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EL SASTRE Y EL ZAPATERO

Hubo un sastre cerreño que por escasez de clientes y la implacable competencia, había
caído en la desgracia de deberle a medio mundo. Por más
que se esforzaba, no podía cancelar sus deudas que cada
vez eran más cuantiosos.

Un día, como fruto de sus desesperadas meditaciones, llegó


a una determinación que a su juicio, le salvaría de la cárcel.
Llamó a su mujer y le dijo:
- Mira mujer, como le debo a todo el mundo y no le puedo
pagar, será mejor que me haga el muerto, entonces todos
mis acreedores me perdonarán y así viviremos sin deudas.
Para que todos lo crean, sal a la calle y grita desesperada.

Cumpliendo con lo dispuesto, la mujer echó a lamentarse a


grito pelado de la “muerte” de su esposo. Tan convincente
y dramática era su actuación, que la mayoría de vecinos la consolaba y le decía que no
se preocupara, que le perdonaban sus deudas, pero entre estos vecinos, había un
zapatero cojo que decía a voz en cuello:
- ¡A mí, me debe medio real y no le perdono!. Nosotros los yanacanchinos somos así…
¡Usted tendrá que pagarme!…

Por la noche, como era costumbre en aquellos tiempos, llevaron al muerto a la iglesia de
Yanacancha hasta el momento de darle sepultura en el campo santo contiguo. El sastre
iba amortajado e inmóvil en la caja, satisfecho por lo bien que le había salido el embuste
y más aún, pensando en el susto que se llevarían los acompañantes cuando se levantara
del ataúd como que estuviera resucitado.

Dejaron la caja en la iglesia y al rato apareció el tozudo zapatero que rengueando y


enojado destapó la caja del féretro gritándole al sastre:
- Mira sastre de los demonios, si no me pagas mi medio real, te condenarás…¡Así que
págame lo que me debes!. Dame mi medio real, maldito!… ¡Dame mi medio real!.

A esa hora de la noche que se encontraba vociferando el zapatero rengo, oyó que abrían
las puertas de la iglesia. Presa del terror, venciendo su cojera, fue a esconderse al
confesionario más próximo. Los que habían ingresado, era un grupo de ladrones que
querían hacer el reparto de su botín. El jefe de los malandrines, dijo:
- Aquí hay cinco montones de monedas de oro que hemos robado. Como nosotros no
somos más que cuatro, el quinto montón se lo llevará el que le dé un bofetón al muerto
que está en la caja.

Todos callaron respetuosos, pero el más pequeño del grupo, acercándose al difunto,
dijo:
- Yo le voy a dar no sólo uno, sino que por ese montón de oro, voy a propinarle tal
cantidad de cachetadas, que todo el Cerro de Pasco lo va a escuchar. Llegó a la caja,
levantó la mano dispuesto a cumplir lo prometido, cuando el sastre se incorporó de
súbito y sentándose violentamente, gritó:
- ¡ Ayúdenme aquí difuntos, que tengo mis cuatro puntos!
El zapatero que estaba agazapado en el confesionario, voceó la respuesta con todas sus
fuerzas:
- ¡Aquí vamos todos juntos!…

Al oír los desaforados gritos, los ladrones echaron a correr despavoridos dejando tiradas
todas las monedas de oro sobre la mesa del muerto. Pasado un momento, el sastre
dividió las piezas en dos partes iguales; una le dio al zapatero y otra se quedó él. Ya
iban a marcharse contentos, cuando el zapatero se acordó de la deuda del sastre y
decidido a cobrarle comenzó a reclamar.

- ¡Dame medio real!…¡Dame mi medio real!…¡Me lo debes!

Los ladrones ya cerca del Cerro de Pasco, se detuvieron cansados mientras el jefe
manifestaba:
- Parece mentira que nosotros, los más valientes y más famosos bandoleros de estos
lugares, hayamos huido de unos finados… ¡Que vaya uno a la iglesia a averiguar qué es
lo que está pasando!

Uno de ellos cumplió con la orden y al llegar a la puerta acercó el oído y escuchó los
gritos desaforados que decían:
- ¡Dame mi medio real!…¡dame mi medio real!.

El ladrón dio media vuelta, huyó a todo correr temblando aterrorizado como una hoja y
casi sin aliento, le dijo a sus compañeros:
- ¡Vámonos!…¡Vámonos pronto!…que la iglesia está llena de condenados. Son tantos
que en el reparto de las monedas de oro a cada uno le corresponde medio real…
¡imagínense cuántos serán!.

En cuanto hubo terminado de hablar atropelladamente, los malhechores emprendieron


rápida huida.

El zapatero y el sastre vivieron contentos por el resto de sus días habiendo pagado sus
deudas, inclusive el medio real.
EL CURA SIN CABEZA
Hace muchísimos años, en los linderos de
Chaupimarca y Yanacancha –camino a Pucayacu- por
donde transitaban los viajeros que iban a Huánuco,
había aparecido un espectro terrible que tenía
atemorizado a los caminantes. Era un cura sin cabeza
que deambulaba por la zona desplazándose por los
aires a considerable velocidad. Todo era que
descubriera a un transeúnte o un grupo de ellos
cuando inmediatamente se aparejaba y deslizándose
por los aires –como si volara- los acompañaba un
buen trecho que al verlo se inmovilizaban de terror.
Cuando estos quedaban atónitos, el cura cuya negra
sotana ya estaba raída y desprendiéndose en flecos -
no sabemos cómo- la emprendía a grandes puñadas, a
manera de zarpazos desordenados y fieros, destrozando la cara y cuerpo de sus víctimas;
cuando éstas, salvajemente desjarretadas yacían muertas, se alejaba emitiendo lúgubres
ronquidos guturales.

Muy pronto, la zona dejó de ser transitada por los peregrinos. Los pocos que tuvieron la
osadía de aventurarse, fueron desmontados de sus cabalgaduras y cuando aterrorizados
huían a campo traviesa, se convertían en presa de las inmisericordes garras del cura
asesino.

Un día que por razones de trabajo, un operario de los ingenios de Carmen Chico, tuvo
que pasar por el fatídico lugar, apenas cerrada la noche, fue acometido por el cura sin
cabeza que se ubicó a su altura. El hombre, al sentir la presencia del espectro, se armó
de valor y cogiendo con todas sus fuerzas un crucifijo de plata que siempre llevaba
consigo, comenzó a rezar, contrito, esperanzado y lleno de fe:
- Señor de los Señores. Rey de Reyes. Justo Juez Omnipotente que siempre reinas con el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, líbrame como libraste a Jonás de la ballena. Estas
grandes potencias, estas grandes reliquias y santa oración me sirvan para poder
defenderme de todo; de los vivos y de los muertos; para sacar los entierros por difíciles
que sean sin ser molestado por los espíritus o apariciones. Tú, Justo Juez que naciste en
Jerusalén; que fuiste sacrificado en medio de dos judíos, permite ¡Oh señor!, que si
vinieran mis enemigos –cuando sea perseguido- tengan ojos, no me vean; tengan boca
no me hablen, tengan manos no me toquen, tengan piernas no me alcancen. Con las
armas de San Jorge seré armado, con las llaves de San Pedro seré encerrado en la cueva
del león, metido en el Arca de Noé para salvarme; con la leche de la virgen María seré
rociado; con tu preciosísima sangre seré bautizado. El Santo Juez me ampare; la Virgen
María me cubra con su manto y la Santísima Trinidad sea mi constante escudo. Amén”.
–Al terminar la oración y armado de valor levantó la voz blandiendo el crucifijo y gritó:
- ¡¿De esta vida o de la otra?!…¡Te ordeno que me lo digas! –al oír estas palabras, el
cura sin cabeza que le rodeaba con sus conocidas intenciones cayó de rodillas
empalmando sus manos como pidiendo perdón. Entonces el hombre comprendió que
aquel era un cura condenado al que siguió hablando de esta suerte:
- ¡Comprendo que estás cumpliendo una condena. Pero como no puedes hablarme, sólo
te ordeno que me señales el lugar donde tienes enterrado u oculto tu pecado!.
Al oír esta orden, nuevamente el cura se elevó y con las manos le indicó que le siguiera.
El caminante, armado de valor siguió al espectro que llegando al cementerio colindante
con la iglesia de Yanacancha, señaló un montículo semejante a una tumba. El hombre
cavó en el sitio señalado y en lugar de un ataúd halló un cofre con monedas de oro,
alhajas y otras joyas.
- Está bien dijo el hombre- mañana mismo te mandaré oficiar una misa en esta iglesia
pidiéndole al señor que te perdone, porque entiendo que estos tesoros, son los que
amasaste robándoles a los fieles y creyentes.

Al oír la promesa, el cura sin cabeza, se alejó como un globo, perdiéndose en la


oscuridad de la noche. Nunca más molestó a los caminantes. El temerario obrero
compró una mina, se hizo rico y vivió feliz el resto de sus días, gracias a su empeñoso
valor.

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