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No Te Comas El Malvavisco Todavia PDF
No Te Comas El Malvavisco Todavia PDF
Sumario
Análisis posparábola
Nota del autor
Joachim
A mi hija, Caroline, que ha aplicado el principio de los malvaviscos con entusiasmo, perseverancia y valor
desde el día que se lo enseñé. Es la mejor hija del mundo y me siento muy orgulloso de ser su padre
Ellen
A las mujeres más extraordinarias que conozco, cuyo ánimo y sabiduría me inspiran en todos los grandes
proyectos..., mis hijas
Agradecimientos
Joachim
Este libro está inspirado en la obra de Daniel Goleman, Inteligencia emocional, que desafió la noción de los
test de inteligencia estándar como indicadores de éxito. La teoría de Goleman me dio nuevos elementos para
comprender y apreciar el «estudio de los malvaviscos» del doctor Walter Mischel, llevado a cabo durante la
década de 1960 en la Universidad de Stanford. Estas obras mejoraron espectacularmente mi vida, como
espero que este libro cambie la tuya. Quiero dar las gracias a estos dos pensadores vanguardistas y a las
personas siguientes, todas muy importantes:
A Ellen Singer, que se entusiasmó tanto con el proyecto que lo presentó a sus (ahora nuestras) agentes
literarias: Jane Dystel y Miriam Goderich.
A nuestra editorial, The Berkley Publishing Group, una división de Penguin Group (Estados Unidos), Inc., por
su fe en este proyecto. Denise Silvestre es una editora excelente y su asistente, Katie Day, extremadamente
servicial. Ha sido un placer trabajar con las dos.
A la Universidad de Puerto Rico, por admitirme, cuando muchos de mis amigos fueron rechazados.
A la Universidad de Miami, donde doy clases desde 1985. Quiero agradecer a esa estupenda institución las
oportunidades que me ha dado y su constante fe en mí.
Al difunto doctor Ronald Bauer, un educador excelente y un visionario que, en nuestra última comida antes
de su muerte, me animó a escribir este libro.
A Michael LeBoeuf, autor de excelentes libros sobre negocios, por su amistad y por todo lo que me ha ense-
ñado.
Al difunto Sam Walton, que empezó con un pequeño negocio y en pocos años lo convirtió en una empresa
gigante, Wal-Mart, la empresa con más empleados del mundo. Es un claro ejemplo de la sabiduría de resistirse
a los malvaviscos.
A mis clientes en todo el mundo, por permitirme enseñar el principio de los malvaviscos y animarme a
convertir mis enseñanzas en un libro.
También me gustaría dar las gracias a todas aquellas personas que me han inspirado y han compartido
ideas conmigo que he adoptado y he intentado inculcar a los demás. Mis disculpas a todo aquel que no he
nombrado individualmente. Me gustaría daros el reconocimiento que os merecéis en mi página web,
www.askjoachim.com, y os invito a que me escribáis un correo electrónico a esta dirección.
Ellen
Quiero dar infinitas gracias a mi coautor, Joachim, no sólo por compartir este gran proyecto editorial conmigo,
sino por introducirme al estilo de vida «de resistencia a los malvaviscos»; a mi agente literaria, Jane Dystel,
por la fe que ha tenido en mí desde hace mucho tiempo, su apoyo constante y su persistente confianza en mí;
a mi abogado, Scout Schwimer, cuya inteligencia y talento sólo han sido superados por su ingenio y
compasión; y a mi editora, Denise Silvestre, por hacer mejoras muy útiles —y poco dolorosas— al manuscrito.
ANÁLISIS PREPARÁBOLA
Nacido en la riqueza, pero sumido en la pobreza cuando era sólo un adolescente, crecí sabiendo más acerca
de los peligros de perder el éxito que acerca de cómo conseguirlo. Aunque mis padres en su madurez se recu-
peraron después de haberlo perdido todo, jamás recobraron una mentalidad emprendedora. Yo asimilé mejor
sus miedos que sus logros. Esos temores estimularon mi deseo de triunfar económicamente y fueron los
responsables, en parte, de que me dedique a enseñar a la gente cómo conseguir sus objetivos. Me convertí en
conferenciante sobre temas de motivación personal, que ha inspirado a miles de ejecutivos y atletas
profesionales a alcanzar sus metas mediante el uso de unos principios eficaces del éxito. Pero en ese tiempo
no me di cuenta de que estaba dejando a un lado una parte muy importante de la fórmula.
Entonces leí acerca de la teoría de los malvaviscos y mi vida cambió de la misma forma que va a cambiar la
tuya.
Después de que mi familia lo perdiera todo, las cosas nunca volvieron a ser iguales. Mis padres ya nunca
fueron los mismos, y yo tampoco. Creo que mi padre temía perderlo todo otra vez, así que se sobreprotegía.
Después de recuperar su riqueza, seguía conduciendo un viejo Chevy. No se compró un Cadillac hasta que
cumplió los ochenta y uno (y murió en ese mismo Cadillac dos años después). Inconscientemente,yo sentía el
mismo miedo, pero reaccioné de forma opuesta y me gastaba todo lo que ganaba. Vivía de forma lujosa:
derrochaba el dinero en viajes, mujeres, regalos, coches último modelo y joyas caras. Nunca ahorraba ni un
céntimo y gastaba más de lo que ganaba. Me comía todos los malvaviscos tan pronto como llegaban a mis
manos.
* Dulce esponjoso elaborado a partir de la raíz del malvavisco, muy popular en Estados Unidos y que se asemeja a una «nube».
(N. de la t.)
Ahora mismo debes estar preguntándote por qué mi padre no me paró, por qué no intentó inculcarme los
mismos valores económicos que él había aprendido. Mi padre nunca me enseñó el secreto del éxito porque ni
siquiera él lo entendía. No fue su conocimiento teórico lo que le permitió poner en práctica ese secreto, sino su
miedo a perderlo todo otra vez. Cuando eres muy rico y, de repente, te despiertas sin nada, aprendes
lecciones muy importantes de la vida. Pero no siempre tienes tiempo para pensar en ellas, y mucho menos
para enseñárselas a otros. En consecuencia, el secreto para conseguir la riqueza fue siempre un misterio para
mí, un misterio que después me propuse resolver. Quería entenderlo y ser capaz de explicarlo
coherentemente:
• Por qué determinadas personas lo consiguen y otras no.
• Por qué determinadas personas triunfan y otras fracasan.
• Por qué un 90 por ciento de las personas que llegan a los sesenta y cinco años no tiene suficiente dinero y
debe seguir trabajando, dependiendo de la Seguridad Social o rezando para que su hijo se convierta en
médico o abogado y lo pueda ayudar durante los últimos años de su vida.
He disertado sobre temas de motivación durante más de treinta años. He impartido conferencias para
algunas de las mejores empresas del mundo en más de treinta países y he conseguido una extensa cartera de
clientes. También he trabajado en deportes, motivando a deportistas en la Asociación Nacional de Baloncesto
y en las Olimpiadas. Me he dado cuenta de que en el deporte también se puede aplicar la misma pregunta:
¿Por qué algunos atletas lo consiguen y otros no? Está claro que no sólo cuentan el talento o las capacidades.
El mundo está lleno de atletas con talento que jamás triunfan y lleno de atletas con menos talento que, sin
embargo, sí que han triunfado.
Mi empeño por encontrar el verdadero secreto del éxito me llevó a investigar más. Durante ese proceso,
encontré un estudio psicológico realizado por un psicólogo estadounidense muy prestigioso, el doctor Wal-ter
Mischel.
No entraré en detalles aquí, ya que leeréis sobre el estudio en el resto del libro, pero dejadme que os diga
una cosa: descubrí el secreto de por qué algunos triunfan y otros fracasan. Pensé que la lección era tan impor-
tante que decidí escribir un libro con la ayuda de Ellen Singer, la brillante coautora de este libro.
Ahora escuchad esto: este principio debe enseñarse a todo el mundo. Lo que estoy a punto de contar es la
diferencia entre ser rico y ser pobre. Es un secreto que debe revelarse a todos los niños del mundo. Yo se lo
enseñé a mi hija. Ahora te lo quiero enseñar a ti para que puedas transmitírselo a tus hijos.
Este libro es para emprendedores, empleados de empresas y gente que trabaja por su cuenta. Es para
atletas y para todo aquel que quiera tener éxito en la vida. También está dirigido a los maestros, profesionales
que tienen una responsabilidad muy importante en la educación de los jóvenes. Y sí, también es para aquellos
adolescentes que quieren cambiar su comportamiento y triunfar en la vida.
Pero antes de que empieces a leer la parábola de los malvaviscos te haré una pregunta.
Hay tres ranas que van flotando sobre una hoja río abajo. Una de ellas decide saltar al río. ¿Cuántas ranas
quedan en la hoja?
La mayor parte de la gente contestará que quedan dos.
Respuesta incorrecta.
Quedan tres ranas sobre la hoja.
¿Por qué?
Porque decidir saltar y saltar son dos cosas diferentes.
¿Cuántas veces has decidido perder peso y, después de tres meses, los números en la báscula siguen
siendo los mismos? ¿Cuántas veces has decidido dejar de fumar y has fumado un cigarrillo la primera noche
que has salido? ¿Cuántas veces has decidido poner orden en el trastero el fin de semana y el lunes te das
cuenta de que está peor todavía?
Si esto te suena, espero que decidas leer este libro, apliques lo que aprendas a tu vida y saltes (¡adelante!)
hacia el éxito.
Sir Francis Bacon dijo: «El conocimiento es poder.» Tenía razón, pero se olvidó de una palabra que haría su
frase perfecta: «El conocimiento aplicado es poder.» Si sabes pero no actúas, no sabes. Es así de simple.
Lee el libro y aplica todo lo que aprendas. Tu vida nunca volverá a ser igual. Te lo prometo.
Yo aprendí el secreto. Dejé de comer todos los malvaviscos. Cuando acabes el libro tú también lo harás.
JOACHIM DE POSADA
Comer malvaviscos es autodestructivo | 4
PARABOLA
Jonathan Patient, normalmente tranquilo y seguro de sí mismo, se sentía un poco decaído después de una
tensa reunión de trabajo. Cuando llegó a la limusina, encontró a su chófer devorando el último trozo de
hamburguesa cubierta de ketchup que le quedaba.
—¡Arthur, estás comiendo malvaviscos otra vez! —le regañó.
—¿Malvaviscos? —Arthur estaba tan sorprendido por el tono de enfado de su jefe como por las palabras del
magnate (Jonathan Patient era famoso por su lenguaje críptico)—. Era un Big Mac, de verdad. No recuerdo la
última vez que me comí un malvavisco. Este año ni siquiera tuve gominolas en mi cesta de Pascua, y creo que
no me he comido un malvavisco desde...
—Cálmate, Arthur. Sé que no te estabas comiendo un malvavisco de verdad. Me he pasado la mañana ro-
deado de devoradores de malvaviscos y me he sentido frustrado al ver que tú hacías lo mismo.
—Creo que me va a explicar una historia, señor Patient. ¿Quiere que conduzca mientras la va contando?
—Por favor, Arthur. Esperanza está cocinando su mundialmente famosa paella, tu plato favorito, si no
recuerdo mal. Le pedí que empezara a servirla en veinte minutos, a la una en punto, lo que enlaza con mi his-
toria, ya verás.
—¿Qué tienen que ver los malvaviscos con todo esto, señor Patient?
—Paciencia, Arthur. Pronto lo descubrirás.
Mientras guardaba el crucigrama del New York Times ya casi resuelto en la visera del asiento contiguo,
Arthur puso el coche en marcha, un Lincoln Town Car, y se mezcló con el tráfico del centro de la ciudad. Jona-
than Patient se acomodó en el asiento de piel y empezó a contar su historia.
—Cuando tenía cuatro años participé en un experimento que luego se haría famoso. Tenía la edad ade-
cuada en el momento adecuado. Mi padre estudiaba en Stanford, se estaba sacando un máster, y uno de sus
profesores buscaba niños en edad preescolar para un experimento de investigación acerca de los efectos de
posponer la gratificación en los niños.
»Básicamente, ponían a niños como yo en una habitación, de uno en uno. Entraba un adulto y dejaba un
malvavisco delante del niño. Entonces te decía que tenía que irse de la habitación durante quince minutos y
que si no te comías el malvavisco en su ausencia te recompensaría con dos cuando volviera.
—Un trato de uno a cambio de dos. ¡Un rendimiento del ciento por ciento de tu inversión! Eso resultaría
fascinante incluso para un niño de cuatro años —reflexionó Arthur.
—Desde luego. Pero cuando tienes cuatro años, quince minutos es mucho tiempo. Y, sin nadie alrededor
que te dijera «no», era increíblemente difícil resistirse al malvavisco —dijo Jonathan.
—¿Y se comió el malvavisco?
—No, pero estuve a punto una docena de veces. Incluso lo chupé un momento. Era horrible no poder
comérmelo. Intenté cantar, bailar, hacer cualquier cosa que se me ocurrió para distraerme. Finalmente,
después de un tiempo que me parecieron horas, la mujer volvió.
—¿Y... te dio un segundo malvavisco?
—Por supuesto. Y fueron los mejores malvaviscos que he comido en mi vida.
—Pero, ¿cuál era el objetivo del experimento? ¿Se lo dijeron?
—No en ese momento. No lo supe hasta años después. Los mismos investigadores reunieron a todos los
«niños malvavisco» que pudieron localizar; creo que éramos unos seiscientos en el primer estudio, y pidieron a
los padres que los puntuaran en una serie de habilidades y rasgos.
—¿Y que dijeron tus padres sobre ti?
—Nada. Nunca les llegó el cuestionario. Yo tenía catorce años y nos habíamos mudado varias veces. Pero
los investigadores encontraron casi a cien familias y los resultados fueron sorprendentes.
»Los niños que no se comieron el malvavisco, e incluso aquellos que aguantaron más tiempo, eran mejores
en la escuela, se llevaban mejor con los otros niños y controlaban mejor el estrés que los niños que se
comieron el malvavisco poco después de que el adulto dejara la habitación. Los resistentes al malvavisco
tenían mucho más éxito que los devorado-res de malvaviscos.
—Eso lo describe a la perfección —dijo Arthur—, pero no lo capto. ¿Cómo puede ser que no comerte un
malvavisco a los cuatro años te convierta en un editor web multimillonario a los cuarenta?
—No lo logra de forma directa, claro. Pero la habilidad para posponer la gratificación por voluntad propia es
un buen indicador del éxito futuro.
—Pero, ¿por qué?
—Volvamos a la observación que he hecho cuando he visto comerte el Big Mac. ¿No fuiste tú quien me dijo
esta mañana que Esperanza te había prometido guardarte un buen plato de paella para comer?
—Es cierto, me prometió el mejor plato, el que tuviera más langosta, pero se supone que usted no podía
enterarse.
—¿Y qué estabas haciendo treinta minutos antes de que Esperanza te sirviera la mejor paella de la ciudad?
—Comerme un Big Mac, ¡comer el malvavisco! Lo capto. No podía esperar y perdí el apetito con algo que
puedo tener en cualquier momento.
—Correcto. Buscaste la gratificación instantánea en vez de tener paciencia para algo que realmente que-
rías.
—¡Vaya! Tiene razón. Pero continúo sin entender la idea general. ¿Tiene algo que ver comer o no comer
malvaviscos con el hecho de que usted esté sentado en el asiento trasero, relajado, mientras yo estoy con-
duciendo aquí delante?
—Claro, Arthur. Tiene mucho que ver. Pero te explicaré más mañana, cuando me lleves de nuevo a la ciu-
dad, a las nueve. Hemos llegado a casa y voy a disfrutar de una espléndida comida. ¿Tú qué planes tienes?
—Evitar a Esperanza hasta que vuelva a tener hambre.
Arthur dejó a Jonathan Patient. Abrió la puerta del coche y la de la casa al hombre que durante cinco años le
había dado un sueldo y, cuando se prestaba a escuchar, valiosas lecciones. Todavía no sabía por qué, pero
sospechaba que la lección de los malvaviscos se convertiría en la más importante de todas. Sin pensar más en
ello, Arthur salió de la finca, condujo hasta una tienda cercana y compró una bolsa de malvaviscos.
2. Los triunfadores cumplen sus promesas
—Buenos días, señor P. Espero que cumpla su promesa y me explique la historia de los malvaviscos. No dejo
de darle vueltas.
—Te explicaré todo lo que pueda hasta que lleguemos a la ciudad. Seguiré contándote todo lo que quieras
saber en cada viaje que hagamos. Los triunfadores no rompen sus promesas.
Jonathan se escurrió en el asiento trasero mientras Arthur sujetaba la puerta.
—¿En serio, señor P? En los negocios siempre se oye hablar de gente que miente y que incumple pactos.
—Es cierto, Arthur. Y algunas personas consiguen hacer mucho dinero sin mantenerse fieles a su palabra.
Sin embargo, más tarde o más temprano, les llega su hora. Es más probable que la gente dé los resultados
que esperas si confían en ti. Pero ésa es otra historia. Y, Arthur...
—¿Sí, señor P? —preguntó Arthur, que aún seguía de pie sujetando la puerta trasera.
—Cuanto antes subas al coche, antes podré seguir con la historia de los malvaviscos.
—¡Oh! ¡Claro! De acuerdo, señor P. —Arthur se puso la gorra, se metió a toda prisa en el coche y puso el
motor en marcha.
—Bien, Arthur, si no recuerdo mal, querías que te explicara la teoría de los malvaviscos. Querías saber por
qué los resistentes a los malvaviscos tienen más éxito que los devoradores de malvaviscos.
—Sí, quiero saber si éste es el secreto por el que usted ha triunfado y yo me siento realizado de forma
limitada.
—«Realizado de forma limitada.» Es una expresión inteligente. Ahora entiendo por qué se te dan tan bien
los crucigramas que haces mientras me esperas.
—Gracias, señor P. Siempre he sido bueno con las palabras. Aunque no tengo muchas oportunidades de
usarlas.
—Eso puede cambiarse, Arthur, y yo te enseñaré la manera. Pero, primero, volvamos a tus primeros
tiempos de devorador de malvaviscos. Empezaremos en el instituto. ¿Qué coche conducías?
—¡Oh, señor P, tenía el mejor coche! Un Corvette descapotable de color rojo, un imán infalible para las
chicas. Incluso conseguí que la reina del baile de fin de curso se diera un paseo conmigo.
—¿Y fue ésa la razón que te llevó a comprarlo? —contestó.
—¿Conseguir chicas bonitas? Por supuesto. Y funcionaba. Mi agenda estaba llena, desde Angélica hasta
Zoé.
—Me lo creo. ¿Cómo pagaste el coche, Arthur? ¿Te lo regalaron?
—No, utilicé el dinero que me dieron cuando cumplí dieciséis años para pagar la entrada. Entonces tuve que
buscarme un trabajo para pagar las mensualidades y el seguro, y luego necesité un segundo trabajo para
gastar dinero con las chicas que querían quedar conmigo. Y si el coche se estropeaba tenía un buen problema;
suplicaba a mis jefes que me dejaran hacer horas extras para poder arreglar el coche antes del fin de semana.
Casi siempre estaba sin blanca.
—Ese Corvette era un gran malvavisco, ¿no?
—Eh... ¿Qué? ¡Ah! Era la gratificación instantánea esa, ¿no? Tenía que tener el mejor coche y las chicas más
guapas inmediatamente; ahora no me queda nada de eso. Ni siquiera tengo coche, conduzco el suyo, y las chi-
cas con clase no se interesan por un tipo que lleva gorra de chófer. Es deprimente, señor P. Pero no va a
negarme que eso es lo que quiere cualquier chico en el instituto: un buen coche y chicas guapas. ¿No era su
caso?
—Claro, a mí también me pasaba, Arthur. En el instituto envidiaba a menudo a los chicos como tú. ¿Sabes
qué tipo de coche llevaba yo? Un Morris Oxford que tenía diez años. Fue el medio de transporte más barato
que pude encontrar. De hecho, me costó trescientos cincuenta dólares, pero me servía para ir del trabajo a la
escuela e incluso llevaba a las chicas que, de vez en cuando, querían quedar conmigo. Ni el coche ni yo
éramos imanes para las chicas, como tú lo liamas, pero decidí ahorrar para la universidad. Creía que la
educación era la clave para conseguir todas las cosas buenas que quería en la vida. No me comí el malvavisco
y mira lo que tengo a cambio.
—Infinitos malvaviscos, señor P. Y cuando era soltero, seguro que tenía algunos sabrosos malvaviscos del
género femenino, suaves y esponjosos allí donde nos gusta.
—Sí, Arthur, tienes razón —dijo lonathan con una media sonrisa—, aunque no era éste el ejemplo que tenía
en mente. A ver éste; si te ofrezco un millón de dólares hoy o la suma de un dólar multiplicado por dos cada
día en los próximos treinta días, ¿con qué te quedarías?
—Señor P, no soy tonto. Escogería el millón de dólares. ¡No me diga que usted escogería un triste dólar
multiplicado por dos durante treinta días!
—Te has comido el malvavisco otra vez, Arthur. Vas a lo evidente en lugar de pensar a largo plazo. Deberías
haber elegido el dólar. Así tendrías más de quinientos millones de dólares, pero te has conformado con sólo un
millón.
—No puedo creérmelo, señor P. Pero sé que usted nunca me miente, así que será verdad.
—Sí, Arthur, es el poder impresionante de resistirse a un malvavisco. Quinientos millones de dólares en un
mes es mucho mejor que un millón en un día.
—De acuerdo, señor P, creo que está empezando a convencerme. Pero ¿qué hago con la teoría?, ¿cómo la
aplico en mi vida? Y ¿cómo la aplica usted en la suya?
—Casi hemos llegado a la oficina, Arthur, así que no puedo contestarte a las preguntas. Deja que te ponga
un breve ejemplo. ¿Te acuerdas de ayer, cuando me quejé de que la gente de la reunión eran unos de-
voradores de malvaviscos y empezamos esta conversación?
—Claro, creo que es la primera vez que le he visto la corbata fuera de lugar.
—Negociábamos un trato para vender nuestros cursos virtuales de formación en ventas a una empresa muy
importante de Latinoamérica. Querían comprar un curso que, debido al tamaño de la empresa, habría
supuesto un trato de un millón de dólares. Yo estaba presionando, como hago siempre, para vender un
paquete con más servicios, cursos y seminarios, lo que habría significado establecer una relación con la
empresa a largo plazo: diez millones de dólares para empezar y un contacto importante en el mercado latinoa-
mericano.
—¿Y qué pasó?
—El presidente de la empresa se encontraba fuera de la ciudad y recibimos una llamada del vicepresidente.
Quería reunirse con nosotros. Nuestro vicepresidente de ventas quiso cerrar la venta cuando el otro
vicepresidente le dijo exactamente lo que quería: el paquete de un millón de dólares. Debería haber rechazado
la solución fácil e investigar qué necesidades tenían. Fue a por el malvavisco, Arthur, en vez de desarrollar una
propuesta lo suficientemente persuasiva como para conseguir el trato de diez millones de dólares. Esto pasa
muy a menudo, Arthur, en muchas empresas de todo el mundo.
—Pero consiguieron un trato de un millón de dólares. No es lo que quería, pero no está nada mal, ¿no?
—Todavía no hemos firmado nada. Y la cosa va a peor. Ayer el presidente de la empresa me llamó y me
preguntó por qué nos habíamos echado atrás en lo de la relación a largo plazo. Pensó que había incumplido mi
palabra. Se sentía ofendido, pensaba que habíamos perdido nuestra confianza en él. Se negó a firmar un
acuerdo con una empresa que sólo pensaba en los beneficios inmediatos y que era incapaz de encontrar una
solución que se ajustara perfectamente a sus necesidades.
—¡No quiso hacer tratos con devoradores de malvaviscos!
—Exacto. Por comer el malvavisco, podemos perder el contrato de un millón de dólares y el de diez millones
de dólares.
—¿Lo puede arreglar?
—Estoy a punto de descubrirlo, Arthur. En cualquier caso, será un día muy largo, y quizá dure hasta tarde.
Puedes irte a casa, te llamaré si necesito que vengas a buscarme.
—Buena suerte, señor P. ¡Lo estaré apoyando!
—Gracias, Arthur.
Arthur regresó a la finca del señor Patient, aparcó en el garaje de seis plazas y caminó hasta su casa, la
antigua cochera de la finca donde vivía, sin pagar alquiler, como parte de su salario. Su vida era bastante
cómoda: un trabajo poco estresante y sin gastos importantes. Sin embargo, después de cinco años, ¿qué
había logrado? Nada en el banco y unos sesenta dólares en el bolsillo. Y ningún plan más allá de la próxima
semana.
Arthur suspiró, entró en la casa modestamente amueblada y tomó la bolsa de malvaviscos que había
comprado el día anterior. La abrió e hizo un gesto como si fuera a llevarse uno a la boca. Entonces paró y lo
dejó en la mesilla de noche.
«Si sigue ahí mañana —se dijo— tendré dos.»
—Y bien, señor P —dijo Arthur sin preámbulos tan pronto como Jonathan se sentó en su lugar habitual en la
parte trasera del Lincoln—. ¿Puede darme algún ejemplo de lo que los triunfadores están dispuestos a hacer y
la gente sin éxito no?
—Buenos días, Arthur —contestó.
—Buenos días, señor P. No quería ser maleduca-do, pero tengo muchas ganas de saber más sobre lo que se
debe hacer para triunfar.
—Me gusta oír eso, Arthur, y no me has molestado. Intentaré darte dos ejemplos de camino a la ciudad.
—Gracias, señor P.
—¿Conoces a Larry Bird?
—¿El jugador de baloncesto de los Celtics de Boston? Claro.
—Al final de su carrera, después de haberse convertido en un jugador muy famoso, e incluso jugando en un
equipo mediocre, tenía la costumbre de llegar antes que los demás y seguir un laborioso ritual.
—¿Qué hacía?
—Botaba el balón poco a poco, por toda la pista, con la cabeza gacha todo el tiempo. ¿Por qué? Com-
probaba cada centímetro de la pista, todos y cada uno de sus rincones para saber dónde estaban las imper-
fecciones, de manera que, si su equipo iba ganando o perdiendo por un punto y él tenía la pelota, nunca per-
dería el control al botarla en un sitio de la cancha donde pudiera desviarse.
—¿En cada partido? Es increíble.
—¿A que sí? Ahí tenemos a un hombre que ganaba millones de dólares, completamente solo en la pista y
haciendo lo que nadie hacía. Triunfó porque estaba dispuesto a hacer lo que la gente sin éxito no está
dispuesta a hacer. Larry Bird no tenía ninguna habilidad destacable, a excepción de un tiro excelente. En la
liga, en una clasificación de los jugadores que logran saltar más alto, él hubiera sido el número 253, y si
hubiera sido de los que más corren, quizá hubiera alcanzado el puesto 146. No había nada especial en él que
lo hiciera destacar de los demás. Sin embargo, es uno de los cincuenta mejores jugadores en la historia del
baloncesto.
»Estaba dispuesto —continuó Jonathan— a trabajar más duro y de forma más inteligente que los demás, y
consiguió triunfar más que otros jugadores con más aptitudes. Incluso se decía que cada día se entrenaba
tirando trescientos tiros libres.
—¿Y dice que lo hacía incluso después de llegar a lo más alto, cuando podía haberse sentado cómodamente
a comer una bolsa entera de malvaviscos y seguir ganando un salario multimillonario? Es impresionante.
Podría haberse retirado tranquilamente, pero no lo hizo.
—Exacto. Se tomaba cada partido como si fuera el primero y cada oportunidad de entrenar con la misma
seriedad, incluso cuando la competencia no merecía tanto esfuerzo.
—Si quiere, creo que tenemos tiempo para otro ejemplo, señor P.
—Tengo otro ejemplo del mundo del deporte. He visto que a veces llevas una gorra de los Yankees de
Nueva York. ¿Eres aficionado?
—Voy a los partidos siempre que puedo.
—Entonces habrás oído hablar del receptor Jorge Posada.
Arthur asintió con la cabeza.
—Cuando Jorge Posada era más joven, su padre, Jorge Luis, le preguntó si quería llegar a las Grandes Ligas.
Jorge Luis es ojeador para los Rockies de Colorado y jugó en el equipo olímpico cubano. Conoce bien el béisbol
y los deportes.
»—Sí, papá. Quiero ser jugador de béisbol profesional y quiero jugar en las Grandes Ligas —dijo Jorge.
»—Está bien, hijo, a partir de mañana, vas a ser receptor.
»—Pero, papá, ¡yo soy segunda base, no receptor!
—protestó Jorge. Jorge discutió con su padre para que lo dejara ser segunda base, pero el padre se negó.
»—Si quieres llegar a ser un jugador de béisbol en las Grandes Ligas debes ser receptor. Sé lo que digo.
»Jorge aceptó y al día siguiente se convirtió en receptor. El entrenador del equipo donde jugaba no quería
un receptor y lo echó. Tuvo que buscar otro equipo. Finalmente, lo aceptaron como suplente. Un día, el
receptor titular se lesionó la rodilla y Jorge empezó a jugar como receptor. No era muy bueno, pero tenía
aptitudes y el entrenador estaba dispuesto a formarle.
»Otro día, Jorge Luis le preguntó a su hijo si todavía quería jugar en las Grandes Ligas. Jorge dijo que sí.
»—Bien, entonces mañana empezarás a batear con la izquierda.
»Una vez más, Jorge discutió con su padre.
»—Pero, papá, yo soy diestro.
»—Si quieres llegar a las Grandes Ligas, debes poder batear con ambos brazos.
»Jorge aceptó. Empezó a batear con la izquierda e hizo, según él, dieciséis strikes out seguidos, según su
padre, veintitrés, hasta que consiguió un hit.
En 1998, Jorge bateó diecinueve carreras completas y diecisiete fueron con la izquierda. En el 2000, bateó
con la izquierda y logró una carrera completa, e hizo otra con la derecha en el mismo partido. Bernie Williams
hizo lo mismo. Era la primera vez en la historia que dos jugadores del mismo equipo conseguían algo así. En el
2000 Jorge logró veintiocho carreras completas y, junto con Derek Jeter, Bernie Williams y Mariano Rivera,
llegó al All-Star Game. En el año 2001 logró veintidós carreras completas. En 2003 también llegó al All-Star
Game y firmó un contrato de cincuenta y un millones de dólares. Pero lo mejor de todo; bateó treinta carreras
completas e igualó el récord que tenía Yogi Berra. Se convirtió en uno de los dos receptores que han bateado
más carreras completas en la historia de los Yankees.
—Y yo sé por qué, señor P. Porque estaba dispuesto a hacer los que los jugadores sin éxito no están dis-
puestos a hacer.
—Exacto. Estuvo dispuesto a convertirse en receptor aunque pensaba que debía ser segunda base. Quiso
aprender a batear con la izquierda aunque era diestro. Para triunfar, tomó decisiones e hizo sacrificios que la
gente sin éxito rechaza.
—Le agradezco que me cuente esto, señor P. Pero todavía no acabo de comprender cómo aplicarlo a mi
vida. Y hay un asunto que me preocupa. En el estudio de los malvaviscos, usted y los otros niños tenían entre
cuatro y seis años. Según el estudio, el hecho de comerse o no el malvavisco habría determinado su éxito en
el futuro. Entonces, ¿qué pasa con los niños que como yo en el pasado hemos sido devoradores de malvavis-
cos, o lo somos en el presente? ¿También podemos triunfar, o estamos condenados a comernos todos los
malvaviscos que se nos pongan delante durante el resto de nuestras vidas?
—Si pensara eso, Arthur, no te contaría estas historias. Es verdad que si has sido capaz de aplazar las
gratificaciones toda tu vida, es más fácil resistirse a los malvaviscos cuando eres adulto. Pero también sería
más fácil ser un bateador ambidiestro, si hubieras nacido ambidiestro, y no diestro o zurdo. El éxito no
depende de tus circunstancias pasadas o actuales; depende de la voluntad que tengas para hacer todo aquello
que es necesario para triunfar. Y el día que apliques esa voluntad estarás dando el primer paso hacia el éxito.
La palabra importante es «ahora».
—Es bueno saberlo, señor P. Lo que determina tu futuro no es lo que hayas hecho en el pasado, sino lo que
estás dispuesto a hacer en el presente.
—Sí, Arthur. Ésa es la pregunta que debes hacerte: ¿Qué estoy dispuesto a hacer hoy para triunfar mañana?
—Me ha dado mucha información para reflexionar; ahora deberé hacerlo sin usted. ¿Se va finalmente a
Buenos Aires por la mañana?
—Sí, Arthur, estaré fuera cinco días. Tendremos mucho de que hablar cuando vuelva.
Arthur miró los cuatro malvaviscos que había en la mesilla. Al día siguiente, tendría ocho. Cuando el señor P
volviera, ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro, ciento veintiocho... ¡Ciento veintiocho! Probablemente
tendría que comprar dos bolsas más.
Arthur sacó la cartera y se sorprendió al ver que, el día antes de cobrar, todavía le quedaban unos dos-
cientos dólares. ¿Cómo podía ser? La mayoría de las semanas, cuando le hacían el ingreso en el banco sólo le
quedaban veinte dólares, y más de una vez había tenido que sobrevivir con las monedas que encontraba en
los asientos del coche o entre los almohadones del sofá. Normalmente no entendía en qué se gastaba el
dinero. En esos momentos, en cambio, se preguntaba en qué no se lo había gastado.
Por alguna razón, le pareció importante averiguarlo. Así que tomó su libreta y empezó a hacer una lista:
Arthur no se había perdido ninguna comida de Esperanza. Estuvo más en casa —mucho más— y a la hora de
las comidas. Durante cinco años había sido muy afortunado. Tenía un trabajo con comidas exquisitas y alo-
jamiento incluido y, aun así, un par de veces al día pasaba por un establecimiento de comida rápida. Si
ahorraba 70 dólares cada semana en comida, al acabar el año tendría 3.640 dólares más. Desde antes de que
se gastara el dinero de su dieciséis cumpleaños en el Corvette, Arthur nunca había tenido tanto dinero
ahorrado.
Arthur no bebía mucho, pero una o dos veces por semana se dejaba caer por algún local. Dos bebidas y la pro-
pina suponían unos veinte dólares. Y siempre invitaba a alguien, a un amigo o a una chica guapa. Esa semana
había estado tan absorto pensando en la historia de los malvaviscos y en cómo parar de devorarlos que, sin
proponérselo, logró su objetivo: ahorrar 50 dólares. Si lo hacía cada semana, tendría 2.600 dólares ahorrados
al final del año.
Antes de cerrar la libreta, Arthur hizo otro cálculo para divertirse. Contó los malvaviscos que había en la
bolsa que compró: 66. Si cada bolsa le costaba un dólar y setenta y siete céntimos, con el dinero que ahorraría
en un año podría comprarse 3.672 bolsas, ¡242.352 malvaviscos! O quizá algo más valioso...
Esa noche, cuando se fue a la cama, Arthur no podía dejar de darle vueltas a todo. En lo que más pensaba
era en lo que le había dicho el señor P: no estaba condenado a «sentirse realizado de forma limitada» de por
vida. ¿Cuáles fueron sus palabras?
El éxito no depende de tu pasado o de tu presente. El éxito empieza cuando estás dispuesto a hacer lo que
la gente sin éxito no está dispuesta a hacer.
Al día siguiente, Arthur disponía de tiempo libre antes de ir a recoger a Jonathan Patient al aeropuerto. Fue
a una tienda de material de oficina, compró una de esas pizarras con rotulador y la colgó en su habitación.
Escribió en letras grandes una lista con lo que había aprendido durante la semana anterior:
• No te comas el malvavisco enseguida. Espera el momento adecuado y podrás comerte más.
• Los triunfadores cumplen sus promesas.
• Un dólar multiplicado por dos cada día durante treinta días equivale a más de quinientos millones de
dólares. Piensa a largo plazo.
• Para conseguir lo que quieres de los demás, éstos deben querer ayudarte y confiar en ti.
• La mejor manera de conseguir que la gente haga lo que quieres es influyendo en ella.
Los triunfadores están dispuestos a hacer cosas que la gente sin éxito no está dispuesta a hacer. El éxito no
depende de tu pasado o de tu presente. El éxito empieza cuando estás dispuesto a hacer cosas que la gente
sin éxito no está dispuesta a hacer.
Debajo, escribió una pregunta: Qué estoy dispuesto a hacer hoy para triunfar mañana?
Y algunas respuestas:
Comer en casa.
Gastar menos dinero en salir.
Jugar al póquer dos veces al mes en vez de una por semana.
Pensar a largo plazo.
En África, cada mañana, una gacela se despierta. Sabe que debe correr más que el león más veloz, si
no quiere morir.
Cada mañana, un león se despierta. Sabe que debe correr más que la gacela más lenta o se morirá de
hambre.
No importa si eres una gacela o un león. CUANDO SALE EL SOL, YA DEBES ESTAR CORRIENDO.
Cuando Arthur se fue, Jonathan Patient estuvo pensando en el nuevo interés de su chófer por los orde-
nadores. Decidió que le daría uno de los portátiles que le sobraban. Toda la finca tenía conexión a Internet de
alta velocidad, así que Arthur podría usar el ordenador cuando quisiera y donde quisiera. Aunque estaba
cansado, todavía se encontraba un poco inquieto por el viaje. En lugar de decirle a uno de sus empleados que
llevara el portátil a Arthur, decidió hacerlo él mismo.
Un paseo le ayudaría a eliminar un poco el estrés que le quedaba de un viaje tan largo y podría dejar el
ordenador en casa de Arthur antes de que él llegara. Su chófer se llevaría una buena sorpresa.
Pero Jonathan fue el primero en sorprenderse cuando entró en casa de Arthur y descubrió cambios impor-
tantes: una pizarra llena de frases sacadas de las conversaciones que habían mantenido y doce pilas con diez
malvaviscos cada una y unos ocho más —los contó rápidamente— sueltos. Jonathan hizo los cálculos en un
momento. Según parecía, Arthur había estado multiplicando malvaviscos durante siete días. Si seguía así,
pensó Jonathan, muy pronto la casa estaría completamente inundada de malvaviscos.
Con una amplia sonrisa Jonathan se fue sin tocar nada y se llevó el portátil. No quería que Arthur se sintiera
incómodo si sabía lo que había visto. Uno de sus empleados podía volver más tarde o al día siguiente.
6. La mentalidad malvavisco
Arthur continuó multiplicando malvaviscos durante los treinta días. Gracias al ordenador que le había
prestado el señor P, encontró una forma más práctica (y menos cara) de hacerlo. Con un dibujo de un mal-
vavisco en un documento y la herramienta cortar-pegar, podía visualizar el crecimiento en la pantalla del
ordenador. Para guardar los cálculos hizo también una tabla:
Arthur también empezó a clasificar a la gente que conocía en devoradores de malvaviscos y resistentes a
los malvaviscos. Esta clasificación resultó ser muy reveladora: Arthur se dio cuenta de que su admiración e
inclinación por los devoradores iba cambiando hacia los resistentes.
Por ejemplo, su amigo Porfirio era un reputado mujeriego. Cada semana llevaba un nuevo malvavisco del
brazo. Desde hacía mucho tiempo, Arthur envidiaba su lista de conquistas —nadie se llevaba más chicas a
casa que él—. Pero ahora, puestos a elegir, se dio cuenta de que prefería una novia estupenda que una docena
de fugaces compañeras de cama. Pero si no cambiaba su comportamiento con las chicas, ¿cómo iba a
encontrarla? Si veía a muchas mujeres a la vez, no podía invertir el tiempo necesario para desarrollar una
relación. No puedes ahorrar un malvavisco si te lo acabas de comer.
Pensó en otro amigo suyo, Nicholas. Las mujeres lo adoraban y siempre le pedían para salir. Pero él recha-
zaba a la mayoría, lo que Arthur siempre había considerado alguna forma de locura. Pero ¿qué pensaba ahora?
Nicholas era afortunado. Durante más de dos años, una chica inteligente, divertida y preciosa lo quería. El
propio Arthur se la había presentado. ¿Por qué Arthur le presentó a esa chica? Porque después de haber
quedado con ella un par de veces, no pudo resistirse al siguiente malvavisco que conoció.
Arthur también pensó en sus compañeros de partida de póquer. Incluso jugando a las cartas, era posible
resistirse y no devorar el malvavisco. Eric apostaba en cada mano aunque no hubiera prácticamente
posibilidades de ganarla, e intentaba que el resto se retirara antes de que pudiera ganar. Karim, en cambio, se
retiraba después de la primera apuesta muchas más veces de las que se arriesgaba. Sin embargo, cuando
tenía una gran mano, nunca iba a lo fácil. Animaba a todo el mundo a que siguiera jugando hasta que el bote
era inmenso, y entonces es cuando mostraba sus cartas. Karim no ganaba tan a menudo como el resto del
grupo, pero ganaba las mayores cantidades. Arthur pensaba que Karim era un jugador bastante aburrido,
pero, en realidad, no había nada aburrido en ganar. Quizá Arthur podía aprender mucho de Karim.
Karim esperaba hasta que podía llevarse el mejor premio, igual que el señor P tenía paciencia para conse-
guir clientes y ventas mayores. Si Arthur pudiera encontrar una manera de aplicar la teoría de la resistencia a
los malvaviscos a su vida profesional y privada, sería un buen golpe de malvavisco. ¿Podría hacerlo?
Hasta ahora, Arthur había ahorrado dinero —casi un tercio de su sueldo— comiendo en casa y gastando
menos en beber y en el juego. ¿Qué más podía hacer? ¿Qué más estaba dispuesto a hacer hoy para triunfar
mañana?
Mientras iba conduciendo hacia su casa, hizo una lista mental:
Arthur siguió dándole vueltas cuando llegó a casa. Su trabajo de chófer le dejaba mucho tiempo libre, pero
también debía estar disponible para el señor P las veinticuatro horas del día durante toda la semana. No podía
buscar un trabajo extra con un horario fijo, como repartidor de pizzas, por ejemplo. Si el señor P lo llamaba al
móvil, tendría que largarse corriendo con la pizza de pepperoni de un cliente. Debía de haber otra solución.
Tendría que investigar. Pero mientras, ¿existía otra forma de aumentar sus ahorros?
Arthur suspiró, se fue hasta el armario y sacó su colección de cromos de béisbol. ¡Adoraba esos cromos!
Durante casi diez años, los había coleccionado muy en serio. Algunos de ellos podían costar cientos de dóla-
res, a esas alturas, incluso miles de dólares. ¿Podía desprenderse de ellos? ¿Valía la pena? ¿Dudaba por moti-
vos económicos o emocionales? Ya tenía algo más en lo que pensar.
Hasta ahora, Arthur no estaba muy contento con su lista. Quizá necesitaba otro enfoque. A lo mejor, si
primero definía su objetivo encontraría la forma de conseguirlo. En las últimas semanas, ¿qué prioridad se
había marcado? ¿Qué había estado investigando en secreto en Internet y en la biblioteca?
• Sentirme más orgulloso de mí mismo por seguir con el desafío de los malvaviscos Quizá este punto era una
tontería, pero Arthur decidió no borrarlo. Después de todo, sólo hacía tres semanas que conocía el concepto
de los malvaviscos y ya había hecho algunos cambios espectaculares. Hacía sólo unos minutos, se había
reprochado que su lista de «cosas que estaba dispuesto a hacer» fuera tan corta. Se sentía mal por no
poder comprometerse a vender su colección de cromos de béisbol. Si mantenía una actitud positiva lograría
concentrarse en sus objetivos.
Al final escribió:
¿Mercedes o malvavisco?
Michael LeBoeuf, un gran amigo mío y, en mi opinión, uno de los mejores escritores del mundo sobre temas de
negocios, nos ayuda mejor que nadie a calcular los costes del dinero perdido. LeBoeuf pregunta:
¿Sabes manejar tu independencia económica? ¿La llevas en la muñeca, en los dedos o alrededor del
cuello? ¿Te la comes en restaurantes de última moda, la fumas o la bebes? ¿Se la das a tu arrendador a
cambio del alquiler de un apartamento de lujo, cuando podrías invertirla en una casa que aumentaría su
valor y, además, deduciría en impuestos? El verdadero coste de algo no es sólo el dinero que cuesta. Es
también la riqueza que has perdido, si calculas cómo ese dinero podría multiplicarse con el tiempo.
De esta cita de Michael podemos sacar cinco razones para ahorrar malvaviscos. Imagina que, en vez de
gastar la siguiente suma, la invirtieras en un fondo que te diera un rendimiento de un 11 por ciento anual (por
debajo del rendimiento normal del S & P 500)*. Esto es lo que pasaría:
• Si cuando tienes veintisiete años ahorras 5.000 dólares, en vez de gastártelos en un reloj de pulsera; a los
sesenta y cinco tendrás 263.781 dólares.
• Si desde los dieciocho años ahorras 1 dólar al día, en vez de gastártelo en lotería; cuando te jubiles tendrás
579.945 dólares.
• Si desde la mayoría de edad hasta la jubilación evitas los intereses de las tarjetas de crédito, ahorrarás
1.606.404 dólares (si contamos como promedio un interés anual de 1.440 dólares en un crédito de 8.000
dólares).
• Si desde los veintiún años hasta los sesenta y cinco
* Standard 8c Poor's 500: índice elaborado a partir de las cotizaciones en Bolsa de diversas empresas seleccionadas. (N. de la t.)
ahorras 5 dólares en comida basura, tabaco o alcohol, tendrás 2.080.121 dólares. • Si compras una casa en
lugar de alquilarla, por un promedio de 1.000 dólares al mes, desde los veintiún años a los sesenta y cinco
habrás ahorrado 13.386.696 dólares.
La hija mayor de Ellen, Marina, también se ha subido al carro del malvavisco. Aunque es resistente a los
malvaviscos por naturaleza —empezó a planear su futuro universitario antes de empezar la secundaria—, hace
un mes Marina llamó a su madre desde la universidad y le dijo que quería volver a casa.
—¿El fin de semana? —preguntó Ellen.
—Para siempre —dijo Marina—. Quiero dejar los estudios. Me estoy comiendo los malvaviscos y empiezo a
dudar de que pueda conseguir mis objetivos.
Ellen quería que su hija se quedara en la universidad. Marina estaba en la mitad del tercer año de una beca
de cuatro años. El plan de salud de la universidad cubría 500 dólares al mes en gastos médicos. Y, lo más
grave, ¡la universidad era importante! Ellen se había sacado un máster, daba clases de redacción en la
universidad y creía que sus hijas superarían sus logros académicos. No había duda sobre lo que Ellen quería.
Gracias a la teoría del malvavisco, Ellen decidió no tomar el camino fácil. Le hizo las siguientes preguntas a
Marina (os recomiendo que vosotros también las contestéis):
Para Marina, cuyo principal objetivo era convertirse en actriz, su decisión fue pedir una excedencia en la
universidad. Se comprometió a reemplazar las clases de la universidad por clases de actuación, buscar un
agente, mudarse a Los Ángeles, hacer como mínimo un casting al día, encontrar un trabajo que la ayudara
mientras empezaba y acabar la carrera en la universidad cuando se lo pudiera pagar con su trabajo como
actriz.
Ellen dice que no tiene ninguna duda de que su hija llegará a ser actriz... porque sabe lo que quiere hacer,
sabe lo que debe hacer y está dispuesta a hacer lo que sea para conseguirlo. Y, como nunca les digo a mis
hijas que hagan lo que yo no hago, yo también estoy siguiendo el plan en cinco pasos. Siempre he sido un
poco, digamos... suave como un malvavisco en mi comportamiento, especialmente en lo que respecta a las
relaciones. Ahora estoy convencida de que sólo buscaré al hombre que será mi malvavisco de recompensa.
Persevera. No te rindas. Cuando le preguntaron a Harry Salesman, un excelente comercial, cuántas lla-
madas haría a un posible cliente antes de rendirse, dijo: «Depende de quien de los dos muera antes.»
Cuando lo que te importa es un malvavisco —y es indiferente si hablamos de un par de zapatos, una rela-
ción más gratificante o la independencia económica—, posponer la gratificación puede convertirse más que en
una tarea imposible, en un desafío apasionante. Pon en práctica las lecciones de este libro; te lo prometo,
pronto tendrás montañas de malvaviscos.
Aunque Jonathan Patient es un personaje de ficción, el experimento de los malvaviscos está basado en un
hecho real. Del mismo modo, las historias de Larry Bird y Jorge Posada que cuenta Jonathan están basadas en
observaciones reales hechas por Joachim de Posada. Cuando trabajaba como motivador para el equipo de
baloncesto de los Bucks, se encontró con Larry Bird practicando solo en una pista de baloncesto (aunque, en
su lugar, hubiera preferido encontrarse a un jugador de Milwaukee). Jorge Posada (los Yan-kees de Nueva York
le quitaron el «de» a su apellido) es el primo de Joachim.
Algunos de los principios descritos en el libro se basan en experiencias reales y observaciones de Joa-chim. Su
carrera en el Departamento de Formación de Sistemas en Xerox, y como conferenciante en temas de
motivación, en varios países, le ha enseñado muchas lecciones. Ahora las ha compartido contigo.