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INTRODUCCIÓN
Uno de los retos que nos ha planteado la historia de las civilizaciones (poblaciones) está relacionado
con el cambio cultural. Las sociedades organizan unas estructuras, establecen el orden social y orientan
las emociones a partir de determinados aparatos de control político que actúan sobre la población;
hablamos del comportamiento humano y de cómo se le asignan significados a un territorio y a las
relaciones de diverso orden que allí establecemos, tanto con las instituciones, como cuando
expresamos la vida sentimental y las acciones que aprendemos a considerar como correctas.
El orden social que hemos construido y que regula nuestras interacciones en comunidad, es resultado
de un proceso que demandó de varios lustros para crear las condiciones de vida actuales. Así como han
observado algunos pensadores: “El surgimiento de un orden social puede examinarse a dos niveles: por
un lado, en cuanto totalidad social, en cuanto sistema con sus estructuras básicas, económicas, políticas
(nivel macrosocial); por otro lado, en cuanto regulador inmediato del comportamiento humano, es
decir, normas que articulan cada sistema y rigen la actividad cotidiana de grupos y personas (nivel
microsocial) (Martín-Baró, 1989, p.50)
Dicho de otro modo, podemos sostener que no nos hemos comportado siempre de la misma manera;
han existido acontecimientos y procesos que alteran nuestra forma de concebir el mundo y la forma
como nos relacionamos con él, sin embargo, no todas las veces entendemos cómo se ha realizado esta
operación. En este módulo queremos preguntarnos ¿Cómo se producen estos cambios? ¿Qué
consecuencias traen sobre las relaciones que hemos confeccionado sobre el territorio? ¿Está a nuestro
alcance la posibilidad de incidir en el cambio de conductas y relaciones en nuestra sociedad tanto en el
orden público y en privado? Si lo anterior es posible ¿Cómo hacerlo para fortalecer y/o transformar la
institucionalidad comunitaria en la región?
Si bien las preguntas son lo suficientemente complejas para abordarlas en este módulo, el alcance de
nuestro trabajo estará demarcado por comprensión de conceptos generales que deben encontrar
sentido en las experiencias locales y cotidianas de las personas destinatarias de esta información. A
1
Este documento es una versión ajustada para el proceso de formación en Educación para la Paz y Gestión del Conflicto”,
DASCD.
2
Abogado Universidad Nacional de Colombia. Especialista y Magíster en Estudios Culturales de la Pontificia Universidad
Javeriana. Practitioner en PNL con John Grinder. Director para Colombia del Observatorio Internacional de Paz, CERECO.
Investigador de la Escuela de Justicia Comunitaria de la Universidad Nacional.
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partir de metáforas y analogías, se intentarán generar imágenes que posibiliten el entendimiento y la
introyección de los conceptos. Se trata de una invitación a auto-comprender o reflexionar desde las
propias experiencias el modo en que ellas han construido unos relatos sociales que afectan los
contextos subjetivos (individuales) y a la sociedad en su conjunto.
Desde la anterior consideración, les proponemos a los estudiantes un viaje que debemos realizar en
tres estaciones, para lo cual es necesario entender cada una de las imágenes que se proponen en este
recorrido. En la primera estación nos vamos a detener a observar y apreciar lo que denominaremos
“el libro de nuestra cultura”; posteriormente, nos encontraremos con una galería en la que se
encontrará la representación de lo que somos en relación con nuestra comunidad (¿somos el reflejo
de las normas de la comunidad?). Finalmente, ubicaremos unas piezas o fichas conceptuales para leer
el territorio que hemos construido e imaginar las condiciones que queremos desear.
a. NORMA Y CULTURA. LA “TRAMA CULTURAL” DE LA COMUNIDAD
“Las hojas son al libro, lo que las normas sociales a la cultura”.
Intervenir la cultura es un reto que nos planteamos cuando se trata de cambiar realidades que
comprometen las voluntades de las personas y en consecuencia de los productos humanos que son
creados y organizados para vivir en sociedad por ellas. Por tal razón, se concibe la cultura como un lugar
estratégico de intervención, en la medida en que constituye, organiza y entrega las formas de sentir,
pensar y actuar de las personas, que, a su vez, de manera consecuente, engendran prácticas colectivas
(Bourdieu, 1983). Esas formas de apreciar el mundo, de interpretarlo y de tomar decisiones frente a él,
lo entenderemos en este proceso formativo como una práctica (social/cultural). Sin embargo, las
prácticas también son producto de otras condiciones como la geografía, el clima, la economía, las
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relaciones de poder, el derecho, entre otros factores, que actúan como elementos determinadores del
comportamiento social.
Ahora bien, lo que se va a sostener en adelante, es que las formas de sentir, pensar y actuar, están
sustentadas y sostenidas sobre normas sociales. En otras palabras, las prácticas culturales se han hecho
tales en tanto obedecen a unas normas comunitarias que se han consensuado colectivamente, no
obstante, en muchas ocasiones desconocemos el origen de estos acuerdos sociales, o también las
normas que son resultado de imposiciones, de una confrontación de grupos, de conflictos entre los
sectores sociales. Por tanto, es necesario precisar que el ordenamiento social (las normas dispuestas
para regular) no son producto de un destino natural o divino, ni del consenso mayoritario de los
miembros de una sociedad, sino más bien el resultado de diversas contradicciones sociales (Martín-
Baró, 1989. P. 34).
Para hacer un poco más legible la afirmación anterior vamos a reflexionar sobre cómo se estructura el
orden social desde las normas. Para tal fin, como lo haremos en repetidas ocasiones, vamos a recurrir
a la vida cotidiana, que es lo que mejor conocemos:
Macarena es una mujer campesina de 40 años. Tiene tres hijos y es esposa de Abel, también campesino
que dedica su vida a la agricultura. Un día normal para Macarena empieza a las cuatro de la mañana:
se levanta, dedica los primeros minutos al aseo personal, se arregla, calienta el fogón, prepara el tinto
para ella y su esposo. Salen a las cinco, les da comida a las gallinas, siguen a ordeñar y a pasar revista al
ganado. Vuelve sobre las seis y pone a hacer el desayuno, habitualmente arepas, chocolate, caldo de
papa y huevo. Alista a sus hijos que entran a las seis y treinta a la escuela, sirve los alimentos;
despachados los hijos sale a labrar la tierra con Abel, sobre todo cuando no hay dinero para pagar
obreros.
En caso de que “tengan” obreros, debe alistar la comida para llevarles a las nueve y luego el almuerzo.
Mientras tanto hace tareas propias de la limpieza de la casa, barrer, trapear, lavar la losa, lavar la ropa
porque prefieren hacerlo a diario y no dejarla acumular; organizar los cuartos. Recibe los hijos que
llegan del colegio, les da el almuerzo; un poco más tarde les ayuda con las tareas y se dispone a preparar
la comida de la media tarde que también debe llevarle a Abel y los obreros que siguen trabajando.
Sobre las seis de la tarde empieza a pensar en la preparación de la cena y a revisar nuevamente las
tareas de los hijos. Si es día de consagrar, según su creencia, se ponen las mejores prendas para
congregarse en su comunidad de fe. Este ritual aproximadamente dura una hora; vuelven a casa,
prepara los alimentos, cenan en familia y entre las ocho y nueve de la noche se van descansar.
Un día común y corriente como el descrito en la vida de Macarena, conforma la rutina de buena parte
de las mujeres campesinas de nuestro departamento, por supuesto puede haber algunas variaciones
pero habitualmente las actividades son las mismas o las diferencias no resultan sustantivas. En estas
rutinas o en la vida cotidiana de otros sectores sociales, sean docentes, empleados, comerciantes, etc.,
se hacen manifiestas las normas sociales. El profesor Martín-Baró, lo explica de la siguiente manera: “la
principal forma como un orden social se reproduce es a través de rutinas institucionalizadas, que
configuran la mayor parte del quehacer diario de las personas. Esas rutinas se asientan sobre los
intereses y valores básicos del sistema, intereses y valores que se reafirman a través de las normas que
regulan las rutinas y que permanecen como presupuestos naturales, incuestionados e incuestionables”
(Baró, 1989, p. 83).
Las normas se apropian de manera tal que pasan a ser parte de nuestro mundo, el de todos los días y
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permanecen sin ser puestas en cuestión, de tal manera que nos comportamos de una u otra forma
considerando que hacemos lo indicado, con arreglo a los mandatos que las instituciones, nos han
entregado como un mapa de instrucciones.
Del análisis de la rutina de un día de una mujer campesina “común y corriente”, podríamos analizar
varios elementos a partir de las normas sociales que se le han establecido. Principalmente, sería posible
señalar que existe una división sexual del trabajo a partir del cual se asignan actividades, que si bien
puede cumplir el hombre (en algunas circunstancias lo hace), son asumidas socialmente como
responsabilidad de la mujer; por ejemplo, las labores domésticas, el cuidado de los hijos y del hogar.
Por otra parte, las responsabilidades que socialmente le son asignadas al hombre se orientan a las
acciones de proveer y mantener la familia, a la representación en los espacios de lo público.
También es posible mostrar normas a las que les asiste cierta convencionalidad, es decir que dependen
del acuerdo de varios sin llegar a ser arbitrarias (Martín-Baró, 1989, p. 52). Pensemos en esta dirección,
por ejemplo, el uso de ciertos trajes para asistir a ceremonias: el color negro asociado al luto, los trajes
más elegantes en los que se santifican ciertos días; o también en las celebraciones o rituales de paso
de momentos de la vida como el bautismo, el matrimonio, las graduaciones; cada uno de estos espacios
que son institucionalizados, se convierten en normas socialmente aceptadas.
La necesidad de regular acontece porque “el comportamiento humano en su sentido más amplio
requiere una estructura, un orden; y ello se cristaliza en la formación de normas” (Martín-Baró, 1989.
p. 55). Desde otra perspectiva, el pegamento de la sociedad, su cemento, son las normas en tanto hacen
posible las interacciones, nos unen socialmente independientemente de los actores humanos (Elster,
1989). Pero a todas estas, si es cierto que las normas son el elemento central de la “trama de nuestra
cultura”, ¿De qué normas estamos hablando?
En términos generales, las sociedades están reguladas a partir de dos tipos de normatividades: las
normas jurídicas y las normas sociales. Las primeras están establecidas a partir de escrituras
disciplinarias provenientes de estamentos formalmente organizados, con procedimientos agravados
para su creación y dispuestos para controlar las poblaciones, regular los cuerpos en el territorio,
fundamentalmente para legislar sobre ellos. Las segundas, tienen como fuentes primarias la
costumbre, los acuerdos y los mandatos; entre sus características se puede mencionar que se nutren
de las prácticas históricas que asignan pautas de comportamiento dadas como correctas, y también
generan dominios corporales a partir de coacciones internas, muchas veces generadas de manera
vertical o a partir de la violencia.
Estos dos tipos de normatividades se relacionan ya sea de manera complementaria o antagónica.
Existen normas jurídicas que guardan correspondencias con las normas sociales, y a su vez,
encontramos pautas de comportamiento que, a despecho de ir en contravía a la normatividad del
Estado, son las socialmente aceptadas y, por supuesto, las utilizadas. Aquí queremos nuevamente que
recobre valor nuestra metáfora, en el sentido que la cultura es un “libro abierto” en el que podemos
incidir en tanto logremos intervenir en sus normas, que según lo dicho son más eficaces que las jurídicas
y en consecuencia, además de ser un escenario estratégico se convierte en una responsabilidad para
regularnos colectivamente, de tal manera que logremos un mayor bienestar en nuestras comunidades.
En suma, conocer el texto cultural nos permite:
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1) Rastrear comportamientos vigentes desde la historia de nuestras comunidades.
2) Identificar patrones normativos que se encuentran en la estructura del conflicto.
3) Incidir en las relaciones normativas, comportamientos e interacciones, que a juicio de las
comunidades, resulten inadecuados para sus intereses.
4) Formular consensos normativos o poner en cuestión aquellos imperativos que de manera abrupta
o mediada por la violencia se han incrustado en las instituciones y en las relaciones.
5) Hacer legible los lenguajes sociales que configuran el territorio, especialmente los lenguajes que
sostienen las relaciones de poder en los diferentes ámbitos de regulación social.
En la imagen podemos notar al menos dos lecturas de quien observa 3. En la primera lectura el joven ve
el cuadro de la galería como quien contempla cualquier paisaje en la distancia. En el segundo plano, el
joven observa el cuadro, pero, a diferencia del primero, se amplían las diferentes imágenes, en alguna
de ellas se ve dentro del cuadro, es decir se incluye como parte del paisaje. Al parecer el joven está
mirando un grabado en el que el mismo aparece. Si queremos analizar nuestra comunidad, lo podemos
hacer desde varios ángulos: a. contemplándola a lo lejos, es decir, hacerlo desde un afuera del que me
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“Un hombre está mirando un cuadro. La imagen comienza a ampliarse y deformarse, pero manteniendo cierta
coherencia visual que permite seguirla paso a paso sin interrupción aparente. El cuadro se transforma en… los edificios del
puerto de una ciudad costera (el puerto de Senglea, en Malta)… uno de los cuales resulta ser una galería de cuadros…
donde vuelve a aparecer el protagonista. Se puede calcular que la imagen original queda ampliada 256 veces. En los
detalles de la galería aparecen otros cuadros, pequeñas reproducciones de obras del propio Escher”.
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excluyo; b. analizando [me] como parte de la comunidad, o viendo la comunidad que también es
producto de lo que yo soy.
Veamos cómo puede ser la operación. En ocasiones leemos los problemas de la comunidad como si no
tuviéramos que ver con ellos, como si no fuéramos parte de ella. En la medida que asumimos la
condición de actor participante también nos apropiamos de una responsabilidad en lo que tenemos,
en lo que hemos construido y en lo que deseamos cambiar o conservar. Pensemos en un par de
ejemplos.
La violencia contra las mujeres suele ser muy frecuente en nuestras comunidades, sin embargo, se sigue
viendo como un evento al que no se le da mucha importancia y asumimos posiciones que pasan por
aceptar la violencia, de manera que se convierte en una tradición que se basa en lo que una historia
estructural ha acumulado como obvio (Maturana, 1996). Las diferentes formas de violencia pueden
emerger socialmente de manera variopinta, no obstante, comparten una misma estructura normativa,
o dicho de otro modo, las normas que se han estructurado en la historia son generadoras de diversos
tipos de comportamientos, que para el caso en cuestión, desencadenan sentimientos de “normalidad”
en lo que creemos debe ser lo socialmente aceptado.
Tabla 1. Estructuras normativas y representaciones sociales en relación con la violencia contra las
mujeres4.
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La información de la tabla es el resultado de las indagaciones realizadas con hombres y mujeres líderes de municipios de
Santander, Cauca y Antioquia.
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Tabla 2. Estructuras normativas y representaciones sociales de su relación con el territorio.
Es importante resaltar, que el análisis que proponemos de las normas no está mediado por una
calificación moral de aquellas normas que son “buenas” o “malas”. Las normas sociales generan unas
consecuencias que tendrán que ser analizadas en su contexto con quienes son depositarios de las
mismas. En los ejemplos reseñados, asumimos una posición de dos estructuras normativas de
consecuencias que pueden leerse como antagónicas: por un lado, tenemos la normalidad de la violencia
que genera malestar, ruptura de vínculos, muerte incluso. Estamos frente a una norma antidemocrática
en tanto hay una reducción ostensible de los niveles de bienestar que impide la satisfacción de
necesidades básicas. En el otro ejemplo, valoramos una norma social constructiva en tanto puede
generar representaciones que dan cuenta del cuidado del otro, de la apropiación del territorio y del
compromiso en relación con lo colectivo.
Lo curioso del primer caso ejemplificado es que, ante la violencia contra la mujer, que resulta ser de
alta intensidad en buena parte de la geografía nacional, la situación no se traduce en una preocupación,
ya que nos adaptamos a estas normas que sustentan la violencia y tenemos en consecuencia
comunidades que encuentran adecuado el comportamiento. Las relaciones sociales están cimentadas
en normas que se manifiestan a partir de las representaciones que hacemos de las mismas y que se
hacen identificables a partir de expresiones coloquiales, dichos, refranes, etc., que muestran lo que
está tras de los patrones normativos o coordenadas generales de las disposiciones preestablecidas,
consensuadas o impuestas.
Es allí, en los territorios concretos en los que encontramos amplios abanicos normativos que pautan el
comportamiento, pero en los que a su vez participamos de la generación de los mismos. Como diría el
biólogo chileno Humberto Maturana, “el mundo en el que vivimos es el mundo que nosotros
configuramos y no un mundo que encontramos” (Maturana, 1992, p. 30). Es decir, que es en estas
dinámicas de encuentro, donde co- creamos el mundo; y en esta construcción colectiva de un mundo
compartido, el problema de los “otros” también termina por ser mi problema, al menos en parte;
asumirlo de otra forma, desplazando la responsabilidad individual, es desconocernos nosotros mismos,
apartarnos de la fuente de entendimiento de quiénes somos y cómo estamos en el mundo (Lederach,
2008, p. 11); sería coartarnos la posibilidad de participar de un mundo soñado y la responsabilidad de
trasformar el orden de lo dado.
En perspectiva de conflicto, resulta necesario identificar y entender las estructuras normativas que
estructuran las culturas, lugar en el que se presentan las contradicciones sociales. De este modo lo que
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hasta aquí se ha propuesto, es que, para construir escenarios de entendimiento intercultural, es
necesario desentrañar los diseños normativos que configuran comportamientos que activan o
deshabilitan las prácticas democráticas o la inexistencia de las mismas en un territorio. Para tal fin,
apelamos en primer lugar a la relación que existe entre las normas y el papel que cumplen en la
determinación de ciertos comportamientos; para explicarlo hicimos explicitas las estructuras
normativas que posteriormente se van a significar socialmente. En segundo lugar, mostramos la
responsabilidad que nos asiste en la conformación de una realidad colectiva en la que la marginación
como observadores no es posible. Por acción o por omisión, somos corresponsables en alguna medida
de como existe el territorio, de las normas que lo regulan.
En el acápite anterior explicamos el valor de las normas como soporte de los comportamientos y de las
regulaciones colectivas. Después señalamos la responsabilidad que tenemos en las prácticas que
culturalmente se han establecido en tanto somos cogestores de un mundo que compartimos y en el
que contamos con capacidad de agencia por acción o por omisión. Ahora, vamos a confirmar cómo en
el acto de compartir el mundo, construimos los espacios de relaciones en los que coexistimos.
Provisionalmente elaboraremos un concepto de convivencia para posteriormente descender en las
normatividades que hacen posible reconocernos y reconocer al otro en sus diferencias como parte de
la vida en comunidad.
Como punto de partida, se va a entender la convivencia como un acto profundo de democratización de
nuestras comunidades, en la medida que, siguiendo al científico Humberto Maturana, “La democracia
es una obra de arte político cotidiana, que exige actuar en el saber que no se es dueño de la verdad y
que el otro es tan legítimo como uno” (1997; 89). El problema es que sé ha confundido la democracia
con las elecciones, desconociendo que ésta, es apenas un resultado de un tipo de convivencia, en la
que los ciudadanos tienen acceso a la cosa pública y la cosa pública son los temas que le interesan a
todos los ciudadanos como co-participantes de una convivencia en la comunidad (Maturana, 1995).
Sin embargo, el contexto en el que se nos ha socializado con la política, ha estado desprovisto de una
reflexión acerca de la participación en relación con la apropiación de lo público. Hemos diseñado
relaciones de intercambios desiguales entre los ciudadanos y quienes los representan, en las que
entregamos de manera ilimitada la potestad de disponer, no sólo de los recursos, más grave aún, del
destino colectivo, mientras no se tiene claro cuál es la contraprestación y la responsabilidad en el
ejercicio de la representación política.
Son precisamente esas lógicas de representación las que enmascaran o diluyen la necesidad y la
responsabilidad de pensar la inclusión y la democracia desde las potencialidades de actores políticos
que no están vinculados necesariamente a las contiendas electorales. Con esto no estamos diciendo
que la representación política que ofrece la democracia formal (macro política) no sea importante;
sostenemos que avanzar hacia una democracia profunda o como aquí denominamos proceso de
democratización, demanda pensar las relaciones próximas y cotidianas (micro política) que configuran
el orden social de todos los días desde la convivencia.
El encuentro de estas formas de poder en los dos niveles, el micro político y el macro político,
representan el sentido amplio de la democracia para una sociedad, y funcionan de manera relacional
interpelándose permanentemente. Sin embargo, para este módulo, nos vamos a concentrar en
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dinámicas normativas que habiliten o refuercen la capacidad de transformación del territorio y de la re
significación de la política, de tal manera que descenderemos por el estudio de la convivencia.
La práctica de la convivencia, de existir con otros y otras nos remite al reconocimiento de unas normas
mínimas que nos hagan posible habitar los lugares colectivamente e identificar límites a los
comportamientos propios y expectativas frente al comportamiento de los demás. En otras palabras,
saber hasta dónde nos está permitido actuar y qué podemos esperar de los demás, es lo que condiciona
la configuración de los imaginarios de seguridad y de la expectativa de que las regulaciones y los
acuerdos van a funcionar. A esto también se le ha denominado la eficacia simbólica del derecho. El
profesor Mockus lo resume de manera sencilla: “Convivir es llegar a vivir juntos entre distintos sin los
riesgos de la violencia y con la expectativa de aprovechar fértilmente nuestras diferencias. El reto de la
convivencia es básicamente el reto de la tolerancia a la diversidad y ésta encuentra su manifestación
más clara en la ausencia de violencia” (Mockus, 2002).
En esta dirección, las comunidades se deben plantear un ejercicio de mirarse al espejo, tantearse y
hacerse una imagen de sí mismas, buscar formas de descubrirse e identificar los sistemas de verdad
que las constituyen; así debelaremos los códigos de acceso que nos permitan de manera inteligente
ingresar a un mundo compartido (Maturana, 1996; 1992); para entonces, comprenderemos que
convivir trae consigo varias implicaciones: acatar normas compartidas, generar y respetar acuerdos,
construir espacios de tolerancia y de confianza (Mockus y Corzo, 2003).
Fundamentalmente, estamos hablando de un ejercicio colectivo de coexistencia en el que reconozco a
los demás como un legítimo otro y por ende los acepto y los incluyo en mí mundo. Bajo esta óptica, “la
aceptación del otro junto a uno en la convivencia es el fundamento biológico del fenómeno social: sin
amor, sin aceptación del otro junto a uno no hay socialización, y sin socialización no hay humanidad”
(Maturana, 1996, p. 209), y las relaciones así pensadas o deseadas serán más viables o más fáciles en
tanto mejor nos reconozcamos. Las preguntas reseñadas en el cuadro muestran tres escenarios
posibles en los que nos generamos imágenes de las personas con las que nos relacionamos, cuál es el
autoconcepto y a su vez como los demás nos ven, como personas y como comunidad. Las repercusiones
que tienen estas preguntas, es que resulta muy probable que, así como representamos a los actores y
comunidades, de la misma forma va a ser el trato que les demos, que nos demos y que proyectemos
frente a los demás. Así que las relaciones que producen determinados tipos de convivencia pasan por
el tamiz de cómo nos representamos el mundo y la manera en la que generamos los vínculos.
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Podemos encontrar múltiples variables. Una de las primeras tares es dar cuenta de los sistemas
normativos que constituyen la regulación de los comportamientos en las comunidades. Es una
experiencia que nos permite conocer la cultura en la que nos movemos, ser conscientes de los discursos
que estructuran la subjetividad y que nos hacen obrar como lo hacemos a partir de un mapa de
actuaciones más o menos preciso que entraremos a discutir con el fin de definir unas coordenadas
comunes para nuestros comportamientos.
Los dispositivos que hacen factible esta operación han sido organizados históricamente para
interiorizar la estructura social y sus relaciones que condicionan la construcción de los sujetos. En este
sentido somos subproducto de nuestro medio, contribuimos a conformarlo y a su vez éste nos
condiciona; nos construimos un atuendo llamado autoconciencia y a la vez llenamos de significados el
mundo, en una retroalimentación permanente (Valencia, 2001).
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Incumplir las normas hace parte de una vieja tradición en América Latina en la que desde los
inmemoriales tiempos de la colonia española y portuguesa los nativos inculcaron una actitud social de
desacato subrepticio a las reglas impuestas por un orden social y político que consideraban ajeno e
invasor (García, 2004). El desacato frente a la regla es una característica protuberante del
“comportamiento ladino” o de la “conducta astuta” que hizo carrera y se afianzó como estereotipo
predominante de nuestras sociedades.
Esta situación se traduce en que se obtienen mayores réditos y reconocimiento social por obrar con
arreglo a la “viveza” que de acuerdo con normas y principios establecidos socialmente. Es así como se
han tejido representaciones en las que se estimulan las conductas transgresoras, “incumplidoras”, y, a
contracorriente, quienes las cuestionan son sancionados socialmente con remoquetes como vendido,
regalado, sapo; apelativos que engloban a todo aquel que denuncie a quienes incumplen las normas,
situación en la que el batracio viene siendo sinónimo de traidor en la medida que despliega una defensa
de los intereses públicos (García, 2004).
Esta práctica normativa también afecta con la misma severidad a las instituciones, dignatarios, políticos
en la medida que les cuesta ceñirse a las normas, en este caso, tanto a las jurídicas como sociales, o
estas últimas han sido construidas desde la perspectiva de las ganancias individuales. Las dilaciones se
convierten en parte de los procedimientos, la incapacidad de resolver problemas se vuelve habitual; es
más se empieza a buscar justificaciones relacionadas con argumentos del siguiente orden: “no hay que
obedecer a quién no obedece”, “para qué pago impuestos si igual se los van a robar”, “para que llego
a tiempo a la cita si las otras personas también van a llegar tarde”.
Se incumple y se buscan argumentos para justificar el incumplimiento, para aliviar la conciencia, y al
convertirse estos comportamientos en rutinarios, se normalizan y se hacen legítimos. En donde se hace
más palpable esta situación es en el mundo de la política y se traduce de manera clara en la cultura del
ladino, de la “viveza”. El desprestigio en el que está sumido este “gremio”, en buena medida obedece
a que actúan sin escrúpulos para sacar ventajas, para asumir la idea de “a papaya partida, papaya …”;
por esta vía se hace uso de una moral flexible para acomodarse a las situaciones que más les convenga,
y de paso, actúan bajo un conservadurismo recio y agrio para valorar las realidades más sensibles.
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Pieza clave uno: Pensar la paz y entender la violencia
El sociólogo y matemático noruego Galtung (2003) propone dos definiciones: “la paz es
ausencia/reducción de todo tipo de violencia; la paz es la transformación creativa y no violenta del
conflicto.”. En la primera definición se entiende el concepto de paz de manera opuesto a la violencia lo
que implica conceptualizar la violencia como elemento determinante de una relación más compleja en
la que interactúan antagónicamente. Y la segunda propuesta plantea una correlación con el concepto
de conflicto visto también en dos niveles, uno qué es de carácter constructivo y otro de tipo destructivo
sobre el que se debe generar la transformación. Algunos pensadores, como Benavides (2014),
manifiestan que para revisar el concepto de paz en Galtung debemos tener en cuenta tres principios:
▪ Objetivos sociales aceptados, aunque no necesariamente por la mayoría.
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▪ Estos objetivos sociales pueden ser complejos y difíciles, pero no imposibles de alcanzar.
▪ Se considera válida la afirmación: la paz es ausencia de violencia.
El profesor Galtung introduce el concepto de paz negativa entendida como la ausencia de guerra. Y la
paz positiva como ausencia de cualquier tipo de violencia, aproximándose a las condiciones de
integración de la sociedad humana, de justicia social. En este caso, la paz negativa es la que vincula en
la negociación al Estado con los actores alzados en armas y la paz positiva estaría más cerca a eso que
hemos desarrollado en este diplomado y es a la construcción de institucionalidad ciudadana local.
Ahora bien, para hacer más legible y apropiable el encuadre teórico de la propuesta de paz de Galtung,
es clave también recuperar el triángulo utilizado en el que ubica los tipos de violencia:
Ilustración 1. Triángulo de la violencia
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vulnerables o minorías. Esta violencia reposa en la cultura profunda de nuestros países y comunidades.
En relación con los transmisores de este tipo de violencia, tenemos a las escuelas, las universidades y
los medios de comunicación (Galtung, 2003).
Ilustración 2. Características y Diferencias de las Violencias
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de terror impuestos.
Pieza clave tres: pensar otros lenguajes de la transformación del conflicto desde el
cuidado.
Ahora queremos proponer algunas pistas finales para reflexionar sobre la convivencia y la
transformación creativa del conflicto, desde el cuidado del otro y de los otros. A esto le Esto demanda
pensar localmente en:
1. El cuidado de sí, de los otros y del medio. Es decir, unas dinámicas sociales que incorporen a la
ética pública los valores propios de la ética del cuidado y por esa vía haga más sustentable la vida
y el medio.
2. El arte del apalabrar los conflictos, es decir, una institucionalidad ciudadana local que utilice el
“lenguajear” y no el “violentar” más los conflictos.
3. La capacidad de auto regularnos cotidianamente, es decir, conteniendo las ganas de explotar,
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abrazando al otro desde la palabra y la reconciliación
4. Aprender a hacer tránsito de la competencia a la solidaridad.
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