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Pitol, Sergio - Antologia Del Cuento Polaco Contemporaneo
Pitol, Sergio - Antologia Del Cuento Polaco Contemporaneo
ROMAN SAMSEL
Solo para gorriones y estorninos
PRÓLOGO
Releo mis primeros artículos sobre Polonia. Son anotaciones bas tante ingenuas
escritas en Pekín en 1962. Desde la cotidianidad opaca de la vida en China,
sumergido en una irritación y en un malestar cada día más pronunciados
debidos a la anomalía de una situación que iba volviéndose cada vez más
asfixiante, recordaba con profunda melancolía los diez días transcurridos en
Polonia. La llegada a Varsovia. La impresión de desagrado durante los primeros
momentos. Al inicio todo me había producido consternación: bajo un cielo
sombríamente encapotado e implacables vendavales de nieve la ciudad
presentaba sus rasgos más descarnados. Enormes caserones semidestruidos,
ligeramente hermoseados por la blancura de la nieve. Me paseaba entre ruinas
o por avenidas y plazas de corte típicamente stalinista. Grupos de gente hosca
marchaban apresuradamente por las calles bajo un frío glacial de treinta gra dos
bajo cero. Los estragos constituían una presencia ineludible, edificios de
fachadas leprosas, huellas de metralla por todas partes. Era la Varsovia exterior.
Al fin un agradable estupor ante la Ciudad Vieja, el hermoso barrio cuya
reconstrucción fue posible gracias a los cuadros de Canaletto que lograron
salvarse. Y luego, la Varsovia fabulosa de los teatros, y la más íntima, la del
diálogo, la discusión, la inteligencia: reuniones en cafés y en departamentos
donde se discutía encarnizadamente hasta la madrugada. Más tarde, la furia y
la impotencia cuando de pronto, concluidas sin sentirlo aquellas fugaces
vacaciones, me vi metido en un avión de regreso a Pekín. Tardes infinitas
sobrevinieron dedicadas al recuerdo. Intentos de recomponer cada uno de
aquellos días que tan inexplicablemente me habían dejado marcado. Se inició
mi encuentro con la literatura polaca. Leía todo lo que podía conseguir —
bastante poco por cierto— en traducciones para mí comprensibles. Recibía
mensualmente las Polish Perspectives; algunos nombres comenzaron a serme
familiares, María Dabrowska, Jaroslaw Iwaszkiewicz, Kazimierz Brandys, Tadeusz
Rózewicz, Slawomir Mrozek. Resolví ir a como diera lugar a vivir a Varsovia. Seis
meses más tarde me hallaba instalado allí decidido a comenzar a estu diar la
lengua y la literatura polacas. A partir de entonces viví tres años en Varsovia
con muy breves interrupciones. Debo tristemente admitir que mis impresiones
de Polonia eran mucho más coherentes en aquellas primeras notas de lo que lo
son ahora. Podían reducirse a esquemas, asirse en un haz de conceptos. Los casi
tres años de estancia en el país se encargaron de ir destrozando dichos
esquemas, de ir ofreciéndome día a día nuevas sorpresas al ponerme en
contacto con una realidad cotidiana en apariencia absolutamente estática, pero
cargada, por abajo de la superficie, de dinamismo, de presagios, preñada de
enigmas, de anhelos frustrados, realizaciones y esperanzas. Mundo donde un
pasado casi legendario aflora aún en potentes chispazos de irracionalidad, de
poesía, de maldad o pureza; pueblo obstinado en diferenciarse de los otros
países eslavos y en formarse una tradición occidental; país de profundas
tradiciones católicas encauzado actualmente en un experimento político-
económico decididamente laico y eminentemente racional. Cualquier raciocinio
formulado el día anterior fácilmente puede desvanecerse ante una nueva visión.
Todos los datos pacientemente organizados durante semanas de investigación
llevan al observador, como en cierto momento de la lectura de novelas policiales,
a hacerle creer que tiene en la mano todas las claves y que está sobre la pista
segura, para que de pronto un dato al parecer anodino, surgido
imprevistamente, adquiera una súbita importancia y le demuestre que todo el
cuadro era artificial, que debe revisar nuevamente los conceptos a fondo y
comenzar desde el principio. En sus Cartas a la señora Z., señala Kazimierz Brandys
que hay días en que el análisis de los acontecimientos que nos circundan no
dejan lugar a otro sentimiento que no sea el del escepticismo, la duda y la
amargura, para, momentos más tarde, ante el cúmulo de objetivos logrados,
cambie la visión y vuelva nuevamente a cubrirnos el optimismo.
Y en esa dicotomía se va viviendo, saltando de un extremo al otro en espera de la
tan ansiada unidad.
¿Hay medios más apropiados para intentar explicarse la realidad de un país
que el estudio de su historia y su literatura? La primera, en el caso de Polonia,
más bien nos confunde. Entre tantas gestas heroicas de reyes jagellones y
príncipes Poniatowskis, hazañas renacentistas y Siglo de las Luces, se engendra un
destino pavorosamente trágico. Frecuentes repartos del país entre las po tencias
extranjeras, ocupaciones sangrientas, deportaciones colectivas, ejecuciones en
masa, hornos crematorios, cifras de ejecutados que ascienden a millones. Una
lucha tenaz entre ocupantes minuciosamente dedicados a hacer desaparecer
una nación y la voluntad igualmente obstinada de los ocupados por sobrevivir,
por persistir, por seguir siendo hombres —hombres polacos— y mantener idioma,
usos y tradiciones siempre vivos. Algunas de las fotos más trágicas que registra la
historia han sido tomadas en Polonia: Auszwitz, el ghetto, la destrucción de
Varsovia. Ya no existen las ruinas que hace apenas tres años y medio
ensombrecían algunos sitios de Varsovia. Son por fortuna sólo pasado, recuerdo,
y, sin embargo, a veces, aún se siente el tufo del incendio, de la piedra
carbonizada, de las grandes hogueras de seres humanos. La lección de la
historia es compleja. La primera deducción que uno sacaría es que no es posible
que después de semejantes pruebas aún exista esta nación. No resta sino el
asombro ante tal capacidad de persistencia y de resurrección.
Ese sino histórico no podía menos de reflejarse en la vida y en la creación de
los habitantes del país. La pérdida de la libertad, el largo período de opresión
rusa, austríaca y prusiana,, los esfuerzos por sobrevivir, el estancamiento
económico, los conflictos raciales, hicieron que Polonia quedara al margen de la
historia y no pudiera desarrollarse tan cabalmente como otras naciones europeas,
Cuando en 1918, por gracia del Tratado de Versalles, logró la independencia,
Polonia era un país escasamente industrializado, con capas dominantes de
mentalidad retrógrada, un clero exaltado, grandes masas de desocupados o de
campesinos mal pagados y un atraso científico muy considerable. Los veinte años
de entreguerras no lograron resolver tales conflictos y si bien presentaron una
gran ebullición en el campo de las ideas, también es cierto que ese perío do fue
campo de fermentación de algunos de los vicios más negativos de la población;
surgió, por ejemplo, el polocentrismo más desaforado, con su cauda de
chauvinismo, racismo, miedo al libre juego de las ideas, exaltación del culto a
los militares, etcétera. La joven nación por tanto tiempo sojuzgada no lograba
entroncar con él ritmo de la historia contemporánea y se debatía entre titubeos
y errores. Todo ello terminó el mes de septiembre de 1939 en que los sueños
de grandeza se desvanecieron del todo para dar paso otra vez a la pesadilla, en
esa ocasión llevada a extremos de locura. En 1945, cuando el país se liberó del
dominio nazi, intentó el esfuerzo más radical de toda su historia por romper con
las estructuras tradicionales y crear un sistema de producción socialista;
parecía utópico pensar en la realización de cualquier programa. Era un pueblo
fatigado, herido hasta en sus fibras más secretas. Una nación desquebrajada
moral y físicamente. Las imágenes de la Varsovia liberada no pueden menos
que producir una sensación de agobio. Un paisaje lunar, diabólico; kilómetros y
kilómetros cubiertos sólo de escombros y cenizas. Barrios enteros donde no
quedó piedra sobre piedra.
Las dificultades para reconstruir la nación fueron arduas. Oposición interna de
poderosos adversarios al socialismo, difícil situación internacional, luego el
período de errores bajo la tutela stalinista, el año 1956 y su memorable
"Octubre Polaco", la vuelta a las normas democráticas y los años siguientes con
su lucha implacable entre hielo y deshielo. Y dentro de ese caos y su
consecuente anhelo de luz se ha debatido una sociedad capaz de crear
instituciones, de hacer cultura, de experimentar. La Polonia actual es fruto de
todos esos avatares, es su consecuencia. Tal vez por ello los logros obtenidos, aún
los más modestos, son entusiasmantes, saben más a victoria que en otros lugares.
El hombre polaco es el reflejo de esos acontecimientos históricos y a la vez su
creador, su condicionante. Suyo es el fruto; él es la semilla.
No conozco otro lugar como Varsovia. Es una ciudad que copia a varias
ciudades europeas y a la vez es esencialmente distinta a todas. Nada hay en ella
de espectacular, de grandioso, ni siquiera de específico o típico. Quien la viva
podrá advertir que esta "unicidad" tampoco depende exclusivamente del hecho
de haber resurgido de entre las cenizas, de haberse vuelto a crear en medio
de la nada. No, hay algo más. Una racha poética cruda, delicada, brutal,
concreta, terrible y tierna que sopla por sus avenidas y callejones, penetra en los
bares, las casas, se adentra en los parques y jardines, se cuela en los teatros.
Creo que se trata de algo inmanente a los varsovianos. Siento que esta poesía
debe haber existido ya antes de la guerra y a principios de siglo y antes, desde
que Varsovia existe.
Una anécdota leída hace unos días logró envolverme de nuevo en aquel
mundo de poesía: a comienzos de 1945 Varsovia fue liberada. La ciudad era un
mundo de escombros, el noventa por ciento de los edificios había quedado
reducido a polvo. Volvieron entonces a su ciudad natal los varsovianos
sobrevivientes de la insurrección y del éxodo; llegaban de los campos de
concentración y de los trabajos forzados, de las aldeas donde habían logrado
encontrar refugio. Carecían de todo. No había agua, ni luz, ni calefacción. No
había nada. Sumergidos en hoyos cavados entre las ruinas trataban de
guarecerse de un invierno especialmente cruel. En medio de la desolación
comenzaron a aparecer algunos signos de vida: en un tranvía semiquemado se
vendía pan; después apareció otro con sopa. De pronto, a los pocos días de la
llegada de los primeros pobladores se abrió una tienda, la primera tienda en la
Varsovia liberada... ¡Era una florería! En aquel mar de detritus las rosas
combatían a su manera contra la bestialidad de la existencia.
¿Y la literatura? De ningún modo puede decirse que haya trai cionado sus
funciones. Ha sido espejo de esta realidad, pero no un espejo plano satisfecho
ante el mero acto de reflejar los datos inmediatos que ocurren frente a él, su
ambición lo ha llevado a lanzar sus reflejos a hurgar y remover por en medio de
los mecanismos profundos que producen tal realidad y a la vez,
contradictoriamente, a rebatirla, a intuir otras zonas de esa realidad, a propiciar
el desvanecimiento, la acentuación, la desaparición o la transformación de la
imagen.
Son múltiples los criterios que un antologo puede utilizar para seleccionar la
literatura de un país. Tantos como rostros ese país sea capaz de ofrecer. Cada
quien puede elegir la cara que prefiera y seleccionar entre todos los textos
disponibles los que le ayuden a configurar el retrato necesario. Se puede,
también, evitar este sistema y buscar los relatos sólo por el hecho de alcanzar un
determinado valor estético. En esta antología me ha interesado
fundamentalmente buscar uno de los rostros de Polonia y compartirlo con quien
se adentre en la lectura de este libro. Es la faz que a mí me ha ofrecido. Un
rostro compuesto de varios rostros. La cara de un personaje que va llegando a la
mayoría de edad no sin sobresaltos y que aún aspira a conocer y a disfrutar de
una nueva juventud. La imagen que presento parte de 1913 y termina en estos
días, está constituida por sueños, por testimonios, por parodias, por recuerdos de
la Polonia que fue, por aspiraciones de la Polonia que será.
Es difícil sintetizar cincuenta años de la vida literaria de un país, máxime
cuando no ha podido desarrollarse de manera natural y espontánea como en
otros, sino que se ha visto precisada a asumir las funciones de vocero para
denunciar aquello que la prensa no ha podido —o no se ha atrevido— a
comentar, de instrumento antropológico, sociológico, sicológico, sin renunciar
por ello a su papel de literatura, es decir, de instrumento apto para la expre sión
de valores estéticos.
Todas las comentes estilísticas que conforman la literatura europea del siglo
veinte intervienen en la formulación de esta imagen de Polonia que pretendo
revivir a través de una selección de narradores. Un confuso flujo de ideas y
sentimientos serpentea y se entremezcla para formar una unidad. Así el interés
por desarrollar las tradiciones nacionales del pasado, por ponerse al corriente
en los acontecimientos del mundo exterior, por negar a Europa, por desmentir
el pasado, por buscar los elementos contemporáneos, por seguir a Europa,
adueñarse de un lenguaje propio, por glorificar lo colectivo, por despreciar todo
lenguaje, por rescatar el sentimiento de realidad, por exaltar el individualismo,
por deformar la realidad. Los dieciséis autores que integran esta antología del
cuento polaco contemporáneo, a pesar de sus evidentes contradicciones forman
secreta, subterráneamente, el rostro de esa Polonia que admiro, amo y respeto.
Rostro en movimiento, cuatro expresiones fundamentales lo componen, la que
le han impuesto o han extraído de él, cuatro diferentes y decisivos momentos
históricos: la preguerra, la ocupación, la implantación del socialismo y el
Octubre de 1956. La primera está integrada por los recuerdos de Jan
Parandowski, que se remontan al ya casi prehistórico año de 1913 en que fue
robada del Louvre La Gioconda, y por los más tersos y melancólicos de Stanislaw
Dygat, por los esfuerzos de Boleslaw Lesmian encaminados a la formulación de
un lenguaje que fuese a rematar los pomposos resabios retóricos
decimonónicos y por las alucinantes fantasmagorías de Bruno Schulz y Witold
Gombrowicz en las que los confines entre realidad e irrealidad, lucidez y
desvarío se pierden. La segunda expresión, la impuesta por la guerra, es más
que nada una mueca. Mueca de angustia ante el sinsentido de aquella
experiencia en Jaroslaw Iwaszkiewicz, de brutalidad y escepticismo en Tadeusz
Borowski, autor del texto más terrible que registra está antología. El tercer
período lo define la actitud de humildad de Maria Dabrowska y Sofia
Nalkowska —ésta última una de las escritoras más sofisticadas y elegantes del
período de la preguerra— que se reduce casi al mero inventario de despojos
materiales y humanos que el período anterior ha legado. Pareciera que la labor
del escritor quedara cumplida en ese momento con la sola labor de reconocer las
cosas y darles un nombre como en el primer día de la creación: esto es una
calle, esto era una casa, esto es un plato de sopa, esto fue un hombre, esto es el
mal. Enunciar ya es entonces suficiente. El mundo atormentado y febril de Adolf
Rudnicki se suma en este período para borronear aún más con nuevos
problemas los amargos contornos de esta faz. El rostro en su cuarto momento,
el que ha presentado en los últimos diez años, se vuelve expresivo y movible.
Insolente, juvenil y desesperado en Marek Hlasko, denso de tribulaciones y
conflictos morales en Jerzy Andrzejewski, sardónico en Slawomir Mrozék,
oscuro y pesimista en Tadeusz Rozewicz, bello y patético en esta nueva etapa de
Iwaszkiewicz, atormentado entre la necesidad de elección y el peso impuesto
por el pasado en Kazimierz Brandys y lleno de acerva y juguetona mordacidad
en las parábolas de Leszek Kolakowski.
Lamento no haber podido incluir, por razones fundamentalmente de espacio,
algunas muestras de la obra de otros creadores polacos, tales como Ksawery
Pruszynski, Bohdan Gzészko y Stanislaw Wygodzki, cuyos textos podrían haber
añadido nuevos matices a este retrato.
Xalapa, Ver.;, 14-de noviembre de 1966
Antología
JAN PARANDOWSKI
[1893-1978]
Jan Parandowski es uno de los más prolíficos autores polacos. Su amplia obra se
nutre en las más diversas fuentes y se expresa de variadísima manera. Está
impregnada, sobre todo, de pasión por la herencia cultural del pasado.
Parandowski hizo estudios de arqueología y filosofía clásica. A los dieciocho años,
siendo aún estudiante de liceo, publicó su primer libro, un estudio monográfico
sobre Rousseau. A partir de entonces ha escrito estudios helenísticos, biografías
noveladas, libros de memorias, ensayos sobre estética, novelas y cuentos. Se
destacan las siguientes obras: Mitología, 1923; Eros en el Olimpo, 1929; Rey de
la vida, 1930; Cielo en llamas, 1936; Los signos del zodíaco, 1938; La hora
mediterránea,. 1949; Alquimia de la palabra, 1951; El cuadrante solar, 1953. Ha
traducido La Odisea y Dafnis y Cloe.
JAN PARANDOWSKI:
MONNA LISA
Acabábamos de vivir una de esas horas con las que durante años sueñan
millares de estudiantes. Nuestro "Griego" no fue a darnos la lección. Unos
afirmaban que estaba enfermo; otros, que había enviado los zapatos a casa del
remendón. En vez de él vimos aparecer al viejo Mankowski, que hacía las delicias
de nuestros compañeros del primero B. En la muy rica galería de excéntricos que
engalanaban nuestro Liceo, era indiscutiblemente la figura más conspicua. Con él
siempre sucedía algo imprevisto; aquella ocasión, sin embargo, superó a todas
las demás.
Tan pronto como abrió su Homero empezó a reir. Estábamos seguros que nos
iba a beneficiar con alguna de las bromas repetidas hasta el cansancio, con que
ya había aburrido a sus alumnos del siglo pasado: "¿Me preguntan cuál es la
semejanza entre La Ilíada y el Pan Tadeusz de Mickiewicz? Pues bien, La Ilíada
consta de veinticuatro cantos y Pan Tadeusz también de doce"... Pero no, se
contentó con reir entre la barba gris y a cubrirse la cara con una mano. Esto duró
un buen rato, después se calló, gesticuló como si por debajo del escritorio
hubiera recibido un golpe violento en la pantorrilla. Abrió la boca para llamar
a algún alumno cuando un nuevo acceso de risa loca lo sacudió.
—No, decididamente no puedo —exclamó riendo y llorando a la vez, mientras
el rostro, o, más bien, la pequeña zona rojiza alrededor de su nariz que la barba
respetaba, enrojecía aún más hasta alcanzar el color de una peonía—,
decididamente no puedo.
En la clase nadie se atrevía a reir, nos había asaltado el terror de que el viejo
hubiera realmente enloquecido, como ya una vez había estado a punto de
ocurrir. Para colmo, he aquí que, ¡oh siniestro presagio!, en La Odisea, abierta
ante nosotros, Homero nos anunciaba en un murmullo: "... Atenea produce a
sus amantes una risa inextinguible y les turba el espíritu..."
No, nadie reía. Permanecíamos petrificados, contemplando al viejo fruncirse,
contorsionarse, estremecerse como un poseído. Poco a poco, sin embargo, su risa
loca se volvió contagiosa. Pronto se apoderó de toda la clase, ligera al principio,
como el estremecimiento de un río que se encrespa bajo la acción del viento,
para luego, semejante a la ola, estallar de manera formidable y estruen dosa.
Después cesó del todo, como en los huéspedes del Calígula de Rostworowski, pues
el temor nos volvió a poseer. No podíamos dar crédito a nuestros oídos: ¡el viejo
cantaba! Con voz temblorosa, entrecortada por la risa, gorjeaba:
—En el bosquecillo de Ida, tres diosas sostienen en ese instante una lucha
encarnizada. . .
Un pesado silencio de angustia acogió el estribillo. Al parecer eso lo hizo
recobrar el juicio. Mostró más calma, la suficiente al menos para relatarnos la
historia de la noche anterior.. . Su hija, "la niña" como la llamábamos con
almibarada ternura, una señorita de más de treinta años, lo había llevado al
teatro a ver La bella Helena.
—Es algo extraordinario —dijo—, se pasa uno la mitad de su existencia
envenenando a la juventud y a sí mismo con Homero, y he aquí lo que os
ofrecen: "Los dos Ayax, los dos Ayax, parten hacia Creta, parten hacia Creta,
parten, parten... tra la ra la la..."
En ese momento, derribados todos los diques, un torrente de risas cundió por la
sala. Unos hipaban, otros se doblaban por las convulsiones, Lewitki se quitó el
blusón para poder desabotonarse la camisa. Prosolowicz se lanzó contra
Stretchouk a puñetazos. Kanafas, de pie sobre su banco, dirigía la tonada con
su regla, rugiendo:
—¡Los dos, los dos Ayax!
Ni siquiera advertimos el toque de la campana, ni la salida del viejo. Como
reproche nuestro "Filósofo" se detuvo un momento ante los escalones de la
cátedra, hasta que los "chtss" emitidos en las primeras filas lograron que al fin la
clase tornase casi a la normalidad. El "Filósofo", con los brazos cruzados, seguía
manteniendo la inmovilidad de una estatua. Con la mirada, tanto como con la
sonrisa —digamos amarga— nos manifestaba su desprecio. Después de todo,
estábamos en el segundo año, —llevábamos dos galones en el cuello— el último
año antes del bachillerato, y había sido precisamente con su ayuda que la
semana anterior habíamos penetrado en las profundidades cartesianas del
Cogito ergo sum. Eso nos comprometía, nos imponía el peso de un respeto
hacia nosotros mismos.
Como Décimo Mus me ofrecí en holocausto por la clase entera. Me levanté y
comencé a decir:
—Le rogamos que tenga la amabilidad de excusarnos, señor profesor, pero
precisamente acaba de...
Separó los brazos que tenía cruzados sobre el pecho y asestó un tremendo
puñetazo en la mesa.
—Eso no me interesa. No voy a ocuparme de estupideces, cuan do acaba de
ocurrir una cosa... ¡Cómo!... Por lo que veo, señores, ni siquiera se han
enterado de la noticia...
Y desdobló el periódico. Leyó una gacetilla que relataba el robo de la Gioconda
en el Louvre. Nos sorprendió, sin llegar a estremecernos. Nadie sabía con
precisión de qué se trataba. Sentí convergir en mí las miradas de mis
compañeros, pero mantuve los ojos bajos, su confianza me avergonzaba. Esta
se apoyaba en el hecho de que yo había viajado a Venecia; me habían oído
hablar del Tiziano, de Tiépolo, y, sobre todo, de Pablo Veronés, cuyos
murales del Palacio de los Dux había contemplado con admiración, y de
quien guardaba en una reproducción a colores de su Dialéctica como imagen
sagrada, entre las páginas de mi Lógica. Con la cabeza gacha traté de recordar
lo que pudiera saber sobre Leonardo de Vinci y si había visto en alguna parte
la Gioconda. Cuando levanté la mirada la vi, y conmigo la clase entera.
El "Filósofo" acababa de clavar con alfileres la Monna Lisa sobre la
reproducción de la Atenea del Partenón que dominaba la cátedra. La
contemplamos ávidamente, nadie osaba decir palabra. Estábamos
desconcertados ante la sonrisa de aquella mujer. Tenía la edad de nuestras
madres, pero no sonreía como una madre. Era inverosímil arrogarse algún
derecho sobre aquella sonrisa. Venía a rozar nuestros rostros, errabunda y
lejana. Una especie de inquietante amargura surgía en nosotros. Estábamos
oprimidos por el confuso sentimiento de que el profesor al ocultar con esa
aparición nuestra luminosa y tranquilizadora Atenea, acababa de romper la paz
de los cuatro muros cincelados que velaban, serenos, sobre las hileras de pupitres
y sus tranquilos ocupantes. Una voz grosera murmuró, con una risa breve,
nerviosa que se propagó por el salón como un escalofrío.
—¡Eso no concuerda con el aoristo!
Pero nuestro "Filósofo" comenzó a hablar. Antes de las primeras palabras había
escrito en el pizarrón: "Leonardo de Vinci". No dejamos borrar ese nombre sino
hasta la última lección de ese día que se había iniciado con risas para terminar en
una melancólica ensoñación. La sombra del gran hombre nos siguió todavía
cuando salimos del colegio.
A menudo ocurre que una cosa ignorada hasta entonces, o que ni siquiera nos
cruza por el pensamiento, repentinamente se torna familiar, y se nos presenta a
cada paso. Así, a partir de ese día Monna Lisa nos sonrió desde los escaparates
de las librerías, las pantallas y las revistas. Se convirtió bruscamente en la
compañera de nuestra vida cotidiana: Kasprowicz la saludó con un poema que
Graszynski tradujo al griego de las antiguas elegías.
Y fue también ella, Monna Lisa, quien me condujo por una pendiente
peligrosa; la del café. Por primera vez en mi vida franqueé ese umbral vedado,
haciéndolo además con la conciencia envenenada del culpable. En vano me
levanté el cuello del abrigo para ocultar mis galones dorados, en vano traté de
esconder en el bolsillo mi gorra del liceo, el camarero al llevarme el té con
limón me hizo un guiño de complicidad.
Mi seductor era un artista, de quien el tío Stefan seguramente habría dicho
que era un pintor wie es im buche steht. Se le hubiera tomado por un tipo
escapado de una colección de sujetos extravagantes. Tenía los cabellos largos y
el rostro lampiño como el de un sacerdote o un actor, pues en aquella época sólo
esas dos categorías del sexo masculino carecían de ornamentos capilares en la
cara. Lucía una chaqueta de terciopelo que en otro tiempo debió haber sido
color miosotis, se aureolaba la cabeza con un sombrero negro a la Rembrandt y
completaba su indumentaria con una capa cuyo tinte grisáceo denunciaba la
vejez, pero también un irreductible desprecio por todo cepillo o afán de
limpieza.
Eramos cuatro los que caminábamos tranquilamente conversando sobre Monna
Lisa. De pronto, en la plaza Smolska se lanzó hacia nosotros aquel pintor,
apostrofándonos con palabras extrañas. La invectiva más injuriosa era
"adoradores de nabos". Mis camaradas desaparecieron rápidamente y quedé
solo, impotente para escapar, pues la mano del pintor me oprimía un brazo.
Momentos después me encontré sentado a su lado, encogido, atontado y mudo,
mientras él, bajo sus cejas feroces, me taladraba con la mirada oscura y
tronaba:
—¡Abajo la impostura!
Todo el café volvió los ojos hacia nosotros. Me encogí aún más y me concentré
en el té con limón que me quemaba los labios.
—¡Abajo!— repetía el pintor aún con más energía, lanzando a su derredor una
mirada amenazadora.
En ese viaje circular su mirada tropezó con una revista hacia la que
precisamente en aquel momento se tendía la mano del señor sentado en la
mesa vecina. Rápido como un relámpago, el pintor se adelantó a su ademán y
me puso bajo la nariz el retrato de Monna Lisa impreso en la portada de la
publicación.
Desde el marco negro, donde no quedaba ningún trazo de las colinas
ondulantes ni de las cascadas cantarinas, la mujer me miraba y, en ese instante,
tuve la impresión de que no era ni bella, ni joven. Su misma sonrisa se diluía
entre los colores de la impresión.
Monna Lisa se encontraba absolutamente indefensa bajo el puño del pintor y el
granizo de sus injurias. No le dejó hueso sano. Hizo de ella la encarnación de
todos los desórdenes y bajos apetitos del Renacimiento. ¿Un demonio de
libertinaje y perversión? Además, haciendo de repente nuevo acopio de energía,
comenzó a despojarla de todas las características de la obra de arte. Allí no había
ni dibujo, ni color, ni composición. Para decirlo en pocas palabras, aquello
podría compararse con una fotografía, y eso si se era indulgente.
Me sentía sobre espinas. La gente se nos aproximaba en número cada vez mayor
para escuchar. Por fin, un señor de barba negra y oscuras cejas muy pobladas,
que hasta entonces había permanecido inclinado en silencio sobre su tablero de
ajedrez, levantó los hombros y fijando en el pintor una mirada azul muy clara
en la que la agudeza y la penetración se matizaban con un guiño burlón, dijo:
—¡Qué estupideces! Todos los que como usted se dedican hoy en día a
embadurnar lienzos no valen uno solo de los trazos de Leonardo.
La voz era tranquila, igual, serena, y, sin embargo, cada palabra resonaba en la
sala llena de humo con un timbre de bronce, según la metáfora que en ese
instante surgió en mi mente de estudiante, llena del estruendo de escudos y
armaduras homéricos.
La puerta de la cocina dejó de rechinar, cesó el tintineo de vasos en las
bandejas de los meseros. Rompiendo un silencio que esperaba una respuesta, el
pintor exclamó:
—Camarero, la cuenta.
Le quedé agradecido. Yo salí primero. A través del cristal lo vi ponerse
majestuosamente la capa y salir de aquel "templo de pequeños cerebros y mal
café". A pesar de que me fastidiaba completamente lo acompañé aún durante
un instante. Lo interrogué sobre el individuo que había tomado de improviso
la palabra:
—¡La barba! ¡La barba!... —repetía en todos los tonos, entre burlón y
desesperado.
Pensé que se trataba del ornamento capilar del hombre del café. ¡Qué ingenuo!
La barba era el filisteísmo, las pantuflas y los "nabos" ; la barba era la prehistoria,
el cretinismo, la maleza del espíritu retrógrado; la barba eran las flores de visita
y el pago regular de los impuestos... pero, sobre todo y ante todo y por encima
de todo, era el símbolo de quienes le hacían el juego a lo viejo, a lo apolillado y
decrépito, como aquel bonzo de Leonardo de Vinci; todo lo que no merecía el
menor de los rayos anunciadores del alba del arte personal, su arte.
—Ven a verme uno de estos días. ¡Te mostraré lo qué es la verdadera pintura!
Pero ni me dejó su dirección ni me señaló una fecha; se alejó, genio
indiscutible, desconocido, incomprendido.
Esa noche soñé con "la sonrisa". Jamás me había sentido más feliz al dirigirme
al colegio. Pero he aquí que apenas había colgado mi gorro en la percha de
nuestra clase, apareció el conserje y, haciendo sonar sus llaves, me dijo que el
director quería verme. Solamente unos cuantos pasos separaban nuestro salón
de clases del gabinete del director, los transpuse en un abrir y cerrar de ojos.
¿Qué me apresuraba de ese modo?
Al abrir la enorme puerta (la Porte Sublime, como la llamaba nuestro "Filósofo")
me sentí intranquilo. El director nos infundía terror, pese a que la naturaleza le
había negado todos los elementos indispensables para despertar el pánico de los
adolescentes: estatura, voz potente y mirada penetrante. Era pequeño,
hablaba en voz baja y dudo si podía ver más allá del alcance de su brazo.
Cuando entré el director se hallaba en el centro de la habita ción. Hizo un
ademán. Me acerqué; estaba a un paso de distancia de aquel hombre hacia
quien en el primer año de primaria tenía que ver levantando la cabeza y que
ahora era mucho más bajo que yo. Entrecerrando los ojos tras sus dorados
espejuelos de varillas rojas, empezó a decir casi en un murmullo palabras que me
hacían estallar los oídos.
—No respetas el uniforme... No respetas el liceo... No eres digno de continuar
en esta escuela...
Sentía un nudo en la garganta, no sé ni cómo logré decir:
—No podría resistir otra...
Nunca en la vida entendí con mayor claridad lo que significa "sentirse al borde
del abismo".
Caía en ese abismo como en una pesadilla, sin apoyo, sin auxi lio. Me así a las
palabras, quebradizas como hierba seca.
—Es la verdad.. . no podría resistir en otra escuela... ¿Qué cosa hice?
El director se me acercó, levantándose en puntillas para escudriñarme el rostro.
No sé si pudo descubrir algo más que mi palidez. Inmediatamente se volvió de
espaldas y, como si le hablase a la ventana, murmuró hacia los brillantes
cristales unas frases breves que resumían mi estancia en el café.
—No intentes desmentirme. Te vio uno de los profesores. ¡Y en qué compañía!
Alzó los brazos con tanta violencia que uno de los gemelos se le desprendió de la
camisa.
¿Quién podría haber sido? Con esta pregunta volví al salón. Cinco profesores
nos dieron clases ese día, pero ninguno se traicionó. No podía sospechar de
nadie. Y ni al día siguiente ni después aclaré esa duda. Aún ahora no sé quién
pudo haber denunciado.
Aquella fue la semana más terrible de mi vida escolar. Todos los días, al
trasponer el umbral amado, me decía que esa podía ser la última vez. Para ir al
salón de clases había que pasar frente a la oficina del director. Me deslizaba
frente a ella como un ladrón. Hasta que el sexto o séptimo día vi salir de esa
puerta a mi madre. La contemplé a la distancia y cuando empecé a descender me
acerqué a la balaustrada para mirar escaleras abajo. Del aspecto y movimientos
de mi madre nada pude deducir. Se detuvo frente a la cocina del liceo y con
curiosidad de ama de casa se puso a ver las salchichas que hervían en una olla,
los emparedados de jamón y las tablillas de chocolate. ¿Se ocuparía de tales
cosas si mi asunto fuera tan terrible?
—Bien —dijo a la hora del almuerzo—, te permitirán quedarte en el liceo;
pero este semestre tendrás cero en conducta. El director está furioso contigo.
—No te preocupes —dijo el tío Stefan, quien estaba de visita ese día—, tu
mamá puede arreglarlo todo. Es un Metternich.
Esto en sus labios era un elogio, pues consideraba a Metternich como genio de
la diplomacia, olvidándose de todos los defectos del zorro vienés.
Después de la salida del tío Stefan, que cerró tras sí la puerta con un humor
magnífico, mamá me pidió que pasara a su habitación.
—Tu tío te dejó esto —dijo, dándome un paquete en el que podía adivinarse
la forma de un cuadro enmarcado.
Era una reproducción a colores de la Monna Lisa; una de esas con las que
Propst llenó en ese entonces la mitad de una exposición.
—Tu tío Stefan —dijo mi madre sonriente— cree que este cua dro debe hallarse
en toda casa decente.
Lo colgué sobre la librería, frente a la ventana. El sol de la mañana saludó a la
Gioconda con los primeros rayos que nos envió por encima de la chimenea del
edificio de enfrente. Quedé admirado. A la hora del desayuno dije que tenía
que darle las gracias a mi tío.
—Ya lo he hecho en tu nombre —dijo mamá y suspiró mirando el cuadro—.
Puede costarme muy caro.
El mayor peligro ya había pasado, pero me apesadumbraba la idea de tener
mala nota en conducta. ¡Maldito pintor! Me pro metí decirle algunas frescas;
pensé la manera de humillarlo profundamente. ¿Pero dónde encontrarlo?
La ocasión se presentó muy pronto. Fui a visitar a mi tía, llevándole unos
pastelillos de la casa. La hallé en una habitación que yo no podía soportar; me
sentía en ella como dentro de un ataúd. Era larga, de techo bajo, con una sola
ventana que daba al patio, pero que no estaba en el centro de la pared, sino
a un lado, de manera que las dos terceras partes del cuarto quedaban siempre
en la penumbra y su oscuridad se espesaba gracias a las pesadas cortinas
verdeoscuras, al sobrecama y al mantel de ese mismo color y a dos enormes
armarios negros que eran como los cerrojos de la noche.
Desde la entrada vislumbré a mi tía con su pálido rostro, sobre el que se
concentraba la poca luz que había. En el fondo se movía alguien. Ella se dirigió
hacia aquel bulto y dijo:
—¡Mi sobrino!
—Ya nos conocemos —aclaró el hombre al estrecharme la mano.
Era el pintor.
—Mira, Dunio —dijo mi tía—, lo que me trae este señor. Acércalo a la luz. Es mi
pequeña Karolina. Parece estar viva, querido, parece realmente vivir.
El pintor me ayudó a acercar a la ventana el gran retrato de mi prima. Hacía un
año que una tisis se la había llevado. El retrato, ejecutado sobre el modelo de
una foto, representaba a una joven en vestido corto, con una trenza que le
caía sobre el pecho, un misal entre las dos manos juntas. El rostro era
sonrosado, los ojos de un azul sereno. Jamás la había visto así. No existía ninguna
semejanza, ni siquiera en los rasgos. Sólo el dolor ciego podía per mitir a una
madre reconocer en aquel botón de rosa a su hija que, amarilla como la cera,
con los ralos cabellos pegados al cráneo, las grandes pupilas dilatadas por el
miedo, amedrentada siempre, había vivido en aquella misma habitación antes
de que la muerte llegara a buscarla.
Levanté la mirada hacia el pintor. Sin duda la interpretó a su manera, pues
murmuró a mi oído:
—¿Qué se puede hacer? Es necesario vivir.
Sonrió, suspiró, bajó los ojos. Yo no conocía gran cosa de la vida, aún no había
visto una sonrisa semejante. Ni siquiera era capaz de imaginar que una sonrisa
pudiera significar tantas cosas y estremecer a un hombre más de lo que lo haría
un grito. Permanecí mudo. El silencio es a veces más cruel que las palabras. Ese
día pude saber lo que el mío podía tener de hiriente, de afilado, de
intolerable.
El pintor tomó con precaución el retrato y volvió a colocarlo en el fondo de
la oscura habitación.
Y aún ahora puedo ver sus hombros agobiados.
BOLESLAW LESMIAN
[1878-1937]
Cierto día, nuestro barco se encontró en las proximidades de una isla cuyo
nombre desconocíamos. Observamos de pronto que sin causa aparente se
volvía cada vez más pesado, sumergiéndose en el agua más de lo habitual.
El capitán, acompañado de un grupo de marineros, bajó a la cala para
averiguar el misterio de tan brusco cambio.
Al cabo de un rato volvió a cubierta, lívida la cara, como la pared.
—¡Terrible cosa! —anunció a la tripulación—. Estamos cercados por un nutrido
banco de peces sierra, que ya han hecho algunas perforaciones en el casco.
Vamos a cerrar los agujeros como podamos, aunque el éxito de la lucha es
incierto. Es posible dominar a estos peces cuando están aislados, pero muy
difícil combatirlos cuando se presentan en multitud.
Comprendí perfectamente la alarma del capitán. El sierra es un pez monstruoso
cuyo hocico se prolonga en una especie de instrumento dentado y agudo. No sé
si animan a este pez intenciones mortíferas, pero de lo que sí estoy seguro es de
que no posee otras armas fuera de la sierra. Por ello, siempre que quiere hacer
una jugarreta, sólo puede recurrir a su única herramienta. Cualquier acción que
emprenda termina en lo mismo: serrar. Le es indiferente lo que sierre, lo que le
importa es serrar. Su vida entera se limita a un serrar ineluctable e incesante.
Es difícil determinar si este animal nació para serrar o si sierra con el fin de
afirmar su presencia en el mundo. Y aún más difícil resulta establecer si sierra
porque verdaderamente le gusta hacerlo, o porque no dispone de otro
instrumento que la sierra, y todos sus reflejos inconscientes se plasman en el acto
de serrar. Este pez, sin duda alguna, sería una criatura muy útil si ayudase a los
leñadores y serradores. Pero en vez de civilizarse para bien y provecho de la
humanidad, prefiere mantenerse en estado salvaje y rapaz. A menudo se reúne
en multitudes para atacar a los navíos, y el naufragio es entonces inevitable; hace
funcionar su sierra, voluptuosa, tenaz y concienzudamente, hasta perforar los
cascos más reacios. De poco sirve tapar y recubrir con alquitrán las hendiduras y
orificios abiertos; porque la infatigable sierra, a la que nada desanima, vuelve a
la carga con redoblada celeridad. La mejor demostración de todo esto es lo
que ocurrió con nuestro barco.
Las palabras del capitán nos llenaron de espanto y desesperación. Todos, hasta
el último hombre, nos precipitamos por las escalas, y nos pusimos a trabajar
diligentemente. El casco estaba ya perforado en trescientos sitios, y como
nosotros éramos trescientos —trescientos valientes marineros—, cada uno se
dedicó a cerrar un agujero. En un instante, logramos detener la entrada de
agua en el barco. Pero la desgracia quiso que nos topáramos con unas sierras
excepcionalmente afiladas y astutas. En vez de volver a aserrar los agujeros
que habíamos obturado, atacaron nuevos lugares en los espacios que quedaban
entre las perforaciones anteriores. Antes que lográsemos advertir lo que
ocurría, las astutas sierras habían abierto ya otros trescientos agujeros. En
cuanto a la proporción, seguía siendo la misma: trescientos valientes hombres
de mar contra trescientas pérfidas sierras. Nos precipitamos a las nuevas
aberturas, y empezamos a cerrarlas con indecible ahínco; pero no habíamos
realizado aún la mitad del trabajo cuando los inteligentes peces,
aprovechándose de la ventaja del tiempo, volvieron a abrir con horrorosa
rapidez los trescientos agujeros que acabábamos de tapar. De esta suerte nos
tocaban ya dos perforaciones por persona, lo que complicaba de un modo
espantoso el trabajo. Y no fue eso todo. Los malignos animales, queriendo
visiblemente hacer inútil nuestra labor y negarnos toda esperanza de salvación,
practicaron con toda rapidez trescientos taladros en otros sitios. Cada hombre
tenía ya a su cargo tres agujeros. El combate continuó, sordo y obstinado, hasta el
momento en que cada marino llegó a encontrarse responsable de diez enormes
aberturas: seis grandes orificios y cuatro insignificantes, aunque peligrosas,
hendiduras. Las sierras alcanzaban su propósito. Nuestro trabajo se volvía inútil.
Perdimos la fe en nuestra salvación. El agua penetraba a torrentes en el barco,
rugiendo, espumando, silbando. El buque se hundía. Nos esperaba una muerte
atroz en medio de las sierras.
—¡Señores de la tripulación!... —gritó el capitán—. Preferiría morir bajo el
hacha de un leñador ordinario a caer bajo el filo de esas sierras. Antes que el
agua nos asfixie, antes que hayamos perdido el conocimiento, estos monstruos
nos habrán aserrado en dos, en tres y hasta en cuatro trozos. Serrar a los
agonizantes: a eso dirigen su actividad, tal es su propósito. Abandonemos, pues,
este trabajo inútil y volvamos al puente. Quizás logremos encontrar algún medio
de salvación.
Seguimos el consejo del capitán, y al instante volvimos a cubierta. Nuestros
corazones se regocijaron al ver que durante nuestra ausencia el barco se había
acercado tanto a la isla desconocida, que de un salto, posible aunque difícil,
podíamos pasar del puente a la playa.
Nos pusimos en fila en el puente y comenzamos a saltar uno tras otro. El
primero fue el capitán. Saltó de tal manera, que al caer en la orilla se lastimó la
pierna derecha y se hizo algunas heridas superficiales en la izquierda. Tras él
saltaron los marinos, quienes lo hicieron mejor, sin abandonar la pipa que
sujetaban con los dientes. Al fin me tocó el turno. Nunca había salvado de un
salto una distancia tal, y mucho menos en circunstancias parecidas. No llegar a la
isla y caer en el mar significaba ser despedazado por las sierras. Me agaché
varias veces para tomar impulso y poder elevarme en el aire con mayor
elasticidad, pero otras tantas me enderecé por temor a fallar. Se me ocurrió
una excelente idea. Arranqué una de las grandes velas y, agarrándola por los
extremos, la desplegué sobre mi cabeza. El fuerte viento la hinchó. Entonces me
volví a agachar, me lancé con todas mis fuerzas y salté, volé mejor dicho;
porque la vela me sostenía en el aire y facilitaba considerablemente mi
desplazamiento. Guando toqué tierra, el capitán y toda la tripulación me
felicitaron por mi inventiva. Experimentábamos una alegría inmensa. Los burlados
peces remolineaban furiosamente en el mar, mostrando de vez en cuando sus
agudos instrumentos dentados. Inmediatamente nos pusimos en marcha hacia el
interior de la isla para examinar el lugar y buscar alimento.
No encontramos nada comestible, pero fuimos a dar a una aldea sumamente
extraña, compuesta de chozas de tierra y paja, cubiertas de musgo y liqúenes.
Más aún nos extrañaron los singulares pobladores de aquella aldea. Eran
pigmeos semejantes a perros pequeños. Tenían la piel negra como el ébano y los
ojos purpúreos y brillantes como brasas. Debajo de una nariz muy ancha, con
aletas móviles, se abrían unas fauces enormes provistas de largos colmillos
blancos. Nos vieron desde lejos, y nos hicieron señales amistosas con las manos,
invitándonos hospitalariamente.
—Capitán —dije—, no me fío mucho de esta gente ni de sus ademanes
cordiales. Más parecen demonios que seres humanos.
—Las apariencias engañan —me replicó el capitán—. A menudo, tropezamos en
la vida con personas de exterior monstruoso que poseen un gran corazón y con
otras de bella apariencia que carecen totalmente de él. Creo que podemos
confiar sin reserva en las señales que nos hacen. Estoy seguro de que
encontraremos entre esos monstruos más tiernas atenciones y hospitalidad que
en ninguna otra parte.
Los marineros aprobaron unánimemente las palabras del capitán, y
apresuramos el paso para acercarnos a la aldea. Los enanos nos rodearon y nos
observaron curiosamente, con una expresión extraña y que me atrevería a
llamar golosa.
—Capitán —susurré de nuevo—, ¿no le parece que estos enanos nos
contemplan con apetito? ¿No es su mirada semejante a la de los caníbales
consumados y expertos? Nos miran como si pensaran con qué ingredientes y
salsas van a condimentar esta carne que hasta ahora hemos considerado como
componente de nuestro seguro e incomestible cuerpo.
—Eres demasiado receloso —respondió el capitán—; a mí me causan más bien la
impresión de monstruos benignos que desean compartir sus provisiones con
nosotros.
Una vez más los marinos asintieron a las palabras del capitán, quien, por medio
de señas, se esforzó en hacer comprender a los pigmeos que teníamos hambre y
sed. Aquéllos entendieron inmediatamente los elocuentes ademanes de nuestro
capitán. Una ruidosa algarabía se produjo entre la multitud. Era evidente que se
consultaban acerca de algo, y el capitán nos explicó que, en su opinión, se
preguntaban qué platos preparar para celebrar con esplendor y pompa nuestro
arribo a la isla. Enjambres de enanos se afanaban en torno a nosotros.
Mientras unos instalaban una mesa, otros acarrearon unos bancos, y los
restantes corrieron a la choza más próxima, de donde salieron poco después en
tumulto, llevando unos extraños vasos y una botella de forma irregular.
Nos sentamos a la mesa, en espera de la comida y la bebida. Los pigmeos nos
ofrecieron los vasos, con una sonrisa que me pareció repugnante, mientras
escanciaban en ellos un líquido verdoso. Aquel brebaje exhalaba un perfume tan
denso, apetitoso, embriagador y tóxico, que el capitán y los marinos vaciaron
con éxtasis sus vasos hasta la última gota, sin darme tiempo a preve nirlos. Estaba
seguro de que aquella pócima contenía hierbas soporíferas, de ésas que privan de
la conciencia y despojan completamente de la voluntad a quien no sabe
resistirse a su perfume maléfico. No la bebí. Y acerté. Mis sospechas se
confirmaron inmediatamente. Primero el capitán y luego todos los marinos,
adquirieron una expresión extraña, de extravío e inconsciencia. Presa de una
enajenación peculiar y de una rara clarividencia, comenzaron a decir cosas tan
disparatadas, que los cabellos se me ponían de punta. Con gran experiencia y
virtuosismo, enumeraban las diversas recetas culinarias que mejor convenían
para cada una de las partes de su cuerpo. Observé con horror que los pigmeos
escuchaban atentamente las instrucciones que daban aquellos insensatos. Era
evidente que conocían nuestra lengua, aunque arteramente habían fingido no
comprenderla.
El capitán, palpando sus rollizas mejillas, chasqueando la len gua, decía, en
parte para nosotros, en parte para sí mismo:
—De estas mejillas conviene hacer dos buenos bistés fritos en mantequilla fresca.
Yo les pondría encima una pequeña capa de ruibarbo y alrededor una corona de
patatas fritas en la misma mantequilla, y bien doraditas.
Al oír esto, uno de los viejos marineros exclamó, golpeándose sus musculosas
piernas:
—Con estos muslos haría yo unos buenos jamones ahumados; pero no con
humo ordinario, sino con humo de enebro, que da un aroma y un gusto
exquisitos.
Entonces uno de los marineros más jóvenes, contempló sus largos brazos y dijo
con sonrisa de satisfacción:
—Conmigo se podría hacer un buen cocido, un cocido de huesos, al que habría
que añadir unos nabos, unas ramas de apio, zanahorias y unas cuantas hojas de
fragante col.
Tenía yo razón. Los pigmeos conocían nuestra lengua, porque uno de ellos,
vestido como cocinero, se precipitó hacia el capitán y los dos marineros,
dándoles palmadas en la espalda, les dijo.
—Vengan conmigo a la cocina, mi bistecito, mi cocidito, y tú también, mi
pequeño jamón ahumado con enebro.
El capitán y los dos marineros se levantaron dócilmente y siguieron al cocinero.
En vano los llamé por sus nombres. No oían, no querían oír mis advertencias. La
diabólica bebida les había transformado de tal manera, que aceptaban con
voluptuosidad la idea de ser preparados según las recetas que ellos mismos
habían concebido. Marchaban embriagados por su destino, extraviados por su
alegría inconsciente, abotagados por los efectos del licor que les había
inyectado en la sangre el veneno de la locura. Lo único que habría podido
detener su marcha a la cocina hubiera sido el saber que el cocinero pensaba
prepararlos de una manera distinta a la que ellos se habían irrevocablemente
destinado. Si alguien hubiese susurrado en aquel momento al oído del capitán
que no iban a hacer bistés con sus mejillas, sino un vulgar asado o una ordinaria
carne hervida, habría enrojecido de vergüenza o estallado en cólera. Me sentí
sobrecogido de pesar, incertidumbre y espanto. Pero, ¿qué se podía hacer?
Nadie había escuchado las advertencias que pronuncié en el momento
oportuno. Ahora era ya demasiado tarde. Todos mis camaradas habían perdido
el juicio. Un espantoso e incomprensible delirio se había apoderado de sus
espíritus, envenenados por la singular bebida. Todos soñaban sólo con el plato
que el monstruoso cocinero de los pigmeos cocinaría con su cuerpo.
Evidentemente, aquellos seres eran extraordinarios gastrónomos, y sus rigu rosas
leyes y costumbres les prohibían incurrir en el menor error en cuanto al
aprovechamiento de la materia prima, es decir, en cuanto a la adaptación de
ésta a la forma. Un error de tal género se consideraba allí como un crimen y era
castigado con el asador; el condenado era puesto en la parrilla hasta que se
asaba. Son costumbres sencillamente detestables, sobre todo si se las considera
desde el punto de vista de un hombre de cultura que no sucumbe a las
urgencias canibalescas. Sabía que iría perdiendo sucesivamente a todos mis
compañeros y que me quedaría solo en la isla. Y así aconteció. Al cabo de cierto
tiempo, los monstruosos pigmeos habían devorado a todos mis amigos, sin
dejar uno solo. Era yo el único sobreviviente.
Advertí que la comunidad pigmea esperaba instrucciones culina rias
concernientes a mi propia persona. Todos se mostraban sorprendidos de que de
mi boca no hubiese salido receta alguna.
Los monstruos sospecharon que yo no había ingerido su brebaje. Como en la
aldea había algunos árboles, me alimentaba con los frutos que de ellos recogía,
lo cual no me estaba vedado.
Sin embargo, un día resolví abandonar para siempre aquella maldita aldea,
aunque el dar ese paso me costara la muerte por hambre.
Adopté tal decisión en el momento en que, encaramado en un manzano,
arrancaba sus suculentos frutos y los devoraba con excelente apetito.
De pronto escuché en el huerto el canto de una muchacha. Me sorprendió
aquella voz agradable, casi acariciadora; porque las de todos los pigmeos eran
terriblemente ásperas. Supuse inmediatamente que la cantante no pertenecía a
su tribu, y miré en mi derredor para descubrirla.
Al fin, en un sendero lateral, vi a una hermosa jovencita. Era totalmente negra.
Caminó hacia mí, y al llegar al árbol en una de cuyas nudosas ramas estaba yo
sentado, levantó los ojos, de un azul turquesa, y me dijo:
—¡Hola!
—¡Hola! —respondí—. ¿Quieres decirme algo?
—Sí.
—Te escucho.
—No soy negra, soy blanca.
—Si mis ojos no me engañan —le volví a responder—, eres absolutamente negra.
—Es una ilusión —exclamó—. Soy blanca como el alabastro. Soy hija del rey
Alkarys, y me llamo Armiña. Mi padre se extravió hace un año en los bosques de
esta isla. Errando por ellos, llegamos a esta aldea abominable. Muerto de sed,
mi padre vació de un solo trago la copa que le ofrecieron los enanos. La
bebida trastornó su razón. Pidió que llamaran al cocinero, y le recomendó que
hiciera con él un estofado y lo sirviera con alcaparras y pepinillos. En vano lloré y
me retorcí las manos de dolor. En vano le supliqué que renunciara a tal género de
recomendaciones y que no fuera a la cocina, donde ya estaba encendido un
fogón para cocinarlo. Mis lágrimas y súplicas no produjeron el menor efecto. Con
una voluntad y un ardor que era yo incapaz de comprender, mi padre cogió al
cocinero por un brazo, y mientras le iba dando toda clase de detalles,
recomendaciones y consejos culinarios concernientes a su propia persona, entró
con él en esa funesta cocina, y a mí me dejó abandonada a mi triste destino.
Se fue con prisa e impaciencia mal disimuladas, como si no pudiera aguardar
más tiempo el momento en que harían con él un estofado con alcapa rras y
pepinillos. No quiero entrar en detalles sobre lo que aconteció. Baste decir que
perdí a mi padre. Me dejó huérfana antes de tiempo. Había vivido como un rey
y acabó en estofado. Me quedé sola. Logré escapar del delirio y la locura gracias
a que me repugna cualquier licor. Los pigmeos me permiten vivir aquí y me
dejan alimentarme con frutas. Soportaría mi soledad con forta leza a no ser
por el hecho de que uno de los enanos se enamoró de mí y me ha pintado de
negro, no tanto por el deseo de desfigurarme, sino porque la blancura de mi
piel, según dice, le oculta a sus ojos la belleza de mi cuerpo.
—¿Eres su mujer? —le pregunté.
—Sí —murmuró, y bajó la mirada.
—¿Te entregaste a él por tu propia voluntad?
La joven volvió a mirarme con sus ojos de turquesa.
—No —respondió—. Me forzó con amenazas de muerte.
—Hoy he decidido abandonar esta aldea para siempre. ¿Quieres
acompañarme en mi fuga?
—Sí.
—Soy muy propenso al amor —continué—, y es posible que me enamore de ti
cuando llegue a conocerte mejor. Ahora me resultaría difícil asegurártelo,
porque la negrura de tu piel oculta a mis ojos todos tus encantos; pero creo que
dentro de algún tiempo podremos lavar o desteñir ese color.
—No —murmuró Armiña con tristeza.
—¿Por qué?
—El monstruoso enano me ha teñido con un ungüento que si se lava para
desteñirme, puede producirme la muerte. Me desvanecería en la nada y
desaparecería ante tus ojos como un sueño.
No le respondí.
—¿Cuándo piensas abandonar la aldea? —me preguntó, después de un largo
silencio.
—Cuando llegue la noche.
—¿Has cambiado de opinión? ¿Puedo aún acompañarte en tu viaje, aunque la
negrura de mi piel oculte a tus ojos todos los encantos de mi persona?
—Puedes acompañarme —accedí.
—¡Dios mío! —suspiró la joven—. ¿Qué puedo hacer? Uno objeta mi
blancura, el otro mi negrura. Uno me ha ennegrecido, y el otro quiere
blanquearme. Uno me ha teñido, y el otro quiere desteñirme. ¡Sólo
preocupaciones, sólo incomprensión!
—¡No llores, mujer! —exclamé desde el árbol—. Deja de sus pirar con tanto
agobio. Tan pronto como caiga la noche, huiremos de aquí, y quizás lleguemos
a una bella región donde no existan ni preocupaciones ni incomprensión.
Cuando se hizo de noche y brilló la primera estrella en el firma mento, me interné
con Armiña en el bosque más próximo. Lo atravesamos rápidamente; llegamos
después a una meseta y luego, por fin, a la playa.
La suerte quiso que pasara un barco muy cerca de la isla, en dirección, según
me pareció, de Balsora. Comencé a gritar con todas mis fuerzas para atraer la
atención de los tripulantes. Nos vieron desde el puente, y el navío se dirigió
hacia la isla.
Media hora más tarde, me hallaba sentado en el puente con Armiña, y narraba
mis extrañas aventuras al capitán y a los marineros. Pero me había equivocado al
suponer que el barco se dirigía a Balsora; iba hacia el país del rey Pawic, de
quien precisamente eran súbditos el capitán y los marineros. A juzgar por lo
que contaban, el rey Pawic era un hombre extraordinariamente cordial,
simpático y bondadoso. Me incitaron con mucho entusiasmo a que me instalara
permanentemente, junto con mi compañera negra, en su patria, en la que
encontraríamos amistad y hospitalidad. Mostraron gran curiosidad por saber
dónde había encontrado una compañera de viaje tan negra. Les relaté la
historia de Armiña. Cuando terminé mi narración, un viejo y experimentado
marinero me dijo, golpeándome amistosamente la espalda:
—No te preocupes ni aflijas por la negrura que cubre temporalmente a tu
compañera. Tengo cierta experiencia en estos asuntos, y por ello llevo siempre
en el bolsillo una pomada que disuelve esta clase de tinte y no deja el menor
rastro. Te la daré, y verás cómo tu muchacha blanquea.
—Desgraciadamente —repliqué—, el repulsivo enano afirmó que cualquier
tentativa de borrar ese color le ocasionaría la muerte.
—¡Ríete del enano y de sus amenazas! —afirmó el viejo y ex perimentado
marinero—. El enano negro quería tener una esposa negra, y se las ingenió
para impedir que volviera a ser blanca, inventando ese cuento del peligro de
muerte. Nada le sucederá a la pequeña si recobra la blancura y vuelve a
parecer un ser humano. Ten confianza en un viejo y experimentado lobo de
mar, que posee, además, una pomada decolorante. La blancura jamás ha
llevado a nadie a la muerte. El ser humano se siente física y espi ritualmente
mejor en su aspecto habitual.
Dicho esto, sacó del bolsillo un frasco que contenía la famosa pomada, y me lo
tendió con una sonrisa.
—Abjura de tu fe en los cuentos y hechicerías, y aprovecha mi pomada. Unta
bien a la muchacha cuando sea la media noche, y volverá a ser blanca como una
azucena.
Las palabras del viejo y experimentado marinero me convencieron, no sólo a mí,
sino también a Armiña. Decidimos, pues, aprovechar inmediatamente la
pomada ofrecida. Es cierto que una especie de inquietud indefinida turbaba a
Armiña, aunque se esforzaba en dominarla.
—Por fin blanquearé, y volveré a ser como el alabastro —dijo, mirándome a los
ojos—. Mi pecho se ensancha de alegría al pensar que esta negrura tan
contraria a mi naturaleza, no ocultará más a tus ojos los encantos de mi
persona. El otro me ennegreció, tú me blanquearás y todo tendrá un final
dichoso.
Pero la calma y la alegría de Armiña eran ficticias. Observé que a menudo
hablaba de ella en pasado, como de alguien que ha dejado de existir. Incluso en
un momento de abstracción inquietante y singular, murmuró:
—Cuando vivía en la tierra esperé siempre una inmensa alegría, una felicidad
mayor que yo misma, pero esa felicidad jamás se presentó. Ahora que ya no
vivo, me siento mucho más grande que esa dicha que no logró llegar a mí.
—No hables como si hubieses muerto, Armiña —murmuré, cogiéndola de la
mano—. Tus palabras y ese tiempo pasado que empleas incesantemente por
descuido, me llenan de zozobra. Ten confianza. El viejo marinero está en lo
cierto.
—Claro que sí —afirmó Armiña.
—Cuando llegue la noche... —proseguí.
—La noche ha llegado ya —me interrumpió Armiña.
Sólo entonces me di cuenta de cuán impresionado estaba por lo que iba a
acontecer. Ni siquiera había advertido que era ya de noche. Las estrellas
brillaban en el firmamento y la calma nocturna reinaba sobre la inmensidad del
mar.
Permanecimos silenciosos durante un largo, largo rato, sin que ninguno de los
dos quisiera o se atreviese a turbar el silencio. Por fin me decidí a hablar:
—Cuando llegue la medianoche...
—La medianoche ha llegado ya... —volvió a interrumpirme Armiña.
El puente estaba desierto. Tendí el frasco de pomada a Armiña. Lo cogió con
mano temblorosa y me miró a los ojos.
Era la medianoche. Armiña metió sus negros dedos en el frasco y se los pasó
por la cara. El rostro, el cuello, las manos se volvieron instantáneamente blancos.
Surgió ante mí una princesa maravillosa, blanca como el alabastro. Tendí las
manos hacia ella, pero no me dio las suyas.
—Armiña, ¿por qué no me das las manos?
Armiña callaba.
Miré sus ojos de turquesa, pero la oscuridad de la noche me im pidió conocer su
expresión.
Armiña seguía blanqueándose de minuto en minuto; incesantemente se volvía
más blanca, hasta que la cubrió al fin una extraña y espantosa blancura.
—¡Armiña! —murmuré otra vez—. ¿Qué sucede? ¿Por qué no hablas? ¿Por qué
estás tan terriblemente blanca?
Armiña seguía inmóvil, apoyada en la barandilla del barco. Toqué sus manos.
Estaban frías como el hielo. Toqué su frente, sus párpados, sus labios. Estaban
fríos... Comprendí todo... Aquella blancura era la blancura de la muerte.
A pesar de eso, Armiña seguía blanqueándose. Su cuerpo se había vuelto casi
transparente y se mecía al menor soplo de la brisa. Acabé por darme cuenta
de que ya no tenía ante mí a Armiña, sino a una criatura extraña, inanimada,
diáfana, compuesta de finos pétalos de flores suaves y blancos. Un violento y
repentino soplo de aire deshizo en un abrir y cerrar de ojos aquel sedoso
conglomerado, y lo dispersó en el aire, que se impregnó al instante de un mágico
aroma de flores. Lo aspiré, repitiendo sin cesar:
—¡Armiña!... ¡Armiña!... ¡Armiña!...
Pero Armiña ya no existía.
BRUNO SCHULZ
[1892-1942]
Hizo su debut literario poco después del fin de la guerra con una novela. El lago
de Constanza, 1946, que de inmediato levantó una violenta polémica. El autor
trataba temas del pasado inmediato, como el de los campos de concentración
con ironía, con sentido del humor y con un velado escepticismo. A ese libro
siguieron Los adioses, 1948, Los campos Elíseos, 1949. Durante el período del
realismo-socialista Dygat se abstuvo de publicar y no fue sino hasta 1957 cuando
volvió a publicar. De ese año data su libro más popular, El viaje. En esa obra se
marcan de manera muy pronunciada las constantes y las virtudes literarias del
autor. Su escepticismo es radical a la vez que, paradójicamente, lo atempera un
romanticismo melancólico. Otras obras: Tardes de lluvia, 1958; Disneylandia,
1965.
STANISLAW DYGAT:
EL VIAJE
Era seguro que la fiesta anunciada para aquella noche no suscitaba ni en Julek
ni en Genek la mínima parte de la agitación profunda que perturbaba a Henryk.
Aquellos limpiaban sus trajes, silbaban, elegían los calcetines y la corbata que
lucirían y estaban seguros de que tenían por delante una alegre velada.
Henryk sufría.
La idea del prado iluminado, en un turbión de música y danza, bajo un cielo
estrellado, dentro del cerco de un horizonte silencioso de campos y bosques
inmersos en la oscuridad, le producía escalofríos de horror y de delicia. Julek y
Genek habíanse equivocado al creer que trataba de burlarse de ellos. No quería
ir, ciertamente. No quería ir, lo cual no es lo mismo que estuviese convencido
absolutamente de no ir. Pero en el fondo era cierto que hubiese podido no ir.
Era cierto y no lo era. Estas cosas son asaz delicadas y difíciles de explicar,
aunque sean bien conocidas por todos. Aun por aquellos que, en este punto se
impacienten y sientan deseos de agarrarme del cuello y gritarme: "Pero al fin,
¿qué está usted borroneando? ¿Era cierto o no lo era? ¡Una de dos! ¿Qué
historia es ésta? Decídase de una vez y no empecemos a hacernos los
interesantes."
Muy bien. ¡Como si fuese tan fácil!
Salvo las personas que poseen una voluntad férrea e inflexible, todos y cada
uno de nosotros nos encontramos de vez en cuando en lucha entre dos fuerzas
iguales y contrarias. Una cosa semejante puede ocurrir a todos los mortales, ya
que por fortuna las personas dotadas de una voluntad férrea e inflexible son
poquísimas. Estos sombríos e inhumanos burócratas de la propia y de la ajena
conciencia, impulsados por una ambición morbosa y por una avidez bestial, vejan
al prójimo, disimulando sus propias y mezquinas aspiraciones personales bajo un
manto de palabras nobles y elevadas. Algunas veces, gracias a un concurso de
circunstancias favorables y puramente ocasionales, se convierten en personas
importantes y, entonces, con férrea e inflexible coherencia, preparan
catástrofes para una masa más o menos importante de seres humanos.
En suma, a casi todos nos sucede encontrarnos al menos una vez entre el sí y el
no (o entre el no y el sí), en medio de una lucha interior más o menos áspera,
según las características individuales. Considerado en modo bastante general, el
fenómeno presenta este aspecto: en un cierto punto tomamos una decisión
firmísima, la proclamamos con intransigencia y tratamos de convencernos a
nosotros mismos de que aquella decisión es irrevocable. Estamos así resueltos y
seguros, tanto interna como externamente, frente a nosotros mismos, de no
prestar atención a una especie de duende, a una criatura extrañísima que está
en nuestro espíritu y se burla de nosotros: "¿Qué se te ha metido en la cabeza?
¿Por qué tantas historias? ¿Por qué te vanaglorias de ser inconmovible en tus
propósitos, cuando sabes perfectamente que en el último momento no los
llevarás a la práctica, sino que harás todo lo contrario de lo que has decidido?"
¡Maldición! No hay escapatoria; el duendecillo lo sabe todo, jamás se equivoca y
con toda nuestra firmeza de ánimo no lograremos jamás hacer callar su voz
profética.
Henryk, la verdad sea dicha, no quería ir al baile, esa noche. No quería ir
porque temía a la fascinación prodigiosa de las mujeres bajo el cielo estrellado,
fascinación capaz de atraer a la señorita Jadzia en el vértigo del baile dentro
de la cerca del horizonte y de obligarlo a él, como siempre en un rincón, a
contemplar sin poseer jamás. Maldijo anticipadamente aquella fascinación y
experimentó un gran alivio. Él mismo la rechazó antes de ser rechazado. Era
magnánimo, abandonaba el partido. Voluntaria, espontáneamente.
Pero además estaba dispuesto a decantar estas ideas, a articularlas dentro de un
sistema lógico, a convencerse a sí mismo de su validez; pero, no obstante, aquella
fascinación se volvía más misteriosa, provocadora, y el duendecillo sonreía
burlonamente y volvía a hostigarlo.
"¿Para qué tantas cavilaciones, si al fin de cuentas está claro que irás?"
Henryk bajó la cabeza y comenzó a leer de verdad el libro que tenía abierto
frente a los ojos.
"Irás, irás, irás", se burlaba el duende; "porque si no vas enloquecerías."
"Después de todo", pensaba Henryk, fingiendo no preocuparse del duende,
"podría ir sólo un momento, así, pro forma, para que Julek y Genek no
encuentren nada risible en mi conducta y no crean que el orgullo me domina.
Iré, echaré una ojeada y regresaré inmediatamente."
"Irás, irás, irás", seguía rezongando el duende. "Irás, no por hacer una
concesión a Julek y a Genek, sino porque la fascinación te atrae, por una fuerza
mayor. Irás, aun sabiendo que la fascinación te aplastará, te triturará, te
reducirá a un estado lamentable, como un estropajo. Irás, aun sabiendo que
no tienes nada que ganar, irás porque crees en los milagros, porque crees en el
"jamás se sabe"; irás, aunque sea tan sólo para mendigar a la fantasía, en los
días siguientes, la imagen de lo que hubiese podido ser aquella fiesta si las cosas
hubieran resultado de manera diversa, es decir si hubieses llegado a aquel
baile al aire libre, bajo un cielo estrellado, no bajo la apariencia de un estúpido
Henryk Szalaj cualquiera, sino en un poderoso studebaker, en el pellejo de un
millonario americano o de un campeón mundial de lucha libre, del más
famoso seductor de Hollywood, o en el del jefe de una expedición polar a quien
se ha dado por perdido. ¡Ja, ja, ja! Irás, irás, irás."
"No iré", decidió de improviso Henryk sin inmutarse y con la misma firmeza.
El duende adoptó entonces un tono dramático, patético, mefistofélico; pero
Henryk estaba más tranquilo y resuelto que nunca, aunque fingía no sentir nada,
no reconocer la existencia de ningún duende y seguir el propio y desapasionado
raciocinio como único criterio de acción.
—No iré —masculló entre dientes.
—¿Qué estás gimoteando? —preguntó Julek.
—Digo que no iré a ningún estúpido baile —respondió Henryk, con voz clara y
firme—; no iría aunque me arrastraran por los cabellos.
Al caer la tarde, Julek miró el reloj y dijo:
—Arriba muchachos. Vámonos ya si no queremos que nos ga nen las más
bonitas.
Genek se levantó seguido de Henryk, y los tres, en silencio, con las manos en los
bolsillos y un cigarrillo entre los labios, a pasos lentos, largos y arrastrados, se
dirigieron hacia Bialobrzegi.
Genek y Julek encontraron al punto a dos muchachas con quienes
acompañarse y empezaron a bailar con ellas en la pista de madera. Para ellos
todo era claro y sencillo.
Henryk los contemplaba con desprecio. Las compañeras de Genek y Julek, dos
gemelas, hijas del carnicero, bailaban rígidamente, rojas y acaloradas,
terriblemente mal acompasadas y con la mirada un poco temerosa. Se
parecían entre sí como dos gotas de agua, llevaban vestidos iguales, de color
verde esmeralda con rayitas blancas; eran guapas, garridas, sanotas.
Croaban las ranas, el río era plateado y terso como un espejo. El sol se había
guarecido hacía poco, dejando en el horizonte una franja rojiza en la que se
destacaban los negros perfiles de los árboles y de las casas. Era uno de aquellos
raros momentos en que la naturaleza es toda plata, rosa y negro. Las hijas del
carnicero bailaban rígidamente entre los brazos de Genek y de Julek.
Sobre las mesas cubiertas con manteles de papel, había gran cantidad de
platos hondos colmados de emparedados, atiborrados de salchichas, huevos
cocidos, pepinos y encurtidos, entre botellas de cerveza, vino de frutas, y pastas
de colores vivísimos. Una vaca desvelada salió de la oscuridad y se detuvo a
mirar, estupefacta. La orquesta judía comenzó a tocar el vals François.
El rojo horizonte se oscurecía, los contornos resaltaban cada vez más
nítidamente, el río tomaba poco a poco un color gris opaco.
Las gemelas paseaban del brazo de Genek y de Julek, abanicándose con los
pañuelos. Parecían diosas de la abundancia, radian tes, satisfechas. Un perro
ladró a lo lejos. Henryk descubrió a la señorita Jadzia. Se hallaba sentada bajo
un arbusto, junto a una mesa sobre la que caía la oscilante luz de una lámpara,
que colgaba de una rama. Estaba tan bella y triste, con los brazos cruza dos, la
cabeza reclinada sobre un hombro y la mirada fija en el suelo, que Henryk se
sintió invadido por un efluvio de ternura. Se había ya decidido a acercársele y
declararle dulcemente su profunda simpatía y quizás también a caer de
rodillas a sus pies, en todo caso a proponerle bailar, cuando sintió de
improviso que el corazón se le helaba. Comprendió. La señorita Jadzia estaba
tan triste sólo porque Genek y Julek bailaban con las hijas del carnicero, no se
acordaban de ella y la habían dejado sola, pobre y desamparada. Estaba
enamorada de uno de ellos, parecía evidente. ¿De cuál de los dos? No tenía
importancia. Sacudido por la cólera, el rencor, la vergüenza y el odio que en ese
momento experimentaba, Henryk la habría emprendido a golpes contra el uno
y el otro.
La señorita Jadzia permanecía inmóvil entre un medallón oval de trémulos
reflejos. Estaba loca por uno de ellos. Había ido allí por uno de ellos. Se había
perfumado para uno de ellos, con aquella esencia de acacia, doblando quizás la
dosis. Y ahora se atormentaba por uno de ellos, espléndida y sofocada en una
suave languidez, vaporosa y tenue bajo la camisa cándida y la falda azul,
plantada sobre los tacones altos que usaba por primera vez.
¡Ah! ¡Qué alivio, emprenderla a puñetazos y puntapiés con aquellos dos y
abofetear a la señorita Jadzia!
Henryk se volvió hacia el Pilica y echó a correr a lo largo del río hasta el
bosquecillo de abedules; se arrojó vestido sobre su estera en la tienda de
campaña y poco después cayó en un sueño profundo, de ésos que en la
juventud alejan los afanes y penas.
"Señor Heniek:
No añado nada por miedo a que usted se enfade, pero quisiera añadir algo que
dejo a su imaginación. Estoy muy emocionada por su tarjeta, pues he visto que
tal vez no le resulto tan poco simpática como suponía, ya que usted no quería
hablarme, ni siquiera mirarme. Es verdad. No hay nada que decir, allá en
Varsovia habrá muchachas que sólo mirarlas produce placer, y con quienes
vale la pena conversar. Pero aunque sea fea y poco inteligente, usted se ha
acordado de mí, y así durante algunos días me he sentido tan feliz como usted
no puede ni imaginarse. Me agradaría contarle lo que decían todas las
muchachas de Bialobrzegi cuando usted partió, pero no quiero, porque se
volvería vanidoso. No se enfade, pero pienso todo el tiempo en usted, y dos
veces he llorado hasta más no poder, y con la desgracia de que ni siquiera
puedo verlo. No, fueron tres veces las que lloré. Porque la primera fue cuando
usted no asistió al baile al aire libre y yo había creído que usted iría y fui
solamente por usted y me vestí bien y me puse un perfume de acacias, porque
una vez en la "Unión" dijo que ese perfume le gustaba, y esa noche no llegó y
yo lloré. Escríbame aún alguna vez, aunque sea sólo una palabra, y si quisiera
venir yo moriría de la emoción. Tantas excusas, Jadzka.
Henryk permaneció sentado largo rato en la banca, confuso y abatido. Sentía
no querer, no desear, rechazar sin más rodeos lo que hasta hacía poco
constituía el objeto más delicado y secreto de sus sueños. Por primera vez en
su vida se le había declarado una mujer. Este hecho lo colmaba de pánico y
de indignación.
Le parecía que alguien estuviese atentando contra su integridad física y se
asignase pretensiones indiscretas sobre los derechos de su intimidad. El vigoroso y
apasionado ardor que hasta hacía poco parecía colmarlo de ternura se había
convertido de pronto en un calorcillo escuálido y sofocante. Henryk arrugó la
carta, que hizo un ruido desagradable, penoso. Se levantó y se dirigió hacia la
salida. En el camino, arrojó la carta, despedazada, en un cesto de basura.
Tenía el rostro contraído en una mueca de negligencia, desacostrumbrada en
él. Se sentía un pillo, y estaba orgulloso, feliz. Quería ser un pillo. Quería que
llorasen, las infames mujeres ofendidas por él. Una vez en la avenida, pareció
serenarse. Se sintió un tanto incómodo, presa de una especie de repugnante
envilecimiento.
Le acometió un gran deseo de escapar, sin saber siquiera hacia dónde ni de
qué.
WITOLD GOMBROWICZ
[1904-1969]
En el invierno pasado tuve que visitar a un caballero rural, el señor Ignacy K.,
con el propósito de ayudarlo a resolver algunos problemas concernientes a sus
propiedades. Tan pronto como obtuve una licencia de unos cuantos días, confié
mis asuntos a mi colega, el juez asesor, y telegrafié: "Martes-6 p.m. favor enviar
caballos". Sin embargo, cuando llegué a la estación, los caballos no estaban.
Hice algunas averiguaciones. Mi telegrama había sido entregado; el
destinatario había ido el día anterior a recogerlo en persona. Lo quisiera o
no, tuve que alquilar un primitivo cabriolé, deposité en él mi maletín y mi bolsa
de mano. En la bolsa de mano guardaba un pequeño frasco de colonia, una
botella de brillantina y una pastilla de jabón con aroma de almendras, una lima
para las uñas y unas tijeras. Tuve que rodar durante cuatro horas, a través de los
campos, de noche, en silencio, durante el deshielo. Temblaba bajo mi abrigo
urbano, los dientes me castañeteaban. Observaba la espalda del conductor y
pensaba: "Arriesgar la espalda de esta manera... Siempre sentado,
frecuentemente en regiones solitarias, con la espalda vuelta hacia los otros y
expuesta a cualquier capricho de quienes se sientan atrás."
Al final llegamos frente a una casa de campo de madera. Os curidad, salvo en la
parte superior donde se veía una ventana iluminada. Golpeé en la puerta;
estaba cerrada. Golpeé más fuerte. Nada, sólo silencio. Los perros me atacaron
y tuve que retirarme. Luego, a su vez, el cochero trató de hacerse oír.
"No son muy hospitalarios", me dije.
Finalmente, se abrió la puerta y apareció un hombre alto y del gado, de unos
treinta años, de bigote rubio, y con una lámpara en la mano.
—¿Qué pasa? —preguntó, como si acabara de despertar, mientras movía la
lámpara.
—¿No han recibido mi telegrama? Soy H.
—¿H.? ¿Qué H.? —dijo, contemplándome—. ¡Qué dios le acompañe y guíe en
su camino! —añadió con ternura, como si hubiese sido tocado por un presagio,
abriendo y cerrando los ojos, mientras sostenía con una mano la lámpara—.
Adiós, adiós, señor, que Dios le acompañe — y dio un rápido paso hacia
atrás.
Dije más ásperamente:
—Excúseme, señor. Ayer envíe un telegrama en el que anunciaba mi llegada. Soy
el juez de instrucción, el juez H. Deseo ver al señor K. Si no pude llegar antes, fue
porque no me esperaron con caballos en la estación.
—¡Oh, sí! —respondió, después de un momento de reflexión, y sin que mi tono
pareciera haberle producido ninguna impresión—. Sí, tiene razón; usted envió
un telegrama. Pase, por favor.
¿Qué había sucedido? Sencillamente, como me lo explicó el jo ven ya en el salón
(se trataba del hijo de mi anfitrión), sencillamente... se habían olvidado por
completo de mi llegada y del telegrama recibido el día anterior por la mañana.
Desconcertado, me disculpé cortésmente por mi invasión, me quité el abrigo y
lo colgué en una percha. Me condujo a una pequeña sala, donde una joven, al
vernos, saltó del sofá con una ligera expresión de asombro.
—Mi hermana.
—Encantado.
Y lo estaba verdaderamente, pues el bello sexo, aun cuando no existan
intenciones adicionales, el bello sexo, digo, nunca puede hacer daño. Pero la
mano que me tendió estaba sudorosa. ¿Quién ha oído decir que sea correcto
tender a un hombre una mano sudorosa? Y en cuanto a la muchacha en sí,
aparte de una cara bonita, era de esa especie que pudiéramos llamar sudorosa
e indiferente, privada de reacciones.
Nos sentamos en unas butaquitas rojas, de estilo antiguo, y dio comienzo una
conversación introductoria; pero aun aquel primer cambio de impresiones
tropezó con una resistencia indefinible, y en vez de la deseable fluidez, era
torpe y lleno de obstáculos.
Yo: Deben haberse sorprendido al escuchar los golpes en la puerta, a estas
horas.
Ellos: ¿Los golpes? ¡Oh, sí! Es cierto.
Yo (cortésmente): Siento haberlos molestado, pero tuve que recorrer los
campos esta noche como una especie de don Quijote. ¡Ja, ja!
Ellos (tranquilos, serenos, sin considerar oportuno otorgar a mi broma más que
una sonrisa convencional): ¡Por favor!... Sea usted bienvenido.
¿Qué ocurría? Todo parecía realmente extraño, como si ellos se sintieran
vejados, como si me tuvieran miedo o les preocupara mi presencia, como si se
sintieran avergonzados frente a mí. Hundidos en sus butacas evitaban mi
mirada; tampoco se miraban entre sí y soportaban mi compañía con el más
evidente fastidio. Parecía que no les preocupara otra cosa que no fuera ellos y
temblaran ante la idea de que fuese a decirles algo que los hiriera. Finalmente,
comencé a irritarme. ¿De qué tenían miedo? ¿Qué encontraban de extraño en
mí? ¿Qué clase de recibimiento era aquél? ¿Aristocrático, aterrorizado o
arrogante? Cuando hice una pregunta sobre la persona objeto de mi visita, es
decir el señor K., el hermano miró a la hermana, y la hermana al hermano,
como si se concedieran la prioridad. Al fin, el hermano carraspeó y dijo clara y
solemnemente, como si se tratara sólo Dios sabe de qué:
—Sí, está en casa.
Fue como si dijera: "El rey, mi padre, está en casa".
La cena transcurrió también extrañamente. Fue servida con negligencia, no sin
desprecio hacia el alimento, así como hacia mí. El apetito con que,
hambriento como me encontraba, engullí aquellos dones del Señor, pareció
chocar hasta a Szczepan, el majestuoso criado, para no hablar de los hermanos,
que silenciosamente escuchaban los ruidos que yo producía, y ustedes saben lo
difícil que es tragar cuando alguien está escuchando. A pesar de todos los
esfuerzos, cada bocado pasa por la garganta con un penoso estruendo. El
hermano se llamaba Antoni, la hermana Cecylia.
Luego, ¿quién llegó de pronto? ¿Una reina destronada? No, era la madre, la
señora K. Se movía lentamente, me tendió una mano fría como el hielo, miró en
torno suyo con una especie de estupor, y se sentó sin pronunciar una palabra.
Era una mujer rolliza y de baja estatura, perteneciente a ese tipo de matronas
rurales que son inexorables en cuanto a las normas se refiere, especialmente
a las normas de sociales.
Me miró con severidad e ilimitada sorpresa, como si tuviese yo alguna frase
obscena escrita en la frente. Cecylia hizo entonces un movimiento con la mano,
pretendiendo explicar o justificar algo; pero el movimiento murió en el aire,
mientras la atmósfera se hacía cada vez más densa y artificial.
—Quizá esté molesto a causa de este viaje tan desafortunado —dijo de pronto la
señora K.
¡Y con qué tono lo dijo! Un tono de agravio, el tono de una reina que ha
fracasado al recibir la tercera de una serie de reverencias, y como si comer
chuletas constituyese un delito de lesa majestad.
—Tienen ustedes aquí unas chuletas de cerdo excelentes —dije rencorosamente,
pues a pesar de mis esfuerzos, me sentía vulgar, estúpido y lleno de una
confusión que iba en aumento.
—¡Chuletas...! ¡Chuletas...!
—Antoni no le ha dicho nada aún, mamá —fueron las palabras que salieron
entonces de la boca de la tranquila y tímida Cecylia.
—¡Cómo! ¿No lo ha hecho? ¿Quieres decir que no le ha dicho nada? ¿No le han
dicho nada aún?
—¿Para qué, mamá? —murmuró Antoni, palideciendo y mostrando los dientes,
como si estuviera instalado en la silla del dentista.
—¡Antoni!
—Bueno... ¿Para qué? No importa... No te preocupes... Siempre habrá
tiempo para eso —dijo, y se interrumpió.
—Antoni, ¿cómo puedes?... ¿Qué significa eso de que no me preocupe? ¿Cómo
puedes hablar de este modo?
—De nadie es.. . Es lo mismo...
—¡Pobre hijo! —murmuró la madre, acariciándole el cabello, pero él le quitó la
mano con ruda energía—. Mi esposo —dijo secamente, dirigiéndose hacia mí—
murió anoche.
—¡Qué! ¿Murió? ¿Así que esto era?... —exclamé, dejando de comer.
Puse el cuchillo y el tenedor a un lado y tragué rápidamente el bocado que tenía
en la boca. ¿Cómo podía ser? La víspera misma había ido a recoger mi telegrama
a la estación. Los miré. Los tres esperaban, modesta y gravemente, esperaban
con las bocas contraídas, austeras, inflexibles. Esperaban calladamente. ¿Qué
era lo que esperaban? ¡Oh, sí, claro! Debía expresarles mi condolencia.
Fue todo tan imprevisto que en el primer momento casi perdí el dominio de
mí mismo. Me levanté de la silla y murmuré confusamente algo tan vago como
esto: "Lo siento... mucho... perdónenme." Me detuve, pero ellos no
reaccionaban; no les parecía suficiente. Con los ojos bajos, las caras inmóviles, sus
vestidos raídos; él, sin afeitar; ellas, desaseadas, con las uñas negras, permanecían
sin decir nada. Me aclaré la garganta, buscando desesperadamente un buen
principio, una frase apropiada, pero en mi cabeza, ya ustedes han de conocer
esa sensación, se había hecho un vacío absoluto, un desierto, mientras,
sumergidos en su sufrimiento, ellos aguardaban. Aguardaban sin mirarme.
Antoni tamborileaba con los dedos ligeramente en la mesa; Cecylia, turbada, se
quitaba la mermelada de su vestido sucio, y la madre, inmóvil como si se
hubiese vuelto de piedra, con aquella severa, inexorable, expresión de ma trona.
Me sentí incómodo, a pesar de que como juez de instruc ción había tenido en
mis manos centenares de casos de muertes. Pero era sólo que... ¿cómo decirlo?,
un feo cadáver asesinado, cubierto con una sábana, es una cosa, y el respetable
difunto que muere por causas naturales y es colocado en un ataúd, es otra muy
distinta. Esa cierta irregularidad (que acompaña a la primera) es una cosa,
pero la muerte honrada, la muerte en toda su majestuosidad es otra. Nunca,
repito, nunca me hubiera sentido tan embarazado, de habérmelo explicado todo
desde el primer momento. Ellos también se sentían incómodos. También
estaban asustados. No sé si solamente porque yo era un intruso, o porque en
aquellas circunstancias experimentaban alguna confusión ante mi personalidad
oficial, ante esa cierta actitud positivista que la larga práctica había desarrollado
en mí, como quiera que fuese, la vergüenza de ellos hizo que yo mismo me
sintiera avergonzado de un modo terrible; para decirlo francamente, me hizo
sentirme abochornado fuera de toda proporción.
Mascullé algo referente al respeto y aprecio que siempre había sentido por el
difunto. Al recordar que no lo había vuelto a ver desde nuestros tiempos
estudiantiles, hecho que ellos seguramente conocerían, añadí: en nuestros días de
escuela. Como aún no respondían, y como debía terminar de alguna manera mi
discurso, pedí que me permitieran ver el cadáver, y la palabra "cadáver"
produjo un efecto desafortunado. Mi confusión evidentemente apaciguó a la
viuda. Rompió a llorar, y me tendió una mano que besé con humildad.
—Hoy —dijo casi inconscientemente—, durante la noche... por la mañana me
levanté... fui... llamé... Ignacy, Ignacy. Nada; yacía allí. Me desmayé... Me
desmayé... Y desde entonces me tiemblan las manos. ¡Mire!
—¡Mamá, basta!
—Me tiemblan, me tiemblan sin cesar —repitió, levantando los brazos.
—Mamá... —volvió a decir Antoni con voz dulce.
—Me tiemblan, me tiemblan como ramas temblorosas...
—Nadie tiene... nadie... Es todo lo mismo. ¡Una desgracia!
Antoni pronunció estas palabras con brutalidad y salió de re pente del
comedor.
—¡Antoni! —gritó la madre atemorizada—. ¡Cecylia, ve tras él!
Yo permanecía allí, mirando las manos temblorosa, sin ocurrírseme nada,
sintiendo que a cada minuto mi situación era más embarazosa.
—Usted deseaba... —dijo súbitamente la madre—. Vamos, allá... Yo le
acompañaré.
Aún ahora, al considerar fríamente todo el asunto, creo que en ese momento
tenía yo derecho a un poco de atención y a mis chuletas de cerdo. Por eso pude,
y aún debí haber contestado: "A sus órdenes, señora, pero primero terminaré las
chuletas, porque desde el mediodía no he probado alimento." Tal vez si le
hubiera respondido de esa manera, el curso de varios acontecimientos trágicos
hubiese sido distinto. Pero, ¿tuve acaso la culpa de que ella logra se
aterrorizarme y de que mis chuletas, así como mi propia per sona, me
parecieran tan poca cosa, indignas de pensar en ellas? Y me sentía tan
turbado, que aun ahora me ruborizo al recordar tal turbación.
Mientras subíamos al piso superior, donde yacía el cadáver, ella murmuró para
sí:
—Un golpe terrible... Una sacudida, una espantosa sacudida. Ellos nada dicen.
Son orgullosos, difíciles, inescrutables, no dejan penetrar a nadie en su corazón,
prefieren desgarrarse a solas. Espero que Antoni no enferme. Es duro y
obstinado; ni siquiera permite que me tiemblen las manos. No debería haber
tocado el cuerpo, y sin embargo tuvimos que hacer algo, arreglarlo. No lloró,
no lloró en ningún momento. ¡Oh! ¡Cuánto desearía que alguna vez pudiese
llorar!
Abrió la puerta. Tuve que arrodillarme e inclinar la cabeza re verentemente
sobre el pecho, mientras ella permanecía a mi lado, solemne, inmóvil, como si me
estuviera exponiendo el Santísimo Sacramento.
El muerto estaba en la cama tal como había fallecido; lo único que habían
hecho era colocarlo boca arriba. Su cara azul e hinchada indicaba la muerte
por asfixia, tan general en los ataques del corazón.
—Muerte por sofocación —murmuré, ya que claramente advertí que se trataba
de un ataque cardíaco.
—El corazón, el corazón... Murió del corazón...
—¡Oh! Algunas veces el corazón puede... puede... —dije lúgubremente.
Ella continuaba en pie, esperando. Me persigné, recé una ple garia y luego
(ella seguía en pie) exclamé con dulzura:
—¡Qué nobleza de rasgos!
Le temblaban tanto las manos, que tuve que besárselas de nuevo. Ella no
reaccionó de ninguna manera, sino que continuó en pie, como un ciprés,
contemplando tristemente la pared. Mientras más tiempo pasaba, más difícil
era negarse a manifestarle por lo menos un poco de compasión. Así lo exigía la
educación más elemental. Me puse en pie, innecesariamente quité algunas
motas de polvo a mi traje y tosí levemente. Ella seguía en pie. Rodeada de
silencio y olvido, los ojos, perdidos como los de Níobe, la mirada cuajada de
recuerdos. Estaba despeinada y mal vestida. Una pequeña gota se deslizó
hasta la punta de su nariz y se columpió, se columpió... como la espada de
Damocles, mientras los cirios humeaban. Minutos después, traté de retirarme
silenciosamente; pero ella saltó como si la hubiesen empujado, dio unos
cuantos pasos hacia adelante y volvió a detenerse. Me arrodillé. ¡Qué intolerable
situación! ¡Qué problema para una persona de sensibilidad como la mía! No la
acuso de maldad consciente. ¡Nadie podría convencerme de ello! No era ella,
sino su maldad, la que insolentemente disfrutaba con mis actos de humildad
ante ella y el difunto.
Arrodillado, a dos pasos del cadáver, el primer cadáver que no tenía yo derecho
a tocar, contemplaba infructuosamente la sábana que lo envolvía hasta los
codos. Las manos estaban fuera de la sábana. Algunas macetas con flores
yacían al pie de la cama, y la palidez del rostro surgía del hueco de la
almohada. Miré las flores y luego al rostro del difunto, pero lo único que se me
ocurrió fue el pensamiento inoportuno, extrañamente persistente, de que me
hallaba ante una especie de escena teatral ya preparada. Todo parecía parte de
un escenario teatral: había allí un cadáver que miraba arrogante, distante,
indiferentemente, al techo, con los ojos cerrados; cerca de él, su inconsolable
viuda; y además yo, un juez de instrucción, arrodillado, pero con el corazón
enteramente vacío, furioso como un perro al que se le ha puesto a la fuerza un
bozal. "¿Qué ocurriría si me acercase, levantase las sábanas y echase una
mirada, o al menos tocase el cuerpo con un dedo?" Eso es lo que pensaba,
pero la gravedad de la muerte me mantuvo en mi sitio, y el sufrimiento y la
virtud me impidieron la profanación. ¡Fuera! ¡Prohibido! ¡No te atrevas!
¡Arrodíllate! ¿Qué pasa? Gradualmente comencé a preguntarme quién habría
preparado tal espectáculo. Yo soy un hombre ordinario y sencillo que no se
presta a semejantes representaciones teatrales... No debería... "Al diablo!", me
dije repentinamente, "¡qué estupidez! ¿Cómo me puede suceder esto?
¿Dónde he adquirido esta artificialidad, esta afectación? Generalmente me
comporto de manera diferente. ¿Será que me han contagiado su estilo? ¿Qué es
esto? Desde que llegué todo lo que hago resulta falso y pretencioso, como la
representación de un actor mediocre. He perdido completamente mi
personalidad en esta casa. ¿Por qué me estoy dando importancia?"
"Hmmm...", murmuré nuevamente, no sin cierta pose teatral, como si una vez
lanzado a aquel juego, fuese incapaz de volver a mi estado normal. "A nadie le
aconsejo... A nadie le aconsejo que trate de burlarse de mí. Soy capaz de
aceptar el reto."
Mientras tanto, la viuda se sonaba la nariz, y se encaminaba a la puerta,
hablando sola, carraspeando y agitando los brazos.
Cuando por fin me hallé en mi habitación, me quité el cuello; pero, en vez de
ponerlo en la mesa, lo arrojé al suelo y comencé a pisotearlo. Sentía que el rostro
me ardía, y mis dedos se me agarrotaron de una manera para mí
completamente inesperada. Me hallaba furioso. "Me están poniendo en
ridículo", me dije. "¡Qué malvada mujer! ¡Qué hábilmente lo ha preparado
todo! ¡Quieren que se les rinda homenaje! Que se les bese las manos! ¡Exigen
de mí sentimientos! ¡Sentimientos! Pues bien, supongamos que no tenga
sentimientos. Supongamos que odie tener que besar manos temblorosas y
murmurar plegarias, arrodillarme, fingir murmullos, unos murmullos
horriblemente sentimentales... Pero, sobre todo, detesto las lágrimas que
resbalan hasta las puntas de las narices, además de que amo la claridad y el
orden."
—Hmmm... —hice, aclarándome la garganta, y hablando solo, con un tono de
voz diferente, cortés, como si me hallase en el juzgado—. ¿Quieren que les bese
las manos? Tal vez también debería besarles los pies, pues, después de todo,
¿quién soy yo frente a la majestad de la muerte y del sufrimiento familiar? Un
agente del orden, vulgar e insensible, nada más. Mi naturaleza es clara. Pero,
hmmm... No sé... ¿No ha sido todo demasiado apresurado? En su situación, yo
me hubiese portado más... modestamente, con un poco más de... cuidado.
Porque debieron haber tenido en cuenta mi carácter especial, ya que no mi...
carácter privado, entonces... entonces... al menos mi carácter oficial. Esto es lo
que han olvidado. Después de todo, soy un juez de instrucción y aquí hay un
cadáver, y la idea de cadáver parece evocar algunas veces, no siempre
inocentemente, la de juez de instrucción. Y si consideramos el curso de los
acontecimientos desde ese punto de vista... hmm... el punto de vista de un juez
de instrucción —formulé lentamente—, ¿cuáles serán las consecuencias?
"Pasemos, pues, revista a los hechos: Llega un huésped que, ac cidentalmente,
resulta ser un juez de instrucción. No le envían caballos, se resisten a abrirle la
puerta. En otras palabras, hacen todo lo posible para que se sienta incómodo.
De aquí se deduce que hay alguien que tiene interés en que este hombre no
penetre en la casa. Después lo reciben con muestras de molestia, con un
desprecio pobremente disimulado, con miedo... Y, ¿quién puede sentirse
molesto, quién puede tener miedo en presencia de un juez de instrucción? Es
necesario mantenerle algo oculto. Un hombre muere de un ataque cardíaco en
una habitación del piso superior. ¡No es agradable! Tan pronto como el cadáver
sale a la luz emplean todos los medios posibles para forzarme a que me
arrodille, a que bese las manos, con el pretexto de que el finado murió de
muerte natural.
Todo el que quiera llamar absurdo este razonamiento o aún ridículo no debe
olvidar que un momento antes había tirado mi cuello al suelo. Mi sentido de la
responsabilidad había disminuido. Mi conciencia se hallaba oscurecida a
consecuencia del insulto; es claro que no podría ser del todo responsable de mis
acciones.
Mirando siempre hacia delante, dije con absoluta serenidad: "Hay algo
irregular en todo esto."
Eché mano de toda mi agudeza y comencé a establecer la cadena de hechos, a
construir silogismos, a seguir los hilos y a buscar pruebas. Sí, sí, la majestuosidad
de la muerte es desde cualquier punto de vista digna de respeto, y nadie puede
acusarme de no haberle rendido los honores que merece; pero no todas las
muertes son igualmente majestuosas.
"Antes de que estas circunstancias hayan sido aclaradas, no podría, en su
situación, estar seguro de mí mismo, ya que el caso es especialmente oscuro,
complejo y dudoso, hmmm... como todas las evidencias parecen señalar."
A la mañana siguiente, estaba tomando el café en la cama, cuando advertí que el
muchacho de servicio encendía la estufa, un muchacho soñoliento y carilleno,
que me miraba de vez en cuando con muestras de curiosidad. Puede que
supiera quién era yo.
—¿De modo que murió tu amo? —dije.
—Así es.
—¿Cuántas personas trabajan aquí?
—Dos: Szczepan y el mayordomo, excluyéndome a mí. Si se me incluye, somos
tres.
—¿El amo murió en la habitación de arriba?
—Arriba, por supuesto —replicó con indiferencia, soplando el fuego e inflando
sus carrillos carnosos.
—¿Tú dónde duermes?
Dejó de soplar y me miró; pero su mirada esta vez era más astuta.
—Szczepan duerme con el mayordomo en un cuarto junto a la cocina, y yo
duermo en la despensa.
—Es decir, que del sitio donde duermen Szczepan y el mayordomo no hay
medio de pasar a las otras habitaciones, excepto a través de la despensa? —
pregunté con indiferencia.
—Así es —respondió, y me miró con atención.
—Y la señora, ¿adónde duerme?
—Hasta hace poco con el señor, pero ahora duerme en el cuarto de al lado.
—¿Desde su muerte?
—¡Oh, no! Se mudó antes; hace tal vez una semana.
—¿Y sabes por qué abandonó la habitación de su marido?
—No, no lo sé...
—¿Dónde duerme el joven Antoni? —fue mi última pregunta.
—En la planta baja, junto al comedor.
Me levanté. Me vestí cuidadosamente. ¡Muy bien! Si no me equivocaba, había
encontrado otro dato significativo, un detalle interesante. Después de todo, el
hecho de que una semana antes de la muerte, la señora abandonase la alcoba
del marido, era asombroso. ¿Habría tenido miedo de contraer una enfermedad
cardíaca? Hubiera sido un miedo superfluo, por decirlo así. Sin embargo, no
debía apresurarme a extraer conclusiones prematuras, ni dar un paso en falso.
Me encaminé al comedor. La viuda estaba al lado de la ventana. Con las manos
juntas, contemplaba una taza de café, y entonces murmuró algo monótono,
moviendo acompasadamente la cabeza, con un pañuelo sucio y húmedo entre las
manos. Cuando me acerqué ella, comenzó repentinamente a caminar alrededor
de la mesa en dirección opuesta a la mía, mientras seguía murmurando algo y
agitando los brazos, como si hubiera perdido el sentido; pero yo había
recuperado la calma que perdiera el día anterior y, manteniéndome a un lado,
esperé pacientemente a que reparara en mi presencia.
—¡Ah! Buenos días, buenos días, señor —dijo vagamente, advirtiendo al fin mis
repetidas reverencias—. ¿Así que ya se...?
—Lo siento —murmuré. —Yo... yo... no me voy aún. Me gustaría permanecer
un poco más.
—¡Oh, sí! —dijo, y luego murmuró algo sobre el traslado del cadáver, y hasta
llegó a honrarme preguntándome con poca convicción si permanecería para
asistir al funeral.
—Es un gran honor —le dije—. ¿Quién podría rehusar este último servicio?
¿Se me podría permitir visitar el cadáver otra vez?
Sin dar ninguna respuesta y sin fijarse en si la seguía ella subió por las crujientes
escaleras.
Después de una breve plegaria, me puse en pie, y, como si reflexionara sobre los
enigmas de la vida y la muerte, miré a mi derredor.
"Es extraño", me dije, "muy interesante. A juzgar por las evi dencias, este
hombre murió seguramente de muerte natural. Aunque su cara esté hinchada y
lívida, como la de las personas estranguladas, no hay señal alguna de violencia,
ni en el cuerpo ni en la habitación." Realmente me parecía como si hubiera
muerto, en efecto, tranquilamente de un ataque cardíaco. Sin embargo, me
acerqué al lecho y toqué el cuello del cadáver con un dedo.
Este insignificante movimiento produjo en la viuda el efecto de un rayo. Saltó.
—¿Qué es esto? —gritó—. ¿Qué es esto? ¿Qué es esto?
—Por favor no se agite, mi querida señora —repliqué y, sin más
explicaciones, comencé a examinar el cuello del cadáver, así como toda la
habitación, escrupulosamente.
Hacer un escándalo es oportuno en ciertas ocasiones. Pues no podríamos sacar
nada en limpio si los escrúpulos nos impidieran realizar una inspección
minuciosa cuando la necesidad lo impone. ¡Vaya! Literalmente no había trazas
de nada. Nada en el cuerpo, nada en el tocador, ni dentro del guardarropa o en
la alfombrilla junto a la cama. Lo único que destacaba del conjunto era una
enorme cucaracha muerta. Sin embargo, ciertos indicios apare cieron en la cara
de la viuda aunque siguió inmóvil, observando mis movimientos con una
expresión de intenso terror.
Esto me impulsó a preguntarle lo más cautamente que pude:
—¿Por qué se cambió a la pieza de su hija hace aproximadamente una
semana?
—¿Yo? ¿Por qué?... ¿que por qué me cambié? ¿Cómo se atreve...? Mi hijo me lo
recomendó... Para dejarle más aire. Mi esposo se había estado asfixiando
durante toda una noche. Pero, ¿cómo puede...? Después de todo, ¿qué
asunto...? ¿Qué...?
—Discúlpeme, por favor. Lo siento, pero...
Y un significativo silencio sustituyó el resto de la frase.
De pronto, pareció advertir la personalidad oficial del hombre a quien se
dirigía.
—Pero, después de todo... ¿cómo puede ser? Diga... ¿Es que ha advertido
usted algo?
Una nota de miedo no del todo disimulado se revelaba en la pregunta. Me
aclaré la garganta y respondí:
—De cualquier manera —le dije secamente— debo pedirle que... Me han dicho
que van a transportar el cuerpo... Bien, debo pedirle que el cuerpo
permanezca aquí hasta mañana.
—¡Ignacy! —exclamó.
—Así es —fue mi respuesta.
—¡Ignacy! ¿Cómo puede ser eso? ¡Increíble! ¡Imposible! —di jo mirando el
cuerpo con una expresión de dureza—. ¡Mi pequeño Ignacy!
Y lo que me resultó muy interesante es que se detuvo en medio de una palabra,
se irguió y me desafió con la mirada; después de lo cual, profundamente
ofendida, abandonó la habitación. Les pregunto, ¿por qué debía sentirse
ofendida? ¿Acaso una muerte natural constituye un insulto a la esposa que no
ha tenido parte en ello? ¿Qué hay de insultante en la muerte natural? Puede
resultar con seguridad insultante para el asesino, mas no ciertamente para el
cadáver ni para sus deudos. Pero en aquella ocasión tenía cosas más urgentes
que hacer que formularme preguntas retóricas. Apenas me quedé solo con el
cadáver, comencé un minucioso registro, y mientras más avanzaba en él, mayor
era mi estupor. "Nada, nada por ningún lado", murmuré; "nada más que la
cucaracha aplastada junto al tocador. Hasta podría llegar a suponer que no
hay bases para una acción ulterior."
¡Bien! ¡Allí era donde residía el problema! El mismo cadáver claramente probaba
al ojo de cualquier experto que había muerto normalmente de asfixia cardíaca.
Todas las apariencias: los caballos, el disgusto, el miedo, las reticencias hacían
suponer algo turbio; pero el cadáver, contemplando el cielo, proclamaba:
"¡Morí de un ataque cardíaco!" Era una certidumbre física y médica, un
hecho; nadie lo había asesinado, por la sencilla razón de que no había sido
asesinado. Tenía que admitir que la mayoría de mis colegas hubiesen
suspendido la investigación allí mismo. ¡Yo no! Me sentía demasiado en
ridículo, demasiado irritado, y había ido ya demasiado lejos. El asesinato es
algo que se produce intelectualmente; tiene, pues, que ser concebido por
alguien. Los palomos asados no vuelan por el aire.
"Cuando las apariencias testimonian en contra del asesinato", me dije
sabiamente, "debemos ser astutos, debemos desconfiar de las apariencias. Si,
por otra parte, la lógica, el sentido común y las pruebas se convierten finalmente
en los abogados del criminal, y las apariencias hablan en contra de él, no
debemos confiar en la lógica ni en el sentido común ni en las pruebas. Muy
bien... Pero con las apariencias, ¿cómo podríamos (ya lo dice Dostoievsky)
preparar un asado de liebre sin tener la liebre?"
Miré al cadáver, y el cadáver miraba el cielo, proclamando con el cuello su
inmaculada inocencia. ¡Allí residía la dificultad! ¡Allí yacía el obstáculo! Pero lo
que no puede ser removido puede ser saltado: hic Rhodus, hic salta. ¿Le era
posible a aquel rostro helado oponer una resistencia contra mi rápida y
cambiante fisonomía, capaz de encontrar la expresión adecuada para cada
diversa situación? Y en tanto que el rostro del cadáver seguía siendo el mismo
—sereno, aunque con cierta vacuidad—, mi rostro expresaba una solemne
astucia, el desprecio a los demás y la seguridad en mí mismo, tal como si dijera:
"Soy un pájaro demasiado viejo para que me cacen con trampas."
"Sí", me dije gravemente, "este hombre ha sido conducido a la muerte. Ha sido
el corazón quien lo ha asfixiado. Hmm... hmm... La defensa me pondría en
aprietos. El corazón es un término demasiado amplio, hasta podríamos decir un
concepto simbólico. ¿Quién, después de levantarse con furia ante la noticia de
un crimen, quedaría satisfecho al escuchar la tranquilizadora respuesta de que
no fue nada, de que ha sido el corazón el responsable? Excúsenme, ¿qué
corazón? Sabemos cuán confuso, cuán complejo puede ser un corazón. Un
corazón es un saco que puede almacenar un cúmulo de cosas: el frío corazón del
asesino, el corazón del libertino reducido a cenizas, el corazón fiel de la mujer
enamorada, un ardiente corazón, un corazón ingrato, un corazón celoso, un
corazón vengativo, etcétera.
La cucaracha aplastada parecía no tener ninguna relación directa con el
crimen. Hasta entonces sólo una cosa estaba clara: el occiso había muerto de
asfixia, y la asfixia era de naturaleza cardíaca. Si considerábamos la carencia de
heridas externas, podríamos también certificar que la asfixia había tenido un
carácter interno. Sí, eso era todo... Nada había que hacer; un carácter
cardíaco, interno. "Evitemos sacar conclusiones prematuras... Y ahora sería
bueno dar un paseo en torno a la casa."
Volví a la planta baja. Al entrar en el comedor, escuché el so nido de pasos
ligeros y rápidos que huían. Posiblemente se trataba de Cecylia. "¡Ay, niñita! De
nada vale huir, la verdad siempre prevalece." En el comedor, los sirvientes
ponían la mesa para el almuerzo. Me observaron en silencio, y yo, con paso
lento, me aventuré hasta las habitaciones más distantes y en una de ellas vi a
Antoni que se alejaba. Para tratarse de una muerte de tipo cardíaco, de origen
interno, reflexioné, era preciso admitir que no había casa que se prestara mejor
que aquel viejo edificio. Para hablar con exactitud, no había tal vez nada que
resultara incriminador, y sin embargo —podía olfatearlo—, había allí pánico y
un cierto olor en el aire, uno de esos olores que sólo se pueden tolerar cuando
uno mismo los produce, un olor como de sudor, un olor que se puede designar
como el olor de los afectos familiares. Continué husmeando, y advertí ciertos
pequeños detalles, que aunque triviales, no me parecieron desprovistos de
significación: las raídas y amarillentas cortinas, los cojines bordados a mano, la
abundancia de fotografías y retratos, los respaldos de las sillas gastados por el
uso excesivo, a través de varias generaciones de espaldas, y, además, una carta
inconclusa en un papel blanco rayado, un cuchillo con un trozo de mantequilla,
en una de las ventanas de la sala, un vaso con medicina en una mesa de noche,
un listón azul tras una estufa, una telaraña, muchos guardarropas, viejos olores,
todo esto componía una atmósfera de especial solicitud, de gran cordialidad.
A cada paso, el corazón encontraba alimento; sí, el corazón podría regresar a la
ciudad sobre mantequilla rancia, cortinas, el listón y los olores (y uno podía
entusiasmarse ante ese alimento, observé). También pude apreciar el hecho de
que la casa era excepcionalmente íntima y que esta "intimidad" se manifes taba
precisamente en ciertas ventanas tapiadas y en la salsera desportillada en la que
yacía una pequeña plasta de veneno contra la polilla desde el verano anterior.
No obstante, no se me puede reprochar que en mi obstinado celo para
mantener un curso interno, olvidara otras posibilidades. Me puse a la labor de
descubrir si no existía una comunicación entre la parte de la casa destinada a
los sirvientes y la de los patrones, un paso que no fuera a través de la despensa,
y comprobé que no existía. Llegué hasta salir fuera y, lentamente, fingiendo
pasearme, caminé alrededor de la casa entre la nieve derretida. Era
inconcebible que alguien hubiera podido penetrar de noche a través de las
puertas o las ventanas, pues estaban protegidas por poderosas barras de
hierro. De aquí que si algún hecho había tenido lugar en la casa durante
aquella noche, no se podía sospechar sino del sirviente que dormía en la
despensa. Nadie sino él, especialmente si se consideraba la maligna expresión
de sus ojos.
Al decirme esto, agucé mis oídos, pues a través de una ventana abierta me llegó
una voz; ¡pero cuán diferente era ahora de la que había escuchado hasta hacía
poco! ¡Cuan deliciosa y prometedora! Ya no era la voz de una reina doliente,
sino una voz sacudida por el terror y la angustia, una voz temblorosa, débil,
femenina, que parecía darme confianza, tenderme una mano.
—¡Cecylia, Cecylia!... Asómate a la ventana. ¿Se ha ido? Ob serva bien. No te
asomes tanto, que te puede ver. Hasta puede llegar aquí a espiar. ¿Has corrido
la cortina? ¿Qué es lo que busca? ¿Qué es lo que ha visto? ¡Oh, mi pobre
Ignacy! ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué registraba en la estufa? ¿Qué buscaba en el
armario? ¡Es terrible! ¡Anda por toda la casa! A mí nada me importa, que haga
lo que quiera; pero Antoni... Antoni no lo tolerará. ¡Para él esto es una
injuria! Se puso completamente pálido cuando se lo conté. ¡Ay! Temo que la
calma lo abandone.
"Sí; sin embargo, el crimen tuvo un carácter doméstico como podía suponerse
después de los resultados de la investigación", continué pensando. "El deber
exige que admitamos que un asesinato cometido por el criado con el propósito
posible de un robo no puede ser considerado por nadie, en ninguna
circunstancia, como de carácter doméstico. El suicidio es diferente; un
hombre se mata y todo sucede en su interior. Así es el parricidio, donde,
después de todo, es la propia sangre la que comete el crimen. En cuanto a la
cucaracha, el asesino debe de haberla aplastado en el momento del crimen."
Mientras hilaba tales reflexiones, me senté en el estudio con un cigarrillo, y
entonces se presentó Antoni. Al verme, me saludó, pero más tímidamente que
la primera vez; hasta me pareció que se sentía nervioso.
—Tienen ustedes un bello hogar —le dije—. Encuentro aquí una gran serenidad
y una cordialidad poco habituales. Un verdadero hogarcito, un hogar cálido. Le
hace a uno suspirar por la niñez, pensar en la madre, la madre con su bata de
dormir, las ganas de morderse las uñas, la necesidad de un pañuelo.
—¿El hogar?... ¡El hogar, sí, claro!... Pero no es eso. Mi madre me ha dicho
que... usted, parece pensar... eso es...
—Conozco un excelente remedio contra los ratones: el ratotex.
—¡Oh, sí! Debo ocuparme más, mucho más... de ellos. Dicen que esta mañana
estuvo usted en el cuarto de mi... padre... Eso es bastante... Lo siento... Con el
cadáver...
—Sí.
—¡Ah! ¿Y...?
—¿Y?... ¿Y qué?
—Dicen que encontró usted algo...
—Sí, una cucaracha muerta.
—Aquí abundan las cucarachas muertas, es decir las cucara chas... Quiero
decir que son numerosas las cucarachas que no están muertas.
—¿Quería usted mucho a su padre? —pregunté, tomando de la mesa un álbum
de fotografías de Cracovia.
Esta pregunta indudablemente le sorprendió. No, no estaba preparado para
ella. Inclinó la cabeza, miró a los lados, suspiró y dijo con voz entrecortada,
con indecible pesar, casi con aversión:
—Bastante...
—¿Bastante? Eso no es gran cosa. ¡Bastante! Y además lo dice con reticencia.
—¿Por qué me lo pregunta? —inquirió con voz ahogada.
—¿Por qué se porta usted con tan poca naturalidad —pregunté yo a mi vez,
con un tono de simpatía, acercándome a él de manera casi paternal, con el
álbum de fotos en la mano.
—¿Yo? ¿Poca naturalidad? ¿Cómo puede...?
—¿Por qué en este momento se ha puesto usted lívido, lívido como la pared?
—¿Yo? ¿Lívido?
—Claro, claro. Mira usted furtivamente... No termina sus frases... Habla de
ratones, de cucarachas... Su voz es demasiado alta, luego demasiado apagada,
ahogada, áspera, y de nuevo rompe usted en una especie de chillido que le
destroza a uno los tímpanos —le dije muy seriamente—. Sus ademanes son
nerviosos. Sí, parece nervioso, exaltado. A qué se debe eso, joven. ¿No es mejor
condolerse de una manera sencilla? Hmm... ¡bastante, dice! ¿Y por qué
persuadió a su madre hace una semana de que abandonara la habitación de
su padre?
Completamente paralizado por mis palabras, sin atreverse a mover un brazo o
una pierna, sólo logró murmurar:
—¿Yo...? ¿Qué quiere decir? Mi padre. . . mi padre... necesitaba más aire fresco.
—¿En la noche de su muerte durmió usted en su habitación en la planta
baja?
—¿Yo? En mi habitación, por supuesto... en la planta baja.
Me aclaré la garganta y regresé a mi cuarto dejándolo en una silla, con las
manos cruzadas sobre las rodillas, la boca ligeramente abierta y las piernas
estrechamente unidas. "¡Ajá! Se trata posiblemente de un temperamento
nervioso. Un temperamento, una naturaleza exaltada... Excesivas emociones,
cordialidad exagerada..." Pero me contuve, pues no quería aún asustar a
nadie. Mientras me lavaba las manos en mi cuarto y me preparaba para la
comida, el mismo criado de la mañana entró a fin de preguntarme si necesitaba
alguna cosa. Tenía otro aspecto: los ojos apuntaban en todas direcciones, sus
modales revelaban un servilismo astuto, y todas sus fuerzas espirituales estaban
en el más alto grado de actividad. Le pregunté:
—Bien, ¿qué novedades hay?
—Excelencia —dijo él—, usted me preguntó si había dormido en la despensa
antenoche. Quería decirle que esa noche, al oscurecer, el joven amo cerró con
llave la puerta de la despensa.
—¿Nunca había cerrado el joven esa puerta?
—Nunca. Jamás. Solamente en esa ocasión. Pensó que yo estaba dormido,
porque era ya muy tarde; pero yo no dormía todavía, y oí cuando cerró. No sé
cuando volvió a abrir, porque estaba durmiendo cuando él mismo me despertó
por la mañana para decirme que el viejo amo había muerto, y entonces la
puerta estaba ya bien abierta.
¡Así que por alguna razón inexplicable el hijo del difunto había cerrado la puerta
de la despensa durante la noche! ¿Cerrar la puerta de la despensa? ¿Qué
podía eso significar?
—Sólo que ruego a su Excelencia que no diga que yo se lo confesé.
No había sido desatinada mi calificación de aquella muerte de posible delito
doméstico. La puerta estaba cerrada, así que ningún extraño había tenido acceso
a la casa. La red se espesaba a cada minuto, la soga tendida alrededor del cuello
del asesino se ceñía cada vez más. ¿Por qué, entonces, en vez de manifestar
triunfo, me limitaba a sonreír estúpidamente? Porque, y esto tengo que
admitirlo, ¡vaya!, faltaba algo que era al menos tan importante como la soga
alrededor del cuello del asesino, a saber, la soga en torno al cuello de la víctima.
Aunque soslayara este problema, había echado un ingenuo vistazo al cuello, que
resplandecía con inmaculada blancura, y uno no podía permanecer
eternamente en un estado ciego de pasión. Muy bien, estoy de acuerdo: me
hallaba furioso. Por una razón o por otra, el odio, el disgusto, los insul tos me
habían obcecado, manteniéndome tercamente en un absurdo evidente. Eso es
humano, y todos lo podrán entender. Pero llegaría el momento en que
recobraría la calma. Como dice la Biblia: "Llegará el día del Juicio." Y
entonces... hmm... yo diría: "Aquí está el asesino", y el cadáver diría: "Morí de
asfixia cardíaca". Y entonces, ¿qué? ¿Cuál sería la sentencia?
Supongamos que el juez preguntara: "¿Sostiene usted que este hombre fue
asesinado? ¿Sobre qué se basa?"
Yo respondería: "Me baso, Excelencia, en que su familia, su mujer y sus hijos,
particularmente su hijo, se comportan extrañamente, se comportan como si lo
hubieran asesinado; no cabe duda." "¡Dios! Pero, ¿por qué medio pudo ser
asesinado, cuando no fue asesinado, cuando la autopsia demuestra claramente
que murió de un ataque al corazón?"
Y entonces el defensor, ese chivo pagado, se levantaría y, en un largo discurso,
moviendo las mangas de la toga, comenzaría a probar que hubo un equívoco
originado por mi torpe manera de razonar; que había yo confundido el crimen
con el dolor, y que lo que consideraba la manifestación de una conciencia
culpable no era sino la expresión de una extremada sensibilidad, que tiende a
replegarse frente al frío contacto de un extraño. Y otra vez más, el inso portable,
cansado estribillo: "¿Por qué milagro ha sido asesinado, si no ha sido asesinado
de ninguna manera, si no hay la menor huella en el cuerpo que pueda
demostrarlo?"
Esta objeción me preocupaba tanto, que a la hora de la comida, a fin de
desvanecer mis preocupaciones y dar un descanso a mis dudas penetrantes, y
sin ninguna segunda intención, comencé a opinar que, en su esencia real, el
crimen "por excelencia" no era un hecho físico sino sicológico. Si no me
engaño, nadie habló, excepto yo. Antoni no pronunció una palabra, no sé si
debido a que me consideraba indigno de ella, como había sido el caso la
noche anterior, o por miedo de que su voz resultara demasiado estridente. La
madre viuda, sentada pontificalmente en su silla, continuaba, me imagino,
sintiéndose mortalmente vejada, mientras sus manos temblorosas pretendían
asegurarse la impunidad. Cecylia, sorbía silenciosamente líquidos demasiado
calientes. En cuanto a mí, como resultado de los motivos previamente
mencionados y sin pensar que podía estar cometiendo una falta de tacto, ni
reparar en la tensión que imperaba en la mesa, discurrí larga y volublemente:
—Créanme ustedes: la forma física de un cadáver, el cuerpo torturado, el
desorden en la habitación, las así llamadas huellas, no constituyen sino detalles
secundarios, hablando estrictamente; nada, apenas un apéndice del crimen
real, una formalidad médica y judicial, una deferencia del criminal para con las
autoridades, y nada más. El crimen real es cometido siempre por el espíritu. ¡Los
detalles externos!... ¡Santo Dios! Voy a citarles un caso: un jo ven,
repentinamente y sin ninguna explicación, clavó un largo alfiler de sombrero ya
pasado de moda, en la espalda de su tío y benefactor, de quien había recibido
protección durante treinta años. Ahí lo tienen. La magnitud del crimen sicológico
ante la pequeñez, casi invisibilidad de los efectos físicos, un pequeño agujero en
la espalda, hecho por un alfiler. El sobrino explicó posteriormente que, por
distracción, había confundido la espalda de su tío con el sombrero de su prima.
¿Quién iba a creerle?
"¡Oh, sí! Para hablar en términos físicos, el crimen es una bagatela; lo difícil
estriba en localizar los conceptos espirituales. A causa de la extraordinaria
fragilidad del organismo humano, uno puede cometer un asesinato por
accidente o, como ese sobrino, por distracción, y de la nada surge entonces
repentinamente, ¡tras!, un cadáver.
"Cierta mujer, la mujer más bondadosa del mundo, locamente enamorada de su
marido, descubrió cierto día, durante la luna de miel, un repelente gusano en
las frambuesas que estaba comiendo el esposo. Debo decirles que el marido
detestaba esos gusanos más que cualquier otra cosa. En vez de prevenirlo, se
le quedó mirando con una tierna sonrisa, y luego le dijo: "Te has comido un
gusano." "¡No!", gritó el marido aterrorizado. "Claro que te lo has comido", le
respondió la mujer, y comenzó a describírselo. "Era de tal y tal manera, gordo y
blancuzco." Hubo muchas risas y bromas; el marido, pretendía estar disgustado,
y levantaba los brazos al cielo, lamentándose de la maldad de su mujer. Todo el
asunto quedó olvidado. Una semana o dos después, la mujer estaba
terriblemente asombrada de ver que su marido perdía peso, enfla quecía,
devolvía el alimento. El se sentía asqueado de sus propios brazos y piernas, y
(perdónenme la expresión) no cesaba de vomitar. Su repugnancia de sí mismo
aumentó, hasta convertirse en una terrible enfermedad. Y de pronto, un día...
terribles lágrimas, espantosos lamentos, porque se había matado. Se había
tirado a un pozo. La viuda estaba desesperada. Al fin, comenzó a examinarse
severamente, y descubrió en los más oscuros rincones de su concien cia que sentía
una atracción antinatural por un bulldog al que su marido había golpeado poco
antes de comer las frambuesas.
"Otro caso más. En una familia aristocrática, un joven asesinó a su madre,
repitiéndole insistentemente la palabra irritante: '¡Aterradora!' En la corte,
afirmó hasta el final ser inocente. ¡Oh! El crimen es algo tan fácil, que se
asombrarían ustedes de saber cuánta gente muere de muerte natural...,
especialmente cuando se trata del corazón, ese misterioso lazo entre los
hombres, ese intrincado corredor secreto entre ustedes y yo, esa bomba de
succión y de fuerza que puede succionar excelentemente y esforzarse tan
maravillosamente. Después se compone una atmósfera de luto, unas caras de
cementerio, una dignidad doliente, la majestad de la muerte, ¡ja, ja, ja!,
únicamente a fin de provocar el respeto del dolor para que nadie se asome al
interior de ese corazón que secretamente cometió un cruel asesinato."
Estaban sentados como ratones de iglesia, sin atreverse a interrumpirme. ¿Dónde
estaba el orgullo de ayer? De pronto, la viuda, pálida como la muerte, arrojó su
servilleta, y con las manos doblemente temblorosas que de costumbre, se
levantó de la mesa. Yo me froté las manos.
—Lo siento, no fue mi intención herir a nadie. Hablaba en términos generales
sobre el corazón y el pretexto con que tan fácilmente puede esconderse un
cadáver.
—¡Malvado! —exclamó la viuda, con la respiración entrecortada.
El hijo y la hija se levantaron de la mesa.
—¡La puerta!... —les grité—. Muy bien, seré un malvado; pero, ¿puede
explicarme alguien por qué anteanoche estuvo cerrada la puerta?
Una pausa. Imprevistamente, Cecylia prorrumpió en un lamento nervioso, y
entre gimoteos logró decir:
—La puerta. . . no fue mi madre. Yo la cerré. Fui yo quien lo hizo.
—Eso no es cierto, hija. Yo ordené que cerraran la puerta. ¿Por qué te rebajas
ante este hombre?
—Tú diste la orden, mamá; pero yo quise... yo quise... yo también quise
cerrar la puerta y la cerré.
—Excúsenme la interrupción —les dije—. ¿Cómo es eso? (Yo sabía que Antoni
había cerrado la puerta de la despensa). ¿De qué puerta están hablando?
—La puerta. . . la puerta del cuarto de mi padre. Yo la cerré.
—Fui yo quien la cerré. Te prohibo que digas esas estupideces, ¿me oyes? ¡Yo la
cerré!
¿Qué era aquello? ¿Así que también ellas habían andado cerrando puertas? La
noche en que el padre iba a morir, el hijo cierra la puerta de la despensa, a la
vez que la madre y la hija cierran la puerta de su habitación.
—¿Y por qué, señoras, cerraron esa puerta —les pregunté impe tuosamente—
excepcional y particularmente esa noche? ¿Con qué objeto?
¡Consternación! ¡Silencio! ¡No lo sabían! Bajaron la cabeza. Una escena
teatral. Entonces resonó la voz agitada de Antoni:
—¿No les da vergüenza dar explicaciones? ¿Y a quién? ¡Serénense!
—¡Vamos! En ese caso, tal vez puede usted explicarme por qué cerró la puerta
de la despensa esa noche, dejando así incomunicados los cuartos de los
sirvientes.
—¿Yo? ¿Cerré yo la puerta?
—¿No? ¿No lo hizo usted? Hay testigos. Es cosa que puede probarse.
¡Nuevamente el silencio! ¡Otra vez la consternación! Las mujeres giraban
aterrorizadas por el espanto. Finalmente el hijo, como si recordara algo muy
remoto, declaró con voz dura:
—Lo hice yo.
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué cerró usted la puerta? ¿Tal vez para impedir las
corrientes de aire?
—No puedo decírselo —replicó con una soberbia difícil de explicar, y abandonó
el comedor.
Pasé el resto del día en mi habitación. Sin encender la vela, me paseé de un lado
al otro, de pared a pared, durante largo rato. Afuera comenzaba a oscurecer;
las manchas de nieve refulgían con creciente vivacidad en las sombras que
derramaba la tarde, y los intrincados esqueletos de los árboles rodeaban la casa
por todas partes.
"¡Una casa especial para ti!", me dije, "una casa de asesinos, una casa
monstruosa, donde se ha perpetrado un asesinato a sangre fría, bien oculto y
premeditado." ¡Una casa de estranguladores! ¿El corazón? De antemano sabía
lo que puede esperarse de un corazón bien alimentado y qué clase de corazón
tenía aquel parricida, un corazón henchido de grasa, nutrido con mantequilla
y calor familiar. Lo sabía, pero no quería aventurar nada prema turamente. ¡Y
ellos, tan orgullosos! ¡Exigían tales homenajes! Mejor sería que explicaran por
qué habían cerrado las puertas.
¿Por qué, pues, en el momento en que tenía todos los hilos en la mano y podía
señalar con el dedo al asesino, por qué, pues, perdía mi tiempo en vez de actuar?
Aquel obstáculo, el único obstáculo: aquel cuello blanco e intacto que, como la
nieve del exterior, se tornaba más blanco en la negrura de la noche. El cadáver
debe haber sido objeto de reflexiones por parte de aquella banda de asesinos.
Hice aún un nuevo esfuerzo y me aproximé al cadáver en un ataque frontal,
con la visera levantada, llamando al pan, pan y señalando claramente al
criminal. Pero era como luchar con una silla. Por más exacerbadas que estuviesen
mi imaginación y mi lógica, el cuello seguía siendo el cuello, y la blancura, la
blancura, con la muda obstinación de los objetos inanimados. Por consiguiente,
no había más que proseguir hasta el final, insistir en aque lla falacia y en aquel
absurdo de venganza y esperar, esperar, contando ingenuamente con la
posibilidad de que, si el cadáver no se corrompía, tal vez la verdad pudiera
encontrar el camino hasta la superficie por su propio modo, como el petróleo.
¿Estaba perdiendo el tiempo? Sí, pero mis pasos resonaban en la casa, y todos
podían escuchar que caminaba incesantemente. Era probable que ellos, abajo,
no estuviesen ya tan tranquilos.
Pasó la hora de la cena. Eran cerca de las once, pero yo continuaba sin moverme
de la habitación y sin cesar de llamarlos bellacos y asesinos. Había triunfado,
pero con el resto de mis fuerzas confiaba en que mi obstinación y perseverancia
serían recompensadas, que mi pasión llegaría a dar cuenta de la resistencia que
se le oponía, con tanto empeño y tantas expresiones faciales distintas, que
finalmente no pudiera ya la situación mantenerse, y que al llegar al punto
máximo, se resolvería de alguna manera y daría nacimiento a algo, a algo ya no
en el reino de la ficción, sino a algo real. Porque no podíamos seguir así
indefinidamente: yo arriba, ellos abajo. Alguien tenía que decir: "Me rindo";
todo dependía de quién fuese el primero. En la casa reinaban la calma y el
silencio. Pasé al salón, pero no percibí ningún ruido en la planta baja. ¿A qué
podrían estar dedicados? ¿Estarían por fin haciendo lo que se esperaba de
ellos? En tanto que yo había triunfado gracias a todas aquellas puertas cerradas,
¿estarían ellos lo suficientemente asustados, estarían deliberada,
adecuadamente, aguzando los oídos para captar el sonido de mis pasos, o
estarían sus espíritus demasiado fatigados para continuar trabajando? "¡Ah!",
exclamé con alivio, cuando a eso de la media noche oí al fin pasos en el salón,
y luego alguien tocó en mi puerta.
—¡Adelante! —dije.
—Lo siento —dijo Antoni, sentándose en la silla que le señalé.
Parecía enfermo, estaba pálido y ceniciento. Yo ya sabía que el discurso
coherente no era su virtud más descollante.
—Su conducta... —encadenó—, y luego sus palabras... Para decirlo de una vez:
¿qué es lo que todo esto significa? O se va inmediatamente de mi casa... o me
habla con claridad. ¡Esto es un chantaje! —estalló.
—¿Así que al fin me lo pregunta? —dije—. ¡Bastante tarde! Y aún ahora
habla en términos muy generales. ¿Que qué puedo decirle? Pues bien, su padre
ha sido...
—¿Qué? ¿Qué ha sido...?
—Estrangulado.
—Estrangulado. Muy bien, estrangulado... —repitió, estremeciéndose, con una
especie de extraño placer.
—¿Se alegra?
—Sí.
—¿Quiere hacer otras preguntas? —le dije después de una pausa.
—¡Pero si nadie oyó gritos, ni ningún ruido! —exclamó.
—Ante todo, sólo su madre y su hermana dormían cerca, y esa noche habían
cerrado la puerta. En segundo lugar, el asesino debe haber atacado
inmediatamente a su víctima y...
—Muy bien, muy bien —murmuró—, muy bien. Un momento. Otra pregunta.
¿Quién a su juicio... quién...?
—¿De quién sospecho, quiere decir? ¿Qué cree? ¿Podría usted afirmar que
durante la noche alguien del exterior hubiese podido penetrar en la casa con tal
sigilo que no lo advirtieran el guardabosque ni los perros? ¿Podría creer en la
posibilidad de que se hubiesen dormido, tanto el guardabosque como los perros,
y que la puerta de la finca, por algún descuido hubiese quedado abierta? ¿Es
así? ¡Qué coincidencia tan desafortunada!
—Nadie pudo haber entrado —replicó orgullosamente.
Estaba sentado, muy derecho, y pude advertir en su inmovilidad que me
despreciaba con todo el corazón.
—Nadie —confirmé rápidamente, disfrutando alegremente de su orgullo—.
¡Absolutamente nadie! Así que sólo quedan ustedes tres y los tres sirvientes. Pero
el paso de los sirvientes fue interceptado por usted. Sólo Dios sabe por qué
cerró la puerta de la despensa. ¿O es que ahora va a negar que la cerró?
—La cerré.
—Pero, ¿por qué? ¿Con qué intención?
Saltó de la silla.
—No adopte usted esos aires —le dije, y mi breve comentario le hizo volver a
sentarse, mientras su cólera se desvanecía.
—La cerré sin saber por qué, maquinalmente —dijo con dificultad, y murmuró
por dos veces—: Estrangulado, estrangulado...
Era el suyo un temperamento nervioso. Todos ellos poseían un temperamento
nervioso.
—Y como su madre y su hermana también cerraron... maquinalmente, su puerta,
sólo queda... Bueno, usted sabe muy bien quién queda. Usted fue el único que
esa noche tuvo libre acceso a la habitación de su padre. "El labrador de regreso
a casa sucumbe en el fatigoso camino, y deja el mundo a la oscuridad y a mí."
—Supone entonces —exclamó— que yo... que yo... ¡ja, ja, ja!
—¿Quizás trata usted con esa risa de expresar que es inocente? —dije
secamente, y su risa, después de unos cuantos intentos, sucumbió en una nota
falsa—. ¿No fue usted? En ese caso, joven —dije más suavemente—, ¿quiere
explicarme por qué no derramó una sola lágrima?
—¿Una lágrima?
—Sí, ni una lágrima. Su madre me lo confesó en un murmullo, ¡oh, sí!, al
principio, ayer mismo, en la escalera. Es habitual que las madres pierdan y
traicionen a sus hijos. Y hace un momento usted se reía, y declaró que se sentía
feliz por la muerte de su padre —dije con triunfal rotundez, repitiendo sus
palabras hasta que, una vez que la fuerza lo abandonó, me miró como a un ciego
instrumento de tortura.
Sin embargo, al sentir la creciente gravedad de la situación, echó mano de
todas sus fuerzas y trató de dar una explicación en forma de un avis au lecteur,
un aparte, digamos, que surgía directamente de su garganta.
—Era sólo sarcasmo... ¿comprende?...
—¿Se permite el sarcasmo a la muerte de su padre?
Hubo otro silencio, y luego murmuré confidencialmente, casi a su oído:
—¿Por qué está tan turbado? Después de todo, se trata de la muerte de un
padre... No hay nada perturbador en ello.
Cuando recuerdo ese momento, me felicito de haber salido de él con paso
seguro; él ni siquiera se movía.
—¿Será que está usted turbado porque lo quería? ¿Quizás lo quería usted
realmente?
Balbuceó con dificultad, con disgusto, con desesperación:
—¡Muy bien! Si usted insiste... sí.. . entonces, sí, muy bien... Así era —dijo,
arrojando algo sobre la mesa, y después exclamó—: ¡Mire, es su cabello!
Era en verdad un rizo.
—Perfectamente —le dije—, quítelo de ahí.
—¡No, no quiero! Puede usted tomarlo, se lo regalo.
—¿A qué se deben todos estos estallidos? Está bien, usted lo quería, eso es lo
natural. Sólo quiero hacerle una pregunta más; porque, como se dará usted
cuenta, no entiendo mucho estos amores de ustedes. Admito que casi ha logrado
usted convencerme con este rizo de cabello; pero, ¿sabe?, hay una cosa
fundamental que no logro aún resolver. —Aquí nuevamente bajé la voz y
murmuré a su oído—: Usted lo quería, eso está muy bien; pero, ¿por qué hay
tanta confusión, tanto desdén en ese amor? —Se volvió a poner lívido y no
respondió nada—. ¿Por qué hay en él tanta crueldad y repulsión? ¿Por qué
oculta su amor de la misma manera que un criminal oculta su crimen? ¿No me
responde? ¿No lo sabe? Tal vez yo pueda decírselo. Usted lo amaba. Sí, pero
cuando su padre enfermó... le habló a su madre sobre la necesidad de aire
fresco. Su madre, quien dicho sea de paso, también lo amaba, escuchó y
asintió. Es cierto, muy cierto, un poco de aire fresco a nadie puede hacer daño;
así que se cambió a la habitación de su hija, pensando: "Estaré cerca de él,
pendiente de cualquier llamada del enfermo". ¿No es así? Puede usted
corregirme.
—Así fue.
—¡Exactamente! Soy un viejo lobo, lo ve. Pasa una semana. Una noche la
madre y la hija se encierran en su habitación. ¿Por qué? Sólo Dios lo sabe. Es
necesario reflexionar sobre cada una de las vueltas de llave en una cerradura.
¿Una, dos, tres? La hicieron girar, maquinalmente, y se metieron en la cama. Sí,
mientras usted, al mismo tiempo, cerraba abajo la puerta de la despensa.
Saltó de golpe, pero se volvió a sentar y dijo:
—Sí, así fue, exactamente como usted dice.
—Y entonces se le ocurrió que su padre podría necesitar algo. Tal vez usted
pensaba: "Mi madre y mi hermana se han dormido, y mi padre puede necesitar
algo". Así, sin hacer ruido, subió por las crujientes escaleras hasta la habitación
de su padre. Bien... Cuando lo encontró en la habitación.. . El resto no necesita
comentarios; procedió usted maquinalmente.
Escuchaba sin creer a sus oídos; y repentinamente pareció despertar, y exclamó
con un aullido que se podría calificar como de desesperada franqueza, la cual
sólo podía ser inspirada por su gran miedo:
—¡Pero si yo no estuve allí! ¡Pasé la noche entera abajo, en mi habitación! No
sólo cerré la puerta de la despensa, sino que también me encerré en mi cuarto.
Yo también dormí encerrado... Debe tratarse de algún error.
—¿Qué? —exclamé— ¿También usted se encerró? Al parecer, todo el mundo
se encerró. ¿Quién fue entonces?
—No lo sé, no lo sé.. . —respondió con estupor, secándose la frente—. Sólo
ahora comienzo a comprender que nosotros debimos de haber estado
esperando que ocurriese algo; debimos de haber tenido un presentimiento, y por
miedo y por vergüenza —exclamó violentamente—, nos encerramos todos con
llave... porque todos queríamos que mi padre, que mi padre... resolviera por su
cuenta sus asuntos.
—¡Ah! Ya veo... Sintiendo que la muerte se oproximaba, se encerraron antes de
que llegara a producirse. ¿Así que ustedes esperaban ese crimen?
—¿Lo esperábamos?
—Muy bien; pero, entonces, ¿quién lo asesinó? Porque él fue asesinado,
mientras ustedes esperaban, y recuerde que ningún extraño tuvo la posibilidad
de hacerlo.
Calló.
—Le digo que yo estaba realmente en mi habitación, encerrado —murmuró al
fin, oprimido por el peso de una lógica irrefutable—. Debe tratarse de un
error.
—En ese caso, ¿quién lo asesinó? —seguí repitiendo incesantemente—. ¿Quién lo
asesinó?
Reflexionó, como si hiciera un profundo examen de conciencia y revisara sus
intenciones más recónditas. Estaba pálido. Su mirada, bajo las pestañas caídas,
parecía dirigirse hacia su interior. ¿Descubrió algo allí, en lo más profundo?
¿Qué descubrió? Tal vez se vio a sí mismo saliendo de la cama, caminando
sigilosamente por las traidoras escaleras, dispuestas las manos para la acción.
Tal vez, en un único instante, le sobresaltó el incierto pensamiento de que,
después de todo, quién podía saberlo. Era algo que no podía excluirse del todo.
Tal vez fue en ese preciso instante cuando el odio se le apareció como un
complemento del amor; quién sabe (ésta es sólo una suposición mía) si en una
fracción de ese instante no llegó a penetrar en la terrible dualidad de los
sentimientos. Esta idea cegadora pudo haber sido una revelación (al menos tal
es mi interpretación), y debe haber hecho estragos en todo lo que existía en su
interior, de tal manera que, envuelto en su amor, llegó a resultarse intolerable
hasta para sí propio. Y aunque esto duró sólo un segundo, fue suficiente.
Después de todo, se había visto forzado a luchar contra mis sospechas ya durante
doce horas; durante doce horas había sentido una persecución despiadada y
obstinada tras él, y debe haber digerido todos los absurdos de que el
pensamiento es capaz más de un millar de veces. Como un hombre roto, dejó
caer la cabeza y me dijo claramente, mirándome a la cara:
—Yo lo hice... Fui... yo.
—¿Qué quiere decir con eso de "fui"?
—Yo fui, ya lo dije, fui yo quien lo hizo, como usted ha dicho, maquinalmente.
—¿Qué? ¡Es verdad! ¿Lo admite? ¿Fue usted? ¿Real y verdaderamente?
—Sí, yo fui.
—¡Ajá! Así es. Y todo el asunto no le llevó más de un minuto.
—No más... Un minuto cuando mucho. No debemos sobrestimar el tiempo.
Un minuto. Luego regresé a mi cuarto, me acosté y caí dormido. Antes de caer
dormido, bostecé y pensé, esto lo recuerdo muy bien ahora, que, ¡oh, oh!, que
al día siguiente tenía que levantarme muy temprano.
Me quedé atónito. Su confesión era tan clara, tal vez demasiado clara (aunque
su voz se volvió áspera), a la vez que feroz, llena de un gozo extraordinario.
¡No había duda de ello! ¡No se podía negar! Muy bien, pero el cuello, ¿qué se
podía hacer con aquel cuello que obtusamente mantenía sus propios derechos
en la alcoba? Mi pensamiento trabajaba febrilmente; pero, ¿qué puede un
cerebro contra la testarudez de un muerto?
Deprimido, contemplé al asesino, que parecía aguardar. Y —es difícil de
explicar—, en ese momento advertí que no me quedaba nada que hacer sino
admitir franca y totalmente los hechos. Golpearme la cabeza contra el muro, es
decir contra el cuello, era infructuoso. Cualquier posible resistencia o
estratagema serían inútiles. Tan pronto como advertí esto, sentí una gran
confianza hacia él. Advertí que lo había empujado hasta muy al fondo, que había
llevado a cabo una maniobra demasiado artera, y, en mi confu sión, exhausto y
sin aliento después de tantos esfuerzos y efectos faciales, me convertí
repentinamente en un niño, un niño pequeño y desamparado que desea
confesar sus errores y travesuras a su hermano mayor. Me pareció que él
entendería y no me negaría sus consejos. "Sí", pensé, "es lo único que me resta
por hacer: una confesión franca. Él entenderá, me ayudará; encontrará una
solución." Pero, por si acaso, me levanté y me fui acercando a la puerta.
—Usted ve —dije, y mis labios temblaban ligeramente—; hay una dificultad...
cierto obstáculo, una formalidad, para ser sinceros, nada importante. La cosa
es que —toqué el picaporte—, a decir verdad, el cuerpo no revela huella
alguna de estrangulamiento. Para expresarlo en términos fisiológicos, no fue
estrangulado, sino que murió normalmente de un ataque cardíaco. ¡El cuello,
sabe usted, el cuello! ¡El cuello no ha sido tocado!
Dicho esto, me deslicé por la puerta entreabierta y crucé el salón con toda la
rapidez que me fue posible. Irrumpí en el cuarto donde yacía el cadáver y me
escondí en el guardarropa. Con gran esperanza, aunque con miedo, aguardé. El
lugar era oscuro, sofocante, y los pantalones del muerto me rozaban el cuello.
Esperé largo rato, y comencé a dudar; pensé que nada iba a ocurrir, que habían
estado burlándose de mí, que me habían llevado durante todo el tiempo a
hacer el ridículo. La puerta se abrió suavemente y alguien se deslizó en el interior
con cautela. Después escuché un ruido espantoso. La cama crujía horriblemente,
en el silencio absoluto; todas las formalidades se estaban cumpliendo ex post
facto. Luego los pasos se retiraron tal como habían llegado. Cuando después de
una larga hora, tembloroso, bañado en sudor, salí de mi escondite, la violencia y
la fuerza prevalecían entre las sábanas revueltas de la cama; el cadáver estaba
colocado diagonalmente a la almohada, y en el cuello aparecían, nítidas, las
impresiones de diez dedos. Aunque los peritos médicos no estuvieron del todo
satisfechos con aquellas huellas dactilares (alegaban que había algo que no era
del todo normal), fueron consideradas al fin, junto con la terminante confesión
del asesino, como base legal suficiente.
WITOLD GOMBROWICZ:
FILIFOR FORRADO DE NIÑO
El príncipe de los Sintéticos, reconocidos como los más gloriosos de todos los
tiempos, era, sin duda, el Doctor profesor de Sintesiología de la Universidad de
Leyden, Sintético Superior Filifor, originario de las regiones meridionales de Annam.
Operaba conforme al espíritu patético de la Síntesis Superior, principalmente por
medio de adición + infinidad y en casos súbitos también por medio de
multiplicación X infinidad. Era hombre de buena estatura, no poca corpulencia,
barba hirsuta y rostro de profeta con anteojos. Mas un fenómeno espiritual de esa
magnitud no pudo dejar de suscitar en la naturaleza su contra-fenómeno, de
acuerdo con el principio de acción y reacción de Newton y, por tal motivo, pronto
nació en Colombo un eminente analítico que obtuvo en la Universidad de Columbia
el doctorado y profesorado en Análisis Superior y alcanzó rápidamente los más altos
peldaños de la carrera científica. Era hombre hosco, menudo, lisamente afeitado,
con rostro de escéptico con anteojos y la única misión interior de perseguir y
humillar al eminente Filifor.
Operaba analíticamente y era su especialidad la descomposición del individuo en
partes por medio de cálculos, especialmente por medio de papirotazos. Y así con un
papirotazo en la nariz, incitábala a gozar de existencia independiente, moviéndose
entonces la nariz espontáneamente de una parte a otra con gran espanto del
propietario. Ese arte lo aplicaba con frecuencia en el tranvía, si se sentía aburrido.
Accediendo al llamado de su más profunda vocación, lanzóse en persecución de
Filifor, y en una villa de España logró obtener el título nobiliario de anti-Filifor, del
cual estaba locamente orgulloso. Filifor –habiéndose enterado que aquél lo
perseguía– lanzóse también en su persecución y durante largo tiempo ambos sabios
persiguiéronse sin resultado, porque el orgullo no le permitía admitir a ninguno de
ellos que resultaba no solamente perseguidor sino también perseguido. Por
consiguiente, cuando Filifor, por ejemplo, estaba en Bremen, antí-Filifor corría de
La Haya a Bremen no queriendo, o quizá no pudiendo , tomar en consideración que
Filifor en ese mismo momento y con idéntico fin partía en el tren rápido de Bremen
a La Haya. El choque entre los dos sabios impelidos –catástrofe de igual índole que
las catástrofes ferroviarias más grandes– prodújose por absoluta casualidad en el
local del restaurante de primera clase Bristol Hotel, de Varsovia. Filifor, en
compañía de la profesora Filifor, horario de trenes en mano, examinaba con
atención las mejores combinaciones, cuando, inmediatamente después de bajar del
tren, entró jadeante anti-Filifor llevando del brazo a su analítica compañera de
viaje, Flora Gente de Mesina. Nosotros, es decir los que estuvimos presentes,
doctores Teófilo Poklewski y Teodoro Roklewski, y yo, dándonos cuenta de la
gravedad de la situación, procedimos de inmediato a tomar notas por escrito.
Anti-Filifor acercóse a la mesita y, en silencio, atacó con la vista al profesor, que se
había levantado. Se esforzaron por dominarse espiritualmente: el Analítico
presionaba fríamente desde abajo; el Sintético respondía desde arriba, con la
mirada llena de resistente dignidad. Al no dar el duelo de las miradas resultados
decisivos, los dos enemigos espirituales iniciaron el duelo verbal. El doctor y
maestro del Análisis dijo: –¡Ñoquis!–. El Sintesiólogo contestó: –¡Ñoqui!–. Anti-
Filifor rugió: –¡Ñoquis, ñoquis, o sea la combinación de harina, huevos y agua!–.
Filifor rebatió al momento: –¡Ñoqui, o sea el ser superior del ñoqui, el mismo Noqui
supremo!–. Sus ojos lanzaban relámpagos, agitábase su barba, era claro que había
obtenido la victoria. El profesor de Análisis Superior retrocedió unos pasos
dominado por furia impotente, mas de inmediato acudió a su mente una idea
terrible: enfermizo, achacoso en comparación con Filifor, aprestóse a proceder
contra su esposa, a quien el viejo y meritorio profesor amaba por encima de todo.
He aquí el transcurso sucesivo del incidente, según el protocolo:
1. La profesora Filifor, muy entrada en carnes, gorda, bastante majestuosa, se
hallaba sentada, sin pronunciar palabra, ensimismada.
2. El profesor doctor anti-Filifor plantóse frente a la señora con su objetivo cerebral
y empezó a observarla con una mirada que la desvestía hasta lo más íntimo. La
señora Filifor tembló de frío y de verguenza. El doctor profesor Filifor la cubrió en
silencio con la manta de viaje y fulminó al insolente con una mirada llena de
inmenso desprecio. Sin embargo, mostró al hacerlo signos de inquietud.
3. Entonces anti-Filifor dijo quedamente: –Oreja, oreja–, y estalló en risa sarcástica.
Bajo la influencia de esas palabras la oreja apareció inmediatamente en toda su
desnudez y se hizo indecente. Filifor ordenó a su esposa que se cubriera las orejas
con el sombrero; esto, sin embargo, no sirvió de mucho porque anti-Filifor murmuró
entonces como para sí mismo: –Dos orificios de la nariz–, desnudando así los
orificios de la nariz de la venerable profesora de modo a un mismo tiempo impúdico
y analítico. La situación se tornó grave ya que no pudo ni hablarse de la ocultación
de los orificios.
4. El profesor de Leyden amenazó con llamar a la policía. La balanza de la victoria
comenzó a inclinarse claramente hacia Colombo. El maestro de Análisis dijo con
intensa cerebración: –Los dedos de la mano, los cinco dedos–. Por desgracia la
robustez de la profesora no era suficiente para ocultar el hecho que,
repentinamente, apareció a los reunidos en toda su inaudita vivacidad, es decir el
hecho de los cinco dedos de la mano. Los dedos estaban allí, cinco de cada lado. La
señora Filifor, totalmente profanada, trató con los restos de sus fuerzas de ponerse
los guantes pero ¡cosa absolutamente increíble!, el doctor de Colombo-le hizo al
momento el análisis de orina y, riendo desmedida y estruendosamente, exclamó
victorioso: –¡H20C4, TPS, un poco de leucocitos y albúmina!–. Se levantaron todos,
el doctor profesor anti-Filifor se retiró con su amante que soltó una risa vulgar,
mientras que el profesor Filifor, con ayuda de los abajo firmados, llevó sin demora a
su esposa al hospital. Firmado: T. Poklewski, T. Roklewski y Antonio Swistak,
testigos.
A la mañana siguiente nos reunimos Roklewski, Poklewski y yo, con el profesor, en
derredor del lecho de la enferma, señora Filifor. Su descomposición avanzaba con
mucha rapidez. Iniciada por el diente analítico del antiFilifor, la dama, en forma
paulatina perdía su contextura. De tiempo en tiempo, gemía sordamente: –Yo
pierna, yo oreja, pierna, mi oreja, debo, cabeza, pierna–. como si despidiera las
partes de su cuerpo que ya empezaban a moverse autonómicamente. Su
personalidad encontrábase en estado de agonía. Nos ensimismamos todos en busca
de medios de salvación inmediata. Pero no había tales medios. Previa deliberación,
con participación del docente S. Lopatkin, quien a las 7 y 40 llegó por vía aérea de
Moscú, reconocimos una vez más la absoluta necesidad de métodos científicos
violentísimamente sintéticos. Pero no había tales métodos. Entonces Filifor
concentró todas sus facultades mentales, a tal punto, que retrocedimos un paso, y
dijo: –iLa bofetada! ¡Solamente una bofetada, y bien recia, es capaz de devolver el
honor a mi esposa y sintetizar los elementos dispersos en cierto sentido superior y
honorable de palmada! Por lo tanto, ¡manos a la obra!
No era tan fácil encontrar en la ciudad al Analítico de fama mundial. Recién al
anochecer dejóse atrapar en un bar de primera clase. En estado de sobria
embriaguez vaciaba botella tras botella, y cuanto más bebía más se desembriagaba;
lo mismo sucedía con su analítica amante. Hablando con propiedad, embriagábanse
más de sobriedad que de alcohol. Cuando entramos, los mozos, pálidos como el
papel, escondíanse pusilánimes detrás del mostrador y los amantes, en silencio, se
entregaban a orgías interminables de sangre fría. Tramamos el plan de acción. El
profesor debería efectuar, primero, un ataque falso con el brazo derecho en la
mejilla izquierda y luego pegar con el izquierdo en la derecha, mientras que
nosotros, es decir los testigos, doctores de la Universidad de Varsovia–. Poklewski,
Roklewski y yo como también el docente S. Lopatkin, deberíamos proceder sin
demora a labrar el acta. El plan era sencillo, la acción nada complicada, pero al
profesor se le cayó el brazo levantado. Nosotros, los testigos, quedamos
estupefactos. ¡No hubo bofetada! ¡No hubo, lo repito, bofetada! Hubo solamente
dos rositas y algo así como una viñeta con palomitas!
Antifilifor había previsto con satánica destreza los planes de Filifor. ¡Ese Baco sobrio
se había tatuado en las mejillas dos rositas de cada lado y algo semejante a una
viñeta con palomitas! A consecuencia de eso las mejillas, y también por
consiguiente la bofetada intentada por Filifor, perdieron todo sentido. En realidad,
la bofetada aplicada a las rosas y a las palomitas no era bofetada, era más bien algo
así como un golpe contra el papel pintado. No pudiendo admitir que el pedagogo y
educador de la juventud, generalmente respetado, quedara en ridículo por golpear
un papel pintado debido a hallarse enferma su esposa, le convencimos de que
desistiera terminantemente de cometer acciones que podría luego deplorar.
–¡Perro! –rugió el anciano–. ¡Infame! ¡Ah, infame, infame perro!
–¡Montón! –contestó el Analítico con inmenso orgullo analitico–. ¡Eres un montón!
Yo también soy montón. Si quieres, dame un puntapié en el vientre. No me aplicarás
a mí el puntapié en el vientre: patearás el vientre y nada más. ¿Querías provocar mi
mejilla con tu bofetada? A la mejilla puedes provocarla pero no a mí; a mí no. ¡Yo no
existo en absoluto! ¡No existo!
–¡He de provocarla! ¡Si Dios lo permite, la provocaré!
–¡Mis mejillas son impermeables! –rió anti-Filifor. Flora Gente, sentada a su lado,
soltó la risa; el doctor cósmico de Ambos Análisis le dirigió una mirada sensual y
salió. En cambio, Flora Gente quedóse. Estaba sentada en un alto taburete y nos
miraba con desteñidos ojos de loro completamente analizado. A los pocos instantes,
exactamente a las 8 y 40, el profesor Filifor, dos médicos, el docente Lopatkin y yo
procedimos a celebrar conferencia común. El docente Lopatkin mantenía asida,
como de costumbre, la lapicera. La conferencia tuvo el siguiente decurso:
Los tres doctores en leyes: –En vista de lo que acontece, no vemos posibilidad de
resolver la querella por vía del honor y aconsejamos al muy respetado señor
profesor no tomar en cuenta la ofensa, considerándola procedente de un individuo
incapaz de dar una satisfacción de honor.
El profesor doctor Filifor: –No la tomaré en cuenta, pero mi esposa se muere.
El docente S. Lopatkin: –A vuestra esposa no podremos salvarla.
El doctor Filifor: –¡No digan eso, no digan eso! ¡Oh, la bofetada, único remedio!
Pero no hay bofetada. No hay mejillas. No hay medio de síntesis divina. ¡No hay
honor! ¡No hay Dios! ¡Sí! ¡Hay mejillas! ¡Hay bofetada! ¡Hay Dios, Honor, Síntesis!
Yo: –Observo que al profesor le falla la lógica. O hay mejillas o no las hay.
Filifor: –Señores, ustedes olvidan que todavía quedan mis dos mejillas. Sus mejillas
no existen, pero las mías sí. Aun podemos efectuar la jugada con mis dos mejillas
intactas. Señores, quieran ustedes comprender mi pensamiento: yo no puedo
abofetearlo pero él puede abofetearme. Será lo mismo. ¡Siempre habrá una
bofetada y habrá Síntesis!
–¡Bah! ¿Cómo obligarlo a que abofetee al profesor?
–¿Cómo obligarlo a que abofetee al profesor?
–¿Cómo obligarlo a que abofetee al profesor?
–Señores –respondió con recogimiento el pensador genial–, él tiene mejillas, mas
yo también las tengo. La base consiste aquí en cierta analogía, y por eso operaré no
tanto lógica como analógicamente. Será mucho más seguro, ya que la naturaleza
está regida por cierta analogía. Si él es rey del Análisis, yo soy rey de la Síntesis. Si él
tiene mejillas, yo también las tengo. Si yo tengo esposa, él tiene amante. ¡Si el
analizó mi esposa, yo sintetizaré su amante y de esta manera le arrancaré la
bofetada que se niega a entregar!
Y sin más demora hizo una señal con la cabeza a Flora Gente. Enmudecimos. Ella
adelantóse, moviendo todas las partes de su cuerpo, bizqueando con un ojo en mi
dirección y con el otro en dirección al profesor, mostrando los dientes en una
sonrisa a Stefan Lopatkin, echando la delantera hacia Roklewski y meciendo la
trasera en dirección a Poklewski. La impresión era tal que el docente dijo en voz
baja: –¿De veras acometerá usted con su Síntesis Superior esos cincuenta pedazos
separados?
Pero el Sintesiólogo Universal poseía esta cualidad: que jamás perdía la esperanza.
La invitó a la mesita, convidándola con una copa de Cinzano, y a guisa de
introducción, para sondearla, dijo sintéticamente. –Alma, alma–. Ella no contestó.
¡Yo! –dijo el profesor inquisitiva e impetuosamente, queriendo despertar en ella su
Yo abismado–. Ella respondió:–¡Ah, usted! Muy bien, cinco zlotys–. –¡Unidad! –gritó
Filifor con violencia–. ¡Unidad Superior! ¡Igualdad en la Unidad!–. Para mí todo es
igual –dijo ella con indiferencia– anciano o niño. Mirábamos desalentados a esta
infernal analítica de la noche a quien el anti-Filifor había adiestrado perfectamente
a su manera, y educado para sí, quizá desde chica.
Sin embargo el Creador de las Ciencias Sintéticas no se desanimaba. Siguió un
período de intensas luchas y esfuerzos. Le leyó los dos primeros cantos de Dante,
por lo cual ella le pidió diez zlotys. Sostuvo una prolongada e inspirada disertación
sobre el Amor Superior, amor que abarca y unifica todo, que le costó once zlotys. Le
leyó dos magníficas novelas de las más conocidas autoras sobre el tema de la
regeneración mediante el amor, por lo cual ella pidió ciento cincuenta zlotys y no
quiso rebajar ni un céntimo. Y cuando trató de estimular su dignidad, Flora Gente
exigió ni más ni menos que cincuenta zlotys.
–Por las extravagancias se paga, vejete –dijo–, para eso no hay tarifa. Y abriendo y
cerrando sus fatuos ojos de buho, no reaccionaba. Los gastos aumentaban y el
antiFilifor, paseando por la ciudad, reía para sus adentros de tales esfuerzos
desesperados.
En la conferencia realizada con la participación del Dr. Lopatkin y tres docentes, el
eminente explorador informó la derrota en los siguientes términos; –Me costó unas
cuantas centenas de zlotys y no veo realmente la posibilidad de sintetizar. Recurrí
en vano a las supremas unidades tales como la Humanidad, que todo lo convierte en
dinero devolviendo el sobrante. Y mi esposa, mientras tanto, pierde el resto de la
conexión interior. La pierna se lanza ya de paseo por el cuarto. Cuando dormita (mi
esposa, naturalmente, no la pierna) tiene que sujetarla con las manos. pero las
manos se niegan a obedecer. Es un terrible trastorno, una terrible anarquía.
El doctor en medicina T. Poklewski: –Y el antiFilifor hace circular rumores de que el
profesor es un desagradable vicioso.
El docente Lopatkin: –¿Y no se podría sorprenderla precisamente por medio del
dinero? Permítanme. Veo aun confusa la idea que cruza mi mente, pero suceden
cosas así en la naturaleza: tuve, por ejemplo, una paciente enferma de timidez. No
pude curarla con audacia porque no la asimilaba, pero le apliqué una dosis tan
fuerte de timidez que no la pudo aguantar. Y como no pudo soportar la timidez, se
animó, y volvióse de pronto locamente audaz. El mejor método es el de "per se",
arremangarse, quiero decir "sólo en sí, sólo en sí". Habría que sintetizarla con
dinero, mas reconozco que no veo cómo...
Filifor: –Dinero..., dinero... Pero el dinero forma siempre una cifra, una suma, que
nada tiene de común con la Unidad propiamente dicha. Sólo el céntimo es
indivisible, pero el céntimo no causa ninguna impresión. Salvo... a menos que...
¡Señores! ¿Y si le diéramos una suma tan grande que la atolondrara?
Enmudecimos. Filifor se levantó bruscamente. Su barba negra agitábase. Entró en
uno de esos estados hipermaníacos en que cae el genio indefectiblemente cada
siete años. Vendió dos casas y un chalet en los alrededores de la ciudad y convirtió
la suma obtenida de 850.000 zlotys, en zlotys sueltos. Poklewski lo miraba con
asombro: simple médico de distrito no supo jamás comprender al genio, no supo
comprender y por eso precisamente no lo comprendía en absoluto. Mientras tanto,
el filósofo, ya seguro de lo que hacía, envió al antiFilifor una invitación irónica, y
éste, contestando la ironía con el sarcasmo, presentóse puntualmente a las 9 y 30 en
un aposento del restaurante Alcázar, donde se realizaría el experimento decisivo.
Los sabios no se dieron la mano. El maestro de Análisis rió, seco y malicioso: –
¡Bueno, póngase contento, señor, póngase contento! Mi chica no es, que digamos,
tan propensa a la composición como su esposa a la descomposición: a ese respecto
estoy tranquilo–. Pero él también entraba gradualmente en estado hipermaníaco. El
Dr. Poklewski empuñaba la lapicera y Lopatkin mantenía asido el papel.
El prof. Filifor procedió en esta forma: colocó primero sobre la mesa un único zloty.
La Gente no reaccionó. Colocó un segundo zloty: nada. Agregó un tercer zloty:
tampoco nada. Mas al poner el cuarto zloty, ella dijo: –¡Oh, cuatro zlotys!–. Al notar
que eran cinco bostezó, y al ver que eran seis, preguntó con indiferencia:–¿Qué
pasa, viejito? ¿Exaltación de nuevo? Recién después de colocados 97 zlotys
advertimos los primeros síntomas de extrañeza y al llegar a 115 su mirada que hasta
ese momento se posaba en el Dr. Poklewskí, en el docente y en mí, comenzó a
sintetizarse algo sobre el dinero.
Al llegar a cien mil, Filifor jadeaba pesadamente, antiFilifor empezaba a inquietarse
un poco y la hasta ese momento heterogénea cortesana consiguió cierta
concentración. Miraba, fascinada, el montón creciente que en rigor dejaba de ser
montón; trató de contar pero ya los cálculos no le salían bien. La suma dejaba de ser
suma, convertíase en algo inabarcable, inconcebible, en algo superior a la suma,
hacía estallar el cerebro por su enormidad, como el firmamento. La paciente gemía
sordamente. El analítico se precipitó a socorrerla pero ambos médicos lo sujetaron
con todas sus fuerzas; en vano la aconsejaba cuchicheando que descompusiera el
total en centenas o mediomillares pues el total no se dejaba desunir. Cuando el
sacerdote triunfante de la ciencia de sintetizar desembolsó todo lo que tenía y selló
el montón, o más bien la enormidad, el monte financiero de Sinaí, con un céntimo
único e indivisible, pareció como si alguna Divinidad penetrara en la cortesana:
levantóse e hizo aparecer todos los síntomas sintéticos, llanto, suspiro, sonrisa,
pensatividad, y dijo: –Señores, yo. Yo. Algo superior–. Filifor profirió un grito de
triunfo y entonces el anti-Filifor, con un alarido de terror, libróse de los brazos de
ambos médicos y pegó a Filifor en la cara.
Ese golpe era el rayo, el relámpago de la síntesis arrancado de las entrañas
analíticas, que disipó las sombrías tinieblas. El docente y los médicos felicitaron con
emoción al Profesor gravemente deshonrado. Su encarnizado enemigo se retorcía
contra la pared, aullando atribuladamente, Mas ningún aullido pudo frenar el
movimiento impreso a la carrera del honor, porque el asunto, hasta ese momento
no honorable, había entrado en las vías del honor).
El prof. Dr. G. L. Filifor, de Leyden, designó dos padrinos en las personas del Dr.
Lopatkin y la mía; el prof. Dr. P. T. Momsen, con título nobiliario de antiFilifor,
designó sus dos padrinos en las personas de ambos médicos asistentes; los padrinos
de Filifor provocaron honrosamente a los padrinos de anti-Filifor, y éstos, a su vez,
provocaron a los de Filifor. Y a cada uno de estos pasos de honor la síntesis iba en
aumento; el Columbiano se retorcía como si estuviera sobre ascuas, mientras que el
Leydeño, sonriente, acariciaba su larga barba. En el hospital municipal la profesora
enferma empezaba a unificar sus partes, pidió leche con voz apenas perceptible y la
esperanza nació en el corazón de los médicos. El Honor asomóse entre las nubes y
sonrió dulcemente a los hombres. El combate definitivo se libraría el martes, a las
siete de la manana.
La lapicera sería confiada al Dr. Roklewski, las pistolas al Dr Lopatkin, Poklewski
debería tener el papel, y yo los sobretodos. El incansable luchador del signo de la
Síntesis no abrigaba duda ninguna. Recuerdo lo que me decía la mañana anterior: –
Hijo mío, tanto podrá caer él como yo, pero quienquiera caiga, mi espíritu saldrá
siempre victorioso porque no se trata del acto de morir sino de la índole de la
muerte; y la índole de la muerte es sintética. Si él cayese, rendirá con su muerte
homenaje a la Síntesis; si me matase, matará de manera sintética. ¡Así, será mía la
victoria más allá de la tumba!–. Y en su exaltación de ánimo, deseando honrar más
dignamente ese momento de gloria, invitó a ambas señoras, su esposa y Flora, en
carácter de simples espectadoras. Yo estaba opreso por malos presentimientos.
Temía... ¿Qué temía yo? Ni yo mismo lo sabía: durante toda la noche me torturó el
terror de desconocerlo y recién en el lugar del duelo comprendí mi temor. La
mañana era seca y luminosa, como un paisaje pintado. Los enemigos de alma
paráronse frente a frente; Filifor saludó a anti-Filifor y éste a aquél. Y entonces
comprendí qué era lo que temía: era la simetría; la situación era simétrica y en ello
consistía su vigor pero también su flaqueza.
Porque la situación tenía la propiedad de que a cada movimiento de Filifor
correspondía un movimiento análogo de anti-Filifor, y Filifor tenía la iniciativa. Si
Filifor saludaba, anti-Filifor debía saludar también. Si Filifor tiraba, anti-Filifor debía
tirar también. Y todo, hago notar, debía realizarse en el eje que unía a ambos
combatientes, que era el eje de la situación. Pero, ¿qué sucedería si el segundo
desviase hacia el costado? ¿Si descarriase, si hiciese una mala jugada para eludir las
leyes férreas de la simetría y de la analogía? ¿Qué perturbaciones mentales, qué
traiciones podría ocultar la cerebralidad del antiFilifor? Yo combatía tales
pensamientos, cuando de repente el profesor Filifor levantó el brazo, apuntó recto
al centro del corazón adversario y tiró, ¡Tiró y no dió en el blanco! Entonces el
Analítico levantó a su vez el brazo y apuntó al corazón de su antagonista. Casi, casi
parecía inevitable que si aquél había tirado sintéticamente al corazón, también éste
tendría que tirar sintéticamente al corazón. Parecía no haber otra salida, ninguna
puerta de escape intelectual. Mas, en un abrir y cerrar de ojos, el Analítico, en un
esfuerzo supremo, sopló quedo, dió un alarido, apartó del eje de la situación el caño
de la pistola y disparó hacia un costado. El tiro pegó ¿dónde?: en el dedo meñique
de la profesora Filifor que, acompañada de Flora Gente, estaba parada a corta
distancia. ¡Ese tiro fué la cumbre de la maestría! El dedo meñique cayó cortado. La
señora Filifor, asombrada, llevó su mano a la boca, Nosotros, los padrinos, perdimos
por un momento el dominio de nosotros mismos y proferimos un grito de
admiración.
Y entonces ocurrió algo terrible. El Profesor Superior de síntesis no pudo aguantar.
Fascinado por la puntería, la maestría y la simetría, ofuscado por nuestro grito de
admiración, también desvió y disparó, haciendo impacto en el dedo meñique de
Flora Gente, y rió breve, seca y guturalmente. Gente llevó su mano a la boca y
nosotros proferimos el correspondiente grito de admiración.
Entonces el Analítico disparó de nuevo, cortándole el segundo dedo meñique de la
profesora, que llevó su otra mano a la boca. Proferimos el grito de admiración. Un
cuarto de segundo más tarde el tiro del Sintético, disparado con infalible seguridad
desde la distancia de diecisiete metros, cortó el dedo análogo del Flora Gente.
Gente llevó su mano a la boca; nosotros proferimos el grito de admiración. Y así
siguieron las cosas. El tiroteo continuaba incesante, encarnizado, violento y
magnífico como la magnificencia misma, y los dedos, las orejas, las narices, los
dientes, caían como las hojas de un árbol agitado por el viento. Nosotros los
padrinos no teníamos tiempo suficiente para proferir los gritos que nos arrancaba la
puntería, rápida como el relámpago. Ambas señoras estaban ya privadas de todas
sus extremidades y prominencias naturales y, si no cayeron muertas, fué también,
simplemente, por la falta de tiempo, pues no pudieron alcanzar a morir, y sospecho,
además, que gozaban cierto deleite exponiéndose a una puntería tan perfecta. Por
último faltaron los cartuchos. El maestro de Colombo perforó, con su último tiro, la
parte superior del pulmón derecho de la profesora Filifor; el maestro de Leyden al
momento perforó en contestación la parte superior del pulmón derecho de Flora
Gente. Proferimos una vez más gritos de admiración y luego reinó el silencio.
Ambos troncos murieron, cayeron al suelo, y ambos tiradores se miraron.
¿Y qué? Ambos se miraron y no sabían bien ¿qué? Efectivamente: ¿qué? No había
más cartuchos. Los cadáveres yacían por tierra. No había nada que hacer. Se
acercaban las diez. En rigor el Análisis había vencido, pero ¿qué resultó de ello?
Absolutamente nada. Igualmente hubiera podido vencer la Síntesis y tampoco
resultara nada. Filifor tomó una piedra y la tiró contra un gorrión, mas no dió en el
blanco y el gorrión voló. El sol empezaba a quemar. El anti-Filifor tiró un terrón
contra el tronco de un árbol y dió en el blanco. Mientras tanto pasó frente a Filifor
una gallina; Filifor tiró, dió en el blanco, y la gallina corrió escondiéndose en un
matorral. Los sabios abandonaron sus posiciones y tomaron distinto camino.
Al anochecer anti-Filifor estaba en Jeziorno y Filifor en Wawer. Uno, agazapado
bajo una parva, cazaba conejos; el otro, si descubría un farol en un lugar apartado,
hacía puntería desde una distancia de cincuenta pasos.
Y así recorrieron el mundo, apuntando a lo que podían con lo que podían,
Cantaban aires populares y rompían gustosos las ventanas; les placía también
estarse en los balcones y salivar en los sombreros de los transeúntes, y, ¡había que
ver qué alegría les proporcionaba el conseguir dar en el blanco cuando se trataba
de poderosos que viajaban en coche! Filifor se especializó hasta tal punto que podía
escupir desde la calle a cualquiera que estuviese en un balcón. Y anti-Filifor
apagaba las velas tirando contra la llama cajitas de cerillas. Con más gusto aún
cazaban ranas con escopetas de pequeño calibre, o gorriones con arco y flechas, o
tiraban desde los puentes papeles y pasto al agua, Y el mayor placer era comprar un
globo para niños y correr tras él, por campos y bosques– ioh! ¡oh! acechando el
momento en que estallaba con ruido, como alcanzado por una bala invisible,
Y cuando alguien del mundo científico recordaba el pasado glorioso, aquellas
luchas del espíritu, el Análisis, la Síntesis y toda la gloria perdida irreparablemente,
contestaban con cierta ensoñación: –Sí, sí..., recuerdo ese duelo... ¡se disparaba
bien!–, –¡Pero profesor! – exclamé una vez, y junto conmigo Roklewski, quien
durante ese tiempo se había casado y formado su hogar en la calle Krucza–, ¡pero
profesor: habla usted como un niño!. Y el aniñado anciano nos respondió: –Todo
está forrado de niñadas–
JAROSLAW IWASZKIEWICZ
[1894-1980]
JAROSLAW IWASZKIEWICZ:
ICARO
La carta estaba escrita (tal vez copiada) con letra cuidadosa e infantil, sin faltas
de ortografía. "¿Se la habrá escrito alguna amiga?", se preguntó Marta.
A las cuatro de la tarde estaba en la playa, bajo el puente. No era grande y a
esas horas estaba completamente desierta. Ninguna señal de Bolek, Marta se
desnudó tras los arbustos, como lo hacía todo el mundo, sin distinción de edad
ni de condición social, y se puso el traje de baño. La corriente era tan fuerte
que era imposible nadar contra ella. Había que seguir río abajo y luego salir
y regresar caminando, a través del campo, hasta la playa. Marta hizo un par de
excursiones. No quería admitir que la ausencia de Bolek le producía una gran
decepción.
Cuando volvió por tercera vez vio en el puente la silueta tan bien conocida. Era
Bolek, pero con Halina; por lo visto no se había marchado a casa de su tía. Iban
rumbo a la estación hablando, al parecer, excitados.
Marta regresó al sitio donde había dejado la ropa, bajo unas zarzas próximas a
un bosque de sauces. Sentíase frustrada, incapaz de recuperar el ánimo.
Súbitamente advirtió el carácter de sus sentimientos hacia Bolek, y al
comprobarlo le pareció sentir un golpe en la nuca. Se estremeció como si
tuviera fiebre.
Durante muchos años, la tristeza, una tristeza resignada, había reinado en su
corazón. Y ahora, como si sintiera el germen de la enfermedad mortal que en ella
se albergaba, la figura de aquel joven, más joven aún que sus hijos, había
asolado su alma. Quiso maldecir a Bolek; sin embargo, no hizo sino repetir una y
otra vez:
—¿Pero acaso es suya la culpa?
Permaneció sentada durante largo rato. Varias personas pasaron por la playa;
soldados que nadaban en ropa interior, niños. Unos adolescentes caminaban,
llevando ramos de cálamo aromático recogido en los prados colindantes con
las pequeñas lagunas. El día siguiente era la Pascua de Pentecostés, y el cálamo
se emplearía para decorar las casas.
Marta siguió allí un buen rato. "Tener que vivir después de esto" —se decía
—. "Es terrible; preferiría morir ahora mismo."
De pronto escuchó una voz:
—¡Señora Marta! ¡Señora Marta!
Miró hacia arriba. En el puente estaba Bolek; sonreía.
—Perdóneme por el retraso —le gritó, inclinándose sobre el barandal—. Bajo
ahora mismo. Iremos a recoger ácoro.
Marta le saludó con la mano. Cogió un largo tallo verde de la planta acuática
que un niño había dejado caer al pasar. Olió la hoja aromática. Adoraba ese
olor.
Después se levantó y salió al encuentro de Bolek. Esperó un poco, hasta que él
apareció entre la maleza. Se había quitado la ropa, y se acercaba a ella con su
paso danzarín, completamente desnudo, salvo una mínima prenda color limón.
No estaba quemado por el sol; por el contrario la piel era blanca y suave como la
seda. Una vez más le sorprendió su belleza excepcional. Las líneas del pecho y de
los muslos eran tan armoniosas, tan perfectas, que Marta permaneció casi sin
habla. En silencio le tendió la mano, pero él no se la besó esta vez. La miró
directamente a los ojos. La tosca cara plantada sobre un cuerpo tan hermoso
cobraba otra expresión. "Si tan sólo no hablara", pensó.
Pero Bolek habló.
—Siento haber llegado tan tarde, pero tuve que acompañar a Halina a la
estación.
—¿Se marchó?
—No tenía suficiente dinero para el boleto. Tuve que darle lo que tenía, y me
quedé sin un centavo.
Sonrió de una manera tan radiante, que se le transfiguró el rostro. La sonrisa
pareció extendérsele por todo el cuerpo.
—Te prestaré algo —dijo Marta.
—¿De verdad? —inquirió Bolek, con cara feliz.
Aquello era horrible.
Marta quería borrar cuanto antes aquella conversación vulgar, detestable.
Quería separarlo, y ella con él, de todo el mundo, que ría cubrirlo con un verde
manto de hojas. ¡Y que callara! La playa, el puente, los niños que gritaban sin
cesar, los soldados que se bañaban, le resultaron de pronto insoportables. No
quería mirar las casas del pueblo que se divisaban desde allí.
De la parte baja del río llegó el canto de un mirlo. En un álamo, cerca del
puente, se podía ver su centelleante plumaje dorado. Marta había tomado a
Bolek de la mano.
—¡Vamos! Cogeremos cálamo para mañana —dijo, y lo arras tró hacia los
prados.
A lo largo del río, entre las orillas pobladas de bosquecillos y las vastas praderas
cubiertas en aquel momento por una espesa red de margaritas, se encontraban
los pozos de agua estancada. Eran vestigios de afluentes cuya desembocadura
se había encenagado, o agujeros que se habían llenado con las inundaciones.
Algunos de estos pozos formaban verdaderos lagos pequeños, pintorescos,
abundantes en cálamo y cubiertos con los abanicos de las hojas planas de los
nenúfares. En las verdes aguas se reflejaban los altos sauces, los bosquecillos y las
nubes blancas que apaciblemente desfilaban en el alto cielo. Marta y Bolek
caminaron en silencio.
A la orilla de uno de esos pequeños lagos, situado lejos del camino y un poco
distante de los otros, se alzaba un alto álamo. Cuando se pasaba a su lado,
incluso en los días sin viento, se oía el zumbido de las hojas del árbol.
Era una música singular que Marta amaba apasionadamente.
Llegaron a la orilla de un amplio y sombrío lago, muy profundo. Había en las
márgenes un poco de arena blanca, una playa minúscula. Dejaron allí las
prendas que llevaban y se quedaron en traje de baño. Serían las seis de la tarde,
pero el tiempo era cálido.
Bolek llevaba puesta sólo su minúscula prenda color limón. Marta lanzaba de
vez en cuando miradas a su cuerpo perfecto, que no armonizaba con su rostro
de eslavo bárbaro, con su tosca nariz chata. El se tendió en la arena a
contemplar las escasas nubes que pasaban por encima del lago. A lo lejos, en los
otros pozos, las ranas croaban ruidosamente. Los ruiseñores gorjeaban con
intensidad exagerada. Sólo ellos se mantenían silenciosos.
—¿En qué piensas?
—En nada —respondió Bolek, con desagradable premura.
—¿En Halina? —insistió ella.
—Sí, en Halina —confirmó el joven, y se sentó.
—Tienes la espalda llena de arena. Deja que te la quite —y se puso a limpiar la
piel de Bolek.
—Pero si ahora me voy a bañar —dijo el muchacho con impaciencia.
Marta no le hizo caso y siguió acariciando lentamente la espalda del joven.
Después apretó con fuerza su mejilla en la espalda.
—¿Qué hace usted? —exclamó Bolek, volviéndose bruscamente.
Marta retiró la cabeza y se echó hacia atrás. Por un momento se miraron
fijamente, hasta que Bolek atrajo hacia sí la cabeza de Marta y la besó en los
labios. El beso se prolongó largo rato.
Cuando se separaron, Marta sólo pudo decir:
—¿Que has hecho, Bolek?
Bolek sonrió y dijo suavemente:
—Eres tan buena...
Marta enrojeció. La frase la había herido.
—Un hombre jamás le debe decir a una mujer que es buena.
—¿Y qué debe decirle, entonces? —-preguntó Bolek ingenuamente, pero con
cierta petulancia.
—Nada —silbó Marta entre dientes, y le dio la espalda.
Durante unos minutos permanecieron sentados sin decirse nada. Finalmente
Bolek suspiró.
—Hay que coger esa hierba —dijo.
Se levantó bruscamente y se lanzó al lago. Se zambulló, emergió en el centro y
poco después estaba ya al otro lado, donde crecían los verdes tallos de la
planta aromática.
Marta se quedó en la orilla, con el corazón desolado. En reali dad —pensaba—
no le quedaba sino el suicidio. Todo estaba perdido. Cuando Bolek cruzó de
nuevo el lago, y apareció ante ella con una brazada de cálamo, lo miró como a
un extraño, como a un desconocido.
"Uno de los dos debería morir", pensó. Y se imaginó el infinito alivio que
sentiría si aquel joven dejara de existir. No habría entonces nadie en la tierra
que conociera su secreto. El tormento y la vergüenza se desvanecerían del
todo.
—Toma —grito Bolek alegremente, sin mostrar la menor confusión por lo que
había ocurrido—. Traeré más.
Y dejó caer a los pies de Marta la brazada de plantas verdes.
"Está acostumbrado a estas cosas", pensó Marta con amargura, sin querer
mirar a Bolek. Contemplaba plantas depositadas en la arena.
—Ya hay bastante —dijo.
—No, es muy poco. Luego te quejarás de que soy perezoso —protestó Bolek,
riendo, y de repente la tomó por el cuello y rozó suavemente sus labios con los de
ella. Marta quiso retenerlo.
—En seguida, en seguida —dijo él con mirada significativa—. Traeré todavía un
poco más de esta porquería.
Se separó de ella y se zambulló prestamente en el agua oscura. Desapareció y
tardó largo rato en salir. Marta vio la cabeza en el centro del estanque.
Avanzaba lentamente y con dificultad.
"¿Qué le pasará?", se preguntó Marta.
Bolek nadó tranquilamente hacia la otra orilla. Sus brazos surgían clásicamente
del agua y sus manos se movían de manera elegante en la superficie. Marta le
vio llegar a tierra, detenerse ante los manchones de cálamo y arrancar largos
tallos. Naturalmente con el verde ramaje en un brazo se le hacía más difícil el
regreso. Podía nadar sólo con una mano, por eso avanzaba tan despacio.
"¿Qué le pasará?", volvió a preguntarse.
De pronto se hundió en medio del lago.
"¿Por qué se zambulle?", se dijo Marta, con inquietud.
La cabeza de Bolek surgió del agua unos minutos después. Estaba bastante
lejos, pero ella pudo advertir en sus ojos algo semejante al miedo. Se incorporó
rápidamente.
Bolek volvió a hundirse. Cuando apareció, hizo con la mano un ademán de
desesperación. Se estaba ahogando.
Marta se tiró entonces al agua y nadó en dirección suya. Nada se veía en la
superficie. Al llegar al centro del pozo se zambulló hacia el fondo. Cuando
abrió los ojos vio esa opaca luz verdosa que se suele percibir al hundirse. Tendió
las manos en todas las direcciones, en busca del cuerpo. Pero no encontró
nada.
Descendió aún a una profundidad mayor. No podía resistir más la falta de
respiración, y comenzaba a salir a la superficie con los párpados cerrados,
cuando las manos de Bolek, que se agitaban sin sentido inconscientemente,
rozaron su cuerpo. En aquel momento, dos fuertes brazos se prendieron a su
cuello. Trató de desasirse, pero los brazos pesaban, la apretaban y atraían hacia
el fondo. Perdió el aliento; presintió que en el siguiente momento comenzaría a
tragar agua.
Con un movimiento enérgico de cabeza logró librar el cuello de los brazos que
la sofocaban, y con un ligero impulso hacia arriba, volvió a la superficie. Estaba
muy cerca de la orilla. No supo ni cómo logró llegar a la arena. Miró el
pequeño lago; en medio del agua oscura surgieron durante un momento
algunas burbujas. Se cubrió los ojos con las manos. Cuando volvió a mirar, la
superficie estaba tersa.
Subió al terraplén y corrió gritando.
— ¡Socorro! ¡Auxilio!
De detrás de los árboles surgieron dos muchachos que segaban el trigo. Les
gritó, a la vez que señalaba el pequeño lago:
—¡Allí, bajo el árbol! ¡Bolek se está ahogando!
Los muchachos corrieron más de prisa, y cuando ella llegó al la go se habían
quitado la ropa y arrojado al agua. Buscaron sistemáticamente en el fondo.
Cuando salieron a la superficie, gritaban.
—¡En el centro, en el centro! —profirió Marta.
Los muchachos recorrieron todo el lago. De pronto uno de ellos, Stasiek,
exclamó, irguiendo la cabeza:
—¡Está aquí! ¡Lo he hallado!
—¡Agárralo del pelo! —gritó el otro.
Ambos se zambullían y emergían en el mismo sitio; luego nadaron hacia donde
estaba Marta, trabajosamente, como si arrastraran un fardo bajo el agua.
Llegaron a la orilla. Con gran dificultad sacaron a Bolek, y lo tendieron en la
arena. Todo esto había ocurrido en un lapso de media hora,
aproximadamente.
Comenzaron a practicarle la respiración artificial.
El agua salía a chorros por la boca del ahogado, pero este no daba ninguna
señal de vida.
—Espera —dijo Stasiek—, voy a buscar a alguien más. Hay que columpiarlo.
—Yo te acompaño —gritó el otro, mirando con cierto temor el cuerpo.
Sabía seguramente que todo esfuerzo era inútil. Bolek era un buen nadador.
Debió de haber sufrido un ataque cardíaco. Cualquier auxilio era vano.
—Quédese cuidándolo —dijo Stasiek a Marta.
Se pusieron la ropa sobre los cuerpos mojados, y se fueron corriendo. Durante
unos momentos se oyeron todavía sus gritos.
En el pequeño lago reinaba un fúnebre silencio, que no altera ban ya los gritos
de los muchachos. El cuerpo de Bolek yacía en la arena al lado de un manojo de
ácoro, tal y como lo habían dejado sus salvadores. Tenía los brazos en cruz y en el
vello de las axilas brillaban redondas gotas verdosas. Los ojos abiertos eran
inexpresivos y duros, como los de las estatuas antiguas. De la boca entreabierta
escurría un fino hilo de agua o de saliva.
Acurrucada junto al cadáver, Marta lo contempló intensamente, como si
quisiera grabar para siempre en la memoria aquella belleza inverosímil. Todo
el cuerpo del ahogado parecía cubrirse como de un celofán que lo hacía extraño
e irreal. Comenzaba a dejar de ser humano.
En la radiante luz del crepúsculo de junio brillaba impúdica mente el calzón,
estrechamente ceñido al cuerpo, y cuyo color limón se oscurecía por efecto
del agua.
"¿Por qué no me he ahogado con él?", pensó Marta, y se in clinó sobre el
cuerpo. "¿Es qué quiero vivir? ¿Seguir viviendo? ¿Para qué?"
E incesantemente volvía a su memoria el momento en que con un ademán
violento había librado su cuello del abrazo sofocante.
—¿Vivir? —repetía—. ¿Vivir?
Delicadamente tocó el pecho de Bolek. La piel del ahogado se secaba con
rapidez, aunque el sol había descendido ya hacia el oeste. Sintió bajo los dedos
algo infinitamente frío, como el mármol. La armonía de los músculos era
perfecta. Marta puso los labios en el pecho, donde crecía un vello delicado.
También se había secado ya.
Gradualmente, sus labios se deslizaban pecho abajo, y con pasión salvaje,
comenzó a besar el diafragma, el ombligo. En la violencia de los besos con que
cubría al muerto descendía cada vez más abajo. Todo el cuerpo frío, estatuario,
bello, olía a cálamo.
Y cuando Marta sintió sus labios al borde de la tela, percibió su olfato un olor a
limo, a escamas pútridas y a cieno, el aroma de la muerte, que muy pronto iba a
ser también el suyo.
TADEUSZ BOROWSKI
[1922-1951]
Opera, ópera
Tras la breve obertura, se alzó la cortina de felpa. La luz dorada de los reflectores
inundó las piedras de un patio de prisión rodeado de muros recubiertos de
playwood. Una sombra aumentada teatralmente disimulaba la entrada de los
sótanos, desde donde llegaba un sordo martilleo de pies humanos sabiamente
amplificado por los bajos de la orquesta. El director de orquesta, de frac negro, se
mantenía de lado en relación con la escena iluminada de abajo por una luz cerosa,
cadavérica. Su cara era amarilla y su boca entreabierta, sus ojos hundidos estaban
lívidos, como desecados. Sus manos oscilaban y palpitaban poéticamente al ritmo
de la música como una rama bajo una borrasca violenta. La cantante, vestida de
hombre, estaba arrinconada en la esquina que hacían los muros de la prisión. El
guardián que se hallaba a su lado llevaba una capota que le llegaba a las rodillas,
exhibía una falsa calvicie y sostenía un manojo de verdaderas llaves de hierro.
Yo me hundí en mi butaca y me apoyé en su brazo recubierto de paño. Mis narices
olfatearon instintivamente. Un perfume dulzón de cabellos se mezclaba al aroma
irritante de una piel, a un olor de polvos y de lavanda. Junto a mi mejilla sentí el
cálido aliento de una mujer.
—Es verdaderamente bello —murmuré, lleno de admiración ante el involuntario
contraste que ofrecían las sombras y las luces sutiles que jugaban sobre la sala,
sobre la orquesta y en la escena.
—O ja, das ist wunderschön —me cuchicheó la mujer con solicitud; volvió su cabeza
hacia mí y me sonrió tiernamente. Tenía dientes brillantes como perlas. Uno de sus
ojos estaba como nublado, lo que daba a su cara un aspecto de eterna confusión. Yo
le miré los ojos semicerrados, las cejas imperceptiblemente fruncidas.
—¿Bist du vielleicht böse? —preguntó quedamente, inquieta de pronto; parpadeó
y, con la punta de los dedos, me acarició la mano.
Filas de cabezas humanas, de mujeres, de soldados y de funcionarios emergían de
la penumbra a nuestros pies. En los palcos, las caras grises de los oficiales con
órbitas terrosas destacaban en el fondo negro de las colgaduras.
—¿Aber wo? ¿Warum soll ich denn? —Saqué del bolsillo una tableta de chocolate y
se la tendí; ella partió un pedazo y deslicé de nuevo el resto en mi bolsillo.
La hoja de estaño crujió secamente entre mis dedos como un periódico que se
desgarra.
El director de orquesta bajó las manos y la música se hizo más suave, apagándose
casi. Los pasos subterráneos se ahuecaron y el eco emitido por los sótanos se
extendió por todo el teatro. Se sentía en ellos una fatiga, un temor y una nostalgia
sobrecogedores. La música se hinchó espasmódicamente y cesó de pronto.
Entonces, húmedo remolino, un hormigueo de cuerpos enredados se encogió por la
puerta del sótano y trepó, plasma viscoso, hasta el medio del patio, a pleno sol. Esta
masa humana que parecía encadenada con los mismos hierros, vestida con un solo
andrajo pútrido, parecía alzar hacia el sol un único rostro horriblemente ciego y
tendía hacia el cielo decenas de manos desnudas de una blancura obsesiva. Y de
pronto, ella murmuró con una voz sepulcral: ¡Toquen!, y durante una explosión de la
orquesta, estalló en un sollozo desgarrador: "¡El sol, el sol!". Recorrió la sala un
estremecimiento que también se apoderó de mí. Después, la música se amortiguó y
la comparsa se coaguló en el centro mismo del patio en un éxtasis un poco teatral.
Por fin, la cantante entonó un aria y, con los últimos acentos, el guardián de las
llaves se agitó de manera inquietante al pie del muro. La masa humana se contrajo
como un verme pisoteado; después, acompañada por el barítono del guardián, se
deslizó por la puerta de la cueva y desapareció en los sótanos.
La mujer seguía la escena con ojos dilatados. Se había inclinado hacia delante,
incrustando sus dedos en el respaldo de la butaca. Habiéndose cruzado con mi
atenta mirada, sonrió perpleja.
—¿Bist du vielleicht böse? —preguntó ella en un murmullo medroso. Su pecho se
expandió en un suspiro. Un descote generoso dejaba ver entre sus senos una cicatriz
blanca y profunda.
—¡Aber wo! ¿Warum soll ich denn? —repliqué, dejando correr mi mirada sobre el
corte delgado y perfecto.
El telón cayó lentamente; oficiales, soldados, funcionarios de los ejércitos aliados,
damas del gran mundo, estudiantes y muchachas premiaron el Fidelio, a los
prisioneros y al guardián con un trueno de aplausos. El director de orquesta se
inclinó profundamente, soltándosele en la frente sus largos cabellos. El telón volvió
a levantarse. La mujer observó mi chaqueta verde de SS, con mangas demasiado
largas para mí, que yo había recibido a mi salida del campo después de haber
devuelto mi uniforme rayado, mi camisa de tejido de ortiga y mis calzoncillos. Sus
labios se movieron pero no oí sus palabras. Dijo, más claramente: — ¿Bist du böse?
—¿Nee, warum soll ich denn? —repliqué sonriente. Puse mi mano sobre sus
caderas, la deslicé hasta la ingle y hundí mi dedo en su cuerpo con tanta fuerza que
la mujer se enderezó completamente, apoyó la nuca en el respaldo de la butaca y
entre sus labios convulsivamente contraídos aparecieron sus dientes brillantes como
perlas, fuertemente apretados de dolor.
Los niños en Auschwitz sabían que iban a morir. Se escogía para la cámara de
gas a los más pequeños, aquéllos que todavía no podían desempeñar ningún
trabajo. Se procedía a su selección, haciendo pasar a los niños, uno tras otro,
bajo una barra colocada a una altura de un metro y veinte centímetros.
Conscientes de la gravedad del momento, los más pequeños se enderezaban al
acercarse a la barra, y marchaban sobre la punta de los pies para to carla con la
cabeza y salvar así la vida.
Alrededor de seiscientos niños, condenados a la muerte por as fixia estuvieron
recluidos en espera de que hubiera el número suficiente para llenar la cámara
de gas. Sabían de qué se trataba. Se dispersaban por el campo y trataban de
esconderse; pero los SS los conducían de nuevo al edificio. Desde lejos se podían
oir sus lamentos, pidiendo socorro.
—¡No queremos ir al gas! ¡Queremos vivir!
Una noche llamaron a la ventana del cuarto de un médico. Cuan do éste la abrió,
entraron dos muchachitos completamente desnudos, transidos de frío. Uno tenía
doce años y el otro catorce. Habían logrado escapar del camión en el momento
en que llegaba a la cámara de gas. El médico ocultó a los niños, les dio de comer,
les consiguió vestidos. Logró que un hombre de confianza que trabajaba en el
crematorio anotara dos cadáveres más de los que había recibido. Exponiendo la
vida a cada momento, ocultó a los dos niños hasta el momento que pudieron
salir al campo sin despertar sospechas.
Una hermosa mañana de verano, el doctor Epstein, profesor de Praga, iba por
una calle entre los edificios del campo de Auschwitz, cuando vio a dos niños.
Estaban sentados en la arena y empujaban unos palitos. Se les acercó y
preguntó:
—¿Qué hacen aquí, niños?
Y obtuvo esta respuesta:
—Jugamos a quemar judíos.
ZOFIA NALKOWSKA:
EL HOMBRE ES FUERTE
—I—
—II—
—III—
Dentro de las cuatro paredes de esta casa se desarrolló uno de esos misterios que
nos quitan el sueño. Esta acumulación de tiempo: esto es lo que me había
sorprendido antes. La vejez de una casa de vecindad en un distrito pobre se torna
más pobre a través de los años. La obra de Dostoievski es una casa de vecindad
también. Una casa de vecindad que es también un palacio y una iglesia. El tiempo
ha hecho de algo corriente una cosa extraña. Antes, y ahora también, al caminar por
aquí, me sorprendió la pobreza de esta calle, una pobreza que es riqueza. Recuerdo
que en Francia e Italia, frente a vetustos edificios, siempre tuve el mismo
pensamiento: estas paredes lo han absorbido todo, las piedras se han impregnado
de tanta experiencia humana, que un día alguien puede llegar y sacarles todo lo que
contienen. Todo se puede exprimir de las piedras, porque lo contienen todo. Las
piedras viejas lo contienen todo, pero esas millas de cuadras nuevas son jóvenes y
verdes, nada se le puede exprimir. Todo está solo comenzando en estos nuevos
bloques, de los cuales están tan orgullosos los concejos municipales; todo está solo
comenzando, empezando a amueblarse; sus habitaciones solo piensan en adquirir
mercancías y bienes. La piel nos dirá todo acerca de un hombre, las piedras nos
dirán todo acerca de un pueblo, acerca del tiempo. Estos enormes bloques nuevos,
dondequiera que estén, no están maduros para palabras, pero en una calle como
esta... El le sacó todo lo que había que sacarle. Ahora solo mueren.
—IV—
Todo está vacío, quiere arrojar la piedra del tiempo y retroceder ochenta años,
pero no lo consigue, por lo menos con esta calle. Estoy en otra noche, en otro
pasado, veo una calle de Varsovia en la tenue luz del gas, oigo voces, siento el
aliento de gente que conocí una vez y que ya no existe. Miles de casas similares se
encuentran en diferentes ciudades alrededor del mundo, pero solo en esta se
realizó la iniciación. Se realizan iniciaciones en todas partes, pero solamente aquí
dejaron una huella visible. Vine como los peregrinos a inclinarme ante ella.
—V—
"Panie Rudnicki está interesado en Dostoievski, hasta ha escrito sobre él", algunos
rusos bromeaban conmigo... Hace un cuarto de siglo, quizás a su regreso de la
Unión Soviética, Gide nos llamó la atención sobre algo que debió haberlo afectado
profundamente: los jóvenes rusos se estaban olvidando de este gran escritor, quien
era para Occidente el principio y el fin, sin el cual no se concibe la literatura. El
mismo Gide había escrito un libro sobre Dostoievski y por muchos años lo convirtió
en una especie de moda literaria que desaparece en seguida, o engendra raíces muy
profundas. No recuerdo si Gide solo notó este fenómeno, o si trató de analizarlo.
Una vez escribí que durante la guerra Dostoievski me repugnaba: no podía leerlo.
La revolución es una guerra permanente, una guerra a cada hora y para cada hora,
una guerra que cambia intereses, necesidades, prioridades. Cuarenta y tantos años
de revolución tienen que multiplicarse por meses, semanas, días y horas de
incesante luchar por algo nuevo, por leyes nuevas, costumbres nuevas, por cosas
básicas de todos los días. Cuarenta y tantos años de lucha, de errores inevitables,
explosiones de locuras y de aciertos son suficientes para hacer de cualquiera un
verdadero hombre. No, una revolución no es un juego de niños. Después de años de
tanta presión las palabras adquieren un nuevo significado y fue para solo unos
pocos que Dostoievski aún podía ser lo que había sido para aquella gente que no
había vivido semejantes experiencias. Después del abandono inicial que Gide había
señalado, el proceso continuó.
Cuatro años después esos jóvenes rusos entraron en la Segunda Guerra Mundial y
vivieron nuevas experiencias que afectan aún más hondo. Para dos generaciones
Dostoievski no ha sido lo que fue para generaciones europeas anteriores. Un
hombre nuevo ha surgido en el escenario: el rústico.
—VI—
Cuando salí del hotel por la mañana, después de mi llegada a Moscú, y me alejé
unos cien o doscientos pasos del centro, tuve la sorpresa que experimentan aquí
todos los turistas. Detrás del hotel había una aldea genuina, con una vegetación tan
floreciente como la de Kasimierzj en el Vístula. Pero mi asunto no es con la aldea —
un Nueva York sumado a una aldea—: Moscú es la mezcla más dura e inagotable
que existe, mi asunto es con el rústico, para usar un término algo suelto. De los siete
millones de habitantes de este gigantesco mar de piedra, el rústico forma un alto
porcentaje. Su influencia en la ciudad es enorme. Es sobrio en el vestir ¡nunca se
permitiría liviandad alguna en su vestimenta! Sus ideas sobre decoración interior
son extremadamente rígidas. Durante casi toda o una gran parte, de su vida en la
ciudad, el rústico es realmente el "gran intruso", atormentado por temores y fobias.
Es muy firme, y naturalmente tiene puntos de vista muy firmes y decididos acerca de
todo (los cuales, según las apariencias, cambia con bastante facilidad). En principio,
representa una fuerza valiosísima, viva, elástica, joven, progresista; pero cuando se
trata de literatura, retrocede a la ciudad. Su misma naturaleza biológica, su fuerza,
no le permite apreciar a Dostoievski. No hubo necesidad de suscitar una aversión
ficticia. Las observaciones de Gide fueron y todavía son valederas.
"Panie Rudnicki está interesado en Dostoievski, hasta ha escrito sobre él", se
burlaban gentilmente. Hablaban como si fuera víctima de algún germen, al que
ellos no habían sucumbido.
—VII—
Hace dos días, en el Ermitage, estaba parado ante un cuadro que debe verse de
rodillas. Primero, pasó un grupo de personas con su guía. La mujer-guía señaló el
cuadro y dijo: "Aquí tienen otro cuadro del conocido artista Rembrandt, La Vuelta
del Pródigo". Para aclararles más la cosa agregó: "Hubo una vez un hijo pródigo,
¿saben?". Alguien en el grupo contestó: "Hoy ya no existen hijos como ese".
Después de diez segundos siguieron hacia el próximo cuadro del "muy conocido
artista Rembrandt" y se me acercó un rústico, que se paró a mi lado a mirar El Hijo
Pródigo. Después de un silencio prolongado me dijo conmovido: "Lo que debe
haber pasado para haber llegado a este estado. Es un animal, no ún hombre...". "Se
ve que es un hombre pobre, ha sufrido mucho", dijo frente al Retrato de un Viejo.
Bernanos comentó que no puede leer las descripciones de la pobreza hechas por
escritores rusos sin llenarse de horror. Solo a primera vista el comentario del rústico
nos parece primitivo: son aquellos que lo consideran así los que son realmente
primitivos. Sus comentarios esconden el sentido más profundo que es la
justificación de la revolución. Mientras miraba en la Catedral de San Isaac uno de
esos aguafuertes donde aparecen campesinos arrastrando enormes bloques de
piedra para construir a San Petersburgo sobre bases de fango y pantano, se me
ocurrió súbitamente que la historia rusa es tan fascinante porque en un tiempo
relativamente corto muestra todo lo que hay en la historia de todas las grandes
naciones, diseminado a través de los siglos. Aunque el pasado de aquellos otros se
pierde en el tiempo, la historia de Rusia parece casi contemporánea, y al mismo
tiempo, de interés, no solo para ellos sino para nosotros. Un brazo del péndulo
cubre la historia de Pedro el Grande; el otro, los acontecimientos que llenan las
primeras planas de los periódicos en todas partes del mundo. El hijo o nieto del
hombre con zapatillas harapientas que levantó a San Petersburgo sobre un pantano,
tomó una pluma y escribió novelas geniales, que son grandes porque él estaba
buscando una respuesta a todo aquello que el Occidente había descartado hacía
mucho tiempo por indescifrable. El limitado período de tiempo significaba que la
sombra del hombre en harapos nunca había desaparecido totalmente de la
literatura rusa. Los escritores de aquí pueden sentir la soledad como individuos,
como personas, pero nunca pierden de vista al hombre que arrastra su piedra.
La sombra de este hombre enjaezado, como un caballo, cae sobre toda la literatura
rusa y le da ese sentido de "caridad" que conmovió tanto a Bernanos y a todo el
mundo. Todo lo que he dicho sobre el rústico me desacredita —no a él—, si no lo he
rodeado con ese manto de caridad que es el primer mandamiento de todo escritor.
—VIII—
Cerca del mercado, la luz indiscreta de una linterna. Dos hombres están acostados,
bajo de un camión, reparando algo. Cuando estuve aquí hace unas horas, mi guía
me dijo que había llevado a otros dos escritores polacos a ver la casa. Ellos habían
venido también fascinados por la literatura rusa, aunque de una manera diferente,
me imagino. Mi masoquismo debe jugar un papel aquí. Rusia adora a sus escritores y
esto nos demuestra la importancia que todavía tiene el alma humana para ellos. Y
esto a su vez nos demuestra que la fuente de la cual esta alma se nutre, todavía
existe. De todo esto puede uno deducir cuán joven es este país. Hay que estar aquí
para darse cuenta de que es una nación joven en marcha. Basta ver las multitudes en
las calles para comprender que no se trata de una fórmula vacía, es el primer
pensamiento que nos viene a la mente. Si el amor a la poesía es tan profundo como
ciertamente lo es, esto quiere decir que a pesar de lo que dicen, ellos no le dan
importancia decisiva alguna a lo que comen, a cómo se visten o cómo viven, aunque
aquí la aburrida prensa insista interminablemente sobre estas cosas.
Las grandes avenidas de Moscú y Leningrado llevan los nombres de sus poetas, las
estatuas son todas de poetas. Una noche que salíamos del hotel en Moscú vimos a
un grupo de jóvenes en la Plaza Maiakovsky escuchando a otros jóvenes recitar sus
poemas, discutiendo los recién publicados, criticándolos y alabándolos. Las
muchachas recitaban versos, para expresar lo que sentían sobre el amor y lo que
esperaban de los muchachos. Cuando llegamos nos pidieron inmediatamente que
recitáramos poesías polacas y que les dijéramos lo que sinceramente pensábamos
sobre ellos. "Si ustedes nos van a celebrar o a repetir la jerga oficial, entonces
preferimos que no se molesten. Digan lo que realmente piensan". A veces parece
que la poesía es la única fuerza que puede integrar esta moderna Babilonia, "esta
ciudad que se extiende como un mar sin límites".
Un escritor ruso nos dijo: "¿Van a Leningrado?", y añadió pensativo: "Es una bella
ciudad... un museo... Sí, es un museo histórico y literario". Hay solamente dos
ciudades en el mundo donde las asociaciones literarias son tan fuertes, París y
Leningrado. Aquí no hay una sola calle que no parezca un libro conocido. Los
Decembristas, Groboyedov, Pushkin, Lermontov, Gogol, Belinsky, Nekrasov,
Dobrolibov, Chernyshevsky, Saltykov (Schedrin), Goncharov, Turgenev, Blok, Gorki,
Maiakovsky, todos ellos vivieron aquí y escribieron sobre esta ciudad. Si la literatura
pudo surgir con tal fuerza, entonces esta ciudad debe haber alcanzado de alguna
manera su cénit, y cierta estabilidad. Al mismo tiempo, esta estabilidad solo afectó a
la ciudad en sí; cuando una vida nueva y joven surgió alrededor, la ciudad no pudo
soportar la presión. En este nuevo mundo, San Petersburgo era una vieja ciudad que
tenía que ceder. Puedo imaginarme cuán difícil sería traer el comunismo a esta
ciudad con ricas y viejas tradiciones, costumbres establecidas y un considerable
estrato social, tan próspera, fuerte, elástica y emprendedora como sus
comerciantes, quienes fabricaron palacios para ellos o para sus amantes. Me puedo
imaginar cómo esta vieja ciudad empujaba a la nueva, y cómo fue necesario romper
su voluntad. La historia de Leningrado es una prueba trágica de todo esto.
Mientras caminaba por Leningrado tuve la fuerte impresión de que nuestra propia
Cracovia le debía el tratamiento especial que se le había reservado al hecho de
parecerse a Leningrado; es decir, Cracovia también es una vieja ciudad en la que
parte de sus habitantes acomodados se oponen a todo cambio. Pero a pesar de su
pasado trágico, uno se encuentra a cada paso en Leningrado con viejos que parecen
salidos de las páginas de una novela rusa del siglo diecinueve. Uno recibe la
impresión de que las olas les han pasado por arriba como el agua sobre las plumas
de los patos. Al mediodía se acomodan en bancos frente a sus casas y parecen
pensionados de un asilo de viejos. Leningrado tiene la reputación de ser intelectual,
y, por lo tanto, parecería una débil ciudad. Débil, trágicamente oprimida, destruida
por el tiempo, pero cuando la hora de la prueba llegó, la débil, intelectual
Leningrado demostró que estaba hecha de acero. Aguantó tres años y medio de
sitio y de hambre. Yo estaba en Varsovia cuando la sublevación y sé lo que esto
dignifica, en un grado insignificante, desde luego.
La presión ha dejado sus huellas. Esta ciudad tiene realmente un aspecto de museo,
de algo inerme. Pero no es eso lo que yo quiero decir. La ciudad pasó su prueba a
costa de tremendos sacrificios, pocas ciudades han sufrido tanto, pero esta prueba
no ha sido reconocida. La literatura no ha pagado su deuda. Por muchos años Io que
se esperaba de la literatura era que pesara los valores hasta la última onza del
farmacéutico, lo que era una pedantería, una falsa fachada. Durante años se
suprimió la espontaneidad y el canto de los corazones humanos, y cuando el canto
era otra vez necesario, cuando pudo haber sonado en los próximos cien años y
llegado a ser el valor supremo, ya no se pudo encontrar.
—IX—
Sucedió aquí, detrás de estas ventanas. Aquí se creó un mundo que era diferente a
todos los demás. Sangre de su sangre, hueso de su hueso... El último hecho real en
literatura fue el suyo. Solo las obras que conducen a hechos tienen alguna
influencia. El resto es solo un modo placentero de pasar el rato, una charla
agradable, una explicación grata de cosas que son inexplicables. Los hechos en la
literatura deben ser algo extraordinariamente difícil, ya que ocurren tan raramente.
Requieren raíces muy hondas, una savia poco corriente. El suyo fue el último hecho
real en la literatura; él creó a Raskolkinov. Desde Raskolkinov no ha habido más
hechos en la literatura, aunque ha pasado casi un siglo. Todos los hechos en la
literatura occidental son esencialmente comentarios sobre Raskolkinov. Han pasado
cien años pero parece que nadie va a ocupar su lugar. Parece que alguien puede
asesinar millones de seres humanos, quemarlos en crematorios, barrer naciones
enteras del mapa del mundo, pero todo esto no es suficiente para hacer hechos
verdaderos —los hechos en la literatura tienen una vida independiente y una lógica
propia. Raskolkinov no es el retrato de un hombre que comete un asesinato; él
representa todo lo que hay que decir respecto al crimen. Raskolkinov tiene una
fuerza de expresión mayor que la de todos los tiranos que vinieron después de él y
se inmortalizaron con hechos que espantan a la imaginación. Hace cien años
Raskolkinov cometió un asesinato; desde entonces hemos tenido Auschwitz,
Treblinka, Hiroshima, pero cuando buscamos el retrato de un criminal volvemos a
Raskolkinov. Todo lo que sea un hecho en la literatura europea es solo un
comentario sobre Dostoievski. Cien años después lo vemos bajo una luz distinta, el
Occidente ha perdido indudablemente su capacidad para los hechos, una
capacidad que esta gente de aquí ha mantenido.
Todo lo que Europa y América tienen que ofrecer en forma literaria sigue
confirmando esta incapacidad para los hechos. Ionesco, Sartre, Faulkner, todos nos
demuestran esto. Quizás Hemingway buscaba estos hechos a su modo, pero no
pasaba de las apariencias.
—X—
Hay otra razón por la que esta influencia ha sido tan grande; él se adelantó a su
tiempo y tomó parte en las discusiones que empezaron realmente después de su
muerte. El crece junto con la grandeza de su país. Hasta el momento él es el testigo
principal citado en las discusión clave de nuestra época. Manes Sperber ha dicho
que él fue el primer escritor que describiera al renegado del partido. Lyubev
Dostoyevskaya, la hija del novelista, menciona en un libro escrito y publicado en
Suiza alrededor de 1920 que los libros de su padre nunca fueron del agrado de ios
"judíos" o de los "izquierdistas". Hoy los "judíos" y los "izquierdistas" escriben
continuamente sobre su padre, quien se ha convertido en el escritor más allegado a
ellos, al que más a menudo leen y citan. A Dostoievski lo mataron realmente el día
que se paró delante del pelotón de fusilamiento; el perdón del zar no lo salvó y solo
se volvió a levantar de entre los muertos en sus novelas, que fueron escritas "al
revés". Fueron escritas por un hombre al que nunca lo abandonó el terror: todo lo
que escribió transparenta ese terror y le da a su obra su tono específico. Sus
personajes están moldeados no solo en su grandeza sino también en su miedo. En su
terror perdió la fe en el hombre que puede alcanzarlo todo si lucha por ello. Como
tenía una mente profunda, le dio a los marxistas en su punto más débil; los atacó
porque rechazaban el pecado original, el miedo, el egoísmo, cuyo efecto no es
solamente negativo, sino que tiene dos aspectos. Los atacó porque no creían en el
mal, mientras que él creía en un diablo personal, en el mal como algo que tiene
iguales derechos sobre el hombre. Los atacó por querer persuadir al hombre de que
era bueno cuando era por lo menos tan traidor, maligno, despreciable y oscuro
consigo mismo como con los demás. Para él todo experimento socialista era una
locura que solo podía llevarnos a un "diluvio". El no creía que el hombre se podía
salvar sin la gracia. El terror lo cegaba ante los proyectos de realizaciones humanas,
porque al fin y al cabo no todo lo que el hombre hace está contenido en el esquema
del pecado original.
El yace en medio del camino de la discusión central y no podemos ignorarlo. Tenía
que ganar, ya que es verdad que el hombre es un monstruo, vacío, oscuro, que no
sabe nada sobre sí mismo. Tenía que perder, ya que la humanidad nunca estará
satisfecha con esta opinión sobre el hombre y nunca abandonará la lucha. Después
de todos los desastres, el socialismo ha sobrevivido como vencedor, el socialismo
abrazado en una lucha con el pecado original, y el socialismo en armonía con el
pecado original. Aceptar que el pecado original nos abre nueva perspectiva: nos
trae una alegría con la más ligera victoria del bien sobre el mal; mientras el rechazo
del pecado original amenaza al hombre con la desesperación a la menor recaída.
El yace en medio dé los caminos de nuestra época; suscitó problemas que solo
nuestra época ha puesto de manifiesto.
Dostoievski sufría de un complejo anti-occidental. Odiaba el Occidente del mismo
modo que alguna gente hoy día odia el Oriente. Debe haberlo decepcionado, y si lo
hizo significa que él esperaba mucho de él, como tantos "pro-occidentales" de
aquel tiempo que pensaban que ellos no valían nada y ponían el Occidente como
modelo. La intensidad del complejo delata la intensidad del amor. Además, la
moderación le era casi desconocida; como él mismo escribió, siempre fue un
hombre de extremos. El careo significaba el desastre, como pasa inevitablemente
con los careos. En cualquier caso, ¿qué nación podía ponerse a la altura de sus
exigencias? Podemos imaginarnos cómo el Occidente lo hería a cada paso —las
paredes, las cercas, las cerraduras que los hombres usan para aislarse de los otros
hombres— y sobre todo de él, un mendigo de un país bárbaro. El no comprendía la
cultura "en sí", ni el valor de la vida; solo veía que ellos helaban los corazones y los
caracteres. Podemos imaginarnos cómo le irritaría la acumulación de dinero y
posesiones. El venía de un país donde las fortunas eran todavía demasiado nuevas,
demasiado enormes, para que su durabilidad no fuera sospechada por los mismos
dueños. En el Occidente todo le estaba cerrado y prohibido; vivía solo, aislado y ni
quiso ni pudo juzgar el Occidente como realmente era. Cuando volvió a Rusia debió
sentirse feliz con la juventud de su país, una juventud que lo miraba todo con ojos
muy diferentes. Juventud que continúa sorprendiéndonos.
A menudo, al ver la gente de aquí, tenía de pronto la idea de que eran niños. Son
niños en su actitud hacia la literatura, niños en su necesidad de entenderlo todo
hasta el último detalle, comprenderlo todo, niños en su negativa de quedarse a
mitad del camino. Son niños y lo imposible no existe para ellos. Hay que estar aquí
para poder entender que los primeros sputniks no salieron de aquí por accidente.
Muchas otras cosas van a tener su principio aquí: ¡Son todavía tan terriblemente
jóvenes!
—XI—
Todo está tranquilo. Pasos en la distancia; después de un rato, ellos también
desaparecen. ¿Qué pasaría si él emergiera de la oscuridad? ¿Quizá fue para eso para
lo que vine? ¿A mirar las huellas, hundirme en la noche, sentir la caricia del aire
donde él la sintió? ¿No debiera todo terminar en una resurrección? Lo he buscado
en muchas ciudades, lo he llamado en la profundidad de muchas noches. Muchos se
consumen por muchos deseos, a veces la cara de una mujer, a veces la de un niño,
de un profeta, un maestro. Todas estas caras son realmente una sola, la cara de la
armonía. Nuestra existencia individual la contradice, pero no hay otro camino. Lo he
visto a mi lado a través de los años como una prueba de que la suma de las
debilidades humanas puede ser la plenitud. ¿Por qué no ha de surgir aquí, a mi
lado? No, no vendrá. Ni hoy ni mañana. Pero, ¿no ha venido en el pasado? ¿Qué
importa que nunca haya sentido —ni siento ahora— la presión de su mano en mi
brazo? ¿Es la única prueba de una presencia? ¿Acaso no son reales las casas donde
Raskolkinov vivió, donde asesinaron a Anastasia Pilipovna, aunque nunca hayan
existido? ¿No era mi espera una forma del venir? ¿Un venir en otra dimensión? ¿No
siento su presencia —a pesar de su ausencia— más fuertemente que la presencia de
la gente que encuentro todos los días? ¿No ha vuelto para mí de entre los muertos?
¿No podría decir que ha vuelto a mí en muchos lugares? ¿Y estoy seguro que no está
parado a mi lado, ahora mismo?
MAREK HLASKO
[1932-1969]
—Somos un solo cuerpo. Mi mano es tu mano; mis ojos, tus ojos. ¿No lo
sientes también así? Empiezo a creer que marido y mujer son una persona.
—Nada sabemos el uno del otro.
—Yo te lo he dicho todo. La vida no es ese conjunto de suce sos
extraordinarios. No te aburriré con mis recuerdos de guerra; la verdad es que
no son muy interesantes.
—Hablame de ti, únicamente de ti.
—¿De mí? Muy bien. Voy a contarte la cosa más terrible que me ha ocurrido.
Jamás desde entonces he vuelto a sentir tal terror, tal tentación, tal pavor.
Recuerdo cada una de las palabras, todos los reflejos de luz, las partículas de
polvo. Tenía entonces ocho años... En nuestra casa no eran muchos los objetos
bellos. Había un casco de obús en la mesa de la sala. Esa fue la única cosa
hermosa que tuvimos. Durante muchos años...
—¿Un casco de obús?
—Ni siquiera sé cuál es el nombre apropiado... De cualquier modo, era la
cubierta o funda de un proyectil de obús. La llamábamos la bomba. Era de cobre,
brillantemente pulido; permaneció siempre sobre la mesa. En un extremo tenía
una abolladura producida por el disparo. Era el casquillo de una bala de
artillería utilizada en la primera Guerra Mundial. En la segunda ya no se
fabricaron estas balas hechas con metales no ferrosos. En la anterior se podían
dar el lujo de balas costosas; de cualquier manera no se había inventado aún
una aleación más barata para substituir el cobre. Siempre he confundido el
cobre con el bronce. Siempre hemos dicho moneditas de cobre, aunque
seguramente eran de latón o de estaño. En invierno, mi madre adornaba aquel
casco de obús con flores de papel rizado. La vida era difícil después de la primera
guerra. Nosotros éramos pobres. Fueron necesarios casi diez años para que mi
padre pudiera comprar un gran espejo ovalado. Antes habíamos tenido sólo uno
cuadrado, que colgaba en la pared de la cocina. En la habitación siempre
sombría, jamás daba el sol. Sé que había árboles frente a la casa, aunque no
los recuerdo. Por las noches, mi madre se sentaba en la sala y zurcía. En
ocasiones, de vez en cuando, mi padre leía el periódico. Había una lámpara
de aceite en la mesa. La mesa quedaba iluminada, pero todos los rincones de la
habitación se sumergían en la penumbra. En las paredes se deslizaban las
sombras. Enormes manos. Cabezas. Un día, al abrir la puerta, advertí un objeto
en la mesa. Era parecido a un gran huevo. No me fijé en el obús, supongo que
ya lo había olvidado. Me acerqué a la mesa, y comencé a mirar aquel vaso. Era
blanco, luminoso y casi transparente, de cuerpo abultado y brillante. Extendí
la mano, pero al escuchar los pasos de mi madre, la retiré inmediatamente. Mi
madre me preguntó con una sonrisa:
—¿No es verdad que es muy hermoso? Pero no lo toques, no vayas a moverlo.
Es un vaso de porcelana. Muy caro. Tu padre seguramente va a enojarse conmigo
por haberlo comprado. Pero nuestro cuarto se ve ahora mucho mejor.
—¿Para qué es? ¿Es un florero?
—No —dijo mi madre—, no es para flores.
—¿Para qué, entonces?
—Para nada. Sencillamente es hermoso, tiene una forma pre ciosa. Sirve sólo
de adorno; pero no lo toques, por favor.
—¿Por qué?
—Porque las cosas hermosas no se tocan —dijo mi madre, y salió.
Continué observando el jarrón de porcelana un buen rato. Era la primera cosa
hermosa que había en nuestra casa, que no tenía una función especial y que se
resumía en su propia forma. Naturalmente había sillas, mesas, utensilios, platos,
cucharas, una cubeta, un espejo, un reloj, una plancha, una estufa, un molino
de carne... Pero todos aquellos objetos servían, cumplían una función
determinada. Aun el casco de obús había sido en otra época un proyectil. En
cambio, aquel hermoso vaso no tenía ninguna utilidad. Nunca había sido otra
cosa. En realidad no era propiamente un vaso. No se podía llenar de agua y
poner flores en él. Era bello por sí mismo. Sin flores. Había aparecido en
nuestra casa de repente. Mi madre jamás había hablado de que deseara
comprar un vaso. El espejo y la nueva mesa fueron discutidos durante meses:
decían que había que comprarlos, que no teníamos suficiente dinero por el
momento y cosas por ese estilo. Pero el vaso apareció como por arte de
magia. Como un huevo puesto por un ave gigantesca y desconocida. Casi
todos los objetos de nuestra casa eran cuadrados, angulares. Un día me
encontraba solo en el apartamiento. Me acerqué a la mesa y contemplé el
vaso. Luego extendí la mano y lo acaricié. La superficie era fría. Fría, a pesar de
qua hacía calor. Lo que mejor recuerdo es la luz del vaso. La luz en la
habitación era semejante a la que existe bajo la fronda de un gran árbol.
Mortecina, como reflejada en un pozo, verdosa, huidiza. Como si el agua
fluyera a través de los muros. El vaso permanecía en medio de este mundo. Lo
acaricié suavemente con los dedos. Palpé delicadamente su fría super ficie. Puse
la mano en él y sentí en la palma su convexidad, su redondez. Era como si
estuviese modelando una bella forma. Mantuve la mano sobre el vaso, y después
de un buen rato sentí cómo se calentaba la superficie. Retiré la mano y me
dirigí a la cocina donde guardaba mis soldados de plomo en un cajón bajo la
mesa. Los coloqué en columnas. Pero el juego no logró entretenerme. Los volví a
meter en la caja y regresé a la sala. Puse el oído sobre el vaso y lo golpeé
delicadamente. Una, dos veces. Ya no me sentía solo en el cuarto. Antes había
estado solo, pero ahora estaba con el vaso, aquel objeto extraño en nuestra
casa. Adornaba la sala sin servir para ningún propósito especial. Todos los
objetos, muebles, cuadros, se relacionaban con nosotros y entre sí por lazos
invisibles. Como venas que conducen la sangre. El vaso, en cam bio era algo
único. Al margen de todo lo existente. ¿Era realmente bello? Ahora ya no lo sé.
Pero ni siquiera entonces me parecía bello. Era misterioso, ajeno. Algo no de
nuestra casa. Mi sentimiento hacia él era igual al del salvaje que adora un
ídolo. Una figura milagrosa llegada del cielo. Y sobre todo, era intocable.
Pero debe haber sido bello, pues recuerdo la cara de mi madre cuando dijo:
—¿No es verdad que es muy hermoso?
Y hablando con mi padre, le había dicho ese mismo día:
—Adorna la sala mejor que el mueble más fino.
Pasaron varias semanas. El calor llegaba de la estufa de carbón, encendida de la
mañana a la noche. Era ya invierno. Los charcos estaban cubiertos con capas de
hielo. Los rompíamos con piedras o con los clavos de nuestras botas. El hielo se
quebraba, y blancas líneas como cabellos aparecían en la superficie. Ampollas de
aire fluían en las ventanas como en los tubos de cristal de un alam bique. Un día
se me inflamó una amígdala y no fui a la escuela. Permanecí en cama, leyendo
una historieta ilustrada en papel color de rosa... Bueno, no del todo rosa, pero
de un tono bastante parecido. Seguía yo con la mirada las peripecias de La
mosca; pero con los ojos de la imaginación contemplaba el vaso en la mesa.
Permanecía allí extraño, perfecto e intocable. Aunque no había nadie en casa,
me acerqué sigilosamente, de puntillas. Irrumpí en el silencio en que el vaso se
envolvía como entre algodones. Tiré del mantel y el vaso se tambaleó. Tiré
más fuerte. El vaso cayó de lado. Había algunos periódicos en la mesa. El vaso
rodó unos cuantos centímetros y se detuvo en el borde. Desde su interior brillaba
el azul. Sabía lo que iba a suceder. Estaba terriblemen te, asustado. Comencé
entonces a rezar: "Ángel Santo de mi guarda, mi dulce compañía, no me
desampares ni de noche ni de día"; pero algo me impulsaba, y volví a tirar
del mantel. Ahora ya no creo en él, pero entonces fue el demonio quien se me
apareció; fue el demonio quien movió mi mano y me hizo tirar del mantel. Yo
realmente no quería hacerlo. Pude aún, en el último momento, detener el vaso,
pues giró sobre su eje y muy lentamente cayó al suelo. Sí, cayó muy
lentamente; pude haberlo detenido en el aire... Pero el demonio me sujetó
las manos. Ahora puedo ya reirme. Esa vez fue la única que el "demonio" logró
tentarme. A partir de entonces, siempre que he pecado lo he hecho por mi
cuenta...
KAZIMIERZ BRANDYS
[1916]
Mi vecino, el del encendedor, tiene una apariencia mucho más higiénica; huele
a algo raramente usado. Me gustan los hombres que andan cerca de los
cincuenta: sienes grises, ojos inocentes también grises, ejercicio físico, masaje
eléctrico, jugo de naranja, cereales.
Apostaría a que durante la guerra fue piloto... Mi padre fue asesinado tras una
alambrada de púas, por esas criaturas verdes, con cabezas de acero brillante y
ojos pequeños. Quienes pasaron esos años en el aire o en el mar se conservaron
mejor y conocen menos de la vida.
¿Estará casado? No lleva anillo, pero presiento a una mujer a su lado. Por la
mañana: "Buenos días, querida"; por las noches: "Buenas noches, querido".
Tengo celos de la muchacha de uniforme. Le ha sonreído de nuevo. Detrás de
mí, una conversación en polaco sobre el nivel de vida. Según parece, los
campesinos montan sus propias motocicletas. No estoy nada segura de que se
trate de una buena cosa.
Campesinos en motocicletas, yo en un aeroplano rumbo a París. ¿Mi país? Sí, tal
vez. No lo sé. No he pensado en eso. ¿Puede alguien en mis condiciones hablar
de amor a su país? Seguramente basta con no haberse rebelado contra él
durante tantos años. A todo lo que nos golpea le llamamos vida, aunque
solamente después advirtamos que se trata de nuestro país. Yo no he elegido el
mío.
No, nadie. Ni siquiera él. No tenía yo idea de qué se trataba. Sólo vi cuando
golpeó a Petéis en la cara; en ese momento servía café en la mesa de al lado. Al
día siguiente se presentaron ante mí, me dijeron: "Tienes que llevarlo a un lugar
seguro, han puesto precio a su cabeza".
Un cabriolé y la oscuridad.
Después de trece años oigo un grito en el patio —corro desde el baño.
La ventana — una ventana y la oscuridad.
Es suficiente. No debería yo seguir pensando en eso, no me hace ningún
provecho. Un vaso de agua o jugo. Una tableta de sedante.
Se me caen las tabletas. Mi vecino se agacha a recogerlas.
—Merci.
Naturalmente, ahora piensa que soy francesa. ¿Por qué dije merci, en vez de
gracias? Las consecuencias instantáneas:
—Vous sentez-vous mal, madame?
Por fortuna entiendo.
— Non, merci. Pas du tout.
¡Qué riqueza de expresión! Rififi... No reconoció mi bolso de mano polaco, lo
que significa que estuvo en Polonia breve tiempo.
Durante todo este, rato me ha latido el corazón. No estoy hecha para viajar por
el aire. Abajo hay una especie de pradera. Vista desde la altura de dos
kilómetros, la tierra parece menos seria que cuando uno se pasea por ella.
Un camino a través de los árboles, casas, una aldea.
Tengo entendido que en aldeas como éstas, los campesinos asesinan a sus
esposas con hachas y luego se cuelgan de los árboles. Pero desde esta altura no
puede verse nada.
Siempre tuve la sensación de que nadie nos veía, pero no suponía que fuera
hasta ese grado. ¿Tal vez los fieles no mirarían la tierra desde un ojo de pájaro?
Hay algo pecador en esto y mi corazón reacciona de mala manera. Siempre me he
sentido mal en las situaciones en que ni siquiera puedo contar con que se me
tenga en cuenta. No puedo tolerarlo. Perdónenme: tengo mis propios puntos
de vista, déjenme exponerlos. Ellos también cuentan. No quiero ser un grano de
arena. Un ser humano tiene su propia grandeza natural y el derecho a
mostrarla.
Entonces, en aquel primer año de guerra, cuando lo conduje bajo la lluvia, a
través de la oscuridad...Entonces me di cuenta de lo que eso significaba. Estaba
llena de miedo. No sabía lo que podía pasarnos, sólo comprendía que cualquier
cosa que nos ocurriera no tenía ya ninguna importancia. Un sentimiento muy
desagradable, prefiero ser acusada. Cuando me juzgaron después de la
guerra, me sabía inocente, pero después de todo, mi caso era tenido en
consideración. El tribunal sindical me sentenció injustamente, pero yo tenía la
certidumbre de que, al fin, se me tomaba en cuenta. Y no es eso lo peor, ni
siquiera cuando la sentencia es injusta. Lo peor es no sentir sobre sí ninguna
mirada.
Apuesto a que este hombre jamás ha vivido tales momentos. Me parece igual a
todo el mundo, alguien que si llegó a arriesgar la vida, lo hizo siempre bajo
una dirección: tales hombres nunca dejan de informar a sus superiores antes de
saltar en la oscuridad.
La azafata sirve el desayuno. ¿Tal vez yo no tendré que saltar? ¿Qué ocurriría si
tuviera que hacerlo? Salto y caigo sobre un campesino que está asesinando a su
mujer con un hacha. Teóricamente, eso es del todo posible. Me tomaría por un
ángel que desciende para salvarlo, y caería de rodillas, con una profunda
exclamación. Pero nunca sucede de esta manera. Existe el progreso en el campo
de la técnica; pero en la esfera de lo providencial se advier te un gran retraso. El
campesino mataría a su mujer, y yo caería un kilómetro más allá y me
desnucaría. ¿Significa esto que hay progreso? Una falta completa de
interrelaciones. ¿Lógica? Tal vez este hombre crea en ella. Yo no.
La tierra, plantas, animales, algo incierto y difícil, algo que se mueve por sí
mismo, devora, corroe, crece... A mí los pájaros dentro de una habitación me
asustan. La naturaleza se le enmaraña a uno hasta en el cabello. Es ciega, sorda y
siempre amedrentadora; uno puede hablar sólo con los seres humanos,
serenarlos, burlar su maldad, con la que jamás se ha reconciliado.
Creo que una copa de coñac me sentaría muy bien. Extrae de su bolsillo un
pequeño radio de transitores, de plástico color marfil. Nunca había visto uno
semejante. Se reclina sobre la ventana y trata de hacer funcionar el aparato.
Un doble ronquido: los brasileños.
¿Para qué lo hace? ¿No es suficiente que surquemos el aire? Quiere que la
música lo acompañe. ¡Qué manos tan esmeradamente cuidadas! Pero el radio
no colabora: se niega a tocar, sin más.
La esbelta azafata se me acerca con una bandeja. ¡Coñac y sandwiches, al fin!
Puedo sentir el calor en mi interior. Un cigarrillo. ¡Tra ra rim, tra ra ran...
rififí!... ¡Ah! Ahora me siento bien. Tengo el corazón en su sitio. Cuatro
motores trabajan para que yo pueda volar. ¿Soltera?, ¿viuda?, ¿casada? Y esta
buena vieja tonta cuya voz emito todos los jueves. ¡Dios mío! ¡Qué maravilla! No
podría sentirme mejor.
No podía preveer los acontecimientos, pero cumplí con todos mis deberes. Lo
hice por salvarlo. Luego me enjuiciaron. Eso no significa nada: dictaron una
sentencia por lo que me había ocurrido, aunque merecía una medalla por mi
conducta. Este, hombre, mi vecino de asiento, no podría entender gran cosa de
eso.
Se trata de algo que uno tiene que vivir, my dear; imagínese tan sólo a una actriz
frágil y pelirroja, que se suponía iba a representar a Ofelia en una gira por
provincia, y a quien durante los ensayos consideraban fascinante —sí, el primer
gran papel en mi vida, dentro de muy pocos días el estreno: una fecha ominosa: 3
de septiembre de 1939. Desgraciadamente el último ensayo fue interrumpido
por una incursión aérea. Polonio escapó —regresó con los alemanes—, y un mes
después servía yo vodka en el bar de los artistas. Un lugar interesante. A Polonio
no lo atravesaban allí con una espada, pero en una ocasión fue abofeteado. Al día
siguiente encontraron su cuerpo con el cráneo destrozado, el cuerpo de un
traidor.
No me importaba si él lo había matado; nada me importaba Peters, tenía que
transportarlo cualquiera que fuesen las circunstancias. Lo mató, no lo mató... Todo
pudo haber ocurrido. Nunca le pregunté la verdad. Tales preguntas resultan
excelentes en una gran escena. De cualquier manera, no tenía razón ni tiempo
para preocuparme de eso. Me bastaba que fuera él. El no me prestó la menor
atención durante los ensayos, pero supe que aquella era mi oportunidad: no
podría decirme que me marchara y me metiera a monja. Tendría que
esperarlo en un cabriolé, podían matarlo, las monjas nos dieron una dirección
segura, los carteles en las esquinas ofrecían una alta recompensa. El coche
arrancó, le tomé la mano. Estaba pálido y tenía los ojos cerrados. Desde dentro de
la capota podía adivinar el itinerario: el teatro, la muralla de la ciudad, la torre...
No sabía el precio que iba yo a pagar, sola mente sabía que las monjas traen
mala suerte.
La azafata recoge la bandeja, el radio comienza repentinamente a funcionar.
Interrumpe el sonido de las voces un chirrido, al que sigue una música distante.
Mi vecino está satisfecho, sonríe. Sonrío a mi vez. Después de todo, ¿qué
importa? ¿Por qué pensar en el pasado? Lo viví, y es más que suficiente. El
pasado es malo para los nervios; se deberían inventar unas tabletas contra los
recuerdos indeseables. Los dulces recuerdos, ¿quién es capaz de llevarlos en la
memoria?
¿Qué dije? ¿Lavando?
Creo que fue algo sobre unas cosas que se suponía debía yo lavar antes de partir.
Me siento bastante rara. Este hombre ha capturado mi voz de la semana pasada.
Mi suspiro llena el aire. Por supuesto es el último programa, repetido con motivo
de las fiestas. Felicja tiene miedo de viajar por el aire. Tomasz comienza a
impacientarse.
—... Después de tantos años...
Hay estática; el sonido es muy deficiente:
—... no has visto a tu hija...
Creo que olvidé alguna cosa, es espantoso.
—...¿y ahora te escondes tras mis pantalones?...
Una risa garantizada de un millón de radioauditores. No puedo escuchar nada
más, sólo voces inarticuladas. Y de pronto mi lamento:
—¿Cómo te las arreglarás sin mí?
Ahora está mejor: hasta puedo reconocer los acentos:
— ¿...quién irá a hacer cola para la carne? ¿Y tu té?
Estática y ruidos.
La estación se pierde entre el estruendo, junto conmigo. ¡Qué lástima! Me
encanta mi voz.
Tengo lágrimas en los ojos. Estoy profundamente conmovida. Nunca había
advertido que iba a llegar a esa altura. Que mi voz volara conmigo en el aire.
No hablo así, es cierto, pero en la tierra me aman por esas palabras. Las
pronuncio en nombre de un millón de suscriptores. Ellos jamás aceptarían mi
verdadero texto. No los culpo. A mí tampoco me gusta. Mi verdad nunca sería
transmitida. Nada me diferencia de un árbol o de un perro, salvo los recuerdos,
pero se exige de mí mucho más. Prefiero mi guión de los jueves.
Algo más sobre pantalones. No del mejor gusto; pero, ¿qué se le va a hacer?,
después de tales comentarios siempre hay toneladas de cartas. Allí un paquete
con pantalones: Querida Felicja, la Liga de Mujeres de Piotrkow te envía un par
de pantalones para tu marido. Te deseamos un feliz viaje y un pronto retorno.
Nuestros saludos para tu hija.
Pantalones, jamón, medicinas —revelaciones, pecados, desesperación, gritos de
ayuda—, manteles tejidos a mano, lamentos de esposas traicionadas, todo eso a
mi disposición. Mi voz atrae la vida.
Mujeres que me escriben: "Nuestra madre". Tengo una carta de una suicida
en proyecto, que decidió seguir viviendo porque yo existo. Me siento un poco
desquiciada; pero, ¿quién podría preverlo? Nadie lo supo hasta el momento en
que trataron de reducir el programa. Recibieron unas cinco mil cartas de
protesta de todo el país. Fue entonces cuando advirtieron que la nación entera
nos escuchaba. ¡Increíble! Las comidas de los jueves del señor y la señora
Konopcka, un programa para matrimonios de provincia de edad madura, se
convirtió en un programa estelar. Fue una revelación.
¡Qué imbécil aquel tipo que escribió un ensayo sociológico! Sí, un ensayo
titulado: "Del rey Estanislao a Felicja". Trató de demostrar que mis comidas
también eran parte de la historia. ¡Qué cretino! Y sin embargo, no dejó de
agradarme.
Ahora ya no pueden terminar. Durarán siempre. Todos los jueves tendré que
servir la sopa a un millón de personas. Me escuchan en los hospitales. Recibo
cartas de pacientes, enfermeras, médicos. Mi voz ha llegado a curar a alguno.
Todo es posible. No me sorprende, pero me asombra que necesiten tan poco.
Cuando le digo a Tomasz: "Come ese trozo de carne, querido, ése del hueso",
siento su gratitud y sé que recibiré muchas cartas. Soy capaz de mucho más que
eso en la vida real; pero ellos sólo conocen el trozo de carne y el sacrificio, una
cucharada de sopa y la certidumbre de que no comeré hasta que él haya comido
bien, que jamás lo traicionaré y que si he amado a otros, los he abandonado
tranquilamente. Él, su trabajo duro, sus pantalones y preocupaciones, nuestra
honradez y nuestros hijos adultos. La sopa, la carne y un hueso con un trozo de
vida sencilla, unos cuantos refunfuños y anécdotas, el calor de un hogar, eso
es lo que desean escuchar.
No me río de ellos, tal vez tengan razón. Me río de mí misma. En el primer
ensayo, Tomasz estaba ligeramente irritado: "Te consideré inocente, pero me
siento desesperado en esta atmósfera." ¡Oh! Igual estaba yo. Sólo que yo era la
acusada. Si uno es tan débil no debe sentarse ante un tribunal sindical. Muy
bien, este gran trozo es para ti, la carne ha vuelto a subir de precio, nada
tengo contra ti.
—¿Me permite?
¡Ah! Ha visto el ejemplar del Przekroj que asoma del bolsillo de mi abrigo.
Muy bien, hagámosle saber con quién tiene que vérselas. Sonrisa: sonrisa.
—Por supuesto.
Le presto la revista. Espero que me la devuelva, porque si no llevo el Przekroj
en el bolsillo de mi abrigo, mi hija no podrá reconocerme.
—¿Fuma?
—Gracias.
Fumamos sus cigarrillos. Los primeros pasos se han dado... ¿Ahora qué? Parece
reflexionar antes de cada frase, como si me estuviese enviando un telegrama.
—Llegaremos a Berlín con una hora de anticipación. Llevamos un adelanto.
—¿Realmente? No me parece...
—Sí. Las condiciones atmosféricas nos son favorables.
Tiene los dientes muy blancos. Cuando vuelve la cara hacia mí, me deslumbra.
Todo en él parece brillar. La elegante línea del peinado... Los polacos no tienen
cabelleras así.
—Supongo que no vive usted en Polonia.
—No, vivo en los Estados Unidos. He visitado Polonia por primera vez en treinta
años.
—Mucho tiempo.
—Ya lo creo. Los cambios son enormes. Realmente no es ya el mismo lugar.
—Usted lo ha dicho.
Recibo su sonrisa agradable. El brillo de una lata de leche con densada vacía. Y
sonrío misteriosamente. Puedo ser sutil.
—Vine a Varsovia a un congreso de bacteriólogos. Esa es mi profesión.
—¡Ah!
—Sí, estoy haciendo investigaciones sobre vacunas.
—¿Y ahora regresa a los Estados Unidos?
—No, por el momento voy a Bruselas. Me han pedido que dicte algunas
conferencias. De allí regresaré a Nueva York.
Todo eso es sumamente interesante, ¡qué lástima que no pueda decir nada
sobre vacunas! Supongo que debe ser muy agradable volar de un congreso en
Varsovia a Bruselas, sin que a uno le importe mucho ese desplazamiento. Puedo
imaginármelo muy bien hablando a un centenar de personas semejantes a él, con
su voz desprovista de dudas.
—He descubierto que en Polonia hay algunos científicos famosos que se
especializan en vacunas. Me ha sorprendido mucho.
—¿De veras? ¡Oh, es muy interesante!
—Sí, después de mi conferencia en la Academia de Ciencias, sostuvimos una
discusión a muy alto nivel. Conocen bastante bien los más recientes
descubrimientos en serología.
—Es extraordinario.
Casi me gusta. Nunca he logrado dormir con un hombre que me haya dado
un sentimiento total de seguridad —en una etapa de mi vida, podían ser sólo
policías—, y a eso se debe casi que al punto reconozca esta extraña clase de
masculinidad. ¿Divorciado?
—Me parece que los polacos no sacan ventajas de sus nuevas oportunidades, ¿no
cree usted?
—Sí, tal vez tenga usted razón. Pero...
—Comprendo. Creo que el reparto de Polonia obra aún sobre la siquis polaca.
—Eso quería yo decir.
Las alas del aeroplano parecen ser de asfalto. Dentro de un momento, me
preguntará por la guerra.
—Sí, permanecí en Polonia durante la guerra.
Silencio. Me mira durante largo rato.
—Yo estaba en la RAF. Me es difícil imaginar sus sufrimientos. Esas torturas.
—¡Oh! ¡Eso pasó hace ya mucho tiempo!
—Es cierto. Ustedes tienen una actitud diferente. Admiro a las mujeres que
vivieron esos tiempos y se mantuvieron en su lugar.
"¿Y se mantuvieron en su lugar?". Lo ha dicho muy agradable mente. Yo
comento:
—En realidad todo era más sencillo entonces que ahora...
Azul y acero. Una lata de leche condensada. Se sumerge en sus pensamientos.
Silencio. Y me quedo con aquel lugar común entre los labios. ¿Más sencillo? Estos
pensamientos son los que expresan algunos seudointelectuales a los extranjeros
del Hotel Bristol. ¡Más sencillo! ¿Acaso debería hablarle de eso? Sí, sobreviví. Me
parece recordar. Ese sudoroso danzarín en la cuerda, ése soy yo.
En mis sueños caía hacia abajo, y durante el día iba a las adivinadoras a que me
leyeran la suerte, a que me dijeran qué podía haberle ocurrido: ¿locura o muerte?
¿Y cuánto tenía yo aún que soportar? En el tiempo de mi detención había perdido
mis contactos; la gente que me lo confió había dejado de existir, transforma da
por las ejecuciones en las murallas de la ciudad en una masa sanguinolenta, bien
mezclada con la tierra. Si le hubiera mencionado eso a él, no sé, creo que quizás
se habría entregado a los alemanes. Nunca le dije nada al respecto. A nadie.
Lo quería todo para mí. Y no estoy del todo segura de cómo habría reaccionado.
¡Maldita sea! ¿Dónde, cómo, a quién recurrir? Sólo en mí podía confiar en un
ciento por ciento; ninguna otra persona me parecía segura. No, no, yo estaba en
una trampa, caía en ella, mi cabeza giraba, corría como loca, ¡oh, tú idiota,
querías un príncipe, ahora ya lo tienes!
Él me consideraba como la causa de sus desgracias. Ahora com prendo que era
inevitable; ¿pero, entonces? "¿Es mi culpa —exclamé — que tú hayas golpeado
a Peters en la cara cuando estabas borracho? ¿Es mi culpa que él fuera un
volksdeutch y que a la mañana siguiente lo hubieran encontrado muerto? Y el
hecho de que me comprometiese a ayudarte, ¿fue acaso también culpa mía?
Esos disparos eran realmente innecesarios." Un ser humano no entiende lo que
son los nervios, y hace una apelación a un úl timo sentido del honor de los
torturados y de los dementes. ¿A quién debía él culpar? ¿Al destino? Pero si yo
era su destino. Solamente yo, durante cinco años. Él no podía salir a la calle. Los
carteles en las esquinas estaban lavados por la lluvia, pero su cara... Podían
reconocerlo instantáneamente. Era Oswald, Gustavo, Alcestes... Lo conduje a
aquel minúsculo cuarto con cocina que encontré de milagro, cuando ya no
pudo permanecer más tiempo con las monjas. Una buhardilla y un sofá. Es
cierto. Le compré el sofá. Se hallaba a unos quince o veinte centímetros de la
pared.
—Me gustaría que me hablase de su escuadrilla.
Hay un refrán que dice que el hombre elige una mujer para que sus fracasos
puedan tener una cara y unos ojos. Él ni siquiera me eligió. Caí sobre él como un
gato salvaje que se arroja desde un tejado. Por eso tenía más derecho a vengarse
de mí. Yo era estúpida, no entendía nada... —algo sobre el Canadá. Habla del
Canadá, allí se entrenó, fue como voluntario...— no entendía que durante cinco
años era su desgracia, una desgracia ambulante, porque en esos cinco años que
él maldecía, sólo podía verme a mí. ¿No era eso bastante?
—No conozco el Canadá. ¿Es un país montañoso?
Cierro los ojos y le oigo hablar sobre el Canadá.
¿Qué clase de animales hay allí? ¿Canguros?
Otawa en invierno.
Una hoja de arce.
Los ejercicios de vuelo nocturno. Era piloto.
Sujétense los cinturones de seguridad. Vamos a descender.
Berlín.
2
No, ninguna satisfacción. Pensé que podría sentir algo, pero no siento nada.
Cristales. Un salón de espera con sillones, carteles de Lufthansa y una voz en el
megáfono que habla en alemán. Esperaba un estremecimiento: nada. Un olor
indescriptible. ¿Goma? ¿Linóleum? ¿Pintura? Estamos sentados en unos sillones,
la gente pasa. Alemanes, por supuesto. Y nada. Unas puertas con el letrero:
'Herren", otras con el de: "Damen". Entré y cerré la puerta. Pintura, esmalte,
blancura y pulcritud y el ruido tranquilo del agua. Bolas de desinfectante.
¿Cómo se llama su río? ¿Spree? Aquí estoy, junto al Spree en un tocador moderno
del aeropuerto, en mi viaje a París. Y sin el menor placer. No salí con ningún
propósito de venganza; pero ¿no sentir nada en absoluto? Sencillamente, no lo
entiendo. En esos cuantos minutos me esforcé por recordar: "Recuerda, querida
—pensé—, ¿qué te hicieron? Bueno, mira lo que eres ahora, contempla lo que eres
capaz de hacer ahora. ¡Anda, siente algo, alégrate, salta de júbilo." Recuerdo la
muerte de mi padre en un campo de concentración y la enfermedad de mi
madre, seguida por su muerte poco después, y mi amiga, una judía, que fue
lanzada desnuda en la cámara de gas, asfixiada e incinerada. No siento nada. Al
final, saco mi espejo de bolsillo, me miro y comienzo a reir. De mí misma. Reía
con los dientes y las encías, con las mandíbulas y la frente; pero mis ojos
permanecían serios y mortecinos mientras me miraba. En general, no tengo tan
mal aspecto. Me salvé, sí: sin duda logré sobrevivir a esos años, no sé si en mi
propio lugar, pero sobreviví. Sin embargo, hay algo que muestran mis ojos. No
tengo la mirada de un vencedor. Concedo gran importancia a la higiene; aun en
los peores días tenía que darme un baño y cepillarme los dientes, iba al dentista
regularmente cada tres meses, me cuidaba las cejas, y no bebía durante mis días
de período. Yo creo que todo esto tiene una importancia mayor de la que la
gente le atribuye. Pero hace un cuarto de hora, ante esa puerta con el letrero
"Damen", sentí que había sido completamente derrotada. Si resulta im posible
emitir un salvaje grito triunfal, es que uno ha sido derrotado. No lo sé; tal vez no
soy sólo yo, tal vez todo el mundo, incluso el hombre que se sienta a mi lado.
¿Por qué habría de preocuparme? Estoy furiosa, porque por vez primera siento
una falta absoluta de satisfacción ante el hecho de existir, esta nada vacía llena
de agujeros que albergo en mi interior, esta sincera indiferencia. Seguramente
está bastante claro: he perdido. Pero, ¿quién ha ganado? Un canguro
nuevamente. Tan pronto como comienzan las oscilaciones, siento un pequeño
canguro que salta en mi interior. Posiblemente también por obra del vodka,
aunque el cardiograma no haya acusado nada.
Un minuto... ¿Cuándo empecé a beber? Sí, en el "Bar de los Artistas". Entonces
tenía que beber con él; ahora me gusta hacerlo de vez en cuando por mi
cuenta. Tiene más razón de ser. Así puede uno creerse en tres dimensiones.
Después de un vaso de vodka me siento como una escultura. Algo terso con
formas interrelacionadas, con lo que me fundo completamente. ¡Oh, sí! En tales
momentos me siento como un monumento, y luego me duermo rápidamente.
Nunca he bebido con el propósito de dormir con alguien, a pesar de haber
tenido bastantes hombres.
¿Tal vez demasiados? Puede ser. Bueno, no lo sé. Ellos se marcharon; nunca se lo
reproché. Esperaba hasta que aparecía otro. ¿Podía habérselo negado? ¿Qué...
mi cuerpo? ¿Por qué razón? Acostumbraban decir que me necesitaban, y en
cierto sentido era la verdad. Cuando un ser humano necesita a alguien, se trata
principalmente de un hombre que necesita a una mujer, en la cama. Considerar
estas cosas minuciosamente es menos importante. Nadie sabe por cuánto tiempo
un hombre necesita a una mujer, y ése es un riesgo común. Ni siquiera el
hombre lo sabe. Una no puede hacerle reproches cuando después de cinco o de
veinte noches, encuentra que ha tomado todo lo que podía ofrecerle. También
para él es desagradable. Importa mucho la forma en que esto se enuncie.
Algunos no pueden ocultar su descontento. Lo cual es irritante. Uno debe saber
cómo comportarse en una situación en la que no se puede culpar a nadie. Cuando
la pasión se aleja, se impone una sonrisa forzada de gratitud o inventar un
conflicto emocional. En último caso, echar mano de los recuerdos del pasado. Yo
doy gran valor a estas cosas. La naturaleza es brutal; sólo los idiotas no lo
entienden así. Aparte de sus deseos, un hombre tiene la inteligencia, y esto lo
obliga a definir su conducta. En cada uno de nosotros hay un ger men de artista;
nadie, en ninguna circunstancia, tiene derecho a comportarse como la
naturaleza: congelarse repentinamente, evaporarse repentinamente. Y creo que
expresiones tales como: "Sus pasiones se enfriaron" o "En su interior hervía la
cólera", están fuera de lugar. Un hombre debe comportarse a un nivel más
elevado que el de la naturaleza, de la que, después de todo, no esperamos
mucho.
El hombre se ha dormido. Quizás esté soñando en la batalla de la Gran Bretaña.
Tomó parte y se distinguió en ella. Para la gente como él todo sucede de la
mejor manera, aun los resultados de su propia conducta. Quería combatir contra
los alemanes, ahora tiene una medalla por su valor. Se decidió a destruir las
bacterias y descubrió una vacuna. Un hombre maravilloso que sabe siempre cómo
actuar. Causas: resultados, decisiones: conclusiones. Un tipo bien educado, que
nunca se encontró entre un sofá y una pared. En un espacio cubierto por un
colchón. En un agujero en el que un hombre debía permanecer aplastado como
una papilla. Me gustaría saber cómo se hubiera comportado entonces.
Durante los arrestos nocturnos, cuando sacaron a todos los hombre del edificio,
Wo ist ihr Mann? — todo el tiempo me pregunté si no se asomarían sus pies tras
la maleta— Mein Mann ist weg. ¡Sus pies! Uno de ellos era de Letonia. Me
miraron con sus ojos duros mientras caminaban por el cuarto: —¿alcohol?— En la
ventana había dos botellas de vodka. Se bebieron una. El letón salió. El otro me
dijo lo que quería. Después volvió el de Letonia, y el primero salió. Yo gemía.
Llevaban prisa, y yo gritaba de dolor. Cuando partió el moreno Mañas, tenía
miedo de moverse. Luego, súbitamente —un momento de valor—, murmuré con
los dientes apretados que todo había pasado. Sí, pienso que en ese momento
estuve maravillosa y terrible.
Retiré el sofá. Traté de sacarlo. Se desvaneció. De cualquier modo se lo agradecí.
Nos tomamos la segunda botella de vodka durante la noche. Juramos,
mascullamos, enloquecidos, felices, inconscientes, con alivio, sin mirarnos a los ojos.
Y luego dormimos durante todo el día hasta el anochecer. Francamente no había
para qué despertar.
Bien, ¿cómo se hubiera comportado este hombre? Un canguro. Se vuelve cada
vez más y más insistente. Bolsas de aire seguramente. El ala del tetramotor es
ahora más oscura y ha perdido su brillo: no puedo ver la tierra. ¿Neblina? Hay
un silencio solemne. Nadie habla.
Preferiría que despertase. Desearía que me hablara. Me gusta su voz metálica: la
voz de un hombre firme. Sobreviví a aquellos tiempos en mi propio lugar. El
hecho de aceptar en aquella época un trabajo en el Stadtheater me produjo
muchas satisfacciones. Decidí hacerlo. Sólo al final, es cierto, después de que
cerraron el "Bar de los Artistas", después de buscar durante tres meses un
empleo y un permiso de trabajo. Quería tener buenos documentos. Un
certificado con un sello especial para poder colgarlo en mi puerta. En su
puerta. Después de esa noche tenía que estar segura, me lo juré a mí misma. No
tengo la certeza de que existan grandes hombres, pero sí de que existen
momentos en que un ser humano es grande. Entonces fui grande. En el momento
en que lo estaba salvando. Cuando acepté aquel papel, cuando le dije que
había encontrado un empleo en la Cruz Roja y, después, cuando canté en
Melodías de la Calle con los dientes castañeteándome por el miedo de que me
agarrasen, de regreso a mi casa, y me raparan la cabeza. Por eso, después de la
guerra, cuando al hacer declaraciones frente a la mesa verde, me preguntaron si
sabía las consecuencias de mi conducta, respondí: "¡Claro que las sabía!"
Eso empeoró para mí las cosas. Tres años sin permiso de traba jo. Bien es verdad
que después de aquellos cinco años podía resistir otros tres. Llegaron hasta
matar a algunas mujeres por crímenes de guerra. ¡Es terrible! No puedo tolerar
las situaciones en que un hombre mata a una mujer no por celos, ni por amor,
sino por convicción.
Después de todo, el juicio valió la pena, y sólo por una frase —una palabra
para ser exactos—, que él pronunció. Dijo que en esos años habíamos estado
casados. Depuso como testigo en mi caso. Yo le agredecí que asistiera. No me
miró, pero lo dijo... Casados. Sentí una oleada de calor. ¡Deseaba tanto que
dijera esa palabra! Creo que hasta había lágrimas en mis ojos.
Me senté, mirando a la pared, mientras escuchaba su testimo nio. En ese
momento no le deseaba ni la muerte, ni ninguna desgracia. Tenía la
certidumbre de que volvería a mí. Era natural que hubiera vivido con otras
mujeres durante los primeros años después de la guerra; no podía ser de otro
modo. Pero sabía que él regresaría. Estábamos casados. Soy una viuda. Une veuve.
Eine Witwe.
Sabía que tenía derechos sobre él. Le di cien veces más de lo que cualquier
mujer puede entregar a un hombre. Más que placer y felicidad, grandes cosas es
cierto, pero que cualquier mujer puede ofrecer. Yo le entregué mi cabeza —mi
propia cabeza que reclinaba al lado de su fotografía en los avisos de policía, con
una recompensa, que había sido doblada después de un mes —. Un día, al servir
café en el "Bar de los Artistas", escuché los rumores de su muerte: "Se arrojó
por una ventana al advertir que unos alemanes detenían su coche frente a la
casa donde estaba escondido." ¡Oh, lo que sentí al escucharlo! Después se lo dije:
"¿Las noticias? Tu propia muerte. Te lanzaste por una ventana, ¿lo oyes? De la
ventana al pavimento. Algunos saben de muy buena tinta que estás enterrado
cerca de la barbacana, ¿te das cuenta? ¡Te han sepultado!" Y bebimos en
silencio por su muerte, para que pudiera dormir la mañana siguente.
Sé demasiado. Si fuera a convertirme en la esposa de este hom bre que se sienta
a mi lado, no dejaría de sentir un ligero desprecio hacia él. Por el hecho de que
sabe mucho menos. Sentiría desprecio y celos por todo lo que él percibe... Todo
lo que piensa es natural, racional y comprobado. Y en los momentos en que
dijera: "Sólo somos humanos", o cuando dijera: "Esto está realmente por debajo
de mi nivel", tendría vergüenza y celos ante su certidumbre, ante el hecho de
que sabría cómo actuar en cualquier situación.
Es bastante idiota. Sí, me gusta su boca, su perfil, con los ojos cerrados y su
cabello peinado como el de un ministro que jamás se ha permitido la menor
concupiscencia. Pero mi esposo fue un hombre que lo conoció todo.
Tomé su cabeza entre mis manos —si tan sólo no hubiera tenido que ir al baño —,
oh, aquella mujer que aullaba en el balcón — así que ese día quiso tenerme
cerca, sabía lo que me pedía, y sabía que no iba a negarme.
La delgada azafata viene hacia nosotros con una sonrisa incrus tada en la cara.
¿Qué es lo que sucede?
Volamos en la oscuridad. El avión se comporta como un pez asustado, ¿huye? El
aire tiene bolsas. Entramos en ellas; un salto arriba, un salto abajo. Semejamos a
una manada de camellos enloquecidos.
—¿Una bolsa de papel? No, gracias. ¿Despertaría a ese hombre?
Mi corazón salta: un canguro fuerte, gigantesco. Un canguro, camellos, un pez
que huye: la naturaleza que toma su venganza.
¿Los cinturones de seguridad? Muchas gracias.
¿Después de todo lo que he vivido no ha sido suficiente? Los pies se me
enfrían. Tengo miedo. ¿De qué? ¿De un desastre? Se lo dije a Tomasz: es
mejor permanecer en casa. Todo por esa tonta impulsiva de París. Tengo su
carta en el bolso.
— Querida Felicja —salto para arriba.
— La escucho todas las semanas —de nuevo un salto.
— Mi apellido de soltera es igual al suyo...
¡Dios mío!
—Me siento como su hija. Quiero invitarla a París —¡un salto! ¡otro más!— mis
niños hablan polaco —abajo, ¡más abajo! ¡Al abismo! y Jean se sentiría feliz si
usted viene. Le enviaré un pasaje. Venga, por favor.
Este Jean es un ingeniero francés; lo conoció en Alemania en un campo de
trabajo, Wanda, née Konopka —oh, sí, mencionaba la Insurrección de
Varsovia. Un año de mi vida por una copa de coñac.
Todos contemplan la puerta de la cabina de los pilotos como si hubiese allí una
pantalla cinematográfica.
A nuestro rededor una espesura amarilla, gris; imposible distinguir nada.
Detrás de mí un pasajero anciano dice algo en francés en voz muy alta a la
azafata; ella no logra entenderle, alguien interviene; no sé que va a suceder.
¿Qué va a pasar? ¿Por qué huyo? Ultimamente mi vida se había vuelto clara y
sencilla, había comenzado a olvidar el pasado; sólo aquí, en este aeroplano todo
vuelve nuevamente a presentarse. ¿Será ya el fin? ¿Dentro de un minuto?
¿Dentro de un segundo?
Voy a volverme loca. Mi vecino despierta.
—¿Podría por favor, pedirle una copa de coñac a la azafata?
Le doy las gracias con la mirada. Bebo a pequeños sorbos.
La terrible niebla que nos circunda se ha vuelto más densa. Pi den nuevamente
que revisemos los cinturones de seguridad. Silencio; el avión se agita en el aire.
Una tableta de "Mepavlon".
—He visto varias tormentas en el canal. Por lo regular son peo res. Recuerdo un
vuelo nocturno en junio del cuarenta y...
Lo supe desde el principio —un ojo me hacía guiños todo el tiempo, señales
imprecisas—: una caída, mi corazón, creo que no sobreviviré, todo está
perdido... Esas señales significaban algo. Algo en relación conmigo... Sudo y
siento frío... Estoy segura de que la existencia es un pecado; durante algún
tiempo he sentido que algo trataba de advertirme, de anunciarme este final
horrible... Muy bien, tomaré la bolsa de papel, ¡este sucio, cínico final! Para ser
honrados, yo tenía la razón —¿caemos? No, volvemos a subir...— Cuando
pensaba que iba a tener un fin terrible y estúpido. Y el primer indicio —éste es
el fin, me muero—, fueron las palabras incomprensibles en el papel de Ofelia.
—¡El ala! ¡El ala se derrumba! Oh, voy a volverme loca...— Sí, hace veinte años le
decía al rey en el cuarto acto: "Bien, Dios os lo pague. Di cen que la lechuza era
la hija del panadero. ¡Señor!... —un relámpago. Puedo ver un costado del ala...
— un momento, como decía: ¡Señor! Sabemos lo que somos, pero no sabemos lo
que podríamos ser. Dios bendiga vuestra mesa."
Ahora es mejor. No entendí aquellas palabras, sobre todo lo de la lechuza:
eran oscuras, les tenía miedo.
Es muy amable de su parte dejar que le tome la mano, es un verdadero
caballero.
—Querida —dijo el director—, se te aclararán en la trigésima representación.
¿En la trigésima? Ni siquiera hubo primera. Creo que son las únicas palabras
que recuerdo del texto. Y aún ahora no logro descifrarlas.
¡Si tan sólo en aquella ocasión no hubiese estado en el baño! ¡Dios mío! Era
demasiado tarde —oscuridad, luces en las ventanas, el grito histérico de una
mujer en el balcón—; tenía su cabeza entre mis manos, le supliqué que no
muriera. ¿Qué habrá sentido? ¿Qué sintió? le secaba el sudor de la frente; dijo
algo, pero no pude entenderlo... Alrededor de su boca se formaron unas
burbujas rojizas. No es suficiente, es el fin...
Nadie habla, salvo los polacos que están detrás de mí. Dicen que esto es del
todo normal, no muy agradable a causa de los saltos, pero que ya la oficina
meteorológica había pronosticado la tormenta. ¿Normal? Aquí me tienen,
atada con un cinturón, en el estómago de un pez metálico sacudido por vientos
furiosos, dos kilómetros por encima de la tierra. Estamos rodeados por una
oscuridad cobriza. ¿Y se supone que todo esto es normal? Muchísimas gracias.
—¿Se siente mejor?
—Mucho mejor, gracias. Siento haberle...
—No se preocupe.
Me mira, probablemente con sorpresa, porque le tomé la mano. Bueno, lo hice,
¿y qué? Esta clase de cosas deben de ocurrirle sólo una vez en su vida.
—¿Mas coñac?
—Gracias.
Fresco, cortés, enérgico. ¡Mi querido señor! La azafata, me mira fríamente. Muy
mal, querida, no todo el mundo tiene tu experiencia. Si tu madre escucha la
radio, oirá mi voz dentro de cuatro semanas. Hablaré de esta tormenta. Te
pagaré este coñac extra con la voz ligeramente áspera de una mujer que
envejece, muy semejante a la de tu madre. Un día, querida, cuando pases una
noche en casa, ella te preguntará si no estabas de turno cuando Felicja hizo su
viaje a París. Y te describirá esta tormenta con todos sus detalles, usando mis
expresiones.
¡Ay! Vuelve a empezar; Me desvanezco, siento que me caigo, estoy muerta.
Una mano, ¿dónde está su mano?
—Respire profundamente, eso ayuda.
Aspiro, respiro. Una aspiración profunda. Varias veces. Me mira con interés.
¿Estaría yo pensando en voz alta? Puedo imaginármelo. ¡Qué guión! Esta
enloquecida zarabanda, y dentro mi voz, mis plegarias por el pasado. Habrán
oído, estoy segura. Gracias a Dios que se puede pensar sin testigos.
—¿Tiene familiares en París?
—Una hija. Se casó con un francés. Un ingeniero. Irá a esperarme al
aeropuerto.
Debo estar loca. ¿Por qué le digo esto?
Una pastilla de "Ondasil". El vuelo es ahora más suave.
—¿Ha sido una larga separación?
—Quince años.
—¿Quiere decir...?
—¡Oh! estoy muy nerviosa, no me puedo acostumbrar a la idea,
—No me juzgue indiscreto. ¿Se va a quedar con ella en París?
—¡Oh, no! Mi marido se ha quedado en Varsovia. Estoy bas tante preocupada,
porque él no logra organizarse sin mí. Y mi hijo; estudia aerodinámica. Me
dieron permiso sólo por unos quince días.
A menudo hago mi propio texto, lo que saca de quicio a los autores. Mis
añadidos me gustan más. Por ejemplo, una vez me exigió Tomasz que
reprendiera a la muchacha que va a lavar. Se descubrió que iba a tener un hijo
ilegítimo. "No soy un puritano", dijo, "pero una mujer que ni siquiera se
respeta, hmmm..." De acuerdo con el texto, yo debía responder: "Muy bien. Si
lo crees así, mañana tendré una conversación con ella", y tenía que añadir algo
sobre la moralidad de nuestros tiempos. Pero tan pronto como habló, me eché a
reir, y dije: "Pero querido, ¿quién crees que eres? Tal vez ella lo amaba. No todos
los hombres son como tú. Si va a tener un hijo, lo mejor que podemos hacer es
ayudarla", y golpeé un plato contra otro para hacer creer que estaba
levantando la mesa. Se quedó aturdido. Después de un momento, murmuró:
"Bueno, haz lo que consideres mejor..." Salió con mucha naturalidad, y a la
siguiente semana, una muchacha en el correo me sonrió. "Tenía usted razón con
respecto a su lavandera". ¿Cuántas cartas llegaron? ¿Quinientas?, ¿seiscientas?
Algo así. La mayoría, de madres abandonadas, en los pueblos.
Me siento capaz de reir: llego hasta a la mente campesina.
Soy una hermana para los solitarios y una esposa para los viudos.
Un sostén para los melancólicos y los ciegos.
Un equipo de una fábrica de bulbos eléctricos me envió un álbum de recuerdo y
puso mi nombre a la maternidad de su fábrica.
Las colas desaparecen de las tiendas para escuchar mi voz, los empleados se
vuelven sentimentales ante el sonido de mis palabras.
Si alguna vez escribo un diario lo titularé: "De Ofelia a Felicja, o cómo ser
amada".
—¿Y usted? Supongo que tendrá una esposa encantadora... ¿Niños?
Sonrío y le miro a los ojos. Pero dejo de sonreír.
—Perdí a mi hijo hace un año. Se suicidó.
Me quedo aturdida. Me siento mal. ¿Por qué tendría que hacerle esa
pregunta?
—Hubo un problema con una mujer... Hubo también otras razones que no
logramos entender.
Volamos un momento en silencio. El sol brilla tras la ventana. Abajo se pueden
ver las líneas rectas de las carreteras, su mano es cálida, y se me ocurre el triste
y loco pensamiento de que a pesar de todo, yo debía haber sido su esposa.
Dentro de quince minutos llegaremos a Bruselas.
Tra ra rim trara rim... rififí. . . Es curioso, me persigue esta canción. Antes de
partir, en la radio: Rififí; en el aeropuerto de Bruselas: Rififí. Una nota aguda,
vibrante, que me penetra. Algunas veces el fondo musical es indispensable. El
hombre se comportaría de otra manera si hubiera más música a su alrededor. La
realidad no es muy melodiosa que digamos, por eso, quizás a su contacto, las
gentes sufren, se prostituyen, se vuelven cerdos. Dicen que en la naturaleza hay
armonía. Si así es, no la he advertido. ¿Armonía? La naturaleza es
desvergonzada e injustificable. Esa tormenta fue horrible. Las tormentas pueden
ser hermosas en las sinfonías o en las novelas. Sólo los artistas se sienten
acosados por un sentimiento de vergüenza ante la naturaleza. Quieren reparar
sus oscuras locuras que constituyen la desesperación del ser humano. Me parece
que ésta es una reflexión bastante profunda. Tra ra ram... rififí! Tocaban ese disco
cuando le dije adiós, en el bar del aeropuerto de Bruselas. Bebimos aún tres
copas de coñac sentados en los altos taburetes de aquel bar reluciente; la
camarera puso ese disco y me sentí como un alma patética. Él, con su
impermeable al hombro, con un sombrero negro que le sentaba muy bien, y yo,
con mi pasado romántico inscrito en el rostro de Señora X sentimental,
inteligente, despojada de ilusiones. En una de las notas penetran tes de "Rififí"
me llevé a los labios la copa de líquido color miel y bronce con una sonrisa
significativa, mientras me decía que se acordaría siempre de mí y que le gustaba
mi voz. ¡Mi voz. . . naturalmente! Las botellas multicolores giraron frente a mis
ojos, yo escuchaba, miré fijamente aquel brillante altar donde una cama rera
agitaba graciosamente la cocktelera, y pensé: "Ah, señor..." Añadió que se había
sentido perseguido por los recuerdos durante todo el viaje y que me agradecía
que hubiera conversado con él. "Yo también", le contesté. Y le di las gracias por
su ayuda durante la tormenta. Cuando el disco terminó, la camarera lo puso de
nuevo. Le toqué la mano: "Le deseo muchos éxitos en sus investigaciones.
Muchas, muchas vacunas milagrosas, ¿no es así?" Se rió. "No sé. . . Hay mucha
gente más competente y más joven. Nada me indica que voy a destacarme."
—Yo tengo la certeza —le respondí— de que lo hará.
Y le lancé una mirada de hada madrina, una mirada de suerte. Tra ra ran...
Rififí... Rififí... ¡Qué Dios lo ayude!
Una vez más, vuelo: ahora sola. Mi sangre va mezclada con seis vasos de coñac, el
vuelo es majestuoso y sereno, me tiendo en el asiento, levanto las cejas con una
ligera sorpresa. Bien, de verdad, muy bien.
"Querido", dije en el penúltimo programa, "nuestra vida no es mala, porque
podemos ser honrados. Eso es lo más importante. Creo que la naturaleza
humana es buena, sólo que uno debe vigilarse. Tú me cuidas, yo te cuido. Se
tiene que vivir de ese modo para que sus vecinos lo respeten. ¿Te gusta este
asado con remolacha?"
Rumor de periódicos, trozos de conversación. Los brasileños, color ceniza
durante la tormenta, han retornado a su propio color chocolate. En sus manos
delgadas y morenas hay periódicos ilustrados con fotografías de blancos
edificios, semejantes a hongos sobre un fondo de rocas rojas.
No conozco a ninguna de estas personas; ni su pensamiento ni su paisaje. Los
polacos sentados detrás de mí dicen que los franceses se lavan sólo una vez a la
semana. Nos miramos con indiferencia, nadie se preocupa de los demás. Dicen
que en occidente la gente no se mira, son más discretos; pero yo voy a
contemplarlos, puedo permitírmelo, porque soy actriz.
Los actores son la negación ambulante de la discreción; sus rostros son
máscaras que imitan exageradamente los rasgos humanos reales. Puedo
reconocer al instante su indecente desnudez. ¡Los canallas pretenden seriamente
ser personas! Los adoro. Por ese aire de científicos, condesas, ministros,
cortesanos o frailes, siempre demasiado científicos, demasiado ministros,
demasiado condesas, cortesanas o frailes; adoro esa irresponsabilidad de monos
frente al mundo que imitan y adulan y al que desprecian un poco. Jamás harán
nada que cuente, nada que tenga sentido práctico, ni dic taduras ni guerras, ni
nuevas máquinas o nuevos impuestos. Sí, por eso los amo tanto...
¿Cuándo fue realmente? ¿Cuándo dejé de amarlo? Lo ignoro. Tal vez nunca
ocurrió. Una de dos: o nunca dejé o nunca comencé a amarlo. ¿Qué es lo que
otras mujeres llaman amor? Algo que nadie conoce. Conocemos nuestros
sentimientos y les damos nombres: bondad, amor, odio, maldad. Quizás fue sólo
mi imaginación, mis nervios, mi miedo. Si hubiese vivido conmigo des pues de
la guerra, me parece que todo hubiera acabado rápidamente. Pero no esperó.
Ni un solo día. Nunca le perdonaré haber sido tan cruel. Partir sin una palabra,
después de todos esos años; ¿cómo pudo hacerlo? Se fue, regresó meses después
con una mujer. Bebía. Luego otra mujer. Bebía más y más: se sumergió en el
vodka. En esos años vi todas sus representaciones. Todas, malas, inexistentes.
Estaba exhausto, vacío. Sentí que actuaba contra su voluntad. Le deseé la derrota,
la mala suerte, mil humillaciones. Era el vértigo, un vértigo de odio. Contra él,
contra aquellas mujeres. Le envié cartas injuriosas. Vivía frenética, como una
posesa. Bebía y escupía en el espejo, insultándome por esa furia felina, por ese
amor. ¡Amor! Sé qué pensar de él: pasé todo el entrenamiento desde el
principio hasta el fin. Un solo pensamiento demente sobre un solo tema
demencial, alucinaciones, pesadillas. Luego comencé a reconstruirme; no
necesitaba su presencia. No lo vi durante meses enteros, y él actuaba cada vez
menos. Decían que no podía recordar sus parlamentos, tenía miedo de actuar en
papeles importantes. Todas las noches, cuando lo sacaban de alguna taberna,
gritaba: "¡Fui yo quien mató a Peters!" Después de unos cuantos tragos parece
ser que lo murmuraba al oído de quien estuviera a su lado. Llevaba consigo aquel
cartel alemán con su fotografía; no sé cómo logró obtenerlo después de la guerra.
Se lo mostraba a todos, lo extendía sobre el mostrador, presumía de que los
alemanes habían fijado una recompensa a quien lo detuviera y describía cómo
había matado a Peters. En algunas partes ya no lo dejaban entrar. Yo estaba
esperando, vivía con curiosidad: ¿en qué se convertiría?
¿Tal vez todo sucedió por mi culpa? ¿Será que pagó por aque lla noche, por
aquel espacio entre el sofá y la pared? Siempre tuve la cabeza más fuerte. En
aquellos años en que bebía con él, cuando ya sin sentido se echaba en la cama,
yo podía aún sostener monólogos seminconscientes sobre el futuro, con un
murmullo esperanzado: él saldría, fundaríamos un teatro y seríamos célebres.
"¿Crees", le murmuraba, "que cuando termine la guerra no se nos recompensará
por estas calamidades, por esta miseria? Les arrancaré la felicidad de la garganta.
¿Me oyes? Debe haber un premio y un castigo; de otra manera el mundo
estallaría." Me excitaba, había en mí la fuerza de un demonio, hablaba, bebía,
hablaba, juraba, henchida de triunfo y de pasión, en aquella lóbrega jaula de
paredes sucias, en aquel edificio de tres pisos donde nadie sospechaba que él
existiera. Sí, era fuerte, y tenía una cabeza como para resistir dos litros. Seis
copas de coñac para mí no son nada. ¿Emborracharme? ¿A mí? Traten de
hacerlo.
Ahora, por ejemplo, me imagino a ese señor de las sienes plateadas tomando
una ducha fría en un hotel de Bruselas. Se lava m i mirada, mi mirada indiscreta,
se la quita de su cuerpo bronceado, musculoso, que huele a loción, de su piel
aún fresca...
"Dos coñacs de más", piensa, mientras se frota el pecho con una toalla suave, y
recuerda con un sentimiento de disgusto que se ha confesado a una mujer de
aspecto ligeramente sospechoso, que vive en su antiguo y débil país. Ella,
seguramente, no le ha dicho la verdad sobre su vida.
Querido señor. Sabemos lo que somos, pero debemos guardarlo para nosotros.
No se debe profundizar demasiado sobre el sentido de nuestra vida; es mejor
hacer creer a los otros que tiene sentido. Uno debe hacer los gestos
establecidos para beneficio de la humanidad y olvidarse de que se es un canalla.
Soy yo quien lo dice, yo que soy experta en la materia, y afirmo que no hay
sino tres principios que respetar, si se quiere vivir satisfecho: Primero: Ser dueño
de sí. Una persona dueña de sí se adueña de los demás.
Segundo: Crear situaciones ventajosas para los otros, es decir, situaciones en las
que puedan parecer mejores de lo que creen ser. Tercero: No tratar jamás de
obtener una satisfacción completa en ningún terreno, especialmente en el
erótico. La insatisfacción es el mejor estado posible.
Un poco de sueño me vendría bien. Tengo los ojos pesados, la boca seca. ¿Qué
campo será éste sobre el cual volamos? Llanuras amarillas, un río de márgenes
negras. No tiene ninguna importancia. Dormir.
Demasiadas escenas tempestuosas en mi vida, frescas, no descritas. Lástima...
Una vida verdaderamente humana debería ser una imitación y no una nueva
creación; debería haber modelos, patrones, motivos y ejemplos que se pudieran
heredar. De esto depende nuestra existencia: llenan nuestro tiempo como un
mural, con escenas conocidas y vivir, vivir según los mandamientos del buen
Dios... Amén, amén, amén.
No puedo servir de ejemplo. Cuando me reconozco en otras personas lo resiento
como si eso fuera su defecto. El modelo con el que comparo la vida siempre me
supera. Desprecio a todos aquellos en quienes descubro mi propia maldad,
aunque a mí me la perdone.
Me perdono, me encuentro excusas, pues esa maldad me parece no tener
importancia en el momento en que yo la vivo.
Pero lo que descubro en mí, lo devuelvo automáticamente con tra los demás, a
quienes juzgo por los defectos que soy incapaz de vencer en mí. Detesto a los
brasileños por su miedo a la tormenta, y a los polacos de atrás por sus complejos
en relación con los extranjeros, y a todos los que viajan en este aeroplano por su
torpe afán de vivir a cualquier precio, al precio de las vidas de otros. Soy
exactamente igual que ellos. Exactamente lo mismo. Esa es la causa de que me
parezcan peores.
No son sentimientos cristianos, pero es amor. No podría existir sin ellos. Sólo
excepcionalmente el amor consiste en algo más que eso.
Ofelia, Polonio, Hamlet, yo, Peters, él. La Gestapo, Peters, él y yo. Golpeó a un
traidor, y al día siguiente encontraron el cuerpo ensangrentado. Nadie fue
culpable. Y yo, siempre yo, sumergiéndome en un horror mortal, en la oscuridad,
en la angustia.
No, no duermo. Apartarse de la tierra es un juego de niños. Ojalá pudiera uno
evadirse de sí mismo.
¿En qué piensa nuestra azafata? ¿En el aterrizaje en París o en la primera vez
que dejó que le abrieran las piernas?
En París me compraré un nuevo sostén elástico, negro, transparente, de la
mejor calidad. Sólo para mi propio placer. Me lo pondré y me pasearé frente al
espejo; debo desquitarme de aquellos años.
Aquellos años... Cuando en un café me pidió que volviera a su lado. No,
pienso que fui yo quien primero lo dijo. Le pregunté... "¿Como en aquellos
años?", y él repitió: "Como en aquellos años. Ahora estoy pagándolos." No lo
entendí. Varios años de separación son demasiado tiempo en esos asuntos.
Esperé ocho años, y si se añaden los cinco de la guerra serían trece. Trece años
de espera. ¿Para qué? ¿Para esos cinco días? ¿Para esa última noche? ¿Para...?
No podía entender en qué consistía el cambio, no sabía qué llave elegir para
entrar en él. Lo miré directamente a los ojos, lo traspasé con la mirada y le
pregunté estúpidamente por qué hablaban tan mal de él. Había una laguna
que no podía colmar. Él se mantuvo en silencio y luego comenzó a explicar
que todo aquello había sido inútil. "¿Todo aquello?", pregunté, "¿qué es
aquello?" "Los años en que me escondiste —hizo una mueca —, ¿entiendes? Debí
haber dejado que me fusilaran." Le grité con rabia: "¿A quién le dices esto? ¿A
mí? ¡No tienes derecho! Aún ahora despierto por las noches gritando de miedo
ante la idea de que lleguen a arrestarte."
"¿Qué querrá de mí?", pensaba, "ahora que al fin puedo existir. ¿Por qué me
ha traído a este café inmundo, lleno de agentes del mercado negro?" Me mordí
los labios, furiosa por no comprender nada. "¿Qué quieres decir? ¿Eres incapaz
de vivir? Seguramente, no todo es como tú lo deseabas. Yo no te estorbo, ¿no es
así?"
Comenzó a mirar a su alrededor, bajó la voz; aún no lograba comprender. Algo
sobre una mujer con la que había roto. No quería escucharlo. Luego comenzó a
hablar de la guerra. "¿Sabes?
Nosotros dos somos los soldados desconocidos de esta guerra. Divertido, ¿no?"
Soltó una carcajada, y se calló de repente. Me miró. Y entonces, en el lapso de
un segundo, advertí que esperaba mi voz de aquellos tiempos. Me quedé
inmóvil, por la sorpresa y la piedad y tal vez por cierta decepción. "Deja de
beber, ¿me oyes? ¡Tienes que parar!"
Contemplé sin afecto aquel rostro tumefacto, demasiado heroico, de labios
gruesos y caídos. Al cabo de un mes me habría dado cuenta de que ya no me
importaba; estaba segura, casi segura. Pero después de un rato, comencé a
hablarle con mi vieja voz penetrante, mi voz de los años de guerra: "Estaremos
juntos. Volverás a actuar. Podrás desempeñar todos los papeles. No es verdad
que la guerra te haya acabado. A mi lado volverás a ser el mismo", dije acentuando
cada palabra, y sintiendo cómo mis ojos se reverdecían; "pero tienes que
obedecerme, ¿me oyes?"
Me preguntó si no creía que fuera demasiado tarde y no se me ocurrió que
debería callarme. "¿Para qué, idiota? ¿Demasiado tarde para qué? ¿Piensas que
quiero acostarme contigo? No estoy loca." Lo miré con la mirada mágica de
aquellos años. "Dejarás de beber, ¿me entiendes? Te meteré en una clínica.
Durante tres meses estarás perdido para todos; sólo yo sabré donde estarás. Mi,
mi pobre viejo, veo que es necesario ocuparse de ti, no puedes vi vir solo. No te
preocupes, me encargaré de todo. De todo, ¿me oyes?, salvo del alcohol."
Y fue entonces cuando me quedé atónita: me reveló que desde hacía un año no
bebía una sola copa. Luego, sacó su cartera y me mostró unas cartas, las
desparramó sobre la mesa. "¿Ves?", me dijo, mirándome malignamente. "Anda,
échales una ojeada." Las tomé, comencé a leerlas. Hablaban de él y de mí, de la
razón por la que la Gestapo le había permitido vivir. Me sentí cansada: cartas, más
cartas... "¿Te das cuenta?", repitió, "no nos creen. No creen que me haya podido
salvar de otra manera. No me importa lo que piensen de nosotros. Te las
muestro para que veas que no valió la pena. Si te hubiera impedido que me
condujeras en aquel coche, me considerarían ahora un héroe." Yo exclamé
entonces, con los dientes apretados: "¡Tira esa porquería! ¡Arrójala!" La gente del
café comenzó a mirarnos.
Cuando salíamos, se detuvo, sonrió y me preguntó si sabía lo que decían sobre
la muerte de Peters. No, no sabía nada. "Según parece, fueron los alemanes
quienes lo asesinaron al descubrir", y sonreía como si una idea lo agitara "que era
un agente francés." Me miró penetrantemente, y creo que respondí que uno
jamás sabe realmente quién es, o algo por el estilo, y que él no debió de
haberlo golpeado en la cara. "Siempre creí que no era necesario golpearlo"', dije
exactamente, vengándome por la falta de tacto con que había aludido a
aquellos ocho años. Logré recobrar una calma venenosa, y nuevamente comencé
a actuar. Dos días más tarde, cuando desempacaba mis cosas en su apartamiento,
no tenía idea de que se trataba del fin.
¡El fin! Sólo aquello que yo no quería ceder, lo único que había creado para mí,
había terminado. Pienso que no tenía derecho a arrancarme la mitad de la vida.
Había adquirido honradamente la posesión de ella. Pero cuando se evaporó por
su propio peso, algo nuevo comenzó. El escenario, sí; tuve la sensación de que me
convertía en una parte de un escenario, una parte de eso, que aún ahora
sucede detrás de mí, que no miro nunca, en lo que nunca deseo tomar parte.
Fue interesante. Esta nueva vida sumergida en el fondo de un escenario se
parecía mucho más a la felicidad que la primera. Me sentía como un arco usado.
Ya no era necesaria ninguna tensión, algo se había perdido en mí; sí, supuse que
podía descansar. Un paso adelante, un paso atrás, siempre sobre mi propio
escenario, ver a cierta distancia mi propio lugar en aquel friso; eso es muy
importante. Después de su muerte...
Regresamos borrachos. Durante cinco días bebimos todas las noches. Era yo quien
le obligaba a hacerlo, para que todos nos vieran juntos en aquella taberna, y fui yo
quien abrió la ventana diciendo que uno se ahogaba en la habitación. ''No
enciendas la luz", me dijo, "entrarán mariposas nocturnas." Llené la bañera. El
ruido del agua ensordecida, y estaba desnuda, cuando oí un grito en el patio;
una mujer gritaba en un balcón. La ventana estaba abierta, me deslicé en la
oscuridad; pero a mi derredor todas las ventanas estaban iluminadas. ¿Por qué lo
hizo? ¿Por qué quiso que estuviera presente? ¿Por qué dejó un espacio entre el
diván y el muro?
Después de su muerte, cuando comencé a actuar en papeles mínimos en el
"Teatro de Hadas", comprendí al fin que no lo estaba haciendo tan mal. El pasado
se convertía en una mala obra extravagante y vacía, en la que había
desempeñado el papel de una comedianta trágica. Tres, cuatro, cinco vasos de
vodka diarios me bastaban para pasar el tiempo. ¿La familia? ¿El amor? ¿Un
hombre? Son cosas reemplazables; lo único que importa es ser uno mismo.
Y una voz adecuada. Eso es indispensable.
Acudí tranquilamente a grabar una cinta. No estaba sorprendida. Habían
advertido el timbre de mi voz. Me pidieron que me presentara en un concurso
para la voz de Felicja, porque alguien les había dicho que la bruja de La tierra
de los sueños tenía una voz interesante. Y cuando, sentada en la oficina del
director, me comunicaron la decisión, advertí dentro de mí ese desierto ardiente
por el que caminaba desde hacía tantos años. Muy bien; podría ser Felicja.
No me rebelé, no acusé. Nunca había tenido razones para acu sar al mundo.
Todo lo que nos sucede —venga de la tierra, del aire, del fuego y de la gente
— lo considero como algo natural. Tan sólo debe uno saber comerciar
inteligentemente. No puede uno permitirse la indiferencia ante lo
desconocido.
El ala semeja ahora un cuchillo brillante bajo el sol. Una enorme daga que divide
una vida en dos partes desiguales. ¿Era la lechuza la hija del panadero? Me
gustaría encontrar un director que pueda explicarme qué significa eso; mi
trigésima representación aún no ha llegado. ¿Pero sabemos verdaderamente
qué somos? Lo que llegamos a ser por lo general está precedido por una oferta
instantánea. En una época me propusieron conducirlo, y he aquí el resultado: Yo,
emergida de esos años. El siguiente compromiso fue menos arriesgado; no tenía
razones para negarme. Y el resultado: yo Felicja Konopka en viaje hacia París
para reunirme con mi hija.
El anciano que durante la tormenta hablaba en francés con la azafata se sienta
a mi lado.
—Vous permettez, Madame?
—S'il vous plait, monsieur. Naturellement.
Un rostro rubicundo con el bigote bien cortado. Tendrá unos sesenta años, se
parece un poco a Tomasz. Me observa. No me preocupo.
Abajo, nubes ligeras. Un vapor blanco suspendido sobre una tierra caliente,
opalescente. Estamos descendiendo. Cambiamos de dirección; el panorama
sobresale por encima del ala.
Me yergo en el asiento, sonriente. Sé que los polacos de atrás me han
reconocido, y que acercan el oído para escuchar mi conversación.
— ¡Oh, oui! Varsovie est une ville très interesante.
Volamos a través de grandes manchas de vapor luminoso. Dentro de un
momento veremos París bajo nosotros.
—Oui, c'est vrai, la reconstruction de la capitale est miraculeuse.
¿He perdido mi bolso? No, está en su sitio. ¿La polvera? El espejo no se
rompió. Un toque de polvos, un poco de color en los labios. Debo admitir que
no tengo tan mal aspecto a pesar del largo viaje. Una tableta de milton. Un
ejemplar de Przekrój asoma por el bolso de mi abrigo. Enviaré una postal a
Tomasz desde el aeropuerto: "Querido, el viaje fue maravilloso...", palabras
que leerá en el programa dentro de dos semanas.
El billete, el bolso, los guantes.
¿Lo tengo todo? Sí, todo.
¿Los cinturones de seguridad? Muy bien.
KAZIMIERZ BRANDYS:
CARTAS A LA SEÑORA Z
Lo que me contó durante las tres noches que pasamos juntos en los camastros, en la
peor de las barracas, donde me encontraba desde hacía dos meses por ponerle
"cara despreciativa" al encargado anterior, en ocasión de una distribución general
de bofetadas; lo que me contó, digo, tenía más peso que su figura, que él levantaba
con una tensión increíble de los músculos de la cara hasta aquel camastro
demasiado alto ya para sus fuerzas. El había llegado de cierta brigada de trabajo,
cuyo jefe no solía matar con su propia mano, pero se preocupaba mucho por la
prestancia y arrastre de su columna, zafándose rápidamente de todo individuo de
cuello delicado y mirada turbia.
A pesar del trabajo pesado de cargar barras de hierro y de las sopas de col aguadas,
ya había alcanzado cierto grado de equilibrio sicomuscular, arduo de lograr en la
lucha con la imaginación, que alimenta gratis al hambriento con imágenes de mesas
donde abundan grandes hogazas en rebanadas y embutidos recién ahumados. En
realidad, los servicios de la imaginación no son del todo desinteresados: el colorido,
la forma, el aroma y el placer de masticar esas sustancias inmateriales las paga el
cuerpo y nuestro propio organismo nos va devorando, pues algo sabe abrirse paso
desde el interior hacia los músculos y los huesos. Cuando hacemos un trabajo duro,
no se pueden administrar así las fuerzas. Llegué a la conclusión de que desplazarse
por los recuerdos de la juventud constituía un esfuerzo poco costoso. Y así, antes de
dormirme, paseaba frecuentemente por calles y senderos de quince años atrás,
conciliando el sueño con el paisaje alegre de aquellos días.
Mi nuevo vecino, que conocía de otra barraca donde había estado meses antes, se
había hundido en una licantropía lúgubre, propia de los campos de concentración.
Se rascaba las axilas, vestía una camisa sucia que ya no tenía la fuerza de lavar y no
se bañaba. Me causaba la repugnancia que despierta en todo prisionero el horror a
esa decadencia que lenta pero inexorablemente conduce a la muerte. Era el temor
de contraer la más terrible de las enfermedades: el abandono síquico, engañarse
uno mismo con algún falso ahorro de energía, dejar en algún pliegue oscuro esos
dos minutos en que nos aseamos o nos echamos a descansar al precio de no lavar la
camisa. Conocía yo esos éxitos fugaces que con facilidad satisfacen a un hombre
matririzado, proporcionándole una alegría inmediata, mientras el futuro es tan
incierto que no sabemos qué ocurrirá el próximo segundo, para no mencionar
siquiera lo que pasaría al cabo de una semana o un mes.
Al principio, la muerte se acercaba imperceptible como un asesino agazapado
detrás de un seto al borde del camino. Quien no se diera cuenta de que el peligro
acechaba allí, donde era más difícil percibirlo, iba, paso a paso, a su encuentro. Era
demasiado tarde para escapar a la muerte cuando, de pronto, la teníamos delante, y
en derredor se elevaban muros verticales, lisos y despiadados, surgidos de los
momentos de descuido, de todas las renuncias, compromisos, intentos de
engañarnos con escapadas rápidas, de todos los tropiezos y debilidades síquicas.
¡Cuántas formas de vencer la cautividad! Solo un prisionero es capaz de descubrir
tantas vías para llegar a dominar su destino, despreciándolo. Ninguno de los
vencedores, al arrebatarle la libertad al derrotado, vive una satisfacción tan grande
como el prisionero consciente de que él es a quien se quita la libertad y no el que
quita la libertad a otro. Quizás a un hombre libre este sentimiento le parezca una
compensación bien pobre por la libertad perdida, pero el valor de los sentimientos
se mide por su fuerza. Qué puede ser más fuerte que las emociones de un
prisionero, de una intensidad semejante a una conmoción o al derribamiento de los
muros y alambres que lo aislan del mundo.
Después de tomar el café, acostumbraba echarme vestido a esperar ese cuarto de
hora, después de dar las siete, cuando los ingleses, con enervante regularidad, pese
a los cálculos cabalísticos de los alemanes, volaban sobre Hanover y Braunschweig.
En nuestro campo de concentración, situado en el Recinto de una fábrica de
aviones, la alarma constituía el último complemento de nuestra desdicha,
reduciendo la noche, ya bastante corta, a dos o tres horas de sueño. A partir de las
siete, resonaba con algunas horas de intervalo, durante toda la noche,
arrancándonos dolorosamente el sueño como se tira de una gasa aplicada sobre una
herida. Pero aquel día no sonó la alarma. En un lugar de la barraca un altoparlante
anunció: "...ninguna unidad enemiga se encuentra sobre el territorio del Reich". La
expectación por el nuevo ritmo de los vuelos, modificado inesperadamente por los
aliados, y el "nuevo horario" (como lo llamábamos), que no podíamos calcular, era
cien veces más irritante que los más fuertes bombardeos. Estábamos preparados por
si se producían en los períodos previstos. Pero, a partir de aquel instante, podían
ocurrir en cualquier momento.
Cuando mi vecino rompió el silencio, yo estaba echado de espaldas, con los ojos
perdidos en el techo. Alrededor resonaba una mezcla de lenguas, extraña e
incomprensible por momentos, pero que durante períodos de total abstracción
mental, nos resultaba familiar porque tenían la musicalidad de la nuestra.
Incomprensible, en fin, porque no queríamos comprenderla. (La entonación aguda
de los franceses parecía a veces conocida, evocando emociones pasadas mientras el
letón y el húngaro casi llegaban a remover viejas reminiscencias idiomáticas).
Tiene que haberme estado observando desde hacía rato, pues al volverme tropecé
con su mirada iluminada por alguna intención. Me preguntó si alternaba con los
alemanes y qué opinaba de su carácter. No tenía deseo de seguir conversando. Le
contesté que para mí el alemán medio era una mezcla muy primitiva de reflejos y
que me parecía saber siempre lo que podía esperarse de ellos. Evidentemente
presintió en mi voz cierto rechazo del tema, porque se calló un rato. Pensé en
muchas cosas hasta que, como obedeciendo un mandato de mi conciencia, volví al
tema para verificarlo en todas sus ramificaciones. Entonces atravesó mi memoria un
cortejo de alemanes a quienes había conocido desde mi juventud y cada uno de
ellos me dejó un gustillo amargo, como si fueran unos extraños para mí. Sin
ponerme a indagar si esta sensación provenía de viejas emociones o de mi odio
reciente por los alemanes, repetí en alta voz la expresión de un prisionero ruso que
se había hecho popular en el campo de concentración: "Los alemanes no son
gente".
Luego de un largo silencio, preguntó otra vez con una empecinada independencia
en la voz, como quien no se da por vencido en sus convicciones, si conocía
Pomerania, si conocía esas pequeñas ciudades llenas del verdor de los parques y
jardines públicos, del azul de los lagos, con iglesias de ladrillo rojo, calles y
plazoletas barridas a diario. Casi por sorpresa, y como conducido por la mano,
atravesé un puente tendido sobre una esclusa —por unos escalones, sobre un canal,
por una acera negra cubierta de escorias, hasta llegar a una casita en cuya planta
baja había una panadería— y en una ventana del pisito alto divisé a un muchacho
de doce años que quizá pegaba sellos en un álbum o desparramaba la pólvora de un
cartucho. Lo observaba, desde la ventana de la casa de enfrente, otro muchacho de
la misma edad, privado de sus juguetes y condenado a arresto domiciliario por dos
semanas. Y era en julio, en la temporada de pesca, de las excursiones al bosque de
pinos, de las guerras en la calle de las Rosas y de las inverosímiles experiencias junto
al canal.
En la puerta del negocito de artículos de hierro estaba parado el viejo Reiser, listo a
agarrar por el cuello a su hijo y abofetearlo si intentaba escapar al descampado. De
ser posible, hubiera preferido golpear en la cara al viejo Loboda, como si no hubiera
sido su propio hijo el que robara aquella crucecita de oro de casa de los Loboda.
Algunos días antes, en el instante de cerrar los dos sus respectivos negocios, Loboda
había atravesado la calle desde su panadería y adquirido a tiempo dos piezas para el
cerrojo de la puerta, invitándolo después a beber cerveza. Allá Reiser se había
enterado de que su hijo era un ladrón. Reiser debía comprender que lo que había
ocurrido era lo mejor, porque es insoportable vivir en una casa cuando se sospecha
de todos. La sirvienta, el mozo de la panadería, hasta su propio hijo podría ser el
culpable. Los dos viejos sabían perfectamente que a esa edad uno hace esas cosas
de puro tonto que es.
Si no fuera porque en la guerra entre la calle Costanero y la de las Rosas, el
pequeño Loboda, cercado entre las matas de acacias, fue hecho prisionero, tal vez
el asunto de la crucecita de oro no se hubiera descubierto. Con la cara llena de
rasguños, debatiéndose, lo encerraron en el depósito de la leña, junto al canal y,
como correspondía a los vencedores que tienen pundonor, encargaron a la
enfermera Isabel, que tenía diez años, la cura de las heridas con hojas de llantén
frías. El pequeño Loboda, ahogándose de vergüenza, estaba echado con los
párpados apretados; a su lado, arrodillada, Esabelita, le limpiaba la cara con su
pañuelo. Pero el pequeñín no es solo un caballero que se ha dejado atrapar, no
tolera tanto tiempo su papel. Es un poco Winnetou y Holmes. Entorna los párpados
y mira de reojo la puerta entre sus pestañas temblorosas, luego vuelve la cabeza
poco a poco y ve justo sobre su nariz la crucecita de oro que se balancea en una
cadenita del cuello de Isabel. Abre los ojos y pregunta con indiferencia: —¿De
dónde sacaste esa crucecita? Isabel, dice: —Me la dio Kurt—. Loboda se pone de
pie, limpia su blusa manchada de tierra y dice: —Ya tengo que irme a casa —al
llegar a la puerta agrega dirigiéndose a Kurt, quien con un fusil de madera vigila la
cárcel: — Kurt, he visto la crucecita de oro colgada del cuello de Isabel—. Y Kurt lo
amenaza: —¡No se lo vas a decir a nadie!—. Y Loboda replica: —Ya lo creo que lo
diré; ¿por qué Pablo, Félix y Margarita han de ser ladrones?
Se aleja sintiendo a sus espaldas una mirada que quema como el carbón. Se
detiene, se vuelve como puede hacerlo solamente un muchacho de doce años,
desgarrado por grandes experiencias. Da varios pasos atrás y ofrece una
oportunidad de amigo al muchacho del fusil: —Kurt, quítale la crucecita a Isabel,
será una broma y en casa pensarán que apareció, simplemente—. Pero Kurt no
responde. Sigue parado con el fusil en la mano, como si con él defendiera el acceso
a su carácter, extraño e indescifrable. El pequeño Loboda se marcha, arrastrando los
pies, pues a esa edad las emociones sacuden hasta la última célula del cuerpo.
Este mismo Loboda, asignado ahora a la compañía de los castigados, corta troncos
en el bosque de pinos, más allá de las alambradas, y en un momento dado advierte
que uno de los guardias que vigilan el grupo es Kurt. Cuando la columna se detiene
en el portón del campo y el kapo pasa lista junto a la cabaña, Kurt sale de la barraca
de los SS, poniendo lentamente los cartuchos en su fusil.
El mismo Kurt de la calle Costanera, alto, con el cuello sembrado de granitos como
antes. Sin mirar a los prisioneros, monta en su bicicleta y grita con esa voz que a
Loboda le es tan conocida, solo que un poco enronquecida: —¡A paso ligero,
marchen!
Hoy Loboda no es capaz de emocionarse; tal vez el corazón le lata con más rapidez,
pero corriendo no lo nota mucho. En el bosque, Kurt enciende un cigarrillo y,
apoyado en un árbol, piensa en su Isabel, de Prusia Oriental, de la pequeña ciudad
junto al río y al canal. De pronto se le enrojece la frente y, en la figura a rayas que se
echa hacia atrás a cada golpe de pico, reconoce a Loboda, el de la calle Costanera.
Grita: —Vamos, circulen. Tú, allá, ya estás balanceando—. Se acerca a él con un
bastón roto y poniéndose de espaldas al prisionero de al lado, murmura a Loboda en
polaco —en aquel dialecto infantil de la ciudad bilingüe— sin sacarse el cigarrillo
de la boca: —Oye, tú, estaré de servicio en esta columna solo dos días. A tres
kilómetros de aquí están las barracas de los trabajadores civiles; ayer, como habrás
oído, fueron bombardeadas. Hay bastantes cadáveres y ropa. Todavía no han
podido contar a toda la gente. Puedes escapar. Ten la seguridad de que no se lo diré
a nadie. (Aludía con estas palabras al episodio de la crucecita de oro). Y en alemán
agregó: —Palabra de honor—. Fue un murmullo, con el tono tentador de la voz de
la infancia.
—Siento —dice Loboda poniéndose de espaldas— que estoy en el momento crítico
de mi vida. Depende de lo que decida. El pasado influirá sobre el porvenir. No me
gustan los recuerdos; nunca me serví de ellos. Pero ahora han adquirido para mí un
peso tan real, como todo lo que me rodea, tal vez aún mayor. Me esfuerzo por ver a
Kurt sobre el fondo de nuestra infancia en el cuarto año de la escuela a la que
asistíamos juntos, porque después se marchó a Królewiec, donde tenía parientes, a
seguir sus estudios. Y por todas partes veo su cara con granitos que se enrojecen
sobre la parte alta de la nariz, con los cabellos en forma de cepillo, exactos a los de
su padre. Y no puedo averiguar nada aunque sé perfectamente que cada vez que
nos dijo cuando jugábamos: "Traeré el herraje para el trineo; la estaca para la carpa;
moleré a palos al que nos desató la canoa, palabra de honor" —podíamos estar
seguros de él.
Al llegar a este punto de su relato, cesa de golpe el ruido de la conversación a
nuestro alrededor, como si la hubiesen cortado con un cuchillo y desde el cuarto
contiguo, que llaman comedor, oímos las conocidas palabras:
"Unidades aéreas en dirección a Hanover y Braunschweig..." y por todos lados
comienzan a oírse los aullidos de las sirenas como perros que fueran
transmitiéndose unos a otros quién sabe qué cósmica inquietud en una negra noche
de invierno. Salí corriendo. Lo perdí en el torbellino de formas humanas con
frazadas en la cabeza que se llamaban unas a otras en muchas lenguas, en medio de
las tinieblas, "¡Pierre!", "¡Lonka!", "¡Sasha!", "¡Staszek!", "¡Marian!". Alrededor, el,
cielo estaba cubierto por las uvas de los cohetes, rojas, blancas, verdes. Los ingleses
habían modificado el horario y el recorrido, el estruendo sordo de las bombas
llegaba ahora de todas partes. Los aviones aullaban en la profundidad del cielo,
entre las estrellas, y a la luz de los reflectores, no eran mayores que las estrellas.
Esa noche nos despertaron dos veces más. Por la mañana, a la hora del desayuno —
comíamos de pie entre las mesas— no lo vi. Seguramente había desayunado en el
primer turno. Tenía que decidir algo, ver de algún modo —así había dicho —a ese
Kurt. En la revista de la mañana, me había sonreído desde el extremo opuesto de
nuestra columna e inclusive se había enderezado la gorra para dar una expresión de
fantasía a su cara torturada. Fue la última vez. Durante el día pensé en él varias
veces, en los momentos de trabajo menos pesado, cuando el esfuerzo muscular no
inmoviliza por completo la actividad de la mente. Veía en primer término la silueta
de los tiempos de la niñez, ese muchacho que era el héroe de su relato y que se
parecía tan poco al Loboda actual. Como si ese Loboda de rostro enflaquecido y
martirizado, que se balanceaba sobre los pies como un viejo —a los veinte y tantos
años— hubiera sido un ser sin pasado ni porvenir. La imaginación me negaba toda
ligazón entre él y aquel ligero personaje de hacía algo más de diez años. Por otra
parte, nos habíamos acostumbrado en el campo de concentración a que el pasado
apenas tuviese el valor de una emoción. Estábamos tan perfectamente aislados del
exterior, tan privados de todo nexo material, que el hecho que éste o aquel, cuando
era libre, hubiera sido feliz o desdichado, un hombre mimado por el destino, un
activista valiente o un combatiente heroico, no tenía significación alguna. Uno oía
tantas historias inverosímiles que la franqueza abierta de una confesión era tan
válida como las invenciones efectistas de los mentirosos y charlatanes profesionales.
Raros eran los casos en que el pasado podía pesar de algún modo sobre la suerte de
un hombre encerrado en un campo de concentración. Nadie esperaba y nadie
confiaba —en la,medida en que la tomaba en cuenta— en la salvación antes de
finalizar la guerra. El caso de Loboda era algo más que una oportunidad, era una
suerte "cabalística". ¡Con cuánto placer la gente utilizaba el término "oportunidad"
en el campo de concentración para señalar esos puntos felices en el tiempo y en el
espacio, en lo que había que afincarse para ganar alguna mejora, por pequeña que
fuera!
Me puse a pensar, entrando por momentos en el terreno de los sueños, en cuál
sería mi conducta de estar en el lugar de Loboda. Era la época en que la unidad
interna de Alemania se desmoronaba; y en tales condiciones la proposición de Kurt,
amigo de la infancia, aparte de cierto aspecto asombroso, tenía también
perspectivas reales de éxito. Las barracas de los trabajadores civiles, dependencia
del aeropuerto, ya habían sido bombardeadas dos veces y, según las noticias
llegadas del otro lado de las alambradas, entre el personal obrero imperaba una
total desorganización. Salvo la advertencia delicada e indefinida de mi intuición
(que podía ser igualmente falsa o exacta, como todas las señales provenientes de
esa facultad), no dudé ni por un momento de que Kurt cumpliría con su palabra y no
informaría a las autoridades de la huida proyectada. La mayor dificultad no la veía
en el momento de la huida, sino cómo mantenerse después de una libertad una
jaula. Decidí que cuando viera a Loboda la próxima vez no lo disuadiría de nada, en
el espíritu del principio acatado en el campo de concentración, según el cual el
consejo más inteligente es: "Haz lo que quieras para que después no lo lamentes...".
Si él se decidía por sí mismo a escapar, habría que ayudarlo a conseguir por lo
menos un pantalón normal para que se lo pusiera debajo del de rayas que usan los
prisioneros. Decidí asimismo preguntarle si había pensado en todas las
eventualidades a partir del momento en que dejaría de ser un prisionero para
convertirse en un hombre perseguido. No contaba demasiado con que de algún
modo terminaría por arreglarse todo, con la improvisación en las situaciones que se
presentarían.
Por fin llegué, aquel día como tantos otros, al pase de lista de la noche, esa última
tortura previa al descanso de la jornada. ¡Cómo deseábamos todos que pasaran lista
lo más rápido posible, sin tenernos de pie varias horas esperando, repitiendo
órdenes! Después del pase, comenzaba nuestra vida personal, sin el peso de las
órdenes y del esfuerzo sin límites. Era una tranquilidad anhelada, donde hasta la
más mínima insignificancia tenía para nosotros un valor especial. Si durante el día se
captaba un pensamiento feliz, uno lo reservaba para la noche, para saborearlo
mejor.
Ese día, sin embargo, no se preparaba el pase de lista nocturno. Las columnas, que
habían ido a limpiar los escombros, tenían trabajo después del último bombardeo y
se retrasaron una hora. Un rato más tarde, cuando regresaron todas las brigadas de
trabajo, menos la sección donde estaba destacado Loboda, empecé a inquietarme.
Yo estaba como sobre ascuas, tratando de suprimir la impresión insoportable de
que todos me miraban. A medida que se prolongaba la espera, fue apoderándose
de mí el convencimiento de que algo había ocurrido que retardaba el pase de lista y
que Loboda tenia la culpa.
Por fin, al cabo de una hora más o menos, llegó del lado del portón el ruido
acompasado de los suecos y la voz del hombre del SS que los acompañaba en
bicicleta: "Izquierda, izquierda, dos, tres, cuatro". Seguramente los habían castigado
con una hora de ejercicios porque se balanceaban como borrachos. Cuando dieron
la orden de romper fila, uno de ellos cayó entre los que estábamos formados de
cinco en cinco. Murmuré:
—¿Qué pasó?
—Loboda —contestó sin aliento.
—¿Qué pasó con Loboda?
—Pues se escapó y lo mató de un tiro ese SS granujiento, Kurt. Loboda estaba
cortando unas raíces bastante lejos de nosotros, inclusive ninguno de nosotros notó
que se había alejado. De pronto, al oír el crujido de una rama, levanto los ojos. Miro.
Kurt parte unas ramitas de un arbusto y apoya el fusil en una horquetilla. Pensé que
estaba apuntando a un árbol porque ni siquiera grito "Halt". Disparó tras apuntar
con calma y nos dijo, como se dice al perro en una cacería: "Tráiganlo". Recibió, la
bala en la espalda, exactamente en el centro de la cruz que llevaba cosida en la
blusa. No movió ni una pierna.
Estuve dos semanas encerrado en una celda estrecha, pues el reglamento del
campo estipulaba que el vecino de Loboda debía estar al corriente de sus
intenciones. Quedé liberado de las consecuencias ulteriores porque Loboda había
permanecido tan poco tiempo en nuestra barraca que no era probable un
entendimiento entre nosotros; también porque Loboda ya estaba muerto y yo no
tenía deseos de contestar. Sufría, no por la sopa aguada que recibía, ni por dormir
sobre el cemento, sino porque me reprochaba que debí saber cómo se comportaría
Kurt con Loboda.
La desaparición de un hombre en un campo de concentración no deja mayor huella
que una piedra lanzada al agua profunda. El aire se cierra sobre él tan
perfectamente como la blanda superficie del agua. De vuelta a la barraca, al subir
con dificultad a mi camastro, vi en el de al lado a un nuevo residente. Estaba echado
de espaldas, con la mirada clavada en las vigas del techo, absorto en sus
pensamientos.
La muerte de Loboda, compañero casual, hombre común, débil y sencillo, me
enseñó sin embargo una extraña verdad: que el ser humano a menudo solo adquiere
derecho a ser real al morir.
Como esos seres del período cretáceo que solo tras extinguirse dejan su forma
exterior impresa en los materiales que los rodearon.
JANUSZ KRASINSKI:
LA QUEJA
Nota del traductor: Los sucesos referidos en este cuento corresponden a los
primeros años de la postguerra, durante los cuales las bandas contrarrevolucionarias
solían vestir el uniforme polaco.
ROMAN SAMSEL:
SOLO PARA GORRIONES Y ESTORNINOS
Le dije que prefería viajar en tren, o en último caso, en autobús. Viajando en tren
uno puede, por lo menos, mirar la gente. Pero estaban llegando las fiestas y a las
puertas de Varsovia había una apretada muchedumbre de pasajeros empeñados en
salir de la ciudad por cualquier medio y a cualquier precio. Dadas las circunstancias,
opté por aceptar la proposición del director Jagiello, quien me ofreció llevarme a
Ksiazeca en su automóvil de servicio. Lo habría esperado unos cinco minutos, en
todo caso no más, en una esquina cercana a la estación de ferrocarril, y llegó en su
Warszawa, deteniéndose un momento en un sitio donde está prohibido estacionar.
Siempre he sentido una especie de respeto por las personas que tienen a su
disposición estos cacharros verdes o azules. Nunca he sabido bien cómo es que
alguien recibe para su disposición exclusiva un auto con chofer; en términos
generales, estoy convencido de que está bien, simplemente porque ese vehículo le
es necesario para llevar a cabo las funciones que le han sido confiadas. No siento
celos, celos que en este caso resultarían particularmente tontos.
El director Jagiello y yo nos colocamos en el asiento trasero, y su mujer en el
delantero, junto al chofer. A pesar de mi condición de huésped, en aquel automóvil
me sentía bajo constante control. Esta expresión no es la más adecuada. Me estaba
permitido mirar por la ventanilla, nadie me lo prohibía, podía sacar cigarrillos y
ofrecer a los demás, e inclusive dar fuego al director Jagiello y a su magnífica
esposa, la señora Bozena. Me estaba permitido entretenerlos contándoles chistes, lo
mismo que hojear la revista en colores que había llevado conmigo. Me permitían
hacer todo esto y me daba la impresión de que no lo tomaban a mal. Solo de vez en
cuando echaba una mirada, a ella, o a él, para asegurarme de que no les causaba
ninguna molestia ni los ponía en ninguna situación incómoda. Pero noté que ella,
esa hermosa y mimada señora Bozena, sonreía aprobándome, y él, el director
Jagiello, de mi misma edad, o tal vez dos o tres años apenas mayor que yo, también
se mostraba satisfecho de mi conducta. Recorrimos un buen trecho, supongo que
unos cincuenta kilómetros, o más aún. Varias veces se me antojó decir que me
atormentaba pensando en los fusiles, y también en las armas cortas, sobre todo del
calibre que me era conocido desde el servicio militar. Tenía ganas de decir que me
parecía, por lo menos, raro el difundido hábito de esconder armas para utilizarlas
contra los propios semejantes en vez de utilizarlas, por ejemplo, contra animales,
pájaros, etc. Las armas que se emplean contra los pájaros, los patos silvestres, las
puede uno tener siempre sin que nadie se oponga, mientras que el ocultamiento de
armas contra la gente es ya, de toda evidencia, un delito, y este delito lo cometió mi
padre Kazimierz Sobieski. Sí, desde hacía algún tiempo guardaba ese trasto en un
cajón de su escritorio cerrado con llave. No tengo la menor idea en dónde lo había
tenido guardado antes.
Yo sabía, estaba seguro, que durante el viaje nada podía ocurrir que modificara
nuestras relaciones: la actitud del director Jagiello y de su hermosa esposa Bozena
hacia mí, ni la mía hacia ellos, mientras no revelase aquel hecho. Hasta que dijera
contra quién tenía guardada el arma mi padre en un cajón de su escritorio.
Se comportaban con corrección, hasta cortésmente, como gente que tiene su
propio valor y aprecia el de quien le acompaña. En otros términos, estaba casi
seguro de que admitían mi presencia en su automóvil, de que la aceptaban, y tal vez
les causara también cierto placer, cierta satisfacción. Ambos estaban satisfechos y
seguros de sí mismos; ella vocinglera, él con la seriedad y el recogimiento
inherentes a su cargo. Alegres ambos, a cual más. Salíamos de viaje para las fiestas
de Navidad. Por el camino íbamos dejando atrás multitudes que se precipitaban a la
confesión navideña para purificarse en la abominación de los pecados en los que
cae constantemente el hombre del siglo veinte. Se portaban atenta y amablemente
conmigo, y yo estaba satisfecho, reía y florecía como una manzanita de vivos
colores. Puse a prueba una vez más, y confirmé, su inaudita tolerancia con respecto
a mi comportamiento en el automóvil. Su cortesía me constreñía y me ponía tímido.
Cuando ofrecía un cigarrillo a Bozena, esperaba que le diera fuego con una sonrisa
cautivadora. Miraba a su marido y en sus ojos leía el consentimiento. Cuando ofrecía
un cigarrillo a Jagiello, me permitía también que se lo encendiera. No hablábamos
de nada importante. A lo sumo de aquellas peregrinaciones navideñas. Pero yo los
divertía, ¡ay! cómo los divertía. Lo mejor que podía. Se me ocurrió que podría
cantarles algo. Buscaba en mi mente una canción que pudiera gustarles. E inclusive
halagar su gusto exigente y selectivo. Tal vez algo sobre la extraña belleza de
Juliette Greco o sobre los sauces llorones. Tal vez me admitirían algo sentimental o
una melodía para danzas montañesas. No sabía qué. Nunca le había cantado nada a
nadie, pero en ese momento estaba dispuesto a hacerlo, ¡caramba si estaba
dispuesto a cantar para ellos!
—¿Y si les cantara algo? —pregunté, sonriendo a Bozena de manera apenas
perceptible.
—Lo escucharemos con mucho gusto —respondió por ambos el ingeniero Maciej
Jagiello.
—Oh ¡qué amable! —gorjeó la bella Bozena.
—Cantaré algo cálido —repuse.
—Lo escuchamos, lo escuchamos —me estimuló.
—Será una canción sobre una cabra...
—Oh, ¡qué interesante!
—O mejor, ¿tal vez Tango Criminal?
—Será un gusto.
Qué más podía permitirme hacer, qué más correspondía hacer, para distraerlos y
divertirlos debidamente, para corresponder al favor que me hacían ofreciéndome
aquel magnífico viaje a mi casa paterna. Lo pensé un buen rato. El coche se
desplazaba hacia Ksiazeca a un ritmo igual y delicado, brindándonos la estabilidad
de su suspensión. Y estas dos personas junto a mí, conmigo. ¡Qué amables! ¿Les
resultaba divertido? Supongo que sí; noté que se echaban miradas y sonreían. Era
evidente que se reían de mí, porque, ¿de qué otra persona podían reírse en ese
momento? ¿O tal vez me sonreían? Me puse a mirar con disimulo mis ropas, pero
todo estaba en su lugar. Bueno, tal vez no del todo, no llevaba pañuelo en el
bolsillito de la chaqueta. Pero, aparte de este pequeño detalle, ¿qué se le podía
reprochar a mi atuendo? ¿Tal vez simplemente que mis pantalones no tenían raya
ideal? A continuación me correspondía vigilar las palabras con las que me esforzaba
por divertirlos. Pero las palabras se me iban volando y era difícil captarlas.
Nos callamos un momento todos, es decir, yo dejé de hablar y ellos se quedaron en
silencio.
Después ya se pusieron a conversar entre sí. Hablaban de su casa de campo y de las
cosas que había que instalar en el cuarto de baños. Mayólicas, rosas, azules. Bolitas
—pensé entre mí—, bolitas perfumadas para el baño, indudablemente eso les
interesará, y como en un tiempo me ocupé de esos artículos, intervine en la
conversación con unas frases al respecto, que interesaron sobre todo a ella, pero él
también prestó oídos. Cuando ya lo había dicho, noté de golpe, de modo
completamente inesperado, que mi ropa, de presentación plenamente tolerable,
por supuesto, era de una categoría por lo menos dos o tres puntos inferior a la del
traje de Maciej Jagiello. Además, él llevaba camisa inarrugable. Imagínense ustedes,
que eso me llenó de confusión. Por Dios, ¿por qué eso precisamente? Esa camisa
inarrugable que llevaba. Me miré y lo miré a él. Otra vez. No me cabe duda de que
adivinó cuáles eran los pensamientos que me agitaban, pues dijo:
—Es muy práctica, realmente, amigo Kazimierz.
Lo corregí inmediatamente:
—Mieczyslaw.
Una hora antes, al entrar en el automóvil de Jagiello, continuaba vacilando,
inclusive en el preciso momento de abrir ya la portezuela. Ahora, después de lo que
ocurrió en Ksiazeca, sé que no me estaba permitido entrar en su automóvil de
servicio. Inclusive había escrito a mi padre que viajaría por cualquier medio de
transporte, pero por nada del mundo en el automóvil del ingeniero Jagiello. Sin
embargo, después me dejé tentar cuando me encontró en el club y me propuso
llevarme en coche a Ksiazeca. Por lo demás —pensé— será una buena ocasión de
verlo de cerca y de conversar con él abierta y personalmente.
Estaba mirando los cabellos claros de Bozena, dispuestos en artísticos rolos. Es ella
la que me pone nervioso. A él le envidio esa mujer que tiene, nunca me hubiese
atrevido a abordarla en la calle y él lo hizo. Indudablemente ya entonces poseía esa
camisa inarrugable. Qué ridículo e ingenuo, el culto de las cosas, el estúpido culto
de las cosas; no lo soporto, aunque poco a poco me voy acostumbrando a él. Y
después vuelvo a odiarlo.
—Señora Bozena, ¿le gusta a usted el arte?
—Me gusta, oh, diría inclusive que me gusta mucho.
—¿Y a qué autores lee? —pregunté con súbito enojo.
—Mujeres, como Marguerite Duras, y entre nuestras compatriotas a la poetisa
Margarita Hillar; ¿he pronunciado bien los apellidos?
—Muy bien —respondí desilusionado por no haber obtenido satisfacción fácil, y
estaba bien que no la hubiese obtenido, ya que la causa de mi malestar se
encontraba a más profundidad.
—¿Y qué más le gusta?
—El tenis, el básket, el ping-pong y el mádison.
—¿Y la gente le gusta?
—Estoy enamorada de mi marido —me contestó con una sonrisa que le puso los
dientes al descubierto.
—Ya veo.
—¿Basta con esto, o debo continuar la enumeración?
—Bueno, le sugiero, por ejemplo, ¿el Papa le cae simpático?
—¿El Papa? —ríe ella—. Naturalmente, por el Papa pierdo la cabeza...
—Depende por cuál de ellos —me atrevo a observar—, pero ella ya no presta
atención a mis palabras, divertidísima:
—Sabe, este último, por ejemplo, el que murió, Juan XXIII, tiene que haber sido de
lo más agradable.
Me siento cortado, o tal vez me parece no más, puesto que me estoy riendo junto
con ella. Y entonces digo, midiendo exactamente cada palabra, lenta y
aplicadamente:
—Ja, ja, ja, ja, ja, ja, —me secundan ambos riendo—, ¿seguramente son de nuestro
gran vate Slowacki? Porque en Roma, él y el Papa hacían lo que querían uno con
otro.
—No digo yo— de Gajcy.
—¿Quién es? —pregunta él, pero ya sin interés.
—Tadeus Gajcy, poeta polaco, murió en la ocupación, tenía gran talento poético.
—Y, ¿de qué le sirvió? —preguntó irónicamente Jagiello—, y la señora Bozena lo
apoya con una sonrisa de agradecimiento.
—Ha dejado algunos versos y una pieza dramática.
—¿Y quién los lee? —insiste el director Jagiello— mientras la señora Bozena
guarda silencio.
—Afortunadamente hay algunos que los leen.
—No veo ninguna fortuna en eso.
—La ve usted en otras cosas, ¿verdad?
—Naturalmente, ha acertado usted.
Evidentemente, Maciej Jagiello tiene que tener ante sus ojos el mismo
acontecimiento en el que yo estoy pensando durante todo el viaje y que me
imagino con toda precisión.
Por ello pregunto:
—Ingeniero, ¿ha observado usted que en el cementerio emplazado frente a su
empresa, se llevan a cabo entierros de bautistas?
—Bautistas —reflexiona—. ¿Qué bautistas?
—Se trata de la "fe de gato" —le sopla Bozena.
—Ah, sí, es cierto; los tengo presentes.
—Indudablemente recuerda usted también lo que ocurrió hace dos o tres meses.
—¿Meses? Usted me ofende.
—Bueno, ¿lo recuerda?
—Claro —corta brevemente— y continúe— agrega:
—Entonces tiene usted miedo de entrar en una de las barracas, la que está junto al
cementerio mismo. ¿He acertado?
—No comprendo ¿por qué tendría miedo?
—¿No tiene usted imaginación? Sabe usted que allí trabaja un hombre de traje
marrón ya bastante gastado, de unos cincuenta años, que no tiene calificación
profesional. Se ocupa de los abastecimientos de materiales de construcción, chapas,
ladrillos anti-incendio, cal y cemento, realiza sus tareas muy eficientemente,
inclusive consagrándose a ellas. Tiene un escritorio en la barraca de
abastecimientos, calza pantuflas amarillas que viene usando desde hace algunos
años, ni siquiera porque no pueda comprarse otras, sino porque no atribuye
importancia al asunto.
—En mi empresa hay decenas de personas así; le aseguro que no tengo motivos
para que ninguna de ellas me inspire la más pequeña angustia; al contrario, tengo
en ellas la más absoluta confianza. Son trabajadores honestos, sencillos y útiles.
—Es que yo hablo solo de ese hombre; me permito recordarle también sus
características: come pan con salchichón, tiene los ojos desviados hacia los
costados, suele envolver la colación de media mañana en un periódico.
—Hay decenas de trabajadores de esas características en el establecimiento. Se ve
que usted sigue bromeando.
—Cuando usted entra en su oficina, él es presa de pánico y mete en el cajón de los
papeles más importantes su colación, porque le da vergüenza que usted lo vea.
—Y, ¿qué más? ¿Qué otras características especiales presenta?
—Se levanta de su asiento y dice siempre antes que usted: "¡Buen día, señor
director!".
—¿Y qué más? Ja, ja, ja, ja, ja, ja —ya están divertidos los dos.
—Estruja con la mano el papel engrasado del emparedado, mueve las piernas como
si tuviera deseos de orinar, y dice: "No he firmado, señor director, ni firmaré. Nunca
haré una cosa así contra mí mismo. Es un delito, un crimen, un crimen absoluto,
proceder así. Yo sé que todos los reglamentos establecen la prohibición de que
nuestra Empresa de Construcción venda cal y cemento a personas privadas, y para
colmo a precio rebajado, y usted me obliga a vender quinientas toneladas de cal y
de cemento ilegitímamente y a transportarlas a Clechocinek, como innecesarias,
cuando tres de nuestras obras en construcción han tenido que interrumpirse: la de
Siedlaczki Male, la de Przewóz y la de Burki Dojrzale, justo por falta de cal y
cemento".
—¿Sabe usted ahora de quién estoy hablando? —volví a decir al ingeniero Jagiello.
—Lo sé —contesta él—. Sabía desde el comienzo que usted querría a toda costa
hablar de su padre, y es por ello por lo que lo invité a venir con nosotros en
automóvil creando de ese modo una ocasión oportuna.
—Usted pretendía imponer a mi padre un delito, está claro que yo tengo que
protestar.
—Nadie me probará una cosa así, se trata de una vulgar mentira.
—Hágame el favor de decirme qué siente usted cuando entra a la oficina de él y ve
cómo agita las piernas alrededor del cajón del escritorio cerrado, como si quisiera
sacar de él el emparedado de salchichón que no ha terminado de comer.
—Eso no me interesa.
—Y, ¿sabe usted qué condecoraciones del Ejército Nacional tiene él? ¿Y qué
biografía? Su pasado lo hace merecedor de estima por parte de los demás. ¿Es usted
capaz de comprender eso?
—No me interesa.
—¿Y el "hueso" que tiene guardado en un cajón del escritorio, que conservó a
través de la ocupación y que sigue limpiando y aceitando?
—Esto es extorsión, una sucia extorsión; menos mal que lo dice usted en presencia
de terceros. Acaba usted de insinuar que tiene un arma, y que la tiene en su lugar de
trabajo, para usarla contra mí.
—No he dicho que contra usted, solamente digo que tiene un arma en un cajón de
su escritorio.
Llegamos ya a mi destino; deberían haberse detenido en la plaza para que yo
pudiese apearme. Sin embargo, continuaron adelante y él no tenía deseos evidentes
de preguntarme dónde convenía dejarme.
—La posición de armas sin autorización es un delito —observó— y luego se volvió
hacia mí y pude ver que se le habían iluminado los ojos y le chispearon de alegría.
—Comparto su opinión, pero no tengo influencia sobre mi padre. Es mayor que yo y
se guía por motivos serios.
Jagiello no respondió. Yo sentía que algo estaba madurando en su cabeza,
seguramente un pensamiento o algo parecido. No me equivoqué, ya que al pasar
por la iglesia se volvió hacia mí y me preguntó o, más bien, me comunicó:
—Va a declarar todo eso en la comisaría.
—¿Qué tengo que declarar?
—Que su padre tiene un arma, y que la tiene en su oficina.
—¿Usted piensa que voy a declarar contra mi propio padre? Puedo declarar contra
usted, inclusive contra su hermosa mujer, pero no contra mi padre. Contra mi padre
no declararía nunca, en ningún caso. Solo el fascismo proponía semejante
eventualidad, señor Jagiello. Exclusivamente los fascistas.
—No me hacen falta sus declaraciones; tengo testigos que confirmarán lo que ha
dicho usted aquí, ya que tanto mi mujer como el chofer han oído todo con
exactitud. ¿No es cierto, querida? —dijo a Bozena—. ¿No es cierto?
—No —contestó Bozena—, yo no he oído nada; me dormí hace un buen rato.
—Haga el favor de recordar con qué amenazó usted a mi padre, en caso de no
prestarse a colaborar en un delito.
—Yo no cometo ningún delito; soy responsable de la empresa y hago lo que me
parece correcto y necesario. Lo que pesa es mi voluntad y mi decisión.
Habíamos dejado atrás el pequeño parque con su viejo roble, bajo el que parece
que descansó Napoleón Bonaparte durante su penoso regreso de Moscú, como
seguramente ocurrió bajo muchos robles de otras ciudades y países dotados de
imaginación popular.
—¿Su padre está en casa? —preguntó Jagiello.
—Supongo que no solo está, sino que me espera desde hace rato, ya que llegamos
con una buena media hora de atraso.
—Vamos a ver a su padre —sentenció.
Y un momento después, cuando nos detuvimos ante nuestra casa, rogó a su mujer
que lo esperara en el automóvil. Lo dejé pasar adelante. Por el camino alcanzó
todavía a pasarse el peine por los cabellos, y entramos al vestíbulo. Salió a recibirnos
mi padre.
— ¡Oh —exclamó alegremente— qué alegría! Adelante, entre usted en mi humilde
casa. —Y nos introdujo a la habitación que en un tiempo fue la mía.
—Disculpe usted —decía formalmente mi padre— que esté así, vestido de
entrecasa; ya me cambio de ropa; tal vez una copa de vino: tengo vino de grosellas,
casero. ¿Se le ofrece, señor director?
—Lamento mucho, pero mi mujer me espera en el automóvil —protestó Jagiello.
—Ya voy yo a buscarla.
—De todos modos no vendrá, no tiene motivo para hacerlo. Me he enterado de
que cometió usted un delito. Tiene usted un arma en el local de la empresa.
—¿Quién le ha dicho eso? —preguntó mi padre.
—Por esas cosas se va a la cárcel, señor Sobieski.
—Responderé ante la ley, pero no me venga con amenazas —se indignó
bruscamente mi padre y se le inyectaron los ojos— Ya me han amenazado tantas
veces en lo que llevo vivido que no me asusto. En otros tiempos, la "Floresta Azul",
los alemanes... En los últimos tiempos tenía esa arma para los gorriones, porque se
comían las cerezas en el jardín. ¿Y ahora qué? No preví que ahora, en la vejez, en
vez de depositarlo en el museo y recibir el correspondiente diploma, me tocaría
empezar a llevarlo en vez de mi colación de la mañana, envuelto en un papel
engrasado, al escritorio. ¿Es muy agradable eso, señor Jagiello? ¿Y que por ello
tenga que ir a la cárcel? Oh, no, ya no me asustará usted con nada. Y se rió. —Saldré
bien parado, diré que lo tengo para las cornejas, o para los estorninos, porque me
estropean la fruta.
En ese momento entró en la habitación la mujer de Jagiello y mi padre se puso de
pie para recibirla. Miró a su alrededor y dijo:
—Uff, qué cansada estoy; ¿en qué anda usted, señor Sobieski?
—Bromeamos, querida —respondió Jagiello.
—¿Se serviría una copita de vino? —propuso mi padre.
Y entonces Jagiello, ese joven ingeniero Jagiello, explotó:
—Señor Sobieski —gritó—: ¿Usted piensa que yo no quiero actuar honestamente,
o qué? Puede usted conservar ese revólver en el armario, para sus cornejas, tanto
tiempo como le dé la gana. Eso ni me importa ni me molesta. También usted debe
comprenderme, señor Sobieski. Solo quería un poco más de ingreso solamente al
principio, inmediatadnente después de mi casamiento, porque entre nosotros (yo
murmuré en tono bastante alto: "los polacos", pero no me oyó) pueden ocurrir
muchas cosas ¿Por que no avenirse a eso? Mi padre fue un simple...
—Conocí a su padre —dijo el viejo Sobieski— y le garantizo que durante toda su
vida fijó vidrios con la mayor honradez. También murió en el momento oportuno,
exactamente cuando fue preciso.