría de hambre".»
Sin embargo, cuando Ellen dejó de analizar la teoría sólo en términos económicos, se dio cuenta de que
tenía una aplicación prácticamente universal (y recompensas económicas sorprendentes).
«Un día, les conté a mis hijas la teoría de la resistencia a los malvaviscos. Al día siguiente, mi hija pequeña
me dijo qué quería por su dieciséis cumpleaños. Al ver la lista, pensé que no entendía ni el principio de los
malvaviscos ni nuestra situación económica. La lista incluía:
• Zapatos Jimmy Choo (del tipo que llevaba Reese Witherspoon en Una rubia muy legal).
• Camisetas de Poppie Harris (Britney Spears se las compra de diez en diez).
• Jerséis de capucha y sudaderas de Juicy Couture (no de color rosa, como los de Jennifer López, sino oscuros,
como los de Madonna).
• Vaqueros 7 for All Mankind Jeans (Phoebe, de Embrujadas, los lleva con zapatos de tacón de Manolo Blahnik;
pero Monica, de Friends, los llevaba con zapatillas Puma, o sea que te los puedes poner tanto para
arreglarte como en plan informal).
• Maquillaje MAC (una vez lo pruebas, no puedes usar otro).
• Bolsos Louis Vuitton (la cantante Hillary Duff los colecciona).
• Lexus (si te vas a comprar un coche nuevo, tiene que estar bien, y son más fiables que un Porsche).
Antes de que Ellen pudiera protestar, su hija Alli-son dijo:
—No es que realmente espere que me compres todo esto, pero es lo que realmente quiero. Ahora mismo
estoy ahorrando para un jersey de capucha Juicy. Cuestan 100 dólares, pero en rebajas bajan el precio a la
mitad y son muy cómodos. Y si consigo suficiente dinero este verano, después de guardar algo para la
universidad, también me compraré un par de sudaderas Juicy Couture, pero sólo si las puedo conseguir a buen
precio. Me encantan los brillos de labios MAC, y cuestan unos 14 dólares, pero también vi unas muestras en e-
Bay: 6 minipintalabios por 5 dólares. Y el conjunto viene con un pincel para labios, que MAC vende por 15
dólares. El envío sólo cuesta 2,50. No pujaré por más de 7,50 dólares —diez en total—, y me gastaría más
dinero comprándome un brillo de labios en Rite Aid sin ser nada especial.
—Y ¿el coche?
—¡Si ni siquiera tengo carné! Y puedo ir andando a la escuela. Quizá me podrías dejar el tuyo de vez en
cuando, ¿no? Los coches son muy caros. No creo que quieras malvavisquear una compra como ésta.
—¿Malvavisquear una compra?
—Ya sabes, comerte el malvavisco pagando el precio que marca, o no asegurándote de si se ha estropeado
muchas veces, o de si es mejor comprar un coche usado o nuevo..., cosas así.

Cuando en menos de un mes un niño convierte un nombre en un verbo y un caramelo en un eslogan,


¡presta atención! Algo importante está pasando.
Ellen recuerda que habló con sus hijas de manera muy informal sobre la teoría de los malvaviscos, igual
que les comenta todo lo que escribe. Se sorprendió mucho al ver cómo las dos adoptaban la idea de no comer
el malvavisco como una forma de triunfar en la vida y los negocios.
—Está clarísimo. No tengo ninguna duda.
—Todo el mundo creerá en la teoría.
—¿Por qué? —preguntó Ellen, que todavía no estaba muy convencida.
—Primero, es divertido. Los malvaviscos son divertidos. Es una forma ocurrente de explicar un concepto
serio. Es un concepto que tiene sentido: es mejor esperar a lo que quieres realmente, tener dos malvaviscos
en vez de uno.
—Y no afecta sólo a los negocios, afecta a la vida. Todo el mundo puede aplicarla.

La hija mayor de Ellen, Marina, también se ha subido al carro del malvavisco. Aunque es resistente a los
malvaviscos por naturaleza —empezó a planear su futuro universitario antes de empezar la secundaria—, hace
un mes Marina llamó a su madre desde la universidad y le dijo que quería volver a casa.
—¿El fin de semana? —preguntó Ellen.
—Para siempre —dijo Marina—. Quiero dejar los estudios. Me estoy comiendo los malvaviscos y empiezo a
dudar de que pueda conseguir mis objetivos.
Ellen quería que su hija se quedara en la universidad. Marina estaba en la mitad del tercer año de una beca
de cuatro años. El plan de salud de la universidad cubría 500 dólares al mes en gastos médicos. Y, lo más
grave, ¡la universidad era importante! Ellen se había sacado un máster, daba clases de redacción en la
universidad y creía que sus hijas superarían sus logros académicos. No había duda sobre lo que Ellen quería.
Gracias a la teoría del malvavisco, Ellen decidió no tomar el camino fácil. Le hizo las siguientes preguntas a
Marina (os recomiendo que vosotros también las contestéis):

El plan del malvavisco en cinco pasos


1. ¿Qué necesitas cambiar?
¿Qué estrategias puedes aplicar ahora mismo para dejar de comer los malvaviscos? ¿Qué te comprometes
a cambiar?
2. ¿Cuáles son tus puntos fuertes y cuáles son tus puntos débiles?
¿Qué necesitas mejorar y cuál crees que es la mejor manera de hacerlo?
3. ¿Cuáles son tus objetivos principales?
Escoge como mínimo cinco y escríbelos. Después anota lo que necesitas para conseguirlos.
4. ¿Cuál es tu plan?
Escríbelo. Si no puedes marcarte un objetivo, no lo lograrás.
5. ¿Qué vas a hacer para poner el plan en acción?
¿Qué te comprometes a hacer hoy, mañana, la semana próxima y el año que viene para lograr tus metas?
Tal como Arthur aprendió en la parábola: ¿Estás dispuesto a hacer lo que la gente sin éxito no está
dispuesta a hacer?

Para Marina, cuyo principal objetivo era convertirse en actriz, su decisión fue pedir una excedencia en la
universidad. Se comprometió a reemplazar las clases de la universidad por clases de actuación, buscar un
agente, mudarse a Los Ángeles, hacer como mínimo un casting al día, encontrar un trabajo que la ayudara
mientras empezaba y acabar la carrera en la universidad cuando se lo pudiera pagar con su trabajo como
actriz.
Ellen dice que no tiene ninguna duda de que su hija llegará a ser actriz... porque sabe lo que quiere hacer,
sabe lo que debe hacer y está dispuesta a hacer lo que sea para conseguirlo. Y, como nunca les digo a mis
hijas que hagan lo que yo no hago, yo también estoy siguiendo el plan en cinco pasos. Siempre he sido un
poco, digamos... suave como un malvavisco en mi comportamiento, especialmente en lo que respecta a las
relaciones. Ahora estoy convencida de que sólo buscaré al hombre que será mi malvavisco de recompensa.

El paso número seis


¿Cuál es el malvavisco de tus sueños? ¿Cómo lo conseguirás? Creo firmemente que el plan en cinco pasos del
malvavisco te llevará al éxito en cualquier cosa que te propongas, a cualquier edad y en cualquier cir-
cunstancia. Pero quiero incluir algo más en la lista:

Persevera. No te rindas. Cuando le preguntaron a Harry Salesman, un excelente comercial, cuántas lla-
madas haría a un posible cliente antes de rendirse, dijo: «Depende de quien de los dos muera antes.»

Cuando lo que te importa es un malvavisco —y es indiferente si hablamos de un par de zapatos, una rela-
ción más gratificante o la independencia económica—, posponer la gratificación puede convertirse más que en
una tarea imposible, en un desafío apasionante. Pon en práctica las lecciones de este libro; te lo prometo,
pronto tendrás montañas de malvaviscos.

Nota del autor

Aunque Jonathan Patient es un personaje de ficción, el experimento de los malvaviscos está basado en un
hecho real. Del mismo modo, las historias de Larry Bird y Jorge Posada que cuenta Jonathan están basadas en
observaciones reales hechas por Joachim de Posada. Cuando trabajaba como motivador para el equipo de
baloncesto de los Bucks, se encontró con Larry Bird practicando solo en una pista de baloncesto (aunque, en
su lugar, hubiera preferido encontrarse a un jugador de Milwaukee). Jorge Posada (los Yan-kees de Nueva York
le quitaron el «de» a su apellido) es el primo de Joachim.
Algunos de los principios descritos en el libro se basan en experiencias reales y observaciones de Joa-chim. Su
carrera en el Departamento de Formación de Sistemas en Xerox, y como conferenciante en temas de
motivación, en varios países, le ha enseñado muchas lecciones. Ahora las ha compartido contigo.

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