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Trueno (1813)

Martín tenía un caballo que se llamaba Trueno. No era un corcel de cuento de


hadas: Trueno era más bien petiso, peludo, de patas anchas. Los demás
lecheros se burlaban de su aspecto, pero Martín lo quería mucho. Sabía que
era veloz, resistente y cariñoso como un perro, “el potrillo más sorprendente del
Río de la Plata”, según sus propias palabras. Al final del día, cuando
terminaban de vender la leche, le daba manzanas, zanahorias y otras golosinas
de caballo.
Un día, Ignacio, el más grande de los lecheros, lo desafió a correr una carrera.
Ignacio tenía doce años. Martín, que ese verano cumplía nueve, le tenía un
poco de miedo, porque Ignacio era muy mandón, ganaba siempre el juego de
la taba y se quedaba con las mejores propinas.
Pero estaba en juego el honor de Trueno. Su caballo sería feo, pero era muy
rápido y cumplido. Martín tenía que probarlo.
Cuando se enteraron del desafío, todos los lecheros de Buenos Aires se
reunieron en la Recova. Querían ver la carrera entre Ignacio y Martín. Hasta
vinieron las chicas que vendían pasteles. Una de ellas, Luciana, prometió
regalarle unos terrones de azúcar blanca al ganador.
Martín había visto azúcar blanca una sola vez en su vida: era un artículo de
lujo. Le pareció la golosina ideal para Trueno, así que le dijo al oído que lo
esperaba un premio especial si corría más rápido que el otro caballo.
Pautaron la carrera hasta la orilla del río, de ida y vuelta. Ignacio se montó en
su pampeano. Martín usó su estribo largo para ubicarse entre los tarros de
leche que colgaban de la montura de Trueno.
Luciana se quitó el delantal y lo hizo flamear sobre su cabeza:
-¡Aura!
Los dos caballos picaron juntos, pero Trueno sacó ventaja enseguida. Eso
molestó a Ignacio, que espoleó a su potro con los talones. Pronto estuvieron
cuerpo a cuerpo, muy cerca del río. Ignacio aprovechó y le dio un codazo a
Martín. El pequeño lechero perdió el equilibrio y estuvo a punto de rodar por la
barranca, pero Trueno se dio cuenta y se detuvo, evitando su caída.
Ignacio soltó una carcajada y siguió con la carrera. Él y su caballo fueron los
vencedores.
En la plaza, Martín gritó a los cuatro vientos que había habido trampa, pero
nadie le creyó. Luciana le dio los terrones de azúcar a Ignacio, pero se guardó
uno en el delantal, y cuando nadie la vio, se lo regaló a Martín.
El lechero acarició el cogote de Trueno y le puso el terrón en el hocico.
-¿Qué hacés, Martín? ¡El azúcar era para vos!- dijo Luciana.
-Trueno me salvó la vida en la barranca. Siempre tiene una sorpresa para
darme- replicó el chico.
Como Luciana parecía enojada por el aparente desprecio de su azúcar, Martín
quiso invitarla con una taza de leche. Pero cuando abrió los tarros, encontró
que el líquido se había batido tanto durante la carrera de Trueno, ¡que se había
transformado en manteca!
Luciana se rió tanto que se le pasó el enojo. Con la manteca hicieron bizcochos
y los comieron en honor a Trueno, “el potrillo más sorprendente del Río de la
Plata”, según las palabras textuales de su dueño.

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