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El hombre de la ventanilla

Roberto Arlt
Seamos sinceros. ¿Cuál de nosotros no aspira a ser “el hombre de la ventanilla”, en estos días de
calor rabioso?
En cuanto uno sube al tranvía ¡paff!, lo primero que hace es campanear un asiento vacío. No
importa que más allá, en otro asiento, venga sentada una pebeta de flor, truco y quiero. ¡Están
los tiempos como para pebetas! Lo que uno quiere es un poco de fresca viruta; estirar las dos,
que en algunos son cuatro, contra el contramarco y dejar que el viento le entre por el cogote
hasta el fuselaje del pecho, hecho filtro a causa de la temperatura.

Cuando ganan de mano...


¡Y qué bronca le da a uno cuando le ganan suavemente de mano! ¿Vio Vd.? Es lo que decía San
Peludo: “No hay que dejarse ganar la calle”.
Que interpreten los augures y los Sturlas del régimen. Bueno. ¡Qué rabia le da a uno cuando le
ganan el pasillo y siempre de buena manera, lo dejan para dentro con una especie de refalada
que da otro con más trening en el laburo de la ventanilla! ¡Qué hay tigres en eso de tomar el
fresco! Tipos que relojean todo un trayecto de diez kilómetros a la ventanilla, y en cuanto el
pasajero hizo gesto de levantarse, ellos, como gatos al bofe, se escurren y si el hombre no tenía
ganas de levantarse, lo hace como sorprendido por el “savoir faire” de ese ciudadano que lo invita
a dejar la “fenestra” y que se ubica, mano a mano, con la calle y el “venticello” que pasa. ¿Diga si
no es cierto? En el tranvía, en el ómnibus, en el tren, ¡maldito sea!, nunca falta el pasajero pierna,
fugaz, escurridizo, que con un apremiante “con su permiso” le pide paso. Vd. cree que es para
piantar y el otro se instala bonitamente del lado de la rúa o de los alambrados, mientras que Vd.
queda para mosquetear cómo el congénere cierra los ojos y se deja adormilar por el vientecito
que entra y que se lo traga él solo.
A la mañana esto no tiene importancia; al fin y al cabo por la matina todo ciudadano está
semiembrutecido por la fiaca y el sueño; pero a la tarde, cuando Vd. trae la ropa interior como
franela de fomento, no hay cosa que más fastidio le produzca que le ganen de mano y
permanecer allí en la fementida orilla del asiento, recibiendo en la buseca y en el hombro los
codazos del guarda, del inspector, de la señora gorda que le pide el asiento indirectamente
cayéndosele encima a cada minuto, o del nene que babea, desde las espaldas del padre sobre su
cogote.
No hay rasposo que pase (y aquí se me ocurre una mala palabra) que no le encaje un pechazo por
ser pasajero de orilla. Incluso, Vd. tiene el deber de levantarse si entra una mamá cargada de
infantes, porque Vd. es mano y al mano le corresponde ser galante y amigo de la ciudad.
El del lado de la ventanilla (y el del lado de la ventanilla me sugiere una palabrota) goza. Para él,
todo es placer. Con las guampas estiradas, si sube una señora cargada de purretes, se hace el gil;
mira de contramano y como mirando para la calle no puede ver adentro, es el menos obligado.
Y, dése cuenta, hasta es cierta esta otra verdad:
Siempre que sube el inspector, el del lado de la calle duerme. Vd. lo vio y pela el boleto. Se apronta
para cumplir con los rigores de la ley. El reo del otro lado, apoliya. Traga aire fresco. El inspector
se detiene cabrero :
–Boleto, señor; señor, boleto.
El señor, que es tan señor como Vd. y yo, abre por fin un párpado, da beligerancia, se entera de
que lo hablan y le requieren el comprobante de que ha formado diez guitas; y entonces,
removiendo las piernas, metiendo desaforadamente las manos en el bolsillo, busca el
“intransferible”.
Vd. se indigna gratuitamente contra el poltrón de la ventanilla. No tan gratuitamente, porque, al
fin y al cabo, el inspector que es tripudo, le arrima la panza a la nariz, Vd. por ser ladero, tiene
que aguantar los hedores de un chaleco milenario. Por fin el turro descubre su boleto emboscado
en las entretelas del saco y, en seguida, cierra el ojo conjuntivítico y torna a roncar.
La desgracia se soportaría si bajara rápido; pero siempre resulta que este canalla tiene para veinte
kilómetros de viaje. Ley fatal e inexorable. Todos los cosos que se ubican del lado de la ventanilla,
es en el conocimiento de que tienen para un rato largo.
De hecho se acomodan. Abren las gambas. Colocan las guampas. Superiores e inferiores. Y como
muchos no se bañan, aprovechan esta hora de viaje para orear el sudor, de manera que llegan a
la casa secos de humedad, porque la ventilación ferrocarrilera, de ómnibus o bondi, obra el doble
milagro de higienizarlos y refrescarlos a su manera, que es una de las tantas maneras de bañarse.
Al fin y al cabo, el procedimiento mencionado se denomina científicamente “baño de viento o
aire”.
En cambio, cuando Vd. quisiera ser ladero, es decir, cuando del lado de la ventanilla viene una
pebeta posta y Vd. va a sentarse, la dama, con una gentileza que asombra, se corre y le deja el
lado de afuera para Vd. Esta es la única circunstancia en la que Vd., sin querer tomar fresco, lo
tiene que tomar, cuando por el contrario, vendría bien dichoso y contento de estar a un costado,
arrullado dulcemente por los vaivenes del coche.
Hay, sin embargo, un remedio para evitar que los atropelladores monopolicen el asiento de la
ventanilla, ya que la fresca viruta es regalo que Tata Dios nos envía a todos por igual. Y ese
remedio consistiría en rifar las ventanillas en provecho de alguna obra de beneficencia, como la
casa en Mar del Plata, el chalet del Balneario o los automóviles.

(Diario “El Mundo”, lunes 29 de diciembre de 1930)

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