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Ética

de la prosa
De siglos de oscurantismo nos ha quedado
una propensión a la palabrería irresponsable disfrazada de brillos literarios

Ida y Vuelta Columna en BABELIA
Antonio Muñoz Molina
Viernes 26 de abril de 2019

En el último número de la London Review of Books viene un largo ensayo de Colm
Tóibín que corta el aliento. Está escrito en una prosa tan sobria como la de un
informe, como la de uno de los informes médicos que Tóibín habrá leído a lo largo de
los meses de la enfermedad que cuenta el ensayo. Un día, en medio de las tareas
habituales de la vida, empezó a notar un dolor, poco más de una molestia, una
hinchazón en un testículo. Era una incomodidad tan trivial que Tóibín la atribuyó al
principio al roce de las llaves que llevaba en el bolsillo. Al poco tiempo se encontró
con un diagnóstico de cáncer, y empezó un largo calvario de esperas angustiadas de
análisis, estancias en el hospital, sesiones de quimioterapia. El dolor físico, la
debilidad extrema alientan una desolación abismal, agravada sin duda por la
soledad, porque Tóibín está en Dublín y su compañero en Los Ángeles. Con una
lucidez que en ningún momento deriva hacia la autocompasión o el
sentimentalismo, el enfermo da cuenta de sus síntomas y de los efectos
devastadores de la medicación. Yo leía y me acordaba de una canción tenebrosa de
Lou Reed en Magic and Loss, un disco tardío dedicado a la enfermedad y la muerte
de un amigo: “To cure you they must kill you”. Para curarse o al menos para no
perder toda esperanza, Tóibín ha de someterse a un tormento que ya es en sí mismo
una completa agonía de inhumana duración, al dolor crudo que no parece posible
seguir sufriendo un solo minuto más y a las diversas humillaciones que vuelven más
amarga la enfermedad aunque no la hagan más grave, la pérdida del pelo, la del
sentido del gusto, que vuelve de repente desagradable y ajeno cualquier alimento.

Me acordaba del tono de contenida elegía de la canción de Lou Reed, y también de
esos pasajes en los libros de Primo Levi en los que se cuentan procesos químicos o
en los que Levi se esfuerza a conciencia en aplicar la claridad y el detallismo de la
escritura científica a la narración de los espantos humanos, a la inflexible precisión
testimonial de sus recuerdos sobre Auschwitz. Pero la semejanza más próxima de
este ensayo de Tóibín es con los fragmentos memoriales que fue publicando Tony
Judt acerca de la enfermedad que estaba matándolo en The New York Review of
Books. En el primero de todos, titulado simplemente ‘Night’, Judt contaba la
sensación de encontrarse, una noche de insomnio, en la prisión de un cuerpo que ya
no le obedece, una mortaja anticipada, un ataúd que se va cerrando sobre él a
medida que el mal avanza, mientras su inteligencia se mantiene clara y activa, y las
palabras que su boca ya no puede articular fluyen con vigor espléndido en su
imaginación.

La enfermedad es una metamorfosis que el enfermo mismo tarda en advertir. Al
salir del hospital con una bolsa de plástico llena de medicinas, Tóibín ve que el taxi
que estaba a punto de tomar acelera cuando ya se había parado junto a él: por la
mirada de alarma del taxista se da cuenta de que su figura esquelética, su andar
arrastrado y su bolsa de plástico le dan un aspecto de yonqui, en un vecindario
donde hay una clínica de metadona. Comete el error de mirarse a un espejo y lo que
ve en él es una de esas criaturas de delgadez cadavérica de Egon Schiele. Cuando por
fin llega la curación, acepta con melancolía que a partir de ahora la vida ya no será la
misma.

Procuro fijarme en la prosa, tan seca que araña, tan clara siempre, tan contenida, tan
aleccionadora, tan llena de franqueza en su misma concisión, hasta de un cierto
sentido del humor. Tóibín no se permite ningún juego literario, ni menos aún esa
autoindulgencia vanidosa con que muchos escritores hablan de sí mismos, por una
parte no mostrándose tal como de verdad son, por otra dando por supuesta una
confianza como de barra de bar con sus lectores, una postiza campechanía que sin
duda favorecen más ahora las redes sociales. Lo que hay en la prosa de Colm Tóibín,
como en la de Tony Judt, y en tantos otros que escriben periodismo y no ficción en
inglés, es una naturalidad y un cuidado casi instintivo de la precisión que hacen de
ella un instrumento de primera calidad para explicar y observar el mundo: como una
lente limpia y muy bien pulida, un espejo que tuviera a la vez, además de su
exactitud, una intensidad de mirada y de voz humana, una sugestión de presencia
alerta y cordial. En castellano hubo una prosa así que duró hasta Cervantes, y que
después quedó ahogada por los contorsionismos verbales del Barroco y el miedo a la
Inquisición. En regímenes de despotismo y de ortodoxia eclesiástica la claridad es un
peligro. La prosa clara y natural la conservan en español los cronistas de Indias y los
botánicos ilustrados del siglo XVIII. De muchos siglos de oscurantismo clerical y de
una larga dictadura nos ha quedado una propensión a la palabrería irresponsable
disfrazada de brillos literarios.

No es una cuestión de estilo. Una prosa clara es una exigencia ética, una necesidad
civil, del mismo orden que la transparencia y la probidad en la Administración
pública. Gracias a la claridad de las palabras podemos discernir el grado de solvencia
de los argumentos de un debate y adquirir informaciones rigurosas sobre los
hechos, y distinguir en lo posible las fantasías de la realidad. Igual que un
interventor somete a escrutinio los planes de gasto de un organismo público, un
ciudadano ha de juzgar la veracidad de las palabras que se le presentan en una
información o en una columna de periódico y en un discurso político. Es grave la
proliferación de lo que nos resignamos tontamente a llamar fake news, pero no lo es
menos la de prosas de periódico o de mitin desorbitadas o injuriosas, destinadas
exclusivamente a promover el odio, a hacer daño, a echar gasolina al fuego, a
sembrar discordia y confusión a través de la misma confusión de la escritura.

Nos hacen falta ejercicios de integridad expresiva como el de Colm Tóibín en la
London Review: una mirada cabal sobre uno mismo es la condición necesaria para
mirar y escribir sobre el mundo real con veracidad, sin trampa y sin énfasis, con ese
grado de templanza y de lucidez, hasta de humorismo, que son igual de necesarios
para ejercer la ciudadanía. La democracia es una prosa limpia.

Extraído de:
https://elpais.com/cultura/2019/04/26/babelia/1556291887_831794.html

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