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La explicación es sencilla: nunca el teatro vivió alternativas tan singulares como las de
hoy. Sucede que desde su nacimiento, y hasta, apenas, el umbral de este siglo, el
teatro fue un hijo único, sobreprotegido, y consentido hasta en sus caprichos más
banales. Nadie competía con él, porque sólo él era capaz de contar un cuento que se
veía. Un malcriado capaz de levantarle la mano, incluso, a la madre literatura. Siglos y
siglos de plácido vagar sin otra preocupación que la de parecerse a sí mismo. Pero
cuando ya creía que siempre sería todo soplar y hacer botellas: le nació el hermanito.
Un inocente que arrancó con ferocidad la cámara negra, y sobre un panorama blanco
empezó a proyectar cuentos que se veían cada vez mejor; y con derroche de nuevo
rico era capaz de poner en la pantalla lo que hiciera falta. Basta de tanto recurso
miserable: si había que contar sobre la guerra se ponía allí arriba la guerra, con sus
multitudes, y el tronar de sus batallas, qué joder. Nada de mensajeros ensangrentados
que relataban lo que había pasado. Ahora pasaba. Tanto esfuerzo de la dramaturgia
por perfeccionar las técnicas de narración escénica para que al final venga un hijo
bastardo, y -de taquito- lo haga mucho mejor, con más recursos, y con un discurso
visual que lograba el viejo anhelo, jamás conseguido por el teatro: instalar -por fin- a la
novela en un código de escenificación posible y práctica. Convertirla -casi sin
descarte- a un género dramático.
El cimbronazo de tener que compartir con el hermano menor fue demoledor. Con tal
de llamar la atención el teatro hizo las cosas más desmesuradas: intentó parecerse al
otro -y por supuesto fracasó-, se puso rabioso y gritó incoherencias, y al final, claro, se
enfermó. Pero como suele pasar, las desgracias nunca vienen solas: sobre que
éramos pocos, -literalmente- parió la abuela, y el nuevo integrante que se agregaba
ahora a la familia ya no sólo contaba tan bien como el anterior, sino que lo hacía en la
intimidad misma de la casa del espectador, y gratis.
Pero el nuevo siglo no estaba acostando solamente al teatro. Por suerte, o desgracia,
nunca falta un roto para un descosido: la plástica, monopolio de la reproducción
icónica, avasallada por la fotografía; la poesía, presa en los límites escasamente
comunicativos del papel después de haber disfrutado de la maravillosa popularidad
oral; la danza, arrinconada en el amaneramiento de sus códigos puramente
corporales; el circo, cercado en su cajita de lona melancólica; la historieta, refugiada
en su bunker under; los títeres condenados a su monotonía aniñada; el varieté; el
cabaret. Misteriosamente, como autoconvocados al club de veteranos de guerra, se
fueron juntando los tullidos; y el teatro descubrió que podía prestar su casa para la
soirée. Y una vez todos allí, los afanó impiadosamente.
El teatro de este siglo es, efectivamente, una gestalt, que comprobó el poder de la
mixtura híbrida. Con la danza, desde Pina Bausch, con la política, desde Brecht, con
la plástica desde Kantor, o con la antropología desde Brook -o Barba- el teatro se
apareó con quien pudo. Y con todos tuvo familia. Y estos hijos, por supuesto, trajeron
también la propia definición genética del otro integrante de la pareja. Una fertilísima
bisociación, uno de esos apareos fantásticos de los que está llena la historia de los
procesos creativos en el mundo. Por supuesto, tal diversidad genética trajo también el
despelote. Los hijos de la plástica sostenían, por ejemplo, que lo argumental era un
armatoste prescindible. Los de la poesía, que no había por qué contar nada, y que
bastaba con las imágenes -literarias o visuales- y que las metáforas eran muchísimo
más atractivas, y más útiles, que los conceptos. El teatro que hasta ahora sólo sabía
contar, que estaba aferrado a los límites que le suponía la sumisión a El Cuentito,
empezó a entender que si de contar se trataba, tanto el cine como la tevé le tiraban el
chico lejos, pero que en cambio, en este nuevo campo que se le proponía -en el
campo de lo poético- había encontrado una tierra fecunda como pocas, y casi virgen.
Como si fuera poco, la metáfora era una semilla fértil, que se la revoleaba y crecía
como yuyo. Y no hacían falta más elementos que los que ya tenía. Por el contrario, los
que había le sobraban, ya que sólo se trataba de asumir el poder de condensación de
lo escénico. Y se le hizo claro que la fórmula de la espectacularidad no estaba en las
maquinarias de despliegue, sino, más sencillamente, en un utensilio de la retórica que
había usado desde siempre. La fórmula se llamaba sinécdoque.
El teatro asumió este nuevo destino poético, y lo impuso aun en la zona más reacia al
cambio: la de la literatura dramática. También la escritura comprobó el poder de esos
tropos, y los adoptó decididamente. Sólo hicieron falta una docena de autores que se
animaran más allá de las fronteras de la narración lineal. Y con el nuevo código de
emisión, tuvo que nacer también, claro, el nuevo código de recepción. El espectador
no podía confiar ahora en ese teatro que ya no lo llevaba paternalmente de la mano
por los senderos plácidos de El Cuentito, y que lo obligaba a implicarse o quedar
afuera. Sucede que la actividad poética exige conectar un hemisferio cerebral que
-habitualmente- duerme inmaculado en el cajón, junto a la vajilla para las visitas.
Muchos espectadores aceptaron gustosos la nueva gimnasia. Otros se bajaron del
tándem: le demandaban al teatro continuar con su responsabilidad narrativa, aunque
a la hora de los bifes -cuando de El Cuentito se trataba- la mayoría terminaba
prefiriendo el cine. Para suerte de los reacios que seguían reclamando la receta de
siempre, la escritura teatral había acumulado tal stock que la estantería garantizaba la
provisión de reposiciones.
[
1] Mauricio Kartun (Argentina, 1946) es dramaturgo y docente. Ha escrito más de veinte
obras teatrales entre originales y adaptaciones, entre ellas Como un puñal en las carnes, Desde
la lona y Rápido nocturno aire de Foxtrot. Sus piezas - representadas en todo el mundo - han
ganado importantes concursos y premios en la especialidad. Creador de la Carrera de
Dramaturgia de la E.A.D (Escuela de Arte Dramático de Ciudad de Buenos Aires) es
responsable allí de su Cátedra de Taller. Asimismo, es docente de la Universidad Nacional del
Centro en cuya Escuela Superior de Teatro es titular de las cátedras Creación Colectiva, y
Dramaturgia; y dicta en la Escuela de Titiriteros del Teatro General San Martín de Buenos Aires
la materia Dramaturgia para títeres y objetos. De continuada actividad pedagógica en su país y
en el exterior, ha dictado innumerables cursos, talleres y seminarios en España, México, Cuba,
Colombia, Venezuela, y Puerto Rico. Alumnos formados en sus talleres se han hecho
acreedores a la fecha a más de sesenta premios nacionales e internacionales en la materia.