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SERGIO PITOL

Antología del cuento polaco contemporáneo

Traducción y prólogo de Sergio Pitol

Para mis amigos polacos.


Para Elena Poniatowska y Juan Manuel Torres,
también polacos.
Prólogo

JAN PARANDOWSKI (1893-1978)


Monna Lisa

BOLESLAW LESMIAN (1878-1937)


Una aventura de Simbad el marino

BRUNO SCHULZ (1892-1942)


Los pájaros

STANISLAW DYGAT (1914-1978)


El viaje

WITOLD GOMBROWICZ (1904-1969)


Un crimen premeditado
Filifor forrado de niño

JAROSLAW IWASZKIEWICZ (1894-1980)


Icaro
Cálamo aromático

TADEUSZ BOROWSKI (1922-1951)


¡Al gas, señoras y señores!
El mundo de piedra

ZOFIA NALKOWSKA (1889-1964)


Los niños en Auschwitz
El hombre es fuerte

MARÍA DABROWSKA (1889-1964)


Peregrinación a Varsovia

ADOLF RUDNICKI (1912-1990)


El Yom Kipur
Noches blancas

MAREK HLASKO (1932-1969)


El primer paso en las nubes
SLAWOMIR MROZEK (1929)
El monumento al soldado desconocido
En la penumbra

JERZY ANDRZEJEWSKI (1909-1983)


Semejante a un bosque

TADEUSZ RÓZEWICZ (1921)


El pecado

KAZIMIERZ BRANDYS (1916-2000)


Cómo ser amada
Cartas a la señora Z

LESZEK KOLAKOWSKI (1927)


Rahab, o de la soledad verdadera y la ficticia

KORNEL FILIPOWICZ (1913-1990)


La crucecita de oro

JANUSZ KRASINSKI (1928)


La queja

ROMAN SAMSEL
Solo para gorriones y estorninos
PRÓLOGO

Releo mis primeros artículos sobre Polonia. Son anotaciones bas tante ingenuas
escritas en Pekín en 1962. Desde la cotidianidad opaca de la vida en China,
sumergido en una irritación y en un malestar cada día más pronunciados
debidos a la anomalía de una situación que iba volviéndose cada vez más
asfixiante, recordaba con profunda melancolía los diez días transcurridos en
Polonia. La llegada a Varsovia. La impresión de desagrado durante los primeros
momentos. Al inicio todo me había producido consternación: bajo un cielo
sombríamente encapotado e implacables vendavales de nieve la ciudad
presentaba sus rasgos más descarnados. Enormes caserones semidestruidos,
ligeramente hermoseados por la blancura de la nieve. Me paseaba entre ruinas
o por avenidas y plazas de corte típicamente stalinista. Grupos de gente hosca
marchaban apresuradamente por las calles bajo un frío glacial de treinta gra dos
bajo cero. Los estragos constituían una presencia ineludible, edificios de
fachadas leprosas, huellas de metralla por todas partes. Era la Varsovia exterior.
Al fin un agradable estupor ante la Ciudad Vieja, el hermoso barrio cuya
reconstrucción fue posible gracias a los cuadros de Canaletto que lograron
salvarse. Y luego, la Varsovia fabulosa de los teatros, y la más íntima, la del
diálogo, la discusión, la inteligencia: reuniones en cafés y en departamentos
donde se discutía encarnizadamente hasta la madrugada. Más tarde, la furia y
la impotencia cuando de pronto, concluidas sin sentirlo aquellas fugaces
vacaciones, me vi metido en un avión de regreso a Pekín. Tardes infinitas
sobrevinieron dedicadas al recuerdo. Intentos de recomponer cada uno de
aquellos días que tan inexplicablemente me habían dejado marcado. Se inició
mi encuentro con la literatura polaca. Leía todo lo que podía conseguir —
bastante poco por cierto— en traducciones para mí comprensibles. Recibía
mensualmente las Polish Perspectives; algunos nombres comenzaron a serme
familiares, María Dabrowska, Jaroslaw Iwaszkiewicz, Kazimierz Brandys, Tadeusz
Rózewicz, Slawomir Mrozek. Resolví ir a como diera lugar a vivir a Varsovia. Seis
meses más tarde me hallaba instalado allí decidido a comenzar a estu diar la
lengua y la literatura polacas. A partir de entonces viví tres años en Varsovia
con muy breves interrupciones. Debo tristemente admitir que mis impresiones
de Polonia eran mucho más coherentes en aquellas primeras notas de lo que lo
son ahora. Podían reducirse a esquemas, asirse en un haz de conceptos. Los casi
tres años de estancia en el país se encargaron de ir destrozando dichos
esquemas, de ir ofreciéndome día a día nuevas sorpresas al ponerme en
contacto con una realidad cotidiana en apariencia absolutamente estática, pero
cargada, por abajo de la superficie, de dinamismo, de presagios, preñada de
enigmas, de anhelos frustrados, realizaciones y esperanzas. Mundo donde un
pasado casi legendario aflora aún en potentes chispazos de irracionalidad, de
poesía, de maldad o pureza; pueblo obstinado en diferenciarse de los otros
países eslavos y en formarse una tradición occidental; país de profundas
tradiciones católicas encauzado actualmente en un experimento político-
económico decididamente laico y eminentemente racional. Cualquier raciocinio
formulado el día anterior fácilmente puede desvanecerse ante una nueva visión.
Todos los datos pacientemente organizados durante semanas de investigación
llevan al observador, como en cierto momento de la lectura de novelas policiales,
a hacerle creer que tiene en la mano todas las claves y que está sobre la pista
segura, para que de pronto un dato al parecer anodino, surgido
imprevistamente, adquiera una súbita importancia y le demuestre que todo el
cuadro era artificial, que debe revisar nuevamente los conceptos a fondo y
comenzar desde el principio. En sus Cartas a la señora Z., señala Kazimierz Brandys
que hay días en que el análisis de los acontecimientos que nos circundan no
dejan lugar a otro sentimiento que no sea el del escepticismo, la duda y la
amargura, para, momentos más tarde, ante el cúmulo de objetivos logrados,
cambie la visión y vuelva nuevamente a cubrirnos el optimismo.
Y en esa dicotomía se va viviendo, saltando de un extremo al otro en espera de la
tan ansiada unidad.
¿Hay medios más apropiados para intentar explicarse la realidad de un país
que el estudio de su historia y su literatura? La primera, en el caso de Polonia,
más bien nos confunde. Entre tantas gestas heroicas de reyes jagellones y
príncipes Poniatowskis, hazañas renacentistas y Siglo de las Luces, se engendra un
destino pavorosamente trágico. Frecuentes repartos del país entre las po tencias
extranjeras, ocupaciones sangrientas, deportaciones colectivas, ejecuciones en
masa, hornos crematorios, cifras de ejecutados que ascienden a millones. Una
lucha tenaz entre ocupantes minuciosamente dedicados a hacer desaparecer
una nación y la voluntad igualmente obstinada de los ocupados por sobrevivir,
por persistir, por seguir siendo hombres —hombres polacos— y mantener idioma,
usos y tradiciones siempre vivos. Algunas de las fotos más trágicas que registra la
historia han sido tomadas en Polonia: Auszwitz, el ghetto, la destrucción de
Varsovia. Ya no existen las ruinas que hace apenas tres años y medio
ensombrecían algunos sitios de Varsovia. Son por fortuna sólo pasado, recuerdo,
y, sin embargo, a veces, aún se siente el tufo del incendio, de la piedra
carbonizada, de las grandes hogueras de seres humanos. La lección de la
historia es compleja. La primera deducción que uno sacaría es que no es posible
que después de semejantes pruebas aún exista esta nación. No resta sino el
asombro ante tal capacidad de persistencia y de resurrección.
Ese sino histórico no podía menos de reflejarse en la vida y en la creación de
los habitantes del país. La pérdida de la libertad, el largo período de opresión
rusa, austríaca y prusiana,, los esfuerzos por sobrevivir, el estancamiento
económico, los conflictos raciales, hicieron que Polonia quedara al margen de la
historia y no pudiera desarrollarse tan cabalmente como otras naciones europeas,
Cuando en 1918, por gracia del Tratado de Versalles, logró la independencia,
Polonia era un país escasamente industrializado, con capas dominantes de
mentalidad retrógrada, un clero exaltado, grandes masas de desocupados o de
campesinos mal pagados y un atraso científico muy considerable. Los veinte años
de entreguerras no lograron resolver tales conflictos y si bien presentaron una
gran ebullición en el campo de las ideas, también es cierto que ese perío do fue
campo de fermentación de algunos de los vicios más negativos de la población;
surgió, por ejemplo, el polocentrismo más desaforado, con su cauda de
chauvinismo, racismo, miedo al libre juego de las ideas, exaltación del culto a
los militares, etcétera. La joven nación por tanto tiempo sojuzgada no lograba
entroncar con él ritmo de la historia contemporánea y se debatía entre titubeos
y errores. Todo ello terminó el mes de septiembre de 1939 en que los sueños
de grandeza se desvanecieron del todo para dar paso otra vez a la pesadilla, en
esa ocasión llevada a extremos de locura. En 1945, cuando el país se liberó del
dominio nazi, intentó el esfuerzo más radical de toda su historia por romper con
las estructuras tradicionales y crear un sistema de producción socialista;
parecía utópico pensar en la realización de cualquier programa. Era un pueblo
fatigado, herido hasta en sus fibras más secretas. Una nación desquebrajada
moral y físicamente. Las imágenes de la Varsovia liberada no pueden menos
que producir una sensación de agobio. Un paisaje lunar, diabólico; kilómetros y
kilómetros cubiertos sólo de escombros y cenizas. Barrios enteros donde no
quedó piedra sobre piedra.
Las dificultades para reconstruir la nación fueron arduas. Oposición interna de
poderosos adversarios al socialismo, difícil situación internacional, luego el
período de errores bajo la tutela stalinista, el año 1956 y su memorable
"Octubre Polaco", la vuelta a las normas democráticas y los años siguientes con
su lucha implacable entre hielo y deshielo. Y dentro de ese caos y su
consecuente anhelo de luz se ha debatido una sociedad capaz de crear
instituciones, de hacer cultura, de experimentar. La Polonia actual es fruto de
todos esos avatares, es su consecuencia. Tal vez por ello los logros obtenidos, aún
los más modestos, son entusiasmantes, saben más a victoria que en otros lugares.
El hombre polaco es el reflejo de esos acontecimientos históricos y a la vez su
creador, su condicionante. Suyo es el fruto; él es la semilla.
No conozco otro lugar como Varsovia. Es una ciudad que copia a varias
ciudades europeas y a la vez es esencialmente distinta a todas. Nada hay en ella
de espectacular, de grandioso, ni siquiera de específico o típico. Quien la viva
podrá advertir que esta "unicidad" tampoco depende exclusivamente del hecho
de haber resurgido de entre las cenizas, de haberse vuelto a crear en medio
de la nada. No, hay algo más. Una racha poética cruda, delicada, brutal,
concreta, terrible y tierna que sopla por sus avenidas y callejones, penetra en los
bares, las casas, se adentra en los parques y jardines, se cuela en los teatros.
Creo que se trata de algo inmanente a los varsovianos. Siento que esta poesía
debe haber existido ya antes de la guerra y a principios de siglo y antes, desde
que Varsovia existe.
Una anécdota leída hace unos días logró envolverme de nuevo en aquel
mundo de poesía: a comienzos de 1945 Varsovia fue liberada. La ciudad era un
mundo de escombros, el noventa por ciento de los edificios había quedado
reducido a polvo. Volvieron entonces a su ciudad natal los varsovianos
sobrevivientes de la insurrección y del éxodo; llegaban de los campos de
concentración y de los trabajos forzados, de las aldeas donde habían logrado
encontrar refugio. Carecían de todo. No había agua, ni luz, ni calefacción. No
había nada. Sumergidos en hoyos cavados entre las ruinas trataban de
guarecerse de un invierno especialmente cruel. En medio de la desolación
comenzaron a aparecer algunos signos de vida: en un tranvía semiquemado se
vendía pan; después apareció otro con sopa. De pronto, a los pocos días de la
llegada de los primeros pobladores se abrió una tienda, la primera tienda en la
Varsovia liberada... ¡Era una florería! En aquel mar de detritus las rosas
combatían a su manera contra la bestialidad de la existencia.
¿Y la literatura? De ningún modo puede decirse que haya trai cionado sus
funciones. Ha sido espejo de esta realidad, pero no un espejo plano satisfecho
ante el mero acto de reflejar los datos inmediatos que ocurren frente a él, su
ambición lo ha llevado a lanzar sus reflejos a hurgar y remover por en medio de
los mecanismos profundos que producen tal realidad y a la vez,
contradictoriamente, a rebatirla, a intuir otras zonas de esa realidad, a propiciar
el desvanecimiento, la acentuación, la desaparición o la transformación de la
imagen.
Son múltiples los criterios que un antologo puede utilizar para seleccionar la
literatura de un país. Tantos como rostros ese país sea capaz de ofrecer. Cada
quien puede elegir la cara que prefiera y seleccionar entre todos los textos
disponibles los que le ayuden a configurar el retrato necesario. Se puede,
también, evitar este sistema y buscar los relatos sólo por el hecho de alcanzar un
determinado valor estético. En esta antología me ha interesado
fundamentalmente buscar uno de los rostros de Polonia y compartirlo con quien
se adentre en la lectura de este libro. Es la faz que a mí me ha ofrecido. Un
rostro compuesto de varios rostros. La cara de un personaje que va llegando a la
mayoría de edad no sin sobresaltos y que aún aspira a conocer y a disfrutar de
una nueva juventud. La imagen que presento parte de 1913 y termina en estos
días, está constituida por sueños, por testimonios, por parodias, por recuerdos de
la Polonia que fue, por aspiraciones de la Polonia que será.
Es difícil sintetizar cincuenta años de la vida literaria de un país, máxime
cuando no ha podido desarrollarse de manera natural y espontánea como en
otros, sino que se ha visto precisada a asumir las funciones de vocero para
denunciar aquello que la prensa no ha podido —o no se ha atrevido— a
comentar, de instrumento antropológico, sociológico, sicológico, sin renunciar
por ello a su papel de literatura, es decir, de instrumento apto para la expre sión
de valores estéticos.
Todas las comentes estilísticas que conforman la literatura europea del siglo
veinte intervienen en la formulación de esta imagen de Polonia que pretendo
revivir a través de una selección de narradores. Un confuso flujo de ideas y
sentimientos serpentea y se entremezcla para formar una unidad. Así el interés
por desarrollar las tradiciones nacionales del pasado, por ponerse al corriente
en los acontecimientos del mundo exterior, por negar a Europa, por desmentir
el pasado, por buscar los elementos contemporáneos, por seguir a Europa,
adueñarse de un lenguaje propio, por glorificar lo colectivo, por despreciar todo
lenguaje, por rescatar el sentimiento de realidad, por exaltar el individualismo,
por deformar la realidad. Los dieciséis autores que integran esta antología del
cuento polaco contemporáneo, a pesar de sus evidentes contradicciones forman
secreta, subterráneamente, el rostro de esa Polonia que admiro, amo y respeto.
Rostro en movimiento, cuatro expresiones fundamentales lo componen, la que
le han impuesto o han extraído de él, cuatro diferentes y decisivos momentos
históricos: la preguerra, la ocupación, la implantación del socialismo y el
Octubre de 1956. La primera está integrada por los recuerdos de Jan
Parandowski, que se remontan al ya casi prehistórico año de 1913 en que fue
robada del Louvre La Gioconda, y por los más tersos y melancólicos de Stanislaw
Dygat, por los esfuerzos de Boleslaw Lesmian encaminados a la formulación de
un lenguaje que fuese a rematar los pomposos resabios retóricos
decimonónicos y por las alucinantes fantasmagorías de Bruno Schulz y Witold
Gombrowicz en las que los confines entre realidad e irrealidad, lucidez y
desvarío se pierden. La segunda expresión, la impuesta por la guerra, es más
que nada una mueca. Mueca de angustia ante el sinsentido de aquella
experiencia en Jaroslaw Iwaszkiewicz, de brutalidad y escepticismo en Tadeusz
Borowski, autor del texto más terrible que registra está antología. El tercer
período lo define la actitud de humildad de Maria Dabrowska y Sofia
Nalkowska —ésta última una de las escritoras más sofisticadas y elegantes del
período de la preguerra— que se reduce casi al mero inventario de despojos
materiales y humanos que el período anterior ha legado. Pareciera que la labor
del escritor quedara cumplida en ese momento con la sola labor de reconocer las
cosas y darles un nombre como en el primer día de la creación: esto es una
calle, esto era una casa, esto es un plato de sopa, esto fue un hombre, esto es el
mal. Enunciar ya es entonces suficiente. El mundo atormentado y febril de Adolf
Rudnicki se suma en este período para borronear aún más con nuevos
problemas los amargos contornos de esta faz. El rostro en su cuarto momento,
el que ha presentado en los últimos diez años, se vuelve expresivo y movible.
Insolente, juvenil y desesperado en Marek Hlasko, denso de tribulaciones y
conflictos morales en Jerzy Andrzejewski, sardónico en Slawomir Mrozék,
oscuro y pesimista en Tadeusz Rozewicz, bello y patético en esta nueva etapa de
Iwaszkiewicz, atormentado entre la necesidad de elección y el peso impuesto
por el pasado en Kazimierz Brandys y lleno de acerva y juguetona mordacidad
en las parábolas de Leszek Kolakowski.
Lamento no haber podido incluir, por razones fundamentalmente de espacio,
algunas muestras de la obra de otros creadores polacos, tales como Ksawery
Pruszynski, Bohdan Gzészko y Stanislaw Wygodzki, cuyos textos podrían haber
añadido nuevos matices a este retrato.
Xalapa, Ver.;, 14-de noviembre de 1966
Antología

JAN PARANDOWSKI

[1893-1978]

Jan Parandowski es uno de los más prolíficos autores polacos. Su amplia obra se
nutre en las más diversas fuentes y se expresa de variadísima manera. Está
impregnada, sobre todo, de pasión por la herencia cultural del pasado.
Parandowski hizo estudios de arqueología y filosofía clásica. A los dieciocho años,
siendo aún estudiante de liceo, publicó su primer libro, un estudio monográfico
sobre Rousseau. A partir de entonces ha escrito estudios helenísticos, biografías
noveladas, libros de memorias, ensayos sobre estética, novelas y cuentos. Se
destacan las siguientes obras: Mitología, 1923; Eros en el Olimpo, 1929; Rey de
la vida, 1930; Cielo en llamas, 1936; Los signos del zodíaco, 1938; La hora
mediterránea,. 1949; Alquimia de la palabra, 1951; El cuadrante solar, 1953. Ha
traducido La Odisea y Dafnis y Cloe.
JAN PARANDOWSKI:
MONNA LISA

Acabábamos de vivir una de esas horas con las que durante años sueñan
millares de estudiantes. Nuestro "Griego" no fue a darnos la lección. Unos
afirmaban que estaba enfermo; otros, que había enviado los zapatos a casa del
remendón. En vez de él vimos aparecer al viejo Mankowski, que hacía las delicias
de nuestros compañeros del primero B. En la muy rica galería de excéntricos que
engalanaban nuestro Liceo, era indiscutiblemente la figura más conspicua. Con él
siempre sucedía algo imprevisto; aquella ocasión, sin embargo, superó a todas
las demás.
Tan pronto como abrió su Homero empezó a reir. Estábamos seguros que nos
iba a beneficiar con alguna de las bromas repetidas hasta el cansancio, con que
ya había aburrido a sus alumnos del siglo pasado: "¿Me preguntan cuál es la
semejanza entre La Ilíada y el Pan Tadeusz de Mickiewicz? Pues bien, La Ilíada
consta de veinticuatro cantos y Pan Tadeusz también de doce"... Pero no, se
contentó con reir entre la barba gris y a cubrirse la cara con una mano. Esto duró
un buen rato, después se calló, gesticuló como si por debajo del escritorio
hubiera recibido un golpe violento en la pantorrilla. Abrió la boca para llamar
a algún alumno cuando un nuevo acceso de risa loca lo sacudió.
—No, decididamente no puedo —exclamó riendo y llorando a la vez, mientras
el rostro, o, más bien, la pequeña zona rojiza alrededor de su nariz que la barba
respetaba, enrojecía aún más hasta alcanzar el color de una peonía—,
decididamente no puedo.
En la clase nadie se atrevía a reir, nos había asaltado el terror de que el viejo
hubiera realmente enloquecido, como ya una vez había estado a punto de
ocurrir. Para colmo, he aquí que, ¡oh siniestro presagio!, en La Odisea, abierta
ante nosotros, Homero nos anunciaba en un murmullo: "... Atenea produce a
sus amantes una risa inextinguible y les turba el espíritu..."
No, nadie reía. Permanecíamos petrificados, contemplando al viejo fruncirse,
contorsionarse, estremecerse como un poseído. Poco a poco, sin embargo, su risa
loca se volvió contagiosa. Pronto se apoderó de toda la clase, ligera al principio,
como el estremecimiento de un río que se encrespa bajo la acción del viento,
para luego, semejante a la ola, estallar de manera formidable y estruen dosa.
Después cesó del todo, como en los huéspedes del Calígula de Rostworowski, pues
el temor nos volvió a poseer. No podíamos dar crédito a nuestros oídos: ¡el viejo
cantaba! Con voz temblorosa, entrecortada por la risa, gorjeaba:
—En el bosquecillo de Ida, tres diosas sostienen en ese instante una lucha
encarnizada. . .
Un pesado silencio de angustia acogió el estribillo. Al parecer eso lo hizo
recobrar el juicio. Mostró más calma, la suficiente al menos para relatarnos la
historia de la noche anterior.. . Su hija, "la niña" como la llamábamos con
almibarada ternura, una señorita de más de treinta años, lo había llevado al
teatro a ver La bella Helena.
—Es algo extraordinario —dijo—, se pasa uno la mitad de su existencia
envenenando a la juventud y a sí mismo con Homero, y he aquí lo que os
ofrecen: "Los dos Ayax, los dos Ayax, parten hacia Creta, parten hacia Creta,
parten, parten... tra la ra la la..."
En ese momento, derribados todos los diques, un torrente de risas cundió por la
sala. Unos hipaban, otros se doblaban por las convulsiones, Lewitki se quitó el
blusón para poder desabotonarse la camisa. Prosolowicz se lanzó contra
Stretchouk a puñetazos. Kanafas, de pie sobre su banco, dirigía la tonada con
su regla, rugiendo:
—¡Los dos, los dos Ayax!
Ni siquiera advertimos el toque de la campana, ni la salida del viejo. Como
reproche nuestro "Filósofo" se detuvo un momento ante los escalones de la
cátedra, hasta que los "chtss" emitidos en las primeras filas lograron que al fin la
clase tornase casi a la normalidad. El "Filósofo", con los brazos cruzados, seguía
manteniendo la inmovilidad de una estatua. Con la mirada, tanto como con la
sonrisa —digamos amarga— nos manifestaba su desprecio. Después de todo,
estábamos en el segundo año, —llevábamos dos galones en el cuello— el último
año antes del bachillerato, y había sido precisamente con su ayuda que la
semana anterior habíamos penetrado en las profundidades cartesianas del
Cogito ergo sum. Eso nos comprometía, nos imponía el peso de un respeto
hacia nosotros mismos.
Como Décimo Mus me ofrecí en holocausto por la clase entera. Me levanté y
comencé a decir:
—Le rogamos que tenga la amabilidad de excusarnos, señor profesor, pero
precisamente acaba de...
Separó los brazos que tenía cruzados sobre el pecho y asestó un tremendo
puñetazo en la mesa.
—Eso no me interesa. No voy a ocuparme de estupideces, cuan do acaba de
ocurrir una cosa... ¡Cómo!... Por lo que veo, señores, ni siquiera se han
enterado de la noticia...
Y desdobló el periódico. Leyó una gacetilla que relataba el robo de la Gioconda
en el Louvre. Nos sorprendió, sin llegar a estremecernos. Nadie sabía con
precisión de qué se trataba. Sentí convergir en mí las miradas de mis
compañeros, pero mantuve los ojos bajos, su confianza me avergonzaba. Esta
se apoyaba en el hecho de que yo había viajado a Venecia; me habían oído
hablar del Tiziano, de Tiépolo, y, sobre todo, de Pablo Veronés, cuyos
murales del Palacio de los Dux había contemplado con admiración, y de
quien guardaba en una reproducción a colores de su Dialéctica como imagen
sagrada, entre las páginas de mi Lógica. Con la cabeza gacha traté de recordar
lo que pudiera saber sobre Leonardo de Vinci y si había visto en alguna parte
la Gioconda. Cuando levanté la mirada la vi, y conmigo la clase entera.
El "Filósofo" acababa de clavar con alfileres la Monna Lisa sobre la
reproducción de la Atenea del Partenón que dominaba la cátedra. La
contemplamos ávidamente, nadie osaba decir palabra. Estábamos
desconcertados ante la sonrisa de aquella mujer. Tenía la edad de nuestras
madres, pero no sonreía como una madre. Era inverosímil arrogarse algún
derecho sobre aquella sonrisa. Venía a rozar nuestros rostros, errabunda y
lejana. Una especie de inquietante amargura surgía en nosotros. Estábamos
oprimidos por el confuso sentimiento de que el profesor al ocultar con esa
aparición nuestra luminosa y tranquilizadora Atenea, acababa de romper la paz
de los cuatro muros cincelados que velaban, serenos, sobre las hileras de pupitres
y sus tranquilos ocupantes. Una voz grosera murmuró, con una risa breve,
nerviosa que se propagó por el salón como un escalofrío.
—¡Eso no concuerda con el aoristo!
Pero nuestro "Filósofo" comenzó a hablar. Antes de las primeras palabras había
escrito en el pizarrón: "Leonardo de Vinci". No dejamos borrar ese nombre sino
hasta la última lección de ese día que se había iniciado con risas para terminar en
una melancólica ensoñación. La sombra del gran hombre nos siguió todavía
cuando salimos del colegio.
A menudo ocurre que una cosa ignorada hasta entonces, o que ni siquiera nos
cruza por el pensamiento, repentinamente se torna familiar, y se nos presenta a
cada paso. Así, a partir de ese día Monna Lisa nos sonrió desde los escaparates
de las librerías, las pantallas y las revistas. Se convirtió bruscamente en la
compañera de nuestra vida cotidiana: Kasprowicz la saludó con un poema que
Graszynski tradujo al griego de las antiguas elegías.
Y fue también ella, Monna Lisa, quien me condujo por una pendiente
peligrosa; la del café. Por primera vez en mi vida franqueé ese umbral vedado,
haciéndolo además con la conciencia envenenada del culpable. En vano me
levanté el cuello del abrigo para ocultar mis galones dorados, en vano traté de
esconder en el bolsillo mi gorra del liceo, el camarero al llevarme el té con
limón me hizo un guiño de complicidad.
Mi seductor era un artista, de quien el tío Stefan seguramente habría dicho
que era un pintor wie es im buche steht. Se le hubiera tomado por un tipo
escapado de una colección de sujetos extravagantes. Tenía los cabellos largos y
el rostro lampiño como el de un sacerdote o un actor, pues en aquella época sólo
esas dos categorías del sexo masculino carecían de ornamentos capilares en la
cara. Lucía una chaqueta de terciopelo que en otro tiempo debió haber sido
color miosotis, se aureolaba la cabeza con un sombrero negro a la Rembrandt y
completaba su indumentaria con una capa cuyo tinte grisáceo denunciaba la
vejez, pero también un irreductible desprecio por todo cepillo o afán de
limpieza.
Eramos cuatro los que caminábamos tranquilamente conversando sobre Monna
Lisa. De pronto, en la plaza Smolska se lanzó hacia nosotros aquel pintor,
apostrofándonos con palabras extrañas. La invectiva más injuriosa era
"adoradores de nabos". Mis camaradas desaparecieron rápidamente y quedé
solo, impotente para escapar, pues la mano del pintor me oprimía un brazo.
Momentos después me encontré sentado a su lado, encogido, atontado y mudo,
mientras él, bajo sus cejas feroces, me taladraba con la mirada oscura y
tronaba:
—¡Abajo la impostura!
Todo el café volvió los ojos hacia nosotros. Me encogí aún más y me concentré
en el té con limón que me quemaba los labios.
—¡Abajo!— repetía el pintor aún con más energía, lanzando a su derredor una
mirada amenazadora.
En ese viaje circular su mirada tropezó con una revista hacia la que
precisamente en aquel momento se tendía la mano del señor sentado en la
mesa vecina. Rápido como un relámpago, el pintor se adelantó a su ademán y
me puso bajo la nariz el retrato de Monna Lisa impreso en la portada de la
publicación.
Desde el marco negro, donde no quedaba ningún trazo de las colinas
ondulantes ni de las cascadas cantarinas, la mujer me miraba y, en ese instante,
tuve la impresión de que no era ni bella, ni joven. Su misma sonrisa se diluía
entre los colores de la impresión.
Monna Lisa se encontraba absolutamente indefensa bajo el puño del pintor y el
granizo de sus injurias. No le dejó hueso sano. Hizo de ella la encarnación de
todos los desórdenes y bajos apetitos del Renacimiento. ¿Un demonio de
libertinaje y perversión? Además, haciendo de repente nuevo acopio de energía,
comenzó a despojarla de todas las características de la obra de arte. Allí no había
ni dibujo, ni color, ni composición. Para decirlo en pocas palabras, aquello
podría compararse con una fotografía, y eso si se era indulgente.
Me sentía sobre espinas. La gente se nos aproximaba en número cada vez mayor
para escuchar. Por fin, un señor de barba negra y oscuras cejas muy pobladas,
que hasta entonces había permanecido inclinado en silencio sobre su tablero de
ajedrez, levantó los hombros y fijando en el pintor una mirada azul muy clara
en la que la agudeza y la penetración se matizaban con un guiño burlón, dijo:
—¡Qué estupideces! Todos los que como usted se dedican hoy en día a
embadurnar lienzos no valen uno solo de los trazos de Leonardo.
La voz era tranquila, igual, serena, y, sin embargo, cada palabra resonaba en la
sala llena de humo con un timbre de bronce, según la metáfora que en ese
instante surgió en mi mente de estudiante, llena del estruendo de escudos y
armaduras homéricos.
La puerta de la cocina dejó de rechinar, cesó el tintineo de vasos en las
bandejas de los meseros. Rompiendo un silencio que esperaba una respuesta, el
pintor exclamó:
—Camarero, la cuenta.
Le quedé agradecido. Yo salí primero. A través del cristal lo vi ponerse
majestuosamente la capa y salir de aquel "templo de pequeños cerebros y mal
café". A pesar de que me fastidiaba completamente lo acompañé aún durante
un instante. Lo interrogué sobre el individuo que había tomado de improviso
la palabra:
—¡La barba! ¡La barba!... —repetía en todos los tonos, entre burlón y
desesperado.
Pensé que se trataba del ornamento capilar del hombre del café. ¡Qué ingenuo!
La barba era el filisteísmo, las pantuflas y los "nabos" ; la barba era la prehistoria,
el cretinismo, la maleza del espíritu retrógrado; la barba eran las flores de visita
y el pago regular de los impuestos... pero, sobre todo y ante todo y por encima
de todo, era el símbolo de quienes le hacían el juego a lo viejo, a lo apolillado y
decrépito, como aquel bonzo de Leonardo de Vinci; todo lo que no merecía el
menor de los rayos anunciadores del alba del arte personal, su arte.
—Ven a verme uno de estos días. ¡Te mostraré lo qué es la verdadera pintura!
Pero ni me dejó su dirección ni me señaló una fecha; se alejó, genio
indiscutible, desconocido, incomprendido.
Esa noche soñé con "la sonrisa". Jamás me había sentido más feliz al dirigirme
al colegio. Pero he aquí que apenas había colgado mi gorro en la percha de
nuestra clase, apareció el conserje y, haciendo sonar sus llaves, me dijo que el
director quería verme. Solamente unos cuantos pasos separaban nuestro salón
de clases del gabinete del director, los transpuse en un abrir y cerrar de ojos.
¿Qué me apresuraba de ese modo?
Al abrir la enorme puerta (la Porte Sublime, como la llamaba nuestro "Filósofo")
me sentí intranquilo. El director nos infundía terror, pese a que la naturaleza le
había negado todos los elementos indispensables para despertar el pánico de los
adolescentes: estatura, voz potente y mirada penetrante. Era pequeño,
hablaba en voz baja y dudo si podía ver más allá del alcance de su brazo.
Cuando entré el director se hallaba en el centro de la habita ción. Hizo un
ademán. Me acerqué; estaba a un paso de distancia de aquel hombre hacia
quien en el primer año de primaria tenía que ver levantando la cabeza y que
ahora era mucho más bajo que yo. Entrecerrando los ojos tras sus dorados
espejuelos de varillas rojas, empezó a decir casi en un murmullo palabras que me
hacían estallar los oídos.
—No respetas el uniforme... No respetas el liceo... No eres digno de continuar
en esta escuela...
Sentía un nudo en la garganta, no sé ni cómo logré decir:
—No podría resistir otra...
Nunca en la vida entendí con mayor claridad lo que significa "sentirse al borde
del abismo".
Caía en ese abismo como en una pesadilla, sin apoyo, sin auxi lio. Me así a las
palabras, quebradizas como hierba seca.
—Es la verdad.. . no podría resistir en otra escuela... ¿Qué cosa hice?
El director se me acercó, levantándose en puntillas para escudriñarme el rostro.
No sé si pudo descubrir algo más que mi palidez. Inmediatamente se volvió de
espaldas y, como si le hablase a la ventana, murmuró hacia los brillantes
cristales unas frases breves que resumían mi estancia en el café.
—No intentes desmentirme. Te vio uno de los profesores. ¡Y en qué compañía!
Alzó los brazos con tanta violencia que uno de los gemelos se le desprendió de la
camisa.
¿Quién podría haber sido? Con esta pregunta volví al salón. Cinco profesores
nos dieron clases ese día, pero ninguno se traicionó. No podía sospechar de
nadie. Y ni al día siguiente ni después aclaré esa duda. Aún ahora no sé quién
pudo haber denunciado.
Aquella fue la semana más terrible de mi vida escolar. Todos los días, al
trasponer el umbral amado, me decía que esa podía ser la última vez. Para ir al
salón de clases había que pasar frente a la oficina del director. Me deslizaba
frente a ella como un ladrón. Hasta que el sexto o séptimo día vi salir de esa
puerta a mi madre. La contemplé a la distancia y cuando empecé a descender me
acerqué a la balaustrada para mirar escaleras abajo. Del aspecto y movimientos
de mi madre nada pude deducir. Se detuvo frente a la cocina del liceo y con
curiosidad de ama de casa se puso a ver las salchichas que hervían en una olla,
los emparedados de jamón y las tablillas de chocolate. ¿Se ocuparía de tales
cosas si mi asunto fuera tan terrible?
—Bien —dijo a la hora del almuerzo—, te permitirán quedarte en el liceo;
pero este semestre tendrás cero en conducta. El director está furioso contigo.
—No te preocupes —dijo el tío Stefan, quien estaba de visita ese día—, tu
mamá puede arreglarlo todo. Es un Metternich.
Esto en sus labios era un elogio, pues consideraba a Metternich como genio de
la diplomacia, olvidándose de todos los defectos del zorro vienés.
Después de la salida del tío Stefan, que cerró tras sí la puerta con un humor
magnífico, mamá me pidió que pasara a su habitación.
—Tu tío te dejó esto —dijo, dándome un paquete en el que podía adivinarse
la forma de un cuadro enmarcado.
Era una reproducción a colores de la Monna Lisa; una de esas con las que
Propst llenó en ese entonces la mitad de una exposición.
—Tu tío Stefan —dijo mi madre sonriente— cree que este cua dro debe hallarse
en toda casa decente.
Lo colgué sobre la librería, frente a la ventana. El sol de la mañana saludó a la
Gioconda con los primeros rayos que nos envió por encima de la chimenea del
edificio de enfrente. Quedé admirado. A la hora del desayuno dije que tenía
que darle las gracias a mi tío.
—Ya lo he hecho en tu nombre —dijo mamá y suspiró mirando el cuadro—.
Puede costarme muy caro.
El mayor peligro ya había pasado, pero me apesadumbraba la idea de tener
mala nota en conducta. ¡Maldito pintor! Me pro metí decirle algunas frescas;
pensé la manera de humillarlo profundamente. ¿Pero dónde encontrarlo?
La ocasión se presentó muy pronto. Fui a visitar a mi tía, llevándole unos
pastelillos de la casa. La hallé en una habitación que yo no podía soportar; me
sentía en ella como dentro de un ataúd. Era larga, de techo bajo, con una sola
ventana que daba al patio, pero que no estaba en el centro de la pared, sino
a un lado, de manera que las dos terceras partes del cuarto quedaban siempre
en la penumbra y su oscuridad se espesaba gracias a las pesadas cortinas
verdeoscuras, al sobrecama y al mantel de ese mismo color y a dos enormes
armarios negros que eran como los cerrojos de la noche.
Desde la entrada vislumbré a mi tía con su pálido rostro, sobre el que se
concentraba la poca luz que había. En el fondo se movía alguien. Ella se dirigió
hacia aquel bulto y dijo:
—¡Mi sobrino!
—Ya nos conocemos —aclaró el hombre al estrecharme la mano.
Era el pintor.
—Mira, Dunio —dijo mi tía—, lo que me trae este señor. Acércalo a la luz. Es mi
pequeña Karolina. Parece estar viva, querido, parece realmente vivir.
El pintor me ayudó a acercar a la ventana el gran retrato de mi prima. Hacía un
año que una tisis se la había llevado. El retrato, ejecutado sobre el modelo de
una foto, representaba a una joven en vestido corto, con una trenza que le
caía sobre el pecho, un misal entre las dos manos juntas. El rostro era
sonrosado, los ojos de un azul sereno. Jamás la había visto así. No existía ninguna
semejanza, ni siquiera en los rasgos. Sólo el dolor ciego podía per mitir a una
madre reconocer en aquel botón de rosa a su hija que, amarilla como la cera,
con los ralos cabellos pegados al cráneo, las grandes pupilas dilatadas por el
miedo, amedrentada siempre, había vivido en aquella misma habitación antes
de que la muerte llegara a buscarla.
Levanté la mirada hacia el pintor. Sin duda la interpretó a su manera, pues
murmuró a mi oído:
—¿Qué se puede hacer? Es necesario vivir.
Sonrió, suspiró, bajó los ojos. Yo no conocía gran cosa de la vida, aún no había
visto una sonrisa semejante. Ni siquiera era capaz de imaginar que una sonrisa
pudiera significar tantas cosas y estremecer a un hombre más de lo que lo haría
un grito. Permanecí mudo. El silencio es a veces más cruel que las palabras. Ese
día pude saber lo que el mío podía tener de hiriente, de afilado, de
intolerable.
El pintor tomó con precaución el retrato y volvió a colocarlo en el fondo de
la oscura habitación.
Y aún ahora puedo ver sus hombros agobiados.
BOLESLAW LESMIAN

[1878-1937]

Uno de los poetas polacos más extraordinarios y originales del período de


entreguerras. Heredó del modernismo polaco el gusto por un idioma lujoso y
deslumbrante, que supo enriquecer con innumerables innovaciones lingüísticas.
Creador de mundos feéricos e irreales donde la fantasía más desbordante se
carga de sentido filosófico; lo ilusorio se vuelve real gracias a la perfección con
que están trabajados los detalles. Deslumbre al público polaco con su colección
de poemas, La pradera y su libro de relatos, Aventuras de Simbad.
BOLESLAW LESMIAN:
UNA AVENTURA DE SIMBAD EL MARINO

Cierto día, nuestro barco se encontró en las proximidades de una isla cuyo
nombre desconocíamos. Observamos de pronto que sin causa aparente se
volvía cada vez más pesado, sumergiéndose en el agua más de lo habitual.
El capitán, acompañado de un grupo de marineros, bajó a la cala para
averiguar el misterio de tan brusco cambio.
Al cabo de un rato volvió a cubierta, lívida la cara, como la pared.
—¡Terrible cosa! —anunció a la tripulación—. Estamos cercados por un nutrido
banco de peces sierra, que ya han hecho algunas perforaciones en el casco.
Vamos a cerrar los agujeros como podamos, aunque el éxito de la lucha es
incierto. Es posible dominar a estos peces cuando están aislados, pero muy
difícil combatirlos cuando se presentan en multitud.
Comprendí perfectamente la alarma del capitán. El sierra es un pez monstruoso
cuyo hocico se prolonga en una especie de instrumento dentado y agudo. No sé
si animan a este pez intenciones mortíferas, pero de lo que sí estoy seguro es de
que no posee otras armas fuera de la sierra. Por ello, siempre que quiere hacer
una jugarreta, sólo puede recurrir a su única herramienta. Cualquier acción que
emprenda termina en lo mismo: serrar. Le es indiferente lo que sierre, lo que le
importa es serrar. Su vida entera se limita a un serrar ineluctable e incesante.
Es difícil determinar si este animal nació para serrar o si sierra con el fin de
afirmar su presencia en el mundo. Y aún más difícil resulta establecer si sierra
porque verdaderamente le gusta hacerlo, o porque no dispone de otro
instrumento que la sierra, y todos sus reflejos inconscientes se plasman en el acto
de serrar. Este pez, sin duda alguna, sería una criatura muy útil si ayudase a los
leñadores y serradores. Pero en vez de civilizarse para bien y provecho de la
humanidad, prefiere mantenerse en estado salvaje y rapaz. A menudo se reúne
en multitudes para atacar a los navíos, y el naufragio es entonces inevitable; hace
funcionar su sierra, voluptuosa, tenaz y concienzudamente, hasta perforar los
cascos más reacios. De poco sirve tapar y recubrir con alquitrán las hendiduras y
orificios abiertos; porque la infatigable sierra, a la que nada desanima, vuelve a
la carga con redoblada celeridad. La mejor demostración de todo esto es lo
que ocurrió con nuestro barco.
Las palabras del capitán nos llenaron de espanto y desesperación. Todos, hasta
el último hombre, nos precipitamos por las escalas, y nos pusimos a trabajar
diligentemente. El casco estaba ya perforado en trescientos sitios, y como
nosotros éramos trescientos —trescientos valientes marineros—, cada uno se
dedicó a cerrar un agujero. En un instante, logramos detener la entrada de
agua en el barco. Pero la desgracia quiso que nos topáramos con unas sierras
excepcionalmente afiladas y astutas. En vez de volver a aserrar los agujeros
que habíamos obturado, atacaron nuevos lugares en los espacios que quedaban
entre las perforaciones anteriores. Antes que lográsemos advertir lo que
ocurría, las astutas sierras habían abierto ya otros trescientos agujeros. En
cuanto a la proporción, seguía siendo la misma: trescientos valientes hombres
de mar contra trescientas pérfidas sierras. Nos precipitamos a las nuevas
aberturas, y empezamos a cerrarlas con indecible ahínco; pero no habíamos
realizado aún la mitad del trabajo cuando los inteligentes peces,
aprovechándose de la ventaja del tiempo, volvieron a abrir con horrorosa
rapidez los trescientos agujeros que acabábamos de tapar. De esta suerte nos
tocaban ya dos perforaciones por persona, lo que complicaba de un modo
espantoso el trabajo. Y no fue eso todo. Los malignos animales, queriendo
visiblemente hacer inútil nuestra labor y negarnos toda esperanza de salvación,
practicaron con toda rapidez trescientos taladros en otros sitios. Cada hombre
tenía ya a su cargo tres agujeros. El combate continuó, sordo y obstinado, hasta el
momento en que cada marino llegó a encontrarse responsable de diez enormes
aberturas: seis grandes orificios y cuatro insignificantes, aunque peligrosas,
hendiduras. Las sierras alcanzaban su propósito. Nuestro trabajo se volvía inútil.
Perdimos la fe en nuestra salvación. El agua penetraba a torrentes en el barco,
rugiendo, espumando, silbando. El buque se hundía. Nos esperaba una muerte
atroz en medio de las sierras.
—¡Señores de la tripulación!... —gritó el capitán—. Preferiría morir bajo el
hacha de un leñador ordinario a caer bajo el filo de esas sierras. Antes que el
agua nos asfixie, antes que hayamos perdido el conocimiento, estos monstruos
nos habrán aserrado en dos, en tres y hasta en cuatro trozos. Serrar a los
agonizantes: a eso dirigen su actividad, tal es su propósito. Abandonemos, pues,
este trabajo inútil y volvamos al puente. Quizás logremos encontrar algún medio
de salvación.
Seguimos el consejo del capitán, y al instante volvimos a cubierta. Nuestros
corazones se regocijaron al ver que durante nuestra ausencia el barco se había
acercado tanto a la isla desconocida, que de un salto, posible aunque difícil,
podíamos pasar del puente a la playa.
Nos pusimos en fila en el puente y comenzamos a saltar uno tras otro. El
primero fue el capitán. Saltó de tal manera, que al caer en la orilla se lastimó la
pierna derecha y se hizo algunas heridas superficiales en la izquierda. Tras él
saltaron los marinos, quienes lo hicieron mejor, sin abandonar la pipa que
sujetaban con los dientes. Al fin me tocó el turno. Nunca había salvado de un
salto una distancia tal, y mucho menos en circunstancias parecidas. No llegar a la
isla y caer en el mar significaba ser despedazado por las sierras. Me agaché
varias veces para tomar impulso y poder elevarme en el aire con mayor
elasticidad, pero otras tantas me enderecé por temor a fallar. Se me ocurrió
una excelente idea. Arranqué una de las grandes velas y, agarrándola por los
extremos, la desplegué sobre mi cabeza. El fuerte viento la hinchó. Entonces me
volví a agachar, me lancé con todas mis fuerzas y salté, volé mejor dicho;
porque la vela me sostenía en el aire y facilitaba considerablemente mi
desplazamiento. Guando toqué tierra, el capitán y toda la tripulación me
felicitaron por mi inventiva. Experimentábamos una alegría inmensa. Los burlados
peces remolineaban furiosamente en el mar, mostrando de vez en cuando sus
agudos instrumentos dentados. Inmediatamente nos pusimos en marcha hacia el
interior de la isla para examinar el lugar y buscar alimento.
No encontramos nada comestible, pero fuimos a dar a una aldea sumamente
extraña, compuesta de chozas de tierra y paja, cubiertas de musgo y liqúenes.
Más aún nos extrañaron los singulares pobladores de aquella aldea. Eran
pigmeos semejantes a perros pequeños. Tenían la piel negra como el ébano y los
ojos purpúreos y brillantes como brasas. Debajo de una nariz muy ancha, con
aletas móviles, se abrían unas fauces enormes provistas de largos colmillos
blancos. Nos vieron desde lejos, y nos hicieron señales amistosas con las manos,
invitándonos hospitalariamente.
—Capitán —dije—, no me fío mucho de esta gente ni de sus ademanes
cordiales. Más parecen demonios que seres humanos.
—Las apariencias engañan —me replicó el capitán—. A menudo, tropezamos en
la vida con personas de exterior monstruoso que poseen un gran corazón y con
otras de bella apariencia que carecen totalmente de él. Creo que podemos
confiar sin reserva en las señales que nos hacen. Estoy seguro de que
encontraremos entre esos monstruos más tiernas atenciones y hospitalidad que
en ninguna otra parte.
Los marineros aprobaron unánimemente las palabras del capitán, y
apresuramos el paso para acercarnos a la aldea. Los enanos nos rodearon y nos
observaron curiosamente, con una expresión extraña y que me atrevería a
llamar golosa.
—Capitán —susurré de nuevo—, ¿no le parece que estos enanos nos
contemplan con apetito? ¿No es su mirada semejante a la de los caníbales
consumados y expertos? Nos miran como si pensaran con qué ingredientes y
salsas van a condimentar esta carne que hasta ahora hemos considerado como
componente de nuestro seguro e incomestible cuerpo.
—Eres demasiado receloso —respondió el capitán—; a mí me causan más bien la
impresión de monstruos benignos que desean compartir sus provisiones con
nosotros.
Una vez más los marinos asintieron a las palabras del capitán, quien, por medio
de señas, se esforzó en hacer comprender a los pigmeos que teníamos hambre y
sed. Aquéllos entendieron inmediatamente los elocuentes ademanes de nuestro
capitán. Una ruidosa algarabía se produjo entre la multitud. Era evidente que se
consultaban acerca de algo, y el capitán nos explicó que, en su opinión, se
preguntaban qué platos preparar para celebrar con esplendor y pompa nuestro
arribo a la isla. Enjambres de enanos se afanaban en torno a nosotros.
Mientras unos instalaban una mesa, otros acarrearon unos bancos, y los
restantes corrieron a la choza más próxima, de donde salieron poco después en
tumulto, llevando unos extraños vasos y una botella de forma irregular.
Nos sentamos a la mesa, en espera de la comida y la bebida. Los pigmeos nos
ofrecieron los vasos, con una sonrisa que me pareció repugnante, mientras
escanciaban en ellos un líquido verdoso. Aquel brebaje exhalaba un perfume tan
denso, apetitoso, embriagador y tóxico, que el capitán y los marinos vaciaron
con éxtasis sus vasos hasta la última gota, sin darme tiempo a preve nirlos. Estaba
seguro de que aquella pócima contenía hierbas soporíferas, de ésas que privan de
la conciencia y despojan completamente de la voluntad a quien no sabe
resistirse a su perfume maléfico. No la bebí. Y acerté. Mis sospechas se
confirmaron inmediatamente. Primero el capitán y luego todos los marinos,
adquirieron una expresión extraña, de extravío e inconsciencia. Presa de una
enajenación peculiar y de una rara clarividencia, comenzaron a decir cosas tan
disparatadas, que los cabellos se me ponían de punta. Con gran experiencia y
virtuosismo, enumeraban las diversas recetas culinarias que mejor convenían
para cada una de las partes de su cuerpo. Observé con horror que los pigmeos
escuchaban atentamente las instrucciones que daban aquellos insensatos. Era
evidente que conocían nuestra lengua, aunque arteramente habían fingido no
comprenderla.
El capitán, palpando sus rollizas mejillas, chasqueando la len gua, decía, en
parte para nosotros, en parte para sí mismo:
—De estas mejillas conviene hacer dos buenos bistés fritos en mantequilla fresca.
Yo les pondría encima una pequeña capa de ruibarbo y alrededor una corona de
patatas fritas en la misma mantequilla, y bien doraditas.
Al oír esto, uno de los viejos marineros exclamó, golpeándose sus musculosas
piernas:
—Con estos muslos haría yo unos buenos jamones ahumados; pero no con
humo ordinario, sino con humo de enebro, que da un aroma y un gusto
exquisitos.
Entonces uno de los marineros más jóvenes, contempló sus largos brazos y dijo
con sonrisa de satisfacción:
—Conmigo se podría hacer un buen cocido, un cocido de huesos, al que habría
que añadir unos nabos, unas ramas de apio, zanahorias y unas cuantas hojas de
fragante col.
Tenía yo razón. Los pigmeos conocían nuestra lengua, porque uno de ellos,
vestido como cocinero, se precipitó hacia el capitán y los dos marineros,
dándoles palmadas en la espalda, les dijo.
—Vengan conmigo a la cocina, mi bistecito, mi cocidito, y tú también, mi
pequeño jamón ahumado con enebro.
El capitán y los dos marineros se levantaron dócilmente y siguieron al cocinero.
En vano los llamé por sus nombres. No oían, no querían oír mis advertencias. La
diabólica bebida les había transformado de tal manera, que aceptaban con
voluptuosidad la idea de ser preparados según las recetas que ellos mismos
habían concebido. Marchaban embriagados por su destino, extraviados por su
alegría inconsciente, abotagados por los efectos del licor que les había
inyectado en la sangre el veneno de la locura. Lo único que habría podido
detener su marcha a la cocina hubiera sido el saber que el cocinero pensaba
prepararlos de una manera distinta a la que ellos se habían irrevocablemente
destinado. Si alguien hubiese susurrado en aquel momento al oído del capitán
que no iban a hacer bistés con sus mejillas, sino un vulgar asado o una ordinaria
carne hervida, habría enrojecido de vergüenza o estallado en cólera. Me sentí
sobrecogido de pesar, incertidumbre y espanto. Pero, ¿qué se podía hacer?
Nadie había escuchado las advertencias que pronuncié en el momento
oportuno. Ahora era ya demasiado tarde. Todos mis camaradas habían perdido
el juicio. Un espantoso e incomprensible delirio se había apoderado de sus
espíritus, envenenados por la singular bebida. Todos soñaban sólo con el plato
que el monstruoso cocinero de los pigmeos cocinaría con su cuerpo.
Evidentemente, aquellos seres eran extraordinarios gastrónomos, y sus rigu rosas
leyes y costumbres les prohibían incurrir en el menor error en cuanto al
aprovechamiento de la materia prima, es decir, en cuanto a la adaptación de
ésta a la forma. Un error de tal género se consideraba allí como un crimen y era
castigado con el asador; el condenado era puesto en la parrilla hasta que se
asaba. Son costumbres sencillamente detestables, sobre todo si se las considera
desde el punto de vista de un hombre de cultura que no sucumbe a las
urgencias canibalescas. Sabía que iría perdiendo sucesivamente a todos mis
compañeros y que me quedaría solo en la isla. Y así aconteció. Al cabo de cierto
tiempo, los monstruosos pigmeos habían devorado a todos mis amigos, sin
dejar uno solo. Era yo el único sobreviviente.
Advertí que la comunidad pigmea esperaba instrucciones culina rias
concernientes a mi propia persona. Todos se mostraban sorprendidos de que de
mi boca no hubiese salido receta alguna.
Los monstruos sospecharon que yo no había ingerido su brebaje. Como en la
aldea había algunos árboles, me alimentaba con los frutos que de ellos recogía,
lo cual no me estaba vedado.
Sin embargo, un día resolví abandonar para siempre aquella maldita aldea,
aunque el dar ese paso me costara la muerte por hambre.
Adopté tal decisión en el momento en que, encaramado en un manzano,
arrancaba sus suculentos frutos y los devoraba con excelente apetito.
De pronto escuché en el huerto el canto de una muchacha. Me sorprendió
aquella voz agradable, casi acariciadora; porque las de todos los pigmeos eran
terriblemente ásperas. Supuse inmediatamente que la cantante no pertenecía a
su tribu, y miré en mi derredor para descubrirla.
Al fin, en un sendero lateral, vi a una hermosa jovencita. Era totalmente negra.
Caminó hacia mí, y al llegar al árbol en una de cuyas nudosas ramas estaba yo
sentado, levantó los ojos, de un azul turquesa, y me dijo:
—¡Hola!
—¡Hola! —respondí—. ¿Quieres decirme algo?
—Sí.
—Te escucho.
—No soy negra, soy blanca.
—Si mis ojos no me engañan —le volví a responder—, eres absolutamente negra.
—Es una ilusión —exclamó—. Soy blanca como el alabastro. Soy hija del rey
Alkarys, y me llamo Armiña. Mi padre se extravió hace un año en los bosques de
esta isla. Errando por ellos, llegamos a esta aldea abominable. Muerto de sed,
mi padre vació de un solo trago la copa que le ofrecieron los enanos. La
bebida trastornó su razón. Pidió que llamaran al cocinero, y le recomendó que
hiciera con él un estofado y lo sirviera con alcaparras y pepinillos. En vano lloré y
me retorcí las manos de dolor. En vano le supliqué que renunciara a tal género de
recomendaciones y que no fuera a la cocina, donde ya estaba encendido un
fogón para cocinarlo. Mis lágrimas y súplicas no produjeron el menor efecto. Con
una voluntad y un ardor que era yo incapaz de comprender, mi padre cogió al
cocinero por un brazo, y mientras le iba dando toda clase de detalles,
recomendaciones y consejos culinarios concernientes a su propia persona, entró
con él en esa funesta cocina, y a mí me dejó abandonada a mi triste destino.
Se fue con prisa e impaciencia mal disimuladas, como si no pudiera aguardar
más tiempo el momento en que harían con él un estofado con alcapa rras y
pepinillos. No quiero entrar en detalles sobre lo que aconteció. Baste decir que
perdí a mi padre. Me dejó huérfana antes de tiempo. Había vivido como un rey
y acabó en estofado. Me quedé sola. Logré escapar del delirio y la locura gracias
a que me repugna cualquier licor. Los pigmeos me permiten vivir aquí y me
dejan alimentarme con frutas. Soportaría mi soledad con forta leza a no ser
por el hecho de que uno de los enanos se enamoró de mí y me ha pintado de
negro, no tanto por el deseo de desfigurarme, sino porque la blancura de mi
piel, según dice, le oculta a sus ojos la belleza de mi cuerpo.
—¿Eres su mujer? —le pregunté.
—Sí —murmuró, y bajó la mirada.
—¿Te entregaste a él por tu propia voluntad?
La joven volvió a mirarme con sus ojos de turquesa.
—No —respondió—. Me forzó con amenazas de muerte.
—Hoy he decidido abandonar esta aldea para siempre. ¿Quieres
acompañarme en mi fuga?
—Sí.
—Soy muy propenso al amor —continué—, y es posible que me enamore de ti
cuando llegue a conocerte mejor. Ahora me resultaría difícil asegurártelo,
porque la negrura de tu piel oculta a mis ojos todos tus encantos; pero creo que
dentro de algún tiempo podremos lavar o desteñir ese color.
—No —murmuró Armiña con tristeza.
—¿Por qué?
—El monstruoso enano me ha teñido con un ungüento que si se lava para
desteñirme, puede producirme la muerte. Me desvanecería en la nada y
desaparecería ante tus ojos como un sueño.
No le respondí.
—¿Cuándo piensas abandonar la aldea? —me preguntó, después de un largo
silencio.
—Cuando llegue la noche.
—¿Has cambiado de opinión? ¿Puedo aún acompañarte en tu viaje, aunque la
negrura de mi piel oculte a tus ojos todos los encantos de mi persona?
—Puedes acompañarme —accedí.
—¡Dios mío! —suspiró la joven—. ¿Qué puedo hacer? Uno objeta mi
blancura, el otro mi negrura. Uno me ha ennegrecido, y el otro quiere
blanquearme. Uno me ha teñido, y el otro quiere desteñirme. ¡Sólo
preocupaciones, sólo incomprensión!
—¡No llores, mujer! —exclamé desde el árbol—. Deja de sus pirar con tanto
agobio. Tan pronto como caiga la noche, huiremos de aquí, y quizás lleguemos
a una bella región donde no existan ni preocupaciones ni incomprensión.
Cuando se hizo de noche y brilló la primera estrella en el firma mento, me interné
con Armiña en el bosque más próximo. Lo atravesamos rápidamente; llegamos
después a una meseta y luego, por fin, a la playa.
La suerte quiso que pasara un barco muy cerca de la isla, en dirección, según
me pareció, de Balsora. Comencé a gritar con todas mis fuerzas para atraer la
atención de los tripulantes. Nos vieron desde el puente, y el navío se dirigió
hacia la isla.
Media hora más tarde, me hallaba sentado en el puente con Armiña, y narraba
mis extrañas aventuras al capitán y a los marineros. Pero me había equivocado al
suponer que el barco se dirigía a Balsora; iba hacia el país del rey Pawic, de
quien precisamente eran súbditos el capitán y los marineros. A juzgar por lo
que contaban, el rey Pawic era un hombre extraordinariamente cordial,
simpático y bondadoso. Me incitaron con mucho entusiasmo a que me instalara
permanentemente, junto con mi compañera negra, en su patria, en la que
encontraríamos amistad y hospitalidad. Mostraron gran curiosidad por saber
dónde había encontrado una compañera de viaje tan negra. Les relaté la
historia de Armiña. Cuando terminé mi narración, un viejo y experimentado
marinero me dijo, golpeándome amistosamente la espalda:
—No te preocupes ni aflijas por la negrura que cubre temporalmente a tu
compañera. Tengo cierta experiencia en estos asuntos, y por ello llevo siempre
en el bolsillo una pomada que disuelve esta clase de tinte y no deja el menor
rastro. Te la daré, y verás cómo tu muchacha blanquea.
—Desgraciadamente —repliqué—, el repulsivo enano afirmó que cualquier
tentativa de borrar ese color le ocasionaría la muerte.
—¡Ríete del enano y de sus amenazas! —afirmó el viejo y ex perimentado
marinero—. El enano negro quería tener una esposa negra, y se las ingenió
para impedir que volviera a ser blanca, inventando ese cuento del peligro de
muerte. Nada le sucederá a la pequeña si recobra la blancura y vuelve a
parecer un ser humano. Ten confianza en un viejo y experimentado lobo de
mar, que posee, además, una pomada decolorante. La blancura jamás ha
llevado a nadie a la muerte. El ser humano se siente física y espi ritualmente
mejor en su aspecto habitual.
Dicho esto, sacó del bolsillo un frasco que contenía la famosa pomada, y me lo
tendió con una sonrisa.
—Abjura de tu fe en los cuentos y hechicerías, y aprovecha mi pomada. Unta
bien a la muchacha cuando sea la media noche, y volverá a ser blanca como una
azucena.
Las palabras del viejo y experimentado marinero me convencieron, no sólo a mí,
sino también a Armiña. Decidimos, pues, aprovechar inmediatamente la
pomada ofrecida. Es cierto que una especie de inquietud indefinida turbaba a
Armiña, aunque se esforzaba en dominarla.
—Por fin blanquearé, y volveré a ser como el alabastro —dijo, mirándome a los
ojos—. Mi pecho se ensancha de alegría al pensar que esta negrura tan
contraria a mi naturaleza, no ocultará más a tus ojos los encantos de mi
persona. El otro me ennegreció, tú me blanquearás y todo tendrá un final
dichoso.
Pero la calma y la alegría de Armiña eran ficticias. Observé que a menudo
hablaba de ella en pasado, como de alguien que ha dejado de existir. Incluso en
un momento de abstracción inquietante y singular, murmuró:
—Cuando vivía en la tierra esperé siempre una inmensa alegría, una felicidad
mayor que yo misma, pero esa felicidad jamás se presentó. Ahora que ya no
vivo, me siento mucho más grande que esa dicha que no logró llegar a mí.
—No hables como si hubieses muerto, Armiña —murmuré, cogiéndola de la
mano—. Tus palabras y ese tiempo pasado que empleas incesantemente por
descuido, me llenan de zozobra. Ten confianza. El viejo marinero está en lo
cierto.
—Claro que sí —afirmó Armiña.
—Cuando llegue la noche... —proseguí.
—La noche ha llegado ya —me interrumpió Armiña.
Sólo entonces me di cuenta de cuán impresionado estaba por lo que iba a
acontecer. Ni siquiera había advertido que era ya de noche. Las estrellas
brillaban en el firmamento y la calma nocturna reinaba sobre la inmensidad del
mar.
Permanecimos silenciosos durante un largo, largo rato, sin que ninguno de los
dos quisiera o se atreviese a turbar el silencio. Por fin me decidí a hablar:
—Cuando llegue la medianoche...
—La medianoche ha llegado ya... —volvió a interrumpirme Armiña.
El puente estaba desierto. Tendí el frasco de pomada a Armiña. Lo cogió con
mano temblorosa y me miró a los ojos.
Era la medianoche. Armiña metió sus negros dedos en el frasco y se los pasó
por la cara. El rostro, el cuello, las manos se volvieron instantáneamente blancos.
Surgió ante mí una princesa maravillosa, blanca como el alabastro. Tendí las
manos hacia ella, pero no me dio las suyas.
—Armiña, ¿por qué no me das las manos?
Armiña callaba.
Miré sus ojos de turquesa, pero la oscuridad de la noche me im pidió conocer su
expresión.
Armiña seguía blanqueándose de minuto en minuto; incesantemente se volvía
más blanca, hasta que la cubrió al fin una extraña y espantosa blancura.
—¡Armiña! —murmuré otra vez—. ¿Qué sucede? ¿Por qué no hablas? ¿Por qué
estás tan terriblemente blanca?
Armiña seguía inmóvil, apoyada en la barandilla del barco. Toqué sus manos.
Estaban frías como el hielo. Toqué su frente, sus párpados, sus labios. Estaban
fríos... Comprendí todo... Aquella blancura era la blancura de la muerte.
A pesar de eso, Armiña seguía blanqueándose. Su cuerpo se había vuelto casi
transparente y se mecía al menor soplo de la brisa. Acabé por darme cuenta
de que ya no tenía ante mí a Armiña, sino a una criatura extraña, inanimada,
diáfana, compuesta de finos pétalos de flores suaves y blancos. Un violento y
repentino soplo de aire deshizo en un abrir y cerrar de ojos aquel sedoso
conglomerado, y lo dispersó en el aire, que se impregnó al instante de un mágico
aroma de flores. Lo aspiré, repitiendo sin cesar:
—¡Armiña!... ¡Armiña!... ¡Armiña!...
Pero Armiña ya no existía.
BRUNO SCHULZ
[1892-1942]

Se trata de uno de los escritores más originales de Polonia tanto desde el


punto de vista estilístico como por el mundo que logró crear. Su obra a
menudo ha sido comparada con la de Kafka, Musil y otros grandes escritores
de la escuela de Viena, a pesar de reducirse a dos pequeños libros de relatos Las
tiendas de canela, 1933, El sanatorio de la clepsidra, 1937, y una novela corta, El
cometa. La realidad en el mundo de Schulz conoce amplias posibilidades de
transformación de la materia. Todo elemento puede convertirse en su
antagonista. Los hombres se transforman en aves, en cucarachas, en puñados de
cenizas. Schulz produjo una de las prosas más elaboradas en lengua polaca,
coloreada por un erotismo velado y triste. A la muerte del autor, asesinado por los
nazis en su ciudad natal, Trzemysl, se perdió casi la totalidad de su obra.
BRUNO SCHULZ:
LOS PÁJAROS

Llegaron los días de invierno, amarillos y sombríos. Un manto de nieve, raído,


agujereado, tenue, cubría la tierra descolorida. La nieve no alcanzaba a ocultar
del todo muchos tejados, y se podían ver, acá y allá, trozos negros o mohosos,
chozas cubiertas de tablas, y las arcadas que ocultaban los espacios ahumados de
los desvanes: negras y quemadas catedrales erizadas de cabrios, vigas y crucetas,
pulmones oscuros de las borrascas invernales. Cada aurora descubría nuevas
chimeneas, nuevos tubos brotados durante la noche, henchidos por el huracán
nocturno, oscuros cañones de órganos diabólicos. Los deshollinadores no podían
desembarazarse de las cornejas, que, cual hojas negras animadas de vida,
poblaban por las noches las ramas de los árboles frente a la iglesia. Levantaban
el vuelo, batían las alas, y acababan posándose cada una en su sitio, sobre su
rama. Y al alba volaban en grandes bandadas —nubes de hollín, copos de
azabache ondulantes y fantásticos—, turbando con su trémulo graznido la luz
amarillenta del amanecer. Con el frío y el tedio, los días se volvieron duros
como trozos de pan del año anterior. Se entraba en ellos con los cuchillos
romos, sin apetito, con una somnolencia perezosa.
Mi padre no salía ya de casa. Encendía la chimenea, estudiaba la substancia
jamás develada del fuego, disfrutaba del sabor salado, metálico y el olor a
humo de las llamas de invierno, caricia fría de la salamandra que lame el
hollín brillante de la garganta de la chimenea. En aquellos días ejecutaba con
placer todas las reparaciones en las regiones superiores de la habitación. A
cualquier hora del día se le podía ver acurrucado en lo alto de una escalera de
tijera, arreglando algo en el cielo raso, las barras de las cortinas de las grandes
ventanas, o los globos y cadenas de los candiles. Lo mismo que los pintores, se
servía de la escalera como de unos enormes zancos, sintiéndose bien en esa
posición de pájaro entre los parajes del techo, decorados con arabescos y aves. Se
desentendía cada vez más de los asuntos prácticos de la vida. Cuando mi madre,
preocupada y afligida por su estado, trataba de llevarlo a una conversación de
negocios y le hablaba de los pagos del próximo mes, él la escuchaba distraído,
inquieto, con una expresión ausente, en el rostro sacudido por contracciones
nerviosas. A veces la interrumpía de pronto con un gesto implorante de la mano,
para correr a un rincón del aposento, aplicar el oído a una juntura del suelo y
escuchar, con los índices de ambas manos levantados, signo de la importancia de
la auscultación. Entonces no comprendíamos aún el triste fondo de estas
extravagancias, el doloroso complejo que maduraba en su interior.
Mi madre no ejercía la menor influencia sobre él; en cambio por Adela sentía
gran respeto y consideración. La limpieza de la sala era para él una importante
ceremonia, a la que jamás dejaba de asistir, siguiendo todos los movimientos de
Adela, con una mezcla de angustia y de voluptuosidad. Atribuía a cada uno de los
actos de la joven un significado más profundo, de tipo simbólico. Cuan do ella,
con ademanes enérgicos, pasaba el cepillo por el suelo, se sentía desfallecer. Las
lágrimas brotaban de sus ojos, se le crispaba el rostro con una risa silenciosa, y
sacudían su cuerpo espasmos de goce. Su sensibilidad a las cosquillas llegaba a
los límites de la locura. Bastaba que Adela le apuntara con el dedo, con el
gesto de hacerle cosquillas, y él presa de un pánico salvaje, atravesaba las
habitaciones, cerrando tras sí las puertas, para echarse al final en una cama y
retorcerse con una risa convulsiva, bajo el influjo de la sola imagen interior a la
que no podía resistirse. Gracias a eso, Adela tenía sobre mi padre un poder casi
ilimitado.
En aquel tiempo observamos por primera vez en él un interés apasionado por los
animales. Al principio fue una afición de cazador y artista a la par, y
posiblemente también la simpatía zoológica más profunda de una criatura hacia
unos semejantes que tenían formas de vida diferentes: la investigación de
registros del ser aún no conocidos. Sólo en su fase posterior, este aspecto
adquirió un matiz extraño, complejo, profundamente vicioso y contra natura,
que es mejor no exponer a la luz del día.
Aquello empezó con la incubación de huevos de aves.
Con gran derroche de esfuerzos y de dinero, mi padre había hecho llegar de
Hamburgo, de Holanda y de algunas estaciones zoológicas africanas, huevos
fecundados que hacía empollar a unas enormes gallinas belgas. Era también para
mí una ocupación absorbente contemplar el nacimiento de los polluelos,
verdaderos fenómenos por sus formas y colores.
Era imposible, viendo aquellos monstruos de picos enormes, fantásticos, que
desde el nacimiento se ponían a piar a voz en cuello, silbando ávidamente desde
las profundidades de su garganta; contemplando aquella especie de reptiles de
cuerpo débil, desnudo, corcovado, adivinar en ellos a los futuros pavos reales,
faisanes, cóndores. Colocados en cestas llenas de algodón, aquellos engendros
de monstruos erguían sobre sus frágiles cuellos unas cabezas ciegas, cubiertas
de albumen, graznando destempladamente con sus gargantas afónicas. Mi padre
se paseaba a lo largo de las estanterías, con un delantal verde, como jardinero
que inspecciona sus siembras de cactus, y extraía de la nada aquellas vesículas
ciegas, en las que ya alentaba la vida, aquellos vientres torpes, incapaces de
recibir del mundo exterior cualquier cosa que no fuera el ali mento, conatos de
vida que se erguían a tientas hacia la claridad. Unas semanas más tarde, cuando
aquellos ciegos retoños se abrieron a la luz, las habitaciones se llenaron de un
tumulto multicolor, del centellante gorjeo de los nuevos habitantes. Se posaban
en las barras de las cortinas y en las cornisas de los armarios, anidaban en los
huecos de las ramas de estaño y en los arabescos de los candiles.
Cuando mi padre estudiaba los grandes compendios ornitológicos y tenía entre
las manos las láminas de colores, parecía que era de allí de donde se
desprendían aquellos fantasmas emplumados, que llenaban el cuarto con su
aleteo multicolor de copos de púrpura y girones de zafiro, de cobre, de plata.
Cuando les daba de comer, formaban en el suelo una masa abigarrada,
compacta y ondulante, una alfombra viva, que a la llegada intempestiva de
alguno se desintegraba, se dispersaba en flores móviles, que batían las alas, para
acabar posándose en la parte superior del aposento. Tengo especialmente
grabado en la memoria un cóndor, pájaro enorme de cuello desnudo, cara
arrugada y buche voluminoso. Era un asceta magro, un lama budista de
imperturbable dignidad, en todo su comportamiento, que se regía por el férreo
ceremonial de su alta alcurnia. Cuando inmóvil en su postura hierática de dios
egipcio, con el ojo velado por una blancuzca carnosidad que cubría sus pupilas
—como para encerrarse por completo en la contemplación de su soledad
augusta—, estaba, con el pétreo perfil, frente a mi padre, parecía su hermano
mayor. La misma materia, los mismos tendones, la piel dura y rugosa, el mismo
rostro seco y huesudo, las mismas órbitas profundas y endurecidas. Hasta las
manos de fuertes nudillos y largos dedos de mi padre, con sus uñas abombadas,
tenían cierta analogía con las garras del cóndor. Al verlo así, dormitando, no
podía sustraerme a la impresión de que tenía ante mí a una momia disecada, la
momia reducida de mi padre. Creo que tal asombrosa semejanza tampoco
escapó a la atención de mi madre, aunque nunca hablamos de ello. Es singular
que el cóndor utilizase el mismo orinal que mi padre.
No satisfecho con incubar incesantemente nuevos especímenes, mi padre
organizaba en el desván bodas de aves, enviaba casamenteros, ataba a las novias
seductoras y lánguidas junto a las grietas y agujeros de la techumbre; lo que
trajo por consecuencia que el enorme tejado de dos vertientes de nuestra casa
se convirtiera en un verdadero albergue de aves, un arca de Noé, a la que
llegaba toda clase de seres alados desde parajes lejanos. Incluso mucho tiempo
después de liquidada aquella manía avícola, subsistió en el mundo de las aves la
costumbre de llegar a nuestra casa. En el período de las migraciones de
primavera se abatían verdaderas nubes de grullas, pelícanos, pavos reales y otros
pájaros sobre nuestros techos.
No obstante, después de un breve florecimiento, esta afición tomó un giro más
bien desolador. En efecto, pronto se hizo necesario trasladar a mi padre a las dos
habitaciones del desván que servían como depósito de trastos inútiles. Desde el
alba salía de allí el clamor confuso de las aves. En las piezas de madera del
desván, a modo de cajas de resonancia, reforzada ésta por lo bajo del techo,
repercutía todo aquel alboroto, cantos y gorjeos. Así perdimos de vista a
nuestro padre durante varias semanas. Bajaba muy raras veces, y entonces
podíamos observar la transformación operada en él. Se le veía disminuido,
encogido, flaco. A veces se levantaba de la mesa, batía distraídamente los
brazos como si fueran alas y soltaba un largo gorjeo, mientras entrecerraba los
ojos. Después, confuso y avergonzado, se reía con nosotros y trataba de
disfrazar el incidente, haciéndolo pasar por una broma.
Una vez, durante el período de la limpieza general, Adela se presentó de
súbito en el reino de las aves de mi padre. Plantada en la puerta, se llevó la
mano a la nariz ante el hedor que impregnaba la atmósfera. Los montones de
inmundicia cubrían el suelo y se apilaban sobre mesas y muebles. Rápidamente,
con gesto decidido, abrió la ventana y con su larga escoba comenzó a agitar
aquel pajarerío. Levantóse una nube infernal de plumas, alas y grazni dos, a
través de la cual, Adela, como frenética bacante, bailaba la danza de la
destrucción. En medio de aquel estrépito, mi padre, batiendo los brazos, lleno de
temor, trataba desesperadamente de emprender el vuelo. La nube de plumas se
dispersó lentamente, y por último, sólo quedaron en el campo de batalla
Adela, agotada y jadeante, y mi padre, con expresión de tristeza y de derrota,
dispuesto a cualquier capitulación.
Momentos después, mi padre descendía la escalera de su imperio. Era un hombre
roto, un rey desterrado que había perdido trono y poder.
STANISLAW DYGAT
[1914-1978]

Hizo su debut literario poco después del fin de la guerra con una novela. El lago
de Constanza, 1946, que de inmediato levantó una violenta polémica. El autor
trataba temas del pasado inmediato, como el de los campos de concentración
con ironía, con sentido del humor y con un velado escepticismo. A ese libro
siguieron Los adioses, 1948, Los campos Elíseos, 1949. Durante el período del
realismo-socialista Dygat se abstuvo de publicar y no fue sino hasta 1957 cuando
volvió a publicar. De ese año data su libro más popular, El viaje. En esa obra se
marcan de manera muy pronunciada las constantes y las virtudes literarias del
autor. Su escepticismo es radical a la vez que, paradójicamente, lo atempera un
romanticismo melancólico. Otras obras: Tardes de lluvia, 1958; Disneylandia,
1965.
STANISLAW DYGAT:
EL VIAJE

Al comienzo de cada año escolar mi padre pronosticaba una segura mejoría de la


situación económica y daba por hecho que emprenderíamos un viaje al extranjero
en las próximas vacaciones de verano.
Pero la situación seguía empeorando y nadie tomaba en serio tales
pronósticos.
De todos modos, las previsiones optimistas en las que nadie cree pueden
desempeñar también una función positiva.
En polaco, y quizás sólo en esta lengua, existe una palabra que significa "jamás se
sabe", lo que posiblemente da origen a la fe en los milagros que caracteriza a los
habitantes de nuestro país y a su profunda desconfianza en la estabilidad y
coherencia de los acontecimientos.
El "jamás se sabe" es un recurso inagotable de nuestra inclinación a las fantasías y
un preceptor óptimo de nuestra imaginación. Y una imaginación bien entrenada,
sólidamente preparada para la tarea de fantasear le es necesaria como el pan
a los habitantes de un país que ha vivido desde hace siglos sólo de esperanzas y
promesas.
Henryk había ya desistido desde hacía tiempo de creer en unas vacaciones en el
extranjero, pero le agradecía a su padre el que las anunciara con tal
perseverancia. Le estaba agradecido por el hecho de permitirle refugiarse en
aquella beatífica ilusión durante la mayor parte del año, y después, en el
momento preciso, poder decir: "¡Bah! ¡Paciencia! En realidad, no esperaba que
esto resultara". Un sueño desvanecido no es jamás una tragedia. ¡Cuántas
veces, en cambio, se convierten en tragedias los sueños que logran realizarse!
Al "año Mallorca y Escocia", siguió el "año Capri". Papá llevó a casa una gran
cantidad de guías turísticas, dio comienzo a una animada correspondencia
epistolar con numerosos hoteleros, y entabló discusiones interminables con mi
madre sobre la elección de Capri o de Anacapri como residencia veraniega.
Pero el "año Capri" duró tan sólo un mes. Un día, poco después de Navidad, mi
padre llegó a la mesa bastante ceñudo y afligido. (Henryk pensó que la
expresión del rostro de su padre debía semejarse a la que él adoptaba cuando
cargaba con un peso en la conciencia). Durante la comida se limitó a
refunfuñar, que si la sopa estaba insípida, que si la sal estaba húmeda y por ello
no salía bien a través de los agujeros del salero, que si las zanahorias estaban
incomibles y tenían tierra y era como si estuviera uno masticando arena...
Después del último bocado, se limpió los labios con gesto majestuoso, dejó la
servilleta en la mesa y, fingiendo una expresión alegre, dijo:
—Queridos míos, como buen capitán debo comunicarles que nuestra barca se
encuentra varada.
—¿Cómo? —interrumpió mi madre muy alarmada.
—No es el momento de perder la cabeza, Anutka —se irritó mi padre—. ¿Por
qué has de tomar siempre las cosas por el lado trágico?
—Pero si yo...
—¡Pero tú!... Tú creas siempre una atmósfera que le quita a uno las ganas de
vivir, como si hubiera ocurrido sabe Dios qué desgracia.
—¡Pero si acabas de decir que la... que nuestra barca se encuentra varada!
—¡Ay, Anutka, Anutka! Contigo se puede hablar sólo en tér minos prosaicos. Sí,
he usado una expresión humorística, y tú la tomas como el anuncio del fin del
mundo. Porque, si bien se mira, substancialmente no ha ocurrido nada grave.
Tengo algunas dificultades transitorias, de carácter financiero, por lo que se hace
necesario ajustar nuestro presupuesto. Debemos alquilar la mitad de la casa.
Pienso que lo mejor será ceder la parte de abajo. Bien... Considero además
oportuno suprimir los entremeses y renunciar a alguno que otro gasto superfluo.
Tenemos que volver a hablar de esto, y veremos, punto por punto, las cosas que
pueden ser eliminadas. Me temo que la temporada en Capri deberá ser
aplazada para el año próximo.
—Por lo que a mí respecta, yo sí iré a Capri este año —declaró mi hermano
Janek.
—¿De qué manera? —preguntó mi padre, estupefacto.
—Muy sencillo. ¿No me has de creer tan iluso como para esperar la realización
de tus proyectos? Por lo tanto, no he dudado en adherirme a una excursión que
tiene por lema: "Bajo el sol de Italia, sin pasaporte y sin visa."
—¿Y dónde vas a conseguir el dinero? —volvió a preguntar mi padre.
—Con dos motores de bicicletas y un motor de lancha que he vendido. ¡Mi
barca no está varada, en absoluto!
Mi padre resopló y agitó una mano como si tratara de disipar la propia
irritación.
Y así, en vez de Capri, aquel año Henryk fue enviado de vaca ciones a las
márgenes del Pilica. El Pilica es un río de verdes riveras donde la quietud reina
soberana entre sauces y juncos. De día, todo es un zumbido de abejas y grillos.
De noche se puede oír el croar de las ranas. Los horizontes son vastos,
espaciosos; el hombre, enclavado en un cerco verde y sombrío, vive bajo una
bóveda azul o gris.
Sobre las márgenes del Pilica los pastorcillos no tocan los caramillos, por la
sencilla razón de que los pastorcillos que tocan los caramillos existen sólo en las
fábulas o en las magníficas leyendas bucólicas. Los pastores en las márgenes del
Pilica perseguían, desaliñados, a las vacas y los carneros, que rumiaban la yerba; la
liebre corría hacia el fondo del campo, la cigüeña se cernía sobre los prados,
los pececillos jugueteaban a flor de agua, tenues columnas de humo se
elevaban a lo lejos, de las chimeneas de las cabañas y de las fogatas nocturnas;
por las noches, todo lo envolvía la penumbra, y acá y allá titilaban algunas
trémulas luces.
Las riveras del Pilica son mucho más íntimas que Capri.
Henryk se había establecido con dos compañeros de escuela en un bosquecillo
de abedules, cerca del río, a un kilómetro de la pequeña ciudad de Bialobrzegi,
cabecera del distrito. Tenían colchones neumáticos, un hornillo de alcohol, un
gramófono y algunos libros. Nadaban, pescaban, leían, hablaban de todo lo que
habitualmente interesa a los muchachos de dieciséis años: el mundo y sus
maravillas, las muchachas, el universo, el cine, los fenómenos de la naturaleza, los
marineros, los cowboys, los descubrimientos científicos, los apaches de París, los
misterios de las profundidades marinas, las posibilidades que ofrecería la vida de
ultratumba, el circo.
Todas las mañanas se dirigían a Bialobrzegi para hacer las compras del día.
Primero iban separadamente, por turno, luego comenzaron a ir los tres juntos.
En el centro de la localidad, detrás del mostrador de la cooperativa de la
"Unión", estaba la señorita Jadzia atendiendo a los clientes. Tenía
aproximadamente la misma edad que Henryk. Llevaba dos trenzas graciosas y un
poco ridículas, y a veces, los cabellos sueltos: una melena bruñida y
deslumbrante, casi blanquecina, que le caía hasta los hombros. Los ojos eran
celestes, clarísimos. Era linda y fresca, aunque algunas veces tenía sucias las
mejillas. Eran unas mejillas tersas de un bello y saludable color. A menudo se
miraba al espejo, se pasaba el dorso de la mano sobre la mejilla con un ademán
inocente y preciso, levantando en alto los brazos y dilatando las narices. Hacía
venir a la memoria los espantapájaros de cabellos de estopa, los espanta pájaros
campesinos que son parte integrante del paisaje polaco, como los bosques, los
campos, los prados, el perro Fido, la cruz al borde del camino, los techos de
paja y las cigüeñas. Pero aquel espantapájaros campesino tenía facciones
sólidas y ágiles, sonrisa y ojos de muchacha. En las sonrisas femeninas hay a
menudo algo de lascivo en su perturbadora desnudez, y recuerdan toda esa
clase de actos que en nuestra ilimitada hipocresía a menudo llamamos
impúdicos. Las sonrisas de las muchachas son de una desnudez perturbadora,
embozadas con modesto decoro en un velo de cándida inocencia. La señorita
Jadzia era ingenua e inocente.
Julek y Genek, bastante más valerosos y desenvueltos que Henryk, entretenían a
la señorita Jadzia con agudezas y bromas. Ella reía y respondía en el mismo
estilo. Henryk asistía a esas conversaciones manteniéndose un poco aparte,
miraba a la señorita Jadzia, sonreía, y algunas veces aventuraba una que otra
breve frase. Pero se arrepentía inmediatamente; le parecía que había dejado
escapar por la boca quién sabe qué estupidez, una de esas enormidades que no
tienen límite, y le venía una gana loca de escapar, no sólo de la tienda de la
"Unión", sino también de Bialobrzegi, de alejarse con prisa y furia de las
márgenes del Pilica y no dejarse ver en ninguna parte.
Para Henryk, las visitas a la tienda de la "Unión" eran supli cios. Miraba a
Julek y a Genek galantear a la señorita Jadzia, y no podía menos que reconocer
que aquellos dos se desempeñaban maravillosamente. A la señorita Jadzia debían
resultarle de lo más simpáticos, porque hasta a él lograban divertirle con sus
argucias llenas de humor y su desenvuelta parlanchinería. No cabía duda de
que la señorita Jadzia estaba enamorada de uno de ellos o quizás de ambos, o
tal vez dudaba en la elección. Él se quedaba al margen, osaba sólo mirar, sonreír,
decir cualquier tontería, que por fortuna pasaba inadvertida. A ratos, le venía la
manía de romper resueltamente con las dilaciones. La próxima vez haría uso de
sus capacidades. ¡Ya verían Julek y Genek! Con su inteligencia y su ingenio los
oscurecería; comparados con él no contarían para nada, sería como si no
existieran. Pensó con el mayor cuidado una serie de conversaciones
entretenidas; pero apenas traspuesto el umbral de la "Unión", a la vista de la
señorita Jadzia, le parecía tener las manos y los pies atados y sentía una cuña
de madera en vez de lengua. Decidió interrumpir las visitas a la "Unión"; pero
cuando Julek y Genek se encaminaban hacia allá sin él, se sentía destro zado, y,
sin poder resistir más, corría a alcanzarlos a mitad del camino.
—¿Por qué —le preguntó Julek una vez, mientras volvían con las compras— te
quedas siempre tieso como si fueras un...?
Y empleó aquí una expresión que no voy a repetir.
Henryk soltó una risa de desprecio y levantó los hombros.
—Para decirlo abiertamente, los galanteos de ustedes no me divierten nada, me
aburren.
—Se ve que carece de alegría de vivir —dijo Genek.
—La tengo, y mucho más que ustedes juntos, esto es poco pero seguro.
Solamente que no la manifiesto enamorando campesinas.
—¿En qué entonces, si puede saberse?
—No es asunto de ustedes.
—¡Caramba! ¡Hay que oír al señor filósofo!
—En substancia, ¿de qué se trata? La tal Jadzia será tal vez bonitilla, pero a mí
no me gusta.
—¡Aja! Tú quisieras por lo menos a Greta Garbo.
—Cada quien tiene sus gustos.
—Entonces, ¿por qué te nos arrimas siempre?
—Para verlos hacer los patanes. Me divierte enormemente.
Henryk desertó de la "Unión" por algunos días. Temía que los muchachos fueran
a repetir en su presencia algo de aquella conversación a la señorita Jadzia. En
ese caso, se vería constreñido a quitarse la vida, sin tener ningún deseo de
hacerlo. Permanecía en la tienda de campaña, para sufrir terriblemente. O si
no, se tendía bajo un árbol con los ojos cerrados, y veía el rostro de la señorita
Jadzia, la veía reír con Julek y Genek, levantar los brazos y exclamar, echando
la cara hacia atrás:
—¡Pero no me digan! ¡No es posible!
Henryk esperaba impaciente su regreso, salía a su encuentro, les preguntaba con
insistencia cómo iban las cosas por Bialobrzegi, criticaba sus adquisiciones, con la
esperanza de que saliera a relucir el tema que tenía en el corazón: la señorita
Jadzia, el aspecto de la señorita Jadzia, sus palabras, su atavío.
Dos días antes del fin de las vacaciones debía tener lugar en Bialobrzegi un
gran baile a beneficio de la Cruz Roja. En un prado a orillas del Pilica estaba ya
todo dispuesto: la pista de baile, las mesas, y el equipo eléctrico para la
iluminación. En Bialobrzegi se sentía una atmósfera de fiesta. Detrás del
mostrador de la "Unión" estaba la señorita Jadzia con una falda azul
almidonada, una blusa blanca y los cabellos sueltos. Se había hecho "la
permanente". A Henryk le pareció más bella que nunca.
Julek y Genek se limpiaban los trajes, pasaban examen a los calcetines y corbatas.
Henryk tendido bajo un árbol tenía frente a sí un libro abierto.
—Y tú, ¿no te mueves? —le preguntó Julek.
—El profesor tiene otras cosas en la cabeza —dijo Genek—. Déjalo meditar
en cosas que no son para nosotros.
Henryk cerró el libro, se levantó sobre los codos, y de una distan cia de un par de
metros escupió sobre la punta de un zapato de Genek.
—Anda —dijo—, para que te lustres el calzado. Yo iré si tengo ganas; si no, qué
se le va a hacer.
De cuando en cuando, Henryk tenía algunas salidas que le conciliaban la estima
y el respeto de sus compañeros. Genek se restregó la punta del zapato contra
el pantalón y dijo:
—No nos vas a hacer la afrenta de permanecer en la tienda. Sería una falta
de solidaridad de tu parte. Uno para todos, todos para uno.
—¿Qué es lo que se te ha metido en la cabeza? — interrumpió Julek—. ¿A qué
vienen tantas historias? Sólo para fastidiarnos. Sabemos muy bien que vas a ir.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Henryk vacilante.
Si en aquel momento Julek le hubiera dicho: "Mira, deja de hacerte el
estúpido. A mil metros se te ve que tienes unas ganas locas de ir al baile",
Henryk se hubiera visto obligado a renunciar a la fiesta.
Pero Julek era un muchacho delicado por naturaleza y lleno de tacto, por lo
cual se limitó a responder:
—Tenemos la seguridad de que no nos harías esa mala pasada, y basta.
Henryk dejó escapar un suspiro de alivio.
—Bien, iré —dijo con voz afable y apagada.
Se tendió de nuevo y volvió a abrir el libro. No había estado leyendo, y ahora
tenía aún menos intención de hacerlo.

Era seguro que la fiesta anunciada para aquella noche no suscitaba ni en Julek
ni en Genek la mínima parte de la agitación profunda que perturbaba a Henryk.
Aquellos limpiaban sus trajes, silbaban, elegían los calcetines y la corbata que
lucirían y estaban seguros de que tenían por delante una alegre velada.
Henryk sufría.
La idea del prado iluminado, en un turbión de música y danza, bajo un cielo
estrellado, dentro del cerco de un horizonte silencioso de campos y bosques
inmersos en la oscuridad, le producía escalofríos de horror y de delicia. Julek y
Genek habíanse equivocado al creer que trataba de burlarse de ellos. No quería
ir, ciertamente. No quería ir, lo cual no es lo mismo que estuviese convencido
absolutamente de no ir. Pero en el fondo era cierto que hubiese podido no ir.
Era cierto y no lo era. Estas cosas son asaz delicadas y difíciles de explicar,
aunque sean bien conocidas por todos. Aun por aquellos que, en este punto se
impacienten y sientan deseos de agarrarme del cuello y gritarme: "Pero al fin,
¿qué está usted borroneando? ¿Era cierto o no lo era? ¡Una de dos! ¿Qué
historia es ésta? Decídase de una vez y no empecemos a hacernos los
interesantes."
Muy bien. ¡Como si fuese tan fácil!
Salvo las personas que poseen una voluntad férrea e inflexible, todos y cada
uno de nosotros nos encontramos de vez en cuando en lucha entre dos fuerzas
iguales y contrarias. Una cosa semejante puede ocurrir a todos los mortales, ya
que por fortuna las personas dotadas de una voluntad férrea e inflexible son
poquísimas. Estos sombríos e inhumanos burócratas de la propia y de la ajena
conciencia, impulsados por una ambición morbosa y por una avidez bestial, vejan
al prójimo, disimulando sus propias y mezquinas aspiraciones personales bajo un
manto de palabras nobles y elevadas. Algunas veces, gracias a un concurso de
circunstancias favorables y puramente ocasionales, se convierten en personas
importantes y, entonces, con férrea e inflexible coherencia, preparan
catástrofes para una masa más o menos importante de seres humanos.
En suma, a casi todos nos sucede encontrarnos al menos una vez entre el sí y el
no (o entre el no y el sí), en medio de una lucha interior más o menos áspera,
según las características individuales. Considerado en modo bastante general, el
fenómeno presenta este aspecto: en un cierto punto tomamos una decisión
firmísima, la proclamamos con intransigencia y tratamos de convencernos a
nosotros mismos de que aquella decisión es irrevocable. Estamos así resueltos y
seguros, tanto interna como externamente, frente a nosotros mismos, de no
prestar atención a una especie de duende, a una criatura extrañísima que está
en nuestro espíritu y se burla de nosotros: "¿Qué se te ha metido en la cabeza?
¿Por qué tantas historias? ¿Por qué te vanaglorias de ser inconmovible en tus
propósitos, cuando sabes perfectamente que en el último momento no los
llevarás a la práctica, sino que harás todo lo contrario de lo que has decidido?"
¡Maldición! No hay escapatoria; el duendecillo lo sabe todo, jamás se equivoca y
con toda nuestra firmeza de ánimo no lograremos jamás hacer callar su voz
profética.
Henryk, la verdad sea dicha, no quería ir al baile, esa noche. No quería ir
porque temía a la fascinación prodigiosa de las mujeres bajo el cielo estrellado,
fascinación capaz de atraer a la señorita Jadzia en el vértigo del baile dentro
de la cerca del horizonte y de obligarlo a él, como siempre en un rincón, a
contemplar sin poseer jamás. Maldijo anticipadamente aquella fascinación y
experimentó un gran alivio. Él mismo la rechazó antes de ser rechazado. Era
magnánimo, abandonaba el partido. Voluntaria, espontáneamente.
Pero además estaba dispuesto a decantar estas ideas, a articularlas dentro de un
sistema lógico, a convencerse a sí mismo de su validez; pero, no obstante, aquella
fascinación se volvía más misteriosa, provocadora, y el duendecillo sonreía
burlonamente y volvía a hostigarlo.
"¿Para qué tantas cavilaciones, si al fin de cuentas está claro que irás?"
Henryk bajó la cabeza y comenzó a leer de verdad el libro que tenía abierto
frente a los ojos.
"Irás, irás, irás", se burlaba el duende; "porque si no vas enloquecerías."
"Después de todo", pensaba Henryk, fingiendo no preocuparse del duende,
"podría ir sólo un momento, así, pro forma, para que Julek y Genek no
encuentren nada risible en mi conducta y no crean que el orgullo me domina.
Iré, echaré una ojeada y regresaré inmediatamente."
"Irás, irás, irás", seguía rezongando el duende. "Irás, no por hacer una
concesión a Julek y a Genek, sino porque la fascinación te atrae, por una fuerza
mayor. Irás, aun sabiendo que la fascinación te aplastará, te triturará, te
reducirá a un estado lamentable, como un estropajo. Irás, aun sabiendo que
no tienes nada que ganar, irás porque crees en los milagros, porque crees en el
"jamás se sabe"; irás, aunque sea tan sólo para mendigar a la fantasía, en los
días siguientes, la imagen de lo que hubiese podido ser aquella fiesta si las cosas
hubieran resultado de manera diversa, es decir si hubieses llegado a aquel
baile al aire libre, bajo un cielo estrellado, no bajo la apariencia de un estúpido
Henryk Szalaj cualquiera, sino en un poderoso studebaker, en el pellejo de un
millonario americano o de un campeón mundial de lucha libre, del más
famoso seductor de Hollywood, o en el del jefe de una expedición polar a quien
se ha dado por perdido. ¡Ja, ja, ja! Irás, irás, irás."
"No iré", decidió de improviso Henryk sin inmutarse y con la misma firmeza.
El duende adoptó entonces un tono dramático, patético, mefistofélico; pero
Henryk estaba más tranquilo y resuelto que nunca, aunque fingía no sentir nada,
no reconocer la existencia de ningún duende y seguir el propio y desapasionado
raciocinio como único criterio de acción.
—No iré —masculló entre dientes.
—¿Qué estás gimoteando? —preguntó Julek.
—Digo que no iré a ningún estúpido baile —respondió Henryk, con voz clara y
firme—; no iría aunque me arrastraran por los cabellos.
Al caer la tarde, Julek miró el reloj y dijo:
—Arriba muchachos. Vámonos ya si no queremos que nos ga nen las más
bonitas.
Genek se levantó seguido de Henryk, y los tres, en silencio, con las manos en los
bolsillos y un cigarrillo entre los labios, a pasos lentos, largos y arrastrados, se
dirigieron hacia Bialobrzegi.
Genek y Julek encontraron al punto a dos muchachas con quienes
acompañarse y empezaron a bailar con ellas en la pista de madera. Para ellos
todo era claro y sencillo.
Henryk los contemplaba con desprecio. Las compañeras de Genek y Julek, dos
gemelas, hijas del carnicero, bailaban rígidamente, rojas y acaloradas,
terriblemente mal acompasadas y con la mirada un poco temerosa. Se
parecían entre sí como dos gotas de agua, llevaban vestidos iguales, de color
verde esmeralda con rayitas blancas; eran guapas, garridas, sanotas.
Croaban las ranas, el río era plateado y terso como un espejo. El sol se había
guarecido hacía poco, dejando en el horizonte una franja rojiza en la que se
destacaban los negros perfiles de los árboles y de las casas. Era uno de aquellos
raros momentos en que la naturaleza es toda plata, rosa y negro. Las hijas del
carnicero bailaban rígidamente entre los brazos de Genek y de Julek.
Sobre las mesas cubiertas con manteles de papel, había gran cantidad de
platos hondos colmados de emparedados, atiborrados de salchichas, huevos
cocidos, pepinos y encurtidos, entre botellas de cerveza, vino de frutas, y pastas
de colores vivísimos. Una vaca desvelada salió de la oscuridad y se detuvo a
mirar, estupefacta. La orquesta judía comenzó a tocar el vals François.
El rojo horizonte se oscurecía, los contornos resaltaban cada vez más
nítidamente, el río tomaba poco a poco un color gris opaco.
Las gemelas paseaban del brazo de Genek y de Julek, abanicándose con los
pañuelos. Parecían diosas de la abundancia, radian tes, satisfechas. Un perro
ladró a lo lejos. Henryk descubrió a la señorita Jadzia. Se hallaba sentada bajo
un arbusto, junto a una mesa sobre la que caía la oscilante luz de una lámpara,
que colgaba de una rama. Estaba tan bella y triste, con los brazos cruza dos, la
cabeza reclinada sobre un hombro y la mirada fija en el suelo, que Henryk se
sintió invadido por un efluvio de ternura. Se había ya decidido a acercársele y
declararle dulcemente su profunda simpatía y quizás también a caer de
rodillas a sus pies, en todo caso a proponerle bailar, cuando sintió de
improviso que el corazón se le helaba. Comprendió. La señorita Jadzia estaba
tan triste sólo porque Genek y Julek bailaban con las hijas del carnicero, no se
acordaban de ella y la habían dejado sola, pobre y desamparada. Estaba
enamorada de uno de ellos, parecía evidente. ¿De cuál de los dos? No tenía
importancia. Sacudido por la cólera, el rencor, la vergüenza y el odio que en ese
momento experimentaba, Henryk la habría emprendido a golpes contra el uno
y el otro.
La señorita Jadzia permanecía inmóvil entre un medallón oval de trémulos
reflejos. Estaba loca por uno de ellos. Había ido allí por uno de ellos. Se había
perfumado para uno de ellos, con aquella esencia de acacia, doblando quizás la
dosis. Y ahora se atormentaba por uno de ellos, espléndida y sofocada en una
suave languidez, vaporosa y tenue bajo la camisa cándida y la falda azul,
plantada sobre los tacones altos que usaba por primera vez.
¡Ah! ¡Qué alivio, emprenderla a puñetazos y puntapiés con aquellos dos y
abofetear a la señorita Jadzia!
Henryk se volvió hacia el Pilica y echó a correr a lo largo del río hasta el
bosquecillo de abedules; se arrojó vestido sobre su estera en la tienda de
campaña y poco después cayó en un sueño profundo, de ésos que en la
juventud alejan los afanes y penas.

Al regresar de las vacaciones, Henryk permanecía meditabundo y deprimido.


Encerrado en sí mismo, debió de reconocer que se había enamorado de la
señorita Jadzia. ¡Cómo lamentaba la imposibilidad de verla, de contemplarla
todos los días! Realmente, no le había dirigido nunca la palabra, había
permanecido siempre aparte; ella podía suponer hasta que la despreciaba. Si la
encontrase de nuevo, sería del todo distinto: franco, cordial. Tal vez lo prefiriera
a aquellos dos necios. Después de largas y penosas dudas, se resolvió a escribirle
una tarjeta:

"Querida señorita Jadzia:


Le envío cordiales saludos de Varsovia. Las vacaciones en Bialobrzegi fueron muy
agradables y espero regresar el año próximo, así nos veremos y quizá podamos
ir a bailar juntos, porque en esta ocasión no pude hacerlo.
Me permito estrecharle la mano, desgraciadamente a distancia. Suyo, Heniek."

Dudó largamente antes de enviar la tarjeta. Cuando la echó al buzón, le


pareció haber cometido una impertinencia inútil, por lo que la señorita
Jadzia no podría tenerle simpatía, y sintió que se desvanecía.
Le parecía cada vez más próxima y más querida, estaba decidido a ir a
Bialobrzegi para pedir su mano, buscaba un pretexto para justificar el viaje ante
sus padres. Dormido, se le aparecía en sueños, y pensaba en ella de la mañana
a la noche.
Henryk no solía recibir cartas. La que recibió era de color rosa. En el sobre, el
apellido y la dirección estaban escritos con una caligrafía clara y bien
proporcionada.
Tenía en la mano aquel sobre, le daba vueltas, lo examinaba atentamente y no
se atrevía a abrirlo. Podía ser, debía ser, una carta de la señorita Jadzia. Le había
escrito a propósito aquella tarjeta para enviarle su dirección.
Le parecía tener en las manos no una carta, sino un medallón en el que entre
luces y sombras se destacaba la efigie vaporosa y lánguida de una muchacha con
la cabeza inclinada y los brazos cruzados.
Temía abrir la carta. Tenía miedo de encontrar palabras hos tiles, extrañas e
indiferentes. Durante el día entero resistió a la tentación de abrirla y susurró
para sí las expresiones más tiernas y acariciadoras, expresiones que no podía
reprimir. De tanto en tanto, le asaltaba una duda y en su imaginación
descifraba palabras severas, de burla, ásperas reprimendas:
"Juro por Dios, señor, que me consta no haber actuado jamás de modo que
pueda sentirse con derecho a ofenderme impunemente con tal jactancia."
Al anochecer, se sentó en una banca del parque Lazienki y, cerró los ojos por un
instante; se llevó la carta al corazón, y después la abrió con ímpetu
desesperado.

"Señor Heniek:
No añado nada por miedo a que usted se enfade, pero quisiera añadir algo que
dejo a su imaginación. Estoy muy emocionada por su tarjeta, pues he visto que
tal vez no le resulto tan poco simpática como suponía, ya que usted no quería
hablarme, ni siquiera mirarme. Es verdad. No hay nada que decir, allá en
Varsovia habrá muchachas que sólo mirarlas produce placer, y con quienes
vale la pena conversar. Pero aunque sea fea y poco inteligente, usted se ha
acordado de mí, y así durante algunos días me he sentido tan feliz como usted
no puede ni imaginarse. Me agradaría contarle lo que decían todas las
muchachas de Bialobrzegi cuando usted partió, pero no quiero, porque se
volvería vanidoso. No se enfade, pero pienso todo el tiempo en usted, y dos
veces he llorado hasta más no poder, y con la desgracia de que ni siquiera
puedo verlo. No, fueron tres veces las que lloré. Porque la primera fue cuando
usted no asistió al baile al aire libre y yo había creído que usted iría y fui
solamente por usted y me vestí bien y me puse un perfume de acacias, porque
una vez en la "Unión" dijo que ese perfume le gustaba, y esa noche no llegó y
yo lloré. Escríbame aún alguna vez, aunque sea sólo una palabra, y si quisiera
venir yo moriría de la emoción. Tantas excusas, Jadzka.
Henryk permaneció sentado largo rato en la banca, confuso y abatido. Sentía
no querer, no desear, rechazar sin más rodeos lo que hasta hacía poco
constituía el objeto más delicado y secreto de sus sueños. Por primera vez en
su vida se le había declarado una mujer. Este hecho lo colmaba de pánico y
de indignación.
Le parecía que alguien estuviese atentando contra su integridad física y se
asignase pretensiones indiscretas sobre los derechos de su intimidad. El vigoroso y
apasionado ardor que hasta hacía poco parecía colmarlo de ternura se había
convertido de pronto en un calorcillo escuálido y sofocante. Henryk arrugó la
carta, que hizo un ruido desagradable, penoso. Se levantó y se dirigió hacia la
salida. En el camino, arrojó la carta, despedazada, en un cesto de basura.
Tenía el rostro contraído en una mueca de negligencia, desacostrumbrada en
él. Se sentía un pillo, y estaba orgulloso, feliz. Quería ser un pillo. Quería que
llorasen, las infames mujeres ofendidas por él. Una vez en la avenida, pareció
serenarse. Se sintió un tanto incómodo, presa de una especie de repugnante
envilecimiento.
Le acometió un gran deseo de escapar, sin saber siquiera hacia dónde ni de
qué.
WITOLD GOMBROWICZ
[1904-1969]

Junto con la de Schulz la obra de Gombrowicz es una de las más extraordinarias


que ha producido Polonia en las últimas décadas. Ferdydurke, publicado en
1937, es un libro que entraña una renovación total. Sus antecedentes habría que
buscarlos en Rabelais. Gombrowicz renueva no sólo el lenguaje sino también la
estructura de la novela. Desde el punto de vista intelectual, el libro mantiene
aún en nuestros días su capacidad de desafío. La obra está cuajada de ideas
que curiosamente preceden a los existencialistas de la postguerra y al teatro del
absurdo de los últimos años. Después de Ferdydurke sus novelas más conocidas
son Trasatlántico, 1954, La pornografía, 1960, Cosmos, 1965. Y dos obras de
teatro, Iwona, princesa de Borgoña y La boda. En los dos volúmenes publicados
de su Diario es patente su gran capacidad y destreza en el manejo de las ideas.
WITOLD GOMBROWICZ:
UN CRIMEN PREMEDITADO

En el invierno pasado tuve que visitar a un caballero rural, el señor Ignacy K.,
con el propósito de ayudarlo a resolver algunos problemas concernientes a sus
propiedades. Tan pronto como obtuve una licencia de unos cuantos días, confié
mis asuntos a mi colega, el juez asesor, y telegrafié: "Martes-6 p.m. favor enviar
caballos". Sin embargo, cuando llegué a la estación, los caballos no estaban.
Hice algunas averiguaciones. Mi telegrama había sido entregado; el
destinatario había ido el día anterior a recogerlo en persona. Lo quisiera o
no, tuve que alquilar un primitivo cabriolé, deposité en él mi maletín y mi bolsa
de mano. En la bolsa de mano guardaba un pequeño frasco de colonia, una
botella de brillantina y una pastilla de jabón con aroma de almendras, una lima
para las uñas y unas tijeras. Tuve que rodar durante cuatro horas, a través de los
campos, de noche, en silencio, durante el deshielo. Temblaba bajo mi abrigo
urbano, los dientes me castañeteaban. Observaba la espalda del conductor y
pensaba: "Arriesgar la espalda de esta manera... Siempre sentado,
frecuentemente en regiones solitarias, con la espalda vuelta hacia los otros y
expuesta a cualquier capricho de quienes se sientan atrás."
Al final llegamos frente a una casa de campo de madera. Os curidad, salvo en la
parte superior donde se veía una ventana iluminada. Golpeé en la puerta;
estaba cerrada. Golpeé más fuerte. Nada, sólo silencio. Los perros me atacaron
y tuve que retirarme. Luego, a su vez, el cochero trató de hacerse oír.
"No son muy hospitalarios", me dije.
Finalmente, se abrió la puerta y apareció un hombre alto y del gado, de unos
treinta años, de bigote rubio, y con una lámpara en la mano.
—¿Qué pasa? —preguntó, como si acabara de despertar, mientras movía la
lámpara.
—¿No han recibido mi telegrama? Soy H.
—¿H.? ¿Qué H.? —dijo, contemplándome—. ¡Qué dios le acompañe y guíe en
su camino! —añadió con ternura, como si hubiese sido tocado por un presagio,
abriendo y cerrando los ojos, mientras sostenía con una mano la lámpara—.
Adiós, adiós, señor, que Dios le acompañe — y dio un rápido paso hacia
atrás.
Dije más ásperamente:
—Excúseme, señor. Ayer envíe un telegrama en el que anunciaba mi llegada. Soy
el juez de instrucción, el juez H. Deseo ver al señor K. Si no pude llegar antes, fue
porque no me esperaron con caballos en la estación.
—¡Oh, sí! —respondió, después de un momento de reflexión, y sin que mi tono
pareciera haberle producido ninguna impresión—. Sí, tiene razón; usted envió
un telegrama. Pase, por favor.
¿Qué había sucedido? Sencillamente, como me lo explicó el jo ven ya en el salón
(se trataba del hijo de mi anfitrión), sencillamente... se habían olvidado por
completo de mi llegada y del telegrama recibido el día anterior por la mañana.
Desconcertado, me disculpé cortésmente por mi invasión, me quité el abrigo y
lo colgué en una percha. Me condujo a una pequeña sala, donde una joven, al
vernos, saltó del sofá con una ligera expresión de asombro.
—Mi hermana.
—Encantado.
Y lo estaba verdaderamente, pues el bello sexo, aun cuando no existan
intenciones adicionales, el bello sexo, digo, nunca puede hacer daño. Pero la
mano que me tendió estaba sudorosa. ¿Quién ha oído decir que sea correcto
tender a un hombre una mano sudorosa? Y en cuanto a la muchacha en sí,
aparte de una cara bonita, era de esa especie que pudiéramos llamar sudorosa
e indiferente, privada de reacciones.
Nos sentamos en unas butaquitas rojas, de estilo antiguo, y dio comienzo una
conversación introductoria; pero aun aquel primer cambio de impresiones
tropezó con una resistencia indefinible, y en vez de la deseable fluidez, era
torpe y lleno de obstáculos.
Yo: Deben haberse sorprendido al escuchar los golpes en la puerta, a estas
horas.
Ellos: ¿Los golpes? ¡Oh, sí! Es cierto.
Yo (cortésmente): Siento haberlos molestado, pero tuve que recorrer los
campos esta noche como una especie de don Quijote. ¡Ja, ja!
Ellos (tranquilos, serenos, sin considerar oportuno otorgar a mi broma más que
una sonrisa convencional): ¡Por favor!... Sea usted bienvenido.
¿Qué ocurría? Todo parecía realmente extraño, como si ellos se sintieran
vejados, como si me tuvieran miedo o les preocupara mi presencia, como si se
sintieran avergonzados frente a mí. Hundidos en sus butacas evitaban mi
mirada; tampoco se miraban entre sí y soportaban mi compañía con el más
evidente fastidio. Parecía que no les preocupara otra cosa que no fuera ellos y
temblaran ante la idea de que fuese a decirles algo que los hiriera. Finalmente,
comencé a irritarme. ¿De qué tenían miedo? ¿Qué encontraban de extraño en
mí? ¿Qué clase de recibimiento era aquél? ¿Aristocrático, aterrorizado o
arrogante? Cuando hice una pregunta sobre la persona objeto de mi visita, es
decir el señor K., el hermano miró a la hermana, y la hermana al hermano,
como si se concedieran la prioridad. Al fin, el hermano carraspeó y dijo clara y
solemnemente, como si se tratara sólo Dios sabe de qué:
—Sí, está en casa.
Fue como si dijera: "El rey, mi padre, está en casa".
La cena transcurrió también extrañamente. Fue servida con negligencia, no sin
desprecio hacia el alimento, así como hacia mí. El apetito con que,
hambriento como me encontraba, engullí aquellos dones del Señor, pareció
chocar hasta a Szczepan, el majestuoso criado, para no hablar de los hermanos,
que silenciosamente escuchaban los ruidos que yo producía, y ustedes saben lo
difícil que es tragar cuando alguien está escuchando. A pesar de todos los
esfuerzos, cada bocado pasa por la garganta con un penoso estruendo. El
hermano se llamaba Antoni, la hermana Cecylia.
Luego, ¿quién llegó de pronto? ¿Una reina destronada? No, era la madre, la
señora K. Se movía lentamente, me tendió una mano fría como el hielo, miró en
torno suyo con una especie de estupor, y se sentó sin pronunciar una palabra.
Era una mujer rolliza y de baja estatura, perteneciente a ese tipo de matronas
rurales que son inexorables en cuanto a las normas se refiere, especialmente
a las normas de sociales.
Me miró con severidad e ilimitada sorpresa, como si tuviese yo alguna frase
obscena escrita en la frente. Cecylia hizo entonces un movimiento con la mano,
pretendiendo explicar o justificar algo; pero el movimiento murió en el aire,
mientras la atmósfera se hacía cada vez más densa y artificial.
—Quizá esté molesto a causa de este viaje tan desafortunado —dijo de pronto la
señora K.
¡Y con qué tono lo dijo! Un tono de agravio, el tono de una reina que ha
fracasado al recibir la tercera de una serie de reverencias, y como si comer
chuletas constituyese un delito de lesa majestad.
—Tienen ustedes aquí unas chuletas de cerdo excelentes —dije rencorosamente,
pues a pesar de mis esfuerzos, me sentía vulgar, estúpido y lleno de una
confusión que iba en aumento.
—¡Chuletas...! ¡Chuletas...!
—Antoni no le ha dicho nada aún, mamá —fueron las palabras que salieron
entonces de la boca de la tranquila y tímida Cecylia.
—¡Cómo! ¿No lo ha hecho? ¿Quieres decir que no le ha dicho nada? ¿No le han
dicho nada aún?
—¿Para qué, mamá? —murmuró Antoni, palideciendo y mostrando los dientes,
como si estuviera instalado en la silla del dentista.
—¡Antoni!
—Bueno... ¿Para qué? No importa... No te preocupes... Siempre habrá
tiempo para eso —dijo, y se interrumpió.
—Antoni, ¿cómo puedes?... ¿Qué significa eso de que no me preocupe? ¿Cómo
puedes hablar de este modo?
—De nadie es.. . Es lo mismo...
—¡Pobre hijo! —murmuró la madre, acariciándole el cabello, pero él le quitó la
mano con ruda energía—. Mi esposo —dijo secamente, dirigiéndose hacia mí—
murió anoche.
—¡Qué! ¿Murió? ¿Así que esto era?... —exclamé, dejando de comer.
Puse el cuchillo y el tenedor a un lado y tragué rápidamente el bocado que tenía
en la boca. ¿Cómo podía ser? La víspera misma había ido a recoger mi telegrama
a la estación. Los miré. Los tres esperaban, modesta y gravemente, esperaban
con las bocas contraídas, austeras, inflexibles. Esperaban calladamente. ¿Qué
era lo que esperaban? ¡Oh, sí, claro! Debía expresarles mi condolencia.
Fue todo tan imprevisto que en el primer momento casi perdí el dominio de
mí mismo. Me levanté de la silla y murmuré confusamente algo tan vago como
esto: "Lo siento... mucho... perdónenme." Me detuve, pero ellos no
reaccionaban; no les parecía suficiente. Con los ojos bajos, las caras inmóviles, sus
vestidos raídos; él, sin afeitar; ellas, desaseadas, con las uñas negras, permanecían
sin decir nada. Me aclaré la garganta, buscando desesperadamente un buen
principio, una frase apropiada, pero en mi cabeza, ya ustedes han de conocer
esa sensación, se había hecho un vacío absoluto, un desierto, mientras,
sumergidos en su sufrimiento, ellos aguardaban. Aguardaban sin mirarme.
Antoni tamborileaba con los dedos ligeramente en la mesa; Cecylia, turbada, se
quitaba la mermelada de su vestido sucio, y la madre, inmóvil como si se
hubiese vuelto de piedra, con aquella severa, inexorable, expresión de ma trona.
Me sentí incómodo, a pesar de que como juez de instruc ción había tenido en
mis manos centenares de casos de muertes. Pero era sólo que... ¿cómo decirlo?,
un feo cadáver asesinado, cubierto con una sábana, es una cosa, y el respetable
difunto que muere por causas naturales y es colocado en un ataúd, es otra muy
distinta. Esa cierta irregularidad (que acompaña a la primera) es una cosa,
pero la muerte honrada, la muerte en toda su majestuosidad es otra. Nunca,
repito, nunca me hubiera sentido tan embarazado, de habérmelo explicado todo
desde el primer momento. Ellos también se sentían incómodos. También
estaban asustados. No sé si solamente porque yo era un intruso, o porque en
aquellas circunstancias experimentaban alguna confusión ante mi personalidad
oficial, ante esa cierta actitud positivista que la larga práctica había desarrollado
en mí, como quiera que fuese, la vergüenza de ellos hizo que yo mismo me
sintiera avergonzado de un modo terrible; para decirlo francamente, me hizo
sentirme abochornado fuera de toda proporción.
Mascullé algo referente al respeto y aprecio que siempre había sentido por el
difunto. Al recordar que no lo había vuelto a ver desde nuestros tiempos
estudiantiles, hecho que ellos seguramente conocerían, añadí: en nuestros días de
escuela. Como aún no respondían, y como debía terminar de alguna manera mi
discurso, pedí que me permitieran ver el cadáver, y la palabra "cadáver"
produjo un efecto desafortunado. Mi confusión evidentemente apaciguó a la
viuda. Rompió a llorar, y me tendió una mano que besé con humildad.
—Hoy —dijo casi inconscientemente—, durante la noche... por la mañana me
levanté... fui... llamé... Ignacy, Ignacy. Nada; yacía allí. Me desmayé... Me
desmayé... Y desde entonces me tiemblan las manos. ¡Mire!
—¡Mamá, basta!
—Me tiemblan, me tiemblan sin cesar —repitió, levantando los brazos.
—Mamá... —volvió a decir Antoni con voz dulce.
—Me tiemblan, me tiemblan como ramas temblorosas...
—Nadie tiene... nadie... Es todo lo mismo. ¡Una desgracia!
Antoni pronunció estas palabras con brutalidad y salió de re pente del
comedor.
—¡Antoni! —gritó la madre atemorizada—. ¡Cecylia, ve tras él!
Yo permanecía allí, mirando las manos temblorosa, sin ocurrírseme nada,
sintiendo que a cada minuto mi situación era más embarazosa.
—Usted deseaba... —dijo súbitamente la madre—. Vamos, allá... Yo le
acompañaré.
Aún ahora, al considerar fríamente todo el asunto, creo que en ese momento
tenía yo derecho a un poco de atención y a mis chuletas de cerdo. Por eso pude,
y aún debí haber contestado: "A sus órdenes, señora, pero primero terminaré las
chuletas, porque desde el mediodía no he probado alimento." Tal vez si le
hubiera respondido de esa manera, el curso de varios acontecimientos trágicos
hubiese sido distinto. Pero, ¿tuve acaso la culpa de que ella logra se
aterrorizarme y de que mis chuletas, así como mi propia per sona, me
parecieran tan poca cosa, indignas de pensar en ellas? Y me sentía tan
turbado, que aun ahora me ruborizo al recordar tal turbación.
Mientras subíamos al piso superior, donde yacía el cadáver, ella murmuró para
sí:
—Un golpe terrible... Una sacudida, una espantosa sacudida. Ellos nada dicen.
Son orgullosos, difíciles, inescrutables, no dejan penetrar a nadie en su corazón,
prefieren desgarrarse a solas. Espero que Antoni no enferme. Es duro y
obstinado; ni siquiera permite que me tiemblen las manos. No debería haber
tocado el cuerpo, y sin embargo tuvimos que hacer algo, arreglarlo. No lloró,
no lloró en ningún momento. ¡Oh! ¡Cuánto desearía que alguna vez pudiese
llorar!
Abrió la puerta. Tuve que arrodillarme e inclinar la cabeza re verentemente
sobre el pecho, mientras ella permanecía a mi lado, solemne, inmóvil, como si me
estuviera exponiendo el Santísimo Sacramento.
El muerto estaba en la cama tal como había fallecido; lo único que habían
hecho era colocarlo boca arriba. Su cara azul e hinchada indicaba la muerte
por asfixia, tan general en los ataques del corazón.
—Muerte por sofocación —murmuré, ya que claramente advertí que se trataba
de un ataque cardíaco.
—El corazón, el corazón... Murió del corazón...
—¡Oh! Algunas veces el corazón puede... puede... —dije lúgubremente.
Ella continuaba en pie, esperando. Me persigné, recé una ple garia y luego
(ella seguía en pie) exclamé con dulzura:
—¡Qué nobleza de rasgos!
Le temblaban tanto las manos, que tuve que besárselas de nuevo. Ella no
reaccionó de ninguna manera, sino que continuó en pie, como un ciprés,
contemplando tristemente la pared. Mientras más tiempo pasaba, más difícil
era negarse a manifestarle por lo menos un poco de compasión. Así lo exigía la
educación más elemental. Me puse en pie, innecesariamente quité algunas
motas de polvo a mi traje y tosí levemente. Ella seguía en pie. Rodeada de
silencio y olvido, los ojos, perdidos como los de Níobe, la mirada cuajada de
recuerdos. Estaba despeinada y mal vestida. Una pequeña gota se deslizó
hasta la punta de su nariz y se columpió, se columpió... como la espada de
Damocles, mientras los cirios humeaban. Minutos después, traté de retirarme
silenciosamente; pero ella saltó como si la hubiesen empujado, dio unos
cuantos pasos hacia adelante y volvió a detenerse. Me arrodillé. ¡Qué intolerable
situación! ¡Qué problema para una persona de sensibilidad como la mía! No la
acuso de maldad consciente. ¡Nadie podría convencerme de ello! No era ella,
sino su maldad, la que insolentemente disfrutaba con mis actos de humildad
ante ella y el difunto.
Arrodillado, a dos pasos del cadáver, el primer cadáver que no tenía yo derecho
a tocar, contemplaba infructuosamente la sábana que lo envolvía hasta los
codos. Las manos estaban fuera de la sábana. Algunas macetas con flores
yacían al pie de la cama, y la palidez del rostro surgía del hueco de la
almohada. Miré las flores y luego al rostro del difunto, pero lo único que se me
ocurrió fue el pensamiento inoportuno, extrañamente persistente, de que me
hallaba ante una especie de escena teatral ya preparada. Todo parecía parte de
un escenario teatral: había allí un cadáver que miraba arrogante, distante,
indiferentemente, al techo, con los ojos cerrados; cerca de él, su inconsolable
viuda; y además yo, un juez de instrucción, arrodillado, pero con el corazón
enteramente vacío, furioso como un perro al que se le ha puesto a la fuerza un
bozal. "¿Qué ocurriría si me acercase, levantase las sábanas y echase una
mirada, o al menos tocase el cuerpo con un dedo?" Eso es lo que pensaba,
pero la gravedad de la muerte me mantuvo en mi sitio, y el sufrimiento y la
virtud me impidieron la profanación. ¡Fuera! ¡Prohibido! ¡No te atrevas!
¡Arrodíllate! ¿Qué pasa? Gradualmente comencé a preguntarme quién habría
preparado tal espectáculo. Yo soy un hombre ordinario y sencillo que no se
presta a semejantes representaciones teatrales... No debería... "Al diablo!", me
dije repentinamente, "¡qué estupidez! ¿Cómo me puede suceder esto?
¿Dónde he adquirido esta artificialidad, esta afectación? Generalmente me
comporto de manera diferente. ¿Será que me han contagiado su estilo? ¿Qué es
esto? Desde que llegué todo lo que hago resulta falso y pretencioso, como la
representación de un actor mediocre. He perdido completamente mi
personalidad en esta casa. ¿Por qué me estoy dando importancia?"
"Hmmm...", murmuré nuevamente, no sin cierta pose teatral, como si una vez
lanzado a aquel juego, fuese incapaz de volver a mi estado normal. "A nadie le
aconsejo... A nadie le aconsejo que trate de burlarse de mí. Soy capaz de
aceptar el reto."
Mientras tanto, la viuda se sonaba la nariz, y se encaminaba a la puerta,
hablando sola, carraspeando y agitando los brazos.
Cuando por fin me hallé en mi habitación, me quité el cuello; pero, en vez de
ponerlo en la mesa, lo arrojé al suelo y comencé a pisotearlo. Sentía que el rostro
me ardía, y mis dedos se me agarrotaron de una manera para mí
completamente inesperada. Me hallaba furioso. "Me están poniendo en
ridículo", me dije. "¡Qué malvada mujer! ¡Qué hábilmente lo ha preparado
todo! ¡Quieren que se les rinda homenaje! Que se les bese las manos! ¡Exigen
de mí sentimientos! ¡Sentimientos! Pues bien, supongamos que no tenga
sentimientos. Supongamos que odie tener que besar manos temblorosas y
murmurar plegarias, arrodillarme, fingir murmullos, unos murmullos
horriblemente sentimentales... Pero, sobre todo, detesto las lágrimas que
resbalan hasta las puntas de las narices, además de que amo la claridad y el
orden."
—Hmmm... —hice, aclarándome la garganta, y hablando solo, con un tono de
voz diferente, cortés, como si me hallase en el juzgado—. ¿Quieren que les bese
las manos? Tal vez también debería besarles los pies, pues, después de todo,
¿quién soy yo frente a la majestad de la muerte y del sufrimiento familiar? Un
agente del orden, vulgar e insensible, nada más. Mi naturaleza es clara. Pero,
hmmm... No sé... ¿No ha sido todo demasiado apresurado? En su situación, yo
me hubiese portado más... modestamente, con un poco más de... cuidado.
Porque debieron haber tenido en cuenta mi carácter especial, ya que no mi...
carácter privado, entonces... entonces... al menos mi carácter oficial. Esto es lo
que han olvidado. Después de todo, soy un juez de instrucción y aquí hay un
cadáver, y la idea de cadáver parece evocar algunas veces, no siempre
inocentemente, la de juez de instrucción. Y si consideramos el curso de los
acontecimientos desde ese punto de vista... hmm... el punto de vista de un juez
de instrucción —formulé lentamente—, ¿cuáles serán las consecuencias?
"Pasemos, pues, revista a los hechos: Llega un huésped que, ac cidentalmente,
resulta ser un juez de instrucción. No le envían caballos, se resisten a abrirle la
puerta. En otras palabras, hacen todo lo posible para que se sienta incómodo.
De aquí se deduce que hay alguien que tiene interés en que este hombre no
penetre en la casa. Después lo reciben con muestras de molestia, con un
desprecio pobremente disimulado, con miedo... Y, ¿quién puede sentirse
molesto, quién puede tener miedo en presencia de un juez de instrucción? Es
necesario mantenerle algo oculto. Un hombre muere de un ataque cardíaco en
una habitación del piso superior. ¡No es agradable! Tan pronto como el cadáver
sale a la luz emplean todos los medios posibles para forzarme a que me
arrodille, a que bese las manos, con el pretexto de que el finado murió de
muerte natural.
Todo el que quiera llamar absurdo este razonamiento o aún ridículo no debe
olvidar que un momento antes había tirado mi cuello al suelo. Mi sentido de la
responsabilidad había disminuido. Mi conciencia se hallaba oscurecida a
consecuencia del insulto; es claro que no podría ser del todo responsable de mis
acciones.
Mirando siempre hacia delante, dije con absoluta serenidad: "Hay algo
irregular en todo esto."
Eché mano de toda mi agudeza y comencé a establecer la cadena de hechos, a
construir silogismos, a seguir los hilos y a buscar pruebas. Sí, sí, la majestuosidad
de la muerte es desde cualquier punto de vista digna de respeto, y nadie puede
acusarme de no haberle rendido los honores que merece; pero no todas las
muertes son igualmente majestuosas.
"Antes de que estas circunstancias hayan sido aclaradas, no podría, en su
situación, estar seguro de mí mismo, ya que el caso es especialmente oscuro,
complejo y dudoso, hmmm... como todas las evidencias parecen señalar."
A la mañana siguiente, estaba tomando el café en la cama, cuando advertí que el
muchacho de servicio encendía la estufa, un muchacho soñoliento y carilleno,
que me miraba de vez en cuando con muestras de curiosidad. Puede que
supiera quién era yo.
—¿De modo que murió tu amo? —dije.
—Así es.
—¿Cuántas personas trabajan aquí?
—Dos: Szczepan y el mayordomo, excluyéndome a mí. Si se me incluye, somos
tres.
—¿El amo murió en la habitación de arriba?
—Arriba, por supuesto —replicó con indiferencia, soplando el fuego e inflando
sus carrillos carnosos.
—¿Tú dónde duermes?
Dejó de soplar y me miró; pero su mirada esta vez era más astuta.
—Szczepan duerme con el mayordomo en un cuarto junto a la cocina, y yo
duermo en la despensa.
—Es decir, que del sitio donde duermen Szczepan y el mayordomo no hay
medio de pasar a las otras habitaciones, excepto a través de la despensa? —
pregunté con indiferencia.
—Así es —respondió, y me miró con atención.
—Y la señora, ¿adónde duerme?
—Hasta hace poco con el señor, pero ahora duerme en el cuarto de al lado.
—¿Desde su muerte?
—¡Oh, no! Se mudó antes; hace tal vez una semana.
—¿Y sabes por qué abandonó la habitación de su marido?
—No, no lo sé...
—¿Dónde duerme el joven Antoni? —fue mi última pregunta.
—En la planta baja, junto al comedor.
Me levanté. Me vestí cuidadosamente. ¡Muy bien! Si no me equivocaba, había
encontrado otro dato significativo, un detalle interesante. Después de todo, el
hecho de que una semana antes de la muerte, la señora abandonase la alcoba
del marido, era asombroso. ¿Habría tenido miedo de contraer una enfermedad
cardíaca? Hubiera sido un miedo superfluo, por decirlo así. Sin embargo, no
debía apresurarme a extraer conclusiones prematuras, ni dar un paso en falso.
Me encaminé al comedor. La viuda estaba al lado de la ventana. Con las manos
juntas, contemplaba una taza de café, y entonces murmuró algo monótono,
moviendo acompasadamente la cabeza, con un pañuelo sucio y húmedo entre las
manos. Cuando me acerqué ella, comenzó repentinamente a caminar alrededor
de la mesa en dirección opuesta a la mía, mientras seguía murmurando algo y
agitando los brazos, como si hubiera perdido el sentido; pero yo había
recuperado la calma que perdiera el día anterior y, manteniéndome a un lado,
esperé pacientemente a que reparara en mi presencia.
—¡Ah! Buenos días, buenos días, señor —dijo vagamente, advirtiendo al fin mis
repetidas reverencias—. ¿Así que ya se...?
—Lo siento —murmuré. —Yo... yo... no me voy aún. Me gustaría permanecer
un poco más.
—¡Oh, sí! —dijo, y luego murmuró algo sobre el traslado del cadáver, y hasta
llegó a honrarme preguntándome con poca convicción si permanecería para
asistir al funeral.
—Es un gran honor —le dije—. ¿Quién podría rehusar este último servicio?
¿Se me podría permitir visitar el cadáver otra vez?
Sin dar ninguna respuesta y sin fijarse en si la seguía ella subió por las crujientes
escaleras.
Después de una breve plegaria, me puse en pie, y, como si reflexionara sobre los
enigmas de la vida y la muerte, miré a mi derredor.
"Es extraño", me dije, "muy interesante. A juzgar por las evi dencias, este
hombre murió seguramente de muerte natural. Aunque su cara esté hinchada y
lívida, como la de las personas estranguladas, no hay señal alguna de violencia,
ni en el cuerpo ni en la habitación." Realmente me parecía como si hubiera
muerto, en efecto, tranquilamente de un ataque cardíaco. Sin embargo, me
acerqué al lecho y toqué el cuello del cadáver con un dedo.
Este insignificante movimiento produjo en la viuda el efecto de un rayo. Saltó.
—¿Qué es esto? —gritó—. ¿Qué es esto? ¿Qué es esto?
—Por favor no se agite, mi querida señora —repliqué y, sin más
explicaciones, comencé a examinar el cuello del cadáver, así como toda la
habitación, escrupulosamente.
Hacer un escándalo es oportuno en ciertas ocasiones. Pues no podríamos sacar
nada en limpio si los escrúpulos nos impidieran realizar una inspección
minuciosa cuando la necesidad lo impone. ¡Vaya! Literalmente no había trazas
de nada. Nada en el cuerpo, nada en el tocador, ni dentro del guardarropa o en
la alfombrilla junto a la cama. Lo único que destacaba del conjunto era una
enorme cucaracha muerta. Sin embargo, ciertos indicios apare cieron en la cara
de la viuda aunque siguió inmóvil, observando mis movimientos con una
expresión de intenso terror.
Esto me impulsó a preguntarle lo más cautamente que pude:
—¿Por qué se cambió a la pieza de su hija hace aproximadamente una
semana?
—¿Yo? ¿Por qué?... ¿que por qué me cambié? ¿Cómo se atreve...? Mi hijo me lo
recomendó... Para dejarle más aire. Mi esposo se había estado asfixiando
durante toda una noche. Pero, ¿cómo puede...? Después de todo, ¿qué
asunto...? ¿Qué...?
—Discúlpeme, por favor. Lo siento, pero...
Y un significativo silencio sustituyó el resto de la frase.
De pronto, pareció advertir la personalidad oficial del hombre a quien se
dirigía.
—Pero, después de todo... ¿cómo puede ser? Diga... ¿Es que ha advertido
usted algo?
Una nota de miedo no del todo disimulado se revelaba en la pregunta. Me
aclaré la garganta y respondí:
—De cualquier manera —le dije secamente— debo pedirle que... Me han dicho
que van a transportar el cuerpo... Bien, debo pedirle que el cuerpo
permanezca aquí hasta mañana.
—¡Ignacy! —exclamó.
—Así es —fue mi respuesta.
—¡Ignacy! ¿Cómo puede ser eso? ¡Increíble! ¡Imposible! —di jo mirando el
cuerpo con una expresión de dureza—. ¡Mi pequeño Ignacy!
Y lo que me resultó muy interesante es que se detuvo en medio de una palabra,
se irguió y me desafió con la mirada; después de lo cual, profundamente
ofendida, abandonó la habitación. Les pregunto, ¿por qué debía sentirse
ofendida? ¿Acaso una muerte natural constituye un insulto a la esposa que no
ha tenido parte en ello? ¿Qué hay de insultante en la muerte natural? Puede
resultar con seguridad insultante para el asesino, mas no ciertamente para el
cadáver ni para sus deudos. Pero en aquella ocasión tenía cosas más urgentes
que hacer que formularme preguntas retóricas. Apenas me quedé solo con el
cadáver, comencé un minucioso registro, y mientras más avanzaba en él, mayor
era mi estupor. "Nada, nada por ningún lado", murmuré; "nada más que la
cucaracha aplastada junto al tocador. Hasta podría llegar a suponer que no
hay bases para una acción ulterior."
¡Bien! ¡Allí era donde residía el problema! El mismo cadáver claramente probaba
al ojo de cualquier experto que había muerto normalmente de asfixia cardíaca.
Todas las apariencias: los caballos, el disgusto, el miedo, las reticencias hacían
suponer algo turbio; pero el cadáver, contemplando el cielo, proclamaba:
"¡Morí de un ataque cardíaco!" Era una certidumbre física y médica, un
hecho; nadie lo había asesinado, por la sencilla razón de que no había sido
asesinado. Tenía que admitir que la mayoría de mis colegas hubiesen
suspendido la investigación allí mismo. ¡Yo no! Me sentía demasiado en
ridículo, demasiado irritado, y había ido ya demasiado lejos. El asesinato es
algo que se produce intelectualmente; tiene, pues, que ser concebido por
alguien. Los palomos asados no vuelan por el aire.
"Cuando las apariencias testimonian en contra del asesinato", me dije
sabiamente, "debemos ser astutos, debemos desconfiar de las apariencias. Si,
por otra parte, la lógica, el sentido común y las pruebas se convierten finalmente
en los abogados del criminal, y las apariencias hablan en contra de él, no
debemos confiar en la lógica ni en el sentido común ni en las pruebas. Muy
bien... Pero con las apariencias, ¿cómo podríamos (ya lo dice Dostoievsky)
preparar un asado de liebre sin tener la liebre?"
Miré al cadáver, y el cadáver miraba el cielo, proclamando con el cuello su
inmaculada inocencia. ¡Allí residía la dificultad! ¡Allí yacía el obstáculo! Pero lo
que no puede ser removido puede ser saltado: hic Rhodus, hic salta. ¿Le era
posible a aquel rostro helado oponer una resistencia contra mi rápida y
cambiante fisonomía, capaz de encontrar la expresión adecuada para cada
diversa situación? Y en tanto que el rostro del cadáver seguía siendo el mismo
—sereno, aunque con cierta vacuidad—, mi rostro expresaba una solemne
astucia, el desprecio a los demás y la seguridad en mí mismo, tal como si dijera:
"Soy un pájaro demasiado viejo para que me cacen con trampas."
"Sí", me dije gravemente, "este hombre ha sido conducido a la muerte. Ha sido
el corazón quien lo ha asfixiado. Hmm... hmm... La defensa me pondría en
aprietos. El corazón es un término demasiado amplio, hasta podríamos decir un
concepto simbólico. ¿Quién, después de levantarse con furia ante la noticia de
un crimen, quedaría satisfecho al escuchar la tranquilizadora respuesta de que
no fue nada, de que ha sido el corazón el responsable? Excúsenme, ¿qué
corazón? Sabemos cuán confuso, cuán complejo puede ser un corazón. Un
corazón es un saco que puede almacenar un cúmulo de cosas: el frío corazón del
asesino, el corazón del libertino reducido a cenizas, el corazón fiel de la mujer
enamorada, un ardiente corazón, un corazón ingrato, un corazón celoso, un
corazón vengativo, etcétera.
La cucaracha aplastada parecía no tener ninguna relación directa con el
crimen. Hasta entonces sólo una cosa estaba clara: el occiso había muerto de
asfixia, y la asfixia era de naturaleza cardíaca. Si considerábamos la carencia de
heridas externas, podríamos también certificar que la asfixia había tenido un
carácter interno. Sí, eso era todo... Nada había que hacer; un carácter
cardíaco, interno. "Evitemos sacar conclusiones prematuras... Y ahora sería
bueno dar un paseo en torno a la casa."
Volví a la planta baja. Al entrar en el comedor, escuché el so nido de pasos
ligeros y rápidos que huían. Posiblemente se trataba de Cecylia. "¡Ay, niñita! De
nada vale huir, la verdad siempre prevalece." En el comedor, los sirvientes
ponían la mesa para el almuerzo. Me observaron en silencio, y yo, con paso
lento, me aventuré hasta las habitaciones más distantes y en una de ellas vi a
Antoni que se alejaba. Para tratarse de una muerte de tipo cardíaco, de origen
interno, reflexioné, era preciso admitir que no había casa que se prestara mejor
que aquel viejo edificio. Para hablar con exactitud, no había tal vez nada que
resultara incriminador, y sin embargo —podía olfatearlo—, había allí pánico y
un cierto olor en el aire, uno de esos olores que sólo se pueden tolerar cuando
uno mismo los produce, un olor como de sudor, un olor que se puede designar
como el olor de los afectos familiares. Continué husmeando, y advertí ciertos
pequeños detalles, que aunque triviales, no me parecieron desprovistos de
significación: las raídas y amarillentas cortinas, los cojines bordados a mano, la
abundancia de fotografías y retratos, los respaldos de las sillas gastados por el
uso excesivo, a través de varias generaciones de espaldas, y, además, una carta
inconclusa en un papel blanco rayado, un cuchillo con un trozo de mantequilla,
en una de las ventanas de la sala, un vaso con medicina en una mesa de noche,
un listón azul tras una estufa, una telaraña, muchos guardarropas, viejos olores,
todo esto componía una atmósfera de especial solicitud, de gran cordialidad.
A cada paso, el corazón encontraba alimento; sí, el corazón podría regresar a la
ciudad sobre mantequilla rancia, cortinas, el listón y los olores (y uno podía
entusiasmarse ante ese alimento, observé). También pude apreciar el hecho de
que la casa era excepcionalmente íntima y que esta "intimidad" se manifes taba
precisamente en ciertas ventanas tapiadas y en la salsera desportillada en la que
yacía una pequeña plasta de veneno contra la polilla desde el verano anterior.
No obstante, no se me puede reprochar que en mi obstinado celo para
mantener un curso interno, olvidara otras posibilidades. Me puse a la labor de
descubrir si no existía una comunicación entre la parte de la casa destinada a
los sirvientes y la de los patrones, un paso que no fuera a través de la despensa,
y comprobé que no existía. Llegué hasta salir fuera y, lentamente, fingiendo
pasearme, caminé alrededor de la casa entre la nieve derretida. Era
inconcebible que alguien hubiera podido penetrar de noche a través de las
puertas o las ventanas, pues estaban protegidas por poderosas barras de
hierro. De aquí que si algún hecho había tenido lugar en la casa durante
aquella noche, no se podía sospechar sino del sirviente que dormía en la
despensa. Nadie sino él, especialmente si se consideraba la maligna expresión
de sus ojos.
Al decirme esto, agucé mis oídos, pues a través de una ventana abierta me llegó
una voz; ¡pero cuán diferente era ahora de la que había escuchado hasta hacía
poco! ¡Cuan deliciosa y prometedora! Ya no era la voz de una reina doliente,
sino una voz sacudida por el terror y la angustia, una voz temblorosa, débil,
femenina, que parecía darme confianza, tenderme una mano.
—¡Cecylia, Cecylia!... Asómate a la ventana. ¿Se ha ido? Ob serva bien. No te
asomes tanto, que te puede ver. Hasta puede llegar aquí a espiar. ¿Has corrido
la cortina? ¿Qué es lo que busca? ¿Qué es lo que ha visto? ¡Oh, mi pobre
Ignacy! ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué registraba en la estufa? ¿Qué buscaba en el
armario? ¡Es terrible! ¡Anda por toda la casa! A mí nada me importa, que haga
lo que quiera; pero Antoni... Antoni no lo tolerará. ¡Para él esto es una
injuria! Se puso completamente pálido cuando se lo conté. ¡Ay! Temo que la
calma lo abandone.
"Sí; sin embargo, el crimen tuvo un carácter doméstico como podía suponerse
después de los resultados de la investigación", continué pensando. "El deber
exige que admitamos que un asesinato cometido por el criado con el propósito
posible de un robo no puede ser considerado por nadie, en ninguna
circunstancia, como de carácter doméstico. El suicidio es diferente; un
hombre se mata y todo sucede en su interior. Así es el parricidio, donde,
después de todo, es la propia sangre la que comete el crimen. En cuanto a la
cucaracha, el asesino debe de haberla aplastado en el momento del crimen."
Mientras hilaba tales reflexiones, me senté en el estudio con un cigarrillo, y
entonces se presentó Antoni. Al verme, me saludó, pero más tímidamente que
la primera vez; hasta me pareció que se sentía nervioso.
—Tienen ustedes un bello hogar —le dije—. Encuentro aquí una gran serenidad
y una cordialidad poco habituales. Un verdadero hogarcito, un hogar cálido. Le
hace a uno suspirar por la niñez, pensar en la madre, la madre con su bata de
dormir, las ganas de morderse las uñas, la necesidad de un pañuelo.
—¿El hogar?... ¡El hogar, sí, claro!... Pero no es eso. Mi madre me ha dicho
que... usted, parece pensar... eso es...
—Conozco un excelente remedio contra los ratones: el ratotex.
—¡Oh, sí! Debo ocuparme más, mucho más... de ellos. Dicen que esta mañana
estuvo usted en el cuarto de mi... padre... Eso es bastante... Lo siento... Con el
cadáver...
—Sí.
—¡Ah! ¿Y...?
—¿Y?... ¿Y qué?
—Dicen que encontró usted algo...
—Sí, una cucaracha muerta.
—Aquí abundan las cucarachas muertas, es decir las cucara chas... Quiero
decir que son numerosas las cucarachas que no están muertas.
—¿Quería usted mucho a su padre? —pregunté, tomando de la mesa un álbum
de fotografías de Cracovia.
Esta pregunta indudablemente le sorprendió. No, no estaba preparado para
ella. Inclinó la cabeza, miró a los lados, suspiró y dijo con voz entrecortada,
con indecible pesar, casi con aversión:
—Bastante...
—¿Bastante? Eso no es gran cosa. ¡Bastante! Y además lo dice con reticencia.
—¿Por qué me lo pregunta? —inquirió con voz ahogada.
—¿Por qué se porta usted con tan poca naturalidad —pregunté yo a mi vez,
con un tono de simpatía, acercándome a él de manera casi paternal, con el
álbum de fotos en la mano.
—¿Yo? ¿Poca naturalidad? ¿Cómo puede...?
—¿Por qué en este momento se ha puesto usted lívido, lívido como la pared?
—¿Yo? ¿Lívido?
—Claro, claro. Mira usted furtivamente... No termina sus frases... Habla de
ratones, de cucarachas... Su voz es demasiado alta, luego demasiado apagada,
ahogada, áspera, y de nuevo rompe usted en una especie de chillido que le
destroza a uno los tímpanos —le dije muy seriamente—. Sus ademanes son
nerviosos. Sí, parece nervioso, exaltado. A qué se debe eso, joven. ¿No es mejor
condolerse de una manera sencilla? Hmm... ¡bastante, dice! ¿Y por qué
persuadió a su madre hace una semana de que abandonara la habitación de
su padre?
Completamente paralizado por mis palabras, sin atreverse a mover un brazo o
una pierna, sólo logró murmurar:
—¿Yo...? ¿Qué quiere decir? Mi padre. . . mi padre... necesitaba más aire fresco.
—¿En la noche de su muerte durmió usted en su habitación en la planta
baja?
—¿Yo? En mi habitación, por supuesto... en la planta baja.
Me aclaré la garganta y regresé a mi cuarto dejándolo en una silla, con las
manos cruzadas sobre las rodillas, la boca ligeramente abierta y las piernas
estrechamente unidas. "¡Ajá! Se trata posiblemente de un temperamento
nervioso. Un temperamento, una naturaleza exaltada... Excesivas emociones,
cordialidad exagerada..." Pero me contuve, pues no quería aún asustar a
nadie. Mientras me lavaba las manos en mi cuarto y me preparaba para la
comida, el mismo criado de la mañana entró a fin de preguntarme si necesitaba
alguna cosa. Tenía otro aspecto: los ojos apuntaban en todas direcciones, sus
modales revelaban un servilismo astuto, y todas sus fuerzas espirituales estaban
en el más alto grado de actividad. Le pregunté:
—Bien, ¿qué novedades hay?
—Excelencia —dijo él—, usted me preguntó si había dormido en la despensa
antenoche. Quería decirle que esa noche, al oscurecer, el joven amo cerró con
llave la puerta de la despensa.
—¿Nunca había cerrado el joven esa puerta?
—Nunca. Jamás. Solamente en esa ocasión. Pensó que yo estaba dormido,
porque era ya muy tarde; pero yo no dormía todavía, y oí cuando cerró. No sé
cuando volvió a abrir, porque estaba durmiendo cuando él mismo me despertó
por la mañana para decirme que el viejo amo había muerto, y entonces la
puerta estaba ya bien abierta.
¡Así que por alguna razón inexplicable el hijo del difunto había cerrado la puerta
de la despensa durante la noche! ¿Cerrar la puerta de la despensa? ¿Qué
podía eso significar?
—Sólo que ruego a su Excelencia que no diga que yo se lo confesé.
No había sido desatinada mi calificación de aquella muerte de posible delito
doméstico. La puerta estaba cerrada, así que ningún extraño había tenido acceso
a la casa. La red se espesaba a cada minuto, la soga tendida alrededor del cuello
del asesino se ceñía cada vez más. ¿Por qué, entonces, en vez de manifestar
triunfo, me limitaba a sonreír estúpidamente? Porque, y esto tengo que
admitirlo, ¡vaya!, faltaba algo que era al menos tan importante como la soga
alrededor del cuello del asesino, a saber, la soga en torno al cuello de la víctima.
Aunque soslayara este problema, había echado un ingenuo vistazo al cuello, que
resplandecía con inmaculada blancura, y uno no podía permanecer
eternamente en un estado ciego de pasión. Muy bien, estoy de acuerdo: me
hallaba furioso. Por una razón o por otra, el odio, el disgusto, los insul tos me
habían obcecado, manteniéndome tercamente en un absurdo evidente. Eso es
humano, y todos lo podrán entender. Pero llegaría el momento en que
recobraría la calma. Como dice la Biblia: "Llegará el día del Juicio." Y
entonces... hmm... yo diría: "Aquí está el asesino", y el cadáver diría: "Morí de
asfixia cardíaca". Y entonces, ¿qué? ¿Cuál sería la sentencia?
Supongamos que el juez preguntara: "¿Sostiene usted que este hombre fue
asesinado? ¿Sobre qué se basa?"
Yo respondería: "Me baso, Excelencia, en que su familia, su mujer y sus hijos,
particularmente su hijo, se comportan extrañamente, se comportan como si lo
hubieran asesinado; no cabe duda." "¡Dios! Pero, ¿por qué medio pudo ser
asesinado, cuando no fue asesinado, cuando la autopsia demuestra claramente
que murió de un ataque al corazón?"
Y entonces el defensor, ese chivo pagado, se levantaría y, en un largo discurso,
moviendo las mangas de la toga, comenzaría a probar que hubo un equívoco
originado por mi torpe manera de razonar; que había yo confundido el crimen
con el dolor, y que lo que consideraba la manifestación de una conciencia
culpable no era sino la expresión de una extremada sensibilidad, que tiende a
replegarse frente al frío contacto de un extraño. Y otra vez más, el inso portable,
cansado estribillo: "¿Por qué milagro ha sido asesinado, si no ha sido asesinado
de ninguna manera, si no hay la menor huella en el cuerpo que pueda
demostrarlo?"
Esta objeción me preocupaba tanto, que a la hora de la comida, a fin de
desvanecer mis preocupaciones y dar un descanso a mis dudas penetrantes, y
sin ninguna segunda intención, comencé a opinar que, en su esencia real, el
crimen "por excelencia" no era un hecho físico sino sicológico. Si no me
engaño, nadie habló, excepto yo. Antoni no pronunció una palabra, no sé si
debido a que me consideraba indigno de ella, como había sido el caso la
noche anterior, o por miedo de que su voz resultara demasiado estridente. La
madre viuda, sentada pontificalmente en su silla, continuaba, me imagino,
sintiéndose mortalmente vejada, mientras sus manos temblorosas pretendían
asegurarse la impunidad. Cecylia, sorbía silenciosamente líquidos demasiado
calientes. En cuanto a mí, como resultado de los motivos previamente
mencionados y sin pensar que podía estar cometiendo una falta de tacto, ni
reparar en la tensión que imperaba en la mesa, discurrí larga y volublemente:
—Créanme ustedes: la forma física de un cadáver, el cuerpo torturado, el
desorden en la habitación, las así llamadas huellas, no constituyen sino detalles
secundarios, hablando estrictamente; nada, apenas un apéndice del crimen
real, una formalidad médica y judicial, una deferencia del criminal para con las
autoridades, y nada más. El crimen real es cometido siempre por el espíritu. ¡Los
detalles externos!... ¡Santo Dios! Voy a citarles un caso: un jo ven,
repentinamente y sin ninguna explicación, clavó un largo alfiler de sombrero ya
pasado de moda, en la espalda de su tío y benefactor, de quien había recibido
protección durante treinta años. Ahí lo tienen. La magnitud del crimen sicológico
ante la pequeñez, casi invisibilidad de los efectos físicos, un pequeño agujero en
la espalda, hecho por un alfiler. El sobrino explicó posteriormente que, por
distracción, había confundido la espalda de su tío con el sombrero de su prima.
¿Quién iba a creerle?
"¡Oh, sí! Para hablar en términos físicos, el crimen es una bagatela; lo difícil
estriba en localizar los conceptos espirituales. A causa de la extraordinaria
fragilidad del organismo humano, uno puede cometer un asesinato por
accidente o, como ese sobrino, por distracción, y de la nada surge entonces
repentinamente, ¡tras!, un cadáver.
"Cierta mujer, la mujer más bondadosa del mundo, locamente enamorada de su
marido, descubrió cierto día, durante la luna de miel, un repelente gusano en
las frambuesas que estaba comiendo el esposo. Debo decirles que el marido
detestaba esos gusanos más que cualquier otra cosa. En vez de prevenirlo, se
le quedó mirando con una tierna sonrisa, y luego le dijo: "Te has comido un
gusano." "¡No!", gritó el marido aterrorizado. "Claro que te lo has comido", le
respondió la mujer, y comenzó a describírselo. "Era de tal y tal manera, gordo y
blancuzco." Hubo muchas risas y bromas; el marido, pretendía estar disgustado,
y levantaba los brazos al cielo, lamentándose de la maldad de su mujer. Todo el
asunto quedó olvidado. Una semana o dos después, la mujer estaba
terriblemente asombrada de ver que su marido perdía peso, enfla quecía,
devolvía el alimento. El se sentía asqueado de sus propios brazos y piernas, y
(perdónenme la expresión) no cesaba de vomitar. Su repugnancia de sí mismo
aumentó, hasta convertirse en una terrible enfermedad. Y de pronto, un día...
terribles lágrimas, espantosos lamentos, porque se había matado. Se había
tirado a un pozo. La viuda estaba desesperada. Al fin, comenzó a examinarse
severamente, y descubrió en los más oscuros rincones de su concien cia que sentía
una atracción antinatural por un bulldog al que su marido había golpeado poco
antes de comer las frambuesas.
"Otro caso más. En una familia aristocrática, un joven asesinó a su madre,
repitiéndole insistentemente la palabra irritante: '¡Aterradora!' En la corte,
afirmó hasta el final ser inocente. ¡Oh! El crimen es algo tan fácil, que se
asombrarían ustedes de saber cuánta gente muere de muerte natural...,
especialmente cuando se trata del corazón, ese misterioso lazo entre los
hombres, ese intrincado corredor secreto entre ustedes y yo, esa bomba de
succión y de fuerza que puede succionar excelentemente y esforzarse tan
maravillosamente. Después se compone una atmósfera de luto, unas caras de
cementerio, una dignidad doliente, la majestad de la muerte, ¡ja, ja, ja!,
únicamente a fin de provocar el respeto del dolor para que nadie se asome al
interior de ese corazón que secretamente cometió un cruel asesinato."
Estaban sentados como ratones de iglesia, sin atreverse a interrumpirme. ¿Dónde
estaba el orgullo de ayer? De pronto, la viuda, pálida como la muerte, arrojó su
servilleta, y con las manos doblemente temblorosas que de costumbre, se
levantó de la mesa. Yo me froté las manos.
—Lo siento, no fue mi intención herir a nadie. Hablaba en términos generales
sobre el corazón y el pretexto con que tan fácilmente puede esconderse un
cadáver.
—¡Malvado! —exclamó la viuda, con la respiración entrecortada.
El hijo y la hija se levantaron de la mesa.
—¡La puerta!... —les grité—. Muy bien, seré un malvado; pero, ¿puede
explicarme alguien por qué anteanoche estuvo cerrada la puerta?
Una pausa. Imprevistamente, Cecylia prorrumpió en un lamento nervioso, y
entre gimoteos logró decir:
—La puerta. . . no fue mi madre. Yo la cerré. Fui yo quien lo hizo.
—Eso no es cierto, hija. Yo ordené que cerraran la puerta. ¿Por qué te rebajas
ante este hombre?
—Tú diste la orden, mamá; pero yo quise... yo quise... yo también quise
cerrar la puerta y la cerré.
—Excúsenme la interrupción —les dije—. ¿Cómo es eso? (Yo sabía que Antoni
había cerrado la puerta de la despensa). ¿De qué puerta están hablando?
—La puerta. . . la puerta del cuarto de mi padre. Yo la cerré.
—Fui yo quien la cerré. Te prohibo que digas esas estupideces, ¿me oyes? ¡Yo la
cerré!
¿Qué era aquello? ¿Así que también ellas habían andado cerrando puertas? La
noche en que el padre iba a morir, el hijo cierra la puerta de la despensa, a la
vez que la madre y la hija cierran la puerta de su habitación.
—¿Y por qué, señoras, cerraron esa puerta —les pregunté impe tuosamente—
excepcional y particularmente esa noche? ¿Con qué objeto?
¡Consternación! ¡Silencio! ¡No lo sabían! Bajaron la cabeza. Una escena
teatral. Entonces resonó la voz agitada de Antoni:
—¿No les da vergüenza dar explicaciones? ¿Y a quién? ¡Serénense!
—¡Vamos! En ese caso, tal vez puede usted explicarme por qué cerró la puerta
de la despensa esa noche, dejando así incomunicados los cuartos de los
sirvientes.
—¿Yo? ¿Cerré yo la puerta?
—¿No? ¿No lo hizo usted? Hay testigos. Es cosa que puede probarse.
¡Nuevamente el silencio! ¡Otra vez la consternación! Las mujeres giraban
aterrorizadas por el espanto. Finalmente el hijo, como si recordara algo muy
remoto, declaró con voz dura:
—Lo hice yo.
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué cerró usted la puerta? ¿Tal vez para impedir las
corrientes de aire?
—No puedo decírselo —replicó con una soberbia difícil de explicar, y abandonó
el comedor.
Pasé el resto del día en mi habitación. Sin encender la vela, me paseé de un lado
al otro, de pared a pared, durante largo rato. Afuera comenzaba a oscurecer;
las manchas de nieve refulgían con creciente vivacidad en las sombras que
derramaba la tarde, y los intrincados esqueletos de los árboles rodeaban la casa
por todas partes.
"¡Una casa especial para ti!", me dije, "una casa de asesinos, una casa
monstruosa, donde se ha perpetrado un asesinato a sangre fría, bien oculto y
premeditado." ¡Una casa de estranguladores! ¿El corazón? De antemano sabía
lo que puede esperarse de un corazón bien alimentado y qué clase de corazón
tenía aquel parricida, un corazón henchido de grasa, nutrido con mantequilla
y calor familiar. Lo sabía, pero no quería aventurar nada prema turamente. ¡Y
ellos, tan orgullosos! ¡Exigían tales homenajes! Mejor sería que explicaran por
qué habían cerrado las puertas.
¿Por qué, pues, en el momento en que tenía todos los hilos en la mano y podía
señalar con el dedo al asesino, por qué, pues, perdía mi tiempo en vez de actuar?
Aquel obstáculo, el único obstáculo: aquel cuello blanco e intacto que, como la
nieve del exterior, se tornaba más blanco en la negrura de la noche. El cadáver
debe haber sido objeto de reflexiones por parte de aquella banda de asesinos.
Hice aún un nuevo esfuerzo y me aproximé al cadáver en un ataque frontal,
con la visera levantada, llamando al pan, pan y señalando claramente al
criminal. Pero era como luchar con una silla. Por más exacerbadas que estuviesen
mi imaginación y mi lógica, el cuello seguía siendo el cuello, y la blancura, la
blancura, con la muda obstinación de los objetos inanimados. Por consiguiente,
no había más que proseguir hasta el final, insistir en aque lla falacia y en aquel
absurdo de venganza y esperar, esperar, contando ingenuamente con la
posibilidad de que, si el cadáver no se corrompía, tal vez la verdad pudiera
encontrar el camino hasta la superficie por su propio modo, como el petróleo.
¿Estaba perdiendo el tiempo? Sí, pero mis pasos resonaban en la casa, y todos
podían escuchar que caminaba incesantemente. Era probable que ellos, abajo,
no estuviesen ya tan tranquilos.
Pasó la hora de la cena. Eran cerca de las once, pero yo continuaba sin moverme
de la habitación y sin cesar de llamarlos bellacos y asesinos. Había triunfado,
pero con el resto de mis fuerzas confiaba en que mi obstinación y perseverancia
serían recompensadas, que mi pasión llegaría a dar cuenta de la resistencia que
se le oponía, con tanto empeño y tantas expresiones faciales distintas, que
finalmente no pudiera ya la situación mantenerse, y que al llegar al punto
máximo, se resolvería de alguna manera y daría nacimiento a algo, a algo ya no
en el reino de la ficción, sino a algo real. Porque no podíamos seguir así
indefinidamente: yo arriba, ellos abajo. Alguien tenía que decir: "Me rindo";
todo dependía de quién fuese el primero. En la casa reinaban la calma y el
silencio. Pasé al salón, pero no percibí ningún ruido en la planta baja. ¿A qué
podrían estar dedicados? ¿Estarían por fin haciendo lo que se esperaba de
ellos? En tanto que yo había triunfado gracias a todas aquellas puertas cerradas,
¿estarían ellos lo suficientemente asustados, estarían deliberada,
adecuadamente, aguzando los oídos para captar el sonido de mis pasos, o
estarían sus espíritus demasiado fatigados para continuar trabajando? "¡Ah!",
exclamé con alivio, cuando a eso de la media noche oí al fin pasos en el salón,
y luego alguien tocó en mi puerta.
—¡Adelante! —dije.
—Lo siento —dijo Antoni, sentándose en la silla que le señalé.
Parecía enfermo, estaba pálido y ceniciento. Yo ya sabía que el discurso
coherente no era su virtud más descollante.
—Su conducta... —encadenó—, y luego sus palabras... Para decirlo de una vez:
¿qué es lo que todo esto significa? O se va inmediatamente de mi casa... o me
habla con claridad. ¡Esto es un chantaje! —estalló.
—¿Así que al fin me lo pregunta? —dije—. ¡Bastante tarde! Y aún ahora
habla en términos muy generales. ¿Que qué puedo decirle? Pues bien, su padre
ha sido...
—¿Qué? ¿Qué ha sido...?
—Estrangulado.
—Estrangulado. Muy bien, estrangulado... —repitió, estremeciéndose, con una
especie de extraño placer.
—¿Se alegra?
—Sí.
—¿Quiere hacer otras preguntas? —le dije después de una pausa.
—¡Pero si nadie oyó gritos, ni ningún ruido! —exclamó.
—Ante todo, sólo su madre y su hermana dormían cerca, y esa noche habían
cerrado la puerta. En segundo lugar, el asesino debe haber atacado
inmediatamente a su víctima y...
—Muy bien, muy bien —murmuró—, muy bien. Un momento. Otra pregunta.
¿Quién a su juicio... quién...?
—¿De quién sospecho, quiere decir? ¿Qué cree? ¿Podría usted afirmar que
durante la noche alguien del exterior hubiese podido penetrar en la casa con tal
sigilo que no lo advirtieran el guardabosque ni los perros? ¿Podría creer en la
posibilidad de que se hubiesen dormido, tanto el guardabosque como los perros,
y que la puerta de la finca, por algún descuido hubiese quedado abierta? ¿Es
así? ¡Qué coincidencia tan desafortunada!
—Nadie pudo haber entrado —replicó orgullosamente.
Estaba sentado, muy derecho, y pude advertir en su inmovilidad que me
despreciaba con todo el corazón.
—Nadie —confirmé rápidamente, disfrutando alegremente de su orgullo—.
¡Absolutamente nadie! Así que sólo quedan ustedes tres y los tres sirvientes. Pero
el paso de los sirvientes fue interceptado por usted. Sólo Dios sabe por qué
cerró la puerta de la despensa. ¿O es que ahora va a negar que la cerró?
—La cerré.
—Pero, ¿por qué? ¿Con qué intención?
Saltó de la silla.
—No adopte usted esos aires —le dije, y mi breve comentario le hizo volver a
sentarse, mientras su cólera se desvanecía.
—La cerré sin saber por qué, maquinalmente —dijo con dificultad, y murmuró
por dos veces—: Estrangulado, estrangulado...
Era el suyo un temperamento nervioso. Todos ellos poseían un temperamento
nervioso.
—Y como su madre y su hermana también cerraron... maquinalmente, su puerta,
sólo queda... Bueno, usted sabe muy bien quién queda. Usted fue el único que
esa noche tuvo libre acceso a la habitación de su padre. "El labrador de regreso
a casa sucumbe en el fatigoso camino, y deja el mundo a la oscuridad y a mí."
—Supone entonces —exclamó— que yo... que yo... ¡ja, ja, ja!
—¿Quizás trata usted con esa risa de expresar que es inocente? —dije
secamente, y su risa, después de unos cuantos intentos, sucumbió en una nota
falsa—. ¿No fue usted? En ese caso, joven —dije más suavemente—, ¿quiere
explicarme por qué no derramó una sola lágrima?
—¿Una lágrima?
—Sí, ni una lágrima. Su madre me lo confesó en un murmullo, ¡oh, sí!, al
principio, ayer mismo, en la escalera. Es habitual que las madres pierdan y
traicionen a sus hijos. Y hace un momento usted se reía, y declaró que se sentía
feliz por la muerte de su padre —dije con triunfal rotundez, repitiendo sus
palabras hasta que, una vez que la fuerza lo abandonó, me miró como a un ciego
instrumento de tortura.
Sin embargo, al sentir la creciente gravedad de la situación, echó mano de
todas sus fuerzas y trató de dar una explicación en forma de un avis au lecteur,
un aparte, digamos, que surgía directamente de su garganta.
—Era sólo sarcasmo... ¿comprende?...
—¿Se permite el sarcasmo a la muerte de su padre?
Hubo otro silencio, y luego murmuré confidencialmente, casi a su oído:
—¿Por qué está tan turbado? Después de todo, se trata de la muerte de un
padre... No hay nada perturbador en ello.
Cuando recuerdo ese momento, me felicito de haber salido de él con paso
seguro; él ni siquiera se movía.
—¿Será que está usted turbado porque lo quería? ¿Quizás lo quería usted
realmente?
Balbuceó con dificultad, con disgusto, con desesperación:
—¡Muy bien! Si usted insiste... sí.. . entonces, sí, muy bien... Así era —dijo,
arrojando algo sobre la mesa, y después exclamó—: ¡Mire, es su cabello!
Era en verdad un rizo.
—Perfectamente —le dije—, quítelo de ahí.
—¡No, no quiero! Puede usted tomarlo, se lo regalo.
—¿A qué se deben todos estos estallidos? Está bien, usted lo quería, eso es lo
natural. Sólo quiero hacerle una pregunta más; porque, como se dará usted
cuenta, no entiendo mucho estos amores de ustedes. Admito que casi ha logrado
usted convencerme con este rizo de cabello; pero, ¿sabe?, hay una cosa
fundamental que no logro aún resolver. —Aquí nuevamente bajé la voz y
murmuré a su oído—: Usted lo quería, eso está muy bien; pero, ¿por qué hay
tanta confusión, tanto desdén en ese amor? —Se volvió a poner lívido y no
respondió nada—. ¿Por qué hay en él tanta crueldad y repulsión? ¿Por qué
oculta su amor de la misma manera que un criminal oculta su crimen? ¿No me
responde? ¿No lo sabe? Tal vez yo pueda decírselo. Usted lo amaba. Sí, pero
cuando su padre enfermó... le habló a su madre sobre la necesidad de aire
fresco. Su madre, quien dicho sea de paso, también lo amaba, escuchó y
asintió. Es cierto, muy cierto, un poco de aire fresco a nadie puede hacer daño;
así que se cambió a la habitación de su hija, pensando: "Estaré cerca de él,
pendiente de cualquier llamada del enfermo". ¿No es así? Puede usted
corregirme.
—Así fue.
—¡Exactamente! Soy un viejo lobo, lo ve. Pasa una semana. Una noche la
madre y la hija se encierran en su habitación. ¿Por qué? Sólo Dios lo sabe. Es
necesario reflexionar sobre cada una de las vueltas de llave en una cerradura.
¿Una, dos, tres? La hicieron girar, maquinalmente, y se metieron en la cama. Sí,
mientras usted, al mismo tiempo, cerraba abajo la puerta de la despensa.
Saltó de golpe, pero se volvió a sentar y dijo:
—Sí, así fue, exactamente como usted dice.
—Y entonces se le ocurrió que su padre podría necesitar algo. Tal vez usted
pensaba: "Mi madre y mi hermana se han dormido, y mi padre puede necesitar
algo". Así, sin hacer ruido, subió por las crujientes escaleras hasta la habitación
de su padre. Bien... Cuando lo encontró en la habitación.. . El resto no necesita
comentarios; procedió usted maquinalmente.
Escuchaba sin creer a sus oídos; y repentinamente pareció despertar, y exclamó
con un aullido que se podría calificar como de desesperada franqueza, la cual
sólo podía ser inspirada por su gran miedo:
—¡Pero si yo no estuve allí! ¡Pasé la noche entera abajo, en mi habitación! No
sólo cerré la puerta de la despensa, sino que también me encerré en mi cuarto.
Yo también dormí encerrado... Debe tratarse de algún error.
—¿Qué? —exclamé— ¿También usted se encerró? Al parecer, todo el mundo
se encerró. ¿Quién fue entonces?
—No lo sé, no lo sé.. . —respondió con estupor, secándose la frente—. Sólo
ahora comienzo a comprender que nosotros debimos de haber estado
esperando que ocurriese algo; debimos de haber tenido un presentimiento, y por
miedo y por vergüenza —exclamó violentamente—, nos encerramos todos con
llave... porque todos queríamos que mi padre, que mi padre... resolviera por su
cuenta sus asuntos.
—¡Ah! Ya veo... Sintiendo que la muerte se oproximaba, se encerraron antes de
que llegara a producirse. ¿Así que ustedes esperaban ese crimen?
—¿Lo esperábamos?
—Muy bien; pero, entonces, ¿quién lo asesinó? Porque él fue asesinado,
mientras ustedes esperaban, y recuerde que ningún extraño tuvo la posibilidad
de hacerlo.
Calló.
—Le digo que yo estaba realmente en mi habitación, encerrado —murmuró al
fin, oprimido por el peso de una lógica irrefutable—. Debe tratarse de un
error.
—En ese caso, ¿quién lo asesinó? —seguí repitiendo incesantemente—. ¿Quién lo
asesinó?
Reflexionó, como si hiciera un profundo examen de conciencia y revisara sus
intenciones más recónditas. Estaba pálido. Su mirada, bajo las pestañas caídas,
parecía dirigirse hacia su interior. ¿Descubrió algo allí, en lo más profundo?
¿Qué descubrió? Tal vez se vio a sí mismo saliendo de la cama, caminando
sigilosamente por las traidoras escaleras, dispuestas las manos para la acción.
Tal vez, en un único instante, le sobresaltó el incierto pensamiento de que,
después de todo, quién podía saberlo. Era algo que no podía excluirse del todo.
Tal vez fue en ese preciso instante cuando el odio se le apareció como un
complemento del amor; quién sabe (ésta es sólo una suposición mía) si en una
fracción de ese instante no llegó a penetrar en la terrible dualidad de los
sentimientos. Esta idea cegadora pudo haber sido una revelación (al menos tal
es mi interpretación), y debe haber hecho estragos en todo lo que existía en su
interior, de tal manera que, envuelto en su amor, llegó a resultarse intolerable
hasta para sí propio. Y aunque esto duró sólo un segundo, fue suficiente.
Después de todo, se había visto forzado a luchar contra mis sospechas ya durante
doce horas; durante doce horas había sentido una persecución despiadada y
obstinada tras él, y debe haber digerido todos los absurdos de que el
pensamiento es capaz más de un millar de veces. Como un hombre roto, dejó
caer la cabeza y me dijo claramente, mirándome a la cara:
—Yo lo hice... Fui... yo.
—¿Qué quiere decir con eso de "fui"?
—Yo fui, ya lo dije, fui yo quien lo hizo, como usted ha dicho, maquinalmente.
—¿Qué? ¡Es verdad! ¿Lo admite? ¿Fue usted? ¿Real y verdaderamente?
—Sí, yo fui.
—¡Ajá! Así es. Y todo el asunto no le llevó más de un minuto.
—No más... Un minuto cuando mucho. No debemos sobrestimar el tiempo.
Un minuto. Luego regresé a mi cuarto, me acosté y caí dormido. Antes de caer
dormido, bostecé y pensé, esto lo recuerdo muy bien ahora, que, ¡oh, oh!, que
al día siguiente tenía que levantarme muy temprano.
Me quedé atónito. Su confesión era tan clara, tal vez demasiado clara (aunque
su voz se volvió áspera), a la vez que feroz, llena de un gozo extraordinario.
¡No había duda de ello! ¡No se podía negar! Muy bien, pero el cuello, ¿qué se
podía hacer con aquel cuello que obtusamente mantenía sus propios derechos
en la alcoba? Mi pensamiento trabajaba febrilmente; pero, ¿qué puede un
cerebro contra la testarudez de un muerto?
Deprimido, contemplé al asesino, que parecía aguardar. Y —es difícil de
explicar—, en ese momento advertí que no me quedaba nada que hacer sino
admitir franca y totalmente los hechos. Golpearme la cabeza contra el muro, es
decir contra el cuello, era infructuoso. Cualquier posible resistencia o
estratagema serían inútiles. Tan pronto como advertí esto, sentí una gran
confianza hacia él. Advertí que lo había empujado hasta muy al fondo, que había
llevado a cabo una maniobra demasiado artera, y, en mi confu sión, exhausto y
sin aliento después de tantos esfuerzos y efectos faciales, me convertí
repentinamente en un niño, un niño pequeño y desamparado que desea
confesar sus errores y travesuras a su hermano mayor. Me pareció que él
entendería y no me negaría sus consejos. "Sí", pensé, "es lo único que me resta
por hacer: una confesión franca. Él entenderá, me ayudará; encontrará una
solución." Pero, por si acaso, me levanté y me fui acercando a la puerta.
—Usted ve —dije, y mis labios temblaban ligeramente—; hay una dificultad...
cierto obstáculo, una formalidad, para ser sinceros, nada importante. La cosa
es que —toqué el picaporte—, a decir verdad, el cuerpo no revela huella
alguna de estrangulamiento. Para expresarlo en términos fisiológicos, no fue
estrangulado, sino que murió normalmente de un ataque cardíaco. ¡El cuello,
sabe usted, el cuello! ¡El cuello no ha sido tocado!
Dicho esto, me deslicé por la puerta entreabierta y crucé el salón con toda la
rapidez que me fue posible. Irrumpí en el cuarto donde yacía el cadáver y me
escondí en el guardarropa. Con gran esperanza, aunque con miedo, aguardé. El
lugar era oscuro, sofocante, y los pantalones del muerto me rozaban el cuello.
Esperé largo rato, y comencé a dudar; pensé que nada iba a ocurrir, que habían
estado burlándose de mí, que me habían llevado durante todo el tiempo a
hacer el ridículo. La puerta se abrió suavemente y alguien se deslizó en el interior
con cautela. Después escuché un ruido espantoso. La cama crujía horriblemente,
en el silencio absoluto; todas las formalidades se estaban cumpliendo ex post
facto. Luego los pasos se retiraron tal como habían llegado. Cuando después de
una larga hora, tembloroso, bañado en sudor, salí de mi escondite, la violencia y
la fuerza prevalecían entre las sábanas revueltas de la cama; el cadáver estaba
colocado diagonalmente a la almohada, y en el cuello aparecían, nítidas, las
impresiones de diez dedos. Aunque los peritos médicos no estuvieron del todo
satisfechos con aquellas huellas dactilares (alegaban que había algo que no era
del todo normal), fueron consideradas al fin, junto con la terminante confesión
del asesino, como base legal suficiente.
WITOLD GOMBROWICZ:
FILIFOR FORRADO DE NIÑO

El príncipe de los Sintéticos, reconocidos como los más gloriosos de todos los
tiempos, era, sin duda, el Doctor profesor de Sintesiología de la Universidad de
Leyden, Sintético Superior Filifor, originario de las regiones meridionales de Annam.
Operaba conforme al espíritu patético de la Síntesis Superior, principalmente por
medio de adición + infinidad y en casos súbitos también por medio de
multiplicación X infinidad. Era hombre de buena estatura, no poca corpulencia,
barba hirsuta y rostro de profeta con anteojos. Mas un fenómeno espiritual de esa
magnitud no pudo dejar de suscitar en la naturaleza su contra-fenómeno, de
acuerdo con el principio de acción y reacción de Newton y, por tal motivo, pronto
nació en Colombo un eminente analítico que obtuvo en la Universidad de Columbia
el doctorado y profesorado en Análisis Superior y alcanzó rápidamente los más altos
peldaños de la carrera científica. Era hombre hosco, menudo, lisamente afeitado,
con rostro de escéptico con anteojos y la única misión interior de perseguir y
humillar al eminente Filifor.
Operaba analíticamente y era su especialidad la descomposición del individuo en
partes por medio de cálculos, especialmente por medio de papirotazos. Y así con un
papirotazo en la nariz, incitábala a gozar de existencia independiente, moviéndose
entonces la nariz espontáneamente de una parte a otra con gran espanto del
propietario. Ese arte lo aplicaba con frecuencia en el tranvía, si se sentía aburrido.
Accediendo al llamado de su más profunda vocación, lanzóse en persecución de
Filifor, y en una villa de España logró obtener el título nobiliario de anti-Filifor, del
cual estaba locamente orgulloso. Filifor –habiéndose enterado que aquél lo
perseguía– lanzóse también en su persecución y durante largo tiempo ambos sabios
persiguiéronse sin resultado, porque el orgullo no le permitía admitir a ninguno de
ellos que resultaba no solamente perseguidor sino también perseguido. Por
consiguiente, cuando Filifor, por ejemplo, estaba en Bremen, antí-Filifor corría de
La Haya a Bremen no queriendo, o quizá no pudiendo , tomar en consideración que
Filifor en ese mismo momento y con idéntico fin partía en el tren rápido de Bremen
a La Haya. El choque entre los dos sabios impelidos –catástrofe de igual índole que
las catástrofes ferroviarias más grandes– prodújose por absoluta casualidad en el
local del restaurante de primera clase Bristol Hotel, de Varsovia. Filifor, en
compañía de la profesora Filifor, horario de trenes en mano, examinaba con
atención las mejores combinaciones, cuando, inmediatamente después de bajar del
tren, entró jadeante anti-Filifor llevando del brazo a su analítica compañera de
viaje, Flora Gente de Mesina. Nosotros, es decir los que estuvimos presentes,
doctores Teófilo Poklewski y Teodoro Roklewski, y yo, dándonos cuenta de la
gravedad de la situación, procedimos de inmediato a tomar notas por escrito.
Anti-Filifor acercóse a la mesita y, en silencio, atacó con la vista al profesor, que se
había levantado. Se esforzaron por dominarse espiritualmente: el Analítico
presionaba fríamente desde abajo; el Sintético respondía desde arriba, con la
mirada llena de resistente dignidad. Al no dar el duelo de las miradas resultados
decisivos, los dos enemigos espirituales iniciaron el duelo verbal. El doctor y
maestro del Análisis dijo: –¡Ñoquis!–. El Sintesiólogo contestó: –¡Ñoqui!–. Anti-
Filifor rugió: –¡Ñoquis, ñoquis, o sea la combinación de harina, huevos y agua!–.
Filifor rebatió al momento: –¡Ñoqui, o sea el ser superior del ñoqui, el mismo Noqui
supremo!–. Sus ojos lanzaban relámpagos, agitábase su barba, era claro que había
obtenido la victoria. El profesor de Análisis Superior retrocedió unos pasos
dominado por furia impotente, mas de inmediato acudió a su mente una idea
terrible: enfermizo, achacoso en comparación con Filifor, aprestóse a proceder
contra su esposa, a quien el viejo y meritorio profesor amaba por encima de todo.
He aquí el transcurso sucesivo del incidente, según el protocolo:
1. La profesora Filifor, muy entrada en carnes, gorda, bastante majestuosa, se
hallaba sentada, sin pronunciar palabra, ensimismada.
2. El profesor doctor anti-Filifor plantóse frente a la señora con su objetivo cerebral
y empezó a observarla con una mirada que la desvestía hasta lo más íntimo. La
señora Filifor tembló de frío y de verguenza. El doctor profesor Filifor la cubrió en
silencio con la manta de viaje y fulminó al insolente con una mirada llena de
inmenso desprecio. Sin embargo, mostró al hacerlo signos de inquietud.
3. Entonces anti-Filifor dijo quedamente: –Oreja, oreja–, y estalló en risa sarcástica.
Bajo la influencia de esas palabras la oreja apareció inmediatamente en toda su
desnudez y se hizo indecente. Filifor ordenó a su esposa que se cubriera las orejas
con el sombrero; esto, sin embargo, no sirvió de mucho porque anti-Filifor murmuró
entonces como para sí mismo: –Dos orificios de la nariz–, desnudando así los
orificios de la nariz de la venerable profesora de modo a un mismo tiempo impúdico
y analítico. La situación se tornó grave ya que no pudo ni hablarse de la ocultación
de los orificios.
4. El profesor de Leyden amenazó con llamar a la policía. La balanza de la victoria
comenzó a inclinarse claramente hacia Colombo. El maestro de Análisis dijo con
intensa cerebración: –Los dedos de la mano, los cinco dedos–. Por desgracia la
robustez de la profesora no era suficiente para ocultar el hecho que,
repentinamente, apareció a los reunidos en toda su inaudita vivacidad, es decir el
hecho de los cinco dedos de la mano. Los dedos estaban allí, cinco de cada lado. La
señora Filifor, totalmente profanada, trató con los restos de sus fuerzas de ponerse
los guantes pero ¡cosa absolutamente increíble!, el doctor de Colombo-le hizo al
momento el análisis de orina y, riendo desmedida y estruendosamente, exclamó
victorioso: –¡H20C4, TPS, un poco de leucocitos y albúmina!–. Se levantaron todos,
el doctor profesor anti-Filifor se retiró con su amante que soltó una risa vulgar,
mientras que el profesor Filifor, con ayuda de los abajo firmados, llevó sin demora a
su esposa al hospital. Firmado: T. Poklewski, T. Roklewski y Antonio Swistak,
testigos.
A la mañana siguiente nos reunimos Roklewski, Poklewski y yo, con el profesor, en
derredor del lecho de la enferma, señora Filifor. Su descomposición avanzaba con
mucha rapidez. Iniciada por el diente analítico del antiFilifor, la dama, en forma
paulatina perdía su contextura. De tiempo en tiempo, gemía sordamente: –Yo
pierna, yo oreja, pierna, mi oreja, debo, cabeza, pierna–. como si despidiera las
partes de su cuerpo que ya empezaban a moverse autonómicamente. Su
personalidad encontrábase en estado de agonía. Nos ensimismamos todos en busca
de medios de salvación inmediata. Pero no había tales medios. Previa deliberación,
con participación del docente S. Lopatkin, quien a las 7 y 40 llegó por vía aérea de
Moscú, reconocimos una vez más la absoluta necesidad de métodos científicos
violentísimamente sintéticos. Pero no había tales métodos. Entonces Filifor
concentró todas sus facultades mentales, a tal punto, que retrocedimos un paso, y
dijo: –iLa bofetada! ¡Solamente una bofetada, y bien recia, es capaz de devolver el
honor a mi esposa y sintetizar los elementos dispersos en cierto sentido superior y
honorable de palmada! Por lo tanto, ¡manos a la obra!
No era tan fácil encontrar en la ciudad al Analítico de fama mundial. Recién al
anochecer dejóse atrapar en un bar de primera clase. En estado de sobria
embriaguez vaciaba botella tras botella, y cuanto más bebía más se desembriagaba;
lo mismo sucedía con su analítica amante. Hablando con propiedad, embriagábanse
más de sobriedad que de alcohol. Cuando entramos, los mozos, pálidos como el
papel, escondíanse pusilánimes detrás del mostrador y los amantes, en silencio, se
entregaban a orgías interminables de sangre fría. Tramamos el plan de acción. El
profesor debería efectuar, primero, un ataque falso con el brazo derecho en la
mejilla izquierda y luego pegar con el izquierdo en la derecha, mientras que
nosotros, es decir los testigos, doctores de la Universidad de Varsovia–. Poklewski,
Roklewski y yo como también el docente S. Lopatkin, deberíamos proceder sin
demora a labrar el acta. El plan era sencillo, la acción nada complicada, pero al
profesor se le cayó el brazo levantado. Nosotros, los testigos, quedamos
estupefactos. ¡No hubo bofetada! ¡No hubo, lo repito, bofetada! Hubo solamente
dos rositas y algo así como una viñeta con palomitas!
Antifilifor había previsto con satánica destreza los planes de Filifor. ¡Ese Baco sobrio
se había tatuado en las mejillas dos rositas de cada lado y algo semejante a una
viñeta con palomitas! A consecuencia de eso las mejillas, y también por
consiguiente la bofetada intentada por Filifor, perdieron todo sentido. En realidad,
la bofetada aplicada a las rosas y a las palomitas no era bofetada, era más bien algo
así como un golpe contra el papel pintado. No pudiendo admitir que el pedagogo y
educador de la juventud, generalmente respetado, quedara en ridículo por golpear
un papel pintado debido a hallarse enferma su esposa, le convencimos de que
desistiera terminantemente de cometer acciones que podría luego deplorar.
–¡Perro! –rugió el anciano–. ¡Infame! ¡Ah, infame, infame perro!
–¡Montón! –contestó el Analítico con inmenso orgullo analitico–. ¡Eres un montón!
Yo también soy montón. Si quieres, dame un puntapié en el vientre. No me aplicarás
a mí el puntapié en el vientre: patearás el vientre y nada más. ¿Querías provocar mi
mejilla con tu bofetada? A la mejilla puedes provocarla pero no a mí; a mí no. ¡Yo no
existo en absoluto! ¡No existo!
–¡He de provocarla! ¡Si Dios lo permite, la provocaré!
–¡Mis mejillas son impermeables! –rió anti-Filifor. Flora Gente, sentada a su lado,
soltó la risa; el doctor cósmico de Ambos Análisis le dirigió una mirada sensual y
salió. En cambio, Flora Gente quedóse. Estaba sentada en un alto taburete y nos
miraba con desteñidos ojos de loro completamente analizado. A los pocos instantes,
exactamente a las 8 y 40, el profesor Filifor, dos médicos, el docente Lopatkin y yo
procedimos a celebrar conferencia común. El docente Lopatkin mantenía asida,
como de costumbre, la lapicera. La conferencia tuvo el siguiente decurso:
Los tres doctores en leyes: –En vista de lo que acontece, no vemos posibilidad de
resolver la querella por vía del honor y aconsejamos al muy respetado señor
profesor no tomar en cuenta la ofensa, considerándola procedente de un individuo
incapaz de dar una satisfacción de honor.
El profesor doctor Filifor: –No la tomaré en cuenta, pero mi esposa se muere.
El docente S. Lopatkin: –A vuestra esposa no podremos salvarla.
El doctor Filifor: –¡No digan eso, no digan eso! ¡Oh, la bofetada, único remedio!
Pero no hay bofetada. No hay mejillas. No hay medio de síntesis divina. ¡No hay
honor! ¡No hay Dios! ¡Sí! ¡Hay mejillas! ¡Hay bofetada! ¡Hay Dios, Honor, Síntesis!
Yo: –Observo que al profesor le falla la lógica. O hay mejillas o no las hay.
Filifor: –Señores, ustedes olvidan que todavía quedan mis dos mejillas. Sus mejillas
no existen, pero las mías sí. Aun podemos efectuar la jugada con mis dos mejillas
intactas. Señores, quieran ustedes comprender mi pensamiento: yo no puedo
abofetearlo pero él puede abofetearme. Será lo mismo. ¡Siempre habrá una
bofetada y habrá Síntesis!
–¡Bah! ¿Cómo obligarlo a que abofetee al profesor?
–¿Cómo obligarlo a que abofetee al profesor?
–¿Cómo obligarlo a que abofetee al profesor?
–Señores –respondió con recogimiento el pensador genial–, él tiene mejillas, mas
yo también las tengo. La base consiste aquí en cierta analogía, y por eso operaré no
tanto lógica como analógicamente. Será mucho más seguro, ya que la naturaleza
está regida por cierta analogía. Si él es rey del Análisis, yo soy rey de la Síntesis. Si él
tiene mejillas, yo también las tengo. Si yo tengo esposa, él tiene amante. ¡Si el
analizó mi esposa, yo sintetizaré su amante y de esta manera le arrancaré la
bofetada que se niega a entregar!
Y sin más demora hizo una señal con la cabeza a Flora Gente. Enmudecimos. Ella
adelantóse, moviendo todas las partes de su cuerpo, bizqueando con un ojo en mi
dirección y con el otro en dirección al profesor, mostrando los dientes en una
sonrisa a Stefan Lopatkin, echando la delantera hacia Roklewski y meciendo la
trasera en dirección a Poklewski. La impresión era tal que el docente dijo en voz
baja: –¿De veras acometerá usted con su Síntesis Superior esos cincuenta pedazos
separados?
Pero el Sintesiólogo Universal poseía esta cualidad: que jamás perdía la esperanza.
La invitó a la mesita, convidándola con una copa de Cinzano, y a guisa de
introducción, para sondearla, dijo sintéticamente. –Alma, alma–. Ella no contestó.
¡Yo! –dijo el profesor inquisitiva e impetuosamente, queriendo despertar en ella su
Yo abismado–. Ella respondió:–¡Ah, usted! Muy bien, cinco zlotys–. –¡Unidad! –gritó
Filifor con violencia–. ¡Unidad Superior! ¡Igualdad en la Unidad!–. Para mí todo es
igual –dijo ella con indiferencia– anciano o niño. Mirábamos desalentados a esta
infernal analítica de la noche a quien el anti-Filifor había adiestrado perfectamente
a su manera, y educado para sí, quizá desde chica.
Sin embargo el Creador de las Ciencias Sintéticas no se desanimaba. Siguió un
período de intensas luchas y esfuerzos. Le leyó los dos primeros cantos de Dante,
por lo cual ella le pidió diez zlotys. Sostuvo una prolongada e inspirada disertación
sobre el Amor Superior, amor que abarca y unifica todo, que le costó once zlotys. Le
leyó dos magníficas novelas de las más conocidas autoras sobre el tema de la
regeneración mediante el amor, por lo cual ella pidió ciento cincuenta zlotys y no
quiso rebajar ni un céntimo. Y cuando trató de estimular su dignidad, Flora Gente
exigió ni más ni menos que cincuenta zlotys.
–Por las extravagancias se paga, vejete –dijo–, para eso no hay tarifa. Y abriendo y
cerrando sus fatuos ojos de buho, no reaccionaba. Los gastos aumentaban y el
antiFilifor, paseando por la ciudad, reía para sus adentros de tales esfuerzos
desesperados.
En la conferencia realizada con la participación del Dr. Lopatkin y tres docentes, el
eminente explorador informó la derrota en los siguientes términos; –Me costó unas
cuantas centenas de zlotys y no veo realmente la posibilidad de sintetizar. Recurrí
en vano a las supremas unidades tales como la Humanidad, que todo lo convierte en
dinero devolviendo el sobrante. Y mi esposa, mientras tanto, pierde el resto de la
conexión interior. La pierna se lanza ya de paseo por el cuarto. Cuando dormita (mi
esposa, naturalmente, no la pierna) tiene que sujetarla con las manos. pero las
manos se niegan a obedecer. Es un terrible trastorno, una terrible anarquía.
El doctor en medicina T. Poklewski: –Y el antiFilifor hace circular rumores de que el
profesor es un desagradable vicioso.
El docente Lopatkin: –¿Y no se podría sorprenderla precisamente por medio del
dinero? Permítanme. Veo aun confusa la idea que cruza mi mente, pero suceden
cosas así en la naturaleza: tuve, por ejemplo, una paciente enferma de timidez. No
pude curarla con audacia porque no la asimilaba, pero le apliqué una dosis tan
fuerte de timidez que no la pudo aguantar. Y como no pudo soportar la timidez, se
animó, y volvióse de pronto locamente audaz. El mejor método es el de "per se",
arremangarse, quiero decir "sólo en sí, sólo en sí". Habría que sintetizarla con
dinero, mas reconozco que no veo cómo...
Filifor: –Dinero..., dinero... Pero el dinero forma siempre una cifra, una suma, que
nada tiene de común con la Unidad propiamente dicha. Sólo el céntimo es
indivisible, pero el céntimo no causa ninguna impresión. Salvo... a menos que...
¡Señores! ¿Y si le diéramos una suma tan grande que la atolondrara?
Enmudecimos. Filifor se levantó bruscamente. Su barba negra agitábase. Entró en
uno de esos estados hipermaníacos en que cae el genio indefectiblemente cada
siete años. Vendió dos casas y un chalet en los alrededores de la ciudad y convirtió
la suma obtenida de 850.000 zlotys, en zlotys sueltos. Poklewski lo miraba con
asombro: simple médico de distrito no supo jamás comprender al genio, no supo
comprender y por eso precisamente no lo comprendía en absoluto. Mientras tanto,
el filósofo, ya seguro de lo que hacía, envió al antiFilifor una invitación irónica, y
éste, contestando la ironía con el sarcasmo, presentóse puntualmente a las 9 y 30 en
un aposento del restaurante Alcázar, donde se realizaría el experimento decisivo.
Los sabios no se dieron la mano. El maestro de Análisis rió, seco y malicioso: –
¡Bueno, póngase contento, señor, póngase contento! Mi chica no es, que digamos,
tan propensa a la composición como su esposa a la descomposición: a ese respecto
estoy tranquilo–. Pero él también entraba gradualmente en estado hipermaníaco. El
Dr. Poklewski empuñaba la lapicera y Lopatkin mantenía asido el papel.
El prof. Filifor procedió en esta forma: colocó primero sobre la mesa un único zloty.
La Gente no reaccionó. Colocó un segundo zloty: nada. Agregó un tercer zloty:
tampoco nada. Mas al poner el cuarto zloty, ella dijo: –¡Oh, cuatro zlotys!–. Al notar
que eran cinco bostezó, y al ver que eran seis, preguntó con indiferencia:–¿Qué
pasa, viejito? ¿Exaltación de nuevo? Recién después de colocados 97 zlotys
advertimos los primeros síntomas de extrañeza y al llegar a 115 su mirada que hasta
ese momento se posaba en el Dr. Poklewskí, en el docente y en mí, comenzó a
sintetizarse algo sobre el dinero.
Al llegar a cien mil, Filifor jadeaba pesadamente, antiFilifor empezaba a inquietarse
un poco y la hasta ese momento heterogénea cortesana consiguió cierta
concentración. Miraba, fascinada, el montón creciente que en rigor dejaba de ser
montón; trató de contar pero ya los cálculos no le salían bien. La suma dejaba de ser
suma, convertíase en algo inabarcable, inconcebible, en algo superior a la suma,
hacía estallar el cerebro por su enormidad, como el firmamento. La paciente gemía
sordamente. El analítico se precipitó a socorrerla pero ambos médicos lo sujetaron
con todas sus fuerzas; en vano la aconsejaba cuchicheando que descompusiera el
total en centenas o mediomillares pues el total no se dejaba desunir. Cuando el
sacerdote triunfante de la ciencia de sintetizar desembolsó todo lo que tenía y selló
el montón, o más bien la enormidad, el monte financiero de Sinaí, con un céntimo
único e indivisible, pareció como si alguna Divinidad penetrara en la cortesana:
levantóse e hizo aparecer todos los síntomas sintéticos, llanto, suspiro, sonrisa,
pensatividad, y dijo: –Señores, yo. Yo. Algo superior–. Filifor profirió un grito de
triunfo y entonces el anti-Filifor, con un alarido de terror, libróse de los brazos de
ambos médicos y pegó a Filifor en la cara.
Ese golpe era el rayo, el relámpago de la síntesis arrancado de las entrañas
analíticas, que disipó las sombrías tinieblas. El docente y los médicos felicitaron con
emoción al Profesor gravemente deshonrado. Su encarnizado enemigo se retorcía
contra la pared, aullando atribuladamente, Mas ningún aullido pudo frenar el
movimiento impreso a la carrera del honor, porque el asunto, hasta ese momento
no honorable, había entrado en las vías del honor).
El prof. Dr. G. L. Filifor, de Leyden, designó dos padrinos en las personas del Dr.
Lopatkin y la mía; el prof. Dr. P. T. Momsen, con título nobiliario de antiFilifor,
designó sus dos padrinos en las personas de ambos médicos asistentes; los padrinos
de Filifor provocaron honrosamente a los padrinos de anti-Filifor, y éstos, a su vez,
provocaron a los de Filifor. Y a cada uno de estos pasos de honor la síntesis iba en
aumento; el Columbiano se retorcía como si estuviera sobre ascuas, mientras que el
Leydeño, sonriente, acariciaba su larga barba. En el hospital municipal la profesora
enferma empezaba a unificar sus partes, pidió leche con voz apenas perceptible y la
esperanza nació en el corazón de los médicos. El Honor asomóse entre las nubes y
sonrió dulcemente a los hombres. El combate definitivo se libraría el martes, a las
siete de la manana.
La lapicera sería confiada al Dr. Roklewski, las pistolas al Dr Lopatkin, Poklewski
debería tener el papel, y yo los sobretodos. El incansable luchador del signo de la
Síntesis no abrigaba duda ninguna. Recuerdo lo que me decía la mañana anterior: –
Hijo mío, tanto podrá caer él como yo, pero quienquiera caiga, mi espíritu saldrá
siempre victorioso porque no se trata del acto de morir sino de la índole de la
muerte; y la índole de la muerte es sintética. Si él cayese, rendirá con su muerte
homenaje a la Síntesis; si me matase, matará de manera sintética. ¡Así, será mía la
victoria más allá de la tumba!–. Y en su exaltación de ánimo, deseando honrar más
dignamente ese momento de gloria, invitó a ambas señoras, su esposa y Flora, en
carácter de simples espectadoras. Yo estaba opreso por malos presentimientos.
Temía... ¿Qué temía yo? Ni yo mismo lo sabía: durante toda la noche me torturó el
terror de desconocerlo y recién en el lugar del duelo comprendí mi temor. La
mañana era seca y luminosa, como un paisaje pintado. Los enemigos de alma
paráronse frente a frente; Filifor saludó a anti-Filifor y éste a aquél. Y entonces
comprendí qué era lo que temía: era la simetría; la situación era simétrica y en ello
consistía su vigor pero también su flaqueza.
Porque la situación tenía la propiedad de que a cada movimiento de Filifor
correspondía un movimiento análogo de anti-Filifor, y Filifor tenía la iniciativa. Si
Filifor saludaba, anti-Filifor debía saludar también. Si Filifor tiraba, anti-Filifor debía
tirar también. Y todo, hago notar, debía realizarse en el eje que unía a ambos
combatientes, que era el eje de la situación. Pero, ¿qué sucedería si el segundo
desviase hacia el costado? ¿Si descarriase, si hiciese una mala jugada para eludir las
leyes férreas de la simetría y de la analogía? ¿Qué perturbaciones mentales, qué
traiciones podría ocultar la cerebralidad del antiFilifor? Yo combatía tales
pensamientos, cuando de repente el profesor Filifor levantó el brazo, apuntó recto
al centro del corazón adversario y tiró, ¡Tiró y no dió en el blanco! Entonces el
Analítico levantó a su vez el brazo y apuntó al corazón de su antagonista. Casi, casi
parecía inevitable que si aquél había tirado sintéticamente al corazón, también éste
tendría que tirar sintéticamente al corazón. Parecía no haber otra salida, ninguna
puerta de escape intelectual. Mas, en un abrir y cerrar de ojos, el Analítico, en un
esfuerzo supremo, sopló quedo, dió un alarido, apartó del eje de la situación el caño
de la pistola y disparó hacia un costado. El tiro pegó ¿dónde?: en el dedo meñique
de la profesora Filifor que, acompañada de Flora Gente, estaba parada a corta
distancia. ¡Ese tiro fué la cumbre de la maestría! El dedo meñique cayó cortado. La
señora Filifor, asombrada, llevó su mano a la boca, Nosotros, los padrinos, perdimos
por un momento el dominio de nosotros mismos y proferimos un grito de
admiración.
Y entonces ocurrió algo terrible. El Profesor Superior de síntesis no pudo aguantar.
Fascinado por la puntería, la maestría y la simetría, ofuscado por nuestro grito de
admiración, también desvió y disparó, haciendo impacto en el dedo meñique de
Flora Gente, y rió breve, seca y guturalmente. Gente llevó su mano a la boca y
nosotros proferimos el correspondiente grito de admiración.
Entonces el Analítico disparó de nuevo, cortándole el segundo dedo meñique de la
profesora, que llevó su otra mano a la boca. Proferimos el grito de admiración. Un
cuarto de segundo más tarde el tiro del Sintético, disparado con infalible seguridad
desde la distancia de diecisiete metros, cortó el dedo análogo del Flora Gente.
Gente llevó su mano a la boca; nosotros proferimos el grito de admiración. Y así
siguieron las cosas. El tiroteo continuaba incesante, encarnizado, violento y
magnífico como la magnificencia misma, y los dedos, las orejas, las narices, los
dientes, caían como las hojas de un árbol agitado por el viento. Nosotros los
padrinos no teníamos tiempo suficiente para proferir los gritos que nos arrancaba la
puntería, rápida como el relámpago. Ambas señoras estaban ya privadas de todas
sus extremidades y prominencias naturales y, si no cayeron muertas, fué también,
simplemente, por la falta de tiempo, pues no pudieron alcanzar a morir, y sospecho,
además, que gozaban cierto deleite exponiéndose a una puntería tan perfecta. Por
último faltaron los cartuchos. El maestro de Colombo perforó, con su último tiro, la
parte superior del pulmón derecho de la profesora Filifor; el maestro de Leyden al
momento perforó en contestación la parte superior del pulmón derecho de Flora
Gente. Proferimos una vez más gritos de admiración y luego reinó el silencio.
Ambos troncos murieron, cayeron al suelo, y ambos tiradores se miraron.
¿Y qué? Ambos se miraron y no sabían bien ¿qué? Efectivamente: ¿qué? No había
más cartuchos. Los cadáveres yacían por tierra. No había nada que hacer. Se
acercaban las diez. En rigor el Análisis había vencido, pero ¿qué resultó de ello?
Absolutamente nada. Igualmente hubiera podido vencer la Síntesis y tampoco
resultara nada. Filifor tomó una piedra y la tiró contra un gorrión, mas no dió en el
blanco y el gorrión voló. El sol empezaba a quemar. El anti-Filifor tiró un terrón
contra el tronco de un árbol y dió en el blanco. Mientras tanto pasó frente a Filifor
una gallina; Filifor tiró, dió en el blanco, y la gallina corrió escondiéndose en un
matorral. Los sabios abandonaron sus posiciones y tomaron distinto camino.
Al anochecer anti-Filifor estaba en Jeziorno y Filifor en Wawer. Uno, agazapado
bajo una parva, cazaba conejos; el otro, si descubría un farol en un lugar apartado,
hacía puntería desde una distancia de cincuenta pasos.
Y así recorrieron el mundo, apuntando a lo que podían con lo que podían,
Cantaban aires populares y rompían gustosos las ventanas; les placía también
estarse en los balcones y salivar en los sombreros de los transeúntes, y, ¡había que
ver qué alegría les proporcionaba el conseguir dar en el blanco cuando se trataba
de poderosos que viajaban en coche! Filifor se especializó hasta tal punto que podía
escupir desde la calle a cualquiera que estuviese en un balcón. Y anti-Filifor
apagaba las velas tirando contra la llama cajitas de cerillas. Con más gusto aún
cazaban ranas con escopetas de pequeño calibre, o gorriones con arco y flechas, o
tiraban desde los puentes papeles y pasto al agua, Y el mayor placer era comprar un
globo para niños y correr tras él, por campos y bosques– ioh! ¡oh! acechando el
momento en que estallaba con ruido, como alcanzado por una bala invisible,
Y cuando alguien del mundo científico recordaba el pasado glorioso, aquellas
luchas del espíritu, el Análisis, la Síntesis y toda la gloria perdida irreparablemente,
contestaban con cierta ensoñación: –Sí, sí..., recuerdo ese duelo... ¡se disparaba
bien!–, –¡Pero profesor! – exclamé una vez, y junto conmigo Roklewski, quien
durante ese tiempo se había casado y formado su hogar en la calle Krucza–, ¡pero
profesor: habla usted como un niño!. Y el aniñado anciano nos respondió: –Todo
está forrado de niñadas–
JAROSLAW IWASZKIEWICZ
[1894-1980]

Iwaszkiewicz es un polígrafo eminente. Su obra comprende todos los géneros.


Es un buen novelista; algunos de sus relatos son excelentes. Su obra poética
cuenta entre las más puras de la lírica polaca contemporánea, sus ensayos y
notas de viaje demuestran su lucidez y su sensibilidad. Escribe obras de teatro. Es
un magnífico conocedor de música y pintura. Heredero de las tradiciones
literarias del pasado, deriva de la novelística rusa del siglo XIX y la polaca de
principios de siglo. Es notable la cualidad plástica que se revela en su obra. Su
bibliografía es amplia y entre ella destacan los siguientes títulos: Octosílabos,
1919, El verano, 1932, Escudos rojos, 1934, Las señoritas de Wilk, 1933, Un verano
en Nohant, 1936, El molino a orillas del Utrata 1936, Pasiones de Bledomierz,
1938, Mascarada, 1938, Otra vida, 1938, Cuentos italianos, 1947, Las bodas del
señor Balzac, 1959, Cálamo aromático, 1960, Nuevo amor y otros relatos, 1960,
Los amantes de Marona, 1961, Cosecha de mañana, 1963, y la trilogía Fama y
gloria, 1956-1964.

JAROSLAW IWASZKIEWICZ:
ICARO

Hay un cuadro de Brueghel llamado Icaro. En él se ve a un campesino que ara la


tierra en un alto acantilado sobre el mar; un pastor impasible apacienta su
rebaño, y un pescador tiende las redes en la costa. A lo lejos, puede
vislumbrarse una tranquila ciudad. En el mar navega, con las velas
desplegadas, un barco en cuyo puente unos comerciantes discuten sus
negocios. En fin, estamos ante los afanes y preocupaciones cotidianos, frente a
una vida de simples menesteres y problemas humanos sencillos. ¿Dónde está
Icaro? ¿Dónde está aquél que trató de alcanzar el sol? Sólo, si observamos
minuciosamente el cuadro, podremos descubrir en un rincón del mar un par de
piernas que se sumergen en el agua, y arriba, revoloteando en el aire, unas
cuantas plumas que el brusco descenso desprendió de las alas ingeniosamente
fabricadas. La caída ha ocurrido hace un instante apenas. Se trata del temerario
que, según la leyenda griega, construyó unas alas para volar y se elevó a tal
altura que llegó cerca del sol. Sus rayos fundieron la cera con que se había
pegado el joven las plumas, y el desdichado se precipitó en el abismo. La
tragedia ha ocurrido; helo allí que se hunde y se ahoga en el mar. Pero los
hombres nada han advertido. Ni el campesino que ara la tierra, ni el
comerciante que navega, ni el pasajero que contempla el cielo, ninguno se ha
dado cuenta de la muerte de Icaro. Sólo el poeta o el pintor la han visto y la
han transmitido a la posteridad.
Ese cuadro me viene a la memoria cada vez que recuerdo un episodio que me
tocó vivir. Era en junio de 1942 o 1943. Un bellísimo crepúsculo de verano
descendía sobre Varsovia, un resplandor rosado creaba sombras que
embellecían las casas destruidas, y en el hormigueo impetuoso de la multitud
que subía a los tranvías para llegar a casa antes del toque de queda, el
conjunto de los vestidos civiles ocultaba los uniformes, raros a esa hora. En
aquel momento las calles de Varsovia, animadas y bellas en el es plendor de junio,
podían dar la impresión de que la ciudad estuviese libre de los invasores. Sólo
por un instante...
Esperaba el tranvía en la parada de la esquina de la calle Tre backa con la
Krakowskie Przedmiescie. Las rojas carrocerías tranviarias, campanilleaban
sonoramente y se alineaban, una tras otra, a lo largo de Krakowskie
Przedmiescie. La gente se aglomeraba para subir, saltaba a los estribos, se
colgaba de las puertas, se apiñaba tanto dentro como fuera de los vehículos. De
cuando en cuando, pasaba a toda prisa un "cero" rojo, reservado a los alemanes,
y por ende casi vacío. Debí esperar bastante tiempo un tranvía en el que se
pudiese entrar con menos dificultad. Pero, cuando al fin llegó uno, no tenía ya
deseos de subir; de improviso le había tomado gusto a aquella multitud que me
rodeaba indiferente del todo a mi presencia. Frente a mí, sobre su pedestal, se
erguía la estatua de Mickiewicz; en torno al monumento humildes plantas
floridas emanaban un grato perfume; los automóviles trazaban con un chirrido
la curva frente a la iglesia de las Carmelitas; los muchachos pregonaban a gritos
sus periódicos; frente a un resplandeciente escaparate hormigueaban los
vendedores de cigarrillos y de pasteles; se cerraban con ruido las puertas
metálicas y las rejas de las tiendas; en el jardincillo, los bancos estaban
repletos de viejos y jóvenes; gorjeaban los gorriones, fijos ellos también en las
ramas de los frágiles arbolillos... Todo esto se sumergía lentamente en el azul
crepúsculo de la tarde estival. En ese instante sentía pulsar el corazón de
Varsovia, e instintivamente me mezclé entre la multitud para permanecer un
poco más de tiempo junto a ella y entre ella y disfrutar de aquel atardecer
varsoviano.
En un determinado momento observé a un muchacho que venía por la calle
Bernardcka. Apareció detrás de un tranvía en marcha, y se detuvo en el
pequeño camellón, de espaldas al ir y venir de la multitud, con la cara vuelta
hacia la acera y sin apartar los ojos de un libro con el que había surgido en
aquel crepúsculo cada vez más gris. Podía tener quince años, dieciséis a lo sumo.
De tanto en tanto, mientras leía, sacudía la rubia cabellera, y, con la mano,
apartaba después los cabellos que le caían sobre la frente. Del bolsillo, sobre
su cadera, asomaba un segundo libro. El primero lo llevaba abierto frente a
los ojos y evidentemente era incapaz de desprenderse de él. Con toda
probabilidad, lo había conseguido hacía poco de un compañero o de una
biblioteca clandestina, y sin esperar a la llegada a casa, se mostraba impaciente
por conocer el contenido, aún en la calle. Me desagradaba no saber qué libro
era; de lejos parecía un manual, pero me decía que ningún manual puede
despertar tan vivo interés en un joven. ¿Serían versos? ¿Tal vez un libro de
economía? No lo sé.
El muchacho permaneció un poco en el camellón, inmerso en la lectura. No
hacía caso de los empellones, ni de la multitud que se apiñaba alrededor de los
vehículos. Detrás de él se asomó más de una cara enrojecida, pero él seguía
sin apartar la mirada del libro. Y después, siempre con el libro bajo los ojos, tal
vez molesto por los empujones y el estrépito, o tal vez asaltado de improviso
por una necesidad inconsciente de llegar a su casa, lo vi descender a la calzada,
frente a un automóvil que apareció en aquel instante.
Se oyó el chirrido violento de los frenos y el silbido de los neu máticos sobre el
asfalto. Con la intención de evitar el choque, el conductor viró bruscamente y
detuvo en seco el vehículo en la esquina de la calle Trebacka. Advertí, lleno de
espanto, que era un coche de la Gestapo. El muchacho del libro trató de
esquivar el automóvil, pero inmediatamente se abrió la portezuela poste rior y
dos individuos, con el casco adornado por una calavera, saltaron a la calle. Se
hallaban exactamente frente al muchacho. Uno de ellos gritó algo con voz
gutural y el otro, trazando con el brazo un gesto circular, invitó con mofa al
muchacho a subir.
Aún ahora puedo ver a aquel joven, detenido frente a la portezuela, confuso,
totalmente avergonzado... Veo cómo se disculpaba, cómo movía la cabeza en un
ingenuo gesto de negación, semejante a un niño que promete: "No lo volveré
a hacer"... Parecía estar diciendo: "No he hecho nada... sólo esto...", e
indicaba el libro que había producido su descuido. Como si hu biese sido
posible explicar alguna cosa. Se negaba a subir al auto, como en un último
impulso de la vida que estaba perdiendo.
El gendarme le pidió los documentos, le arrebató de las manos la carta de
identidad que había extraído de un bolsillo, y con un gesto violento, lo empujó
hacia el interior. El otro lo ayudó. Subió el muchacho y tras él los hombres de
la Gestapo; la portezuela se cerró y el vehículo partió bruscamente,
dirigiéndose a toda velocidad hacia la avenida Szucha...
Lo perdí de vista. Desolado por lo ocurrido, miré en torno mío, buscando
comprensión en alguien. El muchacho del libro había desaparecido para
siempre. Con el más grande estupor, comprobé que nadie se había dado
cuenta del suceso. De manera tan fulminante se había desarrollado lo que he
descrito. Todos los peatones que formaban aquella multitud se hallaban tan
ocupados en sus propios afanes, que el rapto del muchacho les había pasado
inadvertido. Unas señoras que había a mi lado discutían si era conveniente
tomar tal o cual tranvía, dos tipos encendían sus cigarrillos tras el poste de la
parada, una vieja con una cesta en la mano junto a la pared, repetía sin tregua
su "Limones, limones magníficos, limones...", como un conjuro budista, y otros
jóvenes corrían por la calle tras el tranvía que se iba, arriesgándose a terminar
bajo un automóvil... Mickiewicz estaba allí, tranquilo, y las flores exhalaban un
suave perfume; un leve vientecillo agitaba las tiernas ramas en derredor del
monumento. La desaparición de aquel joven no había significado nada para
nadie. Sólo yo había visto ahogarse a Icaro. Permanecí allí aún mucho tiempo,
aguardando que la multitud se disgregase. Pensaba que tal vez Michas, así lo
llamé en la imaginación, volvería. Me imaginaba su casa, sus padres que
esperaban su regreso, a la madre mientras preparaba la cena, y no podía
resignarme a que ellos no pudiesen saber de qué manera había desaparecido su
hijo. Conociendo las costumbres de nuestros ocupantes, preveía que no habría
podido liberarse de sus tentáculos. ¡Y todo había ocurrido de un modo tan
estúpido! La insensata crueldad de aquel secuestro me sobresalta y me turba
todavía.
Aquellos que han muerto en las batallas, que sabían por qué morían,
encontraron tal vez consolación en la idea de que su muerte tenía sentido. Pero
quienes como mi Icaro han sido sumergidos en el mar del olvido por una razón
tan cruel como insensata...
Llegó la noche. La ciudad se adormecía en un sueño febril, malsano... Me
aparté por fin de la parada, pasé junto al monumento de Mickiewicz, y me
dirigí a pie hacia mi casa... Mientras continuaba persiguiéndome la imagen de
Michas, que movía la cabeza como si dijera: "No, no, la culpa es del libro... En
adelante, tendré más cuidado..."'
JAROSLAW IWASZKIEWICZ:
CÁLAMO AROMÁTICO

El cálamo aromático, que en algunas regiones de Polonia suele también


llamarse ácoro, tiene dos aromas. Cuando se exprimen entre los dedos sus largos
tallos verdes, se produce un suave aroma de "aguas sombreadas por los sauces",
con alguna ligera reminiscencia del nardo oriental; pero si se aproxima la nariz
a alguna fisura de los tallos, recubiertos por una pelusilla lanosa, se percibe a la
vez un tufo de almizcle, un olor a limo, a pútridas escamas de pez, a cieno.
Desde mis primeros años he asociado tal olor con la idea de una muerte
repentina. Durante mi niñez, el pórtico y los balcones de mi casa se cubrían con
cálamo aromático en los cálidos y animados días de la Pascua. Pero esa planta
también me recuerda la muerte de mi primer amigo verdadero, quien tenía el
extraño nombre de Gracian y que pereció a los trece años.
Esto ocurrió hace mucho tiempo, pero hasta el presente ese perfume ambiguo
me trae a la memoria pensamientos sombríos. Cada final tiene una relación
misteriosa con el principio; sonidos, colores y olores repercuten de un extremo al
otro de nuestra vida. Los aromas de la juventud se entreveran con los de la vejez y
la juventud se refleja en el empolvado espejo de la senectud.
La gente se asombra de que para huir del bullicio de las ciuda des y la fatiga de
los viajes, para evadirme de ocupaciones tediosas y estériles, pase una parte
del verano (el fin de la primavera mejor dicho) en Z., una pequeña
población situada a orillas de un gran río. Fuera del río, de los prados y
bosquecillos de las riberas, del pequeño puente que une ambas márgenes, no
hay nada notable en el lugar. Una polvorienta plaza de mercado, algunas casas y
pequeñas villas y, eso sí, muchos jardines y huertos frutales que son el único
adorno de la población. Para mí el mayor atractivo reside en que puedo vivir
en una casa de reposo sin dar a nadie la dirección ni ser molestado por
llamadas telefónicas o telegramas, recibiendo sólo una carta diaria de mi
mujer.
Hay otra cosa que me atrae allí: mi amistad con la señora M., a la que algunas
personas que me conocen poco atribuyen una importancia mayor de la que
tiene en realidad. Es una amistad perfecta, ya que nos vemos sólo una vez al
año durante dos o tres semanas; no nos escribimos y no tenemos ninguna
curiosidad excesiva sobre nuestros respectivos secretos. Eso contribuye a la
sinceridad de nuestras confidencias y tiene una influencia benéfica sobre
nuestro carácter. Durante veinticinco años de amistad no hemos dejado de ser
algo "especial" el uno para el otro.
La señora M. —-Marta—, esposa de un médico, perdió a sus dos hijos durante la
ocupación, y ahora vive en una soledad absoluta. Su marido está del todo
absorbido por el trabajo. Además de las labores en el hopital tiene abundante
trabajo privado en las afueras de la población. En otra época lo veía pasar en un
coche de caballos en el que recorría quince o veinte kilómetros para visitar a
sus pacientes. Ahora que tiene automóvil, puede visitar en el curso de un día a
un gran número de personas. Esto se refleja económicamente en su hogar. A
pesar del buen nivel de vida, Marta resiente en extremo la soledad. Las
pocas semanas que paso en Z. no logran hacerla olvidar la vacuidad de su
existencia. Debo añadir que Marta jamás se queja, no expresa sus
sentimientos. Atiende con esmero la casa, se ocupa del teléfono, anota los
mensajes de los pacientes y procura que el doctor, cuando vuelve a casa
fatigado, encuentre orden, paz y armonía.
La casa del doctor es una residencia de antiguo estilo, como hay varias en el
pueblo. El complicado diseño de las vastas habitaciones hace imposible la
división del edificio, así que el matrimonio lo tiene todo para sí. El cuarto de los
hijos está cerrado con llave, y nadie entra en él. El mobiliario de las otras
habitaciones, de techo bajo, pero con suficiente luz, es antiguo.
Marta me recibe siempre en un salón cuyo mobiliario es de caoba estilo
Zimler, tapizado de felpa color zafiro, y de cuyas paredes cuelgan algunos
cuadros y el retrato de Marta hecho por un artista local, que en otros tiempos
debió de haber respirado el aire de París. En unas jardineras oscuras crecen
espesos manchones de plantas verdes que parecen hechas de seda y hojalata.
En una esquina hay un enorme piano de cola que nadie toca desde hace años.
El suelo se halla cubierto por una alfombra roja en cuyo centro se ve una
mujer que lleva dos cubos de agua en un balancín.
No es una habitación que invite a las confidencias. Sin embargo, fue allí donde
Marta me narró la historia de su vida. Allí también, hace poco, cuando le
confirmaron los síntomas de una enfermedad incurable, me hizo el relato
siguiente. Por supuesto, tomé notas —como lo haría todo escritor— y las
completé posteriormente, dando libre cauce a la imaginación, intentando, a
veces, penetrar en el corazón de los protagonistas. Quizás he tratado el asunto
de una manera demasiado dramática, como si fuese algo excepcional. Y, sin
embargo, es una historia ordinaria; centenares por el estilo suelen ocurrir
diariamente en nuestras ciudades y pueblos.
Marta no va nunca al "embarcadero". Así llaman al amplio galerón de madera
que se levanta a cierta distancia del río. Cons ta de dos salas. En una de ellas hay
un mostrador donde se venden cigarrillos, cerveza y un excelente jugo de
frutas. Hay también una terraza grande, o más bien una plataforma de madera
en la que baila la gente. El edificio está sostenido por una alta base de
cemento que impide que el "embarcadero" sea arrastrado por la corriente.
La terraza constituye el mayor atractivo de Z. Allí van a bailar y a divertirse los
jóvenes cuando se aburren de la monotonía del trabajo y los estudios, en una
población situada tan lejos de cualquier centro cultural. Los sábados, la juventud
acude con sus abigarradas camisas a cuadros y el cabello desgreñado a la moda.
Los domingos, en cambio, llevan el cabello meticulosamente peinado, las
camisas son blancas y las chaquetas oscuras. Vestidos de uno u otro modo, los
jóvenes toman jugo de frutas, y, pese a lo que se dice de la embriaguez en
Polonia, no beben vodka; son demasiado pobres para comprarlo. Juegan
también al bridge, a medio céntimo el punto. Por lo regular, hay pocas
jóvenes; la mayor parte va con sus compañeros a bailar.
¿A dónde podría llevar Marta a una amiga llegada de Varsovia? ¿Qué podía
mostrarle de aquel pueblo arruinado por la guerra? Naturalmente, tenía que
llevarla al embarcadero.
El río centelleaba bajo la luna. De vez en cuando, una ola se estrellaba
ruidosamente en la orilla. Pero nadie miraba al río. Las parejas bailaban en la
terraza, donde, el altavoz carraspeaba despiadadamente. En el interior, casi
todas las mesas estaban ocupadas. Algunos jóvenes jugaban a las cartas.
Las dos señoras se sentaron a una pequeña mesa en un costado del salón y
echaron una mirada a la sala. En un rincón, detrás del mostrador, una amable
rubia vendía agua gaseosa y el jugo de frutas que da fama a la fábrica local. Era
preciso ir a servirse.
Marta se dirigió hacia el mostrador y pidió dos botellas de jugo de manzana. De
regreso a su mesa, pasó junto a un grupo de jugadores. Uno de los jóvenes
levantó la mano para tirar una carta y golpeó la botella que Marta llevaba.
Esta, casi la dejó caer. El joven alzó la mirada y se disculpó cortésmente.
Marta se sentó al lado de su amiga y guardó silencio durante unos minutos.
Después llenó los vasos de un líquido de hermoso color, y volvió a quedarse
pensativa. Miró hacia la mesa de los jugadores. Tenía enfrente al joven que
había dado el golpe a la botella. Su perfil era irregular, con la nariz chata y un
poco aplastada, como de boxeador. Llevaba la hermosa cabellera peinada
hacia atrás. Miró la mano con que sostenía las cartas: eran unos dedos largos y
bellos que contrastaban con la nariz quebrada, con la cabeza de facciones
vulgares y con el macizo cuello que emergía de la camisa roja.
Marta advirtió pronto que su amiga y ella tenían poco que decirse. Poseían
algunos recuerdos juveniles en común, pero Marta había llegado desde hacía
algún tiempo a la conclusión de que no soportaba los recuerdos. La
envejecían y le traían a la memoria un mundo convertido en cenizas, y ella tenía
aún puestas vagas esperanzas en el presente. Escuchó el relato de su amiga, que
tenía cuatro hijos dispersos por el mundo. Le enviaban cartas y paque tes, y
creía cortés informar detalladamente a Marta de ello. Marta escuchaba,
tratando de ocultar su falta de interés en el asunto, y de vez en cuando hacía
algunas preguntas mientras observaba a los muchachos que jugaban a las
cartas.
De pronto vio a una joven que entró con paso rápido, se detuvo frente a la mesa
de los jugadores y puso la mano sobre el hombro del muchacho que atraía la
atención de Marta. Aquél se volvió y entonces pudo, por primera vez, verle la
cara de frente. Esta no correspondía, como a veces sucede, a su perfil. Amplia,
de maxilares fuertes, con una expresión y un brillo especiales en los ojos, que
Marta encontró muy atractivos.
El joven dijo algo a su amiga, y se volvió de nuevo a atender el juego. Ella
permaneció algunos minutos a su lado, como vacilante. Después se alejó con
pasos lentos.
Vestía un suéter negro y una falda de vivos colores. Llevaba el cabello sujeto en
"cola de caballo". Había en ella algo de descuidado, cierta languidez en su
actitud, un desaliento que se manifestaba en toda su figura. El suéter, muy
ceñido, destacaba las hermosas líneas del cuerpo. Sus movimientos eran felinos.
Parecía una chica interesante.
El joven dejó de jugar, y en medio de la indignación de sus compañeros, salió
corriendo tras la muchacha. Lo reemplazó un adolescente magro y de mirada
astuta, que durante todo el tiempo sólo había estado esperando una ocasión
para ocupar un sitio en la mesa.
Poco después Marta y su amiga abandonaron el local.
Al día siguiente dieron un largo paseo por el terraplén que se extendía varios
kilómetros a lo largo del río. Lo único que tenía carácter en el pueblo era el río.
Su belleza compensaba del polvo, la suciedad y la vulgaridad de las calles y
hacía que se olvidaran no sólo las casas sino también los habitantes. Corría,
ancho y majestuoso, por un gran lecho, bordeado a ambos lados por
bosquecillos. A principios de verano emergían del agua unos bancos de arena
semejantes a dorsos oblongos de monstruos marinos; pero en el centro la
corriente seguía siendo rápida y poderosa. Después de las lluvias volvía a
crecer el caudal de agua y cubría rápidamente las arenas emergidas.
La vista del río era demasiado poderosa y, en cierto modo, inhumana para el
gusto de Marta. Prefería ir por el terraplén, a cierta distancia del río y
contemplar los verdes prados que se entreveían al través de los bosques como si
fueran otra corriente, más remansada. A lo largo del camino se extendían
bosques de sauces. De cuando en cuando se alzaba entre los sauces el tronco
enorme, centenario, de un álamo. Cuando se pasaba al lado de uno de esos
gigantes, incluso en un día aparentemente sin viento, la fronda temblaba
siempre con un extraño murmullo musical, continuo y suave, diferente del seco
rumor de las palmeras. Era una música que Marta prefería a todas las del
campo.
Había también allí espesuras de matorral y de sauces llorones. Eran ésos los
lugares donde se formaban pequeños lagos, "ojos" de agua cubiertos de
juncos, y en los que flotaban nenúfares blancos y amarillos.
A Marta le gustaba detenerse cerca de aquellas extensiones de agua, sombrías
y muy profundas. En su fondo manaba una fuente subterránea que se
manifestaba en la superficie por medio de burbujas y ondas concéntricas. Le
atraían sobre todos los "ojos" rodeados de un espeso laberinto de maleza y
cálamo aromático, como si pretendieran ocultarse de la vista del hombre; le
atraían por su carácter misterioso, y por el hecho de que allí se lograba la
soledad completa. Parecía que en las riberas de cualquiera de aquellos lagos
se estaba completamente al margen de la vida.
Cuando Marta y su amiga llegaron al terraplén, resplandecía un brillante sol
de mayo. No se veía en el cielo una sola nube y los sauces estaban inmóviles.
Sólo se oía el dulce murmullo de los álamos.
Caminaban tranquilamente. A la izquierda, en dirección a los prados, bajaba
una ladera azul de nomeolvides; a la derecha se alzaban las casitas de los
campesinos y brillaban los cristales de los invernaderos. Marta escuchaba con
indiferencia el relato de su antigua compañera.
De pronto vio a una pareja sentada al borde del terraplén. Era la misma del
embarcadero. La joven llevaba un vestido claro y él una camisa color caqui.
Ella hablaba animadamente, mientras su compañero mordisqueaba una
hierba, con el rostro vuelto hacia el río, que en aquel lugar aparecía azul entre
los matorrales. Marta los vio de lejos. Cuando ambas mujeres llegaron al sitio
donde estaban sentados, la pareja guardó silencio. Al volver del paseo, los
jóvenes se habían marchado ya. Marta recordaba el sitio donde se habían
sentado y vio allí tréboles y nomeolvides aplastados.
Pocos días después la amiga se marchó. Uno de sus hijos debía llegar de los
Estados Unidos y ella tenía que ir a Varsovia a esperarlo. Marta volvió a quedar
sola.
Y así una tarde salió a dar un paseo a lo largo del río. Le pa recía que iba a
encontrar otra vez a aquella pareja que la había fascinado por su belleza y
juventud. Y efectivamente, casi en el mismo sitio encontró al joven, aunque
solo. Marta sabía ya cómo sa llamaba y qué hacía. Era Bolek K. Aunque apenas
tenía unos veinticinco años, trabajaba desde hacía tiempo en el servicio fluvial.
Bolek era muy popular en el lugar y todo el mundo lo conocía. Cuando pasó
junto al joven, éste se ruborizó y la saludó. Marta se detuvo cerca de él. —¿Así
que hoy está solo?
Bolek se ruborizó aún más e hizo ademán de levantarse. —Siga, siga sentado
—dijo Marta—; también yo me sentaré. Este lugar es muy hermoso.
Se sentó en la hierba y contempló el paisaje. Ante ellos se levan taba un álamo
alto y lleno de encanto.
Era un día muy caliente y Bolek llevaba sólo una camisa depor tiva. Tenía brazos
hermosos, pero la cara, con la nariz chata, parecía de cerca muy fea e incluso
salvaje. Marta lo miró atentamente.
—Halina se ha marchado —refunfuño él.
—¿Quién es Halina?
—Mi muchacha —respondió Bolek con voz encantadora, y sonrió.
Pese a la diferencia de edades, Marta, sentada al lado de Bolek, se puso a
pensar en su cuerpo. ¿Podría él encontrar algún atractivo en su belleza madura y
quizá marchita? Sintió de pronto —hacía mucho tiempo que no pensaba en eso
— sus caderas y sus muslos; pensó en sus senos. "El no sabe cómo soy". Y recordó
que su costumbre de hacer gimnasia diariamente le había conservado hasta la
edad madura el vigor de los músculos y la elasticidad de la piel. Seguía teniendo
los pechos pequeños, andaba con paso rápido y ligero. ¿Sería suficiente eso
para atraerlo?
Se sintió avergonzada. Durante unos minutos reinó el silencio.
—Ella es estudiante —dijo Bolek repentinamente, sin mirar a Marta—; es
bastante inteligente y yo soy un muchacho vulgar.
Había verdadero pesar en su voz. Marta no tenía deseos de es cuchar sus
confidencias.
—¿Viven sus padres? —preguntó.
—No —respondió—; murieron durante la Insurrección. Me ha criado mi abuela.
—Ha criado a un muchacho estupendo —dijo con voz segura, y se detuvo al
instante. "¿Qué es lo que me hace decir tales estupideces?", pensó.
—¿Dónde estudió usted? —preguntó secamente, para borrar aquella necia
frase.
Bolek la miró con súbito desagrado, como si estuviera pensando: "¡La verdad es
que no es éste un sitio apropiado para interrogatorios!"
—En Elberg —dijo— hice cursos de técnico en irrigación.
—¿No le hubiera gustado estudiar otra cosa?
—Es usted como Halina —dijo Bolek con impaciencia—. No seré otra cosa,
¿me entiende? No, he nacido para ser medidor del agua, y basta.
—¿Y qué quiere ella que sea usted? —pregunto Marta feliz ante la ruda
respuesta del joven. Era evidente que él no había advertido su estúpida frase.
—Bueno, quiere que lea libros y que salga con ella de paseo por la orilla del
río a la luz de la luna.
—¿Y usted prefiere jugar a las cartas?
—¡Por supuesto!
—Lo vi la otra noche en el embarcadero.
—Sí, me acuerdo.
Abajo, al pie del terraplén, pasaba un rebaño de vacas, con las ubres repletas
manchadas de verde por las altas hierbas; andaban lentamente, delante de los
zagales que a cada momento gritaban: "¡Alto!" Una llevaba, sin masticarlo, un
ramillete de nomeolvides en el hocico.
Marta puso una mano sobre la de Bolek.
—A mí también me gustaría que estudiase, que leyese libros.
Bolek no retiró la mano. Un mosquito se le detuvo en el brazo y Marta lo
aplastó. Una gota de sangre apareció en la bella redondez del músculo.
—A veces leo —dijo Bolek con profunda voz de bajo—, pero no sé dónde
conseguir libros. Yo no puedo comprarlos, debo mantener a mi abuela —añadió
a guisa de explicación.
—-Pídamelos a mí —dijo Marta—. Nosotros tenemos bastantes libros. Mi marido
los encarga, y yo no tengo mucho tiempo para leer. La mayoría de las veces se
quedan sin abrir.
—Muchas gracias —respondió embarazado Bolek, que no sentía el menor
entusiasmo por la lectura.
—¿Cuándo vendrá usted? —preguntó Marta. El no respondió. Comenzó
lentamente a masticar una hoja de hierba. Marta le tocó un brazo, pero él ni
lo advirtió, embebido como estaba en sus propios pensamientos. De pronto
explotó:
—¡Vaya Dios a saber lo que ella se imagina! Quiere ser pro fesora universitaria
y dice que se avergonzará de un ignorante como yo. Tal vez carezca de educación.
A decir verdad, no me interesa ninguna filosofía. Estoy muy bien así. Si quiere
casarse conmigo, bueno; si no, ya me las arreglaré...
Marta se quedó estupefacta.
—Pero seguramente son demasiado jóvenes para casarse.
Bolek la miró irritado.
—Demasiado jóvenes, demasiado jóvenes... Ella también dice eso. Nunca seré
diferente.
—Venga a verme mañana —dijo Marta con bastante firmeza, y se levantó.
Bolek también se puso en pie—. ¿Sabe dónde vivo? Cerca de la Puerta de
Cracovia.
Le extendió la mano. A través del cuello de la camisa distinguió la temblorosa
piel del pecho.
—¿Nada usted?
—Por supuesto —respondió él, y le besó la mano.
—Entonces, tal vez podamos encontrarnos algún día en el río.
El no respondió. Parecía sorprendido, pero no incómodo. Marta estuvo de
excepcional buen humor durante la cena. El doctor parecía fatigado, pero
pronto se recuperó. Hablaron de los asuntos del día con una vivacidad que
faltaba desde hacía tiempo en sus comidas.
La vida en común había perdido todo sentido desde hacía bas tante tiempo.
Marta desempeñaba las labores de una buena esposa; pero la cocina era el
dominio de la vieja Sofía, que había criado a los niños, y el cuidado del jardín y la
atención del teléfono no eran ocupaciones absorbentes.
Marta advertía la futilidad de su vida, y no sabía qué hacer al respecto. De vez
en cuando invitaba a alguna amiga de la capital, pero las visitas escapaban a los
pocos días. Una de ellas comentó a su regreso a Varsovia que la atmósfera en
la casa era semejante a la de una obra de Ibsen, y eso contribuyó a que las
demás se resistieran a aceptar las invitaciones de Marta. El doctor no era muy
exigente: le gustaba la buena comida y los domingos leía los periódicos y las
revistas médicas. Casi nunca conversaba con su mujer; su trabajo y el deseo de
ganar dinero lo absorbían. Por las noches ni siquiera tenía fuerzas para hablar.
Esa noche, sin embargo, parecía que algo había cambiado entre ellos. Aquella
momentánea animación fue una sorpresa para ambos. Sentados a la mesa, uno
frente al otro, parecían en cierto modo renovados. El doctor estaba intrigado.
Vio que Marta se llevaba las manos a la cabeza y se echaba el cabello hacía
atrás; un gesto hacía tiempo olvidado, un ademán de los años juveniles.
El doctor suspiró; bajó la mirada y contempló una vez más su plato. La comida
era excelente aquella noche: arroz con cangrejos y crema, y de postre crème
brulée. Después de cenar, Marta se levantó y tomó una llave del cajón de una
mesa colocada junto al piano. Su esposo la miró con sorpresa. Rápidamente,
aunque trataba de ir más despacio (pensaba es el gracioso andar de Bolek), llegó
hasta la puerta de la habitación de sus hijos y entró en ella. Encendió la luz. El
cuarto estaba muerto y vacío; nada quedaba de su antigua atmósfera. Marta se
sentó a la mesa donde sus hijos acostumbraban estudiar. Unos años antes pasaba
diariamente algunas horas frente a aquella mesa, pero desde hacía mucho
tiempo no ponía el pie en la habitación.
El doctor tomaba el té en el comedor, imperturbable en apa riencia. Estaba
sentado frente a la puerta del cuarto de sus hijos, así que podía observar todos
los movimientos de su mujer. Un momento después, la vio cubrirse con las
manos, y permanecer así, con los codos apoyados en la mesa. Cuando terminó
de beber el té, se levantó con visible esfuerzo y se dirigió hacía ella.
—Ven —le dijo, poniéndole la mano en un hombro—. No permanezcas aquí.
Marta se levantó, lo contempló durante un momento.
—¿No sientes vergüenza de estar vivo? —le preguntó.
Él se encogió de hombros.
—Siento vergüenza de vivir cuando tantos han muerto —dijo Marta, que,
levantándose, comenzó a caminar por el cuarto vacío—. Siento vergüenza ante
todos los que han muerto, no sólo nuestros hijos.
El doctor permaneció desamparado en medio del estudio; los brazos le
pesaban como si fueran de piedra.
—Piensa tan sólo en la multitud de jóvenes que viven —dijo Marta—. Sin
embargo, nuestros hijos han muerto.
—Ya no serían ahora tan jóvenes —musitó el viejo doctor.
—¿Crees que se habrían casado?
—Seguramente. Tendríamos ahora en casa a sus esposas.
—Eso sería horrible —se estremeció—. Odio a las jóvenes. Son tan
presuntuosas.
El doctor se le volvió a acercar. La tomó por un brazo.
—Bueno... Salgamos de aquí —dijo—; sólo te estás martirizando.
—Vivo martirizada. Llena siempre de una vergüenza terrible cuando veo una
vida joven. La juventud, en cambio, es tan insolente... ¿No crees? —dijo
mientras salía de la habitación acompañada por su esposo.
Pero el doctor movía la cabeza con ademán de desaprobación.
—Pareces olvidarte —le contestó— que la vida puede muy fácilmente
convertirse en muerte.
Al día siguiente se presentó Bolek. Marta estaba bastante sorprendida. Sólo
después de un rato comprendió lo que el joven quería: había tomado al pie de
la letra lo que le había dicho sobre los libros. Quería que le prestase algo para
leer, pero no sabía qué. "Algo de literatura polaca", dijo vagamente. Marta
supuso que deseaba leer algún libro relacionado con los estudios de Halina.
Era evidente que no leía nada, y ni siquiera recordaba los títulos de los libros
leídos en la escuela. Aceptaría cualquier cosa; pero Marta insistía en hacerle
confesar alguna predilección. Fue incapaz de lograrlo.
Estuvieron un buen rato sentados en el salón de muebles color zafiro. El tiempo
era bueno y había un hermoso crepúsculo. Frente a la casa crecían unas
enormes lilas. Estaban floridas y velaban la luz crepuscular con sus ramilletes
de un blanco verdoso.
—¿Ha visto nuestras lilas? —le preguntó—. Son verdaderos árboles.
Esta era una de sus expresiones favoritas, una expresión de su juventud. En aquel
entonces las lilas no eran tan altas, pero ya las llamaba los árboles de lilas.
Bolek no sabía, al parecer, de qué árboles se trataba. Como algunos hombres
muy viriles, era incapaz de recordar los nombres de las flores y de los árboles.
No tenía ninguna idea de cuáles pudieran ser las lilas; sólo conocía el nombre y
eso debido a una anécdota procaz oída en la escuela.
—En efecto —dijo, y miró a Marta inexpresivamente.
—Es usted muy joven —dijo Marta de pronto—. ¿Cuántos años tiene?
—Ya se lo dije: veinticinco.
Marta pensó que era agradable estar con alguien que declaraba tener
veinticinco años. La sola cifra le producía alegría. ¡Era un número de años tan
extraño y hermoso!
Por un momento estuvo a punto de decírselo a Bolek, pero pen só que no
entendería nada y desechó la idea.
Había aún otros temas de conversación. Volvieron a hablar de la natación y de
las crecidas que habían ocurrido recientemente en la localidad. Las palabras
fluían mucho mejor que el día anterior. También mencionaron el terraplén.
—¿Va por allí a menudo? —pregunto Marta.
—No tengo con quién ir —respondió Bolek, y se ruborizó.
—¿Cómo? —inquirió asombrada.
Bolek tomó aliento, y respondió:
—A menos que quiera venir conmigo.
Marta se desconcertó.
—Con mucho gusto —balbuceó—. ¿Halina, se ha marchado? —preguntó
luego.
—Se fue a casa de su tía. Ni siquiera se despidió de mí —dijo él con acento
infantil.
Para Marta ese tono le era completamente nuevo, y miró al muchacho con
ternura.
—Muy bien —dijo—. Si está libre mañana al mediodía, podemos encontrarnos
en la playa bajo el puente y nadar juntos un buen rato.
Bolek aceptó inmediatamente. Poco después se marchó. A fin de cuentas no
se llevó ningún libro.
Al día siguiente, Marta recibió una carta. Era una hoja doblada, sin sobre. Un
muchacho del departamento hidráulico la llevó a su casa.

"Querida Sra. Marta:


Estaba ayer tan nervioso que me comprometí a verla al mediodía, aunque es un
día de labores y no quedaré libre hasta las cuatro de la tarde. ¿Nos podríamos
ver a esa hora en el mismo lugar?
Con respetuosos buenos deseos,
Bolek K."

La carta estaba escrita (tal vez copiada) con letra cuidadosa e infantil, sin faltas
de ortografía. "¿Se la habrá escrito alguna amiga?", se preguntó Marta.
A las cuatro de la tarde estaba en la playa, bajo el puente. No era grande y a
esas horas estaba completamente desierta. Ninguna señal de Bolek, Marta se
desnudó tras los arbustos, como lo hacía todo el mundo, sin distinción de edad
ni de condición social, y se puso el traje de baño. La corriente era tan fuerte
que era imposible nadar contra ella. Había que seguir río abajo y luego salir
y regresar caminando, a través del campo, hasta la playa. Marta hizo un par de
excursiones. No quería admitir que la ausencia de Bolek le producía una gran
decepción.
Cuando volvió por tercera vez vio en el puente la silueta tan bien conocida. Era
Bolek, pero con Halina; por lo visto no se había marchado a casa de su tía. Iban
rumbo a la estación hablando, al parecer, excitados.
Marta regresó al sitio donde había dejado la ropa, bajo unas zarzas próximas a
un bosque de sauces. Sentíase frustrada, incapaz de recuperar el ánimo.
Súbitamente advirtió el carácter de sus sentimientos hacia Bolek, y al
comprobarlo le pareció sentir un golpe en la nuca. Se estremeció como si
tuviera fiebre.
Durante muchos años, la tristeza, una tristeza resignada, había reinado en su
corazón. Y ahora, como si sintiera el germen de la enfermedad mortal que en ella
se albergaba, la figura de aquel joven, más joven aún que sus hijos, había
asolado su alma. Quiso maldecir a Bolek; sin embargo, no hizo sino repetir una y
otra vez:
—¿Pero acaso es suya la culpa?
Permaneció sentada durante largo rato. Varias personas pasaron por la playa;
soldados que nadaban en ropa interior, niños. Unos adolescentes caminaban,
llevando ramos de cálamo aromático recogido en los prados colindantes con
las pequeñas lagunas. El día siguiente era la Pascua de Pentecostés, y el cálamo
se emplearía para decorar las casas.
Marta siguió allí un buen rato. "Tener que vivir después de esto" —se decía
—. "Es terrible; preferiría morir ahora mismo."
De pronto escuchó una voz:
—¡Señora Marta! ¡Señora Marta!
Miró hacia arriba. En el puente estaba Bolek; sonreía.
—Perdóneme por el retraso —le gritó, inclinándose sobre el barandal—. Bajo
ahora mismo. Iremos a recoger ácoro.
Marta le saludó con la mano. Cogió un largo tallo verde de la planta acuática
que un niño había dejado caer al pasar. Olió la hoja aromática. Adoraba ese
olor.
Después se levantó y salió al encuentro de Bolek. Esperó un poco, hasta que él
apareció entre la maleza. Se había quitado la ropa, y se acercaba a ella con su
paso danzarín, completamente desnudo, salvo una mínima prenda color limón.
No estaba quemado por el sol; por el contrario la piel era blanca y suave como la
seda. Una vez más le sorprendió su belleza excepcional. Las líneas del pecho y de
los muslos eran tan armoniosas, tan perfectas, que Marta permaneció casi sin
habla. En silencio le tendió la mano, pero él no se la besó esta vez. La miró
directamente a los ojos. La tosca cara plantada sobre un cuerpo tan hermoso
cobraba otra expresión. "Si tan sólo no hablara", pensó.
Pero Bolek habló.
—Siento haber llegado tan tarde, pero tuve que acompañar a Halina a la
estación.
—¿Se marchó?
—No tenía suficiente dinero para el boleto. Tuve que darle lo que tenía, y me
quedé sin un centavo.
Sonrió de una manera tan radiante, que se le transfiguró el rostro. La sonrisa
pareció extendérsele por todo el cuerpo.
—Te prestaré algo —dijo Marta.
—¿De verdad? —inquirió Bolek, con cara feliz.
Aquello era horrible.
Marta quería borrar cuanto antes aquella conversación vulgar, detestable.
Quería separarlo, y ella con él, de todo el mundo, que ría cubrirlo con un verde
manto de hojas. ¡Y que callara! La playa, el puente, los niños que gritaban sin
cesar, los soldados que se bañaban, le resultaron de pronto insoportables. No
quería mirar las casas del pueblo que se divisaban desde allí.
De la parte baja del río llegó el canto de un mirlo. En un álamo, cerca del
puente, se podía ver su centelleante plumaje dorado. Marta había tomado a
Bolek de la mano.
—¡Vamos! Cogeremos cálamo para mañana —dijo, y lo arras tró hacia los
prados.
A lo largo del río, entre las orillas pobladas de bosquecillos y las vastas praderas
cubiertas en aquel momento por una espesa red de margaritas, se encontraban
los pozos de agua estancada. Eran vestigios de afluentes cuya desembocadura
se había encenagado, o agujeros que se habían llenado con las inundaciones.
Algunos de estos pozos formaban verdaderos lagos pequeños, pintorescos,
abundantes en cálamo y cubiertos con los abanicos de las hojas planas de los
nenúfares. En las verdes aguas se reflejaban los altos sauces, los bosquecillos y las
nubes blancas que apaciblemente desfilaban en el alto cielo. Marta y Bolek
caminaron en silencio.
A la orilla de uno de esos pequeños lagos, situado lejos del camino y un poco
distante de los otros, se alzaba un alto álamo. Cuando se pasaba a su lado,
incluso en los días sin viento, se oía el zumbido de las hojas del árbol.
Era una música singular que Marta amaba apasionadamente.
Llegaron a la orilla de un amplio y sombrío lago, muy profundo. Había en las
márgenes un poco de arena blanca, una playa minúscula. Dejaron allí las
prendas que llevaban y se quedaron en traje de baño. Serían las seis de la tarde,
pero el tiempo era cálido.
Bolek llevaba puesta sólo su minúscula prenda color limón. Marta lanzaba de
vez en cuando miradas a su cuerpo perfecto, que no armonizaba con su rostro
de eslavo bárbaro, con su tosca nariz chata. El se tendió en la arena a
contemplar las escasas nubes que pasaban por encima del lago. A lo lejos, en los
otros pozos, las ranas croaban ruidosamente. Los ruiseñores gorjeaban con
intensidad exagerada. Sólo ellos se mantenían silenciosos.
—¿En qué piensas?
—En nada —respondió Bolek, con desagradable premura.
—¿En Halina? —insistió ella.
—Sí, en Halina —confirmó el joven, y se sentó.
—Tienes la espalda llena de arena. Deja que te la quite —y se puso a limpiar la
piel de Bolek.
—Pero si ahora me voy a bañar —dijo el muchacho con impaciencia.
Marta no le hizo caso y siguió acariciando lentamente la espalda del joven.
Después apretó con fuerza su mejilla en la espalda.
—¿Qué hace usted? —exclamó Bolek, volviéndose bruscamente.
Marta retiró la cabeza y se echó hacia atrás. Por un momento se miraron
fijamente, hasta que Bolek atrajo hacia sí la cabeza de Marta y la besó en los
labios. El beso se prolongó largo rato.
Cuando se separaron, Marta sólo pudo decir:
—¿Que has hecho, Bolek?
Bolek sonrió y dijo suavemente:
—Eres tan buena...
Marta enrojeció. La frase la había herido.
—Un hombre jamás le debe decir a una mujer que es buena.
—¿Y qué debe decirle, entonces? —-preguntó Bolek ingenuamente, pero con
cierta petulancia.
—Nada —silbó Marta entre dientes, y le dio la espalda.
Durante unos minutos permanecieron sentados sin decirse nada. Finalmente
Bolek suspiró.
—Hay que coger esa hierba —dijo.
Se levantó bruscamente y se lanzó al lago. Se zambulló, emergió en el centro y
poco después estaba ya al otro lado, donde crecían los verdes tallos de la
planta aromática.
Marta se quedó en la orilla, con el corazón desolado. En reali dad —pensaba—
no le quedaba sino el suicidio. Todo estaba perdido. Cuando Bolek cruzó de
nuevo el lago, y apareció ante ella con una brazada de cálamo, lo miró como a
un extraño, como a un desconocido.
"Uno de los dos debería morir", pensó. Y se imaginó el infinito alivio que
sentiría si aquel joven dejara de existir. No habría entonces nadie en la tierra
que conociera su secreto. El tormento y la vergüenza se desvanecerían del
todo.
—Toma —grito Bolek alegremente, sin mostrar la menor confusión por lo que
había ocurrido—. Traeré más.
Y dejó caer a los pies de Marta la brazada de plantas verdes.
"Está acostumbrado a estas cosas", pensó Marta con amargura, sin querer
mirar a Bolek. Contemplaba plantas depositadas en la arena.
—Ya hay bastante —dijo.
—No, es muy poco. Luego te quejarás de que soy perezoso —protestó Bolek,
riendo, y de repente la tomó por el cuello y rozó suavemente sus labios con los de
ella. Marta quiso retenerlo.
—En seguida, en seguida —dijo él con mirada significativa—. Traeré todavía un
poco más de esta porquería.
Se separó de ella y se zambulló prestamente en el agua oscura. Desapareció y
tardó largo rato en salir. Marta vio la cabeza en el centro del estanque.
Avanzaba lentamente y con dificultad.
"¿Qué le pasará?", se preguntó Marta.
Bolek nadó tranquilamente hacia la otra orilla. Sus brazos surgían clásicamente
del agua y sus manos se movían de manera elegante en la superficie. Marta le
vio llegar a tierra, detenerse ante los manchones de cálamo y arrancar largos
tallos. Naturalmente con el verde ramaje en un brazo se le hacía más difícil el
regreso. Podía nadar sólo con una mano, por eso avanzaba tan despacio.
"¿Qué le pasará?", volvió a preguntarse.
De pronto se hundió en medio del lago.
"¿Por qué se zambulle?", se dijo Marta, con inquietud.
La cabeza de Bolek surgió del agua unos minutos después. Estaba bastante
lejos, pero ella pudo advertir en sus ojos algo semejante al miedo. Se incorporó
rápidamente.
Bolek volvió a hundirse. Cuando apareció, hizo con la mano un ademán de
desesperación. Se estaba ahogando.
Marta se tiró entonces al agua y nadó en dirección suya. Nada se veía en la
superficie. Al llegar al centro del pozo se zambulló hacia el fondo. Cuando
abrió los ojos vio esa opaca luz verdosa que se suele percibir al hundirse. Tendió
las manos en todas las direcciones, en busca del cuerpo. Pero no encontró
nada.
Descendió aún a una profundidad mayor. No podía resistir más la falta de
respiración, y comenzaba a salir a la superficie con los párpados cerrados,
cuando las manos de Bolek, que se agitaban sin sentido inconscientemente,
rozaron su cuerpo. En aquel momento, dos fuertes brazos se prendieron a su
cuello. Trató de desasirse, pero los brazos pesaban, la apretaban y atraían hacia
el fondo. Perdió el aliento; presintió que en el siguiente momento comenzaría a
tragar agua.
Con un movimiento enérgico de cabeza logró librar el cuello de los brazos que
la sofocaban, y con un ligero impulso hacia arriba, volvió a la superficie. Estaba
muy cerca de la orilla. No supo ni cómo logró llegar a la arena. Miró el
pequeño lago; en medio del agua oscura surgieron durante un momento
algunas burbujas. Se cubrió los ojos con las manos. Cuando volvió a mirar, la
superficie estaba tersa.
Subió al terraplén y corrió gritando.
— ¡Socorro! ¡Auxilio!
De detrás de los árboles surgieron dos muchachos que segaban el trigo. Les
gritó, a la vez que señalaba el pequeño lago:
—¡Allí, bajo el árbol! ¡Bolek se está ahogando!
Los muchachos corrieron más de prisa, y cuando ella llegó al la go se habían
quitado la ropa y arrojado al agua. Buscaron sistemáticamente en el fondo.
Cuando salieron a la superficie, gritaban.
—¡En el centro, en el centro! —profirió Marta.
Los muchachos recorrieron todo el lago. De pronto uno de ellos, Stasiek,
exclamó, irguiendo la cabeza:
—¡Está aquí! ¡Lo he hallado!
—¡Agárralo del pelo! —gritó el otro.
Ambos se zambullían y emergían en el mismo sitio; luego nadaron hacia donde
estaba Marta, trabajosamente, como si arrastraran un fardo bajo el agua.
Llegaron a la orilla. Con gran dificultad sacaron a Bolek, y lo tendieron en la
arena. Todo esto había ocurrido en un lapso de media hora,
aproximadamente.
Comenzaron a practicarle la respiración artificial.
El agua salía a chorros por la boca del ahogado, pero este no daba ninguna
señal de vida.
—Espera —dijo Stasiek—, voy a buscar a alguien más. Hay que columpiarlo.
—Yo te acompaño —gritó el otro, mirando con cierto temor el cuerpo.
Sabía seguramente que todo esfuerzo era inútil. Bolek era un buen nadador.
Debió de haber sufrido un ataque cardíaco. Cualquier auxilio era vano.
—Quédese cuidándolo —dijo Stasiek a Marta.
Se pusieron la ropa sobre los cuerpos mojados, y se fueron corriendo. Durante
unos momentos se oyeron todavía sus gritos.
En el pequeño lago reinaba un fúnebre silencio, que no altera ban ya los gritos
de los muchachos. El cuerpo de Bolek yacía en la arena al lado de un manojo de
ácoro, tal y como lo habían dejado sus salvadores. Tenía los brazos en cruz y en el
vello de las axilas brillaban redondas gotas verdosas. Los ojos abiertos eran
inexpresivos y duros, como los de las estatuas antiguas. De la boca entreabierta
escurría un fino hilo de agua o de saliva.
Acurrucada junto al cadáver, Marta lo contempló intensamente, como si
quisiera grabar para siempre en la memoria aquella belleza inverosímil. Todo
el cuerpo del ahogado parecía cubrirse como de un celofán que lo hacía extraño
e irreal. Comenzaba a dejar de ser humano.
En la radiante luz del crepúsculo de junio brillaba impúdica mente el calzón,
estrechamente ceñido al cuerpo, y cuyo color limón se oscurecía por efecto
del agua.
"¿Por qué no me he ahogado con él?", pensó Marta, y se in clinó sobre el
cuerpo. "¿Es qué quiero vivir? ¿Seguir viviendo? ¿Para qué?"
E incesantemente volvía a su memoria el momento en que con un ademán
violento había librado su cuello del abrazo sofocante.
—¿Vivir? —repetía—. ¿Vivir?
Delicadamente tocó el pecho de Bolek. La piel del ahogado se secaba con
rapidez, aunque el sol había descendido ya hacia el oeste. Sintió bajo los dedos
algo infinitamente frío, como el mármol. La armonía de los músculos era
perfecta. Marta puso los labios en el pecho, donde crecía un vello delicado.
También se había secado ya.
Gradualmente, sus labios se deslizaban pecho abajo, y con pasión salvaje,
comenzó a besar el diafragma, el ombligo. En la violencia de los besos con que
cubría al muerto descendía cada vez más abajo. Todo el cuerpo frío, estatuario,
bello, olía a cálamo.
Y cuando Marta sintió sus labios al borde de la tela, percibió su olfato un olor a
limo, a escamas pútridas y a cieno, el aroma de la muerte, que muy pronto iba a
ser también el suyo.
TADEUSZ BOROWSKI
[1922-1951]

La vida de Tadeusz Borowski resume en cierta manera las tribulaciones del


pasado inmediato de Polonia. A comienzos de la guerra, aún adolescente,
comenzó sus estudios en la Universidad clandestina y a la vez se inició en la
literatura. En 1942 publicó una edición mimeografiada de sus poemas. En 1943
fue aprehendido por la Gestapo y llevado al campo de concentración de
Auschwitz. De su experiencia en el campo de concentración surgieron sus
mejores relatos, inquietantes, bestiales, sin hacer concesión alguna a nada, que
agrupó en tres libros: El adiós a María, 1947, El mundo de piedra, 1948, Mayo
rojo, 1955. Este último postumo. Borowski se suicidó en 1951.
TADEUSZ BOROWSKi:
¡AL GAS, SEÑORAS Y SEÑORES!

En el campo, todo el mundo andaba en cueros. Habíamos pasado por el


despiojamiento y nos habían entregado la ropa en depósito, lavada con una
solución de cyclone que mataba a la perfección tanto los piojos de los vestidos
como a los hombres en las cámaras de gas. Sólo los de las barracas de al lado,
separados de nosotros por una empalizada, no habían recibido aún los
uniformes. Nosotros, sin embargo, seguíamos desnudos porque el calor era
insoportable. El campo estaba herméticamente cerrado. Ningún preso, ni
siquiera un piojo, hubieran podido trasponer sus puertas. El trabajo de los
"Komandos" se había interrumpido. Durante todo el día millares de personas
desnudas deambulaban por las calles y los terrenos donde se pasaba revista; se
tendían junto a las paredes y bajo los techos. Dormían sobre los tablones, pues
los camastros y las mantas estaban en proceso de desinfección. Desde las
barracas se podía ver el F.K.L. (campo de mujeres); allí también estaban
despiojando. Habían desnudado a veintiocho mil mujeres, las habían sacado de
las barracas; se las podía ver hormiguear por prados, calles y terrenos de
revista.
Pasa la mañana mientras esperamos la comida; se van consumiendo los
paquetes, se visita a los amigos. Las horas transcurren lentamente, como suele
acontecer cuando el calor es tan agobiante. Incluso, la detracción habitual ha
desaparecido: los largos caminos que conducen al crematorio están desiertos.
Hace varios días que no llega ningún transporte. Una parte del "Canadá" 1 fue
disuelta e incorporada a los "Komandos". Les tocó uno de los más fatigosos, el de
Harmenze, porque habían engordado y descansado. En el campo rige la justicia
de la envidia: cuando cae un poderoso sus amigos se esfuerzan para que caiga lo
más bajo posible. El "Canadá", nuestro Canadá no está como el de Fiedler,
aromado de resinas,2 sino de perfumes franceses; aquél no es más rico en altos
pinos que éste en diamantes y monedas ocultas procedentes de toda Europa.
Unos cuantos estamos sentados en un camastro, y columpiamos los pies
despreocupadamente. Nos repartimos un pan blanco, bien cocido, tierno, que se
desmigaja en la boca, de sabor un poco extraño, pero que puede conservarse
1
Nombre dado a los almacenes del campo, así como a los prisioneros que
trabajaban en ellos y que tenían la misión de despojar de su ropa y objetos
valiosos a los prisioneros recién llegados. (N. del T.)
2
Arkady Fiedler, autor polaco de libros de viajes, uno de los cuales trata del
Canadá. (N. del T.)
durante varias semanas sin que se enmohezca. Ese pan nos llega de Varsovia.
Hace apenas una semana mi madre lo tenía entre sus manos. ¡Dios mío, Dios
mío...!
Alguien saca tocino y cebollas; abrimos una lata de leche condensada. Henri,
enorme y empapado de sudor, sueña en voz alta con el vino francés que llega en
las remesas de Estrasburgo, de los alrededores de París, de Marsella...
—Escucha, mon ami, cuando vayamos de nuevo al andén traeré champaña
auténtico. Seguramente nunca lo has bebido.
—No, pero como no te dejarán pasarlo, haz el favor de no joder. Mejor es que
me consigas unos zapatos, ya sabes de cuáles: deben ser perforados y con doble
suela. De la camiseta, ya ni hablo; me la vienes prometiendo desde hace tanto
tiempo...
—Paciencia, paciencia... Cuando lleguen nuevas remesas, trae ré todo. Iremos
de nuevo al andén.
—¿Y si ya no hubiera más remesas para los hornos? —digo con malevolencia—.
¿Te has dado cuenta de lo tiernos que se están volviendo en el campo?
Cantidades ilimitadas de paquetes, prohibición de golpear a los prisioneros, te
dejan escribir a casa... ¿No es cierto? La gente habla muchísimo de los nuevos
reglamentos. Tú mismo los has estado comentando. De cualquier manera,
¡carajo!, llegará el momento en que comenzará a faltar gente.
—No digas estupideces...
Un bocadillo de sardinas llena la boca del gordo marsellés, cuyo rostro
inteligente semeja una minatura de Cosway (es mi amigo, pero ni siquiera sé
cómo se apellida).
—No digas estupideces —repite, tragando con esfuerzo (¡ya pasó, vaya!)—,
no digas estupideces; la gente no puede faltar. Sería el fin para todos en el
campo. Todos vivimos de lo que traen.
—¿Todos? No, no todos. Recibimos paquetes...
—Los recibes tú y tu compañero y unos diez más; los reciben ustedes, los
polacos, y ni siquiera todos. Pero nosotros, ¿los judíos y los rusos?... Si no
tuviésemos qué comer, si no fuera por las remesas, ¿se creen que podrían comerse
tranquilamente sus paquetes? No se lo permitiríamos.
—Nos lo tendrían que permitir. Se morirían de hambre como los griegos. En
el campo, quien tiene comida tiene el poder.
—Nosotros tenemos y ustedes también; ¿por qué pelear entonces?
Es verdad, no es necesario pelear. Ellos tienen y yo también; co memos juntos,
dormimos en el mismo camastro... Henri corta el pan y prepara una ensalada de
tomates. La mostaza de la cantina le da un sabor formidable.
En la barraca, por debajo de nosotros, bulle la gente desnuda, empapada en
sudor. Deambulan entre los camastros, por un pasillo a lo largo de la estufa
construida ingeniosamente para transformar este establo (en la puerta hay
todavía una tablilla que dice: verseuchte Pferde: los caballos enfermos deben
enviarse a tal o cual lugar) en el agradable hogar (gemütlich) de más de
quinientas personas. Habitan en los camastros de abajo a razón de ocho y
nueve; yacen desnudos, mostrando los huesos, apestan a sudor y a excremento.
Justamente debajo de mí está un rabino; cubierta la cabeza con un pedazo
de trapo, arrancado de una manta, lee un libro de oraciones en hebreo
(abunda aquí este tipo de lectura) con un lamento sonoro y monocorde.
—Quizás convendría hacerlo callar. Chilla como si hubiese agarrado a Dios por
los pies.
No siento ningún deseo de moverme del camastro. Que berree; irá más pronto
al horno.
—La religión es el opio del pueblo; me encanta fumar opio —añade
sentenciosamente el marsellés de mi izquierda, que es a la vez comunista y
propietario.
—Si ellos no creyeran en Dios y en la vida eterna, hace tiempo que habrían
demolido los crematorios.
—¿Y por qué no lo hacen ustedes?
La pregunta tiene un carácter puramente retórico, pero el marsellés responde:
—¡Idiota! —y se llena la boca con un tomate y hace un movimiento como para
decir algo; pero continúa comiendo en silencio.
Estamos terminando de comer cuando se produce en la puerta de la barraca
un gran alboroto. Los musulmanes 3 se apartan precipitadamente y corren a
esconderse en los camastros. En la cabina del jefe de la barraca irrumpe un
mensajero. Momentos después, surge el jefe majestuosamente.
—¡Canadá! ¡Fuera! ¡Rápido! ¡Llega una remesa!
—¡Gran Dios! —exclama Henri, saltando del camastro.
El marsellés casi se ahoga con el tomate; coge la chaqueta, grita: "¡Raus!" a los
de abajo y un instante después se encuentra ya en la puerta.
Se produce una gran agitación en los demás camastros. El "Canadá" sale rumbo
al andén.
—¡Henri, las botas! —grito a manera de despedida.
—Keine Angst! (no te preocupes) —me responde ya desde el patio.
Guardo la comida, ato con una cuerda la maleta, en la que se mezclan las
cebollas y los tomates del huerto de mi padre en Varsovia con las sardinas
portuguesas y el tocino de Lublín (regalo de mi hermano), junto con
auténticas frutas secas de Salónica. Me pongo los pantalones y desciendo del
camastro.
—Platz! —aúllo, abriéndome paso por entre los griegos, que se apartan. En la
puerta tropiezo con Henri.
3
Los parias del campo. (N. del T.)
—Allez, allez, vite, vite!
— Was ist los? (¿Qué sucede?)
—¿Quieres venir con nosotros al andén?
—¡Quiero!
—Entonces, en marcha. Toma tu chaqueta. Hacen falta aún unos cuantos. Ya
hablé con el kapo4 —y me empujó hacia afuera de la barraca.
Nos ponemos en fila. Alguien anota nuestros números, otro des de delante,
grita: "Marsch, marsch!", y corremos hacia la puerta, acompañados por los gritos
de una muchedumbre multinacional, a la que se conduce una vez más a golpes
hasta las barracas. No todos pueden ir al andén. Nos despedimos, y llegamos a
la puerta.
— Links, zwei, drei, vierl Mützen ab!
Rígidos, con las manos en los costados, atravesamos la puerta, con paso
elástico, enérgico, no carente de cierta gracia. Un SS. soñoliento, con una gran
pizarra en la mano, nos cuenta desganadamente, haciendo una señal con el dedo
después de cada grupo de cinco.
— Hundert! (cien) —exclama cuando pasa el último.
—Stimmt! (exactamente) —responde una voz ronca desde adelante.
Marchamos de prisa, casi a la carrera. Hay muchos centinelas jóvenes armados
de pistolas ametralladoras. Pasamos todos los sectores del campo II B, y el C, de
los checos, deshabitado, en cuarentena. Avanzamos por entre perales y
manzanos del truppen-lazarott (hospital militar), en medio de un verdor
desconocido, de aspecto lunar, asombrosamente exuberante para los pocos
días que ha habido de sol. Luego, describiendo una curva, dejamos de lado las
barracas, pasamos la línea de centinelas y desembocamos en la carretera: henos
aquí ya. Una decena de metros más y entre los árboles aparece el andén.
Es una rústica rampa como pueden encontrarse en algunas estaciones perdidas
en regiones remotas. La plazuela, rodeada por el cinturón verde de unos altos
árboles, está adoquinada. A un lado, cerca del camino, una pequeña barraca de
madera, más sucia y destartalada que la más sucia y destartalada de todas las
casetas de estación. Más lejos se ven grandes pilas de rieles y durmientes;
montones de tablas, fragmentos de barracas, ladrillos, piedras, tubería de
drenaje. Aquí se cargan las mercancías para Birkenau: materiales para los
trabajos del campo y gente para las cámaras de gas. En un día normal de
trabajo, llegan los camiones, cargan tablas, cemento, hombres...
Los centinelas se sitúan en los rieles y maderos, bajo la verde sombra de los
castaños silesianos que circundan el andén. Se secan el sudor de la frente, beben
de sus cantimploras. El calor es insoportable; el sol está inmóvil en el cénit.
¡Descanso! Nos sentamos en las partes sombreadas al lado de los rieles. Los
4
Jefe de cada barraca. (N. del T.)
griegos (algunos han logrado colarse, sólo el diablo sabe cómo) buscan entre
los rieles. Uno encuentra una lata de conservas, otro panecillos duros, restos de
sardinas. Comen.
— Schweinendreck! (¡cerdos!) —les escupe un centinela joven y alto, de
cabellera rubia y espesa y ojos azules, soñadores—. Dentro de poco habrá
tanto de comer, que no podrán acabar con todo —concluye, mientras rectifica
la posición de su ametralladora y se seca el sudor con un pañuelo.
—Son cerdos —asentimos.
—¡Eh, tú, gordo! —La bota de un centinela roza ligeramente la nuca de Henri
—. Pass mal auf (escucha), ¿no tienes sed?
—Sí, pero no tengo marcos —responde el francés en tono comercial.
— Schade! (¡lástima!)
—Pero, Herr Posten (señor centinela), ¿es que mi palabra no tiene ya ningún
valor? ¿No ha hecho más de un buen negocio conmigo? Wieviel? (¿cuánto?).
—Cien marcos. Gemacht? (¿de acuerdo?)
—Gemacht.
Bebemos un agua pesada e insípida a cuenta de un dinero y unos hombres
que ni siquiera han llegado.
—Tú, ten cuidado —dice el francés, mientras tira la botella vacía que va a
estrellarse contra los rieles—. No tomes dinero, porque puede haber un
registro. ¿Para qué demonios podría servirte, si tienes comida suficiente?
Tampoco cojas ropa, porque pueden sospechar que intentas evadirte. Toma sólo
una camisa de seda con cuello, y una camiseta. Si encuentras algo de beber, no
me llames. Yo me arreglaré por mi cuenta. Y ten cuidado si no quieres recibir una
buena paliza.
—¿Pegan?
—Por supuesto, hay que tener también ojos atrás, arschaugen (en el culo).
A nuestro derredor están sentados los griegos. Mueven las mandíbulas como
insectos rapaces e inhumanos; engullen con avidez unos trozos de pan rancio.
Están preocupados; no saben qué trabajo nos espera. Les inquietan esos maderos
y esos rieles. No les gustaría cargar con ellos.
— Was wir arbeiten? (¿en qué vamos a trabajar?) —preguntan.
—Nichts. Transport kommen. Alies Krematorium, compris? (Nada. Llega una
remesa. Todos al crematorio, ¿entiendes?).
—Alies verstehen (Todo entendido) —contestan en el esperanto del crematorio,
tranquilizados; no van a cargar rieles en los camiones ni a transportar los
durmientes.
Entre tanto, en el andén el bullicio y el tumulto aumentan a cada momento
que pasa. Los Vorarbeiter dividen a los grupos. Destinan a unos para abrir y
descargar los vagones que van a llegar; a otros los encargan de las escaleras de
madera y les dan instrucciones. Se trata de unas escaleras transportables,
cómodas y espaciosas, como para subir a una tribuna. Llegan motocicletas a
montones, atronando el espacio, cargadas de suboficiales SS., cubiertos de
galones de plata, robustos, regordetes, con las botas bien lustradas y relucientes,
con las caras ahitas de crasa vulgaridad. Algunos traen carteras bajo el brazo,
otros empuñan cañas flexibles de bambú. Eso les da un aire oficial y
dominante. Entran en la cantina, pues eso es —su cantina— la miserable
casucha donde en verano beben agua mineral y en invierno se reconfortan con
vino caliente; se saludan de manera oficial, extendiendo el brazo a la romana,
para después estrecharse las manos cordialmente, sonreír con afecto y ponerse
a hablar de las cartas que han recibido, de las noticias de casa, de los niños, y
mostrarse sus respectivas fotografías. Algunos se pasean con aire de dignidad por
la plazuela, haciendo crujir los guijarros y las botas y silbar los fuetes de bam bú
en señal de impaciencia.
La muchedumbre de trajes a rayas yace en las estrechas franjas de sombra,
respira desacompasademente y con esfuerzo, habla en su lengua materna y
contempla perezosamente y con indiferencia a los hombres majestuosos de
uniforme verde, el verdor de los árboles, la torre vecina e inaccesible de una
pequeña iglesia cuyas campanas tocan un ángelus tardío.
—¡El tren! —exclama alguien, y todos se levantan a la vez.
En la curva aparecen algunos vagones de mercancías: el tren avanza. Primero
los vagones, atrás la locomotora; el guardagujas se asoma, agita un brazo y
silba. La locomotora le responde con un pitido estridente, resopla y el tren
entra lentamente en la estación. Por las rejas de las ventanillas se ven unos
rostros humanos, pálidos, macilentos, insomnes: mujeres asustadas y hombres
que, ¡espectáculo insólito!, aún llevan cabellos. Pasan lentamente; contemplan la
estación en silencio. De pronto, desde el interior de los vagones surge un gran
estruendo que hace temblar los bastidores de madera.
—¡Agua! ¡Aire!
Son unos gritos sordos, desesperados.
En las ventanillas se apiña una masa informe, desesperada, de caras. Los labios
aspiran ansiosamente el aire. Unas cuantas bocanadas, y vuelven a desaparecer
los rostros para dejar sitio a otros que a su vez también desaparecen. Los gritos y
estertores son cada vez más intensos.
Un hombre de uniforme verde, con más galones que los otros, hace una mueca
de disgusto. Aspira el humo de un cigarrillo, luego lo arroja con ademán brusco,
cambia el portafolio de la mano derecha a la izquierda y hace un gesto al
centinela. Este deja deslizar lentamente la ametralladora por el brazo, apunta y
dispara una ráfaga contra los vagones. Se impone el silencio. Mientras tanto
llegan los camiones; los prisioneros colocan las escaleras, y se ponen en hileras al
lado de los vagones. El gigante del portafolio hace un gesto con la mano.
—El que sea sorprendido con oro o cualquier cosa que no sea alimento, será
fusilado por robo a la propiedad del Reich. Verstanden? (¿entendido?)
—Jawohl! (sí) —responden algunas voces sin entusiasmo, pero no desprovistas
de cierta buena voluntad.
— Also los! (¡A trabajar!)
Rechinan los cerrojos y se abren los vagones. Una ola de aire fresco entra al
interior, golpeando a la gente como si fuera gas carbónico. Oprimida por una
enorme cantidad de maletas, maletines, bolsas y fardos de toda clase (traen todo
lo que debió haber constituido su vida anterior y debería iniciar la futura), esta
masa informe se nos presenta en condiciones terribles; algunos se des mayan por
el calor y son asfixiados y aplastados por los demás. Ahora se agolpan en la
puerta abierta, y jadean como peces en la arena.
—¡Atención! Bajen con equipaje y todo. Que no quede nada en el vagón.
Amontonen aquí al lado los bultos. Entreguen los abrigos. Estamos en verano.
Marchen hacia la izquierda. ¿Está claro?
—Señor, ¿qué va a ser de nosotros? —dicen al pisar tierra, inquietos, nerviosos.
—¿De dónde son ustedes?
—De Sosnowiec, Bedzin. Señor, ¿qué va a sucedemos? —preguntan
obstinadamente, escudriñando con atención los fatigados ojos de los otros.
—No sé, no entiendo el polaco.
En el campo, es una ley engañar hasta el último instante a quienes van a morir.
Es la única forma de piedad permitida. El calor es tremendo. El sol ha llegado
al cénit, el cielo de brasas parece temblar, el viento que de cuando en cuando
nos llega, es tan sólo un soplo ardiente. Se agrietan los labios y en la boca se
siente el sabor salado de la sangre. Con tan larga exposición bajo el sol, el
cuerpo se debilita. Beber, ¡ay!, beber.
Salta del vagón una muchedumbre cargada de fardos, semejante a un río
enloquecido y ciego que busca un nuevo cauce. Pero antes de que vuelvan en sí
de la sorpresa que les produce el aire fresco y el aroma que desprenden los
árboles, ya les hemos arrancado los bultos de las manos y despojado de los
abrigos; a las mujeres les quitamos también los bolsos y las sombrillas.
—Señor, se lo suplico, es para el sol; no puedo...
—Verboten (prohibido) —gruñe entre dientes un guardián, resoplando
ruidosamente.
A nuestras espaldas se encuentra un SS., tranquilo, dueño de sí mismo, un
técnico.
—Meine Heuschaften (Señores míos), no dispersen tanto los objetos. Es preciso
mostrar un poco de buena voluntad —dice en tono benévolo, pero tuerce
nerviosamente con las manos la delicada fusta de bambú.
—Sí, sí —le responden al pasar, y con movimientos más animados marchan a lo
largo de los vagones.
Una mujer se inclina rápidamente para recoger su bolso. Silba la fusta, la
mujer da un grito, tropieza y cae bajo los pies de la multitud. Una niña que
camina tras ella, una niña pequeña y despeinada grita:
—¡Mamá!
Crece la montaña de objetos: maletas, bultos, mochilas, mantas, vestidos y
bolsos de mano, que al caer vierten billetes de banco multicolores, oro, relojes...
A la puerta de los vagones se apilan hogazas de pan, tarros de mermelada y
confituras, cerros de jamones y embutidos. El suelo se blanquea con el azúcar
derramado. Los camiones, una vez llenos, marchan con ruido infernal, entre los
lamentos y gritos de las mujeres que lloran por los hijos que les han arrebatado,
y el silencio cargado de estupefacción de los hombres a los que se ha hecho a
un lado. Los agrupados a la derecha, jóvenes y vigorosos, irán al campo. No
escaparán del gas; pero antes deberán trabajar.
Los camiones parten y llegan continuamente como una ininterrumpida y
monstruosa banda. La ambulancia de la cruz roja va y vuelve sin cesar. La
enorme cruz de sangre, pintada sobre el radiador, parece fundirse bajo el sol. Va
y viene infatigablemente: en ese vehículo, precisamente, se transporta el gas, el
gas que asfixiará a esta gente.
Los del "Canadá" trabajan junto a las escaleras. No tienen ni un momento de
reposo: separan a los que deben ir al gas, de quienes van al campo; empujan a
los primeros por las escaleras y los hacen trepar a los camiones. Sesenta más o
menos en cada camión.
Junto a ellos permanece un hombre joven, bien afeitado, un SS., con una
libreta en la mano. Cada camión es para él una raya; cuando hayan salido
dieciséis habrá un millar de hombres en números redondos. Es un hombre
meticuloso y exacto. Ningún camión parte sin que él lo registre y trace su raya:
Ordnung muss sein (debe haber orden). Las rayas se transforman en millares de
personas y los millares en remesas enteras, de los que sólo se anota: "de Salónica",
"de Estrasburgo", "de Rotterdam". El de hoy es designado como el "de Bedzin",
pero en el futuro será conocido como el "de Bedzin-Sosnowiec". Los hombres
seleccionados para el campo recibirán los números de 131 a 132 (mil, por
supuesto), y para abreviar se dirá únicamente: 131-132.
Las remesas aumentan así que pasan las semanas, los meses y los años. Cuando la
guerra llegue a su fin, podrá contarse el número de personas que fueron a dar
a los crematorios: 4.500,000, la batalla más sangrienta de toda la guerra, la
mayor victoria de los alemanes unidos y solidarios. Ein Reich, ein Volk, ein
Führer... y cuatro hornos crematorios. Pero en Auschwitz habrá dieciséis, con
capacidad para quemar cincuenta mil personas al día. El cam po se irá
ampliando hasta alcanzar con sus alambradas eléctricas las riberas del Vístula.
Encerrará en su seno a trescientas mil personas con uniforme a rayas. Se llamará
Verbrecher Stadt (la ciudad del crimen). No, la gente jamás va a faltar. Se
quemará a los judíos, a los polacos, a los rusos; llegarán al campo hombres de
occidente y del sur, del continente y de las islas. Reconstruirán las ciudades
alemanas destruidas, trabajarán la tierra, y tan pronto como flaqueen en ese
trabajo inhumano, oirán el eterno Bewegung! Bewegung! (muévanse), y se
abrirán ante ellos las puertas de las cámaras de gas. Las cámaras serán
perfeccionadas, resultarán más económicas, se las disimulará con mayor
habilidad. Serán como las de Dresden, que cuentan ya con una trágica leyenda.
Los vagones quedan al fin vacíos. Un SS delgado, picado de viruelas, se asoma
tranquilamente al interior, mueve la cabeza con disgusto, nos lanza una mirada
y señala hacia el interior de un vagón.
— Rein! (a limpiar).
Subimos al vagón. En los rincones, y entre excrementos humanos y relojes
perdidos, yacen unos niños asfixiados, pisoteados, pequeños monstruos desnudos
con cabezas enormes y vientres tumefactos. Los recojo como si fueran pollos, un
par en cada mano.
—No; al camión, no. Dénselos a las mujeres —dice el SS, mien tras trata de
encender un cigarrillo, molesto porque el encendedor no funciona.
—¡Tomen a estos niños, por el amor de Dios! —exclamo al ver que las mujeres
se alejan de mí con terror, encogiendo las cabezas entre los hombros.
El nombre de Dios es del todo superfluo. Tanto las mujeres como los niños irán,
sin excepción, a los camiones. Sabemos perfectamente lo que eso significa y nos
miramos con odio y horror.
—¿Qué pasa? ¿No quieren cogerlos? —dice, con tono de sorpresa y reproche,
el SS picado de viruelas, al tiempo que desenfunda el revólver.
—No hay necesidad de disparar. Démelos.
Una mujer alta, de cabellos grises, toma a los niños y me mira fijamente a los
ojos durante un instante.
—¡Tú, pobre muchacho! —murmura con una sonrisa, y se aleja con paso torpe.
Me apoyo en la pared de un vagón. Me siento postrado. Alguien me sacude por
el brazo.
—En avant! ¡A los rieles! ¡Anda!
Veo danzar un rostro frente a mis ojos. Se desvanece, se confun de, enorme y
transparente, con los árboles inmóviles, que de golpe se han vuelto negros, con
la muchedumbre que circula... Parpadeo con un esfuerzo: es Henri.
—Dime, Henri, ¿somos buenas personas?
—Deja de hacer preguntas imbéciles.
—Escucha, amigo: siento una rabia incomprensible contra estos pobres tipos a
quienes debo el encontrame aquí. No me producen ninguna lástima, ni siquiera
por el hecho de que van al crematorio. ¡Que la tierra se los trague a todos! Me
lanzaría contra ellos a puñetazos. Debe ser algo patológico... No acabo de
entenderlo.
—Por el contrario, es lo normal. Está previsto y calculado. El tormento que es
para ti todo esto, hace que te rebeles y lo más fácil es descargar la ira en los
débiles. Incluso conviene que lo hagas así. Es una manifestación del sentido
común, compris? —responde el francés, con expresión irónica, y se tiende
cómodamente junto a los rieles—. Mira cómo sacan provecho los griegos.
Tragan todo lo que les cae en las manos; uno de ellos se ha engullido en mi
presencia un frasco de mermelada entero.
—¡Cerdos! Mañana la mitad de ellos reventará por la diarrea.
—¿Cerdos? Tú también has pasado hambre.
—¡Cerdos! —repitió obstinadamente.
Cierro los ojos, oigo gritos, siento temblar la tierra y un aire ardiente me golpea
los párpados. Tengo la garganta completamente seca.
El río humano fluye sin cesar; los camiones rugen como perros rabiosos. Vemos
desfilar cadáveres sacados de los vagones, niños pisoteados, inválidos que son
echados junto a los cadáveres, y multitudes, multitudes... Otros vagones se
acercan lentamente; los montones de ropa, maletas y bultos crecen; la gente
baja, contempla el sol, respira, suplica que le den agua, monta en los camiones,
se marcha. Y más vagones, más gente... Las imágenes se mezclan y se confunden
ante mí; no sé si lo que veo sucede en realidad o se trata de un sueño. Veo de
golpe que los árboles verdes se columpian con toda la calle, con la abigarrada
muchedumbre. La cabeza me da vueltas, siento que voy a vomitar.
Henri me sacude por un brazo.
—¡Despierta! hay que cargar los bultos.
Ya no queda nadie. Los últimos camiones se alejan por la carre tera, levantando
nubes de polvo. El tren se ha marchado; por el andén vacío se pasean
dignamente los SS. Brillan los galones de plata en sus cuellos, resplandecen las
botas lustradas, sus rostros están rojos y congestionados. Entre ellos se
encuentra una mujer. Seca, huesuda; sólo ahora advierto que ha estado aquí
durante todo el tiempo. El pelo ralo y descolorido está peinado hacia atrás y
atado a la "nórdica". Se pasea con las manos metidas en una amplia falda-
pantalón, de un extremo al otro del andén: una sonrisa de rata congelada en sus
labios escuálidos. Odia la belleza femenina con toda la fuerza de una mujer fea
que tiene conciencia de ello. Sí, la he visto en otras ocasiones, la recuerdo muy
bien: es la comandante del FKL. Ha venido para examinar su lote, pues una parte
de las mujeres no ha subido en los camiones y marchará a pie hacia el campo.
Nuestros muchachos, los peluqueros, las raparán y disfrutarán ante la
humillación de esas mujeres que hasta hace poco eran aún libres.
Cargamos los bultos, levantamos unas maletas enormes y pesadas y las
transportamos con esfuerzo hacia los camiones. Allí las acomodan en pilas, las
amontonan, les meten los cuchillos en busca de vodka y de perfumes. Una de las
maletas se abre, y deja caer una profusión de vestidos, camisas, libros... Recojo
un pequeño bulto muy pesado. Lo desato. Es oro: dos buenos puñados de relojes,
brazaletes, sortijas, collares, diamantes.
—Gib her (dame eso) —dice tranquilamente un SS, y me tiende una cartera
abierta, llena de oro y de billetes extranjeros de muchos colores. Luego la cierra
y vuelve al acecho junto al otro camión. Es oro para el Reich.
El calor es insoportable. El aire inmóvil parece una columna al rojo vivo. Las
gargantas están secas. Cada palabra produce dolor. ¡Ah! ¡Si pudiésemos beber!
¡Beber! Pero hay que darse prisa: debemos terminar cuanto antes, para ir a la
sombra, para descansar. Terminamos de cargar. Los últimos camiones se
marchan. Recogemos cuidadosamente todos los papeles y desperdicios que han
quedado en las vías, quitamos la basura que ha dejado la expedición "para que
no quede la menor huella de esa gentuza". Pero en el momento en que
desaparece el último camión tras de los árboles y nos dirijimos, ¡por fin!, hacia los
rieles, a descansar y beber algo (quizás Henri pueda comprarle otro poco de
agua al centinela), resuena más allá de la curva el pitido del guardagujas.
Nuevos vagones van entrando lenta, muy lentamente; la locomotora emite un
sonido estridente. Por las ventanillas nos contemplan unas caras marchitas,
pálidas, planas como si estuviesen recortadas en papel, con los ojos enormes,
ardientes por la fiebre. Aquí están ya los camiones y el hombre tranquilo con su
libreta de apuntes; de la cantina entran los SS con sus carteras y portafolios para
recoger el oro y el dinero. Comenzamos a abrir los vagones.
No, ya no es posible mantener la sangre fría. Arrancamos con brutalidad las
maletas, quitamos violentamente los abrigos. ¡Sigan, sigan, marchen! Y siguen. Y
marchan. Hombres, mujeres, niños. Algunos de ellos ya están enterados.
Una mujer camina con paso vivaz, se apresura sin querer demostrarlo, pero sus
movimientos son febriles. Un niñito de unos cuantos años, de cara redonda y
sonrosada como un querubín, corre tras ella, sin lograr alcanzarla, y le tiende las
manos llorando:
—¡Mamá! ¡Mamá!
—¡Eh, mujer! Recoge al niño.
—¡No es mi hijo, no es mío! —grita la mujer histéricamente, y trata de huir,
cubriéndose la cara con las manos.
Quiere esconderse, confundirse con las que no irán en camión, las de a pie, las
que vivirán. Es joven, bella. Quiere vivir.
Pero el niño corre tras ella, gritando desaforadamente:
—¡Mamá, mamá! ¡No me dejes!
—¡No es mío, no es mío, no!
Por fin, Andrei, un marino de Sebastopol, la detiene. Sus ojos están turbios por
el vodka y el calor. La atrapa, la derriba con un violento golpe, y al caer la
agarra por el pelo y la levanta. Tiene el rostro deformado por la furia.
—¡Maldita sea tu madre, puta judía! ¿Así que quieres abandonar a tu hijo? ¡Yo
te enseñaré, ramera!
La agarra por la cintura, le aprieta la garganta con su enorme manaza y,
tomando impulso, la arroja violentamente al camión como si se tratara de un
pesado saco de trigo.
—¡Toma! ¡Esto también es para ti, perra! —y le arroja el niño a sus pies.
—Gut gemacht (bien hecho). Hay que castigar a las madres desnaturalizadas —
comenta el SS que se encuentra al lado del camión—. Gut, gut, ruski (Bien,
bien, ruso).
—Cierra el hocico —gruñe Andrei entre dientes, y se marcha hacia los vagones.
Saca una cantimplora de debajo de un montón de trapos, la abre, toma un
trago y me la pasa. Quema la garganta, es alcohol puro. La cabeza comienza a
zumbarme y las piernas se me aflojan. Me vuelve la náusea.
De pronto, de esta ola humana que se precipita ciegamente ha cia los
camiones, como impulsada por una fuerza invisible, emerge una jovencita. Salta
ágilmente del vagón y mira a su alrededor con ojos escudriñadores,
sorprendidos.
Una abundante cabellera rubia se desliza suavemente sobre sus hombros; con
gesto de impaciencia la echa hacia atrás. Pasa maquinalmente las manos por su
blusa y con un ademán casi imperceptible se alisa la falda. Permanece inmóvil un
momento. Finalmente aparta su mirada de la multitud y la pasea por nuestras
caras como si buscara a alguien; nuestros ojos se encuentran.
—Dime, ¿adonde nos llevan?
La contemplo. Tengo ante mí a una muchacha de cabello rubio maravilloso, de
pechos delicados cubiertos por una ligera blusa de organdí, y una mirada
inteligente, madura. Me mira atentamente a los ojos y espera. De un lado, la
cámara de gas, la muerte común, horrible, repugnante. Del otro, el campo, la
cabeza rapada, los pantalones de algodón para el verano, la fetidez de cuerpos
de mujer sucios y sudorosos, el hambre bestial, el trabajo inhumano, para, al fin
de cuentas, ir a parar a la misma cámara de gas, pero con una muerte aún más
abominable, más horrible. Quien ha entrado aquí jamás vuelve a su vida anterior;
ni siquiera sus cenizas traspasarán la línea de centinelas.
—¿Para qué lo habrá traído si de todas maneras se lo van a quitar? —pienso
mecánicamente, al ver en su muñeca un hermoso reloj con una fina pulsera de
oro. Tuska tenía un reloj parecido, sólo que lo usaba con una cinta negra.
—Respóndeme.
Me mantengo en silencio. Ella se muerde los labios.
—Ya comprendo —dice con un tono de altivo desprecio.
Echa hacia atrás la cabeza y se dirige resueltamente hacia los camiones. Alguien
intenta detenerla, pero ella se desprende bruscamente y sube de prisa por la
escalera a un camión casi lleno. De lejos, veo todavía su cabellera rubia flotando
al viento.
Entro en los vagones, saco criaturas, arrojo equipajes, toco los cadáveres; pero
no puedo dominar el miedo salvaje que aumenta en mi interior. Trato de
rehuirlos, pero yacen por doquiera: en la grava, en el andén, en los vagones.
Niños, mujeres desnudas y repulsivas, hombres contrahechos por las convulsiones.
Corro lo más lejos posible. Siento en la espalda el golpe de una caña de bambú.
Por el rabillo del ojo, veo a un SS. Me escapo y me mezclo entre un grupo del
"Canadá". Por fin logro deslizarme una vez más a lo largo de los rieles. El sol ha
descendido en el horizonte y baña el andén con sus rayos sangrientos,
crepusculares. Las sombras de los árboles se proyectan de manera espectral, y
en el silencio que al caer la noche envuelve a la naturaleza, el clamor humano
resuena cada vez de modo más fuerte y obstinado.
Sólo desde aquí puede verse en conjunto el infierno del andén. Una pareja cae
al suelo, unida en un desesperado abrazo. El hombre hunde convulsivamente los
dedos en el cuerpo de la mujer y ella se prende hasta con los dientes de la ropa
de él. Grita histéricamente, jura, blasfema, hasta que una bota llega a
sofocarla. Jadea entonces, se calla. Se les separa igual que si fuesen trozos de
madera y se les arrea como a bestias hasta el camión. Cuatro miembros del
"Canadá" transportan un cadáver: se trata de una mujerona enorme, hinchada.
Juran y maldicen por el esfuerzo, rechazando a patadas a los niños extraviados
que corren por el andén y aullan desolados como perros. Los cogen por la nuca,
por la cabeza, por los brazos y los arrojan como fardos en los camiones. Entre los
cuatro no pueden levantar a la mujer hasta la rampa del camión; piden ayuda, y
con la colaboración de otros, logran por fin depositar aquella montaña de carne
en la plataforma. Del andén llegan varios cadáveres tumefactos, enormes. En
medio de ellos han arrojado a los lisiados, a los paralíticos y a los que se han
desmayado. La montaña de cadáveres se agita, gime, aulla. El chofer pone en
marcha el motor y arranca.
— Halt! Hait! —ruge desde la parte de atrás un SS—. ¡Detente, mal rayo te
parta!
Arrastran a un anciano vestido de frac, con un brazo entabli llado. La cabeza
rebota en las losas, en las piedras. Gime y repite monótonamente y sin cesar:
— Ich will mit dem Herrn Kommandanten sprechen (Quiero hablar con el
señor comandante).
Repite esta frase con obstinación senil durante todo el trayecto. Arrojado al
camión, pateado, aplastado, sigue gimoteando: — Ich will mit dem...
—Cálmate, viejo —le grita un joven SS, riendo a carcajadas—; dentro de media
hora hablarás con el más supremo de todos los comandantes. Y no olvides
decirle: Heil Hitler!
Otros llevan a una niña que ha perdido una pierna. La llevan agarrada por un
brazo y por la pierna única. Tiene las mejillas bañadas de lágrimas, musita
lastimosamente: "Me duele, me duele". La arrojan al camión de los cadáveres.
Será quemada viva junto con ellos.
Es una noche fresca y constelada de estrellas. Permanecemos tendidos entre los
rieles. Reina un profundo silencio. En los altos postes, unas lámparas anémicas
proyectan círculos de luz entre la oscuridad impenetrable. Unos cuantos pasos, y
el hombre desaparece. Pero los ojos de los centinelas vigilan; sus fusiles y
ametralladoras están dispuestos para disparar.
—¿Te has cambiado de zapatos? —me pregunta Henri.
—No.
—¿Por qué?
—Ya he tenido más que suficiente.
—¿Tan pronto? ¿Apenas después de la primera expedición? Piensa nada más
en mí. . . Es posible que desde la Navidad hayan pasado ya un millón de
personas por mis manos. Lo peor son las expediciones que vienen de París:
siempre encuentra uno conocidos.
—¿Y qué les dices?
—Que los llevan a las duchas, que luego nos veremos en el campo, ¿qué les
dirías tú?
Permanezco en silencio. Bebemos un café con alcohol; alguien abre una lata de
cacao y lo mezcla con azúcar. Hay que cogerlo con la mano; el cacao se pega al
paladar. Bebemos más café, más alcohol.
—Henri, ¿qué esperamos?
—Falta aún por llegar otra remesa. Nadie sabe a qué hora llegará.
—Si viene, no iré a descargarlo. No podría.
—¿Te has desinflado? Un buen "Canadá"... Henri sonríe bonachonamente y
desaparece en la oscuridad. Momentos después está de regreso.
—Está bien —añade—. Cuida sólo de que no te descubra un SS. Quédate
todo el tiempo en este lugar. Yo te buscaré los zapatos.
—¡Deja de joder con los zapatos! Tengo sueño. Es noche cerrada. Entra otro
tren, un nuevo convoy. Los vagones surgen de la oscuridad, pasan por la franja
de luz y vuelven a desaparecer en las tinieblas. El andén es pequeño, la zona
iluminada es aún menor. Descargaremos un vagón tras otro. Se oye el ruido de
los camiones; se aproximan lúgubremente a las escaleras, alumbran los ár boles
con los fanales. Wasser! Luft! (agua, aire). Se repiten las mismas escenas: una
sesión retardada del mismo film; unas ráfagas de metralla, y los vagones se
tranquilizan. Una niña logra sacar medio cuerpo fuera de la ventanilla de un
vagón, pierde el equilibrio y cae en el andén. Durante un momento, yace
aturdida; pero se levanta y empieza a caminar en círculo, cada vez más de prisa,
extendiendo torpemente los brazos, como si hiciera ejercicios gimnásticos, aspira
ruidosamente el aire y gimotea monótonamente, estridentemente. Se ha vuelto
loca. El espectáculo crispa los nervios. Un SS le da una patada en la espalda
con la bota herrada y la derriba por el suelo. La oprime con el pie, saca el
revólver, dispara una, dos veces: la niña agita convulsivamente las piernas,
después queda inmóvil. Empezamos a abrir los vagones.
Otra vez me acerco a ellos. Nos llega un olor cálido y dulzón. Una montaña
humana inmóvil en terrible confusión llena el vagón hasta más de la mitad.
—Ausladen! (¡a descargar!) —ordena la voz de un SS que aparece entre las
tinieblas. Lleva en el pecho una lámpara portátil. Ilumina el interior.
—¿Por qué se quedan como atontados? ¡A descargar!
Y empieza a dar golpes con la fusta. Cojo la mano de un cadáver y la siento
asirse férreamente a la mía. La retiro con precipitación. Lanzo un grito, y echo a
correr. El corazón me late enloquecidamente y la garganta se me contrae.
Vomito, agachado bajo el vagón. Me deslizo tambaleándome en dirección de los
rieles.
Tendido sobre el hierro frío, sueño con regresar al campo, a mi camastro sin
colchón, a dormir un poco entre compañeros que no irán durante esa noche a
la cámara de gas. De pronto, el campo me parece un tranquilo remanso. Otros
mueren, pero uno logra vivir, tiene comida, fuerzas para trabajar, una patria,
una casa, una novia...
Las luces centellean de manera lúgubre. La ola humana fluye
ininterrumpidamente, turbia, inquieta, enfebrecida. Estas gentes creen que van
a iniciar una nueva vida en el campo, y se preparan síquicamente para una dura
lucha por la existencia. No saben que morirán en seguida, que el oro, el dinero,
los diamantes que precavidamente esconden en los dobladillos y costuras de los
vestidos, en los tacones de los zapatos, en los orificios del cuerpo no han de
servirles para nada. Personas experimentadas y meticulosas rebus carán en los
intestinos, sacarán el oro de debajo de la lengua, los diamantes de la matriz y
del recto. Les arrancarán los dientes, y en cajas herméticamente cerradas
enviarán todo eso a Berlín.
Las siluetas negras de los SS pasean tranquilamente. El de la libreta de apuntes
traza las últimas rayas, y ajusta el número de quince mil.
Muchos, muchos camiones han partido rumbo al crematorio.
Terminamos. Los cadáveres diseminados en el andén son transportados en el
último camión, junto con los equipajes. El "Canadá", rico en panes,
mermeladas, azúcar, oliendo a perfumes, con ropa interior limpia, se prepara
para el regreso. El "Kapo" termina de llenar una caldera con oro, sedas y café.
Es para los guardianes de la puerta; así dejarán entrar al "komando" sin pasar por
el control. El campo vivirá unos días gracias a esta remesa; comerá sus jamones
y embutidos, confituras y frutas; beberá sus vodkas y licores, vestirá su ropa,
traficará con oro y objetos. Una buena parte de este botín será llevada por los
civiles fuera del campo, por la Silesia, hasta Cracovia y aún más lejos. Traerán
cigarrillos, huevos, vodka y cartas de casa en cambio.
Durante algunos días se hablará en el campo de la remesa "Sosnowiec-Bedzin".
Era una buena expedición muy rica.
Cuando llegamos al campo, las estrellas comienzan a palidecer, el cielo, cada
vez más transparente, parece que va a elevarse ante nosotros, la noche se aclara.
El día se anuncia cálido y sereno.
De los crematorios se elevan espesas columnas de humo, y forman en la altura un
inmenso río negro, sobre Birkenau, para ir a perderse tras los bosques, por el
rumbo de Trzebinia. La remesa de Sosnowiec está ya ardiendo.
Nos encontramos con un destacamento SS armado de ametralladoras, que va a
relevar la guardia del campo. Marchan con paso uniforme, hombro con hombro.
Una sola masa, una sola voluntad.
— Und morgen die ganze Welt ... (y mañana el mundo entero) —cantan a voz
en cuello.
— Rechts ran! (¡derecha!) —ordena la voz de mando.
Les dejamos libre el paso.
TADEUSZ BOROWSKI:
EL MUNDO DE PIEDRA

Opera, ópera

Tras la breve obertura, se alzó la cortina de felpa. La luz dorada de los reflectores
inundó las piedras de un patio de prisión rodeado de muros recubiertos de
playwood. Una sombra aumentada teatralmente disimulaba la entrada de los
sótanos, desde donde llegaba un sordo martilleo de pies humanos sabiamente
amplificado por los bajos de la orquesta. El director de orquesta, de frac negro, se
mantenía de lado en relación con la escena iluminada de abajo por una luz cerosa,
cadavérica. Su cara era amarilla y su boca entreabierta, sus ojos hundidos estaban
lívidos, como desecados. Sus manos oscilaban y palpitaban poéticamente al ritmo
de la música como una rama bajo una borrasca violenta. La cantante, vestida de
hombre, estaba arrinconada en la esquina que hacían los muros de la prisión. El
guardián que se hallaba a su lado llevaba una capota que le llegaba a las rodillas,
exhibía una falsa calvicie y sostenía un manojo de verdaderas llaves de hierro.
Yo me hundí en mi butaca y me apoyé en su brazo recubierto de paño. Mis narices
olfatearon instintivamente. Un perfume dulzón de cabellos se mezclaba al aroma
irritante de una piel, a un olor de polvos y de lavanda. Junto a mi mejilla sentí el
cálido aliento de una mujer.
—Es verdaderamente bello —murmuré, lleno de admiración ante el involuntario
contraste que ofrecían las sombras y las luces sutiles que jugaban sobre la sala,
sobre la orquesta y en la escena.
—O ja, das ist wunderschön —me cuchicheó la mujer con solicitud; volvió su cabeza
hacia mí y me sonrió tiernamente. Tenía dientes brillantes como perlas. Uno de sus
ojos estaba como nublado, lo que daba a su cara un aspecto de eterna confusión. Yo
le miré los ojos semicerrados, las cejas imperceptiblemente fruncidas.
—¿Bist du vielleicht böse? —preguntó quedamente, inquieta de pronto; parpadeó
y, con la punta de los dedos, me acarició la mano.
Filas de cabezas humanas, de mujeres, de soldados y de funcionarios emergían de
la penumbra a nuestros pies. En los palcos, las caras grises de los oficiales con
órbitas terrosas destacaban en el fondo negro de las colgaduras.
—¿Aber wo? ¿Warum soll ich denn? —Saqué del bolsillo una tableta de chocolate y
se la tendí; ella partió un pedazo y deslicé de nuevo el resto en mi bolsillo.
La hoja de estaño crujió secamente entre mis dedos como un periódico que se
desgarra.
El director de orquesta bajó las manos y la música se hizo más suave, apagándose
casi. Los pasos subterráneos se ahuecaron y el eco emitido por los sótanos se
extendió por todo el teatro. Se sentía en ellos una fatiga, un temor y una nostalgia
sobrecogedores. La música se hinchó espasmódicamente y cesó de pronto.
Entonces, húmedo remolino, un hormigueo de cuerpos enredados se encogió por la
puerta del sótano y trepó, plasma viscoso, hasta el medio del patio, a pleno sol. Esta
masa humana que parecía encadenada con los mismos hierros, vestida con un solo
andrajo pútrido, parecía alzar hacia el sol un único rostro horriblemente ciego y
tendía hacia el cielo decenas de manos desnudas de una blancura obsesiva. Y de
pronto, ella murmuró con una voz sepulcral: ¡Toquen!, y durante una explosión de la
orquesta, estalló en un sollozo desgarrador: "¡El sol, el sol!". Recorrió la sala un
estremecimiento que también se apoderó de mí. Después, la música se amortiguó y
la comparsa se coaguló en el centro mismo del patio en un éxtasis un poco teatral.
Por fin, la cantante entonó un aria y, con los últimos acentos, el guardián de las
llaves se agitó de manera inquietante al pie del muro. La masa humana se contrajo
como un verme pisoteado; después, acompañada por el barítono del guardián, se
deslizó por la puerta de la cueva y desapareció en los sótanos.
La mujer seguía la escena con ojos dilatados. Se había inclinado hacia delante,
incrustando sus dedos en el respaldo de la butaca. Habiéndose cruzado con mi
atenta mirada, sonrió perpleja.
—¿Bist du vielleicht böse? —preguntó ella en un murmullo medroso. Su pecho se
expandió en un suspiro. Un descote generoso dejaba ver entre sus senos una cicatriz
blanca y profunda.
—¡Aber wo! ¿Warum soll ich denn? —repliqué, dejando correr mi mirada sobre el
corte delgado y perfecto.
El telón cayó lentamente; oficiales, soldados, funcionarios de los ejércitos aliados,
damas del gran mundo, estudiantes y muchachas premiaron el Fidelio, a los
prisioneros y al guardián con un trueno de aplausos. El director de orquesta se
inclinó profundamente, soltándosele en la frente sus largos cabellos. El telón volvió
a levantarse. La mujer observó mi chaqueta verde de SS, con mangas demasiado
largas para mí, que yo había recibido a mi salida del campo después de haber
devuelto mi uniforme rayado, mi camisa de tejido de ortiga y mis calzoncillos. Sus
labios se movieron pero no oí sus palabras. Dijo, más claramente: — ¿Bist du böse?
—¿Nee, warum soll ich denn? —repliqué sonriente. Puse mi mano sobre sus
caderas, la deslicé hasta la ingle y hundí mi dedo en su cuerpo con tanta fuerza que
la mujer se enderezó completamente, apoyó la nuca en el respaldo de la butaca y
entre sus labios convulsivamente contraídos aparecieron sus dientes brillantes como
perlas, fuertemente apretados de dolor.

La muchacha de la casa quemada

Me incliné con curiosidad sobre la balaustrada del puente apretando fuertemente


con mis dedos la fría barandilla de hierro, a fin de no lastimarme el pecho y cerré los
párpados un instante. El aire estaba todavía embalsamado por la lluvia de verano,
pero ondeaba ya bajo el efecto del sol, y de las piedras sobrecalentadas de la acera
se elevaba un vapor, cálido como un aliento, que me rozaba las piernas. Soplos
frescos, casi silvestres, llegaban del río, se abultaban y se deprimían, vacilaban,
hubiérase dicho, como olas que se quiebran y a veces un acre olor de hojas
putrescentes se deslizaba entre ellos como un reflejo sobre el agua. Hay que decir
que yo contraje prudentemente la nariz, pues sobre el asfalto de la calle pasaban
con estruendo camiones que expandían un fétido olor de carburante que se
mezclaba al perfume del polvo húmedo, se fundía con las exhalaciones de las
cloacas y hacía desaparecer completamente las bocanadas del viento que soplaba
desde el río.
Una casa quemada, de ladrillos rojos, bruñidos, como podridos por lo alto,
cubiertos de herpes de mezcla y profundamente agrietados, en las habitaciones
desiertas, que las llamas habían devorado completamente, estrechos esqueletos de
chimeneas; en los muros, insensatas brechas de puertas y ventanas inútiles —todo
enlazado por una hiedra voraz que se había incrustado en los muros y había trepado
a las cornisas—; la verja que separa la casa de la calle, herrumbrosa y retorcida;
cerca de la vivienda un álamo famélico, pálido, plateado por la lluvia y roto por un
obús —todo esto visto desde arriba de los arcos del puente-— yacían, pequeños y
frágiles, sin importancia como juguetes de niño.
Más allá de los campos se extendía un vasto campo de hierba espesa, lujuriante,
desteñida como la vieja tapicería del canapé verde que se hallaba hace poco en la
casa quemada; destellos irisados de vidrio espejeaban en la hierba. Por los
alrededores rojeaban fragmentos de ruinas frescas; la vegetación no había tenido
tiempo aún de engullir por completo el reciente escombro. La calle, despojada de
sus casas, y que los transeúntes ya no cruzaban, estaba ceñida por un semicírculo de
faroles torcidos, y al borde de las cunetas macizas, plantadas a todo lo ancho al sol,
crecían árboles de frondas fantásticamente abundantes y espumosas; la hierba
saltaba ávidamente sobre la vertiente y la intensidad de su verdor dañaba los ojos;
entre los árboles se veían, disimulados por la maleza, tanques pintados de color de
hoja muerta y las manchas blancas de aviones de caza. Sobre la amarilla arena, al
pie de las cunetas, reposaban piezas de artillería de todos los calibres. A lo largo del
puente, sobre el empedrado, traqueteaban pesadamente carretas de campesinos
llenas de ladrillos y de cal, mientras que por encima de la casa, sobre el campo, los
taludes y las carretas, nubes de vientre violeta y rosa atravesaban una a una el cielo,
florecían y se marchitaban al viento como flores prematuras.
Así, desde arriba de las arcadas del puente, yo rememoraba este increíble paisaje, y
a pesar de mí mismo, esperaba casi que, si yo abriese los ojos, la hierba que había
invadido las ruinas, la verja de hierro recubierta de minio, los tanques, los aviones y
los cañones de todo calibre que allí estaban expuestos, las carretas, los caballos
apáticos, los carreteros, sus ladrillos y su cal, todo esto se desvanecería y en su lugar
reaparecerían las malezas espesas y delicadas llenas de rumoreo de hojas y de piar
de pájaros; que los árboles secos reverdecerían, que la casa quemada se llenaría de
gente y que, entreabriendo la puerta disjunta que batía perpetuamente, una
muchacha en traje de peregrina azul marino saldría del corredor ausente y alzaría al
cielo su cara pálida y meditabunda. La muchacha pasaría por los senderos a lo largo
del seto vivo, se deslizaría hábilmente entre los arbustos como un ágil animal: de
noche, cuando el cielo está sembrado de estrellas y brillante como el cristal, un rayo
de luna se posaría sobre la silueta o bien la sombra vacilante del álamo la
envolvería, un perfume sofocante de clavero o el acre olor de la tierra en primavera
la acompañaría o aun las hojas secas crujirían bajo sus pasos o menudos carámbanos
rechinarían con un ruido de vidrio; ella llegaría de detrás de la esquina de la calle y,
agazapados al pie de un pilar del puente, nosotros sorberíamos ávidamente el
líquido demasiado caliente, comeríamos en la piedra esculpida una sopa de papas o
de barszcz o aun una vasija de leche que me había guardado para la comida; en
cuántos caminos, calles, recodos, la silueta de esta muchacha ha permanecido,
cuántas veces he sentido la frescura de sus labios rojos, y junto a mí el calor de su
cuerpo; cuántas veces he contemplado en la oscuridad su cara quemada, que refleja
dolorosamente los estremecimientos de su cuerpo: amor de muchacho y celo de
mujer; ternura y obstinación, separaciones y retornos; mocedad y madurez; las
calles, las aceras, las puertas de las casas, los hombres, las imágenes del cielo, los
parques estremeciéndose en la sombra plena de sus manos blancas, los colores de
las telas de lana en los bailes populares, la lluvia, el sol, los árboles y el aire están
colmados de imágenes de ella más tenaces bajo mis párpados cerrados que esos
tanques camuflados en el verdor, los aviones blanquecinos y los cañones de todo
calibre expuestos en la arena amarilleante a la vista de los mirones.
Abrí los ojos llenos aún del paisaje de antaño y paso a paso, arrastrándome,
descendí penosamente los escalones del viaducto, hediondos de orina y de fango,
hasta la acera. En una calleja, transversal, observé a los obreros que, con el torso
desnudo, sacaban ladrillos de entre las ruinas y los hacían rodar por un canal de
madera, miré las carretas cargadas de ladrillos y tirados por caballos extenuados,
abarqué con la mirada los campos herbosos, los árboles secos, las cunetas y el álamo
sobre el declive, ese paisaje al que yo había estado antes apegado; en fin,
frunciendo fuertemente las cejas, partí con paso decidido hacia el centro de la
ciudad. Mientras que yo pasaba cerca de la casa quemada sobre la cual crecía la
hierba, del campo sopló un viento y sentí en mi nariz como una viva bocanada
dulzona del hedor de un cuerpo en descomposición, que se desprendía de las
entrañas de los cimientos, de los sótanos abrumados de escombros.
Sin embargo, mi olfato me había engañado, pues, como me dijeron casualmente, es
en otra calle donde esta muchacha había sido sepultada bajo los escombros y seis
meses después de su muerte, los padres la habían exhumado y enterrado lege artis
en un cementerio barato de los suburbios.
ZOFIA NALKOWSKA
[1889-1964]

Es una autora muy representativa del ambiente intelectual del período de


entreguerras. Educada en un medio de ideas liberales y de alta cultura, se
desarrolló precozmente y comenzó a publicar siendo aún muy joven. Siguió los
caminos de la novela tradicional, aunque desarrollándolos con gran penetración y
lucidez. Representa la corriente sicologista dentro de la narrativa de la Polonia
Independiente; dos temas la obsesionan, los mecanismos del amor y el estudio
de las transformaciones operadas en la sicología humana y en las relaciones
sociales de nuestro siglo. La segunda guerra mundial, los hornos crematorios, las
ejecuciones masivas, parecieron derrumbar todos los valores que había
sostenido. Entre sus obras destacan, Mujeres, 1906, El príncipe, 1907, Las
contemporáneas, 1909, El idilio de Teresa Hennert, 1925, Un mal amor, 1928, La
frontera, 1935, para algunos críticos esta última es la novela más importante
del período de la preguerra. Como consecuencia del trabajo en la Comisión
Internacional de Investigación de los crímenes del Nazismo, publicó
Medallones en 1946.
ZOFIA NALKOWSKA:
LOS NIÑOS EN AUSCHWITZ

Cuando se hace con la imaginación un recuento del cúmulo enorme de muertes


a ritmo acelerado que, aparte de las causadas por las operaciones militares
propiamente dichas, ocurrieron en el territorio polaco, el sentimiento más
intenso que se experimenta, además del horror, es el del asombro.
Masas innumerables de personas fueron asfixiadas y quemadas, con
refinamiento inaudito, con un método más que minuciosamente concebido,
llevado a cabo racionalmente y perfeccionado. Esto, sin renunciar por ello a los
procedimientos libres de los aficionados, a quienes se los dictaba el gusto
personal.
No fueron decenas ni centenares de miles, sino millones de seres humanos los
que en los campos de la muerte polacos fueron transformados en materias
primas y mercancías. Además de los famosos, como Majdanek, Auschwitz,
Birkenau y Treblinka, de vez en cuando se descubren otros, menos conocidos.
Ocultos en medio de los bosques y de las colinas cubiertas de verdor, a veces
retirados de las vías férreas, esos campos permitían el empleo de sistemas más
simples y económicos.
Así, por ejemplo, se han encontrado yacimientos enormes de cadáveres
enterrados, en Tuszynek y en Wiaczyn, cerca de Lodz.
En los alrededores de Chelmno, bastó un viejo palacio situado en una colina,
con una vista magnífica sobre un paisaje de jardines y trigales, un viejo granero
en ruinas, y un amplio claro en un joven pinar cuidadosamente cercado, para
alcanzar la cifra de un millón de víctimas.
Fue suficiente un pequeño edificio de ladrillo rojo, junto al Instituto de
Anatomía de Wrzeszcz, en las afueras de Gdansk, para transformar en jabón la
grasa de los asesinados y su piel en pergamino.
Los alemanes prometían a los judíos detenidos en Italia, Holanda, Noruega y
Checoslovaquia excelentes condiciones de trabajo en los campos de Polonia, y a
los sabios se les garantizaba que ocuparían puestos en los institutos de
investigaciones; igualmente ofrecieron en propiedad a un grupo de judíos la rica
ciudad industrial de Lodz, recomendándoles que llevaran consigo sólo los
objetos de mayor valor.
Cuando un transporte de prisioneros llegaba al lugar de destino, se les hacía
apearse de los vagones por un lado de la vía, y sus maletas eran arrojadas por
el otro lado.
Luego, en las barracas a donde se los conducía, les ordenaban desnudarse para
ir a los baños y poner en orden la ropa. Cuando salían de allí, ninguno volvía a
recibir sus vestidos. Unos eran precipitados desnudos en las cámaras de gas o en
camiones herméticamente cerrados donde morían asfixiados por los gases de
escape durante el viaje al crematorio. Otros recibían en cambio unos harapos
con los que se les conducía a los campos de trabajo.
En Auschwitz, igual que en los otros campos, se acumularon en los almacenes
enormes depósitos de ropa, calzado, joyas y objetos de uso personal de las
víctimas. Trenes cargados de mercancías salían rumbo al Reich. Los brillantes
desmontados de los anillos y sortijas eran transportados en botellas cerradas.
Cajones llenos de gafas, relojes, polveras, cepillos de dientes colmaban los
vagones. Todo tenía un valor específico.
Los huesos calcinados eran utilizados en la fabricación de fertilizantes, la grasa se
convertía en jabón, la piel en objetos de cuero, el pelo en colchones. Pero éstos
no eran sino subproductos de aquella enorme empresa estatal que, en el
transcurso de unos cuantos años, rindió beneficios incalculables.
Estos beneficios constantes provenían del suplicio y el terror de los hombres,
pero también de su envilecimiento y sus crímenes, y constituían la base económica
de todo el sistema de los campos. El postulado ideológico de la aniquilación de
razas y naciones enteras servía a este objetivo, constituía su justificación.
Los prisioneros que regresan ahora a Polonia, de los campos alemanes de
Dachau y Oranienburg, nos suministran nuevos datos, que complementan
nuestros conocimientos sobre el estado real de cosas. Se comprueban que en el
Reich, equipos enteros de especialistas se ocupaban de descoser los vestidos y
calzados transportados de los campos polacos a la metrópoli. En las costuras de
la ropa, en las suelas, dentro de los tacones de los zapatos, encontraban gran
cantidad de monedas de oro. Eso explica que a la muerte de Himm ler se
descubriera en su residencia de Berchtesgaden cientos de miles de libras
esterlinas en divisas de veintiséis países.
Al examinar los documentos proporcionados por la deposición de los testigos y
las inspecciones realizadas en los lugares mismos del drama, sobre ese fenómeno
extraordinario que constituye Auschwitz, sorprende la perfección de los métodos
por medio de los cuales el sistema y los reglamentos de este campo realizaban su
doble tarea: política y económica, podría decirse, ideológica y práctica.
La tarea política consistía en despoblar ciertas regiones para adueñarse de sus
riquezas naturales y culturales. La tarea económica tenía por objetivo lograr
que la realización de ese plan no sólo no produjera el menor perjuicio
económico, ni ocasionara gastos, sino que, por el contrario, se convirtiera en
fuente de utilidades, en primer lugar por el trabajo de los prisioneros en las
fábricas de la industria bélica y en segundo, en especie, es decir, por medio de
los bienes arrebatados a las víctimas.
Esta empresa concebida y realizada tan cuidadosamente fue obra de hombres.
De éstos, unos eran los ejecutores y otros sus objetivos. Fueron hombres quienes
reservaron ese destino a otros hombres.
¿Quiénes fueron esos hombres?
Numerosos ex prisioneros del campo, salvados de la muerte contra toda
esperanza, testimoniaron ante la Comisión para la Investigación de los crímenes
hitlerianos. Había entre ellos hombres de ciencia, políticos, médicos, profesores,
gente que constituía la gloria de sus pueblos.
Cada uno era, por lo general, el único sobreviviente de su fami lia; cada uno
había sabido de la muerte de sus padres, esposa e hijos. Se salvaron sin saber
siquiera cómo fue posible.
El doctor Mansfeld, profesor de la Universidad de Budapest, dijo:
—Pude salvarme por no creer ni un solo instante en la salvación. Si hubiera
abrigado ilusiones, habría carecido de la calma moral que me preservó la vida.
Estos hombres tenían en el campo la tarea de prestar ayuda a los demás,
mientras rozaban diariamente la muerte, pues sufrían igual que los otros toda
clase de torturas. Como médicos eran necesarios a los alemanes en el campo y eso
les permitía salvar, hasta cierto límite, a algunas de las víctimas.
El doctor Grabczynski de Cracovia, por ejemplo, encargado del bloque número
22, lugar de asesinato y terror, donde se enviaba a los enfermos graves para su
liquidación, lo transformó en un verdadero hospital. No sólo atendió a los
enfermos en su calidad de médico y les consiguió medicinas y vendajes, sino que
valiéndose de mil subterfugios, libró del gas a muchos enfermos graves, les salvó
la vida, asegurando que se restablecerían al cabo de cinco días.
Pero quienes llevaban a cabo con sus propias manos aquel plan preciso de
asesinato y rapiña eran también hombres. Y hombres eran los que superaban el
marco de los reglamentos, los que asesinaban sólo por deleite.
Las declaraciones, notables por su claridad y precisión, del diputado Meyer,
quien pasó doce años de su vida en los campos alemanes, nos permiten tener
una idea del rostro verdadero de los verdugos de Auschwitz.
El mayor criminal del campo era August Class, hombre fuerte y musculoso,
quien hacía todos los días una visita a las barracas, con ágil paso de atleta.
Golpeaba a las víctimas elegidas en los riñones, para no dejar ningún rastro, y la
muerte sobrevenía tres días después.
Otro, ponía la bota en la garganta del prisionero y le aplastaba la laringe con
su peso.
Otro más se divertía en hundir la cabeza de los prisioneros en un cubo y
mantenerla sumergida hasta que los desdichados se ahogaban.
Uno de los más sanguinarios —un asesino profesional— era muy exigente al pasar
revista, y si la ropa o las botas de alguien no estaban bien limpias lo golpeaba en
la cabeza con una porra de goma rematada con un trozo de plomo, con tal
precisión que lo mataba en el acto. Se vanagloriaba de lograr quince víctimas
diarias.
Otro, de dos metros de estatura, nariz larga, cara afilada y ojos estrechos, con
una nuez que le bailaba en la garganta y unas manos enormes, estrangulaba
diariamente a varios prisioneros, antes de tomar el desayuno, escogiéndolos a
golpe de vista en los diferentes sectores durante su paseo matinal.
Indudablemente estos hombres podían actuar así; de antemano se había
hecho todo lo necesario para poner en movimiento esas fuerzas, latentes en la
subconsciencia del hombre, que si no son despertadas, pueden dormir sin
manifestarse jamás.
Una selección extraordinariamente cuidadosa y un sistema de educación bien
meditado crearon aquel equipo humano, único en la historia, que desempeñó
hasta el final el papel que le estaba destinado.
Sabemos por el testimonio del diputado Meyer que el partido de Hitler
aumentó sus miembros en la etapa inicial, reclutando a sus adeptos en los bajos
fondos de la sociedad. Había criminales, asesinos y ladrones; había también
explotadores de mujeres. La educación nazi cultivó sus instintos naturales con una
solicitud particular. Un indicio de ello fue la ley especial promulgada en
Alemania que prohibía reprochar a los miembros del partido su pasado personal.
Muchas personas fueron encarceladas por infringir esta prohibición.
Según las declaraciones del doctor Fisher, profesor de siquiatría en Praga, había
cursos especiales, a menudo de dos años, para la formación de la juventud
hitleriana, y en ellos se hacían experimentos prácticos de crueldad sádica.
El mismo profesor Fischer, que durante muchos años fue perito judicial, afirma
que el sadismo aún en el más bajo nivel no disminuye la responsabilidad
criminal. Todos son hombres conscientes de sus actos y tienen la plena
responsabilidad de ellos.

Los niños en Auschwitz sabían que iban a morir. Se escogía para la cámara de
gas a los más pequeños, aquéllos que todavía no podían desempeñar ningún
trabajo. Se procedía a su selección, haciendo pasar a los niños, uno tras otro,
bajo una barra colocada a una altura de un metro y veinte centímetros.
Conscientes de la gravedad del momento, los más pequeños se enderezaban al
acercarse a la barra, y marchaban sobre la punta de los pies para to carla con la
cabeza y salvar así la vida.
Alrededor de seiscientos niños, condenados a la muerte por as fixia estuvieron
recluidos en espera de que hubiera el número suficiente para llenar la cámara
de gas. Sabían de qué se trataba. Se dispersaban por el campo y trataban de
esconderse; pero los SS los conducían de nuevo al edificio. Desde lejos se podían
oir sus lamentos, pidiendo socorro.
—¡No queremos ir al gas! ¡Queremos vivir!
Una noche llamaron a la ventana del cuarto de un médico. Cuan do éste la abrió,
entraron dos muchachitos completamente desnudos, transidos de frío. Uno tenía
doce años y el otro catorce. Habían logrado escapar del camión en el momento
en que llegaba a la cámara de gas. El médico ocultó a los niños, les dio de comer,
les consiguió vestidos. Logró que un hombre de confianza que trabajaba en el
crematorio anotara dos cadáveres más de los que había recibido. Exponiendo la
vida a cada momento, ocultó a los dos niños hasta el momento que pudieron
salir al campo sin despertar sospechas.
Una hermosa mañana de verano, el doctor Epstein, profesor de Praga, iba por
una calle entre los edificios del campo de Auschwitz, cuando vio a dos niños.
Estaban sentados en la arena y empujaban unos palitos. Se les acercó y
preguntó:
—¿Qué hacen aquí, niños?
Y obtuvo esta respuesta:
—Jugamos a quemar judíos.
ZOFIA NALKOWSKA:
EL HOMBRE ES FUERTE

El palacio, que ya no existe, estaba en el borde de la colina, dominando un vasto


paisaje de primavera, llano hasta el horizonte, de campos verdes simétricamente
divididos.
El palacio se desmoronó, como dice Michal P. Fue volado al mismo tiempo en que
el bosque vecino, en el famoso bosque Zuchowski, le dieron fuego a cuatro
crematorios.
Servía de decoración, de espléndida puerta que conducía de la vida a la muerte.
Desempeñaba el papel de metáfora en aquel rito, que todos los días, desde hacía
mucho tiempo, se realizaba con ceremonial invariable. Hombres y mujeres, con la
fatiga del camino, pero todavía vivos, todavía dueños de sí, vestidos con sus ropas
de viaje, atravesaban la primera puerta y luego la segunda y penetraban en el
interior de la mansión. Caían las puertas traseras del camión. Los viajeros,
ayudándose unos a otros, bajaban ruidosamente las escaleras. Todavía —a juzgar
por el letrero colocado sobre la entrada— pueden pensar que entran en un
establecimiento de baños. La ilusión dura poco. Después de atravesar el interior del
edificio aparecen, en el patio opuesto, en trajes menores. Algunos aún tienen en la
mano la toalla y el pedazo de jabón. Acosados y defendiéndose de los culatazos
suben desordenadamente al camión colocado delante del palacio: una enorme
cámara de gas semejante a un vagón de muebles. Las puertas se cierran estrepitosa
y herméticamente. Es ahora cuando los hombres de los sótanos del palacio, hombres
a otros fines destinados, pueden oír el gran grito de terror. Cogidos en la trampa
gritan pidiendo socorro, golpean las paredes del camión. Pocos minutos después,
cuando los gritos cesaban, el camión partía. A su debido tiempo, otro auto llegaba
al mismo lugar.
El palacio ya no existe. Ya no existe tampoco aquella gente. En el borde de la colina
ha quedado un cuadro de diferente vegetación que asoma sus tallos y hojas entre
los menudos escombros, limitados por los restos de muro a ras de tierra. Y ha
quedado bajo el despeñadero un vasto pedazo de mundo visible: lejanos campos
verdes, árboles primaverales en las praderas, contorno de bosques en el horizonte.
Al sol, en el lugar de los antiguos huertos, se reunía un pequeño grupo de hombres.
Todos pueden hablar de lo que allí había tenido lugar. En torno al palacio habían
levantado una cerca de madera de unos tres metros. Poco era lo que se podía ver.
Pero se podía oír el arrastre de cuerpos, el rechinar de cadenas. Delante del palacio
se oía constantemente el ruido de motores de camiones que torcían hacia el bosque
Zuchowski. También se podían oír los gritos de personas,
—Yo vivía en Ugaj, trabajaba para los alemanes.
Así relata Michal P, un judío joven, de constitución atlética y cabeza pequeña.
Habla en voz baja, despacio, pero en su voz hay algo de solemne, parece como si
estuviera recitando algún texto sagrado.
—Acompañé hasta el camión a mi padre y a mi madre. Más tarde a mi hermana y
sus cinco hijos y a la esposa de mi hermano con sus tres hijos. Quise ir voluntario con
mis padres, pero no me dejaron.
Tenían sus razones.
—Trabajaba entonces, por encargo del Comité Judío de Ugaj, en el derribo de un
viejo granero; por eso no estaba en la conjura cuando se llevaron a los judíos de
Kolo.
Algunos tenían miedo. Entonces Siuda, un gendarme de los llamados Volksdeutsch
polacos, les dijo: "No tengan miedo, los llevan a la estación de Barloga y de allí
seguirán hasta el lugar de trabajo". Dejaron pues de tener miedo. Hubo inclusive
algunos que se mostraron deseosos de marchar.
Los judíos de Kolo fueron transportados durante cinco días. Los últimos que se
llevaron fueron a los enfermos, aunque los choferes habían recibido órdenes de
viajar despacio y con cuidado.
En los primeros días de enero de 1942, junto con otros cuarenta judíos de Ugaj, nos
llevaron al puesto de gendarmes. Al día siguiente llegó un camión de Izbica con
quince judíos de esa ciudad. Nos metieron en el camión y nos llevaron a Chelmo.
Todos éramos fuertes, aptos para realizar los trabajos más pesados.
Con espléndido ademán señaló el lugar, donde por entre las hojas se veían
escombros.
Todavía estaba allí el palacio. Quería ver cómo era por dentro, pero no nos dejaban
mirar. Cuando el camión entró en el segundo patio, levanté la lona y vi ropas viejas
tiradas por el suelo. No necesité más para enterarme de lo que allí pasaba.
Del camión nos hicieron bajar a los sótanos. Nos obligaron a darnos prisa
golpeándonos con las culatas. En la pared estaba escrito en judío; "Quien entra aquí
encuentra la muerte".
Al día siguiente me llamaron arriba para recoger las ropas que otros habían dejado.
En una sala grande, esparcidas por el suelo, había muchas prendas de vestir de
hombres y mujeres; abrigos y zapatos. Había que llevarlas a otra habitación, donde
había grandes montones de lo mismo. Los zapatos teníamos que colocarlos en
montón aparte. En el primer cuarto, donde se desnudaban los judíos, había dos
estufas bien encendidas. Hacía calor para que los judíos se desvistieran sin
resistencia.
En el sótano las ventanas estaban tapadas con tablas, pero poniéndose uno encima
de otro se podía ver algo por las rendijas.
Los alemanes obligaban a la gente a salir al patio en paños menores. No querían
salir sin ropa, pues el frío era espantoso. Los alemanes los obligaban a golpes a subir
al camión.
Los que volvían a los sótanos, después del trabajo de la noche, decían que
enterraban a gentes asfixiadas. Fue entonces cuando me ofrecí para trabajar en el
bosque. Pensé que del bosque tal vez pudiera huir.
A unos treinta, después de darnos palas y picos, nos llevaron en un camión al
bosque Zuchowski. A las ocho de la mañana llegó el primer camión de Chelmo. A los
que estábamos trabajando en la zanja no nos dejaban volver la cabeza. Pero aún así,
yo vi cómo los alemanes retrocedieron cuando se abrieron las puertas traseras del
auto. De su interior salía un humo espeso. No se sentía ningún olor desde donde
estábamos.
Luego tres judíos entraron en el auto y empezaron a echar al suelo los cadáveres.
Hacinados unos sobre otros, llenaban el vehículo hasta la mitad. Algunos se
mantenían abrazados. A los que todavía les quedaba un aliento de vida, los
alemanes los remataban con un tiro en la nuca. En cuanto terminaba la descarga, el
coche volvía a Chelmo.
Más tarde dos judíos pasaban los cadáveres a dos ucranianos. Vestían de paisano.
Con unas tenazas arrancaban a los cadáveres los dientes de oro, del cuello las
bolsitas de dinero, de las muñecas los relojes, de los dedos los anillos.
Registraban a los cadáveres hasta provocar náuseas.
Hasta entonces eran tres los que hacían este trabajo. Pero aquel día, precisamente
cuando estaban cargando a los judíos en el auto, un ucraniano quedó encerrado.
Gritó, pero los otros también gritaban de modo que los alemanes no pudieron
enterarse. Y fue así como murió asfixiado entre judíos uno de los que habría de
registrarlos. Cuando el transporte llegó reconocieron al ucraniano. Quisieron
salvarle la vida. Le aplicaron respiración artificial, pero ya era tarde.
Los alemanes no registraban a los cadáveres personalmente, pero seguían atentos
el trabajo de los ucranianos. Lo que estos habían recogido lo metían los alemanes en
una maleta especial. Ya no era obligación quitarse la ropa interior.
Terminada la inspección, colocábamos los cuerpos en la zanja, bien apretados, con
la cabeza del uno entre las piernas del otro para que cupieran muchos. Todos con la
cabeza hacia abajo. La zanja se ensanchaba a medida que se acercaba a la
superficie. En las últimas capas cabían unos treinta cadáveres uno al lado del otro.
En tres o cuatro metros de zanja cabían unos mil.
Diariamente llegaban al bosque trece camiones con asfixiados, cada camión
transportaba hasta noventa. Los judíos limpiaban el suelo del vehículo y si
encontraban algo de oro, también iba a parar a la maleta especial. El jabón y las
toallas volvían a Chelmo.
Desde el primer día intenté ponerme de acuerdo con otros para fugarnos. Pero era
mucho el miedo que todos tenían. Nuestro trabajo duraba todo el día, hasta el
anochecer. Nos apaleaban para que trabajáramos más de prisa. Cuando alguno
trabajaba demasiado despacio, le mandaban tumbarse cara abajo entre los muertos
y le daban un tiro en la nuca.
Los gendarmes que nos cuidaban nunca estaban borrachos durante el servicio. Eran
siempre los mismos. No hablaban con nosotros. De cuando en cuando, alguno de
ellos nos arrojaba un paquete de cigarillos a la zanja.
Una vez llegaron al bosque Zuchowski tres alemanes desconocidos. Hablaron con
los oficiales de la SS, miraron los cadáveres, rieron y se fueron.
Trabajé diez días. El bosque todavía no estaba cercado, tampoco había aún
crematorios. Estando allí fueron asfixiados los judíos de Ugaj y de Izbica: un viernes
gitanos traídos de Lodz y el sábado judíos del ghetto de Lodz. Cuando llegaron los
judíos de Lodz, los alemanes hicieron una selección entre nosotros: veinte que eran
débiles fueron llevados a la cámara de gas, poniendo en su lugar a otros tantos
judíos fuertes llegados de Lodz.
El primer día estos judíos de Lodz estuvieron encerrados en un sótano contiguo al
nuestro. Por la pared nos preguntaban si era bueno el campo, si "daban mucho
pan". Cuando se enteraron de cómo era, empezaron a maldecirse diciendo: "Y
nosotros que nos hemos apuntado voluntariamente para venir a trabajar...".
Calló por algunos instantes; pensaba en algo. Su cuerpo grande, huesudo, se había
inclinado bajo el peso de una fatiga interior. Tras breve meditación, añadió:
—Cierto día —un martes— del tercer camión llegado de Chelmo fueron arrojados
al suelo los cadáveres de mi mujer y de mis hijos; el chico tenía siete años y la niña
cuatro. Me eché sobre el cadáver de mi mujer y mandé que me dispararan.
No quisieron matarme. Uno de los alemanes dijo: "El hombre es fuerte, todavía
puede trabajar". Con una vara me estuvo apaleando hasta que me levanté.
Aquella noche dos judíos se ahorcaron en el sótano. Quise ahorcarme también,
pero me disuadió de ello un hombre devoto.
Entonces me puse de acuerdo con otro para huir por el camino. Pero aquel día él
viajó en otro camión. Decidí huir solo.
Cuando llegábamos al bosque, me acerqué al hombre que nos escoltaba para
pedirle un cigarrillo. Me lo dio. Entonces retrocedí y otros lo cercaron pidiéndole
cigarros. Rasgué con un cuchillo la lona cerca de la cabina y salté del camión.
Dispararon contra mí pero no acertaron. En el bosque, un ucraniano en bicicleta
disparó varias veces pero tampoco logró acertar. Huí.
En una aldea me escondí en un pajar, enterrándome bien en la paja. Por la mañana
oí a los campesinos comentando que los alemanes estaban en la aldea y que
buscaban a un judío forajido. Después de dos días, sin comer, salí del escondrijo.
Entré en casa de un campesino cuyo nombre desconozco. Me dio de comer, me
afeitó y me dio una gorra para que recobrase el aspecto humano. De aquí me fui a
Grabowo, donde encontré al judío con quien había acordado huir. El se fugó del
otro camión el mismo día.
Antes de partir, fuimos al bosque Zuchowski, donde había trabajado Michal P.
cavando enormes fosas colectivas y donde había reconocido los cadáveres de su
mujer y de sus hijos.
En un extenso claro, entre apretados y oscuros pinos, crecían franjas de hierba
joven. No había ramas verdes de brezo ni helecho. En cierto lugar, la fosa estaba
descubierta, asomando entre la sucia arena un pedazo de pie humano. Más adentro,
donde el bosque era más espeso, nos mostraron el sitio de los crematorios
incendiados.
Dos mujeres de las aldeas vecinas nos acompañaron por el bosque. Cuando
supieron quiénes éramos nos preguntaron si la Comisión de Investigación no podía
apresurar la exhumación. Eran la madre y la mujer de un hombre fusilado allí en los
primeros días de existencia del campo. Sabían dónde estaba la tumba.
Alguien señaló la tapa de una caja de fósforos con letras en griego y otros papeles
descoloridos por la lluvia con nombres de farmacias extranjeras. En el lugar donde
habían estado los crematorios, alguien halló dos pequeñitos huesos humanos.
MARÍA DABROWSKA
(1889-1964)

Junto con Nalkowska, María Dabrowska es la otra gran escritora polaca


contemporánea. Muy joven trabajó en el movimiento cooperativista en el campo
y estudió detalladamente la vida campesina. Sigue las tradiciones de la novela
realista del siglo XIX. En un estilo de máxima diafanidad no exento de
grandeza, nos presenta en sus obras un amplio panorama de la vida polaca
desde la insurrección de 1863 hasta nuestros días. Sus obras más importantes:
Gentes de allá, 1925, Amistad, 1927, Noches y días, 1932-1934, Las señales de la
vida, 1938, Estrella de la mañana, 1955, Ensayos sobre Conrad, 1959.
MARÍA DABROWSKA:
PEREGRINACIÓN A VARSOVIA

El 3 de febrero de 1945, a las cinco y media de la mañana, abandonamos


Dabrowa Zdunska, cerca de Lowicz, y nos dirigimos a la próxima estación de
Jackowice. Una ligera ventisca ha endurecido el fango del deshielo de ayer. Tal
es la primera circunstancia favorable. Las botas no se hunden en el lodo, y los pies
pueden caminar sobre la superficie de crujientes terrones congelados. A derecha
e izquierda del sendero que cruza el campo, las franjas de nieve fundida lanzan,
acá y allá, un blanco resplandor en la gris madrugada.
Un inmenso tren formado por varias docenas de vagones de carga, había salido
rumbo a Varsovia, pasando por Lowicz, antes de que llegáramos a la estación.
Se siente en la atmósfera algo tan fresco y estimulante, que inflama la
esperanza asociada siempre con el alba.
La estación está desierta. Aún no hay horario, ni movimiento normal de trenes.
Por esta línea sólo circulan transportes del ejército. Con actitud amistosa, un
ferrocarrilero polaco nos asegura que el próximo tren saldrá dentro de poco.
De hecho, no tenemos que esperar demasiado, o así nos lo parece: nuestra
paciencia está bien adiestrada. A las siete y media, el ansiado tren llega de
Kutno. Esta vez son sólo vagones tanque; pero descubrimos junto a la
locomotora un vagón gris con las puertas entreabiertas y unas escalerillas hasta
el andén. Nos dirigimos allá sin pérdida de tiempo. Es la segunda circunstancia
afortunada. Una parte del vagón está constituida por un pequeño
compartimiento con una estufa roja y asientos. En una mesa, junto a la ventana,
van dos oficiales, un hombre y una mujer. Él lleva un gorro ruso de piel, ella un
sombrero polaco de cuatro picos. En uno y otro hay águilas polacas. Un soldado
raso, con un uniforme exactamente igual al de la infantería polaca de antes de la
guerra, añade combustible a la estufa. Nadie se opone a nuestra entrada. Los
hombres se mantienen silenciosos. El oficial —un coronel— fuma su pipa. La
joven oficial es la única persona que deja traslucir deseos de conversar. Sonríe
amistosamente. Tiene las uñas manicuradas, pintadas de rojo oscuro y en los
labios hay huellas de lápiz labial carmesí. Entiende algo de polaco. Es nieta de
uno de los insurgentes de 1863 deportados a Siberia. Cuando le pregunta mos si
es polaca, nos responde orgullosamente:
—No, soy rusa.
Tanto ella como el coronel, son médicos del ejército de la Divi sión Kosciuszko.
Van a Sochaczew para desmontar un hospital de campo y transportarlo al frente.
Cuando hablan con el soldado que está junto a la estufa, lo llaman "Negro". Le
pregunto al "Negro" de dónde es. Hace una pausa antes de responder:
—De Luck.
También él es hombre de pocas palabras, y eso nos sumerge en el silencio.
En Lowicz surge la confusión. Nadie sabe si el tren va a seguir, y, en caso de que
sea así, hacia dónde. Finalmente, resulta que van a separar el vagón y esperar la
salida hacia Sochaczew, sin saber si de allí salen trenes para Varsovia, o
continuar en los vagones tanque hasta Skierniewice. Algunos de éstos tienen
en la parte trasera una pequeña cabina donde pueden acomodarse dos
personas. Dichas cabinas van vacías. Saltamos a una de ellas. Cerramos la puerta
con el objeto de no congelarnos; de todos modos Skiernie wice no está muy
lejos.
En la estación de Skierniewice pulula una multitud innumera ble de personas
con fardos. Todos se dirigen a Varsovia, y la mayoría ha esperado más de
veinticuatro horas. Vagamos a lo largo de los andenes y de los edificios de la
estación, atestados de una bullente humanidad. Me siento agradablemente
sorprendida ante la novedad de que la estación entera sea accesible a todos. Las
salas de espera de primera y segunda clase, reservadas durante cinco años
"únicamente para alemanes", están ahora invadidas por nuestra propia gente,
sin que, al fin, nadie la saque, la empuje o la golpee. E involuntariamente,
pienso: "¡A lo que nos habían reducido, si tan poco nos parece ya bastante!"
Después de una hora de espera, o algo así, una nerviosa activi dad se apodera
de la expectante multitud. Algunas personas gritan que se aproxima el tren de
Lodz. Es cierto que llega un tren y, ¡oh, maravilla de las maravillas!, se trata
de un tren "civil", un tren de pasajeros. Nos lanzamos a él, o mejor dicho somos
lanzados por la presión de la gente. Pero casi al mismo tiempo retrocedemos.
Desde la puerta, un joven miliciano, en traje de paisano, como todos nosotros,
pero con un rojo brazalete y un fusil en la espalda, nos sale al encuentro con los
brazos abiertos, y exclama:
—¡No seguimos! ¡El tren regresa a Lodz!
El muchacho no es mal sicólogo. Evidentemente, nadie quiere tomar un tren
para Lodz. Todos somos peregrinos que vamos a la bendita entre las benditas: la
martirizada Varsovia.
Algunos descienden como poseídos, saltan, se lamentan, lloran, maldicen.
Repentinamente, el mismo miliciano comienza a gritar:
—¡Nuevas instrucciones! ¡El tren seguirá hasta Zyrardow!
Incapaces de reflexionar frente a la nueva situación, ya hemos sido arrojados,
casi cargados en vilo hasta el vagón, por la presión de la gente, y quedamos
detenidos en el corredor. Me deslizo hacia el excusado, donde seis personas
logramos acomodarnos. En la tabla de la letrina pueden sentarse dos personas.
En la puerta abierta y en el corredor se arremolinan algunas muchachas. Después
que hemos recobrado el aliento, nos ponemos a conversar. Descubrimos que son
ucranianas que regresan de los campos de trabajo forzado en Alemania. Las que
están más cerca de nosotros pertenecen a un koljós de los alrededores de
Zytomierz. Cantan canciones rusas, sin tregua, una tras otra. Cantan sobre los
jóvenes komsomoles, sobre "Katyuszka, de pie a la orilla del arroyo"; luego, una
canción adecuada a las circunstancias: "Madre querida, ¿por qué entregaste mi
belleza a Alemania?" Otra, de la que sólo recuerdo estas palabras: "La llama está
extinguiéndose, los ancianos hablan del pasado". Y muchas más, que he
olvidado por completo.
En Zyrardow nos enteramos de que no tendremos que descender. El tren seguirá
hasta Pruszkow. Pero nos detenemos una hora en Zyrardow. En cierto momento,
el comandante militar de la estación, un oficial soviético, se acerca a la puerta
de nuestro vagón. Saluda con cordialidad a sus compatriotas que vuelven del
cautiverio. Las muchachas le preguntan:
—Díganos, ¿dónde termina esta Polonia? Avanzamos y avanzamos, y seguimos
aún en Polonia.
—Es cuestión de un poco de paciencia. Pronto llegarán al río Bug. Después del
Bug, ya es Rusia —las consuela el oficial.
Es casi de noche cuando llegamos a Pruszkow. El tren no sigue adelante.
Descendemos. El paso de los viajeros a través de la puerta de ingreso, donde
los milicianos verifican la identidad de todos, es lento. Algunos, cansados e
impacientes, se deslizan sin más por los agujeros que hay en las bardas. Al fin,
nosotros también llegamos a la población. Reina una oscuridad profunda. A cada
momento, nuestros pies tropiezan con algún obstáculo en la calle adoquinada, o
se sumergen en algún charco que ha dejado el deshielo. La oscuridad es ruidosa
y agitada; las calles hierven de peatones, que en su mayoría, responden, cuando
se les pregunta alguna dirección:
—También yo soy forastero.
La oscuridad de la noche se interrumpe a veces por los fuegos y luces que
cruzan el cielo en todas direcciones. Alguien me explica que es para expresar la
alegría de la liberación. Pero para mí, son como los fuegos que los alemanes y
los polacos usaron durante la insurrección de Varsovia para alumbrar los
blancos, tanto más cuanto que con frecuencia se escuchan descargas de
artillería.
Pasaremos la noche con las amistades de uno de los viajeros. La caminata a través
de la vibrante oscuridad nos parece interminable, pero por fin llegamos a
nuestro destino. Nos acogen cordialmente en el estilo al que los difíciles años
que hemos vivido nos han acostumbrado. Esa cordialidad es lo único que tenemos
para calentarnos, pues el departamento es tan frío como la misma calle. En
cuanto a comer, hay sólo patatas que han sido adquiridas a cambio de una
pulidora de pisos. Afortunadamente, el alimento que traíamos está intacto,
pues las condiciones en que viajamos no nos permitieron comer. Lo compartimos
con nuestros nuevos amigos, y éstos nos dan café de cereal preparado en una
lámpara de alcohol.
Las conversaciones sobre nuestros compatriotas se prolongan a lo largo de la
noche, y hablamos de todo aquello que nos duele o nos reconforta. También
se comenta la escasez de alimentos que reina en Pruszkow. El comercio se halla
momentáneamente en un punto muerto, desde que se sabe que la moneda de
la ocupación ya no es válida, y a pesar de que no ha llegado el nuevo dinero de
Lublin, nadie quiere aceptar la vieja moneda. La fatiga interrum pe nuestra
conversación. Tan pronto como toco con la cabeza la hospitalaria almohada,
caigo dormida como un tronco.
A la mañana siguiente partimos, con la esperanza de abordar algún convoy del
ejército que se dirija a Varsovia. Pero se ven poquísimos vehículos y todos pasan
volando sin atender nuestras señales. ¿Qué hacer? Mi compañero decide ir
caminando. Nuestros queridos amigos de Dabrowa me han obsequiado con una
buena ración de alimentos "para Varsovia". Mi brazo derecho, fracturado
durante la insurrección, no ha recobrado aún su fuerza normal, y por eso no me
atrevo a caminar los quince kilómetros que restan, con semejante peso. Nos
despedimos, y él parte. Por un momento, me siento tentada de desistir de aquel
viaje y volver a Dabrowa; sobre todo porque me encuentro sin dinero. En mi
bolso llevo unas cuantas monedas, ya sin valor. Pero ante la puerta cerrada de la
estación se arremolina una multitud. Está prohibida la entrada. Un miliciano
dice que él nada puede hacer. Si de él dependiera, dejaría entrar a todos; pero
ha llegado una nueva orden que prohibe la permanencia de los civiles en las
estaciones de ferrocarril.
—Cuando llegue un tren les permitiré pasar —dice.
No, no sabe cuándo llegará otro tren.
Recuerdo que en Pruszkow existe una filial de la Cooperativa de Varsovia, y
que lo más posible es que cuente con vehículos que viajen entre Pruszkow y
Varsovia. Pienso que uno de ellos, con seguridad, podrá llevarme. Pero es
domingo y todas las estaciones se hallan cerradas. Así que comienzo a caminar
lentamente a lo largo de la carretera. Después de un rato, sin saber casi por qué,
cambio de dirección. Instintivamente me meto en una calle amplia y casi
desierta, y mis ojos errabundos van a posarse en un autobús que está a lo lejos.
Un camión en bastantes buenas condiciones y cubierto con una lona
alquitranada. Encima del motor, sobre el cual está inclinado un militar, se agita
una bandera roja y blanca. Cerca de él hay un hombre en traje de civil, sin
duda alguna una persona de la localidad. Me olvido de mi pesada cesta, y corro
con toda la energía de que soy capaz hasta llegar junto al hombre vestido de
civil.
—¿Por casualidad sabe hacia dónde se dirige este autobús? ¿Tal vez a Varsovia?
¿Podrían llevarme?
El hombre se muestra escéptico.
—Quizás —dice—, pero va lleno.
En unos cuantos minutos me entero de que aquel autobús estaba a punto de
emprender el viaje a Lowicz para recogerme.
Viajan en él el director del Museo Nacional de Varsovia y algunos conocidos
míos, gente del mundo de las artes y las letras. Y así, por pura casualidad,
después de treinta horas de viaje, llego a Varsovia al mediodía en un camión
del Museo Nacional.
Después de terminar las formalidades relacionadas con la ayuda financiera que
se me concede en mi calidad de escritora, en moneda de Lublin, me despido de
mis amigos, que se quedarán en el barrio de Praga, y a eso de la una de la tarde
me encamino a la calle de Polna.
Cerca del Museo Nacional, a mitad de la avenida, hay un enorme cráter,
recuerdo de la explosión del túnel del ferrocarril. Fuera de eso, el pavimento
está prácticamente intacto, aunque cubierto en su mayor parte por escombros
y ladrillos. No obstante, hay mucho tráfico en las calles, de peatones sobre
todo, y en los lugares descombrados hay también tráfico de vehículos. ¡Cuán
conmovedor es el espectáculo de estos extenuados peatones, cargados con
maletas, bultos, cestas! Fieles varsovianos que convergen de todas las
direcciones hacia las ruinas de su amada capital. Nada les arredra; están
dispuestos a vivir entre ruinas, dispuestos a comenzar la reconstrucción de esta
ciudad, más vital en su heroica muerte que todas las ciudades intactas del
mundo.
Prosigo a lo largo del horrible cañón que forma la calle Nowy Swiat, hacia la
plaza de las Tres Cruces. Nieve derretida, lodo, muros calcinados, edificios
muertos, a través de cuyas ventanas puede verse el suave gris del cielo y los
huecos interiores. En las paredes, grandes inscripciones blancas: "Libre de minas",
"Minas extraídas tal o cual día". O el aterrorizador: "¡Atención! Minas". Un
destacamento de zapadores, con los detectores de minas al hombro camina a lo
largo de la calle. Arriesgan la vida para dejar sin efecto la maldad del enemigo,
que sembró de muerte hasta los muertos restos de Varsovia.
De la iglesia de San Alejandro, convertida en patéticas ruinas, han
desaparecido las columnas de la nave central. Sólo un costado de la plaza, entre
la calle Bracka y Nowy Swiat, logró escapar. Todo son ruinas en derredor.
Ruinas por doquier. Parece la realización literal del himno: "Cada umbral será
nuestra fortaleza", o de aquellas palabras pronunciadas hace siglos por el rey
Boleslaw Krzywousty: "Prefiero perder mi reino a verlo esclavizado."
Me detengo ante el número 48 de la calle Mokotowska, en cuyo jardín recibió
sepultura mi hermana. La casa es un monumento nacional. Fue en otra época
propiedad de J. I. Kraszewski. Es baja y larga, según el estilo que imperó a
comienzos del siglo XIX. La morada del gran narrador que escribió la historia y
describió las costumbres nacionales, escapó también esta vez de la destrucción.
Me aproximo a la puerta que conduce al patio y al jardín. Una inscripción hecha
con yeso blanco advierte: "Minas. ¡Atención! ¡Retírese!" Los alemanes minaron
hasta las puertas de los cementerios; sabían que al volver los exiliados y
deportados encaminarían sus primeros pasos hacia ellos. Permanezco aquí un
largo rato, con lágrimas en los ojos; mis sentimientos están tan quebrantados
como la ciudad, en mi interior el corazón yace hecho añicos.
Prosigo. ¡Es extraño! Hice este mismo camino el día dos de octubre, el día de
nuestro éxodo de Varsovia. Entonces existían todas las casas de la calle
Mokotowska, y aunque descascaradas por la metralla, estaban animadas de
bullicio y de gente. Ahora, no son sino escombros. El invasor, después de
expulsar a los habitantes, llevó a cabo esa obra de destrucción con furia
acendrada; un acto de venganza contra esta ciudad invencible. Después paso
frente a un edificio sólo parcialmente incendiado. Frente a él, sobre una estaca
clavada entre un montón de cascajo y nieve, se puede leer: "Se vende café
caliente, bocadillos, sopa". Dentro hay ruido, gente ocupada, golpeteo de
martillos. Sonrío. No, la muerte es impotente contra los varsovianos. De lo más
profundo de mi ser surge algo así como un extraño entusiasmo, tal como el que
nos levantaría en nuestra más terrible caída y todo lo que podemos hacer es
impulsarnos empeñosamente hacia arriba.
Cruzo la plaza Zbawiciela. En medio, un cementerio. La iglesia se halla en pie,
pero terriblemente maltrecha. La calle Mokotowska entre la plaza y la calle Polna
se quemó también en su mayor parte. Contemplo la calle Jaworzynska. El
edificio número 2, que en otro tiempo fue el hospital de los insurgentes, está
deshecho, las ventanas sin marcos, las paredes descascaradas. El interior,
evidentemente, fue devorado por las llamas. En este mismo edificio, la noche
del 21 de septiembre, me entablillaron el brazo. Veo ahora aquella noche y
nuestro viaje subrepticio al hospital, mientras una nube de fuego se levantaba
sobre nuestras cabezas.
Doy vuelta a la calle Polna por entre las ruinas espectrales del edificio número
32, tantas veces incendiado durante la insurrección; los residentes de nuestro
edificio fueron llamados varias veces a prestar ayuda contra el incendio. A mi
izquierda, una brumosa vista de huertas con la fruta del año pasado no recogida,
con casas de verano cubiertas con guirnaldas de secas enredaderas.
Con paso lento, como si todo lo visto pesara sobre mis pies y me dificultara la
marcha, llego a la entrada del edificio número 40. En el dintel, una
inscripción: "Minas extraídas el 27 de enero de 1945". El portero, mi viejo
amigo, me saluda a la entrada. Se ha dejado crecer la barba gris. Nos abrazamos
y besamos, llorando. Juntos sobrevivimos a la Insurrección, en la que él perdió
un hijo y una hermana.
Así empezó mi primera semana en la Varsovia destruida.
Fue una semana de trabajo absorbente y abrumador, en ciertos aspectos
extraordinaria, distinta de todo lo hasta entonces conocido.
Las viejas formas de existencia han sido en su totalidad destruidas. La vida
consiste ahora en relegar las exigencias de cultura e higiene más elementales,
a fin de poder moverse en medio del hormiguero destruido. La humanidad se ha
deparado un monstruoso desperdicio de tiempo. El entusiasmo, con que
podrían crearse los más espléndidos valores espirituales y materiales, se
enciende al rescatar alguna preciosa bagatela de entre las ruinas, un recuerdo
de la antigua vida. Y a la vez, ante la idea de comenzar de nuevo, surge una
impaciencia jubilosa, una recobrada juventud del corazón, como si se
contemplara por primera vez el mundo, como si se volviera a descubrir la vida.
Me alojo en casa de una vecina que llegó al día siguiente de que los alemanes
fueran desalojados por el Ejército Rojo. Se ha instalado, si así puede decirse, en
la única habitación cuyas ventanas tienen cristales. Por la fuerza de las
circunstancias se ha convertido en madre, guardiana y consejera de los
residentes que poco a poco van regresando al edificio. Todos traemos algunas
provisiones que depositamos en su departamento, y ella prepara nuestra comida
y hace la limpieza con ingeniosa y alegre hospitalidad. Todos, hom bres y mujeres,
dormimos juntos, sin desnudarnos, sobre algunos colchones recobrados. A la hora
de la cena (durante el día cada quien atiende sus propios asuntos), tratamos de
bromear, y hay ocasiones en que hasta llegamos a divertirnos.
Pero antes de caer dormida, durante largo rato, evoco a los amigos, conocidos o
simples compatriotas asesinados, deportados, perdidos para siempre.
La mayor parte del día la paso abajo, en el apartamiento en que he vivido desde
1917. Me han robado toda la ropa, pero los muebles y, lo que es más importante,
los archivos familiares y la biblioteca han logrado salvarse. No hay vidrios en las
ventanas, los lienzos de pared están húmedos y desconchados; el viento penetra
en todas las habitaciones; los muros, marcados por la metralla, están sucios y
mohosos. Hay trazas de vandalismo y rapiña por dondequiera. Los muebles
derrumbados, los cajones tirados y su contenido derramado por los suelos...
Ahora están tan maltrechos, que no pueden volver a colocarse en su lugar. Por el
suelo, libros, manuscritos, notas, fotografías: los documentos y realizaciones de
toda una vida yacen en fantásticas montañas. Todo enmohecido, manchado,
roto, pisoteado por decenas de pies. Serán necesarios varios meses para introducir
el orden necesario en este resultado de un bandolerismo bárbaro e infructuoso.
Recojo de entre esos papeles, los que me son más apreciados, y los llevo
provisionalmente a casa de mi vecina. Por la ventana contemplo el jardín
transformado en depósito de basura y cementerio. Cuando salimos de Varsovia
había sólo unas cuantas tumbas, ahora son alrededor de veinte. Pacientes y
víctimas del hospital de la calle Jamorzynska, que al parecer murieron después
de la capitulación.
A los cinco días de trabajo, el departamento no tiene mejor aspecto que el
día de mi llegada. Tengo además que ahuyentar de allí, diariamente, a toda
clase de merodeadores y explicarles que nada de lo que tengo puede resultar
útil al ejército. Finalmente, mi amigo el portero, adquiere un cerrojo y un
candado, tapa todos los agujeros de la puerta, y el apartamiento queda
cerrado. No por largo tiempo. A los pocos días de mi partida, las puertas fueron
nuevamente forzadas. La de la cocina ha sido tapiada, y como la escalera de
servicio fue destruida, hay menos peligro de robo por allí. Los locales de la
planta baja y la escalera en esa parte del edificio fueron consumidos por el
fuego, pero las llamas, por fortuna, no causaron mayores estragos en el resto
del inmueble.
El principal problema consiste ahora en obtener un "permiso de residencia"
para el departamento que ha sido mío durante tantos años. Me dirijo a la
Oficina Municipal, situada en el barrio de Praga. Desde mi casa hasta esa sede
provisional del Consejo Municipal, en la calle Otwock, puede haber fácilmente
una distancia de ocho kilómetros, que hay que recorrer a través del fango y las
ruinas. Atravieso el Vístula por el nuevo puente de madera de la calle Karowa.
Una estructura sólida y hermosa. Se dice que el Ejército Soviético lo construyó en
sólo doce días. Está cubierto con carteles rusos de propaganda de guerra. Hay
también algunos letreros polacos. Dicen concisamente: "Larga vida a una
Polonia fuerte, independiente y democrática".
El edificio escolar que alberga las oficinas del Consejo Munici pal está lleno de
gente, ruidos, suciedad, basura; en los patios hay varios camiones. En algún
lugar del interior una orquesta ensaya la "Polonesa en La mayor", de Chopin. Un
empleado del Departamento de Cultura y Artes me lleva al despacho del alcalde
de Varsovia. Escucho al pasar:
—¿Pudiste recobrar tu colección de pinturas? —Por supuesto que no, ha sido
robada —responde otro. El alcalde no está; se halla en una junta. Para
aprovechar el tiempo voy al número catorce de la misma calle Otwock, donde se
encuentra la cooperativa que me alimentó y proporcionó calefac ción durante
los años de la guerra. Pregunto por algunos amigos. "Pereció durante la
ocupación", "perdido", "deportado a los campos de concentración", son la
mayor parte de las respuestas que recibo. Como miembro de la Cooperativa en
el tiempo de la guerra, al fin de su tutela recibo una gratificación de quinientos
zlotys, y una comida: un excelente plato de col con guisantes.
Regreso a la una de la tarde a la oficina municipal. Todo el mundo es recibido
con la mayor sencillez, cada uno puede entrar sin necesidad de anunciarse al
salón donde trabaja el alcalde junto con sus empleados. Trata a los solicitantes
rápida y cortésmente; dice a quienes esperan turno:
—Por favor, retírense; no escuchen lo que estamos discutiendo. Después de todo
hay que mantener algún principio elemental de urbanidad y discreción.
Mi asunto queda resuelto en unas cuantos minutos. El señor Czerny escribe una
nota de su puño y letra sobre mi solicitud, con palabras abrumadoramente
elogiosas sobre mi producción literaria, y da instrucciones a la Oficina de
Alojamientos de mi distrito para que resuelva inmediatamente la petición en un
sentido favorable.
Regreso de mejor ánimo. En Praga hay multitudes, movimiento, intenso
comercio. En los escaparates puede encontrarse jamón y salchichas. Los
vendedores ambulantes ofrecen abundantes muestras de lo que han robado en
nuestras propias casas. Hay cantidad de cigarrillos y hasta... mandarinas, a
cincuenta zlotys cada una. Abundancia de pan blanco, pasteles, pastas...
A la mañana siguiente en la Oficina de Alojamientos, mi proble ma se resuelve
con tanta facilidad como en la de Praga. Advierto que se recibe a la gente sin
dificultades ni protocolo. En general, los asuntos son tratados allí mismo y
resueltos favorablemente, aunque, a menudo, sin que estas decisiones surtan el
menor efecto, según deduzco de las quejas que escucho a cada momento. Un
joven empleado me extiende la orden de residencia, mientras come un plato
de sopa, y cordialmente me explica:
—Haga el favor de colocarla en su puerta, y si se extravía venga por el
duplicado.
Dicha orden de residencia se extravió, en efecto, un año después, pero sin
ninguna consecuencia; y no fue necesario el "duplicado". Mi apartamiento, sin
embargo, continuó siendo saqueado durante los primeros meses de 1945, y el
bandolerismo no cesó hasta que me instalé definitivamente. Los bandidos
deben de haber procedido de muy distintos medios sociales y no siempre eran
ladrones profesionales. La persona que, por ejemplo, durante uno de mis viajes
a Lowicz sacó de su marco una valiosa acuarela, se llevó una antigua edición de la
Biblia de Wujek, un dibujo original, un bello volumen, empastado en piel, de las
obras de Kochanowski, la mejor colección encuadernada de mis obras, una
hermosa muñeca de porcelana de Cracovia y el Diccionario Biográfico, era un
intelectual, un conocedor en el campo del arte y de las letras.
Observo en mis andanzas por Varsovia, con incontenible emoción, cómo sus
muros vuelven a la vida. Dondequiera que una casa quedó en pie, y no digo ya
una casa, sino un simple cuartucho, hay alguien trabajando, descombrándolo,
reparándolo. Cada día aparecen nuevos puestos en las calles, en las plazas, en los
portales de las antiguas tiendas. Hoy sólo pueden conseguirse cigarrillos, al día
siguiente se encuentra pan blanco, y unas cuantas horas más tarde vemos
gente que vende carne, grasa de puerco, verduras, hasta leche, que es lo más
difícil de obtener. Advertí entonces que el comercio es la fuente de la vida aún
en lo que parecía ser un desierto de ruinas. Opuesta siempre a la empresa
privada, debo admitir ahora que ella salvó a nuestro país de morir de hambre
durante la ocupación, y que en esas primeras semanas de la resurrección de
Varsovia constituía una manifestación de su vitalidad.
Pero también de los "Suministros nacionalizados" recibí una ayuda que
contribuyó a darme nuevo aliento. A los pocos días de mi llegada a Varsovia, el
entonces alcalde de la ciudad envió a dos soldados y a una joven oficial a
entregarme unos víveres y a preguntarme si necesitaba algo más.
Agradablemente sorprendida, beso a la joven y le pido que dé las gracias al
alcalde de mi parte. Los soldados hablan con un acento peculiar; les pregunto su
procedencia. Uno es de Lwow, el otro de Luck; sólo la muchacha es de
Varsovia. Los tres me piden, ya en nombre propio, que no me desespere frente
a las dificultades; "uno debe permanecer en Varsovia, sin más", me dicen.
—Uno debe permanecer y trabajar aquí, ¿no es cierto? —repiten.
Les aseguro que no se me ha ocurrido la idea de abandonar la ciudad.
—No debemos huir a los mejores sitios —digo—, sino permane cer donde la
vida sea dura. A pesar del miedo y aunque suframos y nos sintamos incapaces
de resistir.
Pero, sin embargo, tengo que regresar al que ha sido mi refugio desde los días
de la Insurrección. Antes de emprender el viaje, voy a la calle Mokotowska, al
número cuarenta y ocho. Esta vez leo en la entrada la siguiente inscripción:
"Minas retiradas el 6 de febrero de 1945". Entro. En el jardín aún hay nieve,
aunque en parte ya derretida. En algunos sitios, el agua me llega hasta los
tobillos. Debe de haber cerca de un centenar de tumbas y seguramente muchos
más cadáveres. Me detengo y sollozo. Mi querida Jadwiga: una notable profesora
de filología polaca, una pedagoga sutil, un ser humano firme, sereno y valiente,
una trabajadora desinteresada en los cursos clandestinos durante la ocupación.
Llego frente a una cruz. El nombre de mi hermana ha sido tan borrado por la
inclemencia del invierno, que lo descifro con dificultad. Bajo "su" brazo de la cruz
hay una verde rama de abeto colocada en la nieve por un amigo mío que
encontró la tumba en diciembre. Mi querida Jadwiga, una mujer encantadora y
menuda, un bello fenómeno humano irremisiblemente perdido.
Regreso a mi casa y pinto en un trozo de madera, con tinta de imprenta, el
nombre de mi hermana, la fecha de su muerte y las siglas W. S. K. (Wojskowa
Sluzba Kobiet: Miembro del Ejército de Mujeres). Tal vez esta inscripción
permanezca hasta la primavera, cuando sus restos puedan ser exhumados. Los
amigos me prometen llevar la tabla de madera y colocarla en la tierra, bajo la
cruz de la triste tumba.
A la mañana siguiente, a las siete y media, abandono Varsovia. Voy al puente de
Wola, donde, según me han dicho, a cambio de vodka se puede conseguir sitio
en algún camión del ejército. Esta vez, no obstante, se trata tan sólo de una
ilusión. Se acerca el momento de la ofensiva a Berlín. Los camiones abandonan
Varsovia y parten rumbo al frente con la velocidad del rayo. Van tan col mados
que ni siquiera quieren recoger a los soldados que esperan en grupos en los
llamados "puestos de control". En dos de tales puestos pierdo el tiempo hasta
casi el mediodía. Desisto al fin de la idea y, aunque cargada como un camello,
pues he encontrado en mi casa algunas medicinas milagrosamente salvadas y
algunos utensilios que pueden ser útiles en el campo, comienzo a caminar. Hay
lodo bajo los zapatos, pero el cielo hacia el oeste anuncia un tiem po casi de
primavera. El día es cálido. Los pájaros trinan. Recuerdo, casi con un esfuerzo,
que todo esto me producía placer en otro tiempo. Cerca de Ozarow puedo
subirme a un carro de campesinos del que tira un huesudo jamelgo. Son casi las
cinco cuando llegamos a Blonie. El tiempo ya no se muestra tan favorable,
aunque en el claro horizonte brilla una radiante Venus. Me castañetean los
dientes, estoy congelada hasta la médula. De la Plaza del Mercado de Blonie a la
estación del ferrocarril hay una distancia de dos millas: así que en esa caminata
logro calentarme y hasta sudar libremente bajo el peso de los bultos.
En Blonie, horas más tarde y no sin dificultades, tomo un tren que va al oeste.
Llegamos a Lowicz a la una y media de la mañana. Allí abandono el tren, ya que no
se detiene en todas las estaciones. Tengo miedo de pasar Jackowice que sólo
dista un kilómetro y medio de Dabrowa, y seguir mucho más adelante. Pero no
logro evitar lo que temía. Hay veces en que todas nuestras premonicio nes se
cumplen y no hay esperanza que no se frustre. A las cuatro y media de la
mañana debía salir un tren de Lowicz en dirección al frente. Otra vez tanques
de petróleo. Hay un pequeño espacio entre ellos que inmediatamente se llena
de un mar de gente. Son exiliados que van rumbo al oeste, de donde los alemanes
los expulsaron hace más de cinco años.
Permanecemos sentados en estos carros tanque desde las cuatro hasta las ocho
de la mañana. Cae la nieve sobre nosotros. Por fin el tren comienza a moverse.
Uno de mis vecinos dice:
—¡Ojalá no se detenga en Jackowice!
Los demás lo consuelan:
—No; si todo marcha bien, seguiremos sin hacer escalas hasta Kutno.
Y rezan para que el tren no haga escalas antes de llegar a Kutno. Pues en
algunas estaciones las autoridades, con generoso abandono, permiten a la
multitud abordar los trenes militares y en la siguiente hacen bajar a todo el
mundo. Yo, por mi parte, deseaba que el tren se detuviera en Jackowice; oraba
para que hiciera allí una parada, pero que dejaran proseguir a aquella gente. Mi
anhelada estación de Jackowice pasa como en un sueño y ya estoy en Zychlin,
situada a mitad del camino entre Jackowice y Kutno. Mis compañeros no tienen
mejor suerte; se les obliga a todos a bajar, para dejar sitio a los soldados.
Dos horas más de espera. Cerca de las diez llega el tren de Kutno. Nuevamente
tanques de petróleo en vagones bateas, nuevamente una multitud se instala en
ellos, y nuevamente permanecemos una hora entera bajo una copiosa
tormenta de nieve. El viento y el frío son terribles: Cuando arranca el tren al fin,
todos parecemos muñecos de nieve. En un espacio seco del mantón que cubre a
la mujer que se sienta a mi lado contemplo un enorme piojo que camina
tranquilamente.
Mi corazón late con violencia. ¿Vamos o no a detenernos en Jackowice? En la
brumosa ventisca, los edificios de la estación aparecen ya en el horizonte. Todos
dicen que el tren se detendrá también en la estación. Lo pueden asegurar por
las señales. Pero yo estoy tan aterrorizada ante la posibilidad de andar de
arriba abajo, entre Zychlin y Lowicz, que, sin pensarlo más, salto a la nieve.
Helada y empapada, con los ojos inflamados por la nieve, llego a Dabrowa,
tambaleándome ciegamente a través del vendaval. No he comido nada en las
últimas treinta horas. Pero me siento tan fatigada y aturdida que ni siquiera
tengo hambre. Entro en la pequeña habitación que nos abriga a mí y a los dos
seres que más amo, como en un recinto de auténtica felicidad.
Después de lavarme, comer y descansar un poco, los moradores de la Escuela
de Agricultura de Dabrowa (ha protegido a más de ochenta varsovianos)
comienzan a bombardearme con anhelantes y minuciosas preguntas sobre
Varsovia. Soy una de las primeras personas que ha ido a Varsovia y
probablemente la primera que regresa. Alguien me pregunta con furia
desesperada:
—Bueno, ¿es cierto que aquello es un cementerio?
Siento algo parecido a una profunda ofensa, como si insultaran a un ser
querido. Casi grito:
—¿Varsovia? Varsovia es pura vida. ¡Nada de cementerio! La ciudad más viva del
mundo.
Otro me mira atentamente, levanta la mano y me toca en el hombro con dos
dedos, como para serenarme.
—Lo siento —dice—. Estas cosas suceden ahora...
Bien, sí. . . la guerra, la migración de naciones, los piojos... ¡No importa!
Debemos tener una paciencia sin límites y no cejar en nuestro esfuerzo, para
poder enfrentar las situaciones en que nos ha colocado nuestro tiempo.
ADOLF RUDNICKI
[1912-1990]

Es el más representativo exponente del mundo judío polaco y de su terrible


drama durante la ocupación alemana en Polonia. Muy joven se inició en la
literatura con la novela, Las ratas, 1932, retrato sicológico y moral de una
pequeña aldea judía de Polonia. A esta obra siguieron las siguientes: Los
soldados, 1933, La mal amada, 1937, El verano, 1938, Shakespeare, 1948, La fuga
de Jasnaia Poliana, 1949, Mar vivo, mar muerto, 1952, La vaca, 1959, Cincuenta
relatos, 1966. Su tema principal lo constituyen las modalidades de la vida judía
antes, durante y después de la guerra, unida a otros dos temas poderosos, la
pasión amorosa y el drama del artista contemporáneo.
ADOLF RUDNICKI:
EL YOM KIPUR

Lo sorprendente fue que Flora conociera a ambos, a Jas y a Goldman, el mismo


día. Jas y ella venían cambiando miradas desde hacía algún tiempo; había oído
hablar bastante de é l a sus compañeros de teatro.
Ese día, después del ensayo, fue al restaurante vecino, uno de los más antiguos
de la ciudad, tan viejo que contaba tantos años como los transcurridos desde el
fin de la guerra. Varsovia había escapado con un total de quince casas sin
destruir, ¿quizás cincuenta? Sólo eso había quedado de aquella ciudad de un
millón de habitantes. Diez años de nuestra vida hacen un siglo; en nuestra vieja
Europa debemos acostumbrarnos a nuevos métodos para contar el tiempo. Aparte
de la certeza de que después de un ataque atómico la tierra quedaría estéril
durante siglos, podríamos asegurar que todo lo que puede aportar la guerra
futura ya lo hemos vivido. Es más, sabemos cómo se presentará la vida que
venga inmediatamente después, la resurrección. Las monografías de algunas de
nuestras ciudades son magníficas monografías del porvenir.
Era justamente a principios de mes y el restaurante estaba ates tado de gente;
junto a las mesas a punto de quedar libres se formaban nuevas colas. Después
del primer día de pago hay siempre una confusión por el estilo; aunque, más
tarde, en la segunda quincena, ir al café o al restaurante puede llegar a ser una
experiencia agradable; el mozo no va a responder. "Esta no es mi mesa". Por
el contrario, el primero de mes, desde muy temprano, las calles están llenas de
borrachos felices; aunque, a decir verdad, ese espectáculo se mantiene sin
variaciones notables del día primero de un mes al día primero del siguiente.
Al no encontrar una mesa libre, Flora se sentó en la de un actor conocido suyo
(quien invariablemente le decía: "Las camareras del cielo tienen tu mismo
porte"). Antes, pues, que el actor se marchara, Jas se había sentado a la mesa, e
inmediatamente después, el Dios Negro, grande, pesado, moreno. ¿Un músico
que escribía letras para algunos teatros? ¿Un boxeador, acaso? Flora no podía
recordar ni la profesión ni el nombre de aquel personaje. La naturaleza parecía
bullir donde se sentaba.
Hacia el final de la comida, el Dios Negro, después de chascar varias veces la
lengua, pareció sorprenderse de pronto.
—¡Palabra de honor...! ¡Mi palabra de honor...! Pero si estoy seguro... Claro que
es evidente... —Los otros dos sonreían—. Pero si es evidente que tú eres hijo...
—Soy hijo —respondió Jas—. ¿Quién, en efecto, no es un hijo?
—Pero, mira... ¡Tú eres hijo del.... Yom Kipur!
—Soy hijo del Yom Kipur —asintió Jas.
—Eres el hijo de uno de los más, de los más, de los más... Sobre todo a causa de
sus cuadros judíos, entre los cuales el Yom Kipur es una perla.
—Pues bien, he aquí al hijo de la perla.
—Sí, es cierto, he aquí al hijo de la perla. No cabe la menor duda de que eres
hijo de tu padre, al que por sus cuadros llamaban judío sarnoso, igual que a mí,
por ejemplo; aunque se parecía tanto a un judío, y esto es lo extraño, como yo...
a una ratonera.
—Lo siento —dijo Jas.
—No hay por qué —respondió el Dios Negro—. No tiene la menor
importancia. ¿Qué edad tienes? Bastante joven, ¿verdad? Lo que quiere decir
que aún no habías venido al mundo cuando surgieron esas joyas del arte
nacional.
—Tu padre pintaba también algunas cosas que hacían poner los pelos de
punta.
—No lo sé. Además, ¿qué puedes tú saber de mi padre? Es a nosotros a quienes
corresponde educarlos a ustedes y no a la inversa. Quien paga, manda...
Tampoco has de recordar mucho del mundo que sirvió de modelo al autor del
Yom Kijopurim... Yo lo recuerdo como a través de una neblina...
El Dios Negro calló. Fue en ese momento cuando Flora advirtió que, no obstante
aquella boca sensual, había en él algo delicado. Pensó: “En sus ojos hay
exactamente el mismo cielo que en los ojos de Wiktor, a quien en el teatro
algunas veces consideran como un judiacho, y otras, como un director genial."
—... como a través de una niebla.. . lo juro, ¡nada habrá de quedar! (El Dios
Negro exhaló un gemido.) Nada, una pequeña página, sin sal ni pimienta.
Dentro de algunos años nadie va a leerla. ¿Para qué? Si ellos ni siquiera
conocen la historia de sus propias calles. ¿Qué podrían decir?
Flora recordó de pronto quién era el Dios Negro. Se llamaba Gytryn, era
arquitecto, escribía estampas satíricas que publicaba bastante a menudo la
prensa. Era uno de esos que colaboran en las revistas, y cuyos nombres se
olvidan tan pronto como se ha vuelto la página impresa. Era famoso por sus
bromas y por su... vigor. Tenía una mujer encantadora, no del todo normal.
Había enloquecido un poco en los primeros tiempos de su vida matrimonial, y
tan pronto como quedó embarazada, él había comenzado a lle var muchachas
a la casa, sin que desde entonces volviera a recuperar el equilibrio síquico.
—Hijo de la Perla —La expresión de los grandes ojos dulzones del Dios negro
había cambiado repentinamente—: ¿sabes tú, que unos veinte, treinta años
atrás, florecía Jerusalén del otro lado de esta ventana junto a la que en este
instante devoras un trozo de carne con salsa de raíz fuerte? ¿Que más allá
de este océano de vodka y mondongo, florecía la más bella, la más auténtica,
la más intensa de todas las Jerusalenes que la historia ha conocido? Hijo de la
Perla, ¿sabes que en ninguna parte del mundo ardían los viernes tantas bujías
en candelabros de plata, de cobre o de estaño, colocados sobre mesas cubiertas
con magníficos manteles bordados en el Sabath, y esos manteles ocultaban los
aromáticos panecillos trenzados? ¿Que en ninguna parte del mundo, la noche
del viernes, los manteles estaban tan almidonados, en ninguna par te era más
dulce el olor del pescado, más dulce la cebolla, más fuerte la pimienta? ¿Que
en ninguna parte del mundo resonaban los sábados por la mañana trinos tan
bellos, tan bellos como en nuestros barrios, donde las barbas de los jóvenes
eran negrísimas, y las grises de los ancianos se enmarañaban y hedían de una
manera repugnante? ¿Que en ninguna parte del mundo era más melancólico el
canto de las jóvenes en los parques oscuros, y que en ninguna parte se veían
tantas escaleras que llegaban al cielo? ¿Que en ninguna parte, con excepción de
nuestros barrios, se componían los textos de toda la literatura hebraica y yiddish
y que entre nosotros se imprimían las Santas Escrituras que en seguida circulaban
por el mundo, para inspirar sentimientos piadosos; aunque las manos que las
habían formado considerasen su trabajo como un sacrilegio, y como un pecado,
ese trueque de cosas inexpresables y sagradas por cosas tangibles y terrenas?
"Todo eso, Jas —prosiguió el Dios Negro—, pasaba al otro lado de estas
ventanas, y todo desapareció como el humo de un modo que hace una docena
de años nos hubiera parecido menos real que un sueño, pero que ahora nos
parece cada vez menos un sueño y cada vez más un ensayo general. Hijo de la
Perla, ¿sabes tú, además, que mientras entre nosotros ese mundo ha sido del
todo engullido, aparecen en el mundo libros: libros-lamentaciones, libros-
sollozos, libros-lágrimas sobre esa tierra prometida y perdida, sobre la juventud,
sobre las aguas y los árboles, las callejuelas y las plazas, sobre aquel cielo
abierto y cerrado para siempre con estruendo terrible? Hasta nosotros no
llegan esas lamentaciones, aquí nadie sabe nada de esos libros nacidos de
nuestro costado, y en los que es posible escuchar el murmullo de nuestras aguas y
nuestros árboles. En esos libros nuestra gente dispersa por el mundo llora a la
Jerusalén perdida, como antaño mi padre lloraba por aquella bíblica cantada en
los Salmos y por los Profetas. Los nombres grises de nuestras fétidas callejuelas
revisten en esos libros un resplandor bíblico, baten las alas como pobres
pajarillos extraviados. ¿Quién sabe si al pasar algunos centenares de años los
nombres deformados de nuestras callejuelas vivirán en la leyenda?
El Dios Negro hablaba con tal tono, que la sonrisa no abandonó los labios de
Jas y de Flora; aún en los momentos más patéticos, ellos presentían su
intención: "Ante todo, no me tomen en serio; no soy un moderno Isaac."
—Dentro de algunos instantes cuando el crepúsculo envuelva la ciudad —
prosiguió el Dios Negro—, comenzará el Yom Kipur, la fiesta de tu padre, Jas,
una fiesta grande, misteriosa, amenazante, única en su género. No sé si en
alguna otra parte del mundo existe una parecida. "Aunque más de una cosa
testimonie contra ti, y no haya persona que se haga escuchar e interceda por ti,
tú pronuncia en favor de Jacob la palabra de la ley y la justicia y toma nuestro
partido en el juicio, Rey del Juicio". En mi infancia, ese día soñaba siempre con
ratas monstruosas. Me acuerdo muy bien: esperaba a las ratas y sentía un miedo
horrible. Juicio divino y terrestre, cirios ardientes, las cabezas de los viejos
cubiertas con chales, olor de volúmenes enmohecidos, mujeres silenciosas,
amenaza universal. ¡Sí, sólo las ratas podían completar la escena! Los alimentos,
cuidadosamente cubiertos, esperaban el fin del ayuno en la casa abandonada:
mi padre no se presentaba en casa durante todo el día; mi madre iba por un
instante a verificar si no había dejado el fuego encendido... Fiesta de la amenaza
y de la muerte, nada sé de ella, soy ignorante, y estoy condenado a las
tinieblas. El Yom Kipur en mi memoria es una melodía, sólo una melodía, y ni
siquiera eso, sino apenas un trozo de melodía. Los años pasan, ciertos pueblos
exterminan a otros hasta la raíz, los queman en crematorios, y sólo resta un trozo
de melodía. Después, alrededor de ese pequeño trozo, todo vuelve a comenzar
desde el principio...
"En septiembre —continuó el Dios Negro— mi regimiento me envió a cambiar
dinero; no había monedas sueltas para la paga. 'Ve, me dijeron, al barrio'. El
'barrio' era la sección judía que existía en todas nuestras aldeas y pequeñas
ciudades. Al llegar, encontré el barrio vacío, silencioso; la guerra, todo el mundo
escondido. Un anciano, casi momificado, me dijo que entrara en una casa y
descendiera al sótano. En el sótano, como en una tumba sombría y helada, una
anciana leía con esfuerzo. Más al fondo, en una última estancia, encontré a una
multitud, con abrigos y pesados gabanes. Las mujeres lloraban, los niños las
contemplaban con una seriedad desmesurada que me aterrorizó; un viejo
oraba en voz alta... Tuve allí el pregusto del fin de la Jerusalén de mi
juventud..., la de las riberas del Vístula, la última, la grande, la que pasará a ser
leyenda. En aquel sótano vi también lo que antes no había entrevisto sino en
los sótanos del sueño: las ratas. En ese momento comprendí el por qué de las
ratas.
Flora y Jas cesaron de sonreír. El Dios Negro también.
—De aquel mundo —siguió diciendo— nada ha quedado, casi nada, algunos
restos... Si quieren ustedes verlos, echen una mirada a lo que subsiste de esa
vida tragada por las llamas, destruida por hombres que cada tantos años visten
un uniforme distinto; vengan conmigo. A sólo media hora de este sitio se halla la
única sinagoga que escapó a la destrucción. Ella atrae a todos los que viven
aún. Irán hoy a evocar la memoria de sus padres, a humi llarse, a testimoniar que
todos los crematorios del mundo no han logrado amedrentarlos y que están
nuevamente preparados. Verán al peletero de Siedlce ir hasta allá con su hijo de
seis años y ofrecerlo en sacrificio como Abraham a Jacob; empleados que no
pueden soportar la soledad de sus despachos, una joven de belleza
deslumbrante. (Desde la otra orilla la ha empujado esta noche el gran enemigo
de los hombres: el oscuro sentimiento de los lazos. El perro busca al perro, el
gato al gato, la liebre a la liebre, el león al león, el hombre busca al hombre,
pero a un hombre de destino semejante.) Verán ustedes gente de todas las
condiciones, filósofos y ladrones, obreros y maleantes; todos irán allá esta noche
en busca de la semilla. Vengan conmigo, hijos; contemplaremos los tristes
mendrugos caídos del bolsillo de un muerto de hambre.
—Me gustaría ir —dijo Jas.
—A mí también —añadió Flora.
—Pero tienes un poco de miedo, Jas, ¿no es así? —dijo el Dios Negro e hizo una
mueca—. ¡Di la verdad! Tus bellos ojos azules de eslavo se han oscurecido.
Tiemblas como un perro antes de la tormenta... Ella también está asustada —y
señaló a Flora—. ¡Nuestra hermosa trampa de la naturaleza tiene miedo
también!
—No digas tonterías —lo cortó Jas.
—Ella no tiene tanto miedo, pues es una trampa y a la vez una niña, en tanto
que tú, Jas...
—¿Por qué debería tener miedo?
—¿Por qué? ¡Me gustaría saberlo! Tu inapreciable padre hubiera podido
explicárselo mejor a su hijo, a su hijo que tiene sobre él una única ventaja, la
de estar vivo. Sí, sólo en eso reside la superioridad de todos los bellacos, de los
charlatanes: del hecho de vivir. En consecuencia, ladran. Se necesita arena para
cerrarles las pequeñas bocas inmundas... Jas, di la verdad. Seguramente has
pensado: "El enviado del dios negro me ha tendido una celada."
—¿Tú, quieres decir?
—Sí.
Aunque los tres sonreían, habían sentido un ligero estremecimiento.
"Tiene ojos de demente", pensó Flora, y fue en ese momento cuando comenzó
a sentir temor. Todos los aromas familiares de aquel honrado restaurante
cristiano, católico, que había cambiado muy poco en el transcurso de los años;
todos los rostros familiares, animados por el vodka, no lograron desvanecer su
ligero temor. Pensó: "Es del todo verosímil que el Dios Negro nos haya tendido
una celada."
—Estoy seguro de que tienen ustedes algo de miedo. Después de todo, yo
también tengo miedo —declaró el Dios Negro—. He sentido miedo durante
mucho tiempo y continúo sintiéndolo frente al Dios Verde de ustedes. Toda la
vida he tenido miedo del Dios Verde de fuertes brazos, de violentas zarpas, con
la manzana de Adán movible, ebrio al mediodía, que asalta las calles con sus
gritos guturales, se instala en ellas como si estuviera en su lecho, del Dios
Verde de los caminos, con su hoz afilada y brillante, del Dios Verde de las
ciudades, con su cuchillo, del Dios Verde cuyo solo color es ya una amenaza, por
ser el signo secreto de la naturaleza. La naturaleza amenaza con sus colores. La
naturaleza, algunas veces profunda como el fondo del mar, puede también
ser superficial como un estudiante y recurrir a los medios más vulgares. ¡Que el
diablo cargue con ella! La cabeza blanca de un viejo te previene a distancia
que allí la naturaleza está ya por cerrar la tienda. El Dios Negro, el Dios Verde,
son ellos quienes combaten. Nuestras manos se entretienen únicamente en
copiar sus movimientos. El verdadero espectáculo se desarrolla en otra parte, y
aquí sólo se desarrolla una especie de imitación. Bien, ¿quién está dispuesto y
quién tiene miedo?
Pagar fue más fácil de lo que podía suponerse. El camarero acudió
rápidamente, tomó el dinero y golpeó los tacones al estilo militar. En este país
existen sólo dos estilos auténticos: el campesino y el militar; los demás son
importados, como los perfumes franceses.
Se encontraron en la calle principal a la hora en que todo el mundo abandona
las oficinas y las colas crecen por doquier. A pesar de su decisión, le pareció a
Flora que Jas desistiría en la próxima esquina, y ella también lo haría. No tenía
nada que buscar en aquel lugar; su amor platónico por Wiktor no necesitaba
de esa clase de experiencias. Sin embargo, cuando llegaron a la siguiente esquina,
Jas, como si fuera un niño, se dejó tomar de la mano por el Dios Negro.
Se encontraban aún en la avenida principal, caminando al lado del Dios Negro.
Este, repentinamente, después de mirar a Jas de arriba a abajo, exclamó:
—¿Estás loco? ¡Debes estar completamente chiflado! ¿Quieres que nos
linchen? ¿Crees que han vivido el infierno para permitir que se les ofenda en un
recinto sagrado? Te aplastarán esa blanca cara sin pensarlo dos veces; son
verdaderos fanáticos. ¡Sólo los fanáticos pueden resistir el infierno! ¿Dónde
está tu gorra? ¡Jas!
Jas hizo un ademán con el que pretendía expresar que se sentía feliz de
caminar sin gorra.
"¿Será que quiere renunciar?, pensó Flora. ¿Será necesario sentir miedo?"
—Antes de la guerra —relataba el Dios Negro—, unos amigos míos perdieron a
un hijo. No habían sido bautizados, pero no permitieron que su hijo fuera
circuncidado. Sin embargo, cuando el pequeño murió, tuvieron que
circuncidarlo. ¡El consistorio! ¡El consistorio no permitía el entierro! ¿Dónde
está tu gorra, Jas? ¡Nos harán papilla! Ni siquiera perdonarán a Flora, nada la
protegerá. No, no temas —dijo, como tranquilizándose—; no importa:
compraremos algo para que te cubras la cabeza, encontraremos alguna cosa.
Felizmente, ella no necesita nada —y soltó una tremenda obscenidad.
—Quiere darme ánimo —pensó Flora.
Abandonaron la gran avenida atestada de gente, como si fuera una ruta
tomada por un ejército, y se encontraron en medio de algo que en el pasado
pudo haber sido una calle o parte de una ciudad, pero que en el presente era
todo menos eso. Allí el silencio amedrentaba, la soledad, las ruinas, extrañas
empalizadas, la bóveda conmovedora del cielo que se ensombrecía, el lejano
claxon de algún taxi. Un borracho solitario en medio de la acera, escupía en el
bolsillo de su chaqueta. A dos pasos de la populosa avenida comenzaba aquel
tétrico no man's land.
"He aquí el mundo que siguió al fin del mundo", pensó Flora. "Una ciudad que
vive la vida de ultratumba; una ciudad más desierta que todos los desiertos del
mundo."
En el recorrido de un kilómetro, entre un mar de polvo y de escombros, no
encontraron sino tres o cuatro puntos donde latía el pulso de la vida. En el
primer sitio, alguien rellenaba un colchón con crines de caballo, en el segundo
había un taller de carpintería, en el tercero, un puesto donde se vendían pepinos
y queso fresco. En el cuarto tampoco vendían gorros. Después de abando nar el
último lugar, el Dios Negro sacó de un bolsillo de la cha queta algo que, una
vez desplegado, resultó ser un bonete. Era repugnante hasta el último
extremo, pero el que cubría la cabeza del Dios Negro tampoco era más
elegante.
Después de atravesar una calle desierta, se encontraron en una plaza que
alguna vez había sido tan populosa como las calles de la antigua Roma y que en
el presente se hallaba vacía como cama de viuda. Una plaza llena de ortigas y
de tierra removida. El cielo era allí el cielo de otros mundos distantes. El ruido
estridente de los tranvías a lo lejos, soslayaba el silencio. Debían de saltar, subir
y bajar montículos, como en una excursión escolar.
—¿Ven ese muro raquítico y solitario, salvado del diluvio? —preguntó el
Dios Negro—. No es un muro. Soy yo quien permanece ahí con la cabeza
truncada por un golpe de hacha. Es ahí donde una bomba me asesinó. En otra
época yo viví en esa casa.
Franquearon la tapia, y se encontraron frente a una puerta pri vada de la casa,
semejante a la de una tumba oriental. Precisamente al lado de aquella puerta
corrían los rieles muertos, como embalsamados, y por todas partes crecía la
hierba. Cruzaron el pórtico, y penetraron no en una tumba, sino en un patio
donde toda clase de ruinas esperaba el momento en que sus ladrillos se
incrustaran en los edificios del futuro. Allí distinguieron siluetas que avanzaban
lentamente a lo largo de un estrecho callejón que estaba en mejores
condiciones. Ya era de noche. Cien metros más adelante, se encontraba el lugar
donde debían reunirse quienes habían logrado sobrevivir al diluvio.
Entraron en el vestíbulo. Las paredes estaban cubiertas de carte les con los más
diversos avisos concernientes a oficios, viajes, cartas, fallecimientos: la radio y la
prensa del lugar. En un costado ardían innumerables cirios plantados
directamente en el suelo. El calor que emanaban era insoportable. Se detuvieron
allí sólo un momento.
—Las almas —cuchicheó el Dios Negro, y entraron.
A Flora le pareció que aquel lugar semejaba más bien una estación de
ferrocarril que un templo; el exceso de luces proveniente de la bóveda, destruía
toda posible atmósfera. Después del recogimiento y de la devoción con que
había ido a ese lugar, después del espectáculo extraordinario de aquellas calles
desiertas trazadas como en el fondo de un mar desecado, después del insó lito
cielo, las ruinas, las voces, todo lo que estaba viendo le pareció ordinario. La
multitud le pareció también de lo más vulgar y anodina, gris, sin color, sin
individualidad. "No hay nada de Wiktor en este sitio", pensó. Cuando entraron,
escucharon la voz senil del chantre; no era de ninguna manera una voz
apropiada para conmover. Se habían detenido cerca de la entrada al lado de
un grupo de mujeres. Tampoco ellas se diferenciaban en nada, ni en la
expresión ni en los vestidos, del resto de las mujeres. Jas se mantenía junto a
Flora, y ella le transmitía algo de su temor. Poco a poco, se desembarazó
enteramente de ese miedo. Comenzó a mirar tranquilamente a su alrededor,
sensible a los detalles y ya sin las trabas de la emoción. El Dios Negro los había
abandonado.
Cuando el chantre calló, Jas y Flora comenzaron a caminar por el templo.
Acá y allá escucharon trozos de conversaciones, en las que se intercalaban los
nombres de todos los países, de todas las grandes ciudades del mundo. Aquellas
gentes tenían a los suyos diseminados en todas partes, de todas partes recibían
las noticias que ahora se transmitían. Algunos leían cartas. Aunque aún
permanecían allí, era como si ya no estuviesen. Sus ropas grises eran las ropas de
los errabundos, las ropas de quienes esperan un tren; aquel lugar no sólo
parecía una estación, era una estación. El olor de los cuerpos quemados, los
escombros de las casas derruidas, la peste de los detritus, se sentían en cada una
de sus palabras. Habían bebido la copa hasta las heces, habían realizado su
sombrío destino en esta tierra, y ahora debían irse a la búsqueda de un nuevo
futuro.
"¿En qué estará pensando?", se dijo Flora, que observaba a Jas. Tenía la
impresión de que estaba bastante más intimidado que ella, bastante más
conmovido. De pronto, pareció volver en sí, y se encaminó hacia el fondo del
templo.
—Vuelvo en un instante —murmuró.
Mientras más observaba, mayor era la fascinación. Al pie de una columna
permanecía un hombre joven, alto, delgado. "Debe tener huesos débiles", se
dijo. Era moreno, con las cejas muy pobladas, y el pelo peinado casi como un
adolescente. Era bello y exótico. Pensó: "Hay en él cierta cosa de galgo, se
advierten los siglos en sus cabellos negros, en sus ojos, en su silueta; él
representa todo aquello de lo que ha hablado el Dios Negro, todo lo que me
atrae en Wiktor. Es de aquí, pero no se le ve postrado, ni ávido; él ya no se
rebela. Es un verdadero Dios en su mundo." No podía desprender de él la mirada.
Él no podía verla, porque se encontraba en la misma posición y ella estaba oculta
tras una columna. Como la mayoría de los que había allí, estaba vestido con una
especie de gabán; llevaba un sombrero nuevo, comprado especialmente, al
parecer, para aquella ocasión, o sacado de un armario. Mientras lo contemplaba,
recordó unas palabras del padre de Jas que había leído en alguna parte; cuando
leía algo podía recordarlo durante mucho tiempo. "Cada vez que penetro en
ese territorio, quedo impregnado de pavor. Entro en su barrio como si vadeara
un río, tengo miedo de sus muros, tengo miedo de su Dios. Pero veo allí cosas
que en ninguna otra parte lograría ver." Cuando ella contemplaba alguna cosa,
tenía necesidad siempre de un texto, poco importaba cuál fuese, a fin de
subrayar la fuerza de lo contemplado; veía a través de los textos. Su emoción
tenía necesidad de palabras y hacía todo lo posible por encontrarlas. "He aquí
a un hombre", se repetía, "cuyos cabellos, manos, labios, mejillas, me gustaría
sentir sobre mi cuerpo; al que me gustaría ayudar a salir de su abismo y que me
ayudase a salir del mío; a quien ayudaría a huir de su Dios cruel y adoptar el
mío; con el que me gustaría sumergirme en un Dios común. Lo he encontrado en
medio del océano."
De pronto, el hombre se sintió observado, supo que lo miraban, sus ojos se
encontraron.
Un instante después, Jas estaba a su lado.
Comenzaron a salir. De aquella masa en tinieblas desprovista de rostros
escapaban trozos de diálogo.
—Enterramos al padre del coronel —dijo uno.
—¿Qué coronel? —preguntó su compañero.
—Le pregunté si sabía la plegaria por el alma de su padre.
—¿No la sabía? —inquirió el segundo.
—Ellos no saben de estas cosas —dijo el primero.
—¿La dijiste tú?
—Sí, pero fíjate: ahora después de su muerte, quedamos solamente nueve.
—No son suficientes.
—No, no somos suficientes. No podremos siquiera rezar.
—¡Es el fin!
— ¡El fin!... ¿Tú crees en la migración de los huesos?
—¿En la migración de las almas?
—¡De los huesos, te digo!
—¿Cómo es eso?
—La cosa más sencilla del mundo; te entierran en la calle Okopowa, y
resucitas en la misma calle Okopowa.
—¿En la calle Okopowa para presentarme al juicio final?
—¿Tú no crees?
—No sé.
—Yo, la verdad, no creo. Como sepulturero no lo creo. Está más que probado
que los huesos no pueden viajar...
—Yo nada sé...
—Está más que probado que los huesos no pueden viajar por su cuenta.
Tengo que irme del país.
—¿Quieres marcharte?
—Para un sepulturero hay sitio dondequiera. Dondequiera muere gente. Ya he
enterrado a ochenta y tres personas en este terreno, y es más que suficiente.
—No eres el único. Todos nosotros...
—Pero yo me niego... Ya no quiero crecer en esta tierra en forma de girasol o
de espiga... No quiero ser pan de este terreno. Hay demasiado de él en mí.
Siento como si hubiera estado comiendo esta tierra durante mil años.
—No deberías hablar de esta manera.
—Lo sé, no sé nada, lo sé... ¿Por qué?
Traspusieron aquella puerta solitaria semejante a una garita en pleno campo. La
multitud comenzaba a disgregarse, las tinieblas en la calle eran menores que en
el patio, aunque había pocos arbotantes. La noche había refrescado; aquella
noche de otoño tenía ya el rigor de una noche invernal. El Dios Negro los separó
y se colocó en medio de ambos.
—¡Todo! —exclamó—. ¡Todo sin gusto, sin color, sin brillo, sin pimienta!
¡Todo se ha extinguido! No queda nada salvo los detritus. Todo ha desaparecido
entre el humo y las llamas. Lamento haberlos traído. ¡Esta gente no sabe nada!
¡Nada! Son una especie de monos, de monos repulsivos. ¡Dios mío! ¡Cómo han
destrozado ese canto! ¡Lo que han hecho de aquel pasaje!: "Señor,
amenazador es tu nombre..."
Alguien pasó junto a ellos. El Dios Negro lo cogió por una manga. A la luz de un
farol, Flora reconoció al joven de la columna. El Dios Negro hizo las
presentaciones:
—¡Goldman! ¡Un nombre que lo dice todo! ¡Un nombre que habla por sí
mismo!
"Es él", se dijo Flora, sin atreverse a mirarlo.
Un mes más tarde, un día de octubre, cálido como la piel de un gato, dorado
como los más espléndidos días de octubre, que son a veces la suma de la belleza
de todos los días del año, Flora, con el cielo en el rostro, estaba arrodillada en
una iglesia; dentro de una hora debería tener lugar su matrimonio civil. Antes
de la ceremonia, había ido allí. Fue entonces, allí cuando advirtió la magnitud
de ese paso; durante aquellos últimos días no había hecho sino sonreír cuando
la gente hablaba de "su próximo primer matrimonio". Esa mañana, al despertar,
se había dicho: "Hoy me caso con Jakub Goldman", y había sentido miedo como
si fuera a arrojarse a un pozo negro. Esa noche había tenido un sueño extraño
del que se acordó con toda precisión al despertar. A decir verdad no había sido
un sueño, sino un recuerdo. Era aún niña y vivía en una ciudad de provincia
con sus padres, en un edificio decrépito, de cuatro pisos. Era un mal día de
invierno. En un rincón del pequeño patio había varias gentes reunidas que
contemplaban el cuerpo de un hombre cubierto con periódicos. Por debajo de
los periódicos salían sólo unos zapatos vulgares y puntiagudos. Las suelas estaban
casi sin usar; se veía que su propietario no había salido apenas de su casa, que
había estado escondido como tantos otros en esa época. Una hora antes se había
arrojado por el balcón. "A pesar de todo, ella no tenía derecho", decía el viejo
talabartero enfundado en su mandil azul, la nariz calzada con unos lentes de
montura metálica. "A pesar de todo, era su marido. Se acostaba con él..."
Hablaba así de la mujer del muerto, que había escapado después del suicidio.
Había salido de la casa sin dirigirle una mirada, sin volver la cabe za, sin dar un
paso atrás. No habitaban juntos, y aquella mañana, la propietaria le había
exigido que dejara definitivamente el departamento, y fue entonces cuando él
puso fin a sus días. "A pesar de todo, era su mujer", repetía el talabartero. Flora
había conocido a aquella mujer, y perdía el aliento cuando la veía. Era una
belleza, una actriz célebre. "Ella no ha tenido ninguna culpa", la justificó alguien
entre la multitud. "Al casarse había aceptado compartir su suerte", repetía el
talabartero, afirmándose tenazmente en su punto de vista. "Pero ella no ha
tenido ninguna culpa...", insistía la misma voz de antes.
La noche pasada, entre sueños, Flora había vuelto a contemplar toda la escena.
Aquella mañana, arrodillada en la iglesia en penumbra, había comprendido la
importancia del gesto que se aproximaba. Sentía que las lágrimas fluían a sus
ojos, como siempre en los momentos solemnes, repetía frases sin principio ni fin,
palabras nacidas del temor, del amor: "He venido a Ti, pues sé que siempre
esperas, he venido por mí y ante todo por él, que no vendrá a Ti ni hoy, ni
mañana, ni pasado mañana; pero que quizás venga un día, que vendrá
ciertamente, estoy persuadida de que ha de venir, de que hará la prueba, sabrá
al fin esta cosa tan sencilla, que Tú eres igualmente suyo, ante todo suyo. Todas
las puertas se cierran ante él, todas las luces se apagan, y cuando llega a hablar
de Ti, te odia, a pesar de que Te ama. Estás dentro de él un millón de veces más
profundamente que en mí; basta contemplar sus ojos, basta contemplar sus
manos traspasadas por los alambres de púas de todos los campos, para
contemplarte a Ti. Yo hasta hoy no he acudido, pero he pensado que venía aquí
todos los días, me arrodillo ante Ti y Te suplico dirijas tu mirada a este huérfano
al que amo, y que la poses en sus ojos, en su boca, en sus manos, esas manos
queridas que no tienen nada ni a nadie, fuera de mí. Sele favorable, ya que él
está igual que Tú, clavado en la cruz. He tendido las manos hacia su cuerpo
oscuro, puesto que soy codiciosa, mezquina, celosa, ávida. He querido tenerlo
para mí, pero lo he hecho igualmente por Ti, con objeto de restituírtelo. He
venido aquí consciente de mi miseria, de mi pequenez, de mi codicia, de mis
sentimientos y deseos oscuros, ya que ahora, más que en ningún otro momento,
tengo necesidad de Tu consentimiento y de Tu bendición. En este momento
difícil no tengo a nadie sino a Ti. Cuida de mí, de él, de nosotros. Con témplalo
en los ojos, tal como yo lo hago; no lo alejes de Ti, aun que él se aparte de Ti.
Defiéndelo contra su miedo, que ya está convirtiéndose en mi miedo. Ayúdame
en mis intenciones, que pueden parecer malvadas; pero que no lo son, porque
están inspiradas en el amor."
ADOLF RUDNICKI:
NOCHES BLANCAS

—I—

Vivió y murió en la casa frente a la cual estoy parado. La tarja conmemorativa en la


pared dice que pasó los últimos años de su vida aquí, y que fue esta casa la que vio
el nacimiento de Los Hermanos Karamazov, uno de los mejores libros que se han
escrito. La tarja ha desaparecido de la vista, la casa es solo una sombra vaga en la
opaca luz. Es de noche. Ya no puedo ver la casa o la tarja, pero estuve aquí hace
unas horas: ahora he regresado. La casa duerme, todas las ventanas alrededor están
oscuras, las tiendas cerradas firmemente, hasta el mercado de enfrente duerme.
Dos personas con una pequeña linterna curiosa están ocupadas con un camión. Yo
estoy parado en la esquina de Kuzriitkaya y Dostoievski (durante su vida se llamaba
Calle Yamskaya). Aquí fue donde vivió, donde frecuentemente se paró. He esperado
este momento por mucho tiempo.
Pasó la mayor parte de su vida aquí en Leningrado. Como muchos otros, trató de
describir esta ciudad, que le causó honda impresión, hasta que a su vez él dejó su
impresión en la ciudad, cuya arquitectura le sorprendió por su falta de carácter e
individualidad
El vio en esto la influencia de toda clase de ideas insignificantes y de estilos, pero
cuando escribió sobre una de estas calles la convirtió en algo único y etéreo.
Su descripción de San Petersburgo en Noches Blancas y en Humillados y ofendidos
es inolvidable. Escribió sobre los callejones más pobres y más oscuros de algún lugar
detrás del mercado, hoy llamado la Plaza de la Paz. La guerra, la revolución y el
tiempo no los han robado, y hoy es muy fácil seguir todos los pasos de Raskolnikov.
Para los lectores de Dostoievski, Leningrado ofrece emociones muy específicas, los
envuelve en una especie de sueño que destruye el tiempo y la realidad.
Las casas permanecen iguales, aunque su esencia haya cambiado; no hay prostitutas
ni tabernas apestosas, ni pobreza gritando al cielo. El grito de la pobreza ha
desaparecido.
En tiempos de Dostoievski, el pequeño mercado de enfrente le daba carácter a
todo el vecindario y lo hacía parecerse al mercado mayor. Fue hacia el final de su
vida, cuando estaba bastante bien de posición, que vivió en la casa frente a la cual
me encuentro parado. He visto muchas casas iguales en mi vida. Cuando me paré
aquí por vez primera, hace unas horas, estaba viendo la calle Pawia antes de la
última guerra, antes de que desapareciera entre las llamas. Gentío, fango, letreros
de tiendas, casas, tranvías, los armenios a los que le compraba granadas. Pensaba
todo el tiempo en la calle Pawia. Esta fue una de las mejores casas de Dostoievski.
Antes había vivido en peores circunstancias, más abajo, nunca más arriba; nunca
llegó a Nevsky, por ejemplo. Se mudaba muy frecuentemente y sus biógrafos han
descubierto que le gustaban particularmente las casas de esquina. Nadie ha
ofrecido una explicación; quizá, como todo hombre solitario, añoraba el bullicio de
la vida, o estas casas lo atraían.

—II—

Es tarde. A lo largo de la calle me he cruzado con no más de cinco personas, parejas


jóvenes. Hace unas horas, cuando estuve aquí por primera vez, entramos e hicimos
un recorrido de todos los pisos. Una vieja y ancha escalera ds piedra me trajo vagas
asociaciones que no puedo situar. ¿El calor? ¿El olor? No lo sé.
Hace ochenta años pudo haber sido una casa bastante buena, aunque hace ochenta
años la gente era más exigente. Los comerciantes se hacían fabricar casas
separadas, y solo la gente pobre vivía en casas de vecindad. La casa es de tres pisos,
aquí dicen que cuatro: para ellos el piso de abajo es el primer piso. Hace unas horas
estuve aquí con un compañero ruso, pero no me pudo decir en qué cuarto estaba la
mesa del escritor, y de quién era la mesa que está ahí ahora. Debíamos haber
llevado a alguien que supiera más de la vida de Dostoievski, pero por una razón u
otra, nos fue imposible. Los guías estaban ocupados y nosotros estábamos apurados.
"Vamos a pedirles que arreglen, que nos unamos a uno de los grupos con guías —
propuse—, cualquiera que sea". "No es tan sencillo como cree, panie Rudnicki", me
contestó B., que era un muchacho muy agradable, y los dos nos echamos a reír.
Desde el piso más alto me puse a mirar el patio: paredes como las hojas
desmoronadas de un libro; pilas de troncos ordenadas —todos los patios de
Leningrado tienen pilas de madera— el camión del carnicero con el techo de hierro
laminado, cargado de carne. Me sobresalté: vi todo esto como Dostoievski lo había
visto. En Moscú, Loryn, un joven escritor, me llevó al museo de Dostoievski.
Caminamos a través de la parte más pobre de Moscú, aparentemente igual que
hace ciento cincuenta años, hasta la pequeña casa donde nació el escritor. Nos
recibió una anciana cubierta con un pañuelo. El museo estaba cerrado ese día, y la
anciana extendió las manos, desconsolada. Mientras meditaba en el corredor, lleno
de carteles de películas basadas en las novelas de Dostoievski (los pequeños cuartos
estaban cerrados, vi de pronto a aquellos viejos, vestidos curiosamente, que todavía
merodean cerca de las sinagogas, que ya nadie visita. Cuando alguien se les acerca,
los viejos lo observan con calma, preguntándose evidentemente si es un descreído,
o por el contrario, alguien que "no ha perdido la fe, y no ha sido llevado por el mal
camino". Los rusos han dejado al autor de El Idiota donde nació, no lo han mudado
al centro de la ciudad, ni le han puesto su nombre a alguna calle importante, como
han hecho con todos sus grandes escritores: Pushkin, Tolstoi, Chejov, Turgenev. Con
todos menos con él.

—III—
Dentro de las cuatro paredes de esta casa se desarrolló uno de esos misterios que
nos quitan el sueño. Esta acumulación de tiempo: esto es lo que me había
sorprendido antes. La vejez de una casa de vecindad en un distrito pobre se torna
más pobre a través de los años. La obra de Dostoievski es una casa de vecindad
también. Una casa de vecindad que es también un palacio y una iglesia. El tiempo
ha hecho de algo corriente una cosa extraña. Antes, y ahora también, al caminar por
aquí, me sorprendió la pobreza de esta calle, una pobreza que es riqueza. Recuerdo
que en Francia e Italia, frente a vetustos edificios, siempre tuve el mismo
pensamiento: estas paredes lo han absorbido todo, las piedras se han impregnado
de tanta experiencia humana, que un día alguien puede llegar y sacarles todo lo que
contienen. Todo se puede exprimir de las piedras, porque lo contienen todo. Las
piedras viejas lo contienen todo, pero esas millas de cuadras nuevas son jóvenes y
verdes, nada se le puede exprimir. Todo está solo comenzando en estos nuevos
bloques, de los cuales están tan orgullosos los concejos municipales; todo está solo
comenzando, empezando a amueblarse; sus habitaciones solo piensan en adquirir
mercancías y bienes. La piel nos dirá todo acerca de un hombre, las piedras nos
dirán todo acerca de un pueblo, acerca del tiempo. Estos enormes bloques nuevos,
dondequiera que estén, no están maduros para palabras, pero en una calle como
esta... El le sacó todo lo que había que sacarle. Ahora solo mueren.

—IV—

Todo está vacío, quiere arrojar la piedra del tiempo y retroceder ochenta años,
pero no lo consigue, por lo menos con esta calle. Estoy en otra noche, en otro
pasado, veo una calle de Varsovia en la tenue luz del gas, oigo voces, siento el
aliento de gente que conocí una vez y que ya no existe. Miles de casas similares se
encuentran en diferentes ciudades alrededor del mundo, pero solo en esta se
realizó la iniciación. Se realizan iniciaciones en todas partes, pero solamente aquí
dejaron una huella visible. Vine como los peregrinos a inclinarme ante ella.

—V—

"Panie Rudnicki está interesado en Dostoievski, hasta ha escrito sobre él", algunos
rusos bromeaban conmigo... Hace un cuarto de siglo, quizás a su regreso de la
Unión Soviética, Gide nos llamó la atención sobre algo que debió haberlo afectado
profundamente: los jóvenes rusos se estaban olvidando de este gran escritor, quien
era para Occidente el principio y el fin, sin el cual no se concibe la literatura. El
mismo Gide había escrito un libro sobre Dostoievski y por muchos años lo convirtió
en una especie de moda literaria que desaparece en seguida, o engendra raíces muy
profundas. No recuerdo si Gide solo notó este fenómeno, o si trató de analizarlo.
Una vez escribí que durante la guerra Dostoievski me repugnaba: no podía leerlo.
La revolución es una guerra permanente, una guerra a cada hora y para cada hora,
una guerra que cambia intereses, necesidades, prioridades. Cuarenta y tantos años
de revolución tienen que multiplicarse por meses, semanas, días y horas de
incesante luchar por algo nuevo, por leyes nuevas, costumbres nuevas, por cosas
básicas de todos los días. Cuarenta y tantos años de lucha, de errores inevitables,
explosiones de locuras y de aciertos son suficientes para hacer de cualquiera un
verdadero hombre. No, una revolución no es un juego de niños. Después de años de
tanta presión las palabras adquieren un nuevo significado y fue para solo unos
pocos que Dostoievski aún podía ser lo que había sido para aquella gente que no
había vivido semejantes experiencias. Después del abandono inicial que Gide había
señalado, el proceso continuó.
Cuatro años después esos jóvenes rusos entraron en la Segunda Guerra Mundial y
vivieron nuevas experiencias que afectan aún más hondo. Para dos generaciones
Dostoievski no ha sido lo que fue para generaciones europeas anteriores. Un
hombre nuevo ha surgido en el escenario: el rústico.

—VI—

Cuando salí del hotel por la mañana, después de mi llegada a Moscú, y me alejé
unos cien o doscientos pasos del centro, tuve la sorpresa que experimentan aquí
todos los turistas. Detrás del hotel había una aldea genuina, con una vegetación tan
floreciente como la de Kasimierzj en el Vístula. Pero mi asunto no es con la aldea —
un Nueva York sumado a una aldea—: Moscú es la mezcla más dura e inagotable
que existe, mi asunto es con el rústico, para usar un término algo suelto. De los siete
millones de habitantes de este gigantesco mar de piedra, el rústico forma un alto
porcentaje. Su influencia en la ciudad es enorme. Es sobrio en el vestir ¡nunca se
permitiría liviandad alguna en su vestimenta! Sus ideas sobre decoración interior
son extremadamente rígidas. Durante casi toda o una gran parte, de su vida en la
ciudad, el rústico es realmente el "gran intruso", atormentado por temores y fobias.
Es muy firme, y naturalmente tiene puntos de vista muy firmes y decididos acerca de
todo (los cuales, según las apariencias, cambia con bastante facilidad). En principio,
representa una fuerza valiosísima, viva, elástica, joven, progresista; pero cuando se
trata de literatura, retrocede a la ciudad. Su misma naturaleza biológica, su fuerza,
no le permite apreciar a Dostoievski. No hubo necesidad de suscitar una aversión
ficticia. Las observaciones de Gide fueron y todavía son valederas.
"Panie Rudnicki está interesado en Dostoievski, hasta ha escrito sobre él", se
burlaban gentilmente. Hablaban como si fuera víctima de algún germen, al que
ellos no habían sucumbido.

—VII—
Hace dos días, en el Ermitage, estaba parado ante un cuadro que debe verse de
rodillas. Primero, pasó un grupo de personas con su guía. La mujer-guía señaló el
cuadro y dijo: "Aquí tienen otro cuadro del conocido artista Rembrandt, La Vuelta
del Pródigo". Para aclararles más la cosa agregó: "Hubo una vez un hijo pródigo,
¿saben?". Alguien en el grupo contestó: "Hoy ya no existen hijos como ese".
Después de diez segundos siguieron hacia el próximo cuadro del "muy conocido
artista Rembrandt" y se me acercó un rústico, que se paró a mi lado a mirar El Hijo
Pródigo. Después de un silencio prolongado me dijo conmovido: "Lo que debe
haber pasado para haber llegado a este estado. Es un animal, no ún hombre...". "Se
ve que es un hombre pobre, ha sufrido mucho", dijo frente al Retrato de un Viejo.
Bernanos comentó que no puede leer las descripciones de la pobreza hechas por
escritores rusos sin llenarse de horror. Solo a primera vista el comentario del rústico
nos parece primitivo: son aquellos que lo consideran así los que son realmente
primitivos. Sus comentarios esconden el sentido más profundo que es la
justificación de la revolución. Mientras miraba en la Catedral de San Isaac uno de
esos aguafuertes donde aparecen campesinos arrastrando enormes bloques de
piedra para construir a San Petersburgo sobre bases de fango y pantano, se me
ocurrió súbitamente que la historia rusa es tan fascinante porque en un tiempo
relativamente corto muestra todo lo que hay en la historia de todas las grandes
naciones, diseminado a través de los siglos. Aunque el pasado de aquellos otros se
pierde en el tiempo, la historia de Rusia parece casi contemporánea, y al mismo
tiempo, de interés, no solo para ellos sino para nosotros. Un brazo del péndulo
cubre la historia de Pedro el Grande; el otro, los acontecimientos que llenan las
primeras planas de los periódicos en todas partes del mundo. El hijo o nieto del
hombre con zapatillas harapientas que levantó a San Petersburgo sobre un pantano,
tomó una pluma y escribió novelas geniales, que son grandes porque él estaba
buscando una respuesta a todo aquello que el Occidente había descartado hacía
mucho tiempo por indescifrable. El limitado período de tiempo significaba que la
sombra del hombre en harapos nunca había desaparecido totalmente de la
literatura rusa. Los escritores de aquí pueden sentir la soledad como individuos,
como personas, pero nunca pierden de vista al hombre que arrastra su piedra.
La sombra de este hombre enjaezado, como un caballo, cae sobre toda la literatura
rusa y le da ese sentido de "caridad" que conmovió tanto a Bernanos y a todo el
mundo. Todo lo que he dicho sobre el rústico me desacredita —no a él—, si no lo he
rodeado con ese manto de caridad que es el primer mandamiento de todo escritor.

—VIII—

Cerca del mercado, la luz indiscreta de una linterna. Dos hombres están acostados,
bajo de un camión, reparando algo. Cuando estuve aquí hace unas horas, mi guía
me dijo que había llevado a otros dos escritores polacos a ver la casa. Ellos habían
venido también fascinados por la literatura rusa, aunque de una manera diferente,
me imagino. Mi masoquismo debe jugar un papel aquí. Rusia adora a sus escritores y
esto nos demuestra la importancia que todavía tiene el alma humana para ellos. Y
esto a su vez nos demuestra que la fuente de la cual esta alma se nutre, todavía
existe. De todo esto puede uno deducir cuán joven es este país. Hay que estar aquí
para darse cuenta de que es una nación joven en marcha. Basta ver las multitudes en
las calles para comprender que no se trata de una fórmula vacía, es el primer
pensamiento que nos viene a la mente. Si el amor a la poesía es tan profundo como
ciertamente lo es, esto quiere decir que a pesar de lo que dicen, ellos no le dan
importancia decisiva alguna a lo que comen, a cómo se visten o cómo viven, aunque
aquí la aburrida prensa insista interminablemente sobre estas cosas.
Las grandes avenidas de Moscú y Leningrado llevan los nombres de sus poetas, las
estatuas son todas de poetas. Una noche que salíamos del hotel en Moscú vimos a
un grupo de jóvenes en la Plaza Maiakovsky escuchando a otros jóvenes recitar sus
poemas, discutiendo los recién publicados, criticándolos y alabándolos. Las
muchachas recitaban versos, para expresar lo que sentían sobre el amor y lo que
esperaban de los muchachos. Cuando llegamos nos pidieron inmediatamente que
recitáramos poesías polacas y que les dijéramos lo que sinceramente pensábamos
sobre ellos. "Si ustedes nos van a celebrar o a repetir la jerga oficial, entonces
preferimos que no se molesten. Digan lo que realmente piensan". A veces parece
que la poesía es la única fuerza que puede integrar esta moderna Babilonia, "esta
ciudad que se extiende como un mar sin límites".
Un escritor ruso nos dijo: "¿Van a Leningrado?", y añadió pensativo: "Es una bella
ciudad... un museo... Sí, es un museo histórico y literario". Hay solamente dos
ciudades en el mundo donde las asociaciones literarias son tan fuertes, París y
Leningrado. Aquí no hay una sola calle que no parezca un libro conocido. Los
Decembristas, Groboyedov, Pushkin, Lermontov, Gogol, Belinsky, Nekrasov,
Dobrolibov, Chernyshevsky, Saltykov (Schedrin), Goncharov, Turgenev, Blok, Gorki,
Maiakovsky, todos ellos vivieron aquí y escribieron sobre esta ciudad. Si la literatura
pudo surgir con tal fuerza, entonces esta ciudad debe haber alcanzado de alguna
manera su cénit, y cierta estabilidad. Al mismo tiempo, esta estabilidad solo afectó a
la ciudad en sí; cuando una vida nueva y joven surgió alrededor, la ciudad no pudo
soportar la presión. En este nuevo mundo, San Petersburgo era una vieja ciudad que
tenía que ceder. Puedo imaginarme cuán difícil sería traer el comunismo a esta
ciudad con ricas y viejas tradiciones, costumbres establecidas y un considerable
estrato social, tan próspera, fuerte, elástica y emprendedora como sus
comerciantes, quienes fabricaron palacios para ellos o para sus amantes. Me puedo
imaginar cómo esta vieja ciudad empujaba a la nueva, y cómo fue necesario romper
su voluntad. La historia de Leningrado es una prueba trágica de todo esto.
Mientras caminaba por Leningrado tuve la fuerte impresión de que nuestra propia
Cracovia le debía el tratamiento especial que se le había reservado al hecho de
parecerse a Leningrado; es decir, Cracovia también es una vieja ciudad en la que
parte de sus habitantes acomodados se oponen a todo cambio. Pero a pesar de su
pasado trágico, uno se encuentra a cada paso en Leningrado con viejos que parecen
salidos de las páginas de una novela rusa del siglo diecinueve. Uno recibe la
impresión de que las olas les han pasado por arriba como el agua sobre las plumas
de los patos. Al mediodía se acomodan en bancos frente a sus casas y parecen
pensionados de un asilo de viejos. Leningrado tiene la reputación de ser intelectual,
y, por lo tanto, parecería una débil ciudad. Débil, trágicamente oprimida, destruida
por el tiempo, pero cuando la hora de la prueba llegó, la débil, intelectual
Leningrado demostró que estaba hecha de acero. Aguantó tres años y medio de
sitio y de hambre. Yo estaba en Varsovia cuando la sublevación y sé lo que esto
dignifica, en un grado insignificante, desde luego.
La presión ha dejado sus huellas. Esta ciudad tiene realmente un aspecto de museo,
de algo inerme. Pero no es eso lo que yo quiero decir. La ciudad pasó su prueba a
costa de tremendos sacrificios, pocas ciudades han sufrido tanto, pero esta prueba
no ha sido reconocida. La literatura no ha pagado su deuda. Por muchos años Io que
se esperaba de la literatura era que pesara los valores hasta la última onza del
farmacéutico, lo que era una pedantería, una falsa fachada. Durante años se
suprimió la espontaneidad y el canto de los corazones humanos, y cuando el canto
era otra vez necesario, cuando pudo haber sonado en los próximos cien años y
llegado a ser el valor supremo, ya no se pudo encontrar.

—IX—

Sucedió aquí, detrás de estas ventanas. Aquí se creó un mundo que era diferente a
todos los demás. Sangre de su sangre, hueso de su hueso... El último hecho real en
literatura fue el suyo. Solo las obras que conducen a hechos tienen alguna
influencia. El resto es solo un modo placentero de pasar el rato, una charla
agradable, una explicación grata de cosas que son inexplicables. Los hechos en la
literatura deben ser algo extraordinariamente difícil, ya que ocurren tan raramente.
Requieren raíces muy hondas, una savia poco corriente. El suyo fue el último hecho
real en la literatura; él creó a Raskolkinov. Desde Raskolkinov no ha habido más
hechos en la literatura, aunque ha pasado casi un siglo. Todos los hechos en la
literatura occidental son esencialmente comentarios sobre Raskolkinov. Han pasado
cien años pero parece que nadie va a ocupar su lugar. Parece que alguien puede
asesinar millones de seres humanos, quemarlos en crematorios, barrer naciones
enteras del mapa del mundo, pero todo esto no es suficiente para hacer hechos
verdaderos —los hechos en la literatura tienen una vida independiente y una lógica
propia. Raskolkinov no es el retrato de un hombre que comete un asesinato; él
representa todo lo que hay que decir respecto al crimen. Raskolkinov tiene una
fuerza de expresión mayor que la de todos los tiranos que vinieron después de él y
se inmortalizaron con hechos que espantan a la imaginación. Hace cien años
Raskolkinov cometió un asesinato; desde entonces hemos tenido Auschwitz,
Treblinka, Hiroshima, pero cuando buscamos el retrato de un criminal volvemos a
Raskolkinov. Todo lo que sea un hecho en la literatura europea es solo un
comentario sobre Dostoievski. Cien años después lo vemos bajo una luz distinta, el
Occidente ha perdido indudablemente su capacidad para los hechos, una
capacidad que esta gente de aquí ha mantenido.
Todo lo que Europa y América tienen que ofrecer en forma literaria sigue
confirmando esta incapacidad para los hechos. Ionesco, Sartre, Faulkner, todos nos
demuestran esto. Quizás Hemingway buscaba estos hechos a su modo, pero no
pasaba de las apariencias.

—X—

Hay otra razón por la que esta influencia ha sido tan grande; él se adelantó a su
tiempo y tomó parte en las discusiones que empezaron realmente después de su
muerte. El crece junto con la grandeza de su país. Hasta el momento él es el testigo
principal citado en las discusión clave de nuestra época. Manes Sperber ha dicho
que él fue el primer escritor que describiera al renegado del partido. Lyubev
Dostoyevskaya, la hija del novelista, menciona en un libro escrito y publicado en
Suiza alrededor de 1920 que los libros de su padre nunca fueron del agrado de ios
"judíos" o de los "izquierdistas". Hoy los "judíos" y los "izquierdistas" escriben
continuamente sobre su padre, quien se ha convertido en el escritor más allegado a
ellos, al que más a menudo leen y citan. A Dostoievski lo mataron realmente el día
que se paró delante del pelotón de fusilamiento; el perdón del zar no lo salvó y solo
se volvió a levantar de entre los muertos en sus novelas, que fueron escritas "al
revés". Fueron escritas por un hombre al que nunca lo abandonó el terror: todo lo
que escribió transparenta ese terror y le da a su obra su tono específico. Sus
personajes están moldeados no solo en su grandeza sino también en su miedo. En su
terror perdió la fe en el hombre que puede alcanzarlo todo si lucha por ello. Como
tenía una mente profunda, le dio a los marxistas en su punto más débil; los atacó
porque rechazaban el pecado original, el miedo, el egoísmo, cuyo efecto no es
solamente negativo, sino que tiene dos aspectos. Los atacó porque no creían en el
mal, mientras que él creía en un diablo personal, en el mal como algo que tiene
iguales derechos sobre el hombre. Los atacó por querer persuadir al hombre de que
era bueno cuando era por lo menos tan traidor, maligno, despreciable y oscuro
consigo mismo como con los demás. Para él todo experimento socialista era una
locura que solo podía llevarnos a un "diluvio". El no creía que el hombre se podía
salvar sin la gracia. El terror lo cegaba ante los proyectos de realizaciones humanas,
porque al fin y al cabo no todo lo que el hombre hace está contenido en el esquema
del pecado original.
El yace en medio del camino de la discusión central y no podemos ignorarlo. Tenía
que ganar, ya que es verdad que el hombre es un monstruo, vacío, oscuro, que no
sabe nada sobre sí mismo. Tenía que perder, ya que la humanidad nunca estará
satisfecha con esta opinión sobre el hombre y nunca abandonará la lucha. Después
de todos los desastres, el socialismo ha sobrevivido como vencedor, el socialismo
abrazado en una lucha con el pecado original, y el socialismo en armonía con el
pecado original. Aceptar que el pecado original nos abre nueva perspectiva: nos
trae una alegría con la más ligera victoria del bien sobre el mal; mientras el rechazo
del pecado original amenaza al hombre con la desesperación a la menor recaída.
El yace en medio dé los caminos de nuestra época; suscitó problemas que solo
nuestra época ha puesto de manifiesto.
Dostoievski sufría de un complejo anti-occidental. Odiaba el Occidente del mismo
modo que alguna gente hoy día odia el Oriente. Debe haberlo decepcionado, y si lo
hizo significa que él esperaba mucho de él, como tantos "pro-occidentales" de
aquel tiempo que pensaban que ellos no valían nada y ponían el Occidente como
modelo. La intensidad del complejo delata la intensidad del amor. Además, la
moderación le era casi desconocida; como él mismo escribió, siempre fue un
hombre de extremos. El careo significaba el desastre, como pasa inevitablemente
con los careos. En cualquier caso, ¿qué nación podía ponerse a la altura de sus
exigencias? Podemos imaginarnos cómo el Occidente lo hería a cada paso —las
paredes, las cercas, las cerraduras que los hombres usan para aislarse de los otros
hombres— y sobre todo de él, un mendigo de un país bárbaro. El no comprendía la
cultura "en sí", ni el valor de la vida; solo veía que ellos helaban los corazones y los
caracteres. Podemos imaginarnos cómo le irritaría la acumulación de dinero y
posesiones. El venía de un país donde las fortunas eran todavía demasiado nuevas,
demasiado enormes, para que su durabilidad no fuera sospechada por los mismos
dueños. En el Occidente todo le estaba cerrado y prohibido; vivía solo, aislado y ni
quiso ni pudo juzgar el Occidente como realmente era. Cuando volvió a Rusia debió
sentirse feliz con la juventud de su país, una juventud que lo miraba todo con ojos
muy diferentes. Juventud que continúa sorprendiéndonos.
A menudo, al ver la gente de aquí, tenía de pronto la idea de que eran niños. Son
niños en su actitud hacia la literatura, niños en su necesidad de entenderlo todo
hasta el último detalle, comprenderlo todo, niños en su negativa de quedarse a
mitad del camino. Son niños y lo imposible no existe para ellos. Hay que estar aquí
para poder entender que los primeros sputniks no salieron de aquí por accidente.
Muchas otras cosas van a tener su principio aquí: ¡Son todavía tan terriblemente
jóvenes!

—XI—
Todo está tranquilo. Pasos en la distancia; después de un rato, ellos también
desaparecen. ¿Qué pasaría si él emergiera de la oscuridad? ¿Quizá fue para eso para
lo que vine? ¿A mirar las huellas, hundirme en la noche, sentir la caricia del aire
donde él la sintió? ¿No debiera todo terminar en una resurrección? Lo he buscado
en muchas ciudades, lo he llamado en la profundidad de muchas noches. Muchos se
consumen por muchos deseos, a veces la cara de una mujer, a veces la de un niño,
de un profeta, un maestro. Todas estas caras son realmente una sola, la cara de la
armonía. Nuestra existencia individual la contradice, pero no hay otro camino. Lo he
visto a mi lado a través de los años como una prueba de que la suma de las
debilidades humanas puede ser la plenitud. ¿Por qué no ha de surgir aquí, a mi
lado? No, no vendrá. Ni hoy ni mañana. Pero, ¿no ha venido en el pasado? ¿Qué
importa que nunca haya sentido —ni siento ahora— la presión de su mano en mi
brazo? ¿Es la única prueba de una presencia? ¿Acaso no son reales las casas donde
Raskolkinov vivió, donde asesinaron a Anastasia Pilipovna, aunque nunca hayan
existido? ¿No era mi espera una forma del venir? ¿Un venir en otra dimensión? ¿No
siento su presencia —a pesar de su ausencia— más fuertemente que la presencia de
la gente que encuentro todos los días? ¿No ha vuelto para mí de entre los muertos?
¿No podría decir que ha vuelto a mí en muchos lugares? ¿Y estoy seguro que no está
parado a mi lado, ahora mismo?
MAREK HLASKO
[1932-1969]

Hlasko es un fenómeno típico de la literatura de deshielo. Su pri mer libro de


cuentos, El primer paso en las nubes, 1956, y su novela, El octavo día de la
semana, 1957, fueron la expresión del sentimiento de inconformidad que
manifestaban los jóvenes ante los cánones estéticos y vitales del stalinismo. Allí
se producen el derrumbe del "héroe positivo", la revelación de un lenguaje vivo
aparentemente no literario y la expresión de los problemas de la juventud.
Hlasko hizo rápidamente escuela. Los autores jóvenes que surgieron
posteriormente en buena parte se han visto influidos por su visión del mundo.
Otras obras posteriores como Cementerios, publicada ya en el exilio, no tienen el
mismo interés. ni literaria ni sociológicamente.
MAREK HLASKO:
EL PRIMER PASO EN LAS NUBES

En el centro de la ciudad, los sábados no difieren de ningún otro día de la


semana. Solamente, hay más borrachos en las tabernas y restaurantes, y en los
autobuses y en los zaguanes flota un rancio olor a alcohol digerido. Los sábados,
la ciudad pierde su aspecto diligente y exhibe la mueca de una chusma ebria.
Por otra parte, en el centro no hay quienes durante el sábado se dediquen a
observar la vida: gente que permanezca en las aceras, camine por la calle, o se
siente durante horas en la banca de un parque, todo simplemente para poder
recordar dentro de veinte años que en tal fecha uno fue testigo de un
acontecimiento más o menos original. Aparte de los carteros, quienes aún
durante la ocupación, no dejaron de circular bajo sus capas rojas, de los areneros
que venden arena en las calles o de los cantantes ebrios que cantan en los patios,
los espectadores objetivos de la vida han desaparecido por completo de la
ciudad.
Estos espectadores pueden encontrarse solamente en los suburbios. La vida
suburbana ha sido siempre, y continúa siéndolo, más densa; los sábados, cuando
el tiempo es bueno, la gente saca las sillas frente a sus casas, se sienta y se dedica
a contemplar la vida. La perseverancia de estos observadores adquiere en
ocasiones rasgos de una brillante demencia; algunas veces permanecen sentados
toda la vida sin ver otra cosa que la cara de los observadores de la acera de
enfrente. Luego mueren con un profundo rencor contra el mundo y la
arraigada convicción de su vaciedad y aburrimiento; aunque muy pocas veces se
les haya ocurrido que es necesario levantarse y mirar lo que sucede a la vuelta de
la esquina. Cuando envejecen estos observadores de la vida, se vuelven pesados.
Se sienten inquietos, y miran el reloj. Este es uno de los hábitos absurdos de la
vejez: desean ahorrar tiempo. Llega un momento en que su avidez por la vida
y por las sensaciones se vuelve mucho más fuerte que en los jóvenes de veinte
años. Hablan mucho y piensan mucho, sus sentimientos son a la vez salvajes y
obtusos. Luego expiran de manera rápida y tranquila. Al morir, tratan de hacer
creer a todo el mundo que han vivido plenamente. El impotente se vanagloria
de sus triunfos con las mujeres, el cobarde de su heroísmo, el cretino de la
sabiduría con que ha dirigido su vida.
El señor Gienek, un pintor de muros, había vivido durante cuarenta años en el
barrio de Marymont en Varsovia y, desde hacía muchos años, se dedicaba a
observar la vida. Ese sábado, el señor Gienek estaba también sentado en el
pequeño jardín frente a su casa y contemplaba vacuamente hacia la calle. De
vez en cuando escupía y se pasaba la lengua por los labios resecos; la tarde era
abrasadora, un verdadero tormento. El señor Gienek sentía una fuerte
irritación; aquel día no había sucedido nada sensacional: nadie se había
quebrado una mano, nadie había golpeado a otro... El señor Gienek se sentía
abrumado por un sentimiento de vaciedad y tedio. Pateó a un perro que se
atravesó en su camino y que aulló tristemente al recibir el golpe. Contempló la
calle. Estaba vacía; los camiones que pasaban con relativa frecuencia levantaban
nubes de polvo caliente. Cuando había perdido la esperanza de presenciar
algún trozo de vida, sintió que alguien le daba un codazo. Levantó los ojos
amodorrados y vio a Maliszewski, su vecino.
—Ven conmigo —dijo Maliszewski.
—¿A dónde?
—No lejos de aquí.
—¿Para qué?
—¿Quieres ver algo bueno? —insistió Maliszewski.
Era un hombre pequeño con expresión bonachona y ojos astutos. A pesar de una
aparente pesadez, sus movimientos eran rápidos y ágiles como los de un gato.
—¿De qué se trata? —preguntó el señor Gienek, bostezando, harto del calor.
—Un muchacho... —dijo Maliszewski.
—Un buen espectáculo —dijo Maliszewski—. Está acompañado. ¿Quieres verlos?
—¡Claro! —dijo el señor Gienek, que se levantó, renacida en él la esperanza—.
¿Es bonita? —preguntó con animación.
—Es hermosa y joven —dijo Maliszewski—. Te lo aseguro, están haciendo un
buen trabajo. ¿Vienes o no?
—No tiene objeto —dijo el señor Gienek—. Antes que lleguemos ya habrán
terminado. Te lo digo, no tiene objeto.
—No se trata de cincuentones como tú —dijo Maliszewski—. Pueden hacerlo
durante largo rato. Cuando yo era joven podía resistir durante horas, te lo
aseguro. Vamos a pasar por mi cuñado. Acaba de llegar del trabajo, y desde
luego le gustará venir con nosotros. Mira, aquí viene ya.
Y así era. Un joven fornido, caminaba por la calle. Tenía enro lladas las mangas
de la camisa, y entre los dientes llevaba un tallo de hierba. Eran sus ojos
soñolientos y burlones, y los párpados le colgaban pesadamente.
—¡Heniek! —le gritó Maliszewski—. Ven aquí inmediatamente.
Heniek se acercó. Tenía la frente perlada de sudor.
—Eh, ¿qué hay de nuevo, señor Gienek? —dijo.
—Heniek —dijo Maliszewski—, ven con nosotros.
—Hace calor —dijo Heniek—; ni un soplo de viento. Ni un santo podría
soportar este calor. ¿A dónde quieren ir?
—Estaba entre los macizos del jardín —dijo Maliszewski—; y descubrí una
pareja.
—¿Una puta? —preguntó Heniek.
Escupió el pedazo de yerba que llevaba, y recogió del suelo otro tallo, que
comenzó a triturar con sus fuertes dientes.
—¡Dejen de joder! —dijo Maliszewski—. Ya he dicho que la muchacha es joven y
hermosa.
—Bien, vamos —dijo Heniek—. Ustedes me conocen, me gusta contemplar la
vida. Si la muchacha es fea —se volvió a Maliszewski—, tendrás que invitarnos a
una copa.
Caminaron rápidamente entre los macizos de plantas. La gente iba allí después
del trabajo a cultivar patatas, tomates, zanahorias. Ahora, sin embargo, el
huerto estaba vacío; el día sofocante había metido a todo el mundo en sus
casas.
—Estamos muy cerca. Con este calor, siento que me va a reventar la cabeza.
—También esos muchachos han de estar bien calientes —dijo Heniek.
—Ya lo creo —dijo Maliszewski—. Pero ya los enfriaremos. ¿No, Heniek?
—El año pasado —dijo Heniek— un tipo acostumbraba venir también aquí con
su muchacha. Vinieron durante todo el verano.
—¿Y qué...?
—Nada, supongo que no tendrían casa.
—¿Se casarían? —preguntó el señor Gienek con un esfuerzo, mientras soñaba
con un vaso de cerveza bien fría y amarga.
—Tal vez; no lo sé. Ella también era bastante bonita.
—¿Rubia? —preguntó nuevamente el señor Gienek, aunque ese detalle le
importaba un bledo. Seguía teniendo una sensación de vaciedad opresiva y de
disgusto.
—Era morena —dijo Heniek—. Me acuerdo como si fuera hoy. El tipo era rubio.
No puedo comprender cómo aquella muñeca podía andar con un trozo de
tasajo como aquél.
—Yo no sé —gruñó el señor Gienek, y escupió una saliva espesa.
Estaba enojado con Heniek; le había hecho recordar que también él tenía una
mujer fea y bastante estúpida. Luego dijo:
—Una puta, sin duda.
—Tal vez... ¡Quietos ahora! —dijo Maliszewski.
Se adelantó, y lo siguieron con pasos lentos, tratando de no hacer el menor
ruido. Comenzaba a oscurecer, el sol se había puesto, sombras azules se tendían
sobre la yerba. Maliszewski volvió la cabeza y los llamó con voz apagada:
—¡Vengan!
Dieron unos pasos de puntillas y vieron a la pareja de mucha chos. Permanecían
uno al lado del otro. La muchacha reposaba la cabeza sobre el hombro de él,
tenían los cuerpos muy juntos. Permanecían agotados de amarse y de calor. Ambos
eran jóvenes y hermosos; él, moreno; ella, rubia. La muchacha tenía el vestido
levantado; sus piernas estaban hermosamente bronceadas.
—Es bonita —dijo Heniek—. Muy bonita.
—¿No se lo había dicho? —dijo Maliszewski en un murmullo.
Se quedaron parados sin hablar. El señor Gienek se lamió nuevamente los labios y
sintió una súbita aversión hacia su mujer. Maliszewski sonreía estúpidamente. Los
párpados pesados de Heniek caían aún más; se tambaleaba sobre un pie, luego
sobre el otro. Repentinamente, preguntó con irritación:
—¿No vamos a hacer algo?
—Hazlo tú —dijo Maliszewski—. Haz algo para que se rían tanto que no puedan
venir a hacer de nuevo sus cositas. Tú eres el indicado, Heniek.
—Lo mejor será asustarlos, Heniek —dijo el señor Gienek, que hizo un ruido con
los dedos—. Ella es realmente una belleza —repitió—. No había visto una
chiquilla como ésta desde hacía años. Muy jovencita, ¡carajo! No deberían de
estar haciendo eso.
Se volvió a impacientar y dijo a Heniek:
—Haz algo, si no quieres que les arroje una bomba.
—Calma —dijo Heniek—; ahora voy.
Se quedó mirando un momento las pantorrillas bronceadas de la muchacha y el
tormento se dibujó en su rostro. Luego se acercó a la pareja; se detuvo frente a
ellos. Guiñó un ojo y les dijo:
—¿Conque jugando al papá y la mamá? Espero que se hayan divertido.
Maliszewski y el señor Gienek soltaron una carcajada. El joven se puso en pie y
gritó:
—¿Qué es lo que quieren?
—Nada —dijo Heniek muy lentamente.
Se detuvo frente al muchacho y se balanceó sobre los pies. Mas ticaba aún el tallo
de hierba, y escupió una saliva verdosa. Luego dijo:
—Escoge mejor el lugar, hijo. Eso es lo que he venido a decirte. Escoge mejor el
lugar.
Maliszewski se adelantó y se colocó junto a Heniek.
—Una nena graciosa —dijo mirándola con sus oscuros ojos grises—. No me
disgustaría que me la presentaran. Vamos a presentarnos, jovencita.
—¡Idiota! —exclamó la muchacha.
Se levantó y se colocó tras el muchacho. Se había ruborizado y estaba muy
nerviosa. El señor Gienek vio cómo le temblaba el pecho, y otra vez volvió a sentir
aversión por su mujer fea, gorda y deforme.
—¡Cuidado con lo que dices, putita! —repuso Maliszewski, cuyos ojos estaban
inflamados por la ira—. No eres más que eso: una vulgar puta, ¿me entiendes?
Tengo una hija mayor que tú, ¡cochina! —terminó, con palabra atropellada, y
como sofocado.
—¡Fuera de aquí! —dijo el muchacho con mirada implorante—. Les pido que se
vayan de aquí. Nada les hemos hecho. ¡Se los pido!
—¿A quién le estás pidiendo, Janek? —dijo la muchacha—. ¿A este viejo
estúpido?
—¡Ciérrale el hocico a tu muchacha! —dijo Heniek violentamente—. O me
encargaré yo de cerrárselo. Y deja de una vez de hacer el payaso. Te lo digo:
ciérrale el hocico.
—¡Hocico lo será el suyo! —dijo la muchacha, mirándolo con desprecio, aunque
a punto de perder el control de los nervios—. ¡Cerdo! —exclamó, tratando de
reir con una risa sarcástica.
Pero se echó a llorar
—¡Eh, tú! —dijo Heniek—. Fíjate a quién estás insultando. Vienes a putear y aún
te das esas ínfulas.
El muchacho lo empujó, y lo golpeó en la cara una y otra vez. Sucedió todo tan
rápidamente, que a Heniek sólo le dio tiempo de cerrar los ojos. Pero un
momento después, tenía agarrado al muchacho por el pelo; le aplastó la cara
contra su rodilla, le dio un puñetazo en la boca y lo arrojó a la yerba.
—¿Tienes suficiente, brillante joven? —preguntó—. Si no, puedo aún darte
otra ración. Y a precios reducidos, también. Hay aquí un magnífico
cementerio.
A continuación, soltó una retahila de expresiones canallescas. Cerró los ojos,
pero seguía viendo las largas piernas de la muchacha.
—Ven, Janek —dijo entonces la joven.
Limpió la sangre del rostro del muchacho.
—Ya ajustaremos cuentas —amenazó a los del grupo, y cuando estos habían
dado ya unos pasos, les gritó histéricamente—: Ustedes no son hombres, sino
piltrafas de hombres.
Regresaron a sus casas, caminando entre los huertos.
—Hace bochorno, posiblemente va a llover —dijo Heniek, que añadió, con un
suspiro—: Esa muchacha era realmente bonita. ¿Por qué le dijiste que era una
puta? No la conoces. ¿Cómo pudiste decírselo?
—¡Pero si no fui yo quien se lo dijo! —replicó Maliszewski—. Fuiste tú.
—¿Yo?
—Sí, tú.
—Estás diciendo estupideces. Yo ni la conocía.
—Yo sí la conozco —dijo Maliszewski—. No es ésta la primera vez que los veo.
Están muy enamorados.
—¿Y ahora qué sucederá? —preguntó el señor Gienek.
—No sé qué irá a suceder. Lo que sé es que no van a seguir juntos. Y sé que
hoy se acostaron por primera vez.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el señor Gienek, con indiferencia.
—Oí cuando él se lo pedía. Estaba asustado y ella también. Los oí hablar. Tenían
miedo de que les fuera a resultar un hijo, según decían. Pero yo creo que
estaban mucho más espantados el uno del otro.
—Todos se asustan la primera vez —dijo Maliszewski—. Pero, ¿por qué
golpeaste al muchacho?
—Tú lo quisiste.
—Yo no sabía que las cosas iban a resultar de esta manera. El le hablaba a su
enamorada de un modo tan gracioso...
—¿Cómo?
—No me acuerdo.
—Se está nublando el cielo —dijo el señor Gienek.
—Eso fue lo que le dijo... Algo sobre nubes —dijo Maliszews ki—. Un poema.
¡Ya lo creo que están enamorados!
—No les van a quedar ganas de volver a hacer el amor —dijo el señor Gienek
—. Con lo que hoy han tenido les bastará para siempre. Después de lo
ocurrido, no serán capaces de mirarse a los ojos. Está muy mal que haya
resultado así.
—¡Ya sé! —dijo Maliszewski—. Ahora recuerdo. El le dijo algo así cuando le
pidió... Bueno, ya saben lo que le pidió... Dijo que sería como el primer paso
en las nubes. Eso fue lo qué le dijo, sólo que con rima. Y todo lo que ella
respondió fue: "Tengo miedo", y comenzó a llorar.
—Tal vez tenía miedo del dolor.
—No lo creo —dijo Maliszewski—. No creo que tuviera miedo del dolor. Eso
viene después. La vida, otras gentes, los chismes... Pero la primera vez realmente
es como andar entre nubes. La gente enamorada no puede ver nada.
—¿También nosotros? —preguntó Heniek.
—Ya no van a interesarse el uno por el otro —dijo el señor Gienek—. Yo sé
que si a mí me hubiese sucedido algo así, la muchacha habría dejado de
importarme.
De pronto se sintió triste; el tedio se volvió a apoderar de su ánimo. Habían
abandonado el jardín y caminaban por la calle.
—No —dijo Heniek—; ya no seguirán enamorados. Una cosa parecida me pasó
a mí una vez. Y después no pude volver a amar a la muchacha.
—Una vez u otra, nos ha sucedido a todos —concedió Maliszewski—. Pero, ¿por
qué le pegaste en la quijada?
—El me golpeó primero —respondió Heniek—. ¿Vamos ahora a tomar esa
cerveza?
—Vamos. Apuesto a que esa muchacha no vuelve por acá.
—Quién sabe... —dijo Gienek—. ¿Y por qué la insultaste de esa manera?
—Alguien insultó una vez a mi chica —dijo Maliszewski—. Y les juro que hasta
ahora no sé por qué.
—¿Y después de eso te enamoraste?
—No —dijo Maliszewski. Se mantuvo silencioso durante un rato, luego exclamó
con repentina cólera—: ¡Déjenme solo, maldita sea! No creo en el amor. Ni
siquiera confío en mi mujer. No confío en nadie.
—Un asunto estúpido... —dijo Heniek—. Hay nubes —agregó, luego de
contemplar el cielo—. ¿Y qué fue lo que él dijo?
—Creo que algo sobre un paso en la lluvia o una cosa por el estilo —dijo
Maliszewski con voz fatigada—. Vamos a tomar esa cerveza... Algo sobre la lluvia
o sobre la tormenta... No me acuerdo. No me acuerdo de nada. No quiero
acordarme de nada. Si no me hubiera acordado, no hubiera ocurrido esta
trifulca.
—Va a llover mañana —dijo Heniek.
—Siempre llueve en domingo —añadió el señor Gienek, y frunció el entrecejo.
El señor Gienek pensó una vez más en su mujer detestable, en el muchacho,
en el día siguiente, en la hermosa joven y sus largas piernas bronceadas por el
sol, su pecho, su boca roja y fresca, sus anchos hombros dorados, sus verdes ojos
llenos de temor, y murmuró otra vez, pues tenía que decir algo:
—Siempre llueve los domingos.
SLAWOMIR MROZEK
[1929]

Slawomir Mrozek se inició en la literatura con un libro de relatos, El elefante,


1957. En sus primeras obras la realidad se deforma en busca de efectos
humorísticos. El autor descubre los elementos que aislados de un contexto o en
circunstancias especiales pueden crear un efecto grotesco. Para eso se vale de
varios procedimientos estilísticos, principalmente la parodia literaria. Con el
tiempo su mundo se ha hecho más profundo, más inquietante, más
perturbadora la búsqueda de una moral. Otras obras: Boda en Atomice, 1959 y
Lluvia, 1962. Mrozek es autor de magníficas obras de teatro, Los policías,
Carlos, Strip-tease, El martirio de M. Ohey, Tango.
SLAWOMIR MROZEK:
EL MONUMENTO AL SOLDADO DESCONOCIDO

Hay en nuestra ciudad un monumento al soldado desconocido, erigido en


memoria de los combatientes que cayeron bajo el plomo de la tiranía, durante
la revolución de 1905. La gente de la localidad levantó un modesto túmulo,
sobre el que medio siglo más tarde se construyó un pedestal de mármol con la
inscripción: "Gloria eterna". Sobre el pedestal se colocó la estatua de un joven
en el acto de romper las cadenas. La ceremonia de 1955 fue memorable. Muchos
oradores, muchas flores, muchísimas coronas.
Algún tiempo después, ocho alumnos del liceo local decidieron rendir un
homenaje al revolucionario. El maestro de historia los había logrado conmover
de tal modo en el transcurso de una lección, que decidieron hacer una colecta y
comprar una corona de flores. Luego formaron un pequeño cortejo y se
dirigieron al monumento.
Apenas habían doblado la primera esquina, cuando encontraron a un
hombrecillo enfundado en un abrigo azul. Este los observó durante unos
momentos y luego se decidió a seguirlos a cierta distancia. Atravesaron la
plaza vieja. La gente no reparaba en ellos. Un cortejo, como bien se sabe, es
algo habitual. En la plaza vieja no habita nadie, hay pocos edificios. Sólo la
iglesia de San Juan, un viejo caserón adaptado para oficinas y un museo.
Cuando se detuvieron frente al monumento, el hombre del abrigo azul se les
acercó rápidamente y les dijo:
—¡Salud! ¡Una pequeña ceremonia conmemorativa, por lo que veo!
¡Magnífico! Pero con tanto quehacer he olvidado el aniversario que hoy se
celebra...
—No se trata de ningún aniversario — respondió uno de los alumnos—.
Hemos venido así nada más, sin que se trate de una ocasión especial.
—¿Qué significa eso de "así nada más"? —preguntó el desconocido, irguiendo la
cabeza y frunciendo nerviosamente la nariz—. ¿Qué significa "así nada más"?
—Conmemoramos al revolucionario caído en la lucha por la liberación de la
clase obrera.
—¡Ah! Ya comprendo. ¿Pertenecen ustedes a la célula del barrio?
—No, venimos de la escuela.
—No entiendo. ¿Es decir, que ninguno es miembro de la célula?
—No.
El hombre se quedó pensativo durante unos minutos.
—¿Se trata, pues, de una disposición del director?
—No; estamos aquí por iniciativa propia.
El desconocido no dijo nada, y partió. Los jóvenes estaban colocando la corona,
cuando uno de ellos exclamó:
—Aquí viene de nuevo.
Y en efecto, volvió a aparecer el hombre del abrigo azul, se detuvo a unos
metros y preguntó:
—¿Quizás se trata del mes para un "Mejor Conocimiento de los Revolucionarios
Desconocidos"?
—¡No! —gritaron a coro—. Es una iniciativa personal.
El hombre volvió a partir. Colocada la corona, los jóvenes se disponían a
regresar a sus casas cuando lo vieron una vez más, ahora acompañado de un
policía.
—Sus documentos, por favor —dijo el policía, dirigiéndose a los estudiantes.
Le extendieron las credenciales. El policía las examinó y dijo:
—Todo en orden. Gracias.
—¿Cómo que todo en orden? —exclamó el hombre del abrigo azul, y preguntó
a los alumnos—: ¿quién les ordenó colocar la corona?
—Nadie.
—¡Ajá! ¿Así que lo admiten? —gritó—. ¿Admiten que para organizar esta
ceremonia en honor del Revolucionario Desconocido no los ha movilizado ni el
director del liceo, ni la Dirección de la Juventud Socialista, ni el Comité del
Barrio, ni el de la ciudad, ni el provincial?
—Sí, señor.
—¿Admiten que esta ceremonia no estaba prevista por la Unión de Mujeres ni
por la Sociedad de Amigos de 1905?
—No, no lo estaba.
—¿Qué no se trata de un aniversario, ni de un mes dedicado a celebrar alguna
cosa?
—Así es.
—¿Que no poseen una circular del partido? ¿Que todo lo han hecho por su
propia iniciativa?
—Por nuestra propia iniciativa.
El hombre se enjugó el sudor de la frente.
—Sargento —dijo—, usted sabe quién soy yo; le ordeno, pues, retirar
inmediatamente esa corona, y ustedes, ¡circulen!
Los jóvenes se retiraron en silencio, seguidos por el policía, con la corona a la
espalda. Frente al monumento permanecía sólo el agente del abrigo azul...
Escudriñaba la estatua con ojos suspicaces y miraba cautelosamente a su
rededor.
Comenzó a llover. Pequeñas gotas cayeron sobre el abrigo azul y sobre la capa de
mármol del revolucionario. La atmósfera se volvió oscura y tétrica. Las gotas
resbalaban lentamente por el rostro de la estatua, se detenían en las orejas de
piedra, brillaban en las pupilas de granito.
Y allí estaban, uno frente al otro, el monumento y el hombre del abrigo azul.
SLAWOMIR MROZEK:
EN LA PENUMBRA

Queridos camaradas, no pueden imaginar el estado de oscurantis mo y de


superstición medieval que impera en nuestros campos.
Incluso yo he sufrido su influjo. Ahora, por ejemplo, tengo necesidad de salir un
momento a satisfacer mis más apremiantes necesidades (no tenemos excusado),
pero me da miedo hacerlo. Nubes de murciélagos vuelan como enloquecidos,
chocan contra los vidrios de las ventanas, y quien sale corre el riesgo de que se le
enrede uno para siempre en el cabello. Siento necesidad de salir, repito; pero
aquí me quedo, en casa, sin moverme, y les escribo, camaradas.
He aquí como están las cosas. En lo que respecta a la molienda del trigo, el
porcentaje ha bajado desde que el diablo hizo una visita al molinero,
saludándolo con grandes reverencias. Llevaba un sombrero tricolor, blanco,
rojo y azul, con la insignia escrita en francés: Tour de la Paix. Desde ese día, los
campesinos se alejaron del molino. El molinero y su mujer, desesperados, se
dieron a la bebida, y ya la gente comenzaba a acostumbrarse a esta situación,
cuando el molinero roció a su mujer con vodka y le prendió fuego. Después se
precipitó a la Universidad Popular, para inscribirse en el curso de marxismo;
porque, según su opinión, necesitaba comenzar a luchar seriamente contra los
elementos irracionales de la vida.
La molinera, por su parte, sufrió horribles quemaduras, y así tenemos una bruja
más en nuestra aldea.
Han de saber, queridos camaradas, que todas las noches se escuchan aquí
horribles lamentos, como para hacerlo morir a uno de congoja. Algunos dicen
que es el alma del campesino Triglia que expresa su auténtico odio contra los
grandes propietarios, y otros que es el feudal Pierna Chueca, que se lamenta por
el triunfo de las masas. ¡La lucha de clases, camaradas, siempre la lucha de clases!
Pero mi cabaña está aislada en los linderos del bosque y la noche es negra, el
bosque es negro, y mis pensamientos, oscurísimos, en consecuencia. Un día mi
compañero se sentó sobre el tronco de un árbol para leer el último número de
Horizontes de la Ciencia, cuando sintió de improviso pasos a su espalda, y fue
tal el susto, que anduvo con la razón extraviada durante tres días.
Camaradas, aconséjennos. Nosotros nos hallamos aquí en medio de la llanura,
rodeados de horizontes hasta donde alcanza la vista, y de tumbas.
Me ha dicho un guardabosque que durante la luna llena, cabezas desprendidas
de sus cuerpos ruedan y se persiguen por los senderos y por los claros del
bosque, se dan de topetazos con las frentes heladas y vuelan sólo Dios sabe
adonde. Al alba desaparecen, y se escucha sólo el rumor de los pinos, blando y
moderado, como si hasta los mismos árboles se estremecieran de pavor. ¡Jesús
mío! ¡No saldría de casa aunque se me reventaran los intestinos!
Todo termina aquí del mismo modo. Y ustedes aseguran que estamos en
Europa. Sin embargo, cada vez que preparamos la crema para los dulces, llegan
los gnomos y se orinan en ella.
Una vez, una vieja de la aldea despertó sobresaltada, bañada en sudor. Miró a su
derredor, ¿y qué vio? Sobre una manta, bella y verde, estaba sentado aquel
crédito establecido antes de las elecciones para construir el puente, crédito
extinto inmediatamente después en condiciones misteriosas. El crédito observó
a la vieja, le hizo muecas, rió y tosió. La vieja empezó a gritar, pero nadie
acudió en su ayuda. Cuando alguien grita, nunca se sabe. ¡Vaya uno a saber
por qué grita! ¡Vaya uno a saber qué ideología tiene!
En el sitio donde aquel puente debía construirse, se ahogó después un artista.
Tenía dos años, pero ya era un genio, y si hubiera vivido habría comprendido y
descrito todo lo que existe. Ahora, en cambio, su alma vuela por estos contornos
para amedrentar al prójimo.
Así las cosas, no es de maravillarse que hasta nuestra siquis haya mudado. La gente
cree en aparecidos y se vuelve supersticiosa. Apenas ayer, detrás del establo del
camarada Andrzej fue encontrado un cuerpo. El párroco dice que se trata de un
cuerpo electoral. Todos aquí creen hoy día en las apariciones de los ahogados,
en los espectros y en las brujas. Y en realidad existe una mujer que hace salir
sola la leche de las vacas y hace aparecer a los fantasmas. Queremos
presentarla como candidata a la célula del Partido, para substraer un argumento
propagandístico a los enemigos del progreso.
¡Cómo vuelan, como baten las alas, Dios mío! ¡Cómo silban: "pi-pi", luego de
nuevo: "pi-pi"! ¡Basta! ¡Vivan los grandes edificios! Allí al menos todo ocurre en
el interior y no hay necesidad de correr hasta el bosque cuando se siente uno
oprimido por las necesidades fisiológicas...
Pero esto no es aún lo más grave. El caso es que mientras les escribo,
camaradas, la puerta se abre, aparece el hocico de un cerdo que me mira
extrañamente, me mira... me mira...
Ya les he dicho que aquí vivimos en condiciones del todo peculiares.
JERZY ANDRZEJEWSKI
[1909-1983]

Se ha dicho a menudo que la obra de Andrzejewsky es la de un moralista. Sus


libros han producido el efecto de un ácido corrosivo en el momento de su
publicación. Sus primeras obras responden a la influencia de Bernanos, Mauriac
y Conrad, Caminos cruzados, 1936, El orden del corazón, 1938. Después de la
liberación publica el libro de relatos, La noche, 1945, y Cenizas y diamantes, 1948,
la primera novela importante sobre las transformaciones políticas ocurridas en
Polonia después de la guerra. Contribuyó de modo considerable a la renovación
intelectual que se produjo en 1956 por medio de obras satíricas como La zorra
de oro, 1955, El lamento de una cabeza de papel, 1955. Sus creaciones más
logradas las constituyen dos alegorías en torno a los problemas del poder y la
irracionalidad de la conducta humana, Las tinieblas cubren la tierra, 1957 y Las
puertas del paraíso, 1960. Sus últimas obras vuelven a tocar temas íntimos
relacionados con la creación artística, Semejante a un bosque, 1959, y Salta por
encima de las montañas, 1963.
JERZY ANDRZEJEWSKI:
SEMEJANTE A UN BOSQUE

Desde hace algún tiempo me he vuelto especialmente sensible al ruido. En otra


época no me molestaba en absoluto. En la habitación vecina podían poner el
radio al máximo volumen, la calle podía penetrar en mi estudio con su furioso
estruendo, con su bullicio y el fragor del tráfico; nada de eso me producía
efecto. Lograba aislarme y, aunque oyese ruidos, no les prestaba atención. Hoy he
cambiado; todo me fastidia, tengo la impresión de que percibiría hasta el
respirar de un ratón.
Muchas veces me he detenido a reflexionar por qué pudo haberse agudizado
tanto mi sensibilidad a los ruidos externos. Jamás he poseído un oído perfecto,
pero sí bueno, quizás óptimo. En los últimos tiempos, para colmo, este oído ha ido
empeorando decididamente. Es cierto que estoy lejos de la sordera; sin embargo
temo que ésta me amenace. El médico a quien consulté me aseguró que en mis
oídos ni hay alteración notable alguna, ni síntomas que la hagan prever; pero en
cuanto al hecho de que cada vez me siento peor no cabe la menor duda. Sin
embargo, ¿por qué antes, cuando poseía un oído inmejorable, era inmune al
ruido, mientras que hoy que soy débil de oído, reacciono de manera enfermiza a
cualquier sonido? Es algo que realmente no logro comprender. Tampoco el
médico sabe explicarse este fenómeno. Lo que ha hecho es hablar de postración
del sistema nervioso y de una excitabilidad agudizada. Admitamos que así sea,
pero no estoy del todo seguro. Ya el simple hecho de que hoy todos se
lamenten de los nervios, me pone en guardia. Por otra parte ni el sistema
nervioso agotado, ni la llamada excitabilidad agudizada logran explicarme de
modo convincente el hecho, fundamental como he dicho, de que los ruidos
hayan comenzado a irritarme sólo desde que los oigo peor. Durante algún tiempo
creí que quizás me molestase la recepción imperfecta, amortiguada y como
almohadillada, de las voces y otros sonidos. Podía haber llegado a tal estado de
inquietud por el vano intento de lograr captar las voces sofocadas de este
mundo y de oírlas, todas juntas, o por separado, con su pleno sonido que tan
bien conocía.
Podía ser también que me exasperase y me deprimiese su deformidad. Me
hacía estas reflexiones (alegrándome a la vez de ser capaz de experimentar aún
deseos tan intensos); pero muy pronto advertí que las cosas no funcionaban
en realidad de ese modo: de hecho, después de una atenta reflexión, debí
convencerme de que no añoraba la plenitud perdida de los sonidos, sino el
silencio; tenía necesidad de un silencio absoluto y tranquilo como el de un
sueño sin sueños, sólido como una roca. Proseguí aún mis investigaciones. Quizás
en un momento había estallado dentro de mí un estruendo inmenso que logró
ensordecer el ruido del mundo, volviendo insensible mi óptimo oído, al punto de
que ahora todo aquello que de opuesto, de violento y de furioso existe, estaba
como condensado en mí, y yo me encontraba inmerso en un silencio absoluto,
mudo y vacío, como una fogata extinguida, llevando en mi interior el silencio, y
sediento, por tanto, de silencio en torno mío. Pero aquí, frente a un problema
expuesto de manera tan tajante, me detenía una reacción saludable y natural.
(Estás loco, mi amigo, dentro de ti no existe el vacío, te lo aseguro. Esos ruidos
encontrados, violentos y furiosos estallan dentro de ti igual que antes, sólo que
ahora, al sentirte peor, tienes necesidad de recogimiento y de silencio.) Lo cierto
es que en otro tiempo no tenía necesidad de silencio y ahora lo requiero. Eso es
todo. Pero, ¿cómo ha ocurrido esto? No lo sé. Y francamente no tiene
importancia saberlo, en todo caso no es necesario que me esfuerce en saberlo.
La vida sin una pizca de inconsciencia y de pasividad sabe a suela de zapatos. Y
ya que estamos en esto, quiero declarar que soy partidario decidido de la libertad
de pensamiento y que juzgo quimérica toda presunción de considerarme
"plenamente consciente"...
Se hace palmario entonces que también una suela de zapatos puede tener sabor
a pan. Personalmente me felicito de no confundir jamás la suela de zapatos con
el pan. Puedo sentirme peor, puedo adolecer de una mayor sensibilidad, pero no
quisiera caer por bajo del sentido común. Todos tenemos derecho a nuestra
soberbia y a defenderla.
A comienzos de este año, de la cartera del Primer Ministro, me fue entregada la
asignación de un nuevo apartamiento. Hasta entonces me había alojado de una
manera más que modesta en una vivienda de soltero, sin cocina y sin baño, y
probablemente me habría quedado por largo tiempo en aquel cuarto,
agradable por cierto, de no haber tenido que someterme a una operación de la
vesícula, a consecuencia de la cual me vi obligado a seguir durante largo tiempo
una dieta bastante rigurosa, difícil en extremo, casi imposible de observar en
aquellas condiciones de alojamiento, sin cocina y sin sirvienta fija. Tales
exigencias, de un carácter que podríamos llamar humanitario, fueron las que
decidieron que recibiese de la mencionada cartera del Primer Ministro un
departamentp de dos piezas con baño y cocina en un edificio multifamiliar recién
construido en la calle Belwederska. Aunque naturalmente me aguardaba una
serie de molestias grandes y pequeñas, estrechamente ligadas a toda mudanza,
la alegría de tener una nueva casa y la certidumbre de que nada podría
amenazar ya el lado higiénico de mi vida (atribuyo una gran importancia a este
aspecto de la existencia), me resarcían de todo lo que, en los momentos en que
estaba menos dispuesto a apreciar la benevolencia del destino, consideraba sólo
pérdida de tiempo y perjuicio material.
Para resumir, diré únicamente que fui a vivir en la calle Belwe derska a comienzos
de marzo y que mientras tanto, logré encontrar por medio de mis amistades a
una señora que trabajaba por horas. Así, el 7 de marzo —lo tengo anotado en
mi diario— me puse a trabajar, con esa particular sensación de alegría
conocida por todo escritor que no se limita a aguardar los instantes ilusorios de
la inspiración, sino que labora con constancia y considera —jus tamente— un día
irremediablemente perdido aquél que pasa sin producir por lo menos una página.
Aunque esto suscite a menudo las fáciles ironías de mis colegas de pluma, no
oculto que un género de vida bien reglamentado me es propicio, gracias a mis
inclinaciones naturales y a una fuerte voluntad. No fumo, no bebo, no gasto a
la ligera, sin por ello llegar a ser avaro; trabajo regular mente ocho horas al día,
duermo bien y no me avergüenzo del hecho de no cambiar ni de amantes ni
de ideas. Soy constante en mis sentimientos; se puede confiar en mí, y es del
todo evidente que me siento especialmente inclinado hacia las personas o las
ideas en las cuales se puede tener confianza. Me doy perfecta cuenta de que el
retrato no es completo, pero no me propongo completarlo. Cuento, por otra
parte, con la comprensión del lector, convencido de que el vuelo de la
imaginación lo conducirá por el camino justo, pues, aunque consciente de haber
dejado ciertas lagunas en este relato, puedo asegurar sin ningún temor a todos
los que se interesan por mi vida y mi persona, que aunque deje esos huecos, no
disimulo ni callo nada. De mi sensibilidad agudizada por los ruidos ya lo he
dicho todo. Desaconsejo la mala costumbre de hurgar entre líneas. He
deseado siempre no ser un escritor ambiguo, y pienso que no traicionaré jamás
este principio. También escribiré sobre lo que me ocurrió con motivo de esta
sensibilidad agudizada, sin ambigüedades. No soy responsable de la mala
voluntad y de la imaginación morbosa de la gente. El mundo mismo carece de
ambigüedades, lo que tal vez está en mi contra; pero una mesa es una mesa, la
tierra es la tierra, y también el estruendo —para poner los puntos sobre las íes
— no es más, desgraciadamente, que estruendo, al cual, por razones que
ignoro, me he vuelto de cierto tiempo a esta parte más sensible.
Las ventanas de mi nueva habitación dan a un espacio baldío aún; pero, como
me aseguraron en la administración del inmueble, aquel terreno cubierto por
completo de hierbas y de las ruinas de un viejo edificio, ofrecería de allí a unos
cuantos meses, el aspecto de un moderno patio jardín. A unos trescientos metros
de mi casa, hay el proyecto de construir un asilo moderno. Mientras tanto, en
su lugar, la tierra arcillosa ha formado grandes charcos de agua.
Habito en la planta baja. Frente a la amplia ventana de mi estudio crece un
castaño aún joven, salvado como por milagro, y cuando lo observo en su
escualidez aún invernal, me conmueve la idea de que tan pronto como llegue la
primavera, tendré aquí junto, casi al alcance de la mano, el verdor de su
follaje tierno y pleno de savia. Amo la belleza de la naturaleza, aunque sin
exageración. Cuando vi por primera vez aquel castaño, me alegré de su presencia
también por otra razón. No oculto que la preocupación principal que me había
agobiado durante el cambio de casa había sido el temor de que la nueva
pudiese ser ruidosa. Ahora, la presencia de aquel árbol, precisamente frente a mi
ventana, me parecía en cierto modo una garantía de que existiría un silencio
perfecto. Y realmente al comienzo, todo parecía confirmar mis esperanzas, no
fundadas por completo, debo reconocerlo, en el sentido común. Los ruidos de la
calle de Belwederska llegaban muy atenuados al interior del edificio y, gracias al
debilitamiento de mi oído, la impresión que producían se asemejaba más al lejano
murmullo del mar que al estruendo de una calle. Asimismo, los muros de la
construcción revelaron ser lo bastante gruesos para no tener constantemente en
mis oídos la vida de los vecinos. Después de dos meses transcurridos en la clínica y
de la confusión de la mudanza, logré volver rápidamente al estado de
recogimiento que me es indispensable para el trabajo. Mis voces internas —
para recurrir a una figura un tanto atrevida— no eran perturbadas por ninguna
fastidiosa disonancia del exterior: yo vivía en silencio y ellas podían vivir dentro
de mí.
Según las anotaciones de mi diario, los dos jóvenes hicieron su primera aparición
en el patio el 26 de marzo, entre las cuatro y las cinco de la tarde, lo recuerdo
muy bien. Una breve siesta después del almuerzo y el café que tomo en general
sólo una vez al día, comunican a mis horas vespertinas una vivacidad mental
característica. En esas horas logro trabajar mejor que en cualquier otro momento.
Así también ese día, con cierto sentido de seguridad, me disponía precisamente a
resolver una dificultad surgida en la trama de un relato, que se había
complicado bastante, cuando de pronto sentí un golpe, como si junto a mí
hubiera explotado una bomba. No había sido un grito, ni un aullido o una fuerte
voz, tampoco un rugido; había sido a la vez un grito, un aullido, una voz y un
rugido, todo ello reunido en un inmenso estruendo. Eso, y también algo peor.
Hasta hoy no logro comprender de qué modo y con qué medios aquellos dos
muchachos de once años que jugaban al fútbol pudieron producir aquel ruido
inverosímil. Dos muchachos de once años —vuelvo a subrayar que eran sólo dos
—, jugaban al fútbol encarnizadamente bajo mi ventana, jugaban, nada más,
tan sólo eso, un entrenamiento de colegiales. A primera vista parecían gemelos.
Los dos eran rubios y estaban despeinados. Siempre en movimiento y ágiles como
rayos, vestidos del mismo modo —pantalones de pana azul, sandalias y suéter—,
lograban producir en la gama sonora más estragos de los que pudiera imaginar
la fantasía más rica. La magnitud de mi derrota fue terrible. Pero no vale la pena
hablar de ello. Rehuyo todo exhibicionismo. Ya ayer, cuando vino Halinka, las
cosas andaban mal. Decía en general, pero refiriéndome particularmente a
nuestro lenguaje común, que estoy exhausto. No logré recordar si la flor del
agave era el áloe o al contrario. Me avergonzaba preguntárselo en
circunstancias para mí desventajosas... Quizás el áloe es esa planta que
florece cada cien años y de la que después no queda sino el tallo seco. Me
fatigan también los sueños. Casi todas las noches sueño conmigo. No me veo,
pero sé que estoy muy cerca, encerrado en una celda oscura y sin ventanas;
camino siempre hacia la oscuridad, estoy aquí y estoy allá, hasta que de súbito,
cuando me hallo ante una puerta invisible, me entra un profundo miedo, trato
de huir, pero no puedo. Devorado completamente por la oscuridad, comienzo a
gritar, y entonces, el otro, escondido en la habitación vecina comienza igualmente
a gritar. Entiendo que se pueda gritar en los sueños; pero, ¿gritar a dos voces?
Por la mañana despierto rendido de fatiga.
Al día siguiente, también entre las cuatro y las cinco, volvieron a aparecer
aquellos dos y, junto con otros dos, jugaron al fútbol en un grupo de cuatro.
Como es natural, no logré resolver las dificultades que entorpecían la trama de
mi relato. El 28 de marzo, los muchachos eran ya seis. Jugaron hasta el
crepúsculo. Sus gritos hacían que se me erizaran los cabellos, me ardían los
lóbulos de las orejas como si estuvieran en llamas, el nudo del cuento se me
embrollaba de una manera cada vez más irremediable... Creo que de aquella
manera deben haber chillado los cerdos del Evangelio cuando fueron poseídos
por los demonios. Pero el 29 —también esa fecha la tengo anotada en mi diario
— apareció él. Lo juzgué unos años mayor que los demás; por lo menos, debía de
tener trece. Inmediatamente advertí que a diferencia de sus compañeros, tenía
los cabellos negros cortados cuidadosamente a cepillo. Usaba también sandalias,
pero en vez de unos pantalones de pana como los demás, llevaba unos de vaquero
estrechos, que se le ceñían a las piernas, y una camisa a cuadros. Desde el primer
momento —anoté también esto—, tomó el mando del grupo. No entiendo nada
de fútbol, pero tuve la impresión de que ese día el juego se desarrollaba en un
nivel más alto de lo habitual. De los seis muchachos, el recién llegado eligió
sólo a dos, posiblemente los mejores. Debía de tener buen olfato para juzgar el
valor de cada cual; porque su terceto tomó inmediatamente la iniciativa, y
durante todo el tiempo mantuvo una evidente supremacía sobre los otros
cuatro. En cuanto al estrépito... No, prefiero no analizar mis reacciones; quizás
no he dicho todo sobre el tema de mi sensibilidad agudizada, sino únicamente lo
que me era permitido dentro de los límites de la sobriedad. El arte, según mi
opinión, reside en saber superarse a sí mismo y las propias debilidades, y no en
hacer exhibición de ellas. Por esto no siento ningún complejo, y nadie podrá
aventurarse a comentar malignamente que me agrada hacer muecas delante del
espejo. Las muecas las hará Alfred, no yo. Decía justamente Beatrzycce, la hija de
Artur S., cuando su padre, no sé por qué razón, quería extirpar algunas raíces en
el parque Lazienki: "No arranques las raíces, papá, porque son las piernas de los
árboles". Aquellos muchachos tenían unas piernas malditamente robustas. Cierto
que les he arrancado las patas a las moscas, pero cuando niño; hoy ya no lo
hago. Y como los días, con el advenimiento de la primavera, se alargaban, así
también los partidos se prolongaban cada día más, hasta el crepúsculo. El recién
llegado se llamaba Michal. Soy objetivo y debo reconocer que era un buen
jugador. Jugaba magníficamente al fútbol, siempre a la ofensiva. Desde mi
punto de observación, es decir desde la poltrona que acercaba a la ventana,
escondiéndome sin embargo por razones obvias tras la cortina un poco
corrida, podía observar que Michal gozaba entre sus compañeros de una gran
autoridad. Había adquirido ese dominio con la mayor soltura, como si lo hubiese
recogido del suelo. Y yo, no sólo había aplazado por tiempo indefinido la solución
de la trama confusa de mi relato, sino que ni siquiera tocaba el teléfono, y no
ciertamente para huir de la gente. Se comprenderá, sin embargo, que me era
difícil distraer la atención, aunque fuera un instante, del partido que se
desarrollaba frente a mi ventana. No me agrada el dentista, porque cuando usa
el taladro jamás sé en que momento comenzará a pro ducirme dolor. Siguiendo
las varias fases del juego había aprendido a prever casi infaliblemente el
momento en que sus gritos, más o menos continuos, se harían más fuertes, y por
sus piernas, adivinaba la intensidad de la pasión que ponían en el juego. Para
mi uso y consumo designé con el nombre de "estado de alarma" a este método de
legítima defensa. Permanecía en dicho estado desde que hacía su aparición el
primer muchacho en el patio hasta que el último se retiraba. Me es difícil decir
en qué medida, gracias a aquel método, logré evitar a mi sensibilidad las
emociones demasiado fuertes, y es cierto que, si algunas cosas se me ahorraron en
aquel deplorable estado de infelicidad, fueron la incertidumbre y la sor presa.
Vivía sufriendo, pero vivía consciente (aprecio las frases que en pocas palabras
explican la realidad de las cosas).
Un día, ya en abril, sucedió un incidente, mínimo en realidad, pero
significativo; porque mostró que entre los inquilinos del edi ficio no era yo la
única víctima, a causa de mi sensibilidad, del juego de aquellos muchachos.
Apenas se habían reunido los jóvenes jugadores, como de costumbre, bajo mi
ventana, había ocupado mi puesto de observación en la poltrona, y el partido
estaba por iniciarse de un momento a otro, cuando oí que alguien abría una
ventana en el primer piso e inmediatamente después resonaba una voz de
mujer, muy serena, casi con acento de súplica.
—Muchachos —dijo aquella mujer—, ¿no pueden ir a jugar un poco más
lejos? Mi esposo está enfermo y los ruidos le fatigan.
En aquel momento, la emoción me cortó literalmente el aliento. ¿Qué iba a
ocurrir? ¿Se irían, y volvería el tan anhelado silencio? Mi incertidumbre duró tan
sólo el tiempo de repirar. Los muchachos, sin interesarse lo más mínimo por la
persona que se había dirigido a ellos, se contemplaron el uno al otro un poco
como idiotas; pero ni siquiera por mucho tiempo, sólo el normal, y luego
Michal, con una voz también normal, dijo:
—¡Pasa, Andrzej!
Andrzej, un rubio sonrosado del equipo de los cuatro, dio una patada, y al
punto supe que iba a estallar en mi interior un terri ble estruendo, un grito, un
aullido, un rugido, todo eso a la vez y aún más. Y en efecto, así fue.
Me acuerdo bien de este hecho, porque a la vez me evitó una humillación a la
que sin duda habría tenido que hacer frente: confieso que hasta aquel día, más
de una vez había tenido la intención de ponerme a conversar amistosamente con
aquellos muchachos en cuanto se presentase la primera ocasión, y tenía casi la
certidumbre de que habría logrado hablar con buen sentido y apelar a su
buena voluntad. Y después... ¡Oh! Desde hace un minuto sentí que estaba por
caer en un abismo, cien veces me debería aún suceder el no saber qué hacer con
un pensamiento comenzado; porque, de golpe, como si hubiese habido un
corte tajante, y en mi cabeza existiese, el vacío, es más, no el vacío, sólo un gran
zumbido a lo largo y a lo ancho, cómo lo odio, lo odio, lo odio, cuando me viene,
con una fusta azotaría sus espaldas desnudas, verdaderamente el fin del mundo
me produciría mayor placer, beberé, me embriagaré, oh, cómo me
emborracharé, y después, a cuatro patas, me miraré en el espejo y aullaré.
Estudié todo el plan con extremada precisión. Me pareció perfecto, porque no
me exponía a ningún riesgo, no tenía nada que perder, y en vez de ello, en caso
de triunfar, las ventajas serían enormes.
Algunas veces ocurría, aunque no muy a menudo, que Michal llegase antes que
los otros. Era evidente que entonces se aburría. Pasaba bajo mi ventana con las
manos metidas en los bolsillos del pantalón, con un gesto que podría llamarse
indiferente; pero se advertía que no estaba satisfecho, y esta insatisfacción y su
impaciencia se manifestaban en gestos siempre más desganados y en el hecho de
patear los guijarros que llenaban el patio. Decidí aprovechar justamente uno de
esos momentos para la realización de mi plan, en la primera ocasión que fuera
posible. Desgraciadamente, desde el momento en que el proyecto de que he
hablado cristalizó en mí, hasta que la ocasión se presentó, tuve que esperar
largo tiempo. Si Michal aparecía antes que los otros en el terreno, no era
porque quisiera ser el primero. Por el contrario, arrastrado, sin duda, por su
instinto de jefe, evitaba ciertas situaciones, y si ocurría que tuviese que esperar
a sus compañeros era únicamente porque la fuerza de las circunstancias
obligaba a los otros a llegar con algunos minutos de retraso. Así fue que hasta
uno de los primeros días de mayo no me pude levantar de la poltrona y abrir
sin prisa la ventana.
Michal estaba allí con las manos en los bolsillos, perfectamente indiferente, y
aunque advirtió que había abierto la ventana, no se dignó mirar hacia aquella
dirección.
—Buenos días, Michal —le dije—. ¿Te llamas así, verdad?
Esta vez se volvió a mirarme, aunque sin prisa y sin la menor sombra de interés.
Al verlo por primera vez, así tan de cerca, advertí que padecía un ligero
estrabismo, el cual —debo confesarlo— añadía un encanto especial a sus ojos
oscuros, más bien pequeños, pero interesantísimos.
Tuve que sentarme en el antepecho de la ventana, pues aunque mantenía una
calma perfecta y una tensión espiritual, era a costa de un desagradable
temblor de las piernas. Parecía que mis rodillas estuviesen hechas de
mantequilla.
—Tengo un favor que pedirte, Michal —dije—. Me parece que tú eres el
mayor de tus compañeros, y por eso me dirijo a ti. A mí, naturalmente, sus
partidos no me producen el menor fastidio, me agrada el fútbol, y yo mismo he
practicado durante algún tiempo este deporte. Tú a mi parecer tienes grandes
posibilidades para convertirte en un campeón... Pero, ¿no podrían jugar un
poco más lejos de aquí?
Siempre con las manos en los bolsillos, moviendo apenas la ro dilla izquierda,
me miró sin ninguna simpatía, aunque a decir verdad, tampoco con hostilidad.
—Allá, del otro lado del patio, por ejemplo, hay un buen terreno —añadí.
A lo que me respondió secamente:
—No, aquí es mejor.
Comprendí inmediatamente que consideraba cerrada la discu sión sobre ese
punto, por lo que, de pronto, siguiendo mi plan, pasé a la ofensiva.
—¿Te agradan los pájaros?
Creí que iba a sorprenderlo, pero no fue así.
—No entiendo —dijo.
—-¿Cómo que no entiendes? Simplemente te pregunto si te gustan los pájaros.
No sé, tal vez a causa de su ligero estrabismo, o de alguna otra razón, lo cierto
es que percibí claramente en su mirada un matiz de desprecio.
—¿Por qué debían de gustarme?
Sonreí, aunque la verdad era que no tenía ningún deseo de ello.
—¡Qué sé yo por qué! ¡Bah!... Así, algunas cosas nos gustan, otras no. Jugar al
fútbol puede agradar, ¿no? Te lo preguntaba en ese sentido. Por eso, ¿te
gustan los pájaros?
No me cabía la menor duda de que en su mirada, aunque había desprecio,
existía también un toque de ironía.
—No —dijo—, no me gustan.
Había tomado en consideración en mis planes diversas posibilidades, pero no
había previsto justamente aquella, no sé por qué. Recurrí, por necesidad, a la
improvisación.
—¡Lástima! —dije.
Entonces él:
—¿Por qué?
—Porque pensaba que te gustarían.
—No, no me gustan. ¿Deberían gustarme?
—No, claro que no. Entiendo perfectamente que los pájaros puedan no
gustarte; pero pensaba que, si te agradasen, con seguridad te habría interesado
uno que no sólo es muy hermoso, sino también extremadamente raro.
Mientras hablaba, él miraba un poco de lado con el ojo estrábi co, y silbaba
entre dientes una melodía de moda. Lo que casi me produjo agrado.
—¿Has oído hablar alguna vez del ave del paraíso?
"Si respondes ya eres mío, bribón", pensaba.
Y respondió:
—No, ¿qué cosa es?
—Un ave muy bella y rarísima. Vive en Nueva Guinea.
—¿En la isla?
—Exactamente. Sólo en Nueva Guinea viven las aves del paraíso. En otras
partes, por ejemplo en Europa, se pueden ver tan sólo en los jardines
zoológicos, y ni siquiera en todas partes.
Se puso a silbar de nuevo.
—¡Qué nombre tan estúpido!
—¿Por qué? A mí me parece que suena bien: ave del paraíso, ¿tú no crees?
—Es cómico. ¿Y cómo es?
—¿El ave del paraíso?
—¡Claro!
—Es del tamaño de un gorrioncillo. Espera, es pequeñito, pero tiene una cola
formidable, una especie de abanico de plumas de ricos colores, aún más
bellas que las del pavo real. La cola es de colores fantásticos, pero el pecho es
negro con blanco y dorado, y la parte superior es blanca y gris.
Hablaba con el tono sereno de un conocedor, hasta con cierta desgana. ¡Al fin!
¡Oh! ¡Al fin tenía casi en las manos a aquel muchacho! Había logrado hacer
brotar de aquellos ojos de canalla un rastro, una centella de interés.
—¿Usted lo ha visto?
Antes de que hubiese tenido tiempo de responder, el terceto de retrasados hizo
su aparición en el patio. En mis planes, había contado con esta posibilidad, y
había previsto en consecuencia numerosas dificultades, pero ahora podía
alegrarme de que se presentasen cuando aquel canalla había mordido ya el
anzuelo.
—Espérenme un momento, voy ahora —le gritó a su banda. Y luego se dirigió a
mí, aunque sin prisa:
—¿Usted lo ha visto?
—Claro que lo he visto.
—¿En el Zoológico?
—No.
"Caliente, caliente. ¡Que te quemas!"
—¿Ha estado en Nueva Guinea?
—No, pero hace unos años estuvo un amigo mío. Sabía que me interesaban los
pájaros y me trajo de regalo un ave del paraíso.
—¿Se murió?
Entonces yo con aire sereno y tranquilo:
—¡Pero qué dices! Está aquí en casa y está de lo más bien. Las aves del paraíso se
aclimatan sin dificultad entre nosotros; naturalmente tienen necesidad de calor.
Me incliné hacia el escritorio para tomar el paquete de cigarri llos previamente
preparado para ese preciso momento, saqué uno, y lo encendí sin prisa. Sabía
perfectamente que si aquella bestia no lograba disimular su estupor, prefiriría
con toda seguridad que yo no me diese cuenta. Por eso aún ahora no sé cuál
fue su expresión en aquel momento.
Le dije mientras fumaba:
—Ves, ¿ahora te explicas por qué te pregunté si te agradaban los pájaros?
Pensaba que, de gustarte, mi pequeño amigo multicolor de la Nueva Guinea,
ciertamente te habría interesado y había despertado tu simpatía. Se trata, sabes,
de que las aves del paraíso se adaptan perfectamente a vivir en cautiverio, no es
difícil mantenerlas vivas, se habitúan con facilidad a la gente, pero hay una cosa
de la que tienen absoluta necesidad para sentirse bien, ¿sabes qué cosa? El
silencio. No tienes idea de lo que se irritan estos pajarillos cuando hay ruido,
o gritos demasiado fuertes. Tales cosas les producen un efecto terrible.
¿Entiendes ahora por qué te pregunté si podían jugar el partido, no aquí bajo mi
ventana, sino un poco más allá? Entiendo perfectamente que no sea posible
jugar al fútbol con la boca cerrada. A mí los gritos de ustedes no me fastidian,
me agrada contemplarlos, pero con las aves del paraíso es otra cosa.
Solamente en ese momento me permití echar una ojeada al bribonzuelo. "¡Oh,
canalla!", pensaba, "has caído". Tenía los ojos fijos en mí. En aquel momento
me pareció una persona completamente distinta. Veíale el rostro esclarecido,
como lavado, y también los ojos con su casi imperceptible, estrabismo, parecían
más claros, límpidos y plenos de una luz cálida. No podía sufrir a aquel
perrillo faldero, le habría golpeado el hocico con gran satisfacción; pero no
pude dejar de reconocer que en aquel instante era casi bello.
—¿Dónde está? —preguntó Michal.
Indiqué con la mano hacia el interior del apartamiento.
—En la otra habitación. Te lo mostraría de buena gana, pero con certeza
duerme. Antes de que lleguen ustedes cubro siempre la jaula con una tela
negra para que duerma. Desgraciadamente se despierta con frecuencia. Ahora
duerme, seguramente duerme, porque no lo oigo.
—¿Es grande la jaula?
—Bastante. Más o menos así.
—¡Vaya! Es grande.
—Para ser una jaula es bastante amplia. Y como él es muy pe queñito... Sólo la
cola es enorme para sus dimensiones. Sacó fuera de la bolsa una garra.
—¿Así?
—¡Michal! —gritó desde el castaño uno de los chicos—. ¿Qué pasa? ¡No vas a
jugar!
Se volvió con un gesto de impaciencia.
—¡Dejen de joder!... ¡Ahora voy!
Y de nuevo hizo un ademán con las manos.
—¿Así?
—¿Qué cosa?
—¿La cola?
Reflexioné.
—Más o menos. Tal vez un poco más grande.
—¿Cómo un abanico?
—Exactamente como un abanico. En un tiempo, antes de la primera Guerra
Mundial, las mujeres se adornaban el cabello con plumas de aves del paraíso. Se
llamaban "paraísos".
—Pero si duerme de noche, ¿qué hace de día? ¿También se la pasa durmiendo?
—No mucho. Las aves del paraíso no tienen necesidad de mucho sueño. En
Nueva Guinea, como en todos los países tropicales, las noches son cortas.
—¿Y canta?
—Ahora casi nunca.
—¿Antes cantaba?
—¡Oh, sí, en un tiempo cantaba!
—¿Cómo?
—Sabes, es difícil imitarlo; es necesario haberlo oído.
—¿Como un canario?
—¡Qué cosas se te ocurren! Mucho mejor que un canario —hice una breve pausa,
—¿Quizás en las mañanas no duerme?
—No, por la mañana no duerme.
—¿De veras?
—¡Claro! Por la mañana hay aquí silencio y es el momento en que se siente
mejor.
Advertí que rehuía mi mirada.
—Si usted quiere —dijo con voz indiferente y como si no se dirigiese a mí—,
podría no ir a la escuela mañana.
Me erguí.
—¿Podrías?
—Ya lo creo.
—¿En qué año vas?
—En sexto.
—Un año difícil, me parece, ¿no?
—Así... regular. Bastante aburrido.
—¿Te aburre la escuela?
—¡Vaya!
En mis tiempos de estudiante había sido el primero en la clase; sin embargo,
dije:
—También yo me aburría, así es siempre. Oye: si en realidad tienes ganas de
ver el ave del paraíso te la mostraré con gusto.
—¿Mañana?
—Desgraciadamente, mañana tengo que salir. He pedido cita con el director
del zoológico para entregarle el ave del paraíso. Prefiero separarme de ella
antes de verla morir aquí.
Me puse en pie.
—Bien, Michal. Ha sido muy agradable para mí conversar contigo, pero debo
volver al trabajo; tengo aún mucho que hacer, y a ti, mira, te aguardan tus
compañeros. Con seguridad, han de estar ya impacientes.
Dicho esto, cerré la ventana y me refugié en el interior de la estancia. Seguía
con las rodillas como de mantequilla, y en general me sentía terriblemente mal:
los oídos me estallaban, y tenía las puntas de los dedos completamente
paralizadas. Aquella bestezuela permaneció aún un momento bajo mi ventana,
pensativo, ¡aquella fiera!, aunque por poco tiempo. Luego pareció recuperarse,
metió de nuevo las manos en los bolsillos y con paso tran quilo se dirigió hacia
sus compañeros. Había hecho todo lo que me era posible. Me sentía vacío,
árido; sólo podía quedarme allí para contemplar y esperar. Los compañeros
rodearon a Michal, y comenzaron a hablar todos a la vez, gesticulando, mientras
él, tranquilo, perfecto en su superioridad sobre los otros (¡oh, qué animal!),
permanecía entre ellos con las manos en los bolsillos. Y cuando los demás
callaron, inclinó la cabeza y echó a andar hacia la explanada pedregosa del
patio; los otros lo siguieron.
Con una sensación absoluta de vacío, me acerqué a la ventana. ¡Qué silencio!
Cruzaron el patio, todos en grupo, reunidos en torno a aquella bestia. Ahora
parecía ser él quien hablaba y los demás lo escuchaban, hasta que llegaron al
otro extremo, donde estaba el caño de agua. Allí permanecieron largo rato
discutiendo. Después, a la vez, corrieron tres de un lado, cuatro del otro, y
comenzaron a jugar. Jugaron hasta el crepúsculo. Yo permanecí sentado en mi
poltrona junto a la ventana. Veía sus caras, pero ninguna de las voces que
acompañaban el partido llegaba hasta mí. Estaba cansado, terriblemente
fatigado, y eso era todo, o casi. También hoy me siento mal, también hoy estoy
muy cansado. Todos estamos cansados. Silencio.
Al día siguiente, llegó también antes que sus compañeros, y golpeó en la
ventana. Previendo esto, había echado a tiempo la cortina y me había
refugiado en el fondo de la habitación. Golpeó varias veces aquella bestia
desvergonzada e indiscreta. Yo veía su rostro, pegado a los cristales, pero él no
podía verme. De todas maneras, me reproché el no haberme ocultado en la
antecámara, pero prefería no moverme de aquella posición, no demasiado
cómoda, pegado a la pared, en un rincón de la estancia, hasta el momento en
que finalmente se marchó. Atravesó el patio. Sus compañeros se hallaban ya
agrupados en el otro costado. Nuevamente, permanecí sentado en la poltrona
toda la tarde, hasta el anochecer; ellos jugaron como siempre. Había silencio,
estaba mortalmente fatigado, verdaderamente no tengo la menor gana de
escribir, pero lo intentaré.
Un compañero ocasional de tiempos de guerra, el fabricante de jabones Bieniek,
solía decir cuando había peligro en la atmósfera: "Es necesario asomarse y
observar qué viento sopla. Si el viento es bueno, lo mejor es seguir adelante." Así
lo hice al día siguiente. Como sabía que aquel maldito llegaría, a las tres y media
abrí la ventana, me senté en el escritorio, coloqué ante mí la página en la que
se me había embrollado la trama, y con la estilográfica en la mano, me puse
a simular que trabajaba. Me sentía muy cansado, los pensamientos se me
mezclaban en tumulto en la cabeza de un modo terrible; no obstante, tenía el
aire de un hombre sumergido en el trabajo, y fingí tan bien y tanto tiempo,
que, cuando aquella bestia apareció frente a la ventana, levanté la ca beza de la
página en blanco y lo contemplé con mirada ausente; me lo confirmó la
expresión un poco confusa del muchacho.
—Buenos días —dijo casi con timidez.
A lo que respondí como si despertase:
—¡Ah, eres tú! Buenos días. ¿Qué me cuentas?
Advertí que se había sonrojado ligeramente, pero esto no me produjo
ningún placer. Estaba realmente demasiado fatigado.
—¿Está? —preguntó.
—¿Quién?
—¿Quién va a ser? Ella.
—¿Ella? ¿Quién es ella? ¡Ah! ¿El ave del paraíso? Claro que está. ¿Ves?, hasta
me había olvidado de darte las gracias a ti y a tus compañeros por haber ido a
jugar a otra parte. Han sido muy amables. Son verdaderamente unos muchachos
muy considerados.
—¿No la va a entregar?
—¿A quién?
—Al zoológico.
—No, ¿para qué? Ahora hay silencio, está mejor aquí que en cualquier otro
lugar. Todo está bien. Gracias nuevamente. Ahora vete, Michal, estoy muy
ocupado. ¡Adiós!
Esta vez había logrado quitármelo de encima. Se marchó, aunque con ciertas
dudas. Después jugaron al fútbol, y yo, cerrada la ventana, me senté a
contemplarlos; es inútil repetir que me sentía fatigado, que lo estaba
verdaderamente. Mi plan, como he dicho, había sido estudiado hasta en sus
más mínimos detalles, lo había llevado a cabo con precisión y con resultados
positivos. Todo, así me lo parecía, había sido pensado y previsto, y he aquí que
ahora, cuando la empresa comenzaba a producir sus frutos, una pequeña
manchita negra no advertida a tiempo, y ni siquiera tomada en consideración,
comenzaba a crecer, a agigantarse, a adueñarse de todo, dispuesta a devorar mi
obra. Malos pensamientos me asaltaban de noche. Los encontraba en silencio,
me rodeaban. ¡Oh! Si aquella carroña hubiese terminado bajo cualquier cosa,
bajo un tranvía, un autobús, un coche, un camión, una motocicleta, cualquier
cosa que le triturase, por lo menos, aquellas largas piernas en pantalón vaquero.
Pero mejor sería que desapareciera del todo, que muriese, que saliera para
siempre de mi vida. ¿Qué sentido tenía el que viviera una fiera como aquella,
máxime que de semejante escoria sólo podría nacer otra escoria aún mayor?
¿Por qué debía castigarme y sufrir por semejante canalla? Tengo ya bastantes
preocupaciones dentro de mí, y he aquí que me sale una especie de joroba.
La siento justamente crecer. Tal vez los demás no sientan sus jorobas; yo no
logro dejar de advertirla, todo mi ser parece manar sangre de una herida en
las raíces torcidas de esta joroba. Por eso, que al menos deje de importunarme
esa bestia, que no se clave en mi ventana, que no golpee y no espere. Sufría con
todos estos pensamientos y sueños de venganza, como si me hubieran
desollado. No recuerdo bien, porque estoy demasiado fatigado, pero me
parece que en aquel período advertía menos hasta mi sensibilidad de oído. El
principio de la historia me parecía tan lejano, como un mito perdido en los
espacios incomensurables del tiempo. Esto sucede a menudo. En el comienzo
existe siempre algo, pero cuando ese algo comienza a desarrollarse para arribar a
una conclusión, entonces, después, permanece sólo ese desarrollo, y el resto,
aquello que existía al principio, termina quién sabe dónde, se rompe, se
despedaza, se diluye, se empequeñece, se deforma, se pierde, se desvanece
como un suspiro. Sólo los desarrollos cuentan; ellos hacen, sí, que de golpe, a
veces sin advertirlo, nos encontremos en la situación del hombre que permanece
cabeza abajo. Yo casi siempre los veo así, me parece como si ustedes
anduvieran por la calle, hablasen y se las ingeniaran para representar papeles
diversos; que se acoplaran, que pujaran en el mingitorio, que quisiesen salvar
al mundo y al hombre (¡descienda la paz, la paz eterna sobre nuestros espíritus
fatigados!). Pero en realidad sólo se trata de apariencias, ilusiones de nuestros
ojos ciegos... Ustedes en realidad permanecen cabeza abajo, y no veo en torno
mío sino piernas, piernas y nada más que piernas, tantos pares de piernas
impotentes, alargadas o contrahechas como las de los fetos.
Estaba en un laberinto, con el ave del paraíso. Aquella bestia, —me refiero
por supuesto a aquel cachorro— me rondaba como un enamorado, todos los
días me importunaba y molestaba. Pero también la bestia se había metido en un
laberinto, con el ave del paraíso, con aquel extraño ser híbrido inventado por
mí en un momento de duda y desesperación. ¿Qué se podía hacer?
Desgraciadamente, casi nada. En un principio, el peligro me amenazaba sólo
durante la tarde. Aparecía por lo regular en el patio antes de las cuatro,
tocaba, esperaba y volvía a tocar. Pero muy pronto comenzó a perseguirme, y
cuando al anochecer se iba con sus compañeros, no podía encender la luz, y
permanecía a oscuras, a veces hasta muy tarde. Un par de veces, por razones
tácticas, me dejé sorprender. Ya no se mostraba ni tímido ni turbado; se había
vuelto impaciente, violento, carente de toda discreción. No sé qué era en él más
fuerte, si la obstinación, la ambición o la curiosidad. Probablemente todas estas
pasiones lo animaban a la vez. Pero de qué modo, y sobre todo a costa de qué
sacrificios logré contener aquella presión infernal y diferir de día en día la
presentación del ave del paraíso, todo eso lo pasaré en silencio. Después
ocurrió la catástrofe.
Un buen día, holgazaneaba durante la mañana en casa, quitando el polvo;
porque la sirvienta no se ocupaba lo suficiente de la limpieza, en tanto que yo le
atribuía mucha importancia. Estaba aún, pues, precisamente poniendo
remedio al descuido de la criada, con la ventana del estudio abierta, cuando
de pronto, en el fondo del patio, apareció él. Caminaba directamente hacia
mí, con la mochila bajo el brazo. Llevaba unos pantalones viejos, pero en
cambio una camisa amarilla que no le conocía, y con aquel paso suyo ligero y
gracioso de bandolero se acercaba... a mí, que había quedado como petrificado
por el golpe, en medio de la habitación. Pero todo aquello duró una décima de
segundo; porque ya al comienzo del momento siguiente, el instinto de
conservación me había hecho desaparecer del campo visual. Escapé hacia el
baño. "Huy, amigo mío", me dije, sentado en el borde de la bañera; "ponte a
salvo, vete por algunos días a cualquier parte, cierra esta casa como una
tumba. No te dejes llevar a la ruina, no te conviertas en el hazmerreír de un
mocoso, no caigas en su trampa." Pensaba esto y otras cosas más. El agua
goteaba en el grifo del lavabo, y aunque hice girar la llave, el agua siguió
goteando. Tenía las manos sudorosas. Quise lavármelas, pero advertí que
había apretado demasiado la llave, y no lograba abrirla. Me resigné, y volví a
sentarme en el borde de la bañera. Pero he aquí que por primera vez mi
agudizada sensibilidad auditiva se mostró útil. Había alguien en casa. ¡Alguien!
Súbitamente comprendí quién era. Se movía sigilosamente por la casa, sin
hacer ruido, ¡aquel piojo!, y sin embargo lo oía, ¡qué bien lo oía! Habría entrado
por la ventana, el puerco; en aquel momento estalló dentro de mí alguna cosa
que me hizo enfrentar la situación.
Cuando aparecí de improviso, no se sorprendió en modo alguno. No mostró la
menor sombra de turbación en el rostro. Es más, ¡qué mirada me lanzó! No
había en ella cólera o desilusión, nada de eso, sólo calma, frialdad y desprecio.
Lo enfrenté inmediatamente con voz dura y despectiva:
—¿Qué haces aquí? ¿Quién te dio permiso para entrar?
—¿Dónde está? —preguntó.
Y yo en el mismo tono:
—¡Avergüénzate! ¡A tu edad, y entrar por una ventana en casa ajena! ¿Cómo es
posible? ¡Sal inmediatamente! ¡Anda, fuera!
Tampoco esto, sin embargo, le produjo la menor impresión.
—Usted me ha jorobado —dijo con voz un tanto estridente—. No tiene
ningún ave del paraíso, no han sido sino patrañas...
—¡Fuera de aquí! ¿Has entendido?
—Les dije a mis compañeros todo lo que usted me contó y ellos lo creyeron.
Ahora les diré que ha mentido, que no es usted sino un bribón.
Comprendí que por la fuerza, los gritos, las vanas amenazas, nada podría
obtener. Entonces le dije tranquilamente:
—Espera, Michal, hablemos un poco en serio. Después de todo, eres un
muchacho razonable.
—Usted me ha jorobado.
—No es verdad. Solamente...
—Jamás ha tenido un ave del paraíso, ¿no es cierto?
—No.
—¿Y nunca la ha visto?
—Sí, en fotografías.
—¿Es verdad que el pecho es blanco, negro y dorado?
—No recuerdo; puede ser. Escucha...
—¿También puede ser que la cola sea larga y semejante a un abanico?
—No, eso no es verdad.
—¿Cómo puede saberlo?
—Te he dicho que la he visto en fotografías.
—¿Y que tiene necesidad de silencio?
—Escucha, Michal, debo explicártelo todo.
Y él:
—Bien, bien, quédese tranquilo, yo lo explicaré. Le diré a mis compañeros que
eran puras patrañas. Les aseguré que había visto el ave del paraíso; ahora les
diré que no, que todo era mentira.
¡Gran Dios! ¡Con qué ganas le habría roto la boca a aquel mocoso! Todo me
empujaba, todo me incitaba a golpearlo, a cubrirlo de cardenales, a golpearlo con
tal fuerza que se retorciera, gimiera, sollozara, que se cagara en los pantalones de
dolor y de miedo. Soy alto y bastante robusto, así que hubiera podido dominar
fácilmente al cachorro, aunque me mordiese y me diera patadas, ¡qué sé yo! Por
fortuna, reflexioné a tiempo. Aún ahora siento escalofríos al pensar en lo que
hubiese podido ocurrir. Aquel animal habría hecho un escándalo, habría llegado
gente... Prefiero no pensar.
Después de reflexionar, dije casi con desenvoltura. —Muy bien, díselo.
—Se lo diré. Aquel terreno donde ahora jugamos es una mierda. Los muchachos se
pondrán furiosos con usted. ¿No le gusta el ruido?
—No, no me gusta.
—Muy bien. Los muchachos se pondrán furiosos. Verá usted qué estruendo.
Había logrado volver a dominar la situación. Puse sobre la mesa el trapo para el
polvo, que tenía aún en la mano.
—¿Estruendo has dicho? ¡Qué se le va a hacer! No moriré por ello. Si en cambio
fueras razonable...
—¿Qué debo hacer? ¿Comprarme un ave del paraíso?
Levanté los hombros.
—Veo que es tiempo perdido hablar contigo.
—¿Por qué? ¡Dígame!
—¿Con qué fin? Vete. Puedes decir a tus compañeros que no tengo ningún ave del
paraíso. ¡Fuera! Nada tenemos que hablar.
—¿Pero qué iba a decir?
—Nada.
Entornó los ojos.
—¿Nada?
—Ahora ya nada.
Su mirada se volvió repentinamente escrutadora; por un instante vi aparecer el
relámpago característico de los animales en acecho. Bajó los ojos y se miró las
sandalias.
—Bien —dijo—, en tal caso me voy. Pienso que mis compañeros no querrán seguir
jugando en aquel terreno.
Respondí, sentado en el borde de la mesa:
—Es posible. No me interesa lo que quieran o dejen de querer tus compañeros. Sin
embargo, si fueses un muchacho razonable...
—¿Entonces?...
—Te quedarías con la boca cerrada.
Estaba aún con la cabeza gacha contemplando sus sandalias.
—¿Quiere que también yo cuente mentiras?
—No quiero nada. Eres tú quien debes querer.
Por un instante se hizo el silencio. Luego levantó la cabeza y me miró a los ojos. —
¿Cuánto me da?
Estaba casi por desvanecerme. No puedo tolerar la villanía. Y de nuevo brotaba en
mí el deseo de golpear como se lo merecía aquella cara desvergonzada.
—Creo que has entendido mal —dije en tono apacible—. Es probable que hayas
quedado un poco desilusionado. Si es así, te haré con gusto un regalo. ¿Coleccionas
estampillas?
—No.
—¡Lástima! Tengo bastantes cartas con estampillas extranjeras. Pero seguramente
te gustarán los chocolates.
—No.
—¿No te gustan? Es raro. A los muchachos de tu edad, por lo general, les gusta
mucho el chocolate.
—A mí no.
—¿Entonces qué te gusta?
—¡A usted qué le importa!
—La verdad es que no me importa nada...
—Entonces, ¿por qué tantos discursos?
—Quería hacerte un regalito...
Me interrumpió a mitad de la frase:
—¿Me da diez billetes de los grandes?
Quedé como fulminado. ¡Oh! ¡Golpear, golpear, golpear con fuerza! cubrirlo de
bofetadas hasta más no poder y aún más.
—¿Cuántos?
—¡Diez!
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué puede hacer un muchacho de tu edad con todo ese
dinero? Reflexiona.
—¿Me los da?
—¡De ninguna manera! —respondí.
Si él hubiese callado y se hubiera ido, probablemente también yo habría dejado el
asunto y no habría cedido. Pero permaneció plantado frente a mí, y por la expresión
tranquila, canallesca, de su rostro, comprendí que tenía que ceder. Me volví sin
decir palabra, me acerqué al armario, lo abrí, busqué la cartera, y saqué diez billetes
de mil —era todo lo que tenía—; después volví a meter la cartera, cerré el armario,
y regresé con el dinero a aquel maldito.
—Aquí están —dije.
Los tomó, los contó y los metió desordenadamente en la bolsa de atrás de su
pantalón.
—No los vayas a perder —dije maquinalmente.
Y después de un momento:
—¿Lo dirás?
Levantó los hombros.
—Como usted quiera. ¿De acuerdo?
—¡Fuera! —dije.
—¿Puedo saltar por la ventana?
—Como quieras... Sal por la ventana.
Se volvió, se puso la mochila bajo el brazo, subió ágilmente sobre el marco de la
ventana, vi por un instante su figura adolescente sobre el fondo del patio desierto;
después saltó sin hacer ruido, y no lo he vuelto a ver más. Ni él ni sus compañeros
volvieron a aparecer en el patio; seguramente habrán encontrado otro.
Cerré la ventana. Silencio.
TADEUSZ ROZEWICZ
[1921]

Uno de los poetas más importantes de la Polonia contemporánea. Sus


asociaciones sorprendentes conducen siempre a la pesadilla de la guerra.
Rozewicz fue guerrillero durante la ocupación alemana. El impacto que ese
período le produjo tiñe toda su obra con un tono obsesionante. Cuando logra
evadirse de él toca los temas de la infancia y el de las difíciles relaciones
humanas en un mundo en el que todos los valores consagrados se hicieron
añicos, por lo que cualquier acción se vuelve sólo mueca, gesto, actitudes
respaldadas tan sólo por la nada. Sus libros de poemas más importantes:
Intranquilidad, 1947; El guante rojo, 1948; La rosa verde, 1961. En 1955
apareció su libro de relatos: Cayeron las hojas de los árboles. Rozewicz es autor
de algunas obras importantes de teatro, El archivo, El grupo de Laocoonte, Los
testigos o una pequeña estabilización y Acto ininterrumpido.
TADEUSZ ROZEWICZ:
EL PECADO

—Somos un solo cuerpo. Mi mano es tu mano; mis ojos, tus ojos. ¿No lo
sientes también así? Empiezo a creer que marido y mujer son una persona.
—Nada sabemos el uno del otro.
—Yo te lo he dicho todo. La vida no es ese conjunto de suce sos
extraordinarios. No te aburriré con mis recuerdos de guerra; la verdad es que
no son muy interesantes.
—Hablame de ti, únicamente de ti.
—¿De mí? Muy bien. Voy a contarte la cosa más terrible que me ha ocurrido.
Jamás desde entonces he vuelto a sentir tal terror, tal tentación, tal pavor.
Recuerdo cada una de las palabras, todos los reflejos de luz, las partículas de
polvo. Tenía entonces ocho años... En nuestra casa no eran muchos los objetos
bellos. Había un casco de obús en la mesa de la sala. Esa fue la única cosa
hermosa que tuvimos. Durante muchos años...
—¿Un casco de obús?
—Ni siquiera sé cuál es el nombre apropiado... De cualquier modo, era la
cubierta o funda de un proyectil de obús. La llamábamos la bomba. Era de cobre,
brillantemente pulido; permaneció siempre sobre la mesa. En un extremo tenía
una abolladura producida por el disparo. Era el casquillo de una bala de
artillería utilizada en la primera Guerra Mundial. En la segunda ya no se
fabricaron estas balas hechas con metales no ferrosos. En la anterior se podían
dar el lujo de balas costosas; de cualquier manera no se había inventado aún
una aleación más barata para substituir el cobre. Siempre he confundido el
cobre con el bronce. Siempre hemos dicho moneditas de cobre, aunque
seguramente eran de latón o de estaño. En invierno, mi madre adornaba aquel
casco de obús con flores de papel rizado. La vida era difícil después de la primera
guerra. Nosotros éramos pobres. Fueron necesarios casi diez años para que mi
padre pudiera comprar un gran espejo ovalado. Antes habíamos tenido sólo uno
cuadrado, que colgaba en la pared de la cocina. En la habitación siempre
sombría, jamás daba el sol. Sé que había árboles frente a la casa, aunque no
los recuerdo. Por las noches, mi madre se sentaba en la sala y zurcía. En
ocasiones, de vez en cuando, mi padre leía el periódico. Había una lámpara
de aceite en la mesa. La mesa quedaba iluminada, pero todos los rincones de la
habitación se sumergían en la penumbra. En las paredes se deslizaban las
sombras. Enormes manos. Cabezas. Un día, al abrir la puerta, advertí un objeto
en la mesa. Era parecido a un gran huevo. No me fijé en el obús, supongo que
ya lo había olvidado. Me acerqué a la mesa, y comencé a mirar aquel vaso. Era
blanco, luminoso y casi transparente, de cuerpo abultado y brillante. Extendí
la mano, pero al escuchar los pasos de mi madre, la retiré inmediatamente. Mi
madre me preguntó con una sonrisa:
—¿No es verdad que es muy hermoso? Pero no lo toques, no vayas a moverlo.
Es un vaso de porcelana. Muy caro. Tu padre seguramente va a enojarse conmigo
por haberlo comprado. Pero nuestro cuarto se ve ahora mucho mejor.
—¿Para qué es? ¿Es un florero?
—No —dijo mi madre—, no es para flores.
—¿Para qué, entonces?
—Para nada. Sencillamente es hermoso, tiene una forma pre ciosa. Sirve sólo
de adorno; pero no lo toques, por favor.
—¿Por qué?
—Porque las cosas hermosas no se tocan —dijo mi madre, y salió.
Continué observando el jarrón de porcelana un buen rato. Era la primera cosa
hermosa que había en nuestra casa, que no tenía una función especial y que se
resumía en su propia forma. Naturalmente había sillas, mesas, utensilios, platos,
cucharas, una cubeta, un espejo, un reloj, una plancha, una estufa, un molino
de carne... Pero todos aquellos objetos servían, cumplían una función
determinada. Aun el casco de obús había sido en otra época un proyectil. En
cambio, aquel hermoso vaso no tenía ninguna utilidad. Nunca había sido otra
cosa. En realidad no era propiamente un vaso. No se podía llenar de agua y
poner flores en él. Era bello por sí mismo. Sin flores. Había aparecido en
nuestra casa de repente. Mi madre jamás había hablado de que deseara
comprar un vaso. El espejo y la nueva mesa fueron discutidos durante meses:
decían que había que comprarlos, que no teníamos suficiente dinero por el
momento y cosas por ese estilo. Pero el vaso apareció como por arte de
magia. Como un huevo puesto por un ave gigantesca y desconocida. Casi
todos los objetos de nuestra casa eran cuadrados, angulares. Un día me
encontraba solo en el apartamiento. Me acerqué a la mesa y contemplé el
vaso. Luego extendí la mano y lo acaricié. La superficie era fría. Fría, a pesar de
qua hacía calor. Lo que mejor recuerdo es la luz del vaso. La luz en la
habitación era semejante a la que existe bajo la fronda de un gran árbol.
Mortecina, como reflejada en un pozo, verdosa, huidiza. Como si el agua
fluyera a través de los muros. El vaso permanecía en medio de este mundo. Lo
acaricié suavemente con los dedos. Palpé delicadamente su fría super ficie. Puse
la mano en él y sentí en la palma su convexidad, su redondez. Era como si
estuviese modelando una bella forma. Mantuve la mano sobre el vaso, y después
de un buen rato sentí cómo se calentaba la superficie. Retiré la mano y me
dirigí a la cocina donde guardaba mis soldados de plomo en un cajón bajo la
mesa. Los coloqué en columnas. Pero el juego no logró entretenerme. Los volví a
meter en la caja y regresé a la sala. Puse el oído sobre el vaso y lo golpeé
delicadamente. Una, dos veces. Ya no me sentía solo en el cuarto. Antes había
estado solo, pero ahora estaba con el vaso, aquel objeto extraño en nuestra
casa. Adornaba la sala sin servir para ningún propósito especial. Todos los
objetos, muebles, cuadros, se relacionaban con nosotros y entre sí por lazos
invisibles. Como venas que conducen la sangre. El vaso, en cam bio era algo
único. Al margen de todo lo existente. ¿Era realmente bello? Ahora ya no lo sé.
Pero ni siquiera entonces me parecía bello. Era misterioso, ajeno. Algo no de
nuestra casa. Mi sentimiento hacia él era igual al del salvaje que adora un
ídolo. Una figura milagrosa llegada del cielo. Y sobre todo, era intocable.
Pero debe haber sido bello, pues recuerdo la cara de mi madre cuando dijo:
—¿No es verdad que es muy hermoso?
Y hablando con mi padre, le había dicho ese mismo día:
—Adorna la sala mejor que el mueble más fino.
Pasaron varias semanas. El calor llegaba de la estufa de carbón, encendida de la
mañana a la noche. Era ya invierno. Los charcos estaban cubiertos con capas de
hielo. Los rompíamos con piedras o con los clavos de nuestras botas. El hielo se
quebraba, y blancas líneas como cabellos aparecían en la superficie. Ampollas de
aire fluían en las ventanas como en los tubos de cristal de un alam bique. Un día
se me inflamó una amígdala y no fui a la escuela. Permanecí en cama, leyendo
una historieta ilustrada en papel color de rosa... Bueno, no del todo rosa, pero
de un tono bastante parecido. Seguía yo con la mirada las peripecias de La
mosca; pero con los ojos de la imaginación contemplaba el vaso en la mesa.
Permanecía allí extraño, perfecto e intocable. Aunque no había nadie en casa,
me acerqué sigilosamente, de puntillas. Irrumpí en el silencio en que el vaso se
envolvía como entre algodones. Tiré del mantel y el vaso se tambaleó. Tiré
más fuerte. El vaso cayó de lado. Había algunos periódicos en la mesa. El vaso
rodó unos cuantos centímetros y se detuvo en el borde. Desde su interior brillaba
el azul. Sabía lo que iba a suceder. Estaba terriblemen te, asustado. Comencé
entonces a rezar: "Ángel Santo de mi guarda, mi dulce compañía, no me
desampares ni de noche ni de día"; pero algo me impulsaba, y volví a tirar
del mantel. Ahora ya no creo en él, pero entonces fue el demonio quien se me
apareció; fue el demonio quien movió mi mano y me hizo tirar del mantel. Yo
realmente no quería hacerlo. Pude aún, en el último momento, detener el vaso,
pues giró sobre su eje y muy lentamente cayó al suelo. Sí, cayó muy
lentamente; pude haberlo detenido en el aire... Pero el demonio me sujetó
las manos. Ahora puedo ya reirme. Esa vez fue la única que el "demonio" logró
tentarme. A partir de entonces, siempre que he pecado lo he hecho por mi
cuenta...
KAZIMIERZ BRANDYS
[1916]

Hizo sus estudios de derecho antes de la guerra. Durante la ocupación empezó


a escribir. Sus obras tienen la virtud de acercarnos al tablero contemporáneo y
presentarnos los problemas morales, ideológicos y sociales que le ha tocado vivir.
Brandys ha evolucionado de un tipo de narrativa bastante esquemático a la
presentación de difíciles problemas del hombre actual. Se inició como escritor
con El caballo de madera, 1946; La ciudad invencible, 1946; el ciclo de novelas
llamado Entre las guerras, que comprende Antígona, 1948; Troya ciudad abierta,
1949; Sansón, 1950; El hombre no muere, 1951. Los ciudadanos, 1954 fue
acervamente criticada por presentar un cuadro demasiado optimista y
superficial del proceso histórico en Polonia. Más tarde, en su novela, Madre de
reyes, 1957, intenta un despiadado análisis del período stalinista en su país. Sus
obras posteriores, Romanticismo, 1960, Cartas a la señora Z., 1958; Una manera
de vivir, 1964 y Joker, 1966, presentan complejos cuadros de cuestiones
morales donde se analiza la relación dialéctica entre vida colectiva y destino
individual.
KAZIMIERZ BRANDYS:
CÓMO SER AMADA

La muchacha de uniforme me desabrocha el cinturón de seguridad. Estamos


en el aire. Al parecer, podemos fumar ya. Me siento fatigada, me niego a hablar.
Ella me sonríe mientras se aleja, y le doy las gracias con otra sonrisa. No debo
hablar. Me reconocerían la voz.
El despegue no produce grandes efectos: el ruido de los moto res y unas
cuantas sacudidas. El ala me impide mirar hacia abajo, de lo que me alegro. Por
el momento, me siento feliz sin la panorámica: un paisaje sacudido dentro de una
caja, unos coches diminutos, todo muy bonito, pero prescindible. Me siento
bastante rara en este vuelo. Realmente fue una locura; ¿por qué lo decidí? No
debía viajar; y por otra parte podía haberlo hecho en tren. Silencio, ruido de
periódicos que se abren, el ala del avión brilla bajo el sol. Nadie me ha visto
subir.
¿He olvidado los cigarrillos? No, aquí están. Espero que mi hija me espere en
París. Mi vecino saca un encendedor. Un encendedor plano en una mano
grande, masculina. Una sonrisa. Acepto. Un modo de aproximación bastante
adecuado, pero no deseo nuevas amistades. No he huido de la tierra para
tener aventuras en el aire. La distancia —un poco de comodidad—, una copa
de madeira en la terraza del Café de la Paix, museos, paseos solitarios a lo largo
del Sena. ¿Cuánto costará una copa de madeira? Además, la celda donde
estuvo prisionera María Antonieta. Eso, y los Van Dycks.
¿Y si llega con retraso al aeropuerto?
Tan pronto como aterricemos compraré un mapa de París. Dos semanas es muy
poco tiempo..., pero suficiente. Lástima que este viaje llegue para mí tan tarde.
Era algo que se me debía: mis primeras vacaciones después de setenta semanas.
Setenta veces: Felicja —sesenta comidas—, sesenta veces mi propia voz. Dentro
de una semana, un millón de personas se enterará de mi partida. Felicja abordó
un aeroplano plateado, un tetramotor —flores—, adioses en el aeropuerto.
Tomasz se queda solo. Puedo imaginar lo que dirá al respecto.
Fue la semana pasada cuando se les ocurrió la idea de ese amigo para
reemplazarme. Llamará repentinamente a nuestra puerta al día siguiente de
mi partida. Uno de esos tipos de eterna mala suerte. Jugará al ajedrez con
Tomasz. No es mala idea: la conversación sobre el tablero de ajedrez salpicada
de comentarios sentimentales sobre mí. Y yo estaré lejos. ¡Magnífica ocurrencia!
Después llegará una postal con la torre Eiffel. "Una bella ciudad —le escribiré
—, pero no hay mejor sitio que el hogar". Tra ra rim, tra ra rim... rififí...
Al pie de la tarjeta le recomendaré, por supuesto, que no fume demasiado. Debo
mantener mi popularidad entre las esposas. Un millón esperará mi regreso, el
regreso de mi buena y grave voz, ligeramente áspera. ¡Qué risa!
Atravesamos algunas bolsas de aire. Puedo sentir los latidos de mi corazón.
Cuando fui a solicitar el pasaporte, después de decir unas cuan tas palabras,
pude oir unos murmullos en la fila. Alguien me preguntó: "¿Cómo está Tomasz?",
y si las castañas le habían sentado bien. El último jueves se había quejado de
artritis, y le dije que se pusiera unas castañas en los bolsillos. Siguió una
discusión sobre las supersticiones, que terminó en un beso matrimonial. Bien.
Hubo muchísimas cartas. Al parecer las castañas realmente ayudan.
Mi vecino de asiento habla con la muchacha de uniforme. Con la azafata.
Habla en polaco, pero su acento es extranjero. Las sienes grises, la cara
bronceada. Debe de andar por los cincuenta. Hace calor. En el ala se refleja el
sol. ¡Quince minutos apenas de vuelo! Espero que no se me haya roto el espejo
de mano. No, aquí está. ¿Qué aspecto tengo? La cara: ovalada. Esos formularios
no tienen sentido. Antes mi cabello era rojo. Ojos grandes con expresión de
sorpresa y una piel blanca como la leche. Ahora me pinto las cejas y las
pestañas, y me tiño el cabello. Ofelia pelirroja, blanca como la leche; era el
estilo de la preguerra. Me sorprendí al llenar el formulario. ¿Pelirroja o rubia?
Escribí: Cabello rubio rojizo.
Ninguna característica particular. Mi padre era capitán del ejército. ¡Qué
mentira! En casa temían que fuese a resultar enana. Tal vez tenían sus razones.
Según parece, mi abuelo bebía. De todos modos, logré crecer; era muy delgada,
tenía las rodillas y los hombros demasiado huesudos. Digamos: estatura media.
El avión se balancea y da un salto repentino.
Sí, pude haber sido una Ofelia fascinante o una Santa Juana. Un personaje
frágil y doloroso. En el teatro me decían que tenía una luz interior. Tal vez tuve
esa luz, pero también muy mala suerte. No es posible que alguien que no
cuenta con nada pueda a la vez esperarlo todo. La fecha y el lugar de
nacimiento: dos cosas que uno no puede perder. ¿Pero se tiene algo en común
con ellas?
Me quedé sentada frente a aquellos formularios casi toda una noche. Algunas
preguntas aún ahora me confunden. El estado civil. Escribí: Viuda. Después lo
taché. Supongo que debe ser: Soltera.
Antes de despegar, los dos brasileños que van en el lado opuesto, hacia el ala
derecha, hicieron un signo simultáneo de la cruz, con gestos idénticos: con las
yemas de los dedos juntas se tocaron la frente, el pecho, los labios, rápida,
tristemente. De un modo que no logró infundirme ánimo.
Diversos diarios extranjeros. En alguna parte, atrás, una conver sación en francés.
Siempre puede uno reconocer a los polacos: hay en su apariencia algo
deslavado, algo gastado en el rostro. La azafata, una cabeza más alta que yo,
nos observa en silencio, con una sonrisa permanente en el rostro. Podría
decirse que sus labios están excesivamente bien trazados. Los que nacieron
durante la guerra y después, tienen mejor aspecto. Si ella hubiera pasado por lo
que yo pasé, su piel no se parecería tanto a la de un durazno. El hecho es que no
fui yo quien vivió, fueron las circunstancias las que me empujaron, no una sino
centenares de veces...
¿Qué hora es? Dentro de quince minutos me oirán allá abajo. Felicja saca su
pasaporte; sus esfuerzos, la fiebre del viaje. (No voy a estar fuera años.
Supongo que querrán librarse de mí.) Tomasz tranquiliza a su mujer. ¡Qué
escena conmovedora!
El programa número setenta. En septiembre se cumplieron dieciocho meses
desde que me ofrecieron el trabajo. Un sentimiento peculiar, como si caminase a
través del desierto de Sahara. Cuarenta años de caminar descalza sobre la arena
ardiente, tras el ejército, después de cuarenta años, digo: "Muy bien, con mucho
gusto." La vida me ha sonreído, pero no voy a devolverle esa son risa. En
momentos como éste es mejor sentarse tranquilamente, con una expresión
sobria en el rostro. ¿Una bomba? ¿Un ciclón? ¿La parálisis? Todo es posible.
Estoy preparada. No se trata del primer compromiso que acepto. Y desde el
momento en que acepto, preveo las consecuencias.
Yo, sentada en la silla (un abrigo negro del año anterior, guantes de estambre, el
bolso con un reloj roto), y en el lado opuesto, tras el escritorio, un hombre
moreno y elegante, de gafas, me felicita. Dice: "El timbre, su timbre es
formidable", y yo me inclino para escuchar mejor. Este timbre lo he adquirido por
tomar demasiado vodka. Siempre lamenté que se me hubiera enronquecido la
voz. "Su grabación es excelente; por fin, una voz humana".
¿Mi grabación? Al principio no entendía. ¿Qué grabación dice? Me preguntó si
quería escucharla, oprimió un botón y pidió: ''Pongan, por favor, la primera
prueba". Apareció una pequeña luz, hubo unos murmullos, seguidos por una
especie de ronquidos, y luego alguien suspiró: Yo quería descansar en la vejez,
pero he aquí, querido, que tengo que empezar de nuevo. Me ofrece un cigarrillo.
Fumo mientras escucho. El sonríe, a mí, me tiemblan las manos. No puedo decir
que me gusta. Me siento cohibida. Esa voz... Así no hablo en la vida real, no uso
semejantes expresiones, no tengo a nadie a quien decírselas. Y, además, ¿qué
significa "empezar de nuevo"? Nunca lo diría de esa manera. Escucho, sacudo
la ceniza del cigarrillo; esa voz áspera que es la mía cae sobre mí. Alguien
interrumpe, me quejo, al parecer, no entiendo algo. Luego la comida. Pongo la
mesa. El ruido de la sopa en los platos. Mi esposo está comiendo. "¿Te gusta? —
No está mal".
Mi grabación... Me gustaría escucharla. No recuerdo todo lo que he dicho en
la vida. Tal vez no sea importante, pero es el timbre lo que me interesa; el
timbre, que cambia con nuestras actitudes. Antes creía que iba a haber alguna
respuesta. Comencé a hablar. Pero no ya con mi propia voz. Esas palabras, las
que uno ansia escuchar, tienen que ser pronunciadas a veces por nuestra propia
voz. "Por favor, no te desesperes —le dije con voz de ventrílocuo —; nunca te
abandonaré." Sentía que él ni siquiera necesitaba esas palabras, se estremecía
ante ellas; era yo quien las necesitaba. Bajo aquel toldo, rodeada por el ruido de
la lluvia, le ofrecí un nuevo timbre de voz. Muy bien. En un segundo me
había adaptado a una nueva situación. Sucede que después ya no se vuelve a
ser jamás uno mismo, ese uno mismo particular del segundo anterior. Me
preguntó si creía que lograría escapar. "Nada va a pasarte." Un segundo antes no
habría podido pronunciar esas palabras. Y el resultado: trece años de obsesión.
Estuve admirable. Andar con un hombre perseguido, llevarlo en un cabriolé a
través de viejas, angostas callejuelas llenas de alemanes, encontrar en todas las
esquinas carteles con su fotografía y una recompensa por cualquier informe que
facilitara su detención, y, sin embargo, poder decirle con absoluta certidumbre:
"Ya no estamos lejos, pronto estarás a salvo." Un buen comienzo para un guión
cinematográfico. En la vida real fue menos divertido: lluvia, medias mojadas,
lento trote de caballo y mi oído atento a ese caballo. Desde aquel día mi piel
ha mantenido el color grisáceo del camuflaje, que jamás he conseguido que
desaparezca.

Mi vecino, el del encendedor, tiene una apariencia mucho más higiénica; huele
a algo raramente usado. Me gustan los hombres que andan cerca de los
cincuenta: sienes grises, ojos inocentes también grises, ejercicio físico, masaje
eléctrico, jugo de naranja, cereales.
Apostaría a que durante la guerra fue piloto... Mi padre fue asesinado tras una
alambrada de púas, por esas criaturas verdes, con cabezas de acero brillante y
ojos pequeños. Quienes pasaron esos años en el aire o en el mar se conservaron
mejor y conocen menos de la vida.
¿Estará casado? No lleva anillo, pero presiento a una mujer a su lado. Por la
mañana: "Buenos días, querida"; por las noches: "Buenas noches, querido".
Tengo celos de la muchacha de uniforme. Le ha sonreído de nuevo. Detrás de
mí, una conversación en polaco sobre el nivel de vida. Según parece, los
campesinos montan sus propias motocicletas. No estoy nada segura de que se
trate de una buena cosa.
Campesinos en motocicletas, yo en un aeroplano rumbo a París. ¿Mi país? Sí, tal
vez. No lo sé. No he pensado en eso. ¿Puede alguien en mis condiciones hablar
de amor a su país? Seguramente basta con no haberse rebelado contra él
durante tantos años. A todo lo que nos golpea le llamamos vida, aunque
solamente después advirtamos que se trata de nuestro país. Yo no he elegido el
mío.
No, nadie. Ni siquiera él. No tenía yo idea de qué se trataba. Sólo vi cuando
golpeó a Petéis en la cara; en ese momento servía café en la mesa de al lado. Al
día siguiente se presentaron ante mí, me dijeron: "Tienes que llevarlo a un lugar
seguro, han puesto precio a su cabeza".
Un cabriolé y la oscuridad.
Después de trece años oigo un grito en el patio —corro desde el baño.
La ventana — una ventana y la oscuridad.
Es suficiente. No debería yo seguir pensando en eso, no me hace ningún
provecho. Un vaso de agua o jugo. Una tableta de sedante.
Se me caen las tabletas. Mi vecino se agacha a recogerlas.
—Merci.
Naturalmente, ahora piensa que soy francesa. ¿Por qué dije merci, en vez de
gracias? Las consecuencias instantáneas:
—Vous sentez-vous mal, madame?
Por fortuna entiendo.
— Non, merci. Pas du tout.
¡Qué riqueza de expresión! Rififi... No reconoció mi bolso de mano polaco, lo
que significa que estuvo en Polonia breve tiempo.
Durante todo este, rato me ha latido el corazón. No estoy hecha para viajar por
el aire. Abajo hay una especie de pradera. Vista desde la altura de dos
kilómetros, la tierra parece menos seria que cuando uno se pasea por ella.
Un camino a través de los árboles, casas, una aldea.
Tengo entendido que en aldeas como éstas, los campesinos asesinan a sus
esposas con hachas y luego se cuelgan de los árboles. Pero desde esta altura no
puede verse nada.
Siempre tuve la sensación de que nadie nos veía, pero no suponía que fuera
hasta ese grado. ¿Tal vez los fieles no mirarían la tierra desde un ojo de pájaro?
Hay algo pecador en esto y mi corazón reacciona de mala manera. Siempre me he
sentido mal en las situaciones en que ni siquiera puedo contar con que se me
tenga en cuenta. No puedo tolerarlo. Perdónenme: tengo mis propios puntos
de vista, déjenme exponerlos. Ellos también cuentan. No quiero ser un grano de
arena. Un ser humano tiene su propia grandeza natural y el derecho a
mostrarla.
Entonces, en aquel primer año de guerra, cuando lo conduje bajo la lluvia, a
través de la oscuridad...Entonces me di cuenta de lo que eso significaba. Estaba
llena de miedo. No sabía lo que podía pasarnos, sólo comprendía que cualquier
cosa que nos ocurriera no tenía ya ninguna importancia. Un sentimiento muy
desagradable, prefiero ser acusada. Cuando me juzgaron después de la
guerra, me sabía inocente, pero después de todo, mi caso era tenido en
consideración. El tribunal sindical me sentenció injustamente, pero yo tenía la
certidumbre de que, al fin, se me tomaba en cuenta. Y no es eso lo peor, ni
siquiera cuando la sentencia es injusta. Lo peor es no sentir sobre sí ninguna
mirada.
Apuesto a que este hombre jamás ha vivido tales momentos. Me parece igual a
todo el mundo, alguien que si llegó a arriesgar la vida, lo hizo siempre bajo
una dirección: tales hombres nunca dejan de informar a sus superiores antes de
saltar en la oscuridad.
La azafata sirve el desayuno. ¿Tal vez yo no tendré que saltar? ¿Qué ocurriría si
tuviera que hacerlo? Salto y caigo sobre un campesino que está asesinando a su
mujer con un hacha. Teóricamente, eso es del todo posible. Me tomaría por un
ángel que desciende para salvarlo, y caería de rodillas, con una profunda
exclamación. Pero nunca sucede de esta manera. Existe el progreso en el campo
de la técnica; pero en la esfera de lo providencial se advier te un gran retraso. El
campesino mataría a su mujer, y yo caería un kilómetro más allá y me
desnucaría. ¿Significa esto que hay progreso? Una falta completa de
interrelaciones. ¿Lógica? Tal vez este hombre crea en ella. Yo no.
La tierra, plantas, animales, algo incierto y difícil, algo que se mueve por sí
mismo, devora, corroe, crece... A mí los pájaros dentro de una habitación me
asustan. La naturaleza se le enmaraña a uno hasta en el cabello. Es ciega, sorda y
siempre amedrentadora; uno puede hablar sólo con los seres humanos,
serenarlos, burlar su maldad, con la que jamás se ha reconciliado.
Creo que una copa de coñac me sentaría muy bien. Extrae de su bolsillo un
pequeño radio de transitores, de plástico color marfil. Nunca había visto uno
semejante. Se reclina sobre la ventana y trata de hacer funcionar el aparato.
Un doble ronquido: los brasileños.
¿Para qué lo hace? ¿No es suficiente que surquemos el aire? Quiere que la
música lo acompañe. ¡Qué manos tan esmeradamente cuidadas! Pero el radio
no colabora: se niega a tocar, sin más.
La esbelta azafata se me acerca con una bandeja. ¡Coñac y sandwiches, al fin!
Puedo sentir el calor en mi interior. Un cigarrillo. ¡Tra ra rim, tra ra ran...
rififí!... ¡Ah! Ahora me siento bien. Tengo el corazón en su sitio. Cuatro
motores trabajan para que yo pueda volar. ¿Soltera?, ¿viuda?, ¿casada? Y esta
buena vieja tonta cuya voz emito todos los jueves. ¡Dios mío! ¡Qué maravilla! No
podría sentirme mejor.
No podía preveer los acontecimientos, pero cumplí con todos mis deberes. Lo
hice por salvarlo. Luego me enjuiciaron. Eso no significa nada: dictaron una
sentencia por lo que me había ocurrido, aunque merecía una medalla por mi
conducta. Este, hombre, mi vecino de asiento, no podría entender gran cosa de
eso.
Se trata de algo que uno tiene que vivir, my dear; imagínese tan sólo a una actriz
frágil y pelirroja, que se suponía iba a representar a Ofelia en una gira por
provincia, y a quien durante los ensayos consideraban fascinante —sí, el primer
gran papel en mi vida, dentro de muy pocos días el estreno: una fecha ominosa: 3
de septiembre de 1939. Desgraciadamente el último ensayo fue interrumpido
por una incursión aérea. Polonio escapó —regresó con los alemanes—, y un mes
después servía yo vodka en el bar de los artistas. Un lugar interesante. A Polonio
no lo atravesaban allí con una espada, pero en una ocasión fue abofeteado. Al día
siguiente encontraron su cuerpo con el cráneo destrozado, el cuerpo de un
traidor.
No me importaba si él lo había matado; nada me importaba Peters, tenía que
transportarlo cualquiera que fuesen las circunstancias. Lo mató, no lo mató... Todo
pudo haber ocurrido. Nunca le pregunté la verdad. Tales preguntas resultan
excelentes en una gran escena. De cualquier manera, no tenía razón ni tiempo
para preocuparme de eso. Me bastaba que fuera él. El no me prestó la menor
atención durante los ensayos, pero supe que aquella era mi oportunidad: no
podría decirme que me marchara y me metiera a monja. Tendría que
esperarlo en un cabriolé, podían matarlo, las monjas nos dieron una dirección
segura, los carteles en las esquinas ofrecían una alta recompensa. El coche
arrancó, le tomé la mano. Estaba pálido y tenía los ojos cerrados. Desde dentro de
la capota podía adivinar el itinerario: el teatro, la muralla de la ciudad, la torre...
No sabía el precio que iba yo a pagar, sola mente sabía que las monjas traen
mala suerte.
La azafata recoge la bandeja, el radio comienza repentinamente a funcionar.
Interrumpe el sonido de las voces un chirrido, al que sigue una música distante.
Mi vecino está satisfecho, sonríe. Sonrío a mi vez. Después de todo, ¿qué
importa? ¿Por qué pensar en el pasado? Lo viví, y es más que suficiente. El
pasado es malo para los nervios; se deberían inventar unas tabletas contra los
recuerdos indeseables. Los dulces recuerdos, ¿quién es capaz de llevarlos en la
memoria?
¿Qué dije? ¿Lavando?
Creo que fue algo sobre unas cosas que se suponía debía yo lavar antes de partir.
Me siento bastante rara. Este hombre ha capturado mi voz de la semana pasada.
Mi suspiro llena el aire. Por supuesto es el último programa, repetido con motivo
de las fiestas. Felicja tiene miedo de viajar por el aire. Tomasz comienza a
impacientarse.
—... Después de tantos años...
Hay estática; el sonido es muy deficiente:
—... no has visto a tu hija...
Creo que olvidé alguna cosa, es espantoso.
—...¿y ahora te escondes tras mis pantalones?...
Una risa garantizada de un millón de radioauditores. No puedo escuchar nada
más, sólo voces inarticuladas. Y de pronto mi lamento:
—¿Cómo te las arreglarás sin mí?
Ahora está mejor: hasta puedo reconocer los acentos:
— ¿...quién irá a hacer cola para la carne? ¿Y tu té?
Estática y ruidos.
La estación se pierde entre el estruendo, junto conmigo. ¡Qué lástima! Me
encanta mi voz.
Tengo lágrimas en los ojos. Estoy profundamente conmovida. Nunca había
advertido que iba a llegar a esa altura. Que mi voz volara conmigo en el aire.
No hablo así, es cierto, pero en la tierra me aman por esas palabras. Las
pronuncio en nombre de un millón de suscriptores. Ellos jamás aceptarían mi
verdadero texto. No los culpo. A mí tampoco me gusta. Mi verdad nunca sería
transmitida. Nada me diferencia de un árbol o de un perro, salvo los recuerdos,
pero se exige de mí mucho más. Prefiero mi guión de los jueves.
Algo más sobre pantalones. No del mejor gusto; pero, ¿qué se le va a hacer?,
después de tales comentarios siempre hay toneladas de cartas. Allí un paquete
con pantalones: Querida Felicja, la Liga de Mujeres de Piotrkow te envía un par
de pantalones para tu marido. Te deseamos un feliz viaje y un pronto retorno.
Nuestros saludos para tu hija.
Pantalones, jamón, medicinas —revelaciones, pecados, desesperación, gritos de
ayuda—, manteles tejidos a mano, lamentos de esposas traicionadas, todo eso a
mi disposición. Mi voz atrae la vida.
Mujeres que me escriben: "Nuestra madre". Tengo una carta de una suicida
en proyecto, que decidió seguir viviendo porque yo existo. Me siento un poco
desquiciada; pero, ¿quién podría preverlo? Nadie lo supo hasta el momento en
que trataron de reducir el programa. Recibieron unas cinco mil cartas de
protesta de todo el país. Fue entonces cuando advirtieron que la nación entera
nos escuchaba. ¡Increíble! Las comidas de los jueves del señor y la señora
Konopcka, un programa para matrimonios de provincia de edad madura, se
convirtió en un programa estelar. Fue una revelación.
¡Qué imbécil aquel tipo que escribió un ensayo sociológico! Sí, un ensayo
titulado: "Del rey Estanislao a Felicja". Trató de demostrar que mis comidas
también eran parte de la historia. ¡Qué cretino! Y sin embargo, no dejó de
agradarme.
Ahora ya no pueden terminar. Durarán siempre. Todos los jueves tendré que
servir la sopa a un millón de personas. Me escuchan en los hospitales. Recibo
cartas de pacientes, enfermeras, médicos. Mi voz ha llegado a curar a alguno.
Todo es posible. No me sorprende, pero me asombra que necesiten tan poco.
Cuando le digo a Tomasz: "Come ese trozo de carne, querido, ése del hueso",
siento su gratitud y sé que recibiré muchas cartas. Soy capaz de mucho más que
eso en la vida real; pero ellos sólo conocen el trozo de carne y el sacrificio, una
cucharada de sopa y la certidumbre de que no comeré hasta que él haya comido
bien, que jamás lo traicionaré y que si he amado a otros, los he abandonado
tranquilamente. Él, su trabajo duro, sus pantalones y preocupaciones, nuestra
honradez y nuestros hijos adultos. La sopa, la carne y un hueso con un trozo de
vida sencilla, unos cuantos refunfuños y anécdotas, el calor de un hogar, eso
es lo que desean escuchar.
No me río de ellos, tal vez tengan razón. Me río de mí misma. En el primer
ensayo, Tomasz estaba ligeramente irritado: "Te consideré inocente, pero me
siento desesperado en esta atmósfera." ¡Oh! Igual estaba yo. Sólo que yo era la
acusada. Si uno es tan débil no debe sentarse ante un tribunal sindical. Muy
bien, este gran trozo es para ti, la carne ha vuelto a subir de precio, nada
tengo contra ti.
—¿Me permite?
¡Ah! Ha visto el ejemplar del Przekroj que asoma del bolsillo de mi abrigo.
Muy bien, hagámosle saber con quién tiene que vérselas. Sonrisa: sonrisa.
—Por supuesto.
Le presto la revista. Espero que me la devuelva, porque si no llevo el Przekroj
en el bolsillo de mi abrigo, mi hija no podrá reconocerme.
—¿Fuma?
—Gracias.
Fumamos sus cigarrillos. Los primeros pasos se han dado... ¿Ahora qué? Parece
reflexionar antes de cada frase, como si me estuviese enviando un telegrama.
—Llegaremos a Berlín con una hora de anticipación. Llevamos un adelanto.
—¿Realmente? No me parece...
—Sí. Las condiciones atmosféricas nos son favorables.
Tiene los dientes muy blancos. Cuando vuelve la cara hacia mí, me deslumbra.
Todo en él parece brillar. La elegante línea del peinado... Los polacos no tienen
cabelleras así.
—Supongo que no vive usted en Polonia.
—No, vivo en los Estados Unidos. He visitado Polonia por primera vez en treinta
años.
—Mucho tiempo.
—Ya lo creo. Los cambios son enormes. Realmente no es ya el mismo lugar.
—Usted lo ha dicho.
Recibo su sonrisa agradable. El brillo de una lata de leche con densada vacía. Y
sonrío misteriosamente. Puedo ser sutil.
—Vine a Varsovia a un congreso de bacteriólogos. Esa es mi profesión.
—¡Ah!
—Sí, estoy haciendo investigaciones sobre vacunas.
—¿Y ahora regresa a los Estados Unidos?
—No, por el momento voy a Bruselas. Me han pedido que dicte algunas
conferencias. De allí regresaré a Nueva York.
Todo eso es sumamente interesante, ¡qué lástima que no pueda decir nada
sobre vacunas! Supongo que debe ser muy agradable volar de un congreso en
Varsovia a Bruselas, sin que a uno le importe mucho ese desplazamiento. Puedo
imaginármelo muy bien hablando a un centenar de personas semejantes a él, con
su voz desprovista de dudas.
—He descubierto que en Polonia hay algunos científicos famosos que se
especializan en vacunas. Me ha sorprendido mucho.
—¿De veras? ¡Oh, es muy interesante!
—Sí, después de mi conferencia en la Academia de Ciencias, sostuvimos una
discusión a muy alto nivel. Conocen bastante bien los más recientes
descubrimientos en serología.
—Es extraordinario.
Casi me gusta. Nunca he logrado dormir con un hombre que me haya dado
un sentimiento total de seguridad —en una etapa de mi vida, podían ser sólo
policías—, y a eso se debe casi que al punto reconozca esta extraña clase de
masculinidad. ¿Divorciado?
—Me parece que los polacos no sacan ventajas de sus nuevas oportunidades, ¿no
cree usted?
—Sí, tal vez tenga usted razón. Pero...
—Comprendo. Creo que el reparto de Polonia obra aún sobre la siquis polaca.
—Eso quería yo decir.
Las alas del aeroplano parecen ser de asfalto. Dentro de un momento, me
preguntará por la guerra.
—Sí, permanecí en Polonia durante la guerra.
Silencio. Me mira durante largo rato.
—Yo estaba en la RAF. Me es difícil imaginar sus sufrimientos. Esas torturas.
—¡Oh! ¡Eso pasó hace ya mucho tiempo!
—Es cierto. Ustedes tienen una actitud diferente. Admiro a las mujeres que
vivieron esos tiempos y se mantuvieron en su lugar.
"¿Y se mantuvieron en su lugar?". Lo ha dicho muy agradable mente. Yo
comento:
—En realidad todo era más sencillo entonces que ahora...
Azul y acero. Una lata de leche condensada. Se sumerge en sus pensamientos.
Silencio. Y me quedo con aquel lugar común entre los labios. ¿Más sencillo? Estos
pensamientos son los que expresan algunos seudointelectuales a los extranjeros
del Hotel Bristol. ¡Más sencillo! ¿Acaso debería hablarle de eso? Sí, sobreviví. Me
parece recordar. Ese sudoroso danzarín en la cuerda, ése soy yo.
En mis sueños caía hacia abajo, y durante el día iba a las adivinadoras a que me
leyeran la suerte, a que me dijeran qué podía haberle ocurrido: ¿locura o muerte?
¿Y cuánto tenía yo aún que soportar? En el tiempo de mi detención había perdido
mis contactos; la gente que me lo confió había dejado de existir, transforma da
por las ejecuciones en las murallas de la ciudad en una masa sanguinolenta, bien
mezclada con la tierra. Si le hubiera mencionado eso a él, no sé, creo que quizás
se habría entregado a los alemanes. Nunca le dije nada al respecto. A nadie.
Lo quería todo para mí. Y no estoy del todo segura de cómo habría reaccionado.
¡Maldita sea! ¿Dónde, cómo, a quién recurrir? Sólo en mí podía confiar en un
ciento por ciento; ninguna otra persona me parecía segura. No, no, yo estaba en
una trampa, caía en ella, mi cabeza giraba, corría como loca, ¡oh, tú idiota,
querías un príncipe, ahora ya lo tienes!
Él me consideraba como la causa de sus desgracias. Ahora com prendo que era
inevitable; ¿pero, entonces? "¿Es mi culpa —exclamé — que tú hayas golpeado
a Peters en la cara cuando estabas borracho? ¿Es mi culpa que él fuera un
volksdeutch y que a la mañana siguiente lo hubieran encontrado muerto? Y el
hecho de que me comprometiese a ayudarte, ¿fue acaso también culpa mía?
Esos disparos eran realmente innecesarios." Un ser humano no entiende lo que
son los nervios, y hace una apelación a un úl timo sentido del honor de los
torturados y de los dementes. ¿A quién debía él culpar? ¿Al destino? Pero si yo
era su destino. Solamente yo, durante cinco años. Él no podía salir a la calle. Los
carteles en las esquinas estaban lavados por la lluvia, pero su cara... Podían
reconocerlo instantáneamente. Era Oswald, Gustavo, Alcestes... Lo conduje a
aquel minúsculo cuarto con cocina que encontré de milagro, cuando ya no
pudo permanecer más tiempo con las monjas. Una buhardilla y un sofá. Es
cierto. Le compré el sofá. Se hallaba a unos quince o veinte centímetros de la
pared.
—Me gustaría que me hablase de su escuadrilla.
Hay un refrán que dice que el hombre elige una mujer para que sus fracasos
puedan tener una cara y unos ojos. Él ni siquiera me eligió. Caí sobre él como un
gato salvaje que se arroja desde un tejado. Por eso tenía más derecho a vengarse
de mí. Yo era estúpida, no entendía nada... —algo sobre el Canadá. Habla del
Canadá, allí se entrenó, fue como voluntario...— no entendía que durante cinco
años era su desgracia, una desgracia ambulante, porque en esos cinco años que
él maldecía, sólo podía verme a mí. ¿No era eso bastante?
—No conozco el Canadá. ¿Es un país montañoso?
Cierro los ojos y le oigo hablar sobre el Canadá.
¿Qué clase de animales hay allí? ¿Canguros?
Otawa en invierno.
Una hoja de arce.
Los ejercicios de vuelo nocturno. Era piloto.
Sujétense los cinturones de seguridad. Vamos a descender.
Berlín.

2
No, ninguna satisfacción. Pensé que podría sentir algo, pero no siento nada.
Cristales. Un salón de espera con sillones, carteles de Lufthansa y una voz en el
megáfono que habla en alemán. Esperaba un estremecimiento: nada. Un olor
indescriptible. ¿Goma? ¿Linóleum? ¿Pintura? Estamos sentados en unos sillones,
la gente pasa. Alemanes, por supuesto. Y nada. Unas puertas con el letrero:
'Herren", otras con el de: "Damen". Entré y cerré la puerta. Pintura, esmalte,
blancura y pulcritud y el ruido tranquilo del agua. Bolas de desinfectante.
¿Cómo se llama su río? ¿Spree? Aquí estoy, junto al Spree en un tocador moderno
del aeropuerto, en mi viaje a París. Y sin el menor placer. No salí con ningún
propósito de venganza; pero ¿no sentir nada en absoluto? Sencillamente, no lo
entiendo. En esos cuantos minutos me esforcé por recordar: "Recuerda, querida
—pensé—, ¿qué te hicieron? Bueno, mira lo que eres ahora, contempla lo que eres
capaz de hacer ahora. ¡Anda, siente algo, alégrate, salta de júbilo." Recuerdo la
muerte de mi padre en un campo de concentración y la enfermedad de mi
madre, seguida por su muerte poco después, y mi amiga, una judía, que fue
lanzada desnuda en la cámara de gas, asfixiada e incinerada. No siento nada. Al
final, saco mi espejo de bolsillo, me miro y comienzo a reir. De mí misma. Reía
con los dientes y las encías, con las mandíbulas y la frente; pero mis ojos
permanecían serios y mortecinos mientras me miraba. En general, no tengo tan
mal aspecto. Me salvé, sí: sin duda logré sobrevivir a esos años, no sé si en mi
propio lugar, pero sobreviví. Sin embargo, hay algo que muestran mis ojos. No
tengo la mirada de un vencedor. Concedo gran importancia a la higiene; aun en
los peores días tenía que darme un baño y cepillarme los dientes, iba al dentista
regularmente cada tres meses, me cuidaba las cejas, y no bebía durante mis días
de período. Yo creo que todo esto tiene una importancia mayor de la que la
gente le atribuye. Pero hace un cuarto de hora, ante esa puerta con el letrero
"Damen", sentí que había sido completamente derrotada. Si resulta im posible
emitir un salvaje grito triunfal, es que uno ha sido derrotado. No lo sé; tal vez no
soy sólo yo, tal vez todo el mundo, incluso el hombre que se sienta a mi lado.
¿Por qué habría de preocuparme? Estoy furiosa, porque por vez primera siento
una falta absoluta de satisfacción ante el hecho de existir, esta nada vacía llena
de agujeros que albergo en mi interior, esta sincera indiferencia. Seguramente
está bastante claro: he perdido. Pero, ¿quién ha ganado? Un canguro
nuevamente. Tan pronto como comienzan las oscilaciones, siento un pequeño
canguro que salta en mi interior. Posiblemente también por obra del vodka,
aunque el cardiograma no haya acusado nada.
Un minuto... ¿Cuándo empecé a beber? Sí, en el "Bar de los Artistas". Entonces
tenía que beber con él; ahora me gusta hacerlo de vez en cuando por mi
cuenta. Tiene más razón de ser. Así puede uno creerse en tres dimensiones.
Después de un vaso de vodka me siento como una escultura. Algo terso con
formas interrelacionadas, con lo que me fundo completamente. ¡Oh, sí! En tales
momentos me siento como un monumento, y luego me duermo rápidamente.
Nunca he bebido con el propósito de dormir con alguien, a pesar de haber
tenido bastantes hombres.
¿Tal vez demasiados? Puede ser. Bueno, no lo sé. Ellos se marcharon; nunca se lo
reproché. Esperaba hasta que aparecía otro. ¿Podía habérselo negado? ¿Qué...
mi cuerpo? ¿Por qué razón? Acostumbraban decir que me necesitaban, y en
cierto sentido era la verdad. Cuando un ser humano necesita a alguien, se trata
principalmente de un hombre que necesita a una mujer, en la cama. Considerar
estas cosas minuciosamente es menos importante. Nadie sabe por cuánto tiempo
un hombre necesita a una mujer, y ése es un riesgo común. Ni siquiera el
hombre lo sabe. Una no puede hacerle reproches cuando después de cinco o de
veinte noches, encuentra que ha tomado todo lo que podía ofrecerle. También
para él es desagradable. Importa mucho la forma en que esto se enuncie.
Algunos no pueden ocultar su descontento. Lo cual es irritante. Uno debe saber
cómo comportarse en una situación en la que no se puede culpar a nadie. Cuando
la pasión se aleja, se impone una sonrisa forzada de gratitud o inventar un
conflicto emocional. En último caso, echar mano de los recuerdos del pasado. Yo
doy gran valor a estas cosas. La naturaleza es brutal; sólo los idiotas no lo
entienden así. Aparte de sus deseos, un hombre tiene la inteligencia, y esto lo
obliga a definir su conducta. En cada uno de nosotros hay un ger men de artista;
nadie, en ninguna circunstancia, tiene derecho a comportarse como la
naturaleza: congelarse repentinamente, evaporarse repentinamente. Y creo que
expresiones tales como: "Sus pasiones se enfriaron" o "En su interior hervía la
cólera", están fuera de lugar. Un hombre debe comportarse a un nivel más
elevado que el de la naturaleza, de la que, después de todo, no esperamos
mucho.
El hombre se ha dormido. Quizás esté soñando en la batalla de la Gran Bretaña.
Tomó parte y se distinguió en ella. Para la gente como él todo sucede de la
mejor manera, aun los resultados de su propia conducta. Quería combatir contra
los alemanes, ahora tiene una medalla por su valor. Se decidió a destruir las
bacterias y descubrió una vacuna. Un hombre maravilloso que sabe siempre cómo
actuar. Causas: resultados, decisiones: conclusiones. Un tipo bien educado, que
nunca se encontró entre un sofá y una pared. En un espacio cubierto por un
colchón. En un agujero en el que un hombre debía permanecer aplastado como
una papilla. Me gustaría saber cómo se hubiera comportado entonces.
Durante los arrestos nocturnos, cuando sacaron a todos los hombre del edificio,
Wo ist ihr Mann? — todo el tiempo me pregunté si no se asomarían sus pies tras
la maleta— Mein Mann ist weg. ¡Sus pies! Uno de ellos era de Letonia. Me
miraron con sus ojos duros mientras caminaban por el cuarto: —¿alcohol?— En la
ventana había dos botellas de vodka. Se bebieron una. El letón salió. El otro me
dijo lo que quería. Después volvió el de Letonia, y el primero salió. Yo gemía.
Llevaban prisa, y yo gritaba de dolor. Cuando partió el moreno Mañas, tenía
miedo de moverse. Luego, súbitamente —un momento de valor—, murmuré con
los dientes apretados que todo había pasado. Sí, pienso que en ese momento
estuve maravillosa y terrible.
Retiré el sofá. Traté de sacarlo. Se desvaneció. De cualquier modo se lo agradecí.
Nos tomamos la segunda botella de vodka durante la noche. Juramos,
mascullamos, enloquecidos, felices, inconscientes, con alivio, sin mirarnos a los ojos.
Y luego dormimos durante todo el día hasta el anochecer. Francamente no había
para qué despertar.
Bien, ¿cómo se hubiera comportado este hombre? Un canguro. Se vuelve cada
vez más y más insistente. Bolsas de aire seguramente. El ala del tetramotor es
ahora más oscura y ha perdido su brillo: no puedo ver la tierra. ¿Neblina? Hay
un silencio solemne. Nadie habla.
Preferiría que despertase. Desearía que me hablara. Me gusta su voz metálica: la
voz de un hombre firme. Sobreviví a aquellos tiempos en mi propio lugar. El
hecho de aceptar en aquella época un trabajo en el Stadtheater me produjo
muchas satisfacciones. Decidí hacerlo. Sólo al final, es cierto, después de que
cerraron el "Bar de los Artistas", después de buscar durante tres meses un
empleo y un permiso de trabajo. Quería tener buenos documentos. Un
certificado con un sello especial para poder colgarlo en mi puerta. En su
puerta. Después de esa noche tenía que estar segura, me lo juré a mí misma. No
tengo la certeza de que existan grandes hombres, pero sí de que existen
momentos en que un ser humano es grande. Entonces fui grande. En el momento
en que lo estaba salvando. Cuando acepté aquel papel, cuando le dije que
había encontrado un empleo en la Cruz Roja y, después, cuando canté en
Melodías de la Calle con los dientes castañeteándome por el miedo de que me
agarrasen, de regreso a mi casa, y me raparan la cabeza. Por eso, después de la
guerra, cuando al hacer declaraciones frente a la mesa verde, me preguntaron si
sabía las consecuencias de mi conducta, respondí: "¡Claro que las sabía!"
Eso empeoró para mí las cosas. Tres años sin permiso de traba jo. Bien es verdad
que después de aquellos cinco años podía resistir otros tres. Llegaron hasta
matar a algunas mujeres por crímenes de guerra. ¡Es terrible! No puedo tolerar
las situaciones en que un hombre mata a una mujer no por celos, ni por amor,
sino por convicción.
Después de todo, el juicio valió la pena, y sólo por una frase —una palabra
para ser exactos—, que él pronunció. Dijo que en esos años habíamos estado
casados. Depuso como testigo en mi caso. Yo le agredecí que asistiera. No me
miró, pero lo dijo... Casados. Sentí una oleada de calor. ¡Deseaba tanto que
dijera esa palabra! Creo que hasta había lágrimas en mis ojos.
Me senté, mirando a la pared, mientras escuchaba su testimo nio. En ese
momento no le deseaba ni la muerte, ni ninguna desgracia. Tenía la
certidumbre de que volvería a mí. Era natural que hubiera vivido con otras
mujeres durante los primeros años después de la guerra; no podía ser de otro
modo. Pero sabía que él regresaría. Estábamos casados. Soy una viuda. Une veuve.
Eine Witwe.
Sabía que tenía derechos sobre él. Le di cien veces más de lo que cualquier
mujer puede entregar a un hombre. Más que placer y felicidad, grandes cosas es
cierto, pero que cualquier mujer puede ofrecer. Yo le entregué mi cabeza —mi
propia cabeza que reclinaba al lado de su fotografía en los avisos de policía, con
una recompensa, que había sido doblada después de un mes —. Un día, al servir
café en el "Bar de los Artistas", escuché los rumores de su muerte: "Se arrojó
por una ventana al advertir que unos alemanes detenían su coche frente a la
casa donde estaba escondido." ¡Oh, lo que sentí al escucharlo! Después se lo dije:
"¿Las noticias? Tu propia muerte. Te lanzaste por una ventana, ¿lo oyes? De la
ventana al pavimento. Algunos saben de muy buena tinta que estás enterrado
cerca de la barbacana, ¿te das cuenta? ¡Te han sepultado!" Y bebimos en
silencio por su muerte, para que pudiera dormir la mañana siguente.
Sé demasiado. Si fuera a convertirme en la esposa de este hom bre que se sienta
a mi lado, no dejaría de sentir un ligero desprecio hacia él. Por el hecho de que
sabe mucho menos. Sentiría desprecio y celos por todo lo que él percibe... Todo
lo que piensa es natural, racional y comprobado. Y en los momentos en que
dijera: "Sólo somos humanos", o cuando dijera: "Esto está realmente por debajo
de mi nivel", tendría vergüenza y celos ante su certidumbre, ante el hecho de
que sabría cómo actuar en cualquier situación.
Es bastante idiota. Sí, me gusta su boca, su perfil, con los ojos cerrados y su
cabello peinado como el de un ministro que jamás se ha permitido la menor
concupiscencia. Pero mi esposo fue un hombre que lo conoció todo.
Tomé su cabeza entre mis manos —si tan sólo no hubiera tenido que ir al baño —,
oh, aquella mujer que aullaba en el balcón — así que ese día quiso tenerme
cerca, sabía lo que me pedía, y sabía que no iba a negarme.
La delgada azafata viene hacia nosotros con una sonrisa incrus tada en la cara.
¿Qué es lo que sucede?
Volamos en la oscuridad. El avión se comporta como un pez asustado, ¿huye? El
aire tiene bolsas. Entramos en ellas; un salto arriba, un salto abajo. Semejamos a
una manada de camellos enloquecidos.
—¿Una bolsa de papel? No, gracias. ¿Despertaría a ese hombre?
Mi corazón salta: un canguro fuerte, gigantesco. Un canguro, camellos, un pez
que huye: la naturaleza que toma su venganza.
¿Los cinturones de seguridad? Muchas gracias.
¿Después de todo lo que he vivido no ha sido suficiente? Los pies se me
enfrían. Tengo miedo. ¿De qué? ¿De un desastre? Se lo dije a Tomasz: es
mejor permanecer en casa. Todo por esa tonta impulsiva de París. Tengo su
carta en el bolso.
— Querida Felicja —salto para arriba.
— La escucho todas las semanas —de nuevo un salto.
— Mi apellido de soltera es igual al suyo...
¡Dios mío!
—Me siento como su hija. Quiero invitarla a París —¡un salto! ¡otro más!— mis
niños hablan polaco —abajo, ¡más abajo! ¡Al abismo! y Jean se sentiría feliz si
usted viene. Le enviaré un pasaje. Venga, por favor.
Este Jean es un ingeniero francés; lo conoció en Alemania en un campo de
trabajo, Wanda, née Konopka —oh, sí, mencionaba la Insurrección de
Varsovia. Un año de mi vida por una copa de coñac.
Todos contemplan la puerta de la cabina de los pilotos como si hubiese allí una
pantalla cinematográfica.
A nuestro rededor una espesura amarilla, gris; imposible distinguir nada.
Detrás de mí un pasajero anciano dice algo en francés en voz muy alta a la
azafata; ella no logra entenderle, alguien interviene; no sé que va a suceder.
¿Qué va a pasar? ¿Por qué huyo? Ultimamente mi vida se había vuelto clara y
sencilla, había comenzado a olvidar el pasado; sólo aquí, en este aeroplano todo
vuelve nuevamente a presentarse. ¿Será ya el fin? ¿Dentro de un minuto?
¿Dentro de un segundo?
Voy a volverme loca. Mi vecino despierta.
—¿Podría por favor, pedirle una copa de coñac a la azafata?
Le doy las gracias con la mirada. Bebo a pequeños sorbos.
La terrible niebla que nos circunda se ha vuelto más densa. Pi den nuevamente
que revisemos los cinturones de seguridad. Silencio; el avión se agita en el aire.
Una tableta de "Mepavlon".
—He visto varias tormentas en el canal. Por lo regular son peo res. Recuerdo un
vuelo nocturno en junio del cuarenta y...
Lo supe desde el principio —un ojo me hacía guiños todo el tiempo, señales
imprecisas—: una caída, mi corazón, creo que no sobreviviré, todo está
perdido... Esas señales significaban algo. Algo en relación conmigo... Sudo y
siento frío... Estoy segura de que la existencia es un pecado; durante algún
tiempo he sentido que algo trataba de advertirme, de anunciarme este final
horrible... Muy bien, tomaré la bolsa de papel, ¡este sucio, cínico final! Para ser
honrados, yo tenía la razón —¿caemos? No, volvemos a subir...— Cuando
pensaba que iba a tener un fin terrible y estúpido. Y el primer indicio —éste es
el fin, me muero—, fueron las palabras incomprensibles en el papel de Ofelia.
—¡El ala! ¡El ala se derrumba! Oh, voy a volverme loca...— Sí, hace veinte años le
decía al rey en el cuarto acto: "Bien, Dios os lo pague. Di cen que la lechuza era
la hija del panadero. ¡Señor!... —un relámpago. Puedo ver un costado del ala...
— un momento, como decía: ¡Señor! Sabemos lo que somos, pero no sabemos lo
que podríamos ser. Dios bendiga vuestra mesa."
Ahora es mejor. No entendí aquellas palabras, sobre todo lo de la lechuza:
eran oscuras, les tenía miedo.
Es muy amable de su parte dejar que le tome la mano, es un verdadero
caballero.
—Querida —dijo el director—, se te aclararán en la trigésima representación.
¿En la trigésima? Ni siquiera hubo primera. Creo que son las únicas palabras
que recuerdo del texto. Y aún ahora no logro descifrarlas.
¡Si tan sólo en aquella ocasión no hubiese estado en el baño! ¡Dios mío! Era
demasiado tarde —oscuridad, luces en las ventanas, el grito histérico de una
mujer en el balcón—; tenía su cabeza entre mis manos, le supliqué que no
muriera. ¿Qué habrá sentido? ¿Qué sintió? le secaba el sudor de la frente; dijo
algo, pero no pude entenderlo... Alrededor de su boca se formaron unas
burbujas rojizas. No es suficiente, es el fin...
Nadie habla, salvo los polacos que están detrás de mí. Dicen que esto es del
todo normal, no muy agradable a causa de los saltos, pero que ya la oficina
meteorológica había pronosticado la tormenta. ¿Normal? Aquí me tienen,
atada con un cinturón, en el estómago de un pez metálico sacudido por vientos
furiosos, dos kilómetros por encima de la tierra. Estamos rodeados por una
oscuridad cobriza. ¿Y se supone que todo esto es normal? Muchísimas gracias.
—¿Se siente mejor?
—Mucho mejor, gracias. Siento haberle...
—No se preocupe.
Me mira, probablemente con sorpresa, porque le tomé la mano. Bueno, lo hice,
¿y qué? Esta clase de cosas deben de ocurrirle sólo una vez en su vida.
—¿Mas coñac?
—Gracias.
Fresco, cortés, enérgico. ¡Mi querido señor! La azafata, me mira fríamente. Muy
mal, querida, no todo el mundo tiene tu experiencia. Si tu madre escucha la
radio, oirá mi voz dentro de cuatro semanas. Hablaré de esta tormenta. Te
pagaré este coñac extra con la voz ligeramente áspera de una mujer que
envejece, muy semejante a la de tu madre. Un día, querida, cuando pases una
noche en casa, ella te preguntará si no estabas de turno cuando Felicja hizo su
viaje a París. Y te describirá esta tormenta con todos sus detalles, usando mis
expresiones.
¡Ay! Vuelve a empezar; Me desvanezco, siento que me caigo, estoy muerta.
Una mano, ¿dónde está su mano?
—Respire profundamente, eso ayuda.
Aspiro, respiro. Una aspiración profunda. Varias veces. Me mira con interés.
¿Estaría yo pensando en voz alta? Puedo imaginármelo. ¡Qué guión! Esta
enloquecida zarabanda, y dentro mi voz, mis plegarias por el pasado. Habrán
oído, estoy segura. Gracias a Dios que se puede pensar sin testigos.
—¿Tiene familiares en París?
—Una hija. Se casó con un francés. Un ingeniero. Irá a esperarme al
aeropuerto.
Debo estar loca. ¿Por qué le digo esto?
Una pastilla de "Ondasil". El vuelo es ahora más suave.
—¿Ha sido una larga separación?
—Quince años.
—¿Quiere decir...?
—¡Oh! estoy muy nerviosa, no me puedo acostumbrar a la idea,
—No me juzgue indiscreto. ¿Se va a quedar con ella en París?
—¡Oh, no! Mi marido se ha quedado en Varsovia. Estoy bas tante preocupada,
porque él no logra organizarse sin mí. Y mi hijo; estudia aerodinámica. Me
dieron permiso sólo por unos quince días.
A menudo hago mi propio texto, lo que saca de quicio a los autores. Mis
añadidos me gustan más. Por ejemplo, una vez me exigió Tomasz que
reprendiera a la muchacha que va a lavar. Se descubrió que iba a tener un hijo
ilegítimo. "No soy un puritano", dijo, "pero una mujer que ni siquiera se
respeta, hmmm..." De acuerdo con el texto, yo debía responder: "Muy bien. Si
lo crees así, mañana tendré una conversación con ella", y tenía que añadir algo
sobre la moralidad de nuestros tiempos. Pero tan pronto como habló, me eché a
reir, y dije: "Pero querido, ¿quién crees que eres? Tal vez ella lo amaba. No todos
los hombres son como tú. Si va a tener un hijo, lo mejor que podemos hacer es
ayudarla", y golpeé un plato contra otro para hacer creer que estaba
levantando la mesa. Se quedó aturdido. Después de un momento, murmuró:
"Bueno, haz lo que consideres mejor..." Salió con mucha naturalidad, y a la
siguiente semana, una muchacha en el correo me sonrió. "Tenía usted razón con
respecto a su lavandera". ¿Cuántas cartas llegaron? ¿Quinientas?, ¿seiscientas?
Algo así. La mayoría, de madres abandonadas, en los pueblos.
Me siento capaz de reir: llego hasta a la mente campesina.
Soy una hermana para los solitarios y una esposa para los viudos.
Un sostén para los melancólicos y los ciegos.
Un equipo de una fábrica de bulbos eléctricos me envió un álbum de recuerdo y
puso mi nombre a la maternidad de su fábrica.
Las colas desaparecen de las tiendas para escuchar mi voz, los empleados se
vuelven sentimentales ante el sonido de mis palabras.
Si alguna vez escribo un diario lo titularé: "De Ofelia a Felicja, o cómo ser
amada".
—¿Y usted? Supongo que tendrá una esposa encantadora... ¿Niños?
Sonrío y le miro a los ojos. Pero dejo de sonreír.
—Perdí a mi hijo hace un año. Se suicidó.
Me quedo aturdida. Me siento mal. ¿Por qué tendría que hacerle esa
pregunta?
—Hubo un problema con una mujer... Hubo también otras razones que no
logramos entender.
Volamos un momento en silencio. El sol brilla tras la ventana. Abajo se pueden
ver las líneas rectas de las carreteras, su mano es cálida, y se me ocurre el triste
y loco pensamiento de que a pesar de todo, yo debía haber sido su esposa.
Dentro de quince minutos llegaremos a Bruselas.

Tra ra rim trara rim... rififí. . . Es curioso, me persigue esta canción. Antes de
partir, en la radio: Rififí; en el aeropuerto de Bruselas: Rififí. Una nota aguda,
vibrante, que me penetra. Algunas veces el fondo musical es indispensable. El
hombre se comportaría de otra manera si hubiera más música a su alrededor. La
realidad no es muy melodiosa que digamos, por eso, quizás a su contacto, las
gentes sufren, se prostituyen, se vuelven cerdos. Dicen que en la naturaleza hay
armonía. Si así es, no la he advertido. ¿Armonía? La naturaleza es
desvergonzada e injustificable. Esa tormenta fue horrible. Las tormentas pueden
ser hermosas en las sinfonías o en las novelas. Sólo los artistas se sienten
acosados por un sentimiento de vergüenza ante la naturaleza. Quieren reparar
sus oscuras locuras que constituyen la desesperación del ser humano. Me parece
que ésta es una reflexión bastante profunda. Tra ra ram... rififí! Tocaban ese disco
cuando le dije adiós, en el bar del aeropuerto de Bruselas. Bebimos aún tres
copas de coñac sentados en los altos taburetes de aquel bar reluciente; la
camarera puso ese disco y me sentí como un alma patética. Él, con su
impermeable al hombro, con un sombrero negro que le sentaba muy bien, y yo,
con mi pasado romántico inscrito en el rostro de Señora X sentimental,
inteligente, despojada de ilusiones. En una de las notas penetran tes de "Rififí"
me llevé a los labios la copa de líquido color miel y bronce con una sonrisa
significativa, mientras me decía que se acordaría siempre de mí y que le gustaba
mi voz. ¡Mi voz. . . naturalmente! Las botellas multicolores giraron frente a mis
ojos, yo escuchaba, miré fijamente aquel brillante altar donde una cama rera
agitaba graciosamente la cocktelera, y pensé: "Ah, señor..." Añadió que se había
sentido perseguido por los recuerdos durante todo el viaje y que me agradecía
que hubiera conversado con él. "Yo también", le contesté. Y le di las gracias por
su ayuda durante la tormenta. Cuando el disco terminó, la camarera lo puso de
nuevo. Le toqué la mano: "Le deseo muchos éxitos en sus investigaciones.
Muchas, muchas vacunas milagrosas, ¿no es así?" Se rió. "No sé. . . Hay mucha
gente más competente y más joven. Nada me indica que voy a destacarme."
—Yo tengo la certeza —le respondí— de que lo hará.
Y le lancé una mirada de hada madrina, una mirada de suerte. Tra ra ran...
Rififí... Rififí... ¡Qué Dios lo ayude!
Una vez más, vuelo: ahora sola. Mi sangre va mezclada con seis vasos de coñac, el
vuelo es majestuoso y sereno, me tiendo en el asiento, levanto las cejas con una
ligera sorpresa. Bien, de verdad, muy bien.
"Querido", dije en el penúltimo programa, "nuestra vida no es mala, porque
podemos ser honrados. Eso es lo más importante. Creo que la naturaleza
humana es buena, sólo que uno debe vigilarse. Tú me cuidas, yo te cuido. Se
tiene que vivir de ese modo para que sus vecinos lo respeten. ¿Te gusta este
asado con remolacha?"
Rumor de periódicos, trozos de conversación. Los brasileños, color ceniza
durante la tormenta, han retornado a su propio color chocolate. En sus manos
delgadas y morenas hay periódicos ilustrados con fotografías de blancos
edificios, semejantes a hongos sobre un fondo de rocas rojas.
No conozco a ninguna de estas personas; ni su pensamiento ni su paisaje. Los
polacos sentados detrás de mí dicen que los franceses se lavan sólo una vez a la
semana. Nos miramos con indiferencia, nadie se preocupa de los demás. Dicen
que en occidente la gente no se mira, son más discretos; pero yo voy a
contemplarlos, puedo permitírmelo, porque soy actriz.
Los actores son la negación ambulante de la discreción; sus rostros son
máscaras que imitan exageradamente los rasgos humanos reales. Puedo
reconocer al instante su indecente desnudez. ¡Los canallas pretenden seriamente
ser personas! Los adoro. Por ese aire de científicos, condesas, ministros,
cortesanos o frailes, siempre demasiado científicos, demasiado ministros,
demasiado condesas, cortesanas o frailes; adoro esa irresponsabilidad de monos
frente al mundo que imitan y adulan y al que desprecian un poco. Jamás harán
nada que cuente, nada que tenga sentido práctico, ni dic taduras ni guerras, ni
nuevas máquinas o nuevos impuestos. Sí, por eso los amo tanto...
¿Cuándo fue realmente? ¿Cuándo dejé de amarlo? Lo ignoro. Tal vez nunca
ocurrió. Una de dos: o nunca dejé o nunca comencé a amarlo. ¿Qué es lo que
otras mujeres llaman amor? Algo que nadie conoce. Conocemos nuestros
sentimientos y les damos nombres: bondad, amor, odio, maldad. Quizás fue sólo
mi imaginación, mis nervios, mi miedo. Si hubiese vivido conmigo des pues de
la guerra, me parece que todo hubiera acabado rápidamente. Pero no esperó.
Ni un solo día. Nunca le perdonaré haber sido tan cruel. Partir sin una palabra,
después de todos esos años; ¿cómo pudo hacerlo? Se fue, regresó meses después
con una mujer. Bebía. Luego otra mujer. Bebía más y más: se sumergió en el
vodka. En esos años vi todas sus representaciones. Todas, malas, inexistentes.
Estaba exhausto, vacío. Sentí que actuaba contra su voluntad. Le deseé la derrota,
la mala suerte, mil humillaciones. Era el vértigo, un vértigo de odio. Contra él,
contra aquellas mujeres. Le envié cartas injuriosas. Vivía frenética, como una
posesa. Bebía y escupía en el espejo, insultándome por esa furia felina, por ese
amor. ¡Amor! Sé qué pensar de él: pasé todo el entrenamiento desde el
principio hasta el fin. Un solo pensamiento demente sobre un solo tema
demencial, alucinaciones, pesadillas. Luego comencé a reconstruirme; no
necesitaba su presencia. No lo vi durante meses enteros, y él actuaba cada vez
menos. Decían que no podía recordar sus parlamentos, tenía miedo de actuar en
papeles importantes. Todas las noches, cuando lo sacaban de alguna taberna,
gritaba: "¡Fui yo quien mató a Peters!" Después de unos cuantos tragos parece
ser que lo murmuraba al oído de quien estuviera a su lado. Llevaba consigo aquel
cartel alemán con su fotografía; no sé cómo logró obtenerlo después de la guerra.
Se lo mostraba a todos, lo extendía sobre el mostrador, presumía de que los
alemanes habían fijado una recompensa a quien lo detuviera y describía cómo
había matado a Peters. En algunas partes ya no lo dejaban entrar. Yo estaba
esperando, vivía con curiosidad: ¿en qué se convertiría?
¿Tal vez todo sucedió por mi culpa? ¿Será que pagó por aque lla noche, por
aquel espacio entre el sofá y la pared? Siempre tuve la cabeza más fuerte. En
aquellos años en que bebía con él, cuando ya sin sentido se echaba en la cama,
yo podía aún sostener monólogos seminconscientes sobre el futuro, con un
murmullo esperanzado: él saldría, fundaríamos un teatro y seríamos célebres.
"¿Crees", le murmuraba, "que cuando termine la guerra no se nos recompensará
por estas calamidades, por esta miseria? Les arrancaré la felicidad de la garganta.
¿Me oyes? Debe haber un premio y un castigo; de otra manera el mundo
estallaría." Me excitaba, había en mí la fuerza de un demonio, hablaba, bebía,
hablaba, juraba, henchida de triunfo y de pasión, en aquella lóbrega jaula de
paredes sucias, en aquel edificio de tres pisos donde nadie sospechaba que él
existiera. Sí, era fuerte, y tenía una cabeza como para resistir dos litros. Seis
copas de coñac para mí no son nada. ¿Emborracharme? ¿A mí? Traten de
hacerlo.
Ahora, por ejemplo, me imagino a ese señor de las sienes plateadas tomando
una ducha fría en un hotel de Bruselas. Se lava m i mirada, mi mirada indiscreta,
se la quita de su cuerpo bronceado, musculoso, que huele a loción, de su piel
aún fresca...
"Dos coñacs de más", piensa, mientras se frota el pecho con una toalla suave, y
recuerda con un sentimiento de disgusto que se ha confesado a una mujer de
aspecto ligeramente sospechoso, que vive en su antiguo y débil país. Ella,
seguramente, no le ha dicho la verdad sobre su vida.
Querido señor. Sabemos lo que somos, pero debemos guardarlo para nosotros.
No se debe profundizar demasiado sobre el sentido de nuestra vida; es mejor
hacer creer a los otros que tiene sentido. Uno debe hacer los gestos
establecidos para beneficio de la humanidad y olvidarse de que se es un canalla.
Soy yo quien lo dice, yo que soy experta en la materia, y afirmo que no hay
sino tres principios que respetar, si se quiere vivir satisfecho: Primero: Ser dueño
de sí. Una persona dueña de sí se adueña de los demás.
Segundo: Crear situaciones ventajosas para los otros, es decir, situaciones en las
que puedan parecer mejores de lo que creen ser. Tercero: No tratar jamás de
obtener una satisfacción completa en ningún terreno, especialmente en el
erótico. La insatisfacción es el mejor estado posible.
Un poco de sueño me vendría bien. Tengo los ojos pesados, la boca seca. ¿Qué
campo será éste sobre el cual volamos? Llanuras amarillas, un río de márgenes
negras. No tiene ninguna importancia. Dormir.
Demasiadas escenas tempestuosas en mi vida, frescas, no descritas. Lástima...
Una vida verdaderamente humana debería ser una imitación y no una nueva
creación; debería haber modelos, patrones, motivos y ejemplos que se pudieran
heredar. De esto depende nuestra existencia: llenan nuestro tiempo como un
mural, con escenas conocidas y vivir, vivir según los mandamientos del buen
Dios... Amén, amén, amén.
No puedo servir de ejemplo. Cuando me reconozco en otras personas lo resiento
como si eso fuera su defecto. El modelo con el que comparo la vida siempre me
supera. Desprecio a todos aquellos en quienes descubro mi propia maldad,
aunque a mí me la perdone.
Me perdono, me encuentro excusas, pues esa maldad me parece no tener
importancia en el momento en que yo la vivo.
Pero lo que descubro en mí, lo devuelvo automáticamente con tra los demás, a
quienes juzgo por los defectos que soy incapaz de vencer en mí. Detesto a los
brasileños por su miedo a la tormenta, y a los polacos de atrás por sus complejos
en relación con los extranjeros, y a todos los que viajan en este aeroplano por su
torpe afán de vivir a cualquier precio, al precio de las vidas de otros. Soy
exactamente igual que ellos. Exactamente lo mismo. Esa es la causa de que me
parezcan peores.
No son sentimientos cristianos, pero es amor. No podría existir sin ellos. Sólo
excepcionalmente el amor consiste en algo más que eso.
Ofelia, Polonio, Hamlet, yo, Peters, él. La Gestapo, Peters, él y yo. Golpeó a un
traidor, y al día siguiente encontraron el cuerpo ensangrentado. Nadie fue
culpable. Y yo, siempre yo, sumergiéndome en un horror mortal, en la oscuridad,
en la angustia.
No, no duermo. Apartarse de la tierra es un juego de niños. Ojalá pudiera uno
evadirse de sí mismo.
¿En qué piensa nuestra azafata? ¿En el aterrizaje en París o en la primera vez
que dejó que le abrieran las piernas?
En París me compraré un nuevo sostén elástico, negro, transparente, de la
mejor calidad. Sólo para mi propio placer. Me lo pondré y me pasearé frente al
espejo; debo desquitarme de aquellos años.
Aquellos años... Cuando en un café me pidió que volviera a su lado. No,
pienso que fui yo quien primero lo dijo. Le pregunté... "¿Como en aquellos
años?", y él repitió: "Como en aquellos años. Ahora estoy pagándolos." No lo
entendí. Varios años de separación son demasiado tiempo en esos asuntos.
Esperé ocho años, y si se añaden los cinco de la guerra serían trece. Trece años
de espera. ¿Para qué? ¿Para esos cinco días? ¿Para esa última noche? ¿Para...?
No podía entender en qué consistía el cambio, no sabía qué llave elegir para
entrar en él. Lo miré directamente a los ojos, lo traspasé con la mirada y le
pregunté estúpidamente por qué hablaban tan mal de él. Había una laguna
que no podía colmar. Él se mantuvo en silencio y luego comenzó a explicar
que todo aquello había sido inútil. "¿Todo aquello?", pregunté, "¿qué es
aquello?" "Los años en que me escondiste —hizo una mueca —, ¿entiendes? Debí
haber dejado que me fusilaran." Le grité con rabia: "¿A quién le dices esto? ¿A
mí? ¡No tienes derecho! Aún ahora despierto por las noches gritando de miedo
ante la idea de que lleguen a arrestarte."
"¿Qué querrá de mí?", pensaba, "ahora que al fin puedo existir. ¿Por qué me
ha traído a este café inmundo, lleno de agentes del mercado negro?" Me mordí
los labios, furiosa por no comprender nada. "¿Qué quieres decir? ¿Eres incapaz
de vivir? Seguramente, no todo es como tú lo deseabas. Yo no te estorbo, ¿no es
así?"
Comenzó a mirar a su alrededor, bajó la voz; aún no lograba comprender. Algo
sobre una mujer con la que había roto. No quería escucharlo. Luego comenzó a
hablar de la guerra. "¿Sabes?
Nosotros dos somos los soldados desconocidos de esta guerra. Divertido, ¿no?"
Soltó una carcajada, y se calló de repente. Me miró. Y entonces, en el lapso de
un segundo, advertí que esperaba mi voz de aquellos tiempos. Me quedé
inmóvil, por la sorpresa y la piedad y tal vez por cierta decepción. "Deja de
beber, ¿me oyes? ¡Tienes que parar!"
Contemplé sin afecto aquel rostro tumefacto, demasiado heroico, de labios
gruesos y caídos. Al cabo de un mes me habría dado cuenta de que ya no me
importaba; estaba segura, casi segura. Pero después de un rato, comencé a
hablarle con mi vieja voz penetrante, mi voz de los años de guerra: "Estaremos
juntos. Volverás a actuar. Podrás desempeñar todos los papeles. No es verdad
que la guerra te haya acabado. A mi lado volverás a ser el mismo", dije acentuando
cada palabra, y sintiendo cómo mis ojos se reverdecían; "pero tienes que
obedecerme, ¿me oyes?"
Me preguntó si no creía que fuera demasiado tarde y no se me ocurrió que
debería callarme. "¿Para qué, idiota? ¿Demasiado tarde para qué? ¿Piensas que
quiero acostarme contigo? No estoy loca." Lo miré con la mirada mágica de
aquellos años. "Dejarás de beber, ¿me entiendes? Te meteré en una clínica.
Durante tres meses estarás perdido para todos; sólo yo sabré donde estarás. Mi,
mi pobre viejo, veo que es necesario ocuparse de ti, no puedes vi vir solo. No te
preocupes, me encargaré de todo. De todo, ¿me oyes?, salvo del alcohol."
Y fue entonces cuando me quedé atónita: me reveló que desde hacía un año no
bebía una sola copa. Luego, sacó su cartera y me mostró unas cartas, las
desparramó sobre la mesa. "¿Ves?", me dijo, mirándome malignamente. "Anda,
échales una ojeada." Las tomé, comencé a leerlas. Hablaban de él y de mí, de la
razón por la que la Gestapo le había permitido vivir. Me sentí cansada: cartas, más
cartas... "¿Te das cuenta?", repitió, "no nos creen. No creen que me haya podido
salvar de otra manera. No me importa lo que piensen de nosotros. Te las
muestro para que veas que no valió la pena. Si te hubiera impedido que me
condujeras en aquel coche, me considerarían ahora un héroe." Yo exclamé
entonces, con los dientes apretados: "¡Tira esa porquería! ¡Arrójala!" La gente del
café comenzó a mirarnos.
Cuando salíamos, se detuvo, sonrió y me preguntó si sabía lo que decían sobre
la muerte de Peters. No, no sabía nada. "Según parece, fueron los alemanes
quienes lo asesinaron al descubrir", y sonreía como si una idea lo agitara "que era
un agente francés." Me miró penetrantemente, y creo que respondí que uno
jamás sabe realmente quién es, o algo por el estilo, y que él no debió de
haberlo golpeado en la cara. "Siempre creí que no era necesario golpearlo"', dije
exactamente, vengándome por la falta de tacto con que había aludido a
aquellos ocho años. Logré recobrar una calma venenosa, y nuevamente comencé
a actuar. Dos días más tarde, cuando desempacaba mis cosas en su apartamiento,
no tenía idea de que se trataba del fin.
¡El fin! Sólo aquello que yo no quería ceder, lo único que había creado para mí,
había terminado. Pienso que no tenía derecho a arrancarme la mitad de la vida.
Había adquirido honradamente la posesión de ella. Pero cuando se evaporó por
su propio peso, algo nuevo comenzó. El escenario, sí; tuve la sensación de que me
convertía en una parte de un escenario, una parte de eso, que aún ahora
sucede detrás de mí, que no miro nunca, en lo que nunca deseo tomar parte.
Fue interesante. Esta nueva vida sumergida en el fondo de un escenario se
parecía mucho más a la felicidad que la primera. Me sentía como un arco usado.
Ya no era necesaria ninguna tensión, algo se había perdido en mí; sí, supuse que
podía descansar. Un paso adelante, un paso atrás, siempre sobre mi propio
escenario, ver a cierta distancia mi propio lugar en aquel friso; eso es muy
importante. Después de su muerte...
Regresamos borrachos. Durante cinco días bebimos todas las noches. Era yo quien
le obligaba a hacerlo, para que todos nos vieran juntos en aquella taberna, y fui yo
quien abrió la ventana diciendo que uno se ahogaba en la habitación. ''No
enciendas la luz", me dijo, "entrarán mariposas nocturnas." Llené la bañera. El
ruido del agua ensordecida, y estaba desnuda, cuando oí un grito en el patio;
una mujer gritaba en un balcón. La ventana estaba abierta, me deslicé en la
oscuridad; pero a mi derredor todas las ventanas estaban iluminadas. ¿Por qué lo
hizo? ¿Por qué quiso que estuviera presente? ¿Por qué dejó un espacio entre el
diván y el muro?
Después de su muerte, cuando comencé a actuar en papeles mínimos en el
"Teatro de Hadas", comprendí al fin que no lo estaba haciendo tan mal. El pasado
se convertía en una mala obra extravagante y vacía, en la que había
desempeñado el papel de una comedianta trágica. Tres, cuatro, cinco vasos de
vodka diarios me bastaban para pasar el tiempo. ¿La familia? ¿El amor? ¿Un
hombre? Son cosas reemplazables; lo único que importa es ser uno mismo.
Y una voz adecuada. Eso es indispensable.
Acudí tranquilamente a grabar una cinta. No estaba sorprendida. Habían
advertido el timbre de mi voz. Me pidieron que me presentara en un concurso
para la voz de Felicja, porque alguien les había dicho que la bruja de La tierra
de los sueños tenía una voz interesante. Y cuando, sentada en la oficina del
director, me comunicaron la decisión, advertí dentro de mí ese desierto ardiente
por el que caminaba desde hacía tantos años. Muy bien; podría ser Felicja.
No me rebelé, no acusé. Nunca había tenido razones para acu sar al mundo.
Todo lo que nos sucede —venga de la tierra, del aire, del fuego y de la gente
— lo considero como algo natural. Tan sólo debe uno saber comerciar
inteligentemente. No puede uno permitirse la indiferencia ante lo
desconocido.
El ala semeja ahora un cuchillo brillante bajo el sol. Una enorme daga que divide
una vida en dos partes desiguales. ¿Era la lechuza la hija del panadero? Me
gustaría encontrar un director que pueda explicarme qué significa eso; mi
trigésima representación aún no ha llegado. ¿Pero sabemos verdaderamente
qué somos? Lo que llegamos a ser por lo general está precedido por una oferta
instantánea. En una época me propusieron conducirlo, y he aquí el resultado: Yo,
emergida de esos años. El siguiente compromiso fue menos arriesgado; no tenía
razones para negarme. Y el resultado: yo Felicja Konopka en viaje hacia París
para reunirme con mi hija.
El anciano que durante la tormenta hablaba en francés con la azafata se sienta
a mi lado.
—Vous permettez, Madame?
—S'il vous plait, monsieur. Naturellement.
Un rostro rubicundo con el bigote bien cortado. Tendrá unos sesenta años, se
parece un poco a Tomasz. Me observa. No me preocupo.
Abajo, nubes ligeras. Un vapor blanco suspendido sobre una tierra caliente,
opalescente. Estamos descendiendo. Cambiamos de dirección; el panorama
sobresale por encima del ala.
Me yergo en el asiento, sonriente. Sé que los polacos de atrás me han
reconocido, y que acercan el oído para escuchar mi conversación.
— ¡Oh, oui! Varsovie est une ville très interesante.
Volamos a través de grandes manchas de vapor luminoso. Dentro de un
momento veremos París bajo nosotros.
—Oui, c'est vrai, la reconstruction de la capitale est miraculeuse.
¿He perdido mi bolso? No, está en su sitio. ¿La polvera? El espejo no se
rompió. Un toque de polvos, un poco de color en los labios. Debo admitir que
no tengo tan mal aspecto a pesar del largo viaje. Una tableta de milton. Un
ejemplar de Przekrój asoma por el bolso de mi abrigo. Enviaré una postal a
Tomasz desde el aeropuerto: "Querido, el viaje fue maravilloso...", palabras
que leerá en el programa dentro de dos semanas.
El billete, el bolso, los guantes.
¿Lo tengo todo? Sí, todo.
¿Los cinturones de seguridad? Muy bien.
KAZIMIERZ BRANDYS:
CARTAS A LA SEÑORA Z

Cuando viajo no me comporto según las reglas. No trato de conocer el país, ni de


acercarme a la población, ni tampoco de hablar con los campesinos. También he
renunciado a resolver el enigma que constituye la juventud de acá. Recientemente y
por las mismas razones, rehusé ir al cabaret "Stodala". Me habían explicado que una
juventud enigmática bailaba allí y que aquello valía la pena de ser visto. No iré. Que
esa juventud siga enigmática, pero sin mí. Yo también en una época, fui enigmático
y nadie vino a verme bailar. ¿Tendrá que existir siempre un establo hacia el cual nos
empujen para hacernos descubrir la vida? Hace apenas siete años, el enigmático era
el campesino; hoy el enigma es la juventud. Hace poco se pasmaban con las siegas
en el campo, hoy se pasman con el rock-and-roll. Soy un hombre maduro y estoy
satisfecho de impresiones.
De manera que cuando viajo, simplemente paseo, me hago el bobo, deambulo.
Ante la idea de tener que escribir un artículo se me erizan los pelos. No discierno los
problemas, ni sé llegar a conclusiones, ni tengo curiosidades profesionales. La
literatura no es un oficio; ella conduce, más bien, al oficio. Es un vicio asociado a la
ambición y no se ha inventado hasta el presente nada más espantoso que esta
asociación. Por separado ambas cosas son, mal que bien, soportables. Por ejemplo,
se puede ser morfinómano y tener al mismo tiempo ambición en materia de
construcción de máquinas; pero ser un intoxicado y tener la ambición en y de su
misma intoxicación. A este infierno se le llama la creación artística.
Sus resultados parece que tienen una significación para el mundo. Se ha escrito ya
mucho sobre este tema pero hasta el momento nada exacto. En arte todo es
incertidumbre y ausencia de reglas; no se puede saber a qué atenerse. Hasta
reiteraciones tales como la unidad de forma y contenido no están garantizadas. En
el zapato, por ejemplo, esta unidad se obtiene debido a que el contenido del zapato
es el pie y la forma del zapato es también el pie, pero dudo mucho que esta fórmula
sea válida para Shakespeare.
Además, existe otra serie de cuestiones dudosas. Supongamos, señora, que usted
escribe una novela y que después de dos o tres meses de trabajo, está satisfecha con
ella, pero sucede que aparece un artículo en que alguien demuestra que la novela,
en tanto que género literario llega a su fin, he aquí que usted no ha acabado aún de
escribir su novela cuando esta termina por sí misma. ¿Qué hacer? Evidentemente
que no se lo dirán y le quedará, al respecto, una incertidumbre mortal. Nada hay
que pueda verificarse en esto, ni existe criterio alguno. El éxito resulta a veces el
laurel que corona la mediocridad y el desastre, el destino del genio. ¿El tormento
creador? Los grafómanos sufren igualmente. Parece ser que Dostoievski escribía con
rapidez y facilidad. ¿Tener algo propio que decir? Cada cual está convencido de
tener algo personal que decir. Casi todos mis amigos que no son escritores están
convencidos de que no lo han sido, simplemente, por falta de tiempo. Por ello, su
actitud para con los escritores está llena de complejos y de desconfianza. Sucede de
otro modo si lo que usted quiere hacer es tocar el violonchelo. Esto exige estudios,
ejercicios, dominio de la técnica, sin hablar de que es necesario saber sus notas.
Pero ¿escribir? Todo el mundo escribe: las liceístas de diez y siete años obtienen hoy
día renombre mundial porque han escrito su vida, bajo el pupitre, durante las
lecciones de matemáticas. Un poco de tiempo y un poco de audacia. De semejantes
principios han nacido las más grandes obras maestras. Y cada cual, leyéndolas en su
cama, piensa para sí: "Mientras yo iba a la oficina, este escribió lo que yo siento
desde hace tiempo y no le agregó más que un poco de fantasía". Después el lector
bosteza y deja el libro a un lado, justo cuando el autor describe una escena genial,
que le costó más de un mes escribir, y declara al día siguiente en su oficina que
aquello "vale la pena de leerse". De tal modo, la literatura se convierte en el
patrimonio de la Nación, es decir, que cada uno se considera como un propietario,
porque en el fondo de su alma se siente, hasta cierto punto, estafado por hallar su
verdad consignada por otro. Los escritores lo saben; de ahí, estimo yo, su
sentimiento de estar en deuda con la sociedad. Chejov, en la cúspide de su gloria,
hablaba en sus cartas de una idea que lo atormentaba después de la publicación de
cada una de sus obras: le parecía cometer un abuso de confianza, una estafa con
respecto a los demás hombres. Este es, por lo demás, un ejemplo excepcional de
sensibilidad moral. Chejov se sentía literalmente responsable del mal, era un
escritor triste, un escritor culpable. Detestaba la injusticia tanto como otros
detestan a sus enemigos. (Una vez fue con un amigo a cazar y regresó con una liebre
muerta. Chejov parecía deprimido, no habló, ni almorzó ese día y tuvo un acceso de
fiebre. Al día siguiente, con voz de ultratumba dijo a su mujer: "Dos viejos imbéciles
fueron al bosque y mataron una criatura indefensa"). Suprimirle al escritor el
derecho a sentirse culpable, ahogar en él la inquietud y la responsabilidad, es dar
pruebas, para con él, de la peor mezquindad de alma. Por desgracia estas pruebas
de mezquindad se dan a menudo. La novela más importante de Chejov es, para mí,
La Sala número 6. ¿La recuerda? Es la historia de un médico en una ciudad rusa, en
una sala de hospital donde están internados tres enfermos mentales: un intelectual
sumido en una discusión con Dios y la conciencia, un empleado poseído por la
manía enfermiza de las condecoraciones y un campesino en estado semi-animal,
embarrados en sus propios excrementos. Un guardián-soldado los golpea a todos
con su bastón. Esa historia no es difícil de penetrar: La Sala número 6 es la Rusia
zarista. El médico, que es hombre honesto y preocupado, no llega a encontrar la
paz; el horror de esta sala lo fascina. Tiene largas conversaciones con el intelectual y
discute con él sobre la libertad y sobre el alma y se esfuerza por socorrer a los otros
dos enfermos. Pero todo en vano. No gana más que hacerse sospechoso, las gentes
se apartan de él y la sala número 6 se le convierte en una realidad que impone su
ley; fuera de ella, lo demás pierde toda significación. En fin, sucede lo que tenía que
suceder: lo meten en el establecimiento y se convierte en el cuarto enfermo de la
sala número 6 y el celador lo apalea.
Esta es una de las metáforas más poderosas de la literatura, dentro de las metáforas
realistas. La reducción ha sido lograda aquí por los medios más ordinarios; el
símbolo expresado mediante una situación simple y concreta de la vida real. Esto es
lo que me deslumbra en los grandes escritores realistas, esta capacidad para
mostrar, con naturalidad, el todo por medio de una de sus partes, el proceso por
medio del suceso, el fenómeno en el hecho. Existe un tipo de literatura que rechaza
esta capacidad como inútil y convencional. Entonces se produce un estallido, un
desgarramiento de la dimensión visible de la realidad; la imaginación normativa no
se realiza en este tipo de literatura mediante la construcción de los hechos, sino a la
inversa, la construcción imaginaria se convierte en hecho normativo. Estas dos
maneras de ver la realidad han chocado siempre, las separa desde hace largo
tiempo una antipatía recíproca. En nuestro país creo que se anuncia un conflicto
agudo entre ambas. Pero no hay motivos para arrancarse los vestidos, de
desesperación. Es bueno y conveniente que así sea. Tienen derecho a la paciencia
aquellos para quienes el socialismo significa una maduración progresiva de las
masas hacia la comprensión del arte abstracto. La manera realista de ver el mundo
está enraizada en el hombre, pero no menos fuerte es la necesidad que siente de
romper las fronteras de la realidad objetiva. A la pregunta: "¿Qué significa esto?" —
que es una de las cuestiones más importantes del arte— puede contestarse
construyendo una respuesta que parta de una situación histórica concreta, o puede
crearse también una sustancia que no exista más que subjetivamente. Es esta, sin
duda, una de las divisiones esenciales de la cultura: lo que está en mí debe ser
expresado por medio de lo que está fuera de mí y lo qué está fuera de mí debe ser
destruido, a fin de que yo pueda expresar lo que está en mí.
Estas dos actitudes o maneras de ver las cosas son legítimas y creadoras. Ambas
subordinan la realidad, le confieren significación moral y filosófica. Cada una
destruiría de buen grado a la otra, pero en arte hay lugar para las dos.
Quizás hoy le resulte aburrido, señora. La moral, la actitud del artista, son ya entre
nosotros nociones desvalorizadas; para que suceda esto ha sido suficiente año y
medio. ¿Qué necesidad tenemos de charlar sobre estética en una época en que los
mecanismos pueden dotarse de reflejos morales y en que basta al hombre la medida
de su cuello y de sus zapatos, su dirección y la fecha de su nacimiento? Entramos en
la etapa del divertimiento, de distraer la atención. Los periódicos reclaman
distracciones para el pueblo; atrás la moral. Atracciones antes de dormir, esta es la
palabra de orden de los protagonistas del laicismo. El film, la televisión, la radio y
los muñequitos. Nadie en su sano juicio podría menospreciar estos nuevos
instrumentos de acción sobre las masas. La pantalla, el altoparlante y los dibujos
animados alcanzarán a educar más a los hombres que las novelas moralizantes. Le
llamo la atención, señora, sobre el hecho de que la narración, dicho de otro modo,
la novela, tenía antaño una función puramente recreativa, a través de su moraleja
sentimental. Solamente; más tarde se introducen en el asunto la filosofía, la
sicología, los estudios de costumbre y de moral. Observamos hoy en día producirse,
de cierta manera, el fenómeno a la inversa, es decir, el film se apropia de la intriga
novelesca, las ciencias exactas, de la filosofía, la sociología contemporánea se
apropia de la sicología y del estudio de las costumbres. Tres potencias se reparten la
novela. ¿Quedará, en definitiva, algo de ella?
A determinada hora de la noche, toda Verona se reúne frente a los aparatos de
televisión. Lo mismo sucede en Perusa, en Ravena, en Udine, en Padua o en Asís. Los
bares, las tabernas y los cafés se transforman, a esa hora, en hogares donde los
vecinos hacen vida de familia junto al televisor que ocupa el lugar que tenían el
torno o la chimenea. Se colocan las sillas en filas; las primeras las ocupan los niños y
las abuelas, las de atrás, los padres, amigos y parientes. Comienza así la hora de los
hechizos. El patrón y los camareros del lugar se convierten en estatuas de piedra
detrás del mostrador. Si en esos momentos entra un huésped casual, se sienta
inmediatamente en la última fila de las sillas, o bien, acodado al mostrador, mira la
pantalla, como un sonámbulo. Los niños sorben helados, los viejos dormitan y las
jovencitas, arrobadas, se dejan tomar el talle por los muchachos. Lo mismo sucede
en Roma, a la misma hora, en el gran café "Doney", en la vía Vittorio Véneto, con la
única diferencia, poco más o menos, de que el público que asiste está mejor vestido.
Las abuelas aquí están vestidas con estolas de pieles, tienen los cabellos azulados y
las uñas laqueadas color de plata. Pero el hechizo actúa de manera idéntica.
Millones de espectadores, durante dos o tres horas se inmovilizan delante del
televisor, en esta especie de embriaguez. Es este un estado agradable que reúne la
vacuidad del pesamiento, una concentración mental libre de todo esfuerzo y una
emoción desprovista de todo riesgo. Con solo hacer girar un botón, el fastidio se
disipa y se deja de pensar en la vejez y en la muerte. Los deseos insatisfechos y las
diferencias sociales encuentran una compensación en la pantalla móvil y cambiante
del televisor, donde todo sucede para todos.
Así es como se ejerce hoy día la acción sobre las masas. El televisor es como la
barraca de feria donde el pueblo acude a ver todas las maravillas del mundo.
Alrededor de esta caja y su cristal mágico, se crean nuevas costumbres. El vulgo
contemporáneo es ingenuo y confiado, se le puede educar a condición de que no
tenga conciencia de ello: la "biblia para iletrados" debe ser accesible. Actualmente
los gobiernos aprecian en su justo valor el poder y el alcance de esta acción. El Papa
se presenta por televisión, los jefes de gobierno de las grandes potencias conceden
entrevistas televisadas y los oradores de la T.V. son dictadores de la opinión. A esto
hay que añadir, señora, los millares de revistas ilustradas, los westerns, y las novelas
policiales, las emisiones, los films, los sketchs... y después pregúntese usted si la
literatura, en el mundo de hoy, es necesaria a fin de cuentas.
La Sala número 6 era leída hace cincuenta años por la inteligencia rusa; hoy, en
forma de emisión televisada o de guión cinematográfico, conmovería a la sociedad
entera. El guión de La girada es de buena literatura, el film que se realizó tiene
todos los caracteres de una obra maestra y no veo nada que lo coloque por debajo
de Un corazón sencillo, de Flaubert, por ejemplo. Ante nuestros ojos está
produciéndose un fenómeno de conquista de cierto tipo de literatura por la nueva
técnica de emisión artística. Si la construcción de los hechos, el diálogo y las
situaciones encuentran hoy día en la pantalla un órgano de elocuencia mayor que
en la letra impresa; si una concepción filosófica se expresa con más precisión, en la
ecuación de Einstein que a través del monólogo interior del personaje novelesco; si
los nuevos fenómenos socio-sicológicos son el objeto de las investigaciones y las
pruebas científicas, entonces me pregunto: ¿Qué debe ser hoy día el libro, la obra
literaria escrita en prosa y publicada impresa? ¿Existe aún, fuera del film y de la
televisión, fuera de la revista y de la información sensacional, fuera de las ciencias
exactas y del análisis sociológico, un ramo donde el escritor pueda hablar sin que su
palabra implique una repetición de lo dicho en otros ramos, es decir, que pueda
hablar como personalidad soberana y autónoma y no como un auxiliar?
"Escribo hoy para veinte amigos; mis libros caen como dentro de un pozo; yo no sé
quién los lee; y no soy capaz de escribir sobre lo que no siento o tengo que decir.
Tengo la sensación de ser un maniático en harapos, pronto en la calle los chiquillos
me señalarán con el dedo". Oirá, señora, esta confidencia o una parecida en boca
de más de un escritor contemporáneo, quien en vez de ceder sabiamente ante las
necesidades de las masas, se obstina en juzgar al mundo visible.
En casa de mis amigos romanos, polacos de origen, hallé en la biblioteca algunos
libros que me son familiares, entre ellos El extranjero, de Camus. Comprimido allí
entre dos novelas de Moravia y una publicación histórica, editada en Varsovia o
Cracovia y amarillenta por el tiempo. Me recordó, de inmediato, una noche en el
hotel, hace justamente diez años, cuando leí por primera vez este libro que no es ni
una novela, ni un cuento, ni un ensayo, ni un panfleto, pero que cautiva desde las
primeras páginas por la potencia simple, concentrada, del pensamiento moral que
lo informa. Se lee hasta el final, de un tirón, con el corazón oprimido. Se le vive
como un cataclismo. En esta historia de un pequeño empleado que ha matado a un
árabe, hay una intriga, hasta hay una trama sentimental, y hay filosofía y sicología,
pero el sentido, la significación de este libro brota de su forma, de una forma
tremenda dentro de su subjetivismo impersonal, de ese "yo" que es testigo y
narrador de su propia catástrofe. Se podría sacar de este libro una adaptación para
el cinematógrafo o la televisión. Varios millones de espectadores verían así el
"esqueleto" de lo que es. El título, por sí solo, El extranjero, testimonia ya una
conformidad entre la manera como son vistos los problemas humanos actuales y
ciertas tesis de la sociología contemporánea. Pero el choque que provoca la lectura
de estas cien páginas, solamente puede producirlo un escritor. El hombre que
quiere decir la verdad sobre sí mismo, es un extraño para los demás hombres, no hay
lazos de unión entre ellos. Los reflejos más simples, los sentidos y la facultad de
observación, eso es todo; la total verdad sobre el hombre. El hombre es una criatura
solitaria y parecida a las demás criaturas cuanto más extraña a las mismas;
condenada a su vista, a su oído y a su tacto, encerrada en su fisiología. Ningún
hombre existe socialmente hasta que no realiza un acto que pida ser juzgado
socialmente. La interioridad del hombre está libre de sentimientos morales. Solo un
acto que infrinja el orden del sistema establecido, coloca al hombre a la cruda luz
de la ley. El mundo atomizado de existencias cobardes, cuyos lazos mutuos son
únicamente la vecindad, se transforma entonces en una máquina de justicia que
coloca al hombre ante la necesidad de elegir entre la mentira o la muerte.
A través de este librito se vislumbran las peores experiencias. No se trata de
genocidio, ni de crimen político, ni de fascismo, ni de guerra; pero el mundo que
presenta es un mundo devastado y desierto, y el hombre una criatura con las
entrañas bombardeadas. Camus ha develado el gran abismo en que se hunde la
humanidad, el remolino surgido en el lugar de los conceptos y los valores en
bancarrota. En El extranjero es la sociedad la que aparece definitivamente
comprometida a los ojos del hombre; es la puesta al desnudo de las normas en
vigor, al contacto con la verdad y el destino individuales. Aquí se ha dado un
doloroso corte de bisturí al separarse la falta de la justicia. El hombre que ha
matado debe ser condenado, pero su falta no tiene nada en común con el veredicto
social; se juzga a otro y por otra causa. La falta verdadera se sitúa entre los hombres,
en el principio falso del ser, en la mala contextura de la existencia. Es allí donde
reside la falta. Delante de la sociedad siempre se es culpable, puesto que siempre se
es un extraño. Dios y el "yo" —dos desconocidos a los que el hombre tiene acceso—
se le aparecerán con el último relámpago de la guillotina, al alba, el día de la
ejecución.
Alrededor de diez años más tarde, Camus aplicó su método hasta las últimas
consecuencias: escribió La Caída. En este libro nadie mata a nadie. Una muchacha
se tira al río desde un puente y alguien que pasa oye el zambullido y el ruido del
agua que se cierra sobre el cuerpo... y no se detiene. Aquí nadie será condenado,
aunque se ha cometido un crimen. Pero en el curso de esta breve escena, de nuevo
el cuchillo está contra él. La verdadera falta se comete fuera del alcance de las
leyes, cada uno de nosotros es un asesino sin desenmascarar, la vida del hombre
contemporáneo está separada del crimen por un delgado y frágil muro.
Estos dos pequeños volúmenes contienen, como máximo, doscientas páginas
dactilografiadas. En ellas, señora, encontrará, igualmente, algo de sus pensamientos
y sentimientos, frutos de veinte años de nuestra vida, aunque algunos recuerdos son
ya, hoy día, desagradables.
Tenemos un don para el olvido verdaderamente humano y el recuerdo de nuestros
propios fracasos se disipa en nosotros al primer soplo. Pero el tiempo que recrea el
escritor tiene estas particularidad singular: que todo dura simultáneamente en él y
que, de todas las cuestiones del pasado, crea un presente ininterrumpido. Quizás es
en esto en lo que resida su fuerza y su frustración, es ahí donde se sitúa su
moralidad.
LESZEK KOLAKOWSKI
[1927]

Es uno de los filósofos marxistas más destacados y audaces de la nueva


generación. Ha contribuido de manera notable para que la juventud se
desprenda de falsos mitos y combata directamente ciertas fáciles
generalizaciones y vulgaridades filosóficas. Ha estudiado en especial el
pensamiento religioso y su influencia sobre los postulados marxistas,
especialmente sobre la praxis marxista. La mayor parte de su obra está
integrada por estudios de tipo filosófico: Sobre Carlos Marx y la definición
clásica de la verdad; El individuo y el infinito; Responsabilidad e historia. Es autor
de un extraordinario y combativo panfleto filosófico: El sacerdote y el bufón. En
los últimos años ha hecho incursiones cada vez más frecuentes en la literatura.
Sus relatos están comprendidos en tres libros: Trece cuentos del reino de
Lalonia para niños y adultos, 1963; La llave azul, cuentos edificantes sobre la
historia sagrada para enseñanza y advertencia, 1964 y Conversaciones con el
diablo, 1965.
LESZEK KOLAKOWSKi:
RAHAB, O DE LA SOLEDAD VERDADERA Y LA FICTICIA

El libro de Josué refiere una conocida historia de espionaje, música, costumbres


y matanza que tuvo por escenario la ciudad de Jericó. Josué recibió la promesa
de Dios de que se apoderaría de dicha ciudad y también de otras tierras. Pero,
sin que se sepa por qué, no se conformó con esa promesa. A pesar de que le
esperaba una victoria segura, envió antes de iniciar el sitio de la ciudad, por si
acaso, a dos espías provistos, como es de uso en tales casos, de una gruesa suma
de dinero local. Se trataba de muchachos jóvenes, perspicaces, aunque un tanto
aturdidos. Apenas llegados a la ciudad, decidieron probar las diversas delicias
que la civilización ofrecía y de las que tanto habían carecido en el ejército.
Como tenían en los bolsillos bastante dinero, se dedicaron aquella noche a
hacer un recorrido por las calles, en busca de casas con faroles rojos. Había varias
en aquella ciudad, célebre por su alto nivel cultural. Rápidamente hallaron lo
que buscaban, y guiados por un instinto sobrenatural llegaron a casa de una
dama llamada Rahab. Era una persona de conducta muy dudosa que se ganaba
precisamente la vida con la venta de sus encantos. Por desgracia, éstos habían
mermado desde hacía largo tiempo, y la corpulenta Rahab, mujer ya entrada
en años, trabajaba a una tarifa reducida para una clientela más que pobre,
con lo que sus ingresos eran cada vez menores. Pero nuestros dos muchachos,
después de las fatigas del cuartel, no eran muy exigentes, y la ya decrépita
hetaira les produjo buena impresión. Así, después de haber saciado la primera
sed, sintieron la necesidad de darse importancia y revelaron su misión de
espionaje. Cuando lo advirtieron ya era tarde. Rahab los tenía en sus manos.
Imploraron piedad, pero las personas dedicadas a esa profesión, raramente
reciben piedad de los demás y por lo tanto no suelen derrocharla con el prójimo.
Rahab pensó rápidamente: "Es casi seguro que la ciudad será conquistada por el
enemigo, ya que tiene a Dios por aliado. Esta es la premisa. Ahora la alternativa:
Si denuncio a los espías a la policía mereceré el reconocimiento del príncipe y
demostraré mi fidelidad a la ciudad, pero con ello preparo mi perdición después
de la entrada del enemigo. Puedo esconderlos en mi casa y exigir la protección
de los ocupantes, aunque hasta su llegada arriesgue la vida. Es cierto que al
ocultar a un enemigo traiciono a la ciudad y al príncipe, pero puedo excluir
tales escrúpulos: no tengo ninguna deuda con mi ciudad natal que siempre
me ha escupido en la cara y que aun en el caso de salvarse, me dejará morir
de hambre dentro de unos años. Además vivo aquí completamente sola, como
en una ciudad desierta. Dejando, pues, a un lado las ilusiones de los moralistas,
debo elegir: exponerme a una posible muerte en las próximas semanas o a una
muerte segura después de la conquista de la ciudad. No se trata de una
elección fácil, porque la muerte segura tiene la ventaja de poder retrasarse,
mientras que a la muerte posible me expongo desde ahora. Entre el mal
presente incierto y el mal futuro cierto puede hacerse una elección racional.
Elijo a ojos cerrados: salvaré a los espías. Unas cuantas semanas de zozobra, y
después, ¡qué vida! Pieles, joyas, golosinas todos los días, ópera por las noches, y,
tal vez, hasta logre que uno de sus jefes me tome por esposa. Aún estoy
demasiado bien para esos bárbaros."
Después de estas deliberaciones, Rahab concluyó un convenio con los espías:
los escondería y luego les facilitaría la huida a cambio de su seguridad y la de
su familia para cuando las tropas de Josué hubiesen conquistado la ciudad. Se
establecieron las cláusulas del convenio. De esta manera dio fin la parte de
espionaje y costumbres de la historia.
Luego tuvo inicio la parte musical. El plan de asedio a la ciu dad fue
minuciosamente establecido por Dios, y Josué lo siguió al pie de la letra. En vez
de emplear los recursos bélicos normales para sitiar la ciudad, organizó una
orquesta de instrumentos de aire, compuesta sólo por sacerdotes, a quienes
ordenó marchar alrededor de las murallas y tocar marchas militares; detrás se
llevaba el Arca de la Alianza y al frente avanzaban las tropas. Los sacer dotes
tocaron las trompetas durante una semana, ebrios de fatiga; la mayoría
enfermó de enfisema pulmonar, pues también los sacerdotes son seres humanos.
En cuanto a los soldados, pronto empezaron a murmurar que su jefe los ponía en
ridículo. Los habitantes de Jericó, desde lo alto de los muros, se reían de sus
enemigos, pensando que se habían vuelto locos. El séptimo día la orquesta
trompeteó con todas sus fuerzas, al grado que a los músicos se les desorbitaron
los ojos, a la vez que el ejército, a una orden, gritó tan estruendosamente, que
las murallas de la ciudad se derrumbaron, hechas polvo.
Y ahora empieza la parte de la matanza. Los guerreros, por orden de Dios,
irrumpieron en la ciudad y degollaron, según relatan las Sagradas Escrituras, "a
hombres, mujeres, niños y ancianos, bueyes, corderos y asnos". Los sacerdotes se
llevaron los tesoros, y toda la ciudad fue incendiada, salvo una casa, la de
Rahab. El ejército cumplió la palabra dada a la mujer galante, salvando su
casa, muebles y familiares. Algunos oficiales atentaron a su honor, pero Rahab se
quejó ante el Estado Mayor y obtuvo una indemnización.
Luego todo el ejército se retiró y Rahab no pudo sino echarse al suelo y llorar.
Quedaba en una ciudad desierta, en la única casa en pie, entre ruinas, cadáveres
y polvo, y el olor del incendio. Sola, sin amigos, protección ni clientes. No hubo
pieles, ni joyas, ni golosinas, ni ópera, ni marido militar. No quedaba nada, sólo
una vida solitaria y estéril en el desierto. Y ése fue el fin.
Hay algo en esta historia que incita a la reflexión: prácticamen te, es imposible
que unas murallas puedan haberse derrumbado por efecto de unos gritos y el
sonido de siete trompetas. Así, pues, es evidente que se trató de algo
relacionado con un milagro. Pero ya que Dios, de cualquier manera, iba a
efectuar el milagro, ¿por qué ordenó a todo un ejército que se agotara e hiciese
el payaso durante una semana, y a los sacerdotes no sólo les arruinó la salud, sino
también su autoridad ante el pueblo? Pues, ¿quién podría respetar después a
los sacerdotes de una orquesta de viento? ¿Por qué? Yo encuentro dos
explicaciones posibles: o bien Dios adora las marchas militares y quiso
escucharlas hasta la saciedad, o bien no se trataba sino de un acte gratuit, una
broma surrealista en detrimento de sus criaturas. En este segundo caso, hubiera
dado pruebas de un excelente buen humor. Pero, conociendo su carácter, yo
optaría más bien por la primera suposición. Desgraciadamente... ¡tales gustos
para tan enormes posibilidades! Y realmente todo lo hizo con el fin de
escuchar el mayor número de marchas militares, sin haberse saciado hasta el
momento.
He aquí algunas moralejas que arroja esta historia:
En primer lugar: la situación de Rahab. Para salvar la cabeza en un conflicto
grave no basta con dedicarse a la prostitución en el sentido físico.
En segundo lugar: la situación de los espías. La mano de la pro videncia puede
llevar al hombre a los lugares más diversos, pero en ello se esconde siempre un
fin importante para el bien de la humanidad.
En tercer lugar: la situación de Rahab. No proclamemos a la ligera que nos
hallamos "solos entre una multitud"; cuando estemos verdaderamente solos
comprenderemos la diferencia.
En cuarto lugar: la situación general. Trompeteemos, trompeteemos: puede ser
que ocurra el milagro.
KORNEL FILIPOWICZ:
LA CRUCECITA DE ORO

Lo que me contó durante las tres noches que pasamos juntos en los camastros, en la
peor de las barracas, donde me encontraba desde hacía dos meses por ponerle
"cara despreciativa" al encargado anterior, en ocasión de una distribución general
de bofetadas; lo que me contó, digo, tenía más peso que su figura, que él levantaba
con una tensión increíble de los músculos de la cara hasta aquel camastro
demasiado alto ya para sus fuerzas. El había llegado de cierta brigada de trabajo,
cuyo jefe no solía matar con su propia mano, pero se preocupaba mucho por la
prestancia y arrastre de su columna, zafándose rápidamente de todo individuo de
cuello delicado y mirada turbia.
A pesar del trabajo pesado de cargar barras de hierro y de las sopas de col aguadas,
ya había alcanzado cierto grado de equilibrio sicomuscular, arduo de lograr en la
lucha con la imaginación, que alimenta gratis al hambriento con imágenes de mesas
donde abundan grandes hogazas en rebanadas y embutidos recién ahumados. En
realidad, los servicios de la imaginación no son del todo desinteresados: el colorido,
la forma, el aroma y el placer de masticar esas sustancias inmateriales las paga el
cuerpo y nuestro propio organismo nos va devorando, pues algo sabe abrirse paso
desde el interior hacia los músculos y los huesos. Cuando hacemos un trabajo duro,
no se pueden administrar así las fuerzas. Llegué a la conclusión de que desplazarse
por los recuerdos de la juventud constituía un esfuerzo poco costoso. Y así, antes de
dormirme, paseaba frecuentemente por calles y senderos de quince años atrás,
conciliando el sueño con el paisaje alegre de aquellos días.
Mi nuevo vecino, que conocía de otra barraca donde había estado meses antes, se
había hundido en una licantropía lúgubre, propia de los campos de concentración.
Se rascaba las axilas, vestía una camisa sucia que ya no tenía la fuerza de lavar y no
se bañaba. Me causaba la repugnancia que despierta en todo prisionero el horror a
esa decadencia que lenta pero inexorablemente conduce a la muerte. Era el temor
de contraer la más terrible de las enfermedades: el abandono síquico, engañarse
uno mismo con algún falso ahorro de energía, dejar en algún pliegue oscuro esos
dos minutos en que nos aseamos o nos echamos a descansar al precio de no lavar la
camisa. Conocía yo esos éxitos fugaces que con facilidad satisfacen a un hombre
matririzado, proporcionándole una alegría inmediata, mientras el futuro es tan
incierto que no sabemos qué ocurrirá el próximo segundo, para no mencionar
siquiera lo que pasaría al cabo de una semana o un mes.
Al principio, la muerte se acercaba imperceptible como un asesino agazapado
detrás de un seto al borde del camino. Quien no se diera cuenta de que el peligro
acechaba allí, donde era más difícil percibirlo, iba, paso a paso, a su encuentro. Era
demasiado tarde para escapar a la muerte cuando, de pronto, la teníamos delante, y
en derredor se elevaban muros verticales, lisos y despiadados, surgidos de los
momentos de descuido, de todas las renuncias, compromisos, intentos de
engañarnos con escapadas rápidas, de todos los tropiezos y debilidades síquicas.
¡Cuántas formas de vencer la cautividad! Solo un prisionero es capaz de descubrir
tantas vías para llegar a dominar su destino, despreciándolo. Ninguno de los
vencedores, al arrebatarle la libertad al derrotado, vive una satisfacción tan grande
como el prisionero consciente de que él es a quien se quita la libertad y no el que
quita la libertad a otro. Quizás a un hombre libre este sentimiento le parezca una
compensación bien pobre por la libertad perdida, pero el valor de los sentimientos
se mide por su fuerza. Qué puede ser más fuerte que las emociones de un
prisionero, de una intensidad semejante a una conmoción o al derribamiento de los
muros y alambres que lo aislan del mundo.
Después de tomar el café, acostumbraba echarme vestido a esperar ese cuarto de
hora, después de dar las siete, cuando los ingleses, con enervante regularidad, pese
a los cálculos cabalísticos de los alemanes, volaban sobre Hanover y Braunschweig.
En nuestro campo de concentración, situado en el Recinto de una fábrica de
aviones, la alarma constituía el último complemento de nuestra desdicha,
reduciendo la noche, ya bastante corta, a dos o tres horas de sueño. A partir de las
siete, resonaba con algunas horas de intervalo, durante toda la noche,
arrancándonos dolorosamente el sueño como se tira de una gasa aplicada sobre una
herida. Pero aquel día no sonó la alarma. En un lugar de la barraca un altoparlante
anunció: "...ninguna unidad enemiga se encuentra sobre el territorio del Reich". La
expectación por el nuevo ritmo de los vuelos, modificado inesperadamente por los
aliados, y el "nuevo horario" (como lo llamábamos), que no podíamos calcular, era
cien veces más irritante que los más fuertes bombardeos. Estábamos preparados por
si se producían en los períodos previstos. Pero, a partir de aquel instante, podían
ocurrir en cualquier momento.
Cuando mi vecino rompió el silencio, yo estaba echado de espaldas, con los ojos
perdidos en el techo. Alrededor resonaba una mezcla de lenguas, extraña e
incomprensible por momentos, pero que durante períodos de total abstracción
mental, nos resultaba familiar porque tenían la musicalidad de la nuestra.
Incomprensible, en fin, porque no queríamos comprenderla. (La entonación aguda
de los franceses parecía a veces conocida, evocando emociones pasadas mientras el
letón y el húngaro casi llegaban a remover viejas reminiscencias idiomáticas).
Tiene que haberme estado observando desde hacía rato, pues al volverme tropecé
con su mirada iluminada por alguna intención. Me preguntó si alternaba con los
alemanes y qué opinaba de su carácter. No tenía deseo de seguir conversando. Le
contesté que para mí el alemán medio era una mezcla muy primitiva de reflejos y
que me parecía saber siempre lo que podía esperarse de ellos. Evidentemente
presintió en mi voz cierto rechazo del tema, porque se calló un rato. Pensé en
muchas cosas hasta que, como obedeciendo un mandato de mi conciencia, volví al
tema para verificarlo en todas sus ramificaciones. Entonces atravesó mi memoria un
cortejo de alemanes a quienes había conocido desde mi juventud y cada uno de
ellos me dejó un gustillo amargo, como si fueran unos extraños para mí. Sin
ponerme a indagar si esta sensación provenía de viejas emociones o de mi odio
reciente por los alemanes, repetí en alta voz la expresión de un prisionero ruso que
se había hecho popular en el campo de concentración: "Los alemanes no son
gente".
Luego de un largo silencio, preguntó otra vez con una empecinada independencia
en la voz, como quien no se da por vencido en sus convicciones, si conocía
Pomerania, si conocía esas pequeñas ciudades llenas del verdor de los parques y
jardines públicos, del azul de los lagos, con iglesias de ladrillo rojo, calles y
plazoletas barridas a diario. Casi por sorpresa, y como conducido por la mano,
atravesé un puente tendido sobre una esclusa —por unos escalones, sobre un canal,
por una acera negra cubierta de escorias, hasta llegar a una casita en cuya planta
baja había una panadería— y en una ventana del pisito alto divisé a un muchacho
de doce años que quizá pegaba sellos en un álbum o desparramaba la pólvora de un
cartucho. Lo observaba, desde la ventana de la casa de enfrente, otro muchacho de
la misma edad, privado de sus juguetes y condenado a arresto domiciliario por dos
semanas. Y era en julio, en la temporada de pesca, de las excursiones al bosque de
pinos, de las guerras en la calle de las Rosas y de las inverosímiles experiencias junto
al canal.
En la puerta del negocito de artículos de hierro estaba parado el viejo Reiser, listo a
agarrar por el cuello a su hijo y abofetearlo si intentaba escapar al descampado. De
ser posible, hubiera preferido golpear en la cara al viejo Loboda, como si no hubiera
sido su propio hijo el que robara aquella crucecita de oro de casa de los Loboda.
Algunos días antes, en el instante de cerrar los dos sus respectivos negocios, Loboda
había atravesado la calle desde su panadería y adquirido a tiempo dos piezas para el
cerrojo de la puerta, invitándolo después a beber cerveza. Allá Reiser se había
enterado de que su hijo era un ladrón. Reiser debía comprender que lo que había
ocurrido era lo mejor, porque es insoportable vivir en una casa cuando se sospecha
de todos. La sirvienta, el mozo de la panadería, hasta su propio hijo podría ser el
culpable. Los dos viejos sabían perfectamente que a esa edad uno hace esas cosas
de puro tonto que es.
Si no fuera porque en la guerra entre la calle Costanero y la de las Rosas, el
pequeño Loboda, cercado entre las matas de acacias, fue hecho prisionero, tal vez
el asunto de la crucecita de oro no se hubiera descubierto. Con la cara llena de
rasguños, debatiéndose, lo encerraron en el depósito de la leña, junto al canal y,
como correspondía a los vencedores que tienen pundonor, encargaron a la
enfermera Isabel, que tenía diez años, la cura de las heridas con hojas de llantén
frías. El pequeño Loboda, ahogándose de vergüenza, estaba echado con los
párpados apretados; a su lado, arrodillada, Esabelita, le limpiaba la cara con su
pañuelo. Pero el pequeñín no es solo un caballero que se ha dejado atrapar, no
tolera tanto tiempo su papel. Es un poco Winnetou y Holmes. Entorna los párpados
y mira de reojo la puerta entre sus pestañas temblorosas, luego vuelve la cabeza
poco a poco y ve justo sobre su nariz la crucecita de oro que se balancea en una
cadenita del cuello de Isabel. Abre los ojos y pregunta con indiferencia: —¿De
dónde sacaste esa crucecita? Isabel, dice: —Me la dio Kurt—. Loboda se pone de
pie, limpia su blusa manchada de tierra y dice: —Ya tengo que irme a casa —al
llegar a la puerta agrega dirigiéndose a Kurt, quien con un fusil de madera vigila la
cárcel: — Kurt, he visto la crucecita de oro colgada del cuello de Isabel—. Y Kurt lo
amenaza: —¡No se lo vas a decir a nadie!—. Y Loboda replica: —Ya lo creo que lo
diré; ¿por qué Pablo, Félix y Margarita han de ser ladrones?
Se aleja sintiendo a sus espaldas una mirada que quema como el carbón. Se
detiene, se vuelve como puede hacerlo solamente un muchacho de doce años,
desgarrado por grandes experiencias. Da varios pasos atrás y ofrece una
oportunidad de amigo al muchacho del fusil: —Kurt, quítale la crucecita a Isabel,
será una broma y en casa pensarán que apareció, simplemente—. Pero Kurt no
responde. Sigue parado con el fusil en la mano, como si con él defendiera el acceso
a su carácter, extraño e indescifrable. El pequeño Loboda se marcha, arrastrando los
pies, pues a esa edad las emociones sacuden hasta la última célula del cuerpo.
Este mismo Loboda, asignado ahora a la compañía de los castigados, corta troncos
en el bosque de pinos, más allá de las alambradas, y en un momento dado advierte
que uno de los guardias que vigilan el grupo es Kurt. Cuando la columna se detiene
en el portón del campo y el kapo pasa lista junto a la cabaña, Kurt sale de la barraca
de los SS, poniendo lentamente los cartuchos en su fusil.
El mismo Kurt de la calle Costanera, alto, con el cuello sembrado de granitos como
antes. Sin mirar a los prisioneros, monta en su bicicleta y grita con esa voz que a
Loboda le es tan conocida, solo que un poco enronquecida: —¡A paso ligero,
marchen!
Hoy Loboda no es capaz de emocionarse; tal vez el corazón le lata con más rapidez,
pero corriendo no lo nota mucho. En el bosque, Kurt enciende un cigarrillo y,
apoyado en un árbol, piensa en su Isabel, de Prusia Oriental, de la pequeña ciudad
junto al río y al canal. De pronto se le enrojece la frente y, en la figura a rayas que se
echa hacia atrás a cada golpe de pico, reconoce a Loboda, el de la calle Costanera.
Grita: —Vamos, circulen. Tú, allá, ya estás balanceando—. Se acerca a él con un
bastón roto y poniéndose de espaldas al prisionero de al lado, murmura a Loboda en
polaco —en aquel dialecto infantil de la ciudad bilingüe— sin sacarse el cigarrillo
de la boca: —Oye, tú, estaré de servicio en esta columna solo dos días. A tres
kilómetros de aquí están las barracas de los trabajadores civiles; ayer, como habrás
oído, fueron bombardeadas. Hay bastantes cadáveres y ropa. Todavía no han
podido contar a toda la gente. Puedes escapar. Ten la seguridad de que no se lo diré
a nadie. (Aludía con estas palabras al episodio de la crucecita de oro). Y en alemán
agregó: —Palabra de honor—. Fue un murmullo, con el tono tentador de la voz de
la infancia.
—Siento —dice Loboda poniéndose de espaldas— que estoy en el momento crítico
de mi vida. Depende de lo que decida. El pasado influirá sobre el porvenir. No me
gustan los recuerdos; nunca me serví de ellos. Pero ahora han adquirido para mí un
peso tan real, como todo lo que me rodea, tal vez aún mayor. Me esfuerzo por ver a
Kurt sobre el fondo de nuestra infancia en el cuarto año de la escuela a la que
asistíamos juntos, porque después se marchó a Królewiec, donde tenía parientes, a
seguir sus estudios. Y por todas partes veo su cara con granitos que se enrojecen
sobre la parte alta de la nariz, con los cabellos en forma de cepillo, exactos a los de
su padre. Y no puedo averiguar nada aunque sé perfectamente que cada vez que
nos dijo cuando jugábamos: "Traeré el herraje para el trineo; la estaca para la carpa;
moleré a palos al que nos desató la canoa, palabra de honor" —podíamos estar
seguros de él.
Al llegar a este punto de su relato, cesa de golpe el ruido de la conversación a
nuestro alrededor, como si la hubiesen cortado con un cuchillo y desde el cuarto
contiguo, que llaman comedor, oímos las conocidas palabras:
"Unidades aéreas en dirección a Hanover y Braunschweig..." y por todos lados
comienzan a oírse los aullidos de las sirenas como perros que fueran
transmitiéndose unos a otros quién sabe qué cósmica inquietud en una negra noche
de invierno. Salí corriendo. Lo perdí en el torbellino de formas humanas con
frazadas en la cabeza que se llamaban unas a otras en muchas lenguas, en medio de
las tinieblas, "¡Pierre!", "¡Lonka!", "¡Sasha!", "¡Staszek!", "¡Marian!". Alrededor, el,
cielo estaba cubierto por las uvas de los cohetes, rojas, blancas, verdes. Los ingleses
habían modificado el horario y el recorrido, el estruendo sordo de las bombas
llegaba ahora de todas partes. Los aviones aullaban en la profundidad del cielo,
entre las estrellas, y a la luz de los reflectores, no eran mayores que las estrellas.
Esa noche nos despertaron dos veces más. Por la mañana, a la hora del desayuno —
comíamos de pie entre las mesas— no lo vi. Seguramente había desayunado en el
primer turno. Tenía que decidir algo, ver de algún modo —así había dicho —a ese
Kurt. En la revista de la mañana, me había sonreído desde el extremo opuesto de
nuestra columna e inclusive se había enderezado la gorra para dar una expresión de
fantasía a su cara torturada. Fue la última vez. Durante el día pensé en él varias
veces, en los momentos de trabajo menos pesado, cuando el esfuerzo muscular no
inmoviliza por completo la actividad de la mente. Veía en primer término la silueta
de los tiempos de la niñez, ese muchacho que era el héroe de su relato y que se
parecía tan poco al Loboda actual. Como si ese Loboda de rostro enflaquecido y
martirizado, que se balanceaba sobre los pies como un viejo —a los veinte y tantos
años— hubiera sido un ser sin pasado ni porvenir. La imaginación me negaba toda
ligazón entre él y aquel ligero personaje de hacía algo más de diez años. Por otra
parte, nos habíamos acostumbrado en el campo de concentración a que el pasado
apenas tuviese el valor de una emoción. Estábamos tan perfectamente aislados del
exterior, tan privados de todo nexo material, que el hecho que éste o aquel, cuando
era libre, hubiera sido feliz o desdichado, un hombre mimado por el destino, un
activista valiente o un combatiente heroico, no tenía significación alguna. Uno oía
tantas historias inverosímiles que la franqueza abierta de una confesión era tan
válida como las invenciones efectistas de los mentirosos y charlatanes profesionales.
Raros eran los casos en que el pasado podía pesar de algún modo sobre la suerte de
un hombre encerrado en un campo de concentración. Nadie esperaba y nadie
confiaba —en la,medida en que la tomaba en cuenta— en la salvación antes de
finalizar la guerra. El caso de Loboda era algo más que una oportunidad, era una
suerte "cabalística". ¡Con cuánto placer la gente utilizaba el término "oportunidad"
en el campo de concentración para señalar esos puntos felices en el tiempo y en el
espacio, en lo que había que afincarse para ganar alguna mejora, por pequeña que
fuera!
Me puse a pensar, entrando por momentos en el terreno de los sueños, en cuál
sería mi conducta de estar en el lugar de Loboda. Era la época en que la unidad
interna de Alemania se desmoronaba; y en tales condiciones la proposición de Kurt,
amigo de la infancia, aparte de cierto aspecto asombroso, tenía también
perspectivas reales de éxito. Las barracas de los trabajadores civiles, dependencia
del aeropuerto, ya habían sido bombardeadas dos veces y, según las noticias
llegadas del otro lado de las alambradas, entre el personal obrero imperaba una
total desorganización. Salvo la advertencia delicada e indefinida de mi intuición
(que podía ser igualmente falsa o exacta, como todas las señales provenientes de
esa facultad), no dudé ni por un momento de que Kurt cumpliría con su palabra y no
informaría a las autoridades de la huida proyectada. La mayor dificultad no la veía
en el momento de la huida, sino cómo mantenerse después de una libertad una
jaula. Decidí que cuando viera a Loboda la próxima vez no lo disuadiría de nada, en
el espíritu del principio acatado en el campo de concentración, según el cual el
consejo más inteligente es: "Haz lo que quieras para que después no lo lamentes...".
Si él se decidía por sí mismo a escapar, habría que ayudarlo a conseguir por lo
menos un pantalón normal para que se lo pusiera debajo del de rayas que usan los
prisioneros. Decidí asimismo preguntarle si había pensado en todas las
eventualidades a partir del momento en que dejaría de ser un prisionero para
convertirse en un hombre perseguido. No contaba demasiado con que de algún
modo terminaría por arreglarse todo, con la improvisación en las situaciones que se
presentarían.
Por fin llegué, aquel día como tantos otros, al pase de lista de la noche, esa última
tortura previa al descanso de la jornada. ¡Cómo deseábamos todos que pasaran lista
lo más rápido posible, sin tenernos de pie varias horas esperando, repitiendo
órdenes! Después del pase, comenzaba nuestra vida personal, sin el peso de las
órdenes y del esfuerzo sin límites. Era una tranquilidad anhelada, donde hasta la
más mínima insignificancia tenía para nosotros un valor especial. Si durante el día se
captaba un pensamiento feliz, uno lo reservaba para la noche, para saborearlo
mejor.
Ese día, sin embargo, no se preparaba el pase de lista nocturno. Las columnas, que
habían ido a limpiar los escombros, tenían trabajo después del último bombardeo y
se retrasaron una hora. Un rato más tarde, cuando regresaron todas las brigadas de
trabajo, menos la sección donde estaba destacado Loboda, empecé a inquietarme.
Yo estaba como sobre ascuas, tratando de suprimir la impresión insoportable de
que todos me miraban. A medida que se prolongaba la espera, fue apoderándose
de mí el convencimiento de que algo había ocurrido que retardaba el pase de lista y
que Loboda tenia la culpa.
Por fin, al cabo de una hora más o menos, llegó del lado del portón el ruido
acompasado de los suecos y la voz del hombre del SS que los acompañaba en
bicicleta: "Izquierda, izquierda, dos, tres, cuatro". Seguramente los habían castigado
con una hora de ejercicios porque se balanceaban como borrachos. Cuando dieron
la orden de romper fila, uno de ellos cayó entre los que estábamos formados de
cinco en cinco. Murmuré:
—¿Qué pasó?
—Loboda —contestó sin aliento.
—¿Qué pasó con Loboda?
—Pues se escapó y lo mató de un tiro ese SS granujiento, Kurt. Loboda estaba
cortando unas raíces bastante lejos de nosotros, inclusive ninguno de nosotros notó
que se había alejado. De pronto, al oír el crujido de una rama, levanto los ojos. Miro.
Kurt parte unas ramitas de un arbusto y apoya el fusil en una horquetilla. Pensé que
estaba apuntando a un árbol porque ni siquiera grito "Halt". Disparó tras apuntar
con calma y nos dijo, como se dice al perro en una cacería: "Tráiganlo". Recibió, la
bala en la espalda, exactamente en el centro de la cruz que llevaba cosida en la
blusa. No movió ni una pierna.
Estuve dos semanas encerrado en una celda estrecha, pues el reglamento del
campo estipulaba que el vecino de Loboda debía estar al corriente de sus
intenciones. Quedé liberado de las consecuencias ulteriores porque Loboda había
permanecido tan poco tiempo en nuestra barraca que no era probable un
entendimiento entre nosotros; también porque Loboda ya estaba muerto y yo no
tenía deseos de contestar. Sufría, no por la sopa aguada que recibía, ni por dormir
sobre el cemento, sino porque me reprochaba que debí saber cómo se comportaría
Kurt con Loboda.
La desaparición de un hombre en un campo de concentración no deja mayor huella
que una piedra lanzada al agua profunda. El aire se cierra sobre él tan
perfectamente como la blanda superficie del agua. De vuelta a la barraca, al subir
con dificultad a mi camastro, vi en el de al lado a un nuevo residente. Estaba echado
de espaldas, con la mirada clavada en las vigas del techo, absorto en sus
pensamientos.
La muerte de Loboda, compañero casual, hombre común, débil y sencillo, me
enseñó sin embargo una extraña verdad: que el ser humano a menudo solo adquiere
derecho a ser real al morir.
Como esos seres del período cretáceo que solo tras extinguirse dejan su forma
exterior impresa en los materiales que los rodearon.
JANUSZ KRASINSKI:
LA QUEJA

Nunca en mi vida me ha tocado la desgracia de escribir solicitud o petición de


ninguna clase, ni a un abogado, ni a un tribunal, ni a usted, Señor Presidente, ni a mi
propio padre para que me mandara un paquete de tabaco y algunas cebollas para
curarme, porque el médico de la cárcel me ha dicho que sufro de avitaminosis y eso
es lo que me ha aflojado los dientes y que las cebollas son buenas para curar eso, y
el tabaco, bueno, ya usted sabe. Bien, como le decía, nunca me había tocado esta
desgracia y si ahora me toca es solamente porque se ha cometido aquí conmigo una
injusticia inaguantable, que es como para poner el grito en el cielo. Y aquí va como
fue todo, Señor Presidente. Nací el 5 de julio de 1928 en el pueblo de Klepakowka,
que está entre unos bosques, que cuando uno entra en ellos a veces no sabe cómo
demonios va a salir. En mi cabaña yo vivía y labraba la tierra con mis padres para que
tuvieran una vejez tranquila y poder comprar un caballo más joven, porque el alazán
ya está en pobre que el día menos pensado estira la pata. Pues, la cabaña se
encuentra lejos del pueblo y rodeada de bosques, como le dije. Lo que quiero
contarle, Señor Presidente del Estado, sucedió un día al anochecer. Salgo de la
cabaña para dar de comer al perro, porque mamá se había olvidado de hacerlo y el
pobre no comía nada desde la madrugada, miro hacia el camino y ¿qué veo?, se
acercaba nuestro ejército; venían como veinte y traían a dos en camillas que
después resultó que estaban muertos. Se acercaba una tormenta y en el camino se
levantó una polvareda tremenda, así que apuraron el paso y antes que cayera el
agua, ya estaban en nuestra pequeña granja. Unos se refugiaron en el granero y los
demás y el jefe se metieron en casa. A los muertos los dejaron en el zaguán. Mi
padre tomaba su sopa, pues acababa de volver del campo, pero al ver que eran los
hombres de nuestro ejército soltó la cuchara y les pidió que tomaran asiento.
Después que lo hicieron, el jefe le dijo a papá: "Mire, viejo, necesitamos dos ataúdes
y tal vez usted tenga algunos hechos ya... guardados por ahí". Pero nosotros no
teníamos ningún ataúd ni nada por el estilo y mi padre le contestó eso, pero le dijo
que en cambio podría darles un cubo de leche fresca, que eso sí teníamos. Ellos
aceptaron la leche, pero dijo el jefe que los ataúdes también les hacían falta.
Entonces mi padre le aconsejó que mandara por ellos a la villa, pues allí vive un
carpintero que debe tener esa clase de mercancía, a lo que contestó el hombre que
hasta allí no llegaba su jurisdicción. Y en ese dime que te diré resultó que los iría a
buscar yo mismo. Enganché rápido el alazán al carro y eché a corrrer con el penco
hasta la villa, aunque llovía a cántaros. Mi padre salió a gritarme que no volviera
hasta la mañana, porque Dios sabe qué podía pasar en una noche como esta, pero
yo pensé para mí: ¿cómo no voy a traer pronto esos ataúdes para unos valientes
soldados que han dado su vida por la patria, que es como yo he pensado morir
alguna vez? Y le soné un fuerte latigazo al alazán, a pesar de que está viejo y cojo de
una pata. El carpintero estaba durmiendo y la emprendí a golpes con una piedra
contra el postigo. Abrió la puerta tanto más cuanto que venía a cumplir un deber
cristiano con el ejército nacional, como le dije. Me mostró en seguida cinco cajas
para muertos, de las que yo escogí dos: una con adornos dorados en los cantos y
otra con una bella cruz plateada; no se crea que era pintada sino bien hecha y
clavada con unos clavos que parecían de oro puro. El carpintero quería meterme a
la fuerza otro ataúd más, que también me había gustado, pero no quise llevármelo y
creo que hice mal... Metí aquellos dos en el carro, pagué el precio de ley a su dueño
y allí mismo voltié de regreso. La lluvia había parado; solo en vuelta del bosque se
oían a lo lejos los truenos como gruñidos de perro al que le quieren quitar un hueso.
Las ruedas venían tirando el fango encima del carro y yo sentía mucha pena por los
ataúdes de aquellos valientes, pues pensé en la vergüenza que sería que a mí me
pusieran dentro de un ataúd embarrado. Dejaba atrás las últimas casitas de la villa
mientras rogaba a Dios que no lloviera más para que la cruz no fuera a oxidarse,
cuando, de pronto, vuelvo a toparme con nuestro ejército; esta vez, en un camión
de esos largos, que no tienen ruedas sino que andan como los tanques o los
tractores. También me habían visto y uno, el que parecía más viejo, me preguntó:
¿no has visto una banda de maleantes por estos alrededores? Yo no. ¿Y esos
ataúdes? Bueno, yo les dije que eran para unos soldados nuestros que habían caído
como valientes y que estaban en casa y mi padre les había ofrecido un cubo de
leche fresca. El más viejo habló a los demás y oí que les decía que debía ser el
destacamento que se les había perdido y no habían tenido telégrafo con él. Sobre la
leche dijeron entonces que también les gustaría que les diéramos otro cubo para
ellos y yo que como no, que con mucha honra; entonces preguntaron cuál era el
rumbo para ir a mi casa y no bien les había indicado, los vi coger por el bosque. Yo
también me di prisa, porque me acordé de lo tacaño que es mi padre para
desprenderse de otro cubo de leche. Pero yo tenía un caballo y entonces llegué a mi
casa una hora después. Ahora, ¿qué se imagina usted que vi? En la era estaba
plantado aquel camión y al lado hay como diez muertos tirados en fila, entre ellos el
viejo que me preguntó por el otro cubo de leche. Entonces perdí la cabeza.
En eso sale el jefe del otro destacamento, aquel que me mandó comprar los
ataúdes, y dice. "De haber sabido lo que iba a pasar te hubiera dado más plata para
esas cajas; lástima que no hayas traído más que dos". Pero yo no le contesté, solo
pensé: "¡qué es lo que pasa con nuestro ejército!". Hasta se me fueron las ganas de
asistir al entierro. Además, tenía que desenganchar al alazán y llevarlo al establo. Le
eché un poco de pienso; por ahí se había asustado con tantos muertos; el caso es
que no quiso probar bocado ni beber; solo se revolvía más inquieto que una cabra,
mientras los ollares le andaban como fuelles, así que tuve que apaciguarlo largo
rato. Por fin se tranquilizó el animal y hasta se puso a mastiquear despacito, cuando
en eso oigo el ruido de no sé qué motores. Salgo corriendo a la era y veo que no
queda ya nadie y mi padre está en el umbral, mirando hacia donde se oyen los
motores y persignándose una y otra vez. Entonces me santigüé yo también porque
ahí mismo salieron del bosque tres camiones de los mismos y enderezan hacia
nuestra casa. No pasa nada, me dijo; otra vez viene nuestro ejército. ¿Y qué se
imaginan que hicieron, Señor Presidente del Estado? No bien saltaron de sus carros,
lo primero fue sacar de los ataúdes aquellos dos muertos y poner en su lugar a otros
dos que eran de los suyos y a mí me detuvieron apuntándome con todos sus fusiles y
diciendo: "Deberíamos colgarte del primer árbol, sin juicio alguno, traidor
desgraciado, o mejor colgarte patas arriba con la cabeza dentro de un hormiguero".
Así fue aquel día y desde entonces no he vuelto a ver mi pueblo, ni a mi padre, ni a
mi pobre madre, que cuando cargaron conmigo, gritaba: ¡ay, hijito, hijito, para qué
fuiste por esos ataúdes! Y aquí me tiene usted desde entonces entre estas cuatro
paredes y un agujero pegado al techo, no sé cuántos meses hace. En todo ese
tiempo casi no he dormido porque me lo he pasado pensando cómo salir de aquí,
pues los oficiales de investigación me suben a unas habitaciones donde no hacen
más que decirme que soy un traidor sinvergüenza, y como yo no permito eso ya le
pegué una trompada a uno de ellos. Todo lo que digo lo apuntan en sus papeles y a
gritos me insultan para que firme donde ellos dicen que estoy de acuerdo en haber
desorientado alevosamente al ejército nacional, que por mi culpa había sido
destruido por completo. Parece que se cansaron de los insultos (a mí me dio
vergüenza por ellos), porque cuando menos lo pensaba empezaron a rogarme que
firmara como traidor a cambio de que ellos mismos lo arreglarían todo de modo
que no me fusilaran sino que pasara quince años en la cárcel. Pensar en aquella
cueva donde uno no sabe si es de día o de noche, me llenó de miedo y me puse más
terco cada vez, hasta que llegó el día del juicio y el tribunal me condenó a muerte,
lo que creo que no estuvo tan mal después que pensé bien en los quince años de
presidiario, porque, como le dije, me negué a firmar aquel insulto y entonces iba a
ser fusilado. Pero es aquí donde quiero empezar la petición que le prometí al
principio, Señor Presidente. Nada importante habría ocurrido después si no fuera
por ese oficial que ha cometido una gran injusticia conmigo, a quien llaman Pikula y
que vino a verme después del juicio estando yo sentado en mi celda, esperando
tranquilo a que vinieran a cumplir mi condena de muerte; vino Pikula y me dijo:
"Mira, muchacho, aquí tienes papel para que escribas tu petición de clemencia al
Señor Presidente del Estado, para que te perdone la vida. Nosotros la ratificaremos
y te conmutarán la pena". Y entonces yo me indigné de verdad, porque un juicio es
un juicio y qué es eso de conmutar una sentencia que es de ley, que yo no escribiría
tal cosa, que sería una vergüenza para el tribunal y para mí, que nunca he pedido
nada a nadie. Después de mucha porfía, se fue indignado diciendo que por
testarudo solo merecía otra pena de muerte y yo pienso que tenía razón. Después
me venía a ver de día y de noche, y otra vez a lo mismo, él a firmar y yo, que no
firmaría jamás. Y así me atormentó toda una semana. Dejó de venir dos días y al
tercero vino a decirme que era necesario volviera a prestarle declaración como al
principio. Se pasó una hora preguntándome por todas aquellas cosas que ya le había
contado un millón de veces y lo iba apuntando de nuevo hasta que me aburrió del
todo y pedí a Dios que mandara pronto ese pelotón de fusilamiento. Me puso
delante el papel donde había escrito todo para que lo firmara. Cogí la pluma y ya
iba a poner letra a letra mi nombre cuando vi en la cara de Pikula algo como de
culpable, como si fuera un niño que se ha comido un dulce robado. Esto me dio que
pensar, así que me puse a leerlo todo desde el principio. Pero allí estaba todo como
yo lo había dicho y al fin puse mi nombre y apellido, que no quedaron tan mal; solo
que se me fue un poco para arriba y ¡zas! eso mismo me sirvió para que descubriera
la trampa, porque en la última letra del apellido se me trabó la pluma en el papel y
entonces me di cuenta que en realidad había dos papeles, de modo que la firma la
había puesto en el de más abajo que estaba en blanco. Quise romperlo pero Pikula
me lo arrebató más rápido y es el caso, Señor Presidente del Estado, que yo no he
firmado de mi voluntad ninguna petición de conmutación de pena ni otra de
cualquier clase, que lo que usted habrá leído con mi firma abajo no es más que una
trampa indigna de un oficial del Ejército Nacional, el cual la escribió y consiguió mi
firma valiéndose de que yo ignoraba lo de los papeles pegados. Por tanto, mi vida
ayer perdonada no obedece sino a una trampa indigna y contra la justicia, por lo
que me quejo a usted, Señor Presidente del Estado, para que sepa cómo andan las
cosas por aquí y espero que usted no permitirá que continúen así.

Nota del traductor: Los sucesos referidos en este cuento corresponden a los
primeros años de la postguerra, durante los cuales las bandas contrarrevolucionarias
solían vestir el uniforme polaco.
ROMAN SAMSEL:
SOLO PARA GORRIONES Y ESTORNINOS

Le dije que prefería viajar en tren, o en último caso, en autobús. Viajando en tren
uno puede, por lo menos, mirar la gente. Pero estaban llegando las fiestas y a las
puertas de Varsovia había una apretada muchedumbre de pasajeros empeñados en
salir de la ciudad por cualquier medio y a cualquier precio. Dadas las circunstancias,
opté por aceptar la proposición del director Jagiello, quien me ofreció llevarme a
Ksiazeca en su automóvil de servicio. Lo habría esperado unos cinco minutos, en
todo caso no más, en una esquina cercana a la estación de ferrocarril, y llegó en su
Warszawa, deteniéndose un momento en un sitio donde está prohibido estacionar.
Siempre he sentido una especie de respeto por las personas que tienen a su
disposición estos cacharros verdes o azules. Nunca he sabido bien cómo es que
alguien recibe para su disposición exclusiva un auto con chofer; en términos
generales, estoy convencido de que está bien, simplemente porque ese vehículo le
es necesario para llevar a cabo las funciones que le han sido confiadas. No siento
celos, celos que en este caso resultarían particularmente tontos.
El director Jagiello y yo nos colocamos en el asiento trasero, y su mujer en el
delantero, junto al chofer. A pesar de mi condición de huésped, en aquel automóvil
me sentía bajo constante control. Esta expresión no es la más adecuada. Me estaba
permitido mirar por la ventanilla, nadie me lo prohibía, podía sacar cigarrillos y
ofrecer a los demás, e inclusive dar fuego al director Jagiello y a su magnífica
esposa, la señora Bozena. Me estaba permitido entretenerlos contándoles chistes, lo
mismo que hojear la revista en colores que había llevado conmigo. Me permitían
hacer todo esto y me daba la impresión de que no lo tomaban a mal. Solo de vez en
cuando echaba una mirada, a ella, o a él, para asegurarme de que no les causaba
ninguna molestia ni los ponía en ninguna situación incómoda. Pero noté que ella,
esa hermosa y mimada señora Bozena, sonreía aprobándome, y él, el director
Jagiello, de mi misma edad, o tal vez dos o tres años apenas mayor que yo, también
se mostraba satisfecho de mi conducta. Recorrimos un buen trecho, supongo que
unos cincuenta kilómetros, o más aún. Varias veces se me antojó decir que me
atormentaba pensando en los fusiles, y también en las armas cortas, sobre todo del
calibre que me era conocido desde el servicio militar. Tenía ganas de decir que me
parecía, por lo menos, raro el difundido hábito de esconder armas para utilizarlas
contra los propios semejantes en vez de utilizarlas, por ejemplo, contra animales,
pájaros, etc. Las armas que se emplean contra los pájaros, los patos silvestres, las
puede uno tener siempre sin que nadie se oponga, mientras que el ocultamiento de
armas contra la gente es ya, de toda evidencia, un delito, y este delito lo cometió mi
padre Kazimierz Sobieski. Sí, desde hacía algún tiempo guardaba ese trasto en un
cajón de su escritorio cerrado con llave. No tengo la menor idea en dónde lo había
tenido guardado antes.
Yo sabía, estaba seguro, que durante el viaje nada podía ocurrir que modificara
nuestras relaciones: la actitud del director Jagiello y de su hermosa esposa Bozena
hacia mí, ni la mía hacia ellos, mientras no revelase aquel hecho. Hasta que dijera
contra quién tenía guardada el arma mi padre en un cajón de su escritorio.
Se comportaban con corrección, hasta cortésmente, como gente que tiene su
propio valor y aprecia el de quien le acompaña. En otros términos, estaba casi
seguro de que admitían mi presencia en su automóvil, de que la aceptaban, y tal vez
les causara también cierto placer, cierta satisfacción. Ambos estaban satisfechos y
seguros de sí mismos; ella vocinglera, él con la seriedad y el recogimiento
inherentes a su cargo. Alegres ambos, a cual más. Salíamos de viaje para las fiestas
de Navidad. Por el camino íbamos dejando atrás multitudes que se precipitaban a la
confesión navideña para purificarse en la abominación de los pecados en los que
cae constantemente el hombre del siglo veinte. Se portaban atenta y amablemente
conmigo, y yo estaba satisfecho, reía y florecía como una manzanita de vivos
colores. Puse a prueba una vez más, y confirmé, su inaudita tolerancia con respecto
a mi comportamiento en el automóvil. Su cortesía me constreñía y me ponía tímido.
Cuando ofrecía un cigarrillo a Bozena, esperaba que le diera fuego con una sonrisa
cautivadora. Miraba a su marido y en sus ojos leía el consentimiento. Cuando ofrecía
un cigarrillo a Jagiello, me permitía también que se lo encendiera. No hablábamos
de nada importante. A lo sumo de aquellas peregrinaciones navideñas. Pero yo los
divertía, ¡ay! cómo los divertía. Lo mejor que podía. Se me ocurrió que podría
cantarles algo. Buscaba en mi mente una canción que pudiera gustarles. E inclusive
halagar su gusto exigente y selectivo. Tal vez algo sobre la extraña belleza de
Juliette Greco o sobre los sauces llorones. Tal vez me admitirían algo sentimental o
una melodía para danzas montañesas. No sabía qué. Nunca le había cantado nada a
nadie, pero en ese momento estaba dispuesto a hacerlo, ¡caramba si estaba
dispuesto a cantar para ellos!
—¿Y si les cantara algo? —pregunté, sonriendo a Bozena de manera apenas
perceptible.
—Lo escucharemos con mucho gusto —respondió por ambos el ingeniero Maciej
Jagiello.
—Oh ¡qué amable! —gorjeó la bella Bozena.
—Cantaré algo cálido —repuse.
—Lo escuchamos, lo escuchamos —me estimuló.
—Será una canción sobre una cabra...
—Oh, ¡qué interesante!
—O mejor, ¿tal vez Tango Criminal?
—Será un gusto.
Qué más podía permitirme hacer, qué más correspondía hacer, para distraerlos y
divertirlos debidamente, para corresponder al favor que me hacían ofreciéndome
aquel magnífico viaje a mi casa paterna. Lo pensé un buen rato. El coche se
desplazaba hacia Ksiazeca a un ritmo igual y delicado, brindándonos la estabilidad
de su suspensión. Y estas dos personas junto a mí, conmigo. ¡Qué amables! ¿Les
resultaba divertido? Supongo que sí; noté que se echaban miradas y sonreían. Era
evidente que se reían de mí, porque, ¿de qué otra persona podían reírse en ese
momento? ¿O tal vez me sonreían? Me puse a mirar con disimulo mis ropas, pero
todo estaba en su lugar. Bueno, tal vez no del todo, no llevaba pañuelo en el
bolsillito de la chaqueta. Pero, aparte de este pequeño detalle, ¿qué se le podía
reprochar a mi atuendo? ¿Tal vez simplemente que mis pantalones no tenían raya
ideal? A continuación me correspondía vigilar las palabras con las que me esforzaba
por divertirlos. Pero las palabras se me iban volando y era difícil captarlas.
Nos callamos un momento todos, es decir, yo dejé de hablar y ellos se quedaron en
silencio.
Después ya se pusieron a conversar entre sí. Hablaban de su casa de campo y de las
cosas que había que instalar en el cuarto de baños. Mayólicas, rosas, azules. Bolitas
—pensé entre mí—, bolitas perfumadas para el baño, indudablemente eso les
interesará, y como en un tiempo me ocupé de esos artículos, intervine en la
conversación con unas frases al respecto, que interesaron sobre todo a ella, pero él
también prestó oídos. Cuando ya lo había dicho, noté de golpe, de modo
completamente inesperado, que mi ropa, de presentación plenamente tolerable,
por supuesto, era de una categoría por lo menos dos o tres puntos inferior a la del
traje de Maciej Jagiello. Además, él llevaba camisa inarrugable. Imagínense ustedes,
que eso me llenó de confusión. Por Dios, ¿por qué eso precisamente? Esa camisa
inarrugable que llevaba. Me miré y lo miré a él. Otra vez. No me cabe duda de que
adivinó cuáles eran los pensamientos que me agitaban, pues dijo:
—Es muy práctica, realmente, amigo Kazimierz.
Lo corregí inmediatamente:
—Mieczyslaw.
Una hora antes, al entrar en el automóvil de Jagiello, continuaba vacilando,
inclusive en el preciso momento de abrir ya la portezuela. Ahora, después de lo que
ocurrió en Ksiazeca, sé que no me estaba permitido entrar en su automóvil de
servicio. Inclusive había escrito a mi padre que viajaría por cualquier medio de
transporte, pero por nada del mundo en el automóvil del ingeniero Jagiello. Sin
embargo, después me dejé tentar cuando me encontró en el club y me propuso
llevarme en coche a Ksiazeca. Por lo demás —pensé— será una buena ocasión de
verlo de cerca y de conversar con él abierta y personalmente.
Estaba mirando los cabellos claros de Bozena, dispuestos en artísticos rolos. Es ella
la que me pone nervioso. A él le envidio esa mujer que tiene, nunca me hubiese
atrevido a abordarla en la calle y él lo hizo. Indudablemente ya entonces poseía esa
camisa inarrugable. Qué ridículo e ingenuo, el culto de las cosas, el estúpido culto
de las cosas; no lo soporto, aunque poco a poco me voy acostumbrando a él. Y
después vuelvo a odiarlo.
—Señora Bozena, ¿le gusta a usted el arte?
—Me gusta, oh, diría inclusive que me gusta mucho.
—¿Y a qué autores lee? —pregunté con súbito enojo.
—Mujeres, como Marguerite Duras, y entre nuestras compatriotas a la poetisa
Margarita Hillar; ¿he pronunciado bien los apellidos?
—Muy bien —respondí desilusionado por no haber obtenido satisfacción fácil, y
estaba bien que no la hubiese obtenido, ya que la causa de mi malestar se
encontraba a más profundidad.
—¿Y qué más le gusta?
—El tenis, el básket, el ping-pong y el mádison.
—¿Y la gente le gusta?
—Estoy enamorada de mi marido —me contestó con una sonrisa que le puso los
dientes al descubierto.
—Ya veo.
—¿Basta con esto, o debo continuar la enumeración?
—Bueno, le sugiero, por ejemplo, ¿el Papa le cae simpático?
—¿El Papa? —ríe ella—. Naturalmente, por el Papa pierdo la cabeza...
—Depende por cuál de ellos —me atrevo a observar—, pero ella ya no presta
atención a mis palabras, divertidísima:
—Sabe, este último, por ejemplo, el que murió, Juan XXIII, tiene que haber sido de
lo más agradable.
Me siento cortado, o tal vez me parece no más, puesto que me estoy riendo junto
con ella. Y entonces digo, midiendo exactamente cada palabra, lenta y
aplicadamente:

El obispo, en su casulla llena


de misteriosos fru-fru
cantaba letanías en voz muy alta
y le brillaban sus zapatos charolados
lo seguían sus dos hienas predilectas
y las dos tortugas brillantes como platos.

—Ja, ja, ja, ja, ja, ja, —me secundan ambos riendo—, ¿seguramente son de nuestro
gran vate Slowacki? Porque en Roma, él y el Papa hacían lo que querían uno con
otro.
—No digo yo— de Gajcy.
—¿Quién es? —pregunta él, pero ya sin interés.
—Tadeus Gajcy, poeta polaco, murió en la ocupación, tenía gran talento poético.
—Y, ¿de qué le sirvió? —preguntó irónicamente Jagiello—, y la señora Bozena lo
apoya con una sonrisa de agradecimiento.
—Ha dejado algunos versos y una pieza dramática.
—¿Y quién los lee? —insiste el director Jagiello— mientras la señora Bozena
guarda silencio.
—Afortunadamente hay algunos que los leen.
—No veo ninguna fortuna en eso.
—La ve usted en otras cosas, ¿verdad?
—Naturalmente, ha acertado usted.
Evidentemente, Maciej Jagiello tiene que tener ante sus ojos el mismo
acontecimiento en el que yo estoy pensando durante todo el viaje y que me
imagino con toda precisión.
Por ello pregunto:
—Ingeniero, ¿ha observado usted que en el cementerio emplazado frente a su
empresa, se llevan a cabo entierros de bautistas?
—Bautistas —reflexiona—. ¿Qué bautistas?
—Se trata de la "fe de gato" —le sopla Bozena.
—Ah, sí, es cierto; los tengo presentes.
—Indudablemente recuerda usted también lo que ocurrió hace dos o tres meses.
—¿Meses? Usted me ofende.
—Bueno, ¿lo recuerda?
—Claro —corta brevemente— y continúe— agrega:
—Entonces tiene usted miedo de entrar en una de las barracas, la que está junto al
cementerio mismo. ¿He acertado?
—No comprendo ¿por qué tendría miedo?
—¿No tiene usted imaginación? Sabe usted que allí trabaja un hombre de traje
marrón ya bastante gastado, de unos cincuenta años, que no tiene calificación
profesional. Se ocupa de los abastecimientos de materiales de construcción, chapas,
ladrillos anti-incendio, cal y cemento, realiza sus tareas muy eficientemente,
inclusive consagrándose a ellas. Tiene un escritorio en la barraca de
abastecimientos, calza pantuflas amarillas que viene usando desde hace algunos
años, ni siquiera porque no pueda comprarse otras, sino porque no atribuye
importancia al asunto.
—En mi empresa hay decenas de personas así; le aseguro que no tengo motivos
para que ninguna de ellas me inspire la más pequeña angustia; al contrario, tengo
en ellas la más absoluta confianza. Son trabajadores honestos, sencillos y útiles.
—Es que yo hablo solo de ese hombre; me permito recordarle también sus
características: come pan con salchichón, tiene los ojos desviados hacia los
costados, suele envolver la colación de media mañana en un periódico.
—Hay decenas de trabajadores de esas características en el establecimiento. Se ve
que usted sigue bromeando.
—Cuando usted entra en su oficina, él es presa de pánico y mete en el cajón de los
papeles más importantes su colación, porque le da vergüenza que usted lo vea.
—Y, ¿qué más? ¿Qué otras características especiales presenta?
—Se levanta de su asiento y dice siempre antes que usted: "¡Buen día, señor
director!".
—¿Y qué más? Ja, ja, ja, ja, ja, ja —ya están divertidos los dos.
—Estruja con la mano el papel engrasado del emparedado, mueve las piernas como
si tuviera deseos de orinar, y dice: "No he firmado, señor director, ni firmaré. Nunca
haré una cosa así contra mí mismo. Es un delito, un crimen, un crimen absoluto,
proceder así. Yo sé que todos los reglamentos establecen la prohibición de que
nuestra Empresa de Construcción venda cal y cemento a personas privadas, y para
colmo a precio rebajado, y usted me obliga a vender quinientas toneladas de cal y
de cemento ilegitímamente y a transportarlas a Clechocinek, como innecesarias,
cuando tres de nuestras obras en construcción han tenido que interrumpirse: la de
Siedlaczki Male, la de Przewóz y la de Burki Dojrzale, justo por falta de cal y
cemento".
—¿Sabe usted ahora de quién estoy hablando? —volví a decir al ingeniero Jagiello.
—Lo sé —contesta él—. Sabía desde el comienzo que usted querría a toda costa
hablar de su padre, y es por ello por lo que lo invité a venir con nosotros en
automóvil creando de ese modo una ocasión oportuna.
—Usted pretendía imponer a mi padre un delito, está claro que yo tengo que
protestar.
—Nadie me probará una cosa así, se trata de una vulgar mentira.
—Hágame el favor de decirme qué siente usted cuando entra a la oficina de él y ve
cómo agita las piernas alrededor del cajón del escritorio cerrado, como si quisiera
sacar de él el emparedado de salchichón que no ha terminado de comer.
—Eso no me interesa.
—Y, ¿sabe usted qué condecoraciones del Ejército Nacional tiene él? ¿Y qué
biografía? Su pasado lo hace merecedor de estima por parte de los demás. ¿Es usted
capaz de comprender eso?
—No me interesa.
—¿Y el "hueso" que tiene guardado en un cajón del escritorio, que conservó a
través de la ocupación y que sigue limpiando y aceitando?
—Esto es extorsión, una sucia extorsión; menos mal que lo dice usted en presencia
de terceros. Acaba usted de insinuar que tiene un arma, y que la tiene en su lugar de
trabajo, para usarla contra mí.
—No he dicho que contra usted, solamente digo que tiene un arma en un cajón de
su escritorio.
Llegamos ya a mi destino; deberían haberse detenido en la plaza para que yo
pudiese apearme. Sin embargo, continuaron adelante y él no tenía deseos evidentes
de preguntarme dónde convenía dejarme.
—La posición de armas sin autorización es un delito —observó— y luego se volvió
hacia mí y pude ver que se le habían iluminado los ojos y le chispearon de alegría.
—Comparto su opinión, pero no tengo influencia sobre mi padre. Es mayor que yo y
se guía por motivos serios.
Jagiello no respondió. Yo sentía que algo estaba madurando en su cabeza,
seguramente un pensamiento o algo parecido. No me equivoqué, ya que al pasar
por la iglesia se volvió hacia mí y me preguntó o, más bien, me comunicó:
—Va a declarar todo eso en la comisaría.
—¿Qué tengo que declarar?
—Que su padre tiene un arma, y que la tiene en su oficina.
—¿Usted piensa que voy a declarar contra mi propio padre? Puedo declarar contra
usted, inclusive contra su hermosa mujer, pero no contra mi padre. Contra mi padre
no declararía nunca, en ningún caso. Solo el fascismo proponía semejante
eventualidad, señor Jagiello. Exclusivamente los fascistas.
—No me hacen falta sus declaraciones; tengo testigos que confirmarán lo que ha
dicho usted aquí, ya que tanto mi mujer como el chofer han oído todo con
exactitud. ¿No es cierto, querida? —dijo a Bozena—. ¿No es cierto?
—No —contestó Bozena—, yo no he oído nada; me dormí hace un buen rato.
—Haga el favor de recordar con qué amenazó usted a mi padre, en caso de no
prestarse a colaborar en un delito.
—Yo no cometo ningún delito; soy responsable de la empresa y hago lo que me
parece correcto y necesario. Lo que pesa es mi voluntad y mi decisión.
Habíamos dejado atrás el pequeño parque con su viejo roble, bajo el que parece
que descansó Napoleón Bonaparte durante su penoso regreso de Moscú, como
seguramente ocurrió bajo muchos robles de otras ciudades y países dotados de
imaginación popular.
—¿Su padre está en casa? —preguntó Jagiello.
—Supongo que no solo está, sino que me espera desde hace rato, ya que llegamos
con una buena media hora de atraso.
—Vamos a ver a su padre —sentenció.
Y un momento después, cuando nos detuvimos ante nuestra casa, rogó a su mujer
que lo esperara en el automóvil. Lo dejé pasar adelante. Por el camino alcanzó
todavía a pasarse el peine por los cabellos, y entramos al vestíbulo. Salió a recibirnos
mi padre.
— ¡Oh —exclamó alegremente— qué alegría! Adelante, entre usted en mi humilde
casa. —Y nos introdujo a la habitación que en un tiempo fue la mía.
—Disculpe usted —decía formalmente mi padre— que esté así, vestido de
entrecasa; ya me cambio de ropa; tal vez una copa de vino: tengo vino de grosellas,
casero. ¿Se le ofrece, señor director?
—Lamento mucho, pero mi mujer me espera en el automóvil —protestó Jagiello.
—Ya voy yo a buscarla.
—De todos modos no vendrá, no tiene motivo para hacerlo. Me he enterado de
que cometió usted un delito. Tiene usted un arma en el local de la empresa.
—¿Quién le ha dicho eso? —preguntó mi padre.
—Por esas cosas se va a la cárcel, señor Sobieski.
—Responderé ante la ley, pero no me venga con amenazas —se indignó
bruscamente mi padre y se le inyectaron los ojos— Ya me han amenazado tantas
veces en lo que llevo vivido que no me asusto. En otros tiempos, la "Floresta Azul",
los alemanes... En los últimos tiempos tenía esa arma para los gorriones, porque se
comían las cerezas en el jardín. ¿Y ahora qué? No preví que ahora, en la vejez, en
vez de depositarlo en el museo y recibir el correspondiente diploma, me tocaría
empezar a llevarlo en vez de mi colación de la mañana, envuelto en un papel
engrasado, al escritorio. ¿Es muy agradable eso, señor Jagiello? ¿Y que por ello
tenga que ir a la cárcel? Oh, no, ya no me asustará usted con nada. Y se rió. —Saldré
bien parado, diré que lo tengo para las cornejas, o para los estorninos, porque me
estropean la fruta.
En ese momento entró en la habitación la mujer de Jagiello y mi padre se puso de
pie para recibirla. Miró a su alrededor y dijo:
—Uff, qué cansada estoy; ¿en qué anda usted, señor Sobieski?
—Bromeamos, querida —respondió Jagiello.
—¿Se serviría una copita de vino? —propuso mi padre.
Y entonces Jagiello, ese joven ingeniero Jagiello, explotó:
—Señor Sobieski —gritó—: ¿Usted piensa que yo no quiero actuar honestamente,
o qué? Puede usted conservar ese revólver en el armario, para sus cornejas, tanto
tiempo como le dé la gana. Eso ni me importa ni me molesta. También usted debe
comprenderme, señor Sobieski. Solo quería un poco más de ingreso solamente al
principio, inmediatadnente después de mi casamiento, porque entre nosotros (yo
murmuré en tono bastante alto: "los polacos", pero no me oyó) pueden ocurrir
muchas cosas ¿Por que no avenirse a eso? Mi padre fue un simple...
—Conocí a su padre —dijo el viejo Sobieski— y le garantizo que durante toda su
vida fijó vidrios con la mayor honradez. También murió en el momento oportuno,
exactamente cuando fue preciso.

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