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Colección Teatro Clásico Universal

HEINRICH VON KLEIST

Catalinita de Heilbronn
o

La prueba de fuego

La batalla de Arminio

Traducción de José María Coco Ferraris

Ediciones Nueva Visión


Buenos Aires
I.S.B.N, 950-602-271-7
© 1992 por Ediciones Nueva Visión SAIC
Tucumán 3748, (1189) Buenos Aires, República Argentina
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Impreso en la Argentina / Printed in Argentina
INTRODUCCION

Si creéis en mí, seré para vosotros


lo que queráis; o como Dios lo quiera;
implacable o risueño; los que dudan,
ésos, ¡ay!, me reducen a ceniza.

(Kleist, en uno de sus Epigramas.)

El más grande poeta trágico en lengua alemana, Heinrich von Kleist,


tartamudeaba en público y, presa de la mayor confusión, a menudo
tenía que abandonar precipitadamente la compañía.
Ocurría también con frecuencia que desapareciera inexplicable­
mente durante días o meses —como en aquel misterioso viaje a
Wurzburg en 1800, quizá para operarse de una deficiencia fisiológica
que le impedía una sexualidad normal— y cuentan sus amigos que a
intervalos casi regulares permanecía días enteros en cama, fumando su
pipa y consagrado a la composición de una nueva obra. Eso cuando no
calmaba su desasosiego existencial con unano tan exigua dosis de opio
(un visitante lo encontró cierta vez tendido a los pies de lacamaen una
especie de desmayo catatónico; ¿o se trató quizá de una primera
tentativa de suicidio?).
Cabe recordar aquí un pasaje de La lucha con el demonio de Stefan
Zweig —ensayo que, aunque algo overwritten para nuestro gusto de
hoy, tiene el mérito de ser, al menos por cuanto yo sepa, la única
semblanza de Kleist disponible en traducción española— en el que se
resume tan notable desequilibrio temperamental:

Sufría de un exceso de pasión, de un sentimiento desenfrenado hasta lo


extravagante, que sin cesar lo impulsaba a todo exceso y que sin
embargo en ningún momento podía expresar de palabra o en acto a
causa de un sentimiento moral igualmente exacerbado, un imperativo
kantiano y hasta hiperkantiano que reprimía y aherrojaba el
apasionamiento... Quería ser siempre sincero y se veía obligado a
callar. Demasiada sangre unida a demasiado cerebro, demasiado
temperamento y demasiado control, un mundo de deseos sofocados por

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una férrea coraza ética. Era inevitable que la presión de tanto conflicto
terminara en explosión.

Ybicn, a un ser tan poco equilibrado, un enigmapara sí mismo como


para los demás, le tocó en suerte vi viren una de las épocas más fatídicas
que pueda imaginarse, el incierto vado entre el siglo xvm y el xix, del
antiguo régimen, con su relativa estabilidad y pausado ritmo, al nuevo
orden de cosas inauguradopor laRevolución Francesa y que solamente
una burguesía sin prejuicios supo aprovechar para su desatado afán de
lucro. O sea que, como último vástago de una noble estirpe empobre­
cida—su pariente política Marie von Kleist se vio obligada a vender
el precioso manuscrito del Príncipe de Homburgo que su primo le
había confiado, circunstancia a la que debemos que se sal vara del auto
de fe en que el poeta mismo sacrificó sus últimas obras— , tuvo que
hacer frente con armas desiguales a una lucha despiadada por el poder
y el dinero, en una Alemania pulverizada en casi 40 principados y
ducados de opereta, rebosante de intrigas y maniatada por una cen­
sura pueril. Y, como colmo, casi inerme ante el avance arrollador
de las tropas napoleónicas. Son patéticas, en los últimos meses de su
vida, algunas de las cartas en que solicita —sin éxito— del rey de
Prusia o de sus funcionarios un puesto administrativo o una modesta
pensión.
A despecho de tantos contratiempos —por ejemplo, la débácle
financiera del Phöbus, revista en que había cifrado tantas esperanzas
y que diera a conocer importantes fragmentos de su work in progress,
por ejemplo, de Pentesilea— , precisamente entonces, hacia 1807, se
diría que por fin coincidieron el hálito trágico de una época infausta y
la pujanza creadora del poeta en su última sazón. Después de Jena,
cuando se desbarató toda veleidad de resistencia de las tropas prusianas,
Kleist desborda de fervor patriótico en unos himnos y poemas con los
que, a decir verdad, nadie hubiera podido aspirar a la inmortalidad.
Pero, casi contemporáneamente, coloca en su auténtico terreno, el
quehacer dramático, tres hitos que serán la culminación de su carrera:
Käichen von Heilbronn, La batalla de Árminio y el Príncipe de
Homburgo.
Muchos elementos dispares se han rastreadopara explicar la génesis
de nuestra Catalmila, pero en mi modesta opinión una de las explica­
ciones más plausibles puede buscarse en el subtítulo levemente irónico
que la acompaña: Gran drama histórico-caballeresco (¿reminiscencia
de las doctas disquisiciones de Polonio en Hamlet, acto II, esc. II?)
Después de planearen las alturas de la mitología griega, el poeta desea
acercarse aí sentimiento popular, pero —marcando sus distancias—

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hace notar que para ello bien puede seguir las huellas ilustres del
patriarca de Weimar.
El drama caballeresco o Ritierspieí gozaba de vasta difusión en el
teatro popular de Alemania y, en pleno Sturm und Drang, el mismo
Goethe estableció su arquetipo en 1773 con el admirado Goetz von
Berlichingen, el condotíiere de la mano de hierro. Fue objeto de
innumerables imitaciones, también en el campo narrativo, encendien­
do un “fuego de entusiasmo nacional” queel autor del WilhelmMeister
describe con ironía en Los años de aprendizaje, libro II, cap. 10. Del
teatro tal manía no tardó mucho tiempo en extenderse al campo
narrativo y, aunque asiduo lector él mismo del Quijote (véase más
adelante), Kleist se burla de esa moda en una carta de septiembre de
1800: en una librería, el dependiente le aseguró que en esa ciudad
(Wurzburg) se leía muy poco, y menos que menos autores como
Wieland, Goethe o Schiller.

¿Qué son, entonces, todos esos libros que adornan las paredes? —
Historias caballerescas, solamente historias caballerescas, a la derecha
aquellas en que aparecen fantasmas, a la izquierda, sin fantasmas, como
usted prefiera.

En Cataíinita no aparecen fantasmas, pero sí un ángel, invisible


para quien no tenga un corazón tan puro como e! de la heroína.
Los críticos han exhumado, en relación con esta obra, un cúmulo de
elementos de los cuentos populares, e incluso fueron a turbar la paz de
Boccaccio con su Griselda, el último cuento del Decamerón. Se
trataría en esencia del conflicto de un caballero (nuevo Hércules entre
el vicio y la virtud) que vacila entre su genuinaprometida—imposible
que sea la plebeya Catalina, puesto que le han profetizado una hija de
Emperador— y la falsa, doblemente en este caso por tratarse de la
truculenta Cunigunda, un “mosaico de artificios". En su anhelo por
escribir un nuevo Goetz, el autor comienza su drama en prosa—en una
escena en que pululan los elementos propios de la utilería popular: la
Santa Fema, una acusación de brujería, las interminables pendencias
entre caballeros, seguida por otra que recuerda extrañamente los
desvelos de Don Quijote semidesnudo en el bosque—, pero de pronto
“no puede con el genio" y se lanza a componer un verso que, a
diferencia de cuanto ocurre en el Singspiel entre recitativos y arias,
aquí sirve para hacer avanzar la acción.
Se ha mencionado una balada popular (Graf Walter) en que se
narraba ya con pelos y señales la historia de Cataíinita y el conde vom
Strahl, pero resulta difícil creer que figurara allí un rasgo tan kleistiano

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como esa misteriosa atracción entre la niña y ei caballero, que sólo se
explica porque un mismo ángel ha habitado sus sueños. En una escena
de extraordinaria intensidad, una verdadera sesión de psicoanálisis, el
caballero descubre con maravilla y desconcierto la clave del enigma,
de la devoción sin límites de la niña y de su propio amor insensato. Se
ilumina el lugar hechizado, el “perfumado bosquecillo de saúcos
donde anida el verderón” que reaparece luego como el motivo de una
balada.
Podemos estar seguros de que, en un hombre como Kleist, tanta
exaltación germanista no era un simple adaptarse a una moda. Cons­
ciente o no de ello, sintió que debía volver a abrevarse en las fuentes
del espíritu germano, reivindicando sus valores frente a la cultura
francesa que hasta ese momento también había considerado suya. Esto
le imponía al mismo tiempo sacrificar el clasicismo de una Grecia que
—si bien en muy personal recreación, como también la habían
recreado Goethe, Schiller o Beethoven— le había inspirado obras
como Anfitrión y Pentesiiea. Pero eso no entrañaba un cambio
completo de rumbo; Pentesiiea y Catalina se presentaban a su imagi­
nación como el anverso y el reverso de una misma medalla, y así las
presenta en una carta de diciembre de 1808;

Para quien ame a Calalinita, el personaje de Pentesiiea no puede


resultarle totalmente incomprensible, ambas van juntas como el + y el
- dei álgebra, son el mismo ser, sólo que presentado en relaciones
opuestas.

Señalemos que libera su fábula de casi todas las ataduras con el


tiempo y sólo mantiene las indispensables con el espacio. Ultimo
vastago de una ilustre estirpe prusiana, sitúa sin embargo los hechos
en el paisaje más suave y sonriente de Suabia (Würtemberg), a orillas
de Neckar y no muy lejos del Rin y de Estrasburgo. Heilbronn, meta
de peregrinos, se engalana con un nuevo personaje típico, que todavía
hoy conmemoran innumerables figurillas de Kätchen —con atavío
vagamente folclórico y su obligado sombrerito de paja amarilla— que
no dejan de llevarse como recuerdo los turistas, esos asendereados
peregrinos de nuestra época.
Mucho más arduo sería situar la leyenda en el tiempo, como no sea
en una Edad Media de caballeros, hechizos y aventuras. En cuanto a
la Santa Fema (derivado de una palabra del antiguo germano que
equivale a "venganza”), era un tribunal de última instancia, pero
compuesto por un jurado de "hombres probos’ que entendía en ciertos
casos muy especiales (herejía, brujería, asesinato) o cuando un tribunal

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ordinario se hubiera negado a dictar sentencia. Se difundió en Alema­
nia a partir del siglo xv, lo que nos indica un vago post quem temporal.
El otro subtítulo de la obra, la "Prueba del fuego", nos recuerda las
legendarias ordalías de los germanos, una penalidad que Catalinila
supera temerariamente gracias a la protección del Angel que sólo ven
sus ojos.
Después de la "crisis kantiana”, el reconocimiento de que toda
verdad objetiva nos está vedada, el poeta se esforzó por encontrar otra
puerta de acceso a lo que él llamaba “el paradiso”, e incorporó ese
conflicto existencial en sus personajes. Pentesiiea cree hallar el
camino gracias a la brújula infalible de su sentimiento, lucha con su
destino y en la muerte reconoce su derrota:
Lo más alío que alcanza fuerza humana
lo logré... y he intentado lo imposible...
Aposté todo a una sola jugada;
el dado decisivo está lanzado,
debo yo comprender lo... ¡y que he perdido!

En su música nos parecía oír la voz misma del poeta. En cambio


Catalinita es un ser “anterior á la Caída”, “sana de cuerpo y de espíritu
como pudieran serlo los primeros hombres que habitaron el mundo”
(acto I, esc. I). No duda un instante de la realidad de su suelto y, con
la seguridad y precisión del sonámbulo, atraviesa incólume los peli­
gros y, gracias a una entrega sin límites, convence al final al caballero
y despíertaenélun verdadero amor. Seenriqueceasílaconsejapopular
con unapreocupaciónmáso menos científicamuy demoda en aquellos
primeros años del siglo xix: el interés por la "faz nocturna de la ciencia
natural”, sobre la cual dictó con gran éxito una serie de conferencias
el “filósofo” G. H. Schubert (1780-1860); si bien sobre fenómenos
tales como ía hipnosis y el sonambulismo aducía no pocas tonterías,
debe reconocerse que algunas de sus observaciones anuncian —muy
en lontananza— el psicoanálisis. "Aquellos en quienes se ha inducido
un sueño magnético (=hípnóíico) no solamente recuerdan las circuns­
tancias en que se hallaban durante la vigilia... sino quepueden recordar
detalles de un tiempo muy anterior, hasta el cual no suele remontarse
la memoria.” Y tal "aspecto nocturno" había fascinado siempre a
Kleist, recordemos el desmayo de Alcmena (que textualmente se repite
enKätchen), el portentoso delirio y el éxtasis "devoradof’dePentesilea;
más tarde, también el Príncipe de Homburgo (y, en sus cuentos, la
Marquesa de O.) se moverán en la atmósfera enrarecida de los
fenómenos extrasensoriales. Es como si Kleist ya hubiese explorado

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el camino hacia el subconsciente a través de los sueños y del sueño,
“esa pequeña puerta escondida que nos guía a la parte más íntima y
profunda del alma“ (Carl Jung).
No es de extrañar que quienes creían en la naturaleza como un
continuum en perpetua evolución y en el conocimiento de la misma
como un árbol que despliega sus ramas y enriquece su savia hasta
frutecer en el secreto más ansiado: la sabiduría, que ellos y en primer
lugar Goethe, se sintieran rechazados por tal existencialismo avant la
lettre. Elinfaltable Eckermann consignó varias veces en sus conver­
saciones la reacción del gran hombre, con expresiones tales como
“confusión de sentimientos”, sensibilidad “patológica”, etc., aplica­
das a Kleist. Su media hermana Ulrike, que vestida de varón lo
acompañara en sus erranzas juveniles y que terminó arruinándose para
dar le apoyo financiero, recibió poco después del trágico 21 de noviem­
bre una carta de adiós en que su hermano reconocía que “para él ya no.
había remedio en este mundo”, y desde ese momento prohibió que en
su casa y en su presencia se mencionara el nombre de Goethe.
Tras este preludio relativamente plácido, puesto que el drama de
Catalinita tiene un desenlace “feliz”, el destino se encargó de dar un
vuelco mucho más trágico a la trilogía definitiva. UnaEuropa (y sobre
todo Alemania) de rodillas y “pacificada” después de una serie de
aplastantes victorias del “cónsul universal” —como lo había zaherido
Kleist— pareció recobrar nuevas esperanzas ante las sorprendentes
noticias que llegaban desde España: el titán no era invencible y ahora
trastabillaba ante la terca resistencia de todo un pueblo (nuestro poeta
compuso una oda en honor de Palafox, heroico defensor de Zaragoza).
Todo el horizonte literario de Alemania se encendió de ardor patrió­
tico, mientras en las cortes de Austria y de Prusia hacían febriles
preparativos para aprovechar la coyuntura. Evidentemente, la corte de
Weimar fue una de las pocas que supieron mantener la sangre fría. En
uno de sus urticantes epigramas Kleist fustiga a los que dudan y lo
reducen a ceniza. Y el príncipe de los “dudosos” (Zweiflern) era
siempre él, ¡Goethe! Kleist, que era hombre capaz de odiar—véase su
novela corta Michael Kolhaas, cuyo héroe se lanza, como reparación
de la injusticia que ha padecido, a cometer las peores iniquidades—
imagina un nuevo drama histórico-legendario en que los últimos
reyezuelos germánicos se atreven a desafiar la potencia de Roma. Y
el odio y la resistencia se encarnan en la figura enigmática de Hermann
(Arminio para los romanos) el caudillo querusco. Todo el drama es un
exaltado llamamiento a la causa común entre ios germanos del norte
(Prusia o Hermann) y los del sur (Marbod, Austria) en contra del

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enviado de Roma (Napoléon), con escarnio de quienes habían optado
por la alianza sacrílegacon los invasores, osealaLigadelRin.Baviera,
Sajonia.
A partir de este esquema simbólico y escueto el poeta forja una
genuina entidad dramática. Todos los personajes son seres de carne y
hueso, y nada estaría más lejos de la realidad que imaginar a los
germanos como salvajes y primitivos en comparación con el superior
refinamiento.de los romanos. Bastará recordar un solo detalle: la
delicadeza con que el dubitativo Marbod juega con los rubios cabellos
de los hijos de su rival (acto IV, esc. I). También Tusnelda se ve
enredada en un juego sutil de espejos y de enigmas, como Álcmena,
para revelarse al final como una nueva Amazona cuando aniquila per
ursam interpositam a su fatuo admirador.
Sabemos por la historia que Arminio había pasado muchos años en
Roma y aprovechado las enseñanzas de los mejores maestros. Con
indignación tanto más enconada debía sentir el contraste entre tan
elevadas lecciones morales y la codicia y el cinismo con que se
comportaban los enviados de Augusto. Consciente de no poder alcan­
zar la victoria definitiva, reviste también él la duplicidad de la
máscara, trama una estrategia de “tierra devastada” y de guerrilla
—¿reminiscencia quizá de la rebelión hispánica?— , y más que en sus
inciertos aliados confía en la trampa de la topografía para hacer perder
pie a la grandeza de Roma. Los bosques, las ciénagas de aquella
Germania se magnifican y multiplican en la imaginación del poeta
como un leitmotiv siempre presente.
Esa ardiente imaginación convierte lo que debía ser un drama “de
circunstancias” en un levantado poema épico: recuérdese, por ejem­
plo, el pasaje en que el caudillo, para exacerbar la indignación de sus
tribus, ordena enviarles los disiecta membra de una desdichada joven
violada por un romano (o presunto tal) y apuñalada por su propio padre
paia lavar la afrenta (episodio que se inspira en el Libro de los Jueces,
cap. 20). Todo recurso es válido para enfrentar al tirano —probable­
mente el presunto romano era un “provocador” enviado por el mismo
Arminio— y elquerusco hacomprendidoqueen una guerra semejante
la sed de justicia toma lícito aun lo más injusto (otra vez Michael
Kolhaas).
Este sentimiento de su derecho es el que lo guía, y no se equivoca,
como no se equivocaba el de Pentesilea. En otros dos momentos por
lo menos — la escena del tumulto en el acto IV y la aparición de la
germánica alruna, casi un eco de las brujas de Macbeth, en eí acto V—
el acontecer dramático roza la intensidad shakespeariana. Modelo

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■1

inmortal cuya imposible emulación el joven autor había confesado


desde su primer drama La familia Schroffenstein,
Kleist soñaba quizá colocarse así a la cabeza de la resistencia contra
el odiado Napoléon y sus franceses, pero la batalla de Wagram (julio
de 1809) vino a desbaratar todas esas ilusiones y proyectos. Se ve
paralizado en el momento mismo en que su empeño político estaba al
rojo vivo; queda como una marioneta a la que le haa cortado los hilos
(véase más adelante) y el poeta, literalmente, desaparece. Durante
algún os meses nada se sabe de él y n o pocos rumores se difunden (retiro
en un convento, cura en una casa de salud, incluso se habla de su
muerte). Pero ese espíritu hasta entonces indomeñabíe resurgirá de su
eclipsecon su “canto del cisne” bajo el brazo; el Príncipe deHomburgo.
Nuevas esperanzas de granjearse el favor de la corte dePrusia y nueva
decepción, por múltiples razones (véase el prefacio a mi versión de la
obra en esta misma colección) o simplemente por falta de inspiración,
Kleist renuncia en adelante a escribir para el teatro. Y señalemos de
pasada que — así como Van Gogh sólo vendió en vida uno de sus
cuadros— nuestro autor nunca vio puesta en escena una de sus obras.
En el Berlín de 1810, donde la omnipresente censura en vano se
esfuerza por reprimir un intenso movimiento social y cultural, Kleist
es presentado en los mejores circuios, traba nuevas relaciones y
remoza otras de vieja data; de pronto, algo que nada hacía prever, se
lanza con su amigo Adam Mullera una audaz empresa periodística, la
publicación de un vespertino (cosa rara para la época) que entre otras
cosas publicaría “en caliente” sucesos de la crónica policial, con el
título de Berliner Abendblätter (“Diario de la tarde de Berlín”).
Añadiéndose a las restricciones y cicaterías de la censura los rozamientos
con el católico y conservador Müller, no es de extrañar que aun suceso
inicial muy halagüeño siguieran una rápida decadencia y el anunciado
colapso financiero (como ocuniera pocos años antes con el Phobus).
Nuestro autor dio a conocer allí sus últimos relatos, pero poco a poco
se fue limitando a notas breves sobre hechos curiosos, sólo realzadas
por su estilo inconfundible y que no siempre llevan su firma. El florón
de la serie fue un artículo que en estos últimos decenios ha inspirado
a los críticos las más variadas inteipretaciones y en el que algunos han
creído encontrar la clave misma de la concepción kleistiana: Sobre el
teatro de títeres. Rozando apenas el suelo gracias a la destreza del
manipulador, el títere está liberado de esa gravitación que impone al
bailarín la necesidad de retormar contacto con el suelo para cobrar
nuevo impulso, momento antidanza por excelencia. Por estar el centro
de gravedad fuera de su cuerpo, de allí nace su encanto. Un estado de
gracia al que no podría aspirar un ser humano. “Sólo un Dios podría,

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en este aspecto, superar la materia, y éste es el punto en que se funden
los dos extremos del anillo del mundo”. El poeta recurre a conceptos
de la matemática para explicar el mundo sensible, así como redujera
a una fórmula algebraica la identidad de dos destinos: Kátchen y
Pentesilea. Caos de fuerzas centrífugas y en contradicción que amena­
zan destruirla, esta última sólo puede hallar equilibrio en esa misma
contradicción, quePrótoe describe con un símil arquitectónico:

¡Resiste, como está Firme la bóveda


porque sus bloques quieren desplomarse! (Esc. DC)

Existe sin embargo un reine Tor (el puro inocente, según la mística
de Parsifal), un ser cuya gracia atraviesa el mundo con la levedad de
un sueño y el encanto de un volatín, que obtiene la redención sin haber
cometido pecado, y su símbolo cs Kätchen.
Temperamento genial que se nutría de su propio desequilibrio,
apasionado hasta el paroxismo pero maniatado por un rigor ético que
le impedía—y jamás sabremos si a esto se añadía algún impedimento
físico— todo desborde sexual o moral, Kleist había encontrado en la
creación de personajes como él mismo extraordinarios (e incluso
consubstanciados: él eraPentesilea, Arminio, el Príncipe de ttomburgo)
una válvula de escape para aliviar una presión interior incontenible. Y
ahora, en momentos en que hasta ia inspiración se le negaba, es
probable que como nunca se haya sentido "tan maduro para la muerte”,
viendo en el suicidio — tentación que tantas veces lo había rozado en
su vida, como lo atestiguan sus cartas— no una fuga cobarde, sino la
culminación orgiástica de un rito libremente aceptado, esa “muerte
libre” (la palabra alemana Freitod también puede interpretarse como
suicidio) que anhela el Príncipe después de arrebatar a ia dura sentencia
aceptada su girón de inmortalidad:

¡Quiero la ley sagrada de la guerra,


que transgredí a la vista de las tropas,
glorificarla en una muerte libre!

Para su cabal cumplimiento, empero, ese rito exigía la participación


de otra víctima, un amigo o amiga entrañablemente dispuesto a
compartir ese paso “de unahabiíaciónaotra”,comoseieeen una carta.
¿Por qué razón? Algunos psiquiatras explican el suicidio como un acto
de violencia que se comete contra sí mismo para castigarse. Y se me
ocurre: ¿cuándo está más justificado el castigo quecuandose acaba de
asesinar a un inocente? En sus cartas y en varias ocasiones Kleist había

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propuesto entrar jubilosamente unidos en el más allá a varios de sus
amigos c incluso a su adorada prima Marie von Kleist, pero sin hallar
el eco apetecido. Precisamente en 1811, en el momento de mayor
desesperación, quiso la fatalidad que entrara en relaciones con una
mujer todgeweihte (consagrada a la muerte, en el sentido en que
Tristán e Iseo, según Wagner, serán nachtgeweihte, consagrados a la
noche), Henriette Vogel, que se sabía condenada por un mal implaca­
ble, un cáncer de útero. Según la expresión de un biógrafo (Curt
Hohoff), la amistad apasionada que surgió entre los dos—y notemos
que el estado de Henriette excluía toda relación física— fue como un
choque de elementos químicos que “cristalizan” una solución propi­
cia; Kleist presintió que había llegado el momento y, al hacerle la
eterna propuesta, ella aceptó con entusiasmo. “Queridísima Mane; en
medio del himno triunfal que entona mi alma en este instante de la
muerte,..”, con estas palabras anuncia su decisión a su prima política.
Incluso eí lugar estaba predestinado; dos veces en su vida había
visitado esepáramo, a orillas dcIPequeñoWannsee, apenas aúna milla
de Potsdam, y había anotado en sus cartas una extraña premonición.
No poco deben haberse sorprendido los propietarios de Der neue
Krug (La nueva hostería) viendo llegar así, tan fuera de temporada, a
esa pareja aparentemente empeñada en una excursión campestre.
Ocuparon conune il se doit habitaciones separadas (aunque contiguas),
pasaron la noche dedicados a escribir sus últimas cartas y a ía mañana
siguiente, (21 de noviembre de 1811), tras desayunar y dar un breve
paseo, solo aceptaron dos tazas decaído como almuerzo y preguntaron
—con gran sorpresa de todos, que en vano trataron de convencerlos de
que ya no era momento propicio para disfrutar del aire libre, con esa
niebla gélida que empezaba a extenderse sobre el lago— si sería
posible servirles eí café junto a la orilla. De modo que la criadita del
establecimiento se encargó de transportar mesa y sillas, y debió trajinar
varias veces con su bandeja llevando el café (que quisieron repetir) e
incluso un frasco de ron, al que el joven parecía muy aficionado. Luego
se les vio acercarse al lago y sentarse en un pequeño altozano, como
para admirar la plácida escena. Pocos minutos después de dejarlos
solos, la niña oyó en el aire invernizo el chasquido seco de dos disparos.
Al acudir el hostelero y su mujer la encontraron a ella extendida sobre
ia hierba, con las manos entrelazadas sobre el vientre, y a él reclinado
a su lado como en actitud protectora, empuñando todavía el arma con
su mano derecha, y con un disparo en la boca.
Sicon tanto detalle conocemos la última jornada y las últimas horas
dei poeta, debemos agradecerlo a las actas redactadas con prusiana
meticulosidad por’Jos funcionarios de la policía local; es preferible

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pasar por alto oíros particulares macabros, por ejemplo, el ensañamiento
de la autopsia, practicada in situ y sin tardanza. Merece, sí, anotarse
un detalle curioso’, entre los efectos personales del joven figuraba un
ejemplar de bolsillo dei Quijote en versión alemana. Los dos cuerpos
fueron enterrados al borde del mismo sendero que los condujo a la
muerte. Hasta fines dei siglo xix, una modesta estela recordaba la
memoria del poeta con estos versos:

Vivió, sufrió y murió


en tiempos de crueldad.
Buscando aquí la muerte,
halló inmortalidad.

Hubiera bastado que Kleist resistiera un año más a su daimon


destructor para poder con templar el principio del fin de Bonaparte: no
fueron las forestas y ciénagas de Germania las que sirvieron de trampa,
como él lo profetizara en suArmimo.sinolasestepasheladasdeRusia
las que —más que las huestes de KiituzoY— obligaron al odiado
“cónsul universal" a una calamitosa retirada, preludio del ocaso.
Pero también la historia de Ja literatura se encargó de reivindicarlo
y, sobre todo en estos últimos decenios, los críticos han reconocido en
él a un precursor, entre otras cosas, del expresionismo. Goethe había
lanzado el movimiento romántico en plena exaltación juvenil y hasta
puso de moda el suicidio con Werther, pero más tarde, como temiendo
los posibles desastres que esa exaltación podría provocar en espíritus
menos equilibrados y solares que el suyo, se inclinó cada vez más hacia
una inspiración clásica y universal, teñida por esa ironía didascática
que hoy nos parece bastante aburrida y démodée en su II Fausto.
Resulta paradójico comprobar, a dos siglos de distancia, que fue otra
corriente la que se impuso en la historia y la literatura germanas, la que
desde Kleist lleva a Nietzsche y Wagner y, en último término, al
desastre del Reich creado para durar un milenio. Un automatismo
expresionista envuelve a los héroes y heroínas kleistianos: enfrentados
con un enigma, deben jugarse a todo o nada y, aun triunfantes,
reconocen su exislencial derrota. Nuestro poeta no vivió bastante
tiempo para hallar, como Wagner en su Parsifal, la posibilidad de la
redención a través de la fe o del amor. Recuerdo aquí un curioso pasaje
del Mahbharata, en la versión puesta en escena por Peter Brook,
cuando los Pandravas llegan, huyendo del enemigo, a las orillas de un
lago que deben atravesar; el espíritu que allí mora los somete a una serie
de preguntas antes de permitirles el paso y entre ellas ésta; “¿Qué es
lo que pesa tanto sobre nuestros hombros como una derrota?” Y la

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respuesta es: “Una victoria”. También Axminio siente que el triunfo
puede dejar un gusto amargo en la boca y, ante la inminencia de su
instante más glorioso» se desploma desmayado junto a la encina; al
final hasta tolera que Marbod se engalane con los laureles que a él le
corresponden. Las últimas palabras del querusco son proféticas, pero
en un sentido muy distinto del que el poeta hubiera podido imaginar:

¡Y más tarde será Roma la meta


de los audaces...!
Pues no habrá paz en todo el ancho mundo
hasta tanto no hayamos destruido
en su nido esta raza de ladrones,
y allí sólo flamee, ennegrecido,
su estandarte sobre un montón de ruinas!

Ciento treinta años después de su muerte esos estandartes en jirones


no flamearían sobre Roma aniquilada, sino sobre las ruinas humeantes
de su propia patria prusiana, de la altiva capital del Tercer Reich.

JM .C f.

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CATALINITA DE HECLBRONN
O
LA PRUEBA DEL FUEGO

Gran drama histórico-caballeresco


PERSONAJES

El Emperador
Gerhardt, arzobispo de Worms
Friedrich Wetter, conde vom Strahl
La condesa Helena, su madre
Leonor, su sobrina
Caballero Flammberg, vasallo del conde
Gottschalk, su criado
Brigitte, ama de llaves del castillo condal
Cunigunda von Thurneck
Rosalía, su camarera
Teobaldo Friedeborn, armero de Heilbronn
Catalinda, su hija
Godofredo Friedeborn, su prometido
Maximiliano, burgrave deFriburgo
Georg von Waldstätten, su amigo
Caballero Schauermann sus vasallos
Caballero Wetzlaf
Ringrave vom Stein, prometido de Cunigunda
Friedrich von Herrnstadt sus amigos
Eginhard! von der Wart
Conde .Otto von der Flühe l Consejeros del Emperador y
Wtf/írel von Nachtheim f jueces del Tribunal Secreto
//crtj vím Bärenklau i
Jakob Pech, un posadero
Trer señores de Thurneck
Las viejas tías de Cunigunda
Un joven carbonero
Un guardián nocturno
Varios caballeros
Un heraldo, dos carboneros, servidores, mensajeros,
esbirros, criados y pueblo

La acción se desarrolla en Suabia.

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ACTO PRIMERO

Lugar: Una caverna subterránea, adornada con las insignias del


Tribunal de la Fema e iluminada por una lámpara

ESCENA PRIMERA

Conde Otto von der Flühe, como presidente, Wenzel von


Nachtheim, Hans von Bärenklau, como asistentes, diversos condes,
caballeros y señores, todos encapuchados, esbirros con antorchas,
etc. Teobaldo Friedeborn, burgués de Heilbronn, como acusador, y
el conde Wetter vom Strahl, como acusado, de pie junto a las
barreras.

Conde Otto (poniéndose en pie). Nos, caballeros del Alto Tribunal


Secreto, esbirros de Dios en esta tierra, vicarios délas milicias
celestiales que El convoca entre sus nubes, para desenmasca­
rar ai crimen allí donde se esconde, como una salamandra, en
los redaños del pecho para rehuir la justicia de los hombres:
a ti te exhortamos, Teobaldo Friedeborn, honesto y bien
conocido forjador de armas de Heilbronn, a fin de que alces

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tu acusación contra Friedrich, conde Wetter vom Strahl; ahí
le tienes, a la primera convocación de la Santa Fema, tres
veces pronunciada por mano del heraldo que con el puño de
la espada de justicia golpeó a las puertas de su alcázar,
respondiendo a tu demanda, se ha presentado e inquiere; ¿qué
pretendes? (Toma asiento.)

Teobaldo Friedeborn, j Altas, santas y secretas Señorías; Si aquel a


quien acuso hubiera hecho forjar sus armas en mi fragua, su­
pongamos; de plata de la cabeza hasta los pies, o en negro ace­
ro, con láminas, hebillas y cercas de oro, y luego, al decirle
yo; Señor, págame mi merced, él respondiera; "-Teobaldo!
¿Qué quieres de mí? Nada te debo." O hubiera ido a la lonja
de mis pares artesanos paraenfangartnc con lengua viperina...
O hubiera surgido a medianoche de la sombra de los bosques
para atacar, con espada y puñal, mi vida misma. Y bien, ;que
Dios me ayude!, pero creo que no lo hubiera acusado ante vo­
sotros. Cincuenta y tres años he vivido, y padecí tanta injus­
ticia que es como si mi alma estuviera empedernida a su agui­
jón; ocupado en forjar armas para otros, mientras que a ellos
los embisten los mosquitos, digo yo mismo al escorpión; ¡alé­
jate!, y permito que se vaya. Friedrich, conde Wetter vom
Strahl ha seducido a mi hiña, mi Catalina. Apresadlo voso­
tros, esbirros de Dios en esta tierra y libradlo a las huestes que
en armas velan junto a las puertas del infierno, agitando sus
picas ardecidas por ci fuego; ¡lo acusode brujería ignominio­
sa, de todas las artes de ia negra noche y de confraternizar con
Satán!

Conde Otto. ¡Maese Teobaldo de Heilbronn! Reflexiona en lo que


dices. Profieres que el conde vom Strahl, de nosotros bien
conocido y de luenga data, habría seducido a tu niña. ¿No lo
acusarás de brujería —así lo espero— porque apartó de ti el
corazón de tu pequeña? ¿Porque a una niña, con la cabeza
llena de ilusiones, sedujo con sólo preguntarle que quién era,
o con el mero fulgor de sus rojas mejillas bajo la cimera, o
cualquier otro ardid de los que se usan a pleno día y en todas
las plazas y mercados?

Teobaldo. Verdad es, Señorías, no lo vi a medianoche errar en algún


páramo o junto a las cañas de una ciénaga, allí donde rara vez
posa el hombre su planta, ni entablar tratos con los fuegos
fatuos. No lo hallé en lo alto de una cima, con su vara mágica

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en la mano, midiendo el reino invisible de los aíres, o en grutas
subterráneas que la luz no visita, levantando polvareda con
sus conjuros. A Satán y sus huestes —pues lo acusé de ser su
cofrade—con sus cuernos, rabos y garras, tal como en Heil-
bronn se ven pintados en el altar, nunca los vi a su vera. Sin
embargo, sí me permitís hablar, creo que con el simple relato
de lo ocurrido será suficiente para que despavoridos, claman­
do: “¡Somos trece y el catorce es el demonio!”, huyáis hacía
las puertas y sembréis el bosque que rodea esta cueva con
vuestras pellizas y sombreros emplumados.

Conde Otto, ¡Y bien, viejo querellante desaforado! ¡Habla!

Teobaldo. Primero debéis saber, Señores, que esta última Pascua mi


Catalinita cumplió quince años, sana de cuerpo y alma, como
pudieran serlo los primeros hombres que habitaron el mundo;
¡una niña como Dios podría quererla, que surgió del desierto,
en el quieto crepúsculo de mi vida, como un aroma santo de
incienso y de mirra! No podríais concebir un ser de índole más
tierna, pura y piadosa, aunque en alas de la imaginación os
remontarais hasta los querubines que, con limpios ojos,
asoman sus naricitas entre las nubes en las que Dios tiene su
trono. Que paseara con su atuendo de burguesa por las calles,
con sombrero de paja barnizado de amarillo, con el coipiño
de ne gro tere iopelo que ciñe su pecho y ad ornado con una fina
cadenilla de plata, y de todas las ventanas surgía un cuchi­
cheo: ¡es la Catalinita de Hcilbronn! ¡ La Catalinita de Heii-
bronn, señores míos, tal como la engendró el cielo de Suabia
y como engendrada por la ciudad que aquél cobija! Primos y
primas con los que desde hace tres generaciones se había
olvidado el parentesco solían invitarla a bautizos y bodas, y
lallamabanqueridaprimitaocuñadiía;todoel mercado sobre
el que habitábamos se despertaba para su onomástico, y se
apretujaba y pujaba por hacerle regalos; qué, si aquel a quien
miraba y le hacía al pasar un saludo, lo atesoraba ocho días
seguidos como un ensalmo y lo engastaba en sus plegarias.
Dueña de tierras que su abuelo, excluyéndome a mí, le legara
por quererla como a la niña de sus ojos, era ya, sin hablar de
mis bienes, una de las burguesas más desahogadas de este
pueblo. Cinco hijos de honestos burgueses, heridos en lo más
hondo por su encanto, habían aspirado a su mano; los caba­
lleros quepasaban por el lugar lloraban al saber que no era de

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alta cuna; ¡ay!, de haberlo sido, el Oriente mismo se habría
puesto en marcha, confiando a los moros sus perlas y diaman­
tes para que los pusieran a sus pies. Pero tanto su alma como
la mía el cielo preservó de todo orgullo; y dado queGodofredo
Friedcbom, el joven campesino cuyas tierras lindan con las
suyas, la quiso para esposa, y puesto que a mi pregunta:
Catalina, ¿lo quieres?, merespondió: ‘‘¡Padre, tu voluntad sea
la mía!”, voy y dije entre lágrimas de jubilo; ¡Que Dios te
bendiga!, y decidí que la Pascua que viene irían a la iglesia...
Así era ella, oh señores, antes de que éste me la robara.

Conde Olio. ¿Y bien? ¿Qué hizo para robártela? ¿Porquémedios logró


arrancarla al sendero que le habías trazado?

Teobaldo, ¿Por qué medios...? ¡Señores, si pudiera decirlo, entonces


io entenderían estos cinco sentidos y yo no estaría ante
vosotros ni acusaría todas estas incomprensibles tretas del
infierno! ¿Qué debo alegar cuando me preguntáis: por qué
medios? La encontró junto a la.fuente, cuando iba a por agua,
y dijo: “Dulce niña, tú, ¿quién eres?” Se apoyó en un pilar,
cuando ella salía de maitines, y preguntó: “Dulce niña,
¿dónde vives?” Se encaramó en hora nocturna hasta su
ventana y, suspendiéndole un collar ai cuello. le dijo*. “Dulce
niña, ¿dónde descansas?” ¡Oh piadosas Señorías, tales artes
no podrían conquistarla!” Antes a Cristo engañara el beso de
Judas que a ella tales trampas. Nunca, desde que nació, lo
vieran sus ojos; su espalda, y la señal que allí heredó de su
santa madre, las conocía mejor que a él. (Se echa a llorar.)

Conde Otto (Después de unapausa). Y sin embargo, si es que la sedujo,


viejo extraño, eso debió ocurrir en algún lugar y tiempo,

Teobaldo. En Jasagrada víspera de Pentecostés, cuando liegó porcinco


minutos a mi taller,para que le reparara, según dijo, entre el
hombro y el pecho una lámina de acero quese le habíasoltado,

Wenzel. ¿Cómo?

Hans. ¿A la luz de pleno día?

Wenzel. ¿Cuándo se llegó hasta tu taller paraque le repararan un a placa


de acero?

24
(Una pausa.)

Conde Oüo, Domínate, anciano, y cuenta lo ocurrido.

Teobaldo (secándose las lágrimas). Serían quizá las once de la mañana


cuando él, seguido por una mesnada de jinetes, surgió frente
a mi casa-, con gran estrépito de su coraza saltó de su rocín y
penetró en mi herrería: muy bajo agachó la cabeza, para que
el airón que brotaba de su casco no tocara la puerta, y dice:
“Maese, escáchame; contra el conde palatino, que ansia
derribar vuestras murallas, salgo en armas; el gozo de hacerle
frente ha hecho saltar la pechera de mi coraza: toma alambre
de acero y, sin que tenga yo que desarmarme, pónmela de
nuevo en su sitio.” “¡Señor”—exclamo yo— si el pecho hace
restallar así vuestra armadura, creo que el conde dejará
intactos nuestros muros. Y, forzándolo a sentarse en un
escabel en mitad del cuarto, ¡Vino! —exclamó hacia la
puerta—; y un buen trozo de jamón ahumado! Y así coloco
ante él un taburetecon mi herramienta, dispuesto amparar esa
rotura. Y miembros afuera su corcel aún relincha y, con los
caballos de los mozos, hiere el suelo y levanta una polvareda
como si lo hollara un querubín bajado del cielo: hete aquí que
la puerta se abre y, portando en la cabeza una ancha bandeja
de plata con el fino, vasos y vituallas, entra entonces la
muchacha. Oíd, si Dios se me presentara entre sus nubes, así
tal yez me hubiera comportado yo; apenas ve al caballero,
vajilla, vasos y comida caen ai suelo con estrépito; con
palidez de muerte, enlazando las manos como si rezara,
besando eí suelo con el pecho y Ja frente, se prosterna ante él
¡como un rayo que la hubiera echado a tierral Y al decir yo:
¡Dios del cielo! ¿Qué le ocurre a ía niña?, y al levantarla, me
ciñe con su brazo, con la fuerza con que se cierra una navaja,
y volviendo siempre hacia él su rostro en llamas, como si una
visión se le mostrara. El conde vom Strahl, tomándole la
mano, pregunta: “¿De quién es esta niña?” Aprendices y
criadas seprecipitan y claman: “ ¡Dios nos valga! ¿Qué le pasa
a nuestra amita?” Luego cuando, con tímidas miradas hacia
el conde, parece recobrarse, piensoyo: elataqueyahapasado,
y así con punzones y clavos pongo manos a la obra. Y muy
luego: ¡Ea, señor caballero! ¡Ya puede ir preparándose el
palatino! La pechera está en su sitió, y vuestro corazón puede
latir sin temor de hacerla saltar. Pónese en pie el caballero; a

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la niña, que le liega a la altura del pecho, echa una ojeada de
la coronilla a los pies, y pensativo, besándola en la frente, le
dice: “¡Dios te bendiga y te guarde, y dé su paz, amén!“
Corremos luego hacia la ventana y, en el instante mismo en
que él vuelve a montar su corcel, de treinta pies de altura, con
las manos en alto ¡ella se arroja al pavimento de la calle!
¡Como una enloquecida a la que faltan sus cinco sentidos! Y
se rompe las dos piernas, señores reverendos, los dos tiernos
huesecitos, apenas sobre el torneado marfil de las rodillas; y
yo, miserable viejo necio que preferiría arrojar detrás de ella
el naufragio de mi vida, me veo obligado a llevaría sobre los
hombros como hacia la tumba. El entretanto — ¡que el cielo
lo confunda!-—, a caballo y entre la turba que de todas partes
acude, apenas si se vuelve a preguntar qué ha ocurrido... Así
yace ella inmóvil en su lecho de muerte, encendida de fiebre,
seissemanas sin fin; y sin decir palabra: ni siquiera el delirio,
esa ganzúa de verdades, consigue abrir su pecho; nadie logra
arrancarle el secreto que la ahoga. Algo más fuerte ya, ensaya
algunos pasos y prepara su hatillo y, al rayar eí sol de la
mañana, va hacia la puerta. "¿Adónde vas?”, pregunta su
doncella; “a casa del conde Wetter vom Strahl”, contesta ella,
y desaparece.

Wenzel ¡No es posible!

Hans. ¿Desaparece?

Wenzel ¿Abandonando todo tras de sí?

Hans. ¿Bienes, hogar y el novio al que estaba prometida?

■Wenzel ¿Sin pedir siquiera tu bendición?

Teobaldo, Desaparece, Señorías... Me abandona y también todo


aquello a lo que deber, costumbre e índole la ataban. Besa mis
ojos mientras duemo, y se esfuma. ¡Así me los hubiera
cerrado después de muerto!

Wenzel ¡Santo cielo! Es un caso peregrino...

Teobaldo. Desde aquel día le sigue a todas partes, como un perrito


faldero, con ciega devoción; se guía por la estrella de su

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rostro, como si su aima estuviera amarrada por un cordel de
cinco hilos; con pies descalzos desafía los guijarros, con una
faldilla que apenas la cubre ondeando al viento, con nada que
no sea su sombrero de paja para oponer a la saña del sol o al
ultraje de la tempestad. Allí donde va el pie del caballero al
azar de la aventura, através de la brumade lo s precipicios, por
el desierto que chamusca el mediodía, por las tinieblas de los
bosques más frondosos, como un perro que ha olisqueado el
sudor de su señor, así se arrastra detrás de él. ¡Ella que estaba
habituadaadormir entre cojines, y que notaba hasta el nudillo
más pequeño que su mano distraída había entretejido en sus
sábanas! Se echa ahora, como una maritornes, a descansar en
sus establos y, apenas llega la noche, se desploma sobrelapaja
que esparcen para ios altivos rocines del caballero.

Conde Ono. ¡Conde Weiter vom Strahl! ¿Tiene esto fundamento?

Conde vom Strahl. Es verdad, señores: va detrás de la huella que van


dejando mis pasos. Si miro hacia atrás yeo dos cosas: mi
sombra y ella.

Conde Ono. ¿Cómo explicáis esta extraña situación?

Conde vom Strahl. [Desconocidos señores de la Fema! Si el diablo


quiere perderla, yo le soy tan necesario como al mono de la
fábula las uñas de un gato; sería yo un bribón si aceptara las
castañas que ha sacado del fuego. A fe mía, recordad lo que
dicta la Escritura: ¡sí, sí, no, no, y basta! Caso contrario,
marcharé a Worms y pediré al Emperador que ordene caba­
llero al Teobaldo. Por el momento, ¡ahí le lanzo mi guante!

Conde Otto. ¡Aquí debéis responder a nuestra pregunta! ¿Cómo


justificáis que ella duerma bajo vuestro mismo techo? ¿Ella,
que debe estar en la casa donde nació y fue criada?

Conde vomStrahl. Estaba yo, hará cosade doce semanas, en viaje hacia
Estrasburgo, en el calor del mediodía, y quedé dormido junto
a una pared de roca —y ni en sueños recordaba a la niña que
en Heilbronn se había echado por la ventana— cuando allíme
la encontré al despertar, como una rosa que se hubiera
adormecido a mis pies: ¡como un copo de nieve llovido del

27
cielo! Y al decir yo a los mozos que descansaban sobre la
hierba: ¡Cómo diablos! ¡SieslaCataliniiadeHeilbronnUhete
aquí que abre los ojos y vuelve a ceñirse el sómbrenlo que en
eí sueño se le había deslizado de la cabeza. ¡Catalina!
—exclamo— , ¡muchacha! ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¡A
quince millas de Heilbronn, en la ribera del Riní “Tengo algo
que hacer» respetado señor —me responde— y debo ir a
Estrasburgo; me dio miedo pensar que vagaba sola por el
bosque y así me acerqué a vos.” Al momento le hice ofrecer
un refrigerio» de los que lleva Gottschalk mi criado» y le
pregunté cómo se había repuesto de la caída. Además: ¿qué
hace su padre? ¿Qué tiene intención de hacer en Estrasburgo?
Y como no parecía destrabar la lengua: después de todo, ¿qué
le importa? —pensé— , y Je asigné un mensajero para que la
guiara en el bosque, monté a caballo y proseguí mi viaje. Esa
tarde, en la posada que está en la calle de Estrasburgo, me
disponíaa descansar, cuando se presenta mi mozo Gottschalk
y me dice: que allá abajo está la doncella y solicita pasar la
noche en mis establos. ¿Con los caballos?, pregunto. Si para
ella el establo es bastante blando, no tengo nada en contrario.
Y añado, ya a punto de meterme en cama: quizá podrías
tenderle un jergón de paja, Gottschalk, y ocúpate de que no
le pase nada. Y al día siguiente reemprende su viaje, más
temprano que yo, por el camino real, y de nuevo descansa en
mis establos noche tras noche, a medida que va avanzando mi
camino, como si formara parte de mi escolta. Todo lo soporté,
señores, en bien de aquel viejo gruñón que ahora quiere
castigarme; porque el singular Gottschalk le había tomado
cariño a la muchacha y la cuidaba como hija suya: si alguna
vez pasas por Heilbronn —pensaba yo— e! viejo bien podrá
agradecerte. Pero cuando de nuevo sale a mi encuentro en
Estrasburgo, en el palacio arzobispal, empiezo a barruntar
que nada tiene que hacer allí: a mí se había consagrado en
cuerpo y alma, y se dedicaba a lavar y a coser como si no
tuviera ninguna otra ocupación junto al Rin. Por eso un buen
día, encontrándola a la puerta del establo, me le acerco y le
pregunto qué negocio la retiene en Estrasburgo, "¡Eh, respe­
tado señor —responde, y un rubor, que hasta pienso que su
delantal Ya a consumirse, se extiende por su rostro como una
llamarada— , ¿por quéme lo preguntáis? ¡Bien lo sabéis ya!”
¡Alto! —pienso yo-— ¿con que ésas tenemos? Y mando a
escape un mensajero a Heilbronn, a casa del padre, con el
siguiente anuncio: la Catalinita está en mi casa y me cuido de
ella; en breve podrá ir a buscarla allí adonde pienso conducir­
la, al castillo de Strahl.

Conde Otto. ¿Bien? ¿Y después?

Wenzel. ¿El viejo no fue a buscar a la muchacha?

Conde vom Strahl. Cuando, al cabo de veinte días, se presentó en mi


casa a buscarla lo conduje a la sala que adornan ios retratos
de mis antepasados; ¡cuál no sería mi sorpresa al ver que,
entrando, su mano toma agua bendita de íapila que está junto
a la entrada y me rocía con ella! Yo, ingenuo como soy por
naturaleza, lo obligo a ocupar un asiento y con franqueza le
cuento todo lo ocurrido; le aconsejo benévolo acerca de los
medios que permitirían encarrillar todo aquel asunto según
sus deseos, y reconfortándolo lo hago descender a los establos
para hacerle entrega de la niña, allí donde se encuentra,
ocupada en limpiar ía herrumbre de mis armas. Apenas
aparece él en la puerta y le tiende los brazos con ojos llenos
de lágrimas, las doncella con palidez de muerte se arrojaa mis
pies, invocando a todos los santos y rogándome que Laproteja
de su padre. Ante tal espectáculo él queda petrificado como
estatua de sal y, antes de que yo vuelva en mí, me mira con
rostro aterrador y exclam a:" ¡Veo aí mismísimo Satán!” Y me
arroja a la cara el sombrero que lleva en ía mano, como si
quisiera suprimir una imagen de ¿spanío, y echa a correr,
como si eí infierno entero le pisara ios talones, por la ruta de
Heilbronn.

Conde Otto. ¡Viejo sorprendente! ¿Qué imaginaciones son esas?

Wenzel. ¿Qué había en la conducta del caballero que mereciera


reproche? ¿Era culpa suya que se le consagrara el loco
corazón de tu muchacha?

Hans. ¿De qué se le puede acusar en este embrollo?

Teobaldo. ¿De qué acusar? ¡A ti, personaje más horrendo de cuanto


puedan las palabras expresar o medir el pensamiento! ¿No te
presentas como si los querubines se hubieran despojado de su

29
encanto para volcarlo sobre ti como luz de mayo..,? ¿No he
de temblar ante el hombre que asf ha transformado la natura­
leza más pura que jamás fuera creada, hasta el punto de que
rechaza el amor de ese padre que vino a liberarla y, con rostro
pálido como tiza, huye de él como de un lobo dispuesto a
devorarla? ¡Triunfa entonces, Hécate, princesa de la magia
nocturna, que reinas sobre la podredumbre de las ciénagas!
¡Surjan las fuerzas demoníacas que el orden de los hombres
procuraba extirpar; florezcan con el hálito de las brujas y
broten con la pujanza de un bosque, hasta que las Cimas se
resequen y se pudra eí gran árbol del firmamento, que hunde
sus raíces en la tierra! ¡Inunden el suelo los jugos del infiemo,
goteando por los troncos y los tallos como una catarata, para
que un vaho pestilente se eleve sofocante hasta las nubes!
¡Que por todos los conductos de la vida fluya y desborde un
diluvio universal, arrastrando en su cauce toda virtud e
inocencia!

Conde Otto. ¿Le dio a beber algún veneno?

Wenzel, ¿Crees que sus brebajes la hechizaron?

Hans. ¿Un opio que con fuerza misteriosa enreda el corazón de quien
lo prueba?

Teobaldo. ¿Opio? ¿Veneno? Altos señores, ¿0 mflo preguntáis? No fui


yo quien destapó esos frascos con que él la reconfortó allá,
junto a la pared de roca; no estaba yo presente cuando ella,
noche tras noche, buscaba albergue en sus establos. ¿Cómo
puedo saber si él virtió algún veneno? Tened paciencia
durante nueve meses: entonces veréis qué trato dieron a ese
tierno cuerpo.

Conde vom Strahl. ¡Tú, viejo asno! ¡Le opongo únicamente mi


renombre sin tacha! Convocadla y, con sólo que diga una
palabraque de lejos huela aesas calumnias, podréis llamarme
conde del charco maloliente o algo peor que plazca a vuestra
descortesía.

30
i

ESCENA D

Aparece Catalinita con los ojos vendados, guiada por dos esbirros.
Estos le quitan la venda y se retiran. Los anteriores.

Catalina {Recorre con la mirada la asamblea y, apenas ve al conde,


dobla ante él la rodilla.)
¡Mi alto señor!

Conde vom Strahl ¿Qué quieres?

Catalina. Me convocaron aquí ante mi juez.

Conde vom Strahl. No soy yo el juez. Alzate, allí le tienes.


Vine como acusado, igual que tú.

Catalina. ¡Mi alto señor! Te burlas.

Conde vom Strahl. ¡NoljLooyes!


¿Por qué razón te humillas ante mí?
Un hechicero soy — lo he confesado—
y ahora libero de todos mis lazos
tu joven inocencia. {La ayuda a alzarse.)

Conde Otto. ¡Ven niña, si te place!

Hans. ¡Aquí te esperan


tus jueces!

Catalina {Mira a su alrededor.) Bien veo, me estáis tentando.

Wenzel. ¡Acércate! Aquí has de responder.

(La niña se coloca junto al conde vom Strahl y mira a sus jueces.)

Conde Otto. ¿Y bien?

Wenzel. ¿Obedeces?

Hans. ¿Tendrás a bien..,?

31
Conde Otto. ¿La autoridad aceptas de tus jueces?

Catalina (Para sí,) Me convocan...

Wenzel. Pues, ¡sí!

Hans. ¿Qué es lo que ha dicho?

Conde Otto (Sorprendido.)


Señorías, ¿no es singular su actitud?

(Se miran unos a otros.)

Catalina (Para sí.) ¡Encapuchados de píes a cabeza,


como en el día del Juicio Final!

Conde vom Strahl (Como tratando de despertarla.)


Extraña niña, ¿en qué sueños te pierdes?
¡Te encuentras ante el Tribunal secreto!
Según me acusan, con artes malignas
logré ser dueño de tu corazón.
Sin más tardanza, ¡explica qué pasó!

Catalina (Lo mira y alza sus manos al pecho.)


Me torturas... ¡Podría echarme a llorar!
Guía a tu sierva, mi noble señor,
¿cómo he de comportarme en este caso?

Conde Otto (impaciente.)


Guiarla... ¿qué dice?

Hans. ¿Se oyó cosa igual?

Conde vom Strahl (Severo, pero sin rudeza.)


Ocuparás tu sitio ante ese estrado,
a dar respuesta a cuanto te pregunten.

Catalina. No, ¡dime! ¿A ti te acusan?

Conde vom Strahl. Como lo oyes.

32
Catalina. ¿Y aquéllos son tus jueces?

Conde vom Strahl, Así es.

Catalina (Acercándose a la barra.)


Sus señorías, quienquiera que seáis;
¡dejad libre ese escaño, y que él lo ocupe!
Por Dios viviente, os lo confirmo, puro
como su arnés es su pecho, y el vuestro
y el mío también, comparado con él,
negro como esos mantos. Si hubo aquí
algún pecado, ¡él merece ser juez
y vosotros temblar en ese estrado!

Conde Otto. Necia doncella, apenas liberada


del nutricio cordón, ¿quién te enseñó
artes de profecía? ¿Algún apóstol?

Te obaldo. ¡Malhadada!

Catalina (Viendo a su padre, se dirige hacia él.)


¡Querido padre!

(Quiere tomar su mano.)

Teobaldo. ¡Quédate
en ese sitio que te corresponde!

Catalina. No me apartes.

(Toma su mano y la besa.)

Teobaldo. ¿Reconoces mi pelo,


que por tu fuga, ves, ha encanecido?

Catalina. No pasó día sin que recordara


esa amada cabeza. Ten paciencia,
no cedas a un exceso de amargara:
si puede el gozo ennegrecer tus rizos,
florecerás de nuevo como un mozo.
Conde Otto. ¡Ea, esbirros! ¡Prendedla
y traedla aquí!

Teobaldo. Responde al llamamiento,

Catalina (A los jueces, cuando la rodean los esbirros.)


¿Qué quieren de mí?

Wenzel, ¿Alguna vez se vio


criatura más terca?

Conde Otto {Cuando la niña se coloca ante la barra.)


¡A nuestras preguntas
darás respuesta, y sea clara y concisa!
Pues nosotros, guiados por la conciencia,
somos tus jueces. Si en algo has errado,
tu alma altanera deberá acatar
nuestra sanción.

Ca talina. Nobl es señores, ¿qué queréis saber7

Conde Otto. ¿Por qué al llegar Friedrich conde vom Strahl


a casa de tu padre, ante sus pies,
como se hace ante Dios, te prosternaste?
¿Por qué, cuando él marchó, de la ventana
te arrojaste; cual presa de delirio,
a la calle? Apenas cicatrizara
tu herida, ¿por qué errante le seguías,
sin que te amedrentara noche o niebla,
por doquiera que fuera su corcel?

Catalina (Al conde, ruborizándose.)


¿Debo decirlo aquí, ante estos hombres?

Conde vom Strahl. La necia malhadada, en su delirio,


¿Me lo pregunta a mtl Tendrás bastante
confesando cuando ellos te lo exijan.

Catalina (Cayendo por tierra.)


¡Toma, señor, mi vida si falté!
Lo que ocurrió en lo hondo de este pecho,

34
si Dios no lo castiga, nadie tiene
por qué saberlo, ¡Es crueldad preguntarlo!
Si tú quieres saberlo, y bien, pregunta:
¡lees en mí como en un libro abierto!

Hans. ¿Se vio algo así desde que el mundo es mundo?

Wenzel. En el poWo, a sus pies...

Hans. Y de rodillas...

Wenzel, ¡Como ante el Redentor nos prosternamos!

Conde vom Strahl (A ios jueces.)


Dignos señores, ¡no me atribuyáis
a mí la necedad de esta muchacha!
Es un delirio, claro está, aunque vuestro
sentido, como el mío, no acierte aun
con la causa. Dejadme interrogarla:
¿no os harán mis preguntas entender
si es mi alma culpable o inocente?

Conde Otto (Mirándolo con aire escrutador.)


¡Sea! Intentad, señor conde, interrogadla.

Conde vom Strahl (A Catalina, que sigue de rodillas.)


¿Me confiarás el fondo más secreto,
Catalina, de aquellos pensamientos
en un rincón del pecho adormilados?

Catalina, Todo mi corazón, si lo deseas,


señor, pues sabes bien cuanto contiene.

Conde vom Strahl. Revela con palabra franca y clara,


qué te hizo huir de casa de tu padre,
¿Por qué sigues las huellas de mis pasos?

Catalina. ¡Mi alto señor! Preguntas demasiado.


Aunque estuviera, como ahora ante ti,
frente yo a mi conciencia: Ni ese trono
áureo y sus llamas podrían confundirme,

35
y cada pensamiento mío responde
a tu pregunta siempre: no lo sé.

Conde vom Strahl. ¿Me mientes, niña? ¿Intentas engañarme?


¿A mí, el que encadenara tus sentidos?
¿Ante cuya mirada, como rosa
que despliega a la luz su tierno cáliz,
te inclinas...? ¿Lo que hice contigo, sabes?
¿Cuál fuera tu experiencia en cuerpo y alma?

Catalina. ¿Dónde?

Conde vom Strahl. Aquí, allá...

Catalina. ¿Cuándo?

Conde vom Strahl. Antes o después.

Catalina. Alto señor, ayúdame.

Conde vom Strahl. Sí, ayudarte,


extraño ser... (Se interrumpe.)
¿No hay nada que recuerdes?

(La niña baja los ojos.)

¿En qué lugar me viste, que ahora tengas


más que cualquier otro presente?

Catalina. El Rin
más que todos lo tengo ahora presente.

Conde vom Strahl. Justo. Allí fue. Eso quería saben


lo roca en sus orillas, donde juntos
descansamos, al sol del mediodía...
¿Nada recuerdas de lo que ocurrió?

Catalina. No, mi honrado señor.

Conde vom Strahl. ¿Nada? A tus labios


¿qué pude yo ofrecer, qué refrigerio?

36
Catalina. Al no aceptar tu vino, al fiel Gottschalk
enviaste a la gruta y que trajese
para mí otra bebida.

Conde vom Strahl. Y te tomé


yo de la mano, y acerqué a tus labios...
¿No? ¿Por qué ahora vacilas?

Catalina. ¿Cuándo?

Conde vom Strahl. Entonces.

Catalina. No, mi alto señor.

Conde vom Strahl. Cierto, más tarde.

Catalina. ¿En Estrasburgo?

Conde vom Strahl. O antes.

Catalina. No, jamás


me tomaste de la mano.

Conde vom Strahl. ¡Catalina!

Catalina (Enrojeciendo.)
¡Ah perdona: en Heilbronn!

Conde vom Strahl. ¿En qué momento?

Catalina. Cuando reparaba


mi padre tus ameses.

Condé vom Strahl. ¿Nunca más?

Catalina. No, mi alto señor, nunca.

Conde vom Strahl. ¡Catalina!

Catalina. ¿Mimano?

37
Conde vom Strahl. O de otra forma, qué sé yo.

Catalina (Reßexiona.) En Estrasburgo, quizá,


la barbilla...

Conde vom Strahl, ¿Cuándo?

Catalina. Sentada en el umbral, lloraba


yo, sin querer atender tus razones.

Conde vom Strahl. ¿No querías entender?

Catalina. No, de vergüenza.

Conde vom Strahl. ¿Te avergonzabas? Cierto. A mi propuesta


te encendiste de rubor hasta el cuello.
Y ¿cuál fue mi propuesta?

Catalina, Que mi padre,


según decías, en tierras de Suabia
sufriría por mí, y me preguntaste:
¿no querrías que ahora mis caballos
te devolvieran a tu hogar y al padre?

Conde vom Strahl {Con frialdad.)


¿No se trata de eso...? ¿En qué otro instante
de la vida pudimos encontrarnos..,?
Fui a yerte a veces en aquel establo.

Catalina. No, mi honrado señor.

Conde vom Strahl, ¿No? ]Catalina!

Catalina. Jamás me visitaste en el establo,


y menos me tocaste.

Conde vom Strahl. ¿Cómo? ¿Nunca?

Catalina. No, honrado señor mío.

Conde vom Strahl. ¡Catalina!

38
Catalina (Con pasión,) Nunca, mi alto señor, no ocurrió nunca.

Conde vom Strahl. ¡A fe mía, vean qué mentirosa!

Catalina, ¡Del premio eterno abjuro, que me pierda


para siempre, si alguna vez...!

Conde vom Strahl (Con fingida vehemencia.) ¡Perjura!


[La moza casquivana, acaso piensa
que Dios perdonará a su sangre joven...!
Cinco días ha —ya era el atardecer—
¿qué pasó en mis establos cuando a Gottschalk
mi escudero ordené retirarse?

Catalina. ¡Jesús! No pensé en eso... En el establo


de Strahl me visitaste.

Conde vom Strahl ¡Al final se descubre! Y, cosa frívola,


¡perjuró el premio etemo de su alma!
En el establo, en Strahl, te visité.

(Catalina se echa a llorar. Una pausa.)

Conde Otto. Torturas a la niña demasiado.

Teobaldo (Se acerca a ella, conmovido.)


Ven, hija mía, (Trata de alzarla hasta su pecho.)

Catalina. ¡Déjame, déjame!

Wenzel. No es comportarse con humanidad,


digo yo.

Conde Otto. A fin de cuentas, no hubo nada


en el establo.

Conde vom Strahl. Si me creéis, señores,


culpable, ¡sea! Ordenad, y que esto acabe.

Conde Otto. Debíais interrogar, no escarnecerla


con un triunfo cruel. Si tal potencia

39
os fue otorgada por naturaleza,
servirse de ella así es más odioso
que ese arte del diablo que os achacan.

Conde vom Strahl (Alzando a Catalina.)


¡Señores, cuanto hice fue solamente
para exaltarla en triunfo ante vosotros!
Por mi persona... (Señalando a tierra.)
¡Arrojo allí mi guante!
Si la creéis pura de culpa, como lo es,
bien está, permitid que se retire.

Wenzel. Lo deseáis, creo, por muy buenas razones.

Conde vom Strahl. ¿Razones? ¡Poderosas! ¿No querréis


escarnecerla con bárbaro triunfo?

Wenzel (Con intención.)


Si os parece, deseamos todavía
oír qué pasó en Strahl en aquel establo.

Conde vom Strahl. Señores, ¿aún queréis...?

Wenzel. ¡Precisamente!

Conde vom Strahl (Enrojeciendo, se dirige a Catalina.)


¡De rodillas! (Catalina se deja caer de rodillas
delante de él.)

Conde Otto. ¡Muy diestro sois, señor


conde Friedrich vom Strahl!

Conde vom Strahl (A Catalina.) A mí, a mí solo


responderás.

Hans. ¿Perdón? También nosotros...

Conde vom Strahl, No temas. Aquí sólo ha de juzgarte


aquel a quien tu alma libremente
se somete.

40
Wenzel, Esos medios...

Conde vom Strahl (Con violencia reprimida.) Digo, ¡no!


¡Me lleve el diablo si queréis forzarla!
¿Qué queréis saber, honrados señores?

Hans (Irritado.) ¡Por el cielo!

Wenzel. ¡Tal terquedad...!

Hans. ¡Ea, esbirros!

Conde Otto (A media voz.)


¡Paciencia, amigos! No olvidéis quién es.

Primer juez. Acabamos de verlo, con astucia


logró que hablara.

Segundo juez. ¡Eso mismo digo!


Se le puede confiar este negocio.

Conde Otto (Al conde vom Strahl.)


¿Qué pasó hace cinco días —pregúntale—
en el establo de Strahl, por la tarde,
cuando ordenaste a Gottschaik retirarse?

Conde vom Strahl (A Catalina.)


Hace cinco días, por la tarde,
¿qué ocurrió en mis establos, cuando a Gottschaik
mi escudero ordené retirarse?

Catalina. ¡Mi alto señor! Perdona mi omisión:


ahora todo, en detalle, he de exponerlo.

Conde vom Strahl. Bien... Te acaricié y luego... ¿No? ¡Por cierto!


¿Lo confesaste ya?

Catalina. Sí, mi honrado señor.

Conde vom Strahl. ¿Y así?

41
Catalina. ¿Mi alto señor?

Conde vom Strahl ¿Qué te pregunto?

Catalina. ¿Qué me preguntas?

Conde vom Strahl {Dilol ¿Ahora enmudeces?


Te estreché contra mí, dándote un beso,
y con mi brazo...

Catalina. No, mi alto señor.

Conde vom Strahl ¿O acaso...?

Catalina. De tu lado me apartaste


con el píe.

Conde vom Strahl ¿Con el pie? No lo haría a un peno.


¿Por qué fue? ¿Qué me hiciste?

Catalina. Porque al padre


que lleno de paciencia y bondad vino
con sus caballos a buscarme, llena
de terror, me atreví a volver la espalda
y, rogándote que de él me amparases,
me desplomé a tus pies como inconsciente.

Conde vom Strahl ¿Y así te habría apartado con el pie?

Catalina. Sí, mi alto señor.

Conde vom Strahl {Bonita farsa!


Fingías, en presencia de tu padre,
decidida a seguir en mi castillo.

Catalina. No, mi honrado señor.

Conde vom Strahl Entonces ¿dónde?

Catalina. Cuando el látigo, con el rostro en cólera,


blandiste, me escurrí por la mohosa

42
puerta y hallé refugio junto al muro
que perfumaban matas de saúco
y donde un verderón había anidado.

Conde vom Strahl. ¿Y de allí te expulsé yo con mis perros?

Catalina. No, mi honrado sefíor.

Conde vom Strahl, ¿Y al huir tú


de la jauría, pasando mis límites,
aun al vecino exhorté a perseguirte?

Catalina. No, mi honrado señor. ¿Qué estás diciendo?

Conde vom Strahl ¿No,..? Me censurarán estos señores.

Catalina. Poco te inquietas por estos señores.


AI tercer día me enviaste a Gottschalk,
quien dijo: mi señor mucho te aprecia,
mas debía ser sensata, y alejarme.

Conde vom Strahl ¿Y respondiste?

Catalina. Que si al verderón


y su endecha soporta en los arbustos
de saúco, igualmente a la niña
de Heilbronn deberías soportar.

Conde vom Strahl (Ayudándola a incorporarse.)


Podéis, jueces de la Fema, conmigo
y con ella hacer ya lo que queráis.

(Una pausa.)

Conde Otto. iIncauto soñador, al que así escapan


las tretas más corrientes de la vida...!
Si, como yo, os formasteis vuestro juicio,
señores, podemos reunir ios votos.

43
Wenzel. ¡Decidido 1

Hans. ¡A votar!

Todos. ¡Votemos!

Un juez. ¡Necio
quien no entienda que nada hay que juzgar!

Conde Otto. Heraldo, emplea tu yelmo como uma.

(El heraldo de la Fema reúne las bolillas en su yelmo y lo trae al


conde. Este se pone en pie.)

Señor Friedrich Wetter conde vom Strahl,


unánime la Fema aquí te absuelve,
y a ti, Teobaldo, instamos, nunca vuelvas
a nosotros con tal acusación,
salvo que aduzcas razones más sólidas.

(A los jueces.)

¡En pie, señores! Cierro la sesión.

(Los jueces se ponen en pie.)

Teobaldo. Altos jueces, ¿pronunciáis su inocencia?


Dios creó el mundo, afirmáis, de la nada:
y aquel que por la nada y en la nada
lo destruye, volviendo ai primer caos,
¿no diremos que es Satán en persona?

Conde Otto. ¡A callar, viejo obtuso! No vinimos


a enderezar tu magín extraviado.
¡Mozo, a tu oficio! ¡Véndale los ojos
y guíalo de nuevo a campo abierto!

Teobaldo. ¿Campo afuera? ¿A mí, anciano desvalido?


¿Y aquí mi única niña...?

Conde Otto. Señor conde.

44
i esta misión os confía la Fema!
Más de una prueba disteis del poder
que ejercéis, dadnos ahora la más ardua,
reconciliadla con su anciano padre.

Conde vom Strahl, Señores, si lo puedo hacer, se hará...


¡Doncella!

Catalina. ¿Alto señor?

Conde vom Strahl. ¿Me amas?

Catalina. ¡Con todo


el corazón!

Conde vom Strahl. Haz lo que ruego.

Catalina. Explícalo.

Conde vom Strahl. No me persigas, vuélvete a Heilbronn.


¿Lo harás?

Catalina. Así te había prometido.

(Cae desmayada.)

Teobaldo (Tomándola en brazos.)


¡Mi única hija! ¡Ayúdame, Dios del cielo!

Conde vom Strahl (Volviéndose.)


¡Ea, mozo, tu pañuelo!

(Se venda los ojos.)

Teobaldo. ¡Ojo maldito


de mortal basilisco! ¿Aun debía ver
esta prueba final de tu potencia?

Conde Otto (Abandonando el sitial de jue:.)


Señores, ¿qué ocurrió?

45
Wenzel Cayó por tierra.

(La contemplan.)

Conde vom Strahl (A los esbirros.)


¡Guiadme ya!

Teobaldo. ¡Así fuera al mismo infierno!


¡Sus porteros, con coronas de sierpes,
te echen Jas garras y a diez mi toesas
más hondo que sus llamas más voraces
te precipiten!

Conde Otto. ¡Calla, anciano, calla!

Teobaldo {Llora.)
¡Pequeña Catalina, hija mía!

Catalina. ¡Ay!

Wenzel (Jubiloso.)
¡Abre ios ojos!

Hans. ¡Vuelve en sí!

Conde Otto. En la casa


del guardabosque encuentre asilo. ¡Vamos!

{Salen todos.)

46
A CTO H

Lugar; El bosque delante de la gruta del Tribunal Secreto.

ESCENA PRIMERA

El Conde vom Strahl. (Entra, con los ojos vendados, guiado por
dos esbirros, que le quitan la venda y vuelven a entrar en la gruta.
El se arroja al suelo y prorrumpe en sollozos.)

Me echaré ahora aquí, como un pastor, a desahogar mi llanto.


El sol brilla aun rojizo entre los troncos en que se apoya la
bóveda del bosque. Si al cabo de un breve cuarto de hora de
descanso, apenas el sol se haya ocultado detrás de las colinas,
me pongo en marcha hacia Blachfelde, donde empieza el
camino, aún podré llegar al castillo Wetterstrahl antes de que
hayan apagado las luces. Imaginaré que allá abajo, donde
brota la fuente, mis caballos son ovejas y cabras que trepan
por la roca y pacen la amarga hojarasca de los arbustos: me
cubriera una blanca sábana de lino, ceñida con bandas rojas,
y a mi alrededor se agitara un enjambre de vientos impetuo­
sos, para llevar los suspiros que salen de mi pecho oprimido,
derecho hasta el oído de los dioses benévolos, íL o digo de
verdad! Hojearé el glosario de mi lengua materna y el abul­
tado capítulo que registra esta voz: Sentimiento de tal modo
saquearé que ningún poetastro encontrará algún giro original
para decir; estoy confuso* Sacaré a luz lo más conmovedor de
la melancolía, el goce y una mortal turbación alternarán en mi
voz, como una bella bailarina que exhibe todas las gracias que
encantan el alma; y si los árboles no se agitan para hacer llover
su dulce rocío, es que son de madera, y cuanto de ellos nos
cuentan los poetas no es más que pura fábula. Oh tú... ¿cómo
nombrarte? ¡Pequeña Catalina! ¿Por qué no puedo llamarte
mía? ¿Por qué no puedo alzarte y transportarte al perfumado
baldaquín que erigió mi madre en nuestro cuarto de aparato?
¡Tu cuya alma, tal como hoy se alzó desnuda ante mí,
desbordaba la más voluptuosa belleza, como los óleos con que
han ungido a la novia de un rey persa y que inundan todos los
tapices cuando la conducen hasta la real alcoba! ¡Catalinita,
niña, muñequíta! ¿Porqué mees imposible? Demasiado bella
para cantarte, inventaré otro modo para que estés en mi llanto.
Destaparé todos los frascos de la sensibilidad y obtendré con
mis lágrimas una mezcla tan peculiar, terrenal y divina, un
raudal tan místico y a la vez lujurioso, que cada ser humano
en cuyo pecho lo vierta exclamará: ¡son lágrimas derramadas
por Catalina de Heilbronn. J Reverendos y barbados ancia­
nos, ¿qué pretendéis de mí? ¿Por qué dejáis vuestros cuadros
dorados, los blasones de mis antepasados que pueblan allá mi
sala de armas, para congregaros aquí en inquieta asamblea,
agitando alrededor de mí los respetados rizos? ¡No, no, no!
Verdad que la amo, pero no con deseo; me uniré a vuestro
altivo cortejo, antes de que vinierais ya estaba decidido. Y a
ti, Winfried, el primero de mi nombre y sagrado por la
coronilla de Zeus, te pregunto: ¿Era como ella la madre de mí
estirpe? ¿Irradiaba igual virtud piadosa, sin mancha en cuerpo
y alma, que al mismo tiempo inspira los deseos? ¡Oh Winfried,
ceñudo ancestro! Beso tu mano y te agradezco la existencia.
Pero si a ella la hubiese apretado contra el pecho de acero,
. ¡hubieras engendrado un linaje de reyes y Wetter von Strahl
sería la ley sobre la tierra! Lo sé, he de recobrarme y
cicatrizará esta herida: en el hombre ¿qué herida no cicatriza?
Pero si alguna vez encuentro una mujer, Catalinita, que sea
como tú; para ello recorreré todas las comarcas y aprenderé
las lenguas que allí hablan, y alabaré a Dios en cada dialecto
que encuentre...jGoltschalk!

ESCENA H

Gottschalk. El Conde vom Strahl.

Gottschalk (Fuera.) ¡Eh, allí! ¡Señor conde vom Strahl!

Conde vom Strahl. ¿Qué ocurre?

Gottschalk. ¡Por los demonios...! Ha llegado un mensajero de vuestra


señora madre.

Conde vom Strahl. ¿Un mensajero?

Gottschalk. Cabalgó a rienda suelta y jadea su jamelgo; lo juro, si


vuestro castillo hubiera sido el arco y él la flecha, no habría
podido venir más disparado,

Conde vom Strahl. ¿Qué tiene que decirme?

Gottschalk. ¡Eh, digno Franzi

ESCENA HI

Entra el caballero Flammberg. Los anteriores.

Conde vom Strahl. ¡Flammberg,..! ¿Qué te trae hasta mí con tanta


prisa?

49
Flammberg. ¡Noble señor! Orden de vuestra madre la condesa; ¡me
ordenó tomare! caballo más veloz y salir a vuestro encuentro!

Conde vom Strahl. ¿Y bien? ¿Qué tienes que decirme?

Flammberg. ¡Guerra —voto al cielo— guerra! Declaración de un


nuevo litigio, según ella acaba de oírlo de labios de
un heraldo.

Conde vomStrahl {Atónito,) ¿De quién..,? ¿No del burgrave, con quien
hace poco hice las paces?

(Se coloca el yelmo.)

Flammberg, Del rin grave, retoño vom Stein, que tiene su sede junto al
Neckar, tierra de viñedos.

Conde vom Strahl. ¡Del ringrave.,,! ¿Qué tengo yo que ver con el
ringraye, Flammberg?

Flammberg. ¡Por el cielo! ¿Qué teníais que ver con elburgrave? Y ¿qué
querían de vos tantos otros, antes de llegar a las manos con el
burgrave? Si no pisoteáis el fueguecito griego que engendra
esta pendencia, veo a todas las sierras de Suabia encenderse
contra vos, sin hablar de los Alpes y del Hunsrück.

Conde vom Strahl. ¡No es posible! La señorita Cunigunda...

Flammberg. El rin grave exige, en nombre deCunigunda von Thumek,


retrocesión de vuestro dominio de Stauffen; de esas tres
ciudades y diecisiete aldeas y villorrios a vuestro abuelo Otto,
por cláusula expresa, cedidos mediante compra por el suyo,
Peter, como antes los habían hecho al burgrave de Friburgo
y, en tiempos más lejanos, sus primos, en nombre de ella.

Conde vomStrahl (Alzándose.) ¡DeliranteGorgonaJ ¿No es ya el tercer


caballero del Imperio que azuza contra mí, como si fuera un
perro, para expulsarme de esas tierras? Se diría que todo el-
Imperio come de su mano. Cleopatra encontró uno y, cuando
éste se quebró los cuernos, ningún otro bajó a la palestra; ésta
en cambio se sirve de todo aquel que le ha sacrificado una
costilla y, por cada uno que le devuelvo deshilacliado, otros
diez brotan contra mí... ¿Qué razones alega él esta vez?

50
Flammberg. ¿Quién? ¿El heraldo?

Conde vomStrahl. ¿Qué motivos aduce?

Flammberg. Ah, mi bravo señor, hubiera debido enrojecer.

Conde vomStrahl. Hablaría de Peter vom Thurneck.., ¿no es así? ¿De


una yenta ilícita de esas tierras?

Flammberg. Lo habéis dicho. Y de las leyes de Suabia; mezclando cada


tres palabras "obligáción" y “conciencia” en su discurso, e
invocando a Dios como testigo de que sólo las más puras
intenciones podrían inducir a su señor, el ringrave, a abrazar
la causa de la damisela.

Conde vom Strahl. ¿Pero sin mencionar las rojas mejillas de la dama?

Flammberg. De eso no dijo ni mu.

Conde vom Strahl. ¡Se la lleven las viruelas! ¡Si pudiera recoger todo
el rocío nocturno, para volcarlo a baldes sobre su blanco
cuello! Su maldita carita es la razón primera de todas estas
guerras contra mí; y hasta que consiga envenenar la nieve de
marzo con la que se lava, no me darán paz los hidalgos del
país. ¡Por ahora, paciencia...! ¿Dónde se encuentra de mo­
mento?

Flammberg. En el burgo de Stein, donde desde hace tres días celebran


tales juergas que cruje el firmamento y nadie sabe dónde
mirar el sol, la luna y las estrellas. El burgrave, a quien ella
dio calabazas, dicen que medita venganza; si le enviáis un
mensajero, seguro que se alistará con vos contra el ringrave.

Conde vomStrahl. ¡Lo veremos! ¡Traiganmis caballos, ypartamos.,.!


Le juré a esta joven intrigante que si no deponía las armas de
su carita bribona que usa contra mí, le haría una broma que
par a siempre ten dría que esconder esa cara con un velo. Como
que alzo esta diestra, ¡cumpliré mi palabra! ¡Seguidme,
amigos!

(Salen todos.)

51
Lugar: En una choza de carboneros en la serranía. Es de noche.
Trueno y relámpagos.

ESCENA IV

Entran el burgrave de Friburgo y Georg von Waldstätten.

Friburgo (Da órdenes haciafuera de la escena.) ¡Bajadla del caballo!


(Se oye un gran trueno.) ¡Eh, que caigan donde se les antoja,
mientras no sea el cráneo empolvado de mi amada prometida,
la Cunigunda von Thumeck!

Una voz (Desde fuera). ¿Eh, dónde estáis?

Friburgo. ¡Aquí!

Georg. ¿Pasasteis alguna vez una noche semejante?

Friburgo. Chorrea eí cielo, anegando bosques y colinas, como si


amenazara otro diluvio universal... ¡Bajadla del caballo!

Una voz (Fuera.) No se menea.

Otra voz. Yace como muerta, a los pies del caballo.

Friburgo. ¡Pantomimas! Lo hace únicamente para no perder sus


dientes postizos. Explicadle que soy el burgrave de Friburgo
y que he contado los auténticos que le quedan en la boca...
¡Y bien! Traedla.

Aparece el caballero Schauermann, trayendo a hombros


a la señorita de Thurneck.

Georg. Hay allí una choza de carboneros.

52
ESCENA V

El caballero Schauermann con la señorita, el caballero Wetzlafcon


los secuaces del burgrave. Los anteriores.

Friburgo (Golpeando a la puerta de la choza,) ¡Eh, de la casa!

Primer carbonero {Dentro.) ¿Quién llama?

Friburgo. ¡No preguntes, tunante, y ábrenos!

Segundo carbonero {Dentro.) ¡Hola! Pero antes tengo que hacer girar
la llave. Ni que fuera el Emperador en persona,

Friburgo, ¡Bribón! Si no es él, es alguien que aquí manda y desgajará


su cetro de una rama para mostrártelo.

Primer carbonero {Aparece con una linterna.) ¿Quiénes sois? ¿Qué


queréis?

Friburgo. Soy un gentilhombre, y esta dama, que aquí traemos medio


muerta, ésta es...

Schauermann {Desde detrás.) ¡Fuera esa luz!

Wetzlaf. ¡Quítale la linterna de la mano!

Friburgo {Mientras le quita la linterna.) ¡Eres astuto! ¿Pretendes


fisgonear?

Primer carbonero. Señores, ¡espero que a astuto no me gana nadie!


¿Por qué me quitáis la linterna?

Segundo carbonero. ¿Quiénes son? V ¿qué quieren?

Friburgo. ¡Caballeros, villano, ya te lo he dicho!

Georg. Gentilhombres, buena gente, y la tormenta nos sorprendió de


camino.

Friburgo {Interrumpiéndolo.) Hombres de armas, que vienen de

53
Jerusalén y vuelven a la patria; y esa dama que traemos, de
pies a cabeza envuelta en su pelliza, ésa es...

(Redoble de trueno.)

Primer carbonero.Ea, traes tanto cuento que las nubes se parten... ¿Pe
Jerusalén, dices?

Segundo carbonero. El vozarrón del trueno no deja oír una palabra.

Friburgo. De Jerusalén, sí.

Segundo carbonero. ¿Y esa mujercita, así transportada...?

Georg CSeñalando al burgrave.) Del señor es la hermana enferma,


buena gente, y requiere...

Friburgo (Interrumpiéndolo.) Sí, su hermana, bribón, y esposa mía;


casi agoniza, como ves, medio muerta por ios pedruscos del
granizo, de modo que no puede pronunciar palabra: pide un
lugar en tu cabaña, hasta que pase la tormenta y amanezca.

Primer carbonero. ¿Ruega un abrigo en mi choza?

Georg. Sí, valientes carboneros; hasta que amaine el temporal y


podamos reanudar nuestro viaje.

Segundo carbonero. A fe, que no valía la pena gastar tantas palabras


para pedirlo.

Primer carbonero (.Hacia adentro.) ¡Isaac]

Friburgo. ¿Aceptas?

Segundo carbonero. A los mismos perros del Emperador, si aullaran


delante de mi puerta... jlsaac! Bribón, ¿no oyes?

Mozo {En la choza.) Eh, digo yo. ¿Qué ocurre?

Segundo carbonero. Sacude la paja, tunante, y cúbrela con mantas:


¡tenemos una mujercita que va a refugiarse en nuestra choza!
¿Has oído!

Friburgo. ¿Quién habla ahí dentro?

54
Primer carbonero. Nada, un rubito de diez años que nos echa una
mano.

Friburgo. Bien... ¡Entra, Schauermann! Saltó el cerrojo.

Schauermann. ¿Adónde?

Friburgo. ¡Quémásda.J ¡Echalaenalgúnrincón...! Apenas amanez­


ca, ya te despertaré,

(Schauermann transporta su carga al interior.)

ESCENA VI

Los anteriores, menos Schauermann y la señorita.

Friburgo. ¡Ahora, Georg, hago vibrar todas las cuerdas dei júbilo! ¡La
tenemos, es nuestra esa Cunigunda von Thumeckí Como que
me bautizaron con el nombre de mi padre, ¡ni por todo ei cielo
al que recé en mi juventud renunciaría al placer que será mío
cuando llegue la aurora,..! ¿Por qué no viniste antes de los
Waldstätten?

Georg. Porque no se te ocurrió llamarme antes.

Friburgo. ¡Ah, Georg! ¡La hubieras visto, cuando se presentó a


caballo, como en una fábula, rodeada por los señores de la
comarca igual que un sol y sus planetas! ¿No es como si dijera
a los guijarros que echaran chispas a su paso: deberíais
fundiros al verme? No era más divina y hechicera que ella
Talestris, reina de las amazonas, cuando bajó del Cáucaso
para pedirle un beso a Alejandro Magno.

Georg, ¿Dónde la atrapaste?

Friburgo. A cinco horas, Georg, a cinco horas de la Steínburg, donde


durante tres días el rió grave la agasajara con fiestas clamoro­
sas. Apenas la habían dejado los jinetes de su séquito cuando

55
a su primo Isidoro, que le hacía de escolta, lo revolqué por la
arena, la obligué a ella a montar en mis caballos morcillos y
salimos de allí a todo galope.

Georg. Pero, ¡Max, Max! ¿Qué intención...?

Friburgo. Ya te explicaré, amigo.

Georg, ¿Qué pretendías con tan descomunales peripecias?

Friburgo. ¡Querido, excelso, sorprendente amigo! Miel hiblea para


este pecho resecado por la sed de venganza. ¿Por qué aguantar
más tiempo o que esta imagen sin substancia, como diosa del
Olimpo, se alce en su pedestal, mientras las gentes como
nosotros desiertan los ámbitos de las iglesias cristianas?
Mejor arremeter y echarla por tierra, píes en alto, para que
vean todos que nada tiene de divino.

Georg. Confiésame, te ruego, ¿qué es lo que te ha llenado de un odio


tan insaciable contra ella?

Friburgo. ¡Ah, Georg! El hombre puede arrojar a una charca cuanto


posee, pero no un sentimiento. Yo la amaba, Georg, y ella no
lo merecía. La amaba y hallé sólo desprecio. Te diré más...
pero me aterra sólo pensarlo. ¡Georg, Georg! Cuando a los
diablos no se íes ocurre alguna estratagema, no tienen más
remedio que preguntarle a un gallo, que en vano se vuelve
hacia su gallina, y entonces ven que, comida por la lepra, ella
no sirve para sus bromas.

Georg. ¿No meditarás una venganza indigna de un gentilhombre?

Friburgo. ¡Dios me guarde de eso! Pero a ningún gañán confiaré tal


misión... La llevaré a la Steinburg y al ringrave, y lo único que
haré será arrancar la bufanda que la cubre: ¡será ésa toda mi
venganza!

Georg. ¿Cómo? ¿Arrancar la bufanda?

Friburgo. Sí, Georg, y convocar al pueblo.

Georg. Y, cuando ello ocurra, ¿es tu intención...?

56 .
Friburgo. Sí, acerca de ella me pondré a filosofar. Primero plantearé
un teorema metafísico, a modo de Platón, para explicarlo
después como lo hizo Diógenes el cínico. El ser humano es...
pero, ¡silencio! (Escucha.)

Georg. Y bien, ¿el ser humano es.,.?

Friburgo. El ser humano es, según Platón, un bípedo sin plumas, y


sabes cómo lo demostró Diógenes: desplumó a un gallo, creo,
y lo lanzó a la plaza... Y esta Cunigunda, amigo, esta
Cunigunda von Thumeck es, a mi juicio... Pero, ¡silencio!
¡Desmonta alguien allí de su caballo!

ESCENA VH

Entran el conde vom Strahl y el caballero Flammberg. Más tarde,


Gottschalk. Los anteriores.

Conde vom Strahl (Golpea a la puerta de la choza.) ¡Eh, allí!


iValicn tes carboneros í

Flammberg. Es una noche como para que los lobos busquen refugio en
un despeñadero.

Conde vom Strahl. ¿Nos permitirán entrar?

Friburgo (Saliéndole al paso.) ¡Perdón, señores! Quienquiera que


seáis...

Georg. No es lícito pasar.

Conde vom Strahl. Y ¿por qué no?

Friburgo. Porque allí no hay lugar para unos ni para Otros. Yace dentro
mi esposa medio muerta, y el último recoveco lo ocupan sus
servidores: no pretenderéis echarlos fuera.

57
Conde vom Strahl ¡No, a fe de caballero! Deseo más bien que pronto
se restablezca... ¡Gottschalk!

Flammberg. O sea que debemos pasar la noche en la hostería del cielo


estrellado.

Conde vom Strahl. ¡Gottschalk, repito!

Gottschalk (Desde fuera.) ¡Aquí estoy!

Conde vom Strahl. ¡Trae las mantas! Nos haremos un refugio debajo
de la arboleda.

Entran Gottschalk y el mozo carbonero.

Gottschalk (Trayendo las mantas.) Averigüe el diablo en quénegocios


se andan por aquí. Me dice el mozo que hay allí dentro un
hombre con arm adura que custodia a una damisela; y ella está
atada y con Ja boca tapada, como un ternero camino del
matadero.

Conde vom Strahl, ¿Qué dices? ¿Una damisela? ¿Alada y con la boca
tapada...? ¿Quién te lo dijo?

Flammberg. ¡Joven! ¿De dónde sabes eso?

Mozo carbonero (Aterrado.) ¡Sht...! ¡Por todos los santos! Señores,


¿qué hacéis?

Conde vom Strahl. Ven aquí.

Mozo. Lo digo: ¡sht!

Flammberg. ¿Quién te lo dijo? Habla.

Mozo (Con aire de misterio, después de mirar en torno.) Lo yí yo


mismo, Yacía en la paja, tal como la trajeron y, segün decían,
enferma. Le acerqué la lámpara y la vi rozagante y con las
mejillas como nuestra Lore. Lloriquea y, apretándome la
mano, me habló tan claro Como un perro inteligente: “Líbra­
me, querido mozuelo, líbrame”, que lo entendí con mis ojos
y lo oí con mis dedos.

58
Conde vom Strahl. ¡Ea, rubito, hazlo!

Flammberg. ¿Por qué vacilas?

Conde vom Strahl. ¡Libérala y tráela aquí!

Mozo (Temeroso.) ¡Sh tí, repito,.. ¡Quisiera verlos mudos como peces!
¿Si se levantan esos tres y vienen, y comprenden lo que
ocurre?

(Apaga su linterna de un soplo.)

Conde vom Strahl. No, valiente mozo, no,

Flammberg. No oyeron ni una palabra.

Conde vom Strahl. No hace más que cambiar de lugar, a causa de la


lluvia.

Mozo (Mirando a su alrededor.) ¿Vais a defenderme?

Conde vom Strahl. Como que soy un caballero, está seguro.

Flammberg. Puedes tener confianza.

Mozo. ¡Bueno! Se lo diré a mi padre... Observad lo que hago, y si yoy


hada la choza o no.

(Habla con sus mayores, reunidos al fondo alrededor del fuego, y


se pierde en dirección de la choza.)

Flammberg. ¿Qué mochuelos son éstos? ¿Caballeros deBelcebú de La


orden de la capa nocturna? ¿Buscan a su consorte por ios
caminos, y se la llevan atada de pies y manos?

Conde vom Strahl. ¿Que estaba enferma, eso dijeron?

Flammberg. ¡Que se moría, y agradecieron cualquier ayuda!

Gottschalk. ¡Un poco de paciencia! Ya la liberaremos.

(Una pausa.)

59
Schauermann (En la choza.) ¡Eh, quieto! ¡Traidor!

Conde vom Strahl. ¡Al ataque, Flammberg! ¡Levántate!

(Se Incorporan.)

Friburgo. ¿Qué ocurre?

(El bando del burgrave también se pone en pie.)

Schauermann (Dentro.) ¡Me han atado! ¡Me han atado!

(Aparece la señorita.)

Friburgo. ¡Por los dioses! ¿Qué veo?

ESCENA Vni
La señorita Cunigunda von Thurneck en vestido de viaje, con el
cabello suelto. Los anteriores.

Cunigunda (Echándose a los pies del conde vom Strahl.)


¡Mi salvador! ¡Quienquiera que seáis!
¡A una dama burlada y ultrajada
dad amparo! Ha jurado el caballero
proteger la inocencia: ¡aquí la veis,
en tierra prosternada os lo recuerda!

Friburgo. \Arrastradla, os lo ordeno!

Georg (Deteniéndolo.) Afex, escúchame.

Friburgo. ¡Arrebatadla, digo: que no hable!

Conde vom Strahl. ¡Alto ahí, caballeros] ¿Qué queréis?

60
Friburgo. A mi esposa, eso quiero... ¡Ea, atrapadla!

Cunigunda. ¿Esposa tuya, yo? ¡Embustero!

Conde vom Strahl. ¡Nadie


la toque! ¡Si algo quieres de esta dama,
dímelo a mí! Ahora me pertenece,
pues a mi amparo dijo someterse.

(La ayuda a incorporarse.)

Friburgo. ¿Quién es el arrogante que entre dos


cónyuges se interpone? ¿Quién derecho
te dio a apartarme de mi propia esposa?

Cunigunda: ¿Yo, tu esposa? ¡Canalla, ni por pienso!

Conde vom Strahl. ¿Y tú quién eres, ganapán, que mientes


llamándola con lengua infame esposa;
la dices tuya, seductor maldito,
¿qué demonio te la confió, ligada
y amordazada, para tristes bodas?

Friburgo. ¿Cómo? ¿Qué? ¿Quién?

Georg. Max, te ruego.

Conde vom Strahl. ¿Quién eres?

Friburgo. Señores, gran error...

Conde vom Strahl. ¿Quién eres?, digo.

Friburgo. Cometéis, al creer....

Conde vom Strahl. ¡Traed una luz!

Friburgo. Esta mujer, en cuya compañía...

Conde vom Strahl. ¡Repito,


traigan luz!

61
Gotischalk y los carboneros se acercan con teas y atizadores.

Friburgo. Yo soy...

Georg (A su oído.) jUn delirante,


eso eres! ¡Huyamos! No querrás
deshonrar para siempre tus blasones.

Conde vom Strahl. (Aquí esa luz, bizarros carboneros!

(Friburgo baja su visera.)

Y bien, ¿quién eres? Alza esa visera.

Friburgo. Señores, soy...

Conde vom Strahl. Descúbrete.

Friburgo. Lo oís.

Conde vom Strahl. ¿Crees, bribón, que podrás impunemente


imitarme y negar toda respuesta?

(Le arrebata el yelmo de la cabeza, el burgrave vacila.)

Schauermann. ¡Arrójalo ya al suelo!

Wetzlaf. ¡Ea, álzate!


¡Desenvaina!

Friburgo. ¡Semejante atropello!

(Se incorpora, desenvaina y amaga un mandoble al conde,


que se esquiva.)

Conde vom Strahl. ¿Te me resistes, novio de pacotilla?

(Lo siega con su espada.)

¡Vuelve al infierno que te envió, podrás


gozar allí de tu luna de miel!

62
Wetzlaf. ¡Horror! ¡Vacila, tambalea y cae!

Flammberg {Abriéndose paso.)


}A mí, los míos!

Schauermann. ¡Huyamos!

Flammberg. ¡Nuestros golpes


faciliten la huida a esa morralla!

(Los secuaces del bargrave se dan a la fuga; queda sólo Georg,


quien se ocupa del cuerpo caído.)

Conde vom Strahl. ¿Qué veo? ¡Friburgo! ¡Oh, poder de los dioses!
¿Eres tú?

Cuniganda (Disimulando su júbilo.). ¡Al zorro hundió su ingratitud!

Conde vom Strahl. ¿Qué pretendías hacer con esta dama,


desdichado?

Georg. ...No puede hablar, la sangre


le chorrea en abundancia hasta la boca.

Cunigunda. ¡Así se ahogue!

Conde vom Strahl. ¡Estoy viviendo un sueño!


Un hombre como él, íntegro y bueno...
¡Ayuda, buenas gentes!

Flammberg. Transportadle
conmigo hasta la choza.

Cunigunda. ¡Hasta el sepulcro!


Traigan palas. ¡Ya vivió!

Conde vom Strahl, ¡Ea, calmaos...!


Tal como está no podrá haceros daño.

Cunigunda. ¡Pido agua!

63
Conde vom Strahl. ¿No os sentís bien?

Cunigunda. No, no...


Es... ¿Quién me ayuda...? ¿No hallaré un asiento?
jAy de mí! {Vacila.)

Conde vom Strahl. (Dioses! ¡Eh, Goltschalk, ayúdame!

Gottschalk. ¡Las antorchas, aquí!

Cunigunda. IDejad, dejad!

Gottschalk (Conduciéndola a un asiento.) ¿Ya pasa?

Cunigunda. La luz vuelve a mis ojos empañados...

Conde vom Strahl. ¿Qué fue ese malestar, súbitamente?

Cunigunda. Ah, salvador magnánimo, ¿qué nombre


le daré? ¿A qué horrenda e inhumana
vejación pretendían someterme?
De pensar en lo que quizá, sin vos,
ya habría ocurrido, se me hiela la sangre
y mis cabellos se erizan de espanto.

Conde vom Strahl. ¿Quién sois? ¿Cuál fue la causa...?

Cunigunda. ¡Tan dichosa


me siento ahora el poder revelároslo!
Vuestra proeza no salvó a una indigna:
Cunigunda, baronesa de Thumeck,
es mi nombre. La vida que salvasteis
no os agradeceré yo sola; en Thumeck
cantará loas todo mi linaje.

Conde vom Strahl. ¿Sois? ¡Pero es imposible! ¿Cunigunda


von Thumeck?

Cunigunda. \Ya lo he dicho! ¿Qué ossorpren

Conde vom Strahl {Se incorpora.)

64
Y bien, mucho lo siento, ¡habéis huido
del fuego para caer en las brasas!
¡Friedrich Wetter soy yo, conde vom Strahl!

Cunigunda. ¿Qué nombre es ése...? ¿El de mi salvador?

Conde vom Strahl. Friedrich Strahl, como oís. Mucho lamento


no llevar uno mejor.

Cunigunda (jLevantándose.) ¡Oh potencias


celestiales! ¡Qué pruebas me reservan!

Gottschalk (En voz baja.)


¿La Thurneck? ¿Oigo bien?

Flammberg (Atónito.) ¡Por Dios! ¡Es ella!

Cunigunda. Sea. No enturbiará este sentimiento


que en mi pecho se enciende. Nada quiero
pensar, no sentir nada que no sea
honra, inocencia, vida, salvación...
Tú, baluarte contra el lobo que ahora
yace por tierra... Ven, áureo adalid
que me salvaste, toma esta sortija,
prenda de una más alta recompensa:
joven héroe, ¡bien lo has merecido
por esta hazaña, por romper cadenas
de humillación, por haber redimido
a una mujer hoy colmada de dicha)

(Se vuelve hacia el conde.)

A vos me inclino... ¡Es vuestro cuanto siempre


juzgué mío! ¡Pronunciad vuestro dictado
acerca de mi suerte! ¿Qué he de hacer?
¿Os seguiré al castillo solariego?

Conde vom Strahl (Algo turbado.)


Señorita... No nos pilla muy lejos:
mi madre la condesa os brindará
por una noche su techo y albergue.

65
Cunigunda. ¡Traedme el caballo!

Conde vom Strahl (Tras una pausa.) Os suplico excusarme


si en tales circunstancias...

Cunigunda. ¡Nada, nada!


No aumentéis mi vergüenza. Vuestra cárcel
incluso aceptaría, sin quejarme.

Conde vom Strahl.


¡Mi cárcel! ¿Cómo? Puedo aseguraros...

Cunigunda {Lo interrumpe.)


¡Más me humilláis al mostraros magnánimo...!
¡Dadme la mano!

Conde vom Strahl. ¡Eh, antorchas] ¡Alumbrad!

(Salen.)

Escena: Una alcoba del castillo de Welterstrahl.

ESCENA IX

Cunigunda a medio vestir, pero en un atavío primoroso, se sienta


ante su tocador. La siguen Rosalía y la anciana Brigitte.

Rosalía (ABrigitte.) ¡Siéntate aquí, madrecita! El conde vom Strahl ha


anunciado su presencia; mientras pongo orden en los cabellos
de mi señorita, ella oirá con gusto tus chácharas.

Brigitte (Sentándose.) ¿Sois entonces la señorita Cunigunda von


Thurneck?

Cunigunda. Sí, madrecita, en efecto.

66
Brigitte. ¿Y os llamáis hija del Emperador?

Cunigunda. ¿Del Emperador? No, ¿quién te lo ha dicho? El que ahora


reinano es de mi sangre; soy bisnieta de uno de los anteriores,
de los que en siglos pasados ocuparon el trono germano.

Brigitte. ¡Parece imposible, Señor! Una descendiente...

Cunigunda. ¡Así es!

Rosalía. ¿No te lo dije?

Brigitte. Ahora, a fe mía, puedo bajar a la tumba: ¡el sueño del conde
vom Strahl ya se ha cumplido!

Cunigunda. ¿Qué sueño es ése?

Rosalía. ¡Oíd, oíd! ¡La historia más pasmosa del mundo...! ¡Pero
- concreta, madrecita, y ahorra el prolegómeno; ya te lo he
dicho, tenemos poco tiempo.

Brigitte. Hacía fines del año pasado, el conde fue atacado por una
extraña melancolía, cuya causa nadie lograba averiguar,
yacía inerte, con la cara encendida como el fuego, perdido en
fantasías; los médicos, que habían agotado sus recursos,
afirmaban que nada podía salvarlo. En el delirio de la fiebre,
su lengua revelaba lo que había estado oculto en su corazón:
con gusto se iría de aquí, pues no había encontrado la niña
capaz de amarlo, y una vida sin amor es la muerte; llamaba
al mundo una tumba, pero la tumba es también una cuna, por
lo que sólo ahora iba a nacer... Tres noches seguidas, durante
las cuales su madre no se apartó del lecho, él le contó que se
le había aparecido un ángel con esta exhortación: “¡Confian­
za, confianza, confianza!” Y, al preguntar le la condesa si an te
la exhortación celestial no se sentía confortado, respondió:
¿Confortado? ¡No.,.!, y añadió con un suspiro: ¡Sí! ¡Sí,
madre! ¡Cuandopueda contemplarla...! La condesa pregunta:
“ ¿Y vas a contemplarla?” ¡Seguramente!, respondió. “ ¡Cuán­
do? ¿Dónde?” —La noche de San Silvestre, cuando llegue el
año nuevo, entonces me guiará a ella.— “¿Quién? ¿A qué
ella?”El ángel—dice él— a mi doncella; y dándosela vuelta
cae en un profundo sueño.

67
Cunigunda. ¡Para charla!

Rosalía. Escucha aún más.,. ¿Y bien?

Brigitte. La noche misma de San Silvestre, en el instante en que se mu­


da el año, se incorpora a medias en el lecho, echa una mirada
atónita por todo el cuarto, como ante una aparición, y al tiem­
po que señala con la mano exclama: ¡Madre! ¡Madre! “¿Qué
ocurre?” — ella pregunta. ¡Allí, allí! “¿Dónde?” ¡Pronto!
¡Pronto! “ ¿Quéquieres?” — ¡El yelmo! ¡Misarneses! ¡Y mi
espada! “¿Adónde quieres ir?”—pregunta la madre— . A ella
— responde— a ella. ¡Así! ¡así!, y vuelve a desplomarse.
¡Adiós, madre, adiós! Extiende cuerpo y miembros, y yace
como muerto.

Cunigunda. ¿Muerto?

Rosalía. ¡Muerto, sí!

Cunigunda. Semejante a un muerto, querrá decir.

Rosalía. Bien dice: ¡muerto! No la perturbéis... ¿Y ahora?

Brigitte. Auscultamos su pecho: reinaba allí el silencio como en una


sala vacía. Le pusimos una pluma delante para ver si respira­
ba: la pluma quedó inmóvil. El médico sentenció que el alma
había partido; clamó angustiado su nombre en sus oídos; lo
incitó, para despertarlo, con perfumes; lo punzó con clavillos
y alfileres. Le arrancó el pelo, hasta hacer brotar sangre: todo
en vano, seguía inerte y yacía como muerto.

Cunigunda. ¿Y bien? ¿Qué pasó después?

Brigitte. Después, al cabo de un momento, da un respingo, gírala cara,


con expresión turbada, hacia la pared, y dice: ¡Ay! ¡Ahora
traen las luces! ¡De nuevo ahora huye de mí! — como si la
aparición se hubiera escapado asustada por la claridad... Y
cuando la condesa se inclina sobre él y lo alza hasta su seno,
. y lepregunta: “¡Federico mío! ¿Dónde estabas?” ¡Junto a ella
—replica con voz jubilosa— junto a ella que me ama! ¡Junto
a la novia que el cielo me destina! Ve, madre, y haz que recen
por mí en todas las iglesias: porque ahora ansio vivir.

Cunigunda. ¿Y realmente mejora?

68
Rosalía. Allí estuvo el milagro,

Brigitte, Mejora, señorita, en verdad que mejora. Desde el momento


mismo se recobra; recupera, como por un bálsamo celestial,
todas sus fuerzas y al cambiar de la luna se encuentra tan sano
conloantes.

Cunigunda. ¿Y qué decía..,? ¿Qué decía de aquello?

Brigitte. Ah, contaba, y parecía que nada pudiera detenerlo: cómo lo


había guiado el ángel de la mano a través de la noche; cómo
había abierto sin rumor la alcoba déla niña y, encendiendo los
muros con su esplendor, cómo se allegó hasta ella que, niña
1 adorable, yacía sin más atuendo que su camisola, y ella al
contemplarlo abrió grandes los ojos y exclamó, con voz
atarantada por el asombro: ¡Mariana! (seguramente una
personaque dormía en el cuarto vecino); y cómo ella después,
cada vez más teñida por la purpura del gozo, saltó del lecho
y ante él cayó de rodillas murmurando: “¡Mi alto señorl“ Y
cómo el ángel le dijo luego que era hija de un Emperador, al
mostrarle en la espalda un antojo rojizo... Y cómo él, estre­
meciéndose con deleite sin fin, le acarició muy luego la
barbilla, mientras dulcemente la miraba a la cara; y cómo
apareció entonces la maldita Mariana, con una bujía, y cómo
con su presencia se esfumó toda la aparición.

Cunigunda. Y, según tu opinión, ¿esa hija de Emperador sería yo?

Brigitte. ¿Qué otra podría ser?

Rosalía. Lo mismo digo.

Brigitte. Todo Strahl, a vuestra llegada y al saber quién erais, aplaudió


con las manos en alto y exclamó: ¡ella es!

Rosalía. Sólo faltaba que las campanas soltaran sus lenguas y gritaran:
¡sí, sí, sí!

Cunigunda {Alzándose.) Gracias, madrecita, por el relato. Toma


entretanto de recuerdo estos pendientes y aléjate.

(Sale Brigitte.)

69
a besar vuestra frente, y preguntaros
si os encontráis a gusto en nuestra casa.

Cunigunda. Muy a mi gusto, y de nada carezco.


No sé en qué merecí vuestro favor,
y en todo me tratáis como a una hija.
Sólo podría inquietarme esta impresión
de dicha inmerecida pero, al veros,
cualquier conflicto en mi pecho se aquieta.

(Volviéndose hacia el conde.)

Conde Friedrich, ¿cómo sigue esa mano?

Conde vom Strahl. ¿Mi izquierda? Señorita, vuestro celo


me es más sensible que aquellos Tasguños.
AI haceros apear de la montura
di contra ella, fue por inadvertencia.

Condesa. ¿Su mano, herida...? Nada supe de eso.

Cunigunda. Sí, llegando al castillo, vi que de ella


chorreaba la sangre en claras gotas.

Conde vom Strahl. La mano misma, veis, ya lo olvidó.


Si por vuestro rescate di esa sangre
a Friburgo, diría que os vendió
a muy mezquino precio.

Cunigunda. La estimáis
en poco, pero es muy otro mi juicio...

{Volviéndose hacia la condesa.)

Mas, ¿cómo? ¿No se sienta Vuestra Gracia?

(Acerca, una silla, el conde trae las otras. Los tres toman asiento.)

Condesa. Señorita, ¿cómo veis el futuro?


¿Meditáis en qué vuelco la fortuna
os colocó? ¿En qué forma el corazón
debe adaptarse?

72
Cunigunda. Condesa piadosa
y generosa, los días que me queden
de vida, quiero consagrar a un cántico
de gratitud: cada vez más ardiente
será el recuerdo; estos hechos recientes
evocaré, en eterna alabanza
vuestra y de este linaje, hasta el postrer
suspiro de mi pecho, si me es lícito
volver a Thumeck con los míos.

(Prorrumpe en llanto.)

Conde vom Strahl, ¿Cuándo


pensáis partir?

Cunigunda. Deseo... Pues mis tías


me esperan... Sí, mañana, si es posible,
o en estos días, que puedan conducirme.

Condesa. ¿No pensaréis que algo se oponga a ello?

Cunigunda. Nada ya, mi señora, si licencia


concedéis para hablaros con franqueza.

(Le besa la mano y va a buscar los papeles.)

Conde Strahl, recibidlos de mi mano.

Conde vom Strahl (En pie.)


¡Señorita! ¿Puedo saber qué es?

Cunigunda. Documentos acerca del litigio


sobre tierras de Stauffen; son la base
en que asentaba yo mi pretensión.

Conde vom Strahl. ¡Señorita, en verdad, me avergonzáis!


¡Si ese pliego, como juzgáis, confirma
vuestro derecho, estoy pronto a cederos
todo, aunque sea hasta mi última choza!

73
ESCENA X

Cuniganda y Rosalía.

Cunigunda (Después de contemplarse en el espejo,


se dirige a la ventana como distraída y la abre. Una pausa.)
¿Has puesto en orden todo lo que ai conde
he de mostrar, Rosalía? ¿Documentos,
cartas, fe de testigos?

Rosalía {Siempre junto a la mesa.)Aquí están.


En este pliego se encuentran reunidos.

Cunigunda. Dame...

(Toma una vara enviscada fijada en el exterior.)

Rosalía. ¿Qué hay, señorita?

Cunigunda (Con agitación.) ¡Mira,mira!


¿No es ia huella de un ala?

Rosalía {Yendo hacia ella.) ¿Qué decís?

Cunigunda. ¡Un señuelo, que alguien dejó fijado


en el postigo...! Mira, se diría
que la ha rozado un ala.

Rosalía. ¡Veo su huella!


Muy bien podría ser un verdedón.

Cunigunda, Era un pinzón; me pasé la mañana


para atraerlo.

Rosalía. Sólo esta piumita


dejó pegada.

Cunigunda (Pensativa.) Tráeme, te ruego...

Rosalía, ¿Qué, señorita mía,ios


papeles?
Cunigunda {Ríe y le da un golpecito.)
¡Tonta.,.! Esos granos de mijo, eso quiero.

(Rosalía ríe también y va a buscar el cebo.)

ESCENA XI

Entra un servidor. Las anteriores.

Servidor, ¡El conde Wetter vom Strahl y su madre, la condesa!

Cunigunda (Deja caer todc.). ¡Pronto! ¡Escóndelo todo!

Rosalía. ¡Sí, enseguida!

(Cierra el tocador y sale.)

Cunigunda. Han de ser para mí los bienvenidos.

ESCENA X n

Entran la condesa Helena y el conde vom Strahl.


La señorita Cunigunda.

Cunigunda (Adelantándose a recibirlos.)


¡Héroe admirable! Y vos, madre de aquel
que me salvó, ¿a qué debo este placer
que me infunden vuestra vísta y presencia,
la dicha de besar tan caras manos?

Condesa. Me humilláis, señorita. Sólo vine

71
Cunigunda. ¡Tomad, conde vom Strahl! Veo que estas cartas
son ambiguas, y ha prescrito la opción
de retroventa que ellas certifican.
Aun fuera mi derecho tan preclaro
como el sol, contra vos nada podría.

Conde vom Strahl. ¡Eso jamás, señorita, en verdad!


Con júbilo recibo, como un don,
la paz entre nosotros; mas de haber
alguna duda sobre Stau fíen, ¡nunca
retendré eí documento en que se basa!
Llevad la causa al foro del Imperio
y que la ley decida si hubo error.

Cunigunda (A la condesa.)
Libradme vos, condesa venerable,
de estos papeles que queman mis manos,
por ser contrarios a este sentimiento
que me embarga: noventa años viviera,
nada podrían valerme en mí transcurso
por el mundo de Dios.

Conde vom Strahl (Se pone también en pie.)


¡Querida mía!
Tanta gratitud cae en el exceso.
Bienes que son de toda vuestra gente
así, en un rapto inconsulto, ¿queréis
enajenar? Oíd la sugerencia
de mi hijo: que en Wetzlar escudriñen
esos papeles; cualquiera que sea
la decisión, podéis estar segura
de ser siempre apreciada en nuestra casa.

Cunigunda (Con afectación.)


¡Bien, olvido, y no necesito el fallo
yo de ningún pariente; como herencia
a mi hijo un día le dejo el corazón!
Queden en paz los señores de Wetzlar:
¡este pecho impetuoso ha decidido!

(Hace trizas los papeles y los deja caer.)

74
Condesa. Querida ñifla, tan poco sensata,
¿qué has hecho...? Pero, puesto que hecho está,
ven aquí y que te bese.

(La abraza.)

Cunigunda. ¡No haya obstáculos


al sentimiento que arde en este pecho!
¡Húndase la pared que me separa
de mi héroe y salvador! Mientras aliente
la vida en mí, ansio consagrarla
a su alabanza y a quererlo siempre.

Condesa (Conmovida.) Bien, bien, hijíta. Basta ya, todo esto


demasiado os agita...

Conde vom Strahl, Sólo espero


que nunca lamentéis haberlo hecho.

(Pausa.)

Cunigunda (Secándose los ojos.)


¿Cuándo es lícito que regrese a Thumeck?

Condesa. ¡Ahora, si lo deseáis! ¡Os dará escolta


mi hijo mismo!

Cunigunda. Pues, entonces... ¡mañana!

Condesa. Si así os place, aunque hubiera preferido


reteneros un poco más de tiempo...
¿Aun nos daréis el gusto de una cena?

Cunigunda (Inclinándose.)
Si se quieta mi pecho, eso deseo.

(Sale.)

75
ESCENA X ffl

La condesa Helena. El conde vom Strahl.

Conde vom Strahl.¡Como que soy un hombre, a ésta deseo


por esposa!

Condesa. ¡Vamos, vamos!

Conde vom Strahl. ¿No me crees?


Decías que debiera elegir una.
¿Y ésta no? ¿Ella no?

Condesa. ¿Te he dicho acaso


que no sea de mi gusto?

Conde vom Strahl. No pretendo


que hoy mismo sean las bodas... Su linaje
remonta a emperadores de Sajonia.

Condesa. ¿Y a favor suyo habla además el sueño


de San Silvestre?

Conde vom Strahl. No lo oculto: ¡así es!

Condesa. Habría que meditarlo un poco más.

(Salen.)

76
ACTOm

Lugar: En el bosque y la montaña. Una ermita.

ESCENA PRIMERA

Teobaldo y Gottfried Friedeborn ayudan a la Catalinita a descen­


der de una peña.

Teobaldo, Ten cuidado, querida Catalinita; el sendero, como ves, está


cortado por una zanja. Asienta el pie sobre esta roca, apenas
cubierta por el musgo; supiera yo dónde crece una rosa, de
seguro te lo diría... ¡Bien!

Gottfried. ¿Y ni a Dios, m uchacha, te con fiaste acere a del viaje que hoy
tenías voluntad de cumplir...?. Pensé que en la encrucijada,
donde se alza la imagen de la Virgen, vendrían dos ángeles,
jóvenes de aventajada estatura y con alas blancas como nieve,
para decimos: ¡Adiós, Teobaldo! ¡Adiós, Gottfried! Volveros
por donde habéis venido; nosotros guiaremos ahora a la niña
por el camino hacia Dios... Pero de eso, nada; tuvimos que
acompañarte hasta el claustro.

i
77
Teobaldo. Reina tal silencio en los robles esparcidos por las colinas:
hasta se oye el martilleo de un pájaro carpintero. Creo que
están enterados de la llegada de Catalina, y procuran espiar su
pensamiento. Si yo mismo desearía disolverme en el mundo,
con tal de averiguarlo. El son dei arpa no debe ser más
encantador que su sentimiento; a Israel lo hubiera alejando de
David, para enseflar a sus lenguas nuevos salmos... ¿Mi
querida Catalinita?

Catalinita. {Querido padre!

Teobaldo. Di una palabra.

Catalina. ¿Al fin hemos llegado?

Teobaldo. Así es. En aquel edificio hospitalario, que con sus torres
parece enclavado entre las rocas, están las celdas de los santos
monjes agustinos; y ves aquí el lugar consagrado donde
ruegan.

Catalina. Me siento agotada.

Teobaldo. Ven, sentémonos. Dame tu mano, para que pueda sostener­


te. Ante la reja, envuelta por la hierba espesa, este banco nos
dará descanso; mira, es el rinconcito más acogedor que jamás
hayas visto. (Se sientan.)

Gottfried, ¿Cómo te sientes?

Catalina. Muy a gusto.

Teobaldo. Pero pareces pálida, y hay sudor en tu frente.

(Una pausa.)

Gottfried. Antes estabas tan animosa, como para recorrer millas por
campos y montes; y bastaba una piedra como asiento y tu
fardillo como almohada para recobrar fuerzas. Hoy en cam­
bio pareces agotada, que es como si todos los cojines en los
que descansa la emperatriz no bastaran para hacerte cobrar
fuerzas.

78
Teobaldo. ¿Deseas algún refrigerio?

Gottfried. ¿ té a traerte una poca de agua?

Teobaldo. ¿Quieres que vaya a buscarte algún fruto?

Gottfried. ¡Di algo, Catalinita querida!

Catalina. Te agradezco, padre mío.

Teobaldo. ¿Nos agradeces?

Gottfried. Todo lo rechazas,

Teobaldo. Lo único que deseas es que todo acabe; que al prior Hatto,
antiguo amigo mío, vaya y diga: está aquí el viejo Teobaldo,
que pretende enterrar a su única hija.

Catalina. ¡Amado padre!

Teobaldo. Y bien, ¡así sea! Pero antes de dar los pasos decisivos, que
nadie podrá desandar, quiero decirte algo. Quiero decirte lo
que a Gottfried y a mí se nos ha ocurrido a lo largo del camino
y que, a nuestro entender, es preciso cumplir antes de que al
prior Hatto le hablemos de este asunto... ¿Quieres saberlo?

Catalina. ¡Habla!

Teobaldo. Sea, ¡atiende y escudriña en tu corazón...! Deseas ingresar


en el claustro de las ursulinas, que tiene su sede solitaria en
medio de colinas pedregosas. Ya no te atrae el mundo, escena
encantadora de la vida; un piadoso retiro y contemplar el
rostro de Dios serán para ti padre, bodas, retoños y el beso de
adorables nietecitos.

Catalina, Sí, mi padre querido,

Teobaldo (Tras una breve pausa.). Aunque fuera por dos semanas,
puesto que aún dura el buen tiempo, ¿no convendría retomar
a las murallas y reflexionar algo más sobre este asunto?

Catalina. ¿Qué dices?

79
Teobaldo, Si volvieras, quiero decir, a Strahlburg, a la sombra del
saúco, ahí donde el verderón hizo su nido, a esa pendiente
rocosa desde donde el castillo chispeando bajo el sol, vigila
las aldeas esparcidas a sus pies.

Catalina, iNo, mi padre querido!

Teobaldo. ¿Por qué no?

Catalina. El conde, mi señor, me lo ha prohibido.

Teobaldo. Te lo ha prohibido. ¡Bien! Y lo que él te ha prohibido, no


lo puedes hacer. ¿Y si fuera yo y le implorara que te lo
permita?

Catalina. ¿Cómo? ¿Qué dices?

Teobaldo. ¿Si le importunara para que te concediera el rinconcito


donde estás tan a gusto? ¿Si lograra su licencia para disponer
allí todo aquello que pudieras necesitar?

Catalina. No, mi padre querido.

Teobaldo. ¿Por qué no?

Catalina (Con angustia.) Tú no lo harías; y, si lo hicieras, el conde no


lo permitiría; y, si el conde lo permitiera, yo no haría ningún
uso de su permiso.

Teobaldo. [Catalinita! ¡Mi querida niña...! Pues lo haré. Me inclinaré


ante él, como ahora ante ti, y diré: ¡Mi alto señor! Permitid que
la Catalina, bajo el cielo que cubre vuestro castillo, encuentre
habitación; cuando cabalguéis, permitid que ella de lejos os
siga, a vuelo de pájaro, y hacedle, al llegar la noche, un
lugarcito sobre la paja que extienden para el descanso de
vuestros altivos rocines. Mejor es esto, y no que perezca de
angustia.

Catalina (Arrodillándose ante él.) ¡Porel Diosdel cielo, me aniquilas!


¡Tus palabras entrecruzan en mi pecho como cuchillos! Ya no
me importa el claustro, contigo quiero regresar a Heilbronn,
olvidaré al conde y, cuando tú lo decidas, aceptaré un esposo.

'80
Aunque una fosa de ocho varas de hondo me sirva de lecho
nupcial.

Teobaldo (Que se ha puesto de pie y la ayuda a incorporarse.) ¿Me


guardas rencor, hijita?

Catalina. ¡No, noí ¿Por qué lo piensas?

Teobaldo. ¡Te llevaré hasta el claustro!

Catalina. ¡Eso nunca! ¡Ni a Strahlburg ni al claustro...! Convence


ahora al priorpara que me conceda un albergue nocturno, que
pueda reclinar mi cabeza y reposar; al rayar el día, si es
posible, emprenderemos el regreso. (Se echa a llorar.)

Gottfried. ¿Qué has hecho, viejo necio?

Teobaldo. ¡Ay! ¡La he mortificado!

Gottfried (Tocando la campaniia de la puerta.) ¿Está el prior Hatto en


casa?

Portero (Abriendo.) ¡Alabado sea Jesucristo!

Teobaldo. ¡Para siempre, amén!

Gottfried. ¡Tal vez cambie de idea!

Teobaldo. Entra hija mía.

(Salen todos.)

81
Lugar; Una hostería.

ESCENAH

Entran el ringrave vom Stein y Friedrich vom Herrnstadt, seguidos


por Jakob Pech, el hostelero, y los mozos de la comitiva.

Ringr ave (A su séquito,) ¡Qué desensíllenlos caballos! ¡Establecedlas


guardias, a trescientos pasos alrededor del albergue, y dejad
entrar a todos, pero que ninguno salga! Dad pienso a los
caballos y quedaos en el establo, que os vean lo menos
posible; cuando regrese Eginardó con nuevas de laThumeck
os daré otras órdenes. {Salen los mozos.) ¿Quién vive aquí?

Jakob Pech. Con vuestro permiso, yo y mi mujer, poderoso señor,

Ringrave. ¿Y aquí?

Jakob Pech. El ganado.

Ringrave. ¿Cómo?

Jakob Pech. De cerda... Una puerca con su cría, con vuestro permiso;
es un chiquero, fabricado con tablas.

Ringrave. Y.„ ¿quién vive aquí?

Jakob Pech. ¿Dónde?

Ringrave. Detrás de esta tercera puerta.

Jakob Pech. Nadie, con vuestro permiso.

Ringrave. ¿Nadie?

Jakob Pech. Nadie, poderoso señor, por estas que son cruces. O, mejor
dicho, quienquiera. Hacia afuera se abre al campo.

Ringrave. Bien,., ¿Cómo te llamas?

82
Jakob Pech. Jakob Pech.

Ringrave. Puedes marcharte* Jakob Pech.

(Sale el hostelero.)

Ringrave. Voy a acurrucarme aquí, como ía araña, hasta parecer una


inocente mota de polvo; y cuando caiga en la red, esa
Cunigunda, caeré sobre ella... hundiré el aguijón de la ven­
ganza en su pecho traidor: ¡muerte, muerte, muerte, y a
suspendersu osamen ta, como monumento a la arehimanceba,
en las troneras de Steinburg!

Friedrich. ¡Calma, calma, Albrechí!Eginardo,queenviasteaThumeck,


aún no ha regresado con la confirmación de lo que sospechas.

Ringrave. Llevas razón, amigo; aún no volvió Eginardo, Pero en la


misiva que me mandó aquella zorra bien se lee: en primer
lugar a mí se encomienda; que no es necesario que siga
preocupándome por ella, que Stauffen le ha sido cedido, en
amigable transacción, por el conde vom Strahl. Por mi alma
inmortal, ¿tiene esto pies ni cabeza? ¿Tendré que tragármelo
y revocar los preparativos de guerra que organicé para ella?
Pero que venga Eginardo y me confírme cuanto el rumor ya
me ha soplado: que le ha prometido su mano, y entonces
cerraré toda mi pleitesía, como una navaja, y le haré soltar lo
que me costó su guerra, ¡Aunque tuviera que ponerla patas
para arriba y que cayera de sus bolsillos hasta el último
ochavo!

ESCENA III

Entra Eginardo vón der Wart. Los anteriores.

Ringrave. ¡Salve, amigo! ¡Recibe los saludos de una hermandad


sincera...! ¿Cómo andan las cosas por el castillo deThumeck?

83
Eginardo. ¡Amigos, todo se confirma según aquellos rumores! Bogan
con velas desplegadas por el océano del amor y, antes de que
se renueve la luna, habrán llegado a buen puerto con sus
bodas.

Ringrave. ¡Ei rayo quebrará sus mástiles antes de llegar a ese puerto!

Friedrich. ¿Ya han pronunciado el compromiso?

Eginardo. No con esas palabras, según creo; pero, si hablan las


miradas, significan los gestos y son capaces los apretones de
manos de sellar un pacto, entonces las bodas son un hecho.

Ringrave, Y ¿qué ocurrió con la cesión de Stauffen? ¡Cuéntalo!

Friedrich. ¿Cuándo le hizo éi ese regalo?

Eginardo. ¡Vaya! Anteayer, cuando ella justamente cumplíaañosy sus


primos habían dispuesto en Thumeck una fiesta soberbia.
Apenas el sol había espiado rojizo en su alcoba, cuando ella
ya encontró el documento sobre el cobertor; el documento,
quiero decir, envuelto en una carlita del conde enamorado,
asegurándole que será ai mismo tiempo su regalo de bodas si
ella se decide a concederle su mano.

Ringrave. ¿Y lo aceptó? ¡Naturalmente! ¿Se puso ante el espejo, hizo


una reverencia y se lo guardó?

Eginardo. ¿El documento? Por supuesto.

Friedrich. Pero, ¿y esa mano que se le pedía a cambio?

Eginardo. Oh, en eso tampoco se echó atrás.

Friedrich. ¿Cómo es eso?

Eginardo. No, ¡Dios lo permita! ¿Cuándo negó ella su mano a un


pretendiente?

Ringrave. ¿Y después, cuando suena la hora, no cumple su promesa?

Eginardo. Sobre eso no me habéis preguntado.

84
Ringrave. ¿Qué respuesta dio a la carta?

Eginardo, Cuentan que se conmovió tanto que sus ojos manaban como
fuentes y mojaron descrito; su lengua, como un mendigo, no
podría hallar palabras para expresar su sentimiento... Aun sin
ese sacrificio, él tendría derecho a su eterna gratitud, grabada
en su pecho con letras de diamante: en una palabra, una carta
llena de mojigangas de doble sentido, como un tafetán
jaspeado en varios colores y que no dice ni sí ni no.

Ringrave. Oídme bien, amigos: ¡con esta brujería ha cavado su tumbal


Me engatusó a mí, pero seré el último; conmigo acabala serie
de aquellos a los que hizo dar veinte vueltas como borricos...
¿Dónde están los dos mensajeros a caballo?

Friedrich (LJamando hacia la puerta.) ¡Ea, vosotros!

ESCENA IV

Entran dos mensajeros. Los anteriores.

Ringrave (Saca dos cartas del jubón.) Tomad estas dos cartas... tú una
y tú la otra... y llevadlas, ésta al prior Hado de los dominica-
nos, ¿me entiendes? Llegaré hacia las siete de la tarde, a
buscar en su claustro absolución. Esta llévala tú a Peter
Quanz, mayordomo del castillo de Thumeck. Al toque de la
medianoche me presentaré con mi tropa ame el castillo y
entraré en él. Pero tú no te presentes en el lugar antes de que
anochezca, y que nadie te va, ¿está bien claro...? Por tu parte,
igual da que sea de día o de noche... ¿Me habéis entendido?

Los mensajeros. Perfectamente.

Ringrave (Volviendo a tomar las cartas,) ¿No se habrán confundido las


cartas?

Friedrich. De ninguna manera.


Ringrave. ¿No...? ¡Rayos!

Eginardo. ¿Qué ocurre?

Ringrave. ¿Quién las selló?

Friedrich. ¿Las cartas?

Ringrave. ¡Claro!

Friedrich, ¡Mala muerte! ¡Las sellaste tú mismo!

Ringrave (Devuelve las cartas a los mensajeros.) ¡Tienes razón!


¡Tomadlas! Junto al molino, donde pasa el torrente, os estaré
esperando... Amigos, ¡vamos!

(Salen todos.)

Lugar; En Thurneck, una sala del castillo.

ESCENA V

El conde vom Strahl está sentado pensativo ante una mesa sobre la
que brillan dos luces. Tiene en sus manos un laúd, al que arranca,
algunos sonidos. En el fondo, ocupado con sus armas y sus ropas,
Gottschalk.

Una voz (Desde fuera.) ¡Abrid, abrid, abrid!

Gottschalk. ¡Hola...! ¿Quién llama?

La voz. ¡Soy yo, querido Gottschalk! ¡Soy yo misma!

Gottschalk. ¿Quién?

86
La voz. j Yo!

Gottschalk. ¿Tú?

La voz, }Sí!

Gottschalk. ¿Quién?

La voz ¡Yo!

Conde vom Strahl (Dejando al laúd.)

¡La voz conozco!

Gottschalk, Juraría que la oí en alguna parte.

La voz, ¡Señor conde vom Strahl, abridme, os ruego!

Conde vom Strahl. ¡Por Dios! Si es...

Gottschalk, Sí, como que estoy en vida...

La voz. Es Catalina, ¡qué otra podría ser!


¡La de Heilbronn!

Conde vom Strahl (En pie de un brinco.) ¿Quién? ¿Qué? ¡El diablo
me asista!

Gottschalk (Deja todo lo que tenía entre manos.)


¿Tú, niña? ¿Cómo, tú? ¡Niña del alma!
(Abre la puerta.)

Conde vom Strahl. Desde que el mundo es mundo...

Catalina (Entrando.) Sí, soy yo.

Gottschalk. ¡Miren, por Dios! ¡Si es ella, ella en persona!

87
ESCENA V

Catalina, portadora de una carta. Los anteriores.

Conde vom Strahl. ¡No quiero saber nada de ella! ¡Echala!

Gottschalk. ¿He oído bien...?

Catalina. ¿Dónde está el conde vom Strahl?

Conde vom Strahl. ¡Que se vaya! ¡No quiero saber de ella!

Gottschalk (Tomándola de la mano.) Mi noble amo, dejad...

Catalina (Entregándole la carta.) ¡Tened, os ruego!

Conde vom Strahl (Volviéndose hacia ella bruscamente.)


¿Qué viniste a buscar aquí? ¿Qué quieres?

Catalina (Asustada.) Nada... ¡Guárdeme Dios! Aquí, esta carta...

Conde vom Strahl. ¡No la quiero...! ¿De qué carta se trata?


¿De quién viene? ¿Por qué ha de interesarme?

Catalina. Esta carta...

Conde vom Strahl. ¡No quiero saber de ella!


¡Fuera! Allá abajo entrégala a los guardias.

Catalina. ¡Mi alto señor! Permite que te explique...

Conde vom Strahl (Fuera de sí.)


¡Moza desvergonzada! ¡Vagabunda!
¡No quiero saber de ella! ¡Fuera, dije!
¡Vuélvete a Heilbronn, allí está tu sitio!

Catalina. ¡Señor de mi alma, ya os dejo! Esta carta


tan sólo, humildemente, me permito
entregaros, y que mucho os importa.

88
Conde vom Strahl. ¡Pero yo no la quiero! ¡No la aguanto\
¡Fuera, al instante!

Catalina. ¡Oh, mi alto señor!

Conde vom Strahl (Volviéndose.)


¡Aquí, el látigo! ¿En qué clavo lo colgaron?
¡Está por verse si, en mi propia casa,
no consigo librarme de estas zorras!

(Toma el látigo de la pared.)

Gottschaik. ¡Bondadoso señor! ¿Qué vais a hacer?


¿Por qué no recibir con gentileza
esa carta que ella misma no ha escrito?

Conde vom Strahl. ¡Cállate, viejo asno!

Catalina (A Gottschalk.) Deja, deja...

Conde vom Strahl. Estoy en Thumeck, sé lo que he de hacer


¡no tomaré la carta de su mano,..!
¿Te marchas ya?

Catalina (Impulsivamente.) ¡Si, mi alto señor!

Conde vom Strahl. ¡Pues bien!

Gottschalk (Por lo bajo a Catalina, viéndola temblorosa.)


Calma, no temas.

Conde vom Strahl. ¡Márchate!


Guarda un mozo la puerta, entrégale
la carta y vuélvete por tu camino.

Catalina. Bien, bien. Ya te obedezco. No me azotes


mientras hablo un momento aquí con Gottschalk...

(Se vuelve hacia Gottschalk.)


Tómala tú.

Gotischalk. Dame, querida niña.


¿De qué carta se trata? ¿Qué contiene?

Catalina. Es del conde vom Stein, ¿lo has comprendido?


La acometida, que hoy debe cumplirse,
contra Thumeck y eí burgo —eso contiene—,
contra la señorita Cunigunda,
bella novia del conde, mi señor.

Gottschalk ¿Un ataque al castillo? jNo es posible!


¿Del conde Stein...? ¿Como llegó a tus manos?

Catalina. La entregaron al prior Hatto, en momentos


en que — Dios lo dispuso así— me hallaba
yo en su apacible claustro con mi padre.
El prior, nada entendiendo del mensaje,
quería ya devolverlo, pero yo
lo arranqué de sus manos y hacia Thumeck
me lancé a la carrera, a dar la alarma,
iHoy al sonar las doce, a medianoche,
ha de cumplirse Ja traición infame!

Gottschalk. ¿Quién la trajo ai prior Hatto?

Catalina. No lo sé,
caro Gottschalk. Dirigida, lo ves,
a uno que en el castillo mora, nada
tiene que ver con el prior; en cambio,
es seguro el ataque. De camino
me convencí, vi con mis propios ojos
cómo hacia Thurneck cabalgaba el conde:
topé con él por la senda del burgo.

Gottschalk. ¡Ves fantasmas, hijita mía!

Catalina. ¿Fantasmas?
¡Nada de eso, si es que soy Catalina!
¡Allá está el conde, frente a las murallas;
si alguien monta a caballo y va a enterarse

90
yerá que el ancho bosque, a la redonda,
poblado está con sombras de jinetes!

Gottschalk. ...Toma esta carta, conde, a ver si entiendes


algo de esto; yo no sé qué pensar.

Conde vom Strahl {Dejando el látigo, toma la carta y la despliega.)


"Cuándo el reloj toque la medianoche
llegaré a Thumeck. Abre bien las puertas;
cuando arda nuestra antorcha, embestiré
para abatir sólo a la Cunigunda
y. al prometido, ese conde vom Strahl*,
hazme saber, amigo, dónde están."

Gottschalk, ¡Tropelía sin nombre...! ¿Y con qué firma?

Conde vom Strahl. Hay tres cruces aquí.

(Una pausa.)

¿En cuánto estimas


Catalina, la fuerza de esa tropa?

Catalina. De sesenta hombres, señor mío, a setenta.

Conde vom Strahl. ¿Al propio conde Stein viste...?

Catalina. A ése, no.

Conde vom Strahl. ¿Quién guiaba su hueste?

Catalina. Dos jinetes,


señor mío, para mí desconocidos.

Conde vom Strahl. ¿Y ahora, dices, se aprestan frente ai burgo?

Catalina. Sí, mi honrado señor.

Conde vom Strahl. ¿A qué distancia?

Catalina. Ocultos en el bosque, a tres mil pasos.

91
Conde vom Strahl. ¿A la derecha?

Catalina. A la izquierda del pinar,


donde un pasaje domina el torrente.

(Una pausa.)

Gottschalk. ¡Ataque de villanos!

Conde vom Strahl {Guardando la carta.)


¡Llama al punto
a los de Thumeck...! Dime, ¿qué hora es?

Gottschalk. Media antes de las doce.

Conde vom Strahl. Ni unmomento


podemos perder ya.

{Se coloca el yelmo.)

Gottschalk. ¡Bien, ya me marcho...!


¡Ven, niña mía, conmigo, algdn alivio
podré dar a un corazoncito exhausto...!
Dios mío, ¡gran deuda tenemos contigo!
Así, en la noche, por bosques y prados...

Conde vom Strahl. ¿Algo más, niña, tienes que decirme?

Catalina. No, mi alto señor... •

Conde vom Strahl. ¿Qué buscas ahí?

Catalina (Apretando la mano contra el pecho.)


El pliego, que quizá también te importe...
Creo, lo puse... ¿Está, creo...? {Busca alrededor.)

Conde vom Strahl. ¿Dices, el sobre?

Catalina. No, aquí.

(Toma el pliego y lo da al conde.)

92
Conde vom Strahl. Dame,

(Examina el papel.)

¡Tu rostro escupe llamas!


Sécate con un paño, Catalina,
y nada bebas antes de calmarte..,
¿No lo tienes?

Catalina. No...

Conde vom Strahl (Se quita el echarpe y, dándose bruscamente la


vuelta, lo arroja sobre la mesa.)
Toma mi bufanda.

(Poniéndose los guantes.)

Si ansias volver a casa de tu padre,


huelga decir que, entonces, yo...

Catalina, ¿Quéharás?

Conde vom Strahl (Al ver el látigo.)


¿Qué hace el látigo aquí?

Gottschaík. Tú lo tomaste...

Conde vom Strahl (Irritado.)


¿Hay aquí perros que debo azotar?

(Arroja el látigo por la ventana, los vidrios saltan


en añicos; volviéndose hacia Catalina,)

Caballos y carruaje, dulce niña,


te darán, y que a Heilbronn te conduzcan...
¿Cuándo viajas?

Catalina (Temblorosa.) Ya, mi noble señor.

Conde vom Strahl (Le acaricia las mejillas.)


¡No hay prisa) Ésta noche en la posada
te albergarían...

93
(Se le saltan las lágrimas.)

¿Ea, usted, de qué se admira?


{Recójame esos tiestos]
(Gottschalk así lo hace. El conde recoge la bufanda de la mesa y la
da a la niña.)

Ya calmada,
me la devolverás.

Catalina (Quiere besar su mano.) {Mi alto señor!

Conde vom Strahl (Apartándose de ella.)


Dios te bendiga, adiós.

(Fuera estrépito y toque de campanas.)

Gottschalk. ¡Santo Dios!

Catalina, ¿Qué es eso?

Gottschalk. ¿No es el ataque?

Catalina. ¿El ataque?

Conde vom Strahl. ¡A luchar, nobles de Thumeck!


¡Por Dios vivo, tenemos ya al ringrave!
(Salen todos.)

Lugar: Plaza delante del castillo. Es de noche. El


castillo está en llamas. Ruidos de ataque.

ESCENA VH

Un vigía (Entra y hace sonar su cuerno.) ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Despertad,


hombres de Thumeck, poned a salvo mujeres y niños, desper­
tad! Libraos del sueño que pesa sobre vosotros como un
gigante. ¡Recobrad el sentido, alzaos y despertad! ¡Fuego!
¡La traición entró de puntillas por el portal! ¡El crimen se

94
yergue, con arco y flechas, en medio de nosotros y la
devastación, para alumbrarle el camino, lanzó sus antorchas
por todos los rincones del castillo! 5Ah! Si tuviera pulmones
de bronce y una palabra cuyo clamor fuera más horrísono que
ésta: {Fuego! ¡Fuego!

ESCENA Vffl

El conde vom Strahl. Los tres señores de Thurneck


y sus acompañantes. El vigía nocturno.

Conde vom Strahl. ¡Cielos y tierra! ¿Quién pegó fuego al castillo...?


¡Gottschalk!

Gottschalk (Fuera de escena.) ¡Eh!

Conde vom Strahl. ¡Aquí, mi escudo y mi lanza!

Caballero de Thurneck. ¿Qué ha ocurrido?

Conde vom Strahl. ¡No preguntéis! ¡Tomad lo que tengáis a mano,


volad a las murallas y a dar mordiscos como
jabalíes acosados!

Caballero de Thurneck. ¿El ringrave está ante las puertas?

Conde vom Strahl. Ante las puertas, señores míos, y, como no echéis
pronto el cerrojo, dentro de ellas. ¡La felonía, desde adentro
se las abrió de par en par!

Caballero de Thurneck. ¡Un ataque a mansalva, inaudito...! ¡Adelante!

(Sale con sus guardias.)

Conde vom Strahl. ¡Gottschalk!

Goltschalk (Desdefuera.) ¡Eh!

Conde vom Strahl ¡Mi espada, mi escudo, mi lanza!

95
ESCENA IX

Entra Catalina. Los anteriores.

Catalina (Trayendo espada, lanza y escudo.) j Aquí están!

Conde vom Strahl {Mientras toma la espada y la suspende a su


cintura.) ¿Qué quieres ahora?

Catalina. Te traigo las armas.

Conde vom Strahl. ¡No fue a ti a quien llamé!

Catalina. Gottschalk está ocupado en salvamos.

Conde vom Strahl, ¿Por qué no envió al paje...? ¿De nuevo me


importunas?

(Vuelve a oírse el cuerno del vigía.)

ESCENAX

El caballero Flammberg con su escolia. Los anteriores.

F lammberg. \ Sí* ya puedes soplar hasta que estallen tus mejillas! Hasta
lospeces y los topos sabrían que hay incendio» ¿para qué hace
falta que lo divulgues con tu siniestra letanía?

Conde vom Strahl. ¿Quién va?

Flammberg, ¿Gente de Strahlburg?

Conde vom Strahl. ¿Flammberg?

Flammberg. ¡Y no otro alguno!

96
Conde vom Strahl. ¡Ven aquí...! ¡Monta guardia, hasta que sepamos
dónde pelean con más furia!

ESCENA XI

Entran las tías de Thurneck. Los anteriores.

Tía primera. ¡Dios nos valga!

Conde vom Strahl. Calma, calma.

Tía segunda. ¡Estamos perdidas! Sólo falta que nos asen.

Conde vom Strahl. ¿Dónde está la señorita Cunigunda, vuestra sobri­


na?

Las tías. ¿La señorita, nuestra sobrina?

Cunigunda (Desde el castillo.) ¡Socorro! ¡Ayudadme,buenas gentes!

Conde vomStrahl. ¡Dios del cielo! ¿No era su voz? (Devuelve escudo
y lanza a Catalina.)

Tía primera. ¡Era su vozl ¡Pronto, daos prisal

Tía segunda. ¡Allá aparece sobre el portal!

Tía primera. ¡Corred, por todos los santos! ¡Vacila y cae!

Tía segunda. ¡Pronto, corred a sostenerla!

97
ESCENA XH

Cunigunda von Thurneck. Los anteriores.

Conde vom Strahl (Recibiéndola en sus brazos.) ¡Cunigunda mía!

Cunigunda (Con voz apagada.)


¡El retrato, don vuestro, conde Friedrich,
en su estuche...!

Conde vom Strahl. ¡Qué pasó? ¿Dónde está?

Cunigunda. ¡Ya arde en el fuego, ay de mí! ¿Quién lo salva?

Conde con Strahl. ¡Qué arda! ¿No me tenéis aquí en persona,


bien amada?

Cunigunda. ¡Eí retrato con su estuche,


conde Strahl, con su estuchel

Catalina (Adelantándose.) ¿Dónde estaba?

(Mientras entrega escudo y lanza a Flammberg.)

Cunigunda. ¡En mi escritorio! ¡Aquí, niña adorada,


tienes la llave!

(Catalina se dispone a salir.)

Conde vom Strahl. ¡Escucha, niña!

Cunigunda. ¡Aprisa!

Conde vom Strahl. ¡Oye, niña mía!

Cunigunda. ¡Corre! ¿A qué oponerse


si ella ansia...?

Conde vom Strahl. Señorita, en su lugar


otro diez podré regalarte...

98
Cunigunda (Lo interrumpe.) ¡Esése
el que quiero...! Por qué tanto lo aprecio,
no es tiempo ni lugar para explicarlo...
Ve, muchacha, devuélveme el retrato
y su estuche: ¡un diamante será el premio!

Conde vom Strahl ¡Y bien, sea! Lo merece aquella necia*,


¿qué se le había perdido aquí?

Catalina (Antes de entrar en el castillo.) ¿En la alcoba...


a la derecha..,?

Cunigunda. ■ No, amorcito, a la izquierda,


donde un terrado corona el portal.

Catalina. ¿En el salón del centro?

Cunigunda. ¡Sí, en el centro!


No hay error, corre, ¡el riesgo es inminente!

Catalina. ¡Voy allá! ¡Dios me ayuda! ¡Os lo traeré!

(Sale.)

ESCENA XIII

Los anteriores, menos Catalina,

Conde vom Strahl. ¡Oídme, una bolsa de oro tengo aquí


para aquel que la siga!

Cunigunda. ¿A qué viene eso?

Conde vom Strahl, ¡Veit Schmidt! ¡Hans, tti! ¡Karl Böitinger!


¡Fritz Töpfer!
¿No hay un audaz,..?

99
Cunigunda. ¿Qué se os ocurre ahora?

Conde vom Strahl. Señorita mía, debo confesar...

Cunigunda. ¿Qué extraño ardor os arrebata...? ¿Quién


es esa niña?

Conde vom Strahl. La doncella que hoy


nos salvó con su celo.

Cunigunda. ¡Por Dios! Vaya,


¡ni que fuera hija del Emperador!
¿Qué teméis? Hay fuego, pero la casa
sobre sus vigas se alza como roca,*
no creo que, por esta vez, se hunda.
La escala seguía indemne, una humareda
será lo único con que tropiece.

Catalina (Aparece en una de las ventanas en llamas.)


¡Señorita, me ayude Dios! ¡Me ahogo...!
No era la llave justa.

Conde vom Strahl (A Cunigunda.) ¡Maldición!


¿No hacéis nada a derechas?

Cunigunda. ¿No eraésa


la llave?

Catalina (Con voz apenas audible.)


¡Dios, ayúdame!

Conde vom Strahl. ¡Desciende,


niña mía!

Cunigunda. Deja...

Conde vom Strähl. ¡Que desciendas, digo!


¿Qué puedes sin la llave? ¡Ea, desciende!

Cunigunda. Un instante, permite...

100
Conde vom Strahl. ¡Por ios diablos!

Cunigunda, (Ya recuerdo! Niña mía del alma,


¡la llave está colgada del espejo,
sobre mi tocador!

Catalina. ¿Junto al espejo?

Conde von Strahl ¡Por Dios, querría que aquel que me esbozó
nunca hubiera existido, ni tampoco
aquel que me engendró...! ¡Entonces, busca!

Cunigunda. ¡Corazoncíto! En el tocador, ¿me oyes?

Catalina (Retirándose de la ventana.)


¿Dónde está el tocador? No hay más que humo.

Conde vom Strahl. ¡Busca!

Cunigunda, En el muro aquél.

Catalina (Ya invisible.) ¿A la derecha?

Conde vom Strahl ¡Busca, digo!

Catalina (Con voz débil) ¡Ayuda, Dios mío!

Conde vom Strahl ¡Busca...!


¡Maldita sumisión, ni la de un perro!

Flammberg. Si no huye ahora, ¡la casa se desploma!

Conde vom Strahl ¡Aquí, una escala!

Cunigunda. ¿Cómo, dueño mío?

Conde vom Strahl. ¡Una escala! ¡Yo mismo subiré!

Cunigunda. Caro amigo, ¿vos mismo...?

Conde vom Strahl ¡Basta ya!


¡Dejad lugar! Yo os traeré ese retrato.

101
Cunigunda. Os Io ruego, sólo un instante más,
y ella lo trae.

Conde vom Strahl. (Permitidme, repito...!


Nada sabe de espejo y tocador,
ni de ese gancho; yo en cambio ai dedillo
sabré hallarlos. Encontraré la imagen
de óleo y tiza sobre un fondo de tela
y os la traeré, como tanto anheláis...

(Cuatro mozos traen una escala de incendios.)

¡Aquí, apoyadla!

Mozo primero (Volviéndose hacia los de atrás.) ¡Tú, el de allá detrás!

Otro (Al conde.) ¿Dónde?

Conde vom Strahl. Ante ía ventana abierta.

Los mozos (Empinando la escala.) ¡Ea!

Mozo primero, ¡No me empujéis! Tomadlo con más calma,


es muy larga esa escala.

Los otros (Detrás.) ¡En la ventana


apóyala! ¡Donde se ve el crucero!

Flammberg (Que los ayuda.) ¡La escala ahora está firme y no se


mueve!

Conde vom Strahl (Arrojando la espada.)


¡A la obra!

Cunigunda. ¡Amado mío, escúchame!

Conde vom Strahl. ¡No tardaré!

(Pone pie en la escala.)

102
Ftammberg (Con un grito de asombro.) ¡Deteneos, Dios del cielo!

Cunigunda (Apartándose de la escala aterrorizada.)


¿Qué ocurre?

Los mozos, ¡Atrás! ¡La casa se derrumba!

Todos. ¡Santo Dios! ¡Y no quedan más que escombros)

(La construcción se desmorona; el conde da la vuelta


y se oculta la vista con las manos; cuantos ocupan la
escena dan un paso atrás y al mismo tiempo apartan
la mirada. Una pausa.)

ESCENA XIV

Catalina se lanza, con un rollo de papel en la mano,


a través de un gran portal que ha quedado en pie;
detrás de ella, uti ángel con los rasgos de un joven de
rizos rubios, con alas en los hombros y en la mano
una hoja de palma.

Catalina (Apenas traspuesto el portal, se vuelve hacia él y se


echa a sus pies.)
¡Potencias celestiales! ¿Qué me ocurre?

(El ángel roza su cabeza con la palma y desaparece.)

103
ESCENA XV

Los anteriores, menos el ángel.

Cunigunda {Mirando primero a su alrededor.)


iPor Dios vivo, me parece sonar...!
iAmigo, mirad esto!

Conde vom Strahl {Anonadado.) ¡Flammberg!

(Se apoya en su hombro.)

Cunigunda. ¡Primos,
tías...! ¡Oídme!

Conde vom Strahl {Apartándola.) Por favor, ¡aléjate!

Cunigunda, ¡Necios! ¿Sois todos estatuas de sal?


Bien está lo que bien...

Conde vom Strahl. ¡Ya no hay consuelo


para mí! Se agostó toda belleza.
Dejadme estar.

Flammberg (A los mozos.) ¡Pronto, gañanes, pronto!

Un mozo. j Aquí, con palas y horquillas!

Otro. ¡Veamos
si aún respira bajo los escombros!

Cunigunda {Con despecho.)


¡Viejos verdes, con barba y poco seso!
Creen que sólo hay cenizas, pero ella
yace en tierra, tan fresca, vedla allí;
¡oculta en su mandil, se está riendo!

Conde vom Strahl {Volviéndose.) ¿Dónde?

Cunigunda. ¡Allá!

104
Conde vom Strahl. No, dime. Eso es imposible.

Las lías. ¿La niña, viva...?

Todos. ¡Cielos! ¡Si está allí!

Conde vom Strahl (Se acerca y la contempla,)


¡Dios ahora te ampara con sus huestes!

(La levanta del suelo.)

¿Cómo hiciste?

Catalina. No sé, mi alto señor.

Conde vom Strahl. Se alzaba aquí una casa, en ella, tú...


¿No era así?

Flammberg. Cuando se hundió, ¿dónde estabas?

Catalina, No sé, señores, qué pasó conmigo.

(Una pausa.)

Conde vom Strahl. Para colmo, con el retrato.

(Toma de su mano una especie de cilindro.)

Cunigunda (Se lo arrebata.) ¿Dónde?

Conde vom Strahl. • Aquí.

(Cunigunda palidece.)

¿No es el retrato...? ¡Sil

Las tías. ¡Milagro!

Flammberg. ¿Quién te lo dio? ¡Dínoslo!

Cunigunda (Golpeando la espalda de la niña con el cilindro.)

105
¡Qué aturdida!
¿No 1c dije, también con el estuche?

Conde vom Strahl. Por el ciclo, ¡ésa sí que es buena...! ¿Sólo


os importa el estuche?

Cunigunda. ¡Y no otra cosa!


Vuestro nombre grabado en él lo hacía
para mf inestimable. ¡Y le insistí!

Conde vom Strahl Si sólo era por eso...

Cunigunda. ¿Así pensáis?


A m í incumbe probarlo, y no a vos.

Conde vom Strahl. Tanta


bondad vuestra, señorita, me pasma.

Cunigunda (A Catalina,) ¿Por qué así lo extrajiste del estuche?

Conde vom Strahl Explícalo, hija mía.

Catalina. ¿El cuadro?

Conde vom Strahl ¡Sí!

Catalina, No lo hice yo, mi alto señor; el cuadro


casi enrollado, en aquel escritorio,
que pude abrir, hallé junto ai estuche.

Cuntgunda. ¡Apura...! ¡Me hartan sus muecas!

Conde vom Strahl. ¡Cunigunda...!

Cunigunda, ¿No debía ante todo colocarlo


en su estuche...?

Conde vom Strahl ¡No, no, Catalínitaí


Apruebo lo hecho; ¿cómo habrías podido
saber cuánto valía ese cartón?

106
Cunigunda. {Satán guió su mano!

Conde vom Strahl. No te inquietes,.,


Pronto se calmará ía señorita. Márchate.

Catalina. ¡Siempre que tú, señor, no rne golpees!

Va hacia el fondo, donde están Flammberg


y los mozos, y se confunde con el grupo.)

ESCENA XVI

Entran los señores de Thurneck. Los anteriores.

Caballero de Thurneck,
¡Triunfo* amigos! ¡Se rechazó el ataque!
¡Ganó el ringrave un chuzo en la mollera!

Flammberg. ¿Se retira?

El pueblo. ¡Viva, viva!

Conde vom Strahl. ¡A caballo!


¡A caballo! ¿Corramos al torrente
y atajemos a toda esa gavilla!

107
ACTO IV

Lugar: Una región de montaña, con cascadas


y un puente.

ESCENA PRIMERA

El ringrave vom Stein, a caballo, atraviesa el


puente seguido por algunas tropas a pie. Los
sigue el conde vom Strahlt a caballo; detrás
de él Flammberg, con mozos y tropa, pero a
pie. Por último, Gottschalk, también a
caballo, y a su lado Catalina.

Pin grave (A su tropa). {Por el puente, muchachos, por el puente! Ese


Wetter vom Strahl atruena, como un ventarrón, y nos pisa los
talones*, ¡echemos abajo el puente o estamos perdidos!

(Termina de atravesar el puente.)

Mozos del ringrave (Siguiéndolo.) ¡Destruyan el puente) (El puente se


derrumba.)

108
Conde vom Strahl (Entra en escena, dominando apenas su caballo.)
¡Fuera...! ¡Cuidado con destruir ei pasaje!

Mozos del ringrave (Le lanzan flechas.) ¡Ea! ¡Estas flechas te dan
nuestra respuesta!

Conde vom Strahl (Haciendo retroceder al caballo.) ¡Mercenarios,..!


¡Eh, Flammberg!

Catalina (Sostiene en alto un tubo de cartón.) ¡Mi alto señor!

Conde vom Strahl (A Flammberg.) ¡Aquí, los arqueros!

Ringrave (Gritando desde la otra orilla.) ¡Hasta más ver, señor conde!
Si sabéis nadar, echaos al agua; en Steinburg, de este lado,
podréis encontrarnos,

(Sale con su gente.)

Conde vomStrahl, ¡Muy agradecido, señores! ¡Si el riólo soporta, muy


pronto tendré algo que deciros! (Atraviesa la corriente con su
caballo.)

Un mozo (De su tropa.) ¡Alto, por todos los diablos! ¡Tened cuidado!

Catalina (Desde la orilla.) ¡Señor conde vom Strahl!

Otro mozo. ¡Traigan aquí tablas y listones!

Flammberg. ¿Cómo? ¿Te crees un judío atravesando el Mar Rojo?

Todos. ¡Adelante! ¡Adelante!

(Le siguen.)

Conde vom Strahl. ¡Seguidme! ¡Es un estanque de truchas, ni ancho ni


profundo! ¡Así, así! ¡Que toda esa morralla termine en la
sartén!

(Sale con su tropa.)

Catalina. ¡Señor conde vom Strahl! ¡Señor, conde!

109
Gottschalk (Volviéndose con su caballo.) Ea, jpor qué chillas y
alborotas así...? ¿Qué tienes que hacer en medio de la refriega?
¿Por qué nos sigues a todas partes?

Catalina (Teniéndose de un tronco.) ¡Cielos!

Gottschalk (Apeándose.) ¡Ven! ¡Recoge tu falda y monta! Lo


llevaré de la rienda y pasaremos.

Conde vom Strahl (Fuera de escena.) ¡Gottschalk!

Gottschalk. ¡Ya llego, señor mío, a mandar!

Conde vom Strahl. ¡Mi lanza, aquí la quiero!

Gottschalk (Ayuda a la niña a poner pie en el estribo.) ¡Quieta,


mala yegua...! ¡Tú, quítate zapatos y mediasl

Catalina (Sentándose en una piedra.) ¡Enseguida!

Conde vom Strahl. ¡Gottschalk!

Gottschalk. ¡Ahora mismo! Ya os llevo la lanza... ¿Qué tienes ahí


en la mano?
Catalina (Mientras se descalza.) El estuche, amigo mío, el que
ayer... ¿Y bien?
Gottschalk. ¿Qué dices? ¿El que quedó en el juego?
Catalina. ¡Seguramente! Por el que me regañaron. Esta mañana
rebusqué entre las minas y quiso Dios... ¡Ahora lo sabes! (se está
quitando una media)
Gottschalk. ¡Vaya astucia! (Toma el cilindro.) ¡Y además intacto, a
fe, como esculpido en piedra...! ¿Qué habrá dentro?
Catalina. No tengo idea.
Gottschalk (Sacando una hoja de dentro.) “Acta relativa al don de
Stauffen por parte de Friderich conde vom Strahl...”
¡Maldición!

Conde vom Strahl (Fuera.) ¡Gottschalk!

110
Gottschalk. ¡Ahora mismo, noble señor, ya voy!

Catalina (Alzándose.) ¡Estoy lista!

Gottschalk. ¡Eso tendrás que entregarlo al conde cuanto antes! (Le


devuelve el cilindro.) ¡Ven, dame la mano y sígueme! (Guía al
caballo, con la niña, a través del torrente.)

Catalina (Al primer contacto con el agua.) [Ay!

Gottschalk. Alza un poco la falda.

Catalina. ¡No, de ninguna manera! (Se detiene.)

Gottschalk. ¡Sólo hasta el tobillo, Catalinita!

Catalina. ¡No! Más bien me buscaré un vado

(Hace ademán de regresar.)

Gottschalk(Deteniéndola.) ¡Sólo hasta el tobillo, niña! ¡Apenas donde


termina el talón!

Catalina. ¡No, no! Enseguida volveré a tu lado.

(Se libera y escapa.)

Gottschalk(Se vuelve desde el arroyo y exclama). ¡Catalina! ¡Miraré


hacia otro lado! ¡Me taparé los ojos! ¡No hay un vado a cien
millas a la redonda...! ¿Para qué le pedí que se alzara la falda?
Mírenla cómo corre junto a la orilla, río arriba, hacia las
ásperas cumbres nevadas. ¡Pobre almita, si ningún carretero
se apiada de ella, está perdida!

Conde vom Strahl (Fuera.) ¡Gottschalk! ¡Por lo que quieras, Gottschalk!

Gottschalk. ¡Sí, ya puedes gritar...! Ya llego, mi noble señor, y a estoy


aquí. (Guía de mal talante a su caballo a través del arroyo.)

(Sale.)

111
Lugar; El castillo de Wetterstrahl Un lugar cubierto por espesa
arboleda, en la muralla exterior medio en ruinas. En primer plano,
un saúco que forma una suerte de emparrado natural; debajo del
arbusto, un banco de piedra que cubre una estera de paja, Vense
en las ramas una camisola y unas medias puestas a secar.

ESCENA n

Catalina está acostada y duerme. Entra el conde vom Strahl.

Conde vom Strahl (Guardando el estuche en su coleto.} Según me dijo


Gottschalk, al entregarme el estuche, Catalinita habría regre­
sado. En cuanto a Cunigunda, después del incendio de su
castillo, halló refugio en el mío; entonces se presenta él y me
dice: bajo el saúco está tumbada y duerme, rogándome con
lágrimas en los ojos que le permitiera acogerla en nuestro
establo. Respondí que, hasta que se hiciera presente el viejo
padre, Teobaldo, le daría albergue en la posada; entonces me
escabullí y vine aquí a fin de ponerla un poco a prueba... No
puedo soportar más este vía crucis. Una niña, capaz de hacer
feliz al más próspero burgués de Suabia, quiero saber por qué
estoy condenado a llevármela a rastras como a una moza de
mala andanza; saber por qué me sigue siempre como un
gozque, sin importarle ni el agua ni el fuego, detrás de mí,
desdichado, que no tengo más cuartos que los de mi blasón...
Es algo más que ei simple hechizo del corazón, algo atizado
por el infierno, un desvarío que hace diabluras en su pecho.
Tantas veces como le he preguntado: jCatalina! ¿Por qué te
espantaste la primera vez que me viste en Heilbronn?, siem­
pre me miró como pensando en otra cosa, para responder
luego: “j Ah, poderoso señor, bien lo sabéis...!” \Aquí está...!
En verdad, cuando la veo así dormida, con rojas mejillas y los
puñitos apretados, me cae encima toda la sensiblería de las
mujeres y hace correr mis lágrimas. Que me muera ahora
mismo si no me ha perdonado lo del látigo... ay, ¿qué digo?,
si no se ha dorm ido rezando por mí, quela traté tan mal... Pero,
pronto, antes de que venga Gottschalk a fastidiarme. Tres
cosas me ha dicho: primero, que duerme como un lirón;
segundo, que, como un perro de caza, siempre sueña, y,
tercero, que habla en sueños; y sobre estas particularidades
basaré mi prueba.,. Si cometo un pecado, que me perdone
Dios.

112
(Cae de rodillas ante la niña y coloca delicadamente los dos brazos
alrededor de su cuerpo. La durmiente se estremece, como a punto
de despertar, pero inmediatamente vuelve a quedar inmóvil.)

Conde vom Strahl. ¿Duermes, Cati?

Catalina. No, mi alto señor. (Una pausa.)

Conde vom Strahl. Pero tienes los párpados cerrados.

Catalina. ¿Los párpados?

Conde vom Strahl. Y con fuerza, así creo...

Catalina. ¡Déjame...!

Conde vom Strahl. ¿O sea que están abiertos?

Catalina. Como platillos, señor excelente...


Bien claro allí te veo', y a caballo.

Conde vom Strahl. ¿No estoy a pie?

Catalina. ¡No! En tu caballo blanco.

(Una pausa.)

Conde vom Strahl. ¿Dónde estás tú, corazoncito? Dímelo.

Catalina. Es un prado muy verde, y esmaltado


de flores.

Conde vom Strahl. ¿Nomeolvides, manzanillas?

Catalina. Y aquí, violetas. ¡Mira, parece un soto!

Conde vom Strahl. Ya desciendo de mi cabalgadura,


Catalina, y me siento aquí, a tu lado...
¿Permites?

Catalina. Cómo no, alto señor.

113
Conde vom Strahl (Como si llamara.)
¡Gottschalk..,!
¿Dónde dejo la yegua...? ¡Eh, mí buen Gottschalk!

Catalina. Allí mismo, no escapará la boba.

Conde vom Strahl (Sonriendo.). ¿Crees...? Y bien, ¡sea!

(Una pausa. El hace retiñir su armadura)

¡Mi querida niña!

(Toma su mano.)

Catalina. Mi alto señor.

Conde vom Strahl. Así, ¿me quieres bien?

Catalina. ¡De corazón!

Conde vom Strahl. Yo, en cambio, ¿tú, qué piensas?


Yo, no.

Catalina (Sonriente.) ¡Necio!

Conde vom Strahl. ¿Necio, dices?

Catalina. Dejémoslo...
Enamorado como un colegial.
Conde vom Strahl. ¿Yo estaría, pues...?
Catalina. ¿Qué murmuras?
Conde vom Strahl (Con un suspiro.)
Su fe,
firme como una torre en sus cimientos...
¡Sea! Me entrego... Y bien, Catalinita,
si es como dices...
Catalina. ¿Cómo?
Conde von Strahl. ¿Qué saldrá
de todo esto?

Catalina. ¿ Q u é sa ld rá de esto?

114
Conde vom Strahl. Sí, ¿lo has pensado?

Catalina. Depende...

Conde vom Strahl. ¿Qué dices?

Catalina. Por Pascua, al año, me habrás desposado.

Conde vom Strahl (Conteniendo la risa.)


¿Ttí, mi esposa? ¡En verdad, no lo sabía!
Catalinita... ¿y quién te lo anunció?
t

Catalina. La Mariana, ella me lo anunció.

Conde vom Strahl. La Mariana, ¿eh.„? ¿Puedo saber quién es?

Catalina. La criada que barría en nuestra casa.

Conde vom Strahl. Y ella, a su vez... ¿por quién lo había sabido?

Catalina. Gracias al plomo que, por San Silvestre,


muy en secreto virtió para mí.

Conde vom Strahl. ¡Qué me cuentas! ¿Profetizó...?

Catalina. Un apuesto
caballero se casaría conmigo.

Conde vom Strahl. Sin más ni más, ¿creiste que era yo?

Catalina. Sí, mi alto señor...

(Una pausa.)

Conde vom Strahl (Conmovido.) Bien, niña mía,


te diré, pienso en cambio que sea otro.
El bravo Flammberg... u otro. Tú, ¿qué opinas?

Catalina. ¡No, no!

Conde vom Strahl. ¿No?

115
Catalina. ¡No, mil veces!

Conde vom Strahl. ¿Por qué? ¡Explícame!

Catalina. Cuando, tras lo del plomo, aquella noche


de San Silvestre, rezaba en mi cama
porque fuese verdad lo que Mariana
me anunció, pedí a Dios que el caballero
me mostrara en mi sueño: a medianoche
surgiste, como ahora te veo, dándome
dulce nombre de "prometida mía”.

Conde vom Strahl. ¿Que aparecí,..? Corazoncito, nada


de eso recuerdo... ¿Cuándo fue...?

Catalina. La noche
de San Silvestre. En igual noche, al cabo
de dos años, sería verdad...

Conde vom Strahl. ¿En el castillo de Strahl?¿Y dónde?

Catalina... ¡No, en Heilbronn!


En el cuartito donde está mi cama.

Conde vom Strahl. Deliras, niña mía... Enfermo de muerte


yacía yo en mí castillo de Strahl.

(Pausa. Ella suspira, se agita y murmura


algo entre dientes.)

¿Qué dices?

Catalina. ¿Quién?

Conde vom Strahl. ¡Tú!

Catalina. Yo no he dicho nada.

(Una pausaJ

Conde vom Strahl (Para sí.)

116
Extraño, la noche de San Silvestre...

(Busca muy lejos un recuerdo.)

Catalinita, ¿algún otro detalle?


¿Venía yo solo?

Catalina. No, mi honrado señor.

Conde vom Strahl. ¿Con quién, pues?

Catalina. jEa, vamosl

Conde vom Strahl. ¡Dtmelo!

Catalina. ¿Lo has olvidado?

Conde vom Strahl. Te juro, no sé.

Catalina. Un querubín, señor, venía contigo,


con alas, como de nieve, en los hombros
y luz — ¡Dios mío, con chispas de fuego!—
y él de la mano te trajo hasta mí.

Conde vom Strahl (La mira fijamente.)


¡Por mi eterna ventura, ahora comprendo
que eres sincera]

Catalina. Sí, honrado señor.

Conde vom Strahl (Con voz ahogada.)


Sobre un cojín dormías, con blancas sábanas
y la cubierta roja.

Catalina. ¡Así era! ¡Es cierto!

Conde vom Strahl. Y sólo te cubría tu camisilla.

Catalina. No, eso no creo.

117
Conde vom Strahl, Cómo, ¿no?

Catalina. ¿Tan sólo?

Conde vom Strahl. ¡Mariana!, exclamaste.

Catalina. Y además;, ¡Niñas,


acudid! ¡Mariana y tú también, Cristina!

Conde vom Strahl. ¿Mirándome con ojos muy abiertos?

Catalina. Creía que todo era sueño.

Conde vom Strahl. ¿Lentamente


te alzaste, temblorosa, de la cama
y caíste a mis pies...?

Catalina. Y murmuré...

Conde vom Strahl (,interrumpiéndola.)


Y murmuraste: "¡Mi honrado señor!”

Catalina (Sonriente.) ¿Lo ves.,.? Te mostró el ángel...

Conde vom Strahl. Esa marca...


¡Santos del cielo, protección! ¿La tienes?

Catalina. ¡Por supuesto!

Conde vom Strahl (Arrancándole el pañuelo.)


¿En el cuello?

Catalina (Con un movimiento.) Te lo ruego.

Conde vom Strahl. ¡Oh potencias eternas...! Cuando alcé


tu barbilla para mirar tu cara...

Catalina. Sí, en mal momento apareció Mariana


con una luz... y todo se esfumó.
Yo tumbada por tierra, en camisilla,
debí aguantar las bromas de Mariana.

118
Conde vom Strahl. ¡Dioses del cielo, ayuda: hallé mi doble!
Por las noches vago como un fantasma.

(La libera y se incorpora bruscamente.)

Catalina (Despertando.) ¡Señor Dios de mi vida! ¿Qué me ocurre?

(Se pone en pie y mira alrededor.)

Conde vom Strahl. Lo que creía un sueño es la desnuda


realidad; en Strahl, agonizante,
yacía yo, cuando füi arrebatado
por el ángel; ¡pudo verla mi espíritu
y visitarla en su celda de Heilbronn!

Catalina. ¡Cielos, el conde!

(Se pone el sombrero y compone su pañuelo.)

Conde vom Strahl. ¿Qué he de hacer ahora


y qué no hacer?

(Una pausa.)

Catalina (Poniéndose de rodillas.)


¡Mi alto señor, ya caigo
a tus pies, esperando tu sanción!
Me sorprendiste junto a tus murallas
a pesar de la ley que habías impuesto;
te lo juro, sólo una hora de reposo
busqué, reanudo ahora mi camino.

Conde vom Strahl. ¡Ay de mí! Cegada por el milagro,


¡mi alma vacila junto al precipicio
del delirio! ¿No me fue revelado,
con retiñir de plata en mis oídos,
que ella sería hija de mi Emperador?

Gottschalk (Fuera.) ¡Eh, niña! ¡Catalina!

Conde vom Strahl (Levantándola precipitadamente.)


¡Pronto, álzate!
¡Ordena ese pañuelo! ¡Vaya traza!

119
fr.
ESCENA HI

Entra Gottschalk. Los anteriores.

Conde vom Strahl. Llegas a tiempo, Gottschaik. ¿Preguntabas


si podías alojarla en los establos?
Bien, por muchas razones no es decente.
A ía Friedebom mi madre acogerá
en el castillo.

Gottschalk. ¿Qué decís...? ¿En Strahl?

Conde vom Strahl. ¡Sí, ahora mismo! Recoge sus cosidas


y muéstrale la senda hasta el castillo.

Gottschalk. ¡Albricias, Catalina! ¿Lo has oído?

Catalina (iCon una reverencia llena de gracia.)


¡Muy honrado señor! Será, supongo,
hasta que sepa dónde está mi padre.

Conde vom Strahl. ¡Dios dirá! Procuraré averiguarlo.

{Gottschalk hace el hatillo, ayudado


por Catalina.)

¿Todo pronto?

(Recoge el pañuelo del suelo y lo


entrega a la niña.)

Catalina {Ruborizándose.) ¿Cómo? ¿De mí te ocupas?

(Gottschaik coge el hatillo.)

Conde vom Strahl. ¡Dame la mano!

Catalina. ¡Respetado señor!

(La guía por sobre las piedras; ya en terreno más


fácil, los deja pasar y los sigue.)

(Salen.)

120
Lugar: Un jardín. En el fondo, una gruta de
estilo gótico.

ESCENA IV

Cunigunda, envuelta de pies a cabeza en un


velo rojo fuego, entra con Rosalía.

Cunigunda. ¿Hacia dónde cabalgó el conde vom Strahl?

Rosalía. Señorita, nadie supo dar razón en el castillo. Tarde en


la noche llegaron tres mensajeros imperiales y lo despertaron;
se encerró con ellos y hoy, ai rayar el alba, saltó sobre su
caballo y desapareció.

Cunigunda. Abreme la gruta.

Rosalía. Ya está abierta.

Cunigunda. El caballero Flammberg, según oigo, te corteja; a medio­


día, cuando me haya bañado y acicalado, me dirás qué
significa este despropósito. (Sale.)

ESCENA V

Entra la señorita Leonor. Rosalía.

Leonor, Buenos días, Rosalía.

Rosalía. ¡Muy buenos, señorita! i Qué os trae tan temprano por aquí?

Leonor. Y bien, como hace tanto calor, vengo a bañarme en la gruta


con Catalinita, la huésped adorable que nos trajo el conde al
castillo.

121
Rosalía. ¡Perdón! Está en la gruta mi señorita Cunígunda.

Leonor. ¿La señorita Cunígunda...? ¿Quién os dio la llave?

Rosalía. ¿La llave...? La gruta estaba abierta.

Leonor. ¿No encontrasteis dentro a la Catalinita?

Rosalía No, señorita. No había un alma.

Leonor. {Cómo, la niña, dios me ayude, está allí dentro!

Rosalía. ¿En la gruía? {Imposible!

Leonor. {Es cierto! En una de las recámaras, que son oscuras y


disimuladas... Ella se nos adelantó, pues yo dije —cuando ya
estábamos junto a la puerta— que me volvía a buscar una
toalla de la condesa para ponerla a secar... ¡Dios del cielo, si
ahí la tienes!

ESCENA VI

Catalina sale de la gruta. Las anteriores.

Rosalía (Para sí.) ¿Cielos, qué veo allí?

Catalina (Tiritando.) {Leonor!

Leonor. ¡Catalinita! ¿Te has bañado ya?


¡Admira ese esplendor que la acompaña!
¡Como el cisne que roza con el pecho
profundo lago y surge de sus ondas!
¿Te has refrescado ya?

Catalina. ¡Leonor, huyamos!

122
Leonor. ¿Qué dices? ¿Qué ocurrid?

R asalta (Pálida de terror.) ¿De dónde sales?


¿De esa gruía? ¿En algún recoveco
te escondías?

Catalina. /Leonor mía, te ruegoJ

Cunígunda (Desde la gruta.) {Rosalía!

Rosalía, Voy, señorita.-


(A Catalina.) ¿Lahasvisto?

Leonor. ¿Qué ocurre.,.? ¡Habla! ¿Palideces?

Catalina (Cayendo en sus brazos.) /Leonor!

Leonor. ¡Cielos, ayuda! Niña mía, ¿qué ocurre?

Cunígunda (En la gruta.) /Rosalía!

Rosalía (A Catalina.) ¡Más vale te arrancaras


los ojos, antes de que confiaran
a la lengua lo que allá dentro vieron!

(Entra en la gruta.)

ESCENA VH

Catalina y Leonor.

Leonor. ¿Qué ocurrió, hijita? ¿Por qué te regañan?


¿Por qué tiembla todo tu cuerpecito?
Si la Muerte, con guadaña y reloj
de arena, se atravesara en tu senda,
¡no agitaría' tu pecho más espanto!

123
Catalina. Te lo diré... (M? pronunciar palabra.)

Leonor. ¡Habla, pues] Te escucho.

Catalina. Si me prometes, Leonor, que a ninguno,


sea quien fuere, habrás de revelarlo.

Leonor. ¡Prometo, a nadie! Confía en mí.

Catalina. En la gruta lateral, por una puerta excusada,


me escurrí, pues la bóveda central
para mí era en exceso luminosa.
Pero después del baño y su frescor
volví a aquel centro, para bromear
contigo, pues pensé que retozabas
en el agua, y llegando al reborde
ven mis ojos,,.

Leonor. ¿Qué? ¿A quién? ¡Habla!

Catalina. ¿Qué dije?


Sin tardanza, Leonor, darás al conde
un fiel relato de esto.

Leonor. Niña mía,


¡si tan sólo supiera de qué hablas!

Catalina. Pero no revelarle, ¡por el cielo!,


de quién viene. ¿Lo oyes? Preferiría
que jamás se enterara de este horror.

Leonor. ¿Qué acertijos son esos, niña mía,


y qué horror? ¿Puedo saber lo que has visto?

Catalina. ¡Ay, Leonor, presiento que mejor


sería que nunca pasara mis labios!
¡Por mí no sepa, por mí, de este engaño!

Leonor. ¿Por qué no? ¿Qué Tazón para ocultarle...?


Si me explicaras...

Catalina (Dándose la vuelta,) ¡Oye!

124
Leonor. ¿Qué pasa?

Catalina. ¡Ya viene!

Leonor. Sólo es la señorita, y Rosalía.

Catalina. ¡Huyamos!

Leonor. ¿Porqué?

Catalina. ¡Pronto! ¿0 estás!

Leonor. ¿Adónde?

Catalina. Debo huir de estos jardines...

Leonor ¿Deliras?

Catalina. Leonor mía, ¡estoy perdida


sí ella me encuentra aquí! ¡Sólo al amparo
de ía condesa encontraré refugio!

(Salen.)

ESCENA VIH

Cunigunda y Rosalía, que salen de la gruía.

Cunigunda (Dándole una llave a Rosalía.)


¡Toma...! Abre el tocador, el polvo está
en la cajita negra, a la derecha,
viértelo en vino, agua o leche. Y dile;
¡Cataiinita mía, ven...l Quizá
podrás subirla sobre tus rodillas...
¡Brebaje de venganza! Haz lo que quieras,
con tal que ella lo trague.

125
Rosalía. Oíd, señorita»
mía...

Cunigunda. ]Nada! iVenen o, muerte» pestilencia!


¡Tapa su boca, y no me digas más!
Ya en su ataúd, bien muerta, sus cenizas
confíen al viento, desde un mirto fúnebre,
lo que vieron aquí. ¡Y ahora me hablas
de piedad y perdón, ley y deber,
de Dios y del infierno, deí suplicio
que inflige el remorder de la conciencia!

Rosalía. Lo descubrió, ya no tiene remedio.

Cunigunda. ¡Ponzoña! ¡‘Noche! ¡Caos! ¡Esa poción


podría corroer iodo el castillo,
perros, gatos y todo...! ¡Haz lo que digo!
Es mi rival, la he visto junto al conde,
y comprendí que él no es insensible
a sus muecas de mico. ¡Que se esfume,
pronto, ve! ¡Ya no hay lugar en el mundo
suficiente para ella y para mí!

(Salen.)

126
ACTOV

Lugar: Worms. Gran plaza delante del burgo imperial; a un


costado, un trono; en segundo plano, las barreras
del Juicio de Dios.

ESCENA PRIMERA

El Emperador en su trono. A su lado, el arzobispo de Worms, el


conde Otto von der Flühe, y muchos otros caballeros, señores e
infantes. El conde vom Strahl con yelmo y coraza de aparato, y
Teobaldo cubierto de pies a cabeza por una armadura completa;
ambos de pie frente al trono.

El Emperador. Conde Wettersírahl, en una expedición


que hace enes meses te llevara a Heübronn,
heriste como un rayo un tierno pecho;
su anciano padre abandonó la moza
y, lejos de devolverla, la escondes
bajo las alas del burgo paterno.
Ahora esparces, excusando el ultraje,
rumores tan impíos como ridículos:
un ángel se te apareció de noche
y reveló que la niña que ocultas
sería hija de mis imperiales yerros.
Me río — ni que decir tiene— de tal
revelación, aunque luego aspiraras
a coronarla emperatriz. De Suabia
no heredará por cierto, y he dispuesto
tenerla lejos de mi corte en Worms.
Pero ahora viene este anciano humillado
a quien la hija robaste y, por si fuera
poco, además enfangas a la esposa;
toda una vida él la creyó fiel
y con orgullo se cstimabá padre
de la niña. Movidos por sus duelos,
te convocamos para que repares
el oprobio que infliges a una tumba.
¡En armas, pues, si te amparan las huestes
celestiales, defiende tu palabra
y que un duelo a uno u otro justifique!

Conde vom Strahl (Ruborizándose por su desgana.)


¡Mi señor imperial! Ves aquí un brazo
que con vigor y su guante de acero
podría desafiar aun al demonio;
golpeando en ese cráneo encanecido,
lo partiría como un queso suizo
cuando fermenta en sus moldes de mimbre.
Permítame tu Gracia relatar
una conseja extraña, así las gentes
—entre dos hechos que apenas concuerdan
pero aquí, cual segmentos de un anillo
se maridan— podrán lomar partido.
En tu sapiencia, explica lo ocurrido
en aquella noche de San Silvestre
como un engendro de la fiebre; olvídalo,
cree que he mentido, ¡que fue un delirante
quien la llamó hija de mi Emperador!

Arzobispo. Señor y príncipe, esto podría en verdad


apaciguar ai bravo querellante.
Sólo alardea de una ciencia arcana
acerca de su esposa; otros dislates
expuso de sus charlas con Mariana:

128
i y a h o ra todo d e sd ijo ! N o c astig u es
tan p e re g rin a c o n c e p c ió n del m u n d o
q u e p o r só lo un in sta n te lo h a ceg ad o .
T ú, T e o b a ld o , a c a b a d e p ro m e te rm e
y d a r p a la b ra q u e si a S tra h l te lle g a s
te e n tre g a rá a tu C a ta lin a . V ete
m ás c o n fia d o a b u sc a rla , b u e n a n cian o ,
¡y d e ja al fin las c o sa s co m o están!

Teobaldo . Im p ío fa rsa n te , ¿ o sa rá s n e g a r
q u e tu a lm a e s tá e m p a p a d a , d e ios p ies
a la c a b e z a , en la fe d e q u e es
u n a h ija z u rd a del E m p e ra d o r?
¿N o h u rg a ste un d ía h a s ta e n la sa c ristía
cu á n d o h a b ía n a c id o , c a lc u la n d o
a q u é h o ras v io la lu z? ¿N o re c o rd a ste ,
con s ib ilin a a stu c ia , q u e p o r H e ilb ro n n
p a só S u M a je sta d h a c e tres lu stro s?
F a n fa rró n su rg id o de la s b o d a s
d e un fau n o y u n a e rin ia ;
un falso ilu m in a d o y .p a rric id a
, q u e so c a v a las b a se s d e g ra n ito
del te m p lo e te rn o d e N a tu ra le z a :
¡tal cu al e re s, re to ñ o del in fie rn o ,
te m o stra rá m í e sp a d a o c o n tra m í
v o lv ié n d o se m e e m p u ja rá al sep u lcro !

Conde vom Strahl. S e a ré p ro b o que se d ie n to de riñ as


m e p e rsig u e s, a u n q u e no te o fe n d í
y m e re z c o m ás b ien tu c o m p a sió n ,
¡hág ase, b ra v u c ó n , c o m o d e se a sl
U n á n g e l, e sc u d a d o de e sp le n d o r,
d e n o ch e v in o h a s ta el a g o n iz a n te
a c o n fia rle — p a ra q u é se g u ir n e g a n d o —
un s a b e r ab re v a d o e n las c iste rn a s
del cielo. A q u í, a n te el Ju ic io de D io s,
lo g rita ré e n tu o íd o : ¡C a ta lin a
d e H e ilb ro n n , a q u ie n lla m a s h ija tu y a ,
lo es de m i a lto E m p e ra d o r! ¡C o n v é n c e m e
q u e es c ie rto lo c o n tra rio !

El Em perador . ¡T ro m p e te ro s,
so n a d lú g u b re s p ara el fe m e n tid o !

129
(Toques de trompeta.)

Teobaldo (Desenvaina.) Aunque fuera mi espada un blando junco


ensamblado con cera en este pufto,
aun te hendiría esa orgullosa cresta
y hasta los pies, como hongo venenoso
que usuipa el prado, jdando testimonio
y sepa el mundo, traidor, que has mentidol

Conde vom Strahl (Se quita la espada y la da a un acompañante.)


. Fuera mi yelmo, y la frente que cubre,
de frágil cobre, casi transparente,
o deleznable cáscara de huevo,
aun así tu tizona centellante
rebotaría y saltaría en añicos
como sobre un diamante, ¡Sea testigo
y sepa el mundo que digo verdad!
¡Hiende, golpea si es mi causa injusta!

(Se quita el yelmo y se planta frente a su adversario.)

Teobaldo (Retrocediendo.) ¡Ponte el yelmo!

Conde vom Strahl ¡Golpea!

Teobaldo. ¡Ponte el
yelmo!

Conde vom Strahl (Echándolo por tierra.)


¿Te derribo con sólo pestañear?

(Le arrebata ¡a espada, alza el pie y lo afirma sobre su pecho J

Nada me impide, con la ira del justo,


hundirla hasta los sesoá, pero... ¡vive!

(Lanza la espada ante el trono del Emperador.)

El tiempo, añosa esfinge, te lo aclare


pero, como ya dije, ¡es Catalina
la hija de mi alta Majestad!

130
El pueblo (En confusión,) ¡Cielo! ¡Es del conde Weííerstrahl el triunfo!

El Emperador (Muy pálido, poniéndose en pie.)


¡Dispersaos, señores!

Arzobispo. ¿Cómo?

Un noble (Del séquito.) ¿Sin más?

Conde Olio. ¡Potente Dios! Su Majestad vacila.


¡Seguidlo! Un imprevisto malestar...

(Salen.)

Lugar: En el mismo sitio. Sala del palacio


imperial.

ESCENA II

El Emperador (Volviéndose desde la puerta.) ¡Alójense! ¡Que nadie


me siga! Dejad pasar el burgrave de Friburgo y al caballero
de Waldstätten, ¡son los únicos con los que quiero hablar...!
(Cierra de un portazo.) Ese ángel de Dios que aseguró ai
conde vom Strahl que Catalina es mi hija, ¡por mi honra
imperial; creo que lleva razón! La moza, según me dicen,
tiene quince años; ¡y hace dieciséis años menos tres meses
bien contados, que en honor de mi hermana, la condesa
palatina, participé en el gran tomeo de Heilbronn! A eso de
las once de la noche, Júpiter surgía radiante por Oriente,
cuando yo, fatigado por la danza, salí del castillo para
refrescarme en medio de la gente, en el jardín contiguo, y sin
que nadie me conociera; y otra estrella benign a y fuerte como
ésa, según creo, alumbró nuestro encuentro. Gertrudis, por
cuanto recuerdo, era su nombre, y con ella pasé algunos
mom entos en un paraje apartado del jardín, a la luz de las teas
moribundas y en tanto la música, desde el lejano salón de
baile, llegaba hasta nosotros deslizándose entre el perfume de
los tilos. ¡Y la madre de Catalina se llama Gertrudis! Sé que,
ante sus lágrimas, me arranqué del pecho un medallón con la
imagen de nuestro Papa León y se la di como recuerdo. No
reconociéndola ai pronto, ella la deslizó en su corpiño. ¡Y una
joya semejante, según me entero, lleva consigo Catalinita de
Hcilbronn! jCielo, el mundo vacila en susgoznes! Si el conde
vom Strahl, este confidente de los bienaventurados, pudiera
desligarse de esa vieja ramera con la que está entrampado, en
tal caso publicaré yo algún edicto capaz de mover al Teobaldo,
con cualquier pretexto, aqueme confíe esa niña afín de poder
casarla como es debido. ¡No quisiera exponerme a que el
querubín venga por segunda vez a la tierra y proclame a los
cuatro vientos el secreto que yo ahora confío a estas cuatro
paredes! (Sale.)

ESCENA n i

Entran el burgrave de Fr ¡burgo y Georg von WaldstätUen.


Les sigue el caballero Flammberg.

Flammberg (Sorprendido.) ¡Señor burgrave deFríburgo...! ¿Sois vos


o vuestro fantasma? ¡No corráis tanto, os ruego,..!

Friburgo (Volviéndose.) ¿Qué quieres?

Georg. ¿A quién buscas?

Flammberg. \A mi señor ei conde vom Strahl, tan digno de compasión!


La señorita Cunigunda, su prometida... ¡para qué diantre os
la habríamos arrebatado! Pretendió sobornar al cocinero para
que le diera veneno a la Catalinita — ¡veneno, vuestras
Señorías!— , y por un motivo repelente, incongruente y
enigmático: ¡porque la niña la había espiado en el baño!

Friburgo. ¿Y no lo entiendes?

132
Flammberg. ¡No!

Friburgo. Pues te lo diré. Es ella un verdadero mosaico, formado por


tres reinos de la naturaleza. Sus dientes pertenecen a una
joven de Munich, su caballera fue encargada en Francia y la
salud de sus mejillas fue extraída de los yacimientos de
Hungría; por lo demás, el porte que en ella admiramos debe
agradecérselo a su corsé, que ei herrero le labró con acero de
Suecia... ¿Lo entendiste ahora?

Flammberg, ¿Qué?

Friburgo. ¡Saludos a tu señor de parte mía! (Salen.)

Lugar: Castillo WetterstrahL La alcoba de Cunigunda.

ESCENA IV

Rosalía ocupada en el tocado de su señorita. Cunigunda entra tal


como saltó de la cama, sin afeite alguno. Poco después entra el
conde vom Strahl.

Cunigunda (Sentándose al tocador.) ¿Cuidaste de la puerta?

Rosalía. Está
cerrada.

Cunigunda. ¿Cerrada? ¿Qué? ¡Con el cerrojo, espero!


¡Cerrada y con cerrojo, cada vez!

(Rosalía va a echar el cerrojo; el conde viene a su encuentro.)

Rosalía (Espantada.) ¡Dios mío! ¿Cómo entrasteis, señor conde?


¡Señorita*

Cunigunda (Volviéndose.) ¿Qué es?

133
Rosalía. ¡Mirad!

Cunigunda. ¡Rosalía!

(Se alza precipitadamente y huye.)

ESCENA V

El conde vom Strahl y Rosalía.

Conde vom Strahl (Queda inmóvil como herido por un rayo.)


¿Qué dama era esa.,.?

Rosalía. ¿Dónde?

Conde vom Stral. ¡Se esfumó,


torcida como la torre de Pisa...!
¿Espero que no sea...?

Rosalía. ¿Quién?

Conde vom Strahl. ¿Cunigunda?

Rosalía. ¡Bromeáis, creo! Sibila, mi madrastra,


noble señor...

Cunigunda (Fuera.). ¡Rosalía!

Rosalía. Desde el lecho,


mi buena señorita me reclama.
Excusadme...

(Trae una silla.)

¿Deseáis tomar asiento?

(Toma la caja del locador y sale.)

134
ESCENA VI

Conde vom Strahl {[Anonadado.)


¡Potente cielo, mi alma obnubilada
ya ni merece recibir tal nombre!
¡Falsas eran sus pesas en la feria
del mundo, y una maldad repelente
trocó por la más santa caridad!
¿Dónde iré sin topar conmigo mismo?
¡De tantos temporales, en Suabia,
me salvó mí caballo y, ahora, embobado
vine a buscar el rayo que me ciegal
¿Qué hacer, corazón mfo? ¿Qué evitar?

ESCENA VII

Cunigunda, con su esplendor habitual, Rosalía


y la vieja Sibila que, penosamente apoyada
en muletas, desaparece por la puerta central.
El conde vom Strahl.

Cunigunda. ¡Qué sorpresa, mi conde Federico!


¿Tan temprano venís a visitarme?

Conde vom Strahl (Siguiendo a Sibila con la mirada,)


¿Hay brujas por partida doble?

Cunigunda. ¿Dequién
habláis?

Conde vom Strahl (Dominándose.) Dejémoslo... Quería saber


si estáis bien.

Cunigunda. ¿Nada se opone a la boda?

135
Conde vom Strahl (Acercándose con mirada escrutadora.)
Todo pronto, falta lo'decisivo...

Cunigunda (Retrocede.) ¿Para cuándo, se piensa...?

Conde vom Strahl. Se pensaba...


para mañana.

Cunigunda (Tras una pausa.) ¡Un día más de ansiedad!


¿No os regocija, espero?

Conde vom Strahl (Con una reverencia.) ¡Tal pregunta


ai más feliz de los mortales!

Cunigunda (Acongojada.) Dicen,


no sé, que ayer esa Catalinita
que albergasteis en el castillo...

Conde vom Strahl, ¡Diablos!

Cunigunda (Perpleja.) ¿Qué os pasa? ¡Hablad!

Rosalía (Aparte.) ¡Maldición!

Conde vom Strahl. ...Es laley


de vida. En la capilla la velaron.

Cunigunda. ¡Qué noticia!

Rosalía. ¿Pero aún no está enterrada?

Cunigunda. Quisiera honrarla en su ropaje fúnebre.

136
ESCENA VID

Entra un servidor. Los anteriores.

Servidor. Envía Gottschalk, señor, un mensajero


y en la antecámara os está esperando.

Cunigunda. ¿Gottschalk?

Rosalía. ¿De qué se trata?

Conde vom Strahl. ¿Del ataúd


de aquella almila! ¡Ea, no os molesto más,
pues veo que os estáis acicalando!

(Sale.)

ESCENA DC

Cunigunda y Rosalía.

(Quedan un instante en silencio.)

Cunigunda (Estalla.) ¡Lo sabe, es todo inútil, bien lo


vio:
me hundo sin remedio!

Rosalía. ¡Nada sabe!

Cunigunda. ¡Sí que lo sabe!

Rosalía. ¡Nada! Os lamentáis


cuando yo saltaría de regocijo,
engatusado, piensa que estaba aquí
mi madrastra. Sibila, y que él la vio.
Fue un benévolo azar que ella estuviera

137
en vuestra alcoba; para el bajío traía
nieve de la montaña en su jofaina.

Cunigunda. ¿No viste con qué ojos me escudriñaba?

Rosalía. jDa igual, no Ies da crédito! ¡Me siento


feliz como una ardilla entre los pinos!
Aun si de lejos lo roza una duda,
Juego, al ver vuestro porte y distinción,
vuela todo recelo. Así me muera
aquí mismo, si él no arroja su guante
a todo aquel que se obstine en negar
que sois la emperatriz de las mujeres.
¡Animo, pues! Venid a engalanaros,
¡la luz del nuevo día ya os saluda
Cunigunda, condesa Wetterstrahl!

Cunigunda. ¡Preferiría que la tierra me tragase!

(Salen.)

Lugar: Interior de una cueva, con vistas


a un paisaje.

ESCENA X

Catalina, disfrazada, está sentada tristemente sobre


una piedra y apoya la cabeza en la pared de roca.
Entran, en atavío de consejeros imperiales, el
conde Otto von der Flühe, Wenzel von Nachtheim
y Hans von Bärenklau, además de Gottschalk; luego
el séquito y, por último, el Emperador y Teobaldo;
estos dos, embozados en sus capas, permanecen
en segundo plano.

Conde Otto (Con un rollo de pergamino en la mano.)

138
jNifia de Heilbronn! ¿Por qué te guareces,
como hace el gavilán, en este antro?
Cata! ina (Levantándose.) ¿Dios, sus señorías?

Gottschalk. jNo la espantéis...!


De su vil enemiga huyó, y aquí
le hallamos un refugio.
Conde Otto. ¿Dónde está
el conde, tu señor?

Catalina. Pues, no lo sé.

Gottschalk. ¡Muy pronto estará aquí!

Conde Otto (Entregando a la niña el pergamino.)


Con el designio'
de su Imperial Majestad; échale
una ojeada y ven; no es éste el lugar
para una damisela de tu rango.
¡En Worms tendrás tu digna residencial

El Emperador (Siempre en un segundo plano.)


¡Es adorable!

Teobaldo. ¡Un verdadero ángel!

ESCENA XI

Entra el conde vom Strahl. Los anteriores.

Conde vom Strahl (Maravillado.)


¿Eí Consejo imperial de Worms, aquí?
Conde Otto. Os saludamos, conde...

Conde vom Strahl. ¿Qué traéis?


Conde Otto. Una imperial misiva a esta doncella:
pregúntale y ella podrá explicarte.

139
Conde vom Strahl. ¿Por qué mi pecho...?

(A Catalina.)

¿Qué te dicen, niña?

Catalina. Lo ignoro, alto señor...

Gottschalk. Dame, pequeña.

Conde vom Strahl (Lee.)


“Gracias ai cielo, he podido aclarar
el enigma del alto mensajero:
Catalinita no es más del armero,
Teobaldo me la cede: en adelante
la considero mi hija, y Catalina
es su nombre, de Suabia.”

(Examina rápidamente los otros papeles.)

Leo aquí:
“Publíquese...” y aquí: “Dado en Schwabach,
mi castillo...”

(Breve pausa.)

Ansiaría arrodillarme
en tierra, ante la bienaventurada
y ungir sus pies con mis ardientes lágrimas,
dar gracias.

Catalina (Sentándose.) Goltschalk, ven a mi lado, ¡ayddameí


¡no me siento bien!

Conde vom Strahl. El Emperador


¿dónde está? ¿V dónde está Teobaldo?

El Emperador (Mientras ambos arrojan sus capas.)


jAquí estamos!

Catalina. [O Dios del cielo! ¡Padre!

140
(Corre hacia él, que las recibe en sus brazos.)

Goltschalk (Para sí.)


¡El Emperador, como que esíoy vivo!

Conde vom Strahl. Habla, enviado del cielo... No sabría


qué nombre darte,.. ¿Leí bien?

El Emperador. ¡Por cierto!


A quien tiene un querubín por amigo,
con orgullo el Emperador la abraza
y llama su hija. ¡Por siempre la primera,
como lo era ante Dios! Quien a ella aspire,
antes a mí deberá convencerme.

Conde vom Strahl (Hincando la rodilla.)


De rodillas te imploro: ¡dámela!

El Emperador. Señor conde, ¿qué idea...?

Conde vom Strahl. ¡Concedédmela.1


¿Con qué otro fin podríais hacer todo esto?

El Emperador. ¿Lo creéis así...? Sólo morir es gratis,


y hay aquí un precio.

Conde von Strahl. Düo.

El Emperador (Poniéndose serio.) ¡Deberás


a su padre alojar bajo tu techo!

Conde vom Strahl. ¡Bromeas!

El Emperador. ¿Rehúsas?

Conde vom Strahl. ¡Con todas lasfuerzas


del corazón ansio protegerlo!

El Emperador (A Teobaldo.)
¿Lo oíste, anciano?

141
Teobaldo (iGuiando a Catalina a su lado,) ¡Sea tuya! Lo que Dios
acuerda, dicen, nadie ha de impedir.

Conde vom Strahl (Se incorpora y toma ¡a mano de Catalina.)


¡Me colmáis de ventura...! Permitidme,
padres, que un solo beso, sólo un beso
en sus labios imprima. ¡Si diez vidas
tuviera, a todas las daría en prenda
gozoso, tras la noche de las bodas!

El Emperador. ¡Vámonos! Y que éi le aclare el enigma. (Salen.)

ESCENA XH

(El conde vom Strahl y Catalina.)

Conde vom Strahl (Le toma la mano y se sienta a su lado.)


¡Catalinita, ven! ¡Ven, niña mía!
Mis labios tienen algo que confiarte.

Catalina. ¡Habla, mi alto señor! ¿Qué he de pensar,..?

Conde vom Strahl. Dulce niña, ante todo, que mi amor


se ha consagrado a ti y que para siempre
me unirá a ti con todos mis sentidos.
El ciervo que, al ardor del mediodía,
hiere la tierra con su cornamenta
no ansia tanto hundirse en el torrente
arrebatado, como yo deseo
embriagarme de ti.

Catalina (Roja de vergüenza.) ¡Jesús! ¿Qué dices?


No te entiendo.

Conde vom Strahl. Perdóname, a menudo

142
si te ofendí de palabra o con gestos
rudos te maltraté, en mí vano intento
por rechazarte... Ahora como entonces,
te contemplo tan llena de bondad,
tan paciente, que una dulce tristeza
me invade y no sé contener las lágrimas.

Catalina (Angustiada al verlo llorar.)


jCielos! ¿Qué te conmueve así? ¿En qué forma
me ofendiste? Lo olvidé todo.

Conde vom Strahl ¡Oh ñifla!


Cuando de nuevo brille el sol, con lujos
de seda y oro envolveré estos pies
martirizados por seguir mis huellas.
Tendrás un baldaquín, para olvidar
que por mí no temiste las saetas
del mediodía. Su más bello corcel
me da la Arabia, para transportarte
cuando a guerrear me llame el son del cuerno;
y donde el verderón teje su nido
y trina en el boscaje de saúcos,
tendrás tu alegre'pabellón de estío,
Catalinita, para darme acogida,
si algún día regreso...

Catalina. ¡Ser adorado] ¡Algún otro sentido


puedo dar a lo dicho? ¿Quieres,..? ¿Dices...?

(Quiere tomar su mano para besarla.)

Conde vom Strahl (Retirándola,)


No, no, mi dulce ñifla.

(La besa en la frente.)

Catalina. ¿No permites?

Conde vom Strahl No. Perdóname. Pensé que era mañana...


¿Qué quería aún decirte...? Sí, pedirte
un servicio.

143
(Se seca las lágrimas.)

Catalina (Decepcionada .) ¿Un servicio? ¿Cuál es? Explícate.

(Una pausa.)

Conde vom Strahl. Y bien, era... Recuerdas que mañana


son mis bodas, ya iodo está dispuesto;
mañana a mediodía mi desposada
con su cortejo llegará ai altar:
se me ocurrió que un coro de doncellas
y tú en el centro, tu, como una diosa...
Por amor de tu señor, por un día
dejarás ese atuendo que te cubre
para endosar los ricos atavíos
que mi madre ya tiene preparados...
¿Lo harás?

Catalina (Cubriéndose ios ojos con el delantal.)


Sí, tal como tú lo deseas.

Conde vom Strahl . Muy bello, ¿oyes? ¡Discreto, pero espléndido!


Como imponía tu índole. Con perlas
y esmeraldas adornados: quisiera
que en tu esplendor a todas las mujeres
y aun a Cunigunda, tú eclipsaras...
¿Por qué lloras?

Catalina. No sé, mi alto señor.


Algo en un ojo,..
Conde vom Strahl. ¡En un ojo! ¿Dónde
dices?

(Enjuga sus lágrimas con besos.)

¡Ea, vayamos! Aun se aclarará todo.

(Salen. El la conduce de la mano.)

144
Lugar: Plaza frente al castillo. En primer plano,
a la derecha, un portal. A la izquierda, de
lejos, se perfila el castillo con su rampa.
Al fondo, la iglesia.

ESCENA XIH

Se oye marcha y entra el cortejo .precedido por un heraldo; detrás,


algunos alabarderos siguen a un baldaquín sostenido por cuatro
moros. En medio de la plaza el Emperador, el conde vom. Strahl,
Teobaldo, el Conde Otto von der Flühe, el ringrave von Stein, el
ringrave de Freiburg y el restante séquito del Emperador aguardan
la llegada del baldaquín. Bajo el portal, a la derecha, la señorita
Cunigunda von Thurneck en traje de novia, acompañada por sus
tías y primos, ya dispuesta a incorporarse al cortejo. En segundo
plano, la muchedumbre, en la que se distinguen Flammberg,
Gottschalk, Rosalía, etc.

Conde vom Strahl. ¡Deténganse aquí con ese baldaquín..,! ¡Heraldo,


haz tu oficio!

El heraldo (Leyendo.). “Proclámase aquí y sepa cada uno que el conde


imperial Friedrich Wetter vom Strahl celebra hoy sus
desposorios con Catalina, princesa de Suabia, hija de nuestro
ilustrísimo Señor y Emperador. ¡Bendiga el cielo a la noble
pareja y derram e a raudales una cornucopia de dicha desde las
nubes sobe sus caras cabezas!”

Cunigunda. ¿Se ha vuelto loco este hombre, Rosalía?

Rosalía. ¡Por el cielo! Si no está loco, se porta como si quisiera


enloquecemos...

Freiburg. ¿Dónde está la novia?

Caballero de Thurneck. ¡Aquí, venerables señores!

Freiburg. ¿Dónde?

Thurneck. ¡Aquí está la novia, nuestra prima bajo este portal!

145
Freiburg. Buscamosalanoviadel conde vom Strahl... ¡Señores, haced
vuestro cometido! Seguidme y vayamos a buscarla.

(El burgrave de Freiburg, Georg von Waldstätten y el ringrave vom


Stein suben por la rampa y penetran en el castillo.)

Caballeros de Thumeck. ¡Por todos los diablos del infierno!


¿Qué significan todos estos aprestos?

ESCENA XIV

Catalina desciende la rampa en su atavío de novia imperial,


guiada por la condesa Helena y la señorita Leonor, mientras que
su cola es sostenida por tres pajes; detrás de ella el burgrave de
Freiburg y los demás forman el cortejo.

Conde Otto. ¡Dios te bendiga, doncella!

CaballeroFlammbergy Gottschalk, ¡Gloriaa ti, Catalina deHeilbronn,


princesa imperial de Suabia!

Pueblo, ¡Bendita, bendita seas!

Herrnstad y von der Wart (Que han permanecido en la plaza.)


¿Esta es la novia?

Freiburg. Esta es.

Catalina, ¿Yo, muy altos señores? Y ¿de quién?

El Emperador. De aquel que para ti conquistó el ángel. ¿Quieres


cambiar este anillo por el suyo?

Teobaldo. ¿Quieres dar al conde tu mano?

Conde vom Strahl (Abrazándola.) Catalina, novia mía, ¿me aceptas?

146
Catalina. ¡Así me amparen Dios y todos sus santos! {Se desploma; la
condesa la sostiene.)

El Emperador, ¡Tomadla pues, señor conde vom Strahl, y conducidla


a la iglesia!

(Sonido de campanas.)

Cunigunda. ¡Sea la peste mi venganza! ¡Me pagaréis esta afrenta!

(Sale con su gente.)

Conde vom Strahl. ¡Experta en venenos!

Se oye una marcha; el Emperador, Catalina y el conde vom Strahl


ocupan su lugar bajo el baldaquín; ¡es siguen damas y caballeros,
mientras los alabarderos cierran el cortejo. Salen todos.

TELON

17. 02.2018

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