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La actualidad del concepto marxista

de «clase social»

Julio Martínez-Cava 07/10/2018

“Por lo que a mí se refiere, no me cabe el mérito de haber descubierto la existencia de las clases en
la sociedad moderna ni la lucha entre ellas. Mucho antes que yo, algunos historiadores burgueses
habían expuesto ya el desarrollo histórico de esta lucha de clases y algunos economistas burgueses
la anatomía económica de éstas” (Marx, Carta a Joseph Weydemeyer, 5 de marzo de 1852)

Introducción

La existencia de grandes desigualdades económicas y políticas en el siglo XXI es algo que sólo un
ingenuo o un lunático pondría en duda. En muchas ocasiones se intenta comprender esa
desigualdad diciendo que uno pertenece a la clase baja, a la clase media o a la clase alta. Si las
clases se entienden con esta metáfora de los escalones, en principio cualquiera podría mejorar su
posición social si se esforzase en encontrar los medios. El esquema parece intuitivo y no es
casualidad que así sea: ciertos niveles de movilidad social conocidos desde la posguerra en los
países occidentales –junto con un hipertrofiado ideal de meritocracia– han tenido como efecto que
las fronteras sociales aparezcan como porosas y fáciles de superar[1]. Pero esta imagen es
sumamente engañosa porque entraña algunas presuposiciones interesadas (para empezar, no nos
explica por qué las clases tienen las propiedades que tienen, ni tampoco qué relación guardan las
unas con las otras)[2]. Lo cierto es que la manera que escojamos para nombrar y comprender esos
grupos sociales está lejos de ser neutral. Margaret Thatcher era muy consciente de ello cuando
afirmaba, con su inimitable estilo, que eso de la «clase» “es un concepto comunista. Porque agrupa a
la sociedad en dos bandos y los enfrenta unos con otros”[3]. Tampoco es casualidad que los
primeros estudios empíricos que agrupaban a las personas en clases sociales fueran realizados, a
finales del siglo XIX, por grandes magnates industriales que señalaron lo que supuestamente era (
y debía ser) una clase media “sana” o “moral” y lo que, por oposición, era (y no debía ser) una clase
baja “peligrosa” o “inmoral”[4]. La moralización de las divisiones sociales ha sido algo habitual en la
historia de la humanidad, y especialmente corriente en los primeros pasos del capitalismo. El mismo
lenguaje con el que nos referimos a las clases sociales viene en gran medida influido por el estado
de los conflictos sociales y el bagaje histórico desde el que hablemos. Entonces, ¿de qué manera
deberíamos comprender las clases sociales para ser lo más objetivos posibles y no caer en
“moralismos”? ¿Y cómo hacerlo siendo conscientes de que nuestros conceptos y lenguajes
intervienen sobre la realidad y por tanto ya no podrán ser imparciales? En este artículo defenderé
que un concepto histórico, especialmente uno inspirado en la obra de K. Marx y su desarrollo por
parte de diversos historiadores marxistas, es la mejor opción para aprehender qué son las clases
sociales y en qué sentido toda política transformadora progresista debería tenerlas en cuenta.

Explotación, dominación, desposesión y ficción jurídica

Para la tradición política socialista (en el sentido amplio de “socialismo” que tenía, por ejemplo, la
Primera Internacional), las relaciones de clase vienen definidas doblemente, por un lado, como
relaciones de dominación –es decir, relaciones en las que una de las partes tiene la capacidad para
interferir arbitrariamente sobre el curso de acción de la otra parte poniendo en peligro su
independencia material[5]– y, por otro lado, como relaciones de explotación –esto es, que esa
dominación depende además del esfuerzo de trabajo del dominado[6]–, mantenidas entre sujetos
con capacidad de control de las fuerzas productivas y sujetos desposeídos de ésta. No son un tipo
específico de relaciones de poder dentro del capitalismo, son, más bien, constitutivas de este, es
decir, son precisamente lo que hacen que el capitalismo sea capitalismo[7]. Además, son de un tipo
de relaciones especialmente compulsivo, lo cual marca en gran medida la centralidad que tendrán
estas relaciones en la vida social[8].

Una de las novedades históricas del capitalismo es que estas relaciones sociales no sólo constriñen
el margen de acción de la parte desposeída, ¡sino también el del capitalista! Una clase dominante
que ya no puede dedicar los beneficios al consumo como antes (pensemos, sin ir muy lejos, en los
grandes banquetes medievales), sino que está impelida a maximizar el beneficio si quiere sobrevivir
a la competencia con sus pares. El imperativo de maximizar el beneficio hace que esta clase se vea
empujada a aumentar la productividad y a reducir los costes como sea: intensificando el ritmo de
trabajo, alargando la jornada laboral, encontrando materias primas más baratas, reduciendo los
salarios, etc. Son estas reglas de juego, que definen la dinámica capitalista, las que asientan un
conflicto de intereses continuo entre explotadores y explotados.

Los estudios históricos sobre los orígenes del capitalismo[9] –ese proceso tumultuoso y brutal, de
varios siglos de duración, que Adam Smith llamó “previous accumulation” y a la que Marx dedicaría
uno de los mejores capítulos del El Capital (el famoso capítulo XXIV: “Die sogenannte ursprüngliche
Akkumulation”)– nos enseñan que el capitalismo sólo pudo nacer mediante una expropiación y una
desposesión masiva y violenta de enormes masas de trabajadores y trabajadoras (la última lucha de
clases de la Europa tardomedieval). El resultado de este largo conflicto fue la creación de un
proletariado masivo, que desde su comienzo fue siempre enormemente heterogéneo: en él vinieron
a confluir desde los campesinos ingleses desahuciados y los artesanos ingleses privados de sus
secretos de oficio, hasta los irlandeses expulsados y sometidos por la invasión británica, los herejes
perseguidos, los nativos americanos sojuzgados, los negros esclavizados del África occidental o las
mujeres privadas de sus espacios de autonomía y poder femenino. Una hidra polimorfa y peligrosa
de sujetos desposeídos y prestos a formar alianzas multiétnicas para rebelarse[10].

A ese proceso salvaje y expropiador vino a añadírsele la creación de todo un entramado jurídico
sumamente novedoso (cuyo núcleo central fue el código civil napoleónico), que permitió algo
impensable antes como era el hecho de poder considerar como ciudadanos de pleno derecho a
personas que –dada esa desposesión– no tenían garantizada su independencia material, porque no
tenían más medio de supervivencia que alquilar por horas su capacidad de trabajo. Este entramado
jurídico, tan fundamental en la nueva sociedad como la desposesión[11], borró las diferencias
institucionalizadas que delimitaban las fronteras entre las clases sociales del período pre-capitalista,
y permitió que las nuevas clases dominantes pudieran apropiarse privadamente del excedente
colectivo mediante mecanismos económicos (sin una coerción extraeconómica continuada) e
impersonales[12]. En esa ficción jurídica en la que todos somos libres e iguales –eso que Marx
llamaba “sociedad burguesa”– las líneas que demarcan las clases se vuelven difusas, y la
explotación se torna más sutil. Quizás uno de los grandes éxitos de Marx haya sido poner manifiesto
todo esto. Para muchos teóricos marxistas, por ejemplo, las sociedades capitalistas tienen una
facilidad inusitada para aparecer como algo natural e incambiable, porque su propia configuración (el
hecho de que los intercambios comerciales –y con ellos el dinero– medien necesariamente el acceso
a los medios de vida) hace que determinadas relaciones sociales aparezcan como relaciones entre
cosas: vemos un dinero que vale «X», que permite comprar «Y» cosas; no vemos las relaciones
asimétricas de poder que configuran toda la sociedad y permiten que un bien concreto funcione
como dinero y mediador universal[13]. Aunque, sin lugar a dudas, esta forma de explotación
encubierta es sólo una cara de la moneda, porque el capitalismo siempre se ha servido de la
desposesión de recursos para seguir incrementando su apetito voraz de beneficios y para solventar
sus crisis de sobreacumulación[14]. El viejo Engels tenía claro que la llamada “acumulación
originaria” no era una cosa que sucediera una única vez dando paso a los mecanismos de extracción
económicos (vía contrato laboral y salario), sino que el mecanismo de desposesión sería
continuamente reproducido:

“La clase obrera [...], con la transformación del modo feudal al capitalista de producir, fue despojada
de toda propiedad sobre los medios de producción, y merced al mecanismo del modo capitalista de
producir, es una y otra vez, engendrada de continuo en ese estado de hereditaria desposesión”[15]

Como hemos visto, para que aparezcan las relaciones sociales capitalistas hace falta que se den
dinámicas por las cuales las desigualdades se acumulen en procesos temporales largos. Las clases
sociales no surgen de la noche a la mañana, son el resultado de complicados y largos procesos
sociales de acumulación y sedimentación de ventajas y desventajas socialmente heredables. Por
eso un análisis sociológico al uso (una encuesta, una estadística, un gráfico salarial, etc.) puede
acercarnos a la realidad de las desigualdades, pero sólo puede proporcionarnos una imagen
estática, una fotografía de la sociedad[16]. Únicamente un concepto que abarque los diferentes
mecanismos causales por los que esas desigualdades se crean y reproducen en períodos largos
puede permitirnos comprender qué son las clases. Un concepto de este tipo, dinámico, con la
capacidad de recoger en su seno la realidad cambiante, con capacidad de ver las clases sociales
como relación pero también como proceso, es lo que denominamos un concepto histórico
(conocido en el mundo anglosajón como perspectiva de class formation)[17].

Lucha de clases y agencia (de cómo no “despolitizar” el concepto)

Para capturar esa realidad cambiante podemos distinguir en el concepto de clase –a efectos
puramente analíticos– entre una dimensión "objetivo-fáctica" (o si se prefiere, una dimensión
estructural), que delimita las circunstancias no elegidas por el individuo que limitan e influyen su
acción[18], y una dimensión "subjetivo-práctica", esto es, el cómo esos sujetos "situados" en
relaciones de clase experimentan estas, cómo detectan intereses comunes enfrentados a los
intereses de otros individuos situados, y cómo se organizan en torno a tales intereses creando
conflictos sociales. De esta manera, las revueltas de esclavos en la Antigüedad, las jacqueries de
campesinos que quemaban los títulos de propiedad de los señores feudales, o los motines de
mujeres que acudían a los mercados para tasar los precios de los alimentos, en tanto que
desafiaban el poder político de las clases dominantes, han sido considerados por los historiadores
marxistas como episodios de las diferentes "luchas de clases" que se han dado a lo largo de toda la
historia humana[19]. Desde este punto de vista, el del sujeto colectivo y su agencia, se comprende
por qué las relaciones de explotación del capital no producen clases sociales con fronteras
claramente demarcadas que puedan ser captadas por clasificaciones estadísticas (entre otras cosas,
porque las relaciones de clase no se agotan en las relaciones productivas aunque se enraícen
fundamentalmente en ellas[20]), sino que más bien generan campos de fuerza que polarizan la
sociedad siguiendo “patrones clasistas”[21].

Ahora bien, que este tipo de relaciones se impongan, con su carácter compulsivo y su oposición de
intereses objetivos, no significa que automáticamente sean vividas de manera “clasista” (se suele
decir que tienen probabilidades de llevar –y que históricamente han llevado– a tales
enfrentamientos), porque los individuos no son mentes-en-blanco sobre las que se imprima un molde
económico. Más bien son agentes creativos con todo un background de experiencias y tradiciones
previas del que disponen como fondos de recursos con los que comprender la realidad[22]. De
hecho, no podemos ni empezar a describir lo que serían esas relaciones de clase sin hacer
referencia a los códigos culturales y a los valores implicados en tales relaciones[23]. El error de
algunos marxismos ha sido precisamente eludir este problema, y tratar de otorgar una primacía
política y explicativa a una supuesta clase social definida ad hoc en términos estructurales y
puramente económicos (como meras posiciones en las relaciones productivas), tratando de anular la
inexcusable dimensión subjetiva que toda relación de explotación implica. La capacidad de agencia
de los sujetos explotados es probablemente la dimensión más política del concepto de “clase”, en
tanto que reconoce la capacidad de los individuos para evaluar moralmente y responder (individual o
colectivamente) a su dominación. Prescindir de ella puede llevarnos a despolitizar el concepto de
clase.

¿Un mismo concepto para sociedades tan distintas?

Es necesario realizar ahora una pequeña aclaración. Porque en muchas ocasiones los debates
sobre la cuestión de clase se convierten en monólogos en las que las diferentes partes no se
consiguen poner de acuerdo porque están hablando de diferentes dimensiones del concepto. La
aclaración siguiente tratará de evitar esa confusión.

Hasta ahora hemos proporcionado lo que podrían llamarse las características básicas del concepto
histórico-marxista de clase (como relaciones de dominación y explotación ancladas en el control de
los recursos productivos, como procesos inaprensibles sin categorías dinámicas, y como portadora
de una doble dimensión de estructura y agencia). Esto significa que, como tal concepto, su validez
se extendería en principio a cualquier período de la historia de la humanidad conocida, al menos
desde que existen sociedades humanas con excedente o superávit y conflictos por el control de este.
Que el concepto esté bien aplicado o no es algo que sólo puede comprobarse en la propia
investigación de tales sociedades, y la mejor prueba que los marxistas pueden ofrecer para defender
su uso sería demostrar que sin el empleo de estas herramientas analíticas muchos hechos y
materiales empíricos quedarían dispersos y sin sentido (en suma, sin explicación)[24]. En este
sentido, la concepción materialista de la historia se puede ver como un hilo conductor para la
investigación social más que como un modelo axiomático que deba ser defendido dogmáticamente.

Las notas del concepto que hemos ofrecido son más bien pocas. Difícilmente unas características
tan generales podrían proporcionarnos la complejidad de determinaciones que ofrece cualquier
sociedad humana. Por eso mismo señalar que “clase” es una categoría histórica implica, entre otras
cosas, que en cada período histórico las características básicas deben rellenarse con las
determinaciones propias al objeto estudiado. El concepto de clase social no puede ser siempre el
mismo porque las sociedades a las que se aplica no son siempre las mismas. Visto así, las
características que hemos otorgado al concepto de clase social en el capitalismo (generalización del
trabajo asalariado por una desposesión masiva y recurrente –con enormes dosis de trabajo
reproductivo invisibilizado–; códigos jurídicos que ocultan esa dimensión desigual –y otras
características que no hemos analizado aquí) son válidas para las sociedades capitalistas (porque
surgen del estudio de estas), y no en todas ellas tienen la misma centralidad (entre otras cosas
porque pueden convivir diferentes modos de producción en una misma sociedad aunque el
capitalista sea el dominante). El historiador británico E. P. Thompson ha advertido con razón que
hemos de diferenciar claramente ambos usos del concepto y ser cautos en el uso del primero. En las
sociedades industriales, nos dice, las “clases” forman parte de la evidencia histórica misma
(lenguajes, instituciones, identidades de clase son recursos disponibles para los individuos) mientras
que en períodos anteriores no podría sostenerse lo mismo[25]. Pues bien, cabe ahora preguntarse,
¿qué validez puede tener un concepto como el definido para comprender nuestro propio tiempo
histórico? Fenómenos como la robotización, la desindustrialización, la financiarización, el auge de los
nuevos movimientos sociales o la derrota del movimiento obrero, todo ello, ¿supone el final de la
centralidad (analítica y normativa) de la cuestión de clase?

El papel del postmarxismo: ¿un adiós a la centralidad de la clase?[26]

A finales de los años 60, un grupo de intelectuales de vanguardia europea, influenciados por la
nueva coyuntura política y especialmente por cierto maoísmo cultural, crearon una corriente de
investigación que venía a ser una síntesis de diversos utillajes conceptuales procedentes de la
lingüística, del marxismo y del psicoanálisis. Desde unos supuestos constructivistas –por las que el
significado se reduce a construcciones totalmente arbitrarias y contingentes–, y un análisis
puramente filosófico –que no daba cabida a las determinaciones provenientes de la economía
política, la historia o el derecho– autores como Laclau proclamaron el ocaso de la clase social como
herramienta analítica y como instrumento de movilización política, y lo hicieron en nombre de la
pluralidad que representaban los nuevos movimientos sociales frente al viejo movimiento obrero[27].

Lo cierto es que algunos marxistas facilitaron este paso. Si, como decíamos, las clases sólo son
visibles como procesos históricos, entonces definirlas como meras posiciones en una estructura
económica no dejaba de ser una decisión a priori y arbitraria que facilitaba el camino a los autores
que niegan su existencia[28]. Ellen Meiksins Wood ha puesto luz sobre la complejidad de este
movimiento: si la clase es definida exclusivamente como una categoría sociológica (estática), que
señala un hueco ocupado en una estructura, es difícil ver en qué sentido pueda jugar un papel activo
en el proceso histórico y político. Por lo tanto, desde este paradigma, sólo se podrá hablar del papel
de la clase en el mundo político cuando se encuentren en la realidad formaciones con plena
consciencia e identidad de clase. Algo que, especialmente a partir de la ofensiva de clase lanzada
por las fuerzas dinámicas del capitalismo a partir de los años 70, era difícil de encontrar. El problema
de en qué medida las situaciones objetivas de clase presentan “límites y presiones estructurantes”
constantes sobre la dinámica social fue exorcizado.

Una de las mayores virtudes de los análisis de Wood es que iluminaron la conexión entre estas
teorías estructurales de las clases y los enfoques (como el de Laclau) que sólo comprenden las
clases como “identidades colectivas” (para los que sólo hay clases cuando hay sujetos que basan su
movilización política en reconocimientos y símbolos explícitamente clasistas)[29]. Fue una triste
paradoja que en los años en los que las fuerzas capitalistas acumularon más capital y poder se
declarase muerta la lucha de clases. En esta historia merecen una especial mención los grandes
partidos socialdemócratas, que después de su integración subordinada en el sistema político de
posguerra se habían lanzado a procesos de transformación profunda y desnaturalizadora que los
volvieron casi irreconocibles, especialmente por su abandono de las políticas de clase y su adopción
de las llamadas identity politics[30]. Justo cuando los gobiernos impulsados por la doctrina neoliberal
están llevando a cabo una guerra abierta contra las clases populares sin especial disimulo, los
conceptos despolitizados y estáticos de clase no deberían gozar de mucho crédito.

La crisis de 2008 ha hecho que el asunto recupere la claridad de antaño: en las sociedades
capitalistas el poder no está distribuido equitativamente por muchas razones. Una de ellas, básica,
es que en el plano de la producción los capitalistas no sólo se apropian privadamente de lo
producido en común, también deciden a quién contratan, qué le pagan, cuántas horas trabaja y a
qué ritmo, etc. Otra, fundamental, es que los capitalistas concentran gran parte del poder político, en
la medida en que históricamente han conformado a las clases políticas dominantes a través de
prácticas como la financiación de los partidos políticos, del lobby, del soborno, etc. Las élites en el
poder concentran tan brutalmente el poder y la riqueza que son capaces de disputar con éxito a los
poderes públicos la capacidad para definir el bien común. Marx captó a la perfección y teorizó esa
centralidad política de las relaciones de clase y del entramado jurídico-político que la sustentaba
–especialmente en sus escritos históricos y periodísticos, y en su vida como militante del movimiento
obrero internacionalista[31].

Pero si la riqueza de los capitalistas es su fuente de poder, también es su talón de Aquiles. Para
poder conseguirla, necesitan extraerla de un proceso productivo que sólo tiene lugar si los
trabajadores concurren diariamente a sus puestos de trabajo o de un proceso parasitario al que los
sujetos desposeídos pueden oponer resistencia. En bastantes ocasiones, la izquierda socialista
pivotó sus estrategias sobre la siguiente reflexión: en la medida en que una de las principales
fuentes de enriquecimiento del capitalista dependía de la “colaboración” del trabajador, este hecho
colocaba a los trabajadores en un lugar estratégico clave: si se paraliza la producción, los beneficios
se evaporan[32]. Pero esto no implica que el lugar de la producción sea a priori el principal escenario
para confrontar al capitalismo (aunque pueda seguir siendo uno de los campos de batalla claves[33]
). Hay, sin embargo, un elemento que sobrevive de esta reflexión clásica sobre la centralidad del
entorno productivo: cualquier movimiento progresista que busque triunfar en una sociedad
capitalista tiene que resolver de alguna manera el cómo drenar la fuente de beneficios del capital
que es a su vez la principal fuente de su poder político[34]. La New Left británica fue consciente de
esto, y trató combatir una noción reduccionista de clase al mismo tiempo que mantenía la tensión del
dilema. Thompson, por ejemplo, escribió en 1959:

No tenemos un antagonismo básico en el lugar de trabajo, ni una serie de antagonismos remotos


o mitigados en la superestructura social o ideológica, que son, de alguna manera, menos reales.
Tenemos una sociedad dividida en clases, en la cual los conflictos de interés y los problemas
entre ideas capitalistas e ideas socialistas, valores e instituciones se dan a lo largo de toda la
línea. Se encuentran tanto en los servicios de salud, como en los espacios comunes, y aún –en
raras ocasiones– en las pantallas televisivas o en el Parlamento, así como en los centros
comerciales.[35]

A pesar de manejarse con conceptos estáticos e identitarios de clase, planteamientos como el de


Laclau tienen un punto de interés fundamental. No se trata de ideas que provengan del vacío, tienen
un punto de verdad en la medida en que señala el ocaso de cierta figura social como principal
agente transformador. Laclau partía de una imagen falsa pero recurrente, deudora del trabajador de
la Segunda Revolución Industrial: a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, eran los
trabajadores industriales –hombres en trabajos mayoritariamente manuales y organizados en torno a
sindicatos y partidos de clase– los que solían llevar la iniciativa de las luchas anticapitalistas. Pero la
cooptación y anulación de esa vieja clase obrera industrial durante la Guerra Fría, y la emergencia
de nuevos sujetos políticos decisivos en el panorama internacional (especialmente las luchas por la
descolonización) hicieron temblar ese paradigma. Posteriormente, la erosión del empleo industrial
por la externalización, la automatización y el arbitraje salarial han supuesto el fin de esa figura como
principal agente transformador[36]. ¿Supone esto también el fin de la centralidad de la clase? Una
implicación evidente de la definición de clase que manejamos aquí es que no se debe confundir la
división social del trabajo (que coloca a los individuos en situaciones de clase diferenciadas) con la
división técnica del trabajo (la que exigen los requisitos de la producción). Y, por tanto, que los
cambios en la estructura ocupacional como el que mencionábamos anteriormente no implican la
desaparición de las relaciones de clase, sino lisa y llanamente su mutación. Ni el capitalismo en sus
primeros años fue contestado por una clase industrial ya formada –más bien fueron asociaciones
muy heterogéneas lideradas sobre todo por artesanos autodidactas herederos de los movimientos
populares de la Revolución Francesa[37] – ni las nuevas formas que adoptan las clases sociales han
asistido a la desaparición del capitalismo, sino más bien a su expansión sin límites y a su voracidad
depredadora. ¿Quién podrá hacer frente hoy a la Bestia?

Comprender las clases en el siglo XXI

Durante mucho tiempo las clases se han definido según la ocupación laboral (algunas de las razones
de por qué fue así ya han sido señaladas, una explicación más completa requeriría un análisis más
largo y tedioso del que podemos ofrecer aquí). El hecho de que las instituciones oficiales de
estadística[38] utilicen todavía un concepto ocupacional de clase permite ver lo asentado que está
dicho concepto. Pero este concepto ocupacional es, como hemos visto, una herramienta desafilada
para explicar las relaciones de clase. Como también lo es para lidiar con realidades tan cotidianas
como son los trabajos que no cabe catalogar como empleos[39], o como pueden ser las personas
jubiladas o desempleadas. ¿Acaso no se ven igualmente afectadas por las relaciones desiguales de
poder y distribución?

Un estudio reciente del equipo de investigación dirigido por el sociólogo e historiador británico Mike
Savage[40], considerando una multitud de variables y con una muestra estadística de un tamaño
cuanto menos asombroso, analizó la configuración actual de las clases sociales en el Reino Unido
[41]. Savage nos muestra cómo la sociedad británica ha quedado dividida en siete grandes grupos
que, por economía expositiva, podemos agrupar en tres: en la cima encontramos una élite en el
poder, los que se han beneficiado del comercio globalizado y de las redes financieras y profesionales
del capitalismo financiarizado, que acumula las mayores concentraciones de riqueza (especialmente
en bienes raíces). En el escalafón más bajo, por el contrario, aparece un precariado desprovisto de
seguridad en los ingresos y sin propiedades, afectados por la desindustrialización y las diferentes
formas de proletarización y precarización (trabajos pobres, desempleo, condicionalidad de las
ayudas sociales que estigmatizan, etc.)[42]. Finalmente, los estratos intermedios, que muestran
complejos patrones de agrupación, y que en ningún caso pueden simplificarse apelando a una más o
menos homogénea “clase media”. La movilidad prácticamente no existe para la élite, que se
reproduce con facilidad, y para el precariado, incapaz de salir de su miseria; mientras que puede
encontrarse con facilidad entre los estratos intermedios, si bien fuertemente condicionada y, en cierto
sentido, proporcional a los recursos acumulados.

Uno de los principales hallazgos del equipo de Savage es que ni la renta se explica ya
principalmente por la ocupación que tengamos, ni los empleos pueden dar cuenta de las enormes
desigualdades en la riqueza (ahorros, activos, deudas) que han polarizado las sociedades, y que
son ahora los principales determinantes de clase[43]. Entre los bienes que conforman esa riqueza,
la vivienda ha pasado a ocupar un lugar central (como principal coste de vida y como fuente de
acumulación de capital); lo cual implica una espacialización de la desigualdad (porque los valores de
las viviendas no dependen sólo de su tamaño y su estado, también del estado del vecindario en el
que se ubican); y acentúa su dimensión generacional (porque la riqueza sólo se acumula en
períodos largos de tiempo). Los resultados de Savage están en plena concordancia con los estudios
del economista francés Thomas Piketty o del norteamericano Michael Hudson, que explican las
formas rentistas de enriquecimiento de esa súper-élite financiera.

Sin lugar a dudas la financiarización ha reestructurado las relaciones de clase, permitiendo el


ascenso de ciertos grupos sociales a costa de otros, o incluso inflando la posición social por el
acceso al crédito para después sumergir a los individuos en el sobrendeudamiento y la pobreza. La
financiarización ha desplazado muchos conflictos al terreno de la dominación financiera: el pago de
la deuda soberana, los ataques especulativos de las grandes finanzas sobre países considerados
“peligrosos”, el conflictos en torno a las hipotecas no pagadas o las operaciones rentistas en el
mercado del alquiler –los hiper-inflados mercados inmobiliarios pueden ser algunos ejemplos de ello.
Es por esto que el estudio de la financiarización permite comprender las transformaciones en las
fronteras de clase, e inversamente, el análisis de clase pone luz sobre los mecanismos que operan
en los procesos de financiarización[44].

Conclusión

Las fuerzas democráticas han confiado durante mucho tiempo en una apelación a las clases
explotadas definidas según su ocupación laboral, porque durante décadas este esquema parecía
funcionar más o menos bien (no sin invisibilizar y postergar injustamente a otros sujetos oprimidos).
Desde el declive del trabajador industrial como actor protagonista, y al calor de las grandes luchas
que abrió el final del pacto social de posguerra, se ha confiado en apelar a la pluralidad y
heterogeneidad de la sociedad civil, acusando de “reduccionista” a todo aquel que hablase de clases
sociales. Hoy en día, no se producen alineamientos políticos tan claros según las ocupaciones, y la
descarnada crudeza que hemos conocido tras la crisis de 2008 ha mostrado los límites de los
enfoques desclasados.

El reto para las fuerzas democráticas del siglo XXI es hacer frente al rentismo financiero y su
voracidad mercantilizadora. Pero su éxito seguirá dependiendo de cómo sepan despertar las
energías dormidas y movilizar las aspiraciones y deseos de las personas que viven diariamente la
compulsividad de unas relaciones de clase que bloquean sus capacidades creativas. Para esa lucha
es necesario actualizar los análisis de clase, evitando los errores del pasado y visibilizando todos
mecanismos de explotación y las fuentes de injusticia social por más sutiles que estas sean, un
análisis que recoja la realidad histórica cambiante en todas sus dimensiones (que aborde la
centralidad de la riqueza como principal determinante de clase y que proponga como sujeto
transformador a los afectados por las múltiples dinámicas desposeedoras del capitalismo[45]), en
suma, que pueda servir como una topografía social para orientarse políticamente. En esa tarea, el
pensamiento de Karl Marx sigue siendo uno de nuestros mejores aliados.

(Una primera versión este artículo fue publicado en la revista Nous Horitzons, nº 218, que
conmemora el bicentenario del nacimiento de Karl Marx).

Notas:

st
[1] M. Savage, Social Class in the 21 Century, Londres, Penguin, 2015. No debe olvidarse que la
idea de la “meritocracia” dentro de una sociedad capitalista –que uno ocupa la posición social que
merece como resultado de su esfuerzo y acción– fue acuñada por un diputado laborista de
izquierdas… ¡precisamente para criticarla como engaño! Véase Michael Young, The Rise of
Meritocracy (1958).

[2] J. Goldthorpe “De vuelta a la clase y el estatus: por qué debe reivindicarse una perspectiva
sociológica de la desigualdad social”, Revista española de investigaciones sociológicas, 137, 2012,
pp. 43-58; E. O. Wright, Understanding Class, Londres, Verso, 2016.

[3] Margaret Tatcher, declaraciones al Newsweek, 1992.

[4] M. Savage, “End Class Wars”, Nature, 537, 2016, pp.475-479.

[5] A. Domènech, El eclipse de la fraternidad, Barcelona, Crítica, 2004.

[6] E. O. Wright, op.cit.


[7] E. Meiksins Wood, “The Uses and Abuses of «Civil Society»”,Socialist Register, 26, pp. 60–84.

[8] Las relaciones que mantenemos los seres humanos en sociedad pueden ser más o menos
compulsivas según impelan con mayor o menor fuerza a jugar el rol que preestablecen. Según el
sociólogo hindú Vivek Chibber, el hecho de que la supervivencia de los desposeídos de recursos
productivos dependa de la aceptación de contratos de trabajo asalariado en mercados laborales
hace que las relaciones de clase sean especialmente compulsivas. Y lo son porque afectan y
movilizan las motivaciones más básicas de la especie humana: su propia supervivencia. Véase V.
Chibber, “Rescuing Class From the Cultural Turn”, Catalyst, 1 (1) 2017.

[9] Véanse, especialmente, R. Hilton (ed.) La transición del feudalismo al capitalismo, Barcelona,
Crítica, 1977; E. Meikisins Wood, The Origin of Capitalism: A Longer View, Londres, Verso, 2002;
Federicci, S. Calibán y la Bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, Madrid, Traficantes de
Sueños, 2010.

[10] Linebaugh, P. y Rediker, M. La Hidra de la Revolución. Marineros, esclavos y campesinos en la


historia oculta del Atlántico, Barcelona, Crítica, 2005; Federicci, S. op.cit. Sólo posteriormente, nos
dice Linebaugh, a partir del siglo XVIII, la invención del “racismo biológico” conseguiría dividir a ese
proletariado multiétnico, generando la separación entre dos historias (a veces confluyentes, a veces
paraleleas, a veces opuestas) entre la opresión racial y la opresión de clase. De forma parecida,
Federicci analiza la nueva división sexual del trabajo que trajo la imposición violenta del capitalismo
como una estrategia de división de las clases populares, especialmente con la invisibilización y
desvaloración del “trabajo de cuidados” a través de la figura del salario.

[11] Durante mucho tiempo en la tradición marxista se abusó de una metáfora propuesta por el
propio Marx –y curiosamente nunca empleada como instrumento de análisis en sus escritos– que
definía las relaciones productivas como la “base”, sobre la que se erigiría una “superestructura”
compuesta por el sistema jurídico, político, ideológico, cultural, etc. Marx mismo no dio mucha
importancia a esta metáfora, y, por más sofisticada que se nos presente, es engañosa y tiene difícil
arreglo. Como dijo E. P. Thompson, lo mejor es deshacerse para siempre de ella. Véase E. P.
Thompson, “Folclore, Antropología e Historia Social”, Indian Historical Review, 3, 1976, traducido en
Historia Social, 3, invierno 1989, pp. 63-86.

[12] X. Lafrance “From Industrialism to Capitalism: re-assessing the relevance of class analysis”,
Problématique, 2013, pp. 16-33. Así lo describía F. Engels: "La única diferencia con la antigua y
franca esclavitud es que el trabajador de hoy parece ser libre porque no se vende de una vez por
todas sino poco a poco, por día, semana y año, y porque ningún amo de esclavos lo vende a otro
sino que el propio trabajador se ve obligado a venderse a sí mismo, siendo esclavo no de una
persona en particular sino de toda la clase propietaria", en The Condition of the Working Class in
England
, Panther Edition, 1969 [1844], texto del Instituto Marxismo-Leninismo, Moscú, p.96.

[13] Es el conocido argumento del “fetichismo de la mercancía” en el capítulo 1º del libro I de El


capital de K. Marx. La referencia clásica para profundizar es G. Lukàcs, Historia y consciencia de
clase, Barcelona, Grijalbo, 1975.

[14] Véase especialmente el argumento de D. Harvey: “La acumulación por desposesión”,


El Nuevo Imperialismo, Madrid, Akal, 2003; “El neoliberalismo a juicio” en Breve historia del
neoliberalismo, Madrid, Akal, 2007.

[15] F. Engels, Juristen-Sozialismus, 1887 (citado en A. Domènech, “Socialismo. ¿De dónde vino?
¿Qué quiso? ¿Qué logró?” en M. Bunge y C. Gabeta (comps.) ¿Tiene porvenir el socialismo?,
Barcelona, Gedisa, 2015).

[16] M. Tuñón de Lara, Metodología de la historia social en España, Madrid, Siglo XXI, 1973, p.31.

[17] I. Katznelson, “Constructing Cases and Comparisons”, en Katznelson, I. y Zolberg, A. I.,


Working-Class Formation. Nineteenth-Century Patterns in Western Europe and the United States,
Princeton: Princeton University Press, 1986.

[18] Algunos autores prefieren reservar el uso de “clase social” a esta dimensión. Ellen Meiksins
Wood, por ejemplo, emplea la expresión “situaciones de clase” para referirse a la dimensión objetivo-
fáctica.

[19] Ver, para los ejemplos, G.E.M. de Ste. Croix La Lucha de clases en el mundo griego antiguo,
Barcelona, Crítica, 1988; A. Matthiez, La Revolución Francesa, Barcelona, Labor, 1935; E. P.
Thompson, Tradición, revuelta y conciencia de clase, Crítica, Barcelona, 1984. La lucha de clases no
siempre revista formas tan épicas. De hecho, no sería demasiado arriesgado defender que su forma
más habitual tiene lugar en pequeños actos de resistencia a la imposición de las condiciones
laborales. El absentismo laboral, la deferencia, el trabajo con desgana, el sabotaje disimulado, la
pequeña complicidad y otros actos similares pueden incluirse así en esas relaciones (casi) siempre
conflictivas que son las clases sociales.

[20] E. Meiksins Wood, “The Politics of Theory and the Concept of Class: E.P. Thompson and his
Critics”, Studies in Political Economy, 9, 1982.

[21] Para algunos historiadores las clases son, por tanto, una evidencia empírica, queriendo decir
que el concepto de clase surge del análisis del proceso diacrónico, de las “regularidades repetidas
ante situaciones análogas” a lo largo del tiempo, y por tanto se trataría de un concepto histórico en el
sentido de que está diseñado para integrar en sí esas regularidades en el transcurrir de la historia
(véase E. P. Thompson, “Observaciones sobre clase y «falsa conciencia»”,Historia Social, 10, 1991,
pp. 27-32).

[22] Para este hilo argumental ver E. P. Thompson, Miseria de la teoría, Barcelona, Crítica, 1981.

[23] E. P. Thompson, “Folklore, Anthropology and Social History”, Indian historical review, v. 3 (2),
1978, pp. 247-266. Sin ir más lejos, los recursos culturales o las redes de contactos juegan un papel
esencial en los procesos de acumulación de capital, porque proporcionan herramientas para
desenvolverse en el mundo que se hacen valer, por ejemplo, a la hora de obtener un mejor
rendimiento escolar, de conseguir un puesto de trabajo o de ganar aceptación de los pares La
referencia clásica es P. Bourdieu, La distinción: criterios y bases sociales del gusto, Madrid, Taurus,
1988. Dos autores relevantes que ofrecen una actualización del análisis de Bourdieu son el propio
Mike Savage, op.cit. o José Luis Moreno Pestaña, véase La cara oscura del capital erótico, Madrid,
Akal, 2016

[24] Para este argumento, véase el segundo capítulo de G. E. M. de Ste. Croix, op.cit.

[25] Thompson, E. P., “La sociedad inglesa en el siglo XVIII. ¿Lucha de clases sin clase?”, en
Tradición, revuelta y consciencia de clase, Barcelona, Crítica, 1984, epígrafe IV. Que Thompson no
reducía el concepto de clase a la existencia de una clase obrera formada y consciente de sí misma
(a pesar de las recurrentes críticas que se le hicieron y hacen en este sentido) es algo evidente en
sus estudios sobre la Inglaterra del XVIII y en el hecho de que siempre admiró y citó en repetidas
ocasiones el uso del concepto de clase que hacían sus colegas Rodney Hilton o Christopher Hill,
ocupados en el estudio de períodos en los que el vocabulario en términos de clase no estaba
disponible para los sujetos. Para una discusión de la pertinencia de su concepto, véase Meiksins
Wood, E. “The Politics of Theory and the Concept of Class: E. P. Thompson and His Critics”,
Studies in Political Economy, vol. 9, pp. 45-75, 2008.

[26] Por razones de espacio, el siguiente epígrafe resumirá algunas cuestiones complejas de forma
excesivamente simplificadora. Espero que el lector sepa perdonarme por ello. Me he ocupado con
más detalle de estos problemas en Martínez-Cava Aguilar, J. “Cuando el bozal de la bestia es de
papel. Ernesto Laclau en el siglo XXI”, Sin Permiso, 16, 2018.

[27] Ver, ante todo, E. Laclau y C. Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista, México D.F., Siglo XXI,
1985.

[28] E. P. Thompson, The Making of…, op.cit.


[29] Ellen Meiksins Wood, Democracy against Capitalism. Renewing Historical Materialism, Londres,
Verso, 1995.

[30] Y. Varoufakis, “The High Cost of Denying Class War”, Project Syndicate, 8 de diciembre de 2017.

[31] Ver El 18 de Brumario de Luis Bonaparte o La guerra civil en Francia. Para su papel como
periodista puede leerse el artículo de David Guerrero en este mismo volumen, y la reciente colección
editada por Mario Espinoza: K. Marx, Artículos periodísticos, Madrid, Alba, 2016. Para su lectura de
la dimensión internacional de la lucha de clases véase el clásico A. Rosenberg, Democracia y
socialismo. Historia política de los últimos ciento cincuenta años (1789-1937), México D.F., Siglo
XXI, 1981.

[32] E. Meiksins Wood, ¿Una política sin clases? El postmarxismo y su legado, Buenos Aires, RYR,
2013.

[33] Un vistazo a algunos movimientos que llegaron a poner en peligro a los poderes capitalistas
debería bastar. Por ejemplo: el movimiento pacifista durante la Guerra Fría. O, por limitarnos a
nuestro entorno, el movimiento vecinal en la Transición española. El papel de las mujeres en la
historia del movimiento obrero, tradicionalmente olvidado, y que lideró huelgas de alquileres o
motines populares, también merece un papel destacado aquí.

[34] V. Chibber, “Why the Working Class”, Jacobin, 13 de marzo de 2016.

[35] E. P. Thompson, “El punto de producción”, en Socialismo y democracia, México, UAM, 2016,
p.316.

[36] Véase el fantástico artículo de M. Davis, “Old Gods, New Enigmas. Notes on Historical Agency”,
Catalyst, 1 (2), 2017. Sobra decir que la pérdida de protagonismo de esta figura no implica ni su
desaparición ni que sea prescindible de cara a una transformación social profunda.

[37] La referencia clásica es E. P. Thompson, La formación de la clase obrera en Inglaterra, Madrid,


Capitán Swing, 2012.

[38] Un ejemplo en nuestro entorno serían el Instituto Nacional de Estadística (INE) o el Centro de
Investigaciones Sociológicas (CIS).

[39] Para la diferencia entre “empleo” y “trabajo” véase D. Raventós, Las condiciones materiales de
la libertad
, Barcelona, El Viejo Topo, 2007.

st
[40] M. Savage, Social Class in the 21 Century, Londres, Penguin, 2015

[41] Dado que muchos de los patrones son similares en otros países europeos, el estudio podría
emplearse como hipótesis para investigar estos.

[42] La referencia básica para comprender este grupo social sigue siendo Guy Standing, véase
El Precariado: una nueva clase social, Pasado y Presente, Barcelona, 2013; Basic Income: And How
We Can Make It Happen, Londres, Penguin, 2017. La traducción castellana realizada por Julio
Martínez-Cava, con un epílogo de David Casassas y Daniel Raventós, está editada en Pasado y
Presente, 2018.

[43] Algo que un concepto ocupacional de clase no puede captar por definición.

[44] B. Lemoine y Q. Ravelli, “Financiarización y clases sociales”, texto introductorio al número


“Financiarisation et classes sociales : introduction au dossier”, Revue de la régulation [En ligne], 22,
2nd semestre, otoño de 2017. Disponible traducido en
http://www.sinpermiso.info/textos/financiarizacion-y-clases-sociales.

[45] Brian Palmer, “Marx y el materialismo histórico: pasado, presente, futuro”, Nuestra Historia, 5,
2018, pp. 41-48.

Julio Martínez-Cava
es miembro del comité de redacción de Sin Permiso.

Fuente: www.sinpermiso.info, 7-10-18


URL de origen (Obtenido en 03/04/2019 - 15:39):
http://www.sinpermiso.info/textos/la-actualidad-del-concepto-marxista-de-clase-
social

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